Este documento describe los eventos que ocurren después de que Alicia sufre un "shock nervioso" en el Instituto para Señoritas y Varones. Alicia comienza a gemir de una manera que parece una viuda legítima lamentando la muerte de su esposo. A pesar de que su condición no es una enfermedad, todos se preocupan por ella. El rector y el padre de Alicia acuerdan guardar lo sucedido en secreto para proteger la reputación del Instituto. El maestro culpable recibirá un castigo, y el compromiso de A
Este documento describe los eventos que ocurren después de que Alicia sufre un "shock nervioso" en el Instituto para Señoritas y Varones. Alicia comienza a gemir de una manera que parece una viuda legítima lamentando la muerte de su esposo. A pesar de que su condición no es una enfermedad, todos se preocupan por ella. El rector y el padre de Alicia acuerdan guardar lo sucedido en secreto para proteger la reputación del Instituto. El maestro culpable recibirá un castigo, y el compromiso de A
Este documento describe los eventos que ocurren después de que Alicia sufre un "shock nervioso" en el Instituto para Señoritas y Varones. Alicia comienza a gemir de una manera que parece una viuda legítima lamentando la muerte de su esposo. A pesar de que su condición no es una enfermedad, todos se preocupan por ella. El rector y el padre de Alicia acuerdan guardar lo sucedido en secreto para proteger la reputación del Instituto. El maestro culpable recibirá un castigo, y el compromiso de A
Este documento describe los eventos que ocurren después de que Alicia sufre un "shock nervioso" en el Instituto para Señoritas y Varones. Alicia comienza a gemir de una manera que parece una viuda legítima lamentando la muerte de su esposo. A pesar de que su condición no es una enfermedad, todos se preocupan por ella. El rector y el padre de Alicia acuerdan guardar lo sucedido en secreto para proteger la reputación del Instituto. El maestro culpable recibirá un castigo, y el compromiso de A
Descargue como PDF, TXT o lea en línea desde Scribd
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 29
Para Archibaldo Bums
Aque! gemir de Alicia entre tas irremediables sbanas de
hielo era seco, sin lgrimas, con sollozos breves a los que entrecortaba la respiracin difcil igual que en un letargo inocente. A pesar de su origen sencillo, a pesar de no ser siquiera propiamente una enfermedad -un simple shock nervioso haban dicho en el Instituto para Seoritas y Va rones cuando en compaa de su padre la trajeron a casa tres horas antes-, esto era tan parecido a la muerte que todos se impresionaron, todos se pusieron en movimien to, aunque sin propsitos denidos, en un afn de sentir que se haca algo, por inconcreto y gratuito que fuese. Alicia miraba a travs de las pestaas, y cierta plenitud triunfante, algo muy tibio se adueaba de su ser al sentir la obsequiosa alarma y los cuidados tan ingenuamente intiles y Henos de cmica reserva de las personas ma yores. Parecan extraos pjaros habitantes de un plane ta vaco y desconocido en medio de esta alcoba infantil, inocente, candorosa, un poco como Gulliver junto a los reducidos muebles de nia, la mecedorcita donde mons truosamente su padre tom asiento, sin fijarse, como un autmata; la pequea cama para muecas -para mue cas, Dios mo!-, apenas un poco ms pequea que la pro- 222 - JOS REVUELTAS
pa cama donde reposaba Alicia; las paredes con dibujos
inspirados en Perrault, las cortinas, sobre la ventana, don de un perro de San Bernardo jugaba con un nio, y lue go aquel friso de conejos que se perseguan tontamente, sin alcanzarse jams. Extraos pjaros en medio de esta alcoba infantil a la que Alicia perteneca hoy de mane ra tan distinta tambin, tan de otro modo. Es decir, a la que ya no perteneca simplemente. Ahora ya no, aunque todos se empearan en lo contrario, sin que ella, por su parte, ofreciera resistencia alguna. La servidumbre, a la cual no fue posible ocultarle el escndalo de aquel suceso, se haba congregado en torno de Alicia con cierta compungida malevolencia al amparo de la anarqua que rein en los primeros ins tantes y fue preciso desalojarla en la forma menos ofen siva posible. Sin embargo, alguna de las recamareras se entretuvo para recoger el desgarrado uniforme de Alicia, y ahora lo doblaba escalofriantemente -como si doblase un cuer po humano vaco, sin vrtebras, pero vivo, despus del tormento de los cuatro caballos que habran tirado de sus extremidades-, aplastando, junto al escudo rojo del Instituto y las blancas letras de su leyenda latina, A^- ra A^ As?ra, los dos senos pberes que an abultaran en la blusa vaca despus de que se desnud la joven. Los aplastaba pensando quin sabe qu inmundicias, con una inaparente y rva crueldad. Lo extraordinario era que Alicia no sufra, pese a sus gemidos. Ella pens -acordndose de su ta Ene, en la muerte del to Reynaldo- que lo indicado era gemir, so llozar del mismo modo que lo hacen las viudas legtimas DORMIR EN TIERRA * 223
la tarde del entierro, no tanto como una expresin de su
dolor, cuanto como una deferencia hacia los dems, en cierta forma para no defraudar a nadie, a toda esa gen te de negro que rodea el atad y se estremece con los ayes de la pobre mujer que tanto am al difunto y ahora quedar de tal modo sola. De tal modo sola e irremedia blemente compadecida, mientras la amante del esposo muerto, esa viuda ilcita y secreta que hubiese sido tan mal vista en el cementerio, llorar silenciosas lgrimas en el rincn de un templo o se pegar un tiro en el cuartu cho de algn hotel. Una semana, recordaba Alicia, una semana entera, cuando la muerte del to Reynaldo, en que la ta Ene no dej de gimotear con un estertor rtmico, pausado, idntico al suyo de hoy. Alicia saba que en virtud del carcter indecible, escabroso, de estos gemidos suyos, aquellas oscuras sensaciones que en otro tiempo ella mis ma experiment ante los gemidos de la ta Ene, aque lla su aterrorizada piedad, su estremecida indulgencia, se trasladaban ahora a las gentes que la escuchaban ah rodendola en su alcoba de nia, a su padre, al rector del Instituto y, quin sabe, a esta odiosa enfermera blan ca, a esta odiosa estatua de yeso, en la misma forma que entonces. Ellos sentiran lo mismo, lo que Alicia recorda ba haber sentido en esa ocasin, una curiosidad sin fuer zas, llena de miedo, una imagen seca e informe de algn icontecimiento brbaro pero impreciso, como si Alicia uese una nueva ta Ene, una nia viuda. Sentiran prodi giosamente lo mismo, con una inslita placidez de todos nodos, con una especie de perplejidad, sin embargo, ya ranquila a lo ltimo. 224 * JOS REVUELTAS
