Montoya Antologia
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Montoya Antologia
cuento boliviano
Antologa
(Parte I)
Desde adentro, desde adentro,
desde el fondo del abismo,
viene corriendo a mi encuentro,
un nio que soy yo mismo.
Oscar Alfaro
Vctor Montoya
NDICE
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PALABRAS PRELIMINARES
Estos cuentos, escritos con el vrtigo de la pasin y la fuerza de la inteligencia, estn
destinados al nio que habita en nosotros, al que se niega a abandonarnos y nos
contempla desde el fondo del alma.
Cada autor, como atrapado en el torbellino de los recuerdos, incursiona en los territorios
invadidos por la infancia, intentando reconstruir las astillas dispersas de la memoria, o
simplemente, con el franco propsito de traslucir las aventuras, pasiones, sentimientos y
pensamientos de quienes, ms all de ser rescatados de las brumas del olvido, son los
protagonistas principales de estas piezas de incalculable valor humano y literario.
Es aqu donde los cuentistas, encumbrados con su mayor sensibilidad, nos deslumbran
con un estilo personal y un certero dominio del discurso narrativo, aun a riesgo de
asomarnos a las lindes de la literatura infantil, que de hecho constituye un gnero
distinto a las intenciones que motivaron la elaboracin de esta antologa.
A la pregunta: por qu una antologa de "El nio en el cuento boliviano". La respuesta
es muy sencilla: porque considero que la infancia constituye el cimiento de la
personalidad humana, la etapa ms noble y sensitiva que nos depara la vida. No en vano
reza el sabio proverbio: "El nio es el padre del hombre", pues nosotros, los adultos,
somos lo que fuimos de nios. Quien no tenga un punto de referencia en los aos de la
infancia, debe considerarse
un individuo sin pasado ni futuro, y por eso mismo, un desatino de la razn y una
fatalidad del destino.
El nico criterio que se us en la seleccin de los cuentos, al margen de la inherente
calidad literaria que se exige en este tipo de publicaciones, fue el hecho de que los
temas, cuyos escenarios estn ambientados en el campo, las minas y las ciudades,
estuviesen contemplados desde la perspectiva de los nios, quienes, gracias al poder de
su imaginacin, son capaces de captar las vibraciones ms sutiles de su entorno,
observando con perspicacia los atavismos ancestrales y las costumbres familiares,
debido a que la sensibilidad es uno de los hilos conductores de la condicin humana,
sobre todo, cuando sta se halla en pleno proceso de desarrollo.
De otro lado, valga advertir que ciertos cuentos, aparte de reflejar el panorama
multicultural del pas, recrean el lenguaje popular, salpicando el texto con interferencias
del quechua y el aymara, en una suerte de pirotecnia lingstica que enriquece los
matices lxicos y sintcticos de una lengua.
En algunos cuentos, cuyos temas son dismiles en su forma y tratamiento, estn
retratados los nios marginados de las grandes urbes: los hurfanos, mendigos,
canillitas, lustrabotas, los que no tienen nombre ni hogar, los que maduran antes de
tiempo como si estuviesen hechos a golpes de crueldad y tragedia. En otros, en cambio,
aparecen los nios de la clase media empobrecida, los nios de las minas y el campo,
donde estn presentes la discriminacin social y racial, la violencia y el menosprecio. Se
tratan de cuentos que, adems de contener un alto valor tico y esttico, nos convocan
vehemente a la reflexin y a la toma de conciencia, como si los autores, a tiempo de
exagerar intencionalmente el grotesco social, criticando los aspectos ms crudos de la
realidad, desearan transformar la situacin de los nios que pertenecen a las clases
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COMENTARIOS
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un mismo tomo, una ingente produccin que abarca fcilmente todo un siglo en la
narrativa boliviana. Gracias Vctor Montoya por prodigarnos el deleite de la lectura de
tantos cuentos hermosos, algunos de autores conocidos, otros menos conocidos en el
mundo del cuento, pero s en otros campos de la produccin literaria. Gracias por el
acierto en la eleccin del tema especfico para esta nueva antologa, adultos que
escriben para adultos sobre nuestros nios, protagonistas principales de este libro.
Mauricio Aira Flores
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ANTOLOGA
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Y era cierto. Nadie haba visto jams una mujer ms valiente para el trabajo que doa
Etelvina. Laboraba de sol a sol con la misma energa que tres peones. Y ni siquiera
cuando qued preada disminuy su capacidad de trabajo. Todo el mundo le achacaba a
ella la prosperidad del puesto. Quin podra creerlo! Justo fue eso lo que la mat.
Estara de unos siete meses, cuando el marido tuvo que viajar de urgencia a Tarija, para
acomodar a buenos precios las sandas antes de temporada. Entonces, fue que la mand
a que ensillara el caballo.
Algo habr pasado, porque el caballo de don Casiano era ms manso que sapo criado
en casa. Tal vez se le acerc alguna vbora. El caso es que, justo cuando la mujer iba a
colocarle los aperos, el ruano le mand el patadn en pleno vientre. Muri -dicen que
sin largar un quejido- dos das despus. El doctor slo pudo atenderla una vez y, para
eso, tuvo que prometerle al dueo de casa, que no le cobrara un centavo por la consulta.
Para el velorio -sin que nadie se los pida- los vecinos comenzaron a subir a la loma
llevando caf, azcar, cigarritos y hasta alcohol, pa velar como Dios manda a la muerta.
Es que, as como el marido inspiraba desprecio, doa Etelvina siempre fue objeto de
simpata y lstima de parte del pueblo.
Al da siguiente, a las dos de la tarde, pese al solazo que perforaba los techos de las
casas, el pueblo comenz a reunirse en el puesto del avaro, para el entierro. Nosotros
tambin. Pero por la parte de atrs.
Sabamos que don Casiano deba asistir al cementerio, dejando sola la casa. Era una
oportunidad para visitar el sandial que no se nos presentara en 20 aos. Nos habamos
reunido como ocho chicos, y tenamos bien preparada la estrategia. Llevaramos las
sandas al borde de la cuesta, de forma que, al final, no tengamos que hacer ms
esfuerzo que el empujarlas cuesta abajo. Los ms chiquitos como Luciano y Edil,
esperaran a medio camino, para dar un impulso a la fruta que quede estancada en medio
camino.
Iniciamos la cosecha con mucha alegra. Pero sta dur muy poco. A los pocos
minutos el sol de la tarde empez a aplastar nuestro entusiasmo. Las espaldas parecan
ardernos y el gran tamao de cada sanda dificultaba su transporte hasta la ladera.
Apenas habamos logrado reunir unas 20 sandas en la orilla de la ladera, cuando Sal
nos dio la voz de alarma: Vuelve el tacao!
Nos asomamos al borde de la ladera. El cortejo, encabezado por el viudo, y
compuesto por unas 15 personas, retornaba del cementerio trabajosamente. Caminaban
con dificultad, achatados por el calor, dispuestos a un ltimo esfuerzo que les permita
ascender hasta el puesto. Era imposible que no nos vieran. No nos quedaba otra.
Empezamos a empujar con desesperacin la fruta apilada, que comenz a rodar
provocando una gran avalancha. Don Casiano levant la cabeza y qued paralizado. Era
como si le hubiese cado un rayo. Pero eso fue slo un instante. Luego comenz a correr
cerro arriba con desesperacin. Aterrorizado, sent un lquido tibio correr entre mis
piernas.
El tacao suba trabajosamente, resbalando en la ladera, volvindose a levantar. Hasta
que alcanz la primera fruta. Rpidamente la levant y, partindola en dos sobre una de
sus piernas, hundi la cara en la superficie roja y fresca de la sanda y empez a comerla
con desesperacin. Luego, mirando hacia nosotros, grit ansioso: Tiren ms sandas,
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sonre, enrojec y me escond tras un macizo de eucaliptos. Inici entonces ella un juego
en el que yo deba seguirla y el zigzag entre rboles delat su seguridad y mi
inseguridad. Qu decirle, cmo decirle?
HOY
Hoy, no s cmo ni cundo sucedi; slo s que me encontr reposando en su regazo
y llorando. Ella acariciaba mi cabello y no permiti que el miedo (ese verde-oscuro) se
sentara entre las dos. De querer protegerla result protegida y querida.
SIEMPRE
Hoy quiero volver a verla porque tengo muchas cosas que contarle, quiero volver a
jugar con ella, internarme en ese bosque de sol, aprender la cancioncilla que canta. Ya
s cmo y todo est listo: las nias en el colegio, la comida preparada, el telfono
descolgado, el timbre desconectado y yo presta a relajarme para poco a poco entrar en
ese tnel de m y mi tiempo que me lleva al bosque donde estoy yo de nia, con mi
invariable vestido celeste estampado con florecillas blancas y mi breve moo en la
cabeza.
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escucho an el llanto lejano, entreverado con el taido de las campanas que traen un
olor a cadver y a flores. Cuando hemos rezado empieza a llover sobre las tumbas y la
maana parece tarde).
Hace mucho tiempo, por mala suerte, mientras yo permaneca oculto esperando la
salida de ngela, aparecieron en el otro extremo del callejn, doa Juana y el padre de
Carlos. Sin verme comenzaron a abrazarse y besarse y tocarse en todas partes,
apresuradamente. Pero cuando el padre de Carlos me descubri slo atin a correr hacia
la puerta de ngela, mientras l me persegua amarrndose los pantalones. Justo en el
momento en que me alcanzaba, las tres mujeres salan de la habitacin. Ese da vi por
primera vez que ngela me miraba, por eso no sent los golpes que me daba el padre de
Carlos mientras me arrastraba hacia mi cuarto.
Desde ese momento mi madre no me dejaba salir al patio, por corrompido. Pero lo
nico bueno que pas, fue que no se enter que yo amaba a ngela ni que tena miedo
de la habitacin del segundo piso.
Yo pens que durara poco tiempo mi encierro, pero mi madre no se olvidaba de
aquella noche en el callejn, y hasta lleg a pensar en que nos furamos a ir a otra parte,
porque no poda ms de vergenza ante el padre de Carlos. Pero mi abuela, que me
defenda un poco, le deca que no hiciera locuras, que en ninguna parte encontraramos
un cuarto en alquiler tan barato, y que por ltimo ya se dejara de fregar que no era para
tanto. Parece que esto hizo que mi madre se conformara.
Para Navidad encontr debajo de la cama, un camin de madera, pintado de morado y
azul. Cre que al darme ese regalo, mi madre me perdonaba; pero adems se puso tan
contenta que se distrajo y yo sal al patio arrastrando mi juguete hacia el callejn.
Cuando mi madre se dio cuenta me llam a gritos, enojada, pero yo alcanc a ver que la
puerta de ngela estaba cerrada con un candado grande y medio ensarrado.
Desde la maana en que escuchamos un gritero infernal en el patio, porque el padre
de Carlos le haba partido la cabeza con un hacha a su mujer, mientras que doa Juana
se desgaitaba llorando, llevndose las manos a la herida profunda que le haba hecho
en el rostro la muerta, mi madre respir tranquila y me dejaba salir a jugar algunos
ratos. Sin embargo el largo tiempo de encierro hizo que no pudiera divertirme como
antes, y peor todava cuando me enter que mi amigo Carlos estaba en el hospicio desde
que muri su madre y el encarcelamiento de su padre. En los momentos en que poda ir
al segundo patio, encontraba siempre la puerta cerrada, como si nadie hubiera vivido
jams en la habitacin. Hubo algn instante en que quise rogarle a mi madre que me
dejara salir, aunque sea por cinco minutos, en la hora en que anocheca, a condicin de
no salir en todo el da, pero jams pude hacerlo.
(En Todos Santos corro hacia la habitacin del segundo patio y cuando la puerta se
abre, veo en el fondo, encima de una mesa negra, una vela ardiendo frente al retrato de
ngela. En la noche mi madre me hace rezar y me da galletas. Ms tarde no puedo
dormir, porque mientras el alma de mi abuelo se bebe el agua del vaso, ngela se
coloca lentamente en una mancha del tumbado y desde all me mira fijamente y me
susurra con su voz tan suave. La veo ms plida y ms encorvada que antes. Cuando
amanece se pone a llorar en silencio y se va. Mi madre despierta, prepara el desayuno y
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cambia la vela que est por apagarse. Mi abuela se levanta y raspa con las uas el
excremento de moscas que se ha acumulado en el retrato.
Al salir hacia el cementerio encontramos al perro dormido, con gran cantidad de
lagaas en los ojos, mi madre comenta que si se quiere ver a los espritus de los
muertos, basta con untarse los ojos con las lagaas de un perro. En el cementerio
rezamos mucho y mi madre saluda a las dos viejas de la habitacin de ngela mientras
comienza a llover, yo las miro con odio. Luego colocamos las ilusiones blancas en un
florero antiguo. Mi abuela dice que la tumba de su marido est cada ao ms derruida.
Al regresar a la calle llueve ms fuerte y no deja escuchar el sonido trmulo del
campanario. Mentalmente rezo para que las viejas no mueran nunca. En el momento en
que mi madre abre la puerta de nuestro cuarto, yo arranco las lagaas del perro que
sigue durmiendo.
Pronto el cansancio hizo que te sentaras sobre una piedra. La oca cocida endulzaba tu
boca, al tiempo que descubras el suave placer de un cndor lejano. La inmensidad de la
puna se extenda a tus pies. Cuando de las oquedades sacabas la nieve escarchada, el
salto de la vicua atrajo tu atencin. Frgil como la bruma que rodaba, la viste perderse
entre las rocas; entonces, te pusiste a buscarla tenazmente, hasta que la encontraste en
una especie de aprisco que cobijaba una tropilla de vicuas. Fue intil el sigilo que puso
a tus movimientos, porque en cuanto sintieron tu presencia todas se deslizaron cuesta
arriba.
Las pisadas del viento ululaban entre las grietas y la paja brava, trayendo, desde algn
lugar de la montaa, un dulce coro de quenas y zampoas, acompasadas por su vibrante
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tamboril. Nio indio, aguzando el odo persigui la meloda que a veces se perda y
reapareca libre al viento. Las vicuas, sigilosas, se internaron en un estrecho
desfiladero, indudablemente atradas por la msica. Nio indio, aunque no las habas
visto, hiciste lo mismo. La msica se escurra ntida en su ancestral tonada, sembrando
sus notas en la quebrada que, ah abajo, se mostraba como una catedral de rocas,
mientras arriba, las nubes, como una muelle bveda, parecan desperezarse, aguardando
tu llegada.
