Entrevista A Jorge Luis Borges

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Entrevista a Jorge Luis Borges

por Liliana Heker

Página 12 Buenos Aires

En medio del aire que se respiraba en el país en 1980, Liliana


Heker decidió armar un libro de entrevistas sobre la vida y la
muerte. El proyecto llegó a imprenta pero, por un desfalco del
editor, nunca a las librerías. Más de veinte años después,
Heker amplió el original y acaba de publicar el extraordinario
volumen Diálogos sobre la vida y la muerte, en el que incluye
la siguiente entrevista a Jorge Luis Borges. A punto de
cumplir ochenta años, Borges se explayó no sólo sobre Dios,
el suicidio de Jesús, la belleza del budismo, la vida secreta de
las plantas y el verdadero motivo de su aversión a los espejos,
sino también acerca de los recuerdos y las muertes en su
familia, la vejez, la esperanza que le despertaba morir y la
frustración que preveía en su sueño de inmortalidad

¿Qué le sugiere la palabra muerte?

–¿La palabra muerte? Me sugiere... una gran esperanza. La


esperanza de dejar de ser. Yo estoy seguro, como mi padre, de morir
cuerpo y alma. A veces, me siento un poco desdichado –a todos nos
pasa–; sobre todo un hombre que está solo, que está ciego, que
tiene desde luego algunos preciosos amigos, pero no muchos, un
hombre tímido como yo; a veces me siento triste. Peor me consuelo
pensando: sí, es cuestión de esperar. Voy a morir y voy a cesar, y
qué más puedo querer que eso, qué cosa más grata puede haber que
la muerte, que se parece tanto al sueño que es quizá lo más grato de
la vida. Es decir, yo descreo en la inmortalidad pero eso no es una
fuente de tristeza para mí sino de felicidad: pensar que voy a cesar.
Mi padre también estaba seguro de la mortalidad del alma. Él me
dijo: “Es posible que cuando yo esté enfermo, para hacerle un gusto
a tu madre –que era católica– llamaré a un sacerdote y diré algunas
mentiras piadosas. Pero no me creas. Vos sabés que yo no creo en
esas cosas. Precisamente porque no creo en la fe católica puedo decir
que creo en ella; porque no la tomo en serio”. Sí. Pero otra vez mi
padre me dijo (mi padre era profesor de psicología): “Es tan raro el
mundo que todo es posible; hasta la Santísima Trinidad”. Como si
hubiera dicho que todo es posible; hasta el unicornio, ¿no? Bueno,
aquí estoy defraudándola a usted, seguramente.

¿A mí? Para nada. Al contrario.

–¿Puedo decir otra cosa? En el Antiguo Testamento se ve que los


judíos no creían en la inmortalidad personal; creían en la
inmortalidad de Israel pero no en la inmortalidad de cada individuo;
ahora, hay un pasaje en el Libro de Job que parece afirmar lo
contrario, pero esa debe ser una trampa que los traductores han
hecho, o un error de los traductores. Si usted lee el Antiguo
Testamento va a ver que en ninguna parte se afirma la inmortalidad
personal; se afirma la inmortalidad de Israel pero no la inmortalidad
de cada individuo, de modo que usted puede profesar la fe judía
sinceramente y descreer de la inmortalidad del alma.

Yo no profeso la fe judía y descreo de la inmortalidad del


alma, así que no me defrauda en lo más mínimo, Borges.

–Yo creo que todo el mundo descree. Yo creo que es una especie de
ficción piadosa.

La palabra vida, Borges, ¿qué le sugiere?

