La Fe y Las Obras de Los Hijos de Abraham
La Fe y Las Obras de Los Hijos de Abraham
La Fe y Las Obras de Los Hijos de Abraham
ISBN: 978-84-8407-386-4
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Dedico este libro a María Luisa
Herrera Ramírez, esposa, amiga y
amante. También a nuestros hijos y
nietas, con el deseo de que les ayude
a marchar en la buena dirección.
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LA FE Y LAS OBRAS DE LOS HIJOS DE ABRAHAM
INTRODUCCIÓN
E l ignorar que es infinito lo que nos falta por saber es crasa im-
becilidad, por mucho que, en la actualidad, nuestra ciencia
nos haya permitido romper alguna de las barreras de nuestro pro-
pio sistema solar: de hecho estamos en la primera línea de la pri-
mera página del Libro de la Ciencia.
Desde sus comienzos, la ciencia humana, aunque busca y ansía
la certeza, no pasa de ser un lento, parcial y vacilante descubri-
miento de pequeñas realidades y múltiples apariencias, siempre
como en una burbuja dentro del Misterio; tanto peor si reniega de
lo que no comprende y cae en la bobalicona veneración de sus
propias fantasías.
El doce de abril de 1961, el “cosmonauta” ruso Yuri Gagarin
gozó el privilegio de ser el primero en ver a la madre Tierra desde
las alturas.
La prensa soviética de entonces se hizo eco de sus palabras al
inicio y al regreso de tan fantástico y arriesgado viaje: “Voy a en-
contrarme con la naturaleza cara a cara”, dijo a punto de entrar en
la cápsula. “No he visto a Dios”, se atrevió a exclamar al ser
rescatado sano y salvo.
Con el forzado testimonio de Gagarin, “que se había encontrado
con la Naturaleza cara a cara y no había visto a Dios”, la dogmáti-
ca materialista del “socialismo real” proclamó haber descorrido el
velo de la Ciencia hasta encontrar irrefutables pruebas de la auto-
suficiencia de la Materia y de la inutilidad de Dios con la “conse-
cuente” necesidad de aparcar a todas las religiones y sus
específicos valores en el “museo de las antigüedades”: para ellos
quedaba así demostrado que lo fácil e inmediato, lo que se puede
ver y tocar, lo que halaga a los sentidos comunes a todo el mundo
animal, es lo único que existe.
Ello es una precipitada y arriesgada conclusión que, de una u
otra forma, ha querido y quiere hacer suya cualquier materialismo
más o menos idealista.
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¿SOMOS ANIMALES MAS RELIGIOSOS QUE
RACIONALES?
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EL VIEJO MUNDO DEL MATERIALISMO Y DE
INVENTADOS DIOSES
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ficiente por virtud de una misteriosa idealidad que, como era de es-
perar, no logra explicar sino es con citas de Epicuro, convertidas
en dogmáticos postulados en contraposición de los viejos mitos.
Su poder de convicción descansa en ese capital principio de la
demagogia: lo otro es mentira luego lo nuestro es verdad.
A pesar de encendidos elogios (no demostraciones) de apasio-
nados exégetas como los del romano Lucrecio Caro, estamos obli-
gados a reconocer que la doctrina epicúrea, es decir, lo de vivir sin
complicaciones y a la vez esclavos de un placer más o menos dura-
dero, es pura utopía: habríamos de encerrar toda nuestra vida y po-
sibilidades de futuro en una especie de burbuja elaborada a base de
indemostrados e indemostrables supuestos ideal-materialistas y
protegida con imposibles barreras contra lo imprevisto, incluidas
las lecciones de la propia experiencia. Es algo que, en la práctica,
se da de bruces con la realidad personal y social: vives con los
otros y sus peculiaridades, vives de los otros y de lo que hacen por
ti; ellos, a su vez, viven contigo y viven de lo que tú puedes hacer
por ellos. Ello implica una libertad y una generosidad que nace y
se desarrolla en algo que, por ser de raíz y carácter espiritual, no
siempre obedece al dictado de los sentidos. Al ignorarlo no cabe
otra escapatoria que el más estricto y duro hedonismo, justificado,
eso sí, por el egocentrismo o egoísmo más radical. No sin razón, la
doctrina epicúrea, vieja especie de ideal-materialismo, es identifi-
cada hoy día con una especie de adocenamiento colectivo, con el
desenfreno animal o con el “ego mihi deus” que, ya cerca de noso-
tros, predicará Max Stirner (1806-1856), un directo heredero del
ideal-materialismo hegeliano.
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HÁGASE LA LUZ Y LA LUZ FUE HECHA
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¿NON SERVIAM?
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SOCRÁTICA HAMBRE DE DIOS
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ver que los que se rompían la cabeza con estas cuestiones eran
unos locos.
“En primer lugar, se asombraba de que no viesen con claridad
meridiana que el hombre no es capaz de averiguar semejantes co-
sas, porque ni las mejores cabezas estaban de acuerdo entre sí al
hablar de estos problemas, sino que se arremetían mutuamente
como locos furiosos. Los locos, en efecto, unos no temen ni lo te-
mible, mientras otros se asustan hasta de lo más inofensivo; unos
creen que no hacen nada malo diciendo o hablando lo que se les
ocurre ante una muchedumbre, mientras que otros no se atreven ni
a que les vea la gente; unos no respetan ni los santuarios, ni los al-
tares, ni nada sagrado, mientras que otros adoran cualquier pedazo
de madera o de piedra y hasta los animales. Pues bien: los que se
cuidan de la Naturaleza entera, unos creen que “lo que es” es una
cosa única; otros, que es una multitud infinita; a unos les parece
que todo se mueve; a otros, que ni tan siquiera hay nada que pueda
ser movido; a unos, que todo nace y perece; a otros, que nada ha
nacido ni perecido.
“En segundo lugar, observaba también que los que están ins-
truidos en los asuntos humanos pueden utilizar a voluntad en la
vida sus conocimientos en provecho propio y ajeno, y (se pregun-
taba entonces) si, análogamente, los que buscaban las cosas divi-
nas, después de llegar a conocer las necesidades en virtud de las
cuales acontece cada cosa, creían hallarse en situación de producir
el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo lo que pudieran
necesitar, o si, por el contrario, desesperados de no poder hacer
nada semejante, no les queda más que la noticia de que esas cosas
acontecen.
“Esto era lo que decía de los que se ocupaban de estas cosas.
Por su parte, él no discurría sino de asuntos humanos, estudiando
qué es lo piadoso, qué lo sacrílego; qué es lo honesto, qué lo ver-
gonzoso; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es sensatez, qué in-
sensatez; qué la valentía, qué la cobardía; qué el Estado, qué el
gobernante; qué mandar y quién el que manda, y, en general, acer-
ca de todo aquello cuyo conocimiento estaba convencido de que
hacia a los hombres perfectos, cuya ignorancia, en cambio, los de-
grada, con razón, haciéndolos esclavos” .
Eso mismo es lo que Aristóteles expresa cuando escribe “Sócra-
tes se ocupó de lo concerniente al éthos, buscando lo universal y
siendo el primero en ejercitar su pensamiento, en definir.” (Mét.,
987, b. 1.). En tratar de definir, más bien, apuntamos nosotros
puesto que él mismo cifraba su sabiduría en el “saber que no sabía
nada”. Claro que, incapaz de resistirse al afán de aprender a encau-
zar su conducta de la mejor de las posibles maneras, vivió preocu-
pado de lo que hacían y pensaban sus conciudadanos para sacar
sus propias conclusiones: “ni las estrellas, ni los árboles, ni los
montes me dicen nada; pero sí los hombres en la ciudad”.
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bre, y permaneció durante tres años hasta que, invitado por Filipo
II, retornó a Macedonia para hacerse cargo de la formación intelec-
tual de Alejandro, a la sazón despierto y belicoso adolescente de
trece años. No se puede decir que entre el sabio y el conquistador el
cordial entendimiento se prolongara por mucho tiempo: aunque
hay constancia de que Alejandro, en reconocimiento a su maestro,
pagó muy generosamente las enseñanzas recibidas y reedificó
Estagira, la ciudad natal de Aristóteles que había sido destruida
unos años atrás por Filipo, en ninguno de los escritos que conoce-
mos de Aristóteles se encuentra una sola referencia al caudillo ma-
cedonio: se dice que, además de reprocharle su egocentrismo e
ilimitada ambición, Aristóteles nunca le perdonó la ejecución de
su sobrino Calístenes, condenado por Alejandro al negarle
adoración. No es fácil encontrar en la historia personalidades más
antagónicas que las de Aristóteles y Alejandro.
Vuelto a Atenas el año 335 a.de Cristo, Aristóteles creó y desa-
rrolló el Liceo, un polifacético centro cultural en unos terrenos
fuera de las murallas, al lado opuesto de la aun vigorosa Academia
platónica.
A la muerte de Alejandro (13 de julio de 323), resurgió en Ate-
nas el nacionalismo antimacedonio con el infatigable Demóstenes
a la cabeza. Aristóteles vio en peligro su propia vida (no quiero que
los atenienses pequen por segunda vez contra la filosofía, dijo re-
cordando la arbitraria ejecución de Sócrates) y se retiró a Calcis
(Eubea) en donde falleció un año más tarde (322): sesenta y dos
años de intensa vida dedicada en su mayor parte a la búsqueda de
la verdad sin concesiones a conveniencias sociales, prejuicios o
grandes afectos (amo a Platón, pero mucho más amo a la Verdad).
Lo de Aristóteles es lo que podemos llamar incondicionado rea-
lismo; desde tal realismo el “estagirita” pretende desarrollar una
ciencia en la que “lo conocido no pueda ser de otra manera de
cómo se conoce”. Para lo que él llama “Filosofía Primera” cuenta
Aristóteles con una teoría del conocimiento en la que la percep-
ción física (ver, tocar, oler o palpar) es la que brinda el más directo
y seguro conocimiento de la inmediata realidad: El alma no puede
pensar sin representaciones sensibles, de forma que, si falta un
sentido, también faltan los correspondientes conocimientos. Por
ejemplo, un ciego de nacimiento no tiene conocimiento de los
colores.
Es a través de los sentidos como la inteligencia humana llega a
captar el carácter y finalidad de las cosas desde “el análisis de una
forma sensible sin materia”. Según ello, queda claro que no puede
haber un conocimiento (o platónica idea inmaterial) de un objeto
sin objeto, pragmatismo elemental que niega tanto las conclusio-
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ENTRE IMAGINAR, CREER O SABER
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tuitas mientras las segundas son los signos verdaderos del Creador
sobre las criaturas, tal y como se imprimen y determinan en la ma-
teria por líneas verdaderas y escogidas. Por tanto, las cosas, tal y
como realmente son en sí mismas, ofrecen conjuntamente (en este
género) la verdad y la utilidad; y las operaciones mismas han de
ser estimadas más por su calidad de prendas de verdad que por las
comodidades que procuran a la vida”.