Azul y oro, el sol se baaba en el lago sagrado. Nio indio, una nueva sonrisa ilumin
tu rostro cuando descubriste la presencia de las vicuas. Con alas de bruma, las
zampoas soplaban su tonada. Por la misma senda, percibiste la presencia de un zorro y,
entonces, Kamage!, gritaste como queriendo alertar a las vicuas que permanecan
subyugadas por la msica. El sabor de la montaa te penetraba a los pulmones. La tierra
gredosa brillaba con el roco matinal, mostrando la huella de los aos en la tierra.
Kamage!, repetiste, al tiempo que las zampoas, cambiando de ritmo, sollozaban un
triste yarav. Nio indio, estabas en presencia de un rito milenario que se elevaba en la
evocacin de tu raza. La quena contaba sus penas y, as, sin darte cuenta, penetraste en
el xtasis de las vicuas que ahora te daban la bienvenida con el brillo de sus ojos; todo
eso era tan natural que muy pronto te diste cuenta que estabas casi al lmite de las nubes
ms bajas. Tu vista llegaba a su fin. Pedazos de nubes rodaban y jugaban con el viento
que las empujaban.
-Nio indio -te dijo de pronto el zorro-, aqu no tienes nada que temer.
-Kamage! -sali tu sorpresa y, ya sosegado, depositaste tu totora en el suelo. Las
nubes se estiraban y gruan, animndote a la subida; "Adelante, ngel mo; coge tu
totora!" - Puedo saber qu haces aqu? -te pregunt el zorro.
-He venido a navegar en las nubes -respondiste, con plena conviccin.
-En esa totora?
-S.
-Y no te parece muy pequea?
-Yo tambin soy pequeo.
-Nio indio -alete un cndor, frenando su vuelo- las nubes no te aceptarn si no
tienes alas como yo -dijo luego, extendiendo la maravilla de sus plumas.
-Ellas me llamaron.
-Las nubes? -el cndor.
-Ser como ellas.
-Y vas a navegar con esa tu totora? -el zorro.
-S.
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-Pero las nubes nunca estn quietas, cmo llegars a ellas? -inquiri una de las
vicuas.
-Cierto, nunca -repiti el zorro, sonriente.
-Eso lo s bien yo -el cndor dio unos pasos, torpes, tratando de equilibrarse en sus
alas.
-Nada se detiene nunca -una lagartija verdeamarilla, que se hallaba camuflada entre
las piedras, sac la lengua bipartida al hablar.
El cndor empez a sacudir sus alas y correr para levantar vuelo. "Te esperar entre
las nubes", dijo, al subir por los aires. Las zampoas y la quena parecan seguir su vuelo
con una nueva meloda indgena que impregnaba de aguayo y arcilla todo el ambiente.
-Y dnde estn los msicos? -preguntaste, entonces, extraado de no verlos por
ningn lado.
-Nadie lo sabe -dijo el zorro.
-Tal vez los msicos ya no existen y slo haya quedado su meloda que el viento ha
trado a este lugar -explic la lagartija-. Yo la oigo desde que nac y pienso que seguir
as hasta que el viento decida llevrsela a otra parte.
-S, nosotras antes la escuchbamos cerca del valle, al otro lado de la montaa y,
despus, desapareci totalmente -dijo la ms vieja de las vicuas.
-Bueno, yo les puedo decir que seguirn aqu mientras todos nosotros continuemos
viviendo en paz -afirm la lagartija.
-Es verdad, nio indio -el zorro, dispuesto a marcharse.
Las nubes, plomizas y blancas, volvieron a sacudirse, como con un gruido de
satisfaccin, cuando volviste a colocar tu totora bajo el brazo. Las vicuas se
dispersaron llevadas por la msica, como queriendo aprovechar al mximo esa
oportunidad de paz que pregonaban las quenas y el tamboril. El zorro levant su cola en
seal de despedida, corriendo luego tras de sus ocasionales compaeras. As, con una
meloda ms alegre, quedaste frente a la lagartija.
-Me voy, tengo que continuar subiendo -le dijiste, sin perder de vista el ascendente
vuelo del cndor.
-Que el espritu de la montaa y nuestra madre tierra, Pachamama, colmen tus deseos
-dijo la lagartija y se perdi entre las piedras.
Nio indio, a medida que subas por la senda que te sealaban las nubes, la msica te
llegaba con toda nitidez. A ratos el viento se integraba a esa meloda, silbando su canto
lgubre de siempre. El aire se enrareca mientras trepabas por los riscos que se
interponan a tu paso. Sbitamente, todo cambi para ti cuando te recibi una luz
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introducir en una de las ollas todo aquello, adems de tasajos de cordero; y en la otra,
unos granos de sultana. El abuelo, entre tanto, aguardaba remoln y chochero.
Concluido el desayuno y guardado el almuerzo en una arpillera, con tantos
envoltorios como fuera preciso para mantenerlo caliente, los nios se despedan del
abuelo y cogan el delgado sendero que se perda colinas abajo, sorteando canchones,
grietas, riachuelos y rocas, hasta llegar a la escuela. Antes de ella haba un pen que
semejaba una alta torre de piedra, que visto por un lado pareca la cabeza de un perro,
con las orejas tiesas incluidas. La gente del lugar lo llamaba Tangani. Hasta llegar all,
habran transcurrido hora y media, al menos. Descendan la escarpada como dos
traviesas vizcachas, brincando de piedra en piedra. Cruzaban un rumoroso ro de aguas
claras, que mantenan en las orillas unas franjas de pastos verdes, berros, hierbabuenas y
otras vegetaciones que hacan del lugar un particular oasis.
La escuela era un modesto edificio de dos aulas, con paredes de adobe y techo de
calamina. En lugar de pupitres, tenan poyos hechos de otros adobes y angostas tablas.
Sin embargo, en el patio, sobre un mstil, flameaba la bandera nacional.
Al caer la tarde, Ramn y Manuel regresaban a casa, donde el abuelo ya terminaba de
guardar el rebao.
Una maana de invierno, el abuelo no pudo levantarse de cama, afligido como estaba
por unos dolores incesantes. Ramn y Manuel consideraron que no podan asistir a la
escuela. Recorrieron la estancia en busca de remedios. Acudieron a la gente buscando
ayuda. Mas, no hubo manera de mejorar la salud de aquel cuerpo marchito.
El abuelo, hroe silencioso de tantas jornadas en la dura serrana andina, que supo
gambetearle a la muerte en las arenas del Chaco, sucumba encogido al inexorable peso
de los aos. El viejo len mir con ojos acuosos a los nios, quiso decir algo y su voz se
resisti. Suspir profundamente y tras breve sufrimiento, entreg su alma a Dios.
Despus sellaron su eterna ausencia los actos funerarios. El cuerpo apergaminado
descendi a la fosa, muy lejos de su casa, abandonando sobre la tierra a esos cachorros
hurfanos que en adelante deban enfrentar a la vida, solos.
El invierno recrudeca.
La despensa empez a vaciarse. El rebao se descarriaba. Fue preciso distribuirlo, "al
partir" o en comandita, entre la gente del oficio, para evitar su exterminio. Faltaba
azcar para los mates y sultanas, y arroz para la sopa.
Ramn y Manuel decidieron marchar al pueblo, capital de la Provincia, distante unas
cinco leguas hacia el norte. Cogieron, pues, algunas cosas para el camino: la consabida
merienda, algo de charque y una gallina que pudieran trocear con otros productos.
Pero la naturaleza obr en contra, como si ya no fueran suficientes todas las angustias
presentes.
Al cabo de tres horas de caminata, los sorprendi una nevada. Los nios lograron
refugiarse en una especie de horadacin que haba en un cerro. Acurrucados uno junto
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al otro, rogaron al cielo para que escampara. Sin embargo, la tormenta zapateaba una
cueca infernal e iba formando en torno gruesas capas blancas.
-Tengo fro -susurr Manuel.
Ramn se quit el poncho y se lo dio. Tuvo que conformarse con el calor que le
proporcionaba el cuerpecito de la gallina, apretado como lo tena al pecho.
-Sigo teniendo fro -volvi a rogar Manuel.
La noche arroj su manto, pero no amain el temporal.
Ramn se deshizo tambin de la gallina, en beneficio de su hermano. Poco despus
rechin los dientes y se abandon a un sueo pesado.
La gallina salt del tierno pecho y se intern en la gran alfombra glacial. Despuntaba
el da. Sobre la nieve, el ave dejaba sus huellas en desconcierto. Manuel abri los ojos y
requiri a su hermano. No obtuvo respuesta. Slo era un tmpano humano que rod
ladera abajo.
Como el len que en invierno tiene hambre y muere de fro.
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autorizacin de pap. Toda la vida haba sido un nio obediente y estaba muy
agradecido a mis padres que siempre me quisieron y me dieron muchas cosas lindas.
Pap era muy bueno, pero, no s por qu no quera que yo fuera tren.
III
Un da mam se puso de mi parte, y muy molesta dijo a pap: "Ya! Concdele su
deseo! No se puede disgustar a un nio con esa terquedad tan absurda. S! Es un
absurdo -contest pap-, porque es hacerle perder la realidad de la vida". Me mir y
regandome, dijo: "Un tren est hecho de fierro, de engranajes y pernos; un tren no
tiene ojos ni boca, no tiene inteligencia ni corazn; tampoco va a la escuela ni al cine;
un tren no tiene ni su pap ni su mam".
Luego de un silencio largo "Ya! Vulvete un tren si quieres!".
Sent alrededor de mi cabeza las campanadas de San Francisco; risas y gritos de los
recreos. Como una maana de carnaval con el corso de nios disfrazados de pepinos y
kusillos, que brincaban como si fueran de goma, al son de los pinquillos chillones. Qu
sera de los nios si no tuvieran mam? La ma es muy buena.
IV
Me gusta vivir en la estacin. Or el sonido de los pitos, el traqueteo, el bullicio, las
despedidas, la alegra de la gente que viaja.
Corramos sobre rieles muy brillantes y, qu s yo! Por qu caminos desconocidos
que se pierden en el horizonte del altiplano; subamos cerros con muchas curvas,
bordeando precipicios profundos, hasta llegar a las montaas cubiertas de nieve y el pito
como una pelota roja rebotando de un cerro a otro. Y chas chas chasss chasss, la
locomotora cansada y apenas chasss chasss chasss hasta llegar a la cumbre. El
descenso era hasta llegar a la otra pampa y correr, correr siempre. Como yo era un tren,
ya no poda ir a casa. Pap y mam se quedaron muy tristes; las veces que venan a
visitarme a la estacin se les saltaban las lgrimas. Mam no poda contener su llanto.
Me senta muy dolorido en esta situacin, pero qu poda hacer si yo era un tren. Pap y
mam tenan que comprender que yo era ms grande y que algn da tendra que irme
de casa, como todos los hijos que se casan y se van con sus esposas. Yo era un tren y
tena que correr los caminos; adems, que un tren no puede ser a la vez un nio y volver
a ser, otra vez un tren.
Mam algn da me comprendera. Yo no los olvidar nunca!
En la vida de trencito pas mucho tiempo y as como cuando era ms pequeo, no
comprenda si los aos eran das y los das meses; a un tren no le interesa el tiempo que
pasa. Yo slo recordaba el domingo porque todos bamos a la iglesia, pero aprovechaba
para escaparme a la estacin, porque creo que es lgico que un nio, en proceso de
volverse tren, vaya a la iglesia. Recordaba tambin que ese da me llevaban al circo a
ver a los payasos, a los leones y a los trapecistas que me gustaban mucho. Ahora viajo
con ellos y son mis amigos.
V
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Una noche viajbamos por la pampa a mucha velocidad; la noche estaba tan oscura
que pareca un terciopelo y slo se oa el ruido del traqueteo montono. Estuvimos con
retraso en nuestro horario y tenamos que ganar el tiempo perdido. Un tren tiene que ser
cumplido con su itinerario sino la gente se molesta, por eso corramos mucho.
Repentinamente vi -a lo lejos-, en la oscuridad, una luz del tamao de una cabeza de
alfiler que creca aceleradamente sin darnos tiempo a pensar en lo que poda ser. "Es un
platillo volador", dijo Onofrio. "Djate de boberas", le contest el maestro Santiago;
"no creo en esas fantasas". A cada instante era ms grande, hasta que pareca que nos
hubiera echado el sol sobre la cara. Su luz encandilaba! "Es un pla! Cuidado nos
metimos en el carril del tren grande! Es el expreso que se nos viene encima!".
Sentimos el pitazo agudo y ensordecedor. Todo sucedi en segundos. Un ruido
atronador. Todo cruja, pareca el fin del mundo; nos sentimos expulsados a un lado de
la va y pas la enorme locomotora diesel y sus coches que pareca de nunca terminar
con su pito largo y agudo.
Cuando nos recuperamos de la confusin, vimos fierros retorcidos, carros inclinados
fuera del carril, el agua de la locomotora desparramada, el vapor quemante que se iba al
cielo; ms all estaba el humo como gelatina negra que se escurra entre las piedras.
Todo destruido!
Recogimos el agua, el humo y las ruedas retorcidas, los fierros que haban perdido
sus formas. Y nos fuimos a buscar un mecnico. Ya era media noche y apenas pudimos
llegar a donde don Panchito. Su casa estaba sin luz; pensamos que ya estaba durmiendo.
No haba ms solucin que despertarlo; llamamos varias veces y nada! Volvimos a
llamar, y nos contest que no poda atendernos. Tanto le rogamos que tuvo que salir.
Don Panchito era un excelente mecnico. Al fin apareci frente a nosotros, bien
abrigado con una manta y una vela en la mano. Don Panchito es muy viejo y tiene que
cuidarse de los resfros. Le contamos el trgico accidente y no podamos explicar cmo
nos habamos metido en la va del gran tren expreso que parece un monstruo. Mir los
fierros retorcidos y, muy crdulo, nos dijo: "Trataremos de repararlo; har lo posible".
En seguida se meti entre los fierros. Hora tras hora esperamos hasta el amanecer. As,
don Panchito sali cuando cantaban los gallos, con la vela en la mano. La luz le
alumbraba sus grandes bigotes grises, sus ojos cansados y las manchas de grasa y holln
de su rostro. Nos dijo tristemente: "Me rindo; no se puede reparar. Est todo destruido".
VI
Nos quedamos vacilantes, con un largo silencio; nadie dijo nada. Yo slo sent que,
por mis mejillas, corran lgrimas y tena ganas de llorar a gritos. Recin comprend que
todo haba terminado.
No me quedaba ms que volver a casa. Cuando toqu la puerta, mam me abri y
sorprendida no pudo aguantarse y dio un grito de alegra, hasta asustar a pap el cual
sali y me levant en sus brazos, hacindome dar varias vueltas en el aire. Lo
importante para ellos era que yo hubiera vuelto a casa.
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Ahora, todas las tardes, cuando vuelvo de la escuela, me siento en las gradas de la
estacin a mirar pasar los trenes, recordando los buenos tiempos. El corazn se me
encoge!
