José Revueltas. La Palabra Sagrada

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Para Archibaldo Bums

Aque! gemir de Alicia entre tas irremediables sbanas de


hielo era seco, sin lgrimas, con sollozos breves a los que
entrecortaba la respiracin difcil igual que en un letargo
inocente. A pesar de su origen sencillo, a pesar de no ser
siquiera propiamente una enfermedad -un simple shock
nervioso haban dicho en el Instituto para Seoritas y Va
rones cuando en compaa de su padre la trajeron a casa
tres horas antes-, esto era tan parecido a la muerte que
todos se impresionaron, todos se pusieron en movimien
to, aunque sin propsitos denidos, en un afn de sentir
que se haca algo, por inconcreto y gratuito que fuese.
Alicia miraba a travs de las pestaas, y cierta plenitud
triunfante, algo muy tibio se adueaba de su ser al sentir
la obsequiosa alarma y los cuidados tan ingenuamente
intiles y Henos de cmica reserva de las personas ma
yores. Parecan extraos pjaros habitantes de un plane
ta vaco y desconocido en medio de esta alcoba infantil,
inocente, candorosa, un poco como Gulliver junto a los
reducidos muebles de nia, la mecedorcita donde mons
truosamente su padre tom asiento, sin fijarse, como un
autmata; la pequea cama para muecas -para mue
cas, Dios mo!-, apenas un poco ms pequea que la pro-
222 - JOS REVUELTAS

pa cama donde reposaba Alicia; las paredes con dibujos


inspirados en Perrault, las cortinas, sobre la ventana, don
de un perro de San Bernardo jugaba con un nio, y lue
go aquel friso de conejos que se perseguan tontamente,
sin alcanzarse jams. Extraos pjaros en medio de esta
alcoba infantil a la que Alicia perteneca hoy de mane
ra tan distinta tambin, tan de otro modo. Es decir, a la
que ya no perteneca simplemente. Ahora ya no, aunque
todos se empearan en lo contrario, sin que ella, por su
parte, ofreciera resistencia alguna.
La servidumbre, a la cual no fue posible ocultarle
el escndalo de aquel suceso, se haba congregado en
torno de Alicia con cierta compungida malevolencia al
amparo de la anarqua que rein en los primeros ins
tantes y fue preciso desalojarla en la forma menos ofen
siva posible.
Sin embargo, alguna de las recamareras se entretuvo
para recoger el desgarrado uniforme de Alicia, y ahora
lo doblaba escalofriantemente -como si doblase un cuer
po humano vaco, sin vrtebras, pero vivo, despus del
tormento de los cuatro caballos que habran tirado de
sus extremidades-, aplastando, junto al escudo rojo del
Instituto y las blancas letras de su leyenda latina, A^-
ra A^ As?ra, los dos senos pberes que an abultaran en
la blusa vaca despus de que se desnud la joven. Los
aplastaba pensando quin sabe qu inmundicias, con
una inaparente y rva crueldad.
Lo extraordinario era que Alicia no sufra, pese a sus
gemidos. Ella pens -acordndose de su ta Ene, en la
muerte del to Reynaldo- que lo indicado era gemir, so
llozar del mismo modo que lo hacen las viudas legtimas
DORMIR EN TIERRA * 223

la tarde del entierro, no tanto como una expresin de su


dolor, cuanto como una deferencia hacia los dems, en
cierta forma para no defraudar a nadie, a toda esa gen
te de negro que rodea el atad y se estremece con los
ayes de la pobre mujer que tanto am al difunto y ahora
quedar de tal modo sola. De tal modo sola e irremedia
blemente compadecida, mientras la amante del esposo
muerto, esa viuda ilcita y secreta que hubiese sido tan
mal vista en el cementerio, llorar silenciosas lgrimas en
el rincn de un templo o se pegar un tiro en el cuartu
cho de algn hotel.
Una semana, recordaba Alicia, una semana entera,
cuando la muerte del to Reynaldo, en que la ta Ene
no dej de gimotear con un estertor rtmico, pausado,
idntico al suyo de hoy. Alicia saba que en virtud del
carcter indecible, escabroso, de estos gemidos suyos,
aquellas oscuras sensaciones que en otro tiempo ella mis
ma experiment ante los gemidos de la ta Ene, aque
lla su aterrorizada piedad, su estremecida indulgencia,
se trasladaban ahora a las gentes que la escuchaban ah
rodendola en su alcoba de nia, a su padre, al rector
del Instituto y, quin sabe, a esta odiosa enfermera blan
ca, a esta odiosa estatua de yeso, en la misma forma que
entonces. Ellos sentiran lo mismo, lo que Alicia recorda
ba haber sentido en esa ocasin, una curiosidad sin fuer
zas, llena de miedo, una imagen seca e informe de algn
icontecimiento brbaro pero impreciso, como si Alicia
uese una nueva ta Ene, una nia viuda. Sentiran prodi
giosamente lo mismo, con una inslita placidez de todos
nodos, con una especie de perplejidad, sin embargo, ya
ranquila a lo ltimo.
224 * JOS REVUELTAS

Ellos, todos ellos, cuyo nico propsito era disimular


su conviccin respecto a lo que tenan por una desgracia
irremediable, que los juramentaba, a causa de la forma
sin duda viscosa y hmeda en que cada quien reconstrui
ra los hechos, a no mencionar el asunto sino con absur
das palabras, horrorosamente sin sonido.
Una viuda legtima. Una alegre viuda legtima que ge
ma sin consuelo.
La forma fabulosa en que aquello haba comenzado y
cmo las voces se transformaron perdiendo diafanidad,
perdiendo su origen, a partir de aquel grito espantoso
que Alicia lanz en la rectora del Instituto ante la pre
sencia del mdico. En cuanto ella haba comenzado a
sacudirse, vctima de atroces convulsiones, su padre lo
despidi, ya con unas palabras que parecan envueltas
en trapos. Alicia pudo darse cuenta as, en ese mismo
momento, de que todos la saban inocente y que la da
ban por absuelta de antemano, como algo por encima de
toda condenacin.
-Sobre todo -stas fueron las palabras que el rector
dijo a su padre en la rectora del Instituto, ante la propia
Alicia, bajo una luz singular que exactamente no era luz-,
es preciso guardar la reserva ms absoluta.
En tiempos muy lejanos, su padre y el rector haban
sido condiscpulos, tiempos de la escuela primaria, ini
maginables, y ambos, su padre y el rector, se trataban a
causa de esto con una detonante camaradera, muy os-
tentosa y marcada, como si se propusieran disfrazar un
odio misterioso que los uniera.
-Desde nios, t te acuerdas bien, nos hemos encu
bierto uno al otro -el padre de Alicia enrojeci en una
DORMIR EN TIERRA * 225

