Hierba
Hierba
Hierba
Sheri S. Tepper
¡Hierba!
Millones de kilómetros cuadrados de hierba; innumerables tsunamis de hierba agitados
por el viento, mil caribes de hierba adormecidos bajo el sol, cien océanos ondulantes
donde cada ola es un destello escarlata o ámbar, esmeralda o turquesa, tan llenos de
colores como el arco iris, con barras y manchones de color temblando sobre las praderas,
donde los tallos de hierba —los hay muy largos y los hay muy cortos, algunos parecen
plumas y otros son afilados como cuchillos— crean su propia geografía a medida que
crecen. Aquí hay colinas de hierba donde los tallos han ido creciendo agrupados hasta
alcanzar la altura de diez hombres; valles de hierba donde el césped es como musgo que
se esponja bajo tus pies, donde las doncellas dejan reposar la cabeza pensando en sus
enamorados, donde los esposos se acuestan y piensan en sus amantes; claros cubiertos
de hierba donde los ancianos se sientan al caer la noche, soñando en lo que pudo haber
sido y lo que quizá llegó a ser. Naturalmente, estamos hablando de la gente común.
Ningún aristócrata se sentaría a soñar encima de la hierba. Los aristócratas tienen
jardines donde dedicarse a eso, si es que sueñan alguna vez.
Hierba. Riscos color rubí, mesetas de sangre, claros que parecen hechos de vino
solidificado... Mares de hierba color zafiro con oscuras islas de hierba que sostienen
grandes árboles que también son hierbas; praderas interminables de tallos plateados
donde las hileras de los grandes herbívoros se mueven lentamente igual que segadoras,
dejando tras ellas un rastro de tallos cortados que pronto volverán a erguirse en una
inextricable confusión de ondulaciones plateadas.
Mesetas anaranjadas ardiendo contra los crepúsculos, llanuras color albaricoque
reluciendo al amanecer, con los tallos cargados de semillas reluciendo igual que estrellas
hechas con lentejuelas y las flores que parecen ese frágil encaje que las viejas sacan de
sus baúles para enseñárselo a sus nietas.
—Encaje hecho por las monjas, hace mucho tiempo...
—¿Qué son las monjas, abuela?
Aquí, allá, esparcidas por el infinito de las llanuras herbosas, están las aldeas,
rodeadas por murallas que las protegen de la hierba, con sus casitas de gruesas paredes,
sus robustas puertas y sus fuertes postigos. Los minúsculos campos y los huertecitos
están llenos de árboles frutales y hortalizas cultivadas con esmero, y al otro lado de las
murallas la hierba espera igual que si fuera un pájaro tan grande como un planeta, lista
para saltar el muro y devorarlo todo, dispuesta a tragarse todas las manzanas, repollos y
viejas sentadas junto al pozo, anhelando engullir hasta a sus nietas...
—Esto es una chirivía, niña. De hace mucho tiempo...
—¿Y cuánto hace de eso, abuela?
Aquí, allá, tan dispersas como las aldeas, están las haciendas de los aristócratas: la
hacienda bon Damfels, la bon Maukerden y las haciendas de los otros bons, grandes
casas con tejados de paja rodeadas por jardines de hierba, fuentes de hierba y patios de
hierba, y a su alrededor también hay muros, y en los muros hay puertas para dejar que los
cazadores salgan y entren por ellas cuando regresan... Los que regresan, claro está.
Y aquí, allá, husmeando por entre las raíces de la hierba, aparecerán los sabuesos,
frunciendo la nariz, con las orejas colgando, poniendo cuidadosamente una pata delante
de la otra y caminando muy despacio para encontrar lo que buscan, ese algo inevitable, el
horror nocturno, el que devora a los jóvenes. Y mirad, allí, detrás de ellos, ya se ve llegar
a los jinetes vestidos de rojo, ya se les ve acercarse cabalgando, silenciosos como
sombras, galopando sobre la hierba: el Cazador con su cuerno; los fustigadores con sus
látigos; y el grupo de los cazadores, algunos vestidos de rojo y otros vestidos de negro,
con los sombreros redondos bien calados sobre la cabeza, con los ojos clavados en los
sabuesos que les preceden..., cabalgando, cabalgando.
Y, entre ellos, hoy se puede ver a Diamante bon Damfels —Dimity, la más joven—, con
los ojos cerrados para no ver a los sabuesos, con las manos apretando las riendas hasta
que los nudillos palidecen, el cuello tan frágil como el tallo de una flor sobre el cilindro
blanco de la corbata de cazadora, las negras botas relucientes, la negra chaqueta bien
cepillada y el negro sombrero firmemente clavado en su cabecita, cabalgando,
cabalgando por primera vez detrás de los sabuesos.
Y allí, en alguna parte, en la dirección hacia la que van, puede que en la copa de un
árbol, pues las vastas praderas albergan algún que otro bosquecillo, esté el zorro. El
zorro, poderoso e implacable. El zorro, que sabe que se acercan...
Los bon Damfels solían decir que, cuando la Cacería se celebraba en su hacienda,
siempre hacía buen tiempo. La familia parecía creer que eso era mérito suyo, aunque en
realidad todo el mérito se debía a la rotación de la Cacería, que llevaba la Cacería a la
hacienda de los bon Damfels a principios del otoño. En esa época del año normalmente
siempre hacía un tiempo espléndido. Y lo mismo ocurría al empezar la primavera, claro
está, cuando la rotación hacía que la Cacería volviese a su hacienda.
Stavenger, Obermun bon Damfels, había hablado con un dignatario de Semling —que
se consideraba a sí mismo toda una autoridad sobre un amplio abanico de temas
carentes de importancia—, y éste le informó de que, históricamente hablando, el cazar
con sabuesos era un deporte invernal.
La contestación de Stavenger fue la que podía esperarse de él y, en general, de la
aristocracia de Hierba.
—En Hierba lo hacemos como debe ser —dijo—, en primavera y en otoño.
El visitante tuvo el sentido común suficiente para abstenerse de hacer más comentarios
sobre la práctica del deporte en Hierba. Aun así, tomó muchas notas y, cuando volvió a
Semling, escribió una erudita monografía en la que comparaba las costumbres de Hierba
y la historia general de los deportes sangrientos. De la docena de ejemplares impresos
sólo uno sobrevivió, enterrado en los archivos del Departamento de Antropología
Comparativa de la Universidad de Semling, en Semling Uno.
De eso hacía ya mucho tiempo. El autor ya casi se había olvidado del asunto, y
Stavenger bon Damfels nunca había vuelto a pensar en él. En lo que a él concernía, lo
que los forasteros hicieran o dijesen era tan incomprensible como despreciable, y para
empezar nadie habría debido permitirle que asistiera como observador a la Cacería. Eso
pensaban los bon Damfels, y no había más que hablar.
La hacienda de los bon Damfels se llamaba Klive, en recuerdo de un antepasado muy
querido del linaje materno. Los bon Damfels decían que los jardines habían sido
considerados una de las setenta maravillas de todo el universo. Snipopean —el gran
Snipopean— dijo eso en uno de sus escritos, y su libro estaba en la biblioteca de la
hacienda, ese inmenso salón que olía a cuero, papel y a las sustancias químicas que los
bibliotecarios usaban para que el primero siguiera unido al segundo. Ningún bon Damfels
había leído ese libro y tampoco habría sido capaz de encontrar su paradero entre tantos
volúmenes, la mayor parte de los cuales no habían sido abiertos desde su llegada a la
biblioteca. ¿Para qué iban a perder el tiempo leyendo los elogios dedicados a los jardines
de Klive cuando vivían rodeados por ellos?
La Cacería siempre empezaba en aquella parte de los jardines conocida como la
primera superficie. Como anfitrión, Stavenger bon Damfels era Señor de la Cacería. Antes
de esta primera Cacería del otoño —al igual que antes de la primera Cacería de cada
temporada, ya fuese en primavera o en otoño—, había escogido tres miembros de entre
las complicadas ramificaciones de la familia para que actuaran como Cazador y como
primer y segundo fustigador. Al Cazador le había confiado el cuerno de los bon Damfels,
un instrumento lleno de curvas y tallas del que brotaba una llamada casi inaudible pero
muy hermosa. A los fustigadores les entregó los látigos, unos objetos minúsculos y
frágiles que debían cuidar con esmero para no romperlos. En realidad eran puros
adornos, como las medallas al valor, y no tenían ningún propósito utilitario. Nadie se
habría atrevido a emplear el látigo sobre un sabueso o una montura; y en cuanto a hacer
sonar un cuerno junto a la oreja de una montura o incluso allá donde ésta pudiera oírlo,
dejando aparte los toques rituales y el momento en que la Cacería hubiese concluido...,
bueno, eso era impensable. Nadie preguntaba cómo se había hecho en otros lugares, o ni
tan siquiera cómo se hacía ahora. Francamente, a ninguno de los bons le importaba en lo
más mínimo cómo se hacía en otros sitios. Los demás sitios, en lo que a ellos concernía,
dejaron de existir cuando sus antepasados los abandonaron.
En este primer día de la cacería de otoño, Diamante bon Damfels, la hija menor de
Stavenger, esperaba en la primera superficie mientras ésta iba llenándose de gente que
hablaba en susurros y tenía cara de sueño, como si se hubieran pasado toda la noche
despiertos aguardando un sonido que no había llegado. Las sirvientas de la aldea vecina
iban y venían por entre las inmóviles siluetas de los cazadores: las campanas blancas de
sus largas faldas hacían que pareciesen no tener piernas, y llevaban el cabello oculto bajo
los complicados pliegues de los brocados que cubrían sus cabezas. En sus manos
sostenían bandejas llenas de vasos tan pequeños como dedales.
Flanqueada por Emeraude y Amethyste (llamadas Emmy y Amy por la familia, y «las
señoritas bon Damfels» por todo el resto del mundo), Dimity permanecía inmóvil. Después
de haber sido aseada y acicalada y haber recibido los adioses de costumbre, partió hacia
los jardines con su atuendo para la cacería, así como con el comienzo de una jaqueca
causada por llevar el cabello tan severamente recogido hacia atrás para que cupiera bajo
la negra redondez de su sombrero.
—No te preocupes —le dijo Emeraude, no pudiendo ofrecerle ningún consejo mejor—.
Pronto conseguirás tus colores de la Cacería. Limítate a recordar lo que te dijo el maestro
de equitación. —Un músculo se contraía espasmódicamente en su mandíbula, como una
rana atrapada.
Dimity se estremeció, las sombras temblaron y, aunque no quería decir nada, fue
incapaz de contenerse.
—Emmy, mamá dijo que no tenía por qué...
Amethyste se rió, emitiendo un leve suspiro en el que no había ni pizca de alegría, un
sonido tan carente de emoción como el tintineo de un cristal.
—Bueno, pues claro que no, tonta. Ninguno de nosotros tenía que hacerlo. Ni tan
siquiera Sylvan y Shevlok tenían que hacerlo.
Sylvan bon Damfels oyó pronunciar su nombre y se volvió hacia sus hermanas: cuando
vio que Dimity estaba acompañada por las mayores, su rostro se oscureció
perceptiblemente. Se excusó ante sus compañeros y fue rápidamente hacia el círculo de
césped gris claro, dando un rodeo para esquivar las fuentes de hierba escarlata y ámbar
que había en su centro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, clavando sus ojos en la joven.
—El maestro de equitación le dijo a mamá...
—Te falta mucho para estar preparada. ¡Mucho! —Muy típico de Sylvan: siempre decía
lo que pensaba, aunque a los demás les desagradara oírlo (algunos decían que obraba
así porque les desagradaba), y disfrutaba con la atención de que eso le hacía acreedor,
aunque si se lo hubieran hecho notar lo habría negado apasionadamente. Para Sylvan la
verdad era la verdad y todo lo demás no era sino una negra herejía, aunque de vez en
cuando pasaba por el muy humano apuro de no saber dónde estaba la verdad y dónde la
herejía.
—Oh, Sylvan... —dijo Amethyste, haciendo un gracioso mohín y frunciendo unos labios
cuya opulencia había hecho que los comparasen a frutos maduros—. No seas tan duro
con ella. Si de ti dependiera, no dejarías montar a nadie salvo a ti mismo.
Sylvan se volvió hacia ella, irritado.
—Amy, si de mí dependiera no habría nadie que montara…, ni yo mismo. ¿Qué opina
madre de todo esto?
—Fue cosa de papá —dijo Dimity, intentando aplacarle—. Pensó que ya iba siendo
hora de que consiguiera mis colores, Amy y Emmy los consiguieron siendo más jóvenes
que yo. —Sus ojos recorrieron la primera superficie hasta posarse en Stavenger, que la
observaba con expresión pensativa rodeado por los Cazadores veteranos, con su flaca y
huesuda silueta perfectamente inmóvil y el gran gancho de su nariz cerniéndose sobre su
boca casi carente de labios.
Sylvan le puso la mano en el hombro.
—En nombre del cielo, Dim, ¿por qué no le dijiste que aún no estabas preparada?
—No podía hacerlo, Syl. Papá habló con el maestro de equitación, y el maestro de
equitación le dijo que nunca estaré mejor preparada que ahora.
—Pero él no quería decir que...
—Sé lo que quería decir, por todos los cielos. No soy idiota. Quería decir que no s-oy
demasiado buena y que no voy a mejorar.
—No eres tan mala —la consoló Emeraude—. Yo era mucho peor que tú.
—Sí, de niña eras bastante peor —dijo Sylvan—, pero cuando llegaste a la edad de
Dim ya habías mejorado mucho, igual que nos ocurrió a los demás. Pero eso no quiere
decir que Dim deba...
—¿Cuándo vais a dejar de decirme lo que he de hacer y lo que no? —gritó Dimity, y las
lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. La mitad de mi familia dice que no debo
hacerlo y la otra mitad dice que ya estoy preparada.
Sylvan ya había abierto la boca para gritar, pero se contuvo y trató de calmarse. Cómo
amaba a esa pequeña... Fue el primero en llamarla Dimity, la abrazó cuando estuvo
enferma de cólicos, la apretó contra su hombro y le dio palmaditas mientras iba y venía
por los pasillos de Klive, un preocupado chico de trece años que intentaba consolar a una
niña... Y ahora el joven de veintiocho años seguía preocupándose por la chica de quince,
y cuando la miraba seguía viendo a la niña.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó con ternura, alargando la mano para acariciar la
pequeña frente humedecida por el sudor que brillaba bajo el ala de la gorra negra. Llevar
el cabello recogido hacia atrás le daba el aspecto de un chicuelo asustado—. ¿Qué
quieres hacer, Dim?
—Tengo hambre, tengo sed y estoy cansada. Quiero volver a la casa, desayunar, y
aprenderme la lección de gramática de la semana —chilló Dimity, apretando los dientes
—. Quiero ir a un baile de verano y flirtear con Jason bon Haunser. Quiero darme un baño
caliente, sentarme en el patio de las hierbas-rosales y contemplar los pájaros fugaces.
—Bueno, entonces... —empezó a decir Sylvan, pero el sonido del cuerno del Cazador
apostado junto a la Puerta de las Perreras le interrumpió. Ta-ua, ta-ua, suave, oh, muy
suave, para alertar a los jinetes sin molestar a los sabuesos...—. Los sabuesos —
murmuró, dándose la vuelta—. Dios, Dim, has esperado demasiado.
Se calló y dio unos cuantos pasos tambaleantes, apartándose de ellas. A su alrededor
las conversaciones cesaron de pronto y se hizo el silencio. Todos los rostros se volvieron
fláccidos e inexpresivos. Los ojos se clavaron en la nada. Dimity miró a los que la
rodeaban, listos para cabalgar junto a los sabuesos, y se estremeció. Los ojos de su
padre se posaron sobre su rostro como una ráfaga de viento helado y se apartaron sin
verla. Hasta Emmy y Amy se habían convertido en seres remotos e inalcanzables. Sólo
Sylvan, que había vuelto con sus compañeros, parecía seguir siendo capaz de verla, de
verla y de sentir compasión por ella, como tantas veces en el pasado.
Los jinetes se dispersaron por la primera superficie siguiendo un orden muy complicado
y sutil: los veteranos en el lado oeste del círculo, los más jóvenes en el este. Las
sirvientas habían desaparecido nada más oír el cuerno, huyendo como flores blancas que
notasen sobre la hierba grisácea. Dimity se encontró en la parte este del césped, con los
ojos vueltos hacia el sendero que llevaba hasta el muro de la hacienda y la gran puerta
que lo atravesaba.
—Vigila la Puerta de las Perreras —se recordó, aunque no era necesario—. Vigila la
Puerta de las Perreras...
Todo el mundo tenía los ojos clavados en la Puerta de las Perreras, y todos vieron
cómo se abría lentamente y cómo los sabuesos salían por ella, una pareja detrás de otra,
con las orejas colgando y las lenguas asomando por entre sus fuertes colmillos de marfil,
el rabo bien recto. Tomaron por el Camino de los Sabuesos, un ancho sendero de hierba
terciopelo que trazaba un círculo alrededor de la primera superficie y se alejaba en
dirección oeste por la Puerta de la Cacería de la otra pared, perdiéndose en los jardines
exteriores. Cuando cada pareja llegaba a la primera superficie, un sabueso se desviaba
hacia la izquierda y el otro hacia la derecha hasta formar dos filas que iban girando
alrededor de los cazadores, observándolos, examinándolos con ojos rojizos que parecían
humear igual que ascuas, hasta que las dos filas volvieron a encontrarse y se alejaron
hacia la Puerta de la Cacería, y cada sabueso se reunió con su compañero para formar la
misma pareja que antes.
Dimity sintió el calor de sus ojos igual que si fuera un golpe físico. Se miró las manos y
vio que tenía los nudillos blancos, con los dedos de cada una aferrando a la otra, e intentó
no pensar en nada.
El último par de sabuesos volvió a reunirse y los cazadores se prepararon para
seguirles. Sylvan vino corriendo hacia ella.
—Dim, puedes quedarte aquí —le murmuró al oído—. Nadie mirará hacia atrás. No lo
sabrán hasta después. Quédate...
Dimity negó con la cabeza. Tenía el rostro muy pálido y sus grandes ojos oscuros
estaban llenos de un miedo que nunca antes había osado admitir, pero no pensaba
quedarse allí. Sylvan volvió corriendo a su puesto, agitando la cabeza. Despacio, como a
regañadientes, los pies de Dimity la llevaron en pos de Sylvan mientras los cazadores
seguían a los sabuesos por la Puerta de la Cacería. Desde el otro lado del muro le llegó el
ruido de los cascos sobre la tierra. Las monturas estaban esperándoles.
Rowena, la Obermum bon Damfels, estaba en el balcón de su dormitorio, y sus ojos
preocupados se posaron en la nuca de su hija menor. El círculo blanco de la corbata de
caza hacía que el cuello de Dimity pareciese tan delgado e indefenso... Es como un brote
joven, pensó Rowena, recordando los dibujos de las flores que veía en los cuentos de
hadas que leía de niña.
—Gotas de nieve —dijo para sí—. Tulipanes. Campanillas azules. Y peonías... —De
pequeña tenía un libro enteramente consagrado a las hadas hermosas y terribles que
vivían en las flores. Se preguntó dónde estaría ahora. Lo más probable era que ya no
existiese. Otro de aquellos objetos «de fuera» contra los que Stavenger siempre estaba
despotricando... Como si unos cuentos de hadas pudieran hacerle daño a alguien.
—Dimity está muy delgada —dijo Salla, la doncella—. Es tan pequeña, tan joven...
Verla ahí, siguiendo a los demás...—Salla había cuidado a todos de bebés. Dimity era la
más joven y, para ella, esa etapa había durado bastante más tiempo.
—Tiene los mismos años que Amethyste cuando montó por primera vez. Y Emmy era
más pequeña. —Por mucho que lo intentara, Rowena no pudo evitar que su voz sonara
algo a la defensiva—. No es tan joven.
—Pero señora, sus ojos... —murmuró Salla—. Parecía una niña. No sabe nada de la
Cacería. Nada... No, no sabe nada.
—Pues claro que lo sabe. —Rowena necesitaba dejarlo bien claro, tenía que creerlo. El
adiestramiento servía para eso; para asegurarse de que los jóvenes jinetes comprendían
el significado de la Cacería. No había peligro alguno, siempre que uno hubiera sido
entrenado adecuadamente-. Lo sabe... —repitió Rowena con testarudez, yendo hacia el
espejo y arreglando su oscura y abundante cabellera. Sus ojos grises le lanzaron una
mirada de acusación y apretó los labios, haciendo que se tensaran en una fea línea.
—No lo sabe —dijo Salla, tan testaruda como ella, apartándose rápidamente para
evitar el bofetón que Rowena podría haberle dado si para ello no hubiera sido preciso
moverse—. Es como usted, señora. No ha nacido para eso.
Rowena se cansó de contemplarse y decidió cambiar de tema.
—¡Su padre dice que debe hacerlo!
Salla no se atrevió a seguir protestando. No habría servido de nada.
—No ha nacido para eso. Igual que usted... Y él no la obligó a usted a hacerlo.
Oh, sí que lo hizo, pensó Rowena, recordando el dolor. Me obligó a hacer tantas cosas
que no deseaba... Permitió que dejara de montar, sí, pero sólo cuando estuve
embarazada del séptimo hijo que me obligó a concebir, mientras que yo sólo deseaba uno
o dos. Me hizo montar hasta que envejecí y me salieron arrugas junto a los ojos. Hizo que
les educara para la Cacería, cuando yo no quería hacerlo, y consiguió que todos
acabaran siendo como él…, excepto Sylvan. No importa lo que Stavenger haga, Sylvan
sigue siendo Sylvan. Nunca dice lo que piensa, claro. Sylvan se limita a protestar por
todo. Syl es inteligente, sabe ocultar sus auténticas creencias bajo esa fachada arisca y
ceñuda. Y, naturalmente, Dimity sigue siendo Dimity, pero la pobre Dim jamás sabrá
ocultar nada. ¿Será capaz de ocultar sus sentimientos esta mañana?
Rowena volvió al balcón y ladeó el cuello para mirar por encima del muro. Podía ver el
agitar de las monturas que aguardaban a los jinetes, el inquieto meneo de sus cabezas y
sus colas. Podía oír el chasquear de las pezuñas, el hruff del aire súbitamente expelido.
Todo estaba demasiado silencioso. Cuando los jinetes montaban siempre había
demasiado silencio. Siempre tuvo la sensación de que deberían hablar, saludarse los
unos a los otros, decirse cosas a gritos... Tendría que haber... algo. Algo aparte de este
silencio.
Rowena oyó ese trueno desde el balcón y se tapó los oídos con las manos hasta que
se hubo desvanecido en el silencio. Los ruidos causados por pájaros, insectos y criaturas
de la hierba, que habían cesado al llegar los sabuesos, se fueron reanudando poco a
poco.
—Es demasiado joven —dijo Salla, entristecida—. Oh, señora...
Rowena no sólo no la abofeteó sino que se volvió hacia ella, con lágrimas en los ojos.
—Lo sé —dijo. Sus ojos siguieron la fila de jinetes que iba alejándose hacia el oeste
por el sendero del jardín. Van a la Cacería, se dijo. Van a la Cacería... Y volverán. Sí,
volverán. Lo repitió una y otra vez, igual que si fuera una letanía. Volverán.
—Volverá —dijo Salla—. Volverá, y querrá darse un buen baño caliente.
Las dos se quedaron inmóviles con la cara vuelta hacia el oeste, sin ver nada salvo la
hierba.
Lejos de los aposentos de Rowena, al final del gran pasillo, unos cuantos aristócratas
que no participaban en la Cacería se habían congregado en la biblioteca de Klive, que
apenas se utilizaba, para hablar de un tema que era una continua fuente de irritación para
ellos. Figor, el hermano menor de Stavenger, era el segundo jefe de Klive. Unos años
antes sufrió uno de los muchos accidentes de caza que se producían cada temporada, y
Figor dejó de acompañar a los sabuesos. Aquello le liberó de las temporadas de caza,
permitiéndole asumir gran parte de las responsabilidades de la hacienda mientras
Stavenger se hallaba ocupado en otros menesteres. Figor se había reunido con Eric bon
Haunser, Gerold bon Laupmon y Gustave bon Smaerlok. Gustave era el Obermun bon
Smaerlok y seguía siendo el jefe de la familia Smaerlok, pese a que ya no podía cazar;
pero tanto Eric bon Haunser como Gerold bon Laupmon eran jóvenes retoños de los jefes
de sus familias, hombres que hoy también participaban en la Cacería.
El cuarteto, congregado alrededor de una gran mesa cuadrada situada en una esquina
de la estancia sumida en la penumbra, estaba examinando el documento que había
motivado su reunión. Era bastante breve, y como encabezamiento tenía los arabescos
curvilíneos que expresaban los nombres y atributos de Santidad: estaba cargado de sellos
y cintas, y lo firmaba el mismísimo Jerarca. Este mismo grupo de aristócratas había
respondido a documentos similares en el pasado, y Gustave bon Smaerlok parecía muy
irritado al verse obligado a responder de nuevo a uno de ellos.
—Este departamento de Santidad está empezando a ser una auténtica molestia —dijo
el Obermun desde la media persona con ruedas que había ocupado durante los últimos
veinte años—, Dimoth bon Maukerden opina lo mismo que yo. Hablé con él y se puso
furioso. Y Yalph bon Bindersen... También he hablado con él. Aún no he podido visitar la
hacienda de los bon Tanlig, pero Dimoth, Yalph y yo estamos de acuerdo en que no nos
importa lo que Santidad quiera ahora: no es asunto nuestro, y no pensamos admitir a sus
malditos fragras en nuestro planeta. Nuestros antepasados vinieron a Hierba para alejarse
de Santidad, y queremos que nos dejen en paz. Bastante hacemos con permitir que sigan
excavando en la ciudad de los arbai, dejando que esos Hermanos Verdes hagan pasteles
de barro con sus palas de juguete en el norte. Que los demás sitios sigan siendo los
demás sitios, y que Hierba siga siendo Hierba. Así pues, todos estamos de acuerdo.
Vamos a dejárselo bien claro de una vez para siempre. Estamos en plena temporada de
caza, por todos los cielos... No podemos perder el tiempo con todas esas tonterías. —
Aunque Gustave ya no montaba, seguía siendo un ávido seguidor de la Cacería y,
siempre que el tiempo lo permitía, observaba la persecución desde un globo impulsado
por silenciosos motores.
—Calma, Gustave —murmuró Figor, dándose masaje con la mano derecha en el punto
donde se unían carne y prótesis y sintiendo el latido del dolor bajo sus dedos: el dolor era
un acompañamiento constante de su existencia, pese a que ya habían transcurrido dos
años. Le volvía irritable y Figor trataba de no expresar esa irritación, pues sabía que su
fuente se hallaba más en el cuerpo que en la mente—. No hace falta que convirtamos
esto en una rebelión declarada. Irritar a Santuario no servirá de nada.
—¡Una rebelión! —gritó el anciano—. ¿Desde cuándo Hierba tiene que obedecer el
maldito gobierno fragras de Santidad? —Aunque la palabra fragras significaba
sencillamente «extranjero», Gustave la utilizaba como solía utilizarse en Hierba, como el
insulto definitivo.
—Shhh. -Figor comprendía a Gustave. Gustave también sufría agudos dolores e,
indudablemente, eso le volvía irritable—. No me refería a esa clase de rebelión, y todos lo
sabéis. Aunque no le debemos ninguna obediencia religiosa a Santidad, al menos hay
otros aspectos en los que sí fingimos respetarla. Santidad tiene sus cuarteles generales
en la Tierra. Reconocemos que la Tierra es el centro de todas las relaciones diplomáticas,
la sede donde se conserva nuestra herencia cultural, la cuna eterna de la humanidad, bla,
bla, bla. —Suspiró y volvió a darse masaje. Gustave soltó un bufido, pero dejó que Figor
siguiera hablando-.- Gustave, mucha gente se toma en serio nuestra historia. Ni tan
siquiera nosotros llegamos a ignorarla del todo. Durante las conferencias usamos la vieja
lengua; le enseñamos el idioma terrestre a nuestros niños. Cuando estamos en las
haciendas no todos usamos el mismo lenguaje, pero consideramos que hablar el idioma
terrestre es algo propio de los hombres educados, ¿no? Seguimos calculando nuestra
edad según el calendario de Santidad. La mayor parte de lo que cultivamos fue traído de
la Tierra por nuestros antepasados. ¿Por qué enfrentarse a Santidad, y a todos los que
podrían acudir rugiendo en defensa suya…, cuando no tenemos por qué hacerlo?
—¿Quieres tener aquí a sus malditos lo-que-sean? ¿Quieres tenerles aquí metiendo la
nariz por todas partes, quieres que sus malditos investigadores trastornen nuestra forma
de vida?
Hubo un instante de silencio mientras todos pensaban en los problemas que eso podía
causar. En esta época del año, los únicos problemas a considerar eran los que pudieran
afectar a la Cacería, ya que era la única actividad importante de la temporada. Durante el
invierno, naturalmente, nadie iba a ninguna parte, y durante los meses de verano hacía
demasiado calor para viajar, salvo de noche, cuando se celebraban los bailes de verano.
Aun así, la palabra «investigación» resultaba inquietante. Gente haciendo preguntas,
gente pidiendo respuestas a esas preguntas...
—No tenemos por qué dejar que trastornen nada —dijo Figor, no muy convencido de lo
que decía—. Ya nos han explicado la razón de que deseen venir aquí. Parece que hay
alguna plaga, y Santidad ha mandado misiones a varios mundos buscando una cura. —
Volvió a darse masaje en el brazo y frunció el ceño.
—Pero, ¿por qué aquí? —farfulló Gerold bon Laupmon.
—¿Y por qué no? Santidad sabe muy poco o nada sobre Hierba, y está actuando a
tientas.
Pensaron en eso durante unos instantes. Cierto, Santidad sabía muy poco o nada
sobre Hierba, excepto lo que pudiese averiguar mediante los Hermanos Verdes. Los
extranjeros siempre se alojaban en Ciudad Común, y sólo se les permitía quedarse allí el
tiempo necesario para abordar la nave siguiente, y nunca se les permitía adentrarse en
las praderas de hierba. Semling había intentado mantener una embajada en Hierba, pero
no lo había conseguido. Ahora no había ningún contacto diplomático con «los otros
sitios». Aunque la palabra solía utilizarse para hacer referencia a Santidad o a la Tierra,
también se utilizaba en un sentido más general: Hierba era Hierba; fuera de Hierba sólo
estaban «los otros sitios».
Eric rompió el silencio:
—La última vez, Santidad dijo algo sobre un visitante que llegó con la enfermedad y se
marchó curado. —Se incorporó torpemente sobre sus piernas artificiales, deseando que le
fuera igual de fácil librarse de su problema.
—Tonterías —ladró Gustave—. Ni tan siquiera pudieron decirnos quién era o cuándo
ocurrió. Un tripulante, dijeron. Alguien que vino en una nave. ¿Qué nave? No lo sabían.
No era más que un rumor. Puede que esa plaga ni tan siquiera exista —gruñó—. Quizá
no es más que una excusa para hacer prosélitos entre nosotros: empezarán a usar sus
pequeños medios de presión, tomarán muestras de nuestros tejidos para sus malditos
bancos... —Aunque los bon Smaerlok habían llegado a Hierba ya hacía mucho tiempo, la
historia familiar estaba llena de relatos sobre la tiranía religiosa de la que habían huido.
—No —dijo Figor—. Creo que la plaga existe. Tenemos datos sobre ella procedentes
de otras fuentes. Y les preocupa, lo cual es comprensible. Andan como locos haciendo
esto o aquello y no consiguen gran cosa. Bueno, ya encontrarán una cura para su plaga.
Démosles tiempo. Santidad tiene algo bueno, y es que siempre acaba encontrando las
respuestas. Así pues, ¿por qué no darles tiempo para que encuentren la respuesta en
algún otro sitio, sin decir que no y sin ponernos nerviosos? Le diremos al Jerarca que no
nos gusta ser estudiados, bla, bla, bla, el derecho a la intimidad cultural y todo eso: tendrá
que aceptarlo, dado que es uno de los pactos firmados por Santidad durante la dispersión,
pero también le diremos que somos gente civilizada y que estamos dispuestos a hablar
del asunto, por lo que puede enviarnos un embajador para discutir el problema. —Figor
agitó las manos—, Y después podremos discutir y discutir durante unos cuantos años
hasta que el problema se resuelva por sí solo.
—¿Hasta que se hayan muerto todos? —preguntó Gerold bon Laupmon..., y Figor
supuso que se refería a todos los seres humanos que no vivían en Hierba.
Figor suspiró. Gerold era una persona algo difícil de tratar: nunca se podía estar seguro
de que hubiera entendido las cosas.
—No. Hasta que encuentren una cura. Cosa que harán.
Gustave soltó un bufido.
—Sí, Gerold, hay que admitirlo: los Santificados son gente lista. —-Lo dijo con el tono
de voz de quien no cree que la inteligencia sea digna de mucho respeto.
Otro silencio mientras pensaban en lo que se había dicho.
—Eso tiene la ventaja de hacernos quedar en buena posición —dijo por fin Eric bon
Haunser.
Gustave volvió a soltar un bufido.
—¿Ante quién? ¿Quién tiene el derecho de juzgarnos? —Dio un puñetazo en el brazo
de su asiento, torció el gesto y se puso rojo. Desde el accidente que había terminado con
su carrera de jinete Gustave se había mostrado muy irascible, y Figor trató de calmarle.
—Cualquiera puede hacerlo, Gustave, tanto si tiene derecho a ello como si no.
Cualquiera puede mirar a su alrededor. Cualquiera puede formarse una opinión, tanto si lo
queremos como si no. Y, en caso de que alguna vez necesitemos algo de Santidad,
podríamos esperar que nos devolvieran el favor.
Eric se dio cuenta de que Gustave se disponía a protestar y asintió.
—Puede que nunca queramos nada de ellos, Gustave. Lo más probable es que así
sea. Pero, si diera la casualidad de que acabáramos necesitándoles, estaríamos en una
posición mucho más sólida. ¿No eres tú mismo quien siempre nos dice que no debemos
renunciar a cualquier tipo de ventaja hasta que no sea estrictamente necesario?
El anciano estaba hirviendo de rabia.
—Entonces tendremos que mostrarnos corteses con su enviado..., tendremos que
hacer reverencias y humillarnos, fingir que ese idiota extranjero venido de otro planeta es
nuestro igual...
—Bueno…, sí. Dado que el embajador vendrá de Santidad, lo más probable es que sea
un terrestre, Gustave. Pero estoy seguro de que podremos aguantarlo durante un tiempo,
¿no? Como ya he dicho, casi todos nosotros sabemos hablar el lenguaje de la diplomacia.
—Y ese fragras tendrá una esposa tan idiota como él, y probablemente una docena de
mocosos. Y sirvientes. Y secretarios y ayudantes. Y todos harán preguntas.
—Podemos ponerles en algún sitio remoto, donde no puedan hacer muchas.
Alojémosles en la Colina del Ópalo. —Eric pronunció el nombre del sitio donde había
estado la embajada de Semling con cierto placer, y lo repitió—: La Colina del Ópalo...
—¡Ja, la Colina del Ópalo! ¡Sólo el infierno queda más lejos! Hay que cruzar todo el
bosque pantanoso hasta llegar al suroeste... Por eso acabaron marchándose. Sí, la Colina
del Ópalo es un sitio muy solitario.
—Bueno, entonces el hombre de Santidad se sentirá solo y acabará marchándose
también. Pero eso será culpa suya, no nuestra. ¿Estamos de acuerdo? ¿Sí?
Evidentemente, estaban de acuerdo. Figor aguardó unos instantes para ver si alguien
tenía algo más que decir o si Gustave iba a permitirse otro de sus estallidos de ira, y
acabó pidiendo un poco de vino antes de llevar a sus invitados a los jardines de hierba.
Estaban a comienzos del otoño y los jardines se hallaban en su mejor época: las
plumosas cabezas de los semilleros se movían como bailarinas impulsadas por el viento
del sur. Hasta Gustave acabaría poniéndose de mejor humor después de pasar una hora
en los jardines. Y, pensándolo bien, la Colina del Ópalo también tenía unos jardines muy
hermosos, algo recientes, pero bien diseñados. Los penitentes santificados que venían a
Hierba para expiar sus pecados diseñando jardines y haciendo excavaciones en las
ruinas —los que se hacían llamar Hermanos Verdes— se habían esmerado con ellos, y
los jardines habían permanecido desiertos desde que los de Semling abandonaron el
lugar. Quizá pudieran convencer al embajador para que se dedicara a la jardinería. O a su
esposa, si la tenía. O a la docena de mocosos...
Lejos de Klive, perdida entre la hierba, Dirnity bon Damfels intentaba no hacer caso del
dolor que torturaba sus piernas y su espalda. Había pasado muchas horas en el
simulador, cierto, y su experiencia con él había estado cargada de dolor, pero esto era
distinto. Este horrible dolor de ahora, tan íntimo e insidioso...
—Cuando creas que el dolor es insoportable, dedícate a pensar en la ruta de la
Cacería —le había dicho su maestro de equitación—. Distráete. Y, por encima de todo, no
pienses en el dolor.
Y eso hizo, repasando mentalmente la ruta que habían seguido hasta ahora. Habían
ido por el Sendero de los Verdes y los Azules, allí donde la hierba que bordeaba el
camino pasaba del índigo más oscuro al verde y esmeralda brillante del bosque, con
todos los matices intermedios del zafiro y el turquesa, y llegaron al risco donde grandes
tallos plumosos de hierba acuática ondulaban en un oleaje incesante. Más allá del risco
había una pequeña hondonada donde la hierba acuática estaba puntuada por islas de
hierba arena, y el conjunto formaba un paisaje maravillosamente parecido al mar que era
llamado Jardín del Océano. Dimity había visto una imagen del auténtico océano cuando
fue con Rowena a Ciudad Común para recoger una tela importada. La imagen estaba
colgada en una pared de la casa del comerciante y representaba uno de los mares de
Santidad. Recordó haber dicho que la extensión de agua se parecía mucho a la hierba, y
alguien se rió al oírla y dijo que era la hierba la que se parecía al agua. ¿Cómo saber cuál
se parecía a cuál? De hecho, eran iguales, dejando aparte que en el agua podías
ahogarte.
Mientras pensaba en eso, Dimity tuvo una idea sorprendente: también podías ahogarte
en la hierba. Sí, y hasta quizá fuera agradable. El dolor agónico de su rodilla izquierda...
Pequeños senderos de fuego nacían en su rodilla y trepaban hacia su ingle. Distráete, se
repitió. Distráete.
Cuando llegaron al final del Sendero de los Verdes y los Azules, los sabuesos se
lanzaron silenciosamente hacia el Bosque de las Treinta Sombras, una confusión de
gigantescos tallos negros tan gruesos como su cuerpo que crujían levemente por encima
de su cabeza cada vez que la brisa los hacía chocar unos con otros. Por entre los tallos
había macizos de hierba terciopelo que rodeaban pequeños promontorios de hierba
piedra, y las monturas siguieron por el camino que llevaba hacia las Colinas Rubí.
En las Colinas el paisaje se volvía color ámbar y melocotón, rosa y albaricoque, con
vetas de un rojo más fuerte serpenteando por entre los colores pálidos hasta llegar a su
clímax en feroces estallidos de hierba sangre que se alzaba hacia el cielo, y aquí el
sendero se apartaba de los jardines para lanzarse hacia la salvaje extensión de
gramíneas de la llanura circundante. La llanura estaba cubierta de hierba larga, y no había
nada que ver salvo los grandes tallos por entre los que se abría paso su montura, nada
que oír salvo el susurro de las plumosas cabezas de los semilleros, nada en que pensar
excepto en prepararse para resistir la embestida de esos tallos afilados, manteniendo la
cabeza gacha para que los golpes cayeran sobre su gorra acolchada y no sobre su cara.
Aun así, el sol le dijo que estaban yendo hacia el norte, y Dimity se concentró en ello.
Las siete haciendas restantes estaban separadas unas de otras por un mínimo de una
hora en vehículo aéreo, y aun así sólo ocupaban una pequeña parte de la superficie de
Hierba. ¿Qué sabía sobre el terreno que se extendía al norte de la hacienda de los bon
Damfels? Allí no había ninguna hacienda. La más cercana era la de los bon Laupmon,
pero quedaba muy lejos hacia el sureste, y yendo hacia el este se llegaba a la de los bon
Haunser. La Abadía de los Hermanos Verdes quedaba al norte, aunque un poco al este
de la hacienda bon Damfels. Y en el norte no había más haciendas ni aldeas, nada salvo
más pradera y un angosto valle repleto de bosquecillos. «Si hay bosques hay zorros», se
dijo a sí misma. No cabía duda de que estaban yendo hacia ese valle.
Y, de repente, el dolor estuvo allí de nuevo, reptando hacia su otra pierna.
—Hay algo aún mejor que distraerse —le había dicho su maestro de equitación—, y es
el dejarse atrapar por el ritmo de la caza y no pensar en nada. —Dimity intentó no luchar
con el dolor y no distraerse: dejarse llevar, eso era lo principal—. Por encima de todo, no
pongas nerviosa a tu montura y procura no atraer la atención de los sabuesos. —No
atraería su atención. Se limitaría a seguir y seguir, sin pensar en nada.
En el simulador, Dimity jamás había conseguido no pensar en nada, y le sorprendió
descubrir que aquí le resultaba mucho más fácil. Como si algo estuviera trabajando dentro
de su mente, queriendo borrar toda huella de pensamiento consciente... Una goma. Frota,
frota, frota. Empezó a menear la cabeza, irritada, porque la sensación le resultaba
desagradable, y recordó justo a tiempo que no debías moverte, no, la verdad es que no
debías moverte. El intruso en su mente seguía borrando y borrando. Dimity volvió a
concentrarse en su distracción y pensó en su último traje para el baile, repasando cada
hoja y cada flor del bordado, cada pliegue de la tela, y transcurrido un tiempo aquel sordo
dolor mental acabó esfumándose.
Cabalga, se dijo a sí misma. Cabalga, cabalga, cabalga. La repetición ocupó el lugar
del vacío, expulsando el traje de baile, y Dimity dejó de hacer ningún esfuerzo consciente.
Cerró los ojos y se movió con su montura, sin ver nada. Su espalda se había convertido
en un pilar de agonía. Tenía la garganta seca. Sentía unos deseos desesperados de
gritar, y necesitó todas sus fuerzas para ahogar el grito.
Y, de repente, llegaron a lo alto de un risco y se detuvieron. Abrió los ojos, casi contra
su voluntad, y contempló el valle que se extendía bajo ellos. Se parecía un poco al Jardín
del Océano, aunque estas olas eran de color ámbar y marrón ocre, mientras que las islas
estaban formadas por auténticos árboles que se agrupaban en bosquecillos. Ésa era la
única clase de árboles existente en Hierba: los árboles del pantano que crecían allí donde
el agua afloraba a la superficie; los árboles de los zorros, el refugio de aquellos diablos de
dientes agudos, el sitio donde vivían y donde se ocultaban cuando no andaban
acechando por entre la hierba, matando a los potros.
—Nunca pronuncies la palabra «potros» allí donde una montura pueda oírte —había
dicho el maestro de equitación—. Ésa palabra es nuestra. Nos limitamos a dar por
sentado que deben existir, aunque nunca hemos visto ninguno, así que no uses esa
palabra. De hecho, si tienes alguna montura cerca, lo mejor es que no abras la boca.
Y, acordándose de sus palabras, Dimity se mantuvo en silencio, igual que hacían todos
los jinetes, guardándose sus especulaciones para sí mismos. Dimity vio los rostros de los
demás jinetes, empalidecidos por la concentración, extrañamente tensos y silenciosos. Si
no lo estuviera viendo, Dimity jamás habría creído que Emeraude pudiera estar tanto rato
callada. Mamá probablemente tampoco sería capaz de creerlo. ¡Y Shevlok! ¿Cuántas
veces se veía a Shevlok sin un puro importado en la boca —Shevlok sólo fumaba el mejor
tabaco de Shafne— o abriendo los labios para decir algo? Salvo cuando su padre estaba
cerca, naturalmente. Cuando Stavenger andaba cerca, Shevlok solía quedarse medio
escondido en un rincón y procuraba no llamar la atención: en esos momentos, su
capacidad para hacerse invisible resultaba realmente notable.
Tan notable como el silencio en que se desarrollaba esta Cacería, un silencio igual al
de los armarios excavados en la tierra durante el invierno, cuando no se veía a nadie y
una gruesa capa de escarcha lo cubría todo. Volvió a sentir la intrusión de aquella goma
de borrar y luchó contra ella, pensando en qué cenaría cuando la Cacería hubiese
terminado. Gallina de la hierba frita con especias importadas. Una ensalada de frutas. No,
aún era demasiado pronto para la ensalada de frutas. Un pastel de frutos secos...
Y, un instante después, los jinetes se pusieron en movimiento, bajando hacia uno de
los oscuros bosquecillos del valle, mientras Dimity recordaba las explicaciones del
maestro de equitación.
—Los árboles son extraordinarios —le había dicho-. Te costará mucho no lanzar una
exclamación en voz alta o dar un respingo. No harás ninguna de las dos cosas,
naturalmente. Mantendrás la boca cerrada. No te volverás a mirar y te estarás muy quieta,
sin moverte. —Además, las pantallas del simulador ya le habían mostrado mil horas de
árboles.
Gracias a eso, mantuvo la boca cerrada y siguió con los ojos clavados hacia delante
mientras las torres negras se alzaban a su alrededor, con su carga de hojas ocultando el
cielo, y el mundo retumbaba con el sonido del agua y el chapoteo de las pezuñas que
resbalaban sobre el fango, y el olor saturaba sus fosas nasales. No se parecía en nada al
olor de la lluvia porque contenía algo más que el aroma de la tierra húmeda: era un olor
acre y áspero, un olor a rancia fecundidad. Dímity abrió la boca, despacio y sin hacer
ruido, y respiró por ella, acostumbrándose a ese olor que le hacía sentir deseos de toser,
estornudar o jadear.
Sintió la señal dirigida a los sabuesos, la sintió sin comprenderla hasta que los
sabuesos echaron a correr, dispersándose en todas direcciones con el hocico pegado al
suelo. El sonido de sus patas acabó desvaneciéndose. El maestro de equitación le había
dicho que existían unas palabras históricas para acompañar ese momento. A la espesura,
dijo su mente. A la espesura, muchachos. ¡Como si alguien fuera capaz de dirigirse a los
sabuesos llamándoles «muchachos»!
Un mirón de la hierba perdido entre la espesura graznaba y graznaba haciendo que el
bosquecillo resonara con una especie de latido arrítmico, repitiendo su llamada hasta
convertirla en algo parecido a una melodía musical y callándose de repente durante un
tiempo tan largo que Dimity pensó que se habría marchado, y justo entonces volvió a
oírla. Vio fugazmente al mirón por el rabillo del ojo, un cuerpo blanco que se escurría por
entre las raíces de la hierba.
El ladrido de un sabueso: un aruu ronco y penetrante que siguió y siguió, haciendo que
el corazón le diera un vuelco. Un instante después otro sabueso se unió al ladrido, media
nota más arriba, y el sonido de esas voces desgarró sus oídos igual que un cuchillo; y
toda la jauría empezó a ladrar, con la tonalidad individual de las voces casi perdida en una
inmensa cacofonía, aruu, aruu, una colosal disonancia carente de toda melodía común.
Las monturas emitieron un grito de respuesta y se adentraron en el bosque. Habían
encontrado al zorro, habían logrado que saliera de su escondite, iban a perseguirlo...
Dimity cerró los ojos y se agarró con todas sus fuerzas a la montura, mordiéndose la
lengua y las mejillas, lo que fuera con tal de no perder el conocimiento y seguir erguida,
sí, lo que fuera...
Y, de repente, un pensamiento acudió a su cabeza.
Estamos en el Bosquecillo de Darenfeld, le dijo su mente, el Bosquecillo de Darenfeld
que en tiempos estuvo dentro de la hacienda de los Darenfeld. Estás cabalgando por el
Bosquecillo de Darenfeld, siguiendo a los sabuesos, allí donde murió tu amiga Janetta
bon Maukerden. Dimity abrió la boca para gritar, y su mente le habló a su boca para
decirle que volviera a cerrarse. Calma, se dijo. Nadie llegó a decir nunca que Janetta
muriese aquí. Nadie dijo eso. Nadie dijo nada salvo su nombre y luego, en voz baja: «el
Bosquecillo de Darenfeld». Y cuando Dimity preguntó por ella le dijeron calla, calla, no
digas nada, no hagas preguntas.
Saben más que tú, se dijo. No puedes decirles nada que no sepan.
Los sabuesos ladraban y ladraban y su montura corría detrás de ellos. Dimity volvió a
cerrar los ojos. Era lo único que podía hacer si quería seguir sosteniéndose erguida.
Seguir donde estaba, no caerse. Seguir callada, soportar el dolor, seguir con la Cacería.
La Cacería sigue. El tiempo pasa. El zorro corre durante horas. Los jinetes lo persiguen
durante horas. Dimity olvida quién es o dónde está. El ayer ya no existe, y el mañana
tampoco. Lo único que existe es un ahora eterno donde resuena el estrépito de las
pezuñas que golpean la hierba, el susurro de los tallos cuando se abren paso a través de
ellos, el grito del zorro que les precede, el ladrido de los sabuesos. Las horas pasan.
Quizá sean días. Puede que lleven días cabalgando. No puede saberlo.
No hay nada que sirva para indicar el paso del tiempo. La sed, sí. El hambre, sí. El
cansancio, sí. El dolor, sí. Todo eso ha estado allí desde primera hora de la mañana; la
sed ardiente, el hambre que te roe, el dolor de tus huesos…, sensaciones ocultas en lo
más hondo de tu ser, igual que una enfermedad. Su boca ya no puede estar más seca ni
su estómago más vacío. Ya no puede sentir más dolor del que siente. Y ahora, por fin,
deja de luchar contra él. Durará para siempre, es eterno. La cosa que hay dentro de su
cabeza borra cualquier preocupación. No hay nada que mida el tiempo. El antes, el
después…, no existen. Nada, nada. Hasta que su montura va deteniéndose y acaba
quedándose quieta y, sin querer, Dimity emerge de ese estupor en el que ha caído y abre
los ojos.
Están delante de otro bosquecillo, van lentamente hacia él, adentrándose en la oscura
catedral de sombra proyectada por los árboles. El follaje se abre sobre sus cabezas para
dejar que el sol atraviese la penumbra con inmensas lanzas de fuego. Una de ellas
ilumina a Stavenger erguido en su montura con el arpón en sus manos, listo para
arrojarlo. De las ramas del árbol brota un chillido de rabia y el brazo de Stavenger se
tensa: el arpón sale despedido y la cuerda se va desenrollando detrás de él, convertida en
una hebra del oro más puro imaginable.
Otro chillido horrible, esta vez de agonía.
Un sabueso salta para atrapar la cuerda entre sus fauces. Otros sabuesos le imitan. Ya
lo tienen. Están tirando del zorro oculto en el árbol, el zorro que sigue aullando y chillando,
sin quedarse callado ni un segundo. Algo enorme y oscuro con ojos relucientes y enormes
colmillos cae entre ellos, y después sólo se oye el sonido de los gritos mezclado con el de
los dientes.
Dimity vuelve a cerrar los ojos, demasiado tarde para no ver la sangre oscura que brota
a chorros por entre la masa de cuerpos y siente…, siente una oleada de placer tan íntima
y profunda que se ruboriza y traga aire, y las piernas que aprietan el cuerpo de su
montura se estremecen, haciendo que toda ella se balancee en un espasmo de éxtasis.
A su alrededor hay otros ojos cerrados y otros cuerpos temblorosos. A todos les ocurre
lo mismo…, salvo a Sylvan. Sylvan está sentado con el cuerpo erguido y los ojos clavados
en la sangrienta confusión que tiene delante, enseñando los dientes en una silenciosa
mueca de rabia desafiante, con el rostro vacío de toda expresión. Desde donde está
puede ver a Dimity, con los ojos cerrados y el cuerpo convulso. Y aparta el rostro para no
verla.
Dimity no volvió a abrir los ojos hasta que no hubieron recorrido todo el trayecto de
regreso a Klive y salieron del Bosque Oscuro para entrar en el Sendero de los Verdes y
los Azules. Allí, el dolor se hizo tan grande que no pudo seguir soportándolo en silencio y,
sin pensar en lo que hacía, dejó escapar un gemido casi inaudible. Uno de los sabuesos
se volvió hacia ella, un gran sabueso con manchas violetas cuyos ojos parecían llamas.
Estaba cubierto de sangre, tanto suya como del zorro. En aquel momento Dimity se dio
cuenta de que esos mismos ojos se habían vuelto hacia ella de vez en cuando durante la
cacería, que aquellos mismos ojos la habían estado mirando incluso cuando el zorro cayó
del árbol y aterrizó en pleno centro de la jauría, cuando sintió... aquello.
Clavó la mirada en sus manos, que apretaban las riendas, y no volvió a levantar la
cabeza.
Cuando llegaron a la Puerta de la Cacería fue incapaz de desmontar por sí sola. Sylvan
tuvo que ayudarla. Fue hacia ella tan deprisa que Dimity creyó que nadie se habría fijado
en su debilidad actual…, nadie salvo aquel sabueso de antes cuyos rojizos ojos brillaban
en la creciente penumbra del ocaso. Y, un instante después, el sabueso ya no estaba allí,
todos los sabuesos y las monturas habían desaparecido, y el Cazador hizo sonar su
cuerno suavemente junto a la puerta y gritó:
—La Cacería ha terminado. Hemos regresado. Dejadnos entrar.
Rowena oyó el débil eco del cuerno desde su balcón. Las criaturas ya se habían
marchado, y había seres humanos que esperaban ser atendidos. Se inclinó sobre la
balaustrada, retorciéndose las manos y con la boca abierta, viendo cómo un sirviente
abría la Puerta de las Perreras desde dentro y los cansados cazadores iban desfilando
por ella uno a uno: el Jefe y los miembros de la Cacería con sus chaquetas rojas, negras
en el caso de las mujeres, con sus pantalones acolchados dándoles el aspecto de ranas
torpes perdidas entre la penumbra. Los pantalones blancos estaban manchados de sudor,
y la prístina pureza de las corbatas había sido ensuciada por el polvo y el roce con los
tallos de hierba. Los sirvientes estaban esperándoles con copas de agua y pinchos de
carne asada. Los baños les aguardaban desde hacía horas, humeando gracias al calor de
los pequeños hornos incorporados, y los cazadores, con las manos llenas de comida y
bebida, se dispersaron rumbo a sus aposentos. Jadeando, sintiendo que iba a dejar salir
el grito de miedo que había estado esforzándose por contener durante todo aquel largo
día, Rowena buscó por entre los jinetes hasta descubrir la delgada silueta de Diamante
apoyada en el brazo de Sylvan. Las lágrimas fluyeron por sus mejillas y buscó una voz
que había creído perdida en la convicción de que Dimity no regresaría.
—Dimity... —Rowena se inclinó sobre la barandilla, no deseosa de ser oída por
Stavenger o por algún otro miembro de la vieja guardia de aristócratas. Cuando la joven
miró hacia arriba, Rowena le hizo una seña y Sylvan movió la cabeza señalando una
puertecilla lateral. Unos minutos después, Dimity estaba en la habitación de su madre, y
Salla la saludaba con una exclamación de disgusto.
—Qué sucia estás. Oh, muchacha, estás cubierta de porquería... Cuánta porquería.
Pareces un topo. Sucia de pies a cabeza... Quítate esa chaqueta, y la corbata. Voy a
buscar tu albornoz, y podrás quitarte también el resto de esa porquería.
—Estoy sucia pero me encuentro bien, Salla —dijo la joven, pálida como la luna,
intentando librarse de sus impacientes cuidados.
—¿Dimity?
—Madre...
—Dale tus ropas a Salla, querida. Espera, te ayudaré a quitarte las botas. —Después
vino un breve interludio de gruñidos hasta que consiguieron quitarle las negras botas de
media caña—. Puedes bañarte aquí mientras me hablas de la Cacería. —Cruzó el lujoso
dormitorio, con una seña para que la siguiera, y abrió la puerta que daba al cuarto de
baño recubierto de mosaicos, donde ya habían traído agua, cuidando de que no se
enfriara—. Puedes usar mi aceite de baño. Cuando eras pequeña siempre te gustaba
usarlo... ¿Estás muy cansada?
Dimity intentó sonreír y no lo consiguió. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no
le temblaran las manos mientras se quitaba la ropa interior y dejaba que cayera al suelo
del cuarto de baño. Rowena esperó a que el agua humeante la cubriera hasta el cuello, y
sólo entonces volvió a repetir su petición de antes.
—Háblame de la Cacería.
—No sé qué decirte —murmuró la joven—. No pasó nada. -El agua estaba haciendo
desaparecer el dolor. Moverse resultaba doloroso, pero el cálido abrazo del agua hacía
que sentir ese dolor, esa profunda y persistente agonía de los huesos, casi fuera un
placer—. No pasó nada...
Rowena dio una patada en el suelo. Sus ojos brillaban a causa del llanto.
—¿Tuviste algún problema a la hora de montar?
—No. No, la verdad es que no.
—¿Habías…, habías visto antes a tu montura?
Dimity abrió los ojos, como si despertara, y miró a su madre.
—¿La montura? Creo que la había visto antes, puede que en los pastizales de hierba
corta donde Syl y yo solíamos jugar. —Quizás aquello tuviera algún significado. Observó
el rostro de su madre, pero Rowena se limitó a asentir con la cabeza. Cuando montó por
primera vez, descubrió que su montura también había estado observándola desde que
era niña.
—¿Y adónde fuisteis?
—Creo que a un bosquecillo en las tierras de Darenfeld..., en el valle.
Rowena volvió a asentir, recordando aquellos árboles oscuros que se alzaban sobre
ella ocultando el cielo, el suelo cubierto por las florecitas del musgo, el ruido del agua que
corría bajo el musgo y las raíces. Recordando a la amiga de Dimity y la amante de
Shevlok, Janetta...
—¿Encontrasteis algún zorro?
—Sí. —Cerró los ojos, incapaz de contarle nada más. No quería hablar de eso. Quería
olvidarlo. La próxima vez se rendiría al dolor nada más sentirlo. La próxima vez no
lucharía contra él. Abrió un poco los párpados y vio el rostro de Rowena, aquella
expresión interrogativa que deseaba seguir preguntándole, saber qué había ocurrido…—.
Los sabuesos se metieron entre los árboles —dijo con un suspiro—. Empezaron a ladrar,
y les seguimos. Creo recordar que le perdieron tres o cuatro veces, pero siempre
volvieron a encontrarle. No sé, quizá me lo esté inventando... El zorro corría y corría, eso
es todo. Y los sabuesos acabaron acorralándole en un árbol, creo que hacia el norte.
—¿Fuiste tú quien lo mató?
—No, fue Stavenger. Papá... Quiero decir el Jefe de la Cacería. Sólo tuvo que arrojar el
arpón una vez. No pude ver dónde le dio, pero el zorro acabó cayendo del árbol y los
sabuesos se lanzaron sobre él. —Y Dimity se ruborizó: una marea de sangre inundó su
rostro al recordar lo que había ocurrido a continuación.
—Entonces, no viste al zorro.
—No pude ver nada, sólo una mancha borrosa en el árbol. Después vi ojos y dientes, y
un instante más tarde todo había terminado.
—Ah. —Rowena suspiró, y sus lágrimas fluyeron igual que un torrente mientras se reía
de sí misma y de sus temores, compartiendo la vergüenza de Dimity pero, aun así,
sintiendo un gran alivio.
—¡Madre! Estoy bien, no pasa nada.
Rowena asintió y se secó los ojos. Todas las terribles posibilidades de la Cacería, y
ninguna había llegado a convertirse en realidad... Dimity había logrado montar, había
cabalgado, no se cayó, no había sido atacada por el zorro, y no había hecho nada que
pudiera poner nerviosos a los sabuesos.
—Madre... —En voz baja, conmovida por las lágrimas, ofreciéndole algo.
—¿Sí, Dimity?
—Mientras volvíamos, había un sabueso que no dejaba de mirarme. Uno con manchas
púrpura en la piel... No paraba de mirarme. Cada vez que bajaba los ojos hacia el suelo,
allí estaba él.
—No se te ocurriría devolverle la mirada, ¿verdad?
—Claro que no. Ya sé que no debo hacerlo. Hasta logré disimular el que me hubiera
dado cuenta, y estoy segura de que el sabueso no sabe que me fijé en él. Me pareció
extraño, nada más.
Rowena discutió consigo misma. ¿Decirle algo, pero no lo suficiente; darle demasiadas
explicaciones; callarse?
—Los sabuesos son bastante extraños. A veces nos observan y a veces ni nos miran.
A veces parece como si nos encontraran divertidos... Comprendes a qué me refiero, ¿no?
—Pues no, la verdad.
—Bueno, Dimity, nos necesitan. No pueden trepar a los árboles, por lo que no pueden
matar al zorro a menos que nosotros lo hagamos bajar.
—Para eso sólo necesitan un hombre, alguien con un brazo fuerte que sepa lanzar el
arpón.
—Oh, creo que hay algo más. Los sabuesos parecen disfrutar con la Cacería y sus
rituales.
—Cuando volvíamos, no dejé de preguntarme cómo empezó todo. Ya sé que en la
Tierra cazaban con sabuesos, antes de que existiera Santidad y antes de que nos
marcháramos. Estaba en mi libro de historia, y había dibujos con caballos, perros, y ese
pequeño animal peludo que no se parece en nada a nuestro zorro... La verdad es que no
entiendo por qué querían matarlo. Con nuestros zorros…, bueno, no hay más remedio
que matarlos. Pero, ¿por qué hacerlo de esta manera?
—Uno de los primeros colonos se hizo amigo de una montura joven y aprendió a
montarla, eso es todo —respondió Rowena—. El colono enseñó a unos amigos suyos y la
montura trajo consigo a unas cuantas más de su especie, y poco a poco volvimos a tener
una Cacería.
—¿Y los sabuesos?
—No lo sé. Mi abuelo me dijo que aparecieron un día, como si hubieran salido de la
nada, como si supieran que les necesitábamos para que la Cacería estuviera completa...
Siempre aparecen en el día preciso y en el sitio adecuado, igual que las monturas.
—Si les llamamos sabuesos cuando no son realmente sabuesos, ¿por qué no
llamamos caballos a las monturas? —preguntó Dimity, volviendo a reclinarse en la bañera
hasta que su cabeza quedó medio sumergida, contentándose con ir siguiendo el hilo de la
conversación y decir algo de vez en cuando, pensando que su madre quizá quisiera
frotarle la espalda.
Rowena pareció sorprenderse ante su pregunta.
—Oh, no creo que eso les gustara mucho a los hippae.
—Pero no les importa que les llamemos monturas, ¿verdad?
—Querida mía, ya sabes que, cuando están cerca, ni tan siquiera usamos ese término.
Cuando están cerca nunca hablamos de ellos.
—Hace que te sientas rara, ¿verdad? —dijo Dimity.
—¿Cómo? —preguntó Rowena, poniéndose bruscamente en pie—. ¿El qué?
—El cazar. ¿No hace que te sientas algo rara?
—Tiene una especie de efecto hipnótico —dijo Rowena, preocupada—. Si no, la verdad
es que resultaría bastante aburrido. —Puso una toalla doblada allí donde Dimity pudiera
alcanzarla y salió del cuarto de baño, cerrando la puerta a su espalda para no dejar
escapar el calor.
¿Un sabueso había estado observando a Dimity? Se mordió el labio, frunció el ceño y
su rostro se llenó de preocupación. Tendría que hablar con Sylvan. Ahora estaría con
Figor discutiendo ese asunto relacionado con Santidad, pero quizá se hubiera dado
cuenta de algo. Nadie más se habría dado cuenta, naturalmente, pero Sylvan quizá sí. O
quizá todo fueran imaginaciones de Dimity. El cansancio y las horas de dolor podían tener
ese efecto.
Aun así, era bastante extraño. Los sabuesos habían acabado con su presa, por lo que
debían de estar de buen humor. No había ninguna razón para que uno de ellos hubiera
estado observando a Dimity. De hecho, ni tan siquiera había ninguna razón para que
Dimity se hubiera imaginado algo así... Estaba segura de que nadie le había hablado de
Janetta ni de ese otro aspecto de las cosas.
Hablaría con Sylvan tan pronto como pudiera. Tan pronto como aquel ridículo problema
de la misión científica hubiera quedado resuelto y todo el mundo pudiera pensar en otras
cosas.
Hierba.
Millones de kilómetros cuadrados de pradera, con aldeas y haciendas, con los
cazadores y las presas, donde el viento camina y las estrellas hacen brillar el tallo y los
semilleros, donde los mirones que parecen orugas chillan día y noche escondidos entre
las raíces, salvo cuando ciertas criaturas emiten su llamada en la oscuridad tachonada de
estrellas, haciendo que todo quede sumido en un silencio fantasmagórico.
Al norte, casi allí donde empieza el país de la hierba corta, están las ruinas de una
ciudad de los arbai, bastante parecida a las muchas otras ciudades de los arbai que se
pueden hallar en los mundos colonizados: la única diferencia está en que los habitantes
de esa ciudad de Hierba murieron por causas violentas. Los Hermanos Verdes van y
vienen por entre las ruinas, excavando, haciendo listas de los artefactos encontrados,
copiando los volúmenes de la biblioteca. Se dice que los hermanos son penitentes,
aunque en toda Hierba nadie más sabe qué pecado expían, y a nadie le importa.
Un poco al norte de las excavaciones, en la Abadía, otros Hermanos Verdes cuidan de
los jardines, atendiendo a los cerdos y las gallinas, observando el cielo y adentrándose
por entre la hierba, quizá para predicarle a los hippae, o a los zorren, ¿quién sabe?
También ellos son penitentes expulsados de Santidad que han ido a parar a este lugar
remoto y solitario. Estaban aquí cuando llegaron los aristócratas, aunque no por voluntad
propia. Algunos de ellos se lamentan diciendo que cuando los aristócratas se hayan
marchado ellos seguirán aquí, tan de mala gana como antes.
Y, finalmente, está el puerto y Ciudad Común, y las dos se encuentran en el único sitio
de Hierba donde apenas si crece la hierba, un risco de piedra rodeado por árboles de los
pantanos, una esbelta elipse de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados ocupados por
hangares, almacenes y granjas hidropónicas, canteras, arroyos, minas y todo el resto de
confusa cacofonía de la vida y los asuntos humanos. Ciudad Común, donde los forasteros
pueden ir y venir sin molestar a nadie, donde los forasteros pueden dedicarse a sus
incomprensibles y, según dicen los bon Damfels, despreciables asuntos particulares...
Y no hay que olvidarse del puerto, donde se posan las gordas naves sostenidas por
sus colas llameantes que llegan de Shafne y de Semling y del planeta que casi todos
llaman Santidad hasta que alguien les recuerda que su nombre auténtico es la Tierra, el
primer hogar del hombre. En Hierba hay muchas clases de hombres y mujeres: gente que
está de paso, comerciantes, artesanos, tripulantes y predicadores que necesitan hoteles y
almacenes, tiendas, burdeles e iglesias, y también hay niños con sus campos de juegos, y
maestros con sus escuelas.
De vez en cuando un grupito de niños amantes de la aventura o adultos aburridos que
están de paso salen del puerto o de la ciudad y recorren los tres o cuatro kilómetros de
cuesta que llevan hasta el punto donde el suelo se convierte en una pradera pantanosa.
El musgo que crece allí posee una extraña elasticidad, como si la tierra estuviera bastante
húmeda, y si continúan avanzando el suelo no tarda en adquirir esa blandura esponjosa
que uno espera encontrar después de varios días de lluvia ininterrumpida. Los caminantes
pueden aventurarse un poco más por ese terreno, sintiendo cómo sus pies se hunden
progresivamente en él, aunque la mayor parte retroceden, temerosos de que se hunda
bajo ellos, como acaba haciendo un poco más allá, volviéndose tan fangoso y líquido que
quienes continúan empeñados en seguir explorando tienen que saltar de un promontorio a
otro pasando sobre arroyuelos de aguas aceitosas. El pantano alberga árboles de hojas
azuladas y flores que relucen con la apagada claridad de las velas, así como mariposas
con alas cubiertas de polvo que tienen el tamaño y el color de los loros y huelen a
incienso, y también hay unas ranas enormes cuyos antepasados llegaron hace mucho
tiempo con los primeros colonos.
Todo eso puede llegar a verse dando un paseo a poca distancia de Ciudad Común…,
todo eso pero no más, porque apenas dejas atrás la primera hilera de árboles el pantano
se hace impenetrable y los promontorios se convierten en islitas selváticas separadas por
riachuelos de agua oscura llenos de raíces retorcidas y criaturas que serpentean por entre
el fango con ominosos chapoteos. Allí los árboles tienen las hojas más azules, y cuanto
más te alejas más altos son, hasta que terminan no dejando pasar la luz. Para adentrarse
en el bosque haría falta un bote, un esquife o una barcaza de quilla plana con una larga
pértiga para apoyarla en las cenagosas profundidades, o quizás un remo para hundirlo
silenciosamente en esas lisas aguas oscuras e impulsarse por el laberíntico trazado de
esos pasillos cubiertos por una techumbre de hojas.
Naturalmente, eso ya se ha hecho. Algunos hombres que nunca le prestaban atención
a los consejos que se les daba construyeron embarcaciones más o menos marineras para
que les llevaran en sus exploraciones; algunos chicos atrevidos, y puede que una o dos
chicas, fabricaron botes para atravesar la empalizada que forman los grandes troncos de
los árboles y los tentáculos de las enredaderas, con la intención de internarse en las
sombras iridiscentes del bosque pantanoso. No han sido muchos los que se atrevieron a
hacerlo. Podrían haber sido más, pero, de quienes se adentraron en el bosque, hubo
muchos que nunca salieron. Hombres adultos de otros planetas también lo han intentado
en diversas ocasiones, hombres duros y fuertes, pero acabaron desapareciendo igual que
desaparecieron los chicos y las chicas.
¿Y los que sí volvieron? ¿Qué pudieron contar del pantano salvo que era un lugar
oscuro y húmedo lleno de criaturas escurridizas, y que cuanto más te internabas en él
más oscuro y húmedo se volvía y más escurridizas parecían ser sus criaturas? De hecho,
los que volvieron apenas si dicen nada. Es como si no pudieran recordar lo que vieron en
las húmedas profundidades del bosque pantanoso, como si hubieran entrado en él y
hubieran vuelto a salir por puro accidente, mientras dormían, sin haber visto ni oído
nada...
Y, después de todo, ¿a quién le importa? ¿Quién necesita adentrarse en el pantano? El
agua salobre y los árboles cubiertos de enredaderas no le hacen daño a nadie, y el
pantano no esconde nada de valor. Desde arriba, los grandes árboles parecen el inquieto
e incansable oleaje de un mar verde grisáceo que tuviera kilómetros y kilómetros de
anchura. Desde lejos, son una muralla que rodea Ciudad Común e impide que la nerviosa
energía de comerciantes y artesanos haga erupción. Desde dentro, son un muro que
mantiene a raya el inexorable avance de la hierba. Norte, sur, este y oeste…, la ciudad
está rodeada por el bosque pantanoso, y no hay caminos que lleven a él o salgan de su
espesura. Las profundidades del bosque se mantienen inviolables, los abismos de sus
aguas y sus árboles siguen siendo desconocidos e invisibles, pero son tan inmensos y
llenos de ramificaciones que —-aunque nadie ha visto jamás nada que haga pensar en
ello-, todos los habitantes de Ciudad Común creen que allí dentro hay algo oculto, algo
que un día saldrá del bosque para asombrarles a todos.
Las calles de Santa Magdalena estaban llenas de barro, como de costumbre. Marjorie
Westriding Yrarier tuvo que dejar su aerodeslizador en la entrada, junto al puesto de
población, y se abrió paso por entre un cenagal que casi le llegaba a las rodillas, dejando
atrás la capilla y el comedor de los pobres hasta llegar al chamizo asignado como
alojamiento de Bellalou Benice y sus hijos, aunque en realidad ahora sólo tenía una hija:
Lily Anne. Los dos hijos legales habían repudiado públicamente a su madre un mes antes,
por lo que habían logrado escapar de aquel vertedero. La frase le trajo recuerdos bastante
desagradables y Marjorie se ruborizó, disgustada consigo misma por haberse permitido
aquel estallido de irritación dirigido hacia los dos Benice que ya casi eran adultos.
«Escapar de aquel vertedero»…, sí, la frase resultaba muy adecuada, y lo más probable
era que la misma Bellalou hubiese animado a su progenie para que llevara a cabo esa
humillante ceremonia apenas cumplieran la edad necesaria. En la Tierra, tanto el gobierno
planetario como la mayoría de gobiernos provinciales afirmaban conservar una herencia
judeocristiana, pero el «honrarás padre y madre» carecía de significado para los hijos
ilegales o sus padres.
Cuando llegó al chamizo, Marjorie dejó su mochila sobre el murete y se limpió las botas
en el peldaño de la entrada, quitándose las pellas de barro pegadas a las suelas. Qué
miseria tan injustificable, pensó. Pavimentar las calles requeriría menos dinero del que se
gastaba colocando aceras temporales durante las visitas trimestrales de la Junta, pero
Marjorie estaba en minoría, y la Junta de Gobernadores consideraba que las obras de
caridad debían regirse estrictamente por la regla de «nada de lujos». La mayor parte de
los miembros de la junta tomaban sus decisiones sobre Ciudad Criadero sin haber visto
nunca el lugar ni a las personas que vivían en él. Aunque, naturalmente, alababan a
Marjorie por ser «tan valiente» y por mostrar tanta «dedicación» a su trabajo. Hubo un
tiempo en el que aquello la satisfacía enormemente. Pero eso ya pertenecía al pasado, a
esa época en la que era mucho más ignorante e ingenua.
La puerta del chamizo se abrió unos centímetros para revelar el rostro hinchado de
Bellalou. Alguien había vuelto a darle una paliza. No podía ser el hombre al que llamó
esposo, pues le habían fusilado el año pasado por procreación ilegal.
—Señora... —dijo Bellalou.
—Buenos días, Bellalou. —Marjorie le dirigió la sonrisa que utilizaba durante sus
visitas, esforzándose por no mostrarse condescendiente—. ¿Qué tal está Lily?
—Estupendamente -dijo la mujer-. Muy bien.
Naturalmente, eso era mentira. Cuando Marjorie entró en la habitación, sucia y
desordenada, la chica ilegal alzó hacia ella un rostro tan mohíno e hinchado como el de
su madre.
—Otra vez vigilándome, ¿eh?
—Intento mantenerte viva hasta que salga la nave, Lily.
—Quizá estaría mejor muerta, ¿ha pensado alguna vez en eso?
Marjorie se limitó a asentir en silencio. Oh, desde luego; había pensado en eso. Lily
quizá estuviera mejor muerta, y eso quizá fuera aplicable a la mayor parte de la población
ilegal: la muerte sería mejor que el traslado a Arrepentimiento, ya que allí dos de cada tres
habitantes morían antes de cumplir los treinta años. Aunque Marjorie había decidido
consagrarse a su trabajo impulsada por la convicción religiosa de que la vida siempre era
digna de vivirse, fuera cual fuese el precio a pagar, eso era antes de haber visto ciertos
documentales y leído ciertos informes. Ahora, ni tan siquiera estaba segura de que
Arrepentimiento fuese preferible a una muerte rápida.
—No estarás hablando en serio, Lily —la riñó Bellalou.
—Pues claro que hablo en serio, joder.
Marjorie intervino, queriendo convencerse a sí misma tanto como deseaba convencer a
la joven.
—Lily, míralo de esta forma... En Arrepentimiento podrás tener todos los bebés que
quieras. —Al menos, eso era cierto. Arrepentimiento necesitaba toda la población que
pudiera conseguir, mientras que la Tierra se regía por un estricto sistema de control. Los
bebés nacidos en Arrepentimiento serían ciudadanos de aquel planeta.
—No quiero tener bebés allí. Quiero el bebé que me quitó. —Era su queja más
reciente: Marjorie se había encargado de hacer los arreglos necesarios para el aborto,
arriesgando su propia libertad y posiblemente su matrimonio durante el proceso. Ni Rigo
ni las leyes locales habrían visto con buenos ojos aquel acto de caridad. El confesor de
Marjorie, el padre Sandoval, tampoco se lo habría tomado muy bien de haberlo sabido.
Dando otro paso por un sendero del que aún rezaba por poder salir, Marjorie se lo ocultó
todo.
—Lady Westriding no te quitó el bebé, Lily. Si no hubieras abortado, los de población te
habrían matado apenas te hubiesen visto la barriga, ya lo sabes... -Bellalou le lanzó una
mirada suplicante a su hija—. Los ilegales no pueden hacer eso. —A partir del tercer hijo
inclusive, los bebés eran considerados ilegales. Aunque Bellalou no era una ilegal, su
posición era prácticamente igual que si lo fuera, pues tenía una hija que había sido
despojada de sus derechos civiles—. Todo irá mejor en Arrepentimiento —siguió diciendo,
como si estuviera reclamando un futuro más alegre para su hija.
—No quiero ir allí. Prefiero que me maten —gritó la chica.
Ni Marjorie ni Bellalou intentaron llevarle la contraria. De hecho, Marjorie estaba
preguntándose por qué no había dejado que las cosas siguieran su curso. Pobre
bestezuela ignorante... Era tan estúpida como una gallina clueca. Ya había perdido la
mitad de los dientes y no sabía leer ni escribir. Enseñar a los ilegales o darles cuidados
médicos estaba prohibido por la ley. Cuando cumpliera los dieciséis años, Lily sería
llevada hasta el puerto para unirse a todos los demás jóvenes ilegales destinados a vivir y
morir en el planeta colonia, y de no haber sido por el aborto y porque se le había
practicado un implante anticonceptivo altamente ilegal que funcionaría durante cinco
años, la pobre estúpida ni tan siquiera habría vivido hasta el momento de ser deportada.
La ley planetaria decía que si una ilegal quedaba embarazada, sería fusilada junto con el
macho ilegal o la persona desprovista de sus derechos que, según ella, fuera responsable
de su estado…, si es que se tomaba la molestia de revelar al culpable, cosa que un
número sorprendente de ellas hacía. Sin embargo, el que algunos hombres respetables
hubieran sido acusados hizo que se introdujeran ciertos cambios en la ley. Ahora, tanto el
cuerpo de guardia como el comité de visitadores de Ciudad Criadero estaba formado por
mujeres.
—Ustedes pueden tener hijos —gimoteó Lily—. ¡Los ricos sí pueden!
—Dos —dijo Marjorie—; sólo dos, Lily. Si yo tuviera otro hijo sería un ilegal, como tú.
Me despojarían de mis derechos, igual que hicieron con tu madre, y conseguirían que mis
otros dos hijos me repudiaran, igual que hicieron tu hermano y tu hermana con Bellalou.
—Habló con voz cansada, sin creer en lo que decía. Los ricos nunca se metían en esa
clase de líos. No les hacía falta. Sólo los pobres acababan cayendo en la trampa: la
trampa de la ignorancia, de la religión, de las leyes mezquinas promulgadas por gente que
las transgredía impunemente... Marjorie también llevaba un implante importado del
Enclave Humanista de la costa. Otra cosa que no le había contado al padre Sandoval.
Tampoco se lo había contado a Rigo, pero estaba segura de que lo sospechaba.
Probablemente su amante también llevaba uno.
Se puso en pie y se alisó los pantalones.
—Te he traído algo de ropa para cuando estés en la nave —le dijo—. Y algunas cosas
que te harán falta en Arrepentimiento. —Le entregó el paquete a Bellalou—. Lily
necesitará todo esto, Bellalou. No deje que lo cambie por eufis, por favor... -Pese a todos
los esfuerzos por impedirles la entrada, los traficantes de drogas euforizantes seguían
haciendo buenos negocios en Santa Magdalena.
—Dame —gimoteó Lily, intentando apoderarse del paquete.
—Luego —dijo su madre—. Luego, cariño. Después te lo daré.
Marjorie salió del chamizo para volver a enfrentarse con el aire húmedo y el fango,
alegrándose por haber terminado una visita y sin muchas ganas de visitar la otra media
docena de chamizos incluidos en su programa de hoy. Podía hacer tan poco por
ayudarles... Comida para los niños hambrientos, unos cuantos antisépticos y
tranquilizantes que no se consideraban auténticas «sustancias farmacéuticas»... La
población de la provincia estaba compuesta por una gran mayoría de Santificados, y eso
quería decir que había leyes contra el aborto y los métodos anticonceptivos. Unase eso a
las leyes planetarias que prohiben más de dos hijos vivos por madre, ¿y qué se obtiene?
La Ciudad de Santa Magdalena. Ciudad Criadero, una fundación caritativa creada por
unos cuantos Viejos Católicos ricos para dar cobijo a los infortunados y los imprudentes
que habían seguido sus inclinaciones naturales o los dictados de su religión. Como
presidenta del Comité Visitador, Marjorie visitaba la ciudad con mucha más frecuencia
que la mayoría de los demás miembros. Se alisó su revuelta cabellera con las manos,
corrigiéndose mentalmente: no, más que ninguno de ellos. Se habían apresurado a
admirar su dedicación al trabajo, pero no parecían sentir muchos deseos de emularla.
Todo aquello sólo servía para que sus dudas fueran haciéndose más fuertes. Las
presidentas que habían ocupado el cargo antes que ella sólo lo eran de nombre, o eran
mujeres tan ricas como Marjorie que pagaban a otras para que hicieran las visitas en su
nombre. ¿Por qué insistía en hacer esto ella misma?
—Imaginas que llegarás a santa —se había burlado Rigo—. ¿Qué pasa, no te basta
con haber ganado una medalla de oro en las olimpiadas? ¿No te basta con ser mi
esposa? ¿También has de ser santa Marjorie y sacrificarte por los pobres?
Eso le había dolido, aunque en realidad no era cierto. La medalla de oro era algo del
pasado, muy anterior a su matrimonio. La joven Marjorie Westriding había ganado una
medalla, sí, pero el decidir quién ganaba medallas venía determinado por un montón de
opiniones subjetivas de los jueces y los funcionarios. Podías estar muy orgullosa y, al
mismo tiempo, no estar nada segura de cuál era tu auténtica valía, o al menos eso le
había intentado explicar a un Rigo que no estaba nada dispuesto a creerla, y que acabó
riéndose y fingiendo incredulidad incluso cuando sus brazos la rodeaban en un abrazo
apasionado. La respuesta más sincera a su pregunta habría sido no: la medalla de oro no
era suficiente. Además, ya hacía mucho tiempo de eso. Necesitaba algo comparable, algo
que sólo le perteneciera a ella, algún logro perfecto e indiscutible... Durante un tiempo
pensó que ese logro podía ser su familia y sus hijos, pero, al parecer, no iba a ser así.
Ésa era la razón de que hubiera probado esta salida, y tampoco estaba funcionando
demasiado bien. Apretó los dientes, se internó en el fango y fue hacia el siguiente
chamizo de su ruta.
Cuando volvió al aerodeslizador unas horas después estaba cansada, sucia y
espantosamente deprimida. Una de «sus» chicas había sido ejecutada esa semana por
una patrulla de población. Otra familia tenía dos niños que parecían estarse muriendo,
probablemente de alguna enfermedad contagiosa que no habrían contraído si los ilegales
pudieran ser vacunados, cosa que no estaba permitida. Mil años antes, la población de
Ciudad Criadero habría podido ser enviada en barco a Australia. Unos centenares de
años antes se les habría permitido emigrar a las colonias de los planetas salvajes. Pero
con Santidad metiéndose en todo y poniéndose amenazadora cada vez que la población
intentaba dispersarse, ya no existía ninguna colonización digna de ese nombre. No había
ningún sitio donde mandar al exceso de gente salvo Arrepentimiento, si es que lograban
resistir el tiempo suficiente para llegar hasta allí.
Pero la verdad es que Arrepentimiento podía ser peor que la alternativa. Marjorie había
llegado a la conclusión de que así era, y continuar con ese trabajo parecía bastante inútil.
Mientras Santidad conservara el poder, no había forma legal de hacer algo realmente
efectivo. Cada semana habría una nueva chica embarazada o a punto de estarlo, y todo
seguiría igual. Marjorie podía gastar todo su dinero y derramar hasta la última gota de su
sangre, y no serviría de nada. Y, pensándolo bien, ¿acaso importaba que alguno de ellos
lograra escapar de la Tierra? ¿Lily, por ejemplo? ¿Bets, del mes pasado? ¿Dephine, del
mes anterior a ése? Si ellas no lo conseguían, siempre habría alguien lo bastante duro
como para llegar hasta allí. ¿Y qué clase de vida tendrían una vez hubieran llegado?
Dominados por la ignorancia y el resentimiento, con muchas probabilidades de morir
jóvenes...
Marjorie apretó los dientes, prohibiéndose el consuelo del llanto. Podía dejarlo, claro
está. Había docenas de excusas que podía darle a la junta, todas ellas aceptables. Pero
había asumido ese deber, y olvidarse de él debía de ser un pecado, ¿no?
Meneó violentamente la cabeza, haciendo oscilar el aerodeslizador. El estrépito de la
sirena de alarma la devolvió al mundo real. Sería mejor pensar en otra cosa. En los
chicos, por ejemplo: las aspiraciones de Tony, las rabietas de Stella... Pensaría en lo que
fuera, hasta en Rigo y su amante. No, amantes. En plural, una detrás de otra.
El aerodeslizador salió de la calzada aérea para entrar en los límites de la propiedad y
Marjorie alzó la mano en un saludo dirigido al mozo de establos, rezando para que Rigo
no estuviera en casa porque entonces le preguntaría dónde se había metido y qué había
estado haciendo, buscando pretextos con los que dar pie a una discusión. Estaba
demasiado cansada y deprimida para discutir. Había querido hacer algo que tuviera un
auténtico significado, lograr una bella victoria personal, y había fracasado: eso era todo.
No había sido un deseo del que debiera avergonzarse o algo por lo que Rigo debiera
torturarla insistiendo en que le explicara el porqué, porqué, porqué... Especialmente
ahora, cuando ya no estaba muy segura de por qué lo había hecho.
Quizá Rigo tuviera razón, quizá la hubiera tenido siempre. Quizá deseara ser una
santa. ¿Y si fuera cierto?
Se echó a reír, sin poder evitarlo; las lágrimas brotaron de sus ojos mientras aparcaba
el aerodeslizador y se dejaba caer en el asiento, preguntándose cómo podías convertirte
en una santa en aquella época. Empezó a limpiarse la cara y trató de recobrar la
compostura, pero nada más hacerlo recordó que ya no tenía por qué seguir fingiendo
calma y seguridad en sí misma…, ya no tenía por qué seguir fingiendo nada. Al menos
esta vez no tendría que darle explicaciones a Rigo. No volvería a casa hasta la noche,
porque éste era el día en que Roderigo Yrarier, devoto hijo de la Iglesia y fiel Viejo
Católico, había hecho lo impensable. Había respondido a la llamada de Santidad.
Cien ángeles dorados se alzan sobre las torres de Santidad con las alas desplegadas
enarbolando trompetas, iluminados por fuegos interiores que les hacen brillar como una
centuria de soles. Las torres cristalinas de Santidad se pegan las unas a las otras creando
una impresionante hoguera de superficies resplandecientes que arde contra la oscuridad
de un cielo vacío. Son un faro encendido tanto durante el día como durante la noche —
eso dice Santidad—, una guía para la gran diáspora de la humanidad que vive en los
mundos dispersos por los negros mares del espacio.
También son una baliza para las naves turísticas que forman enjambres, sin rebasar el
límite de cincuenta kilómetros impuesto por Santidad, con las mirillas repletas de
espectadores. Las naves no pueden acercarse más por miedo a algún desastre no
especificado, y apenas si se les permite aproximarse lo suficiente para que los turistas
distingan a los inmensos ángeles que coronan la cima de las torres y lean las palabras
inscritas en lo alto de los muros, reflejadas por los espejos y reveladas por las luces.
Santidad. Unidad. Inmortalidad.
A esa distancia el ojo humano es incapaz de percibir ningún detalle, pero Santidad
jamás puede ser observada desde más cerca. Para todos los mundos, Santidad es una
presencia que se cierne sobre el horizonte terrestre, perceptible pero remota, santa e
inalcanzable, un lugar al que sólo los elegidos pueden acceder: los hierofantes, los
servidores, los acólitos... Suponiendo que algún hombre tenga razones para entrar en ella
(las mujeres no pueden entrar allí bajo ningún pretexto), antes debe obtener los
documentos adecuados. Después debe usar esos documentos —una vez ha demostrado
que es realmente un hombre—, para entrar en la bien vigilada terminal rodeada de
campos. Una vez satisfechos, los guardias le llevarán hasta un transporte que le hará
recorrer un sinfín de túneles silenciosos y acabará depositándole en una zona de
recepción situada a una respetuosa distancia del corazón de Santidad, que siempre ha de
estar protegido.
Ese corazón está formado por los cuarteles subterráneos del Jerarca, sepultados bajo
las torres erizadas de ángeles y protegidos de todo daño imaginable por un kilómetro de
tierra y piedra. Los hierofantes de alto rango ocupan apartamentos cercanos. Encima de
ellos están las máquinas, después vienen las capillas, y por encima de éstas queda la
terminal y la zona de recepción. En los primeros niveles de las torres están las suites de
los servidores y los clérigos intermedios. Cuanto más arriba vives, más bajo está tu
peldaño de la escalera organizativa, o eso dice la sabiduría tradicional. Cuanto más arriba
estás, más tardas en llegar a las capillas y túneles donde se lleva a cabo todo el trabajo
ritual de Santidad. Cuanto más arriba vives, menos apreciado eres... Junto a la cima, en
comunión con las nubes, están los conversos más entusiastas y menos inteligentes, los
que no sirven para nada; los viejos, con su anonimato desvaneciéndose gradualmente en
el olvido; los acólitos que han prestado juramento y que cumplen a regañadientes con su
período de servicio.
Y allí, en el último piso de la torre más alta, transcurren las horas libres de Rillibee
Chime, que pasa acuclillado en un silencio rodeado de nubes, meditando o tumbado en
su angosto lecho durante esas noches de celibato que jamás son manchadas por la
presencia de un sueño feliz. Aquí se levanta por la mañana y se lava, aquí se calza sus
zapatillas, aquí se pone ese traje limpio e incoloro provisto de un rígido capuchón igual a
todos los demás capuchones, cubriéndose el rostro con polvos para eliminar cualquier
huella de color humano que no sería bien vista... Y, mientras hace todo eso, observa las
uves de pájaros que desfilan por el cielo, las bandadas que vuelan con rumbo sur, hacia
las tierras cálidas, hacia el hogar de Rillibee. Santidad se encuentra allí donde empieza la
desolación, tanto para mantenerse apartada de los mezquinos asuntos cotidianos del
mundo como para no ocupar un espacio que la naturaleza necesita para otras cosas.