Inútil es sustituir a Dios por el microscopio. Aunque envuelto
en el misterio, El está con nosotros y en el origen y desarrollo de
toda realidad. Ninguno de nosotros es ajeno a la percepción de un
Ser que “puede” infinitamente más que nosotros: situados en el
primer renglón de la primera página del libro de la Realidad , pode-
mos negarle pero siempre le adoraremos, si no directamente a El,
sí que lo haremos a algo que, sin duda, es parte de su sombra: un
ente material o la materia inmensa; una abstracción, ídolo de nues-
tra mente, o la ciencia sin límites, de la que podemos hacer (¿quién
nos lo puede impedir?) un pedestal para nuestro orgullo.
Puesto que estamos aludiendo a la relatividad de la ciencia hu-
mana para llegar por sí misma al eje o centro de la Realidad, cabe
un recordatorio hacia la supuesta falta de fe del más ilustre científi-
co del siglo XX, por demás, autor de la Teoría de la Relatividad:
“Einstein era, con bastante claridad, un no creyente”; esto lo dice
un tal John Edwards, quien, desde su “ateismo”, presenta a Eins-
tein como ejemplo de científico “no creyente”. Lo de “no creyen-
te” es una simplificación semántica, que, de hecho, quiere decir
muy poco: todos los que piensan, pensamos, creen, creemos, en
algo llamémoslo esencial, sea ello fenómeno, cosa, idea o esencia
exterior a nosotros o, explotando hasta el extremo los desvaríos de
la propia imaginación, en la omnisciencia del yo. Respetemos el
estricto sentido de las palabras: si creyente es todo aquel que cree
en algo, no creyente será aquel que no cree en nada, lo que resulta
imposible de encontrar en el mundo de los humanos… ¿quiere us-
ted definir como no creyente a todo aquel que dice no creer en
Dios? Este tal no deja de creer en algo, aunque ello sea la
autosuficiencia de su razón: religiosos, ateos, materialistas,
agnósticos… todos son creyentes de una u otra forma
Pero, volviendo a Einstein, si lo que se quiere decir de él es que
era ateo, se incurre en una arriesgada falsificación de su biografía:
el brillantísimo y humilde científico, que fue Albert Eisntein creía
en algo exterior a sí mismo, que nunca dijo que no fuera Dios; si
formuló con precisión matemática alguno de sus hallazgos y ade-
lantó puntos de apoyo de ulteriores genialidades, nunca lo hizo sin
haber sometido sus hipótesis a exhaustivas reflexiones y compro-
baciones en la línea de reconocer siempre las inmensidades que no
acertaba a ver. Nunca negó el Misterio (más allá de la nada, realísi-
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ABRAHAM, PADRE DE LOS CREYENTES
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EN TORNO AL CARÁCTER, ANTIGUOS AVATARES
Y DIÁSPORA DE UN PUEBLO SINGULAR.
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sólo de pan vivirá el hombre, sino que el hombre vivirá de toda pa-
labra que sale de la boca de Yahvé” (Dt 8, 1-3)
Según el Libro Sagrado, cuarenta años vagaron los israelitas
por el Desierto habiendo de superar no pocas calamidades y de
vencer a numerosos enemigos, reacios a admitir entre ellos a
los que presumían de ser especiales y no compartían su embru-
tecedora idolatría,
“tal como Yahvé había ordenado a su siervo Moisés, Moisés se
lo había ordenado a Josué y Josué lo ejecutó: no dejó pasar una
sola palabra de lo que Yahvé había ordenado a Moisés. Josué se
apoderó de todo el país: de la montaña, de todo el Négueb y de
todo el pais de Gosen, de la Tierra Baja, de la Arabá, de la monta-
ña de Israel y de sus estribaciones” (Jos 11, 15-16).
Sucedió ello no sin cruentos enfrentamientos con los enemigos
de Israel hasta que “Josué se apoderó de toda la tierra como Yahvé
le había dicho a Moisés, y se la dio en herencia a Israel según las
suertes de las tribus. Por fin cesó la guerra en el país” (Jos 11, 23)
A la muerte de Josué, entre fidelidades y apostasías, períodos de
paz y cruentos enfrentamientos entre uno u otros vecinos, vivió
Israel la etapa del gobierno de los “Jueces” de entre los cuales la
Biblia destaca a Otniel, Ehud, Sangar, la profetisa Débora, Ge-
deón, Sansón… hasta llegar a Samuel, quien entendió que era lle-
gado el momento de atender las peticiones del pueblo que pedía
un Rey, que organizase un ejército capaz de neutralizar el persis-
tente empuje de los filisteos. Fue así como fue ungido Saúl,
sucedido por David y éste, a su vez por Salomón.
Neutralizados los filisteos, el pueblo de Israel llegó al máximo
poder de su historia habiendo alcanzado con David un largo perío-
do de fecunda paz traducida en buen orden y prosperidad que per-
mitió a Salomón alzar en Jerusalén el más suntuoso templo de la
época en honor del único Dios.
Al parecer, el poder, su propia y excesiva voluptuosidad y el
servil aplauso de cuantos le envidiaban, corrompieron el corazón
de Salomón, quien llegó a creerse libre de toda traba moral y
“amó, además de la hija del Faraón, a muchas otras mujeres ex-
tranjeras: moabitas, amonitas, edomitas, sidonias y heteas; de los
pueblos de los que Yahvé había dicho a los hijos de Israel: -No os
unáis a ellos ni ellos se unan a vosotros, no sea que hagan desviar
vuestros corazones tras sus dioses-. A éstos Salomón se apegó con
amor. Tuvo 700 mujeres reinas y 300 concubinas. Y sus mujeres
hicieron que se desviara su corazón. Y sucedió que cuando Salo-
món era ya anciano, sus mujeres hicieron que su corazón se des-
viara tras otros dioses. Su corazón no fue íntegro para con Yahvé
su Dios, como el corazón de su padre David. Porque Salomón si-
guió a Astarte, diosa de los sidonios, y a Moloc, ídolo detestable
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1 Es. 1, 1-7
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EL “PUEBLO DE DIOS” Y LA
ARABIA PRIMITIVA
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EL LOGOS Y LA ACCION CREADORA
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LA VENIDA AL MUNDO DEL HIJO DE DIOS
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que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de
Israel.
Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre.»
Fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo:
«Saúl, hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apa-
reció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y
seas lleno del Espíritu Santo.» Al instante cayeron de sus ojos
unas como escamas, y recobró la vista; se levantó y fue bautizado.
Tomó alimento y recobró las fuerzas. Estuvo algunos días con los
discípulos de Damasco, y en seguida se puso a predicar a Jesús en
las sinagogas: que él era el Hijo de Dios.
Todos los que le oían quedaban atónitos y decían: «¿No es éste
el que en Jerusalén perseguía encarnizadamente a los que invoca-
ban ese nombre, y no ha venido aquí con el objeto de llevárselos
atados a los sumos sacerdotes?» Pero Saulo se crecía y confundía
a los judíos que vivían en Damasco demostrándoles que aquél era
el Cristo (Hc 9, 1-22).
Como ciudadano romano que era adoptó el nombre latino de
Paulus (Pablo).
Lleno del Espíritu Santo, Pablo se entrega incondicionalmente a
la difusión de la Buena Nueva e, hizo infatigable viajero, transmite
su fe en raudales de amor y de libertad desde Jerusalén hasta Roma
pasando por los más importantes enclaves del inmenso Imperio
Romano como punto de partida para el resto del mundo. Fue su
doctrina calco fiel de lo dicho y hecho por Jesús de Nazareth, al
que, sin la mínima vacilación reconoce y declara Hijo de Dios,
sentado a la derecha del Padre e impartiendo su gracia para atraer a
sí a todas las personas de buena voluntad.
En discurso a sus correligionarios judíos, dice San Pablo:
«Israelitas y cuantos teméis a Dios, escuchad: El Dios de este
pueblo, Israel, eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo du-
rante su destierro en la tierra de Egipto y los sacó con su brazo ex-
tendido. Y durante unos cuarenta años los rodeó de cuidados en el
desierto;después, habiendo exterminado siete naciones en la tierra
de Canaán, les dio en herencia su tierra, por unos cuatrocientos
cincuenta años. Después de esto les dio jueces hasta el profeta Sa-
muel. Luego pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, de
la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. Depuso a éste y les
suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimo-
nio: He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi
corazón, que realizará todo lo que yo quiera. De la descendencia
de éste, Dios, según la Promesa, ha suscitado para Israel un Salva-
dor, Jesús. Juan predicó como precursor, ante su venida, un bau-
tismo de conversión a todo el pueblo de Israel. Al final de su
carrera, Juan decía: “”Yo no soy el que vosotros os pensáis, sino
mirad que viene detrás de mí aquel a quien no soy digno de desatar
las sandalias de los pies."" «Hermanos, hijos de la raza de
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EL LEGADO DE FILÓN DE ALEJANDRÍA, UN
JUDÍO CONTEMPORÁNEO DE CRISTO
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DOCTRINARIOS Y HEREJES
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LA TRAMPA DEL PODER POLÍTICO
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REALISMO CRISTIANO ANTE LOS
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muchos (/2Co/06/10). Les falta todo, pero les sobra todo. Son des-
honrados, pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados,
y en ello son justificados. «Se los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor
4, 22). Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son casti-
gados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si
se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranje-
ros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no
pueden decir los motivos de su odio.
Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso
son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los
miembros del cuerpo, y los cristianos lo están por todas las ciuda-
des del mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo, pero no es
es del cuerpo, y los cristianos habitan también en el mundo, pero
no son del mundo. El alma invisible está en la prisión del cuerpo
visible, y los cristianos son conocidos como hombres que viven en
el mundo, pero su religión permanece invisible. La carne aborrece
y hace la guerra al alma, aun cuando ningún mal ha recibido de
ella, sólo porque le impide entregarse a los placeres; y el mundo
aborrece a los cristianos sin haber recibido mal alguno de ellos,
sólo porque renuncian a los placeres. El alma ama a la carne y a los
miembros que la odian, y los cristianos aman también a los que les
odian. El alma está aprisionada en el cuerpo, pero es la que mantie-
ne la cohesión del cuerpo; y los cristianos están detenidos en el
mundo como en un prisión, pero son los que mantienen la cohesión
del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal, y los
cristianos tienen su alojamiento en lo corruptible mientras esperan
la inmortalidad en los cielos. El alma se mejora con los malos tra-
tos en comidas y bebidas, y los cristianos, castigados de muerte
todos los días, no hacen sino aumentar: tal es la responsabilidad
que Dios les ha señalado, de la que no sería licito para ellos
desertar.