forma extraa y trmula a! escuchar estas palabras del


rector-, digo, nos encubramos uno al otro aquellas pe
queas diabluras que imaginbamos inconfesables... -el
rector hizo una larga pausa, ausente, con una especie de
maliciosa aoranza-. T sabes que hacer pblico este
caso sera gravsimo para el Instituto -prosigui-, termina
ra por llevrselo el diablo. Por cuanto al maestro Mendi-
zbal (perdona que le haya llamado maestro, es la fuerza
de la costumbre), por cuanto a! bribn de Mendizbal,
recibir un castigo ejemplar.
-El primero en no querer que las cosas se hagan pbli
cas soy yo -repuso el padre entonces con una voz sorda,
que le sala del estmago-, pero espero de todos modos
tu ayuda junto a la familia del novio. Tu testimonio ser
definitivo. Ellos comprendern las cosas y el compromiso
con Alicia seguir en pie.
-En cuanto a testimonio, tenemos algo que no puede
ser ms fehaciente -fue sa la palabra, fehaciente?-, que
no puede ser ms fehaciente, y ese algo es la confesin
del propio Mendizbal. Se la haremos firmar de su puo
y letra en la reunin del Consejo. Te lo prometo -haba
aadido el rector.
Ante la propia Alicia, bajo una luz extraordinaria que
nada tena que ver con la luz. Su padre estaba de espaldas
a la pared, y el escudo del Instituto, por encima de su cabe
za, le daba una cierta curiosa condicin, como si se tratase
de un santo bizantino. P?rA.s%7^ra AJ Aim. Todas las maa
nas, antes de entrar a clases, se les haca jurar este lema,
a coro, las manos extendidas como en el antiguo saludo
de los csares romanos. P^rAi^ra A<% A.sira, por lo spero
a los astros, ms o menos. Entonces los alumnos de los cur
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sos superiores ligaban las slabas con maliciosa rapidez y el


grito se escuchaba al unsono, semejante a una descarga
de fusilera: "Pederasta, pederasta!" Tres veces. P<?r As^a
As?ra. Las letras blancas en tomo del escudo rojo en la
pared, como el halo de una imagen bizantina, en la pared
desnuda, con los retratos ligeramente pederastas de todos
los rectores que haban pasado por el Insdtuto.
Pero la ta Ene no comenz a gemir sino ms tarde. El
cuerpo de! to Reynaldo se mostraba dentro de un fre
tro cuya tapa se mantena abierta, lo que al parecer era
la causa de que todas las personas, en cuanto entraban
en la sala, se aproximasen al cadver para mirar su ros
tro rubicundo con una especie de agrado. La ta Ene,
antes que comenzaran a llegar las primeras amistades,
hizo traer un peluquero, grueso y afable, que se condujo
hacia el to Reynaldo con un gran comedimiento y urba
nidad, muy respetuoso y solcito. La llamaban Ene, que
era la abreviatura de su nombre completo, Enedina. Fue
ms tarde, delante de todas las visitas, que parecan ate
rrorizadas, cuando sufri el espantoso ataque nervioso.
Se tiraba de los cabellos, con los ojos inyectados en san
gre y peda ser enterrada viva junto al to Reynaldo. El
peluquero realizaba su trabajo con manifiesta compla
cencia, la navaja espaola salindole de la mano igual a
un extrao unicornio, mientras en voz queda deca frases
afectuosas, monologando al modo de los mdicos cuan
do tratan de disipar el miedo del paciente.
-Ahora una pasadita aqu, mi seor, a que quede bien
descaonado -y deslizaba la navaja por la mejilla, en tan
to el ndice y el pulgar de su otra mano distendan la
piel, no porque fuese necesario en un cadver, sino por
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un mero automatismo profesional. En seguida echaba a


cabeza hacia atrs para examinar su obra en perspecti
va-. Aqu le quitamos un poquito a esta patilla y listo!,
queda al parejo con la otra, mi seor -un alegre e invo
luntario silbido sala de sus labios.
Pero quin sabe por qu no se imaginaba lo del colo
rete y la ta Ene lo cubri de insultos, mientras el pobre
pareca a punto de llorar como si hubiera sufrido el ms
grande fracaso de su carrera. Estaba rojo por completo,
el mentn cado sobre el pecho, y mova la cabeza con
breves sacudidas como si negara rpidamente alguna cosa,
mientras soportaba los insultos en silencio. Podra haber
se suicidado, como un capitn despus de la derrota. Por
n aplicaron color a las mejillas del to Reynaldo, que ad
quiri de pronto el rostro de un maniqu de cera con dos
epidermis, una encima de la otra, ensambladas, la primera
de un rosa tierno y la segunda de un blanco sin luz, sordo.
De todos los recuerdos de su niez, se era el ms fasci
nante para Alicia. Senta admiracin hacia el peluquero,
hacia su gran barriga cordial, casi una especie de amor.
Lo hizo con un pincel chino de bamb, del que dijo tam
bin que era de pelo de camello, sedoso, suave, algn
triste camello del desierto con sus grandes ojos severos,
delicadamente, desvaneciendo la pintura a los lados de
los pmulos en gradaciones descendentes y luego acen
tuando la barbilla, hasta que el to Reynaldo adquiri
una extravagante y equvoca animacin, como si estuvie
ra un poquito ebrio.
Tan fascinante como un mueco nico, que nadie po
dra poseer, al grado de que jams aceptaron sus ami-
guitas que aquello pudiera ser cierto, aunque cada una
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anhelaba que su propio to muriese y se le pudiera pintar


