Donde aúllan las colinas
Por Francisco Narla
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Al fin, en Hispania, ha terminado la guerra civil. Roma está en manos de un solo hombre: Julio César. Pero su ambición no tiene límites, y hasta lo más recóndito del norte envía a un grupo escogido de legionarios para hallar las minas de oro con las que garantizará su poder absoluto. Y, entretanto, éstos, vestidos como alimañeros, acabarán con los lobos que merman el ganado de las tribus celtas locales. Sin embargo, algo sale mal… Cuando la última loba embarazada muere, su compañero no tendrá piedad. El astuto, cansado y enorme lobo perseguirá a esos romanos que han acabado con su hembra hasta el corazón de la mismísima Roma…
Con maestría, tensión y un estilo narrativo cargado de poesía y sentimiento, Francisco Narla nos regala esta maravillosa historia, que ya es una obra de culto, sobre la ancestral lucha entre el hombre y la naturaleza.
Recuperación de la obra sin duda más emotiva y visceral del autor.
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Donde aúllan las colinas - Francisco Narla
HAMBRE y CODICIA
huellaSe lo contó el viento.
Hedía a desgracia.
Venía trotando por la cresta de la montaña, bajo las sombras cuarteadas de los pinos, entre tojos y pizarra, a través del monte. De regreso tras su última batida, con el pellejo de una liebre preso en las fauces. Caía la tarde y él volvía a la lobera. Fue entonces cuando aquella pestilencia lo abofeteó.
Una amenaza trepaba por las colinas. Una que traía a rastras el regusto del cuero viejo y el tufo a lana sobada.
Y el lobo la reconoció.
Se detuvo. Y quedó aupado a un peñasco por el que reptaban líquenes, asomando al borde del risco mientras un racimo de gravilla caía por la pendiente sembrada de zarzas. Era un macho viejo, pesado, de huellas profundas, con los cuartos cargados por cacerías de venados. Con los años pintados en la pelambre y el grueso pescuezo rastrillado por las victorias que lo habían hecho señor de la manada.
Miraba en derredor. Husmeando aquel peligro que presentía en el laberinto de arroyos del valle.
Y lo reconoció.
Quiso asegurarse. La liebre cayó aplastando trenzas de helechos. Se pasó la lengua por el hocico para aventar de nuevo aquel soplo que gateaba desde las tierras bajas. Y un gruñido le sacudió los belfos. La fetidez era inconfundible.
El viento cardaba las ramas de los fresnos, remetía los brezos. Y también portaba un mensaje. El viento le susurró al lobo que el cerco se estrechaba; que los cazadores se acercaban.
El hombre había llegado.
Y se echó monte abajo.
Y corrió hacia la lobera. Casi tan rápido como el ocaso que encharcaba el horizonte, porque aquel rastro sólo podía significar una cosa: muerte.
* * *
–La codicia es siempre la furcia con más clientes del burdel...
El sol huía hacia poniente y, en aquel claro del bosque, las sombras se estiraban, deshilachándose mansamente de los mantos que vestían los legionarios.
Eran hombres de rostros cincelados, con las trazas de haber sido engendrados en forjas. Encurtidos en sangre derramada. Asomando bajo los correajes, llevaban apiñadas cicatrices que mentaban guerras libradas en los confines del mundo. El tinte de rubia en sus capotes era apenas un pálido recuerdo encarnado. Disciplinados, habían formado al borde de la arboleda. Y sus monturas, inquietas, cabeceaban más allá, sacudiéndose de los flancos el sudor del largo viaje.
–¡Ésa es la clave! La codicia –insistió el general rebañándose el pelo de la coronilla hacia la frente–. Así cerraremos sus bocas –afirmó mientras apoyaba el pie en el tocón renegrido de un roble hendido por el rayo–. Colmaremos sus buches rollizos. Con lirones rellenos, lenguas de pato, sesos de faisán y tetas de gorrina...
Conscientes del peligro, los pretorianos vigilaban. Listos para desenfundar y batirse. Aquéllas eran tierras sin conquistar, tan al oeste que más allá no había otra cosa que los abismos del océano. Y allí vivían bárbaros que aún no se habían echado a los pies de Roma; salvajes que atacarían de conocer el premio que estaba ahora a su alcance.
Sin embargo, no eran sus armas las que delataban su condición. Ni las ánimas que parecían rondarlos. Y tampoco sus actitudes recias, sino su silencio. Pues el secreto que escuchaban estaba a salvo en sus labios. Habían jurado lealtad más allá de la muerte.