Claro que, aunque radicalmente innovadora, esa genuina doctri-
na del amor y de la libertad no dejaba de estar en perfecta conso-
nancia con la razón o especial facultad que distingue al humano del
bruto. Si algunos pensaban y siguen pensando que la cristiana for-
ma de vivir no responde a respetables esquemas filosóficos, han de
rectificar en cuanto se ha demostrado que entre los auténticos cris-
tianos de los primeros tiempos, no faltaron filósofos que, sin apar-
tarse un ápice de los esquemas de la Doctrina, fueron reconocidos
como excepcionales filósofos, incluso por los ilustrados de aquella
y de nuestra época: Desde de San Pablo, brillante competidor con
los sabios griegos de su tiempo, tal como demostró en su paso por
el elitista Aerópago (Hch 17, 22-31) y, en sus otros discursos y
multitud de cartas, en lenguaje comprensible para todo el mundo,
supo exponer una racional concepción del mundo desde el amor
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mantenía como verdad todos los mitos e ideas que habían sobrevi-
vido a los avatares de los últimos siglos: En su libro “Discurso ver-
dadero” (h.178-180) pretendía demostrar que Zeus-Jupiter con su
Olimpo y dioses adláteres eran más poderosos y respetables que
los “bárbaros” judíos que no supieron aprovechar las lecciones del
civilizado Egipto: Los primeros que siguieron a Moisés, según
Celso, fueron unos cabreros y pastores que, apartándose del sano
politeísmo, “imaginaron que Dios es uno” para, durante siglos,
despreciar las “corrientes civilizadoras que les llegaban de los pue-
blos politeístas” hasta que, “persistentes en su barbarie”, hicieron
posible la notoriedad de “Aquel al cual habéis dado el nombre de
Jesús y que, en realidad no era más que el jefe de una banda de
bandidos cuyos milagros atribuidos no eran más que
manifestaciones obradas según la magia y los trucos esotéricos”
Tradición y elitista civilización son para Celso los principales
puntos de apoyo de su fe y de su argumentación anticristiana: el
politeísmo, que cuenta con más siglos de existencia, estaba asen-
tado entre los pueblos más “civilizados y poderosos” con la directa
consecuencia de una más placentera manera de vivir para sus ciu-
dadanos libres: es, por lo tanto, más digno de fe.
Para responder a Celso, Orígenes se coloca en su mismo plano
intelectual y cree dominarlo a base de más brillante retórica: no
niega esta caracterización que hace Celso de la fe y defiende que la
fe puede ser respetable a pesar de ser ciega o apoyarse en argumen-
tos tan inconsistentes como el de “heredado de nuestros padres” o
aquel otro de que “goza de más brillo retórico”; es desde este últi-
mo flanco desde donde Orígenes se ve fuerte para derrotar al ad-
versario; según ello, en toda discusión lo principal a tener en
cuenta no sería la verosimilitud sino la calidad expositiva de la ar-
gumentación; también, según Orígenes, se deben tener en cuenta
las consecuencias prácticas de una fe y evidente es que los cristia-
nos saben vivir mejor que los paganos; por lo tanto, cabe distinguir
entre lo que él llama una fe “afortunada” (“eutyjés”) y una fe “in-
fortunada” (“atyjés”). Por supuesto que la fe afortunada corres-
ponde a los Cristianos puesto que creer en Cristo ayuda a vivir
mejor mientras que “la fe en Antínoo u otro por el estilo, tanto se
dé entre los egipcios como entre los griegos, es una fe infortunada”
puesto que, según se ve, sirve de soporte a tantas persecuciones y
desgracias ( Contra Celso, III, 38). Cuando Orígenes veía
debilitadas sus exposiciones y réplicas apelaba a “providenciales
razones no muy fáciles de comprender por los hombres” (ib.)
Son los de Orígenes (ejemplo de intelectual cristiano “esencial-
mente cerebral”), de Tertuliano y de otros muchos exégetas no re-
conocidos como santos, argumentos e ideas que pueden convencer
sin llegar a contagiar el modo de sentir y vivir el Realismo Cristia-
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no: les faltó lo que nuestro San Juan de la Cruz habría llamado “lla-
ma del Amor”. Así lo han comprendido los Santos Padres y
Doctores de la Iglesia, desde San Pablo y los Apóstoles hasta nues-
tros místicos, pasando por los santos Ireneo, Jerónimo, Clemente,
Atanasio, Alejandro, Ambrosio, Agustín, Tomás… “Dios es
Amor”, es lo que, con su primera encíclica, ya en el siglo XXI,
sigue mostrando claramente el Santo Padre Benedicto XVI .
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RELIGIÓN, AVENTURA Y COMERCIO
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MAHOMA Y EL ISLAM
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más que repetir o recitar lo revelado por Alá a través del arcángel
Gabriel; por ello el Corán, en todo su contenido, ha de ser aceptado
como la única versión fidedigna del Libro celestial que, según él,
refleja exactamente la voluntad de Alá y es eterno como eterno es
Alá. En consecuencia, las otras gentes del Libro (judíos o cristia-
nos) o aceptan sin reservas, discusión ni humanas interpretaciones
todo lo que dice el Corán o deberán ser considerados súbditos de
segunda categoría.
Según la tradición musulmana (la Sunna), es en Medina en don-
de se completaron las 6.226 aleyas o versículos de los 114 suras o
capítulos del Corán, palabra “eterna e increada” de Dios y, por lo
tanto, libro sagrado e inviolable para todos los fieles musulmanes.
En vida de Mahoma, algunos de sus seguidores tomaban nota de
tal o cual aleya en hojas de palmera, piedras o huesos.
A la muerte del Profeta, Zaib-ibn-Thabit, el servidor que hacía
de secretario, se ocupó de recopilar lo que entendió como más sub-
stancial y de ahí salió el texto que, diecisiete años más tarde,
Uthmân Ibn `Affân (644-656), el ya citado tercer califa, decretó
que había de ser reconocido como definitivo, ordenando destruir
cualquiera nota o referencia que estuviera en contradicción con lo
recopilado. Desde entonces, para todos los islamistas, el Corán re-
quiere igual consideración que el testimonio de Jesucristo para los
cristianos, a diferencia de que éstos sí que pueden razonar sobre el
Evangelio mientras que a ellos no se les permite más que repetir o
recitar como dogmas de fe e indiscutibles pautas de conducta todos
y cada uno de los capítulos del Corán, sin otra salvedad que los po-
sibles matices que introduzcan tal o cual traducción (complicada
en cuanto la ausencia de vocales es sustituida por puntos o comas
que, según estén colocados, modifican el variable carácter de las
consonantes). A todos los efectos, la última modernización
“canónica” es atribuída a Ibn Mujahid y data del año 901.
Parece que la parte de doctrina “revelada” en la Meca es la que
expresa lo substancial de la fe musulmana mientras que la “revela-
da” en Medina trata también de todo lo relativo a la política, rela-
ciones humanas y prácticas religiosas. No es fácil separar una de
otra “revelación” en cuanto los capítulos (suras) del Corán, salvo
el primero (Fatihat al-Kitab o “Introducción a la divina Escritu-
ra”), están ordenados por su amplitud, no siguiendo un orden
temático o cronológico.
Por su importancia en una objetiva exposición del Islam trans-
cribimos esta “introducción” :
EN EL NOMBRE DE DIOS, EL MÁS MISERICORDIOSO,
EL DISPENSADOR DE GRACIA: TODA ALABANZA
PERTENECE SÓLO A DIOS, EL SUSTENTADOR DE TODOS
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LOS MUSULMANES EN ESPAÑA
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Tarik ben Ziyad y Musa idn Nusayr (recordado como Muza) si-
guen con su conquista hasta el 714 en que son llamados por el cali-
fa de Damasco para rendir cuentas. Antes Muza ha delegado poder
en su hijo Abd al-Aziz ibn Muza, quien se consolida como primer
emir musulmán de Al-Andalus, luego de, en sucesivas escaramu-
zas, haber incorporado al nuevo poder a no pocas acomodaticias
autoridades locales, descontentos y mercenarios hasta hacer impo-
sible una sólida resistencia, lo que no le libró de morir asesinado en
el 716. De la resistencia a la invasión nos quedan los ejemplos de
don Pelayo, que derrota a Munuza en la batalla de Covadonga (año
722) y la del franco carolingio Carlos Martel, quien, en la batalla
de Poitiers cierra el avance de los musulmanes hacia el Norte de
Europa con la derrota y muerte del emir Abd al-Rahman ibn ‘Abd
Allah al-Gafiqi, cerrando con ello el avance.
Es así como se produjo la conversión de Hispania en Al-Anda-
lus, tierra prometida para muchos musulmanes, en especial para
los habitantes del Magreb. La invasión hasta las montañas de
Asturias había sido facilitada por varias causas, no siendo la menor
la rivalidad entre los hispano-romanos, que siguen haciendo signo
de distinción de una más o menos real fidelidad a la Iglesia de
Roma, y los que se sienten herederos de los señores godos: con-
vertidos o no pero aún con el poso de lo que fue uno de sus signos
de identidad: una doctrina, el Arrianismo, que no se muestra muy
exigente con el compromiso de amor y libertad que predican los
católicos y que, por demás, no termina por aceptar la divinidad del
propio Hijo de Dios, en lo que, ciertamente, los recalcitrantes
arrianos coinciden con los seguidores de Mahoma. Conclusión: no
pocos de los antiguos señores, convertidos o no al Islam, se hacen
fieles vasallos de los sucesivos emires, califas y taifas que habían
asentado sus reales en la vieja Hispania, ahora llamada
Al-Andalus.
Es una simplificación histórica el creer que, con la invasión mu-
sulmana, pasó a la oscuridad absoluta el legado religioso, moral y
cultural de todo lo que fueron los siglos de presencia romana, vi-
vencias cristianas y enseñanzas de los concilios de Toledo y de
personajes como San Isidoro de Sevilla. Siguieron germinando las
semillas de unos y otros fenómenos históricos y, ante la avalancha
de una nueva y “fresca” cultura, supieron mantener no pocos tra-
dicionales principios al tiempo que diluían en su propia “circuns-
tancia” lo que de fuera venía. Los invasores, por su parte,
mitigaron un cierto radicalismo inicial e hispanizaron no pocas de
sus costumbres y formas de vivir a la par que aportaban lo incorpo-
rado de otras culturas, fundamentalmente lo captado de su contac-
to con persas, bizantinos y egipcios. Podemos hablar, pues, de un
evidente fenómeno de ósmosis de indiscutible poder determinante
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¿GUERRA O ALIANZA DE CIVILIZACIONES?
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LA IGLESIA Y EL BECERRO DE ORO
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LA REVOLUCION CAROLINGIA.