el rostro as, como Alicia lo deca.
Del mismo modo que los dems abreviaban el nombre
de la ta Ene, sta abreviaba el de su marido, al que le de
ca Rey. La condujeron a su recmara presa de convulsio
nes horrorosas.
-Para ella ha sido un golpe terrible, pobrecilla -mur
mur alguien en la sala.
-S, pobre mujer, tan buena, tan abnegada -el pelu
quero, en un principio tan feliz, se excusaba de la mejor
manera posible, confuso, aturdido.
-No a todas las familias les gusta embellecer a sus muer
tos, seora. En la casa de la seora B. la viuda del conta
dor, usted sabe, incluso se indignaron al verme sacar los
pinceles. "No vale la pena con este mequetrefe", dijo la
seora su viuda, tales fueron sus palabras. El pobre seor
B. haba perdido todo el cabello durante su enfermedad
y, para ser franco, a m se me haba llamado tan slo para
aplicarle unos postizos a los dos lados de la cabeza, as
que confieso que me exced. Con el temor de incurrir
hoy en lo mismo, dej en casa los pinceles, pero eso no
quiere decir que yo ignore mi ocio, seora; quedar us
ted muy sasfecha de mi trabajo. El seor B., con todo
y no tratarse sino de unos simples postizos, adquiri un
aspecto muy digno y respetable, el aspecto de un verda
dero CPT -sali entonces en busca de sus utensilios, con
movimientos muy singulares de las manos, como si nada
se en el aire, pero impulsndose nicamente con los de
dos, muy juntos, iguales a los de un palmpedo, los brazos
pegados al cuerpo y aquellas dos cmicas aletas movin
dose hacia atrs.
DORMIR EN TIERRA * 229

Era difcil conciliar en esa ocasin aquellas diversas im


genes de la ta Ene, tan diferentes entre s, tan opuestas.
La forma curiosa en que el peluquero usaba aquella mu
letilla, "mi seor", como si en realidad el to Reynaldo no
estuviese muerto, bien muerto.
-Un poquito de rojo vivo en los lagrimales y ya est,
mi seor.
-Imbcil! -haba exclamado la ta Ene en cuanto las
absurdas manos del peluquero desaparecieron a la vuel
ta del corredor-. Imbcil! Si la gente comienza a llegar
antes de que Reynaldo est presentable, no sabr qu ha
cer. Habr que retenerla en la antesala. Dios! Sera in
sufriblemente ridculo el que yo apareciese despus de
media hora exclamando: "Ya pueden pasar, hagan el fa
vor, por aqu!", como si Reynaldo hubiera sufrido alguna
indisposicin -y la ta Ene se oprima las sienes.
Gritaba que su nico anhelo era que la enterraran viva
con Rey, con su Rey. La espantosa voz se oa en toda la
casa. El to Reynaldo era malaclogo, especialista en el co
nocimiento cientco de los caracoles. Su coleccin era
extraordinaria y en cierta forma haba sido un hombre
famoso, lo que fue causa, sin duda, de aquella ocurrencia
del colorete en las mejillas. Vendran, cierto, algunos re
presentantes de la prensa y, sobre todo, los viejos colegas,
los viejos envidiosos colegas que se morderan los labios
de ira al verlo, aun ah en el fretro, aun ah en los bra
zos de la muerte, rozagante y dichoso, apenas un poquito
borracho despus de morir.
Alicia no se daba cuenta exacta, sin embargo. Le ha
ba causado una extraeza morticante la gura de
aquel anciano tristsimo, de mirada gris y melanclica,
230 * JOS REVUELTAS

tan enfticamente vestido de negro, al grado de que su


tu Lo pareca mayor a! de todos tos dems, cuya cabeza
se inclin hacia el fretro mientras bisbiseaba una ora
cin con el semblante transido de piedad. Pero no, no
rezaba.
-Se ve que el mentecato revent a su gusto -haba di
cho sin alterarse, con la actitud del sacerdote de un culto
implacable y sombro, la mirada envidiosamente fija en
las mejillas sonrosadas del cadver. Aos ms tarde Alicia
supo que aquel caballero era presidente de quin sabe
qu sociedad y que, muy poco tiempo despus del to
Reynaldo, muri a consecuencia de un cncer en el duo
deno, en medio de espantosos dolores.
-A la pobre de Ene no le escatiman sufrimientos, ms
de los que ya tiene -dijo alguien con alarma desde el co
medor, apresuradamente, con algo que pareca una frui
cin equvoca y gustosa. Fue cuando Alicia escuch por
primera vez la palabra "querida". Recordaba la entona
cin con que la pronunciaron. Muy quedamente, con un
veneno corrosivo, con un odio.
Alicia haba logrado deslizarse hasta la recmara de
la ta Ene, a quien tenan sujeta con unas sbanas como
loca furiosa.
-A la pobre no le escatiman sufrimientos, ms de los
que ya tiene; ah est la querida, qu descaro -todos es
taban convencidos del inconmensurable dolor que em
bargaba a la pobre ta, quien de sbito se recobr, al
escuchar aquello, y con un amplio y enrgico movimien
to logr desprenderse de las sbanas lanzando a uno y
otro lado, como ridiculas marionetas, a las dos criadas
que la mantenan sujeta.
DORMIR EN TIERRA * 231

-Qu quiere esa infeliz mujer en esta casa? -dijo con


una voz rotunda, lcida, igual a la de una generala que
se dirigiese a su tropa. El cambio fue inaudito, increble.
Las criadas tenan una cara de espanto y una de ellas sol
t una risa estpidamente contagiosa.
-La pobre te suplica por lo que ms quieras -intervino
conciliadora la madre de Alicia en su papel de cuada de
la ta Ene-, te suplica que le permitas ponerle unas ores
a Reynaldo en la caja. Tan slo eso.
La criada, a pesar de sus angustiosos esfuerzos por no
hacerlo, volvi a rer y ahora fue secundada por alguna
de las personas de la familia, que se puso a toser y a rer
con pequeas explosiones de saliva. Se trataba de una pa
riente un tanto nebulosa del difunto to Reynaldo.
-Cllate, imbcil! -le grit la ta Ene dirigindole una
horrible mirada lcida.
La ta Ene en persona sali a la calle en busca de los
gendarmes, pues las cosas se complicaron mucho y la
querida no quera abandonar el cubo del zagun, como
un perro, afianzada a la reja. Verlo salir, y ver cmo saca
ban el cadver, nicamente eso, deca a grandes gritos
lastimeros de bestia. Hubo que arrancarla de ah por la
fuerza. La viuda ilcita que quera ver al amante por lti
ma vez. La viuda secreta.
Dos das ms tarde se hablaba respecto a la ta Ene
de una manera sumamente extraa, como si las palabras
que a ella se referan carecieran de sonido, pero al mis
mo tiempo con una gran compasin, con una indulgen
cia llena de misericordia.
La ta Ene, encerrada en su alcoba, no haca otra cosa
que gemir sin consuelo. En el ambiente de toda la casa,
232 * JOS REVUELTAS

