El caballero fantasma
Por Cornelia Funke
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Cornelia Funke
Cornelia Funke tells stories for all ages—as storytellers do—for book eaters and those who don’t succumb easily to printed magic. She is the bestselling author of Dragon Rider, The Thief Lord, and the Inkworld and MirrorWorld series. She lives in Malibu, California, on her avocado farm with her donkeys, ducks, and dogs. Learn more about Cornelia at her website: www.corneliafunke.com.
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El caballero fantasma - Cornelia Funke
Desterrado
Tenía once años cuando mi madre me envió a un internado en Salisbury. Es cierto que se le caían las lágrimas durante el camino a la estación, lo reconozco, pero me dejó en el tren de todas formas.
—¡Tu padre se alegraría tanto de verte estudiando en su colegio! —dijo, forzando una sonrisa, y el Barbas me dio unos golpecitos de ánimo sobre el hombro. Me entraron ganas de empujarlo al fondo de las vías.
El Barbas… mis hermanas se habían subido a sus rodillas de inmediato la primera vez que mamá lo llevó a casa, pero yo le declaré la guerra desde el momento en que su brazo la rodeó por los hombros. Papá había muerto cuando yo tenía cuatro años y lo extrañaba, aunque apenas lo recordaba. Sin embargo, eso no significaba que quisiera un padre nuevo; menos aún, un dentista sin afeitar. Yo era el hombre de la casa, héroe para mis hermanas, el ojito derecho de mi madre. De repente ya no pasaba las tardes sentada conmigo en el sofá viendo la tele, sino que salía con el Barbas. Nuestro perro, que normalmente ahuyentaba a cualquiera, le dejaba sus juguetes a los pies, y mis hermanas le dibujaban enormes corazones.
—¡Pero si es muy simpático, Jon!
Cada dos por tres tenía que oír esas palabras. Muy simpático. ¿Qué tenía de simpático? Convenció a mi madre de que toda mi comida favorita era mala para mi salud y de que veía demasiada televisión.
Lo intenté todo para librarme de él. Infinidad de veces hice desaparecer la llave de casa que le había dado mi madre, derramé Coca-Cola sobre sus revistas para odontólogos (sí, existe algo así) y eché polvos pica-pica en el enjuague bucal del que tantas maravillas hablaba. Todo en vano. No fue a él a quien plantaron en el tren, sino a mí.
—¡Nunca subestimes a tus enemigos! —me enseñaría más tarde Longspee. Por desgracia, en aquel tiempo aún no lo conocía.
Probablemente mi destierro se decidió el día en que convencí a mi hermana pequeña para que echara unas cuantas cucharadas de su papilla en los zapatos del Barbas. O quizá fue la carta de amenaza terrorista que envié con su foto. Qué más da… Habría apostado mis videojuegos a que la idea del internado fue del Barbas, aunque mi madre, aún hoy, lo siga negando.
Mi madre se ofreció a acompañarme hasta mi nuevo colegio y pasar unos días conmigo en Salisbury, claro, hasta que te acostumbres
, pero yo no quise. Estaba seguro de que sólo lo decía para tranquilizar su cargo de conciencia, porque se iba a ir con el Barbas a España mientras yo, solo y abandonado, tendría que vérmelas con profesores desconocidos, platos incomibles y nuevos compañeros, la mayoría seguramente más fuertes y más inteligentes que yo. Nunca había pasado más de un fin de semana lejos de mi familia. No me gustaba dormir en camas extrañas y, desde luego, no quería ir al colegio en una ciudad que tenía más de mil años y, además, se enorgullecía de ello. A mi hermana de ocho años le habría encantado estar en mi lugar. Desde que leía Harry Potter no quería otra cosa que vivir en un internado. Yo, sin embargo, tenía pesadillas con niños en uniformes horrendos, sentados en lúgubres estancias frente a cuencos de puré aguado, bajo la vigilancia de profesores armados con palos de varios metros.