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Esa fue una de las pocas derrotas en las cincuenta y tantas bata-
llas, que acometió Carlomagno y que le valieron ser reconocido
como principal líder de la Cristiandad con los títulos de rey de los
francos (768-814), luego rey de francos y lombardos (774-814) y,
por último, emperador “romano” de Occidente (800-814) bajo la
“teórica subordinación” del Papa, representante de Jesucristo en la
Tierra. Al parecer, esto último no encajaba muy bien con las ape-
tencias del caudillo franco: ha historia transmite su disgusto por la
sorpresiva coronación imperial por parte del papa León III; al pa-
recer, Carlomagno, para soslayar la preeminencia del Papa como
autoridad espritual, tenía previsto asumir la corona y título de
Emperador del Sacro Imperio Romano por propia iniciativa en su
palacio de Aquisgrán rodeado de sus principales vasallos, lo que
haría ver sin discusión alguna quien era la primera autoridad del
mundo, por encima incluso del papa León III, marginación que
éste, previamente informado o sospechando la maniobra, no podía
consentir; mil años más tarde (1804), en parecidas circunstancias,
fue Napoleón el que marginó al Papa (el contemporizador Pío VII)
arrebatándole la corona y coronándose a sí mismo: no cabe duda
que seguía latiendo en el ambiente la sombra de Arrio con su
propuesta de que cualquier poderoso de este mundo podía
competir con Jesús de Nazareth y todo lo que él representa, si no se
le reconoce la Personalidad Divina.
Carlomagno, con indiscutibles dotes naturales, ejerció el poder
durante cuarenta y seis años por encima de su bien domesticada
conciencia hasta confundir la ambición personal con lo que luego
se llamará razón de Estado. Efectivamente, Carlomagno vivió y
ejerció el poder en caudillesca preocupación por no dar su brazo a
torcer en ninguno de los ámbitos de la actividad humana; sabemos
muy bien que aquellos eran tiempos oscuros, tan oscuros que la ac-
tividad docente y los testimonios culturales de tiempos pasados no
tenían otra posibilidad de supervivencia que dentro de los monas-
terios y al amparo de la autoridad eclesiástica: demasiadas guerras,
demasiadas injusticias, demasiados atropellos al débil, más que
nunca, necesitados de fé, amor y esperanza… tanto que, con todas
sus debilidades como seres humanos, de la Jerarquía y los clérigos
dependía mucho más que un mínimo orden social. Carlomagno lo
comprendió muy bien y, sin dejar de sentirse el más importante ser
vivo, se preocupó de la eficaz organización de sus dominios; de
velar por las buenas costumbres con las que, a título personal, no
se consideraba comprometido; de imponer de grado o por fuerza la
Religión Católica desterrando todo tipo de viejos cultos y supers-
ticiones; de abrir centros de enseñanza (Escuela Palatinas) en
dependencia directa del poder político… y, también, de hacer
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FIELES, TIBIOS Y APÓSTATAS
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PIEDAD POPULAR Y FILOSOFÍA
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CIENCIA, ESPECULACIÓN Y TEOLOGÍA
L a ciencia, tal como hoy la entendemos, tiene muy poco que ver
con la que estaba al alcance de los “investigadores” de la Edad
Media, muy limitados por los medios materiales, las dificultades
de comunicación y por la casi exclusiva dedicación al estudio de la
Gramática, Retórica y Dialéctica (Trivium) en detrimento de la
Aritmética, Astronomía, Geometría y Música (Quadrivium): No
faltaba el “material de base” para los maestros en el arte de hablar y
especular mientras que las mentes preocupadas por las exactitud
en el calcular, demostrar y ver para llegar a conocer el cómo y el
para qué de las cosas, habían de atenerse a teorías y explicaciones
incompletas en cuanto el conocimiento del griego (idioma de los
grandes sabios de la Antigüedad) era muy escaso y muchos de los
más valiosos testimonios del pasado habían desaparecido a causa
de las destrucciones anejas a las guerras y calamidades naturales,
de las que la principal víctima fue la Gran Biblioteca de
Alejandría.
Aquel “centro del saber”, fundado por Ptolomeo I Sóter a prin-
cipios del siglo III antes de Cristo, con no menos de 800.000 volú-
menes, llegó a incluir, junto con todas las obras maestras de la
literatura y filosofía griegas, detalle de todos los trabajos y descu-
brimientos de Arquímedes (-287-212), el más notable matemático
y científico experimental de la Antigüedad, los escritos del geóme-
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LA ESPAÑA MEDIEVAL, PUENTE CULTURAL
ENTRE ORIENTE Y OCCIDENTE.
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LA FILOSOFÍA JUDEO-ÁRABE MEDIEVAL Y LA
ESCOLÁSTICA CATÓLICA
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2. Tres son las madres (fuerzas): Aire, agua y fuego. Fuego arriba,
agua abajo y el aire es el decreto que decide entre ellos. Una
señal de esto es que el fuego mantiene agua.
3. El mundo es como un rey en su trono, el ciclo del año es como
un rey en la provincia. El corazón en el alma es como un rey en
batalla.
4. Uno opuesto al otro fue hecho por el Creador: El bien opuesto al
mal, el mal opuesto al bien, el bien del bien, el mal del mal. El
bien reconoce al mal, el mal reconoce al bien. El bien se reser-
va para el bueno, y la maldad se reserva para el malvado.
5. Tres: cada uno es independiente. Uno defiende, uno acusa y uno
decide entre ellos. Siete: Tres opuestos a tres, con un decreto
decidiendo entre ellos. Doce están en guerra: Tres quienes
aman, tres quienes odian, tres quienes dan vida, tres quienes
matan. Los tres que aman son el corazón y los oídos; los tres
que odian son el hígado, la vesícula biliar y la lengua; los tres
que dan vida son las fosas nasales y el bazo; y los tres que ma-
tan son los oídos y la boca. Y el Creador, el Rey fiel, los domi-
na a todos, eternamente, desde Su lugar. Uno sobre tres, tres
sobre siete, y siete sobre doce, y todos ellos están ligados, unos
a otros.
6. Él imprimió tres libros con veintidós letras. Él creó Su Universo
entero con ellas. Él formó todo lo que fue hecho y todo lo que
será hecho con ellos en el futuro.
7. Cuando Abram vino, miró, vió, entendió, grabó, permutó y ta-
lló, y triunfó. Y el Creador eterno se reveló a Abram, y lo tomó
en Su regazo, lo besó en la cabeza, y lo llamó Abraham. Él
hizo un convenio con Abraham entre los diez dedos de sus
pies: el convenio de circuncisión-; y entre los diez dedos de su
mano: el convenio de la lengua. Él ligó las veintidós letras a la
lengua de Abraham y le reveló Su secreto. Él las trazó en el
agua, las quemó en fuego, y las agitó con el viento. Él las en-
cendió con siete planetas, y las arregló entre las doce constela-
ciones.
**********************
Por su parte, el “Zohar” (Sefer ha Zohar) o “Libro del Esplen-
dor”, según acreditados comentaristas rabínicos, está
“estructurado como una conversación entre un grupo de ami-
gos, eruditos y maestros espirituales. Pero la realidad expansiva y
el poder del Zóhar transcienden los límites del mundo físico.
Zóhar en hebreo significa “esplendor” o “destello,” y el Zóhar en
verdad es un recurso ilimitado de la brillante Luz espiritual. Como
explican los Kabbalistas, al simplemente estar en posesión de un
Zóhar traemos poder, protección y plenitud a nuestra vida. Por lo
tanto, al escanear las páginas en el lenguaje original o al estudiar
la traducción, se establece una conexión profunda a la Luz del
Creador. Al llegar a tener una intimidad y entendimiento del
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DEL HUMANISMO RENACENTISTA AL
ALIENANTE ATEISMO DE NUESTRO TIEMPO
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Por supuesto que tal maravilla facilitaría las cosas; pero bien sa-
bemos que, salvo contadas excepciones, los poderosos de este
mundo son corruptibles hasta el punto de que son muy pocos los
que ejercen poder con actos libres de corrupción; probablemente,
más corruptibles aún son los que medran a la sombra de los pode-
rosos y, también, los que envidian a éstos y a aquellos: ¿quienes
están, estamos, libres de esto?. Somos corruptos en tanto en cuan-
to vendemos nuestra conciencia al prójimo por una pequeña ración
de vanidad o comodidad personal. Corruptos y poco realistas.
Desde esa perspectiva nos atrevemos a considerar un falsea-
miento de la realidad el “hombre nuevo”, de que se habló en la
época del llamado Renacimiento: irreal es un humanismo cuyo eje
principal es la libertad sin responsabilidad social; es en el seno de
este humanismo en donde reviven los simbólicos ídolos del viejo y
desprestigiado paganismo al servicio del “omnipotente” comercio:
desde el Eros estéril hasta el impío diosecillo que anima mil estúpi-
das guerras sin otros objetivos que los de apabullar al débil o de
emborracharse con la “gloria” de una no menos efímera y estúpida
victoria. Son pobres imágenes del pasado que, agigantadas por la
imaginación de ciertos poetas, intentan tapar con su sombra al
Dios de los cristianos; si no lo lograron fue gracias a la vida y testi-
monio de personajes infinitamente más realistas que ellos: el pro-
pio Maquiavelo reconoce entre estos personajes a los seguidores
de héroes como San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guz-
mán, por que “éstos, dice Maquiavelo, con la pobreza y con el
ejemplo de la vida de Cristo, vuelven a implantarla en el espíritu de
los hombres, donde ya se había extinguido” (Discursos, III, 1).
Pero sí que lo de “el hombre nuevo, más bello y más poderoso”
hizo mella en una parte de la sociedad: la de aquellos que viven
como si no hubieran de morir nunca. Y, al hilo de las nuevas tecno-
logías de entonces (la imprenta y mayores facilidades de comuni-
cación) hicieron escuela “profetas de los nuevos tiempos” como
Rabelais (1494-1553) o Montaigne (1553-1592).