igual, igual que hoy, haba una cosa elusiva, intangible,


absolutamente no dicha, pero que merced a los gemidos
de la ta Ene se condensaba en torno de ella en la for
ma de una absolucin sin reservas, una absolucin total,
como si la ta Ene hubiera sido vctima de la injusticia ms
atroz.
Una injusticia horrible que se habra cometido contra
la ta Ene, en un hotel de barriada, donde se encontr el
cadver de la querida del to Reynaldo, la cual se haba
pegado un tiro.
-Estoy de acuerdo, es un testimonio fehaciente, irre
cusable -dijo el padre-, pero me ayudars a convencer
los, de todos modos, que esto ha sido una desgracia, como
si la hubiera atropellado un tranva, una desgracia atroz
de la cual Alicia no ha sido responsable, lo que es verdad,
t lo sabes bien.
Bajo una luz que propiamente no era luz, en la oficina
de la rectora, una claridad lnguida y enferma, con una
voz inhumana, que brotaba de quin sabe dnde, no del
cuerpo, no de la garganta, desde luego, como si las pala
bras carecieran de sonido.
-Sin embargo, debieras llamar a un mdico -como si
las palabras no se refiriesen a la pobre Alicia, sino que
giraran nebulosamente en torno al injusto dolor que le
impuso a la ta Enedina, algunos aos antes, el estpi
do suicidio de una mujerzuela en el cuarto de un hotel
remoto.
Alicia miraba irnicamente a travs de las pestaas esta
alcoba infantil donde ella era el centro de toda la inquie
tud. Su padre, una sombra curiosa, un pjaro singular, un
negro Gulliver con los hombros agudos, un pjaro flaco
DORMIR EN TIERRA * 233

y feo, se puso en pie y en seguida tir de la cortina para


disipar aquella raya de sol que caa sobre la almohada,
junto al cabello en desorden de Alicia.
La luz brinc hacia la alfombra, huyendo, para caer
junto al pie de la pequea mecedora de nia donde el
padre volvi a sentarse, largo y desproporcionado, el as
pecto mucho ms triste a causa de estar ah, encogido
igual que una rata, igual que un pattico renacuajo ne
gro, entre los brazos de la mecedora infantil, como entre
frceps. La enfermera hizo un movimiento de aquiescen
cia hacia l por haber corrido la cortina, apenas con una
sonrisa triste e indulgente para no quedar al margen de
ninguna de las cosas que se hicieran por la pequea y
desdichada Alicia, y desde sus frceps el padre agradeci
en silencio esa aprobacin, a su vez diciendo s con la ca
beza y con un breve cerrar de prpados.
Por su parte el rector lanz un hondo suspiro que, cu
riosamente, pareca de satisfaccin, sin duda porque te
na las manos cruzadas sobre el vientre y la vista baja,
mirndose los pulgares, como si hubiese terminado de
comer. Ante esto, en cambio, la enfermera frunci el en
trecejo con una mirada colrica -en n de cuentas el rec
tor no era miembro de la familia y adems haba sido en
su maldito Instituto donde ocurrieron los hechos-, obli
gando a que el rector recticara con un nuevo suspiro,
luego la vista hacia lo alto, las manos ya no entrelazadas
en esa actitud abacial que tanto chocara a la enferme
ra, sino de pronto contradas, oprimindose en una s
plica aparentemente dirigida al cielo. La mujer replic
entonces con una vaga inclinacin, mientras su barbilla
enfilada hacia el padre con un movimiento oscilatorio y
234 * JOS REVUELTAS

trmulo pareca indicar que, sin duda, ella, la fiel enfer


mera, era la nica capaz de sentir con autntica sinceri
dad la terrible pena que se abata sobre la casa.
Alicia miraba a travs de sus pestaas la actitud de so
lapado orgullo, de escondida concupiscencia de la enfer
mera y el aire untuoso y avcolo que tena, muy satisfecha
de participar en aquel grave secreto de familia, que al
parecer le daba acceso a quin sabe qu esfera superior
donde, por primera vez en su vida, le era permitido tra
tar a las personas que siempre consider por encima de
ella, con un cierto despego triste y deferente, como ates
tiguando, satisfecha, el no poder romper su sagrado voto
de discrecin. Deba ser muy feliz. Pareca fascinarle par
ticularmente la alcoba de nia. Sus ojos se velaban con
una ms intencionada tristeza al fijarse en los objetos in
fantiles de la habitacin, y entonces dejaba escapar de su
pecho largos suspiros, como si con ello quisiera poner de
relieve que posea mayor nmero de detalles del secre
to que aun los ms enterados. La abominable estatua de
yeso, con sus suspiros en aquel cuarto de nia.
En aquel cuarto de la Bella Durmiente, del perro de
San Bernardo, de las cortinas con adornos ingenuos, de
las paredes con cenefas, como si Alicia no hubiera dejado
de pertenecer desde haca tiempo a esa alcoba y hasta la
enfermera, aun ella!, se empease con sus largos suspi
ros en no sacarla de ah, sin querer aceptar, negndose
a que pudiera existir un contrasentido entre Alicia y el
carcter de su habitacin, de su encubridora habitacin.
Cierto, Alicia y su alcoba haban sido un concepto nico
durante aquel tiempo en que an viva su madre, pens
Alicia. Aquellas ideas de la buena mujer, su ingenuidad,
DORMIR EN TIERRA * 235

