El Protector
El Protector
El Protector
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Era agua sucia lo que manaba del cielo aquella tarde sin luz.
Sucia, fría, pegajosa; se filtraba bajo los raídos abrigos de
campaña color tierra que cubrían los maltrechos y remendados
cuerpos hundidos en la trinchera.
Michel, cobijada la cabeza bajo el desportillado casco,
asomando apenas la nariz por encima del cuello del gabán, deslizó
la soñolienta mirada buscando a Andrew entre las agazapadas
figuras de los soldados. Lo halló en el mismo lugar donde lo viera la
última vez. Tan sumergido en el oscuro barro como los otros, tan
aterido y asustado o más que los otros.
Sonrió sin mostrarlo.
Así le gustaba verlo. Temblando de puro terror hasta el punto de
que el fusil se le resbalaba de entre los dedos, tan a menudo que ya
le apodaban «mademoiselle». Murmurando oraciones interminables
a un díos sordo. Volviendo los ojos en blanco bajo el rugido del
mortero o el restallar interminable de las ametralladoras.
Pensó en acercársele, situarse a su lado, y como otras veces
apoyar el cuerpo contra el suyo.
Andrew le recibiría sonriéndole igual que el niño al que por fin
sus padres, tras horas de hacerle espera en la puerta del colegio, han
venido a recoger. Comentaría en voz bajo, quizás preocupado de
quebrar el silencio de muerte de la trinchera, la suerte que suponía
que ambos estuvieran juntos en aquel infierno, cuidándose
mutuamente. Le alabaría por su coraje, que ya en incontables
ocasiones había velado por su vida. Incluso elevaría una
esperanzada plegaría que sirviera para protegerles de la puntería del
enemigo.
Lejos estaría de imaginar la verdad tras la amabilidad de cada
uno de sus gestos, de cada palabra de aliento. La realidad que le
inducía a protegerlo del peligro acechante.
—Pronto —aseguraría Andrew, y ese sería el comienzo de la
salmodia a la que se aferraba día a día para continuar cuerdo—.
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Sólo es cuestión de tiempo. Mi padre ya esta haciendo valer sus
influencias, me sacará de aquí y a ti también. Ya lo veras.
Y esas últimas tres palabras, las repetiría una y otra vez hasta
que terminaran por diluirse en un gorgoteo quejumbroso de
lágrimas.
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El joven soldado se giró hacia su acompañante y éste respondió
a su mirada encogiéndose de hombros.
—¿Quién es el soldado de mayor rango? —inquirió moviendo
la cabeza de un lado a otro.
—¡Suéltalo ya, ¿quieres?! —chilló un hombre de poblada barba
agarrando un puñado de barro y lanzándoselo.
El joven, tan asustado por el gesto como si le hubieran apuntado
con la bayoneta, retrocedió buscando amparo en el cuerpo de su
compañero.
—Habrá una ofensiva esta noche —exclamó apresuradamente
asiéndose con fuerza a su fusil—. Los pelotones a este lado de la
trinchera incluido el vuestro abrirán la marcha. Se anunciará el
inicio con una bengala blanca.
—¿Hasta donde tenemos que llegar? —La pregunta,
pronunciada con un hilo de voz tembloroso, surgió del más alejado
de los soldados. Se hallaba sentado sobre una caja de munición
vacía y bajo el casco le asomaba una venda roñosa empapada de
sangre fresca—. ¿A que distancia del enemigo nos detenemos?
El joven mensajero no respondió. Calándose el casco hasta
ocultar los ojos y sin erguirse, echó a andar con premura secundado
por su silenciosa compañía.
Michel los siguió con la mirada. Al cabo de unos segundos sus
pasos y figuras se perdieron en un recodo de la trinchera.
Sintiéndose observado volteó la cabeza.
Andrew le miraba con los parpados muy abiertos, más pálido de
lo acostumbrado bajo la barba rala y sucia. La boca se le tensó en
un intento de sonrisa, y una hilera de dientes amarillentos hundidos
en una encía hinchada, grisácea y sangrante, apareció.
Complacido por lo que veía, Michel se permitió una mueca
feliz.
