El Protector

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Era agua sucia lo que manaba del cielo aquella tarde sin luz.
Sucia, fría, pegajosa; se filtraba bajo los raídos abrigos de
campaña color tierra que cubrían los maltrechos y remendados
cuerpos hundidos en la trinchera.
Michel, cobijada la cabeza bajo el desportillado casco,
asomando apenas la nariz por encima del cuello del gabán, deslizó
la soñolienta mirada buscando a Andrew entre las agazapadas
figuras de los soldados. Lo halló en el mismo lugar donde lo viera la
última vez. Tan sumergido en el oscuro barro como los otros, tan
aterido y asustado o más que los otros.
Sonrió sin mostrarlo.
Así le gustaba verlo. Temblando de puro terror hasta el punto de
que el fusil se le resbalaba de entre los dedos, tan a menudo que ya
le apodaban «mademoiselle». Murmurando oraciones interminables
a un díos sordo. Volviendo los ojos en blanco bajo el rugido del
mortero o el restallar interminable de las ametralladoras.
Pensó en acercársele, situarse a su lado, y como otras veces
apoyar el cuerpo contra el suyo.
Andrew le recibiría sonriéndole igual que el niño al que por fin
sus padres, tras horas de hacerle espera en la puerta del colegio, han
venido a recoger. Comentaría en voz bajo, quizás preocupado de
quebrar el silencio de muerte de la trinchera, la suerte que suponía
que ambos estuvieran juntos en aquel infierno, cuidándose
mutuamente. Le alabaría por su coraje, que ya en incontables
ocasiones había velado por su vida. Incluso elevaría una
esperanzada plegaría que sirviera para protegerles de la puntería del
enemigo.
Lejos estaría de imaginar la verdad tras la amabilidad de cada
uno de sus gestos, de cada palabra de aliento. La realidad que le
inducía a protegerlo del peligro acechante.
—Pronto —aseguraría Andrew, y ese sería el comienzo de la
salmodia a la que se aferraba día a día para continuar cuerdo—.
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Sólo es cuestión de tiempo. Mi padre ya esta haciendo valer sus
influencias, me sacará de aquí y a ti también. Ya lo veras.
Y esas últimas tres palabras, las repetiría una y otra vez hasta
que terminaran por diluirse en un gorgoteo quejumbroso de
lágrimas.

Inclinó la cabeza buscando resguardar aún más el rostro y cerró


los parpados.
En las primeras semanas, esa confianza ciega de Andrew en el
milagro le preocupó. Temió que fuera posible que el acaudalado y
déspota Thomas Madison pudiera tener los contactos y la suerte
suficiente como para rescatar a su queridísimo primogénito del
agujero donde el general Pershing lo había enviado. Pero el paso de
los meses, subsistiendo de trinchera en trinchera eludiendo el frío,
las infecciones, las misiones suicidas por los campos sembrados de
minas y cosidos de alambre de espino, sin noticias, sin la llegada de
esa carta quimérica con el anuncio del derecho a un regreso a casa
sano y salvo, le demostraron, para su alivio, que ni Dios ni el diablo
tenían poder para librar a Andrew de su destino.
Un chapoteo de pasos apresurados al fondo de la trinchera le
hizo abrir los ojos. Algunos soldados se removieron inquietos,
expectantes, otros como él, sólo parpadearon.
Dos hombres encorvados, fusil en mano, surgieron de la
penumbra del corredor y se acurrucaron junto a la pared norte.
—¿El sargento? —preguntó el más joven. Empujó el casco
hacia atrás y su cara de niño salpicada de agua y tierra apareció
como una luna llena. Tenía los labios amoratados y un temblor
enfermizo en un parpado—. Tengo un mensaje del puesto de mando
para el sargento de este pelotón.
Un soldado recostado contra los sacos terreros que servían de
refuerzo a la pared sur levanto el pulgar y señalando por encima de
su hombro dijo:
—Anoche lo dejamos colgado de una de las alambradas.
—Aun se quejaba hace un rato —comentó el que estaba a su
lado. Carraspeó y escupió sobre su propia bota una sustancia
sanguinolenta y densa—. Prueba a llamarle, a lo mejor te responde.
Roncas risotadas surgieron de la decena de hombres
diseminados por el estrecho foso; en algunas bocas la risa se quebró
en un acceso violento de tos.