Rabelais fue un mal fraile que alternaba el claustro con la prácti-
ca de una agitada vida social y la pretensión de ser reconocido
como maestro de las nuevas generaciones. Reniega de las priva-
ciones de la vida monástica y, como oposición a la ascética abadía
cristiana, propone lo que él llama “Abadía de Telemo”, cuyo esen-
cial principio moral habrá de ser “haz lo que quieras”. Dentro de
esa “abadía” se satisfará el instinto natural, que empuja a la virtud
de amar el lujo, la belleza, los ricos manjares, las libres inclinacio-
nes de la carne, se profesa el voto de obedecer a las más espontá-
neas pasiones, se hace el propósito de acrecentar la fortuna a costa
de lo que sea. Son “recomendaciones” que Rabelais ilustra con
personales experiencias en una muy celebrada sátira titulada
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Arrinconado Dios más allá del trasfondo del propio corazón (no
nos atrevemos a negar su existencia, pero sí a ignorarlo olímpica-
mente), podemos formar parte de la multitud de hombres y muje-
res que vuelcan su tendencia natural a la adoración arrastrados por
una o varias de las numerosas corrientes de paganismo que aún
perviven entre nosotros. Corrientes que sublimizan lo acomodati-
cio y cuyos profetas gozaron y gozan de enorme audiencia. Para
cuantos mantienen su pensamiento al pairo, la vida moderna brin-
da un nutrido catálogo de dioses: desde un inocente vicio hasta la
deslumbrante figura de un Sexsimbol pasando por el Becerro de
oro, la “todopoderosa diosa” Reivindicación, el Lujo, la Envidia,
la Aberración en cualquiera de sus formas... etc. etc..., todos ellos
presentados y admitidos como objetos de fervoroso culto a los que,
con uno u otro nombre, se dedican numerosos y concurridos tem-
plos... Todos ellos se alimentan de la degradación de una Realidad
presidida por el Hijo de Dios vivo, Dios verdadero de Dios
verdadero.
Palabras, palabras, infinitas palabras…, tal vez con brillo pero
sin sustancia, han velado el horizonte de Amor y Libertad al que,
independiente de su credo y por imperativo de la propia concien-
cia, tienden todas las personas de buena voluntad. Si no queda di-
luido en el mar de los propósitos estériles la preocupación retórica
por el bien de la Humanidad es porque, a lo largo de la Historia,
personajes como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Francisco
de Asís, Ignacio de Loyola, Teresa de Calcuta… se tomaron en se-
rio lo de “creer y pensar para obrar en consecuencia” (Gal.2,16),
tal como nos recomendara San Pablo, el “primero después del
Único”, como nos ha recordado SS Benedicto XVI.
En sentido contrario, Luis Feuerbach (1804-1872), aceptado
por Marx como maestro en ateísmo, ve la liberación del hombre en
la directa y expeditiva negación de Dios, al que dice ver como una
abstracción inventada por el hombre.
Feuerbach dice ver el “secreto de la Teología en la ciencia del
Hombre”, entendido éste no como persona con específica respon-
sabilidad sino como elemento masa de una de las familias del
mundo animal:“der Mensch ist was er isst” (el hombre es lo que
come), decía divertido al parecer por lo que en alemán puede to-
marse como un juego de palabras. Para él, todo lo que el hombre
refleja en adoración a imaginarias entidades supuestamente supe-
riores, es directa consecuencia de su especial situación en el reino
animal en el que, a lo largo de los siglos, ha desarrollado particula-
res instintos animales como la razón, el amor y la fuerza de volun-
tad, las cuales, aunque derivadas del medio material en que se ha
desarrollado la especie, se convierten en lo genuinamente humano:
“Razón, amor y fuerza de voluntad, dice Feuerbach, son perfeccio-
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Vida...; pero ¿qué es la vida para él? Por supuesto que no es un es-
tar aquí para algo, ni tampoco es una oportunidad para la felicidad,
el bienestar, el amor o el simple instinto sexual, conjunto de aspira-
ciones o experiencias que, a juicio de Nietzsche, se ciñen al “verde
placer del pasto para la multitud de los plebeyos”. “Urge, dice,
darle al concepto de vida una nueva y más precisa formulación:
vida es voluntad de dominio”.
En la voluntad de dominio encuentran los fieles de Nietzsche la
razón primordial para renegar de los viejos valores, para situar el
ansia u obsesión desesperada de poder por encima de la resigna-
ción, preferir la guerra a la paz, la astucia a la prudencia... hasta
que “perezcan los débiles y los fracasados ante la voluntad de
dominio de los fuertes” (Anticristo).
No importa que todo ello se debata en el campo de lo irracional,
que la voluntad de dominio destruya las raíces anteriores y supe-
riores a uno mismo, enfrentado a la fatalidad o condenado a flotar
sobre el vacío de una autosuficiencia simplemente imaginada: a
Nietzsche no le importa que el tal superhombre viva y muera como
el títere de una absurda tragedia:
“Solitario, sigues el camino del Creador, quieres hacer un dios
de tus siete demonios...” “Yo amo a todo aquel que se propone
crear algo superior al hombre y sucumbe en el empeño” (Así ha-
blaba Zaratustra).
Todo ello resulta infinitamente más triste y descorazonador que
el frívolo ateísmo de que habló Feuerbach y que los marxistas
han intentando copiar ce por be: lo del desesperado Nietzsche es
deliberada preocupación por introducir en el pensamiento de
los hombres la presencia de un ídolo alimentado por las más
obscuras corrientes de la historia: la idea de un hombre sin traba
moral alguna y, por lo mismo, capaz de alargar hasta el infinito
los horizontes de una vida radicalmente desligada de la suerte
de todos sus congéneres.
¡Pobre superhombre, diosecillo con pies de barro! ¡Pobres los
que te adoran o idealizan dirigiendo hacia ti torpes refunfuños del
animal pegado a la tierra o fiado a su capacidad de rapiña, tan limi-
tada en el tiempo y en el espacio...!
Claro que, al albor del fundamentalismo materialista, no son
pocos tales adoradores de lo que tanto se aproxima a la nada. Casi
todos ellos, cuando menos lo esperan, son sorprendidos por el
hastío, la muerte y, en múltiples ocasiones, por el definitivo piso-
tón de otro más fuerte. Probablemente, no se han dado cuenta de
que han encauzado su inevitable fervor religioso por nuevos cau-
ces, el de un paganismo alimentado por el recuerdo de viejos e
impresentables ídolos, padres de otros tantos alienantes vicios, a
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EL CESARO-PAPISMO Y OTROS
FUNDAMENTALISMOS
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RELIGIÓN, GUERRAS Y POLÍTICA EN LA
FORMACIÓN DE LA EUROPA MODERNA
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una novela del mismo título), él hugonote y ella católica, sin exce-
sivas convicciones religiosas el uno y la otra. Había sido un matri-
monio concertado por las dos consuegras, Juana Albret de
Navarra, protectora de los hugonotes, y Catalina de Médicis, reina
madre de Francia, que había hecho de la defensa del galicanismo
una cuestión personal. Obviamente, ambos bandos nada tenían
que ver con la fe en un Salvador todo amor y todo libertad: actua-
ban arrastrados por sus ambiciones y, empecinados en sus respec-
tivos posicionamientos políticos, vivían obsesionados por
eliminar al contrario. Ello se serenó un tanto cuando, por necesida-
des del guión, Enrique de Borbón, tras pronunciar la famosa frase
“París bien vale una misa” (1589), “abjura de sus errores” y se
convierte en Enrique IV de Francia.
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LA ESPAÑOLIZACIÓN POLÍTICO-RELIGIOSA
DE MEDIO MUNDO.
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el otro quiere de verdad ser peruano... El Perú tiene que ser in-
doespañol, hispanoinca»
Pasan dos siglos y, al hilo de la Ilustración y de todo su bagaje
de invenciones y supuestos de tipo cartesiano, clasista e, incluso,
racista, no los indios ni los mestizos y sí los descendientes directos
de los españoles, los criollos, tienden a olvidar sus propias raíces,
tal como si sus abuelos hubieran nacido por generación espontánea
en la tierra de la que ahora se sienten exclusivos propietarios hasta
el punto de ver como enemigos y usurpadores a sus parientes de la
Península. Es el resentimiento que subyacerá en las campañas del
Libertador y de los otros caudillos de la rebelión contra España (o,
más propiamente) contra sí mismos. Es lo que se pregunta Salva-
dor de Madariaga cuando escribe:
«este resentimiento, ¿contra quién va? Toma, contra lo españo-
les. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, una dama de
Lima, apenas presentada, me espetó: “Ustedes los españoles se
apresuraron mucho a destruir todo lo Inca”. “Yo, señora, no he
destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en
España. Los que destruyeron lo inca fueron los antepasados de us-
ted”. Se quedó la dama limeña como quien ve visiones. No se le
había ocurrido que los conquistadores se habían quedado aquí y
eran los padres de los criollos»
El venezolano Arturo Uslar Pietro suscribe esa misma aprecia-
ción cuando dice:
«Los descubridores y colonizadores fueron precisamente nues-
tros más influyentes antepasados culturales y no podemos, sin
grave daño a la verdad, considerarlos como gente extraña a nues-
tro ser actual. Los conquistados y colonizados también forman
parte de nosotros [... y] su influencia cultural sigue presente y acti-
va en infinitas formas en nuestra persona. [...] La verdad es que
todo ese pasado nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible,
venimos, y que tan sólo por una especie de mutilación ontológica
podemos hablar como de cosa ajena de los españoles, los indios y
los africanos que formaron la cultura a la que pertenecemos»
Para don Claudio Sánchez de Albornoz, ello ha sido como con-
tinuar la historia desde muchos siglos atrás en una misma onda:
«Desde el siglo VIII en adelante -escribe don Claudio-, la his-
toria de la cristiandad hispana es, en efecto, la historia de la lenta y
continua restauración de la España europea; del avance perpetuo
de un reino minúsculo, que desde las enhiestas serranías y los es-
cobios pavorosos de Asturias fue creciendo, creciendo, hasta lle-
gar al mar azul y luminoso del Sur... A través de ocho siglos y
dentro de la múltiple variedad de cada uno, como luego en Améri-
ca, toda la historia de la monarquía castellana es también un tejido
de conquistas, de fundaciones de ciudades, de reorganización de
las nuevas provincias ganadas al Islam, de expansión de la Iglesia
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mos que, por demás, ha de ser aceptado como filósofo del sentido
común.
Con natural vocación política, Quevedo tropezó con insalvables
dificultades para abrirse camino siquiera hubiera sido como corre-
gidor de un pequeño pueblo o asesor áulico de un alto funcionario.
Escribió y escribió infatigablemente y, por que lo hacía contra co-
rriente, le costó mucho trabajo ver publicados algunos de ellos.
Sobrecoge la sensibilidad y realismo “trascendente” que expresan
sonetos como éste.
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de esotra parte en la ribera
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Y ¿qué me decís de esta oración en puro realismo cristiano?
¿Dónde Pondré, Señor, mis tristes ojos
que no vea tu poder divino y santo?
Si al cielo los levanto,
del sol en los ardientes Rayos Rojos
te miro hacer asiento;
si al manto de la noche soñoliento,
leyes te veo poner a las estrellas;
si los bajo a las tiernas plantas bellas,
te veo pintar las flores;
si los vuelvo a mirar los pecadores
que tan sin rienda viven como vivo,
con Amor excesivo,
allí hallo tus brazos ocupados
más en sufrir que en castigar pecados.