Dicen que soy un nio triste. No. Yo pienso que no. Lo que pasa es que quiero ser un
tren.
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la tiya nos jal a todos que no me dia cuenta que estaban en mi detrasito mirando lo
mismo que yo y a mi tiyo que se despert con la bulla y no entenda todaviya porque
dijio salud hermanito.
Nada ms empude ver primero porque la Catana nos arrempuj hasta el otro cuarto y
segundo porque todos nos subimos en la cama y la tiya nos tap a todos ella mas y dijio
duermanse uauas mientras ella lloraba porque creiya que ya no la oibamos pero eso
nuera posible los alaridos de mi abuela eran miu fuertes y decia lo mismo maldicin han
traido la maldicin es un milagro al revz Dios miyo hay que quemarlo todo todo y mi
mam tambin se puso a gritar p gran p eran una gran p (el resto no puedo
escribir porques una palabrota pero ust entender seorita) mir lo que has hecho y la
Norberta ya no se ra sinos que gritaba ms peor que todos y queri entrarse al cuarto
donde estbamos nosotros y cuando ya estaba adentro yo mir que no estaba ni con su
pollera ni con su centro y de que alguna persona la jal de sus cabellos y dijio te voy
matar gran siete cochina, no entiendo esta vez no te vas a librar creo quera mi tiyo y
despues todo un griterio y yo queriendo ir a ver pero la Catana no me dej tan fuerte me
agarr y yo senta apretarse en mi cara su cara mojada hasta que mi mam entr
llorando y la abuela por detrs llorando y gritando, es segunda vez que me trayes la
maldicin a esta casa andate andate porquera le grit y la mam me sacudi y lloraba
vestite miercoles me dijio y cuando salimos al otro cuarto me tap de mis ojos con su
mano y solo pude ver de nuevo cuando estuvimos enafuera en el fro y no pude decirle a
la abuela, me voy abuela solo escuchaba su voz ya de lejos que chiyaba desgraciada
maldita y la mam lloraba mucho y mientras caminabamos se calm un poco y al pasar
por el sementedio como si hablara con ella solo dijio entre soyosos aura al ao despus
de rezar por la almita de tu pap tambin habr que rezar pa que salve su almita de la
Norberta pobre Nolberta pobre mi hermana. Eso es lo que ms me imprecion del
feriado de todosantos.
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Excalibur en el lugar secreto y sigue a la sombra que lo apresura con alguno de los ya
conocidos sermones: "Mir tu ropa, otra vez ests sucio, cochino!".
El Capitn Planeta no se amilana pues sabe que maana ser otro da y habr nuevos
peligros que afrontar y doncellas que rescatar. Ingresa en la casa, sube al bao, toma su
ducha y luego se sirve sus alimentos para recuperar sus menguadas fuerzas. Antes de
levantarse de la mesa toma un tremendo vaso de leche y con algunas gotas cayndole
por entre los labios se acomoda en su silln favorito para mirar su serie preferida en la
televisin: Los Power Rangers.
Medio adormilado siente que unas tibias manos lo levantan, lo abrazan y le susurran
al odo: "Ya es hora de acostarse", sujetado cariosamente por esos fuertes brazos se
siente volando por encima de las escaleras que conducen a su dormitorio, una vez all,
lo dejan en la cama, lo arropan y le dan un reconfortante beso en la mejilla curtida de
sol y guerra. "Qu duermas bien hijo mo", murmura el padre antes de apagar la luz y
cerrar la puerta. El click del interruptor y el suave golpe de la puerta son como una seal
para que el Campen del mundo abra los ojos y permanezca alerta, lentamente el
Marinero en tierra saca la cabeza de debajo de las sbanas y pasa revista al cuarto; a
medida que sus ojos se acostumbran a la oscuridad el nio va descubriendo a los
sempiternos monstruos de la noche, las siniestras sombras que divisa le sugieren crueles
garras y grotescas siluetas que tendr espantar una vez ms con sus oraciones.
El pequeo espadachn vuelve a meter la cabeza entre las sbanas y reza, como todas
las noches lo hace, reza pidindole a Dios, a Jess, a la Virgen Mara y a todos los
santos y apstoles que no lo dejen morir esa noche y que el sueo le venga tan rpido
que no se d cuenta cundo fue que amaneci. Mientras reza va sintiendo que el miedo,
real y verdadero, tan antiguo como la humanidad misma, le cala los huesos y se apodera
de los escasos aos del Superhroe. El guerrero sabe que el sueo es el nico escape
para salir con vida y esperar sonriente el sol de la maana, la otra salida, la de espantar a
los monstruos de la noche con un rayo de luz es demasiado peligrosa, pues significara
desafiar a sus padres que creen que l ya no es un beb, sino un nio valiente.
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de las haciendas. Cuando Fredegunda se senta iluminada por alguna idea genial, no se
quedaba tranquila hasta no salir con la suya; y su egosmo no tena lmites. -Primero
recibe y mira luego de quien-, sola decir. A nadie saludaba sin antes conocer su origen
y abolengo. Su relacin con Mario tena mucho de excntrico; Mario haba llegado a los
trece aos con la inocencia que slo una madre desea para sus hijos. Fredegunda
ejercitaba su paciencia obligndole a fabricar escobas; para ello, el nio utilizaba la paja
que creca en los caminos que cruzan los jardines y las chacras de la casa de hacienda.
Una vez reunido un haz lo suficientemente grueso como para tomarlo con la mano.
Mario lo ataba con un pedazo de cordel que llevaba siempre en el bolsillo, y luego
probaba en el suelo la consistencia de la escoba.
Prximo a la puerta principal que da al jardn, sentado en un taburete, Mario
contempla el vuelo de los picaflores en el mezclado colorido de los gladolos; l quisiera
gozar de la misma libertad de aquellas aves. Recuerda haber descubierto ayer un nido de
todos en las ramas del molle cercano a la cocina. Desespera por ir a verlo, mientras con
el ndice disea en el aire un nido imaginario.
De pronto se levanta, mira de reojo la habitacin contigua, y se dispone a salir
justamente en el momento en que se escucha la voz autoritaria de Fredegunda.
-Adnde vas?, te dije que te quedaras sentado.
-Ya pas la lluvia, puedo salir?
-Nada! -sentencia Fredegunda sin moverse de su sitio ni levantar la vista del
peridico que tiene entre las manos-. Llueva o no, usted se queda ah, tome sus
cuadernos y pngase a leer.
Fastidiado al no poder responder ni moverse, Mario vuelve a sentarse. En una de las
paredes, frente a l, hay un empapelado que sirve de decorado; est all desde hace
muchsimos aos. Slo el tiempo se ha detenido en aquellos diseos oscurecidos por los
excrementos de las moscas y las vinchucas. Instintivamente, detiene la mirada en los
dibujos: parecera no haber diferencia. La figura del Quijote es la misma, y tampoco
vara la de Sancho; el trabajo de los insectos no ha llegado a desfigurar las imgenes.
Mario lo descubre, le molesta una mancha en la cara de Sancho; si al menos la pudiera
limpiar. Pero Fredegunda controla sus movimientos. Recuerda los libros en los que vio
las caprichosas figuras de Goya. -Por qu Fredegunda guardar todos los libros bajo
llave?-, murmura distradamente, mientras frota el suelo con el pie.
En un rincn de la habitacin, Maleva, la perra guardiana, se estira restregndose en
el conjunto de escobas que Mario ha hecho durante la semana. Una cae al suelo rodando
a poca distancia del nio, quien nada hace por levantarla. -Bota a esa perra! -grita
Fredegunda que contina enfrascada en la lectura, ahora de una revista. -Qu raro! Si
parece que tuviera ojos en todas partes-, murmura Mario. Se levanta apresuradamente
para cumplir la orden, pero la perra, creyendo que su amigo quiere jugar con ella, se
echa al suelo y retoza lamindole los muslos. Sin contenerse, Mario la acaricia
llamndola junto a s, y ambos se acomodan en el taburete.
Un enjambre de hormigas voladoras se ha reunido alrededor del ciruelo. Los
pequeos loros picotean los frutos verdes del peral.
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Una tarde Mario sinti que se mora. Aguard pacientemente a que llegara la noche y
se ech a dormir en el pequeo catre de campaa. No comi nada y tampoco se atrevi
a hablar. Al da siguiente sinti la cabeza tan pesada como si fuese a carsele; y sinti
un dolor tan terrible que no le permita moverse. Muy asustado, busc refugio en su ta
Victoria. Sin duda, ella lo comprendera. Tal la idea de Mario. Muchsimas veces
Victoria haba salido en su ayuda aun contrariando las instrucciones de Fredegunda. Y
por eso mismo se diferenciaba de sta.
Mario asom tmidamente y declar:
-Ta, me duele la cabeza.
-Espera que ponga estas verduras en la olla -dijo Victoria, quien preparaba el
almuerzo-. Cmo has dicho?
-Desde ayer me duele la cabeza, estoy muy mal.
-Ven, ven aqu -dijo mientras le pona la mano en la frente- Uy!, ests ardiendo.
Tienes que quedarte en cama.
-Y si Fredegunda no quiere?
-No te preocupes. Vamos a trasladar tu cama a mi cuarto y all estars tranquilo.
-Y si Fredegunda se enoja?
-Ya te dije, no te preocupes. Yo te cuidar.
-Gracias ta. Es que no quiero que Fredegunda me ria.
Mario temblaba por la fiebre y el temor a Fredegunda, cuando a sus espaldas se dej
escuchar la voz de sta.
-Qu es lo se me oculta? -llevando entre sus manos una maceta con plantas de
amarilis, Fredegunda bajaba las gradas del jardn.
-Mario est enfermo, tiene que quedarse en cama -explic Victoria-. Seguro que algo
malo le ocurre. Tiene mucha temperatura.
-Conque por eso no ha ido al colegio! -protest Fredegunda, dejando la maceta sobre
un banquillo.
-Bueno; si tiene temperatura tan de maana ser por algo.
-Claro, claro -refunfu Fredegunda-. Lo que no tiene es ganas para trabajar y menos
para estudiar. Con estas lluvias, ayer tarde no hizo una sola escoba -cogiendo de una
oreja a Mario, lo arrastr consigo. Este sinti que la cabeza le estallaba-. Ahora vas a
saber lo que es canela! A trabajar ocioso! Y si no me traes un par de escobas antes del
medioda, mejor que ni pienses en el almuerzo.
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Un picaflor vuela cerca del jardn. Su largo pico juega con el rojo cliz de un
gladolo, llega otro que se detiene a beber las gotas de roco reunidas en la flor de
acacia.
Frente al molle, all donde se encuentra el nido de tordos, Mario se detiene un
momento a contemplar los pichones. Una rama ms arriba, est el ave picoteando las
uvillas negras que traslada al nido. El sol abrasa el terruo. Sin embargo, Mario siente el
fresco de la sombra. Separa unas ramas y el sol da de lleno en su rostro quemndole la
frente. Siente sed, un irresistible deseo de tomar agua; se lanza a la acequia y la
encuentra seca. Entonces se revuelca desesperadamente en la hierba fresca.
-Seora Fredegunda, mire! -grita Mario desde el pajizal-. Qu bien me ha quedado
esta escoba! -seguro de lograr el contento de Fredegunda, el nio corre a su encuentro, y
deja en sus manos un par de doradas escobas, con menudas semillas que brillan en
largas espigas.
-Y dnde has encontrado estas pajas?
-En el pajizal -afirma Mario, y seala un promontorio.
Segn Fredegunda, all slo hay malas hierbas.
-No puedo negar que las escobas estn bien hechas -declara ahora-; las guardar para
mi uso exclusivo.
Fredegunda se encamina hacia la cocina, seguida por Victoria y Mario; mira
detenidamente las escobas y luego, despus de clavar sus ojos en Mario, tira ambas
escobas al fogn. Explota una gran llamarada que dura pocos segundos. Atnita,
Victoria mira las llamas. Mario siente que el fuego lo abrasa. Sus ojos se humedecen, y
ahora las lgrimas queman sus mejillas. Maleva, la perra amiga, escapa aullando.
-Es demasiado tarde. Una desgracia que no lo trajeran antes -con gesto hosco, el
mdico guard el estetoscopio en el maletn.
-Es que estaba ocupada -explic Fredegunda.
Victoria guard silencio.
-Pero este nio ha estado enfermo muchos das -adujo el mdico.
-Claro; pero lo cierto es que cuando se pone a hacer escobas se olvida de todo.
-Hacer escobas un nio de su edad?
-Bueno Usted sabe.
-Lo lamento seora. Es demasiado tarde.
Inclinada sobre la camilla, Victoria comenz a musitar suave y lastimeramente:
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-Mario! Mario!
El nio no responda. Le acarici el rostro y le tom las manos. Estaban fras.
En la casa de hacienda, en el corral de los animales, el caballo est inquieto; ha
pasado la hora en que Mario sola darle el terrn de azcar y el haz de hierba fresca. Los
polluelos pan en el nido de los tordos, asustados por el chillido de los pequeos loros
que revolotean alrededor del peral.
-Qu le metan hacha a ese peral! -orden Fredegunda.
Dos peones hicieron el trabajo.
Mario no est all. Su sueo se confunde con la brisa en el camino del pajizal.
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planear sobre los peces asustados. En la casa vecina lloraba una criatura. Eliecer, los
ojos cerrados, suba por una escalera de caracol, angosta, infinita, que se perda en el
cielo, y senta repicar en lo alto unas campanas que eran como polleras de muchacha.
Suba, suba, y las campanas rean como burlndose. Rean con alegres carcajadas las
muchachas, dobladas por la cintura y cubrindose la boca con las manos. Descubri que
una de ellas era su profesora. Lo habra visto? Bajaba su profesora por la escalera y los
tacos finos de sus zapatos sonaban en los peldaos como si caminara por las teclas de
un piano. Din, don, dan, don, din. Era necesario que no advirtiera su presencia; le
preguntara qu haca all, por qu no haba ido esa maana a la escuela. Pero la
profesora lo tena ya tomado de una mano, corran los dos a la orilla del mar. Eliecer
pensaba que no la haba saludado siquiera. Buenos das, seorita. Las piernas de la
profesora brillaban al sol como aquella tarde en que, con sus compaeros de curso, hizo
un paseo hasta la roca de la cruz y se baaron todos y todos hablaron despus de las
piernas de la seorita. En la playa, en una casucha de tablas, disputaban dos pescadores
borrachos: uno de ellos quera cantar y el otro se empeaba en que primero bebiera de la
botella. La profesora apresur el paso, incmoda. A Eliecer le habra gustado demorarse
a presenciar la querella. De pronto uno de los borrachos alarg el brazo y lo llam. Era
su padre. Se despert. Estaba completamente claro. Por las calles del puerto bajaban los
estibadores. Se oan sus voces speras y cantantes, una ms alta que las otras y, entre
ellas, como cojeando, una tos desigual y persistente. Un perro ladraba en uno de los
pontones.