–¿La palabra vida? Lo incluye todo. Creo que [Theodor] Fechner, un


filósofo alemán, pensaba que todo tiene vida. Entonces esa vida, se
ha dicho, estaría... bueno, podemos decir que estaría dormida en las
piedras; luego en las plantas –podemos suponer que sueñan–; en los
animales, también. Y en el hombre, que despierta más o menos. La
vida está en todo. Creo que se han hecho experimentos últimamente
sobre la sensibilidad de las plantas. En inglés hay una expresión: “A
green hand”, una mano verde, que es una persona que tiene (es una
metáfora, ¿no?), una persona que tiene buena mano para las
plantas. Y dicen –esto lo sé, esto lo dice una correntina que tengo
aquí a mi servicio–, ella dice que hay que querer a las plantas porque
las plantas saben que uno las quiere; y los animales, desde luego, lo
saben. Los animales tienen mucha sensibilidad. Yo tengo un gato
aquí. Bueno, viene gente aquí que quiere a los animales. Cuando
llegan, el gato viene corriendo. Mi hermana les tiene miedo a los
gatos; cuando mi hermana viene, el gato se esconde en la cocina o
en el balcón. Los animales tienen sensibilidad, indudablemente. La
vida... yo creo que por desdichado que uno sea –y todos lo somos a
veces– uno debe agradecer el hecho de vivir. Chesterton dijo: “A un
hombre debe bastarle pensar que es un hombre, que está de pie,
que está bajo las estrellas”. Si eso ya es una felicidad tan grande: el
hecho de existir; ahora, ¿existir para siempre? Yo creo que sería
bastante desdichado. Yo ya estoy cansado. Ya he vivido demasiado.
Tengo setenta y nueve años y en cualquier momento cumplo ochenta
y me doy cuenta de que ya he pasado mi límite. Voy a contarle una
anécdota de mi madre. Mi madre llegó a los noventa y nueve años.
Cuando cumplió noventa y cinco estaba horrorizada; me dijo a mí
(era muy criolla): “Caramba, noventa y cinco: se me fue la mano”.
Se sentía culpable.

Se suele decir que cuerpo y alma están disociados. De ahí


suele concluirse la permanencia del alma después de la
muerte física. ¿Qué piensa usted, Borges, de esta concepción?

–Yo no sé si están disociados. Si uno postula que están disociados, el


alma puede ser inmortal, pero esa es una mera conjetura. Hay un
libro de un psicólogo inglés, [Gustav] Spiller; en ese libro él dice: si
una persona se rompe una pierna, si se rompe una costilla, si le dan
un golpe en la cabeza, eso no produce ningún resultado benéfico. Por
qué suponer que la muerte, que viene a ser un accidente total, va a
mejorar esto. Por qué suponer que la muerte, en la que todo se
accidente en uno, va a conseguir que el alma conozca otro reino,
¿no? Me parece que ese es un buen argumento. Lo otro está basado
en una hipótesis: la idea de que el alma existe fuera del cuerpo.
Ahora, [John] Milton por ejemplo, que era un teólogo, creía que el
hombre necesitaba ambas cosas: el alma y el cuerpo. Él pertenecía a
la secta de los mortalistas. Claro, ellos eran cristianos; creían que
cuando un hombre muere el alma duerme hasta el día del Juicio
Final; luego resucita y recibe un castigo eterno o un premio eterno;
pero que mientras tanto no existe. Cuando se habla del Juicio Final
se insiste en la resurrección de la carne; no se dice que las almas
van a ser juzgadas; se dice que los cuerpos saldrán de sus
sepulturas, que las almas los habilitarán y que todos serán juzgados.
Desde luego, yo no creo en el Juicio Final tampoco.

De cualquier modo, las distintas concepciones del más allá


pueden considerarse, al menos, como creaciones del hombre,
como hechos estéticos...

–Yo creo que sí. Yo diría que el concepto de Dios es la máxima


creación de la literatura fantástica. Es mucho más extraña la idea de
Dios que la idea del Golem.

¿Cuál de estas concepciones le parece la más bella?

–Yo creo que la idea del budismo, la idea de la trasmigración, es


linda. Al mismo tiempo, el budismo no cree que el alma exista. El
budismo supone que todo hombre, a lo largo de su vida, crea un
organismo que se llama karma, un organismo psíquico, y que ese
organismo es heredado por otro hombre; pero no cree en la
trasmigración del alma. Cree que cuando uno muere, uno deja ese
karma, que es heredado por otra persona. Ahora, eso presupone una
serie infinita –infinita hacia atrás también– de nacimientos. Porque si
cada destino humano es una consecuencia del destino anterior –por
ejemplo, si usted nace justo es porque ha merecido nacer justo; si
usted nace ciego es porque ha merecido nacer ciego; si usted nace
inteligente es porque ha merecido nacer inteligente; si nace, por
ejemplo, dentro de cada una de las castas de la India, es porque
usted ha merecido esa casta; si usted es desdichado, usted ha
merecido la desdicha, bueno, eso presupone siempre una causa
anterior–, si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior
presupone otra, y esto sigue hasta el infinito. Es decir que cada uno
de nosotros, según el budismo, ha vivido un número infinito de
veces, y si no llega al Nirvana –ahí uno ya queda fuera de la rueda
de la ley– uno vivirá un número infinito de veces también. Pero
cuando yo digo infinito no quiero decir indefinido, quiero decir
estrictamente infinito.