Si hemos de recordar a otros españoles que aplicaron lo mejor
de sus energías a sintonizar con la Realidad (ciencia del conoci-
miento o filosofía desde la luz del Evangelio) no podemos pasar
por alto a San Juan de la Cruz ni a Santa Teresa de Jesús, los místi-
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Pero sí que hay que concederles un valor que ha hecho historia: fa-
cilitaron la propagación de la Fe en todos sus dominios y defendie-
ron a la ortodoxia católica cuando ésta más lo necesitaba, nunca
desde la presunción de ser la primera autoridad dogmática y, en
muchos casos, desde el posicionamiento del “siervo de los siervos
de Dios”. A pesar de su probada aspiración al absolutismo, el valor
superior de la unidad religiosa estuvo muy presente en todos los
aspectos de la vida de Felipe II (1527-1598), unidad de una fe aco-
sada por las distintas ramas de la Reforma Protestante y muy seria-
mente amenazada por las incursiones berberiscas y turcas en las
costas mediterráneas; para hacer frente al Imperio Otomano pro-
movió la llamada Liga Santa integrada por España, Venecia, Gé-
nova y el Papado y que, al mando de su hermanastro Juan de
Austria, logró la magnífica victoria de Lepanto. No fue tan nítido
el valor religioso de las victorias y reveses españoles en Europa, y,
mucho menos, los históricos autos de fe o el masacre de los
moriscos de las Alpujarras.
Sucedía entonces que el mantenimiento de los posicionamien-
tos personales y las apetencias territoriales o de riquezas ajenas
iban muy ligadas a pretendidas religiosidades, en unos más que en
otros, justo es reconocerlo, pero todos ellos y sus guerras movién-
dose en una maraña de intereses terrenos entre los que resulta enor-
memente difícil resaltar la pureza de intenciones que, sin duda
alguna, las hubo: la historia está ahí con elocuentes lecciones a te-
ner en cuenta para tratar de evitar tantos y tan descomunales erro-
res.
Por demás, justo es reconocer que, pese a dominar España en
una buena parte del Mundo, sus poderes públicos y sus más ilus-
tres pensadores tardaron bastantes años en dejarse contagiar por el
“modernismo racionalista”, el cual, al hilo de eso que se llama “es-
píritu burgués”, fijaba y sigue fijando en el “auri sacra fames” uno
de sus irrenunciables valores.
Ese “modernismo racionalista”, cobró auge en España con el
“afrancesamiento” subsiguiente a la llegada de la Casa de Borbón,
para con la “Ilustración”, cultivar tópicos al estilo de el “verdadero
hombre se identifica con el hombre civilizado” en contraposición
al “buen salvaje”, que está ahí como un útil animalito con cierta
maestría para manejar sus manos al servicio del ocioso visceral.
Eso debió asimilar Carlos III cuando dio el visto bueno a la liqui-
dación de las “Reducciones del Paraguay”, una las más elocuentes
pruebas de que el realismo cristiano es pieza fundamental para el
progreso en todos los órdenes: las llamadas “reducciones del Para-
guay” fueron una directa aplicación de la “Contrarreforma” que,
diseñada y promovida por el Concilio de Trento, fue aplicada y ad-
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EL DRAMA DE LA RAZÓN SOBERBIA E
INSUFICIENTE
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LA GRAN EVASIVA CARTESIANA
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FE, MÍSTICA Y POLÍTICA EN EL ISLAM
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RAZÓN DE ESTADO Y RELIGIÓN
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que, en una buena política, no puede ser otro que el servicio a los
intereses de la mayoría dentro del respeto a la libertad de de expre-
sión que demanda el sistema democrático. En Maquiavelo, pues,
son criticables tanto lo fines que aplaude como los medios que
recomienda en textos como éste:
«Y se ha de tener en cuenta que un príncipe –y especialmente
un príncipe nuevo– no puede observar todas aquellas cosas por las
cuales los hombres son tenidos por buenos, pues a menudo se ve
obligado, para conservar su Estado, a actuar contra la fe, contra la
caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita
tener un ánimo dispuesto a moverse según le exigen los vientos y
las variaciones de la fortuna y, como ya dije anteriormente, a no
alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve
obligado. Debe, por tanto, un príncipe tener gran cuidado de que
no le salga jamás de la boca cosa alguna que no esté llena de las
cinco cualidades que acabamos de señalar y ha de parecer al que lo
mira y escucha, todo clemencia, todo fe, todo integridad, todo reli-
gión. Y no hay cosa más necesaria de aparentar que se tiene que
esta última cualidad, pues los hombres en general juzgan más por
los ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero palpar
a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres
y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos,
que tienen a demás la autoridad del Estado para defenderlos. Ade-
más, en las acciones de todos los hombres y especialmente de los
príncipes, donde no hay tribunal al que recurrir, se atiende al fin.
Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los me-
dios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos,
pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado
final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos
no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse.» (El Prín-
cipe, Cap.XVIII).
La desfachatez y cinismo de personajes como Maquiavelo se
crecen en el culto al “becerro de oro” y van más allá de la negación
de los valores cristianos, algunos de los cuales sí que son acepta-
dos por los musulmanes de buena voluntad: Mahoma, recordé-
moslo, se presentaba como “hijo de Abrahán” y, como nosotros,
adoraba y creía en un Dios único, al que situó como supremo valor
en los afanes de los hombres. Fueron sus seguidores los que le re-
vistieron de todas las “humanas” virtudes y le situaron en el segun-
do lugar de la Creación, por encima de todos los otros personajes
de la Historia (Alá es Ala y Mahoma su Profeta, es la profesión de
fe musulmana); consecuentemente, no es de extrañar que la forma
de vida, que los exégetas de Mahoma y él mismo han preconizado,
diste tanto de la práctica a la que nos invita la doctrina y testimonio
de Jesucristo, quien, para nosotros, “todo lo hizo bien” (Mc 7,37) y
es igual al Padre y al Espíritu Santo en amor, libertad, poder y glo-
ria (Credo de Nicea); tampoco podemos extrañarnos de que los
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pueblo como la peor calamidad que puede caer sobre nuestra san-
gre. Por muy malo que pueda ser un príncipe, la revuelta de sus
súbditos es infinitamente peor” (Memoires pour servir a l’instruc-
tion du Dauphin)
Muere Richelieu en 1642 luego de recomendar como Primer
Ministro sucesor al italiano Julio Mazarino (1602-1661), un con-
sumado maestro en el arte del oportunismo, que, por recomenda-
ción del propio Richelieu, había sido nombrado cardenal un año
antes sin haber recibido las órdenes sacerdotales. Luis XIII muere
en 1643 dejando en el trono a su hijo Luis XIV (1638-1715), un
niño de cinco años.
Ante la pasividad de la reina Ana de Austria, es así como duran-
te los dos últimos años de vida del enfermizo Luis XIII y la mino-
ría y adolescencia de Luis XIV, factotum del reino de Francia fue
Mazarino, quien, a pesar de ostentar el título de cardenal-príncipe
de la Iglesia, nunca se sintió ni actuó como sacerdote. Al respecto,
es oportuno recordar cómo no era raro el otorgar el capelo cardena-
licio por otros méritos que los de una probada fidelidad a los valo-
res cristianos, ello debido a la “burocrática inercia” de la Curia
Romana, a presiones políticas de los príncipes, a los prejuicios y li-
geras costumbres de tiempos en los que el presumir de cristianos
abría puertas al prestigio social. Así lo entendían y aprovechaban
algunos monarcas de la época que procuraban fundir en la persona
de su confianza la delegación de poder con la dignidad de príncipe
de la Iglesia: primeros ministros o plenipotenciarios fueron el car-
denal Richelieu con Luis XIII (1601-1643), el cardenal Mazarino,
recomendado por el anterior, con Luis XIV y el cardenal de Fleury
(1653-1743), austero y más respetuoso a su condición eclesiástica
que los anteriores, con Luis XV (1710-1774).
Al igual que Richelieu, Mazarino mantuvo guerras civiles y con
los vecinos sin otro objetivo que el de justificar nuevas oleadas de
impuestos y, como su antecesor, confundía las arcas del estado con
su propia hucha, sirviéndose del poder absoluto para acaparar 35
millones de libras, inmensa fortuna equivalente a los depósitos del
banco de Ámsterdam, el más importante de la época. Murió Maza-
rino el 9 de marzo de 1661 “en la visión de ser hecho papa” (abate
Choisy).
Luis XIV, que cuenta 23 años, se ve en la responsabilidad de en-
carnar el poder absoluto según las recomendaciones de su falleci-
do ministro:
“Que disponga de servidores enteramente fieles para utilizarlos
según sus capacidades. Todos ellos deben tener siempre presente
que soy yo el amo y señor de forma que es únicamente de mí de
quien pueden esperar favores en razón del servicio prestado a mi
persona; que debo tener especial cuidado de la buena armonía en-
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tre todos los que me deben su posición; prestaré atención a las di-
ferentes opiniones y seleccionaré las mejores de ellas para
sostenerlas sin reservas procurando siempre que realcen mi auto-
ridad” (Abate Choisy)
Sintiéndose ya el personaje más importante del universo, Luis
XIV se sirve del economista Colbert para organizar las finanzas y
anuncia a su “consejo de Estado” que ha decidido reinar sin inter-
mediario alguno (el Estado soy yo) a lo que se aplica con verdade-
ra pasión de forma que, desde entonces, junto a innegables
aciertos, es Francia el escenario de multitud de soberanos capri-
chos, injustificables guerras, nuevos y progresivos impuestos, que
empobrecen a las clases medias y acrecientan la miseria de los más
humildes, enormes dispendios en palacios como el de Versalles,
fiestas suntuosas y un lujo que despierta la admiración de queridas
y cortesanos y la envidia de los príncipes vecinos, todo ello en el
marco de un absolutismo llevado a sus últimas consecuencias. En
1660, por razón de Estado, Luis XIV ha contraído matrimonio con
María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España, lo que no le
impedirá mantener una legión de concubinas y favoritas: La
Vallière, Montespan… hasta la que llegará a ser esposa
morganática, Madame de Maintenon.
Hasta sus últimos días, después de más de setenta años de reina-
do, Luis XIV se considera a sí mismo y es por muchos venerado
como monarca de derecho divino y, como tal, asume la obligación
de marcar la pauta en la vida religiosa y política de todos sus súb-
ditos, incluidos los pertenecientes a la domesticada nobleza, que
de contestataria en épocas anteriores, incluida la minoría del rey
(la guerra de la Fronda de 1648 a 1653 es un ejemplo), ha pasado a
ser cortesana hasta la náusea.
Es ése un servilismo que suscribe parte del Alto Clero con Bos-
suet (1627-1704), obispo de Meaux y preceptor del Delfín, a la
cabeza.