Ellos, todos ellos, cuyo nico propsito era disimular
su conviccin respecto a lo que tenan por una desgracia irremediable, que los juramentaba, a causa de la forma sin duda viscosa y hmeda en que cada quien reconstrui ra los hechos, a no mencionar el asunto sino con absur das palabras, horrorosamente sin sonido. Una viuda legtima. Una alegre viuda legtima que ge ma sin consuelo. La forma fabulosa en que aquello haba comenzado y cmo las voces se transformaron perdiendo diafanidad, perdiendo su origen, a partir de aquel grito espantoso que Alicia lanz en la rectora del Instituto ante la pre sencia del mdico. En cuanto ella haba comenzado a sacudirse, vctima de atroces convulsiones, su padre lo despidi, ya con unas palabras que parecan envueltas en trapos. Alicia pudo darse cuenta as, en ese mismo momento, de que todos la saban inocente y que la da ban por absuelta de antemano, como algo por encima de toda condenacin. -Sobre todo -stas fueron las palabras que el rector dijo a su padre en la rectora del Instituto, ante la propia Alicia, bajo una luz singular que exactamente no era luz-, es preciso guardar la reserva ms absoluta. En tiempos muy lejanos, su padre y el rector haban sido condiscpulos, tiempos de la escuela primaria, ini maginables, y ambos, su padre y el rector, se trataban a causa de esto con una detonante camaradera, muy os- tentosa y marcada, como si se propusieran disfrazar un odio misterioso que los uniera. -Desde nios, t te acuerdas bien, nos hemos encu bierto uno al otro -el padre de Alicia enrojeci en una DORMIR EN TIERRA * 225
forma extraa y trmula a! escuchar estas palabras del
rector-, digo, nos encubramos uno al otro aquellas pe queas diabluras que imaginbamos inconfesables... -el rector hizo una larga pausa, ausente, con una especie de maliciosa aoranza-. T sabes que hacer pblico este caso sera gravsimo para el Instituto -prosigui-, termina ra por llevrselo el diablo. Por cuanto al maestro Mendi- zbal (perdona que le haya llamado maestro, es la fuerza de la costumbre), por cuanto a! bribn de Mendizbal, recibir un castigo ejemplar. -El primero en no querer que las cosas se hagan pbli cas soy yo -repuso el padre entonces con una voz sorda, que le sala del estmago-, pero espero de todos modos tu ayuda junto a la familia del novio. Tu testimonio ser definitivo. Ellos comprendern las cosas y el compromiso con Alicia seguir en pie. -En cuanto a testimonio, tenemos algo que no puede ser ms fehaciente -fue sa la palabra, fehaciente?-, que no puede ser ms fehaciente, y ese algo es la confesin del propio Mendizbal. Se la haremos firmar de su puo y letra en la reunin del Consejo. Te lo prometo -haba aadido el rector. Ante la propia Alicia, bajo una luz extraordinaria que nada tena que ver con la luz. Su padre estaba de espaldas a la pared, y el escudo del Instituto, por encima de su cabe za, le daba una cierta curiosa condicin, como si se tratase de un santo bizantino. P?rA.s%7^ra AJ Aim. Todas las maa nas, antes de entrar a clases, se les haca jurar este lema, a coro, las manos extendidas como en el antiguo saludo de los csares romanos. P^rAi^ra A<% A.sira, por lo spero a los astros, ms o menos. Entonces los alumnos de los cur 226 * JOS REVUELTAS
sos superiores ligaban las slabas con maliciosa rapidez y el
grito se escuchaba al unsono, semejante a una descarga de fusilera: "Pederasta, pederasta!" Tres veces. P<?r As^a As?ra. Las letras blancas en tomo del escudo rojo en la pared, como el halo de una imagen bizantina, en la pared desnuda, con los retratos ligeramente pederastas de todos los rectores que haban pasado por el Insdtuto. Pero la ta Ene no comenz a gemir sino ms tarde. El cuerpo de! to Reynaldo se mostraba dentro de un fre tro cuya tapa se mantena abierta, lo que al parecer era la causa de que todas las personas, en cuanto entraban en la sala, se aproximasen al cadver para mirar su ros tro rubicundo con una especie de agrado. La ta Ene, antes que comenzaran a llegar las primeras amistades, hizo traer un peluquero, grueso y afable, que se condujo hacia el to Reynaldo con un gran comedimiento y urba nidad, muy respetuoso y solcito. La llamaban Ene, que era la abreviatura de su nombre completo, Enedina. Fue ms tarde, delante de todas las visitas, que parecan ate rrorizadas, cuando sufri el espantoso ataque nervioso. Se tiraba de los cabellos, con los ojos inyectados en san gre y peda ser enterrada viva junto al to Reynaldo. El peluquero realizaba su trabajo con manifiesta compla cencia, la navaja espaola salindole de la mano igual a un extrao unicornio, mientras en voz queda deca frases afectuosas, monologando al modo de los mdicos cuan do tratan de disipar el miedo del paciente. -Ahora una pasadita aqu, mi seor, a que quede bien descaonado -y deslizaba la navaja por la mejilla, en tan to el ndice y el pulgar de su otra mano distendan la piel, no porque fuese necesario en un cadver, sino por DORMIR EN TIERRA * 227
un mero automatismo profesional. En seguida echaba a