Durante el camino a la estación no dije ni media palabra. Ni siquiera le di a mi madre un beso de despedida cuando me entregó la maleta, por miedo a convertirme en un llorón delante del Barbas. Me pasé el viaje construyendo cartas anónimas a partir de recortes de periódico en las que amenazaba al Barbas con una muerte monstruosa si no dejaba en paz a mi madre. El anciano que iba sentado junto a mí me observaba cada vez más alarmado. Al final arrojé todas las cartas por el excusado del tren, porque pensé que mamá sospecharía su procedencia y aquello no haría otra cosa que ponerla aún más de parte del Barbas.
Lo sé. Me encontraba en un estado lamentable. El viaje duró una hora y nueve minutos. Han pasado más de ocho años y aún lo recuerdo todo con exactitud. Clapham Junction, Basingstoke, Andover… todas las estaciones tenían el mismo aspecto. Con cada kilómetro que avanzábamos, más rechazado me sentía. A la media hora ya me había comido todas las barras de chocolate que me había metido mi madre en la mochila (nueve, si mal no recuerdo; tenía bastante cargo de conciencia), y cada vez que miraba por la ventana y se emborronaba todo ante mis ojos, me convencía a mí mismo de que no se debía a mis lágrimas sino a las gotas de lluvia que resbalaban por los cristales.
Ya lo dije. Lamentable.
Mientras sacaba la maleta a rastras del tren me sentí al mismo tiempo terriblemente joven y cien años mayor que al partir. Desterrado. Rechazado. Huérfano de madre, hermanas y perro. Maldito Barbas. Me aplasté el pie con la maleta y lancé una maldición, deseando que en España hubiera alguna enfermedad contagiosa que matara dentistas.
La rabia era mucho más fácil de llevar que la autocompasión. Además, funcionaba como una práctica coraza defensiva frente a las miradas de extraños.
—¿Jon Whitcroft?
El hombre que me quitó la maleta y me apretó la mano, cubierta aún con restos de chocolate, no tenía, al contrario que el Barbas, ni rastro de pelo en la cara. El redondo rostro de Edward Popplewell era tan imberbe como el mío (para su gran preocupación, como descubriría yo pronto). Sobre el labio superior de su mujer, en cambio, florecía un bigotillo oscuro. Alma Popplewell tenía también una voz más grave que la de su marido.
—¡Bienvenido a Salisbury, Jon! —me dijo mientras me limpiaba, no sin un cierto escalofrío, los dedos pegajosos con un pañuelo de papel—. Me llamo Alma y éste es Edward. Estarás a nuestro cuidado. Tu madre ya te habló de nosotros, ¿no?
Despedía un olor tan fuerte a lavanda que me entraron náuseas; aunque es posible que fuera también por las barras de chocolate. Tutores… lo que me faltaba. Yo quería que todo volviera a ser como antes: mi perro, mi madre, mis hermanas (aunque es cierto que a veces estaba mejor sin ellas) y los amigos de mi antiguo colegio… sin el Barbas, sin un tutor imberbe y una tutora que apestaba a lavanda.
Los Popplewell estaban acostumbrados a recién llegados enfermos de nostalgia. Edward Sinbarba me puso la mano sobre el hombro en cuanto salimos de la estación, como si quisiera ahogar cualquier plan que yo pudiera tener para huir. Los Popplewell no eran partidarios de ir en automóvil (las malas lenguas afirmaban que la razón era el excesivo amor de Edward al whisky y su firme convicción de que algún día le saldría un poco de barba gracias a aquel licor). De cualquier modo, fuimos a pie y Edward comenzó a contarme todo lo que se le puede ocurrir a uno sobre Salisbury en treinta minutos de caminata. Alma lo interrumpía sólo cuando mencionaba fechas, ya que Edward las confundía con facilidad. Sin embargo, se podrían haber ahorrado el esfuerzo. Yo, de todas formas, no los escuchaba.
