Un Cuento Sin Desenlace

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Un cuento sin desenlace, pero junto al fuego.

Las palabras del viejo proferidas junto al fuego tomaban la


cadencia de las llamas, fundiéndose con las chispas y el calor,
avivando la imaginación del hato de niños sentados a su alrededor.

¿No habéis notado nunca cómo un cuento y una hoguera,


cuando van juntos se hacen un todo inescindible? Pareciera que las
llamas transportasen las palabras por el éter y el chisporroteo hiciera
las veces de puntuación de un texto invisible que jamás será fijado en
lienzo alguno, pero que sin embargo queda encendido por siempre en
el rescoldo de las mentes infantiles, por más ceniza que las cubra.

-Les voy a contar un cuento-, carraspeó el anciano, -que se


pierde en la bruma de los días del mundo, de cuando las historias
eran mantenidas vivas merced a la tradición oral que iba trasvasando
de una generación a otra la sabiduría de los pueblos.

Y de entre todos estos pueblos hubo una vez uno, que poseía
los mejores relatos. Las más excelsas y jugosas narraciones que
hacían las delicias de los pequeños, quiénes crecían alimentándose
de las epopeyas de sus héroes.

Los depositarios de esas leyendas, en su gran mayoría


octogenarios como yo, eran reverenciados y honrados como si fueran
reyes. Su palabra era escuchada tanto en la Corte como en el más
humilde de los hogares del reino.

Y hete aquí que nuestro pueblo había alcanzado un grado tal de


perfección y belleza en su biblioteca parlante, custodiada por una
guardia de legendarios ancianos semi profetas, que resultaba una
tarea ardua y casi imposible generar nuevos relatos que compitieran
en excelsitud con los ya existentes. Esto molestaba sumamente a las
cabezas mediocres, aunque soberbias, que se daban ínfulas de
literatos y poetas. A la par que las verdades recogidas y acrecentadas
en y por la tradición, que no eran otra cosa que la enseñanza
destinada a los más jóvenes, hacían del sendero a seguir una
estrecha huella montañosa de escarpada subida, que solo los
montaraces eran capaces de recorrer. Más muchos se amedrentaban
ante la dificultad de la empresa.

Pero llegó un tiempo en el que en las plazas y lugares públicos,


donde se congregaba la gente a escuchar a los viejos recitadores,
comenzaron a sonar voces disonantes que interrumpían a los
cuentistas con preguntas maliciosas y cuestionaban con retorcidos
argumentos el sentido del mensaje que transmitían las historias. No
es que nunca hubieran existido estos revoltosos, los hubo desde el
inicio mismo de la historia de este pueblo, aunque esporádicos,
siendo prolijamente refutados uno por uno a medida que iban
asomando su lengua.

No obstante, el descontento fue en aumento, desperdigándose


como un cáncer. Ya no se trataba de unas pocas mentes enfermas
que elaboraban rebuscadas teorías a contramano de las historias
tradicionales, sino de una revuelta masiva que pretendía imponerse
por la cantidad en lugar de la cordura. No los guiaba una auténtica
inquietud del espíritu y del intelecto por la búsqueda de la verdad
sino una declarada rebelión contra la dificultad, el esfuerzo y el
sacrificio que les eran presentados como modelos de vida.

Fue así como los pseudo profetas iniciaron el desparramo de


nuevos relatos, pletóricos de promesas de bienestar, placeres y
libertades difusas, en las que los protagonistas ya no se guiaban por
vetustos principios sino que hacían lo que les dictaba el corazón, o las
entrañas, acabando las más de las veces peor que navegantes
Vikingos sumidos en la niebla del norte, sin saber a ciencia cierta la
ubicación de tierra firme.

Aun así el público se embarcó gustoso en las naves de los


cuentistas modernos. Es que a bordo no se exigía el fatigoso ascenso
sino solo relajarse y gozar. Y se fueron aflojando los hombres,
mascullando entre dientes -iluminados por la vida fácil que ahora
llevaban- contra el engaño al que habían sido sometidos por siglos.

Total que los ancianos se quedaron sin auditorio, salvo una


pequeña minoría que los escuchaba, siguiendo el curso de los
acontecimientos con una mueca de disgusto, y hasta fueron
desalojados de las plazas de la ciudad, siendo confinados a reuniones
cuasi clandestinas que tenían lugar en los barrios bajos.

Si hasta el Rey vio con agrado el viento fresco de la nueva


doctrina, al percatarse de que ya nadie lo juzgaba conforme a valores
absolutos sino que gozaba ahora de un amplio margen de acción que
le permitía gobernar a su antojo. El desdichado no advirtió que su
cetro mismo era un símbolo de lo absoluto, razón por la cual fue
prontamente derrocado y reemplazado por un consejo colegiado
compuesto en su mayoría por los nuevos pensadores.

A pesar de todo, dicen algunos que todavía están aquellos


viejos atesorando las leyendas de antaño, conservándolas y
transmitiéndolas a un diminuto grupúsculo de fieles renegados, más
otros pocos que cada tanto se van sumando, hastiados del narcisismo
hedonista de su tiempo, por lo que vuelven a las raíces que hicieron
de su pueblo alguna vez un árbol frondoso.

Y como pueden, aunque odiados por todo el mundo, resisten. Lo


cual creo es una suerte. A veces pienso que nuestras pobres almas
jamás se acostumbrarían ni se sentirían cómodas yendo con la
corriente, por más clara que fuera esta. Pero claro, yo no viví en la
edad de oro de la gente de esta historia, así que no estoy seguro.

- Tata, ¿vos sos uno de esos profetas?.

- No m’hijo, pero hablo con ellos en sueños cada tanto y están


sus libros, porque ante el peligro de su extinción, pusieron todo por
escrito a fin de que la herencia no se perdiera.

El viejo miró a los niños que lo observaban expectantes, empinó


su jarro de lata echándose al garguero un largo trago de whisky,
luego de lo cual les dijo:

- Bueno, les iba a contar un cuento de estos profetas y me perdí


con la introducción.

Otro día se los cuento.

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