–Los cebaremos. –El desprecio barnizaba cada palabra del general–. Los cubriremos de vicio. Porque se han vuelto gordos y decrépitos. ¡Y codiciosos! –recalcó, rechinándole los dientes, sin dejar de darle vueltas entre los dedos a la muestra que acababan de entregarle–. El poder los ha hecho débiles y corruptos...
El comandante hablaba; uno de ellos escuchaba; el resto, dispuestos en una muralla sembrada de hierros envainados, protegían a su señor.
Años atrás el fragor de una tormenta hirió el bosque abriendo aquel claro con el fuego de sus centellas, y en el centro, sobre los despojos de carbón que dejaran los rayos, el amo de Roma parlamentaba con uno de sus veteranos. Uno con el ceño quebrado, un centurión revenido por veinte años bajo el estandarte del águila; uno que nunca se atrevería a cuestionar aquel desdén.
Uno al que nada le iba en la cizaña que sembraba su patrón. Alguien que sabía cuál era su deber. Escuchar, sin más. Aunque al hacerlo se convirtiera en partícipe de una conspiración. Una conjura para la que el menor de los castigos sería terminar despeñado a los pies de la roca Tarpeya.
–... Y debemos dar gracias a la Fortuna de que así sea –continuó el glorioso vencedor de la última guerra civil–. Porque eso significa que sus voluntades se venden, ¡y yo necesito comprarlas! ¡Roma lo necesita! –bramó convencido–. Porque, si las compro, olvidarán sus miedos. –El gran general calló un instante y paseó sus ojos pardos por aquel paisaje aserrado que todo lo envolvía–. El recuerdo de Sila les encoge las tripas. Basta mentar al viejo zorro y se les anuda el gaznate. ¡Se cagan patas abajo! –Ése era el problema y él, conocedor de los tejemanejes de la vil política, lo sabía; por decadentes que fuesen los senadores que aún no habían sido asesinados, nunca se desprenderían del temor a una nueva dictadura–. Lamen mi mano como perros lastimeros, pero, a mis espaldas, mascullan sus recelos...
El viento acunaba el silencio preocupado del veterano. Componía melodías con el tintineo de las lorigas; y se llevaba lejos aquel rastro del metal bruñido.
–... Así que necesito migajas –continuó–, restos que esparcir para que esos viciosos se entretengan picoteando. Y, cuando se aparten de mi camino, alzaré un imperio. –La voz del general se elevaba con sus cejas y el rubor se extendía por sus mejillas–. Uno que haría palidecer al mismísimo Alejandro... ¿Lo entiendes? Cerraré las puertas del templo de Jano. Llevaré la paz desde la Lusitania hasta las mismas fronteras de la Dacia... Haré que mi legado sea imborrable.
Y el antiguo centurión asintió sin alzar la vista, admirando de reojo la disciplina de los centinelas, que no se escandalizaban con las peligrosas palabras que la brisa vapuleaba. Ya no le cabía duda: su comandante lo arrastraba hacia las ciénagas que enfangarían la República.
–Así que dime, Lucio Trebellio Máximo, ¿lo habéis conseguido? –preguntó el que también había vencido en Alesia–. Eh, ¿lo habéis encontrado? ¿Tenéis para mí la voluntad del Senado?
–Aún no –confesó el centurión con parquedad, abrumado por la verdad que intuía.
La mano libre, la derecha, la misma que sometía Roma, se alzó hasta el mentón rotundo para pellizcar aquellos labios afilados y el veterano se encontró con una mirada entornada de ira; y supo que podía acabar en la cruz.
Ahora vestía como un licenciado cualquiera, como uno más de los que habían recibido el jubileo en Gades; ésa había sido la orden. Pero hasta entonces él había regido la vida de la Décima. Durante años había portado el sarmiento que concedía el mando de la primera cohorte de la legión. Incluso le había salvado la vida a aquel hombre en las orillas del Betis. Sin embargo, con un sólo gesto del general, los guardias les brindarían a las parcas los hilos de su destino.
Aún no había logrado cumplir su encomienda. Aunque esperaba hacerlo pronto, en cuanto hubiese matado a las dos últimas bestias.
–Mi señor, falta poco –se apresuró a intervenir el veterano para aplacar los ánimos–. Pero estas gentes –aclaró abriendo los brazos hacia los bosques más allá de los escoltas– no se dejan convencer fácilmente. Son correosos...
Y la cicatriz que recorría la corva del cónsul daba buen testimonio de aquella verdad. No era la primera vez que pisaba aquellos montes plagados de espinas donde el mismo Plutón parecía cobijar a aquellas indómitas tribus de los galaicos.
