El año que matamos a Carrillo
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El año que matamos a Carrillo - Isidoro del Castillo
Dedicatória
A Maite, que me hizo recuperar la ilusión por las ideologías perdidas.
CON MILITAR DISCIPLINA, CON MINUCIOSA PRECISIÓN DE RELOJERO, con cada salva, cada quince minutos, Florita clavaba sus uñas en mi antebrazo. Cada quince minutos, siempre como si fuera la primera vez, sacudida por el cañonazo, conmocionada por el estruendo que parecía pillarle por sorpresa cada vez. Cada quince minutos, la música parecía desvanecerse para hacerle sitio a la descarga de artillería reglamentaria.
A pesar de la gruesa trenca de lana con la que apenas me protegía del inclemente frío que castigaba la Plaza mi antebrazo se contraía en un movimiento reflejo de autodefensa cada vez que sonaba el cañonazo y las uñas de Florita volvían a clavarse, inmisericordes durante cinco segundos en los que tenía que hacer verdaderos esfuerzos por no gritar; como decía el coronel, uno es un hombre, y debe saber comportarse en todo momento como un hombre.
Ella se apretaba contra mí, el frío, el susto del cañonazo, la emoción... Yo sentía su figura casi siempre esquiva hasta entonces, apretarse contra mi cuerpo, casi adivinaba sus formas a través de su abrigo de paño negro, tan discreto, tan apropiado para el momento, y mezclado con el humo de los cigarrillos que la gente fumaba a nuestro lado, por delante y por detrás de aquella inmensa, interminable, inamovible cola, ascendía desde su cabello un perfume de champú afrutado, olor a limpio que se mezclaba con los aromas de aquella absurda colonia para bebés que se empeñaba en usar.
En cuanto Bach volvía a adueñarse del ambiente, ella recobraba su compostura, separaba su cuerpo y sus aromas de los míos, y volvía a adoptar ese aire de viuda compungida, de huérfana sin remedio, aunque su padre, el Coronel, justo en ese momento volvía la cabeza para comprobar con su sempiterno gesto autoritario, que ese melenudo no se estaba propasando en el consuelo a su querida y única hija, tan sensible y tan delicada, que vaya por Dios, tenía que haber salido a su difunta madre, siempre tan quejumbrosa, siempre tan poco dispuesta, como si el alumbramiento de Florita le avisara de que su tarea para con la propagación de la especie humana ya estaba concluida… Por lo menos no le había puesto nunca pegas para que aliviara sus necesidades de hombre en otros cuarteles… Y luego aquellas fiebres que siguieron a las interminables jaquecas, y un buen día Florita y él, el Coronel, mirándose mudos y asombrados junto a la tumba en la Almudena, los dos sin atreverse a arrancar a llorar, compartiendo a partir de entonces sus soledades, y su casa en Goya, y su chalet en la Sierra de Guadarrama, y el servicio, sobre todo esa Jesusa, que parecía medio tonta pero que cocinaba como los ángeles, habilidades contraídas durante un noviciado que nadie entendió muy bien por qué interrumpió, a requerimientos de un primo de León que desapareció pronto de su vida, con la misma premura con la que había aparecido y la había dejado preñada.
El Coronel desestimó subirse las solapas del abrigo y ajustarse el fular que llevaba al cuello para proteger mejor la garganta, no ir de uniforme, aunque ahora empezaba a arrepentirse de haber desechado la idea, le hubiera facilitado tal vez el no tener que soportar aquella interminable cola... Pero los ruegos de Florita, para qué, «para no intimidar o incomodar a aquel melenas que se había echado de noviete, como si no tuviera donde elegir entre lo mejorcito de la sociedad madrileña… Otro que vivía del cuento… A estos sí que sabía ponerlos firmes el Caudillo… Hijos o nietos de rojos, o lo que es peor hijos desclasados de buenas familias que salían rana… Derecho decía que estudiaba… derecho le iba a poner yo… Santo Dios, y el Generalísimo que ya no está, solo una vez tuve el honor de estrechar su mano, y ahora su cuerpo allí, yacente, dejando desamparada a esta nación de flojos y gandules, ¿Que va a ser de nosotros a partir de ahora?… Y la maldita cola que parece no avanzar nunca, y la música llorona esa, y el melenas que me mira desafiante, qué pasa, yo la protejo, cuando vuelve a sonar la salva de honor y la tonta esta vuelve a acurrucarse a su lado como si fuera un cachorrillo desvalido».