Detrás de las torres relucientes se extiende la tundra ártica, el hielo y el frío cuyo reinado
lleva siglos sin ser interrumpido.
Pero el frío carece de significado en Santidad. Dentro de las torres la temperatura
nunca cambia. Esos pasillos silenciosos no conocen el eco de la lluvia ni la intrusión de la
nieve. Nada crece, y a nada se le permite morir. Si Rillibee cayera seriamente enfermo, se
le sacaría de allí y otro acólito ocuparía su habitación, haría su trabajo y asistiría a sus
servicios. A nadie le importaría que uno hubiera desaparecido y que otro hubiera llegado.
Sus padres o sus guardianes legales, de tenerlos, recibirían un mensaje, pero eso sería
todo. Aunque la doctrina enseña que la inmortalidad de la persona es la única razón que
justifica la existencia del edificio de Santidad, quienes la sirven no tienen permiso para
poseer una personalidad propia…, al menos no al nivel de Rillibee. En Santidad hay muy
pocos nombres conocidos: el Jerarca, Carlos Yrarier; el jefe de división para Misiones,
Sender O'Neil; el nombre del Jerarca Electo... El nombre de Rillibee jamás figurará entre
ellos.
A veces Rillibee repite su nombre una y otra vez, en silencio, recordándose quién es,
aferrándose a sí mismo, al yo que conoció, el yo con recuerdos, un pasado y gente a la
que amó. A veces clava los ojos en alguna torre cercana, tratando de atravesar la
superficie reluciente y distinguir alguna silueta, queriendo ver a otra persona, alguien con
un nombre distinto al suyo, conteniendo los gritos que amenazan con romper la rígida
prisión de su garganta.
—Soy Rillibee Chime —murmura—, nacido entre los cactus del desierto, compañero de
los pájaros y los lagartos. —Invoca el recuerdo de los pájaros y los lagartos, de las hileras
de patos que flotan en el cielo, de las tortitas de maíz cocinadas sobre una parrilla
caliente, el sabor de las judías, el recuerdo de Miriam y Joshua y de cuando eran la
familia Songbird, hace ya mucho tiempo—. Dos años más —murmura—; dos años más.
Le faltan dos años para terminar su servicio. El juramento no ha sido prestado por sus
padres, como suele ocurrir con los hijos de los Santificados; no ha sido entregado a
cambio de que su madre recibiera el permiso para engendrar un hijo. No, sólo las mujeres
de los Santificados tienen que entregar a sus hijos para que sirvan durante años en la
sede de Santidad, y los padres de Rillibee no eran Santificados. Rillibee ha sido
capturado, aceptado, adoptado o asignado al servicio porque ya no quedaba nadie más
con quien mantener a raya a los esbirros de Santidad.
Dos años más, se dice Rillibee, si es que consigue resistir tanto tiempo. ¿Y si no lo
consigue? A veces se hace esa pregunta, temiendo la respuesta. ¿Qué le sucede a
quienes no consiguen cumplir todo su servicio? ¿Qué les sucede a los que no pueden
contener los gritos, los que balbucean, gritan o maldicen, como quiere hacer él…?
—Maldición —decía el loro, haciendo reír a Miriam—. Maldición. Mierda.
—Maldición —murmura Rillibee ahora.
—Dejadme morir —había dicho el loro, y entonces nadie se había reído.
—Dejadme morir —dice Rillibee, extendiendo las manos hacia los relucientes serafines
de seis alas que se alzan sobre las torres.
Todo sigue igual. Los ángeles, aunque reciben un continuo chorro de peticiones, no le
fulminan.
Cada día sale de su cubículo, va hacia el pozo de bajada y lo contempla durante un
segundo, preguntándose si tendrá el coraje necesario para dejarse caer por él. Cuando
entró en Santidad tuvieron que empujarle, y eso siguieron haciendo una y otra vez, y
Rillibee tuvo la sensación de que caería para siempre, con la piel de gallina y el estómago
luchando por escapar por su nariz. Han pasado diez años, y su mente aún sigue lanzando
un grito silencioso cada vez que piensa en dejarse caer por el pozo. Ha logrado encontrar
una alternativa más o menos aceptable. El tubo sin fondo del pozo contiene unos gruesos
barrotes metálicos utilizados por los encargados de la limpieza o las reparaciones.
Trescientos metros de bajada, trescientos metros de subida. Rillibee hace ese trayecto
dos veces al día, levantándose temprano para asegurarse de que tendrá el tiempo
suficiente.
Después del descenso, el comedor. Ya lleva diez años yendo al comedor día tras día,
desde que cumplió los doce, pero aún sigue teniendo que hacer un esfuerzo para no toser
cada vez que huele el desayuno. El comedor, saturado por el eterno olor de esa comida
repugnante... Se marcha sin haber comido nada.
Sigue bajando: va a la sala comunal para buscar su número, perdido entre los mil
números más que llenan el tablero luminoso. RC-15-18809. Asignado al servicio del
Jerarca. Debe llevar consigo un omnisecretario. Funciones de guía. Nivel menos tres,
Habitación 409, a las 10.
El Jerarca... Es extraño que alguien tan joven y poco devoto como Rillibee sea
asignado para servir al Jerarca. Ó quizá no sea tan extraño. Para Santidad él no es más
que una pieza que puede sustituir o ser sustituido por cualquier otra, y guiar a un visitante
o manejar un omnisecretario no requiere ser especialmente devoto o tener una gran fe.
Nadie va a necesitar su cuerpo hasta dentro de dos horas. Tiempo para hacer algo,
para ir a Suministros y comprobar el omnisecretario. Tiempo para subir al economato y
comprar cualquier cosa que sepa realmente a comida. Tiempo para ir a la biblioteca y
escoger algo con que distraerse. Le da miedo ir a los sitios concurridos. Los gritos de
soledad y frustración están demasiado cerca de la raíz de su lengua. Traga saliva,
intentando hacerlos bajar, pero allí siguen, bultos grasientos de esa pena continua que ya
no es capaz de engullir.
Mejor ir adonde no va casi nadie. Un tramo más hasta llegar al nivel de las capillas y un
lento paseo por el corredor, dejando atrás una capilla, y otra, y otra, oyendo el zumbido de
mosquito de los altavoces colocados encima de cada altar. Después, escoger una capilla
al azar. Rillibee entra y se sienta, colocándose los auriculares que frenarán el zumbido de
mosquito hasta situarlo en una velocidad inteligible. Una potente voz de bajo está
canturreando: «Artemus Jones. Favorella Biskop. Janice Pittorney». Rillibee se quita los
auriculares y se dedica a contemplar el altar.
Cada día un anciano toma asiento detrás del altar, esperando a que un acólito anónimo
le presente la lista con los nuevos nombres introducidos en el registro. El anciano mueve
la cabeza y el acólito empieza a hablar:
—En el mundo de Semling, una niña nacida de Martha y Henry Spike que ha recibido el
nombre de Alevia Spike. En Victoria, un niño nacido de Frágil Marrón y Azul Duro Perdido
que ha recibido el nombre de Sonido Roto. En Arrepentimiento, un niño nacido de Domal
y Susan Crasmere que ha recibido el nombre de Domal Vincente II.
Y, al recibir cada una de esas revelaciones, el anciano se inclina y pronuncia unas
palabras a las que el abuso ha despojado de todo sentido, unas palabras de las que
ningún habitante de las torres hace el más mínimo caso.
—Santidad. Unidad. Inmortalidad.
El significado no importa. Basta con pronunciar esas palabras, y la puerta sagrada se
abre. Un mero balbuceo silábico hace que el nombre entre a formar parte de las listas de
la humanidad. Una vez ha pronunciado las palabras, el acólito sostiene sus impresos y
sus muestras de tejido sobre el humo sagrado durante un momento antes de introducirlo
todo en ranuras que conducen hasta unas superficies inclinadas de piedra tallada en un
lugar que este acólito, como la mayor parte de los acólitos que cumplen servicios
limitados, no llegará a ver jamás. Allí, el nombre es añadido a los archivos y la muestra
celular es colocada en los bancos de tejidos, y ese doble acto crea un nuevo sitio inmortal
en la historia sagrada para Alevia, con su arrugada piel rojiza, para Roto, el bebé que no
para de llorar, y para Dom, el perezoso.
Rillibee ha estado una o dos veces en esas profundidades llenas de sonidos para
trabajar en los registros. Allí se encuentran las máquinas genealógicas, hablando en
susurros consigo mismas mientras asignan números y toman nota de la información
genética contenida en las muestras de células, información que servirá, si se presenta la
ocasión, para resucitar el cuerpo de Alevia o de Roto o de Dom o de éste o de aquél o de
cualquier otro ser humano que haya vivido, en toda su inimitable individualidad,
permitiendo distinguirle de todos sus congéneres, vivos o muertos, haciéndole emerger
como un recién nacido de las máquinas clónicas. Sólo en cuerpo, naturalmente: nadie ha
encontrado aún la forma de grabar la memoria o la personalidad. Aun así, eso es mejor
que nada, como dicen los Santificados mientras dejan caer sus muestras de tejido en las
ranuras. Si el cuerpo vive, acumulará recuerdos, y con el tiempo habrá una nueva
creación más o menos parecida a la antigua. ¿Quién puede afirmar que la nueva Alevia,
de vez en cuando y con una extraña sensación de deja vu, no será capaz de revivir su
existencia anterior? ¿Quién puede saber si Dom no acabará mirándose al espejo para ver
el fantasma de su viejo yo?
Las profundidades de Santidad albergan el nombre de todos los hombres y mujeres
que han vivido a lo largo de la historia humana. Aquellos para quienes no pudieron
hallarse datos escritos han sido extrapolados por las máquinas ronroneantes, arrancados
a ese confín del tiempo en el que la humanidad no existía. En las máquinas hay hombres
y mujeres con nombres que ninguna persona histórica conoció, nombres en lenguas que
se hablaron durante el amanecer del tiempo. Que no haya nadie vivo capaz de hablar la
lengua del homo habilis carece de importancia; las máquinas saben cómo era ese
lenguaje y los nombres de quienes lo hablaron. Adán, recién bajado de los arboles, está
en las listas, así como Eva, rascándose el trasero con una mano de pulgar recién
desarrollado. Y allí están también sus genotipos, diseñados por las máquinas y con las
secuencias del ADN correctamente asignadas. Todas las personas que han vivido están
allí, en Santidad/Unidad/Inmortalidad.
Y todo eso, cada máquina, cada anotación, cada muestra…, todo está vigilado y
protegido. Hay centinelas por todas partes, observando, fijándose en lo que ocurre,
informando... Vigilando a quienes dan señales de no acatar los ideales de S/U/I, vigilando
a los acólitos que pueden acabar sucumbiendo ante la locura, vigilando la posible
aparición de los Mohosos, los miembros de esa secta que se ha hartado de seguir
soportando los problemas de la vida y sólo desea el fin, la destrucción definitiva de
Santidad, de la Tierra, de cien mundos, de la misma vida…, el fin de todos esos hombres
y mujeres incluidos en la lista eterna.
Cada día, las máquinas leen parte de esa lista en cada una de las mil capillas: en voz
alta, del amanecer al ocaso, del ocaso al amanecer. Cuando la lista ha sido leída en su
totalidad, las máquinas vuelven a empezar. El zumbido de mosquito de su lectura no tiene
fin: repasa toda la humanidad desde el padre Adán hasta el pequeño Dom, una vez, y
otra, y otra...
Rillibee contempla al anciano, escuchando distraídamente los nombres canturreados
por el acólito, y acaba poniéndose los auriculares mientras la máquina sigue recitando.
«Violet Wilbeforce. Nic En Ching. Herbard Guston.» Todos los seres humanos que han
vivido a lo largo de la historia, pero no Rillibee Chime. Nunca ha oído su nombre
pronunciado por esa voz mecánica. Quizá no le incluyan en el registro hasta no haber
completado sus doce años de servicio, cuando ya se haya marchado de Santidad. Los
auriculares están cubiertos de polvo. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien vino
aquí a escuchar los nombres, desde que alguien le prestó atención a la letanía.
Dentro de unos minutos recogerá el omnisecretario y se presentará en la Habitación
409, nivel menos tres. Sí, dentro de un instante... Pero ahora lo único que quiere es seguir
sentado en esta capilla, sin hacer ruido, tragándose su soledad y repitiendo su nombre
para sí mismo, Rillibee Chime, escuchando atentamente el sonido de esas sílabas, de
esas palabras articuladas por una voz humana en este infierno vacío donde nadie
pronuncia su nombre.
—Ese acólito debería ser disciplinado —dijo un observador—. Fíjate en él: parado en
mitad del pasillo, mirando. —El observador estaba con el ojo pegado a la rendija de una
puerta entreabierta, con su temblorosa mano manchada por la edad apoyada en la pared
contigua.
—Siente curiosidad, eso es todo —dijo su compañero por encima del hombro—.
¿Crees que tiene muchas ocasiones de ver a nadie que no sea un Santificado? Cierra la
puerta. Hallers, ¿comprendiste lo que dijo el viejo?
—¿El Jerarca? Dijo que su sobrino tenía una posibilidad de averiguar lo que
necesitamos saber gracias a los caballos.
—¿Y crees que Yrarier lo conseguirá?
—Bueno, Cory, la verdad es que tiene un aspecto impresionante, ¿no te parece? Todo
ese cabello negro, la piel blanca y esos labios tan, tan rojos... Supongo que tiene tantas
posibilidades como cualquier otro.
El hombre al que había llamado Cory torció el gesto. Su aspecto jamás había podido
definirse como impresionante, y solía lamentarlo. Si hubiera que definirle ahora, la única
palabra adecuada sería «viejo»: tenía telarañas de arrugas alrededor de los ojos, y una
nubecilla de finos cabellos blancos enmarcaba sus orejas.
—Parece más guapo que listo, pero espero que lo consiga. Necesitamos que lo
consiga, Hallers. Lo necesitamos.
—No hace falta que me lo repitas, Cory. Si no conseguimos una cura, moriremos
pronto. Todos moriremos...
Un breve silencio. Hallers se dio la vuelta y vio que su compañero de toda la vida tenía
los ojos clavados en el suelo y parecía pensativo.
—Aunque consigamos la cura enseguida, creo que sería mejor permitir que las muertes
continuaran…, al menos en algunos sitios.
Hallers dio un par de pasos hacia su compañero, confundido.
—No entiendo a qué te refieres.
—Bueno, Hallers, supon que conseguimos la cura mañana. ¿Por qué debemos
salvarles a todos? Sí, naturalmente, tenemos que salvar a nuestros mejores hombres,
pero, ¿por qué tomarse la molestia de salvar a todos los demás? Por ejemplo, ¿no crees
que hay algunos mundos de los que sería mejor olvidarse?
Silencio en la habitación, mientras Hallers le miraba fijamente y Cory Strange le
observaba para ver cuál sería su reacción. Al principio, sorpresa. Bueno, cuando pensó
en ello por primera vez, Cory también se sorprendió bastante. Pero luego comprendió lo
que podía significar para Santidad y…
—¿Dejarías que muriesen? Planetas enteros llenos de gente...
Cory se encogió de hombros y torció el gesto: el encogimiento había hecho que una
punzada de dolor artrítico le atravesara la espalda.
—A largo plazo creo que sería lo mejor para Santidad, ¿no te parece? La humanidad
ya se ha extendido demasiado. Santidad ha hecho cuanto podía para ponerle punto final a
las exploraciones, pero éstas continúan. Un grupo aquí, un grupo allá…, escabulléndose
de entre nuestras manos. Pequeños mundos fronterizos, aquí y allá... ¿Y qué ocurre?
¡Fíjate en un sitio como Shafne, por ejemplo, donde ni tan siquiera hemos podido
establecer un puesto avanzado digno de ese nombre! No, los hombres se han esparcido
por tantos mundos que no podemos controlarlos adecuadamente.
—Sí, estoy de acuerdo en que ésa es la opinión del Consejo de Ancianos, pero...
—En cualquier caso —le interrumpió Cory—, necesitamos mantener vigilado a Yrarier
para saber qué hace. Me dijiste que Nods había sido asignado a Hierba, ¿no? Y me dijiste
que era Jefe de Doctrina Aceptable con los penitentes de allí, ¿no? ¿O fue otro quién me
lo dijo?
—Debió de ser otra persona. ¿Te refieres a tu viejo amigo Noddingale?
—Sí, ése mismo. Aunque ahora ha adoptado uno de esos nombres extraños típicos de
los Hermanos Verdes. Jhamlees... Jhamlees Zoe.
—¿Jhamlees Zoe? -Hallers dejó escapar una risita ahogada.
—No te burles. Los Hermanos se toman muy en serio sus nombres religiosos. Espera,
voy a escribir una nota... Haz que uno de tus jóvenes la meta en algo que no inspire
sospechas, disimúlala con un código y una envoltura de autodestrucción, y mándala en la
nave que llevará a Yrarier.
Se instaló ante su escritorio y empezó a redactar la nota. «Mi querido y viejo amigo
Nods...» Su mano tenía ciertas dificultades para trazar las letras.
Hallers, que era amigo suyo desde hacía tanto tiempo como Nods, se inclinó sobre su
hombro y le interrumpió.
—Todo el mundo dice que el antiguo Jerarca morirá en cuestión de horas —dijo—.
Cory, ¿crees que el nuevo Jerarca pensará lo mismo sobre este asunto? Me refiero a eso
de consolidar nuestras posiciones y dejar que algunos mundos…, bueno, dejar que
desaparezcan.
—¿El nuevo Jerarca? —Cory volvió a reír, esta vez con una auténtica nota de diversión
en la voz, y sus grandes ojos de fanático se clavaron en su compañero—, ¿Quieres decir
que no lo sabes? ¡Claro! Llevas bastante tiempo fuera de aquí. El Consejo de Ancianos se
reunió hace una semana. Yo seré el nuevo Jerarca.
—Podemos poner una mampara que aisle esta parte —dijo—. Bastaría con instalar una
media docena de apriscos, con una entrada individual para cada uno, y una pequeña pista
de entrenamiento ahí fuera. Después, cuando llegue el invierno... —Se calló, preocupada,
recordando cómo se decía que eran los inviernos de Hierba, preguntándose qué harían
con los caballos.
—Pero entonces ya no estaremos aquí, ¿verdad? —preguntó Anthony, y los temores
que sentía impregnaron su voz. Se dio cuenta de ello y se esforzó por seguir hablando en
un tono más calmado—. ¿Creéis que la misión durará tanto tiempo?
Su padre meneó la cabeza.
—No lo sabemos, Tony.
—¿Qué clase de caballos pueden ser esos hippae? —dijo Marjorie, contemplando los
oscuros rincones de aquella gran caverna—. Esto parece una especie de madriguera...
Algo así como la sala de reuniones para una sociedad de tejones.
—¿La sala de reuniones de una sociedad de tejones? —se burló su hija—. Madre, me
sorprendes. —Agitó la cabeza, y la insondable seda negra de su cabellera cayó sobre sus
hombros como un diluvio de agua oscura. Su cuerpo de diecisiete años seguía siendo
bastante delgado, y la belleza devastadora que tendría más tarde apenas si empezaba a
emerger. Sus labios se curvaron en una sonrisa de sirena y sus oscuros ojos lanzaron a
sus padres una mirada malhumorada—, ¿Cuándo estuviste por última vez en una
sociedad de tejones? —Habló con voz seca y nada cariñosa. Stella no había querido venir
a Hierba. Sus padres habían insistido en que debía venir, pero no habían podido decirle
porqué. Para Stella, el viaje había sido una auténtica violación de su intimidad personal.
De hecho, solía permitirse el exceso melodramático de equipararlo a una auténtica
violación física, y se complacía en hacérselo saber con la máxima frecuencia posible—.
¿En alguna otra vida? —se mofó—. ¿En alguna otra época?
—Cuando fui robada por los duendes —respondió su madre con voz firme—. Hace
mucho, mucho tiempo, cuando no era consciente de mi dignidad, lo cual volverá a
ocurrirme. Me convertiré en una vieja sedentaria. Necesito comida, montones de comida,
y luego un rato con algún libro familiar y mucho sueño. Aquí hay demasiadas cosas
extrañas. Ni tan siquiera los colores son como deberían ser.
Y no lo eran. Salieron de las cavernas y, mientras iban por un paseo de árboles
importados que llevaba a la residencia, sus palabras hicieron que todos fueran
agudamente conscientes de ello. El cielo debería ser azul, y no lo era. La pradera debería
tener el color de la hierba seca, pero sus ojos insistían en volverla de un malva pálido y un
zafiro aún más pálido, como si estuviera bañada por la luz de la luna en una obra teatral.
—No estamos acostumbrados, eso es todo —dijo Tony, intentando consolarla y
queriendo que le consolaran. Él también había dejado cosas atrás: una chica que le
importaba mucho, amigos a los que apreciaba, planes para una educación y una vida...
Quería que el sacrificio tuviese alguna razón válida, no tan sólo el pasar una temporada
en este lugar frío e incómodo rodeado de colores extraños. A Tony tampoco le habían
dicho por qué debían ir, pero cuando Marjorie le explicó que era muy importante la creyó y
confió en ella. Tony era confiado por naturaleza, como Marjorie a su edad, cuando se
casó.
—Asistiremos a la Cacería montados en nuestros caballos —dijo Rigo con voz firme—.
Para entonces los caballos ya se habrán recuperado.
—No -dijo Marjorie, agitando la cabeza—. Al parecer, no debemos hacerlo.
—No seas ridicula. —Rigo pronunció esas palabras sin pensarlo, como hacía a
menudo, y ver que le dolían hizo que se irritara.
—Rigo, querido, no pensarás que eso de no ir a caballo es idea mía, ¿verdad? —
Marjorie se rió, y esa leve carcajada suya, tan inimitable, le dijo a Rigo que estaba
mostrándose obtuso y desagradable—. El Obermun bon Haunser estuvo a punto de
mesarse esos cabellos impecablemente peinados que le cubren la cabeza cuando sugerí
que acudiríamos montados en nuestros caballos. Parece ser que ya han hecho otra clase
de preparativos.
—Maldita sea, Marjorie... ¿Por qué me han enviado aquí, y por qué te hicieron venir a
ti, si no es precisamente por los caballos?
Marjorie no intentó responderle. No era una pregunta a la que se pudiera responder.
Rigo la miró fijamente. Stella les observaba con una leve sonrisa en los labios, disfrutando
de aquella discusión. Tony emitió unos suaves ejems de incomodidad, como hacía
cuando se veía atrapado en algún conflicto que enfrentaba a sus progenitores.
—Seguramente —dijo—, seguramente...
—Pensaba que habíamos venido aquí por alguna razón importante —se burló Stella,
con lo que, involuntariamente, logró que la hostilidad de su padre dejara de concentrarse
en Marjorie y la tomara a ella como blanco.
—De lo contrario, puedes estar bien segura de que no habríamos venido —dijo él,
irritado—. Nuestras vidas también han sufrido una considerable alteración, y Hierba nos
gusta tan poco como a ti. Nosotros, igual que tú, preferiríamos estar en casa, llevando
nuestra existencia de costumbre. —Su látigo golpeó un tallo cargado de semillas—. ¿A
qué viene todo esto de que no podemos montar?
Marjorie le respondió en voz baja y suave, intentando conseguir que todos se calmaran
un poco.
—No sé por qué no debemos ir a la Cacería montando nuestros caballos, pero está
claro que no debemos hacerlo. No sé si mis consejos servirán de algo, embajador, pero
creo que deberíamos seguir las indicaciones de Haunser, por muy rígido y enigmático que
nos parezca…, por lo menos hasta haber descubierto qué ocurre aquí. Después de todo,
no somos bons, y el Obermun bon Haunser trató de explicarme que ni Santidad ni la
Tierra saben demasiado sobre Hierba.
Rigo quizá hubiera seguido hablando, pero un sonido extraño hizo que no llegara a
decir nada. Era un sonido como el que podría emitir un alma atormentada si esa alma
tuviera la voz del trueno y la catarata. Era un sonido totalmente natural, como el que
podría producir un planeta de pequeño tamaño que estuviera siendo hecho pedazos, y
aun así ninguno de ellos dudó ni por un instante de que había sido originado en la
garganta y los pulmones de algún cuerpo indescriptible, algo a lo que podrían ponerle un
nombre si supieran qué era... Un grito de la más desesperada soledad.
—¿Qué...? —jadeó Rigo, deteniéndose—. ¿Qué ha sido eso?
Esperaron, con el cuerpo tenso, quizá para echar a correr. Nada.
En el futuro oirían ese grito varias veces. Aunque intentaron averiguar cuál era su
origen, nadie lo sabía.
«Octavo día» despertó de unos sueños horribles para hallarse en una realidad
incómoda. Sus patas no tocaban la tierra y se agitó, aunque débilmente. Una voz
incomprensible atravesó un doloroso velo de sequedad.
—Baja un poco más el soporte, idiota, ponle en el suelo.
Los cascos tocaron una superficie sólida y el caballo se quedó inmóvil, tembloroso, con
la cabeza gacha. Sentía el olor de los demás. Estaban cerca, pero no podía levantar la
cabeza y mirar. En vez de eso dilató un poco sus ollares, investigando el olor en busca de
aquella complejidad que incluiría a los demás caballos. Una mano acarició su flanco y su
cuello. Era una mano agradable, pero no pertenecía a su dueña. Y tampoco era la mano
de él. Era la mano del macho que se parecía mucho a ella, no la mano de la hembra que
se parecía mucho a él.
—Shhh, shhh —dijo Tony—. Buen chico. Ahora quédate quieto un ratito, ¿eh? En
seguida estaré contigo. Shhh, shhh.
Y el sueño volvió a él. Estaba galopando perseguido por algo invisible. Algo enorme,
enorme y rápido. Una amenaza que le perseguía. La huida. Relinchó, suplicando ser
tranquilizado, y la mano volvió a posarse sobre él.
—Shhh, shhh.
Se quedó dormido, de pie, y el sueño fue desvaneciéndose.
Despertó el tiempo suficiente para subir por una rampa que llevaba a una cosa capaz
de moverse y volvió a quedarse dormido. Cuando la cosa dejó de moverse, se despertó el
rato suficiente para bajar por la rampa, y ella estaba ahí.
—Ella —relinchó «Millefiori»—. Todo va bien. Ella.
«Octavo día» asintió, emitiendo un sonido gutural, y movió las patas intentando
seguirla. Todos los olores parecían alterados. Los sonidos le resultaban familiares pero
los olores no, y después, cuando se tumbó sobre la hierba del aprisco, descubrió que los
olores de allí tampoco eran los de siempre.
Un ruido lejano: el otro caballo relinchando, armando jaleo.
«Octavo día» le llamó, y lo mismo hicieron las yeguas. «Don Quijote» se calmó en
seguida, emitiendo un leve relincho de incomodidad.
Y entonces apareció ella, dando palmaditas, repartiendo caricias, hablándoles, diciendo
«Shhh, shhh» como había hecho Tony, y le dio agua.
Bebió, y dejó que el agua fluyera hacia ese rincón hecho de miedo y sequedad. Pasado
un rato, volvió a dormirse y no soñó: el sueño fue perdiéndose poco a poco en el olor de
aquel heno extraño.
—Qué raro —murmuró Marjorie, contemplándole.
—Parecían asustados —dijo Tony—. Era como si tuvieran un miedo terrible, pero
estaban tan adormilados que no podían hacer nada.
—Cuando llegamos aquí tuve bastantes pesadillas, y siempre me despertaba
aterrorizada.
—Igual que yo. —Tony se estremeció--. No pensaba deciros nada, pero tuve unas
pesadillas realmente terribles.
—Quizá sea algo relacionado con la hibernación —dijo Marjorie.
—Hice algunas preguntas por el puerto. Nadie parecía pensar que fuese normal tener
pesadillas después de la hibernación.
—Qué extraño —repitió Marjorie—. Bueno, al menos los apriscos estuvieron
terminados a tiempo.
—Hicieron un buen trabajo. ¿Gente de la aldea?
—Gente de la aldea. Al parecer se trata de una especie de acuerdo recíproco. Nosotros
les damos empleo y compramos sus productos, y ellos se encargan de ayudarnos
siempre que lo necesitemos. Llevan años aquí, atendiendo la hacienda y encargándose
de mantenerla en buen estado. He escogido a unos cuantos para que cuiden de los
caballos. Quizá podamos encontrar dos o tres que puedan servir como mozos de establo.
Salieron de los establos y regresaron a la casa, volviéndose un par de veces para mirar
hacia atrás, como si quisieran asegurarse de que los caballos estaban bien: a los dos les
parecía bastante extraño el que los animales también sufrieran sus mismas pesadillas.
Marjorie se juró que durante los próximos días pasaría el máximo de tiempo posible con
ellos, por lo menos hasta que se hubieran recuperado definitivamente.
Pero tuvo otros asuntos de que ocuparse, como la llegada del comité de artesanos de
Camino Nuevo, que recorrió los aposentos veraniegos de la Colina del Ópalo redactando
una lista detrás de otra.
—Quiere que todo se haga al estilo local, ¿no? —le preguntó el portavoz de la
delegación, usando la lengua de los intercambios comerciales. Era un hombre calvo y
corpulento, con bolsas alrededor de los ojos y una sonrisa bastante atractiva. Se llamaba
Roald Few— No querrá nada que pueda provocar chasquidos de lengua entre los bons,
¿verdad?
—No, desde luego —dijo ella, sorprendida y sintiendo una cierta diversión ante esa
sorpresa. ¿Qué había esperado? ¿Pobres idiotas ignorantes como los que vivían en
Ciudad Criadero?—. Veo que capta usted las cosas muy deprisa, señor Few. Creía que
antes de nosotros Hierba no había conocido ninguna otra embajada.
—Ahora son la única embajada, cierto —replicó él—, pero hemos tenido unas cuantas.
No pudieron aguantar el invierno, ¿sabe? Tuvieron que marcharse: esto es demasiado
solitario. Semling tuvo a un hombre aquí durante algún tiempo. Aquí mismo, quiero
decir…, en la Colina del Ópalo. Semling construyó la hacienda, ¿sabe?
—¿Y cómo es que no amueblaron los aposentos de verano?
—Porque la construyeron a comienzos de otoño, y a mediados de otoño el enviado de
Semling ya se había marchado, ¿comprende? Nunca llegó a conocer la parte buena del
año. Bien, ¿cuáles son sus instrucciones sobre los colores y todo lo demás?
—Oiga, ¿puedo confiar en usted para que no nos haga quedar en ridículo? —le
preguntó Marjorie—. Si lo consigue, le daremos una gratificación. Mi esposo prefiere los
colores cálidos, los rojos y los tonos ámbar. Yo prefiero los más fríos: azul, gris claro.
Verde mar. Hum... —Se quedó callada durante un par de segundos—. Hierba no tiene
mares, pero supongo que ya me entiende, ¿no? —Few asintió—. ¿Cree que podría
conseguir algo de variedad sin salirse de las tradiciones locales?
—Variedad y no ponerles en ridículo —dijo él, frunciendo los labios mientras lo anotaba
—. Haré cuanto pueda, señora, y, si me lo permite, debo decirle que hace bien dejándolo
en nuestras manos. Los de Camino Nuevo sabemos cooperar los unos con los otros, y
siempre tratamos bien a los que confían en nosotros. —La miró fijamente a los ojos,
respondiendo a su franqueza con una abierta sinceridad—. Voy a decirle una cosa, y que
quede entre usted y yo... Usted y la familia tienen que venir de vez en cuando a nuestro
territorio. Los aristócratas siempre lo llaman Ciudad Común, pero nosotros lo llamamos
Comunidad, porque es algo de todos. Tenemos algunos alimentos que aquí son
imposibles de conseguir, cosas que importamos para nuestro consumo. Este lugar puede
ser terriblemente solitario, a menos que sean ustedes como los bons, que se pasan la
vida mirándose el ombligo... Hasta podrían acabar decidiendo que prefieren pasar el
invierno en la Comunidad, si es que llegan a quedarse tanto tiempo. Allí tenemos sitio
donde alojar a los animales: hay graneros que llenamos de paja durante el verano, y
también tenemos vaquerías. Durante el invierno, todos los aldeanos cierran sus casas y
se vienen a la ciudad. Los aristócratas no se enterarán, tanto si lo hacen como si no, y si
alguien les llama por el dígame la conexión pasa a la Comunidad y, ¿quién podrá saber
que no están aquí, soportando el invierno y pasándoselo mal? Por cierto, ¿habla usted la
lengua de Hierba?
—Creía que los nativos de Hierba hablaban el terrestre o la lengua comercial —replicó
ella, preocupada—. El Obermun bon Haunser siempre me habló en terrestre.
—Oh, sí, claro, hablan terrestre…, si les da la gana —dijo el hombre con una mueca—.
Saben hablar la lengua diplomática, y algunos se rebajan hasta el extremo de usar la
lengua comercial, y cuando vuelves a verles te dan la espalda y fingen no comprender ni
una sola palabra de lo que dices. Se llevará mejor con ellos si habla su idioma. Verá, por
lo que sé, es una especie de mezcla hecha con todas las lenguas que hablaban cuando
llegaron aquí, y ha cambiado bastante desde entonces. Cada familia habla su propia
variedad: es algo así como un dialecto familiar, un juego, pero básicamente lo que
cambian son los nombres, y si conoce el idioma podrá captar el sentido general de lo que
digan. Y si no saben que lo habla hasta que no haya conseguido dominarlo bien…, bueno,
eso serñia todavía mejor. Si quiere puedo enviarle un profesor.
—Hágalo —dijo ella. Apenas le conocía, pero confiaba en él, y a cada momento que
pasaba le caía mejor—. Mándeme un profesor y le prometo que no diré nada de todo
esto…, siempre que usted tampoco lo haga, señor Few.
—Oh, puede estar segura de que no diré nada. —Soltó un bufido—. Se lo mandaré
dentro de dos días. Y puede llamarme Roald, como hacemos todos los de la Comunidad.
Malditos bons... —La animosidad perceptible en su voz parecía más algo fruto de la
costumbre que de un auténtico odio visceral, y Marjorie no trató de averiguar más al
respecto, limitándose a hacer una anotación mental de hablar con Rigo y decirle que
tratara de detectarla, suponiendo que no se hubiera topado ya con ella.
Aparte de las espaciosas habitaciones para invitados y sirvientes de la casa principal,
Colina del Ópalo tenía tres pequeñas residencias independientes para alojar a los
miembros del personal de la embajada. Andrea Chapelside, la fiel ayudante de Rigo, fue
la primera en poder escoger, y decidió quedarse con la casita más cercana, lo que le
permitiría estar disponible más rápidamente en caso de necesidad. Su hermana Charlotte
viviría allí con ella. El padre Sandoval y su compañero de sacerdocio, el padre James, se
quedaron con la más grande de las residencias, pues tenían intención de usar una parte
como biblioteca y escuela para Stella y Tony, mientras que la habitación más grande
serviría como capilla para ellos mismos y para la embajada. Aquello dejó la más pequeña
de las tres casas para Eugenie Le Fevre. Tenía una cocina de verano, una sala y un
dormitorio en el primer piso, así como varias habitaciones invernales debajo. Cada casa
poseía un túnel que llevaba al edificio principal, y cada una daba a una parte distinta de
los jardines.
Cuando Roald Few terminó de hablar con Marjorie visitó al resto de residentes de
Colina del Ópalo, y éstos le dieron instrucciones para que amueblara los dormitorios de
verano y las salas. Las mujeres de mediana edad de la primera casita tenían fotos de lo
que deseaban: cosas que les recordaran el hogar. Los hombres de la casa más grande
querían el máximo de sencillez posible y deseaban una habitación sin ningún tipo de
adornos, salvo unos cuantos asientos con reclinatorios y una especie de altar. El más
joven de los dos, de aspecto delicado y afable, había hecho un dibujo que el otro, más
corpulento, aprobó con un gesto de cabeza. Roald pensó que los dos debían de ser
religiosos, aunque no vestían como los Santificados. Aquellos dos hombres llevaban unos
pequeños cuellos duros bastante extraños que no se parecían en nada a los que él
conocía.
—Espero que esto no le cause demasiadas molestias —dijo el más viejo de los dos,
con una voz acerada que se esforzaba por sonar a disculpa sin conseguirlo.
—No, en absoluto, salvo por un pequeño detalle —dijo Roald con su mejor sonrisa—: el
de saber qué tratamiento debo darles a usted y al otro caballero. Ya sé que pertenecen a
alguna religión, y no querría usar los términos inadecuados.
El caballero de aspecto más frágil asintió.
—Somos Viejos Católicos. Yo soy el padre Sandoval, y mi compañero es el padre
James. La madre del padre James es hermana de Su Excelencia, Roderigo Yrarier.
Normalmente se nos llama padres, si es que eso no le ofende... —Y aunque le ofenda,
decía su tono de voz, arrégleselas como pueda pero use esa palabra.
—Oh, si me dejara ofender fácilmente hace mucho que habría dejado este negocio —
les aseguró Roald—. Si quisieran que les llamara tíos también lo haría, no se preocupen.
Creo que me negaría a llamarles tías, pero tíos…, bueno, no sería ningún problema.
Sus palabras consiguieron que el más joven de los dos se riera, y al marcharse Roald
se despidió con una jovial inclinación de cabeza.
La más pequeña de las tres casas era también la más distante y la última de su lista.
Eugenie le estaba esperando en las habitaciones de verano, y no necesitó pasar mucho
tiempo en su compañía para saberlo todo de ella o, por lo menos, todo aquello que podía
hacerle falta saber.
—Rosa —le dijo—, rosa claro. Y lo quiero todo en tonos rosa muy cálidos, como si esto
fuera el interior de una flor. Echo de menos las flores. Quiero unas cortinas para no ver
esa horrible hierba y para no dejar entrar la noche, unas cortinas de tela suave que se
muevan con el viento, y unos sofás bien grandes, con almohadas. —Movía las manos y
los labios, dibujando lo que deseaba en un aire que parecía plegarse a todos sus deseos,
y Roald vio lo que ella veía, un nido con plumas color marfil y rosa, donde la atmósfera
tendría el olor dulce y agradable que las fábulas atribuían a las mañanas terrestres. Tenía
el cabello castaño claro y lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, con rizos minúsculos
escapándose de la masa principal en la frente y la nuca. Sus ojos tenían ese azul que
parece carecer de edad, y la inocencia de quien no ha conocido nada salvo el placer, sin
dejarse turbar jamás por las cavilaciones.
Roald Few dejó escapar un suspiro inaudible, pues la comprendía muy bien. Esta dama
le recordaba a la mujercita de porcelana que su mujer tenía sobre la mesa. Pobre lady
Westriding... Le había parecido terriblemente interesante, y ahora empezaba a
compadecerla. Se preguntó qué habría ido mal. Había tantas cosas que podían ir mal...
Hablaría de todo eso con Kinny, su esposa: le contaría cuál -era su aspecto, lo que
dijeron, y Kinny sabría dar con la respuesta. Mientras cenaran, Kinny le contaría la historia
de cómo Roderigo y lady Westriding casi habían llegado a ser la auténtica pareja ideal,
dos verdaderos enamorados, pero entonces ocurrió algo, nadie sabía el qué, y ahora esta
dama de color rosa calentaba la cama del Señor mientras que la mujer rubia y fría se
había quedado sola. Aunque el Señor quizá no siempre la dejara estar sola. Sí, también
existía esa posibilidad.
—Rosa —le dijo a Eugenie, anotándolo en su lista—. Y muchos almohadones.
Cuando Roald volvió a casa, Kinny, su esposa, estaba esperándole con la cena lista
para servir. Desde que Marthamay se había casado con Alverd Bee, trasladándose al otro
extremo de la ciudad, Roald y Kinny pasaban algunas temporadas solos…, siempre que
ninguno de sus hijos necesitara alguien para que cuidara a los bebés o un hogar-lejos-del-
hogar porque se había discutido con su cónyuge. Roald le había explicado a sus hijos que
las discusiones matrimoniales eran algo tan inevitable como el invierno, pero que no
debían ser necesariamente mortales siempre que uno tomara algunas precauciones por
anticipado, como el convertir en costumbre marcharse de casa uno o dos días para
calmarse siempre que fuera necesario, y asegurarse de que eso no fuera tomado como
un insulto por la otra parte: era algo tan natural como el que la primavera siguiese al
invierno, y después de haberse calmado un poco los dos conseguirían entenderse mucho
mejor.
Actualmente nadie estaba peleado con su marido o con su mujer, de modo que no
tenían como inquilino a ningún nieto, por lo que él y Kinny podían disponer de toda la casa
para ellos solos, algo bastante raro que siempre le complacía enormemente.
—He hecho ganso con repollos —dijo Kinny—. Jandra Jellico mató unos cuantos
gansos y me llamó por el dígame para hacérmelo saber. Fui corriendo a su casa para
conseguir uno bien gordo.
Roald se lamió los labios. El ganso de primavera con repollos era uno de sus platos
favoritos, y Kinny sabía prepararlo como nadie. El ganso con repollos fue lo que le hizo
fijarse en Kinny, la de los bracitos y la carita redonda, y el ganso con repollos había
puntuado felizmente todas sus estaciones juntos desde aquel momento. Normalmente, el
ganso con repollos significaba que estaban celebrando algo.
—De acuerdo, ¿cuál es la buena nueva? —le preguntó.
—Marthamay está embarazada.
—¡Vaya, eso es maravilloso! Empezaba a estar un poquito preocupada, ¿no?
—No, no mucho. Pero sus hermanas no paraban de tomarle el pelo: Alverd y ella
llevaban bastante tiempo casados y no había novedades.
—Supongo que Alverd estará preparándose para empezar a cavar, ¿no?
—Eso ha dicho ella. —Kinny sonrió mientras se llevaba el tenedor lleno de repollo a su
rosada boca, pensando en Alverd Bee, alto y siempre dispuesto a trabajar, sudando en
los aposentos de invierno, cavando una nueva habitación como tenía que hacer todo
padre en ciernes. Dentro de una o dos semanas Alverd probablemente sería elegido
alcalde de la Comunidad, y los alcaldes tenían poco tiempo libre para ese tipo de trabajos.
Bueno, sus hermanos le ayudarían, tal y como él les había ayudado—. Y, ahora,
cuéntame todo lo que sepas sobre los recién llegados.
Roald le habló del Embajador, de Marjorie y de la otra dama con su nido que pronto
estaría recubierto de rosa.
—Ah —dijo Kinny, frunciendo la nariz—. Qué pena.
—Sí, eso pensé yo —dijo él—. Su mujer es una dama muy hermosa, pero fría. Es de
las que necesitan ser cortejadas con paciencia.
—Y supongo que él es demasiado apasionado e impaciente para tomarse tantas
molestias.
Roald masticó mientras pensaba en lo que había dicho Kinny. Sí. Como de costumbre,
Kinny había dado justo en el blanco. Roderigo Yrarier era demasiado apasionado e
impaciente, no cabía duda. De hecho, era lo bastante apasionado e impaciente como para
meterse en un buen lío antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía.
Pensar en eso no le resultaba nada agradable, y Roald decidió cambiar de tema.
—Bueno, ¿y qué nombre quiere ponerle Marthamay al bebé?
El instructor de lengua de Marjorie llegó dos días después. Dijo llamarse Persun Pollut.
Fue con ella a la habitación que se convertiría en el estudio de Marjorie y se instaló en un
sillón situado junto a una gran ventana calentada por un sol anaranjado, mientras los
obreros iban y venían por el pasillo con cajas de madera y cartón, herramientas y
escaleras. Marjorie estaba observándoles, y dijo que le parecía extraño que fuera
necesario tener dos conjuntos de habitaciones para verano y para invierno, separados el
uno del otro.
—El invierno es largo —admitió él, haciendo descender sus cejas—. De hecho, es tan
largo que acabamos hartándonos de mirarnos los unos a los otros... —Persun tenía unas
cejas excepcionalmente largas y sinuosas. Era joven, aunque ya había dejado atrás la
adolescencia; flexible, aunque no débil; decidido, aunque no tozudo y rígido. Marjorie tuvo
la sensación de que Roald Few había sabido escoger bien, sobre todo porque Persun
había tenido el buen sentido de no pregonar qué le había traído allí. Había alquilado una
habitación en la aldea cercana, y anunció que había venido para hacer algunas tallas con
las que adornar «el estudio privado de Su Señoría». Ahora, tranquilamente sentado en
ese mismo estudio, siguió con su explicación—. El invierno es tan largo que uno se cansa
de pensar en él —dijo—. Nos hartamos de respirar un aire que no sólo es frío, sino hostil.
Nos escondemos bajo tierra, igual que los hippae, y esperamos a que llegue la primavera.
A veces desearíamos que nos fuese posible dormir como ellos.
—¿Y qué hacen para pasar el tiempo? —preguntó Marjorie, pensando una vez más en
qué harían con los caballos durante el invierno. Si es que seguían en Hierba... Anthony no
paraba de repetir que los Yrarier ya habrían vuelto a casa por entonces, pero Anthony no
sabía por qué habían venido aquí.
—Bueno, vamos a ver a los vecinos, trabajamos y jugamos, tenemos festivales
invernales de teatro y poesía…, ese tipo de cosas. Visitamos los graneros de los
animales. Tenemos una orquesta. La gente canta, baila y les enseña trucos a los
animales. Tenemos una universidad de invierno donde la mayor parte de nosotros
aprendemos cosas que jamás aprenderíamos de no ser por el invierno. A veces hacemos
venir profesores de Semling para que nos enseñen durante la estación fría. Descubrirá
que nuestra educación es bastante superior a la de los bons, aunque procuramos que
ellos no se enteren. Bajo la Comunidad hay tantos túneles, almacenes y salas de reunión
que es como vivir encima de una esponja. Vamos de un lado para otro y jamás nos
asomamos al exterior, donde el viento te cala hasta los huesos y la niebla fría lo cubre
todo, ocultando los fantasmas de hielo.
—Pero los bons se quedan en sus haciendas, ¿no?
—En las haciendas no tienen nuestros recursos, por lo que no saben sacarle tanto
provecho al tiempo. En la ciudad tenemos miles de personas a las que acudir: en invierno,
la población es bastante superior a la de ahora. Cuando llega el invierno, las aldeas se
vacían y sus habitantes vienen a la Comunidad. El puerto sigue abierto durante todo el
año, por lo que hay visitantes incluso durante la estación fría. El hotel también tiene
habitaciones de invierno con túneles que llevan al puerto. Una hacienda suele albergar a
cien personas; puede que a ciento cincuenta... En una hacienda todo el mundo acaba
hartándose de ver a los demás.
Hubo unos instantes de silencio y, finalmente, Marjorie se decidió a hacerle la pregunta
que llevaba rato dándole vueltas por la cabeza.
—¿Tienen algún tipo de obra caritativa?
—¿Obra caritativa, señora?
—Ya sabe, hacer el bien. Ayudar a la gente. —Se encogió de hombros y usó la frase
que Rigo solía utilizar—. Viudas y huérfanos.
Persun agitó la cabeza.
—Bueno, sí, hay viudas, y supongo que debe de haber algún que otro huérfano,
aunque no se me ocurre ninguna razón por la que deban necesitar caridad. Los que
vivimos en la Comunidad nos ayudamos mutuamente, pero eso no es caridad, es cosa de
sentido común. ¿Solía dedicarse a ese tipo de cosas en su hogar?
Marjorie asintió en silencio. Oh, sí, había hecho montones de buenas obras. Pero nadie
había pensado que fueran lo bastante importantes como para ocupar su sitio cuando ella
se marchó.
—Creo que voy a tener muchas horas vacías —le dijo, intentando explicarse—. Me
parece que los inviernos serán muy largos.
—Oh, sí, lo son. Los aristócratas tienen un refrán en su idioma: Prin g'los dem aufent
haudermach. «La intimidad del invierno se separa en la primavera.» Bueno, quizás usted
lo diría de otro modo...
«Las relaciones del invierno se rompen en la primavera.» —Pensó en ello durante unos
instantes, moviendo las cejas—. No, supongo que un terrestre emplearía la palabra
«matrimonios». «La primavera debilita los matrimonios del invierno.»
—Sí, probablemente usaríamos la palabra matrimonios —dijo ella con expresión
sombría—. ¿Cómo aprendió a hablar la lengua diplomática?
—Todos la hablamos. El puerto tiene mucho tráfico. Naves que llegan, naves que se
van... La Comunidad tiene más agentes de cambio y bolsa de los que usted piensa.
Hacemos encargos a otros planetas. Vendemos cosas. Necesitamos enviar mensajes.
Hablamos la lengua diplomática, la comercial, el sembla y media docena de lenguas más.
El idioma de Hierba es bastante rígido y muy poco preciso. Es un lenguaje inventado por
los aristócratas, algo así como un código privado. Se lo enseñaré, pero no espere
encontrarle mucha lógica.
—Le prometo que no lo intentaré. ¿Cómo se gana la vida? ¿Enseñando idiomas?
—Oh, no, señora, puedo jurárselo por los maravillosos migerers de los hippae... ¿A
quién podría enseñárselos? Todo el mundo los conoce tan bien como yo y, ¿quién más
podría querer aprenderlos? Hime Pollut el carpintero es amigo del artesano Roald Few, y
yo soy el hijo de Pollut el carpintero, y Roald me está utilizando ahora que hay poco
trabajo. Eso es todo.
Marjorie no pudo contener la risa.
—Entonces, ¿es usted carpintero y hace tallas?
Los ojos de Persun se volvieron distantes, como sí estuviera soñando.
—Bueno, de momento eso es lo que soy, ya que todavía no he conseguido hacer
fortuna. —Se quedó callado y acabó irguiéndose en su asiento, como si volviera a ser
consciente de donde estaba—. Aunque ya lo conseguiré. Hay mucho dinero a ganar
comerciando con las sedas de Semling, téngalo por seguro. Pero le haré unos cuantos
paneles para su estudio, Señora, pues si queremos que nadie sepa que está aprendiendo
el idioma de Hierba necesitamos una razón que justifique mi estancia aquí, ¿no cree? —
Además, en cuanto la vio, sintió el deseo de crear algo para ella, algo realmente hermoso
y sin precedentes.
—¿Y qué haré cuando el Obermun bon Haunser me recomiende algún secretario?
Persun agitó la cabeza pensativamente.
—Dígale que necesita un poco de tiempo para decidirse. En Hierba todo va muy
despacio, dejando aparte la Comunidad, o eso le he oído decir a los visitantes de otros
planetas que han hecho tratos con los aristócratas. Siempre acaban impacientándose.
Hágale esperar un poco: el Obermun no se enfadará.
Habló de todo aquello con Rigo y, cuando el Obermun acabó recomendándole a un tal
Admit Maukerden, respondió tal y como le había sugerido Persun.
Entre una cosa y otra, pasaron varios días antes de que Marjorie tuviera tiempo para
montar. Anthony y Rigo ya habían hecho varias excursiones, e incluso Stella había sido
obligada a ejercitarse un poco. Un día después de que los artesanos se hubieran
marchado, Marjorie salió con los hombres de la familia. Hacía calor, el cielo estaba
despejado y le habría gustado que Stella estuviera con ellos, aunque Stella había
rechazado la invitación con una cierta altivez. Stella montaba muy bien, pero había dejado
perfectamente claro que la idea de montar a caballo en Hierba no le apetecía en absoluto:
de hecho, nada de cuanto pudiera hacerse en Hierba le gustaba. Stella había tenido que
abandonar a sus amistades y, especialmente, a una amistad en concreto. Marjorie no lo
lamentaba. Quizás el ostentoso aburrimiento de Stella fuera una forma de castigar la
indiferencia de Marjorie, pero Marjorie no podía lamentar esa separación, sabiendo lo que
sabía y Stella ignoraba. Lo máximo que podía hacer era desear que Stella estuviera con
ellos mientras iban por el serpenteante camino que llevaba a los establos recién
construidos.
Los mozos de establo habían hecho lo que se les ordenó: cortaron hierba de varias
clases y la colocaron en los comederos, cubrieron con barro las paredes de los establos, y
también trajeron pequeñas cantidades de tres o cuatro tipos de grano cultivado en Hierba
para ver cuál gustaba más a los caballos. Se dedicaron a observar cómo los terrestres
ensillaban tres caballos y les hicieron preguntas en la lengua comercial, sin dar ninguna
señal de timidez o incomodidad. «¿Para qué sirve esto? ¿Por qué hacen eso?»
—¿Es que los bons no montan? —les preguntó Tony—. ¿Nunca habéis visto una silla
de montar?
Los dos hombres y la mujer que servían de mozos se miraron los unos a los otros en
silencio. Evidentemente, era un tema del que no les apetecía nada hablar.
—Los hippae no…, no se dejarían poner encima una silla de montar —acabó diciendo
la mujer en voz baja—. Los jinetes llevan ropa acolchada.
Vaya, vaya, vaya, se dijo Marjorie. Sorprendente, ¿no? Vio que Tony la estaba
mirando, y agitó la cabeza en un gesto casi imperceptible justo cuando su hijo iba a
preguntarles algo como que desde cuándo un caballo tenía derecho a decidir lo que le
gustaba y lo que no.
—Nuestros caballos encuentran más cómoda la silla de montar que los huesos de
nuestros traseros —dijo con calma—. Puede que los hippae tengan una constitución
distinta.
Aquello pareció disipar un poco la tensión, y los mozos de establo volvieron a hacerles
preguntas. Marjorie tomó nota de qué preguntas demostraban más inteligencia y quiénes
eran los que parecían comprender mejor las respuestas.
—Cortar la hierba azul cuesta bastante —dijo uno de ellos—, pero es la que más les
gusta a los caballos.
—¿Qué usáis para cortarla? —les preguntó Marjorie. Le mostraron una hoz hecha de
un acero bastante malo—. Os daré herramientas mejores. —Abrió una caja de
herramientas y les entregó cuchillos láser—. Tened cuidado con ellos —les dijo,
mostrándoles cómo debían utilizarlos—. Podríais perder fácilmente un brazo o una
pierna... Aseguraos de que no haya nadie delante de la hoja.
Vio cómo hacían experimentos con los cuchillos, cortando gavillas de hierba de un solo
golpe, lanzando exclamaciones de sorpresa y placer y mirándola con agradecimiento.
Necesitaría a alguien que se encargara de cepillar a los caballos, y esa persona tendría
que ser reclutada entre los aldeanos. Aquellos tres ya estaban empezando a mimar
demasiado a los caballos, acariciándoles y dándoles palmaditas a cada momento.
Santidad sólo les había permitido traer consigo seis animales, y habían tenido que
escoger entre sus mejores ejemplares de crianza, pensando en lo larga que podía ser su
estancia. Marjorie había aceptado dejar en la Tierra su montura favorita, el bayo castrado
«Fiel», con lo que ahora montaba a «Octavo día», un corcel entrenado por un antiguo
jinete de Lippizaner. Rigo montaba a «Don Quijote», un caballo árabe. Tony montaba a
«Millefiori», una de las yeguas purasangre. Había tres yeguas purasangre y otra,
«Irlandesa», que era producto de varios cruces y a la que habían traído por su tamaño. Si
tenían que permanecer en el planeta durante todo un año de Hierba o más, al menos
tendrían la diversión de ir criando su propia yeguada.
Tony les llevó por un pliegue del terreno que tendría un kilómetro de anchura y
terminaba en una especie de arena natural que había estado utilizando para ejercitar a los
caballos: era una extensión de hierba ámbar de forma casi circular situada un poco por
debajo del nivel del suelo. Una vez allí, empezaron con el ritual de los ejercicios: paseo,
trote, medio galope, trote, otra vez paseo, primero en una dirección y luego en otra, trote
continuado, medio galope y, finalmente, desmontaron para examinar a los caballos.
—Ni tan siquiera jadean —dijo Rigo—. Han ido mejorando a cada día que pasaba. —
Parecía entusiasmado, y Marjorie sabía que su mente ya estaba empezando a hacer
planes. Rigo nunca era más feliz que cuando estaba llevando a cabo alguna actividad
encubierta. ¿Cuál sería? ¿Algo con que asombrar a los nativos? Rigo siguió hablando de
los caballos—. Es sorprendente lo deprisa que se han recuperado.
—Igual que nosotros —dijo Marjorie—, Uno o dos días de encontrarnos fatal, y luego
hemos vuelto a sentirnos igual que siempre. Veo que no han perdido el tono muscular.
Hagamos unos cuantos minutos más de ejercicio y volvamos al paso. Mañana estaremos
más rato.
Montó y se dejó llevar una vez más por el ritmo familiar de aquellos movimientos:
medio pase, un círculo, otro medio pase.
Algo situado en el risco atrajo su atención, una sombra oscura que se recortaba contra
la claridad del sol primaveral. Alzó los ojos, sorprendida, y vio el contorno de unas siluetas
oscuras, pero el sol la deslumbraba y no podía distinguirlas con claridad. ¿Caballos? Una
fugaz impresión de cuellos arqueados y flancos redondos, sólo eso. No tenía forma de
saber cuál era su tamaño o lo lejos que estaban.
«Octavo día» se quedó quieto, mirando hacia el mismo punto que ella, y emitió un leve
relincho de preocupación: la piel de sus hombros tembló como si un enjambre de tábanos
lo atacara con sus aguijones.
—Shhh —dijo Marjorie, dándole palmaditas en el cuello, turbada por su turbación. Allí
arriba había algo que no le gustaba. Alzó nuevamente los ojos hacia el sol, intentando ver
con más claridad. Una nube estaba a punto de cubrir el sol, pero antes de que pudiera
amortiguar su luz las siluetas del risco se esfumaron.
Los observadores parecían no tener ganas de que nadie les observara. Hizo avanzar a
«Octavo día», pues quería ir hasta el risco y ver dónde se habían metido, fueran lo que
fuesen.
El caballo se estremeció como si sintiera un agudo dolor, como si algo anduviera
terriblemente mal. Emitió un relincho gutural, el precursor de un grito desesperado. Sólo la
presión de sus piernas y la mano de Marjorie en su cuello le permitieron seguir
aguantando. Parecía casi incapaz de tenerse en pie y, desde luego, no podía dar ni un
paso hacia delante.
Interesante, pensó Marjorie con la capa más superficial de su mente, viendo temblar los
hombros de «Octavo día». No intentó hacerle avanzar y se esforzó por calmarle.
—Shhh —-repitió-. No pasa nada, no pasa nada.
Y entonces, cobrando consciencia del profundo y aparentemente inmotivado terror que
la invadía, sintió lo mismo que el caballo, y supo que sí pasaba algo, y que ese algo no
tenía nada de bueno.
5
La mañana de la Cacería encontró a todos los Yrarier dominados por una extraña
preocupación que no deseaban revelar y mucho menos compartir. Marjorie, que se había
pasado casi toda la noche sin dormir, se levantó bastante temprano y fue por el túnel que
llevaba a la capilla, donde asistió a misa. Después volvió a casa, encontró a Rigo en el
comedor y le confesó su nerviosismo. Rigo fingía estar tranquilo, pero se encontraba tan
alterado como cualquier jockey antes de una carrera, y le parecía tener el estómago lleno
de lagartos que correteaban burlonamente de un lado para otro. Tony deseaba estar
acompañado, como reveló al saludarles con gran entusiasmo nada más entrar en el
comedor e inclinarse sobre su madre para darle un abrazo que duró unos segundos más
de lo habitual. Stella, por su parte, se mostró desdeñosa y se negó a dar ninguna muestra
de afecto: iba a medio vestir, y estaba llena de irritadas invectivas y amenazas contra la
paz y la tranquilidad de Hierba.
—Será horrible —dijo—. El no poder montar... Me están entrando ganas de no ir. ¿Por
qué se niegan a…?
—Shh —dijo su madre—. Prometimos que no íbamos a pensar en eso, ¿verdad?
Todavía no sabemos lo suficiente. Cómete el desayuno. Tenemos que estar preparados
para cuando esa cosa venga a buscarnos. —La cosa... El vehículo, el no-caballo en cuyo
vientre se esperaba que viajarían. Todos los vehículos de Hierba parecían ser artefactos
que intentaban disfrazar su auténtica función para convertirse en otra cosa: muebles para
una sala, estatuas de un jardín o pedazos de una talla barroca. El que trajo los caballos
parecía una versión aérea de las ánforas para vino usadas en la antigüedad, y hasta tenía
representaciones estilizadas de bailarines en la parte central. Tony le dijo que necesitó
hacer un gran esfuerzo para no reírse en cuanto lo vio; y Marjorie, que había observado
su laborioso descenso con incredulidad, tuvo que darse la vuelta para ocultar su regocijo
—. Cómete el desayuno —repitió, preguntándose si necesitaba advertir a Stella de que no
debía reírse. Si lo hacía, Stella se reiría, naturalmente... Si no lo hacía, quizá no se riera.
Marjorie lanzó un suspiro, acarició el libro de oraciones que llevaba en el bolsillo y dejó el
asunto en manos de Dios.
Devoraron su desayuno con gran apetito y dejaron muy poco de lo que había parecido
una gran comida para por lo menos el doble de comensales que ellos. Marjorie se pasó la
mano por el cinturón, y le pareció que le apretaba un poco menos que antes. Estaba
comiendo mucho pero, aun así, daba la impresión de que seguía perdiendo peso.
El aerocoche estaba recubierto de adornos pero resultaba bastante digno: era un
aparato muy lujoso, diseñado para el ascenso en vertical. Una vez dentro de él, con el
Obermun bon Haunser como guía, se dejaron caer en grandes sillones acolchados y
recibieron tazones con la bebida caliente local —que era llamada café, aunque no se le
parecía en nada—, mientras que el silencioso (y, aparentemente, no-bon) conductor ponía
rumbo hacia un destino invisible. Se dirigieron hacia el noroeste, y el Obermun les fue
indicando los sitios más interesantes.
—El Risco Carmesí —dijo, señalando hacia una gran estribación rosada—. Dentro de
una o dos semanas estará tan rojo como la sangre. A su derecha están las Colinas
Azabache. Espero que se den cuenta de que esto es un auténtico privilegio... La inmensa
mayoría de nuestros visitantes no ven nada del planeta, dejando aparte Ciudad Común y
el puerto.
—Hablando de Ciudad Común... —dijo Rigo—. En los mapas aparece como una
considerable extensión de edificios que mide ochenta kilómetros de largo por unos tres o
cuatro de ancho, totalmente rodeada de bosque. Tengo entendido que vive del comercio y
la agricultura, y cuando llegamos vi carreteras y caminos, aunque en todo el resto del
planeta no hay ninguno.
—Como ya le expliqué anteriormente a su esposa, embajador, Ciudad Común se
encuentra en una zona carente de hierba. Cuando hablamos de la ciudad nos referimos a
toda la zona, todo lo que hay hasta llegar al pantano. En Hierba un pantano significa
árboles, como podrá ver si mira a su izquierda. Lo que tenemos debajo es el bosque del
puerto. Una superficie muy distinta a la del resto del planeta, ¿verdad? Que Ciudad
Común tenga carreteras y caminos carece de importancia, porque allí no hay hierba que
destruir y éstos no pueden salir de los límites marcados por el pantano. —El Obermun
bon Haunser señaló hacia la masa verde en cuyo centro se hallaba la ciudad, y sus fosas
nasales se dilataron de forma casi imperceptible en lo que, sin duda, era una expresión de
desprecio. Había hablado de los caminos como si fueran criaturas maléficas dotadas de
vida propia, algo que intentaba escapar de su prisión: serpientes enjauladas contra su
voluntad...
Stella abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla en cuanto su padre le lanzó
una mirada amenazadora.
—¿Prefieren que no puedan salir de allí? —preguntó Anthony, con un tono de voz en el
que había la dosis justa de interés y astucia—. ¿Quiénes, los caminos o los habitantes?
¿Y por qué?
El Obermun se ruborizó. Estaba claro que había hablado siguiendo un impulso que
ahora empezaba a lamentar.
—Oh, los habitantes de la ciudad no tienen ni el más mínimo deseo de abandonarla.
Me refería a los caminos, muchacho. No puedo esperar que comprendas el horror que
nos inspira cualquier posibilidad de que la hierba sufra daños, claro está... No nos importa
usarla, ¿comprendes?, pero que sufra alguna alteración permanente..., bueno, eso sería
espantoso. En Hierba no hay carreteras, dejando aparte los pequeños senderos que unen
cada hacienda con su aldea, y hasta la existencia de esos senderos nos parece un tanto
molesta.
—Entonces, ¿todos los intercambios entre las haciendas se realizan por el aire?
—Sí, todo el transporte de personas o materiales se hace por vía aérea. El dígame nos
permite intercambiar información. La información introducida en su nódulo de Colina del
Ópalo puede ser dirigida a ciertos receptores o a ciertos conjuntos de receptores, o
también puede ser enviada como correspondencia abierta a cualquier otro sitio. El dígame
une a todas las haciendas y a Ciudad Común. Pero todos los viajes, todas las entregas de
mercancías importadas o las exportaciones de nuestros productos…, todo eso se lleva a
cabo por el aire.
—¿Importaciones y exportaciones? ¿En qué consisten? —Quien lo había preguntado
era Stella, que por el momento parecía decidida a ser una buena chica.
El Obermun carraspeó.
—Bueno, importamos artículos manufacturados y algunos artículos de lujo como vinos
y telas. En cuanto a lo que exportamos... Como es lógico, la mayor parte de nuestras
exportaciones son productos obtenidos de la hierba. Hierba exporta grano y fibras teñidas.
Los que se ocupan de tales asuntos me han dicho que las hierbas de mayor tamaño son
muy utilizadas para construir muebles. Los comerciantes dicen que son tan solicitadas
como el bambú terrestre. También exportamos algunas semillas, tanto en grano como
para plantarlas en otros sitios. Según me han dicho, algunas variedades de hierba pueden
subsistir bastante bien en otros planetas. Algunas de las que sólo crecen aquí
proporcionan sustancias químicas de gran valor para la medicina. Algunas son muy
hermosas y sirven de adorno, como sin duda ya habrán observado. Todo ese comercio es
controlado por varias firmas de la Comunidad, que poseen las licencias adecuadas. Los
bons no tenemos ni el tiempo ni el deseo de vemos directamente involucrados en esos
negocios. Supongo que no deben de ser muy lucrativos, pero bastan para mantenernos y
también mantienen a la ciudad, lo cual redunda en beneficio nuestro.
Rigo, que recordaba los inmensos almacenes y el torbellino de actividad que había
visto en el puerto, no hizo ningún comentario al respecto.
—Según tengo entendido, las hierbas locales no guardan ningún parentesco genético
con las hierbas terrestres. ¿Son variedades indígenas? ¿No hay ninguna que haya sido
importada?
—No. A nivel genético no existe ningún parecido. Casi todas las variedades estaban
aquí cuando llegamos. Los Hermanos Verdes han creado unos cuantos híbridos para
conseguir ciertos colores o efectos particulares. ¿Ha oído hablar de los Hermanos
Verdes? —En realidad no era una pregunta, pues el Obermun estaba mirando por la
ventanilla del aerocoche, y tanto la tensión de su mandíbula como la línea de sus labios
expresaban una aguda incomodidad. Rigo no sabía exactamente de qué habían estado
hablando pero, fuese lo que fuese, le preocupaba—. Fueron enviados aquí hace mucho
tiempo para hacer excavaciones en las ruinas de la ciudad de los arbai, y acabaron
aficionándose a la jardinería.
Marjorie agradeció el cambio de tema.
—No sabía que hubiera ruinas de los arbai en Hierba.
—Oh, sí. Están más al norte. Los Hermanos llevan mucho tiempo haciendo
excavaciones en ellas. Me han dicho que se parecen a casi todas sus demás ciudades:
ocupan una gran extensión de terreno y los edificios eran de poca altura, por lo que
ponerlas al descubierto es una labor larga y difícil. Nunca he estado allí. —Estaba claro
que la ciudad no le interesaba en lo más mínimo.
Marjorie volvió a cambiar de tema.
—Obermun, ¿tendremos la oportunidad de conocer hoy a algún miembro de su familia?
—¿De mi familia? —preguntó él, sorprendido—. No, no. La Cacería sigue celebrándose
en la hacienda de los bon Damfels, y seguirá celebrándose allí durante todo este período.
Luego pasará a la de los bon Maukerden.
—Oh —exclamó Marjorie, y la sorpresa hizo que siguiera hablando sin pensar en lo
que decía—. Creí haberle oído decir que los bon Damfels estaban de luto.
—Por supuesto —dijo él con cierta impaciencia—, pero eso no tiene por qué interrumpir
la Cacería.
Rigo le lanzó una mirada de advertencia que Marjorie fingió no ver.
—¿Y habrá miembros de otras familias, aparte de los bon Damfels? —preguntó, con
insistente dulzura.
—Normalmente las Cacerías siempre reúnen a miembros de dos o tres casas. Hoy los
bon Damfels cazarán con los bon Laupmon y los bon Haunser.
—Pero no con su familia.
—No, mi esposa y mis hijos no estarán allí. Las mujeres y los niños sólo suelen
participar en las Cacerías de su hacienda. —Su mandíbula volvió a tensarse. Marjorie
había logrado dar con un nuevo tema del que no le gustaba hablar.
Suspiró en silencio. ¿Habría algún tema del que sí se pudiera hablar sin problemas?
—¡Vamos a posarnos dentro de un instante! -exclamó el Obermun.
—¿Cómo, ya hemos llegado a Klive?
—Oh, lady Marjorie, jamás podría llegar a Klive en este vehículo. Es demasiado
ruidoso... Pondría nerviosos a los sabuesos. No, a partir de aquí seguiremos en globo.
Los globos casi no hacen ruido. Y son bastante más lentos, lo que les permitirá verlo todo
mucho mejor.
Y entraron en la lujosa cabina de un globo impulsado por hélices: la barquilla del globo
tenía ventanas a los lados y en la parte inferior, y estaba tan cubierta de adornos que
daba la impresión de no haber sido concebida para cumplir ninguna función como medio
de transporte. El globo les llevó silenciosamente por los aires y acabó depositándoles en
una pradera de Klive, donde fueron recibidos por Stavenger, el Obermun bon Damfels, y
por Rowena, la Obermum bon Damfels: los dos iban vestidos de negro, se cubrían la cara
con velos y llevaban unas capitas púrpuras. Obviamente, estaban de luto.
Les ofrecieron vino. Rowena apenas si tomó un sorbo. Stavenger no bebió ni una gota.
Los Yrarier dijeron que hacía un tiempo soberbio. Marjorie murmuró unas cuantas
palabras de simpatía, lamentando la pérdida que habían sufrido. Stavenger no pareció oír
ni una sola sílaba de cuanto había dicho. Rowena, con los ojos rodeados por bolsas
violáceas, parecía estar muy lejos de allí, perdida en un dolor íntimo que era demasiado
profundo y distante para permitirle ningún tipo de comunicación con el mundo exterior, o
quizá fuera que no estaban acostumbrados a las condolencias verbales. Marjorie observó
la conducta de quienes la rodeaban y acabó llegando a la conclusión de que esta última
interpretación era la más correcta. Aunque los bon Damfels iban de luto, nadie parecía
darse cuenta de ello.
Los Yrarier fueron presentados a otros miembros de la familia: dos hijas y dos hijos,
cuyos nombres fueron murmurados en un tono de voz tan bajo que Marjorie no estuvo
muy segura de haberlos comprendido. Uno de los hijos la miró fijamente, como si
estuviera tomándole las medidas para hacerle un traje…, o un sudario, pensó Marjorie
con un estremecimiento. Tenía el rostro muy pálido, y el ir vestido de negro le prestaba
una apariencia fría y distante, pero aun así resultaba muy atractivo. Los bon Damfels eran
muy apuestos. Los otros jóvenes parecían estar algo aturdidos, y sólo hablaban cuando
alguien les hacía una pregunta directa, y a veces ni tan siquiera en ese caso.
Stella empezó a coquetear con ellos usando una mezcla de alegría y humildad que
siempre le había servido para hacer amistades y que jamás le había fallado…, hasta
ahora. Sólo uno de los jóvenes bon Damfels respondió a sus maniobras con unas cuantas
palabras y una débil sonrisa. Los demás parecían estar medio paralizados. Stella,
confusa, se fue quedando callada y acabó sumiéndose en un silencio algo irritado.
Sonó el tintineo metálico de una campana: todos los bon Damfels pidieron disculpas y
se marcharon, salvo Rowena. Estaban allí y, un segundo después, ya habían
desaparecido.
—Han ido a vestirse para la Cacería. Si tienen la bondad de seguirme... —les invitó la
mujer en lo que casi era un susurro—. Iremos al balcón y les veremos marchar.
Tony y Marjorie fueron con ella, lanzándose miradas interrogativas. Aquí no parecía
haber nada predecible o familiar. Los gestos y palabras de sus anfitriones no transmitían
ninguna emoción con la que pudieran sentirse identificados. Rigo y Stella les siguieron,
devorando el paisaje con sus oscuras pupilas y volviendo a escupirlo en pedacitos
cuidadosamente masticados. Aquí y allá... Bueno, qué más da. Tanto jardín, tanta
hospitalidad, tanta pena, y esa cacería que no pensáis compartir con nosotros... Marjorie
percibió la rabia que hervía en su interior y se le puso la piel de gallina. No estaban
portándose de una forma muy diplomática. La hostilidad no iba a servirles de nada.
Pero Rigo y Stella siguieron con el ceño fruncido y se dejaron llevar al balcón,
permitiendo que les ofrecieran refrescos y aperitivos. No había nada familiar, nada que
recordara a lo que habría sido ese tipo de celebración social en su planeta. Se dedicaron
a contemplar la primera superficie en silencio, bebiendo, mordisqueando los aperitivos,
intentando disimular lo hambrientos que estaban y lanzándole miradas de soslayo a
Rowena, que no parecía enterarse de nada.
Pasado un rato, la primera superficie se llenó de sirvientas con largas faldas blancas
que llevaban bandejas con vasitos en los que había un líquido humeante. Los cazadores
empezaron a aparecer. Su atuendo parecía el habitual del planeta pero, si se lo
examinaba con más atención, el ojo iba percibiendo las hinchadas curvas esteatopígicas
de aquellos pantalones acolchados que recordaban unos bombachos repletos de aire,
algo que al principio parecía risible pero que dejaba de serlo en cuanto uno se fijaba en
los rostros de quienes los llevaban. Cada cazador tomó uno de los vasos humeantes y
bebió, pero sólo un vaso, apurándolo en un par de sorbos, no más. Casi nadie hablaba, y
los pocos que lo hacían siempre eran jóvenes. Cuando oyó sonar el cuerno, y pese a lo
suave de su llamada, Marjorie casi saltó de su asiento. Los cazadores se volvieron hacia
la puerta del este, que se abrió lentamente. Los sabuesos salieron por ella, y Marjorie no
pudo contener una exclamación ahogada. Se volvió hacia Rowena, y le sorprendió ver la
expresión de odio y rabia contenidos que convulsionó su rostro. Marjorie se apresuró a
mirar hacia otro lado. Estaba claro que su anfitriona no habría querido que nadie
percibiera esa expresión.
—Dios mío —jadeó Rigo, impresionado, toda su animosidad olvidada en aquel instante
de sorpresa.
Los sabuesos eran tan grandes como caballos terrestres y tan musculosos como
leones: tenían una cabeza triangular, y sus labios se curvaban para mostrar unas placas
melladas que podían ser hueso o dientes. Herbívoros, pensó Rigo al principio. Y, sin
embargo, en la parte delantera de aquellas mandíbulas había colmillos... ¿Omnívoros?
Tenían los flancos reticulados, con una telaraña de color más claro rodeando retazos de
piel oscura. O no tenían vello o éste era muy corto. No hacían ningún ruido. Sus lenguas
dejaban caer gotas de saliva sobre el sendero mientras iban de un lado para otro, en
parejas, dividiéndose para pasar junto a los jinetes que esperaban y volviéndose a reunir
luego en parejas: finalmente, los sabuesos fueron hacia una puerta situada en el lado
oeste del patio.
—Vengan —dijo Rowena, con su voz átona de siempre—. Tenemos que bajar un poco
más para ver partir la Cacería.
La siguieron sin decir palabra por un largo pasillo y llegaron a otra balconada que daba
al jardín situado más allá de la pared..., donde les aguardaba una sorpresa tal que les
dejó boquiabiertos y les hizo sentir un miedo que inflamó todo su ser igual que una llama
surgida de la nada. Se quedaron muy quietos, agarrándose a la barandilla del balcón para
no tambalearse, sin creer en lo que veían. Hippae, se dijo Marjorie en silencio, con un
estremecimiento. ¿Por qué había imaginado que se parecerían a los caballos? ¡Qué
ingenua había sido! Y qué estúpida había sido Santidad... ¿Es que nadie había hecho ni
el más mínimo esfuerzo por…? No. Claro que no. Y, aunque lo hubieran intentado, no
habían tenido el tiempo necesario. Sus pensamientos giraron en remolinos confusos y
acabaron hundiéndose en abismos de terror que apenas si podía controlar.
Hippae, pensó Rigo, sudando, refugiándose en la ira. Otra estupidez que anotar en la
cuenta de Sender O'Neil. Aquel maldito imbécil... Y el Jerarca. Pobre tío, pobre viejo
agonizante que no tenía ni idea de cuál era la verdad. Rigo se agarró a la barandilla con
las dos manos, haciendo un esfuerzo terrible para no perder la calma. Era consciente de
la presencia de Stella a su lado: estaba inclinada hacia delante, respirando pesadamente,
temblando. Por el rabillo del ojo vio cómo Marjorie agarraba la mano de Tony y se la
apretaba suavemente.
Y los monstruos siguieron moviéndose silenciosamente bajo ellos: eran el doble de
grandes que los sabuesos, y sus largos cuellos se arqueaban formando una curva
bastante parecida a la de los caballos. Unos cuellos erizados de espinas óseas tan largas
como un brazo humano, cimitarras afiladas como cuchillos... Las más largas estaban en la
cabeza y hacia la mitad del cuello, e iban haciéndose más cortas en los hombros y la
parte inferior del cuello. Los ojos de las monturas eran orbes de llamas rojizas. Sus lomos
estaban protegidos por una armadura de callosidades relucientes.
Stavenger bon Damfels se preparó para montar, y Marjorie tuvo que esforzarse para
contener una exclamación ahogada. La montura se agazapó, extendiendo la pata
delantera izquierda. Stavenger puso el pie izquierdo sobre la pata y, al mismo tiempo, alzó
su brazo izquierdo para hacer pasar un anillo alrededor de la más baja de las espinas.
Usó su mano izquierda para izarse y saltar al mismo tiempo, subiendo la pierna derecha
para acomodarse sobre aquel inmenso lomo. Acabó instalándose justo detrás de los
monstruosos hombros de la montura, y separó las manos para revelar unas delgadas tiras
de cuero que, una vez tensadas, hicieron que el anillo quedara firmemente sujeto en la
base de aquel cuchillo óseo. Stavenger movió las manos, enrollando las tiras en sus
dedos, agarrándolas con toda su fuerza. Riendas, pensó Marjorie por un instante; y luego
pensó que no eran riendas, pues estaba claro que aquellas tiras no eran más que algo a
lo que sujetarse, un sitio donde poner las manos. No podían utilizarse para dirigir la
enorme montura, y ni tan siquiera servirían para hacerle algún tipo de señales. El jinete
que intentara poner su mano sobre la espina, afilada como una navaja, no conseguiría
más que rebanarse los dedos, e inclinarse hacia delante significaría acabar empalado.
Había que echar el cuerpo hacia atrás, tensando la espalda, arqueándose en una postura
que forzaba la columna vertebral de una forma que debía de resultar dolorosísima incluso
después de unos pocos segundos. De lo contrario..., de lo contrario el jinete acabaría
ensartado en aquellas espinas.
A lo largo de las grandes costillas del animal había una serie de hendiduras, y
Stavenger introdujo el extremo de sus puntiagudas botas en ellas, afirmándose en la
grupa para escapar al peligro que tenía delante. Su vientre quedaba a unos pocos
centímetros de aquellas navajas. Colgando del hombro llevaba un estuche que parecía un
alargado carcaj. La montura se dio la vuelta, irguiéndose, y los ojos de Stavenger se
encontraron con los de Marjorie y se deslizaron sobre su rostro con una helada
impersonalidad. Su rostro era algo más que inexpresivo: daba la impresión de haber
perdido toda su humanidad. Se había convertido en un cascarón vacío. No intentó hablar
con la montura o guiarla de alguna forma. La montura iría adonde hubiese decidido ir,
llevándole consigo. Otro hippae se aproximó a un jinete y fue montado.
Marjorie seguía manteniendo agarrada la mano de Tony. Le hizo dar la vuelta,
obligándole a situarse de cara a ella, y le lanzó una mirada de advertencia. Tony estaba
tan blanco como la leche. Stella sudaba, y en sus ojos había una excitación febril. Marjorie
tenía la impresión de haberse convertido en un bloque de hielo. Trató de controlarse e
hizo un esfuerzo por hablar. No pensaba dejarse reducir al silencio por aquellos... lo que
fueran.
—Disculpe —dijo, y habló lo bastante alto como para abrirse paso a través del silencio
que les dominaba y conseguir que Rowena saliera de su absorta fascinación—, pero esas
monturas suyas…, ¿tienen cascos? Desde aquí no puedo verlo.
—Tres —murmuró Rowena, en un tono de voz tan bajo que apenas pudieron oírla. Y
luego, alzando la voz, dijo—: Sí. Tres. Tres pezuñas muy afiladas en cada pata. Aunque
en realidad quizá resulte más adecuado decir que tienen tres dedos, con una pezuña
triangular en cada uno. Y dos pulgares rudimentarios en la pata, algo más arriba.
—¿Y los sabuesos?
—Ellos también tienen pezuñas, pero no son tan duras. Son una especie de
almohadillas, y les permiten moverse con mucha seguridad.
Casi todos los cazadores habían montado.
—Vengan —volvió a decir Rowena, con esa misma voz carente de emoción que había
usado durante todo el rato—. El transporte estará esperándoles. —Les precedió dando la
impresión de moverse sobre ruedas, con su holgada falda flotando sobre las brillantes
superficies del suelo igual que si fuera un globo inconsolable, hinchado de pena y a punto
de reventar. No les miró, y no pronunció sus nombres ni una sola vez. Era como si en
realidad no les hubiera visto y como si tampoco ahora pudiese verles. Sus ojos estaban
clavados en alguna visión interior de un horror tan íntimo y tan vívidamente imaginado que
Marjorie casi podía verlo en sus ojos. Cuando llegaron al vehículo, Rowena giró sobre sí
misma y se alejó flotando por donde habían venido.
Erie bon Haunser estaba esperándoles junto al vehículo.
—Mi hermano se ha unido a la Cacería —les explicó—. Como yo ya no monto, me he
ofrecido para acompañarles. Quizá tengan preguntas a las que pueda responder. —Sus
piernas artificiales hacían que se moviera con cierta torpeza. Fue hacia la puerta del
coche globo y se detuvo ante ella, haciéndole una seña con la cabeza a Marjorie para que
entrase la primera.
Despegaron sin hacer ningún ruido y avanzaron hasta quedar flotando silenciosamente
sobre la Cacería, impulsados por las hélices y viendo cómo los kilómetros fluían bajo los
cascos de las monturas, kilómetros que iban haciéndose cada vez más largos y tortuosos
bajo las patas de los sabuesos, capaces de moverse con una agilidad superior. Desde el
aire los animales no eran más que manchones superpuestos a la textura de la hierba,
manchones que palpitaban haciéndose más largos y más cortos cuando las patas se
extendían o se contraían para dar el próximo salto, y la única forma de distinguir las
monturas de los sabuesos era la presencia de los jinetes, que habían quedado reducidos
a meras excrecencias, verrugas colocadas sobre el latir de las filas. Los cazadores
entraron en un bosquecillo y dejaron de ser visibles desde el aire. Salieron de él pasado
un rato y se metieron en otro bosquecillo. A esas alturas los Yrarier ya habían olvidado
qué estaban observando: era como si contemplasen hormigas, o peces en un arroyo, o el
fluir del agua y el agitarse del viento. El movimiento de las bestias no tenía nada de
individual. Sólo los puntitos rojos indicaban que había seres humanos participando en
todo aquello. Si no fuera por esos puntos rojos, podría creerse que los animales estaban
solos. De vez en cuando la hierba se agitaba por delante de las monturas, pero los
observadores no podían ver cuál era la presa que estaba siendo perseguida por la
Cacería.
Marjorie intentó calcular la velocidad a la que corrían los animales. Le pareció que un
caballo cubriría esa misma distancia más deprisa, aunque los caballos quizá no hubieran
podido abrirse paso por entre tallos de hierba tan gruesos y altos como aquellos por entre
los que avanzaban los animales de abajo. Pasó unos cuantos minutos discutiendo
consigo misma sobre si los caballos podrían dejar atrás a los hippae, y acabó llegando a
la conclusión de que podrían conseguirlo en terreno llano, pero no cuesta arriba…, y un
instante después se preguntó por qué estaba pensando en los caballos.
Acabaron llegando a otro bosquecillo y quedaron suspendidos sobre él. Las ramas
temblaban. El zorro reptó por el techo de hojas del bosquecillo hasta llegar a una
plataforma de ramas, gritándole su desafío al cielo. Pudieron oírlo claramente por encima
del suave zumbido de las hélices. Lo único que vieron fue un estallido de lo que podían
ser escamas, vello o colmillos, garras, un loco debatir entre las hojas, algo que producía
una impresión de ferocidad y de hallarse ante un ser inmenso que jamás dejaría de
luchar.
—Un zorro —murmuró Anthony, con la voz a punto de quebrarse—. Un zorro... Esa
cosa es tan grande como media docena de tigres. —La mano de su madre le hizo callar,
aunque su mente siguió dándole vueltas a lo que había visto. Es todo huesos, y donde no
hay huesos hay dientes. Dios mío. Un zorro. Padre misericordioso, ¿esperan que persiga
a esa cosa? No lo haré. ¡No me importa lo que esperen de mí, no pienso hacerlo!
Cabalgar, pensaba Stella. Podría hacerlo. Como ellos. Un caballo no es nada
comparado con eso. Nada... Me pregunto si me dejarían...
Cabalgar, pensaba Marjorie, dominada por la repugnancia. Eso no es montar. ¿Qué
están haciendo? Una parte de su ser se agitó presa del horror y del asco; no sabía qué
estaban haciendo, pero eso no era cabalgar, no era nada relacionado con la equitación.
¿Y si quieren que participemos en su Cacería? Al menos uno de nosotros... Supongo que
habrá profesores. ¿Tendremos que hacer todo eso para conseguir que nos respeten?
Cabalgar, pensaba Rigo. ¡Montar una criatura semejante! Si no lo hago creerán que no
soy lo bastante hombre, y su egoísmo tribal intentará mantenerme a distancia. ¿Cómo?
Estamos siendo tratados igual que si fuéramos turistas, no residentes en el planeta. ¡No
pienso consentirlo! Maldita seas, Santidad. Maldito seas, tío Carlos. Maldito seas, Sender
O'Neil. Maldito seas, maldito seas...
—Toda Hierba está loca por los caballos —le había dicho Sender O'Neil—. Están locos
por los caballos, y preservan celosamente las diferencias de clase. El Jerarca, su tío, fue
quien sugirió el nombre de usted para la misión. Usted y su familia son los mejores
candidatos de que disponemos.
—¿Los mejores candidatos de que disponen para qué? —preguntó Rigo—. ¿Y por qué
diablos debería importarnos? —Que O'Neil invocara el nombre del viejo tío Carlos no
estaba consiguiendo que se mostrara más cortés, aunque sí le había hecho sentir una
cierta curiosidad.
—Es el candidato que tiene más posibilidades de ser aceptado por los aristócratas de
Hierba. En cuanto al porqué... —Volvió a humedecerse los labios, esta vez con cierto
nerviosismo. Había estado a punto de pronunciar unas palabras que jamás se decían en
voz alta, al menos no por nadie que viviera en Santidad. En lo que a Santidad se refería,
esas palabras no podían ser pronunciadas—. La plaga... —murmuró.
Roderigo guardó silencio. Bueno, por lo menos el acólito ya le había preparado para
aquello... Estaba irritado, pero no sorprendido.
Sender había agitado la cabeza y extendido las manos con las palmas vueltas hacia él,
como si intentara contener la oleada de ira que sentía brotar del cuerpo de Rigo.
—De acuerdo. Santidad no admite que la plaga exista, pero tenemos razones para
guardar silencio. Hasta su tío el Jerarca estuvo de acuerdo en ello. En cuanto admitamos
su existencia y empecemos a hablar de ella, todas las sociedades construidas por la
humanidad se harán pedazos.
—¡No pueden estar seguros de eso!
—Es lo que dicen las máquinas. Todas las simulaciones de ordenador que hemos
llevado a cabo lo afirman, porque no hay esperanza. No hay ninguna cura, ni ninguna
posibilidad de encontrarla. No podemos evitar el contagio. Tenemos el virus, sí, pero no
hemos logrado hacer que nuestros sistemas inmunológicos fabriquen anticuerpos contra
él. Ni tan siquiera sabemos de dónde ha salido. No tenemos ni un solo dato sobre él. Las
máquinas nos han advertido que si hablamos…, bueno, sería el fin de todo.
—¿El fin de Santidad? ¿Y por qué iba a importarme eso?
—¡No estoy hablando de Santidad! Hablo del fin de la civilización, el fin de la
humanidad... ¡El índice de mortalidad es del cien por cien! Su familia morirá. Y la mía.
Todos moriremos. No es sólo Santidad. Es el fin de la raza humana. ¡Es algo que le
concierne tanto como a mí!
—¿Y qué le hace pensar que la respuesta está en Hierba? —preguntó Rigo,
sorprendido por la repentina vehemencia de su interlocutor.
—Algo que... Puede que sólo sean rumores, cuentos de hadas. Quizá nos estemos
engañando a nosotros mismos, no lo sé. Quizá sea algo parecido a las ciudades de oro
de las fábulas, el unicornio o la piedra filosofal...
—Pero quizá...
—Quizá sea algo real. Según nuestro templo de Semling, Hierba no ha tenido ni un
solo caso de plaga.
—¡Y la Tierra tampoco!
—¡Oh, Dios, si eso fuera cierto…! No permitimos que nadie les vea. Pero yo sí les he
visto. —Volvió a pasarse la mano por la cara, sus ojos se llenaron de lágrimas, y apretó la
mandíbula como si tratara de contener un torrente de bilis que amenazaba con inundar su
garganta—. Les he visto. Hombres, animales... Está por todas partes. Se los enseñaré, si
quiere.
Roderigo ya había visto víctimas de la plaga. No sabía que hubiera llegado a la Tierra o
que también afectara a los animales, pero ya había visto casos de la enfermedad.
Rechazó la oferta con un gesto de la mano, pensando en lo que el otro le había dicho.
—Pero en Hierba no hay ningún caso, ¿Eh? Quizá se limiten a esconderlos, igual que
hacen aquí.
—Nuestra gente no cree que puedan estar ocultándolos. Los habitantes de Hierba no
parecen tener ningún tipo de estructura capaz de conseguirlo. Es un planeta muy
extraño... Pero, si allí no hay casos de la plaga...