su castidad interior, como si la alcoba le perteneciese a


ella ms legtimamente que a su propia hija. Era muy pa
recida a una limpia olla de peltre; su madre era muy
parecida por su honestidad, por lo circunspecto de sus
costumbres, a una blanca olla de peltre, domstica y tran
quila en el fogn, con el ordenado y metdico puchero
que rumorea a los intervalos precisos en que el vapor le
vanta la tapa, sin desrdenes, con las ideas ms slidas y
sencillas acerca de la familia, una blanca y limpia olla de
peltre con aquella cofia de hilo en la cabeza de la cual
escapaba el aroma sano del puchero, su laboriosidad, su
virtud, mientras junto a la ventana teja incansables esfe
ras de estambre. Aunque Alicia pensaba entonces todo
eso con una ternura no exenta de irona.
Haban sido un concepto nico, un poco hasta la mis
ma manera de ser, el mismo perfume, Alicia y su habi
tacin. Pero luego se fueron separando cada vez ms,
casi por minutos, como dos trenes que corren en senti
do opuesto hasta que sobreviene esa ruptura asombrosa,
cuando despus de haber estado uno frente al otro bre
ves instantes mirndose con ansiedad y una desesperan
zada sensacin de cosas imposibles, los dos viajeros de
cada uno de los vagones opuestos desaparecen recpro
camente hacia atrs, se pierden en la nostlgica lejana,
junto con todas las otras cosas, el vestido de percal azul de
una campesina, el incrdulo rostro del vendedor a quien
algn viajero no devolvi el envase del refresco y espera
no s qu remota extraa restitucin algn da, el nio
que orina atentamente absorto sobre los durmientes, la
humedad del terrapln donde el blanqusimo vapor de
la locomotora dej su roco. Todo ese mundo increble.
236 - JOS REVUELTAS

Pero se empeaban en lo del tranva, ese involunta


rio tranva del que Alicia no era responsable, y aun la
trajeron -Alicia sinti en su cuerpo aquel temblor an
gustiado de los msculos de su padre-, aun la trajeron
en brazos como a una nia invlida, para restituirla a la
grotesca alcoba que se haba quedado tan impune y de
leitosamente atrs. El retorno de Alicia del pas secreto
de las horribles maravillas. "Como si la hubiera atrope
llado un tranva."
Quiz las voces fueron emitidas con un aparato espe
cial, una especie de tubo invisible en los labios del rector.
-Sin embargo, debes Mamar a un mdico; un mdico
de conanza, pues posiblemente no sucedi lo irrepara
ble -Alicia sinti unos aterradores deseos de rer. Lo que
ellos pensaban como irreparable. El mdico vendra para
cerciorarse si no haba ocurrido lo irreparable.
Pero no pudo, la risa no poda brotar de su pecho, ni
de ningn otro lado. Voces, la de su padre, la del rector
-tambin all arriba, en el desvn y despus, en la ofici
na, la del pobrecillo maestro Mendizbal-, que tampoco
eran voces. "Un mdico de conanza.'
Trat de imaginar a este mdico de conanza. Reco
rra las imgenes de los dos o tres que frecuentaban la
casa. Feos en suma, gelatinosos. Aquel Iriarte o Ugar-
te o Duarte o Duarteriartegarte, en n, que llevaba un
apellido vascuence y tena unas cejas descomunales, en
maraadas. Lo imagin primero confuso, aprensivo, ex
cusndose de atender el asunto. Pero despus de haberla
examinado -Alicia casi senta el fro metlico de los ins
trumentos y ese ruido que uno, horizontal sobre la plan
cha, no ve, el ruido de aquella persona mal educada que
DORMIR EN TIERRA * 237

hace chocar ios cuchillos y los tenedores en la mesa, a la


hora de comer-, despus de haberse inclinado sobre ella
con sus potros de nquel en las manos, lo vea malicioso,
burln, con un brillo de deseo en las pupilas. Un mdico,
un sacerdote de confianza.
En realidad no fue un mdico de conanza, sino un
desconocido, enjuto, de grandes ojos negros y expresin
asctica, las manos delgadas y msticas, como se ve en las
pinturas de algunos apstoles.
-Qu edad tiene? -pregunt con una timidez alar
mante, sin hacerse or de nadie, pues lo dijo en voz muy
queda y quiz con la idea repentina de que fuese una
pregunta inconveniente.
Se haba preferido por ltimo a un desconocido, para
evitar posibles indiscreciones, un mdico ajeno a los crcu
los de la familia, probablemente casi no un mdico.
-Deca usted? -se volvi el rector hacia el apstol en el
tono con que se habla a un chantajista.
El mdico quiso sonrer. -La edad, seor. Es nece
saria para mi diagnstico -haba enrojecido hasta casi
desmayarse.
-Diecisis -se apresur a decir el padre, sin fijarse en la
severa mirada reprobatoria del rector.
Iba vesdo de negro, un traje negro tornasolado, muy
digno, con las mangas lustrosas y desledas, y sin duda
deba ser un mdico de barriada, un mdico de pobres.
Asombraba el que no lo hubiesen trado, como en las jura
mentaciones carbonarias, con los ojos vendados.
Lanz un curiossimo graznido de felicidad cuando
le fueron cubiertos los honorarios, aun sin que se requi
rieran sus servicios. Con aquel hermoso rostro de san
238 * JOS REVUELTAS

to medieval, un graznido. Evidentemente la cantidad fue


mucho mayor de la que esperaba, pese a que, desde su
punto de vista, lo poco que esperaba ya sera mucho. Un
voraz graznido que dej una impresin penosa y cmica,
como si se hubiera tratado de un loco. Para entonces ya
Alicia se debata, convulsa, presa de un ataque.
-Es mejor que se retire, doctor; ya ve usted, su sola pre
sencia ha trastornado a la nia.
Le era imposible imaginarse la figura que hara ese
San Francisco de Ass despus de haberla examinado con
esas mariposas niqueladas, esas mandbulas ortopdicas
que extrajo del maletn ah mismo en la oficina del rec
tor, lo cual se juzg de muy mal gusto. Imposible. Tal vez
el pobre habra Horado. O tal vez no habra dicho la ver
dad. Pero en todo caso, nunca los ojos del doctor Duarte-
riartegarte, o como se llamara. Guard sus instrumentos
con un aire nervioso, aprensivo, con una especie de mie
do a cosas domsticas, a regaos de mujer, a nios lloro
nes, a ropa hmeda que jams se secara, tendida de un
cordel en la propia habitacin, sobre el insufrible lecho
nupcial. Deba de ser muy desgraciado.
La esperanza que tenan de que no hubiese ocurrido
lo irreparable, de que las cosas, en lma instancia, se hu
biesen consumado a medias. Pensaban, no cabe duda, si
tuaciones muy cmicas, un poco de ridicula pesadilla, en
aquel desvn tan estrecho, Meno de esferas terrestres, de
mapamundis, de sistemas solares fuera de uso, donde Ali
cia fue sorprendida. Donde todos esperaban, con asustada
fe, que las cosas hubieran sucedido solamente a la mitad.
El recelo con que aguardaron al mdico, y luego aque
lla sensacin de descanso al despedirlo sin que realizara
DORMIR EN TIERRA * 239