Estudié matemática, así que tengo por lo menos una idea de


lo infinito.

–Y usted debe haber leído algo sobre la teoría de los conjuntos, de


[George] Cantor.

Sí, claro.

–Bueno, ahí él habla de los números infinitos, y entre los números


infinitos, el aleph. No se llega a él por progresión, es decir, si usted
cuenta, uno, dos, tres, cuatro, y sigue infinitamente, no llega a esa
cifra. Bueno, está bien.

Rainer Maria Rilke dijo: “Señor, concede a cada cual su propia


muerte”. ¿Usted cree que hay una “muerte propia” que debe
corresponderle a cada hombre?

–Creo que esa idea la tomó Rilke de Séneca. Séneca dice


exactamente “morire sua morte”: morir su muerte. Eso significa que
el estilo de la muerte es el estilo de la vida. Ahora, hay quien piensa
que Rilke, al decir eso, pensaba en algo mucho menor. En alguna
parte él dice que antes la gente nacía en su casa y moría en su casa,
y que ahora la gente nace en un sanatorio y muere en un sanatorio.
Yo, por ejemplo, he nacido en la casa de mi madre, en la calle
Tucumán y Suipacha, y ella había nacido en esa casa. Hoy nadie nace
en su casa, y nadie muere en su casa tampoco. Mi madre murió en
su casa y mi padre también. Puede ser que Rilke se refiera a eso,
simplemente, pero es más linda la idea de Séneca de que la muerte
debe corresponder a la vida. Por ejemplo, yo leí un poema de
Johannes Becher, poeta alemán que se hizo comunista después,
sobre la muerte de Goethe. Él dice algo que yo no he visto
confirmado en ninguna biografía de Goethe pero que es muy lindo. Él
dice –supongo que lo inventó porque ningún otro biógrafo dice eso, y
yo he leído varias biografías de Goethe–, dice que él se estaba
muriendo y que escribía; escribía en el aire. Dice que él escribía, así,
y que luego tachaba una línea y ponía otra... Ahora, eso sería
exactamente la muerte de un escritor. El poema termina así: So
starb ehr Scheibed, “y así murió escribiendo”. Mire, yo creo que es
una invención de Becher, pero qué importa que sea una invención,
¿no?

Usted citó el caso de una muerte propia. ¿Conoce casos de


muertes paradójicas, muertes cuyo estilo sea totalmente
contrario al estilo de la vida?

–Yo he visto morir a cinco personas en mi vida. He visto morir a mis


dos abuelas, he visto morir a mi padre, he visto morir a la hija
natural de mi abuelo, y he visto matar a un hombre en la frontera del
Brasil, de dos balazos. Sí, yo diría que hay muertes paradójicas. Pero
recuerdo muertes propias también. Este caso muy extraño les ocurrió
a dos hermanos; uno era Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez
Ureña tenía una cátedra en la Universidad de La Plata y tenía que
tomar el tren en Constitución. Y el tren salía y él corrió. Tomó el tren,
se sentó, puso sus libros en la red. Estaba con él... ya no recuerdo el
nombre del otro, un doctor. El otro siguió una conversación.
Henríquez Ureña no le contestó: se había quedado muerto de un
ataque al corazón. Se había quedado muerto mientras iba a dar una
clase, él fue toda su vida profesor. Ahora, el hermano de él, Max
Henríquez Ureña, autor de una Historia del Modernismo, tuvo una
muerte muy parecida. Él tenía una cátedra en la Universidad de Las
Piedras, en Puerto Rico. Había llegado tarde y se apresuró, y se
quedó muerto de un ataque al corazón también. Los dos hermanos
murieron cumpliendo su destino pedagógico. Son lindas muertes.
Ahora, mi abuelo Borges, por razones políticas –no es el caso entrar
en ellas– había resuelto morir. Entonces, después de la batalla de
Isla Verde, cuando Mitre había capitulado ya, él dijo que no, que él
creía que todavía podía intentarse una última carga, y lo siguieron
como quince o veinte gauchos. Él se puso un poncho blanco, montó
en un caballo moro... no, moro no, tordillo, avanzó hacia las
trincheras enemigas, no al galope sino al trote y con los brazos
cruzados, ofreciendo un blanco. Efectivamente, recibió dos balas de
Remington y murió al día siguiente en un hospital de sangre. Fue una
muerte propia. Él había sido soldado toda su vida. Inició su carrera
militar como defensor de la plaza sitiada de Montevideo, a los quince
años, y a los diecisiete años estuvo en la batalla de Caseros. Hizo
toda la campaña del Paraguay, la campaña del Desierto, la campaña
contra los montoneros de López Jordán, luego participó en esa
revolución, ahí fueron derrotados y se hizo matar. De modo que ésa
vendría a ser su muerte propia, la muerte de un soldado.