El grupo de monjas, como obedeciendo a una orden superior, cuando la interminable cola parecía que volvía a arrancar, arrancaron también ellas entonando al unísono una salmodia que las notas del órgano omnipresente en toda la plaza dejaban adivinar que se trataba de un «padrenuestro» en latín, al que seguirían una cascada de avemarías. Una de ellas extrajo de entre los refajos de sus hábitos un paquetito de cartón que contenía pastas caseras que la monja se apresura a ofrecer con la mejor de sus sonrisas a los compañeros de fila. Cuando la caja pasa por delante de mis narices meto la mano; avariciosamente, cojo dos y le ofrezco una a Florita que la toma y la mastica con avidez. La otra me la como yo, hacer un poco de masa para poder echar otro cigarro sin que me den arcadas, al Coronel que le zurzan.
Increíblemente la cola avanza ahora con algo más de fluidez y ya casi estamos a las puertas del palacio. Las monjitas redoblan el fervor y el volumen de sus rezos. Florita suspira, el Coronel parece que recompone toda su figura al recomponer las solapas de su gabán. Parece que haya crecido diez centímetros, y al alzar la cabeza en gallarda apostura, pareciera que el rebaño de hormigas de su fino bigotito se le retreparan hasta la nariz, como queriendo desaparecer en el interior de sus fosas nasales.
No me ha dado tiempo de terminar el «Ducados» y Florita me mira con cara de «¿Lo ves? Ya te había advertido que no te iba a dar tiempo de fumártelo, vicioso, que eres un vicioso, siempre pensando en lo que da placer…» Con harto dolor de corazón aplasto el medio truja contra el suelo embaldosado de la entrada.
Ya dentro del palacio la cosa cambia a mejor. No se siente apenas el frío glacial de la calle, y la música religiosa llega ahora como amortiguada. A ver la próxima salva de ordenanza… En cambio se oyen gritos y lamentos, algunos amortiguados, otros liberados, suspiros, «arribaespañas» y «presentes» y el olor, ese olor de humanidad concentrada, de poco lavarse y menos cambiarse de ropa… el olor ácido del sudor aposentado en las vestimentas, de las bocas con dientes poco cuidados, de la falta de higiene en general… Sí, y también flores, fragancias de los cientos de ramos y coronas de flores que cada uno adornado con sus leyendas casi eclipsan el catafalco, que por fín allá al fondo de la enorme sala, custodiado por guardia de honor, ujieres y policías comienza a ser visible desde nuestro lugar en la serpenteante cola.
Aquel hombre enjuto, pequeño, con bigotito y pelo engominado, con la camisa azul y parece que también correajes, como si le hubiera fulminado un rayo o se hubiera convertido en estatua de sal, haciendo el saludo militar, con los ojos clavados en el catafalco, inamovible, impertérrito a las advertencias de que continúe, que no se detenga, que no obstaculice, al final desplazado alzándolo casi en volandas por un ujier y un policía, como si de un maniquí de escaparate que hay que sustituir se tratara, haciéndolo desaparecer, sin un grito, sin una palabra más alta que otra, y siendo sustituido casi inmediatamente por una señora que deshecha en llanto, esta sí verbalizaba su angustia entre sollozos, «Qué bueno eras, cuánto nos has dado y cuánto has hecho por nosotros»
Las pobres monjitas apenas pudieron satisfacer su curiosidad de poder contemplar la cara del cadáver, apremiadas para que no se demoraran por la madre superiora que las pastoreaba hacia la salida; solo la monja de las pastas pudo detenerse un poco más en la contemplación del rostro del finado «Qué guapo era, Dios mío, si parece un santo».
El Coronel se cuadra. Los tacones de sus bien embetunados zapatos parecen diseñados para entrechocar marcialmente. Los brazos pegados a los costados… Dos contra uno a que ahora hace el saludo militar… Pues no, inclina la cabeza en reverencia sumisa… Ahora pareciera que las hormigas que conforman el bigotillo van a dejar el refugio de su nariz, y aprovechar para escaparse al verse tan cerca del suelo para correr a refugiarse donde sus hermanas blanquecinas, que aún adornan ese rostro cerúleo, como de muñeco de fallas, que, por todos los dioses, espero que no vuelva a abrir los ojos, por lo menos en este momento.