cabeza hacia atrs para examinar su obra en perspecti va-. Aqu le quitamos un poquito a esta patilla y listo!, queda al parejo con la otra, mi seor -un alegre e invo luntario silbido sala de sus labios. Pero quin sabe por qu no se imaginaba lo del colo rete y la ta Ene lo cubri de insultos, mientras el pobre pareca a punto de llorar como si hubiera sufrido el ms grande fracaso de su carrera. Estaba rojo por completo, el mentn cado sobre el pecho, y mova la cabeza con breves sacudidas como si negara rpidamente alguna cosa, mientras soportaba los insultos en silencio. Podra haber se suicidado, como un capitn despus de la derrota. Por n aplicaron color a las mejillas del to Reynaldo, que ad quiri de pronto el rostro de un maniqu de cera con dos epidermis, una encima de la otra, ensambladas, la primera de un rosa tierno y la segunda de un blanco sin luz, sordo. De todos los recuerdos de su niez, se era el ms fasci nante para Alicia. Senta admiracin hacia el peluquero, hacia su gran barriga cordial, casi una especie de amor. Lo hizo con un pincel chino de bamb, del que dijo tam bin que era de pelo de camello, sedoso, suave, algn triste camello del desierto con sus grandes ojos severos, delicadamente, desvaneciendo la pintura a los lados de los pmulos en gradaciones descendentes y luego acen tuando la barbilla, hasta que el to Reynaldo adquiri una extravagante y equvoca animacin, como si estuvie ra un poquito ebrio. Tan fascinante como un mueco nico, que nadie po dra poseer, al grado de que jams aceptaron sus ami- guitas que aquello pudiera ser cierto, aunque cada una 228 < JOS REVUELTAS
anhelaba que su propio to muriese y se le pudiera pintar
el rostro as, como Alicia lo deca. Del mismo modo que los dems abreviaban el nombre de la ta Ene, sta abreviaba el de su marido, al que le de ca Rey. La condujeron a su recmara presa de convulsio nes horrorosas. -Para ella ha sido un golpe terrible, pobrecilla -mur mur alguien en la sala. -S, pobre mujer, tan buena, tan abnegada -el pelu quero, en un principio tan feliz, se excusaba de la mejor manera posible, confuso, aturdido. -No a todas las familias les gusta embellecer a sus muer tos, seora. En la casa de la seora B. la viuda del conta dor, usted sabe, incluso se indignaron al verme sacar los pinceles. "No vale la pena con este mequetrefe", dijo la seora su viuda, tales fueron sus palabras. El pobre seor B. haba perdido todo el cabello durante su enfermedad y, para ser franco, a m se me haba llamado tan slo para aplicarle unos postizos a los dos lados de la cabeza, as que confieso que me exced. Con el temor de incurrir hoy en lo mismo, dej en casa los pinceles, pero eso no quiere decir que yo ignore mi ocio, seora; quedar us ted muy sasfecha de mi trabajo. El seor B., con todo y no tratarse sino de unos simples postizos, adquiri un aspecto muy digno y respetable, el aspecto de un verda dero CPT -sali entonces en busca de sus utensilios, con movimientos muy singulares de las manos, como si nada se en el aire, pero impulsndose nicamente con los de dos, muy juntos, iguales a los de un palmpedo, los brazos pegados al cuerpo y aquellas dos cmicas aletas movin dose hacia atrs. DORMIR EN TIERRA * 229
Era difcil conciliar en esa ocasin aquellas diversas im
genes de la ta Ene, tan diferentes entre s, tan opuestas. La forma curiosa en que el peluquero usaba aquella mu letilla, "mi seor", como si en realidad el to Reynaldo no estuviese muerto, bien muerto. -Un poquito de rojo vivo en los lagrimales y ya est, mi seor. -Imbcil! -haba exclamado la ta Ene en cuanto las absurdas manos del peluquero desaparecieron a la vuel ta del corredor-. Imbcil! Si la gente comienza a llegar antes de que Reynaldo est presentable, no sabr qu ha cer. Habr que retenerla en la antesala. Dios! Sera in sufriblemente ridculo el que yo apareciese despus de media hora exclamando: "Ya pueden pasar, hagan el fa vor, por aqu!", como si Reynaldo hubiera sufrido alguna indisposicin -y la ta Ene se oprima las sienes. Gritaba que su nico anhelo era que la enterraran viva con Rey, con su Rey. La espantosa voz se oa en toda la casa. El to Reynaldo era malaclogo, especialista en el co nocimiento cientco de los caracoles. Su coleccin era extraordinaria y en cierta forma haba sido un hombre famoso, lo que fue causa, sin duda, de aquella ocurrencia del colorete en las mejillas. Vendran, cierto, algunos re presentantes de la prensa y, sobre todo, los viejos colegas, los viejos envidiosos colegas que se morderan los labios de ira al verlo, aun ah en el fretro, aun ah en los bra zos de la muerte, rozagante y dichoso, apenas un poquito borracho despus de morir. Alicia no se daba cuenta exacta, sin embargo. Le ha ba causado una extraeza morticante la gura de aquel anciano tristsimo, de mirada gris y melanclica, 230 * JOS REVUELTAS
tan enfticamente vestido de negro, al grado de que su
tu Lo pareca mayor a! de todos tos dems, cuya cabeza se inclin hacia el fretro mientras bisbiseaba una ora cin con el semblante transido de piedad. Pero no, no rezaba. -Se ve que el mentecato revent a su gusto -haba di cho sin alterarse, con la actitud del sacerdote de un culto implacable y sombro, la mirada envidiosamente fija en las mejillas sonrosadas del cadver. Aos ms tarde Alicia supo que aquel caballero era presidente de quin sabe qu sociedad y que, muy poco tiempo despus del to Reynaldo, muri a consecuencia de un cncer en el duo deno, en medio de espantosos dolores. -A la pobre de Ene no le escatiman sufrimientos, ms de los que ya tiene -dijo alguien con alarma desde el co medor, apresuradamente, con algo que pareca una frui cin equvoca y gustosa. Fue cuando Alicia escuch por primera vez la palabra "querida". Recordaba la entona cin con que la pronunciaron. Muy quedamente, con un veneno corrosivo, con un odio. Alicia haba logrado deslizarse hasta la recmara de la ta Ene, a quien tenan sujeta con unas sbanas como loca furiosa. -A la pobre no le escatiman sufrimientos, ms de los que ya tiene; ah est la querida, qu descaro -todos es taban convencidos del inconmensurable dolor que em bargaba a la pobre ta, quien de sbito se recobr, al escuchar aquello, y con un amplio y enrgico movimien to logr desprenderse de las sbanas lanzando a uno y otro lado, como ridiculas marionetas, a las dos criadas que la mantenan sujeta. DORMIR EN TIERRA * 231
-Qu quiere esa infeliz mujer en esta casa? -dijo con