—Está diciéndome que Hierba es el único sitio donde no ha habido casos de plaga...
¿Y dice que la enfermedad se ha extendido por todos los demás planetas?
Sender, pálido y sudoroso, asintió.
—Tenemos por lo menos un templo en casi todos los mundos habitados —murmuró—.
En los pocos sitios donde no hay templo hay una misión. Hemos asumido la
responsabilidad de ocultar lo que ocurre, sí, y por eso sabemos hasta dónde ha llegado la
plaga. Está por todas partes.
Rigo sintió una oleada de furia que encendió su rostro.
—Bueno, entonces, ¿cómo es que no han mandado científicos e investigadores a
Hierba, en nombre del cielo? ¿Por qué acudir a mí?
—Los aristócratas que gobiernan Hierba se niegan a dar el permiso necesario para que
los científicos y los investigadores visiten el planeta. Oh, sí, podríamos enviar gente al
puerto y a la ciudad que lo rodea. La llaman Ciudad Común y está abierta a los visitantes.
Pero la inmigración no existe. Conseguirían un permiso de visita válido hasta la llegada de
la próxima nave que fuera en la dirección adecuada. Ya lo hemos hecho unas cuantas
veces. Nuestra gente no ha logrado averiguar nada. Al menos, no en el puerto... ¿Y cree
que pueden visitar algún otro punto de Hierba? No, nada de eso. Santidad carece de
poder en Hierba.
Rigo le miró fijamente, sin tomarse la molestia de disimular su incredulidad.
—¿Está diciéndome que no tienen ninguna misión en Hierba?
—El único contacto que Santidad tiene con Hierba se realiza a través del campamento
de penitentes que hace excavaciones en las ruinas de los arbai. Algunos de nuestros
acólitos se resisten, y mandarles de vuelta a casa para que hablen con otros chicos y les
enseñen cómo escapar al servicio sería muy peligroso, por lo que les enviamos a Hierba.
Cuando los colonos llegaron al planeta, nuestro campamento ya estaba allí. Los
Hermanos Verdes…, les llaman así por el color de las túnicas que visten. Debe de haber
casi un millar de ellos, pero apenas si tienen ningún contacto con los aristócratas. Hace
cien años, el Jerarca les ordenó que buscaran alguna manera de establecer contacto con
los nativos de Hierba, algún interés común…, pero no han logrado encontrar ninguno.
—Así que utilizan a sus penitentes como si fueran unos malditos misioneros —gruñó
Rigo, irritado.
O'Neil se secó la frente.
—Oh, no voy a negarle que eso es lo que pretende el encargado de la Doctrina
Aceptable. Le encantaría... Se llama Jhamlees Zoe, y el que no intentemos convertir al
planeta, aunque sea usando la fuerza, hace que se ponga tan furioso como un toro al que
le enseñan un trapo rojo. El Jerarca se pasa la vida diciéndole que se tranquilice o que se
vuelva a su casa, y sólo consigue que se enfurezca todavía más. —O'Neil volvió a
pasarse la mano por la frente, limpiándose las gotitas de sudor que la hacían relucir.
—Me ha dicho que intentaron establecer lazos con los aristócratas. ¿Qué hicieron?
—Dedicarse a la jardinería. —O'Neil dejó escapar una seca carcajada—. ¡La jardinería!
Se han convertido en unos auténticos especialistas. Oh, sí, han acabado haciéndose
famosos. Son tan conocidos que ni tan siquiera Jhamlees se ha atrevido a ponerle fin a
esa actividad. Pero siguen sin tener un contacto cotidiano con el resto del planeta, y no
han logrado averiguar nada. ¡Y los malditos aristócratas nos niegan el permiso para entrar
en Hierba!
—¿Y no les han dicho que…?
—Hierba no ha sido afectada por la plaga. Hemos intentado describirles lo que está
pasando, pero parece que no les importa. Los primeros colonos eran un grupo de
separatistas, y lo único que les preocupaba era conservar los privilegios de su rango.
Nobles de segunda categoría... O quizá fueran meros aspirantes a la nobleza. Casi todos
eran europeos y estaban ridiculamente orgullosos de su linaje. Unos tipos llenos de
pretensiones... Ésa es la razón de que siempre nos hayan negado el permiso para
establecer un templo o una misión. Diez generaciones de vivir en Hierba han hecho que
se volvieran aún más aislacionistas, más... extraños. ¡Es como si tuvieran muros de hierro
dentro de la cabeza! Se niegan a ser estudiados. Se niegan a permitir toda clase de
predicación. ¡Se niegan a ser visitados! Salvo, quizá, por alguien como usted...
—Santidad tiene una flota. —Rigo habló con el tono de quien enuncia una verdad
evidente. No lo aprobaba, pero era cierto. Los gobiernos planetarios vivían en un
aislamiento provinciano, y no les importaba. En cuanto la primera explosión colonizadora
fue debilitándose, Santidad hizo cuanto pudo para ponerle punto final a la exploración del
espacio. La fe no quería que los hombres se dispersaran hasta un punto tal que impidiera
la evangelización y el que se les controlara. Los descubrimientos desaparecieron, junto
con el arte, la ciencia y los inventos. Aunque su tecnología militar tenía siglos de
antigüedad, Santidad poseía la única fuerza interestelar existente.
Sender O'Neil dejó escapar un profundo suspiro.
—Sí, ya hemos pensado en ello. Si desembarcáramos tropas, no podríamos mantener
el asunto en secreto mucho tiempo. Sería terrible... Y, además, ni tan siquiera podemos
pensar en esa posibilidad hasta no estar seguros de que hay algo que la justifique, ¿no?
Por favor... ¡Piense lo que quiera de nosotros, pero no nos considere tan estúpidos!
Hemos estudiado todos los factores mediante simulaciones por ordenador. Nuestros
mejores técnicos han estudiado la situación una y otra vez. ¡Revelar la existencia de la
plaga y el uso de la fuerza serían igualmente desastrosos! ¿Ha oído hablar de los
Mohosos?
—Son una especie de secta que predica el fin del mundo, ¿no?
—Más bien el fin del universo... Pero sí, desean fervientemente ver llegar el fin del
mundo, el fin del mundo humano. Se hacen llamar los Mártires de los Últimos Días. Creen
que ha llegado el momento de ponerle fin a toda la existencia humana. Creen en otra vida
que sólo empezará cuando ésta haya terminado…, para todos. Hace poco descubrimos
que los Mohosos están «ayudando» a la plaga.
—¡Dios mío!
—Sí. ¡Tanto da cuál sea su Dios!
—¿Cómo?
—Llevan objetos infectados de un sitio a otro. Son como los antiguos anarquistas: lo
destruyen todo para permitir el advenimiento de algo mejor.
—¿Y qué tiene que ver eso con…
—Santidad está muy ocupada intentando detectar a los Mohosos y acabar con ellos.
Parecen estar por todas partes, salen de la nada... Si supieran que…, si supieran que hay
una posibilidad de que Hierba...
—¿Irían allí?
—Destrozarían nuestra última esperanza de encontrar una cura, por pequeña que ésta
sea. No, hagamos lo que hagamos, debemos obrar con discreción, disimuladamente, sin
que nadie lo sepa. Según los ordenadores, tenemos de cinco a siete años para actuar.
Cuando termine el plazo, la plaga se habrá extendido de tal forma que... Bueno. Los
aristócratas han dicho que aceptarán a un embajador.
—Comprendo. —Y lo comprendía. Los nativos de Hierba querían ganar tiempo, el
tiempo suficiente para que Santidad abandonara la idea de usar la fuerza, pero no querían
que eso pudiera hacer que acabaran metiéndose en líos—. Ha dicho que montan a
caballo, ¿no? —le preguntó a O'Neil, intentando olvidar las imágenes de muerte y
desolación que se habían ido infiltrando en su mente—. Así que montan... ¿Se llevaron
consigo caballos, sabuesos y zorros cuando partieron hacia Hierba?
—No. Encontraron unas cuantas variaciones indígenas del tema. —O'Neil se
humedeció una vez más los labios. La frase le gustaba tanto que la repitió—. Unas
cuantas variaciones indígenas...
Las ruinas de los arbai que hay en Hierba, como casi todas las ruinas de los arbai, son
un enigma, fueron abandonadas recientemente —en términos de tiempo arqueológico—,
y expresan un misterio que el hombre puede captar sin comprenderlo. Las ciudades de
los arbai que se encuentran en otros sitios están habitadas por el viento, el polvo y unos
cuantos huesos de su raza. En esas ciudades se han hallado tan pocos restos suyos, que
el hombre se ha preguntado cómo es posible que las ciudades sean tan grandes si la
población era tan escasa. Son grandes en términos de extensión y perímetro, aunque no
en términos de masa o altura. Se desperdigan cubriendo el terreno. Sus calles se curvan
y vuelven a curvarse sobre sí mismas; las fachadas cubiertas de tallas se arquean
suavemente como si quisieran seguir esas curvas. Jamás se han encontrado vehículos en
ninguna de las ciudades. Aquella raza atendía sus misteriosos asuntos cotidianos, fueran
los que fuesen, andando o corriendo.
Cada ciudad tiene una biblioteca. Cada una posee una misteriosa estructura en la
plaza central que, según la teoría a la que uno haga caso, es una escultura o una imagen
religiosa. Junto a la ciudad hay mecanismos enigmáticos que se cree eran crematorios o
eliminadores de basuras. Algunos estudiosos han sugerido que podrían ser medios de
transporte, ya que jamás se ha encontrado ningún tipo de nave. Otros creen que pueden
ser las tres cosas a la vez. Si son hornos, los cuerpos de los habitantes de las ciudades
quizá fueran quemados en ellos, lo cual explicaría el que se hayan encontrado tan pocos
restos, aunque también es posible que los habitantes se marcharan a otros lugares. Los
que efectúan las excavaciones y los teóricos no consiguen ponerse de acuerdo, aunque
llevan generaciones enteras discutiendo eruditamente entre ellos.
En las ciudades más representativas sólo se han encontrado unos cuantos esqueletos
enteros, siempre detrás de puertas cerradas y, como máximo, en parejas, como si
después del éxodo general hubieran quedado tan pocos arbai que no pudieron celebrar
los ritos funerarios. Pero en Hierba la situación es distinta.
En Hierba hay centenares de esqueletos: están por las calles, en las casas, en la
biblioteca, en la plaza... No importa donde caven, los Hermanos Verdes siempre
encuentran restos momificados.
La mayor parte de las excavaciones realizadas a lo largo de los años corrieron a cargo
de jóvenes robustos que no sentían mucho interés por lo que iban encontrando. Pero,
inevitablemente, algunos de ellos acabaron dejándose fascinar por aquellos viejos muros,
artefactos y cadáveres. Algunos han consagrado su vida a este trabajo, aplicando toda su
inteligencia a esos enigmas. A veces incluso ha habido dos o tres de esos fanáticos en un
momento dado.
Pero, ahora, sólo hay un hombre que concentre toda su inteligencia en los arbai. Él,
como otros que le precedieron, ha aprendido a ocultar su pasión de aquellos que ocupan
posiciones de autoridad. El hermano Mainoa, que en tiempos fue acólito de Santidad,
joven y desgraciado, lleva mucho tiempo exiliado y ha envejecido hasta llegar a la edad
de las mejillas chupadas, los rizos canosos y la piel arrugada de un anciano, aunque no
haya alcanzado ninguno de los honores que algunos encuentran cuando llegan a ese
estado. El hermano Mainoa, como sus predecesores, es un aficionado que ama su
trabajo, y ha descubierto entre esas viejas piedras el hogar que su corazón siempre había
estado buscando. Ha acabado pensando que estas calles parecidas a trincheras son
suyas, que éstas son sus casas y plazas, sus tiendas y bibliotecas, aunque en ninguna de
ellas haya nada que pueda utilizar o que se crea capaz de acabar comprendiendo.
Mainoa ha encontrado casi la mitad de los cadáveres con sus propias manos, y les ha
dado nombre a todos. Pasa la mayor parte de su existencia entre ellos. Se han convertido
en sus amigos, aunque no son sus únicos amigos.
Cuando anochecía, el hermano Mainoa solía dejar la zona de excavaciones para ir a
un bosquecillo cercano donde podía sentarse sobre una raíz y fumar una pipa, apoyado
en el tronco de un árbol mientras hablaba con el aire. Aquella noche se dejó caer en su
raíz de costumbre con un suspiro, lo que no era nada raro. De noche solían dolerle los
huesos, y a veces también le dolían por la mañana. Dormir sin calefacción encima de un
saco lleno de hierba no era demasiado bueno para sus huesos, aunque le dolían menos
desde que arregló el techo. Tragó una honda bocanada de humo aromático, la dejó
escapar lentamente y habló, como si estuviera conversando consigo mismo.
—En cuanto a la hierba púrpura, no la Capa de los Reyes, sino la que es de un púrpura
más claro y tiene esa mancha azul, ésa va bien con la hierba rosa. La mezcla proteínica
es del dos por uno, muy completa y nutritiva. El sabor no es nada digno de proclamarse
en las plegarias cotidianas, pero ya irá mejorando.
Y en la copa del árbol, muy por encima de la cabeza del anciano, algo muy grande
emitió un sonido de interés parecido a una especie de ronroneo.
—Bueno, naturalmente, siempre podemos acudir a la vieja hierba amarilla... Cuando
salí de la Abadía para venir a la excavación, el reverendo hermano Laeroa me dijo que la
había mejorado. No sé si creerle o no; es casi imposible de mejorar. La hierba amarilla es
prácticamente perfecta, pero hay muy poca. Quiere el tallo anaranjado allí donde da el sol,
y algo más pequeño, como la verdosilla o la media azul, en el lado de la sombra, y sólo
los ángeles saben por qué, pero así son las cosas. Laeroa dice que siente tentaciones de
plantarla en hileras y ver qué tal le va, pero creo que el resultado final sería demasiado
chillón...
Otra vez el ronroneo, ahora con una nota interrogativa.
—Pues claro que nos vigilan —suspiró el hermano Mainoa—. Escucha lo que dicen los
hermanos más jóvenes, los que se arrastran por las nubes, esos que siempre andan
dando vueltas por la telaraña de las torres... Escúchales y se lo oirás decir. Ven ojos entre
la hierba, ojos que observan la Abadía. Pues claro que nos vigilan... Por eso resulta tan
difícil encontrar las respuestas.
Silencio. El hermano Mainoa se atrevió a alzar los ojos pero no vio nada, sólo retazos
de cielo perdidos en el entramado de ramas y hojas, y una estrella asomando en el cénit,
como una lentejuela caída de la túnica de un ángel descuidado. Un poquito a su izquierda,
tan arriba que captaban los últimos rayos del sol con un destello sedoso, podía ver unas
cuantas hebras de la red situada entre las torres de la Abadía, por encima del horizonte.
—¿Qué, hermano, otra vez hablando solo? —dijo una voz reprobadora. El hermano
Mainoa se sobresaltó. La figura que había bajo el árbol de al lado estaba medio oculta por
las sombras. La voz pertenecía al reverendo hermano Noazee Fuasoi, jefe del
departamento de Seguridad y Doctrina Aceptable de la Abadía, y, ¿qué demonios podía
estar haciendo aquí, en la zona de excavaciones?
—Oh, no decía nada, reverendo hermano —murmuró Mainoa, poniéndose
respetuosamente en pie y preguntándose si le habría seguido y, de ser así, cuánto tiempo
llevaba debajo del árbol—. Pensaba en las excavaciones, intentaba comprender...
—Pues a mí me pareció que estaba hablando de jardinería, hermano.
—Bueno, sí... También hablaba de eso. Estaba ensayando ciertas combinaciones y
pensaba en los efectos que producirían.
—Ésa es una mala costumbre, hermano Mainoa. Altera el silencio y la compostura de
la orden. Probablemente el aferrarse a esas malas costumbres es la razón de que siga
teniendo usted que trabajar en las excavaciones, en vez de cumplir con las tareas más
dignas a que le da derecho su avanzada edad... Si se portara bien ya llevaría mucho
tiempo en la Abadía, sentado detrás de un escritorio.
—Sí, reverendo hermano —dijo obedientemente el hermano Mainoa, mientras pensaba
algo nada obediente sobre aquellos que trabajaban en los escritorios de la Abadía—.
Intentaré librarme de esa mala costumbre.
—Inténtelo. No quiero verme obligado a comentar su caso con el reverendísimo
hermano Jhamlees Zoe. El reverendísimo hermano Jhamlees se toma muy en serio la
Doctrina.
Sí, eso era cierto. Jhamlees Zoe llevaba muy poco tiempo en Hierba, y aún no se había
calmado. Seguía intentando hallar algo que convertir. Mainoa suspiró.
—Sí, reverendo hermano.
—He venido a decirle que se le ha asignado una misión de acompañamiento. Santidad
nos manda un acólito recalcitrante. El hermano Shoethai y yo hemos traído un vehículo de
la Abadía para que vaya a recogerle mañana por la mañana.
El hermano Mainoa hizo una reverencia y no despegó los labios.
El reverendo hermano Fuasoi eructó y se frotó el estómago con expresión pensativa.
—Le faltaba menos de un año para terminar el servicio y se volvió loco. Perdió la
compostura y tuvo un ataque de nervios en pleno refectorio, según me han dicho. Ha
viajado bajo su nombre de nacimiento, Rillibee Chime. Vaya pensando en un nombre de
Fraile Verde para él.
—Sí, reverendo hermano.
—La nave llegará bastante temprano, por lo que debe estar preparado a primera hora.
Y deje de hablar a solas. —El hermano Fuasoi volvió a frotarse el estómago antes de
marcharse.
El hermano Mainoa le dedicó una humilde reverencia a la cada vez más lejana espalda
de Fuasoi, esperando que su estómago le matara pronto. Gilipollas, pensó. Todos los
hombres de la Doctrina Aceptable eran unos gilipollas. Igual que el reverendo hermano
Jhamlees Zoe, el evangelizador loco, atrapado en Hierba sin nadie a quien convertir y
perdiendo lentamente la cabeza a causa de ello... Debían de tener la cabeza llena de
mierda. De lo contrario ya se habrían enterado de lo que estaba pasando en Hierba.
Cualquier persona con algo de sentido común...
Volvió a oír el ronroneo, esta vez con una nota de suave diversión.
—Acabarás metiéndome en un buen lío y, ¿con quién ronronearás cuando lo hayas
conseguido? —murmuró el hermano Mainoa.
Los doscientos cincuenta kilómetros cuadrados que los aristócratas llamaban Ciudad
Común estaban divididos en dos partes por un sinuoso promontorio de piedra que llevaba
el nombre de Gom y que a veces, en broma, era llamado la Única Montaña de Hierba. La
montaña se extendía hacia el este y el oeste formando un muro ininterrumpido, un risco
totalmente liso que acababa perdiéndose en las profundidades del bosque pantanoso,
formando una barrera impenetrable entre lo permanente y lo transitorio. Los artesanos,
granjeros, comerciantes y sus familias vivían y trabajaban al norte de la barrera en una
zona a la que llamaban la Comunidad, con la ciudad como centro. La zona situada al sur
del muro albergaba el puerto y todas sus instalaciones, aunque en su mayor parte estaba
ocupada por pastizales.
Las instalaciones incluían, al este del puerto, un distrito de almacenes para guardar las
mercancías que serían cargadas en las naves, graneros para alimentar al ganado de la
Comunidad durante el invierno, varios comercios y locales de diversión propiedad de
ciudadanos locales, el Hotel del Puerto y el hospital. Esta área, que incluía al puerto en sí,
recibía el nombre de Distrito Comercial.
Al oeste del puerto había una zona de edificios que habían conocido mejores épocas:
el Camino del Puerto pasaba por el centro de aquella zona donde los sensis no cerraban
nunca y los visitantes siempre tenían que pasar por encima de cuerpos tumbados en el
suelo sin preocuparse mucho por ellos. La mayor parte de los cuerpos seguían vivos;
había unos cuantos gravemente heridos, y algunos aún estaban muy ocupados. Aquel
amontonamiento de edificios emitía una indefinible pestilencia en la que se mezclaban los
olores de las drogas, la suciedad y varias exudaciones biológicas. Aquella zona de tan
mala reputación era conocida por el nombre del camino que la atravesaba.
Además del Distrito Comercial y Camino del Puerto, la parte sur contenía unos cien
kilómetros cuadrados de praderas y pastos que iban bajando de nivel por el sur, el este y
el oeste, alejándose de la meseta del puerto hasta confundirse con el bosque pantanoso.
Uniendo las zonas del puerto y la Comunidad a través de una hendidura abierta en la
muralla de Gom estaba el Camino de la Montaña de Hierba, una avenida de mucho tráfico
que seguía la vertiente este del promontorio hasta dejar atrás el puesto de orden y las
grandes puertas que se cerraban de vez en cuando para impedir el paso. Algunas
tripulaciones de cargueros salían de los establecimientos de Camino del Puerto a última
hora de la noche con ganas de buscar el extraordinario placer que se obtiene alterando el
descanso de la gente corriente, y en tales casos las puertas quedaban cerradas, pero
normalmente el tráfico podía desplazarse por el Camino de la Montaña de Hierba yendo
del puerto a la Comunidad y viceversa sin ningún tipo de impedimentos.
El puerto tenía una actividad muy superior a la que podía proporcionarle la población
del planeta. Hierba se hallaba situada en una encrucijada topológica, un destino accesible
en el cuasiespacio que coincidía con un planeta en el espacio real, y eso solo ya bastaba
para hacerlo valioso. Los aristócratas, encerrados en sus haciendas y preocupados por
otros asuntos, jamás habían pensado en lo ventajosa que era la posición de Hierba. Les
habría asombrado enterarse de que la riqueza de Hierba no estaba concentrada en sus
haciendas, como seguían creyendo, sino que, de hecho, estaba guardada en bancos de
otros planetas y pertenecía a una parte de la población de la ciudad. Los bons casi nunca
visitaban Ciudad Común y, cuando lo hacían, se limitaban a los despachos de los
comerciantes. Los residentes de la Comunidad que iban a las haciendas mantenían la
boca cerrada y nunca hablaban de los negocios. Lo que los bons consideraban como una
verdad eterna, su propia superioridad social y económica, no era más que una creencia
que había sido rechazada hacía ya mucho por la Comunidad, la cual prefería adoptar un
punto de vista más pragmático. Los aristócratas apenas si eran conscientes de ello, pero
el Distrito Comercial se había convertido en un gran nudo de comunicaciones que ofrecía
alojamiento temporal a un número de viajeros más que considerable.
Mientras esperaban su nave, los transeúntes que se alojaban en el Hotel del Puerto
solían recorrer la Comunidad buscando el color local. Los vendedores de telas hechas
con hierba o cuadros y cestas hábilmente tejidas con varias clases de hierbas multicolores
que representaban pájaros fantásticos o peces hacían muy buenos negocios. El
transeúnte jamás estaría más cerca de percibir la realidad de Hierba que cuando
comprara una de esas baratijas. Los aristócratas habían prohibido las excursiones en
aerocoche por las praderas. Hubo una época en que el Hotel del Puerto ofrecía
excursiones al bosque pantanoso, pero en una ocasión toda una barcaza llena de
personas influyentes desapareció en sus aguas cenagosas, y después de eso ya no hubo
más excursiones. No había nada que ver salvo la misma Comunidad, lo cual quería decir
un continuo flujo de tráfico a lo largo del camino. Sus habitantes no se sorprendían de ver
caras nuevas.
Por eso, cuando Ducky Johns se presentó una mañana a primera hora en el Puesto de
Orden acompañado por una hermosa joven, el oficial de servicio no se extrañó demasiado
y se limitó a pensar que una visitante de otro planeta se había escapado del Hotel del
Puerto para acabar en mala compañía. Ducky Johns no era tan mala, desde luego: ella y
Santa Teresa dirigían los dos sensis de mayor tamaño de Camino del Puerto, y solían
visitar la Comunidad acompañadas por sus cocineros y doncellas. Ducky casi siempre
encabezaba la lista de contribuyentes a cualquier causa caritativa, si es que Santa Teresa
no había conseguido colocar su nombre antes. Las máquinas de Ducky estaban bien
atendidas: casi nunca le hacían daño a nadie, y en caso de hacérselo el daño solía ser
superficial, y ninguna de sus chicas, chicos o lo-que-fuesen, genéticamente alterados,
había intentado matar jamás a un cliente.
—¿Qué pasa, Ducky? —preguntó el oficial, que se llamaba James Jellico. Era un
hombre moreno y corpulento de mediana edad, cubierto por una engañosa capa de carne
fofa que le había ganado su apodo—. Venga, cuéntale al viejo Gelatina qué tienes ahí.
—Que me cuelguen si lo sé —replicó Ducky, haciendo un gesto de impotencia con los
hombros y consiguiendo que los pliegues de tela de la tienda que usaba como vestido
temblaran en respuesta al agitarse de la montaña de carne que había debajo—. La
encontré en mi porche trasero, debajo de la ropa tendida. —Su voz aflautada convirtió sus
palabras en un agudo lamento quejumbroso. Arqueó sus cejas cubiertas de lentejuelas, y
las pestañas de sus párpados tatuados casi rozaron sus mejillas.
—Tendrías que haberla devuelto al hotel —dijo Gelatina, lanzándole un vistazo
malhumorado a la chica y recibiendo a cambio una mirada llena de inocencia.
—Lo intenté —dijo Ducky, suspirando, frunciendo unos labios tan gordezuelos como los
de un bebé y agitando una mano igualmente regordeta cuya muñeca estaba rodeada por
joyas aprisionadas entre rollitos de grasa—. No soy tonta, Gelatina, pensé lo mismo que
tú. Seguro que acaba de salir de una nave de pasajeros, pensé, y seguro que está
esperando subir a otra. Se alejó del Distrito Comercial y se ha perdido, igual que has
pensado tú. Le pregunté cuál era su nombre, pero al parecer no sabe hablar.
—¿Crees que tiene problemas mentales? ¿Drogada?
—No hay señales de ello.
—Quizá sea una de esas…, ¿cómo las llamáis? Esas cosas despersonalizadas que
venden en Vicioso.
—Ya lo he comprobado. No lo es. La han usado un poco, pero no la han sometido al
tipo de manipulaciones típicas de allí.
—¿Y qué dice el hotel?
—El hotel hizo sonar sus tecladitos, empezó a hacer guiños con sus pantallitas, y me
dijo que me la llevara de allí. Dicen que no es suya. No trabajan con ese tipo de cosas y,
aun suponiendo que las utilizaran, dicen que no les faltaba ninguna.
—Bueno, que me cuelguen.
—Sí. Exactamente lo que yo dije. Supongo que no puede ser de la Comunidad, ¿no?
—Tú les conoces a todos tan bien como yo, Ducky. Conoces cada cara y cada silueta,
y si alguien engordara dos kilos o insultara a su suegra lo sabrías y yo también.
—Bueno, Gelatina, los dos sabemos cuál es la única respuesta, ¿no? Las haciendas:
ahí fuera hay montones de caras que no nos son familiares. Pero resulta muy extraño,
¿verdad, querido? Si viniera de allí, la habríamos visto llegar.
Los aerocoches que cubrían la distancia existente entre Ciudad Común y las haciendas
sólo podían aterrizar en la terminal situada en el centro de la ciudad o en el puerto.
Cualquier aerocoche que aterrizara en el puerto o en la ciudad sería observado. Si esta
hermosa criatura de ojos extraños hubiera aparecido en otro sitio, alguien tendría que
haberla visto.
—¿Y si ha venido en una nave? —se arriesgó a sugerir Jellico.
—Gelatina, querido mío, tú conoces esas tontas reglas tan bien como yo. Pasajeros y
tripulación fuera, y una fumigación en cada puerto. ¿Cómo podría haber sobrevivido a la
descontaminación? No, no ha salido de ninguna nave vacía. Y no es del hotel. Y no es
mía ni de Santa Teresa ni de algún otro de los peces chicos de nuestra zona, te lo
aseguro. Me temo que es problema tuyo, Gelatina, tuyo y de nadie más. —Ducky Johns
se rió, y los pliegues de la tienda-vestido volvieron a temblar, un carnemoto en el punto
álgido de su paroxismo.
Jellico meneó la cabeza.
—No es problema mío, vieja amiga. Le sacaré una imagen y podrás llevártela. Métela
en una habitación vacía y dale algo de comer. El tanque de estasis no es un sitio
adecuado para ella. No hace falta congelarla. Necesita cuidados, y contigo estará mejor
que en ningún otro sitio.
—Qué confiado eres —protestó ella.
—Oh, Ducky, sé que no vas a venderla. Si no puede hablar no conseguirás que
pronuncie el consentimiento, y sabes que cuando vuelva a visitar Camino del Puerto para
examinar los permisos transitorios vendré a echarle una mirada. Así tendré tiempo para
hacer unas cuantas preguntas. Desde luego, es lo más raro que...
Siguió contemplando a la chica mientras preparaba el registrador de imágenes, y ella le
devolvió la mirada con la cabeza ladeada de tal forma que sólo podía verle un ojo, un ojo
que no daba ni la más mínima señal de inteligencia. Y, aun así, cuando hubo terminado
de registrar su imagen y Ducky le ofreció la mano la chica la cogió y sonrió, alzando la
cabeza y volviendo a ladearla para lanzarle a Jellico una mirada de soslayo.
Gelatina se estremeció. En aquella mirada había algo que le resultaba extrañamente
familiar, algo casi tan extraño como el de dónde había podido salir... No del pantano, eso
era seguro. Y tampoco podía haber venido en un aerocoche. Ni en una nave. No era del
hotel. ¿Qué respuesta quedaba?
—Malditos sean —murmuró para sí mismo, viendo cómo la vieja Ducky hacía que la
chica subiera a su corredor de tres ruedas antes de darle la vuelta y regresar a Camino
del Puerto—. Malditos sean...
James Jellico fue a comer a su casa, como hacía a menudo, sabiendo que su esposa
Jandra querría enterarse de lo que había ocurrido aquella mañana. La esposa de Jellico
no tenía piernas y, aunque caminaba bastante bien gracias a las elegantes prótesis que
Jellico le había conseguido (unos cuantos sobornos en el puerto, mirar hacia el otro lado
cuando estaba de servicio en la aduana), decía que le resultaba bastante doloroso
usarlas. El dolor podía ser aliviado mediante implantes, pero Jandra solía decir que no
tenía ganas de que nadie hurgara en su cabeza, y prefería desplazarse por la casa en la
media persona que había utilizado desde que era niña, la misma que usaba para atender
el gallinero. Una tercera parte de los ingresos de Gelatina procedían de los gansos y
patos terrestres que cuidaba, así como de los pájaros szizz de Semling y esas gordas y
deliciosas criaturas sin alas del planeta Shafne que Jandra llamaba puggys.
Cuando llegó, su mujer estaba dando de comer a los gansos, que parloteaban y
trataban de quitarse los mejores bocados los unos a los otros. Jandra canturreaba en voz
baja, como hacía cuando estaba contenta.
—Hola, Gelatina —le saludó—. He decidido matar a ésa para la cena. Es tan
presumida que le estará bien empleado.
El ave a la que se refería logró arrancar el bocado que codiciaba del pico de otro ganso
y lo tragó, ladeando la cabeza para poder lanzarle una buena mirada de ganso a Gelatina.
Aquella fría mirada procedente de un solo ojo y la postura del pico y el cuello tenían algo
peculiar, algo que le hizo estremecerse con lo que al principio no fue más que una
sensación de deja vu y que, cuando se dio cuenta de lo que era, acabó convirtiéndose en
horror.
—Esa chica —balbuceó-. Me miró igual... —Y después tuvo que contarle todo lo
referente a la chica, a Ducky Johns y lo extraño que era aquel asunto—. Y me miró
exactamente igual, ladeando el cuello de esa misma forma, como si pudiera verme mejor
con un solo ojo que no usando los dos. Igual que si fuera un animal...
—Un pájaro —le corrigió Jandra.
—Un pájaro o un animal —dijo Gelatina con paciencia—. Cualquier cosa que no
tenga…, ¿cómo se llama eso? Visión binocular. Siempre miran así: inclinan la cabeza
para verte mejor. Esa cosa me miró igual.
—¿Por qué la llamas cosa? Era una chica, ¿no?
—Por la fuerza de la costumbre, supongo. Con esa gente de Camino del Puerto nunca
puedes estar seguro del género adecuado. Tienen hombres que parecen mujeres y
mujeres que parecen hombres, y seres neutros que pueden parecer cualquiera de las dos
cosas. Siempre que hablo de ellos suelo utilizar la palabra «cosa». —Se sacó la imagen
que había tomado del bolsillo y la metió en el aparato reproductor para enseñársela.
Jandra meneó la cabeza, asombrada ante la increíble variedad del mundo. Era un tema
que nunca la cansaba. Hasta las cosas más simples la asombraban, aunque jamás se
dejaba impresionar por las cosas horribles.
—Tendré que visitar a Ducky y echarle un vistazo —anunció, con un tono de voz que
no admitiría ningún intento de llevarle la contraria—. Que un ser humano indefenso se
quede abandonado allí…, no está bien. ¿Qué le pasaba en los ojos?
—Nada que yo pudiera ver. No le pasaba nada. Bonita, una buena constitución, un
cabello precioso…, todo normal. Pero la cara... Bueno, mírala.
—¿Qué quieres decir con eso de la cara, Gelatina?
—Está vacía —-dijo él, tras haber contemplado la imagen en silencio durante unos
segundos—. Parece como si estuviera vacía por dentro, eso es todo.
Al este de Colina del Ópalo había una caverna de los hippae, una de las muchas que
se podían encontrar en Hierba, suponiendo que alguien tuviera el valor de buscarlas.
Estaba hundida en el flanco de la colina, y sus angostas bocas de entrada quedaban
protegidas por grandes extensiones de hierba bermeja que caían sobre las delgadas
puertas, formando cortinajes que ondulaban suavemente: la caverna estaba pasando por
uno de sus adecentamientos periódicos. Las criaturas responsables de tal labor entraban
y salían por la puerta norte: eran migerers, bastante parecidos a topos, y no había nadie
que supiera cavar tan bien como ellos. Cruzaban velozmente las hierbas bermejas y
fucsias y se abrían paso por entre la hierba violeta del exterior, con las bolsas peludas de
sus muslos repletas de la tierra que acababan de arrancarle al suelo de la gran estancia
principal de los hippae.
El recinto estaba sumido en la penumbra y su techo era sostenido por columnas
hechas con peñascos: los peñascos habían sido desenterrados al excavarse la caverna y
se mantenían en su sitio gracias al adhesivo que se obtenía mezclando tierra con
excrementos de migerer. Oh, sí, los migerers eran unas criaturas maravillosas…, unos
auténticos constructores, casi unos ingenieros, y, desde luego, unos excelentes creadores
de cavernas, que hacían cavernas similares aunque más pequeñas para ellos mismos,
uniéndolas entre sí con kilómetros y kilómetros de túneles serpenteantes.
Los migerers iban y venían por la gran sala, parpadeando y bizqueando con esos ojillos
suyos medio escondidos por los mechones de vello índigo que los rodeaban, y se
hablaban los unos a los otros emitiendo trinos aflautados sin parar de moverse, nivelando
el suelo con el nervioso agitar de sus garras delanteras y apisonando la tierra suelta con
las duras almohadillas de sus industriosas patas traseras.
Un hippae entró en la caverna, recorriendo el suelo recientemente alisado con sus
grandes pezuñas trihendidas. El hippae empezó a recorrer el recinto moviendo su
monstruosa cabeza en señal de aprobación, mostrando un poco los dientes allí donde los
labios se curvaban en un medio gruñido, y las espinas afiladas como navajas de su cuello
chocaron las unas con las otras, creando un ruido disonante cada vez que la bestia
meneaba la cabeza y le lanzaba un rugido al techo.
Los migerers fingieron no darse cuenta de su presencia, o quizá fuese que realmente
no eran conscientes de ella. Siguieron actuando exactamente igual que antes. Sus
veloces cuerpecillos iban y venían bajo las mismísimas pezuñas del monstruo, arañando
el suelo, recogiendo la tierra, metiéndosela en sus bolsas peludas y corriendo hacia la
hierba para eliminar toda huella del trabajo que estaban haciendo. Cuando hubieron
terminado, después de haber dejado el suelo tan liso como resultaba posible a sus
habilidades instintivas, se quedaron quietos y empezaron a limpiarse sus rechonchos
estómagos y resistentes patas, peinándose las patillas con sus garras marfileñas y
parpadeando a la media luz que brotaba de las entradas. Un instante después se oyó un
silbido, una queja transportada por el viento como la que podría emitir algún pájaro
preocupado, y los migerers se esfumaron, desapareciendo entre la hierba como si jamás
hubieran estado allí. El hippae siguió paseándose lentamente por la caverna en una
majestuosa soledad, gritando de vez en cuando para hacer vibrar sus paredes,
examinando y aprobando el trabajo hecho en ella.
Un segundo monstruo entró en la caverna y empezó a examinarla, y respondió a su
grito con otro rugido. Después aparecieron un tercer y un cuarto hippae, y luego muchos,
que empezaron a moverse por la caverna siguiendo una complicada pauta de
movimientos, pasando los unos junto a los otros o moviéndose en líneas paralelas, en
parejas, cuartetos y sextetos que se convirtieron en grupos de doce y dieciocho hippae:
las hileras giraban y se entrelazaban formando un dibujo cada vez más intrincado, y sus
pezuñas golpeaban el suelo con la misma precisión que el martillo de un artesano,
cayendo exactamente sobre las huellas que habían hecho un segundo antes.
No muy lejos de allí, en la aldea de Colina del Ópalo, Dulia Mecánico se agitaba
nerviosamente en su lecho: el trueno subterráneo la había despertado.
—¿Qué…, qué es eso? —preguntó, adormilada.
—Los hippae están bailando —dijo su joven esposo Sebastian Mecánico, que estaba
mucho más despierto que ella, pues llevaba más de una hora escuchando aquel palpitar
rítmico mientras su mujer respiraba tranquilamente junto a él—. Están bailando —repitió,
no muy seguro de si lo creía o no. Además, tenía otras cosas de qué preocuparse.
—¿Cómo lo sabes? Todo el mundo lo dice, pero, ¿cómo lo sabes? —protestó ella, aún
medio dormida.
—Supongo que alguien debió de verles —dijo él, y por primera vez se preguntó cómo
era posible que quien afirmó ver lo que había visto hubiera podido estar allí para
presenciarlo. Sebastian habría preferido morir a deslizarse por entre la hierba para espiar
a los hippae—. Alguien, hace mucho tiempo... —añadió, sin identificar la fuente de ese
dato, y volvió a pensar en el tema que ya llevaba mucho tiempo ocupando su mente: los
nuevos habitantes de la Colina del Ópalo.
Y los hippae seguían yendo y viniendo por la caverna de donde procedía el tronar
subterráneo, trazando los pasos de su danza hasta llevarla a la culminación final.
La danza terminó de repente, sin ningún tipo de climax perceptible. Los hippae salieron
de la caverna solos o en parejas, dejando el suelo cubierto por un dibujo de huellas tan
complejo y detallado como un tapiz. Para quienes lo habían creado el dibujo tenía un
significado, un significado que, de no haberse expresado pisoteando la tierra, sólo habría
podido transmitirse mediante una larga secuencia de estremecimientos y guiños. El
antiguo lenguaje de gestos, temblores y movimientos casi indetectables de los hippae no
podía utilizarse para este propósito, pero los hippae conocían otro lenguaje. En ese
lenguaje, aprendido hacía mucho de otra raza, este dibujo inscrito en el suelo de su
caverna era su forma de escribir —y, con ello, proclamar—, cierta palabra inexorable.
Los caballos estaban despiertos, escuchando en sus establos de Colina del Ópalo igual
que habían hecho durante bastantes noches, la mayoría desde que llegaron a Hierba.
«Millefiori» se volvió hacia «Don Quijote» y relinchó, y el caballo le pasó el relincho a
«Irlandesa», y el mensaje fue recorriendo todo el establo y volvió a su punto de origen,
como en una carrera de relevos. «Aquí», parecía decir cada relincho. «Sigue aquí.
Todavía nada.»
Pero había algo, algo de lo que habían empezado a ser cada vez más conscientes: una
de esas sombras que inspiran miedo y hacen encabritarse, uno de esos puentes que te
niegas a cruzar…, una de esas cosas amenazadoras que los jinetes normalmente no
comprenden. La mayor parte de ellos, al menos, no las comprenden. La mujer…, ella sí lo
entendía. Cuando esa cosa estaba presente, ella nunca insistía. Nunca. Y, a cambio,
todos confiaban en ella. Cuando les llevaba hasta la gran valla, esa valla cuyo final
quedaba tan alto que no tenías ni idea de lo que podía haber detrás, todos confiaban en
que ella sería capaz de hacerles saltar y llevarles sanos y salvos al otro lado. Confiaban
en ella: sabían que jamás les traicionaría.
Naturalmente, no pensaban usando palabras. No tenían palabras que utilizar: su forma
de pensar se parecía más a una comprensión de las cosas. Las recompensas, las
amenazas... La cosa del risco, aquel día; este ruido que resonaba en la noche, este ruido
que intentaba meterse por las orejas, dentro de las cabezas, el ruido que deseaba
apoderarse de todo... Las amenazas.
Pero la noche también contenía algo más, y ese algo…, era algo que no podían
identificar ni como una recompensa ni como una amenaza. Luchaba contra el sonido
horrible; mantenía a distancia esos pensamientos escurridizos que intentaban meterse
dentro de ti. Y, sin embargo, nunca se aproximaba, no ofrecía heno, no acariciaba ningún
cuello. Se limitaba a estar ahí, como una pared que respirase, una cosa que no podían
comprender.
El relincho fue de izquierda a derecha y volvió al origen.
—Aquí. Sigue aquí. Todo va bien. Aún vivimos. Nada... —Todavía nada.
Jandra Jellico cumplió su amenaza y fue a Camino del Puerto en su media persona
para visitar a Ducky Johns. Ya la había visto algunas veces y le caía bastante bien,
aunque se dedicaba a un negocio que Jandra no aprobaba. El placer era el placer, lo
había sido durante eras, y la gente siempre andaría detrás de él. Pero Jandra opinaba
que algunas formas de conseguir placer eran bastante desagradables.
Aun así, se guardó todas aquellas ideas para sí misma y entró en el salón privado de
Ducky Johns, donde tomó una taza de té y contempló a la chica sentada sobre la
alfombra que canturreaba para sí misma. O para eso mismo, como diría su marido...
Tanto daba. Cuando sentía picores se subía la falda y la mano empezaba a rascar, sin
importar donde pudiera estar el picor. No parecía tener ningún tipo de inhibiciones: era
como un gato, que se lame allí donde le hace falta.
—Vaya, vaya —dijo Jandra—, No puedes tenerla aquí, Ducky.
—Oh, claro, pero, ¿de quién fue la idea? —dijo Ducky con expresión malhumorada,
moviendo en círculos las manecitas para expresar su inocente irritación—. Fue Gelatina
quien me hizo traerla aquí…, tu Gelatina. Esa chica no me sirve para nada, querida. No
puedo venderla. ¿Quién iba a querer comprarla? Habría que adiestrarla, porque ahora no
sirve para nada.
—¿Y sabe hacer sus necesidades? —preguntó Jandra, sintiendo curiosidad.
—Oh, es lo único que sabe, aparte de comer. Es como mi cachorrito de wallo: cuando
necesita ir al lavabo, gime.
—¿Has probado a…?
—No he probado nada. No tengo tiempo. El negocio me mantiene ocupada todo el día.
¡No tengo tiempo que perder en esas tonterías! —Las manecitas volvieron a moverse y
acabaron quedándose quietas sobre el regazo de Ducky, perdidas en sus profundidades
—. Jandra, dime que te la llevarás, anda. Dilo, por favor. Tu Gelatina estará de acuerdo.
—Oh, sí, me la llevaré —dijo Jandra—. Mejor dicho, mandaré a buscarla. Pero la
verdad es que todo esto me parece muy raro... Rarísimo. ¿De dónde ha salido?
—¿Crees que no nos gustaría saberlo, querida mía? Sí, te aseguro que nos gustaría
mucho saberlo.
Jandra mandó a buscar a la chica esa misma tarde. Después, pasó los días siguientes
enseñándole a no levantarse la falda y a comer con los dedos, en vez de meter la cara en
la comida, y a ir al lavabo por sí sola en vez de gimotear pidiendo que la llevaran. Cuando
hubo conseguido hacerle aprender todo eso, llamó a Kinny Few por el dígame y la invitó a
tomar el té, y las dos tomaron sorbos de té y mordisquearon los pastelitos de semillas de
Kinny mientras observaban a la chica, que estaba tumbada en el suelo jugando con una
pelota.
—Pensé que quizá supieras quién es —dijo Jandra-. O quién era... Supongo que no
siempre habrá sido así.
Kinny hizo memoria. Su forma de ladear la cabeza…, le recordaba a alguien, pero no
estaba segura de a quién. Desde luego, no a nadie de la Comunidad.
—Tiene que haber venido en una nave —dijo, aunque Jandra ya le había explicado
que eso era imposible—. Tiene que ser eso.
—Yo también lo pensaba, pero Gelatina dice que es imposible —replicó Jandra—.
Apareció de repente en el porche trasero de Ducky Johns, y eso es todo. Como si hubiera
salido de un huevo... No recuerda nada, y actúa igual que si fuera un polluelo.
—¿Qué piensas hacer con ella? —Kinny quería saberlo.
Jandra se encogió de hombros.
—Supongo que trataré de encontrarle un hogar. Y tendrá que ser pronto. Gelatina está
empezando a hartarse de tenerla por aquí.
En realidad, el peligro no era exactamente que Gelatina se hartase de ella. Quería
mucho a Jandra, desde luego (y los dos apreciaban enormemente la fidelidad), pero tener
cerca el cuerpo de la chica, tan hermoso y carente de inhibiciones como el de un animal a
medio domesticar, estaba empezando a provocar en él unos deseos algo inquietantes.
—Una semana —le dijo a Jandra—, te doy una semana. —Pensaba que sería capaz
de controlarse durante ese tiempo.
Rigo estaba decidido a dar una recepción. Eugenie le animaba a ello, pues estaba
harta de la monotonía de Colina del Ópalo, pero su posición social no le permitía ir a
ningún otro sitio. Ni tan siquiera podía asistir a las Cacerías... Después de la Cacería de
los bon Damfels los Yrarier habían asistido a otras tres Cacerías, dos veces como familia
y una con el padre Sandoval y el padre James acompañándoles. Como había dicho Tony,
todas eran iguales y ya habían visto lo suficiente. Rechazaron ser invitados a más
Cacerías y, con ese acto, confirmaron los prejuicios de los bons, pero a esas alturas Rigo
tenía otros problemas en que pensar. Roald Few les trajo parte del mobiliario para los
aposentos invernales, y les prometió que dentro de dos semanas todo lo que faltaba
estaría terminado.
—Cortinajes, alfombras, adoraos, proyectores de imágenes para las paredes…, todo.
Todo muy elegante y de la máxima calidad...
—Rigo quiere dar una recepción para los bons —le explicó Marjorie.
—Hmmf —resopló Persun Pollut.
—Vamos, Pers... —le riñó Roald—. El embajador no lo sabe. Lady Westriding, mientras
dure la temporada de caza, lo más probable es que sólo consiga invitar a gente de
segunda categoría... Los que no montan, ¿comprende? Los que montan tirarán la
invitación nada más recibirla.
—Eric bon Haunser asistirá, pero el Obermun no. ¿Es eso?
—Exactamente. El único bon Damfels que asistirá a la recepción será Figor. La
Obermum no irá a ningún sitio sin el Obermun. No se hace, ¿comprende? Y todo el resto
de la familia, o lo que queda de ella, participa en la Cacería.
Marjorie le miró, intentando decidir hasta qué punto podía fiarse de su sinceridad.
Roald parecía un buen hombre y, hasta el momento, siempre había sido amable con ella.
—Necesito información —dijo por fin en voz baja.
Roald bajó la voz hasta el nivel de las confidencias.
—Estoy a su servicio, lady Westriding.
—Cuando fuimos a su hacienda, los bon Damfels estaban de luto.
—Sí.
—Habían perdido a una hija en un accidente de caza. Eric bon Haunser también perdió
las piernas en un accidente de caza, según nos dijo. Después de esa primera Cacería,
durante la fiesta, miré a mi alrededor y vi más apéndices bióticos de los que habría visto
durante todo un año en la Tierra. Querría saber algo más sobre esos accidentes.
—Ah. Bueno... —Roald se agitó, un poco nervioso.
—Hay varias clases de accidentes —dijo Persun, utilizando su voz de conferenciante,
suave y algo seca—. Está el caerse, está el quedar empalado en las espinas... Está el
ofender a un sabueso, naturalmente, y el desvanecerse. —Pronunció esa última palabra
en lo que casi era un susurro, y Roald asintió con la cabeza.
—Eso es lo que tenemos entendido, lady Westridíng. Los sirvientes de las haciendas
son parientes nuestros. Ven cosas, oyen cosas, y nos las cuentan. Sumamos dos y dos, y
nos da cuarenta y cuatro, ¿entiende?
—¿Caerse? —preguntó Marjorie. Los jinetes siempre estaban cayéndose, y los
resultados de una caída casi nunca eran tan terribles.
—Y ser pisoteado. Si un jinete se cae, es pisoteado por los que vienen detrás hasta
que no queda nada de él... o de ella. ¿Comprende?
Marjorie asintió, notando que empezaba a sentirse algo mareada.
—Si ha visto alguna Cacería, ya sabrá a qué me refiero con lo de quedar empalado en
las espinas, ¿no? Aunque parezca sorprendente, no ocurre muy a menudo. Los jóvenes
se pasan días enteros en los simuladores aprendiendo que no deben acercarse a esas
espadas de hueso. Pero, de vez en cuando, alguien sufre un desmayo, o una montura
frena con demasiada brusquedad, y el jinete sale despedido hacia delante.
Marjorie se secó los labios, sintiendo el sabor de la bilis.
—Ofender a un sabueso normalmente da como resultado que el cazador acabe
perdiendo un brazo, una pierna, una mano, un pie o los dos: se los arrancan a mordiscos
cuando desmonta al final de la Cacería.
—¿Ofender a…?
—No nos haga preguntas sobre eso, señora —replicó Persun—. En la Comunidad no
hay sabuesos. No se les deja entrar en la ciudad, y nadie con una pizca de sentido común
se mete por entre la hierba en los sitios donde es probable que haya sabuesos. En los
alrededores de las aldeas nadie corre peligro porque nunca hay sabuesos, pero más
lejos... Bueno, los que se alejan no vuelven. La verdad es que no sabemos muy bien qué
puede ofender a un sabueso, y tenemos la impresión de que los bons tampoco lo saben.
—¿Y el desvanecerse?
—Oh, es justamente eso. Alguien sale de Cacería y no vuelve. La montura también
desaparece. Normalmente suele pasarles a los jinetes jóvenes, y casi siempre a las
chicas. Es raro que le ocurra a un chico.
—Alguien que vaya al final de la Cacería —dijo ella, en un súbito destello de
comprensión—. Para que los demás no se den cuenta, ¿verdad?
—Así es.
—¿Qué le pasó a la hija de los bon Damfels?
—Lo mismo que le pasó a Janetta bon Maukerden el otoño pasado. Shevlok bon
Damfels estaba loco por ella... Desapareció. Lo sé porque mi hermano Canon está
casado con una mujer que tiene una prima llamada Salla que trabaja como doncella de
los bon Damfels. Puede decirse que crió a Dimity desde que era un bebé... El otoño
pasado Dimity tuvo la impresión de que un sabueso la observaba, y se lo contó a
Rowena. En la siguiente Cacería pasó lo mismo. Rowena y Stavenger tuvieron una
discusión terrible, y Rowena impidió que Dimity participara en ninguna otra Cacería
durante aquella temporada. Al llegar la primavera, Stavenger se puso duro y la obligó a
montar. Y durante la primera Cacería de primavera... ¡Puf! Se esfumó.
—¿Ha dicho que se llamaba Dimity? ¿Cuántos años tenía?
—Diamante bon Damfels. Era la hija pequeña de Stavenger y Rowena. Tendría unos
diecisiete años, según el calendario terrestre.
—Los bon Damfels tienen cinco hijos, ¿no?
—Tenían siete, señora. Perdieron a dos que empezaron a montar bastante jóvenes.
Creo que fueron pisoteados. Siento no recordar sus nombres. Ahora sólo quedan
Amethyste, Emeraude, Shevlok y Sylvan.
—Sylvan... —dijo ella, recordándole de la primera Cacería. No había asistido a ninguna
otra de las que presenció—. Pero él no vendría a una recepción porque monta, ¿verdad?
Roald asintió.
—Siempre queda el lapso —murmuró Persun.
—Oh, me había olvidado del lapso —dijo, Roald disgustado—. Tengo casi diez años de
Hierba, y resulta que me olvido del lapso...
—¿El lapso?
—Cada primavera, las monturas y los sabuesos desaparecen durante un tiempo. Nadie
sabe dónde van. Quizá sea su época de celo, o cuando tengan cachorros, o cualquier
cosa de ésas... A veces se oyen muchos ladridos y gruñidos. Dura una semana o un
poquito más.
—¿Cuándo tiene lugar eso? —preguntó ella.
—Oh, cuando les da la gana. No hay ningún momento fijado con precisión. A veces se
adelanta un poco, otras se retrasa... Pero siempre es en primavera.
—Pero, cuando ocurre, todos los habitantes del planeta se enteran, ¿no?
—Los que viven entre la hierba sí, señora. Tssh, en la Comunidad no le prestaríamos
ninguna atención. Pero aquí…, sí. Todo el mundo se entera aunque sólo sea porque un
día, cuando quieren ir de Cacería, no hay monturas ni sabuesos esperándoles. Oh, sí,
claro que se enteran.
—Entonces, si mandáramos una invitación que dijera... Oh, no sé. «Queda invitado a la
recepción que se celebrará la tercera noche del lapso...»
—Nunca se ha hecho —murmuró Persun.
—Bueno, ¿y quién dice que no pueda hacerse? —replicó Roald—. Si su esposo está
decidido a dar una recepción, señora, creo que valdría la pena intentarlo. Si no, tendrá
que esperar hasta el verano y a que dejen de cazar. Entonces podrán celebrar su
recepción, cuando se celebren los bailes de verano.
Rigo no quería aguardar hasta el verano.
—Eso significaría esperar más de un año y medio terrestre —dijo— Tenemos que
empezar a sacarles algo de información a los bons, Marjorie. No podemos seguir
perdiendo el tiempo. Haremos todos los preparativos necesarios, y mandaremos las
invitaciones tan pronto como la casa tenga un aspecto decente. No me cabe duda de que
bon Haunser me hará saber si hemos infringido alguna costumbre local...
Las invitaciones fueron transmitidas a todas las haciendas usando el dígame.
Sorprendentemente, al menos para Marjorie, el índice de aceptación fue bastante
elevado. Marjorie tuvo un grave ataque de nervios antes de salir a escena, y fue a las
habitaciones de verano para tranquilizarse.
Las habitaciones vacías y poco acogedoras habían sido transformadas. Aunque
seguían siendo frías, ahora estaban llenas de colorido. El invernadero de la aldea —que
estaba medio en ruinas hasta que Rigo ordenó su reconstrucción— les proporcionó
grandes ramos de flores y plantas de otros planetas. Lirios terrestres y semeles de
Semling combinados con penachos de hierba plateada creaban inmensos montículos
aromáticos que se reflejaban interminablemente en los espejos. Marjorie se había
encargado de proporcionar holograbaciones de obras de arte muy valiosas que los Yrarier
habían dejado en su planeta, y duplicados de los originales la contemplaban desde los
muros y los pedestales esparcidos por entre el costoso mobiliario.
—Una mesa preciosa —dijo, pasando los dedos por la satinada superficie azulada de
la madera.
—Gracias, señora —dijo Persun—. Ha sido hecha por mi padre.
—¿De dónde saca la madera?
—Casi toda es importada. Por mucho que hablen de la tradición, de vez en cuando los
bons desean tener algo nuevo y hacen que se importe, pero todo lo que fabrica para
nosotros está hecho con madera del pantano. Ahí hay árboles preciosos. Esta madera se
llama tesoro azul, y hay otra, la madera del clume, que es de un verde pálido con un tipo
de luz y violeta oscuro con otra.
—No sabía que se pudiera entrar en el bosque pantanoso.
—Oh, no entramos en él. Hay centenares de kilómetros de perímetro, y esos árboles
crecen en los confines del bosque. Aun así, nunca cortamos demasiados. Estoy usando
algunas maderas nativas para los paneles de su habitación. —Había pasado horas
diseñando los paneles para su estudio. Tenía grandes deseos de oír sus alabanzas.
—Sí, ya veo —dijo ella con voz pensativa. Una figura iba y venía nerviosamente por la
terraza: era Eugenie, tan triste como un niño abandonado, con su cabeza gacha haciendo
pensar en una flor marchita. Marjorie acarició su libro de oraciones y se esforzó por
recordar el valor moral de ciertas virtudes—. ¿Me disculpa un momento, Persun?
Persun se inclinó sin decir nada y Marjorie salió de la habitación, mientras que él
intentaba no dar la impresión de que la seguía con los ojos.
-Eugenie —dijo Marjorie, saludándola con una amabilidad que a ella misma le pareció
demasiado ostentosa—, apenas si te he visto desde que llegamos... —Antes de venir a
Hierba nunca la veía, pero ahora estaban en otro mundo y todas las comparaciones
resultaban odiosas.
Eugenie se ruborizó. Rigo le había dicho que se mantuviera alejada de la gran casa.
—No debería estar aquí. Pensé que quizá pudiera ir a la ciudad con el comerciante.
—¿Necesitas algo?
Eugenie se puso aún más roja.
—No, no necesito nada. Había pensado matar el día visitando las tiendas. Quizá
pudiera quedarme a pasar la noche en el Hotel del Puerto y divertirme un poco...
—Esto debe resultarte bastante aburrido.
—Es terriblemente aburrido —dijo Eugenie, incapaz de seguirse conteniendo por más
tiempo y hablando sin pensar en lo que decía. Su rostro se cubrió con el color rojo oscuro
de la incomodidad, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Marjorie también se ruborizó.
—Creo que no he tenido mucho tacto contigo, Eugenie... Escucha, ya sé que no te
gustan los caballos, pero cuando vayas a la Comunidad, ¿por qué no intentas encontrar
algún animalíto doméstico?
—¿Un animalito doméstico?
—No sé qué tendrán. Puede que tengan perros, o gatos. Pájaros de alguna clase, o
algo exótico... Los animalitos son muy divertidos, y siempre ayudan a pasar el tiempo.
—Oh, sí, tengo montones de horas libres —exclamó Eugenie, casi irritada.
—Rigo... Bueno, Rigo ha estado muy ocupado. —Marjorie se volvió hacía la
balaustrada de la terraza y contempló los múltiples horizontes de aquella parte del jardín
de hierba llamada el Panorama Huidizo. Cada risco quedaba medio escondido por el que
había detrás, y cada uno era de un color algo más claro que el anterior, hasta que la
colina del horizonte acababa confundiéndose con el cielo, siendo muy difícil distinguir el
uno del otro. Su mente estableció una extraña relación entre el paisaje y su vida que le
pareció bastante divertida: era lo mismo que había ocurrido con la animosidad que sintió
hacia Eugenie durante los primeros tiempos. La animosidad se había ido difuminando
hasta convertirse en una vaga tolerancia que apenas si podía distinguirse de lo que
parecía un comienzo de aceptación—. Pronto daremos nuestra primera fiesta oficial.
Quizá entonces conozcas a gente que... —Su voz se fue debilitando hasta esfumarse
igual que el horizonte situado ante ella. Después de todo, ¿a quién podía conocer? Los
chicos la despreciaban. Los sirvientes la consideraban una especie de mueble, y ningún
bon querría tener el más mínimo contacto con ella…, ¿o sí querrían?—. Hay unas cuantas
personas a las que quiero que conozcas —dijo Marjorie con voz pensativa--. Un hombre
llamado Eric bon Haunser, y Shevlok, el hijo mayor de los bon Damfels...
—¿Estás intentando librarte de mí? —dijo Eugenie, tan ofendida como una niña a la
que acaban de reñir—. Presentarme hombres con ese descaro...
—Intento asegurarme de que tengas a alguien que te haga compañía —dijo Marjorie,
sin perder la calma—. De hecho, intento conseguir que todos tengamos un poco de
compañía. Si algún hombre te encuentra fascinante, si se prenda de Stella, o incluso de
mí —aunque admitir eso oficialmente resultaría bastante incómodo, claro está—, puede
que vengan a visitarnos con cierta frecuencia. Después de todo, hemos venido aquí para
descubrir algo, ¿no?
—No hables como si yo estuviera enterada de esos misterios porque no tengo ni idea.
¡Rigo no me ha contado nada!
—Oh, querida... —dijo Marjorie, más sorprendida de lo que era capaz de admitir incluso
ante sí misma—. ¡Pero tiene que haberte dicho algo! De lo contrario, ¿por qué has
venido?
Eugenie se limitó a mirarla fijamente, con una expresión dubitativa en el rostro. Esta
mujer que se había casado con Roderigo Yrarier, esta mujer que era su esposa, la madre
de sus hijos, esta mujer... ¿No lo sabía?
—He venido porque le amo —dijo por fin, casi susurrando—. Pensaba que ya lo
sabías.
—Bueno, yo también le amo —replicó secamente Marjorie, creyendo en lo que decía—.
Pero, aun así, no habría venido a Hierba si no me hubiera explicado por qué era
necesario.
Aunque Eugenie no había apreciado mucho el consejo dado por Marjorie sobre los
animalitos domésticos, acabó haciendo caso de él. Normalmente lo habría ignorado por
una pura cuestión de principios, pues procedía de la esposa de Rigo, y lo más probable
era que a Rigo no le hiciese mucha gracia el que su amante aceptara un consejo de su
esposa, fuera sobre lo que fuese. Pero, tal y como estaban las cosas, Eugenie no podía
permitirse el lujo de pasar por alto cualquier posibilidad de aliviar el terrible aburrimiento
que sufría. En casa había restaurantes, fiestas y sitios divertidos a los que ir; tiendas,
ropas y peluqueras con las que conversar; cotilleos y risas... Y, atravesando todo eso,
como una hebra de oro entretejida en la gasa de su existencia, estaba Rigo. No le veía
con frecuencia, desde luego, pero siempre había estado allí, como parte del telón de
fondo, proporcionándole todo lo que necesitaba, haciéndola sentir importante y querida.
Hombres como él, le había explicado, con todo su trabajo importante en comités, clubs y
ese tipo de sitios, necesitaban mujeres como ella para que les aliviaran de la tensión
causada por las misiones agotadoras pero apremiantes que se les encargaban. Aquello
hacía que las mujeres como ella fuesen especialmente importantes. Eugenie pensaba en
eso a menudo. Los hombres le habían dicho muchas cosas encantadoras, pero antes
nadie le había dicho que fuese importante. Era el cumplido más hermoso que jamás le
habían hecho.
Y por eso estaba aquí, igual que Rigo, y se veían tan poco que bien habría podido
quedarse en la Tierra con algún otro protector…, posibilidad que, si había de ser sincera,
había tomado en consideración antes de marcharse. De haber tenido otro hombre
disponible, seguramente habría decidido quedarse. Pero en cuanto sopesó los
inconvenientes que supondría encontrar otro hombre y los de hacer las maletas y
someterse a la hibernación, acabó decidiendo que encontrar ese nuevo hombre sería más
difícil y pesado. Encontrarle no sería demasiado difícil, desde luego, pero aprender a
conocerle sí lo sería: sus pequeñas manías, cuáles eran sus platos, colores y olores
favoritos, sus pequeños trucos de magia en la cama... Todos los hombres creían poseer
alguna magia especial en la cama.
Y, además, amaba a Rigo. Lo que le había dicho a Marjorie no era ninguna mentira. De
todos los hombres que había amado, Rigo era probablemente al que más quería. Ningún
otro había sabido divertirla tanto como él.
Pero, en este sitio, Rigo no resultaba nada divertido. Cuando el amor no era divertido
sólo quedaban el aburrimiento y la monotonía. Las personas necesitaban tener cosas con
las que divertirse. Lo que Marjorie le dijo sobre los animalitos domésticos era,
probablemente, el mejor consejo que se le podía dar, teniendo en cuenta su situación,
aunque procediera de la esposa de Rigo.
Eugenie habló con Roald Few y le suplicó que la llevara a Ciudad Común: disfrutó
mucho del viaje, pues tanto Few como los demás hombres se mostraron encantadores
con ella. Roald en persona se encargó de presentarle a Jandra Jellico.
—Si busca algún animalito pequeño y cariñoso, Jandra puede tenerlo a mano o, por lo
menos, sabrá dónde buscar. Jandra sabe todo lo que hay que saber sobre pelo, plumas y
pieles bonitas. —También le advirtió de que Jandra usaba una media persona, como si
Eugenie fuera el tipo de mujer capaz de hacer observaciones desagradables o quedársela
mirando fijamente.
Y Jandra, después de que Eugenie llevara media hora con ella, ya la había calado
hasta lo más hondo, igual que Roald. Sabía cómo era, le caía bien y sintió una cierta pena
por ella, mientras al mismo tiempo bendecía a sus espíritus guardianes porque Eugenie
había llegado justo a tiempo para resolver su problema.
—Tengo exactamente lo que necesita —le dijo—. Es algo que conseguí de Ducky
Johns, la que vive en Camino del Puerto. No me parecía bien que estuviera allí, rodeada
de libertinos y viviendo en los sensis, por lo que hice que me la trajera. Se aloja en el
dormitorio de invitados.
Y se la enseñó: delgada y bonita, con su encantador cabello largo y esos grandes ojos
de pájaro, bien envuelta en su piel de chica y su olor de chica, y vestida con un trajecito
muy mono cuya falda había aprendido por fin a no levantarse.
—Yo la llamo la Chica Ganso —dijo Jandra, sin explicarle el porqué. Eugenie no tenía
el ojo de lince de su querido Gelatina, que era capaz de percibir aquello en lo que otros no
se habían fijado, esa mirada de pájaro casi estúpida que se iba posando en ellas y en
todos los objetos de la habitación como si la joven quisiera preguntarle al mundo a qué
debía tenerle miedo, mientras que su pequeña mente de pájaro ya sabía muy bien que
siempre había algo a lo cual temer.
—Es una chica —dijo Eugenie, dispuesta a quejarse pero sin saber muy bien de qué
debía quejarse—. No es un animal.
—Bueno, sobre eso hay opiniones y opiniones... —dijo Jandra, pellizcándose la punta
de la nariz con dos dedos, como hacía a veces cuando meditaba sobre algún problema
ético—. No sabe cómo se llama. No sabe vestirse. Pero al menos sabe cómo usar el
lavabo, cosa que agradezco, por lo que ya le lleva cierta ventaja a un animalito doméstico,
aunque no tengo animalitos ni conozco a nadie que los tenga, así que quién sabe...
Puede pasarse todo el día cepillándose el cabello, tiene buen apetito, y comerá casi
cualquier cosa que usted misma quiera comer, y he logrado enseñarle a que use un poco
la cuchara. A veces emite un ruidito como si estuviera a punto de decir algo, pero no muy
a menudo, y cuando lo hace la pobre cosita siempre parece muy sorprendida.
—No creo que deba llamarla «cosita» —dijo Eugenie. La cosita era tan mujer como
ella, y casi igual de alta.
—Bueno, sobre eso también hay opiniones y opiniones. Aun así, creo que tiene razón y
casi nunca la llamo así. Además, le encanta jugar con una pelota o algo colgado de un
cordel.
—Igual que un gatito —ronroneó Eugenie—. ¿Cree que podré quedármela?
Bueno, y si no dejaban que se quedara con ella, eso sería problema suyo, pensó
Jandra, no de ella, y ya empezaba a estar harta de que la Chica Ganso fuera su
problema, con su bonito cabello, su lindo cuerpecito y su dulce carita pegada a esa
cabeza dentro de la que no había ni dos ideas que pudieran tropezar la una con la otra.
La noche pasada se había dado cuenta de que Gelatina estaba mirando a la chica de una
forma muy peculiar, y con problemas éticos o sin ellos de por medio, ya iba siendo hora
de quitársela de encima. Aun entonces, si Eugenie hubiera sido otra persona —Marjorie
Westriding, por ejemplo—, Jandra se habría sentido algo incómoda dándole a la Chica
Ganso como animalito doméstico. Alguien como lady Westriding —Jandra sabía todo lo
que había que saber sobre ella gracias a Roald Few, como lo sabía cualquier persona que
no tuviera problemas de audición—, empezaría a hurgar e investigar, se haría preguntas y
terminaría consiguiendo que la vida de aquella pobre criatura se convirtiera en un infierno.
Y tampoco podía dársela a ningún hombre para que la utilizara, por mucho que prefiriese
esa solución a ver como era Gelatina quien la utilizaba.
Pero Eugenie... Bueno, no era ninguna libertina, y no parecía el tipo de mujer que hace
preguntas o quiere encontrar la solución de los enigmas. No la maltrataría, y no se
preguntaría de dónde había salido o cómo había llegado a Camino del Puerto para acabar
bajo la colada de Ducky Johns. Eugenie sólo vería a una muñeca de tamaño natural
capaz de caminar, algo con una bonita cabellera a la que hacerle peinados, algo que
vestir y con lo que jugar. En cuanto a Jandra Jellico, le parecía que era lo mejor que podía
hacer por la Chica Ganso, y como destino era mucho mejor al que había empezado a
temer para ella.
Un trabajador de Roald Few se encargó de llevar a Eugenie y su nuevo animalito
doméstico a Colina del Ópalo, dejándolas detrás del Panorama Huidizo: una vez allí,
Eugenie pudo llegar a su casita sin que nadie la viera. Eugenie ya había hecho una
docena de planes para la Chica Ganso. Uno de ellos era enseñarle a bailar, pero el
primero y el segundo de la lista requerían hacerle unos cuantos trajes soberbios y
seleccionar un nombre nuevo que fuera terriblemente elegante.
Marjorie llamó a la puerta del estudio de Rigo y entró al oírle decir que podía pasar.
—¿Llego demasiado pronto?
—No, no, entra -dijo él, con la voz enronquecida por la fatiga—. Asmir todavía no ha
llegado, pero le espero de un momento a otro. —Recogió unos papeles, los metió en una
caja fuerte, marcó el código de cierre y apagó su nodulo de conexión. El dígame situado
en un rincón del cuarto guardaba silencio, con su pantalla cruzada por ondulantes bandas
de color—. Pareces tan cansada como yo.
Marjorie dejó escapar una carcajada no muy convincente.
—Estoy bien. Stella tiene uno de sus ataques de llanto. Hace unos días le pedí a
Persun que la llevara a la aldea, pensando que quizá pudiera conocer a alguien que la
ayudara a matar el tiempo. Ha ido un par de veces y se niega a volver. Dice que son un
montón de provincianos cerrados de mollera.
—Bueno, probablemente sea cierto.
—Aun así... —empezó a decir, con intención de hacer algún otro comentario sobre el
orgullo, pero se dio cuenta de que sólo conseguiría irritar a Rigo y se calló—. Tony dice
que no. Ha hecho unas cuantas amistades.
—Puede que Stella encuentre algún alma gemela en la recepción.
Marjorie meneó la cabeza.
—No vendrá nadie de su edad.
—Invitamos a las familias.
—No vendrá nadie de su edad —repitió ella—. Es como si hubieran decidido no
permitir ningún tipo de... confraternización.
La ira hizo que Rigo se pusiera rojo.
—Esos malditos... —Su voz se convirtió en un gruñido inarticulado, y el sonido de unos
nudillos llamando a la puerta fue una interrupción que Marjorie agradeció bastante.
Un sirviente anunció la llegada de Asmir Tanlig: desde que Rigo le contrató, había
estado muy ocupado haciendo preguntas aquí y allá sobre las enfermedades de Hierba.
¿Quién había muerto, y de qué? ¿Quién se encontraba mal, y cuál era su dolencia?
¿Quién había visitado a los médicos de la Comunidad, y por qué? Tanlig dejó caer su
pequeño y robusto cuerpo en el sillón situado ante Roderigo y Marjorie, y en su rostro
regordete había una expresión de perplejidad: tenía los labios fruncidos, y sus ágiles
manecitas empezaron a revolver los papeles que traía consigo, preparándose para
contarles qué había descubierto.
—Señor, señora…, si he de ser sincero, la verdad es que no he averiguado gran cosa.
Entre los bons todo son embarazos, accidentes de caza y cambios de hígado, algo nada
sorprendente teniendo en cuenta lo mucho que llegan a beber. —Se limpió los labios con
un pañuelo limpio y bajó el tono de voz, que ya era confidencial, inclinándose sobre el
escritorio de Rigo, allí donde la lámpara creaba un charco de luz perdido en la penumbra
—. He hablado con mis familiares de la Comunidad. Les pedí que hicieran preguntas, que
averiguaran si ha habido algún caso reciente de desaparición...
—Desapariciones —murmuró Marjorie—. Ya sabemos que hay desapariciones.
—Sí, señora, pero usted se refiere a las Cacerías, y en ese caso los que desaparecen
casi siempre son jóvenes. El embajador me dijo que...
—Lo sé -murmuró ella—. Quería que no se me olvidara, nada más.
—Sí, eso queremos todos —dijo Rigo—. Bien, Asmir, ¿y qué hay de quienes no son
bons?
—Oh, de todo. Accidentes y alergias, y en Camino del Puerto siempre hay unos
cuantos asesinatos. Pero no hay ningún caso raro o inexplicable, y tampoco hay ninguna
desaparición, dejando aparte a los que se internaron en el bosque pantanoso o se
perdieron en la hierba.
—Ah, ¿sí? —preguntó Rigo.
—Naturalmente, eso ha pasado siempre —dijo Asmir, y pareció perder algo de la
seguridad en sí mismo que había mostrado hasta entonces—. Al menos, que yo
recuerde... Gente que entra en el bosque y no vuelve a salir, gente que se pierde en la
hierba.
—¿Cuáles han sido los últimos casos? —preguntó Marjorie.
—El último fue un bravucón que venía de otro planeta. —Asmir consultó sus notas,
pulcramente redactadas con una caligrafía precisa y diminuta: ocupaban varias hojas de
papel, que no paró de revolver y ordenar mientras hablaba—, Bontigor, Hundry Bontigor.
Un bocazas, según me han dicho. Siempre andaba alardeando y presumiendo de lo
valiente que era. Alguien le dijo que no sería capaz de entrar en el bosque, y se metió en
él. No ha vuelto a salir. Tenía un permiso semanal de los que se conceden entre nave y
nave. Nadie le ha echado mucho de menos.
—¿Ha habido algún caso en el que una persona desapareciera y sólo se… supusiera
que había ido al bosque? —Marjorie no paraba de pellizcarse el puente de la nariz con los
dedos y se los pasaba por la frente, intentando expulsar el dolor de cabeza que se había
aposentado allí.
Asmir volvió a consultar sus notas.
—Los últimos casos antes de Bontigor fueron niños. Nadie les vio entrar en el bosque,
si se refiere a eso. Y, antes de eso…, bueno, en el caso anterior fue una vieja. Estaba
algo ida, si comprende lo que quiero decir... Nadie pudo encontrarla, por lo que pensaron
que...
—Ah —dijo Marjorie.
—Y también hubo una pareja de la aldea Maukerden. Y el carpintero de Smaerlok. Y
aquí tengo a alguien de Laupmon...
—¿Se perdieron en la hierba?
Asmir asintió.
—Pero eso es algo que ha ocurrido siempre.
—¿Cuántos casos hay? —preguntó Rigo—. ¿Cuántos casos tiene registrados durante
la última colecta? No, eso debió ser en invierno... Hablemos del otoño pasado. ¿Cuánta
gente se supone que desapareció en la hierba o en el bosque el otoño pasado?
—Cincuenta —dijo Asmir—. Unos cincuenta casos...
—No son muchos —murmuró Marjorie-. Podría ser lo que creen. O podría ser... la
enfermedad.
Rigo suspiró.
—Siga con ello, Asmir. Continúe reuniendo datos. Averigüe cuanto pueda sobre las
desapariciones…, quiénes han desaparecido, cuántos años tenían, si parecían estar bien
de salud antes de desaparecer…, ese tipo de cosas. Y Sebastian, ¿le está ayudando?
—Sí, señor. Los datos que le he dado son tanto suyos como míos.
—Bueno, entonces sigan con ello.
—Si pudiera decirme qué...
—Le dije todo lo que podía cuando le contraté, Asmir.
—Pensaba que entonces…, pensaba que quizá no confiaba en mí.
—Confiaba en usted entonces, y confío en usted ahora. —Rigo le dedicó una de sus
poco frecuentes y encantadoras sonrisas—. Ya le dije que estoy haciendo un censo
especial para Santidad, un censo relacionado con la mortalidad humana. Le he contado
muchas cosas sobre Santidad y cómo intenta saberlo todo sobre la raza humana, porque
deseaba que comprendiera la razón de que Santidad se preocupe por las causas de la
muerte. Pero los aristócratas no dejan que Santidad establezca una misión en Hierba, por
lo que Marjorie y yo accedimos a averiguar todo lo posible al respecto. Claro que no
deseamos ofender a los bons, por lo que debemos actuar con discreción: lo único que
deseamos saber es si en Hierba hay alguna causa de mortalidad inexplicable.
—Si alguien muere en el bosque, nunca llegarán a saber de qué murió —dijo Asmir,
muy serio—. Si mueren de noche, en la hierba, lo más probable es que sea por culpa de
los zorren. ¿Han visto algún zorren?
Marjorie asintió. Sí, los había visto. No lo bastante cerca como para describirlos, pero sí
lo suficiente como para no sentir ningún deseo de aproximarse más a ellos.
—Bueno, pues entonces ya han visto más que yo —dijo el hombre, adoptando una
expresión algo más jovial—. Pero he visto fotos.
—Supongo que usted no es de los que se meten entre la hierba, ¿verdad?
—¡Oh, no, señor! ¿Cree que soy un pájaro fugaz o qué? Oh, de día sí, un poquito, para
un picnic o un paseo romántico. O para estar un rato a solas, pero los muros de las aldeas
y de las haciendas se han hecho precisamente para eso, para mantenerlos alejados...
—¿A quiénes? —preguntó Marjorie con suavidad.
Y Asmir recitó la lista, pronunciando palabras que parecían redobles de campana
mientras su voz, llena de un respetuoso temor, invocaba incipientes funerales para cada
una de aquellas especies.
—Los mirones, la cosa que grita de noche, los grandes herbívoros, los sabuesos, los
hippae, los zorren... Todos ellos.
—¿Y no hay nadie que se interne en la pradera?
—La gente dice que los Hermanos Verdes sí lo hacen. Al menos, algunos de ellos... Si
es así, son los únicos que se atreven. Y en cuanto a cómo son capaces de correr tales
riesgos…, no tengo ni idea.
—Los Hermanos Verdes —dijo Rigo con voz pensativa—. Oh, sí, los monjes penitentes
de Santidad, los que están haciendo excavaciones en la ciudad de los arbai... Sender
O'Neil me habló de los Hermanos Verdes. ¿Cómo podemos entrar en contacto con ellos?
Rillibee Chime, vestido con una túnica verde que no le resultaba nada familiar, y con su
rostro surcado por las lágrimas desprovisto -de polvos, iba con el hermano Mainoa en un
pequeño aerocoche que avanzaba dando tumbos hacia el norte.
—¿Puede decirme adónde vamos? —preguntó, no muy seguro de si le importaba. Se
encontraba muy cansado y tenía náuseas, y ni tan siquiera estaba muy convencido de
cuál era su identidad…, él, que siempre se había esforzado tanto por conservarla.
—A la ciudad de los arbai, donde he estado haciendo excavaciones —le respondió
amablemente el hermano Mainoa—. Queda un poco al norte. Pararemos un día o dos
para darte tiempo a que te sientas algo mejor, y luego te llevaré a la Abadía. Se supone
que debo llevarte directamente allí, pero les diré que te pusiste enfermo. Tan pronto como
llegues a la Abadía, Jhamlees Zoe o los trepadores caerán sobre ti, y no podré hacer
nada al respecto. Por lo tanto, será mejor que hayas recuperado tus fuerzas cuando
lleguemos.
—¿Los trepadores? —preguntó Rillibee, dudando de que en toda aquella inmensa
pradera llana hubiese algún sitio al que trepar.
—No tardarás en conocerles. No puedo contarte gran cosa sobre ellos. Todas esas
tonterías nacieron cuando yo ya no era lo bastante joven como para participar en ellas.
Oye, si te tumbas, te aseguro que pronto estarás mejor. Acuéstate durante un rato y,
cuando hayamos logrado salir de este vendaval, le diré al dígame que conduzca y te
prepararé un poco de sopa.
Rillibee dejó que su encogimiento se convirtiera en un medio reclinarse, y el medio
reclinarse acabó convirtiéndose en un acostarse infernal de tragar saliva y más lágrimas
silenciosas. Desde que le habían sacado de la hibernación se veía acosado por aquellas
pesadillas, aquellas sensaciones tan desagradables, aquel apetito insaciable...
—¿Qué has hecho para que te manden con nosotros? —le preguntó de pronto el
hermano Mainoa—. ¿Arrancar uno de los ángeles de Santidad y vendérselo al Papa?
Rillibee dejó escapar una risita. La broma no tenía mucha gracia, pero aun así le había
parecido tristemente divertida.
—No -logró decir-. No fue nada tan grave.
—Bueno, entonces, ¿qué fue?
—Hice preguntas en voz alta. —Estuvo pensando en lo que acababa de decir—.
Bueno, la verdad es que las grité. En el refectorio.
—¿Qué clase de preguntas?
De qué nos serviría figuraren las listas de las máquinas cuando estuviéramos muertos.
Cómo era posible que el leer nuestros nombres en habitaciones vacías nos proporcionara
la inmortalidad. Si la plaga nos mataría a todos o no... Esa clase de preguntas. —Volvió a
sollozar, recordando el horror y la confusión y el hecho de que había sido incapaz de
controlar sus actos.
—Ah. —El hermano Mainoa luchó con los controles y dejó escapar unos cuantos
gruñidos mientras apretaba botones que parecían no sentir deseos de quedarse
apretados—. Maldito sabueso inútil de mierda... —murmuró—. Trasto del carajo. —
Finalmente, los controles respondieron a los golpes que les propinó con la palma de la
mano y el aerocoche se estabilizó—. Y, ahora, un poco de sopa —dijo con voz tranquila,
bajando los ojos hacia Rillibee y sonriéndole—. Así que se te ocurrió hablar de la plaga,
¿eh?
Rillibee no dijo nada.
—Tendremos que encontrarte un nombre —dijo el anciano, pasados unos segundos.
—Ya tengo nombre. --Incluso en las profundidades de su depresión actual, la idea de
no poder conservar su propio nombre le resultaba irritante.
—No, todavía no tienes un nombre de la Abadía. Los nombres de la Abadía deben
poseer ciertas cualidades. —El hermano Mainoa golpeó la cocina automática con la
palma de la mano, frunciendo el ceño—. Doce sonidos consonantes y cinco vocales, cada
una con su propio atributo sagrado.
—Eso es una tontería —murmuró Rillibee, lamiéndose las lágrimas que resbalaban por
la comisura de sus labios—, Y usted lo sabe. Es justo la clase de tontería que... Es lo que
pregunté en el refectorio. ¿A qué vienen todas esas tonterías?
—No podías aguantar más, ¿eh?
Rillibee asintió.
—Yo tampoco pude —dijo el hermano Mainoa—. Pero yo no hice preguntas. Intenté
escapar. Supongo que tú también eras un acólito juramentado, ¿no? ¿Cuánto tiempo
tenías que servir?
—La verdad es que nunca llegué a prestar juramento. Se me llevaron, eso es todo; se
me llevaron cuando… bueno, cuando no tenía ningún otro sitio al que ir. Dijeron que
serían doce años y que podría hacer lo que quisiera.
—Yo sólo tenía que servir cinco, pero no pude aguantarlo. No pude. Mis padres me
entregaron cuando cumplí los quince años. A los diecisiete ya estaba en Hierba,
desenterrando esqueletos arbai, y he estado aquí desde entonces. Me he convertido en
un penitente profesional... Oh, bueno, quizá si hubiera sido algo mayor... —Sacó el tazón
humeante de la cocina automática—. Toma, bebe esto. Verás como te ayuda a sentirte
mejor. El reverendo hermano Laeroa me dio un poco de esto cuando me recogió en el
puerto, hace muchos años, aunque entonces no era más que el hermano Laeroa, y desde
entonces yo se lo habré dado a una docena de penitentes. Siempre parece ayudarles. Al
principio siempre estarás hambriento, y luego se te acabará pasando. No sé por qué,
debe de ser parte del vivir en Hierba... Será mejor que me hables de ti. Cuanto más sepa,
más fácil me será ayudarte.
Rillibee tomó un sorbo de sopa, sin saber qué responder.
—¿Quiere oír la historia de mi vida?
Mainoa pensó en ello durante unos segundos y su rostro adoptó varias expresiones de
aceptación y rechazo, hasta acabar recobrando la calma habitual.
—Sí, supongo que sí. Hay vidas que... Bueno, no siento ningún deseo de conocerlas,
¿comprendes? Pero contigo…, sí, creo que sí.
—¿Por qué?
—Oh, por una serie de pequeñas cosas. Tu aspecto, tu nombre... No es un nombre
muy corriente entre los Santificados.
—Nunca fui uno de ellos. Ya le he dicho que se me llevaron.
—Cuéntame el resto, muchacho. Cuéntamelo todo.
Rillibee suspiró, preguntándose qué podía contarle, y empezó a recordarlo todo,
porque jamás podría olvidarlo.
La casa de Cañón Rojo tenía gruesas paredes de adobe, paredes de barro que de
noche eran cálidas y de día se mantenían frescas. La nieve del invierno y las lluvias
hacían que las paredes se debilitaran, por lo que cada verano Miriam, Joshua, Song y
Rillibee se pasaban casi toda una semana poniendo más adobe y alisándolo y dejándolo
secar. Los suelos de la casa estaban cubiertos de baldosas. Había un suelo rojo y el de la
habitación contigua era verde, había otro azul y otro con baldosas de dibujos. Song le
enseñó cómo jugar a la rayuela sobre las baldosas de su dormitorio, y delante de la
chimenea había baldosas blancas y negras que tenían unos cinco centímetros de lado:
Joshua y Miriam jugaban a las damas en ellas. Las fichas también estaban hechas de
arcilla y, cuando las cocían, les ponían hojas encima para que la forma de la hoja quedara
grabada después de quemarse. Miriam las cocía en el mismo horno donde cocía las
baldosas, aquel horno tan viejo y raro hecho de ladrillos que tenía el fuego en la parte
delantera.
Había tres dormitorios, dos pequeños para Rillibee y Songbird y uno grande para
Joshua y Miriam. A veces Rillibee les llamaba mamá y papá, y a veces les llamaba por
sus nombres. Miriam decía que no importaba, porque a veces tenía ganas de hablar con
su mamá y su papá, mientras que otras veces sólo tenía ganas de hablar con alguien
llamado Miriam o Joshua.
La cocina era muy grande y la sala era todavía mayor: tenía dos sofás, y encima de la
chimenea había un retrato de Miriam. El suelo estaba cubierto con viejas alfombras indias,
y había una mesa que usaban para cenar. Casi siempre desayunaban en la cocina.
El taller de Joshua estaba pegado a la casa y debajo tenía un sótano tan grande que
una parte de él llegaba hasta el dormitorio de Rillibee. Joshua usaba el sótano para
guardar la madera que, una vez hubiera envejecido lo suficiente, convertiría en mesas,
sillas y armarios. El taller tenía herramientas a motor, la rueda de alfarero de Miriam y una
gran puerta que daba al arroyo y que durante el verano siempre estaba abierta.
La silueta achaparrada de la casa y el taller seguía el curso del Arroyo Rojo y estaba
flanqueada por unos monstruosos algodoneros que dejaban colgar sus ramas sobre el
techo, verdes en verano y oro triste en otoño. Miriam siempre usaba esa palabra: oro
triste, un color tan hermoso que cuando el sol brillaba a través de ellas tenías que
contener el aliento, porque era como si la mano de Dios estuviera tocándote. Miriam solía
hablar así, usando palabras que ya no estaban de moda. Hasta su nombre era anticuado:
era un nombre muy, muy viejo, un nombre de hacía mucho tiempo.
Su padre también tenía un nombre antiguo: Joshua. Eso sí que era un nombre
realmente viejo... Y hasta sus actividades parecían viejas, porque ya no había nadie que
se dedicara a cosas como trabajar la madera, hacer cerámica, cultivar el jardín, fabricar
objetos con las manos o cultivar el suelo.
Cuando no estaban cultivando el suelo o fabricando cosas sacaban de paseo a Rillibee
o a Songbird para enseñarles algo, una flor, un insecto, un pez... El arroyo estaba lleno de
peces, y en el cañón había ciervos. Arriba, en el risco, había gallinas y pavos salvajes.
—Este es uno de los pocos sitios que el hombre todavía no ha conseguido destrozar —
decía Joshua de vez en cuando, señalando hacia el cañón—. Tenéis que vivir en él,
tenéis que vigilarlo y cuidarlo... Cuando llegue la primavera tenéis que ir hasta donde
empieza y plantar algo que sea capaz de vivir más tiempo que vosotros.
Joshua y Miriam llevaban veinte años viviendo de esa forma, desde que Joshua volvió
de Arrepentimiento, y cada primavera plantaban algo. Los árboles de Arroyo Rojo tenían
grandes troncos y ya eran viejos. Habían sido plantados por el abuelo de Joshua. Debajo
de la casa había huertos con manzanos, cerezos y ciruelos, árboles cuatro veces más
altos que Joshua, y en primavera las nubes de sus flores llenaban el huerto. Aquellos
frutales habían sido plantados por el padre de Joshua. Después venían los árboles
plantados por Joshua: coniferas que aún eran jóvenes y que iban haciéndose más y más
pequeñas en cuanto uno llegaba al confín del cinturón verde plantado por Joshua y
Miriam. Más allá de ese verdor estaba la llanura grisácea: tierra reseca puntuada por
zarzales, arbustos espinosos y malas hierbas, partida en dos por el polvoriento cuchillo
del sendero. Siguiendo el sendero se llegaba al pueblo y a la escuela, un pueblo de
Santidad y una escuela de Santidad. Joshua y Miriam no pertenecían a los Santificados,
pero Rillibee asistía a esa escuela. Era la más próxima y, aunque Joshua y Miriam le
enseñaban muchas cosas, Rillibee necesitaba aprender todo aquello que sólo una
escuela podía enseñarle. La escuela quedaba a un kilómetro y medio de distancia, por lo
que casi nunca había problemas para llegar a ella. De vez en cuando nevaba durante una
semana o dos, pero eso era bastante raro. A veces Rillibee volvía de la escuela trayendo
consigo algún chico, pero también eso era bastante raro. Casi todos pensaban que
Rillibee era algo extraño.