Florita saca un pañuelito bordado de su bocamanga, y mientras se suena la nariz, hace un gesto como de genuflexión de iglesia, y yo no sé qué hacer, si arrodillarme arrastrado por el brazo de Florita que sigue siempre aferrado al mío, o saludar marcialmente como me enseñaron en el mes de campamento de las milicias universitarias, o salir corriendo de allí. Un ujier viene a socorrerme, «Continúen ustedes, por favor, continúen ustedes», y pronto otra vez el aire gélido de la Plaza de Oriente, otra vez esa música religiosa…¿Seguro que es Bach?, y otra vez las uñas de Florita castigando mi antebrazo cuando volvemos a ser saludados por la salva de ordenanza implacable cada quince minutos.
El Coronel tiene un arranque de buen humor: «Que Dios ayude ahora a España… bueno pues el muerto al hoyo y… os invito a un aperitivo, qué os parecen unas cañas y unas gambitas en Santa Bárbara…»
Ahora Florita parecía ya recompuesta de su ataque de llanto. Contra todo pronóstico continuaba aferrada a mi brazo proclamando su propiedad, mirando a su padre entre irónica y desafiante. Con la otra mano modela la raya de mis cabellos separándolos por encima de la frente. Por un momento temo que vaya a sacar el pañuelito y limpie algo de mi cara como hacían aquellas tías antiguas, las primas de mi padre de San Sebastián, cuando después de haberte pringado de «rouge» con sus cariñosos besos, insistían en limpiarte con sus pañuelos mojados en saliva; «si, padre, es un melenas, pero es mi melenas», y me sonreía picarona guiñándome torpemente el ojo.
EL RUGIDO ENSORDECEDOR de la locomotora acelerando, superponiéndose al del traqueteo de los vagones.
El paisaje blanco, uniforme, desapareciendo cada vez más deprisa por la ventanilla, los árboles, blancos, sucediéndose como mudos testigos de la aceleración inevitable.
Ahora el convoy sube montaña arriba, pero no parece que ello influya en su velocidad, al contrario, es como si la locomotora hubiera estado tomando fuerzas en la llanura para poder abordar el desnivel con mayor impulso.
Una amplia curva permite ahora divisar desde la ventanilla de la locomotora, un puente de madera, a lo lejos, que parece que permite salvar un valle de momento invisible.
El puente está roto. El tren caerá inevitablemente al vacío.
Una y otra vez volver a accionar la palanca del freno; es inútil. No responde.
Intento que no me domine el pánico, tiene que haber alguna solución, un freno de emergencia, un milagro…
Elke, a mi lado, no parece preocupada; se atusa coqueta su rubia permanente. Sus ojos azules me contemplan con dulzura. Frunce sus morritos escarlata… Ella siempre está en tecnicolor…
Dejo de lado la rudimentaria e inútil palanca del freno. La abrazo y la beso.
Nos acercamos al puente, vamos a caer. No me importa, vuelvo a besar a Elke.
El ruido de la locomotora se transforma poco a poco, se va convirtiendo en un ruido más familiar, más cotidiano.
Un aroma inconfundible brota de la cafetera que borbotea en el fuego de la cocina anunciando que su trabajo ha sido realizado.
Abro los ojos. Elke continúa sonriéndome, ahora desde la pared, mientras Paul Newman parece seguir completamente ajeno a nuestro idilio desde el póster de «El premio».
Los ruidos de las abluciones del Balak desde el cuarto de baño, vienen a sustituir a los de la cafetera, el de la locomotora parece ya completamente extinguido… ¿Caeríamos por fín al barranco?
Uno, dos… los siete estornudos de rigor, como salvas de honor que anuncian el nuevo día, y el aroma a «Varón Dandy» que llega hasta mi cama asesinando en un instante la deliciosa fragancia del café recién hecho.
Hoy es necesario levantarse temprano, olvidarse al instante de todo lo que hubiera sucedido el día anterior, si, por ejemplo, una vez más, habíais bebido más de la cuenta o no, esas dulces resacas que duraban afortunadamente solo una mañana y se pasaban livianas con el primer trago de una cerveza, inconscientes, siempre dispuestos a hacer girar la rueda con la que se recorría el camino hacia el alcoholismo, pero éramos tan jóvenes, esas preocupaciones no enturbiaban nuestros pensamientos.
