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Los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad
Los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad
Los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad
Libro electrónico80 páginas52 minutos

Los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad

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Cuando el arqueólogo Tomás Jarcia Correa se interna en el pueblo de San Sebastián el Desollado en busca de permiso para explorar las barrancas aledañas y registrar sus pinturas rupestres, se ve envuelto en una serie de infanticidios perpetrados por una quimera diabólica. El protagonista se convierte en el blanco de las sospechas y, en su lucha por salir vivo de allí, pondrá al descubierto un sacrilegio que se remonta a siglos atrás y entrevera historias, leyendas, costumbres, fiestas, mitos y sincretismo prehispánico y judeocristiano.

Con esta novela, cuyo título es una greguería de Ramón Gómez de la Serna, Mario Carrasco Teja se hizo acreedor a una mención honorífica en el Premio Bellas Artes Juan Rulfo para Primera Novela. Otras distinciones recibidas por el autor han sido el Premio Literario Casa de las Américas en la categoría de literatura para niños y jóvenes, el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés, así como el primer lugar en los concursos nacionales de Cuento de Humor Negro y el de Crónica y Cuento del Metro. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ene 2025
ISBN9798224182046
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    Los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad - Mario Carrasco Teja

    I. EPIFANÍA

    1. Ruta del martirio

    EL VALLE, ESE ABISMO horizontal, anuncia la torre de la parroquia desde la carretera. El resto del paisaje es un bullicio de mezquites, huizaches, nopales, magueyes, cardones y biznagas que al menor descuido se te hincan en la piel. Si bien el sol resplandece en su pináculo, al promediar la tarde aquel calor punzante devendrá aire gélido, y quisieras presentar tus credenciales y apalabrar a un guía que te escolte a la barranca antes de que la gente se encierre en sus casas.

    Para completar el trayecto hasta San Sebas puedes elegir entre el camino de terracería o una vereda breve, pero hirsuta, indicada por la efigie de un santo, el cual luciría en cueros vivos de no ser por el paño a la cintura. Erosionado por el agua, el viento y la desmemoria, enhiesto con fragilidad en su pedestal ruinoso, provoca la impresión de que las aves de rapiña y la rebelión infiel de otras épocas, si no es que el propio diablo, lo hubieran engullido con ferocidad parsimoniosa. La mano izquierda todavía exhibe el asta de una de las flechas enterradas en sus piernas y costados, en tanto con la otra, poco más que un muñón, bendice con aire lastimero a los viandantes.

    Un estallido retumba a tus espaldas mientras verificas coordenadas y, merced al ajetreo que te suscita la pirotecnia, desvías la vista de la carta topográfica para continuar tu rumbo por la vereda. Jamás has vencido esa angustia primitiva ante la pólvora, máxime cuando viene secundada por el tañido de instrumentos musicales y campanas, en particular escabroso durante las fiestas religiosas.

    Tampoco es que avizores un panorama de quietud en tu destino, pero agradeces que los truenos y fragores se circunscriban a una localidad superada unos kilómetros atrás: poco después de haber tomado la carretera vecinal, el camión hizo un alto en San Antonio Tlamecanilli o el Ahorcado, sin el eufemismo en náhuatl con que misioneros y conquistadores preservaron la toponimia de los asentamientos primigenios junto a los nombres bautismales.

    Absorto en las maniobras del conductor, que esquivaba los baches sin frenar, hasta ese momento no habías reparado en la algarabía formal del resto de los pasajeros, que se aprestaban a rendir tributo a su patrono portando veladoras, cirios, violines, tambores, cascabeles y pendones coloridos de simbología pagana.

    A partir de allí viajaste solo. Mientras dormitabas en tu asiento, divagaste con el suplicio de un mártir suspendido de los pies en un patíbulo invertido, la soga atada al cuello para hacer con la cabeza las veces de badajo. El chofer te espabiló sin permitirte averiguar el sonido de metal y huesos irradiado por tal campana y, antes de apearte, señaló el mojón con la sagrada imagen que inaugura la senda al caserío.

    Comienzas a arrepentirte de haber hecho oídos sordos a las aprensiones de tus colegas. Con todo y que las pinturas de San Sebastián Tlaxipeuhtli, es decir, el Desollado, son las últimas por registrar, ya no estás en edad para afrontar un contratiempo a solas, un accidente de cuidado en medio de la nada, mucho menos una agresión por parte de aquellos que primero amagan al forastero con el rifle o el machete y luego le preguntan qué anda buscando en su propiedad.

    Enviciado de mundo, allí eres un extranjero nacido y criado en la capital del país, indefenso en esa geografía de anemia, de ladinos con la memoria obnubilada por el aguamiel y tecorrales al borde del colapso por donde las desgracias van y vienen cual pasajeros en tránsito, como si los siglos nada más hubieran esparcido mestizaje, penitencia, hambre y capillas por doquier.

    2. Santos inocentes

    EN LA PRIMERA SEMANA de enero, la misma en que el proyecto arqueológico se instaló en el valle, ocurrió un hecho de sangre en la barranca que te obcecas en visitar. El día de Reyes mataron a un niño en circunstancias tan atroces que las autoridades se reservaron los detalles, pero apenas habían transcurrido tres jornadas cuando apareció un segundo cuerpo, otro infante, otro varón, y ya no hubo manera de atenuar los pormenores ni de concertar su tratamiento periodístico:

    Mueren angelitos en La Cruz

    • Silencio de las autoridades ante los presuntos infanticidios

    • Negligencia y abandono, cómplices de las calamidades

    El Vespertino del Valle, martes 10 de enero. Los vecinos de San Sebastián Tlaxipeuhtli, una de las comunidades más pobres y apartadas de la

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