una voz rotunda, lcida, igual a la de una generala que se dirigiese a su tropa. El cambio fue inaudito, increble. Las criadas tenan una cara de espanto y una de ellas sol t una risa estpidamente contagiosa. -La pobre te suplica por lo que ms quieras -intervino conciliadora la madre de Alicia en su papel de cuada de la ta Ene-, te suplica que le permitas ponerle unas ores a Reynaldo en la caja. Tan slo eso. La criada, a pesar de sus angustiosos esfuerzos por no hacerlo, volvi a rer y ahora fue secundada por alguna de las personas de la familia, que se puso a toser y a rer con pequeas explosiones de saliva. Se trataba de una pa riente un tanto nebulosa del difunto to Reynaldo. -Cllate, imbcil! -le grit la ta Ene dirigindole una horrible mirada lcida. La ta Ene en persona sali a la calle en busca de los gendarmes, pues las cosas se complicaron mucho y la querida no quera abandonar el cubo del zagun, como un perro, afianzada a la reja. Verlo salir, y ver cmo saca ban el cadver, nicamente eso, deca a grandes gritos lastimeros de bestia. Hubo que arrancarla de ah por la fuerza. La viuda ilcita que quera ver al amante por lti ma vez. La viuda secreta. Dos das ms tarde se hablaba respecto a la ta Ene de una manera sumamente extraa, como si las palabras que a ella se referan carecieran de sonido, pero al mis mo tiempo con una gran compasin, con una indulgen cia llena de misericordia. La ta Ene, encerrada en su alcoba, no haca otra cosa que gemir sin consuelo. En el ambiente de toda la casa, 232 * JOS REVUELTAS
igual, igual que hoy, haba una cosa elusiva, intangible,
absolutamente no dicha, pero que merced a los gemidos de la ta Ene se condensaba en torno de ella en la for ma de una absolucin sin reservas, una absolucin total, como si la ta Ene hubiera sido vctima de la injusticia ms atroz. Una injusticia horrible que se habra cometido contra la ta Ene, en un hotel de barriada, donde se encontr el cadver de la querida del to Reynaldo, la cual se haba pegado un tiro. -Estoy de acuerdo, es un testimonio fehaciente, irre cusable -dijo el padre-, pero me ayudars a convencer los, de todos modos, que esto ha sido una desgracia, como si la hubiera atropellado un tranva, una desgracia atroz de la cual Alicia no ha sido responsable, lo que es verdad, t lo sabes bien. Bajo una luz que propiamente no era luz, en la oficina de la rectora, una claridad lnguida y enferma, con una voz inhumana, que brotaba de quin sabe dnde, no del cuerpo, no de la garganta, desde luego, como si las pala bras carecieran de sonido. -Sin embargo, debieras llamar a un mdico -como si las palabras no se refiriesen a la pobre Alicia, sino que giraran nebulosamente en torno al injusto dolor que le impuso a la ta Enedina, algunos aos antes, el estpi do suicidio de una mujerzuela en el cuarto de un hotel remoto. Alicia miraba irnicamente a travs de las pestaas esta alcoba infantil donde ella era el centro de toda la inquie tud. Su padre, una sombra curiosa, un pjaro singular, un negro Gulliver con los hombros agudos, un pjaro flaco DORMIR EN TIERRA * 233
y feo, se puso en pie y en seguida tir de la cortina para
disipar aquella raya de sol que caa sobre la almohada, junto al cabello en desorden de Alicia. La luz brinc hacia la alfombra, huyendo, para caer junto al pie de la pequea mecedora de nia donde el padre volvi a sentarse, largo y desproporcionado, el as pecto mucho ms triste a causa de estar ah, encogido igual que una rata, igual que un pattico renacuajo ne gro, entre los brazos de la mecedora infantil, como entre frceps. La enfermera hizo un movimiento de aquiescen cia hacia l por haber corrido la cortina, apenas con una sonrisa triste e indulgente para no quedar al margen de ninguna de las cosas que se hicieran por la pequea y desdichada Alicia, y desde sus frceps el padre agradeci en silencio esa aprobacin, a su vez diciendo s con la ca beza y con un breve cerrar de prpados. Por su parte el rector lanz un hondo suspiro que, cu riosamente, pareca de satisfaccin, sin duda porque te na las manos cruzadas sobre el vientre y la vista baja, mirndose los pulgares, como si hubiese terminado de comer. Ante esto, en cambio, la enfermera frunci el en trecejo con una mirada colrica -en n de cuentas el rec tor no era miembro de la familia y adems haba sido en su maldito Instituto donde ocurrieron los hechos-, obli gando a que el rector recticara con un nuevo suspiro, luego la vista hacia lo alto, las manos ya no entrelazadas en esa actitud abacial que tanto chocara a la enferme ra, sino de pronto contradas, oprimindose en una s plica aparentemente dirigida al cielo. La mujer replic entonces con una vaga inclinacin, mientras su barbilla enfilada hacia el padre con un movimiento oscilatorio y 234 * JOS REVUELTAS
trmulo pareca indicar que, sin duda, ella, la fiel enfer
mera, era la nica capaz de sentir con autntica sinceri dad la terrible pena que se abata sobre la casa. Alicia miraba a travs de sus pestaas la actitud de so lapado orgullo, de escondida concupiscencia de la enfer mera y el aire untuoso y avcolo que tena, muy satisfecha de participar en aquel grave secreto de familia, que al parecer le daba acceso a quin sabe qu esfera superior donde, por primera vez en su vida, le era permitido tra tar a las personas que siempre consider por encima de ella, con un cierto despego triste y deferente, como ates tiguando, satisfecha, el no poder romper su sagrado voto de discrecin. Deba ser muy feliz. Pareca fascinarle par ticularmente la alcoba de nia. Sus ojos se velaban con una ms intencionada tristeza al fijarse en los objetos in fantiles de la habitacin, y entonces dejaba escapar de su pecho largos suspiros, como si con ello quisiera poner de relieve que posea mayor nmero de detalles del secre to que aun los ms enterados. La abominable estatua de yeso, con sus suspiros en aquel cuarto de nia. En aquel cuarto de la Bella Durmiente, del perro de San Bernardo, de las cortinas con adornos ingenuos, de las paredes con cenefas, como si Alicia no hubiera dejado de pertenecer desde haca tiempo a esa alcoba y hasta la enfermera, aun ella!, se empease con sus largos suspi ros en no sacarla de ah, sin querer aceptar, negndose a que pudiera existir un contrasentido entre Alicia y el carcter de su habitacin, de su encubridora habitacin. Cierto, Alicia y su alcoba haban sido un concepto nico durante aquel tiempo en que an viva su madre, pens Alicia. Aquellas ideas de la buena mujer, su ingenuidad, DORMIR EN TIERRA * 235