Salisbury, fundada en las húmedas tinieblas del oscuro pasado, cincuenta mil habitantes y 3.2 millones de turistas deseosos de contemplar la catedral. La ciudad me recibió con una lluvia torrencial y sobre los tejados la torre de la catedral se alzaba como un dedo amenazador. ¡Escuchen bien, Jon Whitcroft y todos los hijos de este mundo! ¡Son unos idiotas si creen que sus madres los quieren a ustedes más que a nada en el mundo!
No miraba ni a derecha ni a izquierda mientras recorríamos calles que ya existían en tiempos de la peste en Inglaterra. Durante el camino, Edward Popplewell me compró un helado.
—El helado sabe bien incluso bajo la lluvia. ¿Verdad, Jon?
Hundido en mi dolor, ni siquiera abrí la boca para darle las gracias y, en lugar de eso, me imaginé una mancha de helado de chocolate extendiéndose por su corbata de color azul pálido.
Era finales de septiembre y, a pesar de la lluvia, en las calles se apelotonaban los turistas. Los restaurantes anunciaban sus fish and chips y el escaparate de una chocolatería ofrecía una vista realmente irresistible; pero los Popplewell se dirigieron a la puerta de la antigua muralla, flanqueada por varias tiendas que vendían figuritas de plástico plateadas: catedrales, caballeros y demonios escupiendo agua. La vista detrás de aquella puerta era la razón por la que acudían todos los extranjeros que llenaban las calles con sus mochilas de colores chillones y sus cestas de comida; pero yo ni siquiera levanté la mirada cuando el atrio de la catedral de Salisbury se abrió ante mí. Yo no tenía ojos ni para la catedral con su torre oscurecida por la lluvia ni para las casas antiguas que la rodeaban como un ejército de sirvientes uniformados. No veía más que al Barbas sentado en el sofá frente a nuestro televisor; a su izquierda, mi madre; a su derecha, mis hermanas peleándose por el honor de ser la primera en sentarse sobre sus rodillas, y Larry, el perro traidor, a sus pies. Mientras los Popplewell debatían por encima de mi cabeza acerca del año en que se construyó la catedral, yo veía mi habitación abandonada y mi asiento vacío en el antiguo colegio; no es que me gustara mucho pasar horas sentado en él, pero en aquellos momentos, con sólo pensarlo, se me llenaron los ojos de lágrimas… que me sequé con el pañuelo oloroso a lavanda (y a aquellas alturas ya de color marrón chocolate).
El resto de mis recuerdos de aquel día se encuentran envueltos en una nebulosa de nostalgia; pero si me esfuerzo, surgen algunas imágenes borrosas: la puerta del viejo edificio en el que los alumnos internos se alojaban (¡Construido en 1565, Jon!
, ¡No digas tonterías, Edward! 1594, y el sector en el que dormirá él fue construido en 1920
), pasillos estrechos, habitaciones que olían a desconocido, voces desconocidas, caras desconocidas, comida de un sabor tan fuerte a nostalgia que apenas conseguía tragar un pedazo…
Los Popplewell me habían asignado una habitación con tres camas.
—Jon, éstos son Angus Mulroney y Stuart Crenshaw —dijo Alma mientras me empujaba al interior—. Estoy segura de que serán los mejores amigos.
¿Ah, sí? ¿Y qué si no es así?
, pensé mientras pasaba la mirada por los pósters que habían colgado en la pared mis futuros compañeros de habitación. ¡Cómo no!, un grupo de música que odiaba. En casa yo tenía mi propio cuarto, con un cartel en la puerta que decía Se prohíbe terminantemente la entrada a extraños y a miembros de la familia
(aunque mi hermana pequeña no sabía leer). Nadie había roncado junto a mi cama, ni debajo de ella. Nunca hubo calcetines sudados sobre mi alfombra (excepto los míos), ni música que no me gustara, ni pósters de grupos o de equipos de futbol que yo aborreciera. Un internado. Mi odio hacia el Barbas habría hecho honor al mismísimo Hamlet (aunque en aquellos momentos yo no sabía absolutamente nada sobre Hamlet).