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El joven soldado se giró hacia su acompañante y éste respondió
a su mirada encogiéndose de hombros.
—¿Quién es el soldado de mayor rango? —inquirió moviendo
la cabeza de un lado a otro.
—¡Suéltalo ya, ¿quieres?! —chilló un hombre de poblada barba
agarrando un puñado de barro y lanzándoselo.
El joven, tan asustado por el gesto como si le hubieran apuntado
con la bayoneta, retrocedió buscando amparo en el cuerpo de su
compañero.
—Habrá una ofensiva esta noche —exclamó apresuradamente
asiéndose con fuerza a su fusil—. Los pelotones a este lado de la
trinchera incluido el vuestro abrirán la marcha. Se anunciará el
inicio con una bengala blanca.
—¿Hasta donde tenemos que llegar? —La pregunta,
pronunciada con un hilo de voz tembloroso, surgió del más alejado
de los soldados. Se hallaba sentado sobre una caja de munición
vacía y bajo el casco le asomaba una venda roñosa empapada de
sangre fresca—. ¿A que distancia del enemigo nos detenemos?
El joven mensajero no respondió. Calándose el casco hasta
ocultar los ojos y sin erguirse, echó a andar con premura secundado
por su silenciosa compañía.
Michel los siguió con la mirada. Al cabo de unos segundos sus
pasos y figuras se perdieron en un recodo de la trinchera.
Sintiéndose observado volteó la cabeza.
Andrew le miraba con los parpados muy abiertos, más pálido de
lo acostumbrado bajo la barba rala y sucia. La boca se le tensó en
un intento de sonrisa, y una hilera de dientes amarillentos hundidos
en una encía hinchada, grisácea y sangrante, apareció.
Complacido por lo que veía, Michel se permitió una mueca
feliz.
Aquello era lo que quedaba del atractivo y seductor Madison.
Ni su porte esnob ni la elegancia que le había servido para
granjearse la adoración de la alta sociedad neoyorquina, habían
logrado desafiar la miseria de su nueva realidad. Ya nada podía
apreciarse de su arrogante seguridad, ni del carisma cautivador que
le identificaba o de ese sentido del humor cínico y caprichoso que le
había hecho tan popular. Incluso su alabada inteligencia parecía
haberse esfumado, dejándole el cerebro vació y confuso.
—No se que hago aquí —le había confesado en el barco que los
trasladaba desde Nueva York al puerto de Le Havre, después de que
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disimuladamente se hubiera acercado a él fingiendo querer entablar
una conversación trivial—. Yo no debería estar aquí.
—Te has alistado, muchacho —fue su respuesta fingiendo
ingenuidad—. Para honrar a tu patria.
—No. No —y al negar había sacudido su abundante cabellera
rubia—. Te juro que esto es un error.
Y con infeliz inocencia le explico lo que ya sabía.
Una noche de alcohol y mujeres, algo de cocaína, más de lo
acostumbrado. Bares, tabernas de mala muerte. Y finalmente el
despertar en las dependencias de la oficina de reclutamiento, con
una carta del presidente Woodrow Wilson en el bolsillo y un petate
al hombro.
—No me quisieron escuchar —se quejaba, realmente
sorprendido—. Les dije que era un error, que yo no había podido
firmar voluntario para ir al frente, pero no me creyeron. Ni me
dejaron despedirme de mi familia.
—Pero firmaste ¿no? —insistió, sonriéndole benevolente.
—Sí —respondió al borde de las lágrimas—. Pero no lo
recuerdo.
En esa gloriosa ocasión, apunto estuvo de confesarle el porqué
de su inoportuna amnesia. Pero eso habría sido fastidiar el juego
antes de tiempo, echar a perder la que finalmente resulto la mejor de
todas las ideas.
Y había habido muchas.
A lo largo de dos meses de sigilosa vigilancia, apostado ante la
mansión Madison como un perro cancerbero, a las puertas de los
restaurantes de moda, de los burdeles más cotizados, aterido de frió,
carcomido por el odio, destrozado el corazón por el dolor; su mente
había tenido tiempo de pensar una y mil maneras de causarle la
muerte.
Tentado estuvo de desgarrarle la garganta; sangre por sangre,
había pensado. Estrangularle con sus propias manos, y así verle el
rostro distorsionarse por el horror y la desesperación. Sumergirle en
las aguas del puerto para que su inútil carne proporcionara alimento
a los cangrejos. Pero ninguna de aquellas formas de justicia le
satisfacía; demasiado indulgentes. Su crimen merecía un castigo
menos prosaico, y una prolongada agonía.
Fue una noche a la salida del City Hall. Lo había estado
esperando cobijado entre unos cubos de basura, embutido en su
vieja pelliza de lana, con los pies mojados y helados y las desnudas
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manos bajo las axilas para alcanzar a calentar un poco los
entumecidos dedos. Lo vio salir del brazo de una exuberante mujer
ataviada con un nacarado vestido de noche y un abrigo de azabache
visón. Ambos, con pomposa dignidad, esperaron bajo el toldo a que
el engalanado portero les abriera la puerta del coche detenido junto
a la acera.
—Me encantaría verte de uniforme —le había oído decir a la
mujer.
—¿Yo en el frente? —replicó Andrew agitando las manos con
afectación—. Querida, estás mal de la cabeza. Soy un Madison
¿Crees que se me ha perdido algo allí? Dejemos esas cosas para la
morralla que se alimenta de sus ideales patrióticos.
Y ambos habían reído con jactanciosa socarronería.
Aquella noche no lo siguió hasta el hotel donde sabía concluiría
la velada entre las piernas de la mujer. Aquella noche regresó a su
pequeño apartamento alquilado en el Bronx y por primera vez desde
que la perdiera, fue capaz de dormir sin que las pesadillas
interrumpieran su descanso.