Este Bossuet se hizo célebre por sus brillantes sermones en
Nôtre Dame de París (sobre la muerte, sobre la “dignidad de los
pobres”, etc…), también por sus diatribas contra jansenistas, pro-
testantes y el “quietismo” de Fenelón (1651-1715), inconformista
obispo de Cambrai y, sobre todo lo demás, por haber redactado
una Declaración sobre la iglesia galicana (París, 1682), que oca-
sionó la división de los católicos franceses de entonces (con remi-
niscencias hasta nuestro siglo) en “galicanos” y “ultramontanos” o
papistas.
Con esa declaración sobre la iglesia galicana Bossuet, destaca-
do teorizante del absolutismo por derecho divino, intenta colocar a
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EL ISLAM Y LA REVOLUCION BURGUESA.
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LA FIEBRE SOCIALISTA DE LA
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REFORMAS POLÍTICAS Y JUSTICIA
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¿HACIA JESUCRISTO A TRAVÉS DE MAHOMA?
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A poco más que esta reseña es a los que se limitaban los conoci-
mientos sobre Marruecos de muchos europeos de entonces, inclui-
do Carlos, vizconde de Foucauld. Para soslayar las previsibles
dificultades al adentrarse en un mundo tan poco conocido Carlos,
cambia sus costosos trajes por pobres hábitos que le permitan de
hacerse pasar por judío y criado de su propio guía, el rabino Mar-
doqueo, con quien viaja por todo el Atlas equipado con material de
escribir, brújula y sextante para orientarse y tomar mediciones y,
también, ocultas en estratégicos pliegues de su ropa interior, algu-
nas cartas de recomendación, joyas y dinero para comprar volunta-
des siempre que las circunstancias lo requiriesen. Para superar el
escaso conocimiento del idioma Carlos se hará el sordomudo o
dejará hablar a Mardoqueo, siempre dispuesto a asumir
protagonismo.
En medio de los inevitables sobornos y de más o menos graves
dificultades, los exploradores tuvieron ocasión de agradecer la
buena disposición de no pocos inesperados amigos, casi siempre
con la religión como motivación principal, tanto que, al comprobar
la fidelidad al Corán de mucha gente sencilla, se despiertan en Car-
los nuevos interrogantes con alguna que otra oración: «Dios mío,
si existes, haz que te conozca ». Ante ello, diríase que es Mahoma
quien invita a Carlos a un mayor conocimiento de Jesús: «El Islam
–escribirá recordándolo- produjo en mí un profundo cambio... La
vista de aquella fe, de aquellas almas tan unidas a Dios, me hizo
intuir que existe algo más grande y más digno que las diversiones
mundanas».
Para los afanes expansionistas franceses, aquella expedición de
Carlos de Foucauld y el rabino Mardoqueo se salda positivamente
con el añadido de 2250 kmts a los 589 kmts conocidos hasta enton-
ces sobre la cartografía de la zona. Para Carlos resultó mucho más:
además del reconocimiento público a un joven que, en el momento
oportuno, ha sabido huir de la vagancia y inutilidad social con la
recuperación de la estima de toda la familia, fue aquello un alto en
el camino para discurrir sobre el qué y el para qué de la propia
vida. Parece ser que lo más acuciante para su conciencia fue el re-
cuerdo de tantos y tantos encuentros con gentes que, desde distin-
tos posicionamientos sociales, todo lo fiaban a Alah, el Dios
Misericordioso. Dios, si es que existes, haz que no pueda vivir sin
ti, es la oración que, años más tarde, recordaría haber pronunciado
infinitas veces. Ante ello, diríase que fue Mahoma quien invitó a
Carlos a un mayor conocimiento de Jesús.
Cuando vuelve a París, octubre de 1886, es a su prima María,
ahora señora de Bondy, a quien participa sus ansias de ver. Es en
una recepción organizada por la madre de María y tía de Carlos, la
citada Inés de Foucauld-Moitessier (retratada, recuérdese por
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Vive así durante tres años hasta que la Madre Superiora de las
Clarisas ve en él al modelo de sacerdote que sigue necesitando la
Iglesia y, para vencer la resistencia de quien todavía se siente in-
digno de asumir el sagrado ministerio, escribe al padre Huvelin,
quien, como director espiritual, le convence de que es ésa su voca-
ción y de que ha de preparse convenientemente para ello. Tras dos
años de estudio, es ordenado sacerdote secular en septiembre de
1901 y vuelve a su añorada Argelia para establecerse entre los más
humildes de los musulmanes en Beni-Abbés; junto a su choza le-
vanta una pequeña ermita en donde pretende atraer a jóvenes cató-
licos con los que formar una hermandad de misioneros según una
regla en que priven la austeridad de vida (no menos austera que las
de los más humildes), la entrega total y la libertad de movimientos
según el ejemplo de Jesús de Nazareth.
En solitario, recorre riscos y arideces del desierto siempre a la
búsqueda del que más le necesita y obsesionado por acabar con la-
cras como la de la esclavitud todavía persistente entre los musul-
manes acomodados, merced a la vista gorda de las autoridades
francesas de ocupación. Claro que es tal el talante que respira
como hombre de Dios que, aun entregado incondicionalmente al
servicio de los más humildes, llega a ganarse la confianza tanto de
algunos jefes militares como de los levantiscos tuaregs, algún
jeque importante incluido.
Predica con el ejemplo, sin imponer nada pero respondiendo
con lealtad a todo lo que se le pregunta sobre su propia fe. Es, de
hecho, el primer sacerdote católico, que, por sus propios medios,
se adentra en el “corazón” del Sahara hasta ser reconocido como el
marabut (monje eremita) de Jesús. No solamente ha aprendido el
idioma de los tuaregs sino que llega a conocer mejor que la mayo-
ría de ellos sus tradiciones, leyendas, cantos y poemas al tiempo
que redacta un catecismo y se aplica a traducir los Evangelios y al-
gunas homilías de los Santos Padres. Si cae enfermo (enero de
1908), vive la experiencia de la solidaridad entre las personas de
buena voluntad. Los hombres azules del desierto, los tuaregs,
comparten con él leche de cabra y todo lo que necesita en la noble
experiencia de la reciprocidad.
En tres ocasiones (1909, 1911 y 1913) viaja a Francia para hacer
valer un proyecto de asociación de laicos para convertir a los no
católicos: será la “unión de hermanos y hermanas del Sagrado Co-
razón" que no cuajará hasta años después de su muerte. Era una
“regla” orientada a los “Fervientes cristianos de todas las condi-
ciones, capaces de hacer conocer por su ejemplo lo que es la reli-
gión cristiana, y de ‘hacer ver el evangelio en su vida’.”
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¿HUMANISMO SIN DIOS?
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TEORIZANTES DEL IDEAL-MATERIALISMO
DESPERSONALIZANTE
1 .- Para Ortega y Gasset, tal libro fue "la peripecia intelectual más
estruendosa de los últimos años".
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MARCUSE
Herbert Marcuse (1898-1979), judío alemán, se hace materialis-
ta leyendo a Heidegger (1889-1976), quien le facilita el camino
hasta Hegel, en cuya estela encuentra a los marxistas radicales de
la primitiva social democracia alemana. La dictadura de Hitler for-
zó a Marcuse a emigrar a Estados Unidos, en donde se afincó
definitivamente.
La producción intelectual de Marcuse quiere ser una síntesis de
los legados de Hegel 1770-1831), Marx (1818-1883) y Freud
(1856-1939). Ha ligado a Marx con Freud gracias a las enseñanzas
de otro judío alemán, W. Reich (1897-1957), médico psicoanalis-
ta empeñado en demostrar el “absoluto paralelismo” entre la lucha
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SARTRE
Según propia confesión, la introducción de Jean Paul Sartre
(1905-1980) en el mundo de la autodenominada “intelectualidad
progresista” obedeció a una abierta inclinación por el subjetivismo
idealista: “el acto de la imaginación, dice, es un acto mágico: es un
conjuro destinado a hacer aparecer las cosas que se desea”. Ya sa-
bemos que es ahí en donde radica la vena poética; pero es que, en la
obra de Sartre, poesía y reflexión sistematizada (lo que muchos en-
tienden por filosofía) vienen indisolublemente unidas. En Sartre,
como en ningún otro, toma cuerpo aquello de “sic volo, sic iubeo”.
Se acerca Sartre a Marx en la valoración de la dialéctica de He-
gel. Hilvana con Hegel a través de Heidegger y Husserl
(1859-1938), quienes aplican la dialéctica a una pretendida con-
fluencia del Ser y de la Nada en el campo de la fenomenología y
según “la pura intuición del yo” (es decir, según un apasionado
idealismo subjetivo). Para un estudioso de Sartre como Stumpf tal
significa: “El yo puro, contemplado en la pura intuición del yo,
evoca con demasiada fuerza el nirvana de los ascetas indios, quie-
nes, absortos e inmóviles, contemplan su ombligo... Nuestra
mirada se hunde en lo oscuro, en la absoluta nada”.
Es, como vemos, la continuación del afán que provocara Hegel:
edificar la ciencia del saber partiendo de cero en el sentido más li-
teral es decir, dando poder creador a la Nada, la que merced a un
magistral disparate del idealismo subjetivo, resultará infinitamen-
te más consistente que el Ser.
Sartre es más diletante que sistematizador. Desde un materialis-
mo marxista que él pretende muy ortodoxo, aspira a ser reconoci-
do como el divulgador principal del existencialismo ateo al que
presenta como reacción materialista contra la “metafísica del
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GARAUDY
En sus primeros tiempos de intelectual influyente, Roger Ga-
raudy (1913- ) trazaba una línea directa entre Jesús de Nazareth y
Carlos Marx al habernos ambos demostrado “cómo se puede
cambiar el mundo”.
Hasta 1.970, Roger Garaudy era considerado el más destacado
intelectual del Partido Comunista Francés. Aunque nacido de pa-
dres agnósticos, desde muy niño, sintió viva preocupación por el
problema religioso: tiene catorce años cuando se hace bautizar y se
aficiona a la Teología que estudia en Estrasburgo; dedica especial
atención a la obra de Kierkegaard (1813-1855), padre del “existen-
cialismo cristiano” y a Barth (1886-1968), inspirador de la “Teolo-
gía Dialéctica”, según la cual Dios es “El totalmente Otro”.
Tales influencias se dejaron sentir en la posterior militancia co-
munista de Garaudy: el punto fuerte de su crítica a la Religión será
la acusación de que está desligada del mundo, aunque el halo de
sacrificado amor que inspira infunda un remedo de “socialismo” a
los cristianos.