¿Cuál sería para usted su muerte propia?

–Bueno, lo que yo querría sería morir súbitamente. Porque yo he


visto largas agonías: la agonía de mi madre, la agonía de mi padre,
la agonía de mi abuela también, que estaban deseando la muerte.
Puedo contarle una anécdota sobre mi abuela inglesa. Ella estaba
muriéndose, y nos llamó a su pieza –era tres o cuatro días antes de
su muerte– y nos dijo: “Lo que sucede aquí no tiene nada de
particular; soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy
despacio; no hay ninguna razón para que estén alborotados todos
ustedes”. I'm only an old woman; I'm dying very slowly; nothing
interesting in all that. Nada interesante en esto. Después de todo,
qué valiente; podía ver su muerte como si fuera de otra persona. En
general, toda persona que se muere tiende a dramatizar su muerte.
Por el contrario, ella dijo: “No, soy una mujer muy vieja que está
muriéndose muy despacio; no hay nada interesante en esto”. Era
una mujer muy valiente; era tan valiente como el marido de ella
cuando se hizo matar en Isla Verde. Ahí está el retrato de ellos.
Cuando estuve en Junín me mostraron una calle que lleva el nombre
de él, y el árbol que él había plantado. Lo plantó en el año ‘71. En
1871.

Sartre dice que siempre se muere demasiado pronto o


demasiado tarde. ¿Usted está de acuerdo con esta afirmación?

–Desde luego que yo creo que nunca se muere demasiado pronto;


siempre se muere demasiado tarde. Sartre es una persona muy rara;
Sartre dejó de escribir cuando se quedó ciego. Yo no entiendo eso. Al
contrario, yo he pensado: ahora que estoy ciego, tengo que seguir
trabajando, porque ¿qué justificación tiene mi vida si no trabajo? Yo
sé que lo que escribo ahora –voy a cumplir ochenta años en agosto–
tiene que ser forzosamente inferior a lo que escribía cuando era
joven, pero sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer sino escribir? Y
eso no lo hago por vanidad sino porque tengo que poblar mi tiempo
de algún modo. Porque no siempre recibo visitas gratas como la de
usted.

Gracias. Tal vez lo que pasa con Sartre es que, a través de su


filosofía, hizo una valorización de la mirada. Otra cosa que le
pasa, creo, es que no puede dictar: necesita, físicamente, el
acto de escribir.

–Bueno, es que yo me refería sólo a escribir; lo que no se puede es


corregir más. Henry James dejó de escribir y dictó, y eso influyó
sobre su estilo; se hizo mucho más palabrero, menos conciso. Pero
hay muchos escritores que han dictado. El primer escritor que no
escribió directamente, sino que tenía discos y grababa, fue Mark
Twain. Mark Twain estaba muy interesado en lo que era un invento
nuevo, el fonógrafo; él tenía discos y le gustaba dictar a los discos.
Se levantaba de noche, la familia lo oía hablar solo, y él estaba
dictándole al disco. Recuerdo una frase de él: “Yo no pregunto de
qué raza es un hombre, qué religión profesa, qué lugar ocupa en la
escala social. Me basta con que sea un ser humano: peor que eso no
puede ser”. Uno espera lo contrario, ¿no?

Usted una vez citó una frase de Mark Twain que a mí me


fascinó por su crueldad. Decía que una biblioteca, por
incompleta que fuera, ya se consideraría...