La expresión bovina que Andrew le dedicaba se tornó


suplicante. El miedo le devoraba, y por muy buenas razones.
Con la caída del sol una nueva incursión suicida, una nueva
oportunidad de demostrar su extrema torpeza. ¿En cuantas
ocasiones había estado apunto de perecer bajo el fuego enemigo?
Tantas veces como él le había salvado la vida. Un esfuerzo titánico
secretamente recompensado, su propia integridad puesta en peligro
para alargar un poco más la agonía.
—Un día más para ti Andrew —pensaba cuando el pobre diablo
se le abrazaba agradecido y deshecho en lamentos y lágrimas—. Un
día más en tu infinito infierno.
Hacia tiempo, cuando hacinados en el furgón de carga de un
tren militar atravesaban Francia camino del frente occidental,
Andrew le había hecho la gran pregunta.
—¿Por qué te alistaste?
Pensativo, Michel había encendido un cigarrillo antes de
responder.
—¿Por qué no? No tenía nada mejor que hacer.
—¿No? —la respuesta le hizo torcer el gesto disgustado—.
Cualquier cosa antes que esto —Y como iluminado por una insólita
revelación, añadió—. ¿Y tu familia?
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Fue un momento de debilidad, debía de admitirlo, el único en
todos aquellos meses. Pero súbitamente respondió con una
sinceridad que no había tenido antes con él y que sólo tendría una
vez más.
—Nunca conocí una familia. Únicamente a mi hermana. Murió.
—¿Enfermó? —inquirió con la falta de tacto que le otorgaba su
egoísta existencia.
—Sí —Y aún a sabiendas de que ponía en peligro su elaborado
plan, volvió el rostro hacia él sonriéndole con desprecio—-. De mal
de amores. Conoció a un indeseable que la desehó cuando se
aburrió de ella.
—Las mujeres no aprenden —había respondido con necia
indiferencia, demostrando ser tan estúpido como aparentaba.
Después de aquella conversación, Michel no volvió a temer que
el primogénito de los Madison pudiera descubrirle. Sólo se
preocupó de ser su amigo, su confidente, su hermano. Le
aprovisionó de comida, de ropa. Veló porque regresara integro de
cada misión regalándole un día más, uno más vivo en aquel abismo.
Para que cada segundo pudiera arrepentirse de estarlo.
Pero llegaría el momento, quizás esa próxima noche, en que
sería imposible la lucha, los esfuerzos para sobrevivir un minuto
más. Inútil cualquier estrategia o argucia. Vanos los intentos por
escapar.
Él lo sabría, reconocería la proximidad de la muerte siguiendo el
rastro de ambos, y entonces se sinceraría con Andrew por segunda y
última vez.
Se le acercaría como el amigo, como el confidente, como el
hermano protector. Le abrazaría y le hablaría de la noche que le
siguió para verter pocas gotas de narcótico en sus bebidas, hasta que
la mente se le nubló y le abandono la voluntad; de cómo le arrebato
sin problemas de entre los que le acompañaban como solícitos
acólitos para arrastrarlo hasta la oficina de reclutamiento donde le
sostuvo la mano mientras firmaba ante la mirada cómplice del
agente, feliz por el nuevo recluta y el puñado de billetes de su
bolsillo.
Confesaría el deleite que había experimentado al ayudarle a
concebir vanas esperanzas. El placer indefinible que suponía verle
perder la dignidad, el valor; ser testigo de su decadencia y de cómo
la enfermedad y la podredumbre de las trincheras lo iban
aniquilando un día y otro más porque él así lo deseaba.
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Y cuando las pupilas de Andrew se desorbitaran por la
incomprensión, por el desconcierto de descubrir en su protector al
artífice de su desgracia, le hundiría la bayoneta en el vientre, allí
donde sabía que la muerte se lo comería lenta e irremediablemente.
Entonces, mientras se le llenaran los ojos del recuerdo de
aquella virgen preñada, de nívea piel y roja caballera, flotando en su
propia sangre en el interior de la bañera, se inclinaría sobre Andrew
y en su oído pronunciaría el femenino nombre, tierno y fugaz, para
que supiera, para que muriera sabiendo.

Un estremecimiento de placer le recorrió el cuerpo. Alzó el


rostro. La lluvia le corrió por las mejillas y le entró en la boca. Tal
vez esa noche, o tal vez no.
Quién podía asegurarlo.
Andrew aún le miraba, con aquella expresión enferma y
asustada, implorándole consuelo.
Se ciñó el casco, cerró un poco más el cuello del abrigo y
guiñándole un ojo, le sonrió alentador.

Fin.

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