su castidad interior, como si la alcoba le perteneciese a
ella ms legtimamente que a su propia hija. Era muy pa recida a una limpia olla de peltre; su madre era muy parecida por su honestidad, por lo circunspecto de sus costumbres, a una blanca olla de peltre, domstica y tran quila en el fogn, con el ordenado y metdico puchero que rumorea a los intervalos precisos en que el vapor le vanta la tapa, sin desrdenes, con las ideas ms slidas y sencillas acerca de la familia, una blanca y limpia olla de peltre con aquella cofia de hilo en la cabeza de la cual escapaba el aroma sano del puchero, su laboriosidad, su virtud, mientras junto a la ventana teja incansables esfe ras de estambre. Aunque Alicia pensaba entonces todo eso con una ternura no exenta de irona. Haban sido un concepto nico, un poco hasta la mis ma manera de ser, el mismo perfume, Alicia y su habi tacin. Pero luego se fueron separando cada vez ms, casi por minutos, como dos trenes que corren en senti do opuesto hasta que sobreviene esa ruptura asombrosa, cuando despus de haber estado uno frente al otro bre ves instantes mirndose con ansiedad y una desesperan zada sensacin de cosas imposibles, los dos viajeros de cada uno de los vagones opuestos desaparecen recpro camente hacia atrs, se pierden en la nostlgica lejana, junto con todas las otras cosas, el vestido de percal azul de una campesina, el incrdulo rostro del vendedor a quien algn viajero no devolvi el envase del refresco y espera no s qu remota extraa restitucin algn da, el nio que orina atentamente absorto sobre los durmientes, la humedad del terrapln donde el blanqusimo vapor de la locomotora dej su roco. Todo ese mundo increble. 236 - JOS REVUELTAS
Pero se empeaban en lo del tranva, ese involunta
rio tranva del que Alicia no era responsable, y aun la trajeron -Alicia sinti en su cuerpo aquel temblor an gustiado de los msculos de su padre-, aun la trajeron en brazos como a una nia invlida, para restituirla a la grotesca alcoba que se haba quedado tan impune y de leitosamente atrs. El retorno de Alicia del pas secreto de las horribles maravillas. "Como si la hubiera atrope llado un tranva." Quiz las voces fueron emitidas con un aparato espe cial, una especie de tubo invisible en los labios del rector. -Sin embargo, debes Mamar a un mdico; un mdico de conanza, pues posiblemente no sucedi lo irrepara ble -Alicia sinti unos aterradores deseos de rer. Lo que ellos pensaban como irreparable. El mdico vendra para cerciorarse si no haba ocurrido lo irreparable. Pero no pudo, la risa no poda brotar de su pecho, ni de ningn otro lado. Voces, la de su padre, la del rector -tambin all arriba, en el desvn y despus, en la ofici na, la del pobrecillo maestro Mendizbal-, que tampoco eran voces. "Un mdico de conanza.' Trat de imaginar a este mdico de conanza. Reco rra las imgenes de los dos o tres que frecuentaban la casa. Feos en suma, gelatinosos. Aquel Iriarte o Ugar- te o Duarte o Duarteriartegarte, en n, que llevaba un apellido vascuence y tena unas cejas descomunales, en maraadas. Lo imagin primero confuso, aprensivo, ex cusndose de atender el asunto. Pero despus de haberla examinado -Alicia casi senta el fro metlico de los ins trumentos y ese ruido que uno, horizontal sobre la plan cha, no ve, el ruido de aquella persona mal educada que DORMIR EN TIERRA * 237
hace chocar ios cuchillos y los tenedores en la mesa, a la
hora de comer-, despus de haberse inclinado sobre ella con sus potros de nquel en las manos, lo vea malicioso, burln, con un brillo de deseo en las pupilas. Un mdico, un sacerdote de confianza. En realidad no fue un mdico de conanza, sino un desconocido, enjuto, de grandes ojos negros y expresin asctica, las manos delgadas y msticas, como se ve en las pinturas de algunos apstoles. -Qu edad tiene? -pregunt con una timidez alar mante, sin hacerse or de nadie, pues lo dijo en voz muy queda y quiz con la idea repentina de que fuese una pregunta inconveniente. Se haba preferido por ltimo a un desconocido, para evitar posibles indiscreciones, un mdico ajeno a los crcu los de la familia, probablemente casi no un mdico. -Deca usted? -se volvi el rector hacia el apstol en el tono con que se habla a un chantajista. El mdico quiso sonrer. -La edad, seor. Es nece saria para mi diagnstico -haba enrojecido hasta casi desmayarse. -Diecisis -se apresur a decir el padre, sin fijarse en la severa mirada reprobatoria del rector. Iba vesdo de negro, un traje negro tornasolado, muy digno, con las mangas lustrosas y desledas, y sin duda deba ser un mdico de barriada, un mdico de pobres. Asombraba el que no lo hubiesen trado, como en las jura mentaciones carbonarias, con los ojos vendados. Lanz un curiossimo graznido de felicidad cuando le fueron cubiertos los honorarios, aun sin que se requi rieran sus servicios. Con aquel hermoso rostro de san 238 * JOS REVUELTAS
to medieval, un graznido. Evidentemente la cantidad fue