–No, no, la frase es mejor. Él dijo: “Podría iniciarse una buena


biblioteca omitiendo los libros de Jane Austen. Aunque esa biblioteca
no incluyera ningún otro libro sería mejor que muchas otras por no
incluir a Jane Austen”. Una biblioteca ideal, pero sin libros, ¿no? No
tiene libros pero falta Jane Austen, ya hay esa ventaja, ¿no? Sí, lo
que pasa con esas frases... Yo recuerdo una frase; si es muy
ingeniosa, no me importa que sea justa o no. Ahí, por ejemplo, usted
podría cambiar el nombre de Jane Austen por cualquier otro y la
frase no perdería nada. Porque lo deslumbrante es el mecanismo. La
idea de una biblioteca ideal, que no constara de ningún libro pero que
tuviera la ventaja de omitir a Jane Austen. Yo creo que la gracia es
ésa. Si usted, en lugar de poner a Jane Austen, pusiera, bueno, a
cualquier persona, por no incluir obras de, no sé, de Angel Battistesa,
por ejemplo, sería lo mismo. No, no digo esto contra Battistesa. Si no
incluyera las obras de Borges, digamos, ya sería una buena
biblioteca.

Plotino se negaba a que le hicieran retratos porque no quería


que a su muerte le sobreviviera su imagen...

–No, no, la idea de Plotino era ésta. Plotino creía en los arquetipos
platónicos. Es decir, él creía que había un hombre ideal, o quizá un
Plotino ideal. Él era una copia, y por lo tanto, cualquier retrato sería
una copia de una copia; una sombra de una sombra. No, él dijo: yo
soy una sombra, lo único real es mi arquetipo, que puede ser el
arquetipo del hombre, pero si yo soy una sombra y se hace un
retrato mío, el retrato va a ser la sombra de una sombra. Sí, porque
querían hacer un busto de él, entonces, el escultor fue a la clase de
él, hizo unos croquis, unos dibujos, y después hizo el busto. Pero
Plotino no quería. Si ya soy una sombra, decía, mi retrato será la
sombra de una sombra.

Borges, ¿eso tiene alguna vinculación con su propia aversión a


los espejos?

–En realidad, eso proviene de mi infancia, cuando yo no sabía que


existiera Plotino; yo no tenía idea de filósofos de ninguna especie.
No, yo sentía temor de los espejos, pero el temor mío era distinto. El
temor que yo tenía, y que no confié a nadie por mi fase tímida, mi
temor era que el espejo empezara a vivir de un modo distinto; por
ejemplo, que mi imagen en el espejo hiciera cosas que yo no hacía.
Ese es el temor que yo tenía. En mi pieza había un enorme mueble
hamburgués, con tres espejos; de modo que yo veía triplicado.
Además, la cama era de caoba. Si yo hubiera dicho a mis padres que
apagaran la luz de la pieza vecina... Pero no me animé a decirlo
nunca. Vivía siempre con ese temor. Yo, antes de dormir –la pieza no
estaba a oscuras–, abría los ojos, me miraba en los espejos, me daba
cuenta de que nada se movía, y entonces, al final, me quedaba
dormido. Tuve muchas pesadillas con espejos, pero hubiera podido
corregir todo eso pidiéndole a mi familia que apagara la luz del hall
que estaba al lado.

Disculpe, Borges, voy a dar vuelta la cinta.

–Está bien. ¿Quién más interviene en este libro?

El profesor Croatto, profesor de religiones comparadas; el


doctor Gazzano, psiquiatra, que dirigió el Centro de Asistencia
al Suicida...

–¿Qué hacen allí? ¿Ayudan a la gente a matarse? Qué otra asistencia


se le puede dar a un suicida, ¿no? Bueno, supongo que debe de ser
todo lo contrario.

Me parece que sí.

–Qué cosa rara que los católicos condenen el suicidio cuando el


propio Jesucristo fue un suicida. Una religión que tiene a la cabeza un
suicida –y ese suicida, además, es Dios– y que condene el suicidio.
Porque se entiende que el sacrificio de Jesús fue voluntario, es decir,
fue un suicidio. Es muy raro, los católicos condenan el suicidio y yo
no logro explicarme por qué. Pero, bueno, les digo: si Jesús se
suicidó según ustedes...