-Vaya a buscar un litro de vino para su padre, Eliecer.
Tom el dinero de manos del hombre y, sin soltar las monedas, se puso el pantaln y
la camisa. Sali al viento fresco que pas silbando por sus odos. Corri, corrieron los
dos, viento y nio, calle arriba. El viejo Miguel vena en sentido contrario, rengueando,
con una columnita de humo sobre sus labios.
-Se levant tu padre?
Dijo que s sin detenerse. Empu la botella con las dos manos y prorrumpi en un
gemido ronco y prolongado que quera imitar el zumbido de un avin al remontarse. Lo
gobernaba l, piloto, y su mquina surcaba los espacios en audaces evoluciones sobre
las nubes. All abajo, muy abajo, quedaba el puerto, recostado contra el mar. Reconoca
la calle principal, una culebra brillando bajo el sol; la plaza hormigueando de gente, el
manchn verde del parque junto a la rambla. En la puerta de su casa su padre agitaba el
puo reclamndole el vino. Eliecer aferr con ms energa la botella, que tradujo el
temblor que acababa de sacudirlo, pero en seguida divisaba el grupo de amigos, una
parvada de nios que lo contemplaba con la boca abierta, desde la plaza de la estacin, y
sacudiendo la botella diriga el avin mar adentro, hacia el azul sin trmino. Diez pasos
ms all se detuvo de golpe, en medio de la calle, olvid su juego y comenz a caminar
despacio, balanceando la botella en una mano. All vivan los Mejido. Eran mayores que
l y siempre queran pelear los dos contra l solo. Eliecer los haba desafiado a hacerlo
primero con uno y despus con el otro, delante de testigos. Los Mejido no aceptaban,
decan que el hombre para pelear no pona condiciones. Y ellos? Cobardes,
maricones! Pas echando miradas de recelo al zagun de la casa. Ms all, Juvencio, el
mandadero de la botica, alzaba la cortina metlica. La ciudad se dispona a la batalla del
da.
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trascenda a suficiencia. "Hablas como un diario, lo que dices apesta a diarios viejos",
sola decirle su cuado. Eliecer pensaba lo mismo, de modo que se fue a la cocina.
-Fuiste a buscar vino? -le pregunt Emelina.
-S -contest con indiferencia.
La vieja lo estudi un segundo y luego exclam como hablando consigo misma:
-Y por qu mandan a los nios? Se creen que yo me voy a quedar con el dinero?
-Es que usted se toma el vino en la calle, seora, y llega aqu con el cuento.
Aunque la acusacin era cierta, la vieja se volvi echando llamas por los ojos.
-Qu te has figurado mocoso insolente? Por quin me has tomado? No te rompo la
boca de una cachetada porque soy buena. Ser vieja y pobre pero honrada, sabes?
Atrevido!
Se puso a desayunar sin preocuparse de los insultos de Emelina. Pero de pronto la
mujer lanz un gemido. Se golpeaba las sienes con el puo cerrado.
-Que le pasa, seora?
-Ay!
-Tiene malos pensamientos?
-Ay, hijito! No te burles de esta pobre vieja. Si vieras cmo se me ha puesto la
cabeza. Me duele como un diablo!
Y volvi a los golpes. Eliecer haca dibujos imaginarios, con el dedo, sobre la tabla
de la mesa. Emelina se le acerc.
-Niito, t que eres bueno, por qu no me traes un dedito de vino para pasar este
dolor de cabeza? Pdeselo a tu padre, anda, s hombrecito, Eliecer.
Se levant con un gesto desganado y pas a la habitacin vecina. Tom una copa, la
llen y, cuando sala, oy que su to le deca:
-Oye, mocoso de porquera, el vino se hizo par la gente que sabe tomarlo, no para la
basura.
-Es el vino de mi padre, no el suyo -replic con altivez.
Dej el vaso colmado delante de Emelina, sin decir palabra, y se encamin a la playa.
II
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En aquel punto de la costa las olas saltan sobre las rompientes y vienen, altas y
veloces, coronadas por un airn de espuma, a morir en la arena. Entre una y otra, la
playa queda desnuda. Los muchachos corren mar adentro al encuentro de la ola
prxima, se lanzan de cabeza contra ella, y nadan flotando en la cresta espumosa. La ola
es un poro marino disparado hacia la costa, con un jinete encumbrado en el lomo, al que
luego deposita blandamente sobre la arena fresca y crujiente. Cuando Eliecer se cansaba
de este juego, buscaba entre los acantilados esas pozas profundas en las que el agua del
mar se arremansa y es verde y traslcida. Se zambulla all con los ojos abiertos para
contemplar las flores azules, los lquenes dorados, las pinzas amarillas de los cangrejos
y el rosado nidal de los moluscos. El sol se esponjaba como un pjaro en el
aterciopelado tapiz de las rocas y en la arena del fondo, lecho de oro donde dorman las
estrellas de mar y flotaban los penachos suntuosos de los celentreos. En esas
incursiones prefera bajar solo, deslizndose con suavidad, simplemente a mirar. Era la
codicia de los ojos, no de las manos. Se senta solidario con la vida vegetativa,
aparentemente eterna y sin urgencias, de las anmonas y los erizos adheridos a las rocas,
perteneca tambin a su elemento.
-Vamos a espantar los patos -propuso Nicanor.
Tostados por el sol, vistiendo apenas un pantaloncito, giles y flexibles, corran los
nios por la playa o saltaban sobre las rocas pulidas por el roce de la pleamar. Eliecer
siempre detrs, enfundado en un traje de bao que pretenda disimular su joroba, tejido
por su madre.
Se arrojaron al agua, uno despus del otro, como lobos asustados. En el agua
desapareca la inferioridad de Eliecer. Nadaba de costado, gilmente, y slo a ratos su
joroba emerga de la superficie, a manera de una extraa aleta. Corra ms que ninguno
y slo Pedro lo aventajaba unas veces. Pedro era, en cierto modo, el caudillo del grupo.
A su lado Eliecer se deslizaba como un delfn, sin mover apenas el agua, con braceadas
limpias y rpidas. Sortearon un manchn de algas, siempre juntos, uno al lado del otro,
con los dems a la zaga. El mar brillaba, azul y cantante. A lo lejos, en los muelles,
cabeceaban algunos barcos. Finalmente abordaron una roca. La mano de Eliecer fue la
primera en posarse en la meta.
-Comiste plomo que ests tan pesado? -grit alegremente, ya encaramado en el
escollo, viendo llegar el ltimo a Nicanor.
-Qu gracia -se defendi Nicanor (era lento tambin de palabra). Estaba
visiblemente lastimado en su amor propio-. Si vos tienes motor en la joroba.
Eliecer recibi el impacto sin ofenderse, pero qued al acecho de su revancha.
Nicanor se aferraba torpemente a las salientes de las rocas para dejar el agua y de pronto
lanz un juramento. Haba puesto la mano sobre un acalefo y, por ms que la retir con
presteza, se le puso roja y ardiente como una quemadura. Reconcentrado en su rabia, se
la sobaba melanclicamente, entre las risas sofocadas de sus compaeros.
Permanecieron en silencio, un buen rato, agazapados detrs de la roca batida
suavemente por la resaca. Y de repente irrumpieron del otro lado del faralln, dando
alaridos salvajes. Las gaviotas se alzaron espantadas, en una nube densa y ruidosa,
golpeando las alas y chillando, pero en seguida se ordenaron para evolucionar unos
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instantes sobre la baha y luego afilar hacia otro promontorio, mar adentro. Algunas
desertaban de la bandada y caan como flechas en el agua, en medio de un cardumen.
-Se fueron al islote -coment Pedro.
Los balnearios, all lejos, se iban poblando de mallas coloridas, de quitasoles rayados
y, detrs, la larga fila de automviles. No era un sitio para ellos, adems, preferan la
soledad, se sentan ms libres en contacto con el mar libre, las rocas hirientes, las
gaviotas, el cielo abierto.
-El Chinchol! -exclam de pronto Nicanor.
Todos se volvieron. Por la orilla de la playa, a sus espaldas, cruzaba en esos instantes
un hombre greudo, la barba crecida, vestido de harapos.
-Djenlo tranquilo -pidi Elicer-. No lo molesten.
Pero ya todos, haciendo pandilla con las manos gritaban a coro:
-Chinchol! Chinchol!
El hombre se detuvo en seco, bajo el sol, y volte la cabeza.
-No sean brutos -interceda el jorobadito-. Para qu tienen que meterse con l?
Los nios seguan haciendo escarnio del desdichado, que alz el puo y los amenaz,
iracundo. Levant luego una piedra y la arroj con furia en direccin al grupo, pero la
distancia era grande y la piedra cay ridculamente en el mar. Mientras se alejaba,
volvase de tanto en tanto, para insultar a los muchachos.
-Y t por qu lo defiendes? -interpel Nicanor.
-El hombre no hace dao a nadie -repuso Elicer-. Debe ser muy desgraciado, qu
sacamos burlndonos de l?
Callaron todos.
-Vive solo -explic en seguida Pedro-, en una caleta desierta. Duerme al amparo de
unas rocas, en la arena, y se alimenta de mariscos que l mismo casa del mar. Nadie
sabe de dnde vino.
-Pobre hombre.
-Esto me recuerda que debemos echarle algo al estmago, nios.
Provistos de unos alambres engarfilados se pusieron a buscar ostiones y erizos. Pedro
se desliz entre unas rocas, haba visto algo. Hundi la mano y de repente su brazo
asom aprisionado por los tentculos de un pulpo. El muchacho le tom rpidamente la
cabeza y se la dio vueltas; un leve temblor recorri los largos apndices y el molusco
qued inmvil.
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Cocieron todo en una lata, alimentando el fuego con algas secas y restos de
embarcaciones diseminados por la playa. Mientras coman, en silencio, la mirada
perdida en el confn azul del mar y sintiendo cantar en sus odos la sinfona eterna de las
aguas, convinieron en que la vida mereca la pena. La vida era hermosa.
III
Cuando Eliecer abri los ojos, el navo del sol navegaba ya de bolina hacia el
horizonte, en busca de puerto. Quedaba todava, sin embargo, un par de horas para arriar
las velas. Sus amigos seguan durmiendo la siesta, la cabeza casi hundida en la arena. Se
puso de pies y, como sugestionado por los brillos del sol en la gran masa lquida, se
intern paso a paso en el agua. El reflujo de la marea era como la respiracin del mar,
lenta y poderosa. Tena la sensacin de desafiar temerariamente al fabuloso monstruo, y
recibiendo en su dbil pecho la salada embestida de las olas, se senta l mismo inmenso
y fuerte. En ese instante una ola alta lo levant, lo sobrepas cubrindolo de agua y
espumas ruidosas. Gozosamente comenz a luchar con la marejada y a nadar hacia el
pen, que alcanz con facilidad. Sentado en la cima de la roca, contempl el mar, de
un azul profundo, que se meca all tranquilo y solitario y murmuraba en su lenguaje
misterioso.
-Querido mar -dijo Elicer-. Ests contento, eh? Yo tambin lo estoy, viejo amigo.
Es el da, el lindo, lindo da. Vamos a darnos otro remojn.
Volvi a lanzarse al agua y enfil ahora hacia el islote, mar adentro, braceando sin
esfuerzo, para no fatigarse. Se senta dichoso de vencer la elstica resistencia del agua,
de saberse solo y puro y libre entre mar y cielo, a cubierto de la hostilidad del mundo.
Nad de espaldas unos minutos; cuando calcul que el islote estaba prximo se dio
vuelta y avanz vigorosamente hasta abordarlo. Tendido de vientre en la arena dej un
largo rato que las olas le lamieran las piernas y se retiraran cansadas para volver de
nuevo, insistentes y rumorosas. En la playa distante sus amigos no daban seales de
vida; probablemente los holgazanes seguan durmiendo. Vacil entre volver o quedarse
all, esperndolos, y entonces se resolvi a costear a nado el islote. Sus amigos nunca lo
haban hecho, porque el otro lado careca de playa y caa sobre el mar en un acantilado
que las olas batan con furia. Nad en un amplio crculo para evitar la resorcin de la
marejada; a medida que adelantaba en su impulso, el mar se haca ms ruidoso al
arremeter contra el peasco. Enfil con entusiasmo ahora en un mar inquieto y
ligeramente revuelto, frente a la escarpa, y en seguida deslizse en lnea recta,
enrgicamente, tratando de mantener la gestin de su ahnco a buena distancia de la
tolmera. Era una batalla con la muerte, y lo saba; si se descuidaba un instante, si
aflojaba en su ardor, un golpe de mar poda estrellarlo contra las rocas. Iba a ganar ya,
por fin, el otro extremo del risco sombro, hirviente de espumas negras y
sobrecogedoras. En ese momento descubri al Chinchol.
El hombre flotaba en el agua con la apariencia de un ahogado, rgidos los brazos y las
piernas. Los largos cabellos empapados cubranle los ojos dndole un aspecto siniestro.
Y hasta crey advertir reflejos verdosos en la piel de ese cuerpo sin carnadura. Pero
tena clavada la mirada en Eliecer.
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Sus compaeros se le quedaron mirando, miraban sus piernas heridas, surcadas por
hondos canales sangrantes, y por primera vez lo consideraron con silencioso respeto,
mientras l, por primera vez, descubra que los odiaba.
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olla pequea y salimos al sol. Cegaba. Entornando los prpados, caminamos hacia el
arroyo, llegamos a la rivera. Entonces, lo vimos por primera vez, era negro.
Retornamos al rancho.
Esa tarde, la pasamos jugando, Martn y yo. Trepados por los peascos, nos
escondimos entre los arbustos, las zarzas hirieron nuestros brazos desnudos, las guijas,
nuestros descalzos pies. Desde el crestero rocoso, lo vimos, abajo, en medio del campo
cultivado, negro, brillante, reluciente con los cuernos azulencos, destellando brillos de
metal. Meta la cabeza enorme entre las caas de nuestro maizal.
Martn, de pie sobre una pea, haciendo bocina con las manos, grit: "Toro
ToroToroooo!". Mltiple, el eco devolvi su grito.
Por la noche, luego de comer tasajo y mazamorra, nos acostamos en el poyo,
estremecidos, gozando, ntimamente, el albergue de nuestro rancho, arrebujndonos con
las mantas. Martn se durmi pronto. Yo pens en nuestro padre ausente y, despus,
abrazando a mi hermano, dorm.