el examen, como si tuvieran miedo a quin sabe qu ate


rradora y confusa verdad. Era un espa, con las pavorosas
liblulas niqueladas brotando de! maletn igua! que de
una sucia y extraa placenta de cuero, un espa que graz
n de felicidad de! mismo modo que un cuervo desvali
do. Alicia haba suspirado con una dicha bur!ona, que se
interpret como de inenarrable dolor.
El desvn era un mundo extraordinario, como !a bo
dega de un barco Uena de desperdicios malinos, de car
tas de navegacin, igua! que en los cuentos de piratas.
Haba un aroma a cosas hmedas, a lana mojada y esos
globos terrqueos obscenos, con su anatoma de hierros
desnudos y amarlos como ios dientes de una calavera.
Por todas partes esqueletos cosmognicos, una sastre
ra geogrfica de maniques terrestres, con caderas, con
hombros, con cueos, bajo un polvo innito, una sastre
ra abandonada. Pero sobre todo el polvo, sobre todo
aqueas cabezas de medusa cubiertas por el polvo.
Cuando fueron descubiertos se produjo en el!a a!go
abrumador, enervante y oscuro, que se escurra por las
venas, pero despus aqueo se vo!vi una cosa blanda
y lejana, donde !as gentes habiaban desde el estmago,
con una voz sin sonido. Andrs se contrajo igua! que una
rana de laboratorio, a la que se !e hubiera apcado una
corriente elctrica, cuando Mendizbal apareci en e!
desvn.
Alicia recordaba esto mucho ms con un odio seco.
Hubiera querido detener los acontecimientos, echarlos
hacia atrs un poco. Bien, no detenerlos, sino nicamen
te que !as partes que los formaban no se correspondie
ran, !a cabeza de un caballo en el cuerpo de un len,
240 * JOS REVUELTAS

alguna de esas deidades egipcias o un toro alado de Nni-


ve, no importaba lo que fuese. Pero impedir que se orde
nasen en la misma corriente del suceder, uno despus de
otro, lgicos y consecuentes, el acontecimiento anterior
y el actual y los que le seguiran, de tal modo que, diso
ciados, sin relacin alguna entre s, nadie pudiera tomar
la como protagonista de los hechos, como su cmplice.
Lo estpido que haba sido sacudirse el polvo del uni
forme con aquel falso desenfado, con aquel aire atroz,
inconcebible, como si hubiera sido a otra persona y no a
ella a quien descubrieran all, en aquel universo absurdo
del desvn, entre los muertos planetas. Y luego aquella
frase, "Andrs, Amor", que haba dibujado con el dedo
sobre el polvo, en la superficie del globo terrestre. Est
pido, sencillamente.
Porque Alicia haba pensado antes de que Andrs lle
gase a la cita que ella era un ngel, el ngel del tiempo,
que vagaba por el espacio despus de la muerte de los
universos, el ngel de! desvn, un inspector de !as rui
nas siderales. Sus movimientos abarcaban distancias s!o
concebibles en aos luz, inconcebibles.
Un pie que avanzaba, una mano que se extenda, el n
gel solo y soberano en medio de la eternidad.
All lejos, derribado como un guerrero antiguo, es
taba Saturno con su escudo roto, Venus partida en dos,
con la supercie llena de cenizas; Marte sin mandbu
las, abierto, triste; Mercurio con los pies rotos, cadveres
quietos en la extensin sin nombre. Un silencio reinaba
en el empo sobre aquel sistema abandonado: las cosas,
los muebles, las camas, las atmsferas, los ruidos, ya no
estaban en ese orgulloso espacio. El ngel, melanclico,
DORMIR EN TIERRA - 241

iba de uno a otro lugar, de esta a la otra tumba, de aquel


planeta al de ms all, como un ngel ciego. De pronto,
algo lo atrajo sin que pudiera resistir.
Una redonda esfera de polvo aguardaba ser vista por
el ngel y entonces el ngel sinti piedad y fue hacia ella.
Era el ms muerto de todos los planetas, porque pro
bablemente era el nico entre todos que haba visto y
odo, el nico que haba contemplado a los dems y les
haba dado un nombre, un peso, una dimensin, un si
tio, el ms sabio y triste de todos los planetas. El ngel
del tiempo mir con pena profunda a esta culpable es
fera, cuya muerte pareca ser la ms amarga de todas.
En otro tiempo estuvo poblada por unos animales im
piadosos y ciegos, que hablaban y lloraban, reproducin
dose tercamente, con una esperanza llena de furia. De
todos los cadveres del universo se era el ms necesitado
de compasin, a causa de sus culpas, y entonces el ngel
extendi el ndice para escribir sobre aquella superficie
muerta una palabra, la primera palabra sagrada que lo
reviviese. La yema del ndice rotur el polvo de ese pla
neta, llamado Tierra por sus antiguos habitantes, y con la
palabra sagrada, bajo el inocente dedo del ngel, brota
ron aquellos nombres increbles: Roma, Jerusaln; Cons-
tantinopla, Singapur, aquellos nombres que no decan
nada pero que, resucitados del polvo, estaban dispuestos
otra vez a vivir y a poblarse de sus enloquecidos animales.
De todos modos un gesto estpido. Alicia lo compren
da con rabia, los dientes apretados, mirando furiosa al
maestro Mendizbal.
-Es un simple anhelo de inmortalidad -haba dicho
ste con un irritante tono didctico-, el mismo anhelo
242 * JOS REVUELTAS