¿Y en ninguna parte está explicada esa contradicción?

–No, no creo. Es decir: la versión que ellos tienen es ésta: según


ellos, Jesús era Dios, la segunda persona de la Trinidad, y hombre. Y
fue la parte humana la que se resistió. Por eso Cristo pudo decir
(anoche estuve hablando de esto con un amigo mío): “Dios, ¿por qué
me has abandonado?”; pero ésa era la parte humana de Él. Esa es la
interpretación que se da, pero no es muy satisfactoria. Ahí, lo que
uno piensa es que más bien Él pensaba que Dios iba a salvarlo;
cuando se vio condenado, cuando vio que Dios no lo había salvado,
se sintió traicionado por Dios. O creo que ése es el pensamiento
correcto, porque la teoría me parece falsa. Si Él había venido para
ser crucificado, si Él se había hecho hombre, si Él había
condescendido a la carne, para ser crucificado, ¿por qué protestó
cuando se cumplió ese destino para el cual Él había nacido, según los
teólogos? Todo esto que yo le digo, si usted quiere publicarlo,
publíquelo. Seguro que va a ser distinto que lo que dicen los otros,
pero es mejor eso. Si todos decimos lo mismo no tiene sentido.

Usted ha dicho muchas veces que quería el olvido. ¿No cree


que hay una contradicción entre este deseo y el ejercicio de la
literatura? ¿No implica la literatura la voluntad de quedar, y
con la imagen más fiel que pueda ser posible?

–Sí, pero yo querría que se olvidara mi biografía, y mi nombre, y que


se recordara algún cuento o algún verso mío. Yo querría sobrevivir en
mi obra, pero no, digamos, como sujeto de un artículo en una
enciclopedia. Por ejemplo, yo he escrito milongas, y la ambición mía
era que las milongas fueran conocidas y no se descubriera el nombre
del autor. Pero no he llegado a eso. No, no, yo creo que, cuando uno
escribe, uno tiene la esperanza de que la obra sobreviva. Pero si
puede sobrevivir anónimamente, mejor; si puede ser parte del
lenguaje o de la tradición, mejor.

Virgilio quiso quemar La Eneida, pero no llegó a hacerlo. Kafka


encomendó la desaparición de su obra nada menos que a su
amigo Max Brod. ¿No cree que en el fondo ningún artista, y
ningún ser humano, quiere desaparecer, no dejar rastros?

–Yo creo que, en el caso de Virgilio, lo que él quería dejar claro era
que él no consideraba que La Eneida fuera perfecta; no la había
concluido; el libro quedó inconcluso. Lo que él quería decir era: yo no
asumo la responsabilidad de esa obra. Y Kafka también. Pero al
mismo tiempo ellos sabían que los amigos iban a desobedecerlos,
porque, si no, la hubieran quemado ellos, es evidente. Bueno, hay
otro caos que sí puede ser más serio. Es el de la gran escritora
norteamericana Emily Dickinson. Emily Dickinson dijo: “No creo que
la publicidad sea parte del destino de un escritor”. Y no quiso publicar
nada. Cuando ella murió, en sus cajones encontraron centenares o
miles de versos, y los publicaron. Pero ella no había querido
publicarlos. Al mismo tiempo tampoco los destruyó. Pero no dijo
nada. Ella murió, la gente encontró su obra; la gente sabía que ella
escribía versos –creo que en vida de ella se publicaron dos de sus
poemas y nada más, y ahora no sé si han publicado todos, muchos
no tienen valor, pero los que yo recuerdo de ella son versos
lindísimos–. Parting is all we know of Heaven, and all we need of
Hell: La despedida es todo lo que sabemos del Cielo, y todo lo que
precisamos del Infierno. Lindísimo. Además, una despedida es las
dos cosas. Quizás, el momento de la despedida es el momento más
intenso en la relación entre dos personas. Cuando uno se despide de
alguien, uno está más con esa persona que si uno la ve vulgarmente.
Al mismo tiempo, uno sabe que ésa es la última vez. Quiero decir
que en la despedida se dan a la vez (supongo que es eso lo que ella
quiso decir), se dan a la vez la máxima presencia y la máxima
ausencia, ¿no? Parting is all... usted sabe inglés, ¿no? Bueno, Parting
is all we know of Heaven, and all we need of Hell. Qué lindo pensar
que uno precisa del infierno, qué idea rara, ¿no? Era amiga de
[Ralph] Emerson, se carteaba con él. Yo estuve en la casa de ella, en
Nueva Inglaterra, un pueblo como otros pueblos de Nueva Inglaterra,
un poco perdidos. Ella vivió allí toda su vida. Creo que estuvo a punto
de casarse y no lo hizo. Y las cartas de ella son muy lindas también.
Los poemas no sé si pueden sobrevivir en la traducción, porque ella
cuidaba mucho la forma.