Todos sus padres trabajaban en los cubículos de la comred de sus apartamentos o en
uno de los centros técnicos que había a lo largo de la carretera. Siempre iban de un lado
para otro usando los caminos cubiertos. Si necesitaban ir muy lejos tenían deslizadores.
Joshua y Miriam tenían asnos, por increíble que pareciese. Asnos... Eso bastaba para
hacer que los condiscípulos de Rillibee se troncharan de risa cada vez que hablaban de
esos chalados de la tierra que comían lo que ellos mismos cultivaban, nunca decían tacos
y llevaban ropas raras. Rillibee nunca había oído hablar de los chalados de la tierra hasta
que llegó al cuarto curso, pero pronto llegó a pensar que jamás dejaría de oír esas
palabras.
Rillibee se tomaba todo eso mucho más en serio que Song. Song tenía un novio que
pertenecía a otra familia de chalados de la tierra, una que vivía en Serpiente de Cascabel,
y los dos parecían quererse mucho. Su novio se llamaba Jason, otro nombre anticuado.
Jason decía algún que otro taco, pero nunca delante de Joshua. Joshua no podía
aguantar que nadie dijera tacos, y cuando le tenía cerca Rillibee siempre procuraba que
no se le escapara ninguno.
—¿Por qué me llamáis Rillibee? —le preguntó a su madre después de haber tenido un
día especialmente horrible en la escuela. Estaba enojado porque los demás chicos no
habían parado de burlarse, riéndose de su nombre, de sus ropas y de su familia—. ¿Por
qué me llamáis Rillibee?
—Es el sonido que hace el agua al correr sobre las piedras —dijo ella—. Lo oí la noche
antes de que nacieras.
¿Cómo podías enfadarte con alguien que era capaz de decirte esas cosas? Su madre
le sonrió y siguió sacando galletas calientes del horno, colocándolas en un plato, y le
sirvió una taza de la leche que había puesto a enfriar en el arroyo.
—Rillibee —le dijo, y lo pronunció de tal forma que pudo oír el sonido del agua al correr
—. Rillibee...
—Los chicos de la escuela creen que es un nombre raro —murmuró Rillibee con la
boca llena.
—Sí, supongo que debe parecérselo —dijo ella—-. Miriam también les debe parecer un
nombre raro. ¿Cuáles son los nombres de moda ahora? Brom. Y Bolt. Y Rym, y Jolt...
—Jolt no está de moda.
—Oh, disculpa. Así que Jolt no está de moda... —Estaba tomándole el pelo—. Parecen
nombres de ultrasonidos para lavar.
Rillibee no tuvo más remedio que admitirlo: sí, lo parecían. Bolt daba la impresión de
ser algo capaz de quitarle los pelos de asno a tus calcetines. Y Jolt…, bueno, ése todavía
era peor.
Un día Joshua volvió a casa con un loro. Era un lorito de color gris, con algunas plumas
verdes.
—Pero, Joshua, ¿de dónde lo has sacado? —le preguntó Miriam.
—¿Recuerdas esos armarios que hice para los Brant?
—Pues claro que los recuerdo.
—Le gustaron mucho. Me lo ha dado como bonificación extra.
Miriam agitó la cabeza, disgustada. Rillibee sabía que estaba pensando en todas las
molestias que supondría tener el loro en la casa.
—Seguramente quería librarse de él.
Joshua se metió las manos en los bolsillos y se quedó callado, contemplando al pájaro,
que estaba muy quieto allí donde lo había dejado, al lado del fuego.
—Dijo que valía mucho.
Miriam estaba contemplando al loro con los labios muy apretados, como si tuviera
ganas de decir algo desagradable e intentara contenerse.
—Mierda —dijo el loro con toda claridad—. Excremento. —Y se cagó en el suelo.
Miriam se rió. No pudo evitarlo. Se dobló sobre sí misma, sin parar de reír.
Joshua se había puesto muy rojo. No sabía qué decir.
—Bueno, ya veo que sabe hablar —dijo Miriam.
—¡Se lo devolveré en cuanto hayamos cenado!
—Oh, Josh, por el amor del cielo, déjale en paz. Ya le enseñaremos a ser más
educado. Ese pájaro no sabe lo que dice, ¿comprendes? No es como si tuviera un
cerebro que le impulsara a soltar palabrotas. No hace más que imitar los sonidos que oye.
—¡Estoy seguro de que nunca ha oído esa palabra!
—Sonidos que recuerda...
Acabaron quedándose con el loro. Nunca aprendió a ser más educado, aunque no
hablaba demasiado, pero cada vez que Miriam se enfadaba y se comportaba como si
quisiera decir algo pero fuera incapaz de hacerlo, el pájaro se encargaba de hablar por
ella. Rillibee se dio cuenta en seguida. Cada vez que Miriam se ponía realmente furiosa,
el loro empezaba a decir «Mierda» con esa voz suya de estar medio adormilado, y
también decía «Maldición», y una vez dijo «Joder». Joshua no le oyó pronunciar esa
palabra: si le hubiese oído seguramente habrían tenido un loro muerto en la casa.
Rillibee pasó a la quinta categoría en cuanto cumplió los once años, convirtiéndose en
un quintero antes que la mayoría de los chicos de su edad. Eso no le ayudó a llevarlo
mejor. Tenía como profesores a la vieja señora Balman y al viejo Snithers. Balman
enseñaba programación e información. Snithers enseñaba reciclaje. Los mayores la
llamaban «Pelotas» porque, según afirmaban, las tenía más gordas que el viejo Sniffy.
Rillibee no tenía ni idea de lo que querían decir con eso y acabó preguntándoselo a
Joshua, con lo que consiguió una conferencia de una hora sobre la sexualidad como una
metáfora de la dominación. La verdad es que Snithers parecía una vieja quisquillosa,
mientras que la Balman tenía una encantadora actitud de al-diablo-con-todo que les
gustaba mucho a los chicos: en el fondo era bastante parecida a Joshua, aunque usara
palabras distintas.
Y llegó un día algo fuera de lo corriente, un día en el que parecía que no iba a suceder
nada especial hasta que Wurn March se despidió de ellos porque iba a Santidad, donde
pasaría cinco años como acólito juramentado. Wurn no parecía estar muy seguro de que
eso fuera a gustarle. Cuando le preguntaron si quería ir puso la misma cara que si
quisiera echarse a llorar.
Después, en el pasillo, «Pelotas» le dijo a Sniffy que Santidad podía quedarse con el
chico y que ojalá les aprovechara, y los dos se rieron, y cuando vieron que Rillibee les
había oído se pusieron rojos. Rillibee volvía de los lavabos y le hicieron ir corriendo a las
prácticas de reciclaje. Rillibee estaba de acuerdo con «Pelotas»: no creía que nadie
echara de menos a Wurn March. Wurn llevaba en la quinta mucho más tiempo del que
debería. Era más corpulento que la mayoría de los chicos, gritaba mucho, y le gustaba
pegar a los que eran más pequeños que él: además, siempre pedía prestadas cosas y
nunca las devolvía.
Dejando aparte eso, el día no tuvo nada de especial. Fue el primer día en que Rillíbee
oyó hablar de los acólitos juramentados, pero por lo demás fue un día sin nada de
particular.
Cuando llegó a casa Miriam estaba en la cocina, como solía hacer a esa hora de la
tarde. La atmósfera estaba llena de buenos olores y Rullibee la rodeó con sus brazos: por
una vez, no le importaba lo que pudieran pensar los demás. Era su mamá y, si tenía
ganas de abrazarla, ¿qué tenía eso de malo?
Tenía de malo que la abrazó demasiado fuerte. Miriam dio un respingo y se apartó.
—Uf —dijo, sonriéndole para hacerle saber que no era culpa suya—. Me duele un poco
el brazo, Rilli, y cuando me abrazaste...
Rillibee dijo que lo sentía mucho e insistió en que se lo dejara ver: tenía bastante mal
aspecto, hinchado y con la piel grisácea. Joshua entró en la cocina y también quiso
echarle una mirada.
—Miriam, será mejor que vayas a la Oficina de Salud. Parece infectado.
—Pues yo creía que estaba mejorando.
—Al contrario, está peor. Probablemente tengas clavada una astilla o algo parecido.
Haz que te lo vea el médico. —Joshua la besó y el loro dijo «Oh, diablos», lo que hizo que
todos se olvidaran del asunto, y así acabó la cosa.
Rillibee volvió a casa a la tarde siguiente y se encontró con Songbird, pero Miriam no
estaba allí. Song estaba buscando el pastel que Miriam había preparado la noche antes,
que había escondido para que no pudiesen encontrarlo.
—¿Dónde está mamá? —quiso saber.
—Fue a la Salud —le recordó su hermana, hurgando en las alacenas.
Rillibee asintió, acordándose de lo ocurrido.
—¿Y cuándo volverá? —Quería hablarle de Wurn March y de lo que había dicho la
maestra, y también quería hacerle unas cuantas preguntas sobre los acólitos
juramentados.
—Cuando haya terminado, bobo —dijo Song—. Mira que llegas a hacer preguntas
tontas... —Abrió la puerta y se asomó por el hueco para inspeccionar el camino.
Rillibee la siguió.
—¿Quieres oír una pregunta tonta? ¿Cuándo vas a crecer? Eso sí que es una pregunta
tonta, porque la respuesta es nunca.
—Mocoso —dijo ella—. Eres un mocoso atontado. Aún te chupas el dedo.
—Basta —dijo Joshua, cruzando el patio hacia ellos. Acababa de salir del taller—. Vaya
par de... Song, no debes hablar así. No quiero oíros decir ni una palabra más. Song, entra
y pon la mesa. Rillibee, ve a recoger todas esas cosas que dejaste tiradas anoche por la
sala. Y pon bien la alfombra. Empezaré a preparar la cena para que tu madre no tenga
que hacerlo en cuanto vuelva a casa.
A eso siguieron varias horas de calma y silencio. Rillibee recordaba esa calma como un
preludio de lo que sucedió después. Mucho más tarde esa calma acabaría simbolizando
la tragedia, por lo que un exceso de tranquilidad o de silencio bastaban para ponerle
nervioso. El sol del atardecer que entraba por las ventanas de la sala creaba charcos de
oro sobre los tablones del suelo hecho por papá y en el castillo que Rillibee había
construido la noche anterior. Destruyó el castillo con todos sus baluartes, recogió las
piezas, guardó sus guerreros y volvió a poner la alfombra en su sitio, tomándose el tiempo
suficiente para peinar las borlas con los dedos hasta dejarlas bien alineadas, como
soldados. El loro se removía en su percha. Rillibee alzó los ojos hacia él, y el loro
murmuró:
—Oh, maldición. Maldición. Oh, Dios. Oh, no. —Rillibee tuvo la impresión de estar
oyendo a Miriam.
El tiempo siguió pasando, hasta que la luz del sol se desvaneció y su estómago emitió
una señal inconfundible. Fue a la cocina: su padre y Song seguían esperando, y mamá no
había vuelto a casa.
—Es hora de cenar —se quejó.
—Bueno, pues cenaremos —dijo su padre con voz preocupada—. Tu madre no querría
que la esperásemos. Supongo que algo la habrá entretenido.
Estaban sentándose a la mesa cuando sonó la señal de la puerta: alguien acababa de
cruzar la verja. Papá se puso en pie y fue hacia la puerta con una sonrisa en los labios.
Rillibee se relajó. Habría ido a hacer la compra. Y a veces cogía alguna muestra de su
cerámica y se la llevaba a quien creyera que podía estar interesado en comprarla. Sí,
probablemente debía ser algo así lo que la había hecho tardar tanto.
Pero la voz que llegó de la puerta principal no era la de mamá.
Era la un hombre que hablaba casi a gritos, queriendo saber dónde estaba.
—Miriam todavía no ha vuelto a casa —dijo Joshua, sin dejarse impresionar—. No lo
sabemos. —El hombre le apartó de un empujón y entró en la casa. Joshua dejó escapar
una exclamación de ira—. Oiga, ¿qué hace?
—Estoy echando un vistazo —dijo el hombre. Era muy corpulento, más que papá.
Vestía una especie de uniforme blanco con algo que parecía una mascarilla alrededor de
su cuello, y llevaba insignias verdes en los hombros—. Seguid cenando, chicos —les
ordenó—, sólo será un momento. —Y cruzó la cocina para meterse en los dormitorios.
Rillibee oyó cómo abría y cerraba las puertas de los armarios, y un instante después el
hombre de blanco salió por la puerta principal y fue al taller. Oyeron el ruido que hacía
yendo de un lado para otro. Rillibee dejó su tenedor sobre la mesa, despacio y con mucho
cuidado, y miró a su papá, que se había puesto pálido.
El hombre de blanco salió del taller y se quedó quieto en el patio, mirando a su
alrededor. Después volvió a entrar en la casa y le pidió a papá que saliera un momento.
Hablaron en voz baja, pero Rillibee pudo oír algunas palabras sueltas, palabras como
«autoridad» y «penas» y «custodia».
Rillibee se calló.
—Siempre hablan así, ¿verdad? —dijo el hermano Mainoa, después de haber
esperado unos segundos para ver si quería seguir hablando—. Sí, la gente que da
órdenes a los demás siempre habla igual. Están llenos de palabras poderosas. A veces
creo que tienen palabras allí donde la mayoría de nosotros tenemos sangre.
Rillibee no dijo nada.
—¿Te cuesta hablar de eso?
Rillibee asintió, tragando saliva, incapaz de pronunciar ni una palabra más.
—No importa. Ya me lo contarás en cuanto te sientas un poco mejor.
Siguieron volando en silencio. El aerocoche se bamboleaba suavemente en el aire
recalentado por el sol. Pasado un rato, Rillibee siguió contándole lo que había pasado.
Mamá durmió en su cama, con papá. A la mañana siguiente Rillibee despertó muy
pronto al oír un ruido que no le era familiar, como si en el camino estuviera pasando algo.
Levantó un poco la persiana y vio al hombre corpulento salir del aerodeslizador blanco,
detrás de los arbolillos. Despertó a mamá y papá con el tiempo justo. Mamá consiguió
volver al sótano, y la cama de Rillibee quedó colocada una vez más sobre la trampilla.
—Túmbate y haz ver que duermes —le ordenó papá mientras iba hacia la puerta para
responder al diluvio de golpes que caía sobre ella.
Rillibee metió la cabeza bajo la almohada y se dijo que estaba soñando. El hombre de
la Salud entró en la habitación y le arrancó la almohada de un tirón, pero Rillibee se las
arregló para poner cara de enfado y de confusión, como si acabara de despertarse.
Después de aquello, mamá durmió en el sótano. Papá le llevó un catre y un retrete
especial que fabricó en el taller, uno que no necesitaba agua. De día mamá salía del
sótano siempre que hubiera alguien para vigilar al hombre del aerodeslizador blanco, pero
si no había nadie en casa tenía que seguir escondida.
Joshua le vendó la herida del brazo. La herida era muy pequeña, como un hueso de
melocotón. Hacia finales de semana se había hecho mucho mayor y le cubría todo el
codo. Y le dolía mucho. Después empezó a extenderse por todo su brazo hasta dejárselo
inflamado y rojo, como si estuviera en carne viva. Cambiar el vendaje le resultaba muy
doloroso, pero si no se lo cambiaban en seguida empezaba a oler mal. Tenían que
cambiárselo cada noche. Song sostenía la palangana con agua caliente que usaban para
lavar el brazo. Rillibee se encargaba de darle las vendas a papá. El loro les observaba
desde su percha, diciendo: «Oh, maldición, maldición, oh, Dios», pero nadie le hacía
caso.
El hombre volvió a visitarles. Vino acompañado por dos hombres más y registraron
toda la casa, pero no encontraron la trampilla escondida bajo la cama de Rillibee. Joshua
había conseguido dejarla casi invisible, encajando la madera de tal modo que no se
podían ver las junturas.
Algunas veces mamá salía del sótano de día, cuando Song y Rillibee estaban en la
escuela. De noche les contaba dónde había estado y qué había hecho.
—Las hojas se están secando —decía—. ¿Te has dado cuenta, Rillibee? Oro triste...
Dios, qué hermosas son. —Después hablaban de lo que cenarían a la noche siguiente.
Mamá le decía a Joshua qué cosas debía comprar y en qué cantidad, y le explicaba a
Songbird cómo prepararlas y a Rillibee cómo podía ayudarla. Luego hablaban un ratito,
jugaban una partida de algo y, finalmente, cambiaban el vendaje y mamá volvía a bajar al
sótano.
Y entonces llegó esa noche horrible en que fueron a quitarle el vendaje, se lo quitaron,
y algo cayó al suelo. Mamá emitió un ruido ahogado, como si fuera a vomitar, o como si
quisiera gritar pero no pudiese tragar el aire suficiente.
—Fuera —les dijo Joshua, señalando hacia la puerta con el rostro retorcido en una
sonrisa horrible, como la de esas linternas que se hacen con una calabaza, y las
comisuras de sus labios estaban tan tensas y rígidas que se le veían todos los dientes.
Fueron corriendo a la cocina. Song lloraba y apretaba los dientes hasta hacerlos
rechinar, queriendo contener el llanto, y Rillibee se decía que todo esto no era más que un
sueño, una pesadilla, que en realidad no pasaba nada. Había visto los huesos de la mano
de mamá, allí donde se habían desprendido los dos dedos, dos objetos blancos, redondos
y cubiertos de un líquido viscoso. No había sangre, sólo una especie de lento rezumar,
gotas de un líquido grisáceo que brotaban de la carne y se deslizaban hasta dejar una
pequeña mancha en la limpia blancura del vendaje, y la mancha olía peor de lo que nunca
hubiesen podido imaginar. El olor se le había quedado pegado a la garganta, como si
quisiera permanecer allí para siempre.
Después de aquello, papá no les dejó estar presentes cuando cambiaba el vendaje, y
llegó un momento en el que ni tan siquiera les dejaba entrar en la habitación si ella estaba
dentro. Aún podían oír su voz y durante unos días fue la voz de siempre, la voz de mamá.
En una ocasión incluso la oyeron reír, una risa aguda y horrible. Después ya no hubo voz,
sólo una especie de gimoteo estridente como el de un perro atropellado por un vehículo o
el de un conejo cuando el gavilán cae sobre él.
Y el olor... Cada noche, brotando del sótano que tenía debajo, envolviéndole. Era una
pestilencia espantosa, peor que cualquiera de los olores del cuarto de baño.
—Oh, oh, no —decía el loro—. Oh, Dios. No.
Papá cambió de habitación con Rillibee. Los días siguieron pasando, y después de
aquello Rillibee nunca volvió a verla. Una noche se acostó en la cama de papá e intentó
acordarse de cómo era su madre. No lograba recordarlo. Sintió deseos de ver su retrato,
el que estaba colgado sobre la chimenea.
Fue a la sala, encendió una lámpara y alzó los ojos hacia el retrato. Mamá le sonrió
desde el cuadro, con los labios curvados y su brillante cabello cayéndole sobre la frente.
—Dejadme morir —murmuró el loro—. Oh, por favor, por favor, dejadme morir.
—Cállate —le gritó Rillibee, pero el grito no llegó a nacer, y las palabras salieron de sus
labios en un susurro, como grandes masas de vómito ardiente—. Cállate, cállate.
Se dijo que no volvería a entrar nunca más en la sala. No volvería a escuchar a ese
pájaro. A partir de entonces comió en la cocina. Hizo sus deberes. Nunca hablaba de
mamá, nunca preguntaba nada.
—Debió de ser muy duro —dijo el hermano Mainoa—. Oh, sí, debió de ser muy duro.
—No paraba de pensar en ella. No podía impedirlo. Veía su imagen pero poco a poco
su rostro iba volviéndose grisáceo, como las fotos cuando se queman, con los bordes
doblándose lentamente sobre sí mismos, y no lograba recordar su aspecto, no podía
verla. Resistí todo lo que pude, y acabé volviendo a la sala para ver su retrato.
—Matadme —dijo el loro—. Por favor, por favor, matadme.
Y al día siguiente, el día en que cumplía doce años, Rillibee despertó sabiendo que
todo había sido una pesadilla. El sol entraba por su ventana y sus rayos tenían el color del
oro triste. Se vistió y fue corriendo a la sala. El loro iba y venía por su percha, diciendo:
«Gracias a Dios. Gracias a Dios. Gracias a Dios».
Song ya estaba allí, sentada a la mesa, y Rillibee vio que había un paquete
esperándole delante de su silla. Se sentó y lo cogió, sonriendo, dándole vueltas,
agitándolo para adivinar lo que había dentro.
—Feliz cumpleaños, Rillibee —dijo papá desde la puerta de la cocina—. Estoy
haciendo tortitas. —Su voz sonaba algo rara, pero había dicho justo lo que Rillibee
esperaba que dijese.
—Feliz cumpleaños, Rillibee —dijo Song, y Rillibee tuvo la impresión de estar oyendo
una grabación de su voz.
Papá salió de la cocina con una jarra de zumo y se inclinó sobre la mesa para llenar los
vasos.
Y Rillibee vio que papá tenía una llaguita en el cuello, cerca de la nuca. Era muy
pequeña, como un cacahuete, igual que la heridita del brazo de mamá. Cuando papá
regresó a la cocina Rillibee se volvió hacia Song e intentó decírselo, pero Song estaba
muy quieta y no le respondió. Entonces vio que tenía la mano vendada, y se preguntó
cuánto tiempo llevaba así sin que él se hubiera dado cuenta.
Se puso en pie sin abrir el paquete y salió de la casa. Cruzó el huerto y atravesó todos
los bosquecillos, y cuanto más se alejaba de la casa más pequeños iban naciéndose los
árboles, hasta que llegó al sitio donde ya no crecía nada...
Rigo aún no había tenido ocasión de conocer a los Hermanos Verdes cuando una
mañana el dígame empezó a zumbar comunicando la llegada del lapso. Los bon Damfels
se habían reunido para la Cacería, pero ni los sabuesos ni las monturas habían
aparecido. Salla, una de las informantes de Roald Few, avisó a la Comunidad, y Roald
mandó el mensaje a la Colina del Ópalo.
Planes que ya estaban concebidos desde hacía mucho tiempo empezaron a llevarse a
la práctica. La embajada se llenó de cocineros y sirvientes que dieron comienzo a los
preparativos necesarios para la velada en que se celebraría la tan esperada recepción,
para la que aún faltaban tres días.
Eugenie partió un hilo con los dientes y le indicó a su dócil animalito doméstico que
diera un cuarto de vuelta hacia la izquierda. Ningún habitante de Colina del Ópalo había
visto todavía al Animalito. Y nadie, viviera donde viviese, lo había visto nunca tan elegante
como ahora.
En la hacienda de los bon Damfels, Stavenger iba haciendo señales en la lista con los
nombres de quienes asistirían. Shevlok, sí. Sylvan, sí. Nadie más joven que él iría a la
fiesta: todos los primos y primas jóvenes se quedarían en la hacienda. Shevlok recibiría
órdenes de cortejar a la muchacha fragras, Stella, y eso resolvería aquel problema.
Mientras tanto, en la Comunidad, los músicos repasaban sus instrumentos y partituras,
el comerciante de vinos comprobaba el estado de sus almacenes, y los cocineros
contratados para la recepción iban colocándose los cuchillos en los delantales. Los
aerocoches empezaron a dirigirse hacia la Colina del Ópalo.
En la hacienda de los bon Smaerlok y la de los bon Tanlig y en todas las haciendas las
mujeres examinaban sus trajes de baile, decidiendo cuál llevarían, mientras sus hijas
ponían cara de mal humor. Se había decidido que ninguna joven asistiría a la recepción.
Era demasiado peligroso. Sólo irían las mujeres adultas y con el suficiente sentido común,
las que ya hubieran tenido una cierta cantidad de relaciones: algunas, hermosas y con
experiencia, ya habían sido escogidas para flirtear con el joven Yrarier. Fuera cual fuese
el resultado de la recepción celebrada en la embajada de Santidad, una relación
inadecuada con uno de los jóvenes Yrarier jamás sería tolerada: eso decían los bons más
ancianos.
Y en Colina del Ópalo Roderigo, Yrarier repasaba la lista de los que no asistirían,
percatándose de la ausencia de los jóvenes e hirviendo de rabia ante el insulto dirigido
contra su familia y su apellido.
Aunque los bons no tenían médicos, la Comunidad contaba con bastantes doctores.
Ningún aristócrata se había rebajado jamás al extremo de estudiar esa profesión, pero los
habitantes de Ciudad Común no poseían semejante orgullo y algunos habían ido a
Semling para estudiar y habían regresado después de pasar unos cuantos años allí. Los
bons tampoco tenían arquitectos o ingenieros, pero la Comunidad poseía expertos en casi
todas las ramas de la ciencia y la técnica, por lo que hubo que acudir a la Comunidad, y
de ahí llegó Lees Bergrem: la doctora Lees Bergrem, jefe del hospital, que se encargaría
de examinar a Janetta.
Una doncella lo vio todo y le contó cuanto había oído a un hermano que, a su vez, se lo
contó a otra persona que habló con Roald Few.
Y Roald habló con Marjorie.
—La doctora Bergrem le puso un aparato en la cabeza para saber qué estaba pasando
dentro de su cerebro. Y ahí dentro no había nada: tenía la cabeza tan hueca como la de
una gallina.
—¿Podrá aprender a comportarse como un ser humano?
—La doctora Bergrem no está segura, señora. Eso parece, pues la señorita Eugenie le
enseñó a bailar, ¿comprende? Y también le enseñó una canción. Parece que podrá
aprender todo lo que ha olvidado. La doctora Bergrem quería llevársela al hospital, pero
Geraldria bon Maukerden no quiso ni oír hablar de ello. Esa mujer es idiota... La doctora
Bergrem estudió en Semling, y también ha estado en Arrepentimiento. Ha escrito libros
sobre sus descubrimientos en Hierba, y quienes los han leído dicen que sabe más que la
mayoría de médicos, incluso que los médicos de la Tierra.
Marjorie, siempre dispuesta a cumplir con su deber de averiguar cuanto pudiese sobre
Hierba, habló con Semling Uno y pidió que le transmitieran copias de los libros escritos
por la doctora Bergrem.
El dígame empezó a zumbar repitiendo la historia. Janetta bon Maukerden había sido
encontrada con vida. De todos los que habían ido desapareciendo a lo largo de los años,
ella era la primera que había sido encontrada viva. Era la primera y la única pero, aun así,
aquello hizo que una parte de la aristocracia —padres, enamorados y amigos—
concibiera las más locas esperanzas.
Rowena bon Damfels vino a verles, sola.
—No le digan a Stavenger que he estado aquí —les rogó en voz baja, con el rostro
deformado por el miedo y la pena—. Él y Gustave se han pasado horas pegados al
dígame, gritándose el uno al otro. Me prohibió que viniera a verles.
—Yo habría podido ir a verla a usted —exclamó Marjorie— Habría bastado con que me
lo pidiera.
—Stavenger la habría visto y la habría echado de nuestra hacienda. Seguimos estando
en el lapso y no hay Cacería. La habría visto.
Pero a quien realmente deseaba ver era a Eugenie: quería interrogarla, porque no
podía ir a Ciudad Común sin que Stavenger se enterara. Marjorie asistió a su entrevista y
tuvo una idea.
—Rowena, hablaré con el hombre y la mujer de la Comunidad que la alojaron y les
pediré que vengan. Tengo que hacerlo, ya que usted dice que no puedo ir a su hacienda,
mientras que usted sí puede venir aquí para hablar con ellos.
Un lazo muy frágil, un poco de confianza mutua... Cuando Rowena se hubo marchado
Marjorie suspiró, meneó la cabeza y mandó llamar a Persun Pollut.
—Hable con el oficial de orden y con su esposa y pídales que vengan aquí mañana.
Hable con los Jellico y dígales que la Obermum desea hablar con ellos en privado. Obre
con la máxima discreción, Persun.
Persun se puso los dedos primero sobre los labios y luego sobre los ojos, indicando
que no diría nada y no vería nada, y se marchó. Cuando volvió, le dijo que los Jellico
habían accedido a venir mañana, y Marjorie mandó un enigmático mensaje por el dígame,
un mensaje que sólo Rowena podría comprender. Cuando hubo terminado, se volvió
hacia Persun para pedirle que le explicara algo.
—Persun, en la recepción, Sylvan dijo que no tardaríamos en arrojarnos murciélagos
muertos los unos a los otros. ¿Qué quería decir con eso?
—Los hippae lo hacen —dijo él—. Al menos, eso he oído contar. Algunas veces,
durante la Cacería... Usan las patas para arrojarse murciélagos muertos los unos a los
otros.
—¿Murciélagos muertos?
—Están por todas partes, señora. Hay muchos murciélagos muertos.
Marjorie seguía sin entenderlo. Hizo una anotación en su cuadernillo para acordarse de
investigarlo en el futuro. Ahora no tenía tiempo.
—Rowena hablará conmigo —le dijo a Rigo—. Quizá esto sirva para abrirnos una
puerta.
—Pero sólo mientras se encuentre en su estado actual. Cuando se calme, volverá a
darnos con su puerta en las narices.
—No puedes estar seguro de eso.
—Lo estoy —dijo Rigo con voz seca. Desde la recepción parecía enojado con ella. La
había visto bailar con Sylvan, con aquella expresión en el rostro... Marjorie comprendió
que su sequedad era una ira que apenas si podía contener, pero creía que su
incomodidad era originada por Eugenie. Ya hacía mucho que tomó la decisión de no
fijarse en cómo iban las cosas entre Rigo y Eugenie, por lo que no hizo comentario alguno
al respecto. Al ver que no reaccionaba a su más que evidente irritación, Rigo pensó que
no le importaba, y supuso que tenía otra persona en la que pensar, con lo que se irritó
todavía más y Marjorie, en respuesta, se quedó aún más callada; y así siguieron los dos,
como una pareja que baila un minueto con los ojos vendados.
Pero algo en su comportamiento indicaba que había tomado una decisión.
—Rigo, no estarás...
—Sí —dijo él con firmeza—. He contratado un maestro de equitación.
—Gustave sólo pretendía...
—Estaba proclamando en voz alta la opinión de todos: que no somos dignos de su
atención porque no montamos.
—Eso no es montar —dijo ella con repugnancia—. No sé qué hacen, pero no tiene
nada que ver con el montar. Es aborrecible, espantoso...
—No me importa de qué se trate —gruñó él—, ¡pienso hacerlo igual de bien que ellos!
—No esperarás que yo... o los chicos...
—No —farfulló él, muy sorprendido—. ¡Naturalmente que no! ¿Por quién me tomas?
Sí, ciertamente, ¿por quién le tomaba? Eugenie les había metido en un gran lío, desde
luego, pero Marjorie no le había reprochado ni una sola vez el que la hubiera traído
consigo, cuando lo cierto era que Eugenie no tenía porqué estar allí. Y, como resultado,
Rigo se sentía culpable, y eso le irritaba. Tenía la sensación de que había sido injusto con
Marjorie, aunque Marjorie no daba señales de que eso le importara, ni ahora ni nunca.
Jamás había mostrado hostilidad hacia él cuando pasaba algún tiempo con Marjorie, y el
que Rigo tuviera una relación con otra mujer jamás había parecido irritarla. Nunca hablaba
con amargura, nunca le amenazaba... Siempre estaba allí, ocupándose de todo,
infaliblemente correcta, afable y educada, actuando como había que actuar en cada
circunstancia, incluso en aquellas que sabía eran obra de Rigo, creadas especialmente
para ponerla a prueba. A veces se decía que daría su alma por verla llorar o gritar. Si
intentara recuperarle, si quisiera alejarse de él…, pero Marjorie jamás haría nada
parecido.
Se preguntó si hablaría de su ira o de sus celos cuando se confesaba con el padre
Sandoval. ¿Le contaba lo que sentía? ¿Lloraba?
Se había dicho a sí mismo que Marjorie jamás le amaría como había soñado al
principio, porque les había dado todo su amor a los caballos. Hasta llegó a pensar que
odiaba el que montara porque les daba a los caballos justamente eso que le negaba a
él..., su pasión. Los caballos... Eran mucho más importantes que su maternidad o sus
obras caritativas.
Pero ahora no estaba seguro de que eso fuera cierto. ¿Eran realmente los caballos los
que le habían robado el corazón de Marjorie? ¿O se había limitado a esperar la llegada de
otra persona? ¿Alguien como Sylvan bon Damfels, quizá?
¿Por quién le había tomado?
—Marjorie, cuando bailabas con Sylvan bon Damfels... ¿te dijo algo? —Tenía que
preguntárselo, no podía seguirse conteniendo por más tiempo.
—¿Que si me dijo algo? —Marjorie le lanzó una mirada de preocupación: aún no había
asimilado su intención de montar con los bons, y en esos momentos era incapaz de
pensar en ninguna otra cosa—. ¿Sylvan? ¿A qué te refieres, Rigo? Que yo recuerde, no
me dijo nada que se saliera de lo corriente. Dijo que Stella y yo llevábamos unos trajes
muy bonitos, y como según Pollut no estaba en la lista de aquellos con quienes debíamos
tener cuidado, me relajé y pude disfrutar del baile. ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—Nada, me preguntaba si... —Se preguntaba qué estaría ocultándole.
—¿Qué tiene que ver Sylvan con…?
Sí, ¿qué tenía que ver Sylvan con todo aquello? Con lo que Rigo sentía al verla; con el
hecho de que Sylvan montaba mientras que él, Rigo, no... Jamás se preguntaría a sí
mismo qué relación había entre esas dos cosas. No, ni tan siquiera pensaría en ello.
—Nada. Nada. No espero que ni tú ni los chicos participéis en la cacería de los
aristócratas.
—Pero, ¿por qué quieres montar?
—Porque nunca me dirán nada a menos que confíen en mí, y no confiarán en mí hasta
que no participe en sus…, ¡sus rituales!
Marjorie guardó silencio, apenada, pero su expresión no reveló nada de lo que sentía.
Hierba estaba saturada de odio, un odio dirigido hacia ellos, los extranjeros. Si Rigo
montaba, ese odio acabaría atrapándole igual que las arenas movedizas.
—Estás decidido a hacerlo. —Era una afirmación, no una pregunta, y Rigo jamás
sabría con qué desesperanza pronunció esas palabras, con todo el amor que creía
deberle dependiendo de la respuesta—. Estás decidido a hacerlo, Rigo.
—Sí. —Y su tono de voz proclamaba que no admitiría ninguna discusión al respecto—.
Sí.
La máquina de montar era pesada y voluminosa pero, aun así, su masa no superaba
en mucho a la del maestro de equitación, Hector Paine, un hombre de rostro adusto y
expresión ominosa que vestía siempre de negro, como si llevara luto por todos aquellos a
los que había enseñado cómo morir.
Rigo había escogido una habitación vacía de los aposentos de invierno para utilizarla
como sala de equitación, y se presentó en ella acompañada por Stella, muy ocupada
jugando a ser la niñita de su papá. Una vez allí Rigo, con cierta incredulidad, se enteró de
que debía empezar con cuatro horas de lecciones al día. Stella no pareció enterarse de
aquello: daba la impresión de no estar prestándoles ninguna atención. Estaba acariciando
la máquina de montar, canturreando en voz baja, como si fuera incapaz de fijarse en nada
que no fuese la máquina.
El instructor vestido de negro se mostró inflexible.
—Por la mañana una hora de ejercicios y luego una hora de monta. Por la tarde, lo
mismo. A finales de semana quizá podamos alargar las sesiones de mañana y tarde hasta
tres horas, luego hasta cuatro. Finalmente, acabaremos haciendo doce horas al día.
—¡Cielo santo!
Stella acarició las espinas de punta roma incrustadas en el cuello del resplandeciente
simulacro metálico y pasó el dedo por la curvatura de las riendas, que colgaban de la
última espina.
—¿Pensaba que sería sencillo, señor? Las Cacerías suelen durar hasta diez o doce
horas. A veces duran todavía más que eso.
—¡Lo cual no deja tiempo para hacer gran cosa más!
—Su Excelencia, para los que participan en la Cacería no hay ninguna otra ocupación
importante. Creía que ya se habría dado cuenta de eso. —Habló con voz seria y sin el
menor matiz burlón, pero Rigo le lanzó una mirada feroz. Stella había seguido vagando
por la sala y acabó yendo a un rincón para sentarse detrás de un montón de muebles,
donde nadie podía verla ni fijarse en ella, con los ojos absorbiendo ávidamente todo lo
que encontraban.
—Vino en seguida aunque se le avisó con muy poca antelación —gruñó Rigo.
—Vine porque Gustave bon Smaerlok me dijo que debía venir.
—Tiene la esperanza de que seré incapaz de hacerlo, ¿eh?
—Creo que le gustaría, sí. Se trata de una impresión personal, y no se basa en nada
que haya oído decir.
—¿Y ha accedido a irle informando de lo que ocurra?
—Me limitaré a hablar con él cuando crea que es usted capaz de montar en una
Cacería. Voy a decirle una cosa, Su Excelencia: con los jóvenes empezamos antes de
que hayan cumplido los dos años…, ¿cuánto sería eso según su calendario? ¿Diez o
doce años terrestres? Trabajamos cada día, cada semana y cada período durante todas
las estaciones, puede que durante un año, y eso cuando aún son niños. Un año de
Hierba, más de seis años suyos.
Rigo no dijo nada. Estaba empezando a comprender que quizá no tuviera el tiempo
suficiente para aprender a montar con los sabuesos. Al menos, no si iba a tardar tanto
como los niños...
Bueno, tendría que acortar el plazo. Concentró toda su atención en el maestro de
equitación, y se dedicó a escuchar cuanto éste tuviera que decirle.
Y Stella también escuchaba sus palabras, escondida por la pantalla de sillas y sofás,
concentrándose con idéntica diligencia en lo que decía el maestro de equitación.
Había bailado con Sylvan bon Damfels.
Sólo unos minutos, el tiempo suficiente para saber que cuanto deseaba estaba allí, en
su piel, detrás de esos ojos, escondido en esa voz y en el contacto de esas manos.
Cuando llegó a Hierba pensaba que jamás olvidaría a Elaine, la amiga que había
dejado atrás, pero su mente ya no tenía espacio para albergar a nadie que no fuera
Sylvan, ni tan siquiera en el recuerdo. Cuando le sonrió, Stella se dio cuenta de que había
estado pensando en él desde que le vio por primera vez, en la Cacería de los bon
Damfels. Vio a Sylvan con su atuendo de cazador, le vio montar y le vio cabalgar. En la
pista de baile su cuerpo se movía al compás del suyo, y Stella recordó cada una de las
ocasiones en que le había visto, cada vez que le había hablado y, como siempre, su
apasionado corazón empezó a exigir más y más. Más... Más Sylvan bon Damfels.
Montaría con Sylvan bon Damfels igual que había danzado con él, igual que podía
imaginarse el... Oh, sí, podía imaginarse muchas otras cosas que hacer con Sylvan bon
Damfels.
La había mirado a los ojos.
Le había dicho que era hermosa.
Y, oculta detrás de los muebles, Stella sintió una alegría exultante: era feliz, por primera
vez desde que había llegado a Hierba. Absorbió la información y la grabó en su mente,
aguzando el oído para captar hasta la última palabra pronunciada por el maestro de
equitación. Estaba decidida a aprender. Y deprisa. Más deprisa de lo que nadie hubiera
aprendido jamás.
El mismo aerocoche que había traído al maestro de equitación a Colina del Ópalo trajo
también a James y Jandra Jellico, que fueron al estudio de Marjorie para aguardar la
llegada de Rowena.
Y Rowena, cuando vino por fin, apareció acompañada por Sylvan.
—Cuéntennoslo todo —les suplicó Sylvan con amabilidad—. Sabemos que ninguno de
los dos hizo nada de lo que deban arrepentirse, por lo que basta con que nos cuenten
todo lo que sepan.
Marjorie y Tony estaban sentados junto a ellos, escuchando. Nadie sugirió que no
debieran estar presentes y, de haberlo hecho, Marjorie ya había decidido que escucharía
con la oreja pegada a la puerta.
Había muy poco que contar, pero aun así los Jellico estuvieron hablando durante una
hora, repitiendo diez veces cada pequeño fragmento de la historia.
—Hay algo que deberían recordar —le dijo Gelatina a Sylvan—. Que Ducky Johns esté
metida en cierta clase de negocios no quiere decir que no sea una mujer honrada. Es tan
honrada como cualquier otro comerciante, y creo que encontró a esa tal Janetta justo
donde dice que la encontró, en su porche trasero, debajo de la colada.
—Pero, ¿cómo es posible? —exclamó Rowena, y quizá fuera la décima vez que lo
preguntaba.
Gelatina tragó una honda bocanada de aire. Estaba harto de evasivas, harto de
eufemismos, harto de inclinarse ante la más que conocida excentricidad de los bons.
Decidió contarles la verdad, por dura que fuese, y ver cuál era la reacción de esta bon
ante ella.
—Señora, cuando se la vio por última vez iba montada en una de esas bestias, ¿no?
Bien, cualquier persona con una pizca de sentido común supondrá que, acabara donde
acabase, fue porque esa bestia la llevó hasta allí o se encargó de que llegara hasta ese
sitio. Eso es lo que pienso yo.
Bien, ya estaba. Oh, sí, allí estaba, justo ante sus narices, con sonido y olor incluidos,
un monstruo feroz y lleno de espinas, un hippae: al fin había aparecido en escena,
designado por su nombre, y ahí estaba la faceta del problema a la que ninguno de los
bons se había referido, la faceta de la que ninguno de los bons hablaría o dejaría hablar.
Los hippae... Los hippae o un hippae se llevaron a la chica, todo el mundo lo sabía. Ellos,
los hippae, le hicieron algo, ¿había alguien que lo dudase? Ellos la escondieron. Ellos la
mantuvieron prisionera. Y, un tiempo después, la joven volvió a aparecer. ¿Quién sabía
por qué? ¿Quiénsabía cómo? Marjorie sintió las preguntas que burbujeaban en aquel
silencio pero no despegó los labios, sin apartar sus dedos de la mano de Tony, porque
había notado cómo temblaba su hijo, lleno de preguntas sin respuesta que no habían
llegado a ser formuladas en voz alta. Los bons habían preferido culpar a los Yrarier antes
que a los hippae. La misma Rowena guardaba silencio. ¿Por qué?
Los Jellico se despidieron y salieron de la habitación. Rowena lloraba, aferrada a
Sylvan, que clavó sus ojos en Marjorie, prohibiéndole hablar. Marjorie bajó la vista,
sintiendo el peso de su voluntad tan claramente como si la hubiera tocado con las manos.
—Mamá, ¿quieres acostarte un momento? —le preguntó a Rowena.
Rowena asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Tony, acompáñala, ¿quieres? —le pidió Marjorie, deseosa de que se llevara a la
mujer, deseosa de estar a solas con Sylvan para preguntarle...
—Un momento —dijo Rowena.
Marjorie asintió.
—Lady Westriding…, no, Marjorie: quizá llegue un momento en el que pueda ofrecerle
mi ayuda, igual que usted me la ha ofrecido ahora. Aunque me cueste la vida, la ayudaré.
—Posó su mano manchada por las lágrimas sobre la mano de Marjorie y se marchó con
Tony, dejando a su hijo en la habitación.
—No —dijo él cuando estuvieron a solas, percibiendo la pregunta en su rostro—. No lo
sé.
Marjorie no logró seguir conteniendo las palabras que pugnaban por salir de su boca.
—¡Pero vive aquí! Está familiarizado con esas bestias.
—Shhh —dijo él, mirándola por encima del hombro y pasándose un dedo por el interior
de aquel cuello que, de repente, parecía haberse vuelto demasiado apretado—. No les
llame bestias. No les llame animales. No use esas palabras, ni tan siquiera cuando esté
sola. No piense en ellos. —Se llevó la mano al cuello, como si algo le estuviera ahogando.
—¿Qué palabras usan ustedes?
—Hippae. Monturas —gorgoteó—. Y, cuando están cerca y pueden oímos, ni tan
siquiera usamos esas palabras. Cuando están cerca y pueden oírnos, nunca les llamamos
nada. —Jadeó, intentando tragar aire.
Marjorie le miró, vio las gotitas de sudor que brillaban en su frente, vio cómo luchaba
por mantener la compostura.
—¿Qué ocurre?
La lucha se hizo más intensa. Sylvan no podía responderle.
—Shhh —dijo ella, cogiéndole las manos—. No hable. Limítese a pensar. ¿Es algo
que…, algo que le están haciendo?
Un gesto de cabeza, un asentimiento casi imposible de captar.
—¿Algo que le hacen a... su cerebro? ¿A su mente?
Un parpadeo. Si no hubiera aprendido a descifrar los casi imperceptibles
estremecimientos de los caballos, jamás habría logrado percibirlo.
—¿Es…? —Marjorie pensó fríamente en todo lo que había visto durante su visita a la
hacienda de los bon Damfels—. ¿Una especie de vacío?
Sylvan parpadeó, respirando profundamente.
—¿Una compulsión?
Suspiró, dejando escapar el aire. Su cabeza osciló flojamente sobre su cuello.
—Una compulsión que les obliga a montar pero les hace incapaces de pensar en que
están montando, que les impide hablar de ello. —Habló para sí misma, sin dirigirse a él,
segura de que era cierto, y Sylvan la miró. Sus ojos brillaban. ¿Lágrimas?—. Y la
compulsión debe de ser más intensa cuanto más veces monten —siguió diciendo ella,
observándole atentamente. Sabía que estaba en lo cierto—. Pero usted logró hablar con
nosotros después de una Cacería...
—Se habían ido —gorgoteó Sylvan, jadeando—. Después de una Cacería larga se van.
¡Hoy están aquí, muy cerca, alrededor de Colina del Ópalo!
—Entonces, durante el invierno, apenas si deben sentir la compulsión, ¿no? —
preguntó ella—. ¿Y durante el verano? Pero en primavera y en otoño les domina por
completo. Al menos, a los que montan...
Sylvan se limitó a mirarla, sabiendo que no necesitaba confirmación.
—¿Y qué hacen cuando termina el invierno? ¿Ponerles en cintura? ¿Rodear sus
haciendas? ¿Por docenas, por centenares? —Sylvan no lo negó—. Se reúnen y
empiezan a influirles, insistiendo en que deben asistir a la Cacería. También debe de
haber cierta presión para que los niños monten. ¿También les obligan a eso?
—Dimity —dijo él con un suspiro.
—Su hermana pequeña.
—Mi hermana pequeña.
—Su padre...
—Lleva años montando, ha sido Jefe de la Cacería durante años, como Gustave...
—Ya —dijo ella, pensando que debía contarle todo eso a Rigo. Tenía que hacer que lo
comprendiese.
—Me llevaré a mamá a casa —dijo él, y su rostro empezó a recobrar su expresión
habitual.
—¿Cómo ha podido resistirles? —preguntó Marjorie, hablando en un tono de voz tan
bajo como el de él—. ¿Por qué no le han arrancado un brazo o una pierna? ¿No es eso lo
que hacen cuando uno de ustedes intenta plantarles cara?
Sylvan no le respondió. No necesitaba responder. Marjorie podía adivinar la respuesta
sin necesidad de ayuda. Cuando montaba no les oponía resistencia. De haberlo
intentado, ya se habría esfumado o habría sido castigado por ello. Oh, no, cuando
montaba era uno de ellos, igual que los demás. El secreto estaba en su rápida capacidad
para recuperarse en cuanto la Cacería había terminado. Podía recuperarse lo bastante
deprisa como para decir ciertas cosas y hacer ciertas alusiones.
—Nos advirtió —dijo ella, alargando la mano hacia él—. Sé lo difícil que debió de
resultarle.
Sylvan le cogió la mano y se la llevó a la mejilla. Sólo eso. Pero así fue como les vio
Rigo.
Sylvan se excusó, hizo una reverencia y se fue a buscar a Rowena.
—Un téte-á-téte muy agradable, ¿eh? —dijo Rigo, con una sonrisa feroz.
Marjorie estaba demasiado preocupada para darse cuenta de lo que había bajo esa
sonrisa.
—Rigo, no debes montar.
—Oh. ¿Y por qué no?
—Sylvan dice que...
—Oh, creo que lo que diga Sylvan no tiene ninguna importancia.
Marjorie le miró, sin saber qué decir.
—Sí que importa, y mucho. Rigo, los hippae son algo más que animales. Ellos…, le
hacen algo a sus jinetes. Algo que afecta a sus cerebros.
—Vaya, Sylvan debe ser muy inteligente. Mira que inventarse semejante historia...
—¿Crees que se la ha inventado? No seas tonto. Pero si está muy claro. Ha estado
muy claro desde que vimos esa primera Cacería, Rigo.
—Ah, ¿sí?
—Y desde la noche pasada. Rigo, por el amor de Dios... ¿No te pareció raro que nadie
culpara a los hippae? Una chica desaparece durante la Cacería, y nadie culpa al hippae
sobre el que iba montada...
—Querida mía, si desaparecieras durante una Cacería y aparecieras un tiempo
después como cortesana en algún pequeño y miserable reino de provincias, ¿crees que
debería echarle la culpa a tu caballo? —Le lanzó una mirada tan gélida como el invierno y
se marchó, mientras Marjorie le seguía con los ojos, esforzándose desesperadamente por
comprender qué había pasado.
En la Abadía de los Hermanos Verdes las noches se iban posando suavemente sobre
los alféizares. El potente grito que helaba la noche y resonaba en el sur rara vez era oído
aquí, aunque las horas de oscuridad solían vibrar con el meloso coro de los mirones. Los
días estaban dedicados al trabajo, las noches al sueño. Hubo un tiempo en el que los
hermanos pasaban sus existencias estudiando, o eso se decía, pero aquí no hacía falta
estudiar mucho. Todas las preguntas habían sido reducidas a la categoría de doctrina;
toda la doctrina había sido simplificada hasta convertirla en catecismo; y todo el catecismo
había sido aprendido de memoria ya hacía mucho tiempo. Además, ¿qué podían hacer
los penitentes con más conocimientos de los que ya poseían? Estando aquí no les
servirían de nada.
La Abadía se hallaba en una pradera de hierba corta, aunque no muy lejos había zonas
de hierba alta. Cada año los hermanos pasaban parte del verano cortando grandes
cantidades de esos tallos fuertes y gruesos que crecían hasta alcanzar la altura de siete u
ocho hombres. Otros hermanos se quedaban en la Abadía, cavando zanjas angostas pero
muy hondas dispuestas en líneas paralelas, zanjas que trazaban el perfil de las nuevas
estancias que se necesitarían durante el año de Hierba. Aunque los penitentes envejecían
y acababan muriendo, el número de hermanos crecía sin cesar. Al parecer, los acólitos de
Santidad mostraban una creciente tendencia a hacerse pedazos, como si fuesen frágiles
engranajes que se vieran obligados a girar demasiado deprisa.
Los tallos de hierba eran aserrados y atados en gavillas que se llevaban hasta la
Abadía e iban siendo colocadas las unas junto a las otras en las zanjas que esperaban
recibirlas. El extremo de cada gavilla era doblado y atado al de la gavilla que había en la
zanja paralela hasta que toda la doble fila quedaba inclinada y se convertía en una
bóveda que podría ser cubierta con hierbas entretejidas: las aberturas serían recubiertas
con paneles de hierba trenzada. Dentro de aquel recinto los hermanos construirían el tipo
de aposentos que necesitaran: una nueva capilla, una cocina, o quizás otro conjunto de
celdas.
Así se delimitaba el espacio hacía mucho tiempo en otro mundo poblado por gente que
vivía rodeada de hierba, según decían los historiadores de la orden. Los historiadores no
decían a qué se dedicaba ese pueblo durante el invierno. Durante los inviernos de Hierba
los hermanos se retiraban a un pequeño monasterio subterráneo donde soportaban una
larga estación de irascible hacinamiento. Los inviernos conseguían que un cierto número
de hermanos perdieran la cordura. Bajo su aparente tranquilidad acechaba una locura
salvaje, una enfermedad endémica que solía presentarse con más frecuencia entre los
jóvenes. Los viejos tenían la sensación de hallarse más allá de toda esperanza, pero los
jóvenes aún tenían esperanzas que se veían continuamente frustradas y se pasaban la
vida luchando contra esa frustración de formas tan extrañas como peligrosas.
En la Abadía de verano había espacio suficiente para que la frustración hallara una
válvula de escape. Los recintos se esparcían por entre la hierba, con claustros
abovedados que rodeaban pequeños jardines, puertas que daban a los grandes huertos o
a pequeñas granjas donde las gallinas investigaban el suelo y los cerdos gruñían
satisfechos en sus porquerizas. De no haber sido por las torres, la Abadía bien habría
podido parecer un túmulo dejado por algún inmenso topo como señal del túnel que había
cavado, ya que aquellos recintos abovedados acababan secándose hasta cobrar un color
muy parecido al de la tierra.
Pero había torres…, había torres por todas partes. Enloquecidos por el aburrimiento,
los hermanos más jóvenes llevaban décadas construyendo aquellos pináculos de hierba.
Al principio no fueron más que simples mástiles cuya altura no superaba la de quince
hombres puestos uno encima de otro, o de veinte en los más altos, que terminaban en
semilleros plumosos. Después, unas monstruosidades más complejas de tres o cinco
patas fueron trepando hacia el cielo surcado de nubes, y acabaron haciéndose invisibles o
increíbles para quienes seguían en el suelo…, siempre había más torres, y más altas.
Agujas de encaje flotaban sobre los grandes patios, aseguradas mediante cuerdas de
hierba alambre. En cada unión de aquellas estancias abovedadas nacían torres delgadas
como patas de araña que acababan perforando las nubes. Fuera del perímetro de la
Abadía se veían bosques de espículas que recordaban a un erizo de mar incrustado en el
cielo de Hierba, haciendo pensar en una miríada de campanarios góticos. Tanto daba que
se estuviese dentro o fuera de la Abadía, no se podía alzar la cabeza sin verlos,
fantásticamente altos y ridiculamente frágiles: eran las escaleras de los trepadores.
Los hermanos más jóvenes, encogidos por la distancia hasta alcanzar el tamaño y la
apariencia de arañas, se movían por aquellas estructuras y se balanceaban entre las
nubes, dejando colgar tras ellos sus delgadas cuerdas y uniendo las torres con puentes
que parecían tener la anchura de un dedo y no ser mucho más resistentes que un cabello.
Usaban escaleras tan frágiles como telarañas para subir a las plataformas desde las que
montaban guardia. Al principio oteaban el horizonte en busca de sabuesos o de
herbívoros. Después, o eso dijeron algunos de ellos, se dedicaron a buscar ángeles
dorados como los que había en las torres de Santidad, hartos de vigilar y montar guardia
cuando nadie veía nunca nada interesante, y el reverendo hermano Laeroa tuvo que
esforzarse al máximo para que no cayeran en manos de la Doctrina. A Jhamlees Zoe le
habría encantado celebrar una buena sesión disciplinaria o, ¿por qué no?, incluso un
juicio por herejía. Después de todo, los encargados de la Doctrina Aceptable se aburrían
tanto como el resto de los hermanos.
Las décadas fueron pasando y aquellas torres que empezaron siendo escaladas por
meros aficionados conocieron el paso de los entusiastas y, finalmente, de los expertos,
que inventaron un culto con sus propios jerarcas y acólitos, sus propios rituales de
bautismo y entierro, sus secretos particulares compartidos por todos los adheridos a la fe.
Unos cuantos días después de su llegada, cada nuevo acólito era sometido a la prueba
que permitiría saber si era digno de convertirse en un trepador o no. Cuando el hermano
Mainoa advirtió al hermano Lourai de que los trepadores pronto caerían sobre él, no
estaba haciendo más que decirle la pura y simple verdad.
Y no esperaron mucho tiempo.
El hermano Lourai, antes Rillibee Chime, estaba sentado en el refectorio igual que
habían hecho generaciones de hermanos antes que él, con la pechera de su túnica
haciendo brillar un poquito más el canto de la mesa, esperando oír el gong que le
permitiría levantarse de la mesa, llevar su plato a la trampilla de servicio y marcharse a la
sala de lavado para cumplir con su jornada laboral de la tarde. La voz que le habló en un
susurro fue una auténtica sorpresa, pues venía de un punto situado a su espalda. Y a su
espalda no había nada salvo el muro de la sala, una superficie desnuda que por no tener
no tenía ni un estante.
—Eh, Lourai —dijo la voz—. Presta atención.
Lourai alzó los ojos y miró a su alrededor, moviendo la cabeza lentamente para que
nadie se fijara en él. Sus vecinos más próximos estaban a cierta distancia: eran un grupo
de pequeños funcionarios que llegaron hacía poco para aumentar los efectivos del
Departamento de Doctrina Aceptable, o eso había dicho Mainoa, y cuanto menos se
fijaran en él, mejor sería.
No vio nada salvo las esterillas de hierba de que estaba hecha la pared de la sala.
—Tú —dijo la voz—. Cuando acabes la jornada de hoy. Ha llegado el momento de tu
iniciación.
El sonido que siguió a esas palabras era sospechosamente parecido a una risita, una
risita muy desagradable a la que le faltaba poco para ser un cacareo burlón. Rillibee cerró
los ojos y rezó pidiendo ayuda, pero no obtuvo más respuesta que los gritos de los viejos
sentados en el estrado, que no paraban de hablar entre sí. Acabó abriendo los ojos y miró
a su alrededor, preguntándose si el Gran Refectorio no contendría algo que pudiera
ayudarle.
El refectorio constaba de cuatro salas abovedadas que irradiaban como dedos
partiendo de una cúpula central. Bajo la cúpula estaba el estrado de los reverendísimos
hermanos: Jhamlees, Fuasoi y Laeroa, así como media docena más. Las salas contenían
largas filas de mesas hechas con tallos de hierba, y los penitentes se sentaban a ellas
siguiendo un estricto orden de antigüedad. Las mesas eran maravillosas, o eso pensaba
Rillibee.
Los tallos de hierba habían sido curvados hasta formar espirales, y las espirales se
entrelazaban en dibujos que representaban ramas, hojas y flores. La superficie de cada
mesa terminaba en una serie de tallas y dibujos de los que brotaban unas abultadas patas
dominadas por el más puro exceso rococó. La madre de Rillibee habría dicho que
parecían de mimbre, pues eran muy similares a la vieja mecedora marrón que había junto
al fuego. Aquí no había más que hierba, pero la hierba presentaba docenas de colores
distintos y podía ser tratada con cien tintes.
Generaciones enteras de hermanos habían acariciado los brazos de aquellas sillas,
dándoles lustre a los asientos con sus traseros, abrillantando los retorcidos finales de las
mesas con sus vientres y sus mangas. El sitio del hermano Rillibee/Lourai estaba al final
de una hilera de mesas tan larga, que si seguía sus superficies, casi acababan
empequeñeciéndose en la nada antes de llegar a la cúpula. Aquello hacía que las
comidas de los hermanos más jóvenes resultaran francamente solitarias, aunque quizá
fuera muy favorable para la meditación.
Y también hacía que la existencia resultara muy solitaria. Las sillas que le flanqueaban
estaban vacías. No había nadie a quien pudiera pedirle ayuda, y probablemente tampoco
habría nadie dispuesto a ayudarle aunque se lo pidiera. Y, de todas formas, tampoco
tenía tiempo de intentarlo, pues el áspero redoble de la campana se impuso a todos los
demás sonidos y les puso punto final. Lourai se levantó y siguió a los centenares de
siluetas que se dirigieron con paso cansino hacia la trampilla para depositar sus platos
dentro de ella, y acabó saliendo de la sala.
En cuanto estuvo al aire libre, salió del patio y tomó por un callejón que rodeaba el
refectorio y acababa llevando a la sala de lavados. Cuando llegó allí se colocó ante un
lado de la palanca de una bomba y aguardó la llegada de su compañero de trabajo, un
hermano anónimo de mediana edad que no tardó en agarrar el otro lado de la palanca,
con lo que los dos empezaron el monótono subir y bajar que le arrancaría el agua a un
manantial caliente situado muy por debajo de ellos. El agua salía de la bomba para entrar
en las marmitas, y cuando las marmitas estaban llenas acababa pasando al depósito de
lavado. Cuando el depósito estuviera lleno, las marmitas quedarían vacías.
—Qué estupidez —masculló el hermano Lourai, pensando en baterías solares y
bombas impulsadas por el viento, ingenios que eran utilizados por toda la Abadía para
bombear el agua del baño, llenar los estanques de los peces y el gran tanque que les
proporcionaba el agua que bebían.
—Calla —dijo su compañero de trabajo, mirándole fijamente. Bombear era una
penitencia. No se suponía que debiera resultar agradable o que tuviera lógica.
Rillibee se calló. Tenía una jornada que cumplir, y desear que las horas pasasen más
deprisa no serviría de nada. De hecho, hoy quizá fuera mejor que la jornada durase lo
más posible. Empezó a pensar en su entrevista de ayer con el reverendo hermano
Jhamlees.
—Bien, muchacho —había anunciado el reverendo hermano—, aquí dice que tuviste
un ataque de nervios en el refectorio y que empezaste a gritar como un loco, haciendo
acusaciones sin pies ni cabeza.
Rillibee abrió la boca para replicar, dispuesto a ser osado y dar rienda suelta a la ira
que sentía, pero recordó el consejo de Mainoa.
—Sí, reverendo hermano —respondió.
—Sólo te faltaban dos años —siguió diciendo el reverendo hermano. Tenía una cara
que parecía hecha de corcho, muy lisa y de un color uniforme, como si llevara una
máscara. Todos sus rasgos eran de lo más corriente salvo la nariz, una nariz tan
minúscula que hacía pensar en un trocito de tapón incrustado en el centro de su rostro:
las fosas nasales eran unas meras rendijas—. Dos años, y tuviste que empezar a sentir
dudas. Bueno, ya sabes que aquí no podemos consentir eso, ¿verdad?
—Sí, reverendo hermano.
—Veamos si recuerdas bien tu catecismo. Ah... Sí, ¿cuál es el propósito de la
humanidad?
—Poblar la galaxia en el tiempo que le ha concedido Dios.
—Ah, sí, bueno; ¿y cuál es el deber de la mujer?
—Engendrar niños para poblar la galaxia.
—Ah, bueno, sí; ¿y cómo se conseguirá poblar la galaxia?
—Mediante la resurrección de todos aquellos que han existido, remontándonos hasta el
tiempo de nuestros primeros padres.
—¿Y qué nos guiará?
—La resurrección del Hijo de Dios y de todos los santos que volverán a ser santos en
los últimos días para guiarnos hacia la perfección de la Santidad, la Unidad y la
Inmortalidad.
—Hmmm... —dijo el reverendo hermano Jhamlees—. Veo que conoces bien la
doctrina. ¿Qué diablos te pasó?
—Reverendo hermano —dijo Rillibee, olvidando el consejo de Mainoa—, cuando
resucitemos, ¿será gracias a las máquinas?
—¿Qué quieres decir, muchacho?
—No quedará nadie. La plaga nos habrá matado a todos. ¿Quién se encargará de
resucitarnos? ¿Las máquinas?
—Diez azotes por impertinencia —dijo el reverendo hermano Jhamlees Zoe—, y otros
diez por falsedad. La plaga no existe, hermano Lourai. No hay ninguna plaga.
—Vi cómo mi madre moría por culpa de la plaga —dijo Rillibee Chime—. Y mi padre y
mi hermana también murieron. Puede que hasta yo la lleve dentro. Dicen que a veces
tarda años en desarrollarse...
—Fuera —había gritado el reverendo hermano—. Fuera, fuera. —Y con cada grito su
rostro se fue poniendo más pálido, hasta que el hermano Lourai se preguntó si el
reverendo hermano habría conocido a alguien que hubiese visto los efectos de la plaga.
El hermano Lourai salió del despacho. Desde entonces había estado esperando que
alguien le llamara para recibir los veinte azotes que el reverendo hermano Jhamlees le
había impuesto como castigo. Nadie le llamó. La única llamada que llegó a sus oídos fue
la del refectorio, y no quería acudir a ella. Era la misma llamada que estaba intentando
olvidar ahora, bombeando el agua para lavar los platos.
Aun así, era inevitable que la tarea acabase llegando a su fin. Las marmitas fueron
vaciadas en una zanja que llevaba a las letrinas, el depósito fue desaguado mediante un
conducto que terminaba en los jardines, y el líquido jabonoso se desvaneció por el
agujero mientras los hermanos se dispersaban sin decirse ni una palabra. La contraparte
de Rillibee que ocupaba el otro extremo de la bomba se arremangó la túnica y se marchó.
Rillibee hizo lo mismo, después de haber dejado transcurrir un par de segundos que
parecieron eternos.
Pensó que quizá pudiera quedarse en la sala de lavado y esconderse. Pasó unos
cuantos minutos dándole vueltas a ese plan y tomándoselo muy en serio, sabiendo que
era una estupidez pero no queriendo abandonarlo del todo. ¿Dónde estarían
esperándole? ¿En el patio, o quizás en el callejón que llevaba a su dormitorio?
—-Vamos —dijo una voz impaciente—. Acabemos con esto.
Responder a la voz haría que se metiese en un buen lío, pero no responder quizás
acabara metiéndole en un lío mayor. Fue de mala gana hacia quien le había llamado,
cruzó el umbral que llevaba al patio y se metió en el callejón: tres hombres le sujetaron y
le obligaron a entrar por una puerta y a seguir por un pasillo que conducía a una
habitación desconocida para él. Los hombres que le habían guiado vestían pantalones y
camisetas. La luz de la linterna hacía que sus rostros brillaran con una maligna alegría.
No cabía duda de que éstos eran los trepadores sobre los que le había prevenido Mainoa.
No, la verdad es que no le había prevenido. ¿De qué servía prevenir contra lo inevitable?
Pero siempre era posible hablar de ello, darte tiempo para pensar…, aunque a Rillibee
ese tiempo no le había servido de nada.
Le llevaron hasta un banco, y Rillibee se sentó para ocultar el temblor de sus piernas.
No era miedo. Era otra cosa, algo que quienes le habían capturado quizás hubiesen
podido entender, sí tuvieran tiempo para hablar. No había tiempo.
El que parecía llevar la voz cantante --el trío inicial había crecido hasta convertirse en
una docena—, fue contoneándose hacia Rillibee.
—¡Llámame Huesos Largos! —anunció. Era flaco y tenía los brazos muy largos, y la
lisa piel de su rostro le daba el aspecto de un muchacho, aunque las arrugas que
rodeaban sus ojos indicaban que ya no era ningún adolescente. Un mechón de cabello
color arena cayó sobre su frente y fue empujado hacia atrás con un gesto
cuidadosamente estudiado. Tenía las cejas tan espesas que se le juntaban por encima de
la nariz, y sus ojos eran de un azul tan claro que casi parecía blanco. Todo en él estaba
estudiado y calculado, desde su pose y su manera de caminar hasta su voz. Aquel
hombre había sido fabricado, cierto, pero, ¿a partir de qué?
Rillibee percibió todo aquello mientras asentía con la cabeza para dejarles claro que
había comprendido. Hablar no serviría de nada. Cuanto menos digas más fácil te será
negar que has dicho algo, como le gustaba repetir al jefe de acólitos en Santidad.
—En cuanto a ti, habiéndote observado cuidadosamente durante varios días, podemos
afirmar sin miedo a equivocarnos que eres un mirón de las raíces. —Otra vez esa risita,
como si aquel insulto tuviera algún significado.
Rillibee volvió a asentir con la cabeza.
—Tienes que admitirlo, mirón. Di que eres un mirón. --La voz era como un canturreo
vacío de toda emoción. Como las voces de mosquito de Santidad...
—Soy un mirón —dijo Rillibee, sin sentir ni la más mínima incomodidad.
—Bien —siguió diciendo Huesos Largos, pavoneándose aún más que antes—, los
trepadores consideramos que los mirones son la forma de vida más miserable y
repugnante que existe. El hermano Shoethai es un mirón. ¿Verdad, chicos?
Un coro de asentimiento. Sí, sí. Los mirones de Hierba eran las criaturas más
despreciables del universo.
Rillibee había visto al hermano Shoethai, una criatura deforme de edad incierta que era
objeto de burla de toda la Abadía…, aunque las burlas siempre se hacían allí donde no
pudiera oírlas, pues el hermano Shoethai trabajaba en el Departamento de Doctrina
Aceptable. Huesos Largos miró a Rillibee, dándole un poco de tiempo para que
reflexionara sobre lo que acababa de oír.
—Naturalmente, comprendemos que algunos son como el viejo Shoethai y que su
constitución les hace incapaces de trepar, y todas esas personas acabarán convirtiéndose
en mirones, sin importar lo que hagamos. Aun así, te daremos una oportunidad. Todo el
mundo tiene una oportunidad. Es justo, ¿no te parece?
—No me importa ser un mirón —se arriesgó a decir Rillibee.
Sus palabras fueron acogidas con un estallido de gritos y risas por parte de quienes le
rodeaban, hombres que habrían podido ser hermanos o primos de Huesos Largos, pues
todos tenían la piel tan lisa y el cuerpo tan flaco como él, y todos poseían esos mismos
brazos desproporcionados que hacían pensar en los monos.
Huesos Largos agitó la cabeza.
—Oh, claro que te importa, mirón. Es la ignorancia la que te hace hablar así. O puede
que sea tu estupidez congénita... Los mirones son colgados de las torres por los pies. Los
mirones siempre andan recibiendo palizas. Sus vidas son un infierno, un auténtico
infierno, y nadie escogería semejante destino para sí mismo. Es mucho mejor someterse
a la prueba y ver qué pasa, ¿no crees? Y si resulta que no puedes trepar…, bueno, quizá
decidamos ser misericordiosos. Pero tienes que intentarlo. Son las reglas. —Huesos
Largos sonrió. La práctica había conseguido que pareciese una sonrisa bondadosa; sólo
la expresión de sus ojos traicionaba la crueldad que ocultaba.
Rillibee vio aquellos ojos y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Eran como
los ojos de Wurn. Wurn, ese mocetón eternamente irritado que solía tomar prestados los
útiles escolares de Rillibee con la esperanza de que Rillibee se quejaría y así Wurn
tendría una excusa para pegarle... Sólo era cuestión de tiempo el que Wurn acabara
matando a alguien. Igual que ocurría con Huesos Largos, aunque él quizá ya hubiera
matado a alguien. Teniendo en cuenta su edad, era lo más probable, y seguramente
volvería a hacerlo. Quizás esta misma noche... A Huesos Largos no le importaría
demasiado. Tal vez no deseara que sus víctimas muriesen, pero si el proceso resultaba
divertido no le importaría gran cosa. O quizá no estuviera buscando divertirse, quizá
buscara otra cosa...
—Los mirones llevan una vida tan horrible, hombrecillo… -—estaba diciendo ahora—.
Es tan horrible que no puedes ni imaginártela. ¡Si no nos crees, pregúntaselo al viejo
Shoethai!
—¿Has visto morir a alguna víctima de la plaga? —le preguntó Rillibee. Las palabras
salieron de su boca antes de que pudiera pensar en lo que decía, y nada más haberlas
pronunciado deseó poder tragárselas, pero el grupo reaccionó como si no supieran a qué
se refería.
—¿La plaga? —Huesos Largos se rió—. No intentes ganar tiempo, mirón: no te servirá
de nada. Cuéntale tus historias a otro, pero no a nosotros. Ha llegado el momento de que
empieces a trepar.
—¿Adónde he de trepar? —preguntó Rillibee, haciendo un esfuerzo para que su voz
sonara tranquila y razonable. Esta docena de hombres y los que estuvieran esperándole
ocultos en donde fuese eran como una jauría. De niño, Rillibee había visto jaurías.
Coyotes, perros salvajes... Joshua le había explicado cómo se comportaban. Si uno de
ellos empieza a ladrar, todos los demás le imitan. Era lo que había ocurrido en Santidad.
Uno de ellos empieza a jadear y a gruñir, y los demás le imitan. Es lo que hicieron cuando
Rillibee empezó a chillar. Cuando consiguieron hacerle caer de la mesa y se lo llevaron a
rastras del refectorio, ya había veinte o treinta acólitos chillando como locos. Una jauría...
Si no querías verte obligado a luchar con toda una jauría, tenías que impedir que el líder
se pusiera a ladrar—. ¿Eres el único que tiene nombre? —le preguntó, intentando ganar
tiempo.
Funcionó, al menos durante unos momentos. Le presentaron a Vuelo Alto y a
Trepacimas, a Señor de los Mástiles y a Manos de la Torre, a Sube Cuerdas, Puente
Largo y Puente Pequeño. Rillibee se distrajo intentando recordar sus nombres y sus
caras. Tenían rostros delgados que coronaban cuerpos igualmente delgados, y la mayor
parte de ellos poseían los largos brazos y las manos grandes de su líder. Estaba claro
que pesar poco era una ventaja. Rillibee tenía las manos ocultas por las mangas de su
túnica y se acarició los brazos con la punta de los dedos, sintiendo el abultamiento de los
músculos. Todos esos años de ejercicio en Santidad, todos esos años subiendo y bajando
por las torres...
Trepacimas estaba mirando fijamente a Huesos Largos, con el rostro vacío de toda
expresión y los ojos en blanco. No parecía uno de esos que siguen a ciegas las
instrucciones que les dan, gritando y lanzando vítores: quizá pudiera intentar razonar con
él.
Pero no tenía tiempo para eso.
—Los minutos pasan —exclamó Huesos Largos—. La luz se va. ¡Es hora de trepar!
Rillibee se vio rodeado y empujado a lo largo de un pasillo que terminaba en un
almacén, subió un tramo de escaleras y cruzó una trampilla que daba al tejado de la sala.
Bajo él se veía la pata de una torre, con una frágil escalera que iba por ella hasta llegar al
primer soporte, y sobre él había más patas y más escaleras. La niebla flotaba alrededor
de la cima de las torres, ocultándolas. Entre las nubes y la tierra se veían las lanzas del
sol poniente, esos últimos rayos que daban comienzo al largo crepúsculo de Hierba.
—Éste trepará, éste trepará —murmuró Trepacimas, apretando el hombro de Rillibee
con sus fuertes dedos.
—Oh, claro que sí, Trepa, estoy seguro de que lo hará —gruñó Huesos Largos.
Rillibee oyó sus voces por entre el susurro de los demás. Todos los años que había
pasado escuchando el zumbar de los mosquitos de Santidad y esforzándose por captar
algo que tuviera sentido de entre todas aquellas estupideces le permitieron comprender lo
que decían, aunque ellos no hubiesen querido que les oyera.
—Apuesto a que lo conseguirá —dijo Trepacimas—. Me apuesto todo un turno de
cocina.
—Hecho —dijo Huesos Largos, riéndose—. Pero creo que es un peso muerto.
Rillibee sintió el hielo de esa risa corriendo por sus huesos.
—Oh, Dios, oh —dijo el loro en su mente.
—Cállate —se dijo Rillibee.
—¿Has dicho algo, mirón?
Rillibee negó con la cabeza. Huesos Largos no era de los que confían en la suerte
cuando hacen una apuesta. Cuando estuvieran arriba, Huesos Largos intentaría
asegurarse de que iba a ganar, fuera como fuese.
Pero, después de todo, ¿qué importaba? ¿Por qué no le dejaban en paz?
—Dejadme morir —suplicó el loro.
La docena de trepadores rodeó a Rillibee, moviéndose al unísono y pavoneándose
como si fueran un solo ser, señalando con el dedo hacia las alturas y los últimos rayos de
sol.
—¿Será capaz de trepar? —querían saber, y se acercaron todavía más a él mientras le
explicaban las reglas. Le darían tres minutos de ventaja antes de empezar a perseguirle.
Si lograba llegar hasta otra escalera y bajar sin que le cogieran, sería un trepador. Si le
cogían sería un mirón, pero si había sabido ofrecerles una buena diversión la paliza no
sería demasiado grave. Si se caía podía acabar siendo un peso muerto, dependiendo de
la altura desde la que cayera. Oh, podía salir bien librado, desde luego. Pero si no trepaba
moriría allí mismo, encima del tejado. Le meterían la cara en la mierda y le pegarían en el
estómago hasta que deseara haber muerto allí arriba, y no en el tejado. Si no trepaba, le
dijo Huesos Largos, la anatomía del hermano Lourai podría ofrecerles muchos placeres
antes de que le mataran. Sus palabras fueron respaldadas por las anchas sonrisas y los
ojos febriles de los demás—. Arriba —canturrearon—. Arriba, Lourai. Ha llegado el
momento de tu iniciación. ¡Tienes que trepar! —La palabra «trepar» brotó como un aullido
de medio centenar de gargantas más atraídas por el ruido que habían hecho, y los
propietarios de aquellas gargantas se apresuraron a reunirse con la docena inicial,
trepando por la pared de la sala gracias a las sogas de hierba que les dejaron caer los de
arriba. El tejado se llenó de gente—. ¡Trepa, Lourai! ¡Trepa! —gritaban los Hermanos de
Santidad, los Hermanos Verdes con nombres de Hermano Verde como Huazoi y
Flumzee, y sus rostros enrojecidos anhelaban verle morir.
Se aburren, había dicho el hermano Mainoa. Se aburren tanto que acaban volviéndose
locos. Y el hermano Lourai tendría que aprender a seguirles la corriente.
Acabó tomando una decisión, pero no fue por las amenazas. Durante los últimos años
había pensado tantas veces en morir... No veía razón alguna por la que debiera seguir
viviendo cuando Joshua, Songbird y Miriam habían muerto. Morir no le parecía demasiado
terrible, aunque el proceso de la muerte siempre daba la impresión de ser un poco más
complicado de lo que habría querido. Bien, ése era el problema al que se enfrentaba
ahora: morirse. Si se ponía en manos de la jauría tendría que soportar el dolor y la
humillación, y no quería eso. Si iba a morir quería morir en paz, y no hecho pedazos por
un bárbaro de brazos desproporcionados como Huesos Largos.
Pero lo que realmente le hizo avanzar hacia la primera escalera fue el ruido que
hacían, esa cacofonía burlona centrada en él mismo, y el saber que no le dejarían en paz
hasta que no hiciese algo.
La escalera no le asustaba. Todos esos años subiendo y bajando por las torres de
Santidad, diez veces más altas que éstas... Sabía que no debía mirar hacia abajo, y sabía
que necesitaba agarrarse bien antes de hacer cualquier movimiento. Subió por la
escalera, despacio al principio y luego más aprisa, con los ojos vueltos hacia arriba,
viendo algo que los del tejado estaba claro que no habían visto o en lo que no se habían
fijado.
La niebla estaba bajando. La niebla estaba cayendo sobre la Abadía. Las cimas de las
torres ya habían quedado ocultas, y los puentes que parecían hechos con seda de araña
estaban adornados con sus velos. Quizá los del tejado no se dieran cuenta de ello a
tiempo, siempre que pudiera llevarles una delantera suficiente.
Llegó al primer soporte de la torre. Si quería alcanzar la otra escalera tendría que
deslizarse por un barrote de hierba tan grueso como su muslo. El barrote era redondeado
y los soportes de Santidad eran cuadrados, pero este barrote era más grueso que los
soportes por los que se había movido en los pozos de caída. Rillibee corrió por el barrote
sin pararse a pensar en lo que hacía y empezó a subir por la segunda escalera mientras
sus ojos examinaban la ruta que le esperaba, fijándose en dónde estaban las escaleras,
los puentes…, ¿y dónde estaba la nube más próxima?
Un aullido subió hasta él. Su carrera les había dejado admirados. ¡Los recién llegados
no corrían por los soportes! Los tres minutos aún no habían terminado, pero Huesos
Largos decidió no seguir esperando. Empezó a subir por la escalera, aunque algunos de
los trepadores tuvieron la temeridad de gritar: «Tiempo. Tiempo. ¡Trampa!».
Rillibee Chime sintió cómo la ira le dominaba. Huesos Largos había roto sus propias
reglas. ¿Qué derecho tenía a romper sus propias reglas?
Huesos Largos no hizo caso de los gritos, y un instante después sus seguidores se
pusieron en marcha. Vuelo Alto y Manos de la Torre iban delante, con Puente Largo
pisándoles los talones. Trepacimas no se movió. Se quedó en el tejado, gritando:
—No le has dado todo el tiempo al que tenía derecho, Huesos. No le has dado el
tiempo...
Rillibee le oyó, y oyó también el grito de aprobación que saludó esas palabras, emitido
por lo que parecía una docena de gargantas. Trepacimas tenía sus admiradores.
Rillibee también oyó el ruido que hacía Huesos Largos, las amenazas y las risitas que
pretendían ponerle nervioso y hacer que empezara a temblar. Pero el sonido sólo sirvió
para darle combustible a su ira, para hacer que se moviera con más seguridad y rapidez.
Había tres escaleras más entre él y la nube que bajaba lentamente hacia el tejado. Ya se
había aprendido de memoria la posición de las escaleras y puentes situados encima de la
nube, y había visto algo que podía resultarle útil si acababa decidiéndose por la vida, y
varias cosas que podía utilizar si decidía morir. Espoleado por la vida, poseído por un
demonio terco hecho en parte de miedo y en parte de odio, trepó y trepó cada vez más
aprisa, impulsándose con las manos y los pies mientras desde abajo le llegaba el aullido
de los trepadores: su tiempo había terminado, y el resto del grupo se lanzó hacia las
torres.
—Vamos a por ti, mirón —gritó Huesos Largos, exultante—. Vamos a por ti...
Rillibee corrió el riesgo de lanzar una rápida mirada hacia atrás. El suelo quedaba muy
lejos de él. El extremo de la escalera que tenía debajo estaba lleno de trepadores, igual
que los de las escaleras que le flanqueaban. Siguió subiendo. Dos carreras más a lo largo
de soportes que iban haciéndose más delgados cuanto más subía y, finalmente, la
escalera que llevaba hacia la niebla.
La ira hizo que se pusiera tenso, y la tensión le hizo jadear en busca de aire, y empezó
a sentir un cierto dolor en los brazos. Ni el jadeo ni el dolor eran tan graves como para
hacerle caer. Todavía no... Pero sabía que la caída era una posibilidad. Sí, con el tiempo
acabaría cayendo. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Sintió la humedad de la niebla en sus
mejillas, calmando su ardor. Siguió trepando.
Y, de repente, se vio envuelto en niebla, una niebla tan espesa como una gran lona
que cayó sobre él ocultándole con su masa impenetrable. Quienes estaban debajo ya no
podían verle, y él tampoco podía verles a ellos. Estaba solo en la nube, y la única pista de
hacia dónde iba o si les tenía cerca era el temblor de la torre. Siguió subiendo más
despacio que antes, mirando hacia los lados, intentando ver algo por entre la creciente
oscuridad. Lo que había estado buscando apareció al fin bajo la forma de una sombra,
una protuberancia de la torre que se lanzaba hacia el vacío y terminaba perdiéndose en la
neblina gris a un par de metros de distancia.
Rillibee se desanudó el cordón que sujetaba su túnica, se la quitó, hizo una bola con
ella y la ató al extremo del cordón. Vestido con unos pantalones y una camisa sin
mangas, se arrastró por la protuberancia de la torre, con el cordón colgando de su cuello y
la bola de la túnica balanceándose contra su pecho. La protuberancia era un resto de
cuando se construyó la torre, un soporte del que habrían colgado una polea para subir
materiales desde abajo. Su parte inferior estaba sostenida por una serie de remaches
colocados en diagonal. A su espalda, las patas de araña de la torre se desvanecían en la
humedad grisácea de la nube. Tomó asiento detrás del último remache y esperó, perdido
en una burbuja de niebla que absorbía y apagaba todos los sonidos.
A unos tres o cuatro metros por debajo de la protuberancia había un puente: tres
cuerdas colgadas de su torre que terminaban en otra torre no muy lejana, una cuerda
para caminar sobre ella y dos para agarrarse, con cables más delgados yendo de una a
otra. Rillibee no podía verlo, pero sabía que estaba allí. Lo había visto desde abajo y se
había aprendido de memoria su posición. Tenía la esperanza de que estuviera lo bastante
cerca como para que el cordón de su túnica pudiera alcanzarlo.
Metió las piernas en el ángulo del soporte que tenía debajo, hizo girar la bola de su
túnica como si fuera un péndulo, ganando impulso con cada giro, y acabó lanzándola
hacia arriba, hacia el puente que había por encima de él. Su intención era atar los dos
extremos del cordón para hacer un lazo y quedar suspendido debajo del puente, perdido
en la niebla, allí donde a nadie se le ocurriría buscarle. Tiró del cordón y, desesperado, se
dio cuenta de que estaba atascado en el puente. Siguió tirando de él, pero ya había
comprendido que su plan jamás habría funcionado. El peso de su cuerpo habría hecho
bajar el puente de cuerdas. Quienes treparan cada noche a estas alturas sabrían que
había alguien suspendido de su centro, y si no podían encontrar a esa persona en el
puente la buscarían debajo de él.
Bien, tanto daba. Tragó una honda bocanada de aire y se quedó quieto, acuclillado en
la protuberancia, sosteniendo el extremo del cordón en su mano. Alguien gruñía y
farfullaba por debajo de él, a pocos metros de distancia.
—¡Ahí arriba! —gritó Huesos Largos, y su histérica alegría hizo que se le quebrara la
voz—. Está ahí arriba... —Otras voces le respondieron, no muy lejos.
Rillibee esperó. Si decidían trepar a la protuberancia, saltaría. Caer desde esta altura
significaba una muerte casi segura. Tenía la esperanza de chocar contra el suelo, y no
contra un grueso techo de hierba. Concentró su mente en esa idea y se quedó tan inmóvil
como una piedra: apenas respiraba.
Alguien pasó de largo junto a él y trepó por la torre, seguido por alguien más. Rillibee
tuvo una idea y tiró del cordón, notando cómo el movimiento se transmitía al puente de
cuerdas que había sobre él.
—Está en el puente —chilló Huesos Largos—. He notado cómo se movía. ¡Está en el
puente!
Un grito de respuesta surgido de la torre donde terminaba el puente desgarró la niebla.
El cordón saltó y bailó en las manos de Rillibee, transmitiéndole el movimiento del
puente a medida que los trepadores iban entrando en él. Dejó colgar el cordón a su
espalda y volvió hacia la torre, impulsándose cautelosamente con las manos, aguzando el
oído para captar la proximidad de cualquier trepador, perdiéndose en la niebla para bajar
igual que había subido: a veces tenía que echarse a un lado para esquivar las sombras y
dejar pasar a los espectros que no paraban de gritar; a veces resbalaba por escaleras
empapadas de niebla, invisible, escondido por las nubes, teniendo la impresión de
haberse convertido en parte del cielo. Sobre su cabeza había una discordancia de voces,
instrucciones confusas y desorientación, gritos de «Aquí está» mezclados con otros gritos
que preguntaban «¿Dónde está?».
No había nadie vigilando el extremo de la escalera por la que había trepado. El tejado
estaba vacío. La niebla ya casi había llegado hasta allí y la puerta estaba abierta,
revelando el desierto tramo de escaleras de abajo. Desde arriba seguían llegándole voces
que gritaban «Aquí, aquí», y la escalera aún vibraba con el peso de los cuerpos que
corrían de un lado para otro. Rillibee bajó las escaleras sin hacer ruido, atravesó la sala,
salió al callejón y volvió a su celda del nuevo dormitorio, que aún no estaba terminado y
en el que no dormía casi nadie. Al entrar en el dormitorio oyó un grito que se iba haciendo
más y más débil, como el que podría emitir alguien que cayera desde una gran altura sin
llegar nunca al suelo.
Una vez dentro de su celda, se metió bajo su catre y se quedó inmóvil, pegado a la
pared, conteniendo la respiración. Esa noche su puerta se abrió dos veces y un haz
luminoso recorrió el interior de la celda.
Se levantó antes del amanecer y volvió a la torre, avanzando por entre la luz grisácea
hasta llegar al puente en el que había quedado atrapada su túnica, con el cordón
colgando bajo ella. Una manga se había soltado del nudo y estaba precariamente
enroscada alrededor de la cuerda para poner los pies, lo suficiente como para impedir que
cayera pero no lo bastante llamativa como para que alguien se hubiera fijado en ella.
Rillibee recuperó su túnica y se la puso. Después se quedó un buen rato sentado en un
remache, contemplando la Abadía y la pradera que la rodeaba.
—Dejadme morir —dijo el loro dentro de su cabeza.
—Eso había planeado hacer —replicó él—. Esta misma mañana...
Decidió posponerlo un poco. Había planeado morir esta mañana, pero el panorama
que podía ver desde aquí arriba era muy interesante. La hierba ondulaba bajo él como si
fuera un mar interminable, extendiéndose en todas direcciones hasta confundirse con un
horizonte ilimitado. Y en la hierba había cosas que se movían: grandes bestias con
cuellos cubiertos de espinas recoran el risco. Hippae. Unas criaturas blancas del tamaño
de un torso humano reptaban por entre las raíces de la hierba: mirones. Al sur se veía una
hilera de grandes herbívoros que iban lentamente hacia el este. Rillibee contempló todos
aquellos seres, vio las nubes de pájaros que se movían por entre la hierba y percibió las
ondulaciones que indicaban el misterioso desplazamiento de criaturas a las que no podía
ver. Ojalá hubiera árboles. Si al menos hubiera árboles... Aun así, la cálida luz del sol caía
sobre él como una bendición, como la promesa de que el futuro le reservaba algo bueno.
El sol empezó a subir por el cielo, y Rillibee empezó a sentir el hambre suficiente como
para bajar de la torre e ir a desayunar.
Le interrumpieron dos veces mientras comía.
Primero apareció Huesos Largos: recorrió la gran hilera de mesas y, con voz siseante,
le dijo:
—¡Nadie me hace quedar en ridículo y sale bien librado, Lourai! Ándate con cuidado,
porque iré a por ti.
Y después apareció un hombre que dijo llamarse Nudos. Iba acompañado por dos
hombres más cuya misión no parecía ser tanto el vigilar a Rillibee como el contener a
Nudos.
—Trepacimas se mató anoche, mirón —le dijo Nudos, y en su rostro había una mezcla
de ira y frustración—. Algunos de nosotros éramos amigos suyos, y creemos que le
hiciste caer cuando bajabas.
—Subí —le explicó Rillibee, sin mirarle a la cara (pues Nudos tenía el rostro lívido a
causa del resentimiento, y estaba claro que no comprendería nada de cuanto le dijese),
clavando los ojos en los otros dos—. Me escondí en la niebla, dejé pasar a todo el mundo
y volví a bajar por la misma escalera. No hice caer a nadie de ningún sitio y, según
vuestras propias reglas, ya no soy un mirón.
Los dos miembros más tranquilos de la delegación intercambiaron una rápida mirada.
—Yo vigilaba la puerta, y no te vi pasar —gruñó Nudos—. Mataste a Trepacimas y
bajaste por alguna otra ruta.
—Bajé por el mismo camino y entré por la misma puerta. No había nadie vigilándola —
dijo Rillibee, harto de todo aquel asunto—. No había nadie.
—Yo estaba allí —afirmó Nudos, poniéndose rojo y mirando de soslayo a sus
compañeros—. Huesos Largos me dijo que me quedara allí para vigilar la puerta, y eso
hice.