mucho mayor de la que esperaba, pese a que, desde su punto de vista, lo poco que esperaba ya sera mucho. Un voraz graznido que dej una impresin penosa y cmica, como si se hubiera tratado de un loco. Para entonces ya Alicia se debata, convulsa, presa de un ataque. -Es mejor que se retire, doctor; ya ve usted, su sola pre sencia ha trastornado a la nia. Le era imposible imaginarse la figura que hara ese San Francisco de Ass despus de haberla examinado con esas mariposas niqueladas, esas mandbulas ortopdicas que extrajo del maletn ah mismo en la oficina del rec tor, lo cual se juzg de muy mal gusto. Imposible. Tal vez el pobre habra Horado. O tal vez no habra dicho la ver dad. Pero en todo caso, nunca los ojos del doctor Duarte- riartegarte, o como se llamara. Guard sus instrumentos con un aire nervioso, aprensivo, con una especie de mie do a cosas domsticas, a regaos de mujer, a nios lloro nes, a ropa hmeda que jams se secara, tendida de un cordel en la propia habitacin, sobre el insufrible lecho nupcial. Deba de ser muy desgraciado. La esperanza que tenan de que no hubiese ocurrido lo irreparable, de que las cosas, en lma instancia, se hu biesen consumado a medias. Pensaban, no cabe duda, si tuaciones muy cmicas, un poco de ridicula pesadilla, en aquel desvn tan estrecho, Meno de esferas terrestres, de mapamundis, de sistemas solares fuera de uso, donde Ali cia fue sorprendida. Donde todos esperaban, con asustada fe, que las cosas hubieran sucedido solamente a la mitad. El recelo con que aguardaron al mdico, y luego aque lla sensacin de descanso al despedirlo sin que realizara DORMIR EN TIERRA * 239
el examen, como si tuvieran miedo a quin sabe qu ate
rradora y confusa verdad. Era un espa, con las pavorosas liblulas niqueladas brotando de! maletn igua! que de una sucia y extraa placenta de cuero, un espa que graz n de felicidad de! mismo modo que un cuervo desvali do. Alicia haba suspirado con una dicha bur!ona, que se interpret como de inenarrable dolor. El desvn era un mundo extraordinario, como !a bo dega de un barco Uena de desperdicios malinos, de car tas de navegacin, igua! que en los cuentos de piratas. Haba un aroma a cosas hmedas, a lana mojada y esos globos terrqueos obscenos, con su anatoma de hierros desnudos y amarlos como ios dientes de una calavera. Por todas partes esqueletos cosmognicos, una sastre ra geogrfica de maniques terrestres, con caderas, con hombros, con cueos, bajo un polvo innito, una sastre ra abandonada. Pero sobre todo el polvo, sobre todo aqueas cabezas de medusa cubiertas por el polvo. Cuando fueron descubiertos se produjo en el!a a!go abrumador, enervante y oscuro, que se escurra por las venas, pero despus aqueo se vo!vi una cosa blanda y lejana, donde !as gentes habiaban desde el estmago, con una voz sin sonido. Andrs se contrajo igua! que una rana de laboratorio, a la que se !e hubiera apcado una corriente elctrica, cuando Mendizbal apareci en e! desvn. Alicia recordaba esto mucho ms con un odio seco. Hubiera querido detener los acontecimientos, echarlos hacia atrs un poco. Bien, no detenerlos, sino nicamen te que !as partes que los formaban no se correspondie ran, !a cabeza de un caballo en el cuerpo de un len, 240 * JOS REVUELTAS
alguna de esas deidades egipcias o un toro alado de Nni-
ve, no importaba lo que fuese. Pero impedir que se orde nasen en la misma corriente del suceder, uno despus de otro, lgicos y consecuentes, el acontecimiento anterior y el actual y los que le seguiran, de tal modo que, diso ciados, sin relacin alguna entre s, nadie pudiera tomar la como protagonista de los hechos, como su cmplice. Lo estpido que haba sido sacudirse el polvo del uni forme con aquel falso desenfado, con aquel aire atroz, inconcebible, como si hubiera sido a otra persona y no a ella a quien descubrieran all, en aquel universo absurdo del desvn, entre los muertos planetas. Y luego aquella frase, "Andrs, Amor", que haba dibujado con el dedo sobre el polvo, en la superficie del globo terrestre. Est pido, sencillamente. Porque Alicia haba pensado antes de que Andrs lle gase a la cita que ella era un ngel, el ngel del tiempo, que vagaba por el espacio despus de la muerte de los universos, el ngel de! desvn, un inspector de !as rui nas siderales. Sus movimientos abarcaban distancias s!o concebibles en aos luz, inconcebibles. Un pie que avanzaba, una mano que se extenda, el n gel solo y soberano en medio de la eternidad. All lejos, derribado como un guerrero antiguo, es taba Saturno con su escudo roto, Venus partida en dos, con la supercie llena de cenizas; Marte sin mandbu las, abierto, triste; Mercurio con los pies rotos, cadveres quietos en la extensin sin nombre. Un silencio reinaba en el empo sobre aquel sistema abandonado: las cosas, los muebles, las camas, las atmsferas, los ruidos, ya no estaban en ese orgulloso espacio. El ngel, melanclico, DORMIR EN TIERRA - 241
iba de uno a otro lugar, de esta a la otra tumba, de aquel
planeta al de ms all, como un ngel ciego. De pronto, algo lo atrajo sin que pudiera resistir. Una redonda esfera de polvo aguardaba ser vista por el ngel y entonces el ngel sinti piedad y fue hacia ella. Era el ms muerto de todos los planetas, porque pro bablemente era el nico entre todos que haba visto y odo, el nico que haba contemplado a los dems y les haba dado un nombre, un peso, una dimensin, un si tio, el ms sabio y triste de todos los planetas. El ngel del tiempo mir con pena profunda a esta culpable es fera, cuya muerte pareca ser la ms amarga de todas. En otro tiempo estuvo poblada por unos animales im piadosos y ciegos, que hablaban y lloraban, reproducin dose tercamente, con una esperanza llena de furia. De todos los cadveres del universo se era el ms necesitado de compasin, a causa de sus culpas, y entonces el ngel extendi el ndice para escribir sobre aquella superficie muerta una palabra, la primera palabra sagrada que lo reviviese. La yema del ndice rotur el polvo de ese pla neta, llamado Tierra por sus antiguos habitantes, y con la palabra sagrada, bajo el inocente dedo del ngel, brota ron aquellos nombres increbles: Roma, Jerusaln; Cons- tantinopla, Singapur, aquellos nombres que no decan nada pero que, resucitados del polvo, estaban dispuestos otra vez a vivir y a poblarse de sus enloquecidos animales. De todos modos un gesto estpido. Alicia lo compren da con rabia, los dientes apretados, mirando furiosa al maestro Mendizbal. -Es un simple anhelo de inmortalidad -haba dicho ste con un irritante tono didctico-, el mismo anhelo 242 * JOS REVUELTAS
de inmortalidad en que incurre ia subconsciencia de ios