El dueño de Roma separó la mano de su barbilla, espantó la amargura rancia de la memoria con un gesto vago y volteó los dedos en el aire para animar al veterano a seguir. En la zurda seguía sobando la muestra que el centurión le había entregado al llegar.
–Fuimos discretos, tal y como ordenaste. –Ahora, tras haber escuchado a su general, el legionario comprendía el sigilo exigido–. Pero estas gentes recuerdan bien la sangre que se vertió en tiempos de Sertorio, y muchos han oído leyendas sobre el Africano. Dudaban entre creernos traidores, hombres de Pompeyo o simples licenciados que no querían regresar. –La suspicacia de los lugareños había sido su principal problema, aunque Lucio no quería enredarse con nimiedades–. Aun así, cumplimos con lo que pediste, no hubo violencia. –Ahora entendía por qué lo habían enviado a él con un puñado de hombres en vez de a una legión lista para la aniquilación: no debían escucharse en Roma noticias de aquella tarea–. Nos costó tiempo, pero finalmente descubrimos un modo de ganarnos su confianza...
El ocre de la mirada del general brilló de impaciencia. Pero no interrumpió el discurso.
Y Lucio Trebellio hizo correr sus palabras como un chicuelo ansioso por complacer a un padre severo.
–El último invierno ha sido el más crudo en años. A nosotros mismos nos costó caro cruzar los pasos –concedió sin entrar en detalles–. El hielo y la nieve lo cubrieron todo durante meses. –Los dedos del caudillo volvieron a rodar–. Los lobos bajaron pronto de las cumbres, azuzados por el hambre y el frío... Tuvimos suerte. Vagabundeábamos, buscábamos la sierra de la que hablaste y nos topamos con una aldea llena de desesperados. Habían perdido casi todas sus cabezas de ganado.
La impaciencia brincaba en el ceño del patrón y el centurión supo que debía apresurarse aún más.
–Cuando les pedimos refugio, los pobres desgraciados estaban considerando marchar al sur –continuó el veterano, avergonzado por el repeluzno que sentía ante la mirada de su patrón–, no tenían otra cosa que ofrecernos que pan de bellotas rancio. Y a Cainos se le ocurrió una añagaza –aclaró el centurión, intrigante, con cierta confianza al poder ofrecer algo más que especulaciones–. Nos hicimos pasar por alimañeros, y llegamos a un acuerdo –tascó al fin, yendo directo al grano.
»Nos dirían dónde buscar a cambio de abatir a las bestias –reveló, echando la barbilla hacia la mano en la que su patrono volteaba la prueba de lo que decía–. No les gustó, pero Cainos supo convencerlos. Y ya casi lo hemos conseguido.
Odió tener que admitirlo ante la media sonrisa que se abría paso en aquellos labios afilados, pero no podía callarlo.
–Sin embargo, mi comandante... Hay un problema –añadió tragando antes de exponer el dilema al que sus hombres se estaban enfrentando–, la última pareja...
No pudo acabar de explicarse: un revuelo de susurros y hojas agitadas los alertó.
Alguien venía.
* * *
No estaba.
Aún podía percibirse su olor cálido. Y el dejo dulce de la leche que maduraba en ella como una promesa.
Era el último de sus escondrijos. Empujados por los cazadores, habían ido adentrándose más y más en la espesura de las arboledas. Alejándose del hombre. Y, en lo más profundo del bosque, allí donde los zarzales se volvían casi impenetrables, entre pinos espigados que codiciaban un rayo de luz, bajo un alero de granito que sobresalía amenazando con caerse, habían encontrado la cárcava que un arroyo escarbara con las avenidas del deshielo. Habían estado buscando el cubil abandonado de algún tejón. Pero les bastó terminar con el trabajo que el riachuelo empezara para hacerse con una madriguera inaccesible. A salvo.
Allí habrían de llegar los cachorros. Y por eso había huido ella. Al sentir a los tramperos cernirse sobre la lobera. Había escapado. Alejándolos del lugar elegido. Él lo sabía.
No estaba.
Pero en los revoltijos del viento se acomodaba su rastro. Y el lobo sólo se tomó el tiempo de gruñir antes de seguir corriendo ladera abajo. Tras ella.
* * *
El general y su veterano se giraron hacia el ruido.
Los pretorianos daban el alto a un tipo enjuto, con los aires de un cesto de mimbres consumido por alguna hambruna de niñez. Tenía la