Se dio la vuelta y se marchó. Rillibee le siguió con los ojos. Sus dos compañeros le
siguieron unos instantes después. Rillibee se preguntó si la mentira de Nudos les habría
resultado tan patente como a él. Le habían dicho que vigilara la puerta, pero abandonó su
puesto y después negó haberlo hecho. Aquella negativa le iba muy bien a Huesos Largos,
pues servía para que los demás sospecharan que Rillibee era el causante de la muerte de
Trepacimas. Si alguien había matado a Trepacimas, tenía que ser el mismo Huesos
Largos.
Bien, bien... Un centinela que no era digno de confianza y un líder de jauría capaz de
cualquier traición: buenos enemigos, desde luego... Rillibee suspiró, deseando haber
tenido el valor necesario para saltar de la protuberancia la noche pasada, cuando podía
hacerlo. O al amanecer, tal y como había planeado.
Estaba empezando a pensar que quizá debiera volver a subir por la torre cuando hubo
otra interrupción. Media docena de hermanos j ovenes le frotaron la cabeza, se rieron y le
dijeron que había logrado despistarles, que era genial, y le bautizaron allí mismo como
Willy el Trepa porque trepaba mejor que cualquier otro mirón de su generación. Le
apreciaban porque había logrado tomarle el pelo a Huesos Largos, que no les caía bien, y
porque les había proporcionado una buena diversión, y Rillibee se convirtió en uno de
ellos, un líder, y unos cuantos prometieron guardarle las espaldas y protegerle de Nudos
porque todo el mundo sabía que era un mierda, y también le protegerían de Huesos
Largos, que reñía a los demás porque violaban las reglas pero se pasaba la vida
violándolas.
Aquella amistad ofrecida sin ninguna clase de condiciones bastó para hacer que
Rillibee dejara de pensar en la muerte durante algún tiempo. Trepó a las cimas cada
tarde, hacia el ocaso, acompañado por sus recién hallados amigos, y se pasó horas
enteras sentado en un soporte, canturreando su propio nombre mientras los demás se
perseguían por los puentes. No se daba cuenta de nada, salvo del impacto de las grandes
mariposas nocturnas cuyos gordos cuerpos chocaban contra él y de los mirones que
entonaban sus himnos entre las raíces de la hierba. Cada crepúsculo dejaba de ser el
hermano Lourai y volvía a convertirse en Rillibee Chime y, al caer la noche, permanecía
inmóvil, en silencio, recordando a los suyos y el sitio donde nació, y abría los labios para
repetir sus nombres una y otra vez: Rillibee Chime, Songbird Chime, Joshua Chime,
Miriam Chime... Cuando sus amigos le llamaban Willy el Trepa también respondía a ese
nombre. Cuando estaba en la jauría era Willy el Trepa, y tener tantos nombres le
convertía en un ser múltiple, o eso le parecía. Rillibee, Lourai, Willy…, como si le hubieran
doblado y recortado igual que se hace con las muñecas de papel, creando una cadena
que se extendía desde el planeta de su nacimiento hasta estos pináculos envueltos en
nubes donde no tardaría en morir, cuando el aburrimiento y la depresión volvieran a
dominarle.
Rillibee pasó un tiempo cumpliendo con lo que se esperaba de él: las oraciones, los
cánticos de la mañana y de la tarde, algún servicio especial de vez en cuando y los
deberes rutinarios ocupando el resto de sus horas libres. Las primaveras bendecidas por
el sol daban bastante trabajo de jardinería, igual que ocurría durante los veranos y los
otoños: una cosecha sucedía a otra en una cadena interminable favorecida por la lluvia,
que no solía ser muy abundante. Aunque la larga órbita elíptica del planeta hacía que a
mediados del verano éste pasara casi bajo las pestañas del sol, la Abadía estaba muy al
norte, y eso ayudaba a que el calor resultara casi soportable. Había cerdos que cuidar y
sacrificar, así como gallinas que alimentar y matar. Había que guardar la comida para el
invierno. Le dijeron que siempre estaría ocupado y que no tardarían en asignarle un
trabajo permanente.
Cuando llegó ese día, Rillibee se escabulló por entre la hierba con su atuendo de
hermano Lourai. Iba acompañado por el hermano Mainoa, y los dos hablaron sobre el
futuro de Rillibee. Aquella mañana había vuelto a tomar la decisión de posponer un poco
más su muerte, pero en lo que respectaba a la Abadía ese propósito no era suficiente.
—Quieren saber qué quiero hacer —dijo Rillibee con voz algo ofendida—. Tengo que
responderles esta tarde.
—Muy bien —dijo el hermano Mainoa sin perder la calma—. Ahora que ya te has
aclimatado y todos sabemos que los monos trepadores no van a matarte (y ese hermano
Flumzee que se hace llamar Huesos Largos ha matado a unos cuantos, aunque tanto él
como sus amigos siempre afirman que fueron muertes accidentales), los que están por
encima de nosotros deben decidir qué hacen contigo.
—No entiendo por qué está tan seguro de que los trepadores ya no quieren verme
muerto —protestó Rillibee—. Hay unos cuantos que siguen decididos a matarme. Huesos
Largos quiere verme muerto porque dice que le puse en ridículo. Había apostado que
acabaría convertido en puré contra el suelo. Los amigos de Trepacimas quieren que
pague la apuesta. Huesos Largos dice que hizo la apuesta con Trepacimas y que con él
muerto no tiene que pagarle a nadie, pero ellos siguen insistiendo, y eso hace que me
odie todavía más. Nudos quiere verme desaparecer porque le he hecho quedar como un
mentiroso. Cuanto más les evito, más quieren verme muerto.
—Bueno, hermano, creo que deberías darles lo que quieren. Yo siempre intento obrar
así. Cuando alguien anhela conseguir una cosa, siempre intento darle lo que quiere.
¿Quieren que te esfumes? Pues deberías esfumarte. Creo que lo mejor sería que vinieras
conmigo a las excavaciones, sobre todo si podemos hacerlo antes de que el reverendo
hermano Jhamlees Zoe se acuerde de esos veinte azotes que te prometió, cosa de la que
me he enterado gracias a alguien cuyo nombre no recuerdo. Sin embargo, si dices que
quieres venir conmigo a las excavaciones, el reverendo hermano te mandará a cualquier
otro lugar de Hierba salvo allí. —El hermano Mainoa chupó el tallo que estaba masticando
y trató de encontrarle una solución al problema—. Verás, Lourai, creo que lo mejor será
que pongas cara de estar muy deprimido y que les preguntes a qué puedes dedicarte.
Mencionarán media docena de cosas, incluyendo las excavaciones. Hablarán de los
jardines, los gallineros, la pocilga, el taller de carpintería, el telar y las excavaciones... En
caso de que no las mencionen, habla tú de ellas. Di: «Vi las excavaciones cuando el
hermano Mainoa me llevó a la Abadía». Mete el tema en la conversación y después,
cuando digan «excavaciones», tú dices: «¿Cavar, reverendo hermano? Bueno, estuve
allí, y no creo que vaya a gustarme mucho».
—¿Por qué he de andarme con tantos rodeos? Creí haberle oído decir que el
reverendo hermano Laeroa no era mala persona.
—Oh, Laeroa es un buen tipo. Hay muchas cosas que le interesan... Las excavaciones,
los jardines... Y también es un gran botánico. Pero no será Laeroa quien te asigne el
trabajo. Eso es algo que corresponde al Departamento de Precariedad y Doctrina
Deleznable, y al Reverendo Gilipollas Noazee Fuasoi. Fuasoi odia a todo el mundo. Le
encanta obligarte a hacer justo lo que no te gusta hacer, por lo que el Gilipollas Fuasoi se
encarga de asignar todos los puestos de trabajo…, él y su ayudante, Shoethai. Claro que
Shoethai apenas si cuenta, por lo que podemos olvidarnos de él.
—¿Cómo se puede olvidar a alguien con ese aspecto?
—Bueno, admito que tiene los rasgos algo fuera de su sitio, pero...
—Su cara es una auténtica pesadilla, igual que el resto de su persona. La primera vez
que le vi no supe si quería vomitar o matarle. Parece un monstruo al que alguien hubiera
intentado hacer pedazos.
—Creo que alguien lo intentó. Su padre, si haces caso de los rumores... Cuando vio
qué aspecto tenía intentó matarle, pero parece que no lo consiguió del todo. Sacaron sus
células del archivo y le condenaron a la muerte absoluta. Shoethai acabó en Santidad y
fue educado allí. Supongo que Fuasoi ha acabado acostumbrándose a su aspecto…, al
menos, se ha acostumbrado lo suficiente para traerle aquí. En cuanto a los otros dos
ayudantes de la Doctrina, Yavi y Fumo, siempre he pensado que se parecen un poco a
los mirones. Rechonchos, bajitos y con muy poca cosa que merezca llamarse cara. —
Empezó a cantar—. Jhamlees Zoe y Noazee Fuasoi, Yavi y Fumo y Shooooethai —
alargando el nombre de este último para que encajara mejor en la canción—. Hay algo
raro en Fuasoi y Shoethai. ¡Algo raro, sí señor!
—Y usted quiere que le diga...
—Haz caso de lo que te he dicho —le interrumpió el hermano Mainoa—. Pon cara de
estar deprimido y diles que no crees que eso de las excavaciones vaya a gustarte
demasiado.
—¿Y usted cree que sí va a gustarme?
—¿El qué?
—El cavar.
—Te gustará más que pasarte los próximos cuatro o cinco años terrestres en la
Abadía, aunque durante el último par de semanas hayas logrado convertirte en todo un
trepador celeste. Puede que ahora eso te parezca muy emocionante, pero si vives el
tiempo suficiente acabará aburriéndote. En cuanto has visto un trozo de cielo ya lo has
visto todo, ¿no? La niebla es la niebla, la calina calina y una mariposa se parece mucho a
cualquier otra. Con el tiempo tus guardaespaldas se volverán descuidados: dejarán de
vigilarte, y entonces Huesos Largos o uno de sus amigótes te hará caer de una torre. Pero
en las excavaciones no hay nadie interesado en matarte, y siempre estamos
descubriendo cosas nuevas. Es interesante. Aquí no hay más que plegarias cinco veces
al día y paseos de penitencia entre servicio y servicio. Aquí todo es aprenderse la
Doctrina de memoria y mantener la boca cerrada, porque si Fuasoi no está escuchando
ten la seguridad de que uno de sus amiguitos sí lo hará. Yavi, Fumo o Shoethai…,
escoge.
El hermano Lourai emitió un gruñido de asentimiento, se puso en pie de mala gana y
fue hacia la Abadía. Mientras se alejaba, logró que su rostro adoptara una más que
aceptable expresión de estar deprimido sin tener que hacer ningún esfuerzo interpretativo.
Entre una exaltación nocturna y otra había empezado a comprender que, aunque quizás
hubiera vuelto a encontrar su viejo yo, el redescubrimiento había tenido lugar en un sitio
desconocido que iba a ser su hogar durante el resto de su vida. Desde que se le llevaron
del cañón cuando tenía doce años había albergado la esperanza de que algún día
volvería a su hogar y vería los árboles. A veces soñaba con árboles. Ahora su esperanza
de volver a ver un árbol estaba empezando a morir.
El hermano Mainoa suspiró, contemplando la figura que se alejaba.
Siente nostalgia, se dijo a sí mismo. Igual que yo al principio.
Y, de entre la hierba, brotó un ronroneo interrogativo que hacía pensar en un gruñido
muy suave.
El hermano Mainoa estaba muy acostumbrado a oírlo y ni tan siquiera se sobresaltó.
Cerró los ojos y se concentró. ¿Cómo explicar lo que era la nostalgia? El anhelo de estar
en un sitio que uno conoce muy bien, pensó. Un sitio que necesitas para ser feliz. Su
mente formó las palabras y trató de crear unas cuantas imágenes. Volver a casa de noche
y ver una lámpara encendida. Abrir una puerta familiar. Sentir unos brazos que te
rodean...
Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas y se las secó, algo irritado
consigo mismo. Como solía ocurrir, el sentimiento que intentaba transmitir había sido
captado y devuelto con mucha más fuerza.
—Malditas criaturas... —dijo.
Un gruñido contrito.
—La última vez que te ví estabas cerca de la excavación. Bueno, ¿qué estás haciendo
aquí?
Y en su mente apareció la imagen de un bosquecillo cercano a las zanjas. En el centro
del bosquecillo había un espacio vacío. Manchones de color amatista y rosa iban y venían
alrededor de ese vacío, aullando.
—¿Me echabas de menos?
Un ronroneo.
—Volveré dentro de uno o dos días. Estoy intentando conseguir que el hermano Lourai
venga conmigo, si se lo permiten. Un hombre nuevo que aún conserve algo de sentido
común me será más útil que uno de esos viejos que tienen la cabeza tan blanda y hueca
como una esponja. «Sí, hermano. No, hermano…» Fingen estar de acuerdo con cuanto
les digo, y salen corriendo para informar a los de la Doctrina apenas vuelvo la espalda. Y
no dejes que el hermano Lourai te vea hasta que yo te lo diga, ¿entendido? Se llevaría tal
susto que perdería un año de vida, por lo menos... Y aún le falta acabar de crecer. Pobre
chico. Está hecho un lío. Tendría que haber vuelto a su casa este año, pero no pudo
aguantar lo suficiente.
La imagen de la puerta abriéndose, el contacto de unos brazos. El hermano Mainoa
asintió mientras llenaba su pipa con un dedo cubierto de callosidades.
—Eso es. —Sacudió la bolsa en donde guardaba su tabaco, una hierba seca a la que
seguía llamando tabaco pese a todos los años transcurridos. Suspiró—. Se me ha
acabado esa hierba de color escarlata que arde tan bien. Alguien me habló de otra que...
Silencio, ningún ronroneo, nada que percibir salvo una especie de respiración muy
suave. Una imagen empezó a formarse lentamente en el cerebro del hermano Mainoa: los
edificios de la Colina del Ópalo. El hermano Mainoa los conocía muy bien. Había ayudado
a diseñar sus jardines.
—La Colina del Ópalo —dijo, demostrando haber entendido la imagen.
La imagen se expandió y se fue volviendo más complicada. Un hombre, una mujer, un
chico y una chica. Su forma de vestir indicaba que no eran nativos de Hierba. ¡Y caballos!
Dios santo, ¿de dónde habían sacado esos caballos?
—Eso son caballos —jadeó—. De la Tierra... Dios, no he visto un caballo desde que
tenía cinco o seis años. —Se calló, sintiendo la presión que se agolpaba en su cerebro, la
demanda.
—Háblame —decían las imágenes de su cerebro—. Háblame de la gente que vive en
la Colina del Ópalo.
El hermano Mainoa agitó la cabeza.
—No puedo. No sé quiénes son. Ni tan siquiera he oído hablar de ellos.
La imagen de un caballo, extrañamente empequeñecido junto a su jinete humano, un
matiz interrogativo.
—Los caballos son animales de la Tierra. Los hombres montan en ellos. Hay como una
docena de animales realmente domesticados: los caballos son una de esas especies, y
son tan felices viviendo con el hombre como lo serían viviendo en estado salvaje...
Duda.
—No, de veras. —Preguntándose si era cierto.
El hermano Mainoa recibió una fuerte oleada de insatisfacción. Quien le interrogaba
quería más información.
—Intentaré averiguarlo —dijo el hermano Mainoa—. Debe haber alguien a quien pueda
preguntárselo...
La presencia se había esfumado. El hermano Mainoa sabía que si buscaba por entre la
hierba no encontraría nada. Ya lo había hecho muchas veces y siempre había encontrado
lo mismo: nada. Fuera cual fuese el ser que hablaba con él (y Mainoa tenía sus propias
sospechas sobre la identidad de su interlocutor), no deseaba ser visto.
Oyó un grito en el sendero: la voz del hermano Lourai. «Main-o-a». El hermano Mainoa
se puso en pie y fue hacia el punto desde donde le llegaba la voz, avanzando por el
sendero que llevaba a la Abadía sin dar ninguna señal de apresuramiento o interés. El
hermano Lourai corrió hacia él, jadeante.
—El reverendo hermano Laeroa quiere hablar con usted.
—¿Qué he hecho ahora?
—Nada. Quiero decir, nada nuevo. Vi al reverendo hermano Laeroa justo cuando iba a
entrar en el despacho del reverendo hermano Fuasoi. Es la gente que vive en la Colina
del Ópalo... Quieren hacer una gira por las ruinas de los arbai y necesitan a alguien que
les acompañe. El reverendo hermano Laeroa dice que como tendrá que volver allí para
hacerles de guía puede llevarme conmigo y, ya que voy, tanto da que me quede allí.
Interesante. Sobre todo porque el interrogador del hermano Mainoa acababa de
hacerle ciertas preguntas sobre Colina del Ópalo.
—Hum. ¿Ya le has dicho al Reverendo Gilipollas que eso de cavar no te gusta
demasiado?
El hermano Lourai asintió, intentando no sonreír.
—Sí, pensé que sería lo mejor ya que estaba en su despacho. Lo único que hizo fue
mirar a Laeroa y decirme que debía ir allí y convertirme en su ayudante. Dice que eso me
enseñará a ser humilde.
—Bien —dijo el hermano Mainoa con un suspiro—. Sí, estoy seguro de que estar allí
servirá para enseñarte algo, y no me cabe duda de que a mí también…, pero dudo de que
ese algo sea la humildad.
10
Stella, mientras tanto, sin tener ni idea de que el padre Sandoval se preocupaba tanto
por ella, se hallaba en su sexta hora de cabalgada sobre el simulacro: tenía los ojos
vidriosos y la espalda tensa. Estaba perdida en un trance de creación propia donde ni la
sed ni el hambre podían alcanzarla. Su padre había terminado su sesión en la máquina
unas horas antes. Héctor Paine se había marchado, y nadie entraría en los aposentos de
invierno. Ajustó el cronómetro para que la sesión durase siete horas, dos más de lo que
nunca había llegado a montar, y subió de un salto a la grupa. Una vez que hubiera
empezado, la máquina no podía detenerse, y la única forma de bajar era caerse o salir
despedida.
La hierba pasaba velozmente junto a ella en las pantallas que la rodeaban. Ingenios
colocados en sus flancos imitaban los golpes de los tallos, azotando su sombrero y su
chaqueta. La máquina oscilaba y se sacudía, sin adoptar nunca un ritmo definido que le
permitiera relajarse. El cuerpo se mantenía alerta pero la mente acababa dejando de
pensar y se retiraba a una tierra de nunca jamás situada más allá del agotamiento. Ahora
Stella se encontraba en esa tierra, soñando con Sylvan bon Damfels.
Durante la recepción en Colina del Ópalo le vio bailar con Marjorie: le observó, le
devoró y le engulló. Cuando bailó con él le absorbió a través de su piel, capturando su
imagen en el interior de su cuerpo de tal forma que ahora Sylvan moraba allí como
paradigma del hombre verdadero. Y desde entonces le había desnudado, le había
poseído y había hecho con él todas esas cosas que aún no había hecho con nadie, no
porque se lo impidiera la moral, sino porque todavía no había encontrado alguien a quien
pudiera considerar digno de sí misma. Ahora lo había encontrado. Sylvan sí era digno de
ella. Sylvan era un noble. Sylvan era alguien con quien podía unirse y formar pareja. ¡No!
Era el hombre con quien debía unirse. Y así sería dentro de poco, el tiempo que
necesitara para aprender a montar tal y como montaba él, para que le fuera posible
cabalgar a su lado.
Había decidido ignorar lo que le dijo a Marjorie sobre el montar, el consejo que le dio a
los Yrarier. No encajaba con su imagen de él, por lo que eliminó esas palabras para
construirle desde cero segúnsus propias necesidades…, el evangelio de san Sylvan
narrado por Stella, su creadora.
La máquina seguía galopando, con sus palancas y resortes subiendo y bajando: el
ahogado atronar de los cascos brotaba suavemente de sus altavoces, la hierba de las
pantallas seguía desvaneciéndose a cada lado, y los tallos la golpeaban aunque sus
impactos apenas si hacían ruido.
En alguna parte remota de su mente, Stella habló con Elaine Brouer y se lo contó todo
sobre Sylvan, sobre cómo se conocieron y cómo sus ojos se encontraron.
—Y supo que me amaba. Fue cosa de un momento, pero me amaba tal y como nunca
había amado a nadie antes.
Sylvan estaba diciéndose más o menos lo mismo mientras recorría uno de los
senderos que serpenteaban por los famosos jardines de hierba de Klive.
—Y en ese mismo instante supe que la amaba. La amé nada más verla, apenas la tuve
entre mis brazos…, como si antes nunca hubiera amado.
No hablaba de Stella. Hablaba de Marjorie.
11
Más allá de la hierba, más allá del puerto y la Comunidad, más allá del bosque
pantanoso, el mismo sonido vibraba en los oídos de todos los habitantes de Klive. La
familia bon Damfels estaba despierta, escuchando, y algunos hacían algo más que estar
despiertos y escuchar.
Stavenger bon Damfels iba por un viejo y polvoriento pasillo situado en los confínes de
la vasta estructura, arrastrando consigo a su Obermum. Con una mano sujetaba el cabello
de Rowena y la otra estaba engarfiada en el cuello de su vestido, medio estrangulándola.
La sangre que brotaba de su frente formaba un reguero en el suelo.
—Stavenger —jadeó ella, intentando aferrarse a sus piernas—. Stavenger,
escúchame...
Stavenger pareció no oírla, como si no le importara el que hablase o guardara silencio.
Tenía los ojos enrojecidos y la boca tan tensa que se había convertido en una línea recta
desprovista de labios. Se movía como un autómata, desplazando primero una pierna y
arrastrando la otra hasta completar el paso, tirando de ella con las dos manos como si
cargara con un saco muy pesado.
—¡Stavenger! ¡Oh, Stavenger, por todo lo sagrado…! ¡Lo hice por Dimity!
Y, siguiendo a la pareja que se debatía, ocultándose en las esquinas y detrás de las
puertas entornadas, venían Amethyste y Emeraude, intentando no ser vistas. Habían
estado siguiéndoles desde que vieron cómo Stavenger pegaba a Rowena en los jardines:
Stavenger no se había dado cuenta de que sus hijas se ocultaban tras una gran fuente de
hierba, o quizá no le importaba que le vieran. El corredor al que acabaron llegando era
uno de los más viejos de la casa. Estaba sucio y lleno de polvo, pues nadie lo visitaba ni
se ocupaba de limpiarlo. El ala de cinco pisos en que se encontraba llevaba por lo menos
una generación sin ser utilizada. El techo se abombaba sobre sus cabezas formando
burbujas, manchado por el agua que se había ido filtrando a través de las fibras medio
podridas, permeando los tres pisos de arriba. Los retratos de las paredes estaban llenos
de moho, y las escaleras por las que habían bajado se encontraban medio carcomidas.
—No sabe lo que hace —murmuró Amy, con las lágrimas corriendo por su rostro y
perdiéndose en las comisuras de sus labios. Se las limpió con la lengua y añadió—: Se ha
vuelto loco. ¡No sabe lo que hace!
—Sí que lo sabe —dijo Emmy, señalando la luz que llevaba en la mano—. Este lugar
ha estado a oscuras desde antes de que naciéramos nosotras, pero ahora hay luces
perennes por todo el pasillo. Las sacó del garaje, igual que hice yo con ésta. Las puso
aquí antes de venir. Lo ha planeado todo.
Amy contempló las linternas esparcidas sobre las mesas o colgadas de los picaportes,
y no tuvo más remedio que asentir.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué la trata así?
—Shhh —dijo su hermana, y la hizo retroceder hacia las sombras. Stavenger se había
detenido al final del pasillo para empujar a Rowena a través de un umbral: en cuanto la
hubo hecho entrar, cerró la puerta. La llave rechinó en el cerrojo con el inexorable
chasquido del metal oxidado. Se la metió en el bolsillo y se quedó inmóvil ante la puerta,
como escuchando.
—Rowena... —Su voz parecía estar hecha de metal, áspera y horrible.
No hubo ningún sonido de respuesta más allá de la puerta.
—¡Nunca volverás a ir allí! ¡Nunca volverás a la Colina del Ópalo! ¡Nunca volverás a
mezclarte con los fragrasl ¡Nunca volverás a traicionarme!
Silencio.
Se dio la vuelta, cogió la lámpara más cercana y fue hacia ellas, recogiendo las luces
perennes mientras venía por el pasillo. Caminaba con lentitud, el rostro totalmente
inexpresivo, y acabó dejando atrás la puerta tras la que temblaban sus hijas. El pasillo
quedó sumido en una oscuridad que parecía destinada a no conocer nunca más la luz.
Amy y Emmy esperaron hasta oír el sonido que acabó llegando a sus oídos: el sordo
trueno de la puerta cerrándose dos pisos más abajo.
Y, detrás de la puerta situada al final del pasillo, resonó el aullido de una mujer, un
gemido interminable de dolor y pena, el grito de una mujer traicionada.
Los dedos temblorosos de Emeraude encendieron la luz perenne que llevaba, y las dos
corrieron hacia la puerta, tropezando con los tablones deformados por la humedad y
levantando pequeñas nubes de polvo que las hacían toser.
La puerta era muy gruesa. Estaba hecha con la madera de un árbol del pantano, y
grandes bisagras metálicas la unían a un sólido marco. La hacienda tenía muy pocas
puertas tan gruesas y resistentes: la puerta principal de la casa, la puerta que daba al
despacho privado de Stavenger, la puerta de la sala del tesoro... ¿Cuál habría sido el
destino anterior de esta habitación para que necesitara tal cantidad de sólida madera?
Llamaron a la puerta, gritaron y volvieron a llamar. El aullido seguía y seguía.
—¡Busca a Sylvan! —le dijo Emeraude a su hermana, en un murmullo enloquecido—.
Es el único que puede ayudarnos, Amy.
Amethyste se volvió hacia su hermana, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—Había pensado que sería mejor hablar con Shevlok... —balbuceó.
Emmy la cogió por los hombros y la sacudió, tratando de conseguir que le prestara
atención.
—Shevlok no sabrá qué hacer. Desde que Janetta apareció en esa fiesta, se ha
pasado todo el tiempo bebiendo. Muchas veces ni tan siquiera está consciente...
—Si el lapso acabara...
—Si el lapso acabara, se pasaría el día cazando y la noche emborrachándose. ¡Busca
a Sylvan!
—Emmy...
—¡Lo sé! Papá te aterroriza, ¿no? Bueno, a mí también. Es como…, es como un
hippae, todo ojos relucientes y espinas afiladas que te impiden acercarte a él. Tengo la
impresión de que, si abro la boca, me derribará al suelo de un puñetazo y me pisoteará.
Pero no voy a dejar a mamá sangrando ahí dentro, encerrada sin comida y sin agua... No
voy a dejar que muera así, pero ya sabes que si no nacemos nada papá nunca la sacará
de ahí.
—Pero, ¿por qué…?
—Sabes muy bien por qué lo ha hecho. Mamá fue a la Colina del Ópalo y habló con los
que encontraron a Janetta. Cree que…, que... —Emeraude se esforzó por hallar las
palabras que le permitieran seguir hablando, pero éstas se negaron a salir de su
garganta, y sus ojos se desorbitaron, igual que si algo no le permitiera decir lo que
deseaba.
—No importa —dijo su hermana, sacudiéndola por los hombros—, ya lo sé. Buscaré a
Sylvan. Quédate aquí y dile lo que ha pasado, por si yo no tengo oportunidad de
explicárselo.
—Llévate la luz. Te esperaré.
Amy bajó corriendo los peldaños, manteniéndose apartada de la barandilla que no
paraba de crujir y parecía querer hundirse bajo sus dedos. Aquella ruina estaba unida a la
parte principal de la casa por las viejas habitaciones de los sirvientes y el garaje de los
aerocoches. La puerta estaba cerrada: su padre la había cerrado cuando le siguieron
hasta allí. Su padre, con aquella expresión enloquecida en los ojos, arrastrando a Rowena
como si fuera un saco de trigo... Volvió a cerrar la puerta al marcharse, pero cerca había
una ventana rota que daba a un gran patio y a las cocinas de verano. Las chicas habían
entrado por allí. Ya casi era medianoche. Los sirvientes llevaban mucho rato en la cama, y
aunque aún hubiera uno o dos en las cocinas sus simpatías irían más hacia Rowena que
hacia Stavenger.
Un Stavenger que, en aquel mismo instante, iba y venía por el gran pasillo gritándole
palabras ininteligibles a Figor, chillando y amenazándole de tal forma que toda la casa se
había despertado. Figor, muy sabiamente, guardaba silencio y esperaba a que pasara la
tormenta. Otros miembros de la familia, despertados por todo aquel tumulto, seguían en
sus cuartos, procurando no meterse en líos. El gran edificio zumbaba con el murmullo de
las voces y resonaba con el ruido de las puertas al abrirse y cerrarse, pero, aun así, nadie
abría la boca para competir con aquella voz enloquecida.
Amy no hizo caso del estruendo. A esta hora Sylvan debía estar en su habitación, en la
biblioteca o en el gimnasio, dos pisos más abajo. La biblioteca quedaba más cerca y allí le
encontró, sentado en un rincón, con los ojos clavados en un libro y los dedos metidos en
las orejas. Se arrodilló junto a él y le hizo destaparse los oídos.
—Sylvan, papá le ha dado una paliza a mamá y la ha encerrado en el ala vieja. Emmy
nos espera allí. Mamá no tiene comida ni agua, Sylvan. Emmy y yo creemos que papá
piensa dejarla allí hasta que...
Estaba habiéndole a un sillón vacío. Sylvan se había puesto en pie y había salido
corriendo de la biblioteca.
Sebastian Mecánico llegó a la hacienda con las primeras luces del alba. Marjorie
estaba tomando un desayuno muy ligero y, en respuesta a su pregunta, Sebastian, de
mala gana, señaló hacia un punto distante y le dijo que adentrarse en la hierba sola no
era una buena idea. Su aspecto no le gustó nada. Estaba nerviosa y parecía demasiado
delgada, como si algún profundo cansancio la oprimiera. Pese a parecer tan cansada —o
incluso enferma—, Marjorie tuvo el sentido común suficiente como para estar de acuerdo
con él: adentrarse en la hierba sola sería una locura. Le dijo que sólo sentía curiosidad al
respecto, y luego le preguntó por su esposa y el resto de su familia, dando muestras de tal
paciencia y mostrándose tan encantadora que Sebastian acabó tranquilizándose.
En cuanto hubo vuelto a su trabajo, convencido de que todo había sido fruto de la
curiosidad, Marjorie fue a los establos y ensilló a «Don Quijote». No tenía intención de
decirle a nadie dónde pensaba ir, pero le dejó un mensaje a uno de los mozos.
—Si no he vuelto cuando haya oscurecido, dile a mi esposo o a mi hijo que me gustaría
que viniera a buscarme en el aerocoche —le indicó—, pero debes esperar hasta la noche.
Me llevaré una baliza, así que no les costará mucho encontrarme. —La baliza personal
estaba sujeta con una correa a su pierna por debajo del pantalón. Cualquier golpe seco
haría que se pusiese en marcha como, por ejemplo, el caerse del caballo o el que
Marjorie le diera un puñetazo. También llevaba consigo una grabadora del tipo usado por
los cartógrafos, que le serviría para orientarse, y un cuchillo láser que podría utilizar para
abrirse paso por entre la hierba si llegaba a ser necesario. Le enseñó los dos objetos al
mozo de establo y le explicó para qué servían. No quería dejar nada al azar, y tampoco
quería que nadie se imaginara que había planeado no volver. Iba a correr un riesgo, eso
era todo. Aun así, si le pasaba algo.., bueno, eso resolvería el problema de Rigo. Y el de
Stella, y el suyo propio. Se negó a pensar en Tony.
«Don Quijote» estaba arañando el suelo con las patas y sus flancos temblaban con una
rápida serie de estremecimientos que iban desde la cruz hasta los cascos y volvían a
subir. No era que estuviese meramente nervioso: era algo más, una especie de agitación
con la que Marjorie no estaba familiarizada, y pasó bastante rato acariciándole las patas,
hablando con él e intentando imaginarse qué podía haberle puesto en tal estado. «Don
Quijote» se inclinaba hacía ella como buscando apoyo, pero cuando lo montó salió
trotando del establo y fue hacia la hierba igual que si estuvieran dando un paseo
perfectamente normal. Era su forma de indicarle que confiaba en ella. Confiaba en ella
aunque esa confianza pudiera costarle la vida, pero aun así no logró dominar del todo los
estremecimientos nerviosos de su piel, y el mensaje acabó llegando a Marjorie en cuanto
hubieron recorrido una cierta distancia. Se ruborizó, avergonzada al comprender que
estaba utilizándolo para algo que tan repugnante le resultaba. Lo acarició, indicándole que
ella también confiaba en él.
—El padre James dice que somos los virus de Dios, «Don Quijote», pero supongo que
un virus siempre puede amar a otro o hacerse amigo de un virus de otra especie, ¿no? No
permitiré que caigas en ninguna trampa, amigo mío. No dejaré que te acerques lo
suficiente para eso... —¿Y yo?, pensó. ¿Estoy dispuesta a correr un auténtico peligro?
El suicidio estaba prohibido, pero los mártires alcanzaban la gloria. Y, suponiendo que
acabara con su vida, era muy posible que Dios ni tan siquiera se enterase. Si creía lo que
había dicho el padre James, lo más probable era que Dios no supiera cuáles de Sus virus
estaban luchando por llevar a cabo Su obra. Para Dios, ella no tenía nombre y carecía de
individualidad. Si se suicidaba, ¿llegaría a darse cuenta? Y, después de todo, ¿qué
importaba eso? Cuando Dios la creó, ¿creó también un mecanismo para salvar su alma?
Y, pensándolo bien, ¿cómo podía saber si los virus tenían alma?
Aun así, el peso de todos aquellos años en los que le habían enseñado que suicidarse
era un pecado seguía siendo considerable. No, no podía suicidarse, pero siempre podía
correr un riesgo calculado. Si moría, su muerte sería accidental y «Don Quijote»
sobreviviría. «Don Quijote», veloz como el viento... Sin ella a su espalda era capaz de
correr más deprisa que el mismísimo diablo, o eso se dijo Marjorie antes de dejar de
pensar en aquel asunto, consagrando la mayor parte de sus energías mentales a
olvidarse de él. No podía evitar preguntarse cuál sería la reacción de Rigo si no volvía.
—Esa estúpida —diría—. Esa tonta que nunca me amó como debería haberme
amado...
Le amaba. O quería amarle. Quería amarle y quería amar a Stella, y ese deseo de
amar brotaba de todo su ser con tal fuerza que acababa dejándola agotada y dolorida.
Eugenie, y la otra mujer que la precedió…, siempre lo supo, pero al menos antes no
estaba cerca de ellas. En casa, Stella tenía distracciones y amistades. Aquí, tanto Stella
como Eugenie eran dos inmensos pájaros atrapados que la atacaban con sus picos.
Desahogaban sus frustraciones con ella. No había esperado sentirse tan débil, no poder
dormir, notar la amenaza de la muerte cerniéndose siempre sobre su cabeza... Cada día
vivido en Hierba le había robado un poco más de su fuerza y su energía. Acababa de
descubrir que había perdido la esperanza, ella que siempre había ido de una decepción a
otra impulsada por un infantil optimismo esperanzado que ahora apenas si podía recordar.
Pasó junto a la pequeña arena donde se ejercitaban los caballos, un sitio que se
encontraba justo fuera de los jardines de hierba de Colina del Ópalo, aunque parecía
bastante más lejano debido a la topografía del lugar. Marjorie estaba saliendo por primera
vez de la zona que quienes definían ese tipo de cosas llamaban la hacienda. Los jardines
quedaron a su espalda, así como los paisajes que dominaban. Estaba entrando en las
llanuras de hierba, la superficie del planeta, la parte donde los hombres, sus obras y sus
criaturas no tenían permiso para entrometerse. Siguió cabalgando, con los ojos mirando
siempre hacia adelante, sin pensar en nada salvo en que se sentía tan desgraciada que si
encontraba a los hippae sólo habría dos alternativas: o averiguaría algo útil sobre ellos o
la matarían, y en aquel momento tanto le daba una cosa como otra.
El aullido desgarró el silencio. «Don Quijote» tembló, irguió las orejas y se quedó
totalmente inmóvil. Marjorie casi dejó de respirar: el aullido venía de un punto situado a su
espalda, y en ese instante se acordó de Janetta bon Maukerden y comprendió que, si la
encontraban los hippae, podían hacerle cosas quizá peores que matarla. Había pensado
que podían matarla y había aceptado tal posibilidad, pero no había tomado en
consideración toda la gama de alternativas que podían resultar de su conducta y, de
repente, se sintió tan avergonzada como aterrada.
Habían estado siguiendo una especie de sendero serpenteante donde la hierba era
más corta. Hizo que «Don Quijote» saliera de él: cuando hubo conseguido que se
adentrara en las hierbas altas, desmontó y alisó los tallos para ocultar el camino que
habían seguido.
Te olerán, se dijo, y empezó a moverse muy despacio para no dejarse dominar por el
pánico. El viento soplaba hacia ella desde el punto de donde había venido el aullido: ése
no podría olería. Aunque algún otro quizá sí pudiera... Sería mejor volver. Abrumada por
la estupidez de lo que había estado haciendo, se dijo que volver era lo más prudente.
Puso en marcha la grabadora y observó su pantalla mientras guiaba al caballo
haciéndole dar una vuelta que terminó poniéndole de cara a la embajada: seguían ocultos
por los grandes tallos de hierba, y se dirigían hacia el ser que había emitido ese aullido,
fuera lo que fuese. «Don Quijote» avanzó un trecho y se detuvo. Algo volvió a aullar, muy
cerca, entre ellos y la embajada.
El caballo se dio la vuelta y empezó a alejarse. Marjorie intentó detenerle, pero «Don
Quijote» no le hizo ningún caso. Sintió un breve espasmo de pánico, logró dominarlo y le
dejó ir por donde quisiera. Bien... Así que sabía algo que ella ignoraba, ¿en? Había olido
o captado algo que ella no podía oler o captar. Siguió inmóvil en la silla de montar,
intentando no ponerle nervioso, recitando un acto de contrición, incapaz de recordar las
frases que conocía desde su infancia. Tanto daba: las palabras no parecían nada
adecuadas a su situación actual. ¿Cómo podía lamentar de todo corazón el haber
ofendido a Dios si, por lo que sabía, estaba haciendo justamente aquello que Dios quería
que hiciese?
El caballo subió y bajó colinas y avanzó junto a una serie de riscos, al paso, sin
apresurarse, con las orejas moviéndose continuamente hacia un lado y hacia otro, como
si alguien estuviera murmurando su nombre. Su paso fue haciéndose más lento, como si
respondiera a lo que oía ante ellos, y cuando se detuvo se tumbó sin perder ni un
segundo y sin esperar a que Marjorie le diera la señal. Marjorie sacó la pierna de debajo
de su cuerpo, se puso en pie y le miró. El caballo se pegó al suelo, con las orejas aún en
posición de alerta, observándola.
—Está bien —murmuró Marjorie—. ¿Y ahora qué?
El caballo no emitió sonido alguno pero sus flancos se estremecieron, como
aguijoneados por las moscas. Peligro. Por todas partes, rodeándoles.
Marjorie lo captó: podía olerlo, lo veía en aquel temblor de su piel. La grabadora decía
que habían seguido el camino indicado por Sebastian. Un sonido repetitivo, no muy fuerte
pero continuo, hizo que «Don Quijote» moviera la cabeza buscando su fuente. No era el
violento atronar de la noche anterior, sino más bien una serie organizada de gritos y
gemidos, y tanto su volumen como su espaciamiento eran bastante rítmicos. Los ollares
de «Don Quijote» se dilataron y su piel vibró como si sufriera un terrible picor. El viento
había cambiado de dirección y ahora soplaba hacia ellos, trayendo consigo claramente el
sonido y un olor…, el olor de algo totalmente desconocido. No era un olor desagradable, y
tampoco era un perfume: no resultaba ni atractivo ni repelente. Marjorie desenvainó su
cuchillo láser y empezó a cortar brazadas de hierba, que colocó sobre el cuerpo de «Don
Quijote», escondiéndolo, esperando que quizás así pudiera disimular su olor. Después
pegó el vientre al suelo y reptó por entre los tallos, yendo hacía los sonidos que traía el
viento, trepando por un risco que se extendía hacía el sur. Cuando llegó a la cima del
risco se quedó muy quieta y miró por entre los tallos de hierba.
Hacia el olor traído por el viento. Abrió la boca y dejó que sus pulmones se llenaran de
él.
El cielo se dilató y Marjorie sintió que todo su cuerpo se movía, subiendo hacia el cielo
y bajando hacia la tierra, aplastándola.
El brazo que tenía puesto bajo el mentón se aplanó hasta convertirse en algo tan
delgado como una hoja de papel.
Algo pisó su cabeza, aplastándola sin hacerle ni pizca de daño.
Su cuerpo se desvaneció. Intentó mover un dedo y descubrió que no podía hacerlo.
Sabuesos. Una hondonada llena de sabuesos, sabuesos sentados y sabuesos
agazapados, una confusión de cuerpos grisáceos, verde alga y violeta fangoso, con las
cabezas echadas hacia atrás y los labios tensos para revelar los colmillos y una doble
hilera de dientes en cada lado de aquellas inmensas fauces, las mandíbulas de las que
brotaba el rítmico coro de gruñidos. Sus flancos subían y bajaban, vibrando sin parar,
golpeados erráticamente desde el interior como si se hubieran tragado seres vivos que
intentaban liberarse. Los vacíos globos blancos de sus ojos contemplaban el cielo. El cielo
que caía...
El olor. La hondonada de tierra estaba empapada de ese olor. Marjorie yacía junto a
esa hondonada y su lengua colgaba fláccida sobre su mandíbula inferior, dejando escapar
gotitas de saliva.
Allí, en la hondonada: una pared vertical en la que había angostos orificios por donde
entraba cautelosamente la luz de la mañana, revelando la caverna que había más allá.
Los hippae iban y venían por esa caverna, solos o en parejas, inclinándose, girando,
encabritándose con las patas al aire, las cabezas echadas hacia atrás y las espinas
bailando locamente.
Entre los sabuesos agazapados había montones de esferas perlinas tan grandes como
la cabeza de Marjorie, y los migerers las movían de tal forma que todas quedaran
iluminadas por el sol, dándoles la vuelta, sosteniéndolas en sus duras patas delanteras y
llevándoselas al oído como si quisieran escuchar algo. ¿Qué eran? ¿Huevos?
Y en la hondonada que había ante la caverna se veían también unas cuantas docenas
de mirones, con sus cuerpos parecidos a orugas: sólo el lento ondular de sus flancos
revelaba que eran seres vivos.
El olor parecía oprimirla, hundiéndola en la tierra. Marjorie se había convertido en un
ser de dos dimensiones, un trapo húmedo que yacía sobre la hierba, un trapo con ojos.
Los sabuesos eran grandes, muy grandes: tan grandes como caballos de tiro, aunque
no tenían las patas tan largas como éstos. Y los mirones eran enormes, el doble del
tamaño habitual. Dentro de la caverna, una miríada de siluetas confusas bailaba en el
aire, unas criaturas oscuras parecidas a murciélagos, con una hilera de colmillos en la
boca. Una de ellas aterrizó sobre la nuca de un sabueso y se quedó pegada a su piel.
Pasado un rato, se soltó y reanudó su errático revoloteo.
Un sabueso empezó a jadear, y el jadeo se convirtió en un aullido. El aullido se
transformó en un gimoteo y fue seguido de nuevo por el jadeo. Los mirones se retorcieron
sobre la tierra bañada por el sol hasta convertirse en masas esféricas de las que había
desaparecido toda arruga o pliegue. Era un espectáculo tan familiar... Marjorie ya lo había
visto, pero no sabía cuándo o dónde.
Poco a poco, todo fue quedando en silencio. Las criaturas parecían estar paralizadas.
El movimiento espasmódico que hacía temblar los flancos de los sabuesos se calmó.
Todo era silencio e inmovilidad.
Un hippae emergió de la caverna, caminando muy despacio y levantando las patas a
cada paso, con las fosas nasales dilatadas y la boca abriéndose de vez en cuando para
emitir una especie de ladridos de advertencia. Pasado un rato, otro hippae salió de la
caverna para encararse con el primero: tenía el cuello hinchado y la mandíbula casi
pegada a la curvatura de éste, y cuando empezó a emitir los mismos secos sonidos de
hostilidad que su contrincante sus ojos giraron locamente en las órbitas.
Se apartaron un poco el uno del otro, ladeando la cabeza e inclinando el cuello, y las
terribles espinas que lo cubrían quedaron dispuestas como si fueran un abanico de
sables. Siguieron retrocediendo, interponiendo más y más distancia entre ellos, y de
repente se lanzaron el uno contra el otro, y cada juego de espinas se abrió paso por entre
el del adversario, causando grandes heridas en los flancos y las costillas. Sus costados
quedaron cubiertos por rayas de sangre, y los hippae golpearon el suelo con pezuñas tan
afiladas como navajas, haciéndolo vibrar antes de darse la vuelta para una nueva carga.
Otro veloz movimiento de espinas, más rayas de sangre. Marjorie se encogió
mentalmente sobre sí misma mientras los hippae se atacaban, encabritándose con un
destello de pezuñas.
Hasta que por fin uno de los hippae cayó de rodillas y no se levantó lo bastante
deprisa.
El otro animal retrocedió hasta la entrada de la caverna y pareció hurgar en ella. Le dio
la espalda al enemigo y usó las patas traseras en una potente coz que envió un diluvio de
proyectiles negros contra su enemigo. ¿Qué le estaba arrojando? Cosas negras, cosas
negras que parecían bolas de polvo y que se hacían pedazos en el momento del
impacto…, recordaban las semillas de los dientes de león, y estallaban liberando nubes
de polvo negro. Estaba arrojándole murciélagos muertos. Lo que había dicho Sylvan...
En silencio. Un juego. El juego. En el silencio.
El hippae victorioso meneó la cabeza y sus dientes buscaron nuevos proyectiles en las
entradas de la caverna. Cuando los hubo sacado se dio la vuelta, disponiéndose a una
nueva sesión de coces. Un proyectil se estrelló contra la cabeza de la bestia arrodillada,
cubriéndola de polvo negro. El hippae derrotado se inclinó, logró levantarse con un gran
esfuerzo y se marchó, subiendo por la pendiente de la hondonada.
Todo se había desarrollado con la lenta solemnidad de un ritual, un ritual de combate
que acababa de terminar.
Y entonces llegó el sonido. El viento acarició la espalda de Marjorie. El hinchado
cuerpo de un mirón se abrió con un crujido y, por entre los jirones de piel, asomó la
cabeza triangular de un sabueso. La piel del mirón se desgarró todavía más y las patas
delanteras emergieron del agujero, y después, poco a poco, fue saliendo toda la bestia.
Logró ponerse en pie, tambaleante, y fue hacia una de las aberturas verticales de la
caverna, evitando cuidadosamente los montones de huevos: parecía ridiculamente
pequeño y frágil. Marjorie oyó sonidos de lametones en el interior. Pasado un rato, la
criatura salió de la caverna con las fauces cubiertas de saliva, moviéndose de una forma
más rápida y segura: sus flancos ya tenían un aspecto lustroso y su cuerpo había crecido,
como hinchado por la humedad. El hippae estaba en lo alto de la hondonada, silbando. El
joven sabueso trepó hacia él, mordisqueando la hierba azul que crecía sobre la pendiente.
La bestia parecía estar creciendo ante sus ojos, haciéndose más larga y voluminosa a
cada instante que pasaba. Acabó desapareciendo, con su paso lento pero firme y
tranquilo. El viento soplaba con más fuerza.
Otro chasquido la hizo volverse hacia la hondonada. Igual que un sabueso había
emergido del cuerpo destrozado de un mirón, ahora un hippae emergía de la piel de un
sabueso. Metamorfosis: una hilera de espinas se abrió paso por los inmensos flancos de
un sabueso y las pequeñas hojas óseas desgarraron la piel, dejando asomar la cabeza
del hippae. El proceso se detuvo en cuanto la cabeza hubo emergido, con los ojos
cerrados, incapaz de ver nada. Todo estaba en silencio.
¿Qué estaba haciendo? El viento soplaba con fuerza, disipando el olor. ¿Qué estaba
haciendo? ¿Qué hacía aquí, tumbada en el suelo, con su cuerpo aplastado? Sólo sus ojos
poseían tres dimensiones. Sus ojos...
Le dolían. Parpadeó, y se dio cuenta de que los globos oculares estaban resecos.
Llevaba mucho, mucho tiempo sin parpadear. Sintió un cosquilleo en la nuca, como si
alguien estuviera observándola. Se dio la vuelta, intentando ver algo por entre la cortina
de hierba. Sí, había algo. No podía verlo ni oírlo, pero sabía que estaba ahí. Bajó por la
pendiente y avanzó tambaleándose por entre los tallos hasta llegar al sitio donde había
dejado a «Don Quijote», y lo encontró igual que cuando se marchó pero con la cabeza
levantada, las orejas tiesas moviéndose de un lado para otro y los ollares temblando. El
sol caía hacia el horizonte. Los tallos de hierba bailaban sobre las colinas y hondonadas
creando sombras ominosas. Marjorie le hizo levantar y se dejó llevar por él, confiando en
su habilidad para devolverles a casa, si estaba escrito que debían llegar alguna vez a ella.
El caballo siguió una ruta más directa de la que habían usado por la mañana, aunque
seguía moviéndose como si alguien pronunciara su nombre en voz baja. Tanto «Don
Quijote» como Marjorie sabían que la oscuridad estaba muy cerca, pero el caballo era
mucho más consciente que ella de la amenaza escondida entre la hierba. «Don Quijote»
podía oler lo que el olfato de Marjorie era incapaz de percibir: hippae, y muchos, bastante
cerca pero con el viento en contra. Durante la última hora habían estado acercándose
cada vez más, yendo lentamente de aquí para allá, como si estuvieran buscando algo.
«Don Quijote» apretó el paso y sus patas devoraron la pradera, volviendo hacia Colina del
Ópalo en una larga curva que le llevó lo más lejos posible de los hippae, aumentando
gradualmente la distancia que les separaba de ellos. Y algo invisible que estaba muy lejos
le dijo que estaba haciéndolo muy bien, y que era un buen caballo.
Llegaron a los establos cuando ya anochecía. El mozo al que le había confiado su
mensaje estaba esperándola, los ojos clavados en el horizonte como para juzgar si había
vuelto con la puesta del sol o no.
—Un mensaje, señora —se apresuró a decirle—. Su hijo ha estado buscándola. Parece
ser que tiene un mensaje para usted. Un mensaje privado. Cree que es de la hacienda de
los bon Damfels.
Marjorie se había quedado de pie junto al caballo, temblando, incapaz de hablar.
—Señora, ¿se encuentra bien?
—Estoy…, estoy un poco cansada —farfulló Marjorie. Se sentía mareada, y no estaba
muy segura de qué le había ocurrido. Todo había sido como un sueño... ¿Había ido hasta
allí sola? ¿Había estado sola entre la hierba? Se volvió hacia el caballo, le miró a los ojos,
y vio en ellos el brillo de una comprensión que no habría debido estar allí pero que, por
alguna razón inexplicable, no la sorprendió en lo más mínimo—. «Don Quijote»... —dijo,
pasándole las manos por el cuello—. Eres un buen caballo.
Se despidió de él con una última palmadita y subió por el sendero tan deprisa como
pudo, pues aún le costaba un poco caminar. Tony la vio venir desde la terraza.
—¿Dónde has estado? Me dices que no debo ir a ningún sitio solo, y luego te pasas un
día entero por ahí... ¡Madre, tienes un aspecto horrible!
Marjorie decidió que lo mejor sería aceptar su afirmación y quedarse callada. No sabía
cuál era su aspecto, pero lo cierto es que se sentía…, mejor. Como si supiese lo que
debía hacer, como si tuviera un propósito.
—El mozo de establo me dijo algo sobre un mensaje.
—Creo que es de Sylvan. Es el único que te llama «la honorable señora Marjorie
Westriding». Viene en código, no sé qué dice.
—¿Qué querrá?
—Será algo relacionado con Hierba, supongo. Vamos.
—¿Dónde está tu padre?
—Sigue montado en esa maldita máquina. —Había una cierta tensión en su voz, como
si la pena o la ira acecharan a punto de hacer erupción.
—Tony, no puedes hacer nada al respecto.
—Sigo teniendo la sensación de que debería...
—Tonterías. Es él quien debería olvidarse de esa estúpida idea suya. Si tomaras parte
en la Cacería, sólo conseguirías hacer que las cosas se pusieran peor de lo que ya están.
—Bueno, ahora no se le puede interrumpir, y aún le quedan una o dos horas...
Marjorie se instaló ante el dígame y dejó que el haz de identificación pasara
velozmente sobre sus ojos. El inicio del mensaje apareció en la pantalla: PRIVADO.
SOLO PARA EL DESTINATARIO.
—Tony, date la vuelta.
—¡Madre!
—Date la vuelta. Quizá vaya a decirme algo embarazoso o demasiado personal, y no
quiero que lo veas —dijo, y mientras pronunciaba esas palabras se preguntó por qué
pensaba que Sylvan podía querer decirle algo tan personal.
Apretó la tecla adecuada, y pudo leer el resto del mensaje en la pantalla. POR FAVOR
AYÚDEME. NECESITO TRANSPORTE A CIUDAD COMÚN PARA MI MADRE, YO Y
OTRAS DOS MUJERES, ¿PUEDE VENIR DISCRETAMENTE CON SU AEROCOCHE A
LA ALDEA DE LOS BON DAMFELS? SEÑAL PRIVADA.
—Date la vuelta, Tony. Puedes leerlo.
El chico leyó el mensaje, la miró y volvió a leerlo.
—¿Qué está pasando?
—Está claro que Sylvan necesita sacar a Rowena de Klive, pero no puede hacerlo sin
ayuda. Tiene que hacerlo en secreto, lo cual parece indicar que hay alguien que no debe
enterarse…, probablemente Stavenger.
—¿Crees que Stavenger bon Damfels descubrió que Rowena vino aquí para averiguar
qué le había pasado a Janetta?
—Es posible. O quizá Rowena haya tenido una pelea con Stavenger y esté asustada.
Tanto da, puedes inventarte la historia que quieras: tus hipótesis tienen tantas
probabilidades de ser ciertas como las mías.
—Ya sé arreglármelas con el aerocoche.
—Persun Pollut también. Necesito que te quedes aquí para que le expliques a tu padre
adonde he ido si se le ocurre preguntarlo, lo que no es probable. —El chico percibió
claramente la amargura que había en su voz.
Se ruborizó, queriendo ayudarla pero no sabiendo cómo.
—¿Por qué no dejas que vaya yo? También podrías mandar a Persun solo.
—Tengo que hablar con Sylvan. Hoy he visto algo que... —Le describió la caverna y
sus ocupantes en un murmullo rápido y nervioso, mientras Tony la miraba fijamente sin
hacerle preguntas—. ¡Una metamorfosis, Tony! Como la mariposa que sale de la oruga...
Los huevos deben ser huevos de hippae: los mirones salen de ellos. No lo he visto, pero
es la única teoría lógica. Los mirones se convierten en sabuesos y los sabuesos en
hippae. Una metamorfosis en tres etapas... Creo que ni los nativos de Hierba lo saben —
concluyó—. Nadie nos ha hablado de que los mirones se conviertan en sabuesos y los
sabuesos en monturas…, ni tan siquiera Persun.
—¿Cómo han podido vivir aquí durante generaciones sin llegar a saberlo?
Marjorie abrió la boca para contarle la verdad, para decirle: «Porque los hippae matan a
cualquiera que intente espiarles». Sabía que era cierto, que sólo la suerte la había
permitido escapar con vida. O quizás hubiera otra razón, pensó, recordando cómo había
actuado «Don Quijote», igual que si algo o alguien le estuviera guiando... No quería
confesar que se había portado como una loca temeraria.
—Los tabúes impiden que lleguen a enterarse, Tony. Tienen tabúes que les prohiben
conducir vehículos por entre la hierba y, suponiendo que quieran explorar, no tienen
monturas dóciles como los caballos, con lo que no les queda más remedio que ir a pie. Y
puede que también haya un tabú que se lo prohiba. Algo muy escondido, un factor
psicológico... No es sólo cosa de costumbres. Quizás ellos lo crean, pero es algo más que
eso. Tal vez crean que son libres de hacer lo que quieran, pero no es así.
—Quieres decir que han decidido conservar la hierba pero que en realidad...
—En realidad no tenían otra elección. Sí, eso quiero decir. Creo que los hippae han
estado dirigiéndoles desde..., sólo Dios sabe desde cuándo. Tengo la corazonada de que
quien se interna entre la hierba para explorar acaba muerto. Cuando estuve ahí fuera hoy,
sentí algo que... «Don Quijote» también lo sintió. Estaba terriblemente asustado, y se
movía como si creyera estar pisando cáscaras de huevo. Además, Asmir nos dio toda una
lista de desapariciones.
—¡Y fuiste allí sola! —Tony agitó la cabeza—. Madre, maldita sea... ¿En qué estabas
pensando? —Y un instante después, al ver su expresión avergonzada, añadió—: ¡Madre,
por el amor de Dios!
—Tony, cometí un error. No debes decirle nada a tu padre: no le digas que sabes lo de
la plaga o que he ido a montar hoy. Dado su estado actual, puede que tenga un ataque y
empiece a gritar como un loco, y no creo que pueda aguantarlo. Además, Stella acabaría
enterándose.
—Ya lo sé.
—Si quiere saber dónde estoy, dile que he ayudado a llevar a Rowena a la Comunidad.
No le hables de Sylvan a menos que no haya más remedio. Rigo parece haberle cogido
una extraña manía, y no sé por qué.
Tony se dio cuenta de que su madre realmente no lo sabía, aunque él sí tenía cierta
idea de por qué Roderigo Yrarier estaba tan trastornado últimamente. Mientras Marjorie
bailaba con Sylvan en la recepción, Tony estaba en el balcón, cerca de su padre, y pudo
ver la expresión de su rostro.
Persun Pollut posó el aerocoche de Colina del Ópalo junto a la aldea de los bon
Damfels tan silenciosamente como si fuera una hoja cuando ya había anochecido. Sylvan
estaba esperándoles, acompañado por Rowena y dos aldeanas. Rowena tenía el rostro
vendado y un brazo en cabestrillo. Las dos mujeres casi tuvieron que llevarla a cuestas
para hacerla subir a bordo. Marjorie no perdió el tiempo haciendo preguntas o
comentarios y le dijo a Persun que despegara inmediatamente y que les llevara a la
ciudad lo más deprisa posible. Estaba claro que Rowena bon Damfels necesitaba
cuidados médicos.
—Nunca podré agradecérselo bastante, lady Westriding —dijo Sylvan, con un tono de
voz extrañamente formal que contrastaba con su desaliñado aspecto—. Usar un
aerocoche de la hacienda me habría sido muy difícil. Disculpe mi aspecto. He tenido que
echar abajo unas cuantas puertas y no he tenido tiempo de cambiarme.
—¿Su padre la encerró?
—Sí, entre otras barbaridades, aunque supongo que ni tan siquiera debe acordarse de
lo que ha hecho. Mi padre lleva la Cacería y todas sus pequeñas rarezas muy dentro de
él.
—Sylvan, ¿adonde piensa llevarla?
—No creo que mi padre sospeche que ya no está allí. Si la echa de menos y se
acuerda de lo que hizo, probablemente pensará que ha escapado y anda vagando por
entre la hierba. Puede que la busque, pero lo dudo. Mientras tanto, estas mujeres tienen
parientes en Ciudad Común, y ellos se encargarán de esconderla para que esté a salvo.
—Y sus hermanas, ¿están a salvo?
—Por el momento sí. Dado que las dos tienen amantes, las he instado a quedarse
embarazadas lo más pronto posible. Las mujeres embarazadas no tienen que participar
en la Cacería. —Hablaba con una voz átona y totalmente desprovista de emoción—. No
sé si podré conseguirlo, pero me gustaría llevarlas a Ciudad Común. Claro que ellas no
querrán seguir escondidas para siempre, y me temo que esconderse es la única forma de
impedir que vuelvan a llevárselas a la hacienda.
—Sylvan, si quieren ir a Colina del Ópalo, serán bienvenidas.
—Eso significaría el final para Colina del Ópalo, Marjorie. —Apoyó una mano sobre su
brazo: la preocupación de Marjorie había conseguido que se olvidara durante un momento
de sus propios problemas particulares—. El permiso para que vinieran aquí fue una finta,
una acción evasiva destinada a impedir que Santidad tomara medidas más serias.
Nuestros…, nuestros amos no os quieren aquí. No quieren que haya extranjeros en
Hierba.
—Pero la Comunidad y el puerto... ¿Por qué permiten su existencia?
—Porque no pueden llegar hasta la Comunidad o el puerto. Puede que ésa sea la
razón de que la ciudad no haya corrido peligro hasta ahora. No lo sé. No sé qué hacer.
Todos los bons están... hipnotizados. Algunos de los más jóvenes, como yo, y algunos de
los que llevan unos años sin cazar, aún pueden hablar de lo que ocurre; pero, cada vez
que empezamos a estar cerca del... —Se atragantó y tuvo que esperar unos segundos
hasta que fue capaz de seguir hablando—. En Ciudad Común la presión es mucho menor.
Cada vez que he estado allí me ha sorprendido comprobar lo claro que lo veía todo.
Puedo pensar lo que me dé la gana y no hay nada que me lo impida. Cuando estoy allí
puedo hablar de lo que quiera.
—¿Va a quedarse en la ciudad?
—No puedo. Si lo hiciera, mi padre podría sospechar que mamá está escondida allí y
quizá viniera a buscarla. Quizás acabara creando un enfrentamiento entre las haciendas y
la ciudad, y eso sólo podría significar…, bueno, pérdida de vidas. Una tragedia. —Se
quedó callado, con los ojos clavados en el vendaje que cubría el rostro de su madre—.
¿Qué razón les ha impulsado a venir aquí?
—Creía que Santidad les había hablado de la…, la enfermedad.
—Sí, esa plaga de ustedes —dijo él con impaciencia—. Ya lo sabemos. —La expresión
de su rostro indicaba que no le parecía demasiado importante. Marjorie le miró,
preguntándose qué le habrían dicho y qué le habrían permitido creer.
—No es «nuestra» plaga, Sylvan, igual que tampoco es la de ustedes. Es una plaga
que ataca a toda la humanidad. Si continúa así durante unas décadas más, la raza
humana desaparecerá.
Sylvan la miró, incapaz de creer en lo que estaba contándole.
—Exagera.
Marjorie meneó la cabeza.
—No. Una generación más, Sylvan, y puede que en el universo no queden más seres
humanos que los habitantes de Hierba. Seremos como los arbai…, una raza extinguida.
—Pero nosotros no…, no hemos tenido noticias de que...
—Parece que aquí no hay plaga. O quizás haya algo capaz de impedir que se
desarrolle. Se negaron a recibir ningún grupo de científicos o investigadores, pero dijeron
que aceptarían una embajada. Esos idiotas de Santidad pensaban que nos aceptarían
gracias a los caballos, y ésa fue la razón de que Rigo y yo viniéramos aquí: para descubrir
todo cuanto pudiéramos y para convencerles de que nos ayudaran, si era posible...
—Es imposible. Tendría que haberlo comprendido antes. Ésa es la razón de que los
Jefes de la Cacería escogieran tan cuidadosamente a los que asistieron a la recepción.
Entre ellos no había nadie a quien se pudiera convencer. Todos eran viejos jinetes…,
salvo yo. Y si me dejaron asistir fue porque no saben lo que pienso.
—Estamos sobrevolando el bosque pantanoso —dijo Persun—. ¿Dónde quieren que
aterrice?
Marjorie miró a Sylvan y Sylvan miró a las dos mujeres, quienes conferenciaron en voz
baja y acabaron diciendo que lo mejor sería posarse en el puerto.
Sylvan también pensó que sería lo mejor.
—El hospital está junto al Hotel del Puerto. Además, a esta hora de la noche es menos
probable que nos vean llegar.
Se posaron en silencio, dejaron bajar a las mujeres y volvieron a despegar con rumbo a
Klive.
Cuando se aproximaban a la hacienda, Marjorie se inclinó hacia delante para poner su
mano sobre el brazo de Sylvan.
—Sylvan, tengo que decirle algo antes de que se vaya. He venido para hablarle de ello.
Le narró toda la historia de lo que había descubierto ese día, y le vio removerse,
incómodo, y pasarse el dedo por el cuello. Se preguntó si le permitirían creer su historia, o
si ya le habrían adoctrinado convenientemente con todo un juego de creencias opuestas.
—De mirón a sabueso —jadeó por fin Sylvan—, de sabueso a montura... Interesante.
Eso podría explicar por qué odian tanto a los zorren. Los zorren se comen a los mirones.
—¿Cómo lo sabe?
—Cuando era un niño rebelde descubrí que podía alejarme de los hippae dejando la
mente en blanco. Es un pequeño talento particular mío, o lo era entonces, un talento que
nadie más parece poseer. Solía pasarme horas enteras entre la hierba. No me alejaba
demasiado, compréndalo, sólo hasta sitios donde nadie más se atrevía a ir... Si estaba
cerca de un bosquecillo, buscaba un árbol y trepaba hasta la copa para espiar todo lo que
me rodeaba. He visto cómo los zorren se comían a los mirones. Los mirones resultan
fáciles de atrapar. No son más que una gran tripa con algo de carne alrededor y unas
patas rudimentarias a los lados. Me gustaría ver el proceso del cambio.
—Si puede visitar Colina del Ópalo antes de que termine el lapso, le enseñaré dónde
está la caverna.
—Ir hasta Colina del Ópalo no sería nada, Marjorie —dijo él, atragantándose a cada
palabra—. Lo peor sería adentrarse en la hierba. Eso sería mucho peor... Ya no soy un
niño. Ahora no sé hacerlo tan bien como antes. Si hubiera algún hippae en un radio de
unos cuantos kilómetros a la redonda..., bueno, no estoy seguro de que me dejaría volver.
El aerocoche volvió a bajar. Sylvan le cogió la mano y se la apretó: después le dio las
gracias a Persun Pollut y desapareció en la oscuridad.
El aerocoche regresó a Colina del Ópalo y aterrizó en el patio de gravilla, donde
Marjorie le deseó buenas noches a Persun y fue hacia la puerta lateral más cercana a sus
aposentos. Al acercarse oyó una vez más el lejano atronar perdido entre la hierba, un
sonido todavía más ominoso porque no tenía causa ni había razón a la que atribuirlo.
Amenazaba sin dejar ninguna posibilidad de réplica.
De repente oyó la voz de Rigo a su espalda, y se sobresaltó hasta el extremo de lanzar
un leve grito que en seguida se interrumpió.
—¿Puedo preguntarte dónde has estado?
—Rigo, fui con Persun Pollut a Ciudad Común acompañando a Rowena bon Damfels
para que pudieran prestarle asistencia médica. Su hijo y dos sirvientas iban con ella. Le
dejamos a él de vuelta en la aldea de los bon Damfels y después vine directamente a
casa.
Rigo clavó su mirada en aquellos grandes ojos llenos de inocencia donde no se veía ni
la más mínima intención de engañarle y trató de burlarse de ella: quería soltarle alguna
replica cortante, pero no fue capaz de hacerlo.
—¿Rowena?
—Stavenger le había dado una paliza…, y me temo que bastante grave.
—¿Por qué razón? —preguntó él, asombrado. Para la filosofía personal de Rigo,
pegarle a una mujer equivalía a quedar deshonrado para siempre.
—Por venir aquí para averiguar qué le había ocurrido a Janetta —dijo ella—, Rowena y
Sylvan vinieron aquí para hacer algunas preguntas. Tenían la esperanza de que…,
bueno, de que Dimity pudiera aparecer viva en algún sitio u otro. Dimity es la hija menor
de Rowena, la hermana de Sylvan... La chica que desapareció. Por eso vinieron aquí.
—No vi a Rowena —dijo él, y su énfasis le recordó que sí había visto a Sylvan.
—Rowena se echó a llorar poco después de que hubieran llegado. Salió de la
habitación durante un rato. Tony la llevó a mi cuarto.
—Dejándote a solas con su hijo. ¿Y de qué hablasteis? —Sintió aquella misma ira de
siempre acechando bajo la capa superficial de calma. ¿De qué habían hablado Sylvan y
Marjorie? ¿Qué había compartido con él, qué era lo que no estaba dispuesta a compartir
con su esposo?
Marjorie suspiró y se frotó los ojos, lo cual hizo que le dolieran todavía más de lo que
ya le dolían.
—Intenté decírtelo antes, Rigo. Quise hablarte de los hippae, pero no me hiciste caso.
No quisiste escucharme.
Rigo la contempló en silencio durante un segundo que pareció interminable, intentando
no decir aquello que, finalmente, no pudo evitar decirle.
—No. No quiero oír ninguno de los cuentos de hadas sobre los hippae que te ha
contado Sylvan.
Marjorie tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva, e intentó impedir que su rostro
expresara la frustración que sentía.
—¿Te interesa oír lo que el hermano Mainoa de los Hermanos Verdes pueda contarte
sobre el mismo tema?
Rigo sintió unos deseos inmensos de hacerle daño, el daño suficiente para obligarla a
llorar. Casi nunca la había visto llorar.
—¿El hermano Mainoa? —se burló—. ¿Cómo, es que también tienes algún asunto con
él?
Marjorie le miró sin creer en lo que había oído, viendo lo rojo que estaba y que sus ojos
llameaban igual que los de Stella. Estaba diciendo la clase de cosas que le gustaba decir
a Stella: quería hacerle daño, y no le importaba que no fuesen ciertas.
Antes de oírle hablar Marjorie casi estaba dispuesta a llorar, aunque sólo fuera de puro
cansancio, pero sus palabras disiparon ese deseo. Una roja muralla de llamas se alzó a
su alrededor, envolviéndola en su chisporroteo y su calor. Era una sensación que le
resultaba muy poco familiar, una ira tan intensa que no contenía ni un solo átomo de
culpa. Las palabras brotaron de sus labios igual que proyectiles disparados sin ninguna
intervención de su mente, sin que necesitara pensar en lo que hacía.
—El hermano Mainoa tiene la edad de mi padre —dijo con una voz fría y límpida que
apenas si podía oír por encima del rugido de las llamas que llenaban su cabeza—. Es un
anciano y le cuesta caminar. Lleva muchos años aquí. Quizá tenga alguna pista valiosa,
algo que pueda ayudarnos a cumplir esa misión para la cual se nos ha enviado aquí. Pero
no te preocupes por el hermano Mainoa...
»Puede que cuando hayas ido a la Cacería y hayas demostrado tu virilidad, como
necesitas hacer continuamente, y suponiendo que vuelvas…, bueno, entonces quizá
podamos hablar de aquello por lo que hemos venido hasta aquí.
Rigo intentó interrumpirla pero Marjorie alzó la mano, impidiéndole hablar, y su rostro
parecía haberse convertido en una máscara de hielo.
—Mientras tanto, puedes tener la seguridad de que nunca he tenido un «asunto» con
nadie. Hasta ahora, Rigo, siempre he dejado que fueses tú quien se encargara de romper
los votos.
Jamás la había oído hablar de esa forma. Jamás había sabido que fuera capaz de
hacerlo. Lo único que deseaba era acabar con ese eterno control de sí misma que
demostraba, creyendo que se interponía entre ellos igual que si fuese una barrera. Había
querido que esa creciente frialdad fuera consumida por la ira para que Marjorie viniese a
él, como siempre, disculpándose y pidiendo que la perdonara...
Y, en vez de eso, había provocado una ira tan grande que no podía calmarla ni
ponerse a su altura. Marjorie se dio la vuelta y se marchó: Rigo la vio alejarse, con la
impresión de que le dejaba para siempre.
Aquella noche del lapso había otros sitios donde la situación era tan tensa como en
Colina del Ópalo y en Klive. Lejos de cualquiera de esos dos lugares, en la cocina de
Stane, la hacienda de los bon Maukerden, una puerta se abrió a la noche para dejar pasar
un chorro de luz que se derramó por el patio, proyectando una afilada cuña de claridad
que la Obermum Geraldria atravesó para crear un muñón de sombra. Era una mujer
robusta, con la cabellera desparramada sobre unos hombros que temblaban a causa de
los sollozos que intentaba sofocar con una toalla. Pasado un rato, alzó sus enrojecidos
ojos para mirar hacia la noche, incapaz de ver nada por culpa de la oscuridad y las
lágrimas que fluían de ellos para gotear por sus fuertes mandíbulas sin que Geraldria les
hiciera ni el más mínimo caso. Al otro extremo del patio había una verja que daba al
sendero por el que se llegaba a la aldea de los Maukerden. Geraldria fue hacia la verja, la
abrió, e hizo una seña con la mano hacia la abierta puerta.
Dos siluetas salieron por ella, caminando tan despacio que no parecían tener muchas
ganas de hacerlo. Una era la doncella de Geraldria, Clima, y la otra era la Chica Ganso,
Janetta bon Maukerden, balanceándose bajo una gruesa capa como si estuviera
siguiendo los compases de una música que sólo ella podía oír, con su rostro plácido y
tranquilo bajo la luz amarilla. Clima lloraba y Geraldria lloraba también, pero la Chica
Ganso no daba señal alguna de percibir su dolor o de que éste le importase algo.
La Obermum mantuvo la verja abierta, y Clima fue hacia ella.
—Ve a la aldea, Clima, y llévala a Ciudad Común tan pronto como puedas. Quiero que
veas a la doctora Bergrem y que te enteres de si es capaz de ayudarla. Tendría que
haberla dejado ir antes. Pensaba que podría aprender a reconocernos. —Geraldria volvió
a cubrirse el rostro con la toalla empapada en llanto para ahogar aquellos sonidos que
parecía incapaz de evitar. Cuando el espasmo hubo pasado hurgó en su bolsillo y cogió la
carta de crédito que había guardado allí hacía un rato—. Esto te permitirá obtener cuanto
necesites. Si necesitas más, házmelo saber. Dile a la doctora Bergrem…, dile a la doctora
que la saque de Hierba, si cree que eso puede ayudarla.
Clima se guardó la carta de crédito.
—Tal vez pudiera venir aquí, señora. Quizás estén dispuestos a venir... -Cogió a la
Chica Ganso por el brazo para impedirle que se alejara de ellos, la llevó hasta la verja y
empezó a tirar de ella por el sendero.
—La doctora dijo que necesitaba sus máquinas, esos aparatos que tiene en el hospital.
Además, el Obermun no quiere verla aquí. Nunca lo consentiría.
—No es culpa suya... —Palabras ahogadas por el llanto.
—Dimoth dice que sí lo es —exclamó Geraldria—. Dice que todo fue culpa de Janetta.
Dice que de lo contrario no habría pasado nada. Y Vince está de acuerdo con él.
—¡No es cierto! —dijo Clima, indignada—. Mi Janetta no hizo nada malo...
—Shhh. Llévatela. —La oscuridad cayó sobre el sendero cuando cerró la verja y
Geraldria se puso de puntillas para mirar por encima—. Llévatela de aquí, Clima. No
puedo seguir soportándolo por más tiempo. No con el Obermun diciendo las cosas que
dice... —Echó a correr hacia la casa y cerró la puerta a su espalda.
Clima cogió a la chica de la mano y la hizo avanzar por el sendero: la luz de su linterna
creaba un charco que las precedía por ese camino que Clima conocía tan bien como las
habitaciones de su propia casa. Había recorrido la distancia suficiente para que la hierba
le ocultara la casa cuando alguien surgió de la oscuridad a su espalda, le pasó un saco
por la cabeza y se lo bajó por el cuerpo, haciéndola caer al suelo y dejándola allí para
debatirse, indefensa, mientras sus manos buscaban la cuerda que su asaltante había
anudado alrededor de sus tobillos. El ataque la había pillado tan de sorpresa que ni
siquiera tuvo tiempo de gritar.
Logró erguirse y luchó con la cuerda, tirando frenéticamente del nudo con los dedos.
Oyó el sonido de un aerocoche despegar de entre la hierba a un lado del sendero, allí
donde se suponía que no debía haber ningún vehículo. Logró soltar el nudo y se quitó el
saco, e hizo girar su linterna para que sus brillantes rayos iluminaran lo que la rodeaba.
Gritó, se metió por entre la hierba e incluso hizo venir varios hombres de la aldea para
que la ayudaran a buscar, pero la chica había desaparecido.
El lapso terminó tan de repente como había llegado. La Cacería ya podía empezar de
nuevo. Rigo pasaba todas sus horas de vigilia montando en el simulacro. Stella, aunque
nadie lo sabía, seguía pasando en él cada hora que los demás invertían en dormir.
Soberbiamente adiestrados por su experiencia anterior con los caballos, tanto Rigo como
Stella necesitaron menos tiempo del que los bons podían imaginarse. Una mañana, Rigo
anunció que tomaría parte en la Cacería que los bon Damfels iban a celebrar en su
hacienda dentro de dos días.
—Espero veros a todos allí —les dijo, muy serio—. Tú, Marjorie, Tony y Stella.
Marjorie no replicó. Tony asintió con la cabeza. Sólo Stella abrió la boca.
—Claro que sí, papá —dij o, muy excitada—. No nos lo perderíamos por nada.
—He pedido un globo-coche para que podáis seguir la Cacería.
—Muy considerado por tu parte —dijo Marjorie—. Estoy segura de que todos
disfrutaremos mucho.
Stella le lanzó una mirada de soslayo, algo preocupada por el tono de voz de su madre.
Las palabras, la forma de pronunciarlas…, no había nada que se saliera de lo corriente y,
sin embargo, aquella voz ocultaba una gélida despreocupación. Se estremeció y miró
hacia otro lado, decidiendo que no era el momento de hacer enfadar a su madre
hablándole de la Cacería. Además, tenía muchas cosas de que ocuparse. Stella estaba
decidida a montar con su padre, pero obtener el atuendo adecuado no había sido fácil.
Había falsificado órdenes usando el nombre de Héctor Paine y las envió a la Comunidad,
interceptando los suministros en cuanto llegaron. Ahora tenía cuanto necesitaba: los
pantalones acolchados y las botas especiales de extremo muy puntiagudo que podían
encajarse entre las costillas de la bestia. En cuanto a los guantes, el sombrero, la corbata
y la chaqueta, podía utilizar los que ya tenía. Todo estaba dispuesto para ser escondido
en el aerocoche y transportado a la hacienda de los bon Damfels. Ésta iba a ser una de
las últimas Cacerías que se celebraran en Klive. Dentro de pocos días la Cacería se
trasladaría a la hacienda de los bon Laupmon.
El lapso había terminado y Marjorie pensó que la caverna de los hippae ya no estaría
vigilada. La mañana siguiente se levantó a primera hora mientras el resto de la familia
seguía durmiendo, cogió la grabadora utilizada en su viaje anterior y cabalgó sobre «Don
Quijote» siguiendo los mismos desvíos que habían tomado la otra vez. Encontró el risco,
la hondonada y la caverna. No había ningún olor salvo el de la hierba. Todo estaba en
silencio. Quizás aquel atronar fuera fruto del frenesí con que se apareaban, si es que los
hippae se apareaban, o tal vez no fuera más que un mero frenesí reproductivo como el
ciego agitarse de un pez.
En la hondonada no quedaba nada salvo unos pedazos de cáscara seca y quebradiza.
Los huevos ya se habían abierto. La caverna estaba vacía, dejando aparte los montones
de bolas pulverulentas que había junto a la entrada. Marjorie los examinó y se dio cuenta
de que eran murciélagos muertos, esos mismos animales alados que había visto antes en
la caverna, los que el hippae vencedor le había arrojado a su derrotado enemigo. Pasó
sobre los cadáveres marchitos para entrar en la caverna, observando que se parecía
mucho a la de Colina del Ópalo. Las dos tenían los mismos pilares hechos con rocas, las
mismas aberturas y el mismo manantial a un lado.
Pero había una diferencia bastante notable. En el suelo de esta caverna había un
dibujo, un dibujo hecho por los cascos de las monturas, una pauta de líneas y curvas
entrelazadas tan compleja como las que recordaba haber visto de niña talladas en los
monumentos prehistóricos celtas. Movida por un impulso inexplicable, Marjorie puso en
marcha la grabadora y recorrió el dibujo de principio a fin, sin olvidar ni una sola filigrana,
viendo cómo iba emergiendo en la pantallita hasta quedar completo. Preguntarle a Rigo
cuál creía que era su significado no serviría de nada. Pero quizá pudiera preguntárselo al
hermano Mainoa cuando volviera a verle. Una vez lo hubo examinado todo y tuvo
registrado el dibujo volvió a Colina del Ópalo sin ninguna clase de incidentes, sintiendo —
o eso se dijo a sí misma—, la satisfacción propia de un virus que ha obrado bien.
El día de la primera Cacería de Rigo acabó llegando inevitablemente, y Marjorie se
preparó para asistir a ella. Se puso uno de sus trajes de Hierba, un vestido amplio de
muchas capas en donde cada falda era un poco más corta que la de abajo, revelando las
sedas de todas las faldas que la seguían: la capa final estaba hecha de un brocado muy
rígido que terminaba en las rodillas y los codos, con lo que dejaba al descubierto toda la
extravagancia de mangas y dobladillos de las capas inferiores. Era parecido a los vestidos
que había visto llevar a las mujeres embarazadas o a las matronas que ya no montaban.
Dejó que su cabello cayese en una masa sedosa sobre su espalda, en vez de recogérselo
en su acostumbrada corona dorada encima de la cabeza. Tomó asiento ante su tocador y
utilizó mucho más maquillaje del que solía emplear, especialmente alrededor de los ojos.
No intentó explicarse a sí misma por qué hacía todo aquello, pero, cuando recorrió el
pasillo que llevaba hasta el patio de gravilla donde la esperaba Rigo, parecía una mujer
que va a reunirse con su amante…, o a conocer otras mujeres que quizá puedan
preguntarse si su marido la ama. Rigo la vio y se estremeció. No parecía Marjorie. Era
una desconocida. Se mordió el labio y se agitó nerviosamente, moviendo primero un pie y
después otro, desgarrado entre el deseo de correr hacia ella y la decisión de fingir que no
se había dado cuenta de su nuevo aspecto.
Persun vino a buscarles en el aerocoche. Tony salió corriendo de la casa dándole los
últimos toques a su atuendo, y Stella apareció con un traje similar al de su madre, aunque
no tan complicado. Había visto lo que Marjorie planeaba llevar y se vistió para hacer juego
con ella. Las capas de tela estaban casi sueltas y podrían quitarse consuma facilidad. Ir
vestida con algo que pudiera quitarse rápidamente le iría muy bien. No tendría mucho
tiempo para cambiarse de ropa.
Apenas si hablaron durante el trayecto, lo que quizá fue lo mejor para todos. Marjorie
estaba sentada junto a Persun, que conducía el aerocoche, y los dos se dedicaron a
practicar una de las rígidas conversaciones de etiqueta en el idioma de Hierba. «¿Dónde
está el Jefe de la Cacería?» «El Jefe de la Cacería cabalga por el sendero.» «¿Han
matado un zorro?» «Sí, hoy los cazadores han logrado matar un zorro.»
—Parecéis dos sapos tragando agua —dijo Stella, dejando escapar un bufido—.
¿Cómo es posible que a alguien se le ocurriera inventar un lenguaje tan horrible?
Marjorie no le respondió. Su mente estaba muy lejos de allí y ni tan siquiera la había
oído. Estaba rodeada por una capa de niebla que sólo podía atravesar haciendo un gran
esfuerzo de voluntad. Se había distanciado de ellos.
—¿Qué va a servir la Obermum para el almuerzo? —preguntó con el mismo tono de
voz que una colegiala.
—La Obermum va a servir ganso asado —oyó como contestación.
El ganso de otro, pensó Persun, viendo las expresiones de sus rostros. Oh, sí, vamos a
servir el ganso de otro.
En Klive, Emeraude y Amethyste jugaban a las anfitrionas con rostro inexpresivo y sin
levantar la voz: iban vestidas casi igual que Marjorie.
—La Obermum lamenta no poder darles la bienvenida. La Obermum les transmite sus
saludos. ¿Quieren pasar a la sala?
Marjorie y Tony fueron en una dirección mientras que Rigo y Stella iban en otra.
Marjorie tardó un poco en echar de menos a Stella. Se encontró bebiendo un líquido
cálido y aromático y sonriéndole a un bon y a otro mientras todo el mundo se movía
continuamente para echarle un vistazo a la primera superficie. Los jinetes estaban
empezando a congregarse en ella, con sus rostros vacuos e inexpresivos contorsionados
en esa mueca tan especial que Marjorie ya había aprendido a esperar de los cazadores.
Sylvan entró en la sala: no llevaba atuendo de cazador.
—¿No va a cazar, señor? —le preguntó Tony, usando su tono de voz más inocente,
muy ocupado sumando dos y dos y sin estar demasiado seguro de qué significaba la
cantidad obtenida.
—Tengo un poco de indigestión —respondió Sylvan—. Hoy Shevlok y mi padre tendrán
que cargar solos con el peso de la Cacería.
—Sus hermanas tampoco van a participar —murmuró Marjorie.
—Le han dicho a mi padre que están embarazadas —murmuró él a su vez—. Creo que
en el caso de Emeraude quizá sea cierto. Ya se sabe que las mujeres de su edad no
pueden cazar tan a menudo como los hombres, y mi padre lo comprende.
—¿Ha…?
—No. No, no parece echar de menos…, no parece echar de menos a la Obermum. No
parece saber que se haya marchado.
—¿Ha tenido noticias de ella?
—Está recuperándose. —Se dio la vuelta y contempló la hierba terciopelo visible a
través de la arcada—. Por todos los sabuesos... —dijo, asombrado—. Marjorie, estoy
viendo a Rigo, ¿no?
—Sí, es Rigo. Cree que debe participar en la Cacería —dijo ella.
—¡Se lo advertí! —Su voz se había convertido en un áspero susurro—. Dios, le
advertí...
Marjorie asintió, luchando por no perder la calma: quería seguir mostrándose fría y
distante.
—Rigo nunca hace caso de las advertencias. Que yo sepa, nunca hace caso de nada...
—Cogió una humeante taza de té de la bandeja que le ofrecía uno de los sirvientes e
intentó cambiar de tema—. ¿Ha visto a Stella?
Sylvan recorrió la sala con los ojos y acabó meneando la cabeza. Había mucha gente.
Dejó sola a Marjorie y se fue a examinar los rincones.
—Si estás buscando a la chica, ha vuelto al aerocoche —le s usurró Emeraude.
Sylvan le transmitió esta información a Marjorie, quien supuso que Stella habría
olvidado algo y había ido a buscarlo. Oyó sonar la campana. Las sirvientas de faldas
abombadas volvieron a la casa. La puerta de los sabuesos se abrió lentamente y los
sabuesos salieron por ella, de dos en dos, contemplando a los jinetes con sus ojos rojizos.
Marjorie tragó una honda bocanada de aire. Rigo estaba a la izquierda del grupo.
Cuando los jinetes se dieron la vuelta para seguir a los sabuesos por la Puerta de la
Cacería, quedó en último lugar.
Pero no por mucho tiempo, ya que entonces apareció otra silueta: dobló corriendo la
esquina de la casa y entró en la primera superficie, ladeando la cabeza y ocultando su
rostro a los observadores. Siguió a Rigo por la Puerta de la Cacería, ocupando el último
lugar del cortejo.
Una chica, pensó Marjorie, preguntándose qué estaría haciendo Stella y porqué no
había vuelto.
Una chica.
Algo en su forma de caminar, en su porte. Y aquella tela, el corte de la capa…, le eran
familiares.
No. Oh, no, no podía ser.
—¿No era su hija? —preguntó Emeraude, volviéndose hacia Marjorie para lanzarle una
mirada llena de preocupación—. Era su hija, ¿verdad?
Oyeron el trueno de las patas que se alejaban galopando al otro lado de la puerta.
Cuando Sylvan logró llegar a la puerta ya no quedaba nadie. Todos los cazadores
habían montado y se habían marchado.
Stella había dado por sentado que Sylvan estaría entre los cazadores. Pese a lo que le
habían dicho de la Cacería y a lo que ella misma había visto, también había dado por
sentado que encontraría una manera de acercarse a su montura. Todas esas ideas
preconcebidas quedaron olvidadas en cuanto subió a la grupa de la montura que vino
hacia ella. Antes de llegar a la hacienda de los bon Damfels se preocupó pensando que
quizá no hubiera ninguna montura disponible esperándola. Sin embargo, todo lo que le
habían dicho durante su observación de la Cacería indicaba que el número de monturas
siempre era exactamente igual al de cazadores congregados. Si alguien tomaba la
decisión de no montar en el último minuto, ante la puerta habría una montura menos.
Dado que tenía planeado llegar al jardín en el último segundo, después de que los
sabuesos hubieran salido de la puerta, nadie tendría tiempo para interceptarla. Fue hacia
la puerta cuando su padre ya estaba montando, y entonces sintió cómo una montura
aparecía ante ella y extendía su inmensa pata. Realizó los movimientos que había
ensayado tantas veces sobre la máquina y que habían acabado convirtiéndose en gestos
automáticos.
Hasta ese momento todo había ocurrido demasiado deprisa para que tuviera tiempo de
pensar o cambiar de opinión. Y, de repente, las espinas estaban allí, a unos centímetros
de su pecho, relucientes como navajas. Las miró, medio hipnotizada, empezó a sentir las
primeras punzadas del miedo, y la montura giró la cabeza y tensó los labios en una
especie de sonrisa, una sonrisa que parecía lo bastante humana como para que Stella
comprendiera que encerraba algo parecido al regocijo y algo parecido al desprecio, así
como otra emoción distinta: su montura parecía querer darle ánimos. El animal salió
disparado en pos de los demás, y Stella jadeó, concentrando toda su atención en la tarea
de mantenerse alejada de aquellas espinas óseas.
Recorrieron una cierta distancia antes de que a Stella se le ocurriera mirar a su
alrededor en busca de Sylvan. Desde atrás, todos los jinetes parecían iguales. No tenía
forma de saber si estaba allí o no. El jinete situado delante suyo era su padre. Reconoció
su chaqueta, distinta a las de los demás cazadores.
Pasó un rato antes de que se le ocurriera mirar a su alrededor en busca de Sylvan.
Todos los jinetes parecían iguales. Salvo su padre. Su chaqueta era distinta a las que
llevaban los demás.
Pasado un tiempo miró a su alrededor buscando a Sylvan. Su padre cabalgaba delante
de ella...
Su padre estaba cabalgando delante de ella…, cabalgando...
Un día espléndido para la Cacería. Aunque el verano ya había terminado, los pastos
seguían verdes gracias a las últimas lluvias. Los granjeros habían derribado algunas de
las alambradas más molestas, y las que permanecían en pie eran claramente visibles.