Es a los veinte años cuando Garaudy se afilia al Partido Comu-
nista Francés. Pronto destaca por su inteligencia despierta, amplia
formación teórica y ambición. Perseguido por los alemanes (sufre
dos años de cárcel), logra situarse en Argelia, desde donde dirige
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HACIA DIOS DESDE EL CONOCIMIENTO DE
LA MATERIA
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RENOVADOS HORIZONTES FRENTE A
VIEJAS UTOPÍAS
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LA EVOLUCIÓN CREADORA,
COMPROMETEDORA PAUTA DE ACCIÓN
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JAQUE A LAS ADORMIDERAS DEL ODIO, LA
REVOLUCIÓN POR LA REVOLUCIÓN Y LOS
PARAÍSOS ARTIFICIALES
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RENACIMIENTO DEL REALISMO CRISTIANO
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LOS HIJOS DE ABRAHAM ANTE LA
ECONOMÍA Y LAS POLÍTICAS DE LA
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nida del Hijo de Dios, para quien “los últimos serán los primeros”
sin distinción de razas ni tampoco de posicionamiento social: Así
nos lo han hecho comprender desde San Pablo hasta los últimos
papas pasando por los Padres de la Iglesia de cualquier época.
Al respecto, es sumamente ilustrativo el contundente documen-
to Gaudium et Spes, en el que el Concilio Vaticano II “tras haber
profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a
los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a
todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende
la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual”.
Si “creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en
que todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del
hombre, centro y cima de todos ellos” y “el hombre es, por su ínti-
ma naturaleza, un ser social, que no puede vivir ni desplegar sus
cualidades sin relacionarse con los demás” (GS-I,12) se ha de re-
conocer que “La índole social del hombre demuestra que el desa-
rrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad
están mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y
el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona hu-
mana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad
de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobre-
carga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la re-
ciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida
social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita
para responder a su vocación”. …“El orden social hay que desa-
rrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia,
vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equi-
librio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos
hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas
reformas de la sociedad”… “La libertad humana con frecuencia se
debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma
manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida
demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el
contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las ine-
vitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las
multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al
servicio de la comunidad en que vive. Es necesario por ello
estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos
comunes.. (GS-II,25-31).
Sobre todo ello debe y puede basarse una economía de la reci-
procidad capaz de mantener un “desarrollo sostenido” y, también,
de “aligerar la conciencia” a cuantos capitalistas y tecnócratas
aceptan que sus colaboradores y subordinados son personas con
similares derechos a los suyos y toman en consideración lo de “el
pan, que no comes, pertenece a los que tienen hambre, el agua, que
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no bebes, a los que tienen sed, el vestido que no usas a los que tie-
nen frío, el dinero, que no necesitas, a los que carecen de lo
elemental para vivir….”
Nos falta mucho, muchísimo, para llegar a esa deseable Econo-
mía de la Reciprocidad: Ya hemos recordado cómo de los prime-
ros cristianos podía decirse “mirad cómo se aman”, algo hoy
extensible a unas pocas comunidades de voluntades e intereses;
pero ya entonces como ahora lo habitual era y es un estrecho egoís-
mo que impedía y nos impide reconocer al otro un igual en
cuestión de derechos y libertades.
Si torpe empeño es considerar ciencia a una disciplina tan de-
pendiente de la voluble voluntad y limitada capacidad de sus teori-
zantes como es la Economía, para el esclarecimiento de las
conciencias y consecuente corrección de comportamientos, bueno
será aislar las claras lecciones de amor y de libertad, que nos dicta
el Realismo Cristiano, de no pocos sofismas e indemostrados su-
puestos en que se ha apoyado y se apoya esa mal llamada Ciencia
Económica.
En la sociedad medieval, muy cristiana de nombre y con escaso
espíritu evangélico en las habituales relaciones humanas, muchos
de los llamados a dar ejemplo intentaban justificar privilegios con
lo de “las cosas son así porque Dios lo quiere” o “si sufres ahora
privaciones, más allá de este mundo serás colmado con creces”, lo
que venía a significar no te esfuerces por desarrollar tu personali-
dad fuera del marco que te corresponde. Aun así, durante siglos y,
al menos, en plan teórico, existió una cierta preocupación por res-
petar las reglas de lo que se llamó justicia conmutativa o equiva-
lencia entre prestación y contraprestación hacia el bien común.
Las relaciones comerciales solían ser simples operaciones de
trueque sin plusvalías en medio; por demás, se perseguía a la usura
como un delito.
Interpretación más o menos hipócrita del evangelio; fenómeno
que, lógicamente, no afectaba a los no cristianos. Es así como,
Werner Sombart (1863-1941) en su libro “Los judíos y la vida eco-
nómica” con evidente ligereza trata de demostrar como, al margen
del Evangelio, una minoría es capaz de alterar la tradicional con-
cepción de la riqueza para dar paso al capitalismo moderno. Más
perspicaz resulta su contemporáneo y compatriota Max Weber
(1864-1920), para quien, según su obra “La ética protestante o el
espíritu del Capitalismo” (1904-05), “el pretendido buen orden
social capitalista”, que han cantado los teorizantes de la llamada
“Economía Clásica”, tiene bastante que ver con el presupuesto
calvinista de que la fortuna, resultado de la libre iniciativa de los
más despiertos, “es muestra de la predilección divina”.
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¿PARA CUANDO EL POSITIVO
ENTENDIMIENTO ENTRE LOS HIJOS DE
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otros; no admite otra moral que la fabricada para uso propio. Llega
así a una doctrina atea, en la que el nihilismo sirve de base para la
“muerte” de Dios, la negación de la razón divina y la total desapa-
rición de los valores trascendentes; con ello la persona humana se
ve abandonada a sus propias fuerzas en una “existencia” vacía de
cualquier vestigio de absoluto y sin otro horizonte que el subjeti-
vismo radical: el clásico “yo y mi circunstancia” de Ortega queda
reducido a un “yo y nadie ni nada más que yo”. Claro que, desde su
radical soledad, ese yo, simplemente “existencial” y abandonado a
sus propias fuerzas, terminará por no ver más que en lo animal el
contrapunto a la muerte que le espera y a la angustia en que trans-
curre su existencia. Consciente del pavoroso vacío que se esconde
tras su doctrina, Sartre recurre al compromiso político desde la óp-
tica marxista-existencialista, especie de ideal-materialismo al uso
de los “tiempos modernos”; lo hace desde consignas y no desde
postulados que lleven a una reposada y constructiva reflexión, tal
vez en la intención de ofrecer a los suyos una nueva religión con la
nada como sustancia principal.
Sartre, que dominaba el arte de comunicar con enrevesados con-
ceptos y bien situadas palabras, ha logrado presentar a su ateísmo
como un “humanismo existencialista”: un ateísmo que, en lugar
de estar cerrado sobre sí mismo, tal como ocurriera en los siglos
precedentes, sea capaz de abrirse a lo nuevo para convencer a to-
dos al hilo de lo que vayan trayendo los tiempos. Es, en suma, una
doctrina que, más que como ideología, pretende ser reconocido
como vademecum de cuantos huyen de Dios para aferrarse a lo que
se usa y se tira en lo inmediato y a la nada en lo de antes y de
después.
Con todo ello, el de personajes como Sartre es un ateísmo que
desbroza y no destruye: desacredita y condena a la nada a multitud
de ídolos y figuras retóricas que habían ocupado el lugar de Dios
que sigue llamando a la conciencia de las personas para decirnos
que la vida de cada uno de nosotros es una formidable oportunidad
para ser más a condición de aplicar todo el amor y toda la libertad
de que somos capaces a la puntual y continua proyección social de
nuestras personales facultades.
Pero Sartre logró ser aplaudido incluso por millones de perso-
nas que no llegaron a leer un solo párrafo de sus libros. Merced a
esa popularidad, con su doctrina, más o menos adaptada a cuantos
poco o nada reflexionan, ha pasado a la historia como destacado
profeta laico del mayo del 68, ese movimiento con reminiscencias
hasta nuestros días: “prohibido prohibir” y otras originalidades
permanecen en la mente de alguno de nuestros políticos de
profesión y teorizantes de adscripción subvencionada.
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BIBLIOGRAFIA
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EL FENOMENO HUMANO – Teilhard de Chardin – Taurus
EL MARXISMO, SU TEORIA Y SU PRAXIS – H. Saña – Ediciones Z.
EL MOVIMIENTO COMUNISTA DESDE 1945 – Siglo XXI
EL PRINCIPE – N.Maquiavelo – Hazan
EL REALISMO METODICO – E.Gilson – Ed. Rialp
EL SOCIALISMO Y LA POLEMICA MARXISTA – A.S.Palomares-Zeta
EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO– Ortega y Gasset – Austral
EL VERTIGO DE RUSIA, LENIN – F.G.Doria – Ed. Cunillera
EN TORNO A GALILEO – Ortega y Gasset – Austral
ESPAÑA INVERTEBRADA– Ortega y Gasset – Austral
FICHTE – Didier Julia – P.U.F.
FILOSOFIA Y CIENCIA EN LA UNION SOVIETICA – G.A.Wetter
HEGEL - A.Cresson – P.U.F.
HEGEL ET L’HEGELIANISME – R.Serrau – P.U.F.
HISTOIRE DE LA LIBRE PENSEE – A.Bayet – P.U.F.
HISTOIRE DE LA PROPRIETE – F.Challaye – P.U.F.
HISTOIRE DE LA RUSSIE – G.Werter – P.B.Payot
HISTOIRE DES DOCTRINES POLITIQUES – J.Droz – P.U.F.
HISTOIRE DES IDEES EN FRANCE – R.Daval – P.U.F.
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INDICE
Introducción, 3
1. ¿Somos animales más religiosos que racionales?, 5
2. Materialismo y el viejo mundo de inventados dioses, 9
3. Hágase la luz y la luz fue hecha, 15
4. ¿Non Serviam?, 21
5. Socrática hambre de Dios, 27
6. Entre imaginar, creer o saber, 35
7. Abraham, padre de los creyentes, 39
8. En torno al carácter, antiguos avatares y Diáspora de un
pueblo singular, 43
9. El Pueblo de Dios y la Arabia primitiva, 57
10. El Logos y la acción creadora, 63
11. La venida al mundo del Hijo de Dios, 67
12. El legado de Filón de Alejandría, un judío
contemporáneo de Cristo, 77
13. Fieles creyentes, doctrinas, doctrinarios y herejes, 81
14. La trampa del poder político, 87
15. Realismo cristiano ante los “ilustrados” de este mundo, 97
16. Religión, aventura y comercio, 111
17. Mahoma y el Islam, 117
18. Los musulmanes en España, 127
19. ¿Guerra o alianza de civilizaciones?, 131
20. La Iglesia y el Becerro de Oro, 139
21. La Revolución Carolingia, 143
22. Fieles , tibios y apóstatas , 149
23. Piedad popular y filosofía, 155
24. Ciencia, especulación y Teología, 161
25. La España medieval, puente cultural entre Oriente y
Occidente, 167
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LA FE Y LAS OBRAS DE LOS HIJOS DE ABRAHAM
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