Los numeritos del despertador, punteados con motitas fosforescentes, como aquella figurita de la Virgen que había en casa de mi abuela y que refulgía espectral en la oscuridad, recordándote que seguramente no habías completado tus oraciones antes de quedarte dormido.
De repente el timbrazo y enseguida el reflejo de apagarlo, aquella bocina monocorde, la mano que tantea en la semioscuridad para ahogar aquel sonido, para merecer un rato más de tregua, cinco minutos más contigo, Elke, cinco minutos más que sabes imposibles, cinco minutos más que se convertirían en ese abrir y cerrar de ojos en dos horas más.
Y con todo, conseguir apagarlo, me refugio en el lado de la cama que conserva la frescura de la noche, el lado desocupado de la cama… Imagino que hay un cuerpo, no, no es el de Elke, es el cuerpo casi adolescente de Florita, no. Lo cambio; mi imaginación rápida y febril, todavía deshaciéndose de las brumas del sueño, de ese sabor metálico del alcohol mal digerido en mi boca, de la nicotina que me hace desear una nueva dosis, un cigarro, ahora, sin desayunar, y ahora Florita vuelve a desaparecer, esquiva siempre, y es Elke Sommer quien una vez más, siempre solícita, ocupa el lado vacío de la cama, esa actriz sueca o alemana, qué más da, en cualquier caso rubia, pechugona, con aquellos morritos fruncidos que parecían sus señas de identidad cuando interpretaba con intensidad alguna escena de seducción en aquellas horribles películas de programa doble… Y la rueda de los pensamientos que nunca se detiene, y me veo una vez más en aquella pesadilla, huyendo de aquel pobre hombre y el olor de su aliento a vino rancio que me acosaba en el patio de butacas del cine Carretas pensando que yo también había ido allí a buscar algo más que el consuelo del celuloide.
El recuerdo de aquel bochorno hace que salte de la cama como un resorte. Elke apenas cambia de expresión; se queda allí, muda, frunciendo sus morritos.
Ni hablar de ducharse, no hay tiempo, me visto la misma ropa del día anterior, mis narices anestesiadas por el tabaco apenas distinguen el olor de la ropa expuesta la pasada noche a las turbias atmósferas de los pubs de «Aurrera».
Mientras enciendo el primer «Ducados» del día oigo al Balak trajinar en la cocina. Quizá todavía quede algo para desayunar, cepillo mis dientes con «Profidén» sosteniendo en una mano el cigarrillo; después orino intentando que aquel enorme chorro maloliente y amarillento vaya dentro, si no, me va a tocar a mí limpiarlo después de la bronca del Balak.
Quedaba una bolsa de sobaos pasiegos… estaban pidiendo tan a gritos ser condenados a la basura, que ni siquiera Pedro los había probado. Tal vez era tiempo de considerar un indulto… cuando el hambre aprieta…
Avanzo por el pasillo, entre las arcadas que el cigarrillo provoca en mi revuelto estómago, considerando todavía volver a los amorosos brazos de Elke o de Morfeo, tanto da, cuando me asalta de nuevo el aroma del café recién hecho, allí está, la valerosa cafetera italiana que ha liberado a borbotones, orgullosa encima del quemador del fuego de gas, ese líquido caliente y amargo, aromático y reparador, conocedora de su sacrosanta misión de ayudar a despejar nuestros cerebros de las brumas más intrincadas, y volvernos a nuestro estado natural de chicos de veinte años, despiertos y dispuestos a comerse el mundo.
El Balak está sentado en la mesa de la cocina, y cuando digo en la mesa, quiero decir en la mesa. El Balak parece reñido con las banquetas y con las sillas. Sus zapatones están encima del mantel de flores. Se aprovecha de la ausencia de Pedro; en su presencia nunca se hubiera atrevido a profanar la mesa con sus pies.
Este hombre nunca tiene resacas, y si las tiene sabe disimularlas a conciencia. Parece que llevara horas levantado, aseado, pulcro, sonriente, con la raya que parece trazada con tiralíneas entre los bucles de su pelo rizado, con ese rastro como de barba verde solo en el bigote y la perilla.