Delante de los cazadores, cruzando la extensión plata y gris de un campo de cebada,
podía ver a los sabuesos corriendo a toda velocidad: unos instantes después la jauría se
esfumó por la ladera de su izquierda. La suave brisa traía consigo los ladridos y el clamor
de los perros y el sonido del cuerno del Cazador. Siluetas oscuras se recortaban contra la
cima de la colina: seguidores, protegiéndose los ojos del sol con las manos. Uno de ellos
agitó su sombrero y señaló hacia la dirección en que se había esfumado el zorro. Stella
tiró de las riendas de su caballo desviándolo hacia la izquierda, haciéndolo bajar por una
pendiente y llevándolo de nuevo hacia lo alto de la colina por el camino más corto. Una
vez en la cima pudo ver al zorro correr por la pradera que tenía debajo, con la nariz
pegada al suelo y su frondosa cola extendiéndose detrás de él en línea recta al pasar por
debajo de una valla, saltar por encima de un gran tronco y desaparecer en el bosquecillo
de Fuller. Hizo que su montura saltase la valla que les separaba del bosquecillo: el animal
rebasó limpiamente la madera y se unió a los cazadores que ya habían llegado hasta allí.
El retumbar de los cascos le indicó que se acercaban más cazadores. El Jefe de la
Cacería les hizo una seña para que rodearan el bosquecillo, y Stella hizo girar su
montura, colocándose cerca de una zanja por la que el zorro podía intentar la huida.
Oía el ruido de los sabuesos en el bosquecillo. El Cazador estaba ahí dentro con ellos;
su voz se hizo claramente audible, llamando a cada sabueso por su nombre, instándoles
a seguir avanzando.
—«Saltador», sal de ahí. «Pintas», venga, chica, venga...
Y entonces oyó un grito y todos partieron al galope, acompañados por el cuerno y el
ladrido de los sabuesos...
Sylvan.
Se suponía que alguien tenía que acompañarles en la Cacería. ¿Un invitado? Alguien
que no era miembro de esta Cacería.
Sylvan. Aquí estaba. Junto a ella, dándose la vuelta sobre la silla de montar para
lanzarle una mirada de adoración. Stella sintió cómo su rostro se inflamaba y se irguió
orgullosamente sobre su montura.
Algunos jinetes se habían quedado rezagados. Llevaban toda la mañana cazando y ya
era mediodía: los cálidos rayos del sol caían con fuerza sobre su sombrero. El zorro se
había refugiado en el bosque de Brent, y el Cazador y los batidores iban y venían por
entre los árboles. Y el Jefe de la Cacería también estaba con ellos, lo cual era bastante
extraño. Stella le vio erguirse sobre su caballo como si fuera un acróbata de circo,
arrojando cosas hacia lo alto...
Y entonces…, una oleada de sensaciones, un espasmo de puro placer que nació en su
ingle y subió como un rayo por todo su cuerpo, un orgasmo que pareció seguir y seguir y
seguir eternamente.
Sylvan también lo sintió. Todos lo sintieron. Era visible en cada rostro. Todos los
cuerpos temblaron bajo su impacto: las cabezas oscilaron y las mandíbulas se aflojaron.
El Cazador hizo sonar su cuerno indicando que habían cobrado la presa. Sí, ahí
estaba, con su máscara de zorro, y los caballos ya empezaban a volver grupas. El sol
quedaba a su espalda. Estaban muy lejos de casa. Aunque siguieran el camino más
corto, yendo por Magna y usando el camino de gravilla que pasaba junto a la Vieja
Granja, el trayecto sena muy largo.
Cuando volvieron estaba terriblemente cansada. Su padre fue hacia ella y le cogió el
brazo con excesiva brusquedad. Cruzaron el umbral siguiendo a los demás cazadores.
—En nombre de Dios, ¿qué estabas haciendo ahí? —le preguntó, con los labios casi
pegados a su oreja—. ¡Stella, pequeña estúpida!
Stella le miró, boquiabierta.
—Estaba montando —respondió, preguntándose a qué venía eso—. Estaba montando,
papá.
Siguió la dirección de los ojos de su padre, que estaba mirando hacia la terraza, y vio a
su madre, muy pálida y hermosa, con una copa en la mano. Sylvan estaba de pie junto a
ella. Tenía abrazada a Marjorie por la cintura y estaba señalándoles. ¿Cómo podía estar
allí, y sin el atuendo de la Cacería, cuando le había visto montar hacía tan sólo unos
instantes?
Stella sintió que empezaba a ruborizarse. Sylvan no había participado en la Cacería.
Era imposible. Su padre le soltó el brazo y subió por las escaleras. Marjorie se agarraba a
la balaustrada con las dos manos, apretando la piedra con tanta fuerza que tenía los
nudillos blancos. Sylvan tuvo que sostenerla para impedir que cayese al suelo, y
chasqueó los dedos para hacer venir a una sirvienta. Y un instante después su padre
estaba allí, apartándole de un empujón.
--¡Marjorie!
Su esposa le miró como si fuera incapaz de verle, como si no supiese quién era.
—Stella —dijo, señalando hacia ella—. Su cara...
Rigo se volvió hacia su hija, que seguía inmóvil al pie de las escaleras, pero lo hizo un
segundo demasiado tarde y no pudo ver lo que Marjorie había visto, aquella misma
expresión vacía que había en el rostro de la Chica Ganso cuando hizo su aparición en la
fiesta de Colina del Ópalo.
En cuanto a Stella, tuvo que hacer un esfuerzo para no perder el equilibrio, y su mente
confundida vaciló entre la furia y la perplejidad, pues acababa de comprender que Sylvan
no había estado allí para verla montar, y que no podía recordar casi nada de lo que había
ocurrido durante el día. Recordaba haber visto sabuesos, caballos y un zorro, pero eran
caballos y perros reales surgidos de un pasado distante. Recordó aquel chorro de
sensaciones que la había colmado y el recuerdo hizo que se ruborizase, pero no sabía
por qué había sentido todo aquello. Alzó los ojos hacia el rostro preocupado de Sylvan,
hacia la cara enfurecida de su padre y los asustados rasgos de su madre, y aunque sólo
fuera por un instante comprendió que a su alrededor estaban pasando cosas horribles,
cosas terriblemente importantes, y que hasta ahora no les había prestado ni la más
mínima atención.
12
Los hermanos Mainoa y Lourai llegaron a Colina del Ópalo justo a tiempo para
interrumpir un altercado. Cuando Persun Pollut anunció la llegada del aerocoche que
transportaba a los Hermanos Verdes, Marjorie se quedó tan sorprendida que no supo qué
hacer. Había olvidado que iban a venir. Pero se recuperó en seguida y salió a recibirles,
con la esperanza de que su llegada pondría fin, aunque sólo fuese temporalmente, a la
feroz disputa entre Rigo y Stella.
Rigo siguió gritándole a Stella sin prestarle ninguna atención a la llegada de los dos
hermanos. Estaba furioso porque ella no le había dicho que tenía intención de montar y
porque se había atrevido a participar en la Cacería sin su permiso. Aunque Tony y
Marjorie también estaban irritados con los dos jinetes por haber puesto en peligro sus
vidas, tenían la sensación de que el conflicto ya estaba durando demasiado. Marjorie le
puso punto final a la batalla presentando los hermanos a su esposo y su hija.
Rigo se dio la vuelta y le ofreció la mano al hermano Mainoa, con el rostro aún
enrojecido por la ira, y recordó lo que le había dicho a Marjorie sobre aquel hombre. El
hermano parecía algo miope, estaba bastante gordo y medio calvo. Rigo comprendió
inmediatamente que sus acusaciones de entonces no habían hecho sino ponerle en
ridículo, y que su conducta de ahora tampoco le haría quedar demasiado bien. Hizo un
considerable esfuerzo de voluntad para calmarse, se disculpó y salió de la habitación,
seguido por una Stella tan llena de rabia que hacía pensar en un animalito enloquecido
dispuesto a morder al primero que se presentase, y dejó que Marjorie y Tony se
encargaran de arreglar las cosas.
Mainoa interrumpió sus disculpas con un gesto de la mano.
—Todas las familias tienen sus pequeñas preocupaciones y peleas, lady Westriding.
Tengo entendido que ayer su esposo y su hija montaron con los sabuesos.
—¿Cómo lo sabe?
—Oh, la información se difundió por toda Hierba unos instantes después de que
ustedes abandonaran Klive —replicó el fraile—. Una sirvienta llamó a una amiga por el
dígame, la amiga llamó a otra amiga, y ésta a su vez llamó a tres amigas más... Uno de
los hermanos vino a visitarnos y trajo la noticia hasta la calle de los arbai que el hermano
Lourai y yo estábamos excavando. Oh, sí, lady Westriding, todo el mundo lo sabe.
—Han estado discutiendo por eso —confesó Marjorie, aunque casi no hacía demasiada
falta que se lo explicara—. Tony y yo estamos bastante preocupados.
—Tienen buenas razones para estarlo —dijo el hermano.
Rillibee había visto cómo Stella salía de la habitación, y sus ojos no se habían apartado
de la puerta por donde desapareció. Parecía muy sorprendido.
—¿Piensa seguir montando? —preguntó, dejándose caer en un sillón.
—Rigo está decidido a seguir y Stella parece igualmente decidida, aunque no por las
mismas razones que Rigo. Mi esposo cree que no debería hacerlo. Las razones que da
para impedir que Stella monte son las mismas que uso yo para pedirle a él que no monte.
Pero Rigo dice que en su caso es distinto. —Suspiró, y alzó las manos en un gesto de
impotencia.
—La verdad es que todos estamos un tanto hartos de gritar y discutir —dijo Tony,
intentando quitarle importancia a lo que había sido una pelea terriblemente encarnizada
—. Todo el mundo dice lo mismo y nadie hace caso...
—Me han contado que Rowena, la Obermum bon Damfels, está en la Comunidad —
observó el hermano Mainoa—. He oído decir que el Obermun bon Damfels no parece
saber que se ha marchado.
—Veo que se entera de todo —dijo Marjorie, abatida—. ¿Y sabe también cuál es el
significado de todo eso?
—Sé lo mismo que usted, lady Westriding.
—Llámeme Marjorie, hermano, por favor. El padre James quiere verle antes de que se
vaya. Me dijo que tenía mucho interés en hablar con usted.
El hermano Mainoa asintió con una sonrisa. Él también tenía muchas ganas de hablar
con alguno de los dos padres.
Acabó hablando con el más joven de los dos sacerdotes, el padre James, que
realmente parecía muy joven —Marjorie les había informado de que era sobrino de Rigo
—, y también con el padre Sandoval, así como con Tony y Marjorie. El almuerzo se sirvió
en la terraza, lo que les permitió gozar de las suaves brisas primaverales. Ni Rigo ni Stella
hicieron acto de presencia: habían desaparecido y nadie sabía dónde estaban.
—Quería hablar con ustedes, padres —les confió el hermano Mainoa con su afabilidad
de costumbre—, porque tengo un problema filosófico y deseo que me aconsejen al
respecto.
—Ah, ¿sí? —dijo el padre Sandoval, con cierto tonillo de condescendencia—. ¿Desea
una respuesta desde un punto de vista religioso?
—Así es —dijo el hermano—. Es un problema relacionado con las criaturas no
humanas. Puede considerarlo como un mero problema hipotético pero, aun así, tiene
bastante importancia.
El padre Sandoval ladeó la cabeza.
—¿En un sentido doctrinal, quiere decir?
—Exactamente. Es un asunto que carece de toda importancia práctica, pero sí la tiene
en un sentido doctrinal. Bien, en cuanto a mi pregunta…, antes debo pedirle que haga un
esfuerzo de imaginación: piense que los zorren de Hierba son seres inteligentes y que
tienen problemas de conciencia.
Tony se rió. Marjorie sonrió. El padre Sandoval se permitió una leve mueca
humorística.
—Puedo aceptar eso como una base para la discusión ética.
El hermano Mainoa asintió con gratitud.
—Se trata del pecado original.
—¿El pecado original? —El padre James parecía realmente muy divertido—. ¿Entre
los zorren? —Se volvió hacia Marjorie y le sonrió, como si aquello le hiciera recordar su
reciente conversación sobre el mismo tema. Marjorie clavó los ojos en su plato. Las
palabras del padre James seguían preocupándola, y no estaba segura de que aquello
pudiera tomarse a risa.
El hermano Mainoa percibió aquel intercambio de miradas pero fingió no darse cuenta
de él.
—Recuerde que ha accedido a suponer que son seres inteligentes, padre. Acepte ese
punto de partida y considérelos como tales. Piense que son tan inteligentes como pueda
serlo usted. Y ahora, una vez haya hecho esto…, no se ría, señor —aquellas palabras
iban dirigidas a Tony—, supongamos que los zorren están atormentados por la idea del
pecado original. Son carnívoros. Sus cuerpos necesitan carne. Por lo tanto, comen carne.
Se comen a los mirones, las larvas de los hippae.
—¡Lo sabe! —exclamó Marjorie—. Sabe qué son realmente los mirones...
—Sí, señora, lo sé. No hay muchos que lo sepan, pero yo lo sé. Y supongamos que los
zorren también lo saben. Y se los comen.
—¿Y los zorren piensan que eso es pecado? —preguntó Tony.
—Bien, joven señor, ése es un punto muy interesante... Si fueran hombres, usted
mismo consideraría que es un acto pecaminoso. Si un hombre o una mujer mata a un
niño que aún no ha nacido, tanto su fe como Santidad consideran que ha cometido un
crimen, ¿no es así? Las larvas de los hippae no son seres inteligentes. De hecho, son
francamente estúpidas. Pero cuando crecen, engordan y acaban siendo incapaces de
moverse, llevan a cabo su primera metamorfosis y se convierten en sabuesos.
—Ah. —El padre Sandoval ya sabía todo aquello por Marjorie, y comprendió adonde
quería ir a parar Mainoa.
—Algunos dicen que los sabuesos son seres inteligentes. Está claro que son capaces
de mantener cierta actividad mental, y pienso que poseen una conciencia propia. Tanto si
eso es cierto como si no, sufren una metamorfosis posterior y se convierten en criaturas
distintas...
—Las monturas —dijo Marjorie, agitando la cabeza—. Sí, lo he visto.
—Naturalmente. Y, como bien sabe lady Westriding, y como bien sabemos todos
aunque no lo digamos, los hippae son seres inteligentes. Usted y yo hemos hablado antes
de todo esto, ¿no es cierto? Por lo tanto, cuando los zorren se comen a los mirones
matan a las crías de una raza inteligente.
—Pero, si lo saben, ¿por qué…?
—¿Qué otra cosa pueden comer? ¿Las monturas? ¿Los hippae? Hay unas cuantas
criaturas más, pero todas ellas son demasiado pequeñas o demasiado veloces para que
puedan servirles de alimento. Los herbívoros son demasiado grandes. No, los zorren se
comen a los mirones porque hay muchos y porque resultan fáciles de atrapar. Hay
muchos más mirones de los que Hierba podría mantener si todos acabaran pasando por
la metamorfosis, y la historia de la Tierra nos dice qué horrores siguieron a los mandatos
religiosos de reproducirse sin límite. Pero no estamos hablando de eso. El problema es
que los zorren comen mirones y les encanta comérselos, pero supongamos que durante
los últimos años, después de haber estado expuestos a los pensamientos humanos, los
zorren han adquirido una nueva emoción: han aprendido a sentirse culpables.
—¿No conocían la culpa hasta la llegada del hombre?
—Supongamos que no. Supongamos que eran inteligentes y sabían razonar, pero que
no tenían ni el más mínimo sentido de la vergüenza. Eso es algo que han adquirido de los
hombres.
—Entonces, supongo que han debido adquirirlo de los rústicos —dijo Tony— Por lo que
he visto de los bons, apenas si la conocen.
El hermano Mainoa se rió.
—De los rústicos... Sí, seguramente. Digamos que lo han aprendido de los rústicos.
—Nuestra fe parece opinar que el pecado original de la humanidad fue más bien de
naturaleza…, bueno, de naturaleza amatoria —dijo Marjorie, frunciendo el ceño.
—Y los zorren, que han aprendido esta doctrina de alguien, sólo el cielo sabrá de
quién, se preguntan si un pecado original de naturaleza gustatoria no sería igual de válido.
Supongamos que han acudido a mí para que les ayude a resolver su dilema. «Hermano
Mainoa», me han dicho, «deseamos saber si somos culpables del pecado original».
Les miró brevemente antes de proseguir.
—Bueno, yo les he respondido que no comprendo la doctrina del pecado original, que
no es una doctrina de la que Santidad se haya preocupado jamás…, pero que sé de
alguien que sí la conoce. Eso les he dicho. El padre Sandoval es un Viejo Católico y debe
de saber todo lo que hay que saber al respecto, por lo que quieren hablar de eso con
usted.
—¿Quieren hablar conmigo?
—Bueno, es una forma de expresarlo... Supongamos que han encontrado alguna forma
de comunicarse.
La frente del padre Sandoval se cubrió de arrugas y se reclinó hacia atrás en su
asiento, con las puntas de los dedos unidas para formar una especie de jaula, con los ojos
clavados en ella durante unos segundos, como si pensara que sus pensamientos estaban
cautivos en su interior.
—Yo les diría que su sentimiento de culpa no nace de ningún pecado original —replicó
por fin, después de un silencio bastante largo— No son sus primeros padres quienes
cometieron el pecado, si es que se trata de un pecado, sino ellos mismos.
—¿Y cree que eso cambia mucho las cosas?
—Oh, sí. Un pecado que ellos mismos hayan cometido, si es un pecado, puede ser
perdonado por Dios o redimido mediante la penitencia. Si creen en Dios. Si están
dispuestos a hacer penitencia...
Si es que Dios cree en ellos, le corrigió Marjorie en silencio. Si Dios no conoce los
nombres de los virus humanos, ¿le importarán algo los zorren?
El hermano Mainoa acarició los cubiertos que tenía delante, con el ceño fruncido en
una mueca de concentración.
-ero suponga que hubiera sido un pecado de sus antepasados.
-o se trata solamente de quién haya cometido el pecado, de si fueron las criaturas
mismas, sus antepasados o alguna otra criatura con la que tengan relación, ya fuera con
o sin su ayuda o permiso. Tendríamos que preguntarnos qué opina Dios de todo esto.
Para que su pecado fuera un equivalente del pecado original humano, sería necesario
determinar si los zorren conocieron alguna vez la existencia en el estado de gracia divina.
¿Hubo un tiempo en el que no conocían el pecado? ¿Perdieron la gracia tal y como le
ocurrió a nuestros primeros padres, según enseña nuestra religión?
El hermano Mainoa asintió.
—Supongamos que no fue así. Supongamos que la situación siempre ha sido igual que
ahora, y que nada ha cambiado desde tiempos inmemoriales.
—No hay leyendas de una época anterior... ¿No tienen ningún tipo de texto sagrado?
—No.
El padre Sandoval torció el gesto, tensando el labio superior y golpeándose los dientes
con la uña del pulgar.
—Entonces es posible que no haya ningún pecado.
—¿Ni tan siquiera ahora, cuando la conciencia de estos seres inteligentes les tortura
por algo que siempre han hecho?
El padre Sandoval se encogió de hombros, sonrió y alzó las manos como si le pidiera
ayuda al cielo.
—Hermano, supongamos que quizá sean culpables del pecado original. Primero
debemos establecer si pueden salvarse…, es decir, si existe algún mecanismo divino que
permita acabar con su sentimiento de culpa perdonándoles. No pueden sentir un auténtico
arrepentimiento por un pecado que no cometieron, y por lo tanto la penitencia no les sirve
de nada. Deben confiar en una fuerza sobrenatural que les redima de un pecado cometido
hace mucho tiempo o que ellos no cometieron. Entre los Viejos Católicos esa redención
fue ofrecida por nuestro Salvador, y a través de Él se nos concedió la inmortalidad. Entre
ustedes, los Santificados, la redención corre a cargo de su propia estructura religiosa. Es
ella quien les concede la inmortalidad.
—Los Santificados creen en el mismo Salvador —observó el hermano Mainoa—. Hubo
un tiempo en el que se llamaron Sus santos.
—Bueno, quizás. Aun así, eso ya no tiene ninguna importancia dentro del credo de
Santidad, pero no voy a discutir ese punto con usted. No creo que sea el momento
adecuado para discutir sobre los tipos de inmortalidad y las esperanzas que podamos
tener o dejar de tener. Mi iglesia enseña que quienes llevaron existencias piadosas antes
del sacrificio del Salvador fueron redimidos por ese sacrificio pese al hecho de que
vivieron y murieron mucho antes de que ese sacrificio tuviera lugar. Por lo tanto, supongo
que esos zorren podrían haber sido salvados por ese mismo sacrificio pese a que vivieron
y murieron en otro mundo. No puedo afirmar aquí y ahora que eso sea imposible. Sin
embargo, es una cuestión que sólo puede ser decidida por la autoridad eclesiástica en
pleno. Ningún sacerdote debería intentar responder por sí solo a esa pregunta.
—Ah. —El hermano Mainoa sonrió, meneando la cabeza para indicar que sentía una
mezcla de asombro y diversión—. Un punto muy interesante, ¿no? Mientras excavo y
compilo mis catálogos, suelo entretenerme con ese mismo tipo de conjeturas.
Marjorie se dio cuenta de que el padre Sandoval ponía una cierta cara de irritación al
oírle decir eso, y se volvió hacia el más joven de los dos hermanos, con la intención de
cambiar el curso de la conversación.
—Y usted, hermano Lourai, ¿también se dedica a pensar en ese tipo de problemas
éticos y filosóficos?
Rillibee Chime apartó los ojos de su ensalada, contempló durante un par de segundos
al padre Sandoval y dio la impresión de ver en su rostro algo que hizo sentirse un tanto
incómodo al viejo sacerdote.
—No —dijo por fin—. Mi familia no cometió pecado alguno y yo no he tenido ninguna
ocasión de cometerlos. Pienso en otras cosas. Pienso en los árboles. Me acuerdo de mis
padres y de cómo murieron. Pienso en el nombre que me dieron. Y me pregunto por qué
estoy aquí.
—¿Y eso es todo? —Marjorie sonrió.
—No —replicó él, logrando sorprenderse tanto a sí mismo como a ella—. Me pregunto
qué significa el nombre de su hija, y si volveré a verla.
—Bueno —dijo Mainoa, enarcando las cejas y dando una palmadita en el brazo de su
joven colega—. Aún es joven... Yo también pensaba en esas cosas, hace mucho tiempo.
Un manto de silencio cayó sobre los comensales. Marjorie siguió intentando alejar la
conversación de aquellos temas tan peligrosos.
—Hermano Mainoa, ¿conoce a un animal de Hierba que se parece un poco a un
murciélago? —Le describió la criatura que había visto en la caverna, deteniéndose
especialmente en su rasgo más notable: los dientes.
—No sólo la conozco, sino que ha llegado a morderme —respondió el fraile—. Casi
todo el mundo ha sido mordido por ese animal, al menos en una ocasión. Se alimenta de
sangre. Sale de la oscuridad y se lanza sobre ti, así... —puso una de sus manos
encallecidas por el trabajo sobre su nuca, en la base del cráneo—, e intenta clavarte esos
dientes tan feos que tiene. La estructura ósea de nuestras cabezas le estorba bastante y
no pueden hacernos demasiado daño. Evidentemente, todos los animales de Hierba
tienen una especie de muesca en ese punto del cráneo... Son unos bichos horribles,
¿verdad?
Marjorie asintió.
—¿Dónde les vio?
Marjorie se lo explicó, narrando una vez más la historia de la caverna. Rillibee y el
padre James parecieron bastante interesados por ella, aunque al hermano Mainoa no dio
la impresión de sorprenderle mucho.
—Entonces no me cabe duda de que también debió de ver unos cuantos cadáveres
suyos. Sus cuerpos yacen alrededor de las cavernas de los hippae como las hojas en un
bosque terrestre durante el otoño. Sé bastante sobre ellos. Soy uno de los pocos que han
logrado meterse en una caverna y salir con vida. —La mirada que le lanzó indicaba que
comprendía bastante bien cuáles eran las razones que la habían hecho internarse entre la
hierba. De hecho, quizá las comprendiera mejor de lo que Marjorie hubiera querido.
—¿Salir con vida? —repitió ella con un hilo de voz.
—Bueno, lady Westriding, la verdad es que resulta bastante difícil. Si hubieran llegado
a verla o la hubieran olido, habrían acabado con usted. —Había vuelto a adoptar su afable
tono habitual de abuelo.
—Iba a caballo.
—Aun así, me parece sorprendente. Bueno, si su caballo logró sacarla de allí con la
ventaja suficiente, supongo que no debió de costarle demasiado dejarles atrás. O quizás
el viento soplara en la dirección adecuada y usted no se dio cuenta, o puede que el olor
del caballo les confundiera el tiempo suficiente para que pudiese escapar... Puede estar
segura de que le faltó poco para perder la vida, lady Westriding. —La miró con fijeza
durante unos instantes—. Le sugiero que no vuelva a hacerlo. Y, desde luego, no durante
el lapso...
—Ya…, ya había decidido que no volveré a hacerlo. —Bajó los ojos, algo incómoda
ante la expresión irritada de Tony, que parecía estar totalmente de acuerdo con el
hermano Mainoa. ¿Estaría leyéndole la mente?
—¿No les gusta ser espiados? —preguntó Tony.
—No lo consienten. Por eso se sabe tan poco sobre ellos, y ésa es la razón de que
quienes se internan en la hierba casi nunca logren salir de ella. Pero puedo contarles un
par de cosas al respecto: los hippae ponen huevos en algún momento del invierno o a
principios de la primavera. He visto sus huevos en el fondo de las cavernas a finales de la
primavera, y sé que no estaban allí en el otoño. Cuando el sol empieza a calentar lo
suficiente, los migerers sacan los huevos de las cavernas y les van dando la vuelta para
que se incuben con el calor. Más o menos por esa misma época, algunos mirones y
sabuesos que ya han crecido lo suficiente vuelven a las cavernas y se convierten en algo
nuevo. Los hippae les protegen durante el proceso, y por eso existe el lapso.
—Los bons no lo saben —dijo Marjorie, haciendo una afirmación más que una
pregunta.
—Oh, cierto, no lo saben. No lo saben, no quieren que se les explique, y no quieren oír
nada al respecto. Para ellos, todo eso es tabú.
—Tengo algo que quizá no conozca —dijo ella, poniéndose en pie para coger la
grabadora y teclear el código del dibujo que había recorrido cuando estaba en la caverna
—. Me han dicho que ese atronar que oímos a veces es producido por los hippae cuando
bailan. Bien, pues, al parecer, éste es el resultado de su danza.
El hermano Mainoa contempló el gráfico, primero con una expresión aturdida y luego
con incredulidad.
Marjorie sonrió. Bien. Así que sabía muchas cosas, pero no era omnisciente...
—Recuerda un poco a las palabras de los libros arbai, ¿no, hermano? —dijo Rillibee,
casi sin darle importancia.
—¡Los mirones esféricos! —exclamó Marjorie, recordando de repente dónde había
visto esos mirones de cuerpos tan rotundos y los sabuesos heráldicos: las tallas que
había en las fachadas de la ciudad arbai. El dibujo del suelo de la caverna recordaba a las
palabras de los libros arbai…, o a las lianas talladas en las fachadas. Cuando reveló tal
similitud en voz alta consiguió que todo el mundo se quedara callado durante bastante
rato.
Aunque la conversación acabó girando hacia otros temas, incluido el de si en Hierba
había muertes inexplicadas o no (pues tanto Marjorie como Tony seguían acordándose de
su deber), el dibujo registrado por la grabadora de Marjorie seguía estando presente en la
mente de todos. El hermano Mainoa tenía grandes deseos de enseñárselo a un amigo —
eso dijo al marcharse—, y Marjorie le dejó tomar prestada la grabadora, creyendo que se
refería a algún otro Hermano Verde.
Sólo después de que se hubiera marchado empezó a preguntarse cómo era posible
que el hermano Mainoa hubiera estado en las cavernas de los hippae y hubiera logrado
salir vivo para contarlo.
Cuando Rigo se marchó para la Cacería del día siguiente, la última que iba a
celebrarse en Klive, Stella, que había estado pensando mucho en Sylvan, pidió permiso
para acompañarle.
—Dijiste que no pondrías en peligro a los chicos —le recordó Marjorie—. Rigo, lo
prometiste. —No pensaba llorar. No gritaría. Se limitaría a recordárselo. Pero, aun así,
sus ojos estaban llenos de lágrimas, y haría falta muy poco para que se le escaparan.
Rigo había olvidado que deseaba verla llorar y, de todas formas, que llorara por los
chicos jamás habría podido satisfacerle.
—Así es —le explicó, usando su tono de voz más razonable—. Jamás os habría
ordenado que montarais. Pero ella quiere ir, y eso es algo muy distinto.
—Rigo, puede morir.
—Cualquiera de nosotros puede morir —dijo él con calma, moviendo la mano como
para indicar que estaban rodeados por un cosmos hostil que planeaba acabar con todos
—. Pero a Stella no le pasará nada. Stavenger bon Damfels dice que monta de maravilla.
—Y, por su tono de voz, parecía que lo consideraba un gran elogio personal—. Stavenger
me pidió que volviera a traerla.
—Stavenger —dijo Marjorie en voz baja, sintiendo que el nombre le quemaba la lengua
—, el hombre que casi mata a Rowena de una paliza y que intentó dejarla morir de
hambre. El hombre que aún no se ha dado cuenta de que se ha marchado... ¿Por qué
quieres poner en peligro la vida de Stella basándote en lo que diga Stavenger?
—Oh, madre... —dijo Stella, con un tono de voz muy parecido al de su padre y usando
su misma terca racionalidad--. ¡Basta ya! Voy a ir, y eso es todo.
Marjorie les vio marchar desde los peldaños de la terraza, con los ojos clavados en el
cielo hasta que el aerocoche se convirtió en un puntito y acabó desvaneciéndose. Se
disponía a entrar en la casa cuando Persun Pollut apareció a su espalda.
—Señora...
—¿Sí, Persun?
—Tiene un mensaje en el dígame. Sylvan bon Damfels pregunta si asistirá a la
Cacería. Le dije que no iría. Dice que desea visitarla esta tarde.
—Quizá sepa algo de Rowena —dijo Marjorie con tristeza, sin apartar los ojos del cielo
vacío por donde había desaparecido el aerocoche—. Cuando llegue, acompáñalo a mi
estudio.
Y, cuando llegó Sylvan, traía noticias de Rowena. Le dijo que las heridas de su carne
ya se estaban curando, y Marjorie acogió esa información con exclamaciones
conmiserativas. Pero las heridas de su mente estaban resultando más difíciles de
remediar. Encontrar a Dimity se había convertido en una obsesión. No podía admitir que
la chica había desaparecido para siempre, o que encontrarla podía ser aún peor que el
verse obligada a considerarla muerta.
Pero el auténtico motivo de la visita de Sylvan no era hacerla partícipe de tales noticias.
No tardó en abandonar el tema de Rowena y Dimity, que le resultaba doloroso, y empezó
a hablar de otras cosas. Marjorie llevaba tanto tiempo sin ser objeto de las atenciones
románticas de nadie que Sylvan logró soltar la mayor parte de cuanto planeaba decirle, de
una forma tan elusiva como poética, antes de que Marjorie comprendiera de qué estaba
hablando.
—Sylvan, no —le dijo, presa un repentino terror.
—Tengo que decírtelo —murmuró él—. Te amo. Te he amado desde el momento en
que te vi, desde ese primer instante cuando mis brazos te rodearon en la pista de baile...
Tienes que haberte dado cuenta. Tienes que haber sentido...
Marjorie agitó la cabeza, prohibiéndole que siguiera hablando.
—Sylvan, si dices una palabra más tendré que negarte la entrada en esta casa. No soy
libre de escucharte. Tengo una familia.
—¿Y qué? Eso no cambia nada.
—Puede que para ti no. Para mí lo cambia todo.
—¿Es por tu religión? ¿Esos sacerdotes que viven con vosotros? ¿Se encargan de
vigilarte en nombre de Rigo?
—¿El padre Sandoval y el padre James? Claro que no, Sylvan. ¡No, me ayudan a
vigilarme a mí misma! —Le dio la espalda, exasperada—. ¿Cómo puedo explicártelo? No
tenemos ninguna idea en común. Y eres tan joven... ¡Sería un pecado!
—¿Porque soy joven?
—No, no por esa razón... Lo sería porque estoy casada con otro hombre. Sería un
pecado.
Sylvan parecía perplejo.
—En Hierba no.
—¿Es que no conocéis el sacramento del matrimonio?
Sylvan se encogió de hombros.
—Los bons no necesitan matrimonios, sino niños. Niños de buena cuna, claro está,
aunque muchas veces basta con fingir que lo son... Hay muchos bons con sangre de
rústico en las venas, pese a que los Obermun lo nieguen. ¡Piensa en ello por un
momento! Rowena, por ejemplo…, ¿por qué debe conformarse con un lecho vacío
durante toda la primavera y el otoño, mientras Stavenger caza, o se recupera de la caza,
o suda de pavor pensando en que deberá volver a cazar? Estoy seguro de que Shevlok
es hijo de Stavenger, pero en cuanto a mí…, bueno, tengo ciertas dudas al respecto.
—¿No conocéis el pecado? ¿No hay nada que os parezca malo, cosas que no debáis
hacer?
Sylvan la miró fijamente, como si intentara atravesar la capa superficial que ocultaba
ese misterio con el que le desafiaba.
—Supongo que matar a otro bon no estaría bien. O tomar por la fuerza a una mujer si
ella no quiere, o hacerle daño a un niño. O robar algo de otra hacienda... Pero, si nos
convirtiéramos en amantes, nadie creería que estuviéramos haciendo nada malo.
Marjorie le miró con algo parecido al miedo. Los ojos de Sylvan ardían con una llama
apasionada: le ofreció las manos, anhelando tocarla, y durante un instante Marjorie sintió
el deseo de rendirse, y ese deseo la llenó de pánico. Hubo un tiempo en el que las manos
de Rigo le inspiraban el mismo deseo. ¿Cómo podía convencerse de que tenían tan poco
en común, cuando hasta sus mismas emociones conspiraban contra ella?
—Sylvan, dices que me amas.
—Así es.
—Y supongo que con eso te refieres a algo más que la simple lujuria, ¿verdad? No
estás diciéndome que sólo deseas mi cuerpo... —Jamás le había dicho algo así a nadie,
ni tan siquiera a Rigo, y sintió cómo se ruborizaba, y para pronunciar aquellas palabras
necesitó alejarse de él: fue hacia la ventana y contempló el paisaje.
—Pues claro que no —farfulló él, ofendido.
—Entonces —le dijo Marjorie al jardín—, si me amas no dirás ni una sola palabra más.
Debes aceptar lo que te he dicho. Estoy casada con Rigo, y no importa que ese
matrimonio sea feliz o desgraciado. No importa que tú y yo pudiéramos ser más felices
juntos de lo que ninguno de los dos podría serlo con otra persona. Nada de eso importa,
¡y no debes hablar de ello! Según mi religión, mi matrimonio es un hecho, y ese hecho no
puede alterarse. Seré amiga tuya. No puedo ser tu amante. Si quieres explicaciones
religiosas, pídeselas al padre Sandoval. Hasta la más breve conversación contigo sobre
ese tema sería una ocasión de pecar.
—¿Qué puedo hacer? —le suplicó él—. ¿Qué puedo hacer?
—Nada. Vete a tu casa. Olvida que has venido aquí. Olvida todo lo que me has dicho, y
yo también intentaré olvidarlo.
Sylvan se puso en pie de mala gana: la negativa de ella había despertado su pasión
con una fuerza muy superior a la que habría provocado su asentimiento. No podía
perderla.
—Seré tu amigo —exclamó—, y tú debes ser mi amiga. La plaga…, no debemos
olvidarnos de eso. ¡Necesitas mi ayuda!
Marjorie se volvió hacia él, cruzando los brazos sobre su seno en un gesto de
protección.
—Sí, te necesitamos, Sylvan. Si es que quieres ayudamos... Pero no si piensas seguir
hablando de ese otro asunto. —Tenía la garganta seca. Le vio tan triste que sintió el
deseo de consolarle, pero no se atrevía a tocarle, ni tan siquiera osaba sonreírle.
—Muy bien. No hablaré de ese otro asunto. —Extendió los brazos con las palmas hacia
arriba, igual que si estuviera desprendiéndose de todo, arrojándolo muy lejos, pero no
pensaba renunciar a nada. Si hablar de amor no servía para ganarse el afecto de
Marjorie, trataría de encontrar otro camino. No pensaba dejar de cortejarla. No
comprendía la religión de Marjorie, pero procuraría saber más cosas sobre ella. Estaba
claro que toleraba la existencia de muchas cosas que no admitía. ¡De lo contrario, aquel
hombre orgulloso y áspero que tenía por esposo no habría podido albergar a su amante
casi junto a la puerta de la casa donde vivía su esposa!
Se quedó un rato más sentado a una buena distancia de ella, hablando sobre las cosas
que Marjorie necesitaba saber. Le prometió que haría cuanto pudiese para averiguar si
había casos de alguna enfermedad nueva e inexplicada. No hizo nada que pudiera
alterarla, y controló su conversación con todo el encanto de un experimentado cortesano,
viendo cómo Marjorie se iba relajando poco a poco y perdía sus defensas hasta
convertirse en la mujer que había bailado con él. Cuando la dejó sintió que se le
humedecían los ojos y pensó en qué concepto tendría de él, sorprendido al comprender lo
mucho que le importaba. ¡Ya no era un muchacho que se atormenta pensando en lo que
las mujeres opinan de él! Y, sin embargo…, y, sin embargo, eso estaba haciendo.
Marjorie le vio marchar sintiendo una nerviosa confusión que llevaba años sin
experimentar, deseando con todo su corazón que no hubiese venido, que jamás hubiera
hablado o haberle podido conocer antes que a Roderigo Yrarier.
Ideas inspiradas por el demonio... Fue a la capilla y rezó. La oración llevaba años
sirviéndole de consuelo, pero ahora no le hizo ningún efecto, aunque se pasó casi una
hora arrodillada buscando la paz. La luz que había sobre el altar brillaba con una claridad
rojiza. Antes pensaba que era el ojo de Dios, Su mirada posada en ella, pero ahora ya no
creía que Dios estuviera mirándola. Hubo un tiempo en el que fue la hija de Dios. Ahora
sólo era un virus pensante, un virus acosado por anhelos que no le estaba permitido
satisfacer.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me reí de algo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo
ha pasado desde que nos divertimos todos juntos, como una auténtica familia?
Recordaba esas dos últimas ocasiones, y ya había pasado mucho tiempo, demasiado:
cuando Stella aún era una niña y Rigo aún no conocía a Eugenie.
Salió de la capilla. Había refrescado bastante. Oyó el sordo rugir de un aerocoche que
se acercaba por el nordeste. Corrió hacia el patio de gravilla donde aterrizaría y lo esperó,
temblando y con los ojos clavados en el cielo. Necesitaba a Rigo, necesitaba a Stella,
necesitaba una familia, necesitaba pertenecer a alguien, que alguien la abrazara. Haría
que le ofrecieran algo, haría que le demostraran cierto afecto. ¡Se lo suplicaría, se lo
exigiría!
El aerocoche se fue acercando lentamente: de un punto se convirtió en una bola, de
una bola en un adorno, uno de esos adornos que la familia solía colgar en los árboles de
Navidad, transformándolos en hinchadas masas de extravagancia rococó.
El aerocoche se posó sobre la gravilla. La puerta se abrió con lentitud, y el sirviente que
lo había pilotado salió del vehículo y se alejó sin mirarla. Rigo salió con el rostro vuelto
hacia el fuselaje y giró sobre sí mismo, muy despacio, hasta quedar de cara a ella. No
hizo ningún movimiento: se quedó quieto, con el rostro vacío de toda expresión. Hubo un
momento interminable durante el que nada se movió, un momento en el que la primera y
horrible sospecha se fue endureciendo hasta convertirse en certidumbre.
—¡Stella! —gritó Marjorie, y su voz se convirtió en un chillido muy agudo que se perdió
en el viento.
Rigo movió la mano en un gesto de abatimiento, pero no dijo nada. No fue hacia ella.
Marjorie comprendió que era la vergüenza la que se lo impedía: Rigo sabía que nada de
cuanto pudiera llegar a decirle serviría para consolarla.
Rigo entró en casa para beber algo. Se tomó unas cuantas copas del excelente brandy
proporcionado por Roald Few y empezó a buscar a su familia: no pudo encontrar ni a
Marjorie ni a Tony, y cuando fue a la casa del sacerdote ni tan siquiera encontró al padre
James. El padre Sandoval le dijo que se habían marchado.
—Me pareció oír que el padre James decía que iban a las ruinas de los arbai. Marjorie
piensa que quizás allí pueda encontrar ayuda.
—¿Ayuda para qué? —dijo Rigo, irritado al ver que no le habían pedido que fuera con
ellos.
—Para encontrar a Stella —dijo el anciano sacerdote—. ¿Para qué si no?
—¿Y cree que no me interesa encontrarla? —preguntó Rigo—. ¿Cree que no me
importa lo que le haya pasado?
El padre Sandoval se devanó los sesos intentando encontrar algunas palabras capaces
de calmar la ira de Rigo.
—No he hablado con Marjorie, Rigo. Sólo sé lo que le oí decir al padre James.
Rigo lanzó un gruñido inarticulado, dejó solo al anciano y se fue a vagabundear por el
jardín, maldiciéndose a sí mismo. Cuando sus pies le llevaron a la casa de Eugenie entró
en ella, diciéndose que sólo se quedaría un rato. Quería estar en su habitación cuando
Marjorie volviera. Aun así, Marjorie había ido bastante lejos, por lo que no necesitaba
darse prisa. Empezó a contarle sus penas a Eugenie, diciéndole muchas cosas que ella
escuchó con murmullos de simpatía y sin prestarle ni la más mínima atención.
Le sirvió otra copa, y luego varias más. Al principio la bebida reforzó la ira que ya
sentía, y después le fue poniendo triste y sentimental. Lloró, y Eugenie se encargó de
consolarle. Fueron al dormitorio de verano, y ninguno de los dos oyó cómo el aerocoche
volvía ya bastante entrada la madrugada.
El padre James había montado un poco en su juventud, y cabalgó en «Millefiori», la
más resistente de las yeguas, mientras Marjorie, que ya había ensillado a «Don Quijote»
para ella y a «Octavo día» para Tony, le pidió a los hermanos Lourai y Mainoa que la
ayudaran con «Su Majestad» y «Estrella Azul», dos yeguas esbeltas y elegantes que
tenían un temperamento tan plácido como digno de confianza.
—Ustedes irán en ellas, hermanos. Lo único que deben hacer es subirse a la silla y no
ponerse nerviosos: las yeguas harán el resto.
Los hermanos Mainoa y Lourai se miraron el uno al otro, algo incómodos, y decidieron
obedecer sus instrucciones. Rillibee había montado unas cuantas veces en su infancia,
dando paseos con alguien que se encargaba de guiar el caballo, burro o lo que fuese. El
hermano Mainoa no recordaba haber tocado jamás un animal en el que se pudiera
montar, fuera de la clase que fuese. Marjorie no tenía tiempo para calmar sus temores.
Estaba subida a una escalerilla, colocando una silla de montar sobre «Irlandesa», la gran
yegua de tiro.
—¿Quién va a montar ahí? —preguntó Rillibee/Lourai.
—«Irlandesa» se encargará de llevar casi todos nuestros suministros. Y cuando
encontremos a Stella, podrá montar en ella.
Cuando la encontremos, pensó el padre James. Si... Si la encontramos. No había
vuelto a la casa que compartía con el padre Sandoval. No le había dicho que pensaba
participar en esta loca empresa. Sería más fácil pedir su perdón después que no tratar de
conseguir su permiso ahora, pues estaba seguro de que no iba a dárselo.
—Tengo que internarme un poco por la hierba antes de que nos marchemos —dijo el
hermano Mainoa—. Debo hacer algo: es imprescindible, si queremos llegar al sitio adonde
nos dirigimos.
Marjorie le miró fijamente, deseosa de salir lo más pronto posible pero consciente de
los peligros que les aguardaban allí fuera.
—¿Es imprescindible?
—Si queremos llegar a la hacienda de los bon Damfels enteros, sí.
—Dése prisa —le dijo Marjorie, mordiéndose el labio—. Si es que puede... —Le vio
perderse en la oscuridad, y se preguntó qué andaría tramando.
Tony entró en los establos con un montón de cosas que dejó en el suelo.
—Habrá que ordenarlo un poco —anunció—. Hay comida y algo de equipo. Tengo que
hacer otro viaje.
—Padre James... —Marjorie señaló el montón de cosas—. ¿Necesitamos algo que
Tony no haya encontrado? —Se apoyó en el flanco de la gran yegua, presa de un terrible
cansancio, y se volvió hacia Tony—. ¿Le has dicho a tu padre adonde vamos?
—No le he visto —dijo Tony—. Y he recorrido toda la casa.
—Déjale un mensaje en el dígame —le ordenó Marjorie, sintiendo cierto alivio: Rigo no
estaría allí para gritarles y decirles que no debían ir. Lo más probable era que estuviera
con Eugenie, pero Tony no podía ir a buscarle a casa de ella—. Déjale una nota, Tony.
Dile que hemos ido a buscar a Stella y que nos hemos llevado los caballos.
—Ya lo he hecho —replicó el muchacho.
—Botellas de agua —dijo el sacerdote—. Un equipo de primeros auxilios.
—Iré a buscarlo.
El chico se dio la vuelta y salió del establo.
—Ropa seca metida en algo que sea a prueba de agua —gritó el sacerdote, saliendo
detrás de él.
—¿Tienen todo lo que necesitan? —le preguntó Marjorie al hermano Lourai.
El hermano Lourai se encogió de hombros, como queriendo decirle que nadie tenía ni
idea de lo que podían llegar a necesitar.
—Hemos traído botas y una muda de ropa. El hermano Mainoa cogió todas las
provisiones de que disponíamos. Nos iría bien tener algo para cocinar o calentar el agua.
—Ahí. —Marjorie señaló la minicocina perdida entre el montón de objetos—. Y ahí
están las alforjas. Antes de venir a Hierba, Rigo y yo pensamos que quizá pudiéramos
hacer excursiones largas. Trajimos equipo de acampada, como habríamos hecho para las
pruebas de resistencia cuando estábamos en casa.
—Su casa... ¿Dónde vivían?
—En Pequeña Bretaña. Cuando nos casamos fuimos a Vieja España.
—¿Vieja España? —preguntó Rillibee.
—La provincia suroeste de la Europa Occidental.
—¿Hay muchos Viejos Católicos allí?
—Muchos. Más que en cualquier otra parte. Santidad no ha conseguido hacer muchos
conversos en España.
—Yo vivía en un sitio donde también había bastantes Viejos Católicos. Pero de eso
hace ya mucho tiempo.
—¿Y dónde estaba ese sitio?
—En Nueva España, en las provincias de Centroamérica. Joshua, mi padre, decía que
hubo un tiempo en el que nuestra provincia se llamaba México.
—¿Su padre era Viejo Católico? Pero usted es un Santificado, ¿no?
Rillibee agitó la cabeza.
—Soy lo que era Joshua, aunque no estoy muy seguro de a qué culto pertenecía. Pero
desde luego no era un Viejo Católico, de eso sí estoy seguro. —Se apoyó en la yegua que
Marjorie le había asignado, imitando su postura, acariciando al animal igual que hacía
Marjorie con el suyo, sintiendo cómo su duro y reluciente pelaje se deslizaba suave bajo
sus dedos—. Amaba los árboles. Miriam también amaba los árboles. —Las lágrimas
acudieron a sus ojos, y Rillibee parpadeó para librarse de ellas. Aquí no había visto
ningún árbol, dejando aparte el bosquecillo que había cerca de las excavaciones, y en
Santidad tampoco había árboles. A veces pensaba que le bastaría ver algún árbol para no
sentirse tan solo.
Tony y el padre James volvieron con más suministros y equipo. El hermano Mainoa
apareció de la nada con una expresión pensativa en el rostro para ayudarles a colocarlo
todo en las alforjas, incluyendo los dos recipientes grandes como cestas que llevaría
«Irlandesa». Cuando hubieron terminado se miraron los unos a los otros, como si no
desearan dar el próximo e inevitable paso. El hermano Mainoa acabó rompiendo el
silencio.
—Me encargaré de guiarles, lady Westriding, pero sólo durante un rato. Después
supongo que ya no será necesario. Si tiene la bondad de explicarme cómo puedo dirigir a
la yegua...
Marjorie le explicó cómo utilizar las riendas y las piernas, y cabalgó junto a él para
asegurarse de que le había entendido. Unos instantes después ya habían salido del
sendero y estaban abriéndose paso por entre los tallos de hierba, tan altos que apenas si
les dejaban ver al jinete que tenían delante. De repente, casi antes de que hubieran
podido empezar a sentir los molestos golpes de la espesura, dejaron atrás los grandes
tallos, entraron en una extensión de hierba más baja y se volvieron decididamente hacia
el nordeste. Cabalgaron en un silencio interrumpido tan sólo de vez en cuando por alguna
pregunta quejumbrosa del hermano Mainoa. «¿Puede repetirme qué he de hacer para
que vaya más hacia la derecha?» En cuanto Marjorie se lo hubo explicado dos o tres
veces, ya no volvió a preguntarlo. Siguieron cabalgando un buen rato sin oír ningún ruido
que no fuera el suave plop-plop de los cascos de sus monturas y el susurrar de la hierba.
Marjorie, que iba junto al hermano Mainoa, creyó oírle susurrar algo y se acercó un
poco más a su yegua.
—¿Qué ha dicho, hermano? —Volvió a oír el mismo sonido de antes. Era un ronquido.
El hermano Mainoa se había dormido en la silla de montar, y «Estrella Azul» avanzaba
plácidamente junto a las colinas iluminadas por la claridad de las estrellas, bajando por
valles sumidos en las sombras con tanta seguridad como si estuviera volviendo a casa,
con las orejas inclinadas hacia delante igual que si oyera una voz que pronunciaba su
nombre.
Rigo despertó con la sensación de que le escocían los ojos y un sabor agrio en la boca.
Durante un segundo no supo dónde estaba; después vio cómo un pájaro fugaz cruzaba
ante los ventanales, oyó el grito de un mirón que llegaba del jardín, y recordó que estaba
en Hierba. Aquellas cortinas de tela color rosa que se agitaban impulsadas por el viento
de la mañana le indicaron que se hallaba en la habitación de Eugenie y no en su
dormitorio, situado junto al de Marjorie. La otra cama estaba vacía.
Eugenie entró en la habitación como si fuera el núcleo de un pequeño cometa en cuyo
seno flotara una bandeja, con la cabellera suelta y dejando a su espalda una turbulenta
cola de sedas y tules.
—La chica no llegará hasta más tarde, Rigo, así que yo misma te he preparado el café.
—Le ahuecó la almohada, tomó asiento en su lecho y se inclinó elegantemente hacia él
para servirle el café. Las tazas eran de color rosa y su forma curvada imitaba los pétalos
de una flor. La crema humeaba.
—¿De dónde has sacado crema para el café? —le preguntó él—. Desde que estamos
aquí no he podido tomar crema ni una sola vez.
—Oh, no te preocupes por eso. —Eugenie hizo un mohín, ruborizándose de placer ante
el placer de Rigo—. Tengo mis pequeños trucos.
—No, Eugenie, hablo en serio. ¿De dónde la has sacado?
—Me la trae Sebastian. Su mujer tiene una vaca.
—Nunca me dijo ni una palabra de que...
—No se lo preguntaste, eso es todo. —Removió su taza con la cucharilla y se la
entregó.
—Has estado flirteando con él.
Eugenie no lo negó, se limitó a sonreírle y a lanzarle una mirada por entre sus pestañas
mientras tomaba pequeños sorbos de su taza.
Rigo abrió la boca para decirle algo sobre el flirteo en general y los de Stella en
particular, y recordó todo lo ocurrido el día anterior. La taza se le escapó de entre los
dedos y rodó sobre la gruesa alfombra mientras luchaba por escapar de la prisión
formada por las sábanas.
—¡Rigo! —En tono de protesta.
—Me había olvidado de Stella —exclamó él— ¡Me había olvidado!
—No lo olvidaste —le dijo ella—. Anoche me lo contaste todo.
—Oh, Eugenie, maldita seas... No me refería a eso. —Fue al cuarto de baño para
alejarse de ella. Eugenie oyó correr el agua y permaneció inmóvil con los ojos clavados en
su taza, sin tomar ni un sorbo más. Si no se hubiera acordado... Aunque sólo fuera
durante un rato.
En casa, Rigo fue directamente a la cocina, y luego fue al dormitorio de Marjorie, y
después al de Tony. No pensó en el dígame hasta no haber visitado esos tres sitios y
haber descubierto que estaban vacíos. El dígame le dio el mensaje, conciso pero con todo
lo que necesitaba saber: Tony y su madre se habían marchado. Se habían llevado los
caballos. Habían ido en busca de Stella. Rigo lanzó un aullido donde se mezclaban la ira y
el dolor, y la fuerza de su grito consiguió que los adornos de cristal emitieran un gélido
lamento. ¿Adonde habría ido Marjorie? Tony no lo decía, pero sólo había un punto lógico
de partida para iniciar una búsqueda: la hacienda de los bon Damfels.
Se ruborizó, recordando cómo se había marchado de la hacienda de los bon Damfels el
día anterior: suplicando, pidiéndoles que le ayudaran a encontrar a su hija, mientras
Stavenger, al principio con una helada cortesía y luego con una ira cada vez más
ardiente, le acusaba de indisciplina, de no saber comportarse como un auténtico cazador;
mientras Stavenger y Dimoth y Gustave le decían que se fuera a su casa, que llorara a
Stella en privado y dejara de llamarla a gritos; mientras las tías y los sobrinos de las
familias bon Haunser y bon Damfels le señalaban con el dedo, riéndose de él. Pero hoy
no habría Cacería y, pese a lo ocurrido, Rigo pensaba volver a Klive.
Fue al garaje, y se encontró con que los dos aerocoches estaban a medio desmontar:
Sebastian hurgaba en una caja de repuestos.
—En nombre de Dios, ¿qué…?
—Ayer su chófer me dijo que el estabilizador no funcionaba bien —le explicó
Sebastian, sorprendido—. Hemos estado teniendo problemas con los dos aerocoches, y
dado que hoy no habrá Cacería...
Rigo logró contener el rugido de ira que pugnaba por salir de su garganta.
—¿Tenemos algún otro vehículo? ¿Y en la aldea?
—No, señor. Puedo tener listo éste dentro de una o dos horas. Si tiene mucha prisa y
no puede esperar hasta entonces, quizás alguien de la Comunidad...
Persun Pollut llamó a su padre, pero Hime Pollut no estaba en su taller. Nadie sabía
cuándo volvería. Roald Few no estaba disponible. Persun llamó a tres personas más, pero
todas estaban en el puerto…, un cargamento esperado desde hacía mucho tiempo
acababa de llegar. Persun enarcó exageradamente las cejas, expresando el disgusto que
sentía.
En cuanto a Rigo, las horas fueron pasando lentamente mientras todo su ser hervía de
rabia, y apenas si pudo contener su frustración al darse cuenta de que, poco a poco,
Marjorie se alejaba de él, yendo hacia algún sitio en el que nunca podría encontrarla.
13
Cuando Marjorie y sus acompañantes llegaron a Klive, Marjorie fue directamente hacia
la Puerta de las Perreras. Que ella supiese, era el sitio más cercano a la primera
superficie, una de las dos entradas más utilizadas para acceder a la mansión. La terraza
quedaba encima de la primera superficie, y delante de ésta se hallaban las salas de
recepción. Llevaba cruzada media terraza cuando alguien la vio y fue rápidamente hacia
ella para interceptarla: era Sylvan.
—¡Marjorie! —Tuvo que hacer un esfuerzo para que su voz no se convirtiera en un grito
de preocupación—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido para averiguar cuanto pueda sobre lo que le ha ocurrido a Stella. —Se
encaró con él y cruzó los brazos, en un gesto mitad ira, mitad súplica.
Sylvan la cogió del brazo y la hizo apartarse de las ventanas.
—Ya veo que a los Yrarier os gusta el peligro. Por lo que más quieras, Marjorie,
apártate de las puertas. Vamos al jardín. —Se dio la vuelta sin soltarle el brazo y Marjorie
le siguió, aunque a regañadientes; pero ya era demasiado tarde. Un grito estentóreo hizo
que los dos se sobresaltaran. Stavenger acababa de cruzar el umbral y les contemplaba
desde lo alto de la escalera, con el rostro púrpura a causa de la ira.
—¿Qué está haciendo aquí? ¡Fragras! ¡Respóndame!
Tenía los puños apretados como si fuera a golpearla, y verle hizo que toda la furia y la
frustración de Marjorie se encresparan para plantarle cara. Irguió el cuerpo y extendió el
brazo hacia él, apuntándole con el índice.
—¡Monstruo! ¡Monstruo repugnante! —gritó, y su voz resonó en la atmósfera de la sala,
saturándola y quedando suspendida en ella como si fuese un olor físico.
Stavenger se estremeció y retrocedió un par de pasos, pues su ataque le había
sorprendido más que cualquier otra táctica que hubiera podido utilizar. No estaba
acostumbrado al desafío o a que le hicieran reproches, y llevaba tanto tiempo sin pensar
de una forma racional que necesitó unos segundos para comprender cuál era el motivo de
que le atacaran así.
—¡Bárbaro! ¡Corruptor de menores! —gritó Marjorie—. ¿Cuándo vio a mi hija por última
vez? —Fue hacia él, agitando el dedo como si éste poseyera el filo cortante de una
espada.
—No la vi —gruñó Stavenger—. No vi nada.
—¿Cómo es posible que un Jefe de la Cacería no observe lo que pasa a su alrededor?
—exclamó ella—. ¿Acaso sus monturas les tienen tan esclavizados que ya no sirven para
nada?
El rostro de Stavenger se puso aún más rojo, su cuello se hinchó y los ojos se le
salieron de las órbitas, mientras de sus labios brotaba un aullido inarticulado. El Obermun
bon Damfels avanzó hacia ella como un muñeco mecánico. Sylvan la cogió del brazo y la
obligó a retroceder.
—¡Muévete! —le dijo con voz sibilante, dejando escapar el aliento en una prolongada
exhalación de temor—. ¡Si puede, te matará!
La hizo bajar por la escalera, alejándola del Camino de los Sabuesos y haciéndole
cruzar la Puerta de la Perrera. Después cerró la gruesa puerta a su espalda. A través de
ella Marjorie pudo seguir oyendo los alaridos de furia de Stavenger.
Sylvan se apoyó en la puerta, con el rostro muy pálido.
—Sabía que querrías averiguar lo ocurrido. Te estuve buscando. Hablé con Shevlok y
con unos cuantos más. La verdad es que durante las Cacerías apenas si se dan cuenta
de nada, pero ocurrió en el Bosquecillo de Darenfeld, igual que con Dimity y con Janetta...
Allí es donde la vieron por última vez.
—¡Llévame a ese sitio! —exigió ella, subiendo de un salto a la grupa de «Don
Quijote»—. ¡Ahora!
—Marjorie...
—¡Ahora! Puedes montar en «Irlandesa». Es más pequeña que esas monstruosidades
que estás acostumbrado a montar. —Y, cuando vio que Sylvan contemplaba con
expresión dubitativa a la gran yegua, añadió—: Pon el pie izquierdo en el estribo…, esa
cosa metálica de ahí. Agárrate a la silla de montar y haz fuerza; «Irlandesa» no va a
ofrecerte la pata para que subas. Ahora coge las riendas, igual que hago yo. No hace falta
que las uses para nada. «Irlandesa» nos seguirá. ¡Y, ahora, enséñame dónde está ese
bosquecillo!
Sylvan señaló hacia la izquierda y partieron al galope en esa dirección, pero sólo
habían recorrido una corta distancia cuando oyeron el estrépito de la puerta al abrirse y
miraron hacia atrás para ver a Stavenger, que no paraba de gritar. Los jinetes siguieron
avanzando sin detenerse, y no tardaron en llegar a la hierba alta que pronto les ocultó por
completo.
Sylvan apenas si movía un músculo: de vez en cuando estiraba las piernas como si sus
pies quisieran encontrar las hendiduras a las que estaba acostumbrado en las monturas
hippae.
—Pon el cuerpo más recto —le dijo secamente Marjorie—. «Irlandesa» no tiene
espinas que puedan empalarte. Inclínate un poco hacia delante. Acaríciala. Le gusta.
Sylvan obedeció sus instrucciones, despacio y casi con miedo, relajándose poco a
poco.
—Una bestia muy distinta a las que usted conoce, ¿eh? —dijo el hermano Mainoa—.
Aunque esta posición a la que no estoy acostumbrado resulta un tanto dolorosa, no tengo
miedo.
—No —dijo Sylvan con expresión absorta—. No, claro... Pero la verdad es que durante
la Cacería tampoco tienes miedo. —Miró a su alrededor, como si estuviera intentando
orientarse—. Ahí. -Señaló hacia delante y un poco a la derecha—. Eso es el Jardín del
Océano. Normalmente pasamos por el otro lado, pero podemos llegar al bosquecillo
desde aquí. —Alzó el brazo, indicándole el camino a Marjorie, y ésta se adelantó un poco,
dejando que Sylvan le fuera gritando instrucciones mientras avanzaban.
—Vi a tu padre... ¿Por qué estaba tan enfadado? —preguntó Tony.
—Por culpa de tu padre. Cuando volvieron de la Cacería, Roderigo pidió que le
ayudaran a buscar a tu hermana, y eso es algo que no debe hacerse. Cuando alguien se
desvanece, todo el mundo finge no haberse dado cuenta. Nadie intenta encontrarles,
nadie pide ayuda a los demás. Mi padre perdió la cabeza y, desde entonces, ha estado
como loco. Que tu madre le acusara fue la gota que desbordó el vaso, y cuando os vio...
—Sylvan le miró, sorprendido, y se acarició el cuello—. Pero, ¿cómo es posible…?
—Porque no hay hippae por los alrededores —murmuró el hermano Mainoa—. Al
menos, por ahora... Creo que nuestros…, bueno, nuestros guías les han asustado. O
quizás hayan ido a buscar refuerzos.
—¿Guías?
—No hable de eso. Quizá luego podamos hablar de ello, pero ahora no es el momento
adecuado. No querrá que empecemos a pensar en el queso cuando estamos rodeados de
ratones hambrientos, ¿verdad?
Sylvan volvió a darse masaje en el cuello y contempló con incredulidad lo que le
rodeaba. No recuperó la calma hasta que no hubieron recorrido unos cuantos kilómetros,
aunque seguía logrando desconcertar a Marjorie incorporándose de vez en cuando sobre
la grupa de «Irlandesa».
—Tengo que hacerlo para ver adonde vamos —le explicó, señalando hacia un punto
lejano que los demás no podían percibir—. Allí está el risco que lleva hasta el bosquecillo.
Fueron en la dirección indicada y siguieron avanzando, llegando a la parte más baja del
risco y siguiéndola en su serpenteante curso hacia la cima. Una vez allí pudieron
contemplar un valle puntuado por bosquecillos. Sylvan señaló hacia el más grande de
todos.
—Darenfeld —dijo.
—¿Por qué lleva ese nombre? —preguntó Rillibee/Lourai—. No hay ninguna familia
llamada así.
—La hubo —replicó Sylvan—. En un principio había once familias. La hacienda de los
Darenfeld se quemó en un incendio hace ya varias generaciones, y toda la familia pereció.
Ya hubo otros incendios antes.
—¿Un incendio? —preguntó Marjorie—. No hemos visto ninguno desde que estamos
aquí.
—Aún no habéis vivido un verano. —Sylvan contempló el horizonte—. En verano casi
no llueve, pero hay tormentas y bastantes rayos. Los incendios son como grandes olas
que devoran la hierba y crean humaredas que suben hasta el cielo. A veces también hay
incendios en primavera, pero nunca llegan a ser demasiado importantes porque la hierba
es joven y sigue estando bastante húmeda...
—¿Y la hacienda de los Darenfeld ardió en un incendio de verano?
—Ocurrió antes de que tuvieran jardines de hierba —observó el hermano Mainoa—. La
Abadía creó los jardines para detener las llamas. Hay zonas y avenidas de hierba baja
que humean y se consumen pero no llegan a arder. Sirven para interrumpir el avance del
fuego, con lo que éste tiene que rodear los jardines en vez de atravesarlos. En la Abadía
también tenemos jardines de protección, así como en Colina del Ópalo y en las demás
haciendas. Los grandes jardines de Klive no fueron plantados sólo para disfrutar de su
belleza.
—Es cierto —dijo Sylvan, asintiendo—. Ningún bon se habría tomado tantas molestias
sólo por un poco de belleza.
Marjorie hizo que «Don Quijote» fuera hacia el bosquecillo que se extendía bajo ellos.
Su masa oscura y misteriosa dominaba la hierba de colores apastelados e iba haciéndose
más imponente a medida que se acercaban a ella. El suelo estaba cubierto de charcos
que gorgoteaban cuando los caballos metían las patas en ellos. Grandes troncos nudosos
se alzaban en la penumbra, con las raíces retorcidas para sostener su monstruosa masa:
las ramas inferiores eran tan gruesas como árboles corrientes.
Rillibee se inclinó hacia delante, anhelando llegar al bosque como si éste fuera una
amante a la que llevaba mucho tiempo sin ver.
—¿Y ahora qué? —preguntó Tony.
—La cacería llegó hasta aquí y siguió adelante. Deberíamos encontrar un sendero de
hierba pisoteada por los cascos de los hippae, y después deberíamos encontrar otro
sendero más pequeño creado por un solo hippae al marcharse.
—Si es que se marchó de aquí —dijo el hermano Mainoa—. Aunque le llamen
bosquecillo, esto es bastante grande. ¿Qué opina, Sylvan? Debe tener más de un
kilómetro de anchura...
Sylvan agitó la cabeza.
—Me temo que no tenemos mucha idea de las distancias... Cuando estás de Cacería
nadie piensa en las distancias a recorrer. Medimos las Cacerías por horas, no por millas,
kilómetros o estadios, como hacen en Arrepentimiento.
—Sí, desde el risco parecía tener como un kilómetro —dijo el padre James—. Es un
territorio lo bastante grande como para esconder una buena cantidad de hippae...
—Si no encontramos ninguna huella que se aleje del bosque, buscaremos por entre los
árboles —dijo Marjorie, y sus ojos examinaron los rostros de quienes la acompañaban,
pidiéndoles una señal de asentimiento. El hermano Mainoa estaba erguido en su silla de
montar, con el cuerpo rígido y una expresión absorta en el rostro, como si hubiera oído
algo que Marjorie no podía oír—. Hermano Mainoa —le dijo—. ¿Hermano?
Mainoa enarcó las cejas y le sonrió.
—Claro. Claro. Bien, empecemos buscando huellas.
El camino seguido por la Cacería fue bastante fácil de encontrar, y el camino por donde
se había marchado resultaba igualmente visible. Los tallos destrozados indicaban que en
los últimos tiempos la zona había sido visitada por más de una Cacería. Algunos tallos se
habían secado, mientras que otros llevaban poco tiempo rotos y de ellos aún rezumaba
un poco de líquido. Mainoa siguió las huellas y acabó tirando de las riendas para detener
a «Estrella Azul» mientras señalaba hacia la izquierda. Todos pudieron ver el angosto
sendero que serpenteaba por entre la hierba. El padre James cogió un tallo a medio partir
y se lo entregó a Marjorie. Aún estaba húmedo.
—Bien —dijo ella—. Bien...
—Si está prisionera de un hippae —dijo Tony, controlando cuidadosamente su voz—,
¿cómo vamos a rescatarla?
—Tendremos que escondernos —dijo Marjorie—. Esperaremos hasta que la deje sola
y nos la llevaremos con nosotros.
—Ojalá tuviéramos armas —dijo el padre James.
—Sí, ojalá —admitió Marjorie—. Pero no las tenemos.
El padre James agitó la cabeza en un gesto casi imperceptible.
—Esperemos que sólo debamos enfrentarnos a una de esas bestias.
Rigo pasó la mañana intentando contener su ira y esperando a que Sebastian volviera
a montar el aerocoche: el proceso resultó más lento de lo previsto. Los nuevos repuestos
estaban numerados, pero no encajaban demasiado bien en el vehículo. Sebastian tuvo
que llevárselos a su taller de la aldea para, según dijo, «pulirlos un poco».
Mediada la tarde, el primer aerocoche ya estaba listo y había sido probado. Rigo partió
hacia Klive, con Sebastian conduciendo y Persun Pollut en la parte trasera dispuesto a
ayudarle en lo que pudiese. Estuvieron viajando durante algo más de una hora y cruzaron
el extremo sur del bosque pantanoso, dejando atrás el grupo de edificios de la Comunidad
que se alzaba a su izquierda. Aterrizaron en el patio de gravilla situado más allá de la
primera superficie, y la atravesaron para llegar hasta la terraza de Klive.
—Su Excelencia —gritó una vocecita desde detrás de la balaustrada—. ¡Su Excelencia!
Rigo giró sobre sí mismo, y se sorprendió al ver a una hija de los bon Damfels
haciéndole señas. Fue hacia ella, impaciente, queriendo llegar a Klive para ver si Marjorie
estaba allí.
—Se han ido —dijo la chica—. Roderigo Yrarier: su esposa, su hijo y los Hermanos
Verdes se han ido.
—¿Adonde han ido? —farfulló él—. ¿Adonde?
La joven agitó la cabeza, y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
—No debe ir ahí. Nuestro padre…, el Obermun está furioso. Le matará. Ya ha estado a
punto de matar a Emmy. Su esposa vino a preguntar dónde había desaparecido su hija.
Sylvan se lo dijo. Lo supo por Shevlok, y se lo dijo... Sylvan se fue con ellos. Desde
entonces nuestro padre no ha parado de gritar. Emmy intentó calmarle, y él le dio una
paliza...
El alarido que surgió de la casa hizo que la joven saliera corriendo. Rigo se detuvo,
puso un pie en el peldaño que tenía delante, y sintió que algo tiraba de él, haciéndole
retroceder. Sebastian le tenía cogido de un brazo y Persun del otro, y parecían decididos
a llevárselo de Klive aunque para ello fuese necesario utilizar la fuerza.
—No vaya allí, señor. Está loco, no atenderá a razones. Escúchele... ¡Parece un toro
rabioso!
—Haga caso de Pollut, señor. Hablar con él no le servirá de nada, al menos no
mientras siga en su estado actual... Debe esperar. Espere hasta que se haya calmado.
Espere hasta que pueda hablar con alguna otra persona.
—En la Cacería —sugirió Sebastian—. Mañana, en la Cacería de los bon Laupmon...
—Se llevaron a Rigo, y éste opuso cierta resistencia, pero no protestó demasiado, como
si una parte de su ser comprendiera la lógica de cuanto le estaban diciendo, aunque su
cuerpo no quisiera aceptarla.
Los caballos siguieron el sendero en fila india: al principio sus jinetes se mantuvieron
alertas, intentando captar cualquier clase de sonido, pero a medida que iban
sucediéndose los kilómetros acabaron relajándose y dejaron de fijarse tanto en lo que les
rodeaba. Mainoa y Lourai estaban demasiado concentrados en el dolor de sus
articulaciones y el palpitar de sus nalgas. Marjorie pensaba en Rigo y Sylvan en Marjorie.
El padre James rezaba pidiéndole a Dios no haber cometido un error, y Tony pensaba en
una chica que no había visto desde hacía mucho tiempo. El golpeteo de los tallos de
hierba contra sus cuerpos había acabado convirtiéndose casi en algo hipnótico. Incluso
Marjorie, que solía percibir hasta el más pequeño gesto de los caballos, había llegado a
tales extremos de distracción que no se dio cuenta de que éstos actuaban de una forma
muy parecida a la de «Don Quijote» cuando se la llevó de la caverna de los hippae.
Tenían las orejas inclinadas hacia delante y avanzaban como si volvieran al establo, como
si alguien estuviera hablando con ellos... Los jinetes no hicieron ningún comentario al
respecto. Siguieron cabalgando en silencio con el sol a su espalda, sin oír ningún ruido
que no fuese el golpeteo de los cascos de sus monturas.
El mundo giró hasta llevar el sol al centro del cielo, y siguió girando hasta hacerlo bajar
de allí. Ahora tenían el sol de cara. Se pararon un par de veces para beber y hacer sus
necesidades, pero el sendero que serpenteaba enigmáticamente ante ellos les fascinaba
de tal forma que las paradas fueron bastante breves. El primer aullido sonó a su espalda,
bastante lejos y hacia la derecha.
Marjorie se envaró. Había oído aquel sonido en otra ocasión, y quien lo oyese sólo
podía sentir una emoción: terror.
—Hippae —dijo Sylvan con voz abatida—. ¿Saben que estamos aquí?
—Todavía no —dijo el hermano Mainoa.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Marjorie.
—Vino a mí pidiendo que la ayudara, lady Westriding, y eso hago. El cómo o el porqué
es algo de lo que todavía no podemos hablar. Le aseguro que los hippae aún no saben
que estamos aquí. Pronto lo sabrán, pero de momento lo ignoran. Sugiero que vayamos
más deprisa.
Tony irguió el cuerpo y usó las rodillas para hacer que «Octavo día» se pusiera al trote.
Sus cascos repiquetearon en el sendero y los demás caballos se apresuraron a seguirle.
Los hermanos Mainoa y Lourai se aferraban a sus sillas, gruñendo a causa del esfuerzo.
—Hagan fuerza con los pies —les gritó Marjorie—. Siéntense con el cuerpo bien recto.
Es tan fácil como estar en una mecedora...
El hermano Mainoa hizo lo que le decía y siguió adelante. Pasado un rato, el
movimiento de balanceo se fue haciendo más predecible y su cuerpo se adaptó a él.
Rillibee/Lourai demostró ser mejor jinete que él. Aquel movimiento era casi estimulante...
Los tallos de hierba le golpeaban el rostro y sus labios se curvaban en una gran sonrisa:
tenía los dientes llenos de semillas.
Más aullidos a su espalda, tanto por la derecha como por la izquierda.
—¿Sabe adónde vamos? —preguntó Marjorie por encima del hombro.
—Al bosque pantanoso —dijo Mainoa con un gruñido—. Lo tenemos delante.
Apenas hubo pronunciado esas palabras, los caballos atravesaron los últimos tallos de
hierba y pudieron ver el bosque: lo tenían debajo, a una distancia considerable, y la masa
de árboles se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista. El sendero que
habían estado siguiendo iba hacia el bosque en un curso tan recto como el vuelo de una
flecha, y esa flecha parecía apuntar a un promontorio rocoso que se alzaba por encima de
los árboles. Ante ellos se extendía una hondonada de hierba no demasiado alta, y los
tallos apenas si llegaban a rozar el vientre de los caballos.
—¿No pueden ir más deprisa? —preguntó el hermano Mainoa con voz quejumbrosa—.
Si pueden, deberíamos apretar el paso.
«Don Quijote» y «Octavo día» tomaron la misma decisión o fueron informados de ella
en el mismo instante. No aguardaron ninguna señal de sus jinetes, y se lanzaron al galope
por la pendiente, con las orejas pegadas al cráneo, abriéndose paso velozmente por entre
los tallos de hierba. Las yeguas les siguieron, con «Irlandesa» en última posición: el ruido
de sus cascos hacía temblar el suelo. Mainoa tuvo la impresión de estar sufriendo una
pesadilla. Sabía que se caería, pero no se cayó. Sabía que sería incapaz de seguir en la
silla, pero aguantó. La yegua parecía decidida a mantenerle sobre su grupa y, pese al
pánico que le invadía, Mainoa se dio cuenta de ello: en ese mismo instante los aullidos
empezaron a resonar en la colina que acababan de abandonar. No podía correr el riesgo
de mirar hacia atrás para ver si los hippae estaban muy cerca.
Sylvan sí podía hacerlo. Oyó los gritos salvajes que llegaban del risco, imponiéndose al
repiqueteo de los cascos. Dio media vuelta sobre la ancha grupa de su yegua,
agarrándose a uno de los grandes recipientes sujetos a los flancos de «Irlandesa». Una
docena de enormes animales iban y venían por la loma, y una gran jauría de sabuesos
saltaba y ladraba a su alrededor. Y, de repente, los hippae y los sabuesos salieron
disparados por la pendiente en pos de los caballos, como si respondieran a una señal que
Sylvan no había percibido, y no les perseguían en silencio como cuando cazaban a los
zorren, sino que gritaban con todas sus fuerzas, igual que si la jauría tuviese una sola voz
capaz de perforarles los tímpanos.
Se dio la vuelta. Los otros caballos le llevaban una considerable ventaja. Aquella gran
yegua no era tan rápida como los demás animales.
—Haz lo que puedas, dama mía —murmuró, inclinándose sobre su cuello—. Creo que,
de lo contrario, tanto tú como yo acabaremos convirtiéndonos en carne para ellos. —Se
volvió para contemplar a sus perseguidores. Un inmenso hippae, con la piel llena de
manchas violeta, dirigía al grupo: tenía la boca abierta, y sus fosas nasales estaban muy
dilatadas. El hippae tropezó, se tambaleó y volvió a tropezar, cayendo al suelo con los
ojos en blanco. La hierba se agitó, como si algo se moviera por entre los tallos.
El resto de la jauría alcanzó al monstruo caído, se detuvo y empezó a ir y venir junto a
él, como si no supiera qué hacer.
—Adelante —le dijo Sylvan a su montura—. Adelante, dama mía. Haz cuanto puedas.
«Irlandesa» le oyó e hizo lo que le pedía. La distancia que la separaba de los otros
caballos había aumentado un poco. Se esforzó por alcanzarles, pero la distancia siguió
creciendo lentamente.
Los hippae volvieron a lanzar su aullido de persecución y, una vez más, el que
encabezaba al grupo tropezó y cayó. Y, como antes, la hierba se movió y algo se deslizó
velozmente por entre los tallos, alejándose de la jauría.
«Octavo día» ya había llegado al bosque y «Don Quijote» casi le rozaba. «Millefiori»
venía detrás, seguida por «Estrella Azul» y «Su Majestad». Cuando llegaron al bosque,
los jinetes desmontaron y esperaron a Sylvan.
Un sabueso se puso a la altura de «Irlandesa» y su cabeza se abrió paso por entre los
tallos de hierba: tenía las fauces abiertas y sus dientes se disponían a clavarse en las
patas de la yegua. La hierba se agitó violentamente detrás del sabueso, y algo cubierto de
espinas relucientes cayó sobre él. Sylvan no pudo ver qué era, pero oyó los gritos del
sabueso. Aparentemente, el resto de la jauría también los oyó. El sonido de sus aullidos
fue haciéndose cada vez más lejano. La gran yegua gruñía a causa del esfuerzo. Sus
flancos estaban cubiertos de sudor y la espuma chorreaba de su boca.
—Buena chica —murmuró Sylvan—, buena chica...
Y, por fin, logró reunirse con los demás. Se dio la vuelta y vio cómo la hierba ondulaba
de un lado para otro. Algo se movía por entre los tallos, y la jauría de sabuesos e hippae
sabía que estaba allí, pues se había quedado inmóvil, formando un círculo y lanzando
gritos desafiantes, pero no se atrevía a acercarse más.
«Irlandesa» se había quedado muy quieta, con la cabeza gacha.
—Ah, «Irlandesa», «Irlandesa» —estaba diciendo Marjorie—. Pobrecita... No estás
hecha para este tipo de cosas, ¿verdad, «Irlandesa»? ¡Pero eres muy valiente! Eres una
gran chica... —Siguió hablándole, cogiéndola de las riendas y haciendo que se moviera
lentamente en círculos. Poco a poco, la yegua fue irguiendo la cabeza.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tony—. No creo que debamos meternos por ahí.
—Señaló hacia los árboles: reflejos líquidos bailaban por entre el oscuro follaje.
—Pues eso es lo que debemos hacer —dijo el hermano Mainoa—. Síganme.
—¿Ha estado aquí antes?
—No.
—Bueno, entonces...
—Tampoco había galopado por la hierba montado en una yegua. Pero hemos
conseguido llegar. Ahora ya no corremos peligro, al menos de momento. Fuimos guiados
y protegidos.
—¿Por quién?
—No se lo diré hasta que el saberlo no deje de resultar peligroso. Esas cosas —movió
la mano, señalando a los hippae— pueden leer sus pensamientos. Tenemos que
adentrarnos en el bosque. La barrera que hay entre ellos y nosotros es más imaginaria
que real. Si nos quedamos aquí demasiado tiempo, puede que los hippae acaben
dándose cuenta de ello.
Tony miró a su madre, como pidiéndole permiso. El padre James ya se disponía a
montar. El hermano Mainoa fue hacia su yegua con un suspiro y se esforzó por pasar la
pierna sobre la grupa. El hermano Lourai le ayudó. Sylvan no había bajado de
«Irlandesa».
—Vamos —dijo Marjorie.
«Estrella Azul» empezó a abrirse paso por el laberinto de charcos y riachuelos que
había entre los troncos y los espesos matorrales. Los demás caballos la siguieron. La
yegua seguía un camino tortuoso, desviándose de vez en cuando para tomar por una
nueva dirección.
—Manténganse pegados a ella —gritó el hermano Mainoa con voz ronca—. Está
evitando los sitios más peligrosos. —Y eso hicieron, yendo muy despacio, como si
participasen en un lento y chapoteante juego de seguid-al-líder, con «Estrella Azul»
siguiendo nadie sabía el qué.
Pasado un tiempo se habían internado tanto en el pantano que ya no podían ver las
praderas. «Estrella Azul» dejó de dar vueltas y les guió por un angosto canal flanqueado
por dos impenetrables murallas de árboles. Aquel curso de agua parecía tener kilómetros
de longitud. Finalmente, vieron abrirse un hueco en la interminable hilera de troncos, y la
yegua trepó por la orilla hasta llegar a tierra firme.
—¿Una isla? —preguntó Marjorie.
—Un lugar seguro —dijo el hermano Mainoa, suspirando y medio bajando, medio
cayéndose de su montura. Se tumbó en el suelo, como si fuera incapaz de hacer ni un
solo movimiento más.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Ni los hippae ni los sabuesos se atreverán a seguirnos hasta aquí. —El hermano
Mainoa alzó los ojos hacia los árboles y vio los suaves reflejos del sol que se abrían paso
por entre las hojas: parecían lentejuelas, o joyas. Sus ojos se negaban a seguir abiertos.
—Uno de ellos sí se atrevió —dijo Marjorie—. Vimos sus huellas.
—No —dijo él—. Sólo se atrevió a llegar hasta el pantano, y creo que después fue
contorneándolo... —Sus labios se aflojaron y un ruidito ahogado brotó de ellos. Un
ronquido.
—Es viejo —les dijo Rillibee con voz desafiante, como si acabaran de acusar al viejo de
haber cometido alguna descortesía—. Suele quedarse dormido de repente.
Sylvan ya había desmontado.
—¿Qué puedo hacer por ella? —-le preguntó a Marjorie, mientras acariciaba a la
yegua.
—Frótale los flancos con algo —dijo Marjorie—. Un poco de hierba, unas cuantas
hojas…, cualquier cosa. Si nos quedamos aquí mucho rato, quítale la silla de montar.
—No podemos seguir hasta que despierte —dijo Tony, señalando al hermano Mainoa,
que dormía pacíficamente tumbado en el suelo.
—Tanto da. Los caballos también necesitan descansar un poco. —Marjorie suspiró—.
Esto ha sido una auténtica prueba para ellos. Un día y media noche de marcha sin parar,
y después una galopada salvaje... No dejes que beba mucha agua —le advirtió a Sylvan
—. No le permitas beber nada hasta que no haya parado de sudar.
—¿Qué ocurriría si bebiese estando sudada? —preguntó Sylvan-.- ¿Se moriría?
—Podría ponerse enferma —dijo Tony, alzando los ojos igual que había hecho Mainoa
antes de quedarse dormido. Vio el centelleo del sol entre las hojas, muy por encima de su
cabeza…, y algo más, algo que se interponía entre sus ojos y el sol. Tony señaló hacia
arriba—. ¿Qué es eso?
Sylvan se volvió para mirar hacia el punto que estaba señalando.
—¿Dónde?
—En la copa de ese árbol. No, ahora ya está en el árbol de al lado...
—Esta isla parece bastante grande —dijo el padre James, que había estado dando un
paseo por entre los árboles—. He encontrado un claro con la hierba suficiente para que
los caballos puedan pastar todo lo que quieran.
Rillibee/Lourai cogió las alforjas de «Estrella Azul» y «Su Majestad» y las dejó
apoyadas en las nudosas raíces de un árbol.
—El sol está muy bajo. Pronto oscurecerá. No podremos seguir.
—¿Cuánto tiempo va a estar durmiendo?
Lourai se encogió de hombros.
—El que le haga falta. No ha dormido desde la madrugada pasada, y ha pasado casi
todo ese tiempo subido en una silla de montar... Ya les he dicho que es un anciano.
Marjorie asintió.
—De acuerdo. Aprovecharemos el que descanse para descansar todos un poco.
¿Tony?
El chico señaló hacia arriba.
—Estábamos intentando averiguar...
—Averigua dónde puede haber madera para hacer un fuego ahora que aún hay luz.
Sylvan, ¿quieres ayudarle? Necesitamos madera suficiente para que nos dure toda la
noche. Padre, si pudiera encontrar un agua lo más limpia posible y llenar este cubo...
—¿Y yo? —preguntó el hermano Lourai.
—Usted y yo nos encargaremos de la cocina —dijo Marjorie, empezando a hurgar en
los grandes recipientes que llevaba «Irlandesa»—. Cuando hayamos comido algo
podremos hablar sobre cuál será nuestro próximo paso.
Tony y Sylvan fueron hacia el grupo de árboles más próximo, y Tony se sacó el cuchillo
láser del bolsillo.
—¿Qué es eso? —exclamó Sylvan cuando vio cómo lo utilizaba para cortar unos
cuantos matorrales espinosos.
Tony se lo pasó y le explicó su funcionamiento.
—¿Es algo nuevo? —preguntó Sylvan.
—Claro que no. Hace siglos que existen.
—Nunca había visto uno —se maravilló Sylvan--. Me pregunto por qué...
—Probablemente porque no querían que lo vieses —dijo Tony—. Puede utilizarse
como arma.
—Sí, desde luego —dijo Sylvan, examinando atentamente el aparato. Dejó escapar un
suspiro, se lo devolvió y se concentró en la tarea de recoger madera, pero su mente no
lograba dejar de pensar en el cuchillo. ¿Cómo había podido vivir sin conocer la existencia
de tales artefactos?
El hermano Mainoa despertó cuando terminaban de preparar la comida, y se mostró
más que dispuesto a interrumpir su descanso para cenar con ellos. Cuando hubieron
terminado limpiaron los utensilios, los guardaron en las cestas y tomaron asiento
alrededor del fuego, esperando a que hablara.
—Bien, hermano Mainoa, aquí estamos —dijo Marjorie.
Mainoa asintió.
—¿Estamos más cerca de encontrar a Stella que cuando partimos?
—Las huellas iban hacia el bosque pantanoso —dijo Mainoa—. Por desgracia, no se
adentraban en él. No podíamos quedarnos ahí fuera.
—¿Y mañana?
—Quizá. Si los hippae se han marchado... Esta noche no podríamos ver nada.
Marjorie suspiró.
—Madre, no importa —dijo Tony—. Los caballos no podrían haber seguido mucho rato
más.
Marjorie seguía mirando al hermano Mainoa.
—Usted sabe algo —dijo—. Está claro que sabe mucho más de lo que nos ha contado.
Mainoa se encogió de hombros.
—Lo que sé o lo que creo saber es algo que todavía no puedo compartir con ustedes.
Quizá mañana.
—¿Y quién decidirá si puede contárnoslo o no? ¿Usted? —preguntó Marjorie,
mirándole fijamente.
—No —admitió Mainoa—. No, no seré yo quien tome esa decisión.
—¿Qué es lo que quieren? ¿Examinarnos?
Mainoa asintió.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Tony.
—Sí, Marjorie. ¿De qué…? —preguntó Sylvan.
—Olvídalo, Sylvan. Y tú también, Tony —dijo el padre James mirando a Marjorie—. Al
menos por ahora. El hermano Mainoa ya ha dejado bien claro que está bastante
familiarizado con…, bueno, con los poderes ocultos de este mundo.
Mainoa sonrió.
—Es una buena forma de expresarlo, padre. Bien, lady Westriding, si puede soportarlo,
creo que lo mejor sería descansar un poco. Dormir, si es posible... Aquí estamos a salvo.
Marjorie no deseaba estar a salvo. Si su vida hubiese corrido peligro, al menos tendría
la sensación de estar haciendo algo. Dormir en un lugar seguro quería decir que estaba
perdiendo el tiempo mientras Stella se hallaba en peligro, pero no podía hacer nada al
respecto. Ya estaba demasiado oscuro para seguir unas huellas. Se puso en pie y avanzó
por entre los árboles hasta llegar al claro donde pastaban los caballos y, una vez allí,
buscó aquel consuelo que no podía obtener de quienes la acompañaban. Sólo cuando se
apoyó en el naneo de «Don Quijote» comprendió lo terriblemente agotada que estaba.
El resto del grupo empezó a prepararse para dormir. Tony colocó el lecho de su madre
a un lado, separado de los demás por unos arbustos: eso le permitiría gozar de cierta
intimidad. Cuando la vio volver le indicó dónde estaba y Marjorie se acostó,
agradeciéndole su ayuda. Y se hizo el silencio, roto de vez en cuando por los suaves
ronquidos de Mainoa, los gritos de los mirones que poblaban la distante pradera y los
ruidos de otras criaturas menos familiares que iban y venían por el pantano que les
rodeaba.
Marjorie pensaba que sería incapaz de dormir, pero el sueño cayó sobre ella igual que
una negra marea inexorable, y nada más acostarse se sumió en la inconsciencia. El
tiempo fue pasando sin que Marjorie se diera cuenta de ello. La mano que se posó sobre
su brazo tuvo que acabar sacudiéndola suavemente para conseguir despertarla.
—Señora —dijo Rillibee Chime—. Oigo algo.
Marjorie se irguió.
—¿Qué hora es?
—Medianoche, más o menos. Escuche, señora... He oído unos ruidos que me han
despertado. ¿Cree que puede ser gente?
Marjorie contuvo el aliento, y un segundo después lo oyó: el sonido de voces que
llegaban a ellos transportadas por la suave brisa que había empezado a soplar mientras
dormía. Una conversación. No logró entender ninguna palabra, pero no cabía duda de
que eran voces hablando entre sí.
—¿Dónde? —murmuró.
Rillibee le puso la mano en la mejilla y le hizo volver la cabeza hasta orientarla en una
dirección determinada. Ahora podía oír las voces con más claridad.