Stu y Angus hicieron todo lo posible por animarme, pero yo me sentía demasiado infeliz como para registrar sus nombres. Ni siquiera acepté las gomitas que me ofrecieron de su provisión secreta (y estrictamente prohibida) de dulces. Cuando mi madre llamó por teléfono aquella tarde, no dejé lugar a dudas de que había sacrificado la felicidad de su único hijo por un extraño con barba, y colgué con la cruel seguridad de que tampoco ella conseguiría pegar ojo aquella noche.
Un internado. La luz se apaga a las ocho y media de la noche. Por suerte había llevado mi linterna. Me pasé horas dibujando lápidas con el nombre del Barbas, al tiempo que maldecía el duro colchón y la almohada ridículamente plana.
Sí. Mi primera noche en Salisbury fue bastante tétrica. Claro que las razones de mi profunda infelicidad eran completamente ridículas, comparadas con lo que me esperaba. Sin embargo, ¿cómo iba yo a sospechar que la nostalgia y el Barbas pronto se convertirían en el menor de mis problemas? En todo este tiempo me he preguntado a menudo si existe algo así como el destino y, en caso de que así sea, si es posible evitarlo. ¿Habría yo acabado en Salisbury si mi madre no se hubiera vuelto a enamorar? ¿Habría conocido a Longspee, Ela y Stourton sin el Barbas? Quizá.
Tres muertos
A la mañana siguiente fui a mi nuevo colegio por primera vez. Desde el internado se llegaba por un corto camino a pie que atravesaba el atrio de la catedral y esta vez sí le eché una mirada somnolienta al pasar ante ella conducido por Alma Popplewell. Detrás de la catedral se abría una calle bordeada de hayas. Los gritos de los niños de primer grado resonaban contra las piedras. Alma me colocó un brazo protector sobre los hombros, lo que me hizo sentir avergonzado, en especial cuando las primeras niñas pasaron corriendo junto a nosotros.
El terreno del colegio está al final de la calle, detrás de una verja de hierro difícil de trepar sin rasgarse los pantalones, pero que aquel día se encontraba abierta de par en par. El escudo que la decora tiene tan sólo un decepcionante lirio blanco sobre fondo azul; ni unicornios, ni leones como los de la muralla de la ciudad.
—¡Se trata nada más y nada menos que del escudo real de los Stuart, señor Whitcroft! —me diría enojado el señor Rifkin, mi nuevo profesor de historia, unos días más tarde, para pasar a explicarme durante una insoportable hora por qué un animal salvaje es del todo inadecuado para el escudo de un colegio catedralicio.
Mi antigua escuela parecía una caja de cemento. La nueva era un palacio.
—Construida en 1225 como residencia del obispo —me informó Alma elevando la voz, porque en aquel momento un ruidoso grupo de niños exaltados y terroríficamente altos pasó corriendo a nuestro lado.
Yo estaba muerto de miedo e intentaba en vano consolarme imaginándome al Barbas atado a uno de los gigantescos árboles que crecían frente al colegio.
Alma continuó su conferencia mientras caminábamos hacia la puerta de entrada sobre un camino de gravilla que rechinaba bajo nuestros pies:
—El edificio principal es de 1225. El obispo Beauchamp ordenó construir una torre en el ala este en el siglo XV, la fachada es de…
Y así todo el tiempo. Me dio hasta los nombres de algunos obispos que habían vivido allí. Sus retratos cuelgan junto a la escalinata y, supuestamente, trae suerte arrojarles bolas de papel contra la frente antes de un examen. A mí nunca me funcionó. De cualquier modo, de toda la información con la que Alma me bombardeó, sólo recuerdo la historia de Jacobo II: después de darse un golpe contra una