Con dos dedos enrollaba y desenrollaba pensativo uno de aquellos rizos de su nuca, con aquel aire concentrado y pensativo de cuando estaba estudiando o planeando alguno de sus infalibles planes para llevarse al catre a alguna chica, casi siempre ajena a la posibilidad de tener un romance con el flaco estudiante de medicina.
Me mira, sonríe, me roba el cigarrillo que cuelga a lo Bogart de la comisura de mis labios, aunque sabe de sobra lo mucho que me jode tener que compartir lo que la boca de otro haya probado.
Le perdono, una vez más, mientras vierte en dos tazas el contenido humeante, aromático, vivificante de la cafetera italiana.
—Tómate el café y nos vamos.
—Creo que quedaban unos sobaos en…
—Te recuerdo que hay que ir en ayunas.
—Ah, ya… Es verdad, ¿Y el café no cuenta?
Me mira con esa cara que suele poner de judío-polaco resentido cuando algo le saca de sus casillas; luego sonríe.
—Date prisa que a esta hora el puto metro está imposible.
—¿No vamos en tu moto?
Su gesto favorito: saca los forros de los bolsillos de su pantalón hacia afuera; entiendo rápido, no hay pasta, no hay gasolina, no hay moto… y mi «Seiscientos» se lo llevó Pedro; otra vez tenía plan el muy cabrito, ese sí que se lo monta bien, espero que por lo menos me eche cuarenta duros de gasolina para poder ir esta semana a la facultad, al menos a hacer acto de presencia.
La verdad es que todavía no tengo muy claro si me voy a dejar morder por el vampiro, de momento me dejo llevar por el Balak, que al menos cuando ha decidido que va a hacer algo, lo intenta llevar a cabo hasta las últimas consecuencias. Me solucionaría el mes… de momento voy; allí, sobre el terreno, ya decidiré.
Me abraso con el café. Qué manía tienen estos tipos de la España rural de tomarlo todo muy caliente. El café sirve para despejarse, pero también para entrar en calor, qué más da que ya estemos casi en abril y en Madrid los pajaritos se caen fritos de los árboles.
—¡Joder, Satrus, como sigas cerrando la puerta con esas hostias el casero nos la va a descontar de la fianza!
Ese soy yo, Satrus; a todo se acostumbra uno. Jesús más familiarmente, pero al Balak le debe sonar como la respuesta a sus estornudos, y prefiere llamarme Satrus, que al fín y al cabo es mi apellido: Jesús Satrústegui… nada que ver con el futbolista de la Real, y sí mucho con mi padre, también Jesús y también Satrústegui, prestigioso abogado de ascendencia donostiarra, pero madrileño hasta las patas.
El puto metro. Ese olor como a cerrado, a ser humano en descomposición, poco lavado. ¿No me estaré volviendo un poco burgués elitista con lo de mi sensibilidad por los olores ajenos? Aún en invierno es tolerable, cualquier clase de calor se agradece, pero cuando empieza a hacer el calor de verdad, el tufo se vuelve insoportable.
Qué pasa en esta ciudad, joder, parece que todo el mundo sale a la calle a librar un sangriento combate… se han olvidado las formas, la cortesía, la educación… me estoy pareciendo ya al viejo coronel, sonrío con cara de bobo, el Balak me mira con su expresión de ya está éste en Babia, y un codazo inmisericorde me devuelve a la realidad.
Apretados entre la multitud, plantamos en el suelo los dos pies con firme resolución, no nos moverán, el tren se acerca pitando con un estruendo de chirrido de frenos, y parece que la masa compacta de la gente se apretara aún más. El convoy se detiene, suenan las sirenas de aviso, se abren las puertas, apenas se deja descender de los vagones a los tres o cuatro pasajeros que se apean en esta parada. Siempre recuerdo aquí a mi primo Carlos, la primera vez que viajó en el metro, el confiado chico de provincias, situado justo delante de las puertas en una parada que no era la suya, arrollado por la multitud inmisericorde, metió la pierna hasta la rodilla entre coche y andén, dos meses de escayola, una leve cojera de por vida, y un pánico mortal al suburbano que le llevó a enriquecer en cada uno de sus desplazamientos por la capital al gremio de los «pesetas».
Definitivamente habría que inventar algo para