de inmortalidad en que incurre ia subconsciencia de ios


criminales al dejar, en el propio sido del delito, el indi
cio que los condena -Alicia sinti unos vivos deseos de
matarlo.
El maestro Mendizbal, sin embargo, se adverta muy
confundido, triste.
-Huye por la ventana -orden al muchacho-; anda,
no hay tiempo que perder -en voz queda, con una gran
congoja. Pero despus esa voz se hizo muy extraa, muy
parecida quiz a la de un condenado a muerte, con aque
lla opacidad de tambor, para ser escuchada ms bien con
el tacto, un poco con el vientre.
Alicia sinti una especie de clera sencilla y sin fuerzas
al ver cmo Andrs hua por la ventana con una expre
sin absurda en el rostro, del mismo modo que si inten
tara rer, pero en una forma ms lamentable.
As que Mendizbal trataba de hacerse cmplice de
ellos, pens; el monstruo se propona mantenerlos su
jetos entre sus manos por los siglos de los siglos. Experi
ment una repugnancia activa, violenta, un odio negro.
Con toda el alma sinti el deseo, religioso y profundo,
de que si Mendizbal tena una hija, sta terminara de
ramera, vendindose en la calle como la puta ms infeliz,
como la ms desgraciada e infeliz de las putas.
-Ha sido una imprudencia -dijo Mendizbal con algo
que ms bien pareca una fatiga indecible-, una verdade
ra imprudencia -Alicia se senta desfallecer de ira.
Naturalmente era una imprudencia. Si Mendizbal
quera saberlo -pens con extraordinaria rapidez-, ella
hubiera preferido aquel cuarto de alquiler, no lo sa
ba?, aquellos muebles mal pintados, aquel cuarto con
DORMIR EN TIERRA . 243

sus muebles hmedos y roosos, con todo eso, su olor


a la locin barata, la horrible bacinica en el interior del
bur, el piso amarillo congo, y la duea gorda y equ
voca, que le haca guios de inteligencia cada vez. S, si
Mendizbal deseaba saberlo, aquel cuarto haba existido
en otros empos, algunos meses antes y no era una im
prudencia. Alicia llegaba cubierta con una gabardina de
Andrs, para ocultar su uniforme de tonta colegiala, y
ni siquiera falt la mueca cmplice y procaz de la duea
cuando supo desde el primer da que aquello le suceda
a Alicia por vez primera. Despus Alicia no quiso volver
ms, justamente a causa de la mujer, y ahora deban en
trevistarse en ese cosmos absurdo, sepultndose en me
dio del polvo. Hubiera querido gritrselo a voz en cuello.
Gritrselo.
-Una verdadera imprudencia -repiti Mendizbal. Ali
cia se haba sentido helada de asombro. Mendizbal no
hablaba de aquello, de lo que contemplara ah, sobre los
mapamundis, de los dos cuerpos entrelazados de Alicia
y Andrs. No, no hablaba de eso. Su negro antebrazo de
casimir borraba, tan slo, la frase escrita sobre la superfi
cie terrestre, "Amor, Andrs", eso tan slo. El anhelo de
inmortalidad de los criminales. Si aquellas palabras eran
descubiertas, ambos, Andrs y Alicia, seran expulsados
del Instituto, dijo con aire vago.
-Ahora vaymonos de aqu; usted saldr primero -una
imprudencia del ngel del tiempo, del inspector de las
ruinas siderales que intent revivir, con la palabra sagra
da, un mundo muerto para siempre.
Pero antes de que Alicia diera un paso, ambos queda
ron inmviles de terror. Alguien suba por las escaleras,
244 * JOS REVUELTAS

hacia el desvn. El rostro de Mendizbal haba palideci


do hasta lo sobrenatural.
-Grite usted -exclam con una inspiracin sbita al
tiempo que le desgarraba el uniforme de un tirn-, gri
te por el amor de Dios, yo me har responsable de lo
ocurrido!
A partir de ese instante la voz comenz a salirle muy
rara, desde muy lejos y muy adentro, del mismo modo
como ocurre con ciertos agonizantes, con ciertos cad
veres antes de morir, cuando todava conservan vivas al
gunas partes superiores del cuerpo, la cabeza, los ojos, y
la voz ya viene, desesperada y colrica, de abajo, de las
partes muertas, con una desesperanzada clera del otro
mundo.
El empleado que acudi a los gritos de Alicia tuvo una
mirada quieta, horrorosamente con los ojos sin movi
miento, iguales a los de un saurio, fijos hasta el vrtigo
sobre el maestro Mendizbal, atravesados por una aguja
amarilla como en la mariposa de un coleccionista. Con
exactitud, voces que salan de abajo, de la parte inferior
del trax. Aunque el empleado no era una cosa blanda
y lejana, como despus fue todo lo dems. No era eso,
ni probablemente nada, pues lo blando y lejano de los
acontecimientos radicaba en la naturaleza de las voces y
l no articul un sonido, ni siquiera el ms leve rumor,
las mandbulas juntas, idnticas a una llave de tuercas. Su
primer impulso sin duda fue golpear al maestro Mendi
zbal. Sin duda eso fue.
Alicia trat de sentirse inaparente, subterrnea. La ex
traa impresin de que las voces salan desde el fondo
del estmago y ella era un instrumento auricular, una
DORMIR EN TIERRA * 245

placa vibrtil a travs de cuya desconocida materia se alte


raba el tono de las escalas, no precisamente salido del ser
humano, sino de algn pedazo de madera, un tono gra
ve, bajo, desde las profundidades de una catedral vaca.
En aquellos instantes la enerv el instinto involunta
rio de sustraerse, de no ser, de no estar ah en medio de
aquellas esferas y aquellos mapamundis aterradores.
-Vayamos a la oficina del rector -crey escuchar al
maestro Mendizbal, blanco como un muerto, la voz des
de lo profundo de una tumba.
El empleado an tena la piel plida hasta las nuseas,
cuando el maestro Mendizbal descendi los escalones
con cierta solemnidad heroica, con cierta altivez de ajus
ticiado. Luego, ya en la oficina de la rectora, dijo algu
nas palabras ininteligibles, mientras sealaba al maestro
trmulamente, con una mano que no era suya, que no
poda ser suya. Mucho ms que palabras, en rigor una
especie de signos que se comprendan de golpe, unos
signos que podan comprender incluso los habitantes de
cualquier otro planeta. Estaba segura que el empleado
no habl, era imposible.
Algo se produjo en los rostros, entonces, un lenguaje
de facciones preciso y terrible, en el rector y el secretario,
dirigido hacia el criminal.
-Reconozco mi falta -musit Mendizbal-, y acepto
de antemano el castigo que se me aplique -algo sonrea
con infinita indulgencia y tristeza en sus ojos, y enton
ces el rector le volvi la espalda con un desdn trmulo
y enfermizo.
-Se le llamar al Consejo del Instituto, puede retirarse
-exclam. Se hizo un silencio enmaraado y confuso en
246 * JOS REVUELTAS