—Luz —murmuró.
Rillibee ya tenía una linterna en la mano y la encendió, proyectando un tenue círculo de
claridad ante sus pies. Le entregó otra linterna, y fueron por entre los árboles hacia la
pradera donde pastaban los caballos, dejando atrás el lento y rítmico sonido de su
masticar hasta quedar nuevamente rodeados por los árboles. Rillibee señaló hacia arriba.
Sí, las voces sonaban por encima de sus cabezas.
Marjorie ya no estaba tan segura de que fuesen voces humanas. Aquellos sonidos eran
demasiado sibilantes para brotar de gargantas como la suya. Y, sin embargo...
—Son como los sonidos que oí en la ciudad de los arbai —dijo.
Rillibee asintió, mirando hacia arriba.
—Voy a subir —dijo.
Marjorie le cogió de la manga.
—¡No podrá ver nada!
Rillibee agitó la cabeza.
—Pues entonces buscaré a tientas. No me espere. Vuelva con los demás.
—¡Se caerá!
Rillibee se rió.
—¿Yo? ¿Caerme? Oh, señora, en la Abadía me llaman Willy el Trepa. Tengo los dedos
de una rana arbórea y los pies de una lagartija. Tengo las rodillas cubiertas de callos y las
uñas de los pies más duras que los cascos de una cabra montes. Puede estar segura de
que tengo tantas probabilidades de caerme como un mono saltando de liana en liana.
Vuelva con los demás, señora —y desapareció, con la antorcha colgada del cuello. El
círculo de luz proyectado sobre el gran tronco del árbol fue empequeñeciéndose a medida
que Rillibee trepaba con la agilidad de un mono.
Cuando el círculo se hubo encogido hasta desaparecer, Marjorie regresó por donde
había venido: ahora sí estaba segura de que no podría volver a dormir, pero cuando se
acostó descubrió que el sueño había estado esperándola. Apenas si tuvo tiempo de
preguntarse qué encontraría el hermano Lourai entre las ramas, y ya volvía a estar
profundamente dormida.
Yavi Foosh abandonó el despacho del reverendo hermano Fuasoi y fue directamente al
despacho del reverendo hermano Jhamlees Zoe, donde tuvo que esperar media hora
hasta poder ver a su superior.
—¿Qué trama ahora Fuasoi? —le preguntó Jhamlees.
—Shoethai encontró un libro con anotaciones hechas por el hermano Mainoa y se lo
entregó a Fuasoi, y Fuasoi parece haberse vuelto loco.
—¿Qué hay escrito en ese libro?
—No lo sé, reverendo hermano. Shoethai lo encontró y no dejó que yo lo viera.
—¡Tendría que habérmelo entregado a mí!
—Desde luego, reverendo hermano, pero no lo hizo. Yo le dije que debía entregárselo
a usted, pero es muy amigo del reverendo Fuasoi, y por eso se lo entregó a él.
—Creo que iré a hacerle una visita y me enteraré de qué está pasando. —El reverendo
hermano Jhamlees se levantó, salió del despacho y fue por el pasillo. Yavi Foosh le siguió
a una distancia prudencial. No quería que le consideraran como el hombre de Jhamlees,
de la misma forma que Shoethai era considerado el hombre de Fuasoi. En cuanto te
encasillaban, ya no volvías a tener ni un momento de tranquilidad.
La puerta del despacho estaba abierta y no había nadie. Jhamlees contempló aquella
habitación vacía durante unos instantes, entró y abrió el cajón del escritorio.
—¿Es éste? —preguntó, agitando el libro y haciéndole una seña a Yavi para que se
acercara.
Yavi asintió.
—Sí, parece el mismo.
—No hable con nadie de esto, ¿comprendido?
Yavi meneó la cabeza. Naturalmente que no hablaría con nadie. Jhamlees Zoe podía
quedarse con todos los libros del mundo, y Yavi no diría ni una palabra al respecto.
Rillibee trepó por el gigantesco tronco del árbol: sus pies hallaron el camino formado
por una gran enredadera y acabaron llevándole al nacimiento de una gruesa rama. Fue
pasándose la linterna de una mano a otra mientras subía, y en un par de ocasiones tuvo
que metérsela en la boca, pues necesitaba las dos manos para agarrarse; pero, cuando
llegó a los primeros niveles del follaje, descubrió que podía ver el bosque que le rodeaba.
Había una débil claridad: quizá fueran las hojas, o criaturas que vivían sobre ellas. La
base de las ramas estaba cubierta por una tenue fluorescencia verdosa, líneas amarillas
delimitaban los contornos de los tallos, y puntos azules brillaban en el centro de masas
color índigo. La oscura silueta de las ramas se recortaba contra esas nebulosas y galaxias
relucientes, y Rillibee siguió trepando por estructuras de sombra sólida enmarcadas por
manchones de luminosidad.
Una leve brisa soplaba por entre los árboles, trayendo consigo una nube de flores
rosadas que tenían alas. La brisa se calmó y las flores se posaron al unísono, haciendo
que un arbolillo se cubriera de llamas. Unas alas más grandes que tenían el color y el olor
de los melones se movían lentamente, llevando a sus propietarias de un tronco a otro, y
cuando se quedaban quietas las criaturas se convertían en tazones de los que brotaba
una luz dorada cuyo objetivo era atraer a otras criaturas volantes, dardos de color violeta
y azul tan pálido que casi parecía blanco.
—Joshua —murmuró Rillibee—. Esto te habría encantado. Y a ti también, Miriam…, te
habría encantado.
—El cielo —dijo el loro desde la copa de un árbol—. He muerto y estoy en el cielo.
Las hojas rozaban su rostro, exudando una dulzura resinosa. La masa dura de un fruto
chocó contra su brazo. Lo cogió, lo olió y le dio un mordisco. El zumo resbaló por sus
labios: tenía un sabor agridulce al que siguió un cosquilleo, como si el fruto estuviera lleno
de un líquido efervescente.
Los sonidos que había oído desde el suelo le rodeaban ahora por todas partes. Voces.
Una que se reía y otra que hablaba como si estuviera contándole una larga historia a un
público que anhelaba oírla, interrumpiéndose de vez en cuando con sonidos que parecían
breves digresiones. «No os lo vais a creer, pero…» «Bueno, ¿y qué creéis que ocurrió
entonces?» Si cerraba los ojos, casi podía ver al orador que contaba alegremente su
historia, con los codos apoyados sobre la mesa de una taberna.
Se deslizó lentamente por las ramas. El sonido fue quedando a su espalda. Se dio la
vuelta y avanzó de nuevo hacia él, acariciando las ramas con los dedos, amándolas con
los pies. Las voces estaban allí, ocultas entre los árboles relucientes. Tarde o temprano
lograría encontrarlas.
Y también había otra cosa que encontrar. La chica, Stella... Había incluido su nombre
en la lista de nombres que formaban su letanía. Tenía que ser suya, tenía que ser de
Rillibee Chime, aunque su familia fuera rica e importante... Sería suya. Aunque le
despreciara, aun así...
—El cielo —murmuró el loro sobre su cabeza.
Se pasó toda la noche trepando. Al amanecer, el sol se abrió paso por entre las hojas
de oro triste, iluminando su ciudad, y Rillibee encontró el origen de las voces.
Marjorie despertó oyendo la música del agua y el canto de los pájaros. Necesitó unos
segundos para recordar dónde estaba, y un poco más para recordar que su sueño se
había visto interrumpido. Miró a su alrededor, en busca del hermano Lourai, no le vio, y
sus ojos acabaron encontrándose con los de Mainoa.
—No ha vuelto —dijo el anciano.
—Usted sabía que se había marchado...
—Sabía que la despertó y que los dos se marcharon juntos. Pero usted sí ha vuelto.
—Está ahí arriba. —Señaló la mancha de sol que brillaba entre las ramas—. Me dijo
que le llamaban Willy el Trepa, y que no le pasaría nada.
Mainoa asintió.
—Sí. No le pasará nada. Es como usted... Cuando las cosas se ponen muy difíciles
piensa en la muerte, pero es demasiado curioso y siempre quiere saber qué pasará
después.
Marjorie se ruborizó y se preguntó cómo podía conocerla tan bien. Sí, era cierto.
Siempre quería saberlo que ocurriría después... Como si hubiera algo reservado para ella,
un destino personal que la esperase. Alguna oportunidad...
El padre James había ido al estanque más cercano para llenar un cubo de agua.
Cuando volvió, parecía fresco y muy relajado.
—Hacía semanas que no dormía tan bien —dijo—. He tenido unos sueños muy raros.
—Sí —dijo el hermano Mainoa—, creo que a todos nos ha pasado igual. Algo ha
invadido nuestros sueños.
Marjorie se puso en pie y miró a su alrededor, preocupada.
—No, no. —El anciano se incorporó lentamente, agarrándose a las excrecencias
nudosas del tronco más próximo—. Son amistosos, Marjorie. Ellos también sienten
curiosidad.
—¿Ellos?
—Sí. Creo que hoy mismo podremos conocerles. Luego, cuando el hermano Lourai
haya regresado.
—¿No tiene ningún otro nombre? —preguntó Tony.
—¿El hermano Lourai? Oh, sí. De niño se llamaba Rillibee, Rillibee Chime. ¿Qué pasa,
piensa que su aspecto no es el que corresponde a un auténtico hermano?
—Tony piensa que no se parece en nada a los Santificados que conocemos —dijo
Marjorie a modo de explicación—. Está muy flaco, tiene los ojos demasiado grandes y una
expresión inteligente. Además, su boca es demasiado sensible. Siempre he pensado que
todos los Santificados eran personas corpulentas y llenas de entusiasmo, gente de ideas
sencillas y con una gran necesidad de encontrar respuestas. Se supone que los Viejos
Católicos son delgados y tienen cara de ascetas, con grandes ojos de filósofo. Todo eso
no es más que un montón de estereotipos, claro, y a veces yo misma me avergüenzo de
pensar así, pero siempre están ahí, incluso cuando me miro al espejo. Usted tampoco
parece un Santificado, hermano. Pero supongo que ya lleva mucho tiempo llamándose
Mainoa y no quiere renunciar a su nombre. —Se dio la vuelta para escapar a los ojos del
padre James, que la estaba contemplando con una expresión entre divertida y pensativa.
—Sí, llevo demasiado tiempo usando ese nombre —dijo Mainoa, riéndose—. Pero creo
que haría bien llamándole Rillibee. Ese nombre significa mucho para él. Le gustará.
—Hoy saldremos del bosque y trataremos de encontrar el rastro —dijo Marjorie.
—Quizá tengamos que esperar uno o dos días —indicó Mainoa.
Marjorie se encaró con él, exasperada y llena de frustración, sintiendo deseos de gritar
ante aquel nuevo retraso. El padre James apoyó una mano en su brazo.
—Paciencia, Marjorie. No te lo tomes así. Tienes que tratar de calmarte un poco.
—Lo sé, padre, pero no paro de pensar en lo que puede estarle ocurriendo a Stella.
El padre James también había estado pensando en eso. Su mente volvía con
demasiada frecuencia a ciertas monstruosidades que había oído en el confesionario, a
ciertas perversiones y horrores sobre los que había leído pero que nunca podría haber
sido capaz de imaginar por sí solo. No sabía la razón de que su mente asociara esos
recuerdos a los hippae, pero así era. Trató de olvidar todas aquellas ideas malignas.
—La encontraremos, Marjorie. Confía en el hermano Mainoa.
Marjorie se calló e hizo un esfuerzo por confiar en el hermano Mainoa, dado que no
había nadie más en quien confiar.
Comieron unas raciones frías. Se lavaron en un estanque tranquilo, uno de los que
rodeaban la isla. Marjorie y Tony examinaron los caballos, fijándose especialmente en sus
cascos y patas. Pese a la loca carrera de ayer, los animales parecían estar bien. Aunque
hacía cuanto podía por conservar la calma, Marjorie tenía la sensación de que acabaría
estallando de impaciencia. Por fin oyeron una voz que les llamaba desde lo alto.
Rillibee bajó por el tronco de un gran árbol cubierto de enredaderas, moviéndose con la
agilidad de un mono.
—Me había despistado —dijo—. De día los árboles parecen distintos, y me costó un
poco encontrar el camino de vuelta.
—¿Logró hallar el sitio de donde venían las voces? —le preguntó Marjorie.
—Encontré su ciudad —respondió Rillibee—. Tienen que venir a verla.
—Tenemos que ir hacia allí para encontrar el rastro... —dijo ella, señalando en
dirección opuesta.
—No, hay que subir —insistió Rillibee—. Creo que deberíamos ir hacia arriba.
—De acuerdo —dijo el hermano Mainoa—, subiremos. Siempre que podamos, claro...
—Una de las razones por las que he tardado tanto es que anduve buscando un camino
por el que pudieran ir los caballos —dijo Rillibee—. Es por ahí. —Señaló hacia el interior
del pantano—. Después empezaremos a subir.
—¿Por qué? —exclamó Marjorie—. Stella no está en...
—Las huellas van por la hierba, Marjorie —dijo el hermano Mainoa—, pero no tenemos
por qué seguir ese camino. Mientras dormía, Tony y yo fuimos hasta el final del bosque.
Los hippae siguen ahí. No podemos salir, al menos de momento.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Marjorie, señalando hacia arriba y esforzándose por
contener el llanto—. No quiero dedicarme a hacer turismo, por el amor de Dios...
—Quizás ésa sea justamente la razón por la que debemos ir: por el amor de Dios —dijo
el padre James—. ¿Sabe qué hay ahí arriba, hermano Mainoa?
—Lo sospecho —replicó él—. Sí, tengo ciertas sospechas sobre lo que puede haber.
Las he tenido desde que recibimos el informe de Semling.
—¿De qué se trata?
—Creo que es la última ciudad de los arbai —dijo—. La última...
Se negó a decirles nada más, afirmando que todo eran conjeturas y sospechas.
Cuando se volvieron hacia Rillibee, éste les dijo que debían verlo con sus propios ojos.
Les guió a través de los charcos y lagunas y por grandes avenidas de árboles. A veces se
paraba y se dedicaba a contemplar los árboles mientras ellos esperaban. En una ocasión,
desmontó y puso las manos sobre el tronco de un árbol, apoyándose en él igual que si
fuese un amigo. Sylvan fue a decir algo durante una de aquellas pausas, pero el hermano
Mainoa le puso la mano en el hombro indicándole que guardase silencio. Atravesaron
pequeñas islas, y acabaron llegando a una isla bastante grande en cuyo centro había una
colina.
Sobre la colina había un pedestal de piedra en el que se alzaba un monumento muy
parecido al que vieron en la plaza de la ciudad arbai.
—Los arbai... —murmuró Marjorie, mirándolo fijamente y sin creer en lo que veía. El
hermano Mainoa no había logrado convencerla, pero ahora...
Rillibee señaló hacia el flanco de una colina: un sendero serpenteaba hacia un gran
risco.
—Bajé por ahí —dijo—. Tenemos que dejar los caballos. Aquí estarán bien.
Desmontaron, tratando de hacer el mínimo de ruido posible para no interrumpir la
conversación de las voces que oían sobre ellos. Estaban hablando, cantando, narrándose
historias acompañadas por risas suaves. Rillibee les guió por el sendero. En el risco había
un puente sostenido por postes cubiertos de tallas fantásticas que atravesaba un golfo de
aire hasta llegar a los árboles: el puente estaba hecho de hierba, lianas y tablones de
madera, y el conjunto resultaba tan complejo y delicado como una cesta tejida. Las
barandillas estaban cubiertas de dibujos que representaban hojas y frutos. El suelo había
sido decorado con espirales de color que le daban la sólida apariencia de un pavimento.
Siguieron a Rillibee, suspendidos a sesenta metros de altura, y entraron en la zona de
sombra proyectada por los árboles.
Vieron un sinfín de moradas: pabellones y cúpulas, pequeños recintos techados y
torres cónicas, paredes hechas de hierba y ventanas con rejillas de madera, una infinidad
de siluetas que hacían pensar en frutos suspendidos de las ramas de los árboles,
atravesadas por avenidas de hierba y lianas y con calles entretejidas que parecían flotar a
través de todo aquel laberinto. Más arriba había pérgolas moteadas por el sol, quioscos
umbríos y jaulas de diseño muy complicado que se unían a las moradas de abajo
mediante escaleras que parecían haber sido hechas por arañas. Casas de encaje
colgaban de las ramas más altas como si fueran nidos de pájaros.
Y los habitantes de aquellos recintos se asomaban a las ventanas y hablaban desde
las habitaciones de arriba y abajo, conversando mientras avanzaban por las calles y
avenidas: sus voces se hacían más fuertes a medida que se acercaban y se debilitaban al
irse alejando. Siluetas confusas se encontraban a lo largo de las barandillas. Un grupo de
sombras emergió de un umbral y se dejó bañar por el juego de luces creado por las hojas.
Eran ágiles y se movían con una tranquila gracia: en su aspecto general había algo que
recordaba ligeramente a los reptiles. Sus ojos se iluminaron con un brillo jovial y sus
manos se extendieron como si estuvieran dándose la bienvenida los unos a los otros.
Pero allí no había nadie. Nadie...
Una pareja de enamorados estaba apoyada en la barandilla de un puente, abrazados
el uno al otro. Rillibee pasó a través de ellos, y su rostro se confundió con los rostros de
los enamorados; su cuerpo se perdió en los suyos, y cuando les dejó atrás las siluetas
volvieron a formarse, sin haber dejado de mirarse a los ojos ni un segundo.
—Fantasmas —jadeó Tony—. Madre...
—No —dijo ella. Ver a la pareja de enamorados había hecho que las lágrimas corrieran
por sus mejillas—. Hologramas, Tony. Los dejaron aquí. Los proyectores deben estar
escondidos entre los árboles.
—Se los entregaron los unos a los otros —dijo Mainoa—. Debió de ocurrir hacia el final,
cuando cada vez iban quedando menos... Para hacerles compañía a los últimos
supervivientes.
—¿Cómo lo sabe?
—Acaban de decírmelo —replicó él—. Y encaja con todo lo que he averiguado desde
que almorzamos juntos ese día en Colina del Ópalo.
—El lenguaje... —Marjorie se volvió hacia él, mirándole fijamente.
—Sí, el lenguaje.
—Tenía tantas ganas de salir de aquí y encontrar a Stella que no se me ocurrió
preguntarle...
—Las grandes máquinas de Semling han masticado el problema, se lo han tragado y
han escupido la solución. Las máquinas pueden traducir los libros de los arbai. Algunos...
Oh, digamos que la mitad. Pueden leer la mitad de esos libros y pueden hacer algunas
conjeturas sobre la otra mitad. La clave estaba oculta en las enredaderas de las puertas,
allí donde jamás se nos ocurrió buscarla.
—Y las puertas talladas...
—También pueden leer lo que hay en ellas.
—¿Qué dicen?
El hermano Mainoa agitó la cabeza e intentó reír, pero la risa se convirtió en un ataque
de tos que le hizo doblarse sobre sí mismo.
—Dicen que los arbai murieron igual que habían vivido, siendo fieles a su filosofía
particular.
—¿Aquí?
—Los de la llanura murieron muy aprisa. Los de los árboles murieron despacio. Su
filosofía les prohibía matar a cualquier ser inteligente. Los hippae acabaron con los
habitantes de su ciudad de la llanura. Los que vivían en esta ciudad arbórea de veraneo
no podían volver allí. No deseaban morir, por lo que pasaron un último verano en esta
ciudad y, cuando llegó el invierno, fueron muriendo poco a poco, sabiendo que eran los
últimos representantes de su raza en todo el universo.
—¿Cuánto hace de eso?
—Siglos. Siglos de Hierba...
Marjorie contempló los edificios de lianas y hierba que la rodeaban y sacudió la cabeza.
—Es imposible. Este tipo de estructuras no puede durar tanto tiempo. Los árboles
tuvieron que seguir creciendo. Cuando muriesen, los edificios se derrumbarían. Y esas
pasarelas y caminos de hierba ya tendrían que estar podridos.
—No si se los renovara hora a hora y día a día. No si fueran reparados y atendidos.
—¿Por quién?
—Sí, Marjorie, ¿por quién? Todos nos hacemos esa misma pregunta, ¿verdad? Creo
que no tardaremos en conocerles.
Rillibee les guió por el laberinto de calles. La avenida se fue haciendo más ancha y se
expandió hasta convertirse en una gran plataforma con barandillas barrocas y columnas
en espiral que sostenían un tejado cónico muy parecido al sombrero puntiagudo de una
bruja.
La plaza de la ciudad, pensó Marjorie. El jardín de la aldea, la sala de reuniones abierta
al aire libre, al viento y al canto de los pájaros. A su alrededor, un sinfín de figuras
caminaban, bailaban y se saludaban las unas a las otras, proyectando tal confusión de
sombras que, cuando vieron venir hacia ellos una silueta muy corpulenta, todos creyeron
por un instante que era otra sombra. Cuando vieron que no lo era se pegaron los unos a
los otros, y la mano de Tony buscó su cuchillo láser.
—No —dijo el hermano Mainoa, apoyando una mano sobre su brazo—. No. —Fue al
encuentro de la figura para ver aquello que llevaba tanto tiempo queriendo ver con sus
ojos, y no sólo con su mente—. No. No nos hará daño.
Vieron una piel temblorosa sobre ojos que les resultaba imposible distinguir con
claridad. Colmillos, o algo que parecían colmillos, rodeados por una nube de marfil
azulado. Grandes cantidades de vello extendiéndose en forma de alas, una doble aurora
violeta, como chorros de relámpagos congelados...
—Nos sentimos muy honrados —murmuró el hermano Mainoa, inclinando la cabeza
como si se dirigiera a un Jerarca.
La criatura se agazapó y dio la impresión de asentir. Sus zarpas se curvaron sobre…,
no, sus manos se curvaron sobre la barandilla, y durante un instante pareció que tenían
tres dedos y un velludo pulgar oponible. Detrás de aquellos hombros cubiertos por su
melena había toda una serie de placas callosas y dura piel moteada, vista sólo durante un
segundo o quizá ni tan siquiera eso. La criatura era como una impresión fugaz que
desaparecía demasiado aprisa para ser definida. No habrían podido describirla, salvo
para decir que no se parecía a ningún otro ser, ni de la Tierra ni de Hierba: era única, y
sólo se parecía a sí misma. Todas sus proporciones resultaban extrañas, como
equivocadas. Sus patas no recordaban a nada de lo que uno se imaginaba cuando
pensaba en unas patas.
El hermano Mainoa se encaró con este espejismo dando muestras de sumo interés,
parpadeando rápidamente, igual que hacían todos, para ver con más claridad lo que
tenían delante.
—Verte por primera vez ha hecho que me pregunte cuál ha sido el embrollo evolutivo
que ha acabado dándote este aspecto tan feroz —murmuró, con la mirada baja.
Los inmensos globos oculares del ser quizá se hicieron todavía un poco más grandes,
y dio la impresión de que una larga garra curvada asomaba de un dedo medio peludo y
medio escamoso, apuntando hacia la garganta del hermano Mainoa.
El hermano sonrió como si acabaran de gastarle una broma.
—No puedo creer que hables en serio. Soy yo: no necesitas nada de todo eso. De
hecho, no creo que necesites protegerte de la humanidad, a menos que ésta decidiera
usar armas pesadas, y en tal caso ni tan siquiera tu coraza te serviría de mucho. Puede
que los hombres no sean gran cosa, pero no cabe duda de que son unos expertos
asesinos.
Las pupilas del ser se contrajeron un poco, y el hermano Mainoa se llevó las manos a
la cabeza. Los demás cayeron de rodillas sosteniéndose la cabeza, excepto Sylvan, que
dio un paso hacia delante, con la ira y el miedo combinándose en su mente para hacerle
actuar de forma tan temeraria.
—Ay, ay. —Mainoa logró erguirse, jadeando—. Me gustaría que no hicieran eso... —
Ahora sabía qué embrollo evolutivo había acabado produciendo esta coraza. Hubo un
tiempo en el que existía un enemigo, una criatura inmensa e inexorable. El hermano
Mainoa había recibido una excelente imagen de esa criatura haciendo de las suyas,
devorando hippae y sabuesos. El impacto mental le había producido un fuerte dolor de
cabeza—. ¿Se ha extinguido? —preguntó, y recibió una respuesta afirmativa—.
¿Acabasteis con ellos?
Recibieron una impresión de perplejidad seguida por una oleada de comprensión. No.
Los arbai se encargaron de eliminarlos. Los monstruos acorazados no eran seres
inteligentes. No eran más que apetitos ambulantes. Los arbai habían acabado con ellos
para proteger a los hippae, y a partir de entonces el número de hippae creció y creció.
El hermano Mainoa se sentó en el suelo de la avenida, presa de un repentino
cansancio.
—Este ser es mi amigo —les dijo a los demás miembros del grupo—. Él y yo llevamos
cierto tiempo conversando. —Ahora que casi le había visto, sentía cierta preocupación al
pensar en todas las veces que había hablado con él sin verle. ¿Qué habría hecho si le
hubiera visto, qué habría dicho…? No. Si le hubiera visto no habría podido decir nada.
Sólo puedes hablar con los dioses y los ángeles si no parecen dioses y ángeles, pensó.
Para aproximarse a ellos debes pensar que son como tú, y nadie podía pensar en un
zorren como en algo que se le pareciera.
—Un zorren... —jadeó Tony. Seguía de rodillas, igual que los demás.
—Sí, un zorren —dijo Mainoa—. Él o ellos lograron retrasar a los hippae el tiempo
suficiente para permitirnos llegar hasta aquí. Él y unos cuantos amigos suyos querían que
viniéramos para poder echarnos un buen vistazo.
—¿Sabe dónde está Stella? —pregunto Marjorie con voz suplicante.
Tuvo la impresión de que una cabeza inmensa se volvía hacia ella.
—Comprendo. Claro. Sí —dijo, con un escalofrío.
—¿Marjorie? —dijo Sylvan.
—Puedo oírle —exclamó ella—. Sylvan, puedo oírle. Y tú, ¿no puedes?
—Lleva demasiado tiempo siendo un cazador —dijo Mainoa—. Los hippae le han
dejado sordo.
—¿Está hablándoles? —preguntó Sylvan.
Rillibee asintió.
—Sí, se parece un poco al lenguaje verbal. Imágenes, y unas cuantas palabras. —Se
puso en pie, como si se hubiera vuelto totalmente inmune a las maravillas y éstas ya no
fueran capaces de sorprenderle. Para él, los árboles ya eran un prodigio. No necesitaba
nada más. No quería hablar con el zorren. El, como Marjorie, sólo quería encontrar a
Stella.
—¿Y qué te ha dicho de tu hija? —preguntó Sylvan.
—Que otros de su especie la están buscando —replicó Marjorie—, y que nos avisarán
cuando la encuentren.
—Hay muchas cosas que quieren explicarnos y tienen muchas preguntas que hacer —
dijo el hermano Mainoa con voz cansada, anhelando esa conversación y, al mismo
tiempo, temiéndola—. Muchas cosas...
—Bajaré por el camino y desensillaré los caballos —dijo Rillibee. Si no iban a seguir el
rastro de Stella, prefería estar solo para abrazarse al tronco de un gran árbol y dejar que
su contacto y su olor penetraran hasta lo más hondo de su ser. En la oscuridad, le habían
parecido espíritus de árboles. Ahora, con la luz del día, parecían lo que eran: árboles.
Joshua habría dado su alma por ver árboles como éstos. En toda la Tierra no había
árboles como éstos. Árboles rodeándole por todas partes, como una auténtica bendición...
Se dio la vuelta y se dispuso a marcharse por el camino que habían seguido al venir.
Sylvan le siguió.
—Le ayudaré —dijo—. Si me quedo aquí, no serviré de nada.
Rillibee asintió de mala gana. Los demás ni tan siquiera les vieron marchar.
14
Figor bon Damfels fue el primero en llegar hasta Stavenger, tras haber tenido que
esperar un tiempo considerable a que los hippae terminaran con su carnicería y se
marcharan. Los sirvientes de Roderigo Yrarier los habían contenido usando el aerocoche
y saltando de él justo a tiempo para rescatarle. Figor estaba asombrado. Ningún sirviente
de los bon Damfels o los bon Laupmon había movido un dedo para proteger a sus amos.
Los doce jinetes habían tenido que soportar todo el peso de la furia de los hippae. Los
doce habían muerto: casi todos eran bon Laupmon, y el total de muertos llegaba a los
catorce, contando a Stavenger y el Obermun bon Haunser. Stavenger no tenía ninguna
herida en el cuerpo, aunque estaba pálido y frío. Sus botas estaban hechas pedazos.
Figor desabrochó la correa que sujetaba cada bota y se las sacó. Los pies de Stavenger
salieron con ellas. Sólo una delgada tira de cuero del interior había impedido que se
cayeran. Estaban llenas de sangre, que fluyó por el suelo al quitárselas. Stavenger se
había desangrado hasta morir, sin moverse.
Cuatro hippae habían muerto también: los dos que habían tomado parte en el combate
y otros dos, con las patas cercenadas como por una gran hoja metálica. Ésta era la
muerte que los demás hippae habían querido vengar.
La muerte de los hippae les había enfurecido, desde luego, aunque el que Yrarier
hubiese logrado escapar quizá les enfureciese todavía más. Habían bailado, aullado y
saltado, tratando de clavar sus dientes en el aerocoche que ascendía hacia el cielo.
Mientras todo eso ocurría, Figor no había tenido tiempo de pensar en nada, y tampoco
hubiera podido hacerlo. Los cerebros de todos los presentes sólo contenían rabia y un
furioso asombro. Pero, después de que los hippae se hubieran marchado, algunos de
ellos empezaron a ser capaces de pensar con una cierta coherencia, y pudieron
reflexionar sobre lo que sus ojos habían visto mientras sus mentes eran incapaces de
comprender nada.
—Figor —dijo Taronce bon Laupmon, su sobrino—, encontré esto allí donde cayó el
fragras.
Figor tomó lo que le ofrecía. Una especie de herramienta... Tenía un control, y Figor
apoyó el pulgar sobre él, activándolo. La hoja se estremeció, zumbando con una fuerza
letal, y Figor volvió a desactivarla.
—¡Por nuestros antepasados! —murmuró, asombrado—. ¡Taronce!
—Debe de ser lo que utilizó contra las monturas —murmuró su primo Taronce,
frotándose el punto del hombro donde la prótesis se unía a su cuerpo—. Les cortó las
patas por debajo. Partió sus cabezas por la mitad. Igual que hacen los hippae con
nosotros, igual que me hicieron a mí... —Miró a su alrededor, sintiéndose culpable—.
Escóndelo antes de que alguien lo vea.
—¿Qué dice el Obermun bon Laupmon? Lancel, ¿está…?
—Está muerto. Gerold vive. No había montado.
—¿Cómo…? —Agitó la mano, señalando cuanto les rodeaba—. Cuando llegué, ya
había empezado.
—Los hippae aparecieron esta mañana en el patio. Escogieron jinetes. Escogieron a
Stavenger nada más verle llegar, igual que a bon Haunser.
—Ninguno de ellos se fijó en mí.
—Sólo querían doce jinetes, aparte de Stavenger y Jerril bon Haunser. Y ahora todos
están muertos...
—Más cuatro monturas —murmuró Figor—. No te preocupes, buscaré un sitio seguro
para esconder esa herramienta. No sabrán que la tenemos.
—Estarías dispuesto a usarla, ¿verdad?
—¿Y tú?
—Creo que sí. Creo que la usaría. Es tan pequeña, tan precisa y limpia... Puedes
guardártela en el bolsillo. No sabrán que la llevas encima. Y entonces, cuando alguno de
ellos intente...
—Si Yrarier llevaba eso consigo, quizá sean fáciles de obtener. Puede que en la
Comunidad...
—¿Por qué no sabíamos que existían?
—Porque ellos no querían que lo supiéramos. O quizá porque nosotros mismos
preferíamos ignorar su existencia.
Cuando llegaron a Colina del Ópalo, Persun y Sebastian Mecánico dejaron a Rigo en el
aerocoche y llamaron al padre de Persun por el dígame para decirle que había que
evacuar la hacienda. Rigo estaba inconsciente. No podían hacer nada por él; tenían que
llevarle inmediatamente al hospital de la Comunidad, pero había otro asunto muy
importante en que pensar.
—¿Evacuar la aldea? —preguntó Hime Pollut—. Pers, debes de estar bromeando.
—Padre, escucha: Rigo Yrarier ha matado a dos hippae, por lo menos. No sé cuántos
hombres murieron en la confusión que dejamos atrás al marchamos, pero supongo que
habrá habido muertes. Recuerdo las historias de lo que ocurrió en la hacienda de los
Darenfeld: toda la gente de la aldea murió. La gente que vive en la aldea de Colina del
Ópalo, los sirvientes de la gran casa…, son nuestra gente, padre. Son de la Comunidad.
—¿Cuánta gente hay en Colina del Ópalo?
—Unos cien y algo. Si puedes conseguir que Roald Few nos mande unos cuantos
camiones...
—¿Estarán preparados para marcharse en cuanto lleguen?
—Sebastian ya va de camino a la aldea. Si puedes conseguir los camiones que
usamos para ir a las residencias de invierno, podrán llevarse consigo su ganado y sus
animales. Los necesitarán...
Un largo silencio.
—¿Podrás traer contigo a los forasteros que viven en la hacienda?
—Sí, traeré conmigo a Su Excelencia, su secretaria y su hermana, el viejo sacerdote...
No hay nadie más.
—¿Dónde está la mujer? ¿Y los chicos? El otro sacerdote y la otra mujer, esa especie
de capricho de Yrarier...
—Asmir Tanlig llevó a Eugenie a la Comunidad esta mañana. En cuanto a los demás,
no están aquí, pero ahora no tengo tiempo para explicártelo. —Apagó el dígame y recorrió
la casa a toda velocidad, hablando con los sirvientes que iba encontrando. Todos eran de
la aldea. Hizo que algunos buscaran al padre Sandoval, Andrea Chapelside y su
hermana, diciéndoles que sólo tenían una hora para hacer el equipaje. Incluso esa breve
espera podía hacer que la vida de Rigo corriese peligro, pero no podía recoger a las
mujeres y salir huyendo, dejando atrás todas sus pertenencias. Necesitarían sus cosas.
Las mujeres siempre necesitan sus cosas...
Marjorie... Sí, ella también necesitaría sus cosas. Reunió a tres doncellas y les dijo que
preparasen el equipaje de Marjorie.
—Sus ropas y objetos personales —les dijo.
¿Y las cosas de Stella? ¿Lograrían encontrarla alguna vez? ¿Cuáles serían los objetos
que más valoraba?
—¿Cuánto tiempo estaremos fuera, Persun? ¿Qué cogemos?
—No lo sé —dijo él, irritado—. Coged un poco de ropa para Marjorie y Stella, buscad
sus joyas y objetos de valor, y olvidaos de todo lo demás.
Y también era posible que estuviera actuando movido por lo que no eran más que
suposiciones, un mero ataque de paranoia. Quizá los hippae no le hicieran ningún daño a
Colina del Ópalo, quizá la aldea no corriese peligro alguno...
O quizá sí. Presa del pánico, volvió corriendo al dígame.
—Roald Few ha tomado prestados cuatro camiones de carga del puerto —le dijo su
padre—. Ya van de camino. Está de acuerdo en que es muy importante salvar al ganado.
Bueno, entonces alguien más compartía sus temores... O quizás hubiera conseguido
contagiárselos, no podía saberlo. Fue al estudio de Marjorie, deseoso de salvar los
objetos personales que pudiera tener allí, y se encontró con los paneles que había tallado
para ella: una dama caminando por entre los árboles de un bosquecillo, a veces
claramente visible y a veces escondida por los troncos, con su hermoso rostro siempre
vuelto hacia un lado. Como un sueño imposible de alcanzar... Los árboles estaban llenos
de pájaros. Alargó la mano para tocar un panel y lo acarició, preguntándose si tendría el
tiempo suficiente para arrancar los paneles y llevárselos. Lanzó una exclamación al darse
cuenta de que eso era una estupidez. No había tiempo.
Cuando hubo recogido todo lo que pudo fue en busca de Sebastian y de los que ya
estaban preparados y llevó el aerocoche directamente al hospital, junto al Hotel del
Puerto. Los médicos empezaron a ocuparse de Rigo. Andrea, su hermana y el padre
Sandoval fueron al hotel del puerto.
Asmir ya estaba allí.
—¿Dónde está Eugenie? —le preguntó Persun.
—No lo sé. ¿No estaba contigo? —le preguntó Asmir.
—Esta mañana dijo que quería venir a la Comunidad.
—Me dijo que había cambiado de parecer. Vine a recoger unos cuantos suministros.
Persun contó a sus pasajeros con los dedos y fue corriendo a preguntarles dónde
estaba Eugenie. Nadie lo sabía. Volvió a Colina del Ópalo, deseoso de utilizar todas las
horas de luz diurna. Los camiones estaban en la aldea recogiendo gente, ganado y todo
el equipo imprescindible. Cuando llegó, otro camión estaba a punto de posarse. Iba
conducido por Sebastian.
—No consigo encontrar a Eugenie —le gritó Persun.
—¿La mujer de Su Excelencia? ¿No está en la Comunidad? ¿No fue allí con Asmir?
—No, Sebastian. Cambió de parecer.
—Pregúntale a Linea, era su sirvienta.
Persun logró encontrar a la mujer y se lo preguntó. Linea no sabía nada. No había visto
a Eugenie desde esa mañana. Pensaba que quizás estuviera en su casa, o en el jardín.
Persun corrió por el sendero que llevaba a la hacienda y fue hasta la casa de Eugenie,
lanzando ahogadas maldiciones. No estaba allí. Las cortinas rosa flotaban impulsadas por
el viento primaveral. La casa olía a flores que Persun Pollut jamás había visto. No estaba
allí... Fue al jardín de hierba y empezó a buscarla, yendo por todos los senderos, sintiendo
la caricia de las suaves brisas primaverales: el perfume de la hierba saturaba sus fosas
nasales como si fuera una droga.
—¿Eugenie? —gritó. Correr por los jardines llamándola a gritos por su nombre no le
parecía una conducta demasiado digna, pero no conocía su apellido. Todo el mundo
usaba su nombre de pila—. ¡Eugenie!
Los camiones despegaron de la aldea con un rugir de motores. Persun volvió a la aldea
arrastrando los pies, agotado. El lugar ya casi estaba vacío: sólo quedaban unas cuantas
personas, algunos cerdos y gallinas, y una vaca solitaria que mugía alzando su cabeza
hacia el cielo. El sol se hundía por el oeste, clavando su mirada llameante en los ojos de
Persun.
—Van a volver, ¿no? —preguntó—. Me refiero a los camiones...
—No creerás que pensamos quedarnos aquí cuando todos los demás se han
marchado, ¿verdad? —le dijo secamente una anciana—. ¿Qué ha pasado? Nadie parece
saber nada, excepto que los hippae vendrán para matarnos a todos en nuestras camas.
Persun no respondió. Había echado a correr hacia la gran casa, dispuesto a hacer un
último intento. Recorrió todas las habitaciones una por una. No estaba allí. Volvió a la
casita donde vivía. No estaba allí.
No se le ocurrió ir a la capilla. ¿Por qué debía ocurrírsele? La gente de la Comunidad
no tenía capillas. Algunos de ellos pertenecían a un credo religioso u otro, sí, pero sus
religiones no eran de las que construyen edificios para el culto.
Fue al aerocoche, le ofreció una plaza a la anciana, metió su jaula de gallinas en el
vehículo y volvió a despegar, volando bajo sobre los jardines, buscando a Eugenie.
Cuando llegó a la Comunidad volvió a buscarla, pensando que quizás hubiera estado en
uno de los camiones.
Anochecía.
—Tengo que volver —le gritó a Sebastian, que acababa de llegar de su último viaje—.
Tiene que estar ahí.
—Iré contigo —dijo Sebastian—. Todo el mundo ha sido evacuado. Están instalándose
en las residencias de invierno.
—¿Tienes noticias de Su Excelencia?
Sebastian negó con la cabeza.
—Nadie ha tenido tiempo de preguntar por él. ¿Estaba grave?
—Tenía el brazo pisoteado y recibió un golpe en la cabeza. Respiraba bien, pero no
podía mover las piernas. Creo que quizá sufra de parálisis.
—El hospital está preparado para atender esa clase de heridas.
—Sí, hay heridas que pueden curar... —Volvieron a despegar, y se alejaron de la
Comunidad en dirección a Colina del Ópalo. Llevaban muy poco tiempo volando cuando
vieron el incendio, alas y telones de fuego que corrían velozmente por la hierba,
empequeñeciendo la hacienda con la masa de sus llamas.
—Ah, bueno —murmuró Persun—. Así que, después de todo, no me he portado como
un histérico... Mi padre no estaba seguro. Pensaba que quizá todo fueran imaginaciones
mías.
—¿Y te alegra? —le preguntó Sebastian con curiosidad, mientras hacía que el
aerocoche trazara una curva para contemplar el incendio—. ¿O preferirías que te
hubiesen llamado histérico y que Colina del Ópalo siguiera intacta? Vi los paneles que
tallaste para el estudio de la señora. Hacía tiempo que no veía nada tan hermoso... No, la
verdad es que nunca había visto nada tan hermoso.
—Aún conservo mis manos —dijo Persun, mirándoselas y pensando en lo que podría
haberles ocurrido si no hubiera actuado igual que una vieja asustadiza—. Siempre puedo
tallar otros paneles. —Si volvía a ver a Marjorie, podría hacer más paneles. Siempre que
fuesen para ella...
—Pensaba que los jardines habían sido diseñados para impedir esta clase de
incendios.
—Así es, a menos que alguien los cruce para prenderle fuego a los edificios. Eso es lo
que ha ocurrido aquí, Sebastian... Sí, eso ha sido. —Contempló las ruinas, y tuvo que
contenerse para no lanzar un grito—. Mira, Sebastian. Mira esas huellas...
Alejándose de Colina del Ópalo con rumbo hacia el bosque pantanoso, recto como una
flecha, se veía un rastro de hierba aplastada, como si diez mil hippae hubieran pasado por
allí en filas. Sebastian y Persun se miraron el uno al otro, horrorizados.
—¿Crees que ella está ahí abajo? —murmuró Sebastian.
Persun asintió.
—Sí. Está allí... O estaba. En alguna parte.
—Quizá deberíamos...
—No. Mira, entre las llamas: hippae. Debe de haber centenares. Algunos están
bailando junto al fuego, otros se alejan hacia esas huellas... ¿Cuántos hippae han hecho
falta para dejar semejante rastro? Y también debe de haber sabuesos. Todos los
sabuesos de Hierba deben de estar ahí abajo, yendo hacia la Comunidad. No. No, no
podemos bajar. Volveremos mañana. Echaremos un vistazo en cuanto el fuego se haya
apagado. Quizá lograra refugiarse en los aposentos de invierno. Espero que no haya
muerto entre las llamas.
Eugenie no había muerto entre las llamas. La oleada de sabuesos que cayó sobre la
hacienda antes del incendio se había ocupado de que no fuera así.
La Comunidad andaba muy alterada, llena de rumores y especulaciones. Alojar a poco
más de cien personas no era demasiado complicado. Las residencias invernales eran lo
bastante grandes como para acoger a toda la población de la Comunidad más la de las
aldeas, y sólo los más jóvenes pensaban que aquellas habitaciones y pasillos
subterráneos fueran nuevos o inquietantes. Las cavernas ya estaban allí cuando los
hombres llegaron a Hierba, pero habían sido agrandadas y acondicionadas para servir de
morada a los seres humanos, y todos los que tuvieran más de un año de edad según el
calendario de Hierba las conocían bien. Los animales evacuados fueron a los graneros
invernales. Aunque la recogida de heno de este año aún no había empezado, quedaba
suficiente trigo y heno del año pasado como para alimentarlos. Alimentar a la gente
tampoco sería problema. La Comunidad empezó a usar las cocinas de invierno con la
facilidad que da una larga práctica.
Pese a que todos obraban con la calma que proporciona la familiaridad, también había
inquietud y preocupación, tanto entre los que acababan de llegar como entre los que les
habían dado la bienvenida. Que una hacienda ardiera no era algo demasiado corriente.
Había ocurrido antes, sí, pero de eso hacía ya mucho tiempo, en la época de sus
bisabuelos. No era algo fácil de comprender o aceptar. Cuando Persun Pollut les trajo la
noticia de aquel gran rastro que iba hacia el bosque pantanoso, la preocupación se hizo
aún más honda. Todo el mundo sabía que los hippae tendrían grandes problemas para
atravesar el bosque, pero aun así…, bueno, la gente tenía sus dudas. Estaban nerviosos,
y se preguntaban si aquello no sería el presagio que anunciaba la llegada de un peligro
misterioso e indefinible.
La inquietud llegó incluso a Camino del Puerto, y los que se ganaban la vida sirviendo y
alojando a los forasteros empezaron a ponerse nerviosos. Santa Teresa y Ducky Johns
no eran inmunes al nerviosismo general. Se encontraron al final de la calle del Placer y
fueron por la Avenida del Puerto, Ducky bailoteando y temblando dentro de su gran traje
dorado que parecía una tienda y Santa Teresa caminando junto a ella igual que una
garza, con unas piernas y una nariz tan largas que casi rozaban lo caricaturesco. Llevaba
su atuendo habitual: pantalones púrpura ceñidos en la rodilla pero con todo lo demás muy
holgado y una levita hecha con piel de jermot, una especie de cuero escamoso importado
de algún planeta desértico situado en el centro de la nada y que llegaba a Hierba a través
de Semling. Su calvo cráneo brillaba igual que si fuese de acero bajo las luces azuladas
del puerto, y sus grandes manos se movían mientras hablaba, sin quedarse quietas ni un
segundo.
—Bueno, entonces, ¿qué significa todo esto? —preguntó—. Quemar Colina del Ópalo
de esa forma... Pero si el lugar estaba vacío... —Sus manos se movieron en círculos,
describiendo una búsqueda desde el aire, y cayeron bruscamente hacia sus flancos,
transmitiendo la frustración que sentía.
—No, había una persona —le corrigió Ducky Johns—. La mujer, ese juguete del
embajador... Ha desaparecido.
—Bueno, pues había una persona. Pero los hippae llevaron el fuego a través de los
jardines y lo quemaron todo. Aún sigue ardiendo. —Sus dedos se agitaron igual que
llamas, dibujando la escena en el aire.
Ducky Johns asintió, y el gesto de su cabeza creó una serie de ondulaciones que
viajaron por sus oídos hasta llegar a la carne de abajo, una marea temblorosa que sólo se
detuvo cuando alcanzó sus tobillos, allí donde sus piececitos servían como válvula de
seguridad.
—Por eso quería hablar contigo, Teresa. Está claro que la situación empeora a cada
momento que pasa: todo está fuera de control. Ya sabes que el embajador mató a unos
cuantos hippae, ¿no?
—Sí, eso he oído decir. Y, por lo que me han contado, es la primera vez que pasa.
—Sí, que yo sepa. Darenfeld hirió a uno, hace ya muchos años, antes de que su
hacienda ardiera.
—Creí que fue un incendio de verano. Los rayos...
—Eso dicen los bons, pero nadie más lo cree. Los bons fingieron que fue un incendio
causado por algún rayo y empezaron a construir jardines de hierba alrededor de sus
haciendas, pero Roald Few dice que el Crónica de la Comunidad dejó bien claro lo que
había sido: una venganza de los hippae.
Santa Teresa apretó los labios hasta dejarlos convertidos en una tensa línea, más
nervioso y preocupado de lo que deseaba admitir.
—¡Bueno! Los bons no son asunto nuestro. Mira, Ducky, aunque mañana les asaran a
la parrilla, todas las aduanas seguirían funcionando igual que siempre. Ellos pueden creer
que son la cima de la creación, pero nosotros sabemos que no es así.
—Oh, no se trata sólo de los bons. También está esa plaga. Cada vez oímos hablar
más y más de ella.
—No hemos tenido ningún caso.
—No, desde luego, y es bastante extraño. He oído ciertos comentarios... Asmir Tanlig
ha andado haciendo preguntas por todas partes. Sebastian Mecánico ha estado
husmeando por aquí y por allá. Preguntas: quién ha estado enfermo, quién se ha
muerto... Los dos trabajan para el embajador, y eso quiere decir que el embajador anda
tramando algo. He hablado con Roald y él habló con unos cuantos más, incluyendo gente
de Camino del Puerto que ha tenido contacto con los forasteros. Al parecer, la plaga está
por todas partes salvo aquí. Pero Santidad intenta ocultar su existencia, aunque los
rumores son cada vez más insistentes.
—¿Y qué? ¿Qué intentas decirme, Ducky?
—Te estoy diciendo que, si la gente de los demás planetas se muere, la aduana dejará
de ser negocio, vieja garza. Eso es lo que te estoy diciendo, vieja cigüeña. ¿Y de qué
crees que viviremos tú y yo? Dejando aparte el que, en cuanto toda la humanidad haya
desaparecido, nos sentiremos condenadamente solos, con esos hippae haciendo sus
salvajadas por entre la hierba...
—No pueden atravesar el bosque.
—Eso nos han dicho, eso nos han dicho... Y, aun suponiendo que sea cierto, piensa en
toda la humanidad encerrada en un espacio tan reducido como la Comunidad. Hace que
sienta claustrofobia, Teresa, te lo juro.
Habían llegado al final de la Avenida del Puerto, allí donde se convertía en una serie de
roderas que se alejaban hacia el sur, cruzando los pastizales, y dieron la vuelta como de
mutuo acuerdo para regresar por donde habían venido, aunque ahora más despacio,
pues Ducky rara vez caminaba distancias tan grandes.
Lámparas azules proyectaban hilillos de luminiscencia sobre la superficie cristal ceniza
del puerto. Hoy sólo había dos naves, un esbelto yate medio escondido por la sombra de
un gran almacén y La Lirio Estelar, un rechoncho carguero de Semling agazapado en un
charco de claridad color zafiro, con su bodega de carga abierta de par en par como la
boca de alguien que estuviera roncando. Algo se movió en el charco de luz, y Ducky puso
una mano sobre el brazo de su compañero.
—Ahí —dijo—. Teresa, ¿has visto eso?
Sí, lo había visto.
—A estas horas de la noche no puede haber nadie trabajando.
—Ve a echar un vistazo, Teresa. Anda. Yo no puedo moverme lo bastante deprisa.
No hacía falta que se lo dijera, pues las flacas piernas de garza de Santa Teresa ya
habían empezado a moverse en una veloz serie de zancadas que devoraron la superficie
del puerto: Teresa avanzó hacia aquel fugaz destello de movimiento como si fuese una
desgarbada ave de presa. Ducky intentó seguirle lo más aprisa posible, jadeando
mientras su carne ondulaba y bailoteaba como si mil pequeños circuitos ocultos en su
interior estuvieran heterodinizándose los unos a los otros. Su compañero de paseo ya se
había perdido entre las sombras. No le veía, pero un instante después percibió el gesto de
su cabeza, veloz como un pico muy agudo, y el movimiento de una mano que emergió de
la sombra sujetando algo pálido y escurridizo que no paraba de retorcerse. Teresa se dio
la vuelta y fue hacia ella, sin soltar lo que había encontrado.
Cuando estuvo lo bastante cerca para que pudiese ver de qué se trataba, Ducky dejó
escapar un grito de sorpresa. Ahí estaba, igual que la última vez... Otra chica desnuda de
rostro inexpresivo que se retorcía igual que un pez atravesado por un arpón, sin despegar
los labios.
—Bueno —dijo Teresa—, ¿qué te parece?
—¿Qué lleva en la mano? —preguntó Ducky—. ¿Qué lleva ahí, y que está haciendo en
este sitio?
—Intentaba subir a bordo —dijo Santa Teresa, sujetando a la chica con un brazo y
quitándole el objeto que sostenía entre sus tensos dedos. Consiguió apoderarse de él, y
Ducky se inclinó hacia delante para echarle un vistazo.
—Un murciélago muerto —dijo—. Seco y acartonado... ¿Para qué llevaría eso
consigo?
Contemplaron a la chica y se miraron el uno a la otra, llenos de preguntas y conjeturas.
—Sabes quién es, ¿no? —dijo Ducky—. Es Diamante bon Damfels, la que llamaban
Dimity. La que desapareció nada más empezar la primavera. Tiene que ser ella.
Santa Teresa no parecía tener ganas de discutir tal afirmación.
—¿Y ahora qué? —preguntó por fin.
—Ahora la llevaremos a casa de Roald Few —dijo Ducky—, igual que debí hacer con la
otra chica. La llevaremos allí, y hablaré con Gelatina y con Jandra y con cualquiera que
tenga algo de sentido común dentro de la cabeza. No sé qué está pasando aquí, vieja
cigüeña, pero, sea lo que sea, no me gusta.
La noche había llegado a la Ciudad Arbórea de los arbai como si fuera un visitante muy
cortés, anunciándose con suave delicadeza y moviéndose lentamente por entre los
puentes y enrejados de hierba, deslizándose a través de los espectros que moraban en
las casas y entrando silenciosamente en cada habitación para cubrir el suelo con una
alfombra de sombras. La noche había llegado con delicadeza, pero la oscuridad no había
hecho acto de presencia. Esferas luminosas colgaban de cada techo y flanqueaban cada
pasarela. Arrojaban una claridad opalescente que no habría bastado para trabajar, pero
que sí bastaba para ver los suelos, las paredes y las rampas, para saber adonde ibas, ver
los rostros de tus amigos y los fantasmas que deambulaban de un lado para otro.
Entre las casas situadas delante de la gran plataforma había algunas menos
frecuentadas por los fantasmas. Tony y Marjorie se habían hecho la cama en una de esas
casas, mientras que los dos hermanos, el sacerdote y Sylvan habían escogido otra. En
cuanto terminaron de preparar su alojamiento volvieron a la plataforma para cenar juntos,
compartiendo sus raciones y los extraños frutos que Rillibee había cogido de los árboles
cercanos. Unos cuantos zorren se acercaron a ellos durante unos minutos. Los humanos
captaron su presencia, oyeron voces que les recordaron el gran alarido y sintieron
preguntas susurradas en lo más recóndito de su mente, preguntas a las que intentaron
responder. Las presencias acabaron desapareciendo. Ahora estaban solos, y lo sabían.
—Hay muchas cosas que no entiendo —dijo Tony, expresando lo mismo que sentían
todos. Habían hablado con los zorren, sí, pero el intercambio había resultado mucho más
enigmático y sorprendente que informativo.
—Hay muchas cosas que nunca he entendido —dijo el hermano Mainoa. Esta noche
parecía muy cansado y muy viejo.
—¿Los zorren son hijos de los hippae? —preguntó el padre James—. Lo dijeron en
más de una ocasión.
—No son sus hijos —dijo el hermano Mainoa—. No, no lo son, igual que la mariposa no
es hija de la oruga.
—Otra metamorfosis —dijo Marjorie—. Los hippae se convierten en zorren.
—Algunos, no todos —dijo el hermano Mainoa.
—Pero hubo un tiempo en que todos se convertían en zorren —insistió ella, muy
segura de lo que decía. Estaba muy claro, aunque le habría resultado bastante difícil decir
cómo había llegado a entrar en posesión de tales conocimientos. Lo sabía, y eso era todo
—. Hubo un tiempo muy lejano en el que todos los hippae acababan convirtiéndose en
zorren.
—Sí —dijo el hermano Mainoa—. Y en aquella época eran los zorren quienes ponían
los huevos.
Marjorie se frotó la cabeza, intentando recordar cosas que había aprendido hacía
mucho tiempo en la escuela.
—Debió de ser una mutación —dijo—. Algunos hippae debieron de sufrir una mutación,
y empezaron a reproducirse cuando aún se hallaban en la etapa de hippae. Hay animales
capaces de hacerlo, incluso en la Tierra... Quiero decir que pueden reproducirse estando
en su etapa de larvas. Pero que esa mutación sobreviviese significa que permitía una
reproducción más eficiente.
—Usan las cavernas durante su etapa de hippae. Quizá los hippae sabían vigilar mejor
sus huevos —dijo el padre James—. Quizá los huevos puestos por los hippae
presentaban un índice de supervivencia mayor que el de los zorren.
—Y, con el tiempo, los hippae acabaron encargándose de casi todas las tareas
reproductivas, y no todos ellos se metamorfosearon en estas criaturas que llamamos
zorren. ¿Cuántos zorren hay en el planeta?
—¿En todo el planeta? —El hermano Mainoa agitó la cabeza—. ¿Quién sabe? Cada
vez que se oye el gran grito los zorren saben que se ha producido un nuevo cambio y que
su número ha aumentado en otro individuo. Se reúnen por docenas e intentan
encontrarle. Quieren darle la bienvenida y llevarle al bosque, donde estará a salvo. Pero,
si los hippae lo encuentran antes que ellos, lo matan aprovechando que aún es débil y no
sabe defenderse, y si encuentra refugio en un bosquecillo hacen que los hombres se
suban a su grupa y le obligan a bajar del árbol.
—Pero, ¿los hippae no saben que ellos mismos…? —El padre James agitó la cabeza.
El hermano Mainoa se rió con amargura.
—No lo creen. No creen que se conviertan en zorren. Se niegan a creerlo. Creen que
seguirán siendo como son hasta que se mueran. Y muchos de ellos mueren. ¿Recuerda
lo que pensaba de pequeño, padre? ¿Pensó alguna vez que llegaría a envejecer?
Sylvan iba y venía por la barandilla, con los ojos clavados en la noche del bosque.
—Deben odiamos —dijo—. Mientras hablaban con ustedes no paraba de pensar en
cómo deben odiar a los bons...
—¿Porque los cazáis? —le preguntó Tony.
—Sí. Porque los bons los perseguimos y los cazamos. Porque ayudamos a los hippae.
—No creo que les culpen por ello —dijo el hermano Mainoa—. No, se culpan a sí
mismos. —Pensó en lo que acababa de decir y se corrigió—. Al menos, eso es lo que
piensa el zorren con el que he estado hablando. Puede que los demás no piensen lo
mismo.
—¿Qué nombre le da? —preguntó Marjorie—. No consigo imaginar ningún nombre que
pueda resultarle adecuado.
—Primero —replicó el hermano Mainoa—. Le llamo Primero. O Él, con mayúscula,
como si fuera Dios. —Dejó escapar una risita ahogada.
—Cuando almorzamos juntos en Colina del Ópalo nos habló de ellos —dijo el padre
James—. ¡Los zorren! Ellos eran los que estaban tan preocupados por el pecado original.
El hermano Mainoa suspiró.
—Sí. Aunque la razón que les di para justificar su preocupación no era auténtica.
Comer a los mirones no les crea ningún problema de conciencia. Siempre lo han hecho.
Hay muchos más mirones de los que el planeta podría alimentar si todos llegaran a la
madurez, y los zorren lo saben. Se los comen igual que el pez grande se come al chico,
sin preocuparse del posible parentesco que comparten. No, lo que les torturaba era el
genocidio de los arbai. Algunos zorren han adquirido las ideas del pecado y la culpa
gracias al contacto con nuestras mentes, y no saben qué hacer con esos conceptos. Les
preocupan... Al menos, preocupan a los que piensan en ellos. No todos lo hacen. Son
muy distintos los unos de los otros, igual que ocurre con los humanos. Y, como nosotros,
algunas veces discuten violentamente entre ellos.
El padre James se volvió hacia él con cierta curiosidad.
—¿Se sienten culpables por la matanza que tuvo lugar en la ciudad de los arbai?
—No. No es sólo esa matanza. Hablo de un auténtico genocidio —repitió Mainoa—.
Todos los arbai, estuvieran donde estuviesen... No sé cómo lo consiguieron, pero los
hippae les mataron a todos.
—¿Estuvieran donde estuviesen? —Marjorie no podía creerlo—. ¿En otros planetas?
¿Por todas partes?
—Igual que hace ahora la plaga con nosotros —dijo el padre James, comprendiéndolo
todo de pronto—. Creo que por eso nos ha traído aquí, ¿verdad, hermano Mainoa?
—Sí. —El hermano Mainoa volvió a suspirar—. Les he traído aquí porque los zorren, o
al menos algunos de ellos, no quieren que vuelva a suceder. Creían haber tomado
precauciones para impedir que volviera a ocurrir. No me pregunten en qué consistían,
porque no lo sé. Pero, al parecer, esas precauciones no han sido suficientes, y aunque
hay cosas que aún no me han explicado o que no quieren explicarme, me han dicho que
quizá ya sea demasiado tarde.
—No —dijo Marjorie—. No. No puede ser demasiado tarde. No pienso aceptar eso.
El hermano Mainoa se encogió de hombros, y su cansado rostro pareció estar más
lleno de arrugas que nunca. El padre James alargó la mano hacia él.
—No —repitió Marjorie, totalmente segura de lo que decía. Pensó en Stella, estuviera
donde estuviese, y en Tony, y en todos aquellos a los que había conocido a lo largo de su
vida, toda la gente que le había importado. Pequeños o grandes, con nombres o sin
ellos…, no pensaba consentirlo—. Creamos lo que creamos, no podemos aceptar que es
demasiado tarde.
15
Cuando volvió yacía sobre la hierba, pegada a su pecho, acostada entre sus patas
delanteras, protegida por la suavidad del vello que cubría su vientre. Su aliento le
acariciaba la oreja, creando el sonido del viento. Tenía el rostro mojado pero no lograba
recordar haber llorado, y su cabellera estaba suelta, desparramándose sobre su cuerpo
como un torrente de seda.
Él se levantó y la dejó allí. Marjorie se incorporó, alegrándose de que todo estuviera
oscuro para que Él no pudiera verle la cara, y un instante después sintió el fuego de su
rubor al comprender que Él no necesitaba verle la cara. Luchó con su ropa, pensando que
necesitaba vestirse, y sólo entonces se dio cuenta de que ya estaba vestida, que la
desnudez se hallaba en su interior. Su mente... Alterada. La capa que la cubría había sido
arrancada...
Él volvió unos instantes después y le ofreció nuevamente Sus hombros. Marjorie montó
y Él la llevó con delicadeza, con mucho cuidado, igual que un huevo en una cesta,
mientras el recuerdo de la danza se iba borrando de su mente. Algo maravilloso y horrible,
algo que no había llegado a completarse del todo.
Ménades, pensó. Bailando con el dios...
Él estaba habiéndole, dándole explicaciones. Dijo nombres, pero ella sólo vio unas
cuantas hembras, y estaba claro que había muchos más machos que hembras. Y sólo
unas pocas eran capaces de reproducirse. Muchas habían decidido que no valía la pena
perder el tiempo en eso. El dolor causado por esa decisión, el dolor que ahora ya sólo era
melancolía... Un abatimiento marrón grisáceo. La falta de esperanzas. El futuro
abriéndose como una flor estéril, con su centro vacío, carente de semillas.
¿Cómo era posible que los zorren supiesen lo que era una flor? En Hierba no había
flores.
Tú, dijo Él. Tu mente. Todo allí. Yo lo tomo todo…
Un instante de asombro. Entonces, sabía cómo era. Sí, lo sabía.
Somos culpables, dijo Él. Quizá sería mejor que muriésemos. Se lo sugirió. Expiación.
Pecado. Quizá no fuese el pecado original pero, aun así, era un pecado. El sonido de la
palabra en sus oídos. El sonido de la palabra maldad. Culpa colectiva. (Su mente percibió
la imagen del padre Sandoval hablando. Estaba claro que el padre Sandoval había
pensado en ese diagnóstico) Los zorren habían permitido que ocurriera. No ellos, sino
otros como ellos, hacía mucho tiempo. Vio las imágenes, los zorren presentes mientras
los hippae mataban a los arbai. Gritos, sangre, y luego, por todas partes, la incredulidad.
Muy clara. Como si hubiese sido ayer. Todos los zorren eran culpables.
¿Depresión postcoital? Una parte de su mente se echó a reír histéricamente y fue
severamente reñida por la otra parte. No. Una auténtica tristeza.
No fue culpa vuestra, dijo ella. No fue culpa vuestra. Aquellas imágenes le habían
hecho sentir escalofríos. Tanta muerte, tanto dolor...
¿Por qué había dicho eso?
Porque es cierto, pensó. Maldita sea, es cierto. No fue culpa vuestra.
Más imágenes. El pasado. Entonces los hippae eran mucho más educados y corteses.
Recuerdos del pasado. Antes de la mutación. Entonces no mataban. No cuando los
zorren ponían los huevos. La imagen de un zorren abrumado por la pena, con la cabeza
apoyada en las patas delanteras, la espalda arqueada por el dolor. Penitencia.
Los dedos de Marjorie iban y venían por entre su cabellera, intentando hacerse una
trenza.
Entonces debéis volver al pasado, pensó. Debéis conseguir que todo vuelva a ser igual
que antes. Algunos aún podéis reproduciros.
Tan pocos. Tan, tan pocos.
Eso no importa. No malgastéis el tiempo con penitencias o sintiéndoos culpables.
¡Haríais mucho mejor intentando resolver el problema! Era cierto. Lo sabía. Tendría que
haber sabido que era cierto muchos años atrás, en Ciudad Criadero.
Su ardor militante pareció caer por un pozo insondable, un espacio vacío. Ya era
demasiado tarde. Habían tomado la decisión de no preocuparse más por las cosas del
mundo. Se sentían responsables, sí, pero no querían actuar.
Marjorie gritó, sin saber si Él no la había oído o si se había limitado a ignorarla, como si
sus opiniones careciesen de toda importancia. Había cambiado y sabía que debería hacer
que Él le prestase atención, pero había otros alrededor, y Sus pensamientos le llegaban
de una forma confusa y desordenada.
La noche había pasado sin que se dieran cuenta. Ante ellos flotaban los relucientes
globos luminosos arbai hacia los que iban subiendo. Marjorie oyó el tranquilo piafar de los
caballos que pastaban en su isla. Estaba muy cansada, tan cansada que apenas si podía
mantenerse sobre su lomo. Él se arrodilló, la hizo bajar y se marchó.
—¿Marjorie? —El rostro del padre James, lleno de preocupación—. ¿Y Stella…?
—Está viva —dijo ella, humedeciéndose los labios. Hablar le resultaba extraño, como si
estuviera usando ciertos órganos para unas funciones que no les correspondían—.
Recuerda su nombre. Creo que nos reconoció. Hice que la llevaran a la Comunidad.
—¿Los zorren les llevaron?
Marjorie asintió.
—Algunos de ellos. Después, los demás se marcharon. Se fueron todos menos…,
menos Él.
—¿«Primero»?
No podía llamarle así. Bendígame, padre, porque he pecado. He cometido adulterio.
¿Bestialidad? No. No era un hombre y no era una bestia. ¿Qué era? Estoy enamorada
de… ¿Estoy enamorada de…?
—Has estado fuera mucho tiempo —dijo el padre James—. Ya falta poco para que
amanezca.
—Creía que todo eso del pecado era una invención del hermano Mainoa —dijo ella,
intentando no hablar de aquello que más la preocupaba—. No lo es. Los zorren están
obsesionados por el pecado. Han estado pensando en cometer un suicidio racial como
acto de penitencia, quizá ya lo hayan decidido… —Aunque el quedarse quietos sin hacer
nada no era un suicidio, ¿verdad? ¿O sí lo era?
El padre James asintió, ayudándola a levantarse y guiándola hacia la casa que Marjorie
había escogido. Cuando llegaron, Marjorie se medio sentó, medio cayó sobre su cama.
—Lo has captado, ¿verdad? Mainoa dice lo mismo que tú. No cabe duda de que los
hippae mataron a los arbai, y podemos estar casi seguros de que los hippae están
intentando acabar con la humanidad. No sé cómo, y los zorren no quieren decírnoslo. Es
algo que se guardan para ellos, como si no estuvieran seguros de si somos dignos de…
»Es como jugar a las charadas. O descifrar un jeroglífico. Nos muestran imágenes.
Sienten emociones. De vez en cuando llegan a enseñarnos una palabra, y aunque les
resulta difícil parece que pueden comunicarse mejor con nosotros que con los hippae.
Ellos y los hippae transmiten o reciben en diferentes longitudes de onda o algo por el
estilo.
Para Marjorie ya no se trataba de charadas o jeroglíficos. Casi era un lenguaje. Podría
haber sido un lenguaje, habría bastado con seguir adelante, con entrar, con no echarse
atrás en el último instante… ¿Cómo podía decirle eso al padre James? Quizá pudiera
contárselo a Mainoa. No había nadie más a quien pudiera explicárselo. Mañana, quizá.
—Creo que tiene razón, padre. Después de la mutación no han podido comunicarse
con los hippae, aunque tengo la sensación de que antes, cuando los zorren ponían los
huevos, ejercían un gran influjo sobre sus crías.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó él.
—Mucho tiempo. Antes de que los arbai… ¿Cuánto hace de eso? Siglos. Milenios.
—Demasiado para que aún puedan recordarlo, y sin embargo lo recuerdan.
—¿Cómo lo llamaría usted, padre? ¿Memoria empática? ¿Memoria racial? ¿Memoria
telepática? —Se pasó los dedos por la cabellera, deshaciéndose la trenza—. Dios, qué
cansada estoy.
—Duerme. Y los otros, ¿volverán?
—Sí, volverán en cuanto puedan. Mañana, quizá. Las respuestas están aquí. Si
pudiéramos encontrarlas… Mañana…, mañana tendremos que encontrarle un sentido a
todo esto.
El padre James asintió, tan cansado como ella.
—Sí, Marjorie, eso haremos. Mañana.
El padre James no tenía ni idea de qué podía ser aquello a lo que Marjorie necesitaba
encontrarle sentido. No sabía qué había estado a punto de hacer, o lo que había hecho.
Y, en realidad, ¿qué había hecho? ¿Seguía siendo casta? ¿O se había convertido en otra
cosa, algo para lo cual no tenía nombre?
Tony y sus compañeros de viaje fueron depositados ante el puerto a primera hora de la
mañana, cuando el sol apenas acababa de asomar por el horizonte. Los zorren se
desvanecieron entre los árboles, dejando que sus jinetes intentaran recordar cuál había
sido su aspecto.
—¿Nos esperaréis? —les gritó Tony, intentando crear una imagen de los zorren
esperando, dormitando subidos a la copa de un árbol.
Se dobló sobre sí mismo, con una repentina punzada de dolor. Acababa de recibir una
imagen: los zorren esperándoles donde estaban ahora, mientras el sol pasaba lentamente
sobre sus cabezas. Rillibee se agarraba la cabeza con una mano, con los ojos cerrados, y
sostenía a Stella con la otra.
—Nos esperaréis aquí —jadeó Tony, volviéndose hacia el bosque, y recibió una seña
mental de conformidad.
—Tony, ¿qué pasa? —preguntó Sylvan.
—Si pudieras oírles no lo preguntarías —dijo Rillibee—. Creen que somos sordos.
Gritan.
—Ojalá pudieran gritar lo bastante fuerte para que yo les oyera —dijo Sylvan.
—Entonces los demás acabaríamos con el cerebro asado —murmuró Tony, irritado.
Rillibee le había caído bien en seguida, pero no estaba nada seguro de que Sylvan
pudiera gustarle, pues tenía la costumbre de pasarse la vida dando órdenes e
indicaciones. «Iremos por allí» «Vamos a parar un rato»
—Alguien del puerto nos llevará al Camino de la Montaña de Hierba —dijo Sylvan—.
Hablaremos con el agente de allí. —Empezó a caminar hacia el puerto.
Tony sintió deseos de llevarle la contraria, pero no valía la pena: quería que Stella
fuese atendida por un médico lo más pronto posible.
—¿Dónde están los médicos? ¿Al otro extremo de la ciudad? —preguntó.
Sylvan se detuvo y se ruborizó.
—No. No, de hecho, el hospital se encuentra justo detrás de esta pendiente, junto al
Hotel del Puerto.
—Entonces iremos allí —dijo Rillibee, en un tono que no admitía réplica. Cogió a Stella
en brazos y empezó a subir por la pendiente que llevaba al hospital.
—¿Puedo ayudarte a llevarla? —le preguntó Tony.
Stella estaba sumida en un profundo sueño, y Rillibee pensó que quizá no llegara a
enterarse de quién la transportaba, pero acabó negando con la cabeza. No quería que
nadie más la llevara, aunque su peso había acabado agotándole. Stella le parecía una
niña, sí, pero no lo era. Se había pasado horas sosteniéndola sobre el lomo del zorren.
Rillibee estaba convencido de que la amaba, y no intentaba comprender por qué.
—Ya me las arreglaré —dijo—. No falta mucho.
La pendiente era bastante larga y la escalada resultaba considerable para un hombre
que ya estaba cansado. Acabaron llegando a la parte trasera del hospital y vieron una
gran pared lisa en cuyo centro había una puerta. Un hombre vestido de blanco asomó la
cabeza por el umbral, les vio y desapareció. Un instante después aparecieron otros
hombres con una camilla motorizada. Rillibee les entregó su carga, agotando sus últimas
reservas de energía, y se apoyó en uno de los camilleros para entrar en el hospital.
—¿Quién es? —preguntó alguien.
—Stella Yrarier —dijo Tony—. Mi hermana.
—¡Ah! —En un tono de voz sorprendido—. Su padre también está aquí.
—¡Mi padre! ¿Qué le ha ocurrido?
—Hable con la doctora Bergrem. Ahora está en ese despacho de allí.
Unos minutos después, Tony contemplaba el rostro dormido de su padre.
—¿Qué tiene? —le preguntó a la doctora.
—Por suerte, nada demasiado serio. Aquí no podemos clonar órganos y sustituirlos
como hacen en otros planetas. No tenemos el equipo adecuado.
¡Clonación de órganos! ¡Trasplantes! El índice de mortalidad en ese tipo de
tratamientos era bastante alto. Además, los Viejos Católicos tenían prohibido utilizar la
clonación de órganos, aunque siempre había quienes se hacían clonar un órgano y
confesaban su pecado después.
La doctora le miró con el ceño fruncido.
—No te lo tomes así, muchacho. He dicho que no era nada demasiado serio. Unas
cuantas heridas y algún hematoma cerebral, pero ya nos hemos ocupado de todo eso, y
algunos daños en los nervios de sus piernas, que ya se están curando. Ahora lo único que
debe hacer es quedarse uno o dos días más aquí sin moverse. —La doctora, delgada y
de nariz más bien chata, fue hacia los controles para hacer algunos ajustes. Su
abundante cabellera oscura estaba recogida en un apretado moño, y la holgada bata
blanca hacía que su cuerpo pareciera casi asexuado.
—Le mantienen bajo sedación —observó Tony.
—Una máquina de sueño. Es un tipo demasiado nervioso y no podemos dejarle
consciente durante mucho rato. Se agita.
Sí, era una buena forma de expresarlo, pensó Tony, frunciendo los labios en una
mueca irónica. Roderigo Yrarier se agita. O echa humo. O ruge.
—Tu hermana, en cambio…, bueno, eso es distinto —siguió diciendo la doctora—. Un
caso de reconstrucción mental, estoy segura. Los hippae han estado trabajándola.
—¿Cómo lo sabe?
—He visto reacciones parecidas, aunque no tan intensas, en los bons que llegan con
huesos rotos o miembros arrancados a mordiscos. No reaccionan de una forma normal,
por lo que les digo que estoy comprobando sus reflejos cuando lo que hago es echar una
mirada a lo que pasa dentro de sus cabezas. Y normalmente encuentro cosas bastante
extrañas, aunque no puedo hacer nada al respecto: no me dejan. No, los bons siempre
prefieren conservar sus pequeñas rarezas, por mucho que les afecten.
—¡No queremos que Stella se quede así!
—Ya me lo imaginaba, aunque quizá no pueda conseguir que vuelva a ser totalmente
normal. Hay límites a lo que podemos hacer.
—¿Cree que deberíamos mandarla a otro planeta?
—Bueno, jovencito, yo diría que por ahora estará más segura aquí de lo que podría
estar en otro sitio, con la mente alterada o no… Ya sabes a qué me refiero, ¿no?
—¿Qué quiere decir? —La miró fijamente. Su mente se negaba a comprender el
significado de sus palabras.
—La plaga —dijo ella—. Estamos bastante enterados de lo que ocurre por ahí fuera.
—¿Saben algo sobre ella? ¿Cuál es su causa? ¿Saben si hay algún caso en Hierba?
—Ninguno. De eso puedo estar casi segura. ¿Por qué no hablasteis con nosotros, los
médicos? ¿Pensabais que no seríamos capaces de hacer nada al respecto? Yo, por
ejemplo… Estoy graduada en biología molecular y virología por la Universidad de Semling
Uno. He estudiado inmunología en Arrepentimiento. Podría haber estado trabajando en
esto. —Le lanzó una mirada llena de franca curiosidad—. Según dicen, habéis estado
haciendo averiguaciones en secreto, ¿no?
—Había que hacerlo —murmuró Tony—. Para impedir que los Mohosos se enteraran.
Si lo supiesen…
La doctora pensó en ello y fue palideciendo a medida que comprendía lo que Tony
intentaba decirle.
—¿Crees que traerían la plaga aquí? ¿A propósito?
—Si se enteraran…, sí. Si llegaran a saberlo.
—Dios mío, muchacho. —Dejó escapar una carcajada llena de amargura—. Pero si
todo el mundo lo sabe.
16
La doctora le dijo que todo el mundo lo sabía, y daba la impresión de estar diciendo la
verdad. Todo el mundo conocía la existencia de la plaga. Todo el mundo sabía que quizá
ya hubiese Mohosos en Hierba. Todo el mundo sabía que un rastro de casi un kilómetro
de anchura atravesaba la hierba y terminaba junto al bosque pantanoso, que de repente
había empezado a parecer una cortina frágil y muy penetrable en vez de la barrera
inexpugnable en la que siempre habían confiado. La histeria iba extendiéndose a medida
que los comentarios y rumores de toda clase se esparcían por la ciudad.
Entre otros temas, se discutía si la aparente inmunidad de Hierba a la plaga era real. La
doctora Bergrem era una de las más firmes partidarias de que la inmunidad existía. Había
visto cómo dos o tres personas bajaban de su nave con unas feas llagas grisáceas en la
piel. Después de haber pasado un par de semanas en Hierba, esas mismas personas se
habían marchado, curadas. Incluso hubo un hombre en un módulo de cuarentena que...
Roald Few le pidió que se explicara con más claridad.
—Doctora, usted quiere decirnos algo. No es sólo que aquí no haya casos de
enfermedad, ¿eh? Lo que quiere decir es que en Hierba no puede haber casos de plaga.
Existe algo que lo impide, ¿no?
La doctora asintió y dijo que eso era lo que pensaba, basándose en su experiencia y en
lo que había visto. Se volvió hacia Tony y Rillibee para pedirles su opinión.
—No, no se trata de eso —dijo Tony con voz cansada—. No es que la plaga no pueda
llegar aquí: lo que ocurre es que ningún habitante de Hierba puede contraerla. La
enfermedad se originó aquí, aunque no sepamos cómo. Eso piensan los zorren.
Sus palabras necesitaron una considerable cantidad de explicaciones posteriores.
¿Desde cuándo hablaban los zorren con la gente? ¿Y dónde estaban? Tony y Rillibee le
contaron cuanto sabían a Roald y al alcalde Alverd Bee, mientras docenas de personas
entraban y salían del despacho. Intentaron describirles a los zorren, no lo consiguieron, y
sus explicaciones fueron acogidas con un cierto escepticismo, cuando no con una franca
incredulidad.
Ducky Johns y Santa Teresa también estaban allí y habían traído consigo su propio
enigma: habían encontrado a Diamante bon Damfels vagando desnuda por el puerto.
Diamante bon Damfels ocupaba una habitación junto a las ya ocupadas por su hermana
Emeraude, que había recibido una paliza, y Amy y Rowena, que se negaban a volver a
Klive.
En cuanto lo supo, Sylvan fue a ver a su madre y sus hermanas. Los habitantes de la
Comunidad le vieron partir y se compadecieron de él. Un bon aquí, en la Comunidad…, su
presencia resultaba tan inútil como una tercera pata en un ganso.
—¿Cómo llegó aquí? —le preguntó Tony al grupo que le escuchaba—. Nosotros
cruzamos el bosque pantanoso y, si todo es igual a las partes que vimos, la verdad es
que, literalmente, no hay forma de atravesarlo. Hay algunas islas en el otro extremo y
unas cuantas en éste, pero toda la parte central está llena de agua y, mires por donde
mires, verás ramas y enredaderas que han crecido hasta formar un auténtico laberinto. Si
no sabía trepar, como Rillibee, o si no fue traída por los zorren, ¿cómo ha llegado hasta
aquí?
—Eso mismo hemos estado preguntándonos todos, querido muchacho —dijo Ducky
Johns—. Sí, no hemos parado de hacernos esa pregunta, ¿verdad, Teresa? Y la única
respuesta es que debe de haber otro camino, un camino de cuya existencia no sabíamos
nada hasta ahora. —El flirteo juvenil que empleaba habitualmente había desaparecido,
pues se encontraba terriblemente preocupada.
—Un camino del que seguimos sin saber nada —corrigió Teresa.
—Oh, sí que sabemos algo, querido —replicó Ducky—. Sabemos que está ahí, aunque
no sepamos exactamente dónde. A menos que esas extrañas criaturas llamadas zorren
se encargaran de traerla, ¡cosa que, por lo que sabemos, bien pueden haber hecho!
Rillibee oía toda aquella discusión a través de una neblina de agotamiento.
—No creo que la trajeran los zorren —dijo—. El hermano Mainoa lo habría sabido.
—¿Conozco a ese hermano Mainoa del que hablas? —le preguntó Alverd Bee.
Rillibee le recordó quién era el hermano Mainoa.
Sylvan entró en el despacho, pálido y con cara de preocupación. Dimity estaba
despierta, pero no le había reconocido. Emmy estaba inconsciente, aunque iba
mejorando. Rowena dormía. Amy había hablado con él. Le dijo que su padre había
muerto, y Sylvan se preguntaba por qué no sentía nada al respecto.
Rillibee estaba hablando con el alcalde, explicándole que Mainoa había intentado
traducir los documentos arbai.
—¿Y dices que ya han logrado traducir algunos? —exclamó Roald. No parecía
asombrado, sino dominado por una especie de temblorosa excitación. Su cabello gris le
envolvía las orejas igual que una aureola puntiaguda; se volvió hacia el dígame y empezó
a teclear ferozmente en él, cliqueti-clac, deteniéndose de vez en cuando para hacer crujir
sus nudillos. El ruido que producía recordaba el de alguien caminando sobre cáscaras de
nuez—. Quiero ver esas traducciones lo más pronto posible. Esperad un momento, voy a
hablar con Semling.
—¿Es usted lingüista? —le preguntó Sylvan con curiosidad, preguntándose qué podía
hacer un lingüista en Hierba.
—Oh, no, muchacho —dijo Roald—. Me gano la vida con el negocio familiar. En cuanto
a los idiomas, no soy más que un aficionado. —Dijo todo eso sin tan siquiera mirar a
Sylvan, y luego se volvió hacia Rillibee—. ¿Quién era el contacto de Mainoa en Semling?
Viendo que no pensaba prestarle más atención, Sylvan fue hacia una mesa cercana,
apoyó la cabeza en los brazos y se dedicó a observar la febril actividad que se
desarrollaba a su alrededor. La Comunidad parecía mucho más animada de lo que
esperaba. La gente era más lista y vivía de una forma mucho más opulenta de lo que
creía. Tenían cosas que ni tan siquiera las haciendas poseían: comida, máquinas, casas
más cómodas… Todo aquello le hacía sentirse inseguro y algo tonto. Pese a toda su furia
contra Stavenger y los demás miembros de la clase de los Obermun, Sylvan estaba
convencido de que los bons eran superiores al resto de la gente. Ahora estaba
empezando a preguntarse si eso era cierto…, o, incluso, si no serían inferiores. ¿Por qué
había pensado que Marjorie le acogería con los brazos abiertos? ¿Qué podía ofrecerle?
Pensar en aquello hizo que se fuera sintiendo cada vez más incómodo y preocupado.
Buscó en su mente palabras que había leído pero que rara vez había utilizado, si es que
había llegado a hacerlo. «Provinciano» «Patán» «Estrecho de miras» Muy cierto, sí. ¿Qué
era un bon, comparado con toda la gente que le rodeaba? Nadie le hacía caso, nadie le
preguntaba cuál era su opinión. En cuanto Rillibee y Tony les explicaron que Sylvan no
podía oír a los zorren, la Comunidad pareció decidir que, en lo que a ellos respectaba,
también era sordo… y mudo. Su desdén habría sido más fácil de aceptar si fueran
profesionales, como la doctora, pero no eran más que aficionados, como este viejo que
hablaba de las traducciones con Rillibee. Para ellos todo eso eran aficiones, cosas que no
guardaban ni la más mínima relación con sus vidas cotidianas… ¡Y todos sabían mucho
más que él! Anhelaba desesperadamente formar parte de esa sociedad, formar parte de
algo…
Se puso en pie y fue en busca de algo de beber.
Rillibee también se levantó.
—Ya le he contado todo lo que sé, anciano Few. Tengo que volver con los demás. No
puedo quedarme aquí. —Ahogó un bostezo y, por un instante, pensó en hablar con Tony
y pedirle que le acompañara. No. Tony querría quedarse hasta que supieran algo más
sobre Stella. En cuanto a Sylvan…, sería mejor que se quedara aquí. Marjorie no querría
verle volver.
Salió del edificio, sin parar de bostezar, y empezó a moverse en una especie de trote
tambaleante que le llevó por la pendiente hasta el sitio donde esperaban los zorren. Algo
tiraba de él, apremiándole a volver. Quizá fueran los árboles. Quizá fuera otra cosa:
alguna necesidad o un propósito estaban esperándole allí, entre los árboles. Al menos
podía darles la noticia de que Rigo estaba herido y de que la joven bon Damfels había
aparecido, así como todo lo que eso implicaba.
En la habitación de la que acababa de salir, la doctora y dos encargados de casas de
placer intentaban comprender qué había impulsado a una joven desnuda y con el cerebro
prácticamente vacío a querer meterse en un carguero.
—¿Y por qué llevaba consigo el cadáver de un murciélago? ¿Qué significa eso? —
preguntó la doctora Bergrem, dirigiéndose a todos los presentes.
—Debe de ser cosa de los hippae —dijo Sylvan, que acababa de volver a la habitación
—. Los hippae usan las patas para arrojarse murciélagos muertos los unos a los otros.
Las cavernas de los hippae siempre están llenas de murciélagos.
Se dio cuenta de que todos estaban mirándole. Ya no era un mudo al que nadie hacía
caso.
—Es un gesto de desprecio. Es su forma de expresar el desprecio que sienten hacia su
adversario, una parte del desafío. A veces, cuando el combate ha terminado, le arrojan
murciélagos muertos al vencido para dejarle aún más humillado. Es una forma de decirle:
«Eres una carroña».
Lees Bergrem asintió.
—Sí, ya lo había oído comentar. Parece que los hippae tienen muchos
comportamientos simbólicos…
Sylvan les contó lo poco que había descubierto sobre los hippae cuando era niño,
deseoso de que el hermano Mainoa estuviera allí para ampliar sus explicaciones y
sintiéndose ridículamente agradecido ante la atención que le prestaban.
—Un ser minúsculo quiere verte, oh Dios —anunció el ángel que hacía de sirviente. El
sirviente se parecía mucho al padre Sandoval, dejando aparte el que tenía alas. Marjorie
se detuvo unos instantes ante la bóveda de aquel umbral nebuloso para inspeccionarlas.
No eran alas de cisne, como había esperado, sino alas de insecto, traslúcidas, y
recordaban a las que podría tener una libélula gigante. Anatómicamente hablando,
resultaban más lógicas que unas alas de pájaro, dado que eran más bien una adición y no
una sustitución de los apéndices superiores. El ángel le lanzó una mirada de irritación.
—Sí, sí —dijo la voz de Dios, infinitamente paciente—. Que entre.
Dios estaba ante un ventanal envuelto en nubes. Fuera se veían los jardines de Colina
del Ópalo, extendiéndose en una inacabable sucesión de panoramas. Unos segundos
después, Marjorie se dio cuenta de que el jardín estaba hecho de estrellas.
—Mucho gusto —le oyó decir a su voz. Dios se parecía a alguien conocido. No era tan
alto como Le había imaginado. Un rostro muy huesudo con unos ojos inmensos, aunque
la persona que se Le parecía, fuera quien fuese, nunca había llevado el cabello tan largo
como Dios, una masa de rizos oscuros en los hombros y una melena blanca en las
sienes.
—Bienvenida, ser minúsculo —dijo Dios, sonriendo. El universo se llenó de luz—. ¿Qué
te ocurre? ¿Tienes algún problema?
—Puedo acabar aceptando el que no sepas cuál es mi nombre —dijo Marjorie—.
Aunque la verdad es que fue toda una sorpresa, pero…
—Espera —dijo Dios—. Conozco los auténticos nombres de todo cuanto existe. ¿Qué
quieres decir con eso de que no sé cuál es tu nombre?
—Quiero decir que no sabes que soy Marjorie.
—Marjorie —dijo Dios, como si aquel sonido no le resultara familiar—. Cierto, no sabía
que te llamabas Marjorie.
—Ser un virus… Bueno, me parece muy cruel. Me parece horrible.
—Yo no habría usado la palabra virus, pero, ¿crees que es cruel ser algo que se
reproduce y se extiende? —le preguntó Dios—. ¿Incluso si su existencia es necesaria?
Marjorie asintió, avergonzada.
—Debes estar pasándolo muy mal. Los seres minúsculos suelen pasarlo mal. Para eso
los creé. Si no hubiera conceptos difíciles que sacar de la nada e incorporar a la creación,
Uno nunca necesitaría a los seres minúsculos. Las partes de gran tamaño casi se fabrican
a sí mismas. —Señaló el universo que giraba bajo ellos—. Química elemental, un poquito
de matemáticas excepcionales y ahí lo tienes, funcionando con la regularidad de un homo
automático… Pero los detalles necesitan tiempo para crecer y evolucionar, para alcanzar
la existencia… El aceite de los engranajes, por así decirlo. Bien, ¿en qué estás trabajando
ahora?
—No estoy segura —dijo Marjorie.
—El ser minúsculo se ocupa de la clemencia, Señor —dijo el ángel del umbral con
cierta impaciencia—, y de la justicia y la culpa.
—¿Clemencia y Justicia? Qué conceptos tan interesantes… Casi me parecen dignos
de ser creados directamente, en vez de permitir que evolucionen por sí solos. En cuanto a
la culpa, jamás perdería el tiempo con ella. Aun así, confío en que sabrás abrirte paso por
toda la serie de permutaciones hasta llegar a conseguir los resultados correctos...
—Pues yo no confiaría mucho en ello —dijo Marjorie—. Gran parte de lo que me han
enseñado no tiene sentido.
—Eso es algo inherente a la naturaleza del acto de enseñar. Algo ocurre, una
inteligencia lo percibe por primera vez y crea una regla: luego intenta transmitir la regla.