criminales al dejar, en el propio sido del delito, el indi cio que los condena -Alicia sinti unos vivos deseos de matarlo. El maestro Mendizbal, sin embargo, se adverta muy confundido, triste. -Huye por la ventana -orden al muchacho-; anda, no hay tiempo que perder -en voz queda, con una gran congoja. Pero despus esa voz se hizo muy extraa, muy parecida quiz a la de un condenado a muerte, con aque lla opacidad de tambor, para ser escuchada ms bien con el tacto, un poco con el vientre. Alicia sinti una especie de clera sencilla y sin fuerzas al ver cmo Andrs hua por la ventana con una expre sin absurda en el rostro, del mismo modo que si inten tara rer, pero en una forma ms lamentable. As que Mendizbal trataba de hacerse cmplice de ellos, pens; el monstruo se propona mantenerlos su jetos entre sus manos por los siglos de los siglos. Experi ment una repugnancia activa, violenta, un odio negro. Con toda el alma sinti el deseo, religioso y profundo, de que si Mendizbal tena una hija, sta terminara de ramera, vendindose en la calle como la puta ms infeliz, como la ms desgraciada e infeliz de las putas. -Ha sido una imprudencia -dijo Mendizbal con algo que ms bien pareca una fatiga indecible-, una verdade ra imprudencia -Alicia se senta desfallecer de ira. Naturalmente era una imprudencia. Si Mendizbal quera saberlo -pens con extraordinaria rapidez-, ella hubiera preferido aquel cuarto de alquiler, no lo sa ba?, aquellos muebles mal pintados, aquel cuarto con DORMIR EN TIERRA . 243
sus muebles hmedos y roosos, con todo eso, su olor
a la locin barata, la horrible bacinica en el interior del bur, el piso amarillo congo, y la duea gorda y equ voca, que le haca guios de inteligencia cada vez. S, si Mendizbal deseaba saberlo, aquel cuarto haba existido en otros empos, algunos meses antes y no era una im prudencia. Alicia llegaba cubierta con una gabardina de Andrs, para ocultar su uniforme de tonta colegiala, y ni siquiera falt la mueca cmplice y procaz de la duea cuando supo desde el primer da que aquello le suceda a Alicia por vez primera. Despus Alicia no quiso volver ms, justamente a causa de la mujer, y ahora deban en trevistarse en ese cosmos absurdo, sepultndose en me dio del polvo. Hubiera querido gritrselo a voz en cuello. Gritrselo. -Una verdadera imprudencia -repiti Mendizbal. Ali cia se haba sentido helada de asombro. Mendizbal no hablaba de aquello, de lo que contemplara ah, sobre los mapamundis, de los dos cuerpos entrelazados de Alicia y Andrs. No, no hablaba de eso. Su negro antebrazo de casimir borraba, tan slo, la frase escrita sobre la superfi cie terrestre, "Amor, Andrs", eso tan slo. El anhelo de inmortalidad de los criminales. Si aquellas palabras eran descubiertas, ambos, Andrs y Alicia, seran expulsados del Instituto, dijo con aire vago. -Ahora vaymonos de aqu; usted saldr primero -una imprudencia del ngel del tiempo, del inspector de las ruinas siderales que intent revivir, con la palabra sagra da, un mundo muerto para siempre. Pero antes de que Alicia diera un paso, ambos queda ron inmviles de terror. Alguien suba por las escaleras, 244 * JOS REVUELTAS
hacia el desvn. El rostro de Mendizbal haba palideci
do hasta lo sobrenatural. -Grite usted -exclam con una inspiracin sbita al tiempo que le desgarraba el uniforme de un tirn-, gri te por el amor de Dios, yo me har responsable de lo ocurrido! A partir de ese instante la voz comenz a salirle muy rara, desde muy lejos y muy adentro, del mismo modo como ocurre con ciertos agonizantes, con ciertos cad veres antes de morir, cuando todava conservan vivas al gunas partes superiores del cuerpo, la cabeza, los ojos, y la voz ya viene, desesperada y colrica, de abajo, de las partes muertas, con una desesperanzada clera del otro mundo. El empleado que acudi a los gritos de Alicia tuvo una mirada quieta, horrorosamente con los ojos sin movi miento, iguales a los de un saurio, fijos hasta el vrtigo sobre el maestro Mendizbal, atravesados por una aguja amarilla como en la mariposa de un coleccionista. Con exactitud, voces que salan de abajo, de la parte inferior del trax. Aunque el empleado no era una cosa blanda y lejana, como despus fue todo lo dems. No era eso, ni probablemente nada, pues lo blando y lejano de los acontecimientos radicaba en la naturaleza de las voces y l no articul un sonido, ni siquiera el ms leve rumor, las mandbulas juntas, idnticas a una llave de tuercas. Su primer impulso sin duda fue golpear al maestro Mendi zbal. Sin duda eso fue. Alicia trat de sentirse inaparente, subterrnea. La ex traa impresin de que las voces salan desde el fondo del estmago y ella era un instrumento auricular, una DORMIR EN TIERRA * 245
placa vibrtil a travs de cuya desconocida materia se alte
raba el tono de las escalas, no precisamente salido del ser humano, sino de algn pedazo de madera, un tono gra ve, bajo, desde las profundidades de una catedral vaca. En aquellos instantes la enerv el instinto involunta rio de sustraerse, de no ser, de no estar ah en medio de aquellas esferas y aquellos mapamundis aterradores. -Vayamos a la oficina del rector -crey escuchar al maestro Mendizbal, blanco como un muerto, la voz des de lo profundo de una tumba. El empleado an tena la piel plida hasta las nuseas, cuando el maestro Mendizbal descendi los escalones con cierta solemnidad heroica, con cierta altivez de ajus ticiado. Luego, ya en la oficina de la rectora, dijo algu nas palabras ininteligibles, mientras sealaba al maestro trmulamente, con una mano que no era suya, que no poda ser suya. Mucho ms que palabras, en rigor una especie de signos que se comprendan de golpe, unos signos que podan comprender incluso los habitantes de cualquier otro planeta. Estaba segura que el empleado no habl, era imposible. Algo se produjo en los rostros, entonces, un lenguaje de facciones preciso y terrible, en el rector y el secretario, dirigido hacia el criminal. -Reconozco mi falta -musit Mendizbal-, y acepto de antemano el castigo que se me aplique -algo sonrea con infinita indulgencia y tristeza en sus ojos, y enton ces el rector le volvi la espalda con un desdn trmulo y enfermizo. -Se le llamar al Consejo del Instituto, puede retirarse -exclam. Se hizo un silencio enmaraado y confuso en 246 * JOS REVUELTAS