El sol estaba alto al despertarnos. Penetraba su luz, vibrando en tomos dorados, por
las hendijas de la precaria puerta. Hermosa maana! Con las hondas pendientes del
cuello, buscamos las sendas umbras del monte. En nuestros bolsillos estaba el peso de
los proyectiles, cantos pequeos, redondeados. Tirbamos contra las palomas eligiendo
aquellas posadas sobre las ramas bajas, las chinas, luego de errar el blanco, chocaban en
los troncos, produciendo un ruido repetido y seco. No logramos cazar nada.
Al retornar, lo encontramos cerca del rancho, oliscando unos pedrones cubiertos de
cal. Hicimos alto. Martn se puso a mis espaldas protegindose, tom puntera y lanc la
piedra. Zumb en el aire quieto y fue a herir el morro. Sacudi la cabeza oscura, se
volvi y, con balanceo cansino, fue rumbo al maizal. Entramos en el rancho, oscureca.
Los astros vesperales principiaban a desangrar su luz.
Las luces cubran el cielo matinal. Como oscuros vellones, se apeuscaban contra las
distantes cumbres montaosas. Luego del parco desayuno, nos resistimos a abandonar la
cama, preferimos remolonear, bajo las pesadas y multicolores mantas de lana, el hambre
urgi a medioda. "Martn, vamos por agua".
Con los cuerpos laxos y la voluntad lnguida, marchamos hacia el arroyo. La
humedad de la atmsfera, acreca el aroma vegetal y profundo del campo. Empec a
verter agua en el cntaro, sirvindome de la ventruda olla de Martn; cuando la hube
colmado sumerg la olla en el arroyo y la retir llena y chorreando agua. "Llvatela, yo
llevar el cntaro".
Nos incorporamos con movimientos que la hmeda grama haca inseguros. Tomamos
los recipientes y la senda que conduca al rancho. All, el fuego estara danzando en el
llar.
Martn equilibr la olla sobre su cabeza; yo acomod el cntaro en el cuadril.
Caminamos, yo por delante, Martn por detrs.
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En el cielo las nubes desplazaban sus masas disformes, gigantescas, plmbeas. "Tal
vez hoy llegue pap", dijo Martn, "Tal vez" respond, pensando en los muertos del
Puente de Salineros. El ritmo del andar, haca saltas, alegre, el agua en los recipientes.
La figura del rancho se aproximaba a cada paso nuestro. El arroyo manso murmuraba su
cristal, rompindolo dulcemente contra las pulidas piedras de su lecho.
Sbitamente, aquella paz fue turbada. Los duros golpes de una tumultuosa y frentica
carrera estremecieron la tierra. Volvimos los rostros, sobresaltados, plidos.
Entonces surgi, como una pesadilla furiosa, de en medio de los verdes tallos de
maz, tronchndolos con el empuje avasallador de su mole negra. Nos embisti. Solt el
cntaro que se riz perlando el aire en torno suyo. "Martn, al rancho. Corre Martn!".
Corrimos, con la bestia tras nuestra fuga, con el pecho expandido y la cabeza echada
atrs, desesperadamente. El rancho recortaba el negro rectngulo de su puerta como una
promesa de vida. Martn corra casi pegado a m, inexplicablemente, llevaba la olla,
sujetndola con ambos brazos, apoyndola contra su pequeo y acezante trax,
salpicndose el rostro marcado por la angustia. Nos lanzamos adentro y cerramos la
puerta tras nuestro. Penetr por las grietas, como la luz de la maana, el polvo de la
tierra conmovida por la bestia y escuchamos un furioso bramido ronco. Se perdi en el
eco del valle Despus, el silencio.
Nos encontramos sin tomar alimento alguno. Martn se estremeca en sueos.
Permanec desvelado hasta muy tarde, escuchando los grillos y el murmullo del arroyo.
Cuando los grillos callaban, mi miedo se dilataba en el silencio. Un viento persistente
empez a soplar, cuando, sobreponindome al temor que la soledad me impona, me
qued dormido. Mi sueo se rompa bruscamente. Despertaba sobresaltado. Miraba la
puerta, nunca me pareci tan frgil como entonces. Martn bulla inquieto, llamando,
entre sueos, a nuestra madre. En dos ocasiones, sofocado por el silencio, o que las
pezuas del toro rascaban la tierra, cerca de nuestro rancho, muy cerca. Tambin lo
escuch restregarse contra la rugosa corteza del molle viejo, que se alzaba casi junto a la
puerta.
Al fin amaneci.
Recostados contra el muro de adobes sin enjalbegar, esperamos a que el sol estuviese
alto en el cielo, para ponernos en movimiento. Baj del poyo. "Qudate en cama Martn.
Preparar el desayuno". Encend el fuego y me dispuse a calentar el agua. En la olla
quedaba muy poca, el cntaro estaba afuera, hecho aicos. Compartimos una menguada
taza de t, no dio el agua para ms. Afuera reinaba el silencio, solamente turbado, de
vez en vez, por el canto de algn pjaro, sin embargo, no abrimos la puerta. La maana
se fue, mientras hablbamos susurrantes y sobrecogidos.
Fisgamos por las hendijas, sin ver nada atemorizador.
Seguramente era ya ms de medioda cuando, acuciados por el hambre nos
resolvimos ir por agua. Despacio, muy despacio, doblados por la cintura y con una
mano trmula, entorn la puerta. El da radiante semejaba un fanal de paz. Mir al
frente: el despeadero y, al fondo, la cordillera. Martn permaneci acurrucado, junto al
umbral. Asom la mitad del cuerpo, arqueando el torso, estirando el cuello, afirmando
los pies en el piso del rancho. A la izquierda, el viejo molle; ms all el monte
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despus de recorrer por las mejillas sucias de Martn, se ha posado sobre la fija pupila
abierta, Martn no hace nada por espantarla.
Ni siquiera parpadea.
Escucho chapalear al toro en el arroyo; seguramente est haciendo una nueva visita al
maizal.
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l respondi resuelto:
-Nada!
Y tom el camino de regreso, entregndose a los brazos abiertos de su solar nativo.
Surc con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se pein la cabellera con
el viento y aplac su sed en el arroyo tmido. Se santigu con la cruz de los cuatro
puntos cardinales y se santific con el aire de las cordilleras. Se envolvi en la pampa y
se puso frente al horizonte, camino de su hogar.
Entonces el asno le mostr su fatiga y la majada le cont los secretos de la pastora.
Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros
de su padre y le habl en aymara:
-Tatay, me he regresado.
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-No No creo.
-El polvo, sea de dnde sea, siempre tiene gusto a soledad -filosof Antonio entre
dientes, cortando la charla cientfica.
-Ch, automvil sin motor, aceler! -grit Severino a Adalberto que, con su
estremecimiento particular, se haba quedado muy a la zaga.
-Qu sin motor, a que te gano una carrera.
-Listo
-Hasta dnde?
-Hasta aquella piedra como la verruga del sacristn Aprate para que te corra sin
ventaja.
Adalberto termin de atar su zapato y trot hasta ponerse a la altura de sus dems
compaeros. El padre cont, entusiasta: "Uno dos ya!". Y los dos rivales salieron
disparados. Severino avanzaba a pequeos pasos pero veloces, apretndose su cinturn
como si con ello ganara fuerzas. Adalberto, por su parte, tenda sobre el suelo los
troncos largos de sus piernas flacas, pero en su frente aparecan copiosas gotas de sudor,
que indicaban claramente que su anterior esfuerzo le restaba aliento para la verdadera
competencia.
-Apuesto al Seve!
-Qu va a ganar si ya no da!
-Estn iguales.
-Apura, Adalberto!
Los gritos de los dems nios se confundan en uno solo, y a pesar de ser
pronunciados como estmulo, a los odos de los dos corredores llegaban solamente
como un gritero ininteligible, como una crtica severa al que perda terreno.
Sin embargo, esa carrera nunca lleg a la meta, porque el padre Humberto hall con
la mirada un lugar plano, ms o menos firme, y sealando, dijo:
-All est nuestra cancha
Una pelota de goma sali del grupo de chicos volando por los aires para ir a dar unos
cuantos rebotes sobre el terreno sealado. Altiva y segura, como queriendo examinar el
lugar, la bola fue amortiguando lentamente sus botes, hasta que lleg el Ojos Estirados
y de un nuevo golpe con la izquierda la lanz por los aires. El cielo, que serva de fondo
a la pelota, se prolongaba en su celeste, infinitamente, sin medida, como esos aos de la
niez que no deberan acabar nunca.
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Las risas de los chicos se ahogaron repentinamente en sus gargantas secas cuando el
padre fue alzando con lentitud la largura de su cuerpo, dirigiendo una mirada
avergonzada, pero llena de energa europea, que fue saltando de cara en cara de los
jugadores. Durante unos instantes vacil el juego. Pero la voz de "Psala!" indic la
reiniciacin del encuentro.
Comandando un avance nuevo apareci Ojos Estirados; con una tranquilidad de
verdadero maestro de los estadios se embelesaba con la pelota y mientras la levantaba
con la rodilla, la empujaba con el hombro, amagaba con la frente y la volva a elevar
con el taco, atraa hacia l a todos los defensores que, mientras trataban de estorbar a
Ojos, gritaban:
-As no vale Padre, que suelte pues la bola!
Antes de escuchar la voz autoritaria del cura, el Ojos Estirados volvi a la realidad, y
como si saliese de una gruta en tinieblas busc a algn compaero. Antonio estaba en
cuclillas a seis metros, deleitndose con las maravillas de su compaero, cuando vio
venir el pase. Tom la pelota y sali corriendo a gran velocidad. No desprenda su
mirada de la bola y vea pasar el suelo raudamente debajo de sus pies. De reojo alcanz
a ver los dos montoncitos de ropa que sealaban los lmites de la portera contraria y
entre ambos a Daniel. Pis entonces la pelota, pero como vena animado de tan rpido
movimiento se tropez en la misma, para continuar su avance pero rodando
concntricamente hasta aparecer con la cabeza sepultada entre la ropa. Se sent,
apoyando su cara disgustada en su puo derecho cuyo antebrazo reposaba en la rodilla
y, observando el juego que estaba nuevamente lejos, le pregunt:
-En qu momento deba de patear?
El padre Humberto haba recibido otro pase y se diriga sobre la meta contraria.
Severino sali a marcarle, y haciendo esfuerzos inauditos se mantuvo, mientras corra, a
la misma altura que el padre. No encontraba la manera para despojarle de la pelota. Para
facilitar su embestida, el padre se fue levantando la sotana redentorista, dejando ver a
Severino, que no le perda pisada, sus grandes pies calzados con enormes botines
negros. De pronto, el gordito se qued parado, lo que favoreci al padre para enviar un
fuerte pelotazo que venci la resistencia de Adalberto.
-Oye, Seve-se dej escuchar la voz de Ojos Estirados- Qu ha pasado? En vez de
quitarle te quedas plantado
-Pero, qu quieres Si el padre haba tenido escondidos los botines del monstruo
Frankestein
Pelota va, pelota viene, iban pasando apresuradamente los minutos. Incansables,
todos continuaban en la brega aunque el marcador acusaba cifras de doce, trece, catorce.
La alegra contagiosa de la bola de goma no terminaba y para los muchachos la dicha
era completa, aunque interrumpida cuando al religioso se le iba un poco uno de sus pies
y dejaba un moretn en las piernas del rival.
Quince, diecisis Los goles iban en aumento. A cada puntapi la noche saltaba un
metro. Las estrellas comenzaban a asomar para ver cmo el sudor se secaba en las
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caritas de los nios con el fro de la noche altiplnica, y cmo el cansancio resoplaba en
los rostros enrojecidos.
Cuando ya no se poda ver la pelota, se sentaron todos cerca de una de las metas
formada con piedras. Nadie pronunci una palabra, los ojos parecan querer perforar la
arena con su fijeza y las lenguas se deslizaban pegajosas sobre los labios. Los corazones
palpitaban al mismo ritmo, comunicando su movimiento a las cabezas despeinadas y a
los pulmones agitados. En aquel momento el tiempo se haba paralizado, las nubes
miraban con ternura y la luna haba detenido su marcha para que los nios disfrutaran
ms tiempo la dicha del descanso.
Con unas cuantas palabras el padre Humberto indic que deban regresar. Se levant
y, rodeado de unos pocos, se fue alejando del campito. Sus siluetas fueron penetrando
en la oscuridad. Esto oblig a los restantes chicos a levantarse, an agotados, y conducir
sus pasos en la misma direccin; con la cabeza agachada, en silencio, arrastrando su
ropa por el suelo, dejaban la canchita de ftbol al cuidado de las estrellas.
-Y los botines de Frankestein que haba tenido el padre? -se escuch la voz de
Severino, cortando de un tajo, con su entonacin ronca, el silencio de la noche.
Bastaron esas pocas palabras para que el tiempo reanudase su marcha, el viento fro a
soplar, y la luna a sentirse pelota rodando por el rea grande del firmamento Los
espritus se reanimaron y una carcajada infantil, nacida al unsono en las gargantas,
llen el ambiente de otras estrellas que rivalizaban con las de all arriba en pureza y
claridad.
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-Mana huyarinqui? -T'es tan gritando tu nombre. Jokharachu kanki? -exclam una
palliri, apoyada tambin contra la roca y, acompaando la accin a las palabras, dio un
empelln al hombre.
-Fermee! -respondi al fin Mamani Poma, como gritaba en el cuartel al escuchar su
nombre en la lista. Los puntapis de su teniente no alcanzaron a corregir la
pronunciacin del mestizo quechua obligado a usar el castellano.
-Aprate animal. Hasta cundo voy a estar aqu? Seguro que ya ests borracho -y
mientras hablaba de t a Ud. al obrero, el pagador y su ayudante tarjaban diligentemente
el nombre de Mamani Poma en seis ejemplares de la planilla de pagos. Despus, el
pagador tom el sobre que estaba encima de una pila de otros absolutamente iguales,
comprob su contenido quiz por centsima vez con la prolijidad proficua de todo
jugador y, a tiempo de drselo a Mamani
Poma, le dijo con tono ms conciliador.
-Doscientos treinta pesos con veinticinco centavos de saldo. Te hemos descontado la
mitad. Esta quincena has faltado casi ocho das y has sacado una barbaridad de la
pulpera. Va a tener que trabajar siquiera seis meses sin emborracharte para ponerte al
da. La pulpera ha ordenado que se te descuente la mitad de tu jornal desde esta
quincena.
-Y cmo voy a vivir? No quieren darme ms avo en la pulpera y ahora me
descuentan
-Yo no s. Para qu te emborrachas como una bestia y tiras tu plata? Frigate
pues
Ante el insulto. Mamani Poma reaccion violentamente:
-Mentira, no me emborracho
Despus agreg con tono adolorido:
-Es que mi mujer, la Mara se ha muerto. Por eso he sacado de la pulpera para su
entierro y tambin he faltado por eso.
-Bueno, yo no s. Pero tienes que pagar tu deuda a la pulpera.
Como Mamani Poma permaneca inmvil, el pagador lo increp:
-Qu esperas? Me ests haciendo perder mi tiempo. Los otros tambin quieren
cobrar.
La gente del grupo comenzaba a inquietarse. Pronto sera de noche. Las enormes
sombras de las montaas proyectndose cada vez ms largas, parecan intensificar el
fro. El sol, al ponerse, iluminaba nicamente el contrafuerte opuesto al de la mina.
Mamani Poma se retir de la ventanilla y fue alejndose pesadamente del grupo de
mineros y palliris, mirando alternativamente las caras de la gente y el sobre que tena en
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la mano. Sinti vagamente que las casuchas chatas y los obreros harapientos, envueltos
en la sombra creciente, no eran sino excrecencias de la roca gigante con la que parecan
formar un todo solitario e inmvil.
Levant la vista del piso desigual y vio el intenso brillo del sol en el cerro del frente.
Una mancha verde, un pequeo sembrado de cebada sin duda, pona la nica nota
viviente y alegre de ese paisaje desolado de las altas cumbres. Sin mover un msculo de
su cara se alegr interiormente al notar, quiz por primera vez, el sembrado de cebada
que se agitaba con el viento de la altura.
Se acord del valle en el que haba crecido: maizales enormes, con plantas ms
elevadas que la misma gente, casitas de barro con techos de teja sombreados por rboles
de ancho follaje; el pequeo ferrocarril jadeante y siempre lleno, cruzando el valle a la
distancia De alguna manera, todo esto le pareca perdido para siempre.
Volvi a mirar el cebadal y se par. Sin darse cuenta regres al pasado. Sus ojos
dejaron de percibir la realidad presente y se perdieron en la perspectiva ilimitada del
recuerdo. Como en un sueo, las delgadas y distantes espigas de cebada se agigantaron
hasta convertirse en vigorosas caas de maz de color verde amarillo, a punto de
madurar. Vio claramente el maizal de su chacra y escuch incluso el murmullo del
pequeo ro a su vera. A esa hora, la Mara estara terminando de lavar la ropa, de
rodillas y con el cuerpo inclinado sobre el agua.
Record con nitidez un suave atardecer de valle, tan distinto de esta violenta puesta
de sol en la cordillera; record cmo haba cruzado su chacra de maz para salir
justamente detrs de la Mara. Desde donde estaba, poda observar sus dos trenzas de
cabello bien negro, su torso armonioso y fuerte cubierto de una camisa de tocuyo, su
cuello esbelto y parte de sus morenos brazos desnudos.
Recogi unos guijarros y se los arroj. Ella no se dio vuelta y ms bien se apresur a
enjugar y exprimir las ltimas prendas de ropa que haba trado para lavar. Saba bien de
donde venan los guijarros. Sinti que Juan la miraba y una clida sensacin invadi su
cuerpo. Con el intento de vencer su emocin, se afan en su tarea. Despus de todo, era
bien poco lo que quedaba por hacer.
Dos guijarros grandes cayeron en el agua, cerca de ella y le salpicaron la cara, los
brazos desnudos y la pollera roja. Se dio la vuelta violentamente a tiempo que Juan sala
del maizal.
-Llokalla bandido -exclam ella mientras recoga rpidamente pequeos pedruscos y
se los arrojaba a l, cuidando de no afinar mucho la puntera.
Juan huy alegremente dentro del maizal y Mara corri en su persecucin. Se detuvo
agitada y ansiosa a la orilla de la chacra. No se animaba a continuar y quera volverse,
como lo haba hecho antes en ocasiones similares.
Nuevos pedruscos cayeron a su alrededor y por la direccin que traan, ella poda
calcular dnde estaba Juan. La tentacin era mucha. Se hizo de coraje como para
emprender una aventura audaz, levant algunos guijarros y cautelosamente avanz
dentro de la plantacin, pero las piedrecillas de l parecan venir siempre de ms lejos.
Qued un poco desorientada y cuando no saba si seguir o regresar a recoger la ropa,
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Cuando los mineros y el arriero entraron por la pequea puerta que daba a la calle,
encontraron unos pocos parroquianos bebiendo silenciosamente. Al centro de la
habitacin y encima de una mesa chata, haban varias botellas de chicha. La Puka
Senkha, una chola gorda y envejecida, estaba sirviendo chicha de un jarro, y como no
tena sino un vaso en la mano del que tenan que beber todos, instaba a los clientes a que
bebiesen rpido:
-Sirviricuy ah, compadre, sirviricuy.
El grupo entr precedido por la voz de Condori, que se cuidaba de no mencionar el
sobrenombre de la chichera, pues saba que eso la irritaba:
-Imaynalla doa Carmen? Hemos venido con estos amigos para tomar una chicha de
la buena. A ver, srvanos unas dos jarritas Qu es pues de tus hijas ya se han ido a
dormir? Mucho las cuidas tambin, pues
Interrumpiendo al charlatn, la Puka Senkha, con ademn amable invit a todos a
sentarse:
-Sintense pues, sintense. Ya voy a traer la chicha. Habrn pagado esta tarde la
quincena no? Y quin es pues, este... -continu dirigindose al arriero que era
indudablemente el nico al que no conoca.
Condori se apresur a retomar la palabra:
-Es el Gonzles, un arriero de Tapacar. Ha llegado ayer y est durmiendo en mi casa.
Se va a ir maana en la maanita, ha trado una carguita de papas y dice que se va a
volver vaco pero no creo; mineral robado seguro que ha de llevar para vender en otra
mina
-Yo no me meto en eso -protest rpidamente Gonzles sabiendo que la Empresa y su
Polica Minera perseguan con saa a los ladrones de mineral.
-T eres un hablador y ya me ests calentando. Qu creern stos que no me
conocen? -aadi entre quejoso y ofendido.
-No te calientes compaero. Si es una chanza noms a ver doa Carmen, mande
traer su guitarra. Ya Ud. sabe que este Mamani es un buen guitarrero, Vas a tocar ch
"Linda Cochabambinita". Esa si es cueca.
La guitarra fue trada. El arriero Gonzles sac de bajo el poncho un charango y
pronto empez la jarana. Las vueltas de chicha fueron ms frecuentes y la Puka Senkha
se cuidaba de hacer notar cuntas jarras se haban servido, aadiendo cada cierto tiempo
una o dos dems a la cuenta.
-Qu es pues, de tus hijas doa Carmen? Ah, tambin!
Entraron las hijas de la chichera. La una aceptable y la otra francamente fea. Con
ellas los parroquianos bailaron cuecas y bailecitos de la tierra. Los aplausos rtmicos
para acompaar el zapateado, podan orse a la distancia.
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escala que constituye la medida de la fortuna entre los campesinos. Cmo y dnde, no
era un secreto para nadie. Haban estado en las minas en donde pagaban salarios hasta
de diez y quince pesos por da, lo que era suma extraordinaria para gentes que a veces
no vean tales cantidades en meses enteros. Es verdad que el hombre lleg enflaquecido,
esqueltico, tuberculoso, pero la mujer y los hijos parecan lozanos y llenos de vida.
Juan Mamani Poma y su mujer la Mara, deliberaron brevemente. Trabajaran en las
minas por unos aos, quiz cinco, quiz menos. A su regreso, trataran de comprar la
propiedad del patrn, en la que eran colonos. Era pequea pero para ellos sera
suficiente.
Y se fueron. Como ellos y con ellos, muchos otros se lanzaron a la aventura de las
minas, como sus padres, una generacin antes, se haban dejado vencer por la tentacin
de las salitreras en la costa de Chile.
Las penurias del viaje fueron excesivas. Camiones cargados de gente hasta lo
inverosmil, marchas a pie por das enteros, con los nios a la espalda. Al abandonar el
vale y subir a la montaa, el fro, este fro cruel que parece defender a zarpazos las
cumbres de la cordillera contra la profanacin codiciosa de los hombres, hizo llorar a
los chiquillos. La Mara mostr el temple de su alma y el vigor de su cuerpo de hembra
joven en estas andanzas.
Al principio todo fue bien. Juan se contrat inmediatamente. Musculoso, elstico y
con menos de treinta aos, sera un barretero de primer orden. El salario no result ser
tanto como decan, pero aun esos cinco o seis pesos diarios haran una respetable
cantidad mensual. Les dieron unos tugurios por casa pero l se dio modos de levantar
tres habitaciones, casi decentes, apoyando una de las paredes, la del fondo, contra la
roca.
La Mara, tiritando de fro, trabajaba de la maana a la noche haciendo primero
comida y despus chicha para otros peones que haban venido de su mismo valle y que
eran solteros o haban dejado a sus familias. Las caritas de Juanito y la Marucha se
agrietaron al principio hasta sangrar, pero despus se habituaron al fro. Jugueteaban sin
descanso por las lomas casi verticales de esta codillera con entraas de wlfram, Juanito
haciendo de minero, horadaba las partes blandas que poda encontrar en la roca,
utilizando el cuchillo de cocina de su madre, la que protestaba todo el da por esta causa.
La Marucha, prendida al saco de su hermano, pretenda cocinar, como su madre, en
pequeos cacharros que le haba comprado su padre. Las delgadas trenzas de cabello
que le colgaban a la espalda ms de una vez, fueron objetos de las iras del hermano que
alegaba que la comida no haba estado a tiempo.
Los nios, con la tez oscura y agrietada y la Mara con las manos rajadas, eran el
encanto y la razn de ser de Juan. Su pena era que los vea poco. Sala de la casa a las
cuatro de la maana y con frecuencia doblaba su jornada para ganar ms. Cuando volva
por la noche, estaba rendido, sin fuerzas ni para hablar. Despus de sostener por ocho
horas el taladro contra la roca, los odos y el cuerpo entero continuaban vibrndole con
el implacable ritmo de la mquina. Al da siguiente a comenzar de nuevo. Otras veces
entraba al turno de la noche, pero esto slo tena significacin en lo que se refera a su
mujer y sus hijos porque para l, dentro de la mina, a cientos de metros de profundidad,
era siempre de noche. El aire enrarecido y el calor subterrneo, daban a los obreros una
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-Pulmona le ha dado saliendo de la cocina caliente y este viento helado que no pasa
nunca
-Ah
-En menos de una semana se ha muerto
-Qu caray
-Ahora mis hijos, el Juanito y la Marucha, no tienen con quin quedarse. Unos
paisanos que coman tambin en mi casa porque la Mara les daba pensin, han tenido
que mudarse porque ya no hay quin les prepare la comida. Yo no s qu hacer
-Ya son grandes tus hijos? Esa que dices la Marucha ya podra cocinar
-Si es chiquita! Tendr como cuatro aos y el otro es como dos aos ms grande.
Ms grande. Ms bien querra irme de aqu
-Eso sera lo bueno. Esta vida en la mina es muy fregada.
-Pero es que debo a la Compaa y tengo que trabajar siquiera como seis meses para
pagar. Toda nuestra platita la he gastado en remedios y para nada
-Por qu no te escapas?
-T no sabes lo que son esos forajidos de la Polica Minera Y como tienen buenas
mulas Adems con las guaguas no se puede
Se interrumpi la frase porque una sbita idea le ilumin la mente.
-T te ests yendo a Tapacar no?
-S, ese es mi pueblo, pero ahora pocos das noms voy a quedarme all.
-Tu mula y tu burro estn yendo vacos?
-No S sin carga, claro.
Mamani se acerc en la oscuridad un poco ms a Gonzles. En voz baja, con
entonacin de pregunta y suplica al mismo tiempo dijo:
-Llvamelos a mis hijos hasta Tapacar. Tus animales estn yendo sin carga y no te
cuesta nada Yo te dar alcance en el pueblo. Maana en la maana entrar a trabajar.
As no notarn nada. Mientras tanto t te llevas a mis hijos. En todo el da tienes tiempo
de sobra para llegar. Me han dicho que no son ms que seis leguas
-La Polica Minera? -comenz a objetar Gonzles.
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-No los conocen a mis hijos. Esos slo buscan a los obreros que se escapan debiendo
a la Compaa o a los que roban mineral.
Gonzles sufri un sobresalto ante esta ltima frase y quiso saber hasta dnde los
chistes de Condori haban sido credos por Mamani.
-S, dicen que persiguen mucho a los que roban mineral, pero a m eso no me importa,
aunque hable zonceras ese borracho del Condori
La respuesta lleg sincera y franca:
-Claro. T no le hagas caso noms. As siempre es. Yo le conozco. Los llevas a mis
hijos?
-Mi mula est matada y el burrito no ha descansado bien
Mientras deca esto ltimo, Gonzles estaba haciendo mentalmente la cuenta de
cunto podra obtener de Mamani en la desesperada situacin de ste, a cambio de
llevar a sus hijos sanos y salvos, con un da entero de anticipacin a su huda, que sin
duda se producira la noche siguiente.
El estado de nimo de Mamani no le permita medir la magnitud del pcaro que tena
al frente, y como le pareca lgico pagar el flete de las acmilas, se adelant a ofrecerlo:
-Mis guaguas no pesan nada. Son bien guaguitas todava. Tu burrito puede llevar a
los dos. Adems, el flete, claro que te he de pagar
Gonzles sigui ponderando silenciosamente el problema como si fuese algo ms
grave o ms difcil de hacer de lo que en realidad pareca. Mamani interrumpi su
reflexin:
-Llegando a Tapacar me los tienes en tu casa noms. Maana en la noche o al
amanecer yo tambin ya he de llegar
-No hay caso. Ya te he dicho que mi burrito est cansado y la mula no puede llevar ni
caronas porque tiene una mata as de grandeEl ademn exagerado que hizo con los
brazos abiertos, se perdi en la oscuridad.
-Adems, no quiero meterme en los con la Polica Minera.
-Pero ellos no tienen nada que ver
-S, pero cuando t te vayas, seguro que han de saber que yo he llevado a tus hijos y
no podr traer carga a la mina.
-Cmo han de saber? Cuando yo me vaya todos han de decir que me he llevado al
Juancito y la Marucha. No los voy a dejar, tambin, en esta mina de
-Y por el flete noms, zoncera sera
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Mamani comenz a ver claro el asunto. Era simplemente cuestin de cunto pudiera
ofrecer. Estaba dispuesto a pagar bien y no tuvo inconveniente en decirlo.
-Te voy a pagar el flete del burro y adems de la mula que va a ir sin carga
-Ah, no. Eso no es nada veinte pesos para qu siquiera hablar
-Cunto quieres entonces?
-Ni por doscientos pesos querra verme las caras con los de la Polica Minera.
Ante esta reiterada alusin a las autoridades, Mamani comenz a sospechar si las
bromas de Condori seran algo ms que bromas; si en efecto este arriero sera ms bien
un ladrn de minerales que encubra sus actividades con el pequeo comercio que poda
trasladar de mina en mina, a lomo de sus flacas y maltrechas acmilas. Quiso tantear
cmo reaccionara el hombre y dijo como para s:
-Qu siempre te han hecho los de la Polica a ti, pues. Ni que fueras uno que rescata
minerales para venderlos afuera
La reaccin no se dej esperar:
-Eso es mentira -interrumpi Gonzles al darse cuenta inmediata de que haba ido
muy lejos en sus exigencias y que, de tanto referirse a la Polica Minera, dando
expresin sin duda a su miedo subconsciente, haba resultado cogido ahora en su misma
trampa. Busc corregir su error moderando sus pretensiones.
-No es slo por ellos. Es tambin por los animales que estn muy mal. Como eres
amigo del Condori que es mi paisano, te cobrar ciento cincuenta pesos y te entrego a
las guaguas en Tapacar cuando llegues
Era un robo, pero Mamani estaba dispuesto a dejarse robar. Desde que vio la
posibilidad de huir de la mina, de volver a su valle, a la vera de su pequeo ro, entre las
chacras de maz, a la sombra de los rboles, le pareci que haba de nuevo esperanzas, si
no para l, herido interiormente por la muerte de la Mara y extenuado fsicamente por
el brutal trabajo de barretero, al menos para sus hijos. Eran ellos a quienes quera salvar
ahora. Era por ellos y con ellos que deseaba huir. La perspectiva para Juanito y la
Marucha de una vida sin esperanza ni alegra en este desierto rgido de sinuosidades
gigantes, a cuatro mil metros de altura, sin vegetacin alguna, le pareci de pronto una
pesadilla. Qu sera de ellos? Habitualmente extrao a la ternura por la herencia de
parquedad emocional que corra por sus venas de mestizo juntamente con la sangre
indgena, esta vez la pena presentida le estruj el pecho ante la visin de lo que poda
esperar a sus hijos. Estaba dispuesto a dar todo lo que tuviese.
-Te pagar cien pesos y eso porque no tengo ms. Ya te he dicho que con lo que se ha
muerto mi mujer lo hemos gastado todo. Te juro por Dios que no tengo ms
-Bueno, est bien. Yo voy a salir antes que amanezca, a eso de las tres. Tengo que
apurarme porque va a caer una nevada y en la cumbre es capaz de helar hasta a las
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llamas. T no eres de por aqu y no sabes lo que es eso Quin sabe si podrs bien
pasar la cuesta maana por la noche.
-Yo he de poder noms, pero ten cuidado con mis guaguas. Si algo les pasara a ellos
yo no s
-Claro. Los vamos a envolver bien, pues. Siempre tendrs unas frazadas. Mejor
saldremos juntos de aqu, dentro de un rato y as nos vamos a tu casa y sacamos a tus
hijos. Yo voy a ensillar los animales en la casa del Condori. Es mejor salir de ah. Vive
en la orilla del campamento.
-S, es mejor. Mis pobres guaguas van a tener mucho fro Su voz estaba ronca por
la emocin contenida.
Entraron de nuevo a la habitacin donde haban estado bebiendo.
-Juanito Juanito
-Tatay?
-Levntate!
-Ya te ests subiendo a la mina, tatay?
-No. Tenemos que irnos. Levntate y vest a la Marucha. Aprate Aprate.
Mamani encendi una vela de sebo, a medias consumida. A su luz temblorosa y
desigual, pudieron verse los ojos de Juanito, enormemente abiertos. El nio pugnaba por
despertar del todo. Cuando se incorpor al fin y empez a ponerse el pantaln de
bayeta, Gonzles que estaba parado junto a Mamani Poma, pudo apreciar que se
trataban de un nio mestizo como su padre y como l mismo, de unos seis aos de edad,
con expresin inteligente. Juanito mir a Gonzles primero y despus a su padre como
preguntndole quin era el visitante. Mamani Poma explic:
-Con este amigo se van a ir antes de que amanezca.
La sorpresa del nio encontr su curso en una pregunta ansiosa, hecha en quechua
como para asegurar mayor intimidad:
-Khanri?
Tendra que explicar sin duda. El nio era demasiado perspicaz para ser engaado
simplemente.
-Yo voy a ir detrs de Uds. En la noche. Nos vamos a escapar porque si no, los
carabineros de la Polica nos agarraran. T ya eres un hombre y le vas a ayudar a la
Marucha que es chiquita. Nos vamos a volver al valle, pero primero vamos a ir a la casa
de este amigo en Tapacar. Ah me van a esperar.
-Solitos vamos a ir?
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-Est durmiendo
Viajar en la cordillera es subir y bajar sin descanso. Las sendas por las cuales slo las
bestias y las gentes habituadas pueden transitar, suben como un gusano interminable,
kilmetro tras kilmetro, legua tras legua para alcanzar la cumbre de un muralln
gigante y precipitarse al otro lado, retorcindose con angustia, hasta el fondo de una
quebrada, cuyo hilillo de agua cristalina y helada cruza por debajo, y con renovado
impulso, trepan el muralln del frente, an ms alto que el otro, para precipitarse de
nuevo al fondo. Y as, sin cesar, una hora despus de otra, un da despus de otro
-Bueno. Vamos -y el grupo reanud su marcha.
La belleza de una gran cadena de montaas, contemplada de estas cumbres, es slo
comparable a la belleza eternamente cambiante del mar. Y como el mar, la cordillera
nunca es igual a s misma. Cambia de color con las variaciones de la luz; cambia cuando
las nubes le ponen un manto inmenso de sombra sobre sus lomos; cambia con cada paso
del que la mira. Ansiosa de exhibirse, presenta una nueva silueta, una nueva forma a
cada vuelta de sus salientes. Su grandeza es desolada y solemne. Cuando al fin los
temblorosos pies del viajero han alcanzado una elevacin que se alza sobre todas las
otras, quiz a cinco mil metros, de nuevo la imagen del mar es la nica comparacin
admisible. Pero de un mar cuyas olas agitadas por una tempestad terrible se hubiesen
petrificado de repente.
En nada de esto pensaba Gonzles al caminar aprisa detrs de sus acmilas.
Habituado a la cordillera desde su niez, slo su ausencia habra podido causarle
inquietud o emocin. En cuanto al mar, no lo conoca y apenas tena nocin de su
existencia. Para l, el trmino del mundo estaba all donde la montaa se rebaja tanto
que se convierte en colina insignificante.
Su mente estaba ocupada en otra cosa. Estara el indio Pedro, cuyo apellido nunca
lleg a saber, estara esperndolo de acuerdo a lo prometido, en su choza oculta en una
arruga de la cordillera? Tendra que seguir por esta senda una media hora ms. Despus
dejara a los nios esperndolo en el camino y bajara por una huella, casi invisible a la
casa del indio para recoger el mineral que le haba prometido para este viaje. En general
todo haba ido bien por largo tiempo en este negocio de rescatar mineral robado.
El indio Pedro, viejo taimado pero honesto, iba a la mina a vender lea. Su presencia
no despert jams desconfianza. Era como un pedazo de la misma cordillera, como su
mismo color, con igual tranquilidad inmutable. Por lo dems, todos estaban habituados
a su presencia intermitente en el campamento. Recoga el mineral de poder de aquellos
obreros que le haba indicado previamente Gonzles y se lo entregaba en su choza a
cambio de algunas provisiones como azcar, coca, maz, harina. Raras veces exiga
dinero. Era viejo y slo se contentaba con vivir pegado a sus rocas como un molusco.
Pero algunas veces se emborrachaba con el exiguo producto de la lea que haba
vendido y entonces desapareca por das enteros. Gonzles, constantemente atemorizado
ante la perspectiva de caer en manos de la Polica Minera, viva horas de angustia
esperndolo acurrucado en la choza. Ayer precisamente lo haba visto bebiendo en la
mina. Estara esperndolo ahora?
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Para empeorar la situacin, no slo estaban los nios, que constituan una sobre-carga
para sus acmilas despus de recogidas las bolsas de mineral, sino que tambin el da se
presentaba amenazador. Su experiencia de toda una vida, le haba enseado a temer las
tempestades de nieve en la cordillera. l saba bien que en estas montaas de aire seco y
helado, nieva rara vez. El viento constante arrastra las nubes hacia los valles. La nieve
perpetua se mantiene en los picos, quin sabe desde cundo, por el terrible fro que hace
all. Pero cuando cae una tempestad de nieve, es sencillamente terrorfica. No es
comparable a una tempestad de granizo, en la que las pequeas bolas de hielo que caen
del cielo danzan sacudidas por rfagas de viento que se llevan la tempestad entera de
cumbre en cumbre y acaban por disolverla. Lo nico de temer entonces son los rayos
que iluminan las crestas elevadas, como latigazos a la soberbia de las alturas. Si no se
tiene encima un poncho de vicuas, que atrae los rayos, todo se reduce a esperar,
protegido por cualquier roca durante unas horas. Despus brilla de nuevo el sol.
Con las tempestades de nieve es otra cosa. Entonces se pierde el viento, como si
hubiese ido a descansar de su fatiga eterna. El aire, vibrante casi, a fuerza de enrarecido,
que envuelve habitualmente la cordillera, se vuelve denso y pesado. Y la nieve cae. Cae
sin cesar, da tras da, ocultando todas las sendas, haciendo imposible el paso por las
abras, ponindole una interminable camisa blanca a la desnudez de los flancos soberbios
de la montaa. No es posible orientarse porque no se ve. Los finos vellones que caen,
dan vueltas al cuerpo, danzan con movimientos fantsticos frente a la cara, se le
introducen a los ojos, a la boca, a cuanta abertura pueden encontrar en la ropa. Su
contacto suave produce escalofros. Adems de la orientacin, se pierde el control, la
sensibilidad, la proporcin de las cosas. La obsesin de echarse a descansar lucha sin
tregua en la mente con la conviccin instintiva y vital de que no hay que ceder. Es
necesario continuar caminando, incluso a riesgo de precipitarse en un abismo. El que
cede, el que se sienta al menos, est perdido. La conciencia lo abandona
progresivamente, un estado de calma lo invade mientras la nieve cae bailando ante sus
ojos, sobre la cara, sobre el cuerpo, sobre los pies helados
Gonzles lleg al punto del camino en el que tena que tomar decisin. Llevar
consigo a los nios a la casa del indio Pedro le pareca cada vez ms un absurdo.
Tendran que bajar por una senda imposible, casi dos leguas. Las bestias no podan
resistir, teniendo en cuenta sobre todo la doble carga, el mineral y los nios, con la cual
deban regresar. Como haba pensando antes, quera dejarlos en esta parte del camino,
donde el desvo a la casa de Pedro comenzaba. Pero el problema estaba en que no
volvera a salir al mismo sitio sino dos leguas ms adelante. En realidad, tena que
recorrer dos lados de un tringulo, en uno de cuyos vrtices estaba ahora mientras que la
casa del indio estaba en el otro y el punto donde pensaba retomar el camino vena a ser
el tercero. Pero Qu hacer con los nios? Si ellos pudieran caminar las dos leguas que
los separaban del sitio donde l retomara el camino, no habra problemas. Pero,
podran ellos hacerlo? Y la tempestad que sin duda iba a desencadenarse antes de lo
que l mismo haba credo
Por una vez en su vida mezquina y oscura, un pensamiento generoso cruz por su
mente: abandonar el mineral, no ir a lo de Pedro y continuar con los nios a toda prisa
para llegar cuanto antes a Tapacar; pero, podra recoger alguna vez ese mineral?
Nunca saba uno si el mismo Pedro no haba sido sorprendido por la Polica Minera. Si
en su viaje siguiente, que tendra que ser despus de meses, l mismo no sera
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Mientras deca esto, arreglaba las caronas de los animales para evitar que se cayera en
la violenta bajada que tenan por delante. Dirigi las acmilas hacia un sendero casi
invisible, prorrumpi en un silbido corto y agudo y la mula se adelant a bajar.
-Bueno Caminen noms siempre apuraditos Yo les voy a alcanzar en un
ratito
Y se fue tras sus animales.
Los nios de aquella cordillera, que se aterrorizaran ante una bicicleta y saldran
huyendo enloquecidos ante el ruido de un tranva urbano, no se asustan de la soledad de
las montaas. Estn habituados a que el ms prximo vecino tenga su casa a dos o tres
leguas de distancia. Adems, los nios creen en las promesas con toda la fuerza de su
inocencia. Juanito y la Marucha iniciaron despacio su marcha a lo largo del caminillo
que tenan ante s. Los menudos pasos de la chiquilla, atareada comiendo el mote,
apenas si le permitan avanzar. A este paso, no iran las dos leguas que podan ser su
salvacin ni en una semana.
-Aprate Maruchita.
-Yo quiero esperar a mi mamita
Juanito la tom por la mano y comenz a estirarla levemente. Los pequeos
pedruscos de la senda labrada en la roca, constituan serios obstculos para su marcha.
Gonzles caminaba a toda prisa arreando sus acmilas. Despus de todo, quera tener
tiempo, antes que comenzara a nevar, para regresar en busca de los nios. Hasta se
prometi salir a este mismo punto del camino en vez de dos leguas ms adelante porque
saba muy bien que una chiquilla de cuatro aos y un muchacho de seis no iran muy
lejos.
Cuando al trmino de una marcha precipitada de una hora o poco ms, lleg a la
choza el indio Pedro, ste no estaba pero haba fuego encendido en un pequeo hogar de
una esquina. Era indudable que el indio haba regresado de la mina por la noche.
Probablemente habra ido por agua al fondo de la quebrada. Gonzles se meti en la
choza y se qued a descansar junto al fuego. Transcurri un largo rato.
Inquieto al fin sali a la puerta y le llam la atencin el que la luz del da en vez de
aumentar, estuviese disminuyendo. Nuevamente tuvo la impresin de que poda tocar el
cielo con la mano. Vio al indio Pedro que estaba trepando del fondo de la quebrada con
un pequeo cntaro de barro sujeto a la espalda por unas correas de cuero sin curtir. Le
hizo seas para que se apurase. Cuando al fin lleg, quiso terminar cuanto antes la
transaccin.
-Aqu estn la coca, el azcar y todo lo dems. Entrgame el mineral porque me tengo
que apurar
-No te puedes ir ahora. En un rato ms va a comenzar la nevada y t sabes lo que es
eso.
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-Ahora me tengo que ir. Tengo que apurarme porque hoy siempre tengo que llegar a
Tapacar.
Ni siquiera al indio Pedro quera explicarle la verdadera causa de su apuro. Saba que
este viejo de alma recta, lo juzgara como un malhechor. Conoca lo suficiente a este
hombre como para saber que l no cambiara la vida de una pequea llama por cien
toneladas de wlfram.
-Pero no te puedes ir. No vas a llegar. Te vas a helar en la cumbre sin encontrar la
senda.
-Yo conozco bien el camino. Desde chico estoy andando por aqu.
-Yo he nacido aqu y las llamas tambin y ni siquiera las llamas que estn afuera
podrn salvarse.
-No hables ms-. La actitud imperante del mestizo ante el indio, tan habitual en las
relaciones mutuas de estos dos grupos humanos, apareci en la voz y el ademn de
Gonzles-. Ahora me tengo que ir, pase lo que pase.
El indio tuvo para s que el arriero tema ser alcanzado por la Polica Minera y se
call. Entreg y ayud a cargar las saquillas de mineral, y Gonzles parti cuando
empezaba a nevar.
Por un momento dud cul senda seguir: si la que sala al camino dos leguas adelante
o aquella por la que haba venido. Por poco que hayan andado, se dijo a s mismo, los
nios habrn avanzado algo en estas tres o cuatro horas. Ser mejor salir adelante y
regresar en busca de ellos, que darles alcance por detrs. Y tom la senda que le hara
avanzar dos leguas.
Fue una lucha cubrir esa distancia. La densidad de la nevada iba en aumento. Con
toda su experiencia de la cordillera, por momentos le costaba encontrar el caminillo que
deba seguir. Las bestias no estaban menos inquietas que l. A cada momento pretenda
regresar a la choza del indio Pedro donde haba un corral para protegerse contra las
inclemencias del tiempo. Gonzles iba con la obsesin de trasponer el abra, una legua
ms all de la reunin de ambas. Aquella por la que los nios deban estar viniendo, era
algo mejor, ms ancha, ms visible. Tardaran ms en desaparecer debajo la nieve. El
fro inmediato no era muy intenso pero resultaba difcil ver por la densidad de la
precipitacin atmosfrica. Cuando finalmente sali al camino en el que haba dejado
horas antes a los nios, varios kilmetros atrs, el conflicto que estaba torturando su
espritu hizo crisis.
Qu hacer? La tempestad estaba en toda su fuerza aterradora. Para imponer mejor su
presencia, los rayos iluminaban el da gris y repentinamente rfagas de viento parecan
huir o ocultarse en las quebradas profundas. En unas horas ms, la senda estara perdida
del todo, todos los pasos seran impracticables y su esperanza de trasponer el abra se
habra desvanecido. Si al menos los nios hubieran avanzado una legua, si estuvieran
siquiera a mitad del camino que debera desandar
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Pero l saba bien que no poda ser. La tempestad haba comenzado demasiado
temprano y era imposible que Juanito y la Marucha que apenas podan caminar con
seguridad, hubiesen podido avanzar luchando contra los elementos desencadenados.
Qu sera de ellos? Volvi la cara, sombro en el vano intento de atravesar con la vista
la pesada cortina de nieve que se precipitaba interminablemente y distinguir las dos
pequeas figuras aproximndose. Despus, hizo una cruz con los dedos de la mano
derecha, alz el brazo y en el aire, traz una cruz grande en la direccin en que los nios
estaran en ese momento, bes la cruz de la mano y se fue camino del abra abandonando
a Juanito y la Marucha.
Cuando la tempestad comenz, la Marucha rompi a llorar. Juanito iba a seguirla
pero se acord de la recomendacin paterna: "Vas a cuidar a la Marucha ya eres un
hombre"
-No llores. Ya va a venir el arriero -su voz no era muy convincente.
-Yo quiero a mi mamita dnde est mi mamita?
-Est viniendo con el pap ya van a llegar
No haban avanzado quinientos metros. La Marucha caminaba con dificultad y se
haba cansado pronto. Con los primeros rayos y el silbido del viento, el terror se
apoder de ambos. Entonces Juanito tom una decisin.
-Aqu vamos a esperar
l estaba llorando tambin.
Hizo sentar a su hermanita en pleno camino y se sent a su lado. Ambos estaban
tiritando de fro y terror.
Los rayos cesaron y el viento se fue. No haba campo en el espacio sino para la nieve
que caa siempre igual a s misma, pesada, tenazmente. Los ltimos restos del viento
rezagado, hacan remolinos con los copos flotantes y se precipitaban a las quebradas
profundas. Despus, otra vez el silencio de la nieve que caa
Marucha fue perdiendo la conciencia ms rpidamente. Dej de llorar y se recost en
el suelo. Juanito, que an lloraba, acomod uno de sus brazos como almohada para ella
y la abraz con el otro. Se apret contra el cuerpecillo de Marucha tanto como pudo en
el vano intento de protegerla y protegerse. La sensacin de cansancio invadi su mente
y su llanto entrecortado se apag.
Sigui nevando tenaz, silenciosamente.
La nevada cay por dos das y una noche como si el cielo entero hubiese querido
volcarse sobre la cordillera. Despus la atmsfera qued lmpida y brillante. El fro se
hizo intolerable. Todas las montaas que podan verse estaban cubiertas de nieve que,
con la salida del sol, se solidific hasta adquirir la transparencia del vidrio y la dureza
de la roca. El deshielo durara ms de un mes.
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-So bestia carajo! -el sargento estaba a pocos metros-. No ests agarrando una
vela sino un fusil! No estars con miedo de este yoqalla, ja!
El soldado se volvi plido contra el yoqalla y le dirigi un gesto amenazante. Luego,
sentado con el fusil entre las piernas, se dedic a sacar la tierra del cao con un alambre
que traa cuidadosamente enrollado en un bolsillo del uniforme.
Reconoci el quejido que llegaba del interior de la habitacin: quiso entrar pero el
sargento se lo impidi. Apercibi a su madre sollozando sentada en el borde del catre.
Un militar de bigote la estaba haciendo llorar, seguramente, ay! Al levantar la cabeza
encontr los ojos del sargento.
-sta es tu casa? -se dej preguntar.
-S seor -respondi hurao.
-No puedes entrar, mi teniente la est interrogando a tu mam.
-S seor -y esper sentado al lado de la entrada-, interrobando?, rogando,
borrando? Atisb entre las botas del sargento.
Vio cruzar a su madre hacia el fogn, oy que avivaba el fuego con su aliento, que
meneaba la sopa hirviendo en la olla, que se secaba el vapor de las manos y del rostro
con el delantal y las lgrimas. O quizs simplemente imagin que as era. La bota de
"miteniente" apareci a pocos centmetros de su cara, sobre la grada. Miteniente dio una
orden al sargento y ste parti al trote con el soldado, miteniente mir el sol, mir el
callejn, mir el suelo, lo mir a l.
-Dnde est tu padre? -acaricindose el bigote.
-No-s-seor -se atropell l.
-Cmo?
-Acaso no est aqu en la casa seor?
-No. Justamente lo estamos buscando para que arregle un problema surgido con la
radio del Sindicato.
La radio. De all vena l. All le haba dicho clarito el Nogales: "And corriendo a tu
casa y dile a tu padre que se han entrado otra vez". Otra vez, una vez ms, de nuevo, los
uniformados.
Su madre se acerc a la puerta secndose las manos, el ceo fruncido.
-Dnde pues te has metido mocoso? Aqu sola me dejas toda la maana -lo increp-.
Entra, vas a tomar tu caldo -lo arrastr de una oreja sin lastimarlo.
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Miteniente se qued afuera. Daba pasos grandes frente a la entrada. El sol se iba y
vena con cada pasaje de miteniente. Sonaron algunos disparos a lo lejos, miteniente se
detuvo. Silencio. Otra vez los pasos de miteniente. Junto a la olla otro soldado sorba de
cuclillas una taza de caldo, mirando inquieto el sol que se iba y vena a travs del portal,
la sombra desmesurada de miteniente. El soldado parti una papa con la cuchara y dio
los ltimos sorbos a su caldo.
-Gracias seora -dijo tendiendo tmidamente la taza.
-Le voy a aumentar, debe estar con hambre. Ha debido caminar mucho
-Cerquita noms estbamos -se interrumpi como si hubiese dicho demasiado.
-Srvase de todas maneras. Usted es pues pobre, como nosotros; debe tener hambre -y
volvi a llenarle la taza.
-Gracias seora -repiti como avergonzado, mirando de reojo hacia la entrada, a la
sombra que pasaba, el sol que iba y vena.
Su madre le sirvi tambin una taza llena hasta el borde con harta papa.
-Y dnde pues has estado hasta ahora? -inquiri en voz baja.
-En la radio, mam, con el Nogales
-Shush le hizo un gesto mirando hacia la entrada. Sombra, sol, sombra, sol- Y tu
pap acaso no estaba con el Nogales? -pregunt ansiosa. No, hizo l un gesto con la
cabeza. El soldado pareca no or nada, la cara metida en el vapor de la taza de caldo.
-Ay! No lo habrn tomado solo en alguna parte -lastimada, afligida.
Sombra, sol, sombra sombra.
-Cabo! -era la voz del teniente.
-Firrrme-mi-teniente-tee! -se puso de pie sobresaltado, sin saber qu hacer con la
taza que tena en las manos.
-And a ver dnde se ha metido el boludo de tu sargento, hace media hora que ya
debera haber vuelto -dijo exagerando el tono autoritario.
-Su-orden-mi-tenien-tee! -y sali al trote, cruzndose en la entrada con el teniente.
-Chico! -otra vez a l- Cmo te llamas? -dijo en tono amistoso.
-Jaimito se llama -intervino la madre-. Para qu cosita lo necesita, teniente?
-Jaimito, vas a ir a buscar a tu pap. Seguro que t sabes dnde est.
-S seor
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Los soldados cuidan la bocamina sin acercarse demasiado; el rapaz ha entrado sin
dificultad. Esta oscuridad es absoluta, aqu no se acostumbran los ojos. O uno trae su
luz o no ve nada; piensa as y camina siguiendo el nervio del socavn, los rieles que
sirven de gua. Ms all, una luz. Camina hasta toparse con un minero de guardatojo y
lmpara.
-No le ha visto a mi pap, compaero? -emplea la palabra que su padre utiliza para
dirigirse a los trabajadores. El minero se agacha y con su luz ilumina el rostro del
yoqalla. Se endereza, le tiende la mano, lo lleva hacia adentro.
-Vamos a buscarlo juntos -el ruido de sus botas resuena en los charcos. l ha
entrado pocas veces a la mina, siempre con su padre. Ahora es diferente, han cortado la
luz, no suenan ni las palas ni las perforadoras, no tiemblan los buzones ni se desprenden
los muros dinamitados. Ahora es ms bien el silencio el que uno escucha, un silencio
roto apenas por murmullos lejanos que rebotan de una galera a otra, se transmiten
giles trazando en la oscuridad una red de niveles, galeras, socavones, salas, buzones.
Las botas del minero aplastan los charcos de copajira. La mano seca y agrietada lo
introduce pronto en una pequea pieza de madera, forrada de peridicos. Luz, hombres.
-Por aqu pas tu padre -le dice serenamente. Una mquina de escribir, papeles, una
vetusta mesa de madera. Un papel es retirado de la mquina.
-Bueno -un minero levanta el papel-, voy a leer: "Comunicado del Comit de Huelga
No. 4. Compaero soldado: te has preguntado en algn momento cul es la razn por
la cual tienes que soportar el fro y el hambre haciendo guardia ac en las minas? Y lo
que es peor, te has preguntado cul es la razn para que tengas que apuntar y amenazar
con tu fusil?"
-Por aqu pas tu pap -la mano seca, agrietada clida.
-"No sabes acaso, compaero soldado, que los mineros tenemos muchos hijos, que
tenemos una madre y tenemos esposa, que se quedaran hurfanos y desamparados si t
obedeces rdenes de los generales para masacrarnos"
-Vamos -se deja arrastrar de nuevo hacia la oscuridad. La voz que lee se va
perdiendo:
-" pedimos mejoras salariales porque igual que t, tenemos hambre y porque igual
que t tenemos fro"
Plash, plash, plash, las botas sobre los charcos. Sus abarcas salpican tambin la
copajira, empapadas, pero l no piensa en ello. Muy lejos pequeas luces se desplazan.
Plash, plash, plash. Un espacio de silencio, otra pequea puerta de madera. Entre las
tablas se filtra la luz. La mano clida no se desprende, la otra golpea suavemente la
puerta.
-" las amas de casa nos hemos organizado para enfrentar a las medidas criminales
de este gobierno antiobrero, antinacional y vendido al imperialismo que ha cancelado
las pulperas y dejado sin vveres a miles de hogares mineros"
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pancito, seorita. Y ahora camina calle abajo hacia los barrios del sur y mira las casas
grandes, cuntas flores, cunto sol, debe ser lindo vivir aqu.
Se detiene frente a una reja por donde mira el interior de una hermosa casa. S, debe
ser lindo vivir aqu con mam y todo: Rosita, ven, hijita, a tomar tu desayuno, a ver,
aqu tienes pastelitos, empanaditas. -S, mamita, pastelitos para m? -S, hijita, pero
antes djame abrazarte fuerte, fuerte - Y oprime con tal fuerza la bolsa de dulces
que despierta de su sueo.
Se aparta de la reja, retrocede asustada, pensando que tal vez alguien la escucha, pero
no ve a nadie y choca contra un tacho de basura, qu grande es y mete las manos, debe
haber algo para comer, esta gente rica debe de tirar todo. Busca y rebusca dentro del
tacho y aqu hay un pedazo de carne, qu chicha!, un pedazote de asadito slo para m
y se lo lleva a la boca, sabe rico, pero raro, aunque ella nunca ha conocido el sabor de la
carne asada y sigue comiendo.
Son las siete y media de la noche y uno a uno llegan los amigos al Hospital de
Clnicas en Miraflores. Tanto la hemos buscado a la Rosita y aqu labian traydo, dice el
Mocko, a su amigo el Sonrizas, para que dos das haya desaparecido, hermanito, bien
raro shempre. Es que yo shempre veo el telepolicial en la televisin del bar donde me
vendo cigarros, acota el Waype.
Entremos de una vez que aist viniendo la Terecita.
Sin separarse mucho uno de otro, entran despacio al fro recinto y sobre una mesa de
concreto ven el cadver de la Rosita. Est tiesa, hermano, qu putas le habr pasado?,
dice el Waype. Adis Rosita, dice el Mocko, mientras le acaricia el rostro y le toca la
mano, no podemos llevarte con nosotros, no sabramos dnde enterrarte, adems ya van
a cerrar la morgue. Estars bien, s, ya no sentirs fro ni hambre y nosotros tenemos
que volver a la calle -dice llorando la Terecita. El Ahijado, el Sonrizas, el Mocko, el
Waype y yo te decimos adis, Rosita.
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