Aquello era lo que quedaba del atractivo y seductor Madison.
Ni su porte esnob ni la elegancia que le había servido para
granjearse la adoración de la alta sociedad neoyorquina, habían
logrado desafiar la miseria de su nueva realidad. Ya nada podía
apreciarse de su arrogante seguridad, ni del carisma cautivador que
le identificaba o de ese sentido del humor cínico y caprichoso que le
había hecho tan popular. Incluso su alabada inteligencia parecía
haberse esfumado, dejándole el cerebro vació y confuso.
—No se que hago aquí —le había confesado en el barco que los
trasladaba desde Nueva York al puerto de Le Havre, después de que
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disimuladamente se hubiera acercado a él fingiendo querer entablar
una conversación trivial—. Yo no debería estar aquí.
—Te has alistado, muchacho —fue su respuesta fingiendo
ingenuidad—. Para honrar a tu patria.
—No. No —y al negar había sacudido su abundante cabellera
rubia—. Te juro que esto es un error.
Y con infeliz inocencia le explico lo que ya sabía.
Una noche de alcohol y mujeres, algo de cocaína, más de lo
acostumbrado. Bares, tabernas de mala muerte. Y finalmente el
despertar en las dependencias de la oficina de reclutamiento, con
una carta del presidente Woodrow Wilson en el bolsillo y un petate
al hombro.
—No me quisieron escuchar —se quejaba, realmente
sorprendido—. Les dije que era un error, que yo no había podido
firmar voluntario para ir al frente, pero no me creyeron. Ni me
dejaron despedirme de mi familia.
—Pero firmaste ¿no? —insistió, sonriéndole benevolente.
—Sí —respondió al borde de las lágrimas—. Pero no lo
recuerdo.
En esa gloriosa ocasión, apunto estuvo de confesarle el porqué
de su inoportuna amnesia. Pero eso habría sido fastidiar el juego
antes de tiempo, echar a perder la que finalmente resulto la mejor de
todas las ideas.
Y había habido muchas.
A lo largo de dos meses de sigilosa vigilancia, apostado ante la
mansión Madison como un perro cancerbero, a las puertas de los
restaurantes de moda, de los burdeles más cotizados, aterido de frió,
carcomido por el odio, destrozado el corazón por el dolor; su mente
había tenido tiempo de pensar una y mil maneras de causarle la
muerte.
Tentado estuvo de desgarrarle la garganta; sangre por sangre,
había pensado. Estrangularle con sus propias manos, y así verle el
rostro distorsionarse por el horror y la desesperación. Sumergirle en
las aguas del puerto para que su inútil carne proporcionara alimento
a los cangrejos. Pero ninguna de aquellas formas de justicia le
satisfacía; demasiado indulgentes. Su crimen merecía un castigo
menos prosaico, y una prolongada agonía.
Fue una noche a la salida del City Hall. Lo había estado
esperando cobijado entre unos cubos de basura, embutido en su
vieja pelliza de lana, con los pies mojados y helados y las desnudas
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manos bajo las axilas para alcanzar a calentar un poco los
entumecidos dedos. Lo vio salir del brazo de una exuberante mujer
ataviada con un nacarado vestido de noche y un abrigo de azabache
visón. Ambos, con pomposa dignidad, esperaron bajo el toldo a que
el engalanado portero les abriera la puerta del coche detenido junto
a la acera.
—Me encantaría verte de uniforme —le había oído decir a la
mujer.
—¿Yo en el frente? —replicó Andrew agitando las manos con
afectación—. Querida, estás mal de la cabeza. Soy un Madison
¿Crees que se me ha perdido algo allí? Dejemos esas cosas para la
morralla que se alimenta de sus ideales patrióticos.
Y ambos habían reído con jactanciosa socarronería.
Aquella noche no lo siguió hasta el hotel donde sabía concluiría
la velada entre las piernas de la mujer. Aquella noche regresó a su
pequeño apartamento alquilado en el Bronx y por primera vez desde
que la perdiera, fue capaz de dormir sin que las pesadillas
interrumpieran su descanso.
Fin.
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