tanto Mendizba! se retiraba arrastrando tos pies suma


mente vencido y ausente.
-Monstruo -haba exclamado su padre despus, cuan
do fue Mamado ai Instituto. Lo dijo en un tono senciHo y
afligido, igual que si elevase una oracin-: Es un mons
truo -con un tubo no propiamente acstico, sino para que
nada se escuchase. Estaba ah, en la mitad de la oficina,
con unos surcos de ceniza endurecida en el rostro, unos
cauces como labrados con instrumentos de la Edad de Pie
dra. Pareca sonrer con la mitad de los labios, de un solo
lado, muy cmicamente, casi en virtud de un tirn hemi-
pljico, mientras una de sus mejillas temblaba. Una sola.
-Quiz no haya sucedido lo irreparable -volvi a decir
el rector con una especie de fnebre urbanidad, llena de
fatiga.
Pero se no era su padre, especialmente una cosa como
su padre, sentado en la mecedorcita de la alcoba, el ros
tro entre las manos, con una mancha negra de luz en la
punta charolada del zapato. Se balanceaba, Cristo santo!
No una cosa especialmente como su padre, de ningn
modo, prisionero de los frceps, balancendose. Era la
misma luz que momentos antes haba huido, desde la al
mohada hasta el pie de la mecedorcita, al correr su padre
la cortina, y ahora suba y bajaba, una vez en la punta del
zapato y otra sobre la alfombra verde nilo, primero, ah,
negra, y luego ac amarillenta como las mordeduras en
una manzana que se guard largamente en el pupitre.
De ningn modo su padre que se balanceaba como un
nio horrible y grande.
Y luego la enfermera. Los ojos concupiscentes de la
enfermera, plcida y untuosa, mirando con enterneci
DORMIR EN TIERRA * 247

da languidez los objetos infantiles de la habitacin, pero


tambin con algo secreto, como si lo supiera todo y a la
vez disimulara lo contrario.
En cierto modo una versin disfrazada, sutilmente
equvoca, de aquella otra mujer, la patrona del cuarto
que Andrs alquilaba para las entrevistas de ambos. Por
su maldita culpa, Dios mo! Por culpa de aquella maldita
mujer.
Andrs sala primero y luego Alicia lo segua una hora
ms tarde. Era un cuarto horrible, con las paredes empa
peladas y una figura corprea de la Inmaculada Concep
cin en la cabecera de la cama, igual que una muerta,
la nariz transparente, rosada, como en el to Reynaldo.
Consista en un busto de tamao natural, inclinado so
bre la cama, para velar por el sueo de quien ah dur
miese, y eso daba la impresin, entonces, de que el resto
de su cuerpo estara cruelmente empotrado, aprisio
nado en el muro, torturndose a s mismo con un mis
terioso placer alucinante, que denunciaban las dulces
facciones, la mirada anglica, las mejillas como una p
lida manzana.
Sin embargo, aqul era el cuarto verdadero de Alicia,
al que s perteneca del todo, inalienablemente. Su cuar
to. Un papel tapiz decolorado por el sol, enfermizo, cuyo
dibujo consista en unas franjas que debieron ser violeta,
verticales, punteadas de moscas; el lavamanos, cuyo so
porte de hierro lo haca aparecer como un arcnido; el
cielo raso pintado con arabescos dorados. Y la bacinica.
S, la bacinica, aquel pequeo y redondo vientre sucio.
La mujer se introdujo en el cuarto despus de unos
minutos, cuando Andrs se haba marchado, aquella ma-
248 * JOS REVUELTAS

aa de la tercera entrevista. Igual que la enfermera,


la misma mirada inaparente, lbrica y luctuosa a la vez.
Duea de! secreto, dulce. La Inmaculada Concepcin.
-El no !o sabr, tu muchacho ese no lo sabr. T po
drs quedarte aqu, despus de que l se vaya. Entonces
vendr uno que otro amigo mo. Decente, por supuesto.
Dijo que s, para poder escaparse sin riesgos, y aquel
cuarto se perdi para siempre. Culpa de la maldita mu
jer. Y luego todo esto, luego esa alcoba de nia,
Volvi a mirar los pies de su padre sobre la pequea
mecedora. La mancha de luz negra se inmoviliz de pron
to, junto con el pie que se balanceaba, y todos giraron el
rostro hacia un punto invisible. Alicia lanz un aullido
largo, un grito furioso, lleno de angustia. All estaba la
ta Enedina.
La ta Ene le acarici la frente con una indecible ter
nura.
-Pobrecilla ma! -exclam en voz alta. En su rostro se
retrataba el ms profundo dolor. Alicia record a aquel
tristsimo caballero, cuando la muerte del to Reynaldo,
que inclinado sobre el fretro pareca rezar, pero que a
cambio de eso no haca otra cosa que injuriar al muerto.
Se estremeci.
Grandes lgrimas rodaban por las mejillas de la ta Ene,
al grado de que todos se sintieron transidos de la ms
amarga pena. El padre, vuelto de espaldas hacia un rin
cn, la mirada ja, sin comprender, sobre el friso de co
nejos que corran unos tras otros en una forma que le
pareci obsesionante, se morda los labios tratando de
contenar a duras penas los sollozos. La enfermera rompi
a llorar con un hipo comedido y Heno de agradecimiento.
DORMIR EN TIERRA * 249

Por su parte, e) rector, despus de mirar hacia el pa


dre, se puso en pie para reunrsele. Sin saber qu hacer
o decir, puso la palma de la mano sobre el hombro de su
amigo y lanz un hondo suspiro. Pero, gracias a quin
sabe qu diablico mecanismo, ese suspiro, nuevamente,
volvi a resultarle de satisfaccin, lo que le hizo finalmen
te encogerse de hombros con un aire desesperado.
La ta Ene se inclin sobre Alicia y su voz, apenas audi
ble, se hizo suave, dulce, arrulladora.
-Llora, hija ma, descarga tu alma: a m no me enga
as. Llora, pequea puta desvergonzada, llora, que yo
no te traicionar!
Alicia sonri con cierta alegra casi involuntaria. Sobre
toda la superficie de la tierra, la nica persona capaz de
descubrir con una sola mirada su secreto era la ta Ene,
la ta Enedina, la viuda legtima, quien haba pronuncia
do por n a su odo la palabra justa, una de las cuantas
palabras sagradas que tiene el lenguaje humano para ex
presarse.

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