tanto Mendizba! se retiraba arrastrando tos pies suma
mente vencido y ausente. -Monstruo -haba exclamado su padre despus, cuan do fue Mamado ai Instituto. Lo dijo en un tono senciHo y afligido, igual que si elevase una oracin-: Es un mons truo -con un tubo no propiamente acstico, sino para que nada se escuchase. Estaba ah, en la mitad de la oficina, con unos surcos de ceniza endurecida en el rostro, unos cauces como labrados con instrumentos de la Edad de Pie dra. Pareca sonrer con la mitad de los labios, de un solo lado, muy cmicamente, casi en virtud de un tirn hemi- pljico, mientras una de sus mejillas temblaba. Una sola. -Quiz no haya sucedido lo irreparable -volvi a decir el rector con una especie de fnebre urbanidad, llena de fatiga. Pero se no era su padre, especialmente una cosa como su padre, sentado en la mecedorcita de la alcoba, el ros tro entre las manos, con una mancha negra de luz en la punta charolada del zapato. Se balanceaba, Cristo santo! No una cosa especialmente como su padre, de ningn modo, prisionero de los frceps, balancendose. Era la misma luz que momentos antes haba huido, desde la al mohada hasta el pie de la mecedorcita, al correr su padre la cortina, y ahora suba y bajaba, una vez en la punta del zapato y otra sobre la alfombra verde nilo, primero, ah, negra, y luego ac amarillenta como las mordeduras en una manzana que se guard largamente en el pupitre. De ningn modo su padre que se balanceaba como un nio horrible y grande. Y luego la enfermera. Los ojos concupiscentes de la enfermera, plcida y untuosa, mirando con enterneci DORMIR EN TIERRA * 247
da languidez los objetos infantiles de la habitacin, pero
tambin con algo secreto, como si lo supiera todo y a la vez disimulara lo contrario. En cierto modo una versin disfrazada, sutilmente equvoca, de aquella otra mujer, la patrona del cuarto que Andrs alquilaba para las entrevistas de ambos. Por su maldita culpa, Dios mo! Por culpa de aquella maldita mujer. Andrs sala primero y luego Alicia lo segua una hora ms tarde. Era un cuarto horrible, con las paredes empa peladas y una figura corprea de la Inmaculada Concep cin en la cabecera de la cama, igual que una muerta, la nariz transparente, rosada, como en el to Reynaldo. Consista en un busto de tamao natural, inclinado so bre la cama, para velar por el sueo de quien ah dur miese, y eso daba la impresin, entonces, de que el resto de su cuerpo estara cruelmente empotrado, aprisio nado en el muro, torturndose a s mismo con un mis terioso placer alucinante, que denunciaban las dulces facciones, la mirada anglica, las mejillas como una p lida manzana. Sin embargo, aqul era el cuarto verdadero de Alicia, al que s perteneca del todo, inalienablemente. Su cuar to. Un papel tapiz decolorado por el sol, enfermizo, cuyo dibujo consista en unas franjas que debieron ser violeta, verticales, punteadas de moscas; el lavamanos, cuyo so porte de hierro lo haca aparecer como un arcnido; el cielo raso pintado con arabescos dorados. Y la bacinica. S, la bacinica, aquel pequeo y redondo vientre sucio. La mujer se introdujo en el cuarto despus de unos minutos, cuando Andrs se haba marchado, aquella ma- 248 * JOS REVUELTAS
aa de la tercera entrevista. Igual que la enfermera,
la misma mirada inaparente, lbrica y luctuosa a la vez. Duea de! secreto, dulce. La Inmaculada Concepcin. -El no !o sabr, tu muchacho ese no lo sabr. T po drs quedarte aqu, despus de que l se vaya. Entonces vendr uno que otro amigo mo. Decente, por supuesto. Dijo que s, para poder escaparse sin riesgos, y aquel cuarto se perdi para siempre. Culpa de la maldita mu jer. Y luego todo esto, luego esa alcoba de nia, Volvi a mirar los pies de su padre sobre la pequea mecedora. La mancha de luz negra se inmoviliz de pron to, junto con el pie que se balanceaba, y todos giraron el rostro hacia un punto invisible. Alicia lanz un aullido largo, un grito furioso, lleno de angustia. All estaba la ta Enedina. La ta Ene le acarici la frente con una indecible ter nura. -Pobrecilla ma! -exclam en voz alta. En su rostro se retrataba el ms profundo dolor. Alicia record a aquel tristsimo caballero, cuando la muerte del to Reynaldo, que inclinado sobre el fretro pareca rezar, pero que a cambio de eso no haca otra cosa que injuriar al muerto. Se estremeci. Grandes lgrimas rodaban por las mejillas de la ta Ene, al grado de que todos se sintieron transidos de la ms amarga pena. El padre, vuelto de espaldas hacia un rin cn, la mirada ja, sin comprender, sobre el friso de co nejos que corran unos tras otros en una forma que le pareci obsesionante, se morda los labios tratando de contenar a duras penas los sollozos. La enfermera rompi a llorar con un hipo comedido y Heno de agradecimiento. DORMIR EN TIERRA * 249
Por su parte, e) rector, despus de mirar hacia el pa
dre, se puso en pie para reunrsele. Sin saber qu hacer o decir, puso la palma de la mano sobre el hombro de su amigo y lanz un hondo suspiro. Pero, gracias a quin sabe qu diablico mecanismo, ese suspiro, nuevamente, volvi a resultarle de satisfaccin, lo que le hizo finalmen te encogerse de hombros con un aire desesperado. La ta Ene se inclin sobre Alicia y su voz, apenas audi ble, se hizo suave, dulce, arrulladora. -Llora, hija ma, descarga tu alma: a m no me enga as. Llora, pequea puta desvergonzada, llora, que yo no te traicionar! Alicia sonri con cierta alegra casi involuntaria. Sobre toda la superficie de la tierra, la nica persona capaz de descubrir con una sola mirada su secreto era la ta Ene, la ta Enedina, la viuda legtima, quien haba pronuncia do por n a su odo la palabra justa, una de las cuantas palabras sagradas que tiene el lenguaje humano para ex presarse.