Los seres minúsculos siempre operan de esa forma, pero cuando la información se
transmite ya están ocurriendo cosas nuevas que no encajan en la vieja regla. Con el
tiempo, la inteligencia aprende que lo mejor es olvidarse de las reglas y dedicarse a
comprender el flujo.
—Me dijeron que las verdades eternas…
—¿Cómo cuáles? —Dios se rió—. ¡Si hubiera alguna verdad eterna, Yo lo sabría! ¡He
creado todo un cosmos basado en el cambio, y un ser minúsculo viene aquí para
hablarme de verdades eternas!
—No quería ofenderte. Es sólo que… Bueno, sí no hay verdades eternas, ¿cómo
podemos saber dónde está la verdad?
—No me has ofendido. Nunca creo cosas capaces de ofenderme. En cuanto a la
verdad, la verdad es lo que está escrito. Todas las cosas de la creación llevan mis
intenciones escritas en sí mismas. Las rocas, las estrellas, los seres minúsculos… Para
cada cosa sólo hay un camino natural, el camino que Yo he concebido para ella. El
problema es que los seres minúsculos escriben libros que contradicen a las rocas, y luego
dicen que Yo escribí los libros y que las rocas son mentiras. —Se rió. El universo tembló
—. Inventan reglas de conducta que ni los ángeles pueden obedecer, y dicen que Yo las
he ideado. El orgullo de la autoría… —Dejó escapar una risita—. Dicen: «Oh, estas
palabras son eternas, así que deben de haber sido escritas por Dios».
—Su Imponencia —dijo el ángel del umbral—. Su reunión para revisar ese pequeño
problema con los arbai…
—Ah, bah —dijo Dios—. Mira, ahí tienes un ejemplo. Un fracaso total y absoluto. Probé
con algo nuevo, pero eran tan buenos que no servían de nada, ¿comprendes?
—Me han dicho que eso es lo que deseas —dijo ella—. ¡Quieres que seamos buenos!
Dios le dio unas palmaditas en el hombro.
—Ser demasiado bueno es no servir para nada. Un cincel debe tener punta, querida
mía. De lo contrario sólo sirve para remover las cosas y nunca consigue abrirse paso
hasta llegar a las causas y las realidades…
—Su Imponencia —volvió a insistir el ángel—. Ser minúsculo, estás impidiendo que
Dios pueda ocuparse de sus asuntos.
—Recuerda —dijo Dios—. Cierto, no sé que tú crees que tu nombre es Marjorie, pero
sí sé quién eres realmente...
—Marjorie —dijo el ángel.
—¡Dios mío, Marjorie! —La mano posada sobre su hombro la sacudió con una
impaciencia cada vez mayor.
—Padre James —gimió ella, sin sorprenderse de verle. Yacía sobre su espalda, y
podía ver el follaje tachonado de sol que había sobre su cabeza.
—Pensé que te había matado.
—Habló conmigo. Me dijo que…
—¡Pensé que ese maldito trepador te había matado!
Logró erguirse. Le dolía la cabeza. Tuvo la sensación de estar en el sitio equivocado,
como si hubiese perdido algo.
—Debes de haberte dado un golpe en la cabeza.
Recordó la confrontación en la plataforma, la barandilla.
—¿Qué ha pasado? ¿Me golpeó?
—Te hizo chocar contra la barandilla. Te caíste.
—¿Dónde está? ¿Dónde están?
—Un zorren les obligó a esconderse en una casa arbai. Surgió de entre los árboles
justo cuando caíste, rugiendo igual que toda una tempestad de truenos. Sigue por ahí,
pero no consigo verle. Había dos más. Me llevaron hasta donde habías caído.
Marjorie trató de ponerse en pie, agarrándose a una gruesa raíz, y contempló con
incredulidad la plataforma, casi perdida en lo alto.
—Caer toda esa distancia tendría que haberme matado.
—Tropezaste con una rama, rebotaste en ella y caíste sobre otra rama más baja, y
finalmente acabaste aterrizando sobre ese montón de hierba y hojas —dijo el padre
James, señalándolo con el dedo—. Fue como caer sobre un gran colchón. Tu ángel de la
guarda ha tenido mucho trabajo.
—¿Cómo volveremos a subir? —preguntó Marjorie, que no tenía ni la más mínima fe
en los ángeles de la guarda.
El padre James volvió a levantar la mano. Dos zorren les aguardaban junto al árbol,
dos siluetas borrosas que parecían carecer de límites: una corporación de nódulos e
intenciones, pautas en su mente.
—¿También se encargaron de ahuyentar a esos dos? —preguntó Marjorie.
El padre James negó con la cabeza.
—El primer zorren no necesitó ninguna ayuda.
Marjorie contempló a los dos zorren durante unos segundos, intentando pensar. Notó
que se mareaba y se apoyó en el árbol.
—Rocas. Estrellas. Seres minúsculos —farfulló.
—Pareces algo aturdida —dijo el padre James.
—No lo estoy —replicó ella, logrando sonreír mientras su mente repasaba la visión que
acababa de tener—. Padre, ¿ha visto a Dios?
Su pregunta pareció preocuparle. Marjorie le miraba fijamente y sus ojos estaban algo
vidriosos.
—Creo que tienes algo de conmoción cerebral. Puede que incluso tengas una fractura,
Marjorie…
—Quizá he tenido una experiencia religiosa. Una visión. Hay gente que ha tenido
visiones, ¿no?
El padre James no podía negarlo, aunque sabía que el padre Sandoval sí lo habría
hecho. En su opinión, las experiencias religiosas eran algo de lo que los Viejos Católicos
debían apartarse, consagrándose al equilibrio y la moderación. En cuanto los asuntos de
fe quedaban firmemente establecidos, las experiencias religiosas sólo servían para
confundir a la gente. El padre James no estaba tan seguro. Dejó que Marjorie se apoyara
en él y, tambaleándose, dieron los pocos pasos que les separaban de los zorren. Uno de
ellos la recogió y la llevó por ramas curvadas y enredaderas casi invisibles hasta
depositarla en la plaza. Marjorie sintió que estaba rodeada de zorren, y notó el peso de su
presencia sobre su mente: un trueno de pensamientos, el susurro de una gran marea,
como si un dragón gigantesco respirara lentamente en la oscuridad.
—Santo Dios —murmuró—. ¿De dónde han salido?
—Ya estaban aquí —dijo Mainoa—. Nos observaban desde los árboles. Se han
acercado un poco más, eso es todo. Marjorie, ¿estás bien?
—No lo está —dijo el padre James, muy preocupado—. Tiene los ojos vidriosos y no
para de decir cosas raras…
—Estoy perfectamente —dijo ella sin hacerle caso, mientras intentaba ver con claridad
la congregación de zorren, sabiendo que era una multitud pero no logrando distinguir a
sus miembros—. ¿Por qué están aquí?
El hermano Mainoa alzó los ojos hacia ella, con el ceño fruncido por la concentración.
—Están intentando averiguar algo. No sé qué es.
La inmensa masa de un zorren obstruía el umbral. Marjorie recibió una clara imagen de
dos seres humanos que eran arrojados desde una rama muy alta. Trazó una línea mental,
tachando la imagen. La multitud que había a su espalda emitió ondas de aprobación y
desaprobación. La imagen se alteró y se convirtió en la de dos hombres siendo liberados.
Marjorie también tachó esa imagen. Más aprobación y desaprobación. Estaba claro que
los zorren no habían llegado a ningún acuerdo sobre lo que se debía hacer con ellos.
Sintió que le flaqueaban las piernas y se tambaleó.
—Y Rillibee, ¿no ha vuelto?
El hermano Mainoa negó con la cabeza.
—No. Su voz se alejó por ahí. —Señaló hacia los árboles.
Marjorie fue hacia la puerta de la casa. Los dos trepadores la miraron: estaban atados
de pies y manos.
—¿Quién os dijo que matarais al hermano Mainoa? —preguntó.
Los trepadores se miraron el uno al otro. Uno agitó la cabeza y el otro, Trepacimas,
decidió responder.
—Shoethai, pero las órdenes venían del reverendo hermano Fuasoi. Dijo que Mainoa
era un traidor.
Marjorie se dio masaje en la frente, intentando calmar el dolor que sentía.
—¿Y por qué pensaba que era un traidor?
—Shoethai nos dijo que por lo que ponía en un libro suyo, un libro que encontraron en
la ciudad de los arbai.
—Mi diario —dijo el hermano Mainoa—. Me temo que cometí un descuido. Debí dejar
el volumen que acababa de empezar en un sitio donde pudieron encontrarlo. Nos
marchamos tan deprisa que…
—¿Y qué había escrito en ese diario, hermano?—preguntó Marjorie.
—Oh, cosas sobre la plaga, los arbai y todo este enigma.
—Ah —dijo ella; se volvió hacia los prisioneros—. Tú, esto… Puente Largo. Teníais
intención de violarme, ¿no?
Puente Largo se miró los pies, y una de sus fosas nasales se dilató perceptiblemente.
—Pues claro. ¿Por qué no? No vimos a esos lo-que-sean que rondaban por aquí, así
que… ¿Por qué no?
—¿Creíais que eso era…? —se esforzó por encontrar una palabra que él pudiera
comprender—. ¿Os parecía que era la conducta más adecuada? ¿Creíais estar obrando
bien? ¿Qué pensabais de eso?
—¿Quién te crees que eres? —gruñó él—. ¿Trabajas para la Doctrina o qué?
Teníamos ganas de hacerlo, eso es todo.
—¿Y no os importaba lo que yo pudiera pensar?
—A todas las mujeres les gusta, no importa lo que digan. Todo el mundo lo sabe.
Marjorie se estremeció.
—Y después pensabais matarme, ¿no?
—Si teníamos ganas…, claro.
—¿Y crees que a las mujeres también les gusta que las maten?
Puente Largo puso cara de confusión y se humedeció los labios.
—¿No habríais tenido remordimientos? ¿Os daba igual?
Puente Largo guardó silencio.
—Supongo que luego lo habríamos lamentado —dijo Trepacimas— Quizás hubiéramos
tenido ganas de volver a hacerlo, pero ya no estarías disponible —balbuceó.
—Comprendo —dijo ella—. Pero no habríais sentido pena por mí, ¿verdad?
—¿Por qué? —preguntó Puente Largo, muy irritado—. ¿Por qué deberías darnos
pena? ¿Dónde estabas cuando nos metieron en un cohete y nos mandaron aquí? ¿Dónde
estabas cuando nos separaron de nuestros padres?
Marjorie recibió una nueva imagen de los dos prisioneros siendo arrojados desde lo alto
de un árbol. Su mente trazó una línea sobre ella, aunque más despacio que antes.
—¿Qué quieren esos zorren, hermano Mainoa? ¿Para qué han venido?
—Creo que quieren saber qué decisión va a tomar —respondió él.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó el padre James.
—Estoy intentando resolver un problema —dijo ella—. Estoy intentando decidir si
podemos permitirnos el lujo de ser compasivos. Los arbai siempre fueron compasivos,
pero cuando te enfrentas al mal la propia compasión se convierte en un mal. Su
compasión acabó con ellos, y podría acabar también con nosotros, porque este par
podrían volver y matarnos. La pregunta a responder es: ¿son realmente malvados? Si lo
son, el cómo llegaron a serlo no importa. El mal es fácil de crear, pero una vez que algo
se ha vuelto malo no hay forma de conseguir que vuelva a ser bueno.
—El perdón es una virtud —dijo el padre James, y apenas hubo pronunciado esas
palabras se dio cuenta de que había hablado impulsado por la fuerza de la costumbre.
—No. Es una respuesta demasiado fácil, demasiado cómoda. Si les perdonamos, quizá
seamos la causa de otras muertes. —Se llevó las manos a la cabeza, tratando de pensar
—. Si queremos, ¿tenemos derecho a portarnos como unos imbéciles? No… No si otros
pagan el precio de nuestro comportamiento.
El padre James la estaba mirando con un gran interés.
—Nunca habías hablado así, Marjorie. La compasión es un dogma básico de nuestra
fe.
—Sólo porque usted piensa que esta vida carece de importancia, padre. Dios dice que
sí tiene importancia.
—¡Marjorie! —exclamó él—. Eso no es cierto.
—De acuerdo —exclamó ella a su vez. El sordo latir de su cabeza estaba
convirtiéndose en una tensa ola de violencia que intentaba salir de su cráneo—. No me
refiero a usted, padre James, me refiero a ustedes, a lo que suelen decir los sacerdotes…
Pues yo digo que esta vida sí importa, y eso significa que la compasión es tratarles lo
mejor que pueda sin permitir que ningún otro ser tenga que sufrir por culpa de mis actos,
¡yo incluida! No pienso cometer el mismo error que los arbai.
—Marjorie —repitió él, aterrado. Siempre había tenido sus propias dudas y problemas,
pero oírle decir esas cosas… Marjorie parecía estar llena de violencia, llena de palabras
que brotaban de su boca como los granos de trigo por el desgarrón de un saco, y ella
nunca había sido así.
Marjorie se volvió hacia los dos prisioneros.
—Lo siento. Creo que la única forma de conseguir que estemos a salvo de vosotros
será dejar que los zorren os maten.
—Oh, señora, por el amor de Dios —gritó Trepacimas, muy asustado—. Llévenos a la
Comunidad y entréguenos a los agentes del orden. Nos han atado, no podremos hacerles
nada.
Marjorie se llevó las manos a la cabeza, sabiendo que no era una buena idea, pero no
estando segura de por qué. No, era una pésima idea. En su mente había un inmenso
interrogante que aguardaba el momento de ser respondido.
El padre James estaba meneando la cabeza con cara de preocupación.
—Mainoa se ha encargado de atarles y ha hecho un trabajo muy concienzudo —dijo,
con voz suplicante—. Y, de todas formas, tenemos que acabar volviendo a la Comunidad,
¿no? Podemos entregarlos a los agentes del orden. Probablemente no son peores que
esos alborotadores del puerto a los que se encargan de mantener a raya.
Marjorie asintió, aunque no estaba convencida. No, no era una buena idea. Un ser
minúsculo no debía obrar de esa forma. Un ser minúsculo tenía que gritar: «peligro,
peligro», y dejarles caer desde el árbol más alto…
El zorren más próximo se removió, y aquella masa de sombra pensativa empezó a
engendrar visiones. Luces y sombras giraron velozmente dentro de sus cerebros,
manchas y líneas de colores evanescentes que no paraban de moverse…
—No está satisfecho —dijo el hermano Mainoa.
—Ni yo —dijo Marjorie, con los ojos desorbitados por el dolor—. Escúcheles. Ahí los
tenemos, ahí están todos, y sólo unos cuantos vinieron a ayudarnos. Quizá sigan siendo
como han sido siempre. Llenos de culpa y dudas intelectuales, dejando que las cosas
sigan su curso sin prestarle ni la más mínima atención a lo que siento…
El dolor se estaba convirtiendo en una auténtica agonía. Recibió la imagen de un
zorren que corría por entre los árboles, alejándose. Su mente trazó un círculo
resplandeciente a su alrededor. Sí, ¿por qué no? Tanto daba. Podían irse.
—Se van. Tenemos que esperar a Rillibee —anunció.
Un cañón retumbó en su cerebro. Se arrastró hasta su lecho y se tumbó, dejándose
envolver por el silencio. El dolor fue calmándose poco a poco. Los zorren se esfumaron
entre los árboles. Las imágenes pasaban velozmente por su cabeza: sus pensamientos,
su conversación. Dejó que los símbolos y los sonidos cayeran sobre ella igual que olas,
adormeciéndola hasta caer en un sopor semiconsciente.
El sol siguió moviéndose por el cielo, y ya era media tarde cuando oyeron un
«Hoooola» perdido entre las sombras, en las ramas bajas de un árbol.
El aliento de un zorren entre los árboles, no muy lejos, su presencia amenazadora…
—Hoooola. —Era la misma voz, más cerca ahora que antes. La amenaza oculta en los
árboles se hizo menos perceptible.
Marjorie logró ponerse en pie y fue a la plataforma.
—Rillibee —gritó.
Rillibee apareció bajo ellos, avanzando cansadamente por las enredaderas.
—¡Estás agotado! —Su rostro huesudo estaba muy pálido. Alrededor de sus ojos había
círculos de sombra que los hacían parecer enormes, como los de una criatura nocturna.
—He trepado mucho —balbuceó él—. He trepado mucho, mucho… —Siguió subiendo
lentamente hacia ella, hasta que logró deslizarse sobre la barandilla y se dejó caer al
suelo, derrengado—. Oh, cómo agradezco todas las horas de trepar en la Abadía. Todas
esas escaleras, todos esos puentes…
—¿Qué ha pasado? —preguntó el hermano Mainoa.
—Huesos Largos intentó alcanzarme. No pudo. Fui haciendo que se internara más y
más en el bosque. Después me escondí, dejé que pasara a mi lado y regresé. Tendría
que haberle matado. Si se me hubiera ocurrido alguna forma fácil de hacerlo… El muy
bastardo.
Marjorie le acarició la mejilla.
—Ahora podemos volver a la Comunidad.
Rillibee negó con la cabeza.
—No. Todavía no. Necesitamos a los zorren. Siento haber malgastado tanto tiempo
con lo de Huesos Largos, pero no se me ocurrió otra idea mejor que intentar alejarlos de
aquí. Normalmente a Huesos Largos le gusta superar en número a sus oponentes… Pero
veo que conseguisteis dominar a los otros.
—Uno de los zorren se encargó de ellos.
—Ah. —Encorvó los hombros en un gesto de cansancio—. Tengo algunas cosas que
contar, Marjorie. Los hippae han incendiado Colina del Ópalo. Hay un rastro de hippae y
sabuesos que tendrá como un kilómetro de ancho y va hacia el bosque pantanoso. El
embajador está en el hospital. Stavenger bon Damfels ha muerto, así como una docena
de bons. Han encontrado a la chica de los bon Damfels en el puerto. Dimity, la que
desapareció esta primavera… Está igual que Janetta…
—Los hippae se las llevaron a las dos —dijo Marjorie, asombrada—. ¡Y las dos han
acabado apareciendo en el puerto!
Rillibee asintió.
—Desnudas y con la mente destrozada. Toda la Comunidad parece haberse vuelto
loca. Janetta y Dimity lograron llegar allí, pero nadie sabe cómo. No pudieron atravesar la
arboleda a menos que los zorren se encargaran de llevarlas, y si no fueron los zorren
entonces es que debe de haber otro camino para cruzar el bosque. Tiene que haberlo… Y
si unas chicas han podido pasar, quizá los hippae también puedan hacerlo. Debemos
descubrir cómo llegaron hasta allí.
Un agitar inquieto entre los árboles.
—Están preocupados —dijo el hermano Mainoa, frotándose la cabeza—. Y enojados…
Los zorren nunca han transportado a nadie a ninguna parte hasta que os llevaron a ti y a
tus compañeros, Rillibee. Los zorren creían que la ciudad no corría peligro. Animaron a
los hombres a que la construyeran allí porque los hippae nunca podrían llegar hasta ella.
—¿Que les animaron? —preguntó Marjorie.
—Ya sabe… —suspiró el hermano Mainoa—. Les animaron, les influyeron… como
suelen hacer.
Marjorie sintió que los zorren se marchaban.
—¿Adónde van?
—Han ido a buscar ese camino del que ha hablado Rillibee. Cuando se fueron estaban
pensando en los migerers.
—¿Esos animales capaces de cavar? Entonces sospechan que quizá sea un túnel,
¿no?
—Sí, algo así. —Mainoa se estremeció y apoyó la cabeza en las manos—. Marjorie, en
estos momentos no soy más que un viejo cansado. No me siento capaz de participar en la
búsqueda de un túnel.
Rillibee abrazó al anciano.
—Pues yo soy un joven muy cansado, hermano. Si los zorren quieren buscar ese túnel,
dejemos que lo hagan. Tengo que descansar un poco. A menos que usted crea que
necesitan nuestra ayuda…
—Ya lo encontrarán —dijo el hermano Mainoa. No podía hacer nada, tanto si lo
conseguían como si no. Marjorie volvió a su lecho, notando cómo el dolor volvía a
calmarse, y se sumió de nuevo en el sopor, un sopor en el que ahora no había ningún
sueño de los zorren. Rillibee se dejó caer en el suyo y se quedó dormido igual que un
niño. Mainoa se enroscó sobre sí mismo y empezó a roncar suavemente. El padre James
se quedó sentado junto a la barandilla, preguntándose qué le habría ocurrido realmente a
Marjorie, qué habría visto o soñado. Puente Largo y Trepacimas se dedicaron a hablar en
voz baja el uno con el otro, intentando aflojar sus ataduras.
Supieron que los zorren habían descubierto el camino que llevaba a la Comunidad
incluso antes de que Primero volviese a última hora de la tarde. Cuando aún estaba a
cierta distancia de ellos, imágenes de jinetes y caballos inundaron sus mentes, y supieron
qué tenía intención de hacer. Montaron a caballo, y fueron conducidos por una ruta
tortuosa que les hizo cruzar charcos y lagunas, vadear oscuros arroyos y chapotear por
cañadas repletas de agua. Sin Él para guiarles habría sido imposible encontrar el camino.
Algunos charcos eran delgadas láminas de agua que cubrían arenas movedizas. Otros
estaban repletos de raíces terriblemente afiladas. Lo sabían porque los zorren se
encargaron de mostrárselas.
Acabaron emergiendo en la zona de hierba situada junto al estanque donde habían
encontrado a Stella. Cerca de donde había yacido se veían montones de tallos
arrancados que habían dejado al descubierto la entrada de un túnel bastante espacioso y
profundo, con las paredes recubiertas del mismo cemento usado en las cavernas de los
hippae. La hierba lo había ocultado. Cuando encontraron a Stella todos habían estado a
pocos metros del túnel, sin verlo.
—Esto es cosa de los migerers —dijo el hermano Mainoa.
Un zorren gritó en la lejanía: un terrible alarido capaz de paralizar el mundo.
—No, es cosa del diablo —rectificó Mainoa—. Eso dicen nuestros guías… Este túnel
pasa por debajo de todo el pantano. Uno de los zorren ha ido por él hasta llegar al puerto.
No hacía falta preguntar quién lo había usado antes. Las huellas trilobuladas de los
hippae cubrían todo el suelo del túnel, y estaban por todas partes salvo allí donde el
gotear del agua las había borrado.
—Adentro —oyeron sus mentes—. ¡Al túnel! ¡Deprisa!
Marjorie fue hacia la abertura montada en «Don Quijote», y no tardó en quedar
empapada por el agua fangosa que iba filtrándose a través de los poros de la piedra que
servía de techo al túnel. Los demás la siguieron, maldiciendo en voz baja al inhalar aquel
aire húmedo y rancio saturado por la pestilencia de los excrementos: la tierra blanda se
hundía bajo las patas de los caballos. Los prisioneros maldecían y tiraban de las cuerdas
que los ataban. El túnel no era lo bastante alto y tenían que montar medio encorvados. De
hecho, apenas si era lo bastante alto para «Irlandesa», que se veía obligada a ir con la
cabeza gacha: sus orejas rozaban las raíces fangosas que asomaban de la piedra y el
barro. Las luces que llevaban iluminaban su camino, aunque no demasiado bien. Las
patas de los caballos y los pies de los seres humanos avanzaban chapoteando y
hundiéndose en la masa de barro y roca que había bajo ellos.
—Creo que los zorren nos siguen —gritó Rillibee desde su posición al final del grupo—.
Siento su presencia. Este túnel es tan bajo que ni un hippae podría pasar por él...
—Podrían, si se agacharan lo suficiente —dijo el hermano Mainoa—. Como si fueran
unos inmensos leones... Tendrían que ir de uno en uno, y muy despacio. Pero no fue
hecho para ellos.
A unos metros de la entrada el suelo del túnel empezaba a bajar lentamente, haciendo
pendiente. El hilillo de agua que había estado corriendo hacia la entrada del túnel invirtió
su curso y empezó a fluir en la dirección que seguían. Los caballos se dejaron caer sobre
sus patas traseras al notar que la inclinación del suelo iba aumentando, y lanzaron leves
relinchos de protesta. Una llamada cantarina les dijo que debían seguir adelante. El suelo
dejó de bajar, y cada vez había más agua. Se adentraron en la oscuridad, con el agua
cayendo sobre ellos, chapoteando ruidosamente, y las tinieblas del techo parecieron
envolverles.
Marjorie paseó el haz de su linterna por las paredes del túnel y descubrió una gran
cantidad de agujeritos allí donde las paredes se encontraban con el agua.
—¿Qué son? —preguntó.
—Supongo que deben de ser orificios para el drenaje —replicó el padre James—. Toda
esta agua tiene que ir a alguna parte.
—¿Adónde? ¡No puede correr colina arriba!
—Bueno, la verdad es que estamos dentro de una colina —dijo el hermano Mainoa,
tosiendo—. Toda la Comunidad, incluyendo el bosque pantanoso, se encuentra en una
meseta de rocas situada un poco más arriba que las praderas circundantes. Es como un
cuenco puesto encima de una mesa... Si abres agujeros en el cuenco, el agua se irá por
ellos.
—¿Cree que los migerers hicieron todo esto? —preguntó Marjorie.
El hermano Mainoa sufrió otro ataque de tos, todavía más violento.
—Sí, creo que sí. Creo que los hippae les ordenaron que lo hicieran.
—¿A través de la roca?
—En parte. Esto parece un estrato bastante blando. Los migerers pueden cavar a
través de la roca blanda. He visto cómo lo hacían.
—¿Cuánto falta? —preguntó Marjorie.
—Hay algo delante —respondió el hermano Mainoa, pasados unos instantes.
Lo que tenían delante era una especie de cámara adyacente al túnel, un recinto de
paredes estancas cuyo suelo estaba cubierto de hierba seca. Marjorie usó su luz para
examinar el recinto. En el suelo había jirones de tela, dos botas izquierdas y una
maltrecha chaqueta de las que se usaban durante la Cacería.
—Janetta estuvo aquí —dijo Marjorie.
—Y alguien más también —suspiró el hermano Mainoa, señalando las botas—. Dos
pies izquierdos… Janetta y Dimity bon Damfels, quizá.
El túnel se llenó de sonidos: trinos, gruñidos y preguntas.
—Quiere que sigamos adelante —dijo el hermano Mainoa—. Hay peligro detrás
nuestro.
Reanudaron su chapoteante avance, y el miedo hizo que todos se movieran más
deprisa. Marjorie contempló el cuello de «Don Quijote», pensando que el caballo quizás
entendiera a los zorren mucho mejor que ella. «Don Quijote» se movía con rapidez y tenía
las orejas erguidas, como si alguien estuviera llamándole. Todos los caballos hacían igual.
Algo aulló en la lejanía. Los ecos pasaron junto a ellos -ee-yah, ee-yah, ee-yah-,
rebotando en las paredes y desvaneciéndose finalmente en el silencio.
—Deprisa —dijo algo en el interior de sus mentes. La palabra terrestre palpitaba con
letras mayúsculas negras sobre un fondo naranja, subrayada y con signos de admiración
—. ¡DEPRISA!
—¿Qué…? —jadeó Marjorie—. ¿Qué ha sido eso?
—Lo hace a veces —replicó Mainoa—. Las palabras escritas no le interesan
demasiado, pero a veces coge una de mi mente y la emite.
Otra imagen: el grupo, galopando. Apenas se había esfumado, y ya habían pegado el
cuerpo a las grupas de sus caballos mientras éstos trotaban rápidamente a través del
agua, avanzando ciegamente por la oscuridad como si se movieran impulsados por un
sistema de guía que sólo sus monturas conocían. Los prisioneros, que habían sido
apresuradamente colocados sobre la grupa de «Irlandesa», gruñían y se quejaban.
—Si no cerráis la boca, os dejaremos aquí como alimento para los hippae —dijo
Rillibee. Los dos trepadores se callaron.
Vieron una suave claridad rosada delante de ellos, a cierta altura. El suelo iba subiendo
de nivel. Los caballos tenían que usar sus patas traseras para impulsarse. La silueta de
un zorren se recortó contra la luz y desapareció. Un instante después, el grupo emergió
nuevamente al mundo. El túnel terminaba en una islita rodeada de charcos y lagunas.
Ante ellos ya no había más árboles, y el suelo subía hacia un crepúsculo rojizo. Siluetas
que parecían ilusiones les aguardaban ante la boca del túnel, pero en seguida
desaparecieron entre los árboles.
—Adelante. —Una palabra en rojo sobre blanco, inconfundiblemente imperativa—.
¡Adelante!
Siguieron avanzando. Los caballos medio caminaron y medio nadaron hasta llegar al
final del bosque y empezaron a subir por la larga cuesta. Los jinetes miraron hacia atrás,
esperando ver cómo el horror hacía erupción a sus espaldas. Nada, ni un sonido. Quizá
los zorren hubieran conseguido hacerles ganar algo de tiempo.
—Me llevaré a estos dos al puesto de guardia —dijo Rillibee, tirando de la cuerda que
ataba a los cautivos. Señaló hacia la cumbre de la colina—. Eso que hay junto al Hotel del
Puerto es el hospital. Su esposo y Stella están allí.
Marjorie hizo que «Don Quijote» se lanzara a trepar por la cuesta, y ya se hallaba a
medio camino de la cumbre cuando comprendió que iba hacia el sitio donde estaba Rigo.
Rigo… Repitió ese nombre en su mente. Nada, ninguna vibración, ningún eco. Era
alguien a quien conocía, y nada más. Normalmente, el pensar en él traía consigo un
torrente de emociones: culpa, ansiedad y frustración. Ahora sólo experimentaba
curiosidad, y quizás un poco de pena, preguntándose qué sentiría al verle después de
cuanto había sucedido.
El Hotel del Puerto estaba atestado: grupos anónimos iban de acá para allá, y rostros
anónimos se volvieron con curiosidad hacia Marjorie y los demás. Alguien gritó. Alguien
alzó el brazo para señalarles. Un instante después, Sebastian Mecánico emergió de la
masa y vino corriendo hacia ellos.
—Lady Marjorie —gritó—. Su hijo está aquí, y su hija, y su esposo…
Marjorie desmontó lentamente, intentando quitarse el barro de la cara.
—Rillibee me lo ha contado —dijo—. Necesito verles. Necesito un sitio para lavarme.
—Persun Pollut se materializó junto a ella y empezó a llevársela, mientras Sebastian y
Asmir se alejaban en dirección opuesta con los caballos.
—Lady Westriding, me alegra mucho que esté aquí. —Sus ojos revelaban claramente
lo que sentía su corazón, pero Marjorie no se dio cuenta—. Llevarán los caballos al
establo. ¿En qué puedo ayudarla?
—¿Sabe dónde está Rigo?
—Ahí. —Señaló hacia una puerta por la que se veía a un numeroso grupo de personas
que daban la impresión de estar hablando todas a la vez—. La doctora le dio permiso
para levantarse hace unas horas. Están hablando de la plaga y de si los hippae
conseguirán llegar hasta aquí y devorarnos a todos.
—¡La plaga! —Distinguió la esbelta silueta de Rigo en el centro del grupo. Estaba
sentado en una silla, pálido y con cara de cansancio, pero parecía cuerdo. ¡Aun así, estar
hablando de la plaga…!
—Todo el mundo lo sabe, señora. Su esposo está intentando poner algo de orden en…
—¿Y Stella? —preguntó Marjorie.
—Por ahí. —Persun señaló un pasillo.
—Iré con usted —dijo Rillibee, mientras el hermano Mainoa iba a reunirse con el grupo
de gente que discutía, apoyándose en el brazo del padre James.
Persun guió a Marjorie y Rillibee por las entrañas del edificio, haciéndoles cruzar una
puertecita lateral y llevándoles por un pasillo hasta una habitación que estaba casi
totalmente ocupada por una gran caja que no paraba de zumbar: un Curalotodo.
—Ahí la tiene —dijo Persun.
Marjorie se inclinó sobre la tapa transparente y vio a Stella: una serie de cables y tubos
la unían a la caja.
—¿Es usted su madre? —La doctora estaba a su espalda.
Marjorie se dio la vuelta.
—Sí. ¿Está…? Quiero decir… ¿Qué…?
La doctora le indicó una silla.
—Soy la doctora Lees Bergrem. Aún no estoy totalmente segura de cuál es el
diagnóstico. Sólo estuvo allí poco más de un día. No hay…, bueno, no hay ningún daño
físico permanente.
—¿Hicieron algo en…, en su cuerpo?
—Sí, hicieron algo en los centros de placer del cerebro y en el sistema nervioso,
especialmente en las conexiones sexuales. Aún no estoy demasiado segura de qué es,
pero parece un tipo de manipulación especialmente perverso. Da la impresión de que
obtiene placer sexual obedeciendo órdenes. Creo que podré arreglar eso.
Marjorie no dijo nada. Esperó en silencio.
—Puede que no recuerde nada. Quizá no vuelva a ser tal y como era antes. Puede que
sea más parecida a como era de niña… —La doctora agitó la cabeza—. Ha oído hablar
de Janetta bon Maukerden, ¿no? ¿Y de la otra chica que encontraron? Diamante bon
Damfels… Es como si les hubieran dejado la mente en blanco, con la excepción de ese
único circuito. —Volvió a agitar la cabeza—. Su hija ha sido más afortunada. Aún no la
habían desconectado. Aunque pierda algo, tendrá tiempo para recuperarse y volver a
aprender.
Marjorie no despegó los labios. ¿Qué podía decir? Notó la mano de Rillibee sobre su
hombro.
—Se pondrá bien —le dijo—. Lo presiento.
Marjorie se preguntó si debería llorar. Pero sólo sentía ira. Ira hacia Rigo, e incluso
hacia la misma Stella. La estupidez de Rigo y Stella había sido la causante de todo esto.
Y la de los bons… Los hippae no tenían nada que ver, por muy malévolos que fuesen. La
estupidez de los seres humanos había hecho que Stella acabara dentro de esa caja.
Compasión, dijo una voz suave dentro de su mente. Justicia. Yo no perdería el tiempo
con la culpa.
La doctora interrumpió el curso de sus pensamientos.
—Usted también tiene mala cara. Ese hematoma de su cabeza es tan grande como un
huevo. Mire hacia aquí. —Y empezó a encender y apagar luces ante sus ojos,
conectándola a toda una serie de máquinas—. Una contusión —dijo por fin—.
Aprovecharemos que está aquí para remendarla un poco antes de que intente hacer algo
para poner orden en todo este jaleo. Mandaré a alguien para que la ayude a limpiarse.
¿Tiene ropa limpia?
Los asistentes empezaron a ir y venir con palanganas de agua y toallas. Alguien le
prestó una camisa. Marjorie acabó quedando instalada junto a la caja donde estaba
Stella: otra serie de tubos y cables la unían a su propia caja. La visión que había tenido en
el bosque pantanoso empezaba a desvanecerse. La recordaba, pero su recuerdo ya no
poseía la claridad de aquello que uno acaba de ver. Las palabras se iban desvaneciendo.
Lo que Dios le había dicho se estaba esfumando. La doctora entró en la habitación, se
sentó a su lado y empezó a hablarle, contándole que había estudiado medicina en
Semling y que luego amplió sus estudios en Arrepentimiento, explicándole cosas de los
jóvenes de la Comunidad que habían recibido entrenamiento científico y estaban
trabajando en un rompecabezas que también interesaba a la misma Lees Bergrem.
—Lo sé —dijo Marjorie—. Pedí copias de sus libros.
La doctora se ruborizó.
—Bueno, la verdad es que no los escribí pensando en el público no especializado.
—Ya me di cuenta. Pero, aun así, logré entender algunas partes.
La doctora le hizo preguntas sobre el bosque pantanoso y los zorren, y Marjorie las
respondió, callándose su visión pero hablándole de los atacantes, revelándole cosas de
las que ni ella misma era consciente…
—Oh, antes les habría perdonado —admitió—. Oh, sí. Les habría dejado marchar. No
me habría atrevido a hacer otra cosa. Habría tenido miedo de que Dios o la sociedad me
juzgaran con demasiado rigor. Habría dicho que el dolor en esta vida es algo que carece
de importancia. Unos cuantos asesinatos y violaciones más.. Cuando estemos en el cielo,
todo eso quedará olvidado. Eso es lo que siempre hemos dicho, ¿verdad, doctora? Pero
Dios no dijo nada de eso. Lo único que dijo fue que debíamos seguir adelante con nuestro
trabajo…
La doctora la miró, sorprendida, observando atentamente sus pupilas.
Marjorie asintió.
—Siempre están repitiéndonos lo que Dios ha dicho en los libros. Toda mi vida he
llevado la palabra de Dios en mi bolsillo, y lo que Él escribió allí no se parece en nada a…
—Shhh —dijo la doctora Bergrem, dándole unas palmaditas en el brazo. Marjorie
acabó relajándose y se calló. La doctora se marchó pasado un tiempo y no hubo nada
que escuchar, nada salvo su propia respiración y el zumbido de las máquinas. Empezó a
pensar en el libro de la doctora Bergrem. Pensó en la inteligencia. Pensó en Stella.
Recordaba vagamente el rostro de Dios y, como si fuera algo leído hacía mucho tiempo
en un cuento de hadas, también recordaba el aspecto que tenía el padre Sandoval con
sus alas de libélula.
17
Rigo pensaba: Esta maldita lanza no está bien equilibrada. Tendría que llevar un
contrapeso más grande para que al girar no se moviera con tanta brusquedad. Quizá
sean cosas mías. Me encuentro mal. Débil, enfermo. Tendría que haberme quedado allí,
sentado en un sillón, dejando que alguien me tapara las piernas con una manta. Pero
estoy aquí. ¿Y dónde es aquí? ¿Cómo diablos he llegado aquí? Bueno, nadie me ha
obligado. Soy el único de todos nosotros que ha luchado con los hippae. Soy el único que
sabe dónde hay que darles. Primero en las patas, luego en las mandíbulas. Córtales las
patas, secciónales las mandíbulas, y deja que esas criaturas asquerosas se retuerzan
hasta morir.
Aún no estoy curado. Noto las piernas un poco raras. Tengo los muslos fláccidos, como
esponjas empapadas de agua. Como si se hubieran quedado sin músculos. Puede que
hoy muera alguien. Quizá yo. Mejor yo que Marjorie o Tony. No han hecho el imbécil
como yo.
Pero, si muero, ella quedará libre. Libre para hacer lo que le dé la gana, para
entregarse a quien quiera. Sylvan… Mírale. Nunca había montado un caballo, pero da la
impresión de haber nacido en su grupa. Bueno, es bastante parecido a lo que hacía. El
truco siempre está en las piernas y en la espalda.
Si me matan, ¿se irá con él?
Y, si lo hace, ¿será peor que lo mío con Eugenie? Pobre Eugenie. Maldita sea… Ojalá
hubieran podido salvarla. Pobre Eugenie. Tenía la cabeza vacía: sólo pensaba en hacer
que todo fuera bonito, que oliera bien, supiera bien, fuera agradable al tacto… Nada de
grandes aspiraciones o inocencia altiva que ofender. Ninguna modestia o pudor que
invadir. Ninguna gran expectativa que pudiera verse decepcionada, ni una sola idea
elevada. Aun así, se merecía una muerte mejor.
Si es que murió. Dios. Quizá no haya muerto. Puede que se la llevaran los sabuesos,
puede que esté con los hippae y que le hagan lo mismo que a Stella…
¡No pienses en eso! Ahora lo único que importa es la plaga. Tenemos que salvar a la
Comunidad aunque sólo sea durante un tiempo, hasta que alguien dé con la respuesta.
Sí, conseguiremos encontrar la respuesta. ¡La humanidad sabrá encontrar una respuesta!
Siempre hay algo que nos salva en el último instante. Dios intervendrá. Tendremos tiempo
suficiente para conseguirlo. Marjorie volverá conmigo. Siempre lo ha hecho. Siempre,
pasara lo que pasase…
Sylvan pensaba: Hay que reconocer que tiene mucho valor. Acaba de salir de la cama
después de que las monturas le dejaran medio muerto, y aquí está. No para de mirarme,
deja que sus ojos se posen sobre mí. Sé lo que está pensando. Si le matan, conseguiré a
Marjorie. Idiota. Si le matan, Marjorie hará lo que le dé la gana, y ese lo que le dé la gana
no me incluye a mí. No sé por qué. Nunca he tenido problemas para conseguir a las
mujeres que deseaba, pero a ella no he sabido cómo tratarla. Aquí sólo hay un idiota, y
ése soy yo. Pensé que era como nosotros. ¿Cuál es la palabra terrestre? Hedonistas,
buscadores de placeres. Bueno, ¿en qué otra cosa podíamos pensar, si no en el placer?
Esos malditos hippae no nos han dejado pensar en nada más. Se han metido en nuestras
mentes, nos han esclavizado y nos han obligado a hacer lo que querían que hiciéramos…
¡Fíjate en ella! ¡Parece una reina! Alta y orgullosa, y monta en esa criatura como si
formase parte de ella. ¡Esa criatura! Ja, ja. Caballo. Caballo. Hacen ruiditos cuando les
acaricias, y cuando montas en ellos te miran con expresión bondadosa. Esta yegua, «Su
Majestad», hace todo lo que le pido. Es casi como amar a una mujer. Caballo, no hippae.
Tony también me está observando. No le caigo bien. Al principio pensé que era por lo
de Marjorie, pero no es eso. Hay algo en mí que le repele. Mis modales. Mis modales de
bon… Quizá fue porque no me tomaba en serio su plaga. No lo sé. La verdad es que ni
tan siquiera sé si me importaba el que hubiera más seres humanos en otros sitios… Eso
es lo que pensaban los hippae. No les importaba. Y, si ellos pensaban eso, nosotros
pensábamos lo mismo. ¿Cuánto tiempo llevan encargándose de pensar por nosotros? No
quieren que haya más razas inteligentes en el planeta. Y no quieren creer que ellos
mismos se convierten en otra raza inteligente. Los zorren… ¿Qué dijo el hermano
Mainoa? Nunca creemos que podamos llegar a viejos. Los hippae no saben qué potencial
llevan dentro. Han logrado pararse, se han quedado a medio crecer. Se han detenido en
la adolescencia. Una época brutal, odiosa… Ya no eres un niño, y aún no eres un adulto.
Estás lleno de fuerza y de furia y no tienes ninguna salida donde descargarlas...
Bueno, hicieron lo mismo con nosotros. Me trata igual que a Tony. Como si fuera un
chico… ¿Y cuándo he tenido la ocasión de ser otra cosa?
Madre, madre... No deberías estar aquí. Oh, madre, ¿realmente crees que esto puede
compensar lo de Dimity…?
Tony pensaba: Acabemos con todo esto y volvamos a casa. Si muero, habré muerto,
pero si no muero dejadme volver a casa. Dejad que olvidemos a toda esta gente, estos
bons enloquecidos, ¡marchémonos de aquí! Dejad que pase esta hora o dos, lo que
dureesto, y luego nos iremos, me iré, no sé cómo… Acabemos con esto. Si muero…
Rowena pensaba: Dimity. Por Dimity. Por Emmy. Por Stavenger. Por mis otros hijos,
los que murieron hace tanto tiempo que ya casi he olvidado sus nombres. Por todos
vosotros. Por todos nosotros.
Sylvan. Oh, Sylvan... Pase lo que pase, recuerda que te amo. Os amo a todos…
«Don Quijote» pensaba: Ella te monta. Confía en ella. Confía en lo que hace. Y
escuchad, escuchad todos. Escuchad las voces.
Cuando llegaron a la base de la colina, sólo unas lagunas y una cortina de follaje les
separaban de los hippae que se encontraban junto a la entrada del túnel. Rigo fue el único
que recorrió todo el trayecto, midiendo la distancia con un galope mental. Después volvió
grupas y les hizo formar una hilera a lo que le pareció una distancia adecuada del final de
la cuesta. Querían que la pendiente les ayudara, pero necesitaban el espacio suficiente
para dar la vuelta sin verse obligados a entrar en los charcos y lagunas que les harían ir
más despacio. Rigo comprobó su lanza sin decir palabra, mientras los demás le imitaban,
y luego empezó a golpear su coraza con el contrapeso del arma, gritando feroces insultos.
«Estúpidos hippae. Imitaciones de caballos. Bestias idiotas» No comprenderían nada de
cuanto decía, pero sí podrían comprender el significado captando las emisiones de su
mente.
—¡Genocidas! —chilló Marjorie a pleno pulmón—. ¡Desagradecidos! ¡Bestias
malévolas! ¡Perros asquerosos!
—Oh, uah, uah, uah, uah —gritó Tony, haciendo el máximo ruido posible, aunque su
mente no parecía capaz de ofrecerle ninguna palabra que gritar.
—Por Dimity —gritó Rowena—. Por Dimity, Dimity, Dimity.
—Cobardes —tronó Sylvan—. Cobardes. Animales. Mirones. Migerers, migerers
cubiertos de barro, con menos honor que un topo...
Los hippae emergieron de su refugio y se quedaron inmóviles: el grupo de la colina
guardó silencio. Los humanos habían esperado vérselas con unos cuantos hippae. No
habían esperado que tuvieran jinetes. Al frente de los hippae iba una colosal bestia
grisácea en cuyo lomo había alguien a quien todos conocían.
—Shevlok —boqueó Rowena—. Oh, por el amor de Dios, es mi hijo.
—No es Shevlok —dijo secamente Sylvan—. Fíjate en su cara.
El rostro era una máscara, tan vacío de expresión como una botella rota. Ahí dentro ya
no quedaba nada.
—Tenéis que luchar contra las bestias, no contra los jinetes —dijo Rigo—. Acordaos de
eso. ¡Las monturas, no los jinetes! —Tensó las rodillas e hizo que «Octavo día» empezara
a trotar. El resto del grupo le imitó, formando una diagonal que permitiría que cada uno
tuviera el espacio suficiente para cargar y dar la vuelta sin poner en peligro a los que le
seguían.
Rigo fue contando mientras avanzaba. Había diez hippae. El que transportaba el
cuerpo de Shevlok estaba bastante separado de los otros y quedaba a la derecha de
Rigo, con tres hippae más. Estupendo. El primer hippae tendría que enfrentarse a todo el
ímpetu de la carga de Rigo, y prefería atacarle personalmente antes que confiar en algún
bon Damfels. Los demás jinetes de los hippae…, ¿quiénes eran? Corrió el riesgo de
torcer la cabeza para echarles una rápida mirada. Lancel bon Laupmon y tres bon
Maukerden: Dimoth, Vince, y uno cuyo nombre había olvidado. No conocía a ninguno de
los otros, o no se acordaba de ellos. Los rostros no parecían rostros humanos. Se habían
transfigurado hasta convertirse en meros símbolos, criaturas poseídas por una fuerza
extraña.
Estaba a un par de metros de ellos cuando sintió la presión de sus mentes, tratando de
hacerle olvidar lo que pretendía. Dejó escapar un aullido, y el aullido los obligó a huir.
Apretó el gatillo que ponía en marcha el cuchillo y le indicó a «Octavo día» que cambiara
el paso para ir más despacio. El hippae de color gris se encabritó y «Octavo día» se lanzó
sobre él, desviándose hacia la derecha sin la más mínima vacilación para que Rigo
pudiera amputarle las patas delanteras con su lanza de fuego. ¡El hippae no contaba con
eso!
Uno. ¡Uno, gritando pero caído en el suelo!
«Octavo día» empezó a dar la vuelta a la colina, galopando con todas sus fuerzas al
ver que tres hippae emergían del pantano e intentaban interceptarle desde la izquierda.
Rigo dejó escapar una maldición y alzó su lanza por debajo del brazo izquierdo,
apoyándola en su axila derecha y tensando el otro brazo para conseguir que el arma
quedara en una línea perpendicular a la dirección del galope. La llama zumbante golpeó
al primer hippae que pretendía interceptarles, atravesando sus hombros y seccionándole
los músculos de las patas; el hippae cayó mientras los otros dos lanzaban un grito y
daban la vuelta.
Dos.
Sylvan estaba detrás de él, y «Su Majestad» cayó sobre el hippae con la velocidad de
un pájaro. Vio cómo usaba Rigo su lanza, y movió la suya casi al mismo tiempo que él.
Querían conseguir que las criaturas les persiguiesen, se recordó. No debían esforzarse
tanto por matarlas…, al menos, todavía no. Después, si era posible, tendrían que acabar
con ellas, pero ahora su objetivo era otro. Alzó su lanza hacia un hippae cubierto de
manchas verdosas, y oyó su grito de dolor e ira. Un instante después ya le había dejado
atrás. Volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro y vio que el monstruo verde le
perseguía. Bien. Estupendo. Inclinó su lanza hasta dejarla señalando la dirección que
seguían, se agachó para pegar sus labios a la oreja de «Su Majestad» y le habló, usando
las mismas palabras que le había susurrado a sus viejas amantes. Utilizarlas para que
«Su Majestad» corriera aún más deprisa le pareció lo más lógico del mundo.
Rowena iba detrás de Sylvan, y copió su táctica un poco demasiado tarde para llevar a
cabo su amplio giro. Sólo cuando su lanza hubo atravesado la garganta de una aullante
criatura color barro recordó que debían huir. «Millefiori» había decidido que ya era hora de
largarse. Giró sobre sus patas traseras y se lanzó en pos de los otros dos jinetes,
mientras el monstruo color barro aullaba y se tambaleaba intentando perseguirles: otros
dos hippae que aún no habían recibido ninguna herida no tardaron en dejarle atrás.
Tres, pensó Marjorie. Hemos acabado con tres. Cuatro persiguiendo a los tres caballos,
y de esos cuatro por lo menos dos están heridos. Tres esperándola a ella y a Tony. El
pequeño Tony… Qué pálido estaba. Cada vez que montaba a caballo se ponía pálido.
Tenía miedo, pero intentaba olvidarlo.
—¡Anthony! —le gritó—. ¡Sígueme!
Encendió su lanza, y decidió tomar un rumbo que la llevaría hasta dos de los hippae
que les aguardaban. El tercero se había quedado algo rezagado, como si preparase una
emboscada.
—Vigila a ése —le dijo, señalando hacia la bestia con los flancos cubiertos de manchas
color vino medio oculta entre los árboles.
Tony le gritó algo que Marjorie no logró comprender, y un instante después «Don
Quijote» ya estaba delante de los dos hippae que cargaban sobre ella, con los cuellos
ladeados para utilizar las espinas. Marjorie se puso la lanza a la izquierda, igual que
habían hecho los demás, y les dejó probar su filo. Gritos, alaridos. Hizo que «Don
Quijote» se desviara hacia la colina y empezara a rodearla.
Tony. Estaba enfrentándose al tercer hippae, agitando el arma mientras la bestia se
mantenía lejos de su alcance. Tony estaba demasiado cerca. ¡Si intentaba huir, el hippae
acabaría con él!
Miró hacia atrás. Los dos hippae que la habían atacado no parecían muy malheridos.
La sorpresa había conseguido que se quedaran quietos, pero aún estaban en condiciones
de luchar. Les había dado en el cuello, no en las patas. Tiró de las riendas e hizo que
«Don Quijote» se encabritara y girase sobre sus patas traseras.
—Vamos —le gritó, llevándole hacia el monstruo que se enfrentaba a Tony. Detrás de
la bestia había una pequeña pradera de hierba.
El corazón le latía con tal fuerza que sólo podía oír su martilleo: sus oídos retumbaban
con el eco de aquel palpitar que ahogaba el estruendo de los cascos. Cogió la lanza con
la mano izquierda, procurando relajar los dedos. Se estaban acercando.
—Vamos a saltar —le dijo a «Don Quijote»—. Vamos a saltar por encima de él, chico.
Justo por encima… —Y un instante después ya no había tiempo para decir nada más.
Sintió cómo los cuartos traseros de «Don Quijote» se tensaban, y pasaron volando sobre
la grupa del monstruo, y su lanza apuntó hacia abajo, hacia abajo y hacia atrás, y antes
de que se diera cuenta ya estaban al otro lado.
Se encontraban en una islita minúscula, tan pequeña que «Don Quijote» apenas si tuvo
el espacio suficiente para detenerse, girar y volver a saltar, cruzando de nuevo el agua
hasta llegar a la solidez de la ladera. Y Tony estaba allí, como atontado, contemplando al
hippae que babeaba con la columna vertebral seccionada, mientras los otros dos hippae
heridos venían hacia él.
Cuatro.
—¡Anthony! —gritó al pasar junto a él—. ¡Ven, «Estrella azul»!
Nunca supo si el jinete la había oído, pero la yegua sí la oyó. «Don Quijote» subió por
la pendiente más deprisa que los hippae heridos, con «Estrella azul» siguiéndole muy de
cerca. En cuanto hubieron logrado dejarles un poco atrás, Marjorie se desvió hacia el sur.
«Estrella azul» galopaba junto a ella. Corrió el riesgo de volverse hacia Tony. Su rostro
recordaba mucho al de Shevlok, pálido e inexpresivo. Marjorie hizo que «Don Quijote» se
acercara un poco más a «Estrella azul», y los dos caballos galoparon al unísono,
separados apenas por unos centímetros de distancia: Marjorie se inclinó y su guante
golpeó el rostro de Tony. Una, dos veces.
Tony volvió en sí, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No podía pensar —exclamó—. Se metió dentro de mí, y no me dejaba pensar.
—¡No se lo permitas! —le ordenó ella—. Chilla, grita. Insúltale, ¡pero no se lo permitas!
«Octavo día» y las dos yeguas debían llevarles un kilómetro de ventaja: cuatro hippae
les perseguían.
—Y ahora —dijo Marjorie, señalando hacia la derecha—, vamos a interceptarles.
Se inclinó hacia delante. Rigo, Sylvan y Rowena cabalgaban siguiendo los contornos
de la colina, rodeándola pero sin intentar escalarla. Recorrer todo el trayecto que les
separaba de la puerta requeriría dos o tres horas, suponiendo que los caballos galoparan
esforzándose al máximo. Si ella y Tony lograban subir un poco por la cuesta yendo hacia
el oeste, conseguirían interceptarles un poco más allá del punto en que su arco llegaba
más al sur. «Don Quijote» y «Estrella azul» galopaban con los flancos pegados, como si
fueran mellizos unidos por el corazón. Los dos hippae heridos les seguían lanzando
alaridos, con sus inexpresivos jinetes aún sobre la grupa. No eran lo bastante rápidos
para representar una amenaza inmediata, pero el cuchillo láser cauterizaba, además de
cortar, por lo que la pérdida de sangre tampoco les debilitaría demasiado.
—Siguen intentando meterse en mi cabeza —gritó Tony—, así que estoy pensando en
volver a casa.
Marjorie le sonrió, agitando la cabeza para darle ánimos. Sí, que pensara en lo que
quisiese, siempre que funcionara… Marjorie no sentía su presencia. Sentía algo pero no
eran los hippae. Era algo distinto.
—No mataste a tus individuos malos —comentó Alguien con una tranquila curiosidad
—. ¿Por qué matas a los nuestros?
—Porque a los míos podía atarlos y eso bastaba para impedir que le hicieran daño a
nadie —replicó ella—. A estas criaturas no puedo atarlas.
—Siempre podrías pensar en algún otro método —sugirió la voz.
—¡No! —replicó ella, irritada—. Eso es lo que se dice siempre. Si se te ocurre algún
otro método lo empleas, y si no lo empleas es porque no puedes. No puedes porque
careces de tiempo, o de dinero, o del material necesario… No puedes porque no existe
método alguno, o porque no hay tiempo, o porque no eres lo bastante listo.
Un pensamiento muy parecido a un suspiro. Un contacto, como una caricia.
—¡Maldita sea! —gritó Marjorie—. ¿No te das cuenta de que las respuestas teóricas no
son auténticas respuestas? ¡Tiene que ser algo que puedas hacer!
Un silencio perplejo. Tony estaba mirándola fijamente.
—¿Qué era eso? —gritó.
—Nada —murmuró ella, concentrándose en lo que estaban haciendo—. Nada, no era
nada… —El suelo parecía volar ante ellos. El cuero de sus sillas de montar crujía.
Cruzaban macizos de hierba y sentían el impacto de los tallos en sus cuerpos. Los
arbustos se materializaban bajo las patas de los caballos. Rocas, agujeros,
hondonadas…, llegaban y los caballos saltaban sobre ellos, haciéndolos desaparecer. Y
el par de hippae heridos les perseguía con sus aullidos. El tiempo pasaba, veloz pero
interminable. El pasado no era nada, por muy largo que fuese. El futuro lo era todo, sin
importar lo breve que fuera. Tony intentaba resistir las órdenes de los hippae, y el
esfuerzo vidriaba sus pupilas. Marjorie callaba, ayudando a «Don Quijote» con su silencio.
«Don Quijote» haría cuanto pudiese por ella: no tenía que estorbarle ni ponerle nervioso.
Llevaban toda una eternidad cabalgando, pero el arco de la colina que se recortaba contra
el cielo no parecía estar más cerca.
Y, por fin, llegaron a él. Coronaron la cima para ver a Rigo y los demás avanzando
hacia el sur, por debajo de ellos, acercándose cada vez más para completar el arco que
les llevaría nuevamente hacia el lado oeste de la colina sobre la que estaba construida la
Comunidad. Los cuatro hippae seguían persiguiendo a Rigo y a los otros dos jinetes, y
estaban más cerca que antes.
—Vamos, «Don Quijote» —gritó Marjorie, haciéndole bajar por la pendiente: quería que
Rigo supiera que estaba allí, pero le parecía que la distancia era demasiado grande para
que pudiese oírla.
Miró hacia el punto en que se cruzarían las dos trayectorias y pegó su cuerpo al cuello
de «Don Quijote», pidiéndole que fuera lo más deprisa posible. En cuanto hubieron
cubierto la mitad de la distancia que les separaba empezó a gritar, y vio cómo tres
cabezas se volvían hacia ella.
Rigo miró por encima de su hombro y comprendió lo que pretendía. Marjorie atacaría
por detrás a los cuatro hippae que les perseguían. Rigo, Rowena y Sylvan podrían volver
grupas y atacarles por delante mientras Marjorie y Tony les hostigaban por la
retaguardia…, lo cual habría sido una táctica muy aceptable de no ser por los otros dos
hippae que acababan de aparecer detrás de Marjorie y Tony. Su presencia haría que
Marjorie quedara atrapada entre dos grupos de enemigos.
Marjorie se dio la vuelta, vio lo que se les venía encima y lanzó una maldición. Había
pensado que los caballos podrían dejar atrás a ese par de bestias malheridas, pero los
hippae habían logrado seguirles. Seis hippae contra cinco seres humanos… Cuatro de
esos hippae habían sufrido heridas leves, cierto, pero eso no bastaba. No, no bastaba…
Del este llegó una especie de trueno inmenso. El suelo tembló. Los dos hippae de la
colina lanzaron un aullido de rabia, comprendiendo lo que había ocurrido unos segundos
antes que Marjorie. Los hombres de Alverd Bee habían volado el túnel. El túnel. Y, por
primera vez, Marjorie se dio cuenta de que el túnel era demasiado estrecho y tenía un
techo demasiado bajo para permitir una invasión relámpago a gran escala. Si los hippae
llevaban mucho tiempo planeando su ataque, lo más probable era que hubiese otros
túneles.
Aquel gran rastro que se abría paso por entre la hierba… Tenía que haber otros
túneles.
—Estamos buscando —dijo Alguien—. Todavía no hemos encontrado ningún otro
túnel.
Lo cual no quería decir que no existieran.
—¿Vais a ayudarnos? —le preguntó—. ¿Vais a permitir que nos maten haciéndolo todo
nosotros solos sin ninguna clase de ayuda?
No obtuvo respuesta.
Rigo había oído la explosión. Se inclinó sobre el cuello de «Octavo día», apremiándole
a ir más deprisa. «Su Majestad» y «Millefiori» volaban junto a él, veloces como el viento,
aumentando la distancia que les separaba de los hippae.
Marjorie se desvió hacia el norte. Aparecer detrás de los otros jinetes no serviría de
nada. Ahora su único objetivo era distanciarse de sus perseguidores. Tenían que llegar a
los riscos rocosos de Gom, a la puerta…
—Si fuerais vosotros quienes corrierais peligro, yo intentaría ayudaros —dijo Marjorie.
—Los humanos han colaborado con los hippae, les han ayudado a matar zorren. —Una
respuesta clara y seca, sin metáforas ni alusiones, expresada en palabras perfectamente
inteligibles. No era la voz familiar, sino otra que no conocía—. Siempre.
—Sabes condenadamente bien que eso no es verdad —gritó ella—. Los humanos han
sido utilizados por los hippae para matar a los zorren, y eso es algo muy distinto. —Lo que
acababa de decir no era del todo cierto, desde luego. Los humanos habían estado más
que dispuestos a dejarse utilizar en la Cacería.
Ninguna respuesta.
Siguieron galopando. «Don Quijote» estaba cubierto de espuma y le costaba respirar.
La cuesta era larga, y la armadura pesaba mucho. Marjorie cogió las riendas con los
dientes, sacó su cuchillo del bolsillo y cortó las tiras que sujetaban la armadura, una
alrededor del pecho de «Don Quijote» y dos a cada lado. Las placas metálicas cayeron al
suelo, y el caballo emitió un sonido que casi parecía una oración. Tony vio lo que hacía y
la imitó.
Rigo había estado observándoles. Asintió con la cabeza y le gritó algo a los otros dos
jinetes. Sylvan y Rigo hicieron lo mismo que ella pero Rowena, desesperada, les gritó que
no llevaba encima ningún cuchillo. Había llegado la última y nadie había pensado en darle
uno.
«Millefiori» tropezó, como si aquel grito la hubiera distraído, y cayó al suelo. Rowena
logró apartarse de un salto y se incorporó, mirando a su alrededor. Corrió hacia la yegua y
montó de nuevo en ella, saltando y girando sobre sí misma en un solo gesto mientras
«Millefiori» luchaba por levantarse y lo conseguía, aunque cojeaba un poco. La yegua se
lanzó nuevamente al galope, aunque más despacio que antes, y Rowena no tardó en
distanciarse de los demás.
Sylvan se dio cuenta. Hizo volver grupas a «Su Majestad» y trazó un círculo que acabó
llevándole junto a su madre. Alargó la mano y la depositó en su silla de montar. Ahora
«Su Majestad» tenía que llevar el doble de peso y no podía correr tanto. «Millefiori» iba
cada vez más despacio. Sylvan retrocedió un poco para que su madre tuviera más
espacio. Un hippae saltó hacia delante con una rapidez asombrosa y sus mandíbulas se
cerraron sobre Sylvan, haciéndole salir despedido de la grupa de «Su Majestad». Otro
hippae estaba logrando alcanzar a «Millefiori», preparándose para saltar. Rowena, con el
rostro pálido como una muerta y la boca abierta lanzando un aullido que nadie podía oír,
siguió cabalgando.
Sylvan había desaparecido. El lugar donde había caído estaba vacío y no había ni
rastro de movimiento. Marjorie gritó, dominada por la ira y la pena, y las lágrimas corrieron
por su rostro.
—Empezaré quemando el bosque. No arderá con facilidad pero lo conseguiremos,
aunque no sepa cómo. Después quemaré toda la hierba, hasta el último tallo. Eso
acabará con la plaga y con los hippae. Ya no habrá más hippae.
—¿Y nosotros? —gritó una multitud de voces.
—Vosotros… ¿Y qué? —rugió ella—. No servís de nada, no sois capaces de
ayudamos… No os importamos. ¿Por qué deberíais importarnos a nosotros?
Un gemido. Un rugido. Un chasquido ahogado, como el golpe que un ser le da a otro.
Y, de repente, algo apareció detrás de «Millefiori», algo que brotó del aire para
enfrentarse al hippae que la perseguía. Un remolino de colores, malva, cereza y púrpura,
el agitarse de una cola y la ondulación de unos hombros, un espejismo de aire tembloroso
en movimiento.
—Si Él tiene que hacerlo solo —gritó Marjorie—, os juro que quemaré el bosque
aunque tenga que hacerlo con mis propias manos.
—Los que nos siguen se acercan cada vez más —gritó Tony—. «Estrella azul» está
agotada.
—Todos estamos agotados —exclamó ella, y las lágrimas corrieron por su cara. El
punto donde había caído Sylvan estaba cubierto por una confusa masa de criaturas—. Ve
hacia el camino. —Se volvió a mirar y alzó los ojos hacia el sol. Llevaban más de una
hora galopando. Quizá dos… Cincuenta kilómetros, más o menos, siempre sobre terreno
desigual y un buen rato cuesta arriba, con casi treinta kilómetros más que cubrir antes de
que volvieran a estar cerca de la puerta—. Si muero aquí, mi familia quemará el bosque
—les amenazó—. Juro por Dios que lo harán…
—¿Qué está pasando ahí abajo? —gritó Tony—. Los hippae se han detenido.
Se habían detenido. Se habían detenido, daban la vuelta, estaban huyendo… No por el
camino que habían seguido al venir, desgraciadamente. Iban cuesta arriba. Hacia
Marjorie.
—Son los zorren —gritó Marjorie—. No están donde yo habría querido que estuvieran,
pero supongo que eso es mejor que nada.
Intentó pensar con filosofía en el momento de la muerte, pero no lo consiguió. Trató de
no tener miedo, pero tampoco lo consiguió.
—Tony, tenemos que acabar con los dos que nos siguen antes de que nos alcancen
los otros.
Tony se volvió hacia ella. Estaba muy pálido.
—¡Tenemos que hacerlo! Si los otros cuatro nos alcanzan, estaremos rodeados por
todas partes.
Tony asintió, mordiéndose el labio. Marjorie vio brotar las gotas de sangre, la única
mancha de color que había en su rostro.
—Conecta tu lanza.
Tony se había olvidado de ella. Apretó el gatillo y contempló la zumbante hoja, casi
hipnotizado.
—¡Tony! Presta atención. —Le indicó cómo quería que se moviera: debían trazar un
gran círculo yendo en direcciones opuestas, atacando a los hippae heridos por ambos
lados.
Empezaron a separarse, volvieron grupas y se lanzaron hacia los monstruos que les
perseguían antes de que los hippae comprendieran lo que ocurría. Cuando lo
comprendieron también se separaron, y cada uno escogió un caballo al que atacar.
Marjorie intentó olvidarse de su hijo y se concentró en lo que estaba haciendo. Con el
cilindro de su lanza extendido ante ella, la llama de su hoja claramente visible incluso a la
luz del día…
Un rugido sobre su cabeza. Alzó los ojos y vio a Roald Few y Asmir Tanlig haciéndole
señas desde un aerocoche, gritándole. Logró leer el movimiento de sus labios.
—La recogeremos, la recogeremos…
¡Abandonar a «Don Quijote» y a «Estrella azul» para que se enfrentaran a esas bestias
sin ayuda! Negó con la cabeza y les hizo señas de que se fueran. No se dio cuenta de lo
que había hecho hasta que no vio ascender al vehículo. Oh, Dios, qué idiota he sido. Qué
idiota. Y, sin embargo…
El hippae estaba ante ella, dando vueltas justo allí donde no podía alcanzarle, haciendo
fintas, atacándola y retrocediendo. Podía maniobrar más deprisa que «Don Quijote». El
caballo mantenía su cabeza vuelta hacia la bestia, danzando como si llevara zapatillas de
ballet, como si estuviera de puntillas. Oyó el grito de Tony, detrás de ella. No se atrevió a
mirar. Otro paso de baile, y otro. Y «Don Quijote» se lanzó a la carga. Marjorie no se lo
había ordenado, pero «Don Quijote» decidió atacar. Una posibilidad, una abertura que su
lanza supo aprovechar, y ya estaban volviendo a bailar mientras el hippae se derrumbaba
ante ellos, gritándole al cielo, con el cuello medio cercenado.
Cinco, gritó su mente mientras intentaba encontrar a Tony. Cinco.
El sexto hippae se inclinaba sobre su hijo mientras «Estrella azul» huía hacia esa
puerta tan lejana como si supiera dónde estaba, como si le hubieran dicho que esa puerta
representaba la salvación. El hippae agazapado abrió sus inmensas fauces para aullar,
contemplando al chico, dispuesto a arrancarle el rostro de un solo mordisco. «Don
Quijote» corrió hacia él, relinchando…
Un torbellino peludo sobre la espalda del hippae. Otro entre las fauces y el chico. Otro
en sus cuartos traseros, lanzándole zarpazos. Tres zorren. El confuso montón de cuerpos
que no paraban de gritar empezó a rodar cuesta abajo, luchando y debatiéndose.
Tony no se movía.
Marjorie desmontó y trató de subirle a la grupa de «Don Quijote». El caballo se arrodilló
para recibirle y, como antes, Marjorie no tuvo que hacerle ninguna señal. Marjorie volvió a
montar, sosteniendo el cuerpo de su hijo ante ella, y empezaron a galopar siguiendo el
mismo rumbo que había tomado «Estrella azul». Bueno, quizá no galoparan, pero al
menos estaban moviéndose…
Al final de la pendiente, más zorren estaban atacando al otro hippae. Rowena iba
detrás de Rigo. «Millefiori» la seguía, cojeando.
Ahora, pensó Marjorie. Traed aquí vuestro maldito aerocoche, vuestro aerocamión o lo
que sea. Venid ya…
Y ahí estaba, muy cerca de ellos, con Persun Pollut conduciendo y Sebastian Mecánico
dejando caer una rampa para los caballos.
—Sabía que no abandonaría a los caballos —dijo Persun en cuanto subieron a bordo
—. Le dije a Asmir que no querría, pero Roald dijo que no podía ser tan idiota.
Idiota, se dijo Marjorie. Idiota… Como si aquella palabra fuera la respuesta a un
problema que llevaba mucho tiempo preocupándola, y sintió cómo su mente resonaba con
los ecos de una enorme aprobación sin reservas.
Usaron el dígame para llamar a Klive, pero no obtuvieron respuesta. La hacienda de los
bon Laupmon sí respondió, pero la persona que habló con ellos no hizo caso alguno de
sus palabras, ni cuando le dijeron que Taronce había sobrevivido ni cuando le sugirieron
que debían evacuar la hacienda. Pero en Stane, tras enterarse de que tanto Dimoth como
Vince estaban muertos, Geraldria bon Maukerden le suplicó a Rowena que les enviara
toda la ayuda posible para evacuar la casa y la aldea. El alcalde Bee ya se había ocupado
de reunir todos los aerocoches y camiones disponibles para que fueran a las aldeas,
incluyendo la de los bon Damfels.
—Esos malditos bons pueden asarse en sus propias cenizas si quieren —gruñó—,
pero evacuaremos a nuestra gente de las aldeas.
Ya era demasiado tarde para evacuar a los habitantes de Klive. Los hippae atacaron
Klive antes de la voladura del túnel. Todo el mundo había muerto, tanto en la hacienda
como en la aldea: sólo quedaba un superviviente, Figor, al que encontraron
vagabundeando por entre las casas calcinadas con un cuchillo láser en la mano.
Rowena lloró cuando se enteró de las noticias, pero no tardó en limpiarse las lágrimas
con la mano izquierda. Su brazo derecho y su hombro estaban metidos en un Curalotodo.
—Emmy está aquí —dijo—. Amy está aquí. Shevlok está aquí, vivo… o medio vivo.
Figor estará bien. Pero Sylvan…, oh, Sylvan. Y mis primos, y mi vieja tía Jem…
Nadie tenía tiempo para llorar con ella. Habían encontrado un rastro que iba de Klive al
bosque pantanoso. Todos los hippae de Hierba parecían estar congregándose allí.
La flota de evacuación hizo varios viajes por encima de las praderas, yendo y viniendo
incluso después de que se detectaran incendios en Stane y Jorum, la hacienda de los bon
Bindersen. El Obermun Karl y la Obermum Lisian se negaron a abandonar la hacienda de
los bon Bindersen, pero sus hijos Traven y Maude se marcharon con la gente de la aldea,
como hicieron muchos de los que vivían en la casa de los bons.
Eric bon Haunser y Jason, el hijo del Obermun, decidieron unirse al grupo de gente que
fue evacuada de la hacienda bon Haunser. Felitia había muerto ante los muros de los bon
Laupmon, durante lo que Rigo acabaría recordando como «El Torneo».
La hacienda de los bon Laupmon fue destruida antes de que llegaran los vehículos,
pero los aldeanos cavaron un cortafuegos alrededor de la aldea y, armados con cuchillos,
se dispusieron a proteger su ganado. Cuando llegaron a la hacienda de los bon Smaerlok,
los conductores se enteraron de que los bons habían ido a cazar con los bon Tanlig.
Todos, incluso los ancianos… Una gran multitud de sabuesos y monturas apareció a
primera hora la mañana de la Cacería, y todos los ocupantes de las haciendas se habían
ido a cazar. En los edificios sólo quedaban niños. Los niños y los aldeanos fueron
evacuados; un gran rastro dejado por los hippae salía de la hacienda con rumbo hacia la
Comunidad.
El puesto de orden se convirtió en el centro nervioso de la Comunidad. Desde allí se
podía ver lo que sucedía en el puerto y recibir mensajes de las naves que iban a posarse
en él. Y si los hippae aparecían por algún otro túnel, el puesto de orden sería el lugar
desde donde se dirigirían las operaciones de la defensa.
Improvisaron un hospital en las residencias invernales, debajo del puesto de orden: el
hospital alojaría a Rowena, Stella, Emmy, Shevlok, Figor y una docena de personas más
que habían sufrido heridas graves antes de la evacuación o durante ella. Los que sólo
tenían heridas superficiales fueron atendidos y enviados a otros lugares. Cuando hubo
terminado de curar al último paciente, Lees Bergrem insistió en que quería cruzar la
puerta para ir al hospital con varios ayudantes suyos.
—Tanto me da que haya otro túnel o no: el equipo que necesito está en el hospital —le
dijo a Marjorie—. Creo que estoy en condiciones de encontrar la cura y tengo más
posibilidades de conseguirlo que ninguna otra persona, pero necesito mi equipo. No
puedo dejar que esos hippae me mantengan alejada de él.
—¿Tiene alguna idea, alguna línea de ataque para enfocar el problema? —le preguntó
Marjorie.
—Nada. Todavía no. Tengo unas cuantas ideas, pero de momento aún no he enfocado
mis investigaciones en ninguna dirección determinada. —Hizo caso omiso de las
advertencias de Gelatina y se marchó con sus ayudantes: todos iban cargados de comida,
agua y unos cuantos suministros enigmáticos que llevaron consigo cuando se evacuó el
Distrito Comercial.
Marjorie no tenía nada más que hacer. Tony estaba acostado en el dormitorio del
puesto de control, dispuesto a partir con la Lirio Estelar, que se marcharía dentro de unas
horas. Mainoa y Rillibee estaban en el bosque. Persun y Sebastian estaban ayudando al
alcalde Bee, instalando a los evacuados y fortificando las residencias invernales.
—Roald nos ha ofrecido una habitación en su casa —le dijo a Rigo—. Kinny, su mujer,
está preparándonos la cena. Podemos ir caminando…
Rigo se puso en pie, algo vacilante, y le sonrió, como queriendo disculparse.
—No sé si podré caminar.
Persun le oyó y fue hacia ellos.
—Tengo un vehículo fuera, señor. Es pequeño, pero hay sitio suficiente para usted y
lady Westriding, si no les importa ir algo apretados. De todas formas, tengo que ir allí…
Rigo le dio las gracias con una sonrisa, y partieron en un exhausto silencio hacia la
residencia veraniega de los Few.
Kinny, que tenía los ojos llenos de lágrimas, les llevó a una suite compuesta de varias
habitaciones, todas ellas muy cómodas.
—Sólo hemos perdido una aldea —les dijo, llorando—. Sólo una de siete… Pero toda
la gente de la ciudad está emparentada entre sí. Todo el mundo está llorando por Klive.
Marjorie pensó que ella también podía llorar por Klive y por toda aquella destrucción
inútil.
—Esos bons ya están queriendo hacerse cargo de todo, ¿saben? —siguió diciendo
Kinny, y agitó la cabeza con una mezcla de irritación, sorpresa y pena.
—No lo sabíamos —dijo Rigo—. ¿Qué quiere decir con eso de que intentan hacerse
cargo de todo?
—Oh, Embajador, ya sé que parece increíble, pero… Bueno, veamos. Es cosa de Eric,
el hermano del difunto Obermun Jerril bon Haunser, y de Jason, el hijo de Jerril. Y
también están Taronce bon Laupmon, sobrino del Obermun Lancel que murió, y Traven,
el hermano del difunto Obermun bon Bindersen… Es cosa de esos cuatro. Han decidido
tomar el mando de la Comunidad, al menos mientras dure la crisis. —Se rió, tan irritada
como divertida—. Le dijeron a Roald que han formado un consejo para encargarse de
todo. Roald y Alverd han intentado explicarles cuál es la situación, pero no es fácil…, con
ellos nunca es fácil.
—¿Pensaban que ustedes aceptarían sus órdenes? —preguntó Rigo, asombrado.
—Sí, eso es lo que pensaban. Bueno, la verdad es que cuando íbamos a las haciendas
siempre fingíamos obedecerles, ¿comprenden? Eso complacía a los bons y no nos
causaba ningún daño. Pero ahora la Comunidad se está jugando demasiadas cosas para
permitir que empiecen a enredarlo todo. Son tan ignorantes… —Torció el gesto y les
preguntó si tenían ganas de comer algo.
—Sí, creo que sí —dijo Marjorie, con un suspiro—. Ya no recuerdo cuándo comí por
última vez. Creo que fue en la Ciudad Arbórea.
—¡Oh, tengo muchas ganas de saber cómo es! Bueno, lávense y descansen un poco, y
la cena estará preparada en cuanto hayan terminado.
Kinny les sirvió la cena en la cocina, hablando sin parar de la Ciudad Arbórea y de una
docena de cosas más, interrumpiéndose de vez en cuando para llorar un poco y dejando
de llorar para echarse a reír por algo que acababa de recordar. Sólo cuando hubieron
cenado y estaban tomando el té se acordó de algo realmente importante.
—Oh, Roald llamó mientras estaban arreglándose. Me contó que mañana llegará una
gran nave, y me pidió que se lo dijera. Viene de Santidad. Roald dice que el gran pez
gordo en persona viaja en ella. El…, ¿cómo le llaman? El Jerarca.
—¿Va a dejar que se pongan en órbita? —preguntó Rigo, sintiendo que se le hacía un
nudo en el estómago al pensar en cuál podía ser el significado de esa visita.
Kinny negó con la cabeza.
—Roald dijo que ni él ni el alcalde Bee quieren tenerla en órbita, pero… Bueno, el
problema es: ¿cómo impedir que se quede ahí arriba, si es que quiere hacerlo?
La imaginación de Marjorie ya les llevaba mucha delantera.
—Rigo, tenemos que sacar a la doctora Bergrem del hospital. El hospital se encuentra
justo al lado del puerto. Si esa nave aterriza, si Santidad descubre en qué está
trabajando…
Rigo se puso en pie con un gemido.
—Vayamos a hablar otra vez con Alverd Bee.
—¿Qué es eso de «Clase Galaxia»? —quería saber el alcalde Bee.
—Es una nave de Santidad —dijo uno de los controladores del puerto—. La Israfel.
Nunca había visto una nave semejante.
Estaban en los aposentos invernales del puesto de orden. Desde las habitaciones
adyacentes les llegaban los gemidos de algún herido y el lloriqueo de los bebés
asustados. Alguien pasó corriendo por el pasillo, y los gemidos cesaron unos segundos
después. Los bebés siguieron llorando.
El hombre sentado ante el dígame no había hecho ningún caso de los ruidos.
—Una nave de guerra —dijo, contemplando el diagrama de la pantalla—. Una nave de
Santidad, una auténtica hija de sabueso…, y muy grande.
—Es un transporte de tropas —dijo Rigo, con los ojos entrecerrados para ver mejor el
diagrama por encima del hombro del operador—. Y también es una nave de combate.
Vieja… Todas sus naves lo son.
—No importa lo vieja que sea, lleva dentro un millar de hombres —dijo el controlador
del puerto—. Con auténticas armas de combate…
—La doctora Bergrem debe marcharse —dijo Marjorie—. Tiene que irse en la Lirio
Estelar. No puede quedarse aquí.
—La doctora Bergrem no tiene intención de ir a ninguna parte —dijo la voz de la
doctora a sus espaldas—. ¿Qué está pasando?
La doctora se quitó la capa y se sentó, como si pensara quedarse algún tiempo allí.
—Iba a la ciudad para recoger un libro que necesito, y he oído cómo alguien tomaba mi
nombre en vano.
—El nuevo Jerarca de Santidad está a punto de llegar —dijo Marjorie—. Cory
Strange… No debe estar aquí cuando llegue.
—¿Y por qué diablos no he de estar aquí? —La mujer se arrellanó un poco más en su
asiento, como dispuesta a no permitir que nadie la arrancara de él.
—¿Ha descubierto alguna cura para la plaga?
—No, todavía no. Pero creo que he dado con una línea de investigación bastante
prometedora. Si supiese…
—Pues entonces debe irse —dijo Rigo con voz seca.
La doctora enrojeció de irritación.
—Shh —dijo Marjorie—. Doctora Bergrem, le aseguro que es por su bien. Lea esto. —
Sacó de su bolsillo una copia de la carta enviada a Jhamlees Zoe y se la pasó.
Lees Bergrem la leyó y, cuando hubo terminado, volvió a leerla.
—¡No puedo creerlo!
Rigo abrió la boca para a replicar, pero Marjorie le tapó los labios con los dedos.
—¿Qué es lo que no cree?
—Que alguien fuera capaz de… Esto debe de ser una falsificación… —Contempló sus
rostros, y no vio en ellos nada salvo temor y preocupación—. Pero, ¿por qué iba a…?
¡Maldición! —Le pasó la nota a Alverd Bee.
—Tiene que marcharse —repitió Marjorie—. Puede que le falte poco para encontrar la
cura o algo que acabe llevando a una cura. Usted misma lo ha dicho. Si encuentra la
respuesta aquí, esa nave ya se habrá posado en el puerto y se asegurará de que nunca
tenga ocasión de revelársela a nadie. Mil soldados pueden ponernos a todos bajo arresto
domiciliario. Nuestro hijo irá a Semling con copias de esta carta, pero usted quizá pudiera
difundirlas mejor que él. Usted es conocida en su Universidad.
—Si me sacan de Hierba no podré hacer nada —dijo Lees Bergrem—. Necesito
muestras de tejido y de tierra. Necesito cosas que no existen en Semling. Olvídenlo.
Alverd Bee alzó los ojos: acababa de leer la carta, y estaba rojo de ira.
—Bueno, Lees, ya que se niega a salir de aquí, al menos deje que la escondamos en
algún sitio. Eso quiere decir que deberemos mover su equipo… Venga, díganos qué
necesita. Tenemos unas seis horas para esconderla y hacer despegar a la Lirio Estelar.
Después ya será demasiado tarde.
—El nuevo Jerarca aún no debe de saber nada de todo esto —dijo Rigo—. Jhamlees
Zoe no puede informarle hasta que no se haya posado en Hierba.
—Jhamlees Zoe no podrá informarle y punto —dijo Persun Pollut, entrando en la
habitación—. Sebastian y yo fuimos a la Abadía para ver si habían cambiado de opinión
en cuanto a eso de ser evacuados. Los hippae han estado allí. Las llamas llegaban hasta
Klive. La mitad de los alrededores están ardiendo.
—Bueno, así que nadie va a informar al Jerarca —anunció la doctora, volviéndose
hacia ellos como si quisiera reanudar la discusión—. Ya he tenido que marcharme una
vez del hospital. Acabamos de instalarnos. Puedo quedarme allí. El Jerarca nunca sabrá
qué estamos haciendo.
—No le importará lo que esté haciendo —dijo Marjorie en tono suplicante—. Doctora
Bergrem, cuando el Jerarca haya llegado a Hierba, usted tendrá que hacer lo que él diga,
o de lo contrario deberá vérselas con Santidad. Rigo y yo sabemos lo que es eso.
¡Créame! Ni los suyos tienen muchos derechos contra Santidad; los incrédulos no tienen
ningún derecho salvo el que sean capaces de ganarse por la fuerza. ¡Si el Jerarca decide
utilizar a sus mil soldados, no tendremos ningún derecho, ni el de hacer que llegue el
verano!
—Oh, está bien, está bien. ¡Me esconderé! Muestras de tejido, Alverd. Necesito
muestras de todos los bons que hayan sobrevivido. Mandaré a uno de mis ayudantes
para que las consiga. Y también necesito muestras de los niños. Necesito muestras de
tierra de varios sitios. Persun, venga conmigo y le explicaré qué necesito. Haré mi
equipaje. Pesa bastante. Mándenme algunos hombres para que se encarguen de
transportarlo.
Y se marchó.
—Bien, ¿qué piensan hacer? —les preguntó Alverd.
Rigo se puso en pie.
—Ahora no podemos hacer nada. Tony está durmiendo, y no creo que debamos
despertarle hasta que haya llegado el momento de que suba a la Lirio Estelar. Creo que
intentaremos dormir un poco. Cuando la nave de Santidad llegue aquí, necesitaremos
estar frescos y descansados. Puede que debamos darles unas cuantas pistas falsas…
La Israfel brillaba como una estrella y, al igual que una estrella, no se movió del cielo.
Una lanzadera se posó en el puerto para desembarcar un pequeño destacamento de
hombres al mando de un serafín con ángeles de seis alas en los hombros. El alcalde Bee
se encargó de recibirle.
—El Jerarca desea hablar con el Administrador Jhamlees Zoe en la Abadía de los
Hermanos Verdes. No hemos logrado ponernos en contacto con el Administrador a través
de su sistema de comunicaciones.
El alcalde Bee asintió con tristeza.
—La Abadía ha sido destruida por un incendio —dijo—. Estamos buscando a los
supervivientes.
Un silencio pensativo.
—El Jerarca quizá desee bajar para verificarlo personalmente.
—Hemos evacuado el Hotel del Puerto para que el Jerarca pueda utilizarlo —dijo el
alcalde—. Los incendios han consumido grandes extensiones de hierba y siete aldeas. La
ciudad está llena de refugiados.
—Aun así, es posible que el Jerarca prefiera estar en la ciudad —replicó el serafín.
—Bueno, naturalmente, si es su deseo… —dijo el alcalde Bee, asintiendo con la
cabeza—. Claro que en la ciudad se han dado ciertos casos de enfermedad, y
suponemos que el Jerarca preferirá no correr riesgos al respecto.
La expresión del serafín se mantuvo inalterable, aunque, cuando volvió a hablar, en su
voz había una nueva cautela.
—Los asesores del Jerarca les ayudarán en cuanto puedan. ¿Qué clase de
enfermedad es?
—No estamos muy seguros —dijo el alcalde Bee—. La gente empieza a cubrirse de
llagas… —Rillibee le había dicho cuál era el aspecto de un enfermo de la plaga. Rillibee
se lo había descrito mucho más detalladamente de lo que cualquier habitante de la
Comunidad hubiese querido.
El destacamento se instaló en el hotel vacío, pero el Jerarca no bajó a la superficie de
Hierba, sino que pidió ver a Rigo. Marjorie insistió en acompañarle.
—No debemos despertar sospechas —le dijo—. Vinimos aquí juntos. Ayudémonos un
poco el uno al otro.
—Te necesito, Marjorie.
Marjorie le miró con expresión pensativa.
—Es la primera vez que me lo dices, Rigo. ¿Solías decírselo a Eugenie?
Rigo se ruborizó.
—Quizá se lo haya dicho alguna vez.
—Que te necesiten y que te deseen, como solías decirme aunque de eso ya hace
mucho tiempo, son dos cosas distintas —dijo Marjorie—. Creo que el serafín nos está
esperando.
—El serafín —bufó Rigo—. ¿Por qué no pueden llamarle coronel o general? ¡Serafín!
—¡Tenemos que ser cautelosos! Procura ocultar lo que piensas. Este Jerarca no es tu
tío, y quizá ya sospeche de nosotros sólo porque no pertenecemos a su fe.
El Jerarca no parecía sentir ninguna suspicacia especial hacia ellos, aunque les habría
resultado difícil detectarlo: les saludó desde el otro lado de un panel transparente,
llamando su atención hacia aquel hecho como si ellos no pudieran verlo por sí mismos.
—Es cosa de mis consejeros —les dijo, en un tono de voz falsamente humilde que no
lograba ocultar la satisfacción que sentía—. No permiten que me exponga a ninguna clase
de riesgos.
—Muy prudente por su parte —dijo Rigo.
—Y bien, Embajador, ¿existen esos riesgos? —El Jerarca llevaba una túnica blanca
adornada con bordados de ángeles dorados en el dobladillo y en la pechera. Sus alas
metálicas proyectaban una especie de aureola parpadeante que le envolvía igual que un
halo. El rostro del Jerarca era de lo más normal, y no tenía ningún rasgo que le
distinguiera de los demás hombres. Pero la túnica…, era imposible no fijarse en ella. El
Jerarca repitió su pregunta—: ¿Ha habido muertes inexplicadas? ¿O muertes causadas
por la plaga?
—No lo sabemos —dijo Rigo, recordando que era probable que el Jerarca les tuviera
enfocados con un analizador. Alegar ignorancia resultaría menos arriesgado, ya que eso
era algo que casi siempre podía hacerse sin necesidad de mentir.
—Ha habido desapariciones —dijo Marjorie, lo cual no era ninguna mentira—. Hemos
estado intentando averiguar el cómo y el porqué de esas desapariciones. Si supiéramos lo
que atrajo la atención de Santidad hacia Hierba… Eso podría ayudarnos. La información
que se nos dio no era muy detallada.
Los ojos del Jerarca la midieron de pies a cabeza, como si estuviera intentando
averiguar la cantidad de carne que cubría sus huesos y cuál sería su calidad. Hasta ahora
nadie la había mirado así, y Marjorie sintió un escalofrío de terror. Estaba claro que el
Jerarca no sentía ni el más mínimo interés hacia ella como mujer o como persona.
—Bien, se lo diré. Un funcionario de Santidad fue a visitar a su familia. Uno de sus
parientes trabajaba en Shafne: era controlador del puerto. A veces ese pariente hacía una
breve parada en una taberna del puerto después de trabajar. Durante una de esas
ocasiones, se tomó una cerveza con el tripulante de un carguero cuyo nombre no
conocemos. Ese tripulante dijo que un amigo suyo, cuyo nombre también nos es
desconocido, tenía unas cuantas llagas en los brazos y en las piernas. Eso ocurrió antes
de que la nave se posara en Hierba. El enfermo estaba confinado en un módulo de
cuarentena. La nave estuvo en Hierba durante un período de tiempo no especificado.
Cuando llegaron a su siguiente destino, el hombre se había curado.
—¿Y eso es todo?
—Nuestro funcionario nos contó esa historia cuando volvió de visitar a su familia.
Nuestros ordenadores dicen que hay muchas probabilidades de que ese tripulante cuyo
nombre ignoramos tuviera la plaga, pero no hemos podido verificar si la historia es cierta.
El hombre que se la contó a nuestro funcionario murió a causa de la plaga poco después
de abandonar la Tierra. No sabemos cuál fue el siguiente destino de esa nave, y no
hemos logrado identificar ni la nave ni al tripulante.
Rigo alzó las manos en un gesto