La poesía inglesa en general, ¿no?, no sé si puede sobrevivir


en la traducción.

–Además hay otra cosa. Las palabras inglesas son muy breves. Me
dijo [Manuel] Mujica Lainez que él realmente precisaba dos sonetos
para cada soneto de Shakespeare. Además, el inglés es un idioma
muy físico. Luego, el inglés tiene la posibilidad de verbos con
preposiciones que no existen en español. Yo estaba releyendo la
balada del Oriente y el Occidente, de [Rudyard] Kipling, y encontré
esta línea (es un militar inglés que persigue a un cuatrero, un ladrón
de caballos en Gwana; él lo persigue, hay un episodio muy lindo, y
cabalgan toda la noche, y Kipling dice): They have riden the lob
moon out of the sky. En español usted no puede decir eso. Cabalgar
hasta que la luna queda fuera del cielo. Suena muy pesado

¿Cuál considera la más oprobiosa de las muertes que conoce?


¿Y cuál la más noble?

–La más oprobiosa es una larga agonía. Y la más noble es una


muerte brusca, ¿no?

En su literatura, los personajes muchas veces se reivindican


por una muerte violenta.

–Sí, yo me he ocupado mucho de la muerte. Y estoy pensando


escribir un libro contando muertes y agonías distintas. Ultimas
palabras distintas, también. Me contaron la muerte de un gramático
francés. ¿Quién era? Bueno, no recuerdo el nombre en este
momento. Él murió en su ley; él era gramático y dijo algo así como:
Je meurs, on peut dire aussi: je me meurs. Murió en su ley, ¿no?
murió siendo un gramático. Eso también es una muerte propia. “Yo
muero puede decirse también: yo me muero”. Dicen que [François]
Rabelais dijo: “Voy hacia el gran tal vez”. Le grand peutêtre.

¿Cómo fue modificándose su concepción de la vida y de la


muerte a través de las distintas etapas de su vida?

–Cuando yo era joven tendía a la tristeza, a dramatizarme; quería


ser Hamlet o Raskolnikoff, y ahora ya no.

Hay una muerte de la que no se habla nunca: la muerte hacia


atrás. ¿Qué le produce mayor nostalgia: saber que no estará
en el futuro o saber que ha estado muerto para el pasado?

–Bueno, usted está citando el poema De Rerum Natura, de Lucrecio.

Eso sí que no lo sabía.

–Bueno. Lucrecio dice: la gente piensa “voy a morir, el mundo sigue,


los hombres siguen, qué horror”, pero no piensa: “qué horror, yo
estaba muerto durante el sitio de Troya”. Él dice eso; si a nadie le
duele no haber estado presente en el sitio de Troya qué importa que
no esté presente en las próximas guerras. Eso está en el poema de
Lucrecio. Porque Lucrecio no creía en la inmortalidad, y decía:
quienes se quejan de morir cuerpo y alma deben quejarse también
de no haber vivido en el pasado. Salvo si se cree en la trasmigración.
Entonces sí se puede haber estado en Troya. Usted y yo, en realidad,
nos llamamos Aquiles y Héctor. Pero qué raro que usted haya tenido
esa idea. Mire que yo he leído bastante y he encontrado esa idea
únicamente en el poema De Rerum Natura, de Lucrecio. ¡Yo lo
saludo, Lucrecio!

Gracias. No sé si quiere agregar otra cosa, Borges.

–No, no, yo creo que he sido demasiado charlatán. Recuerdo que un


sobrino mío (yo daba muchas conferencias, tenía que hacerlo) un día
me dijo: “Estás hecho un gallego insoportable”. Me convertí en un
gallego insoportable hablando y hablando. Yo tengo que disculparme
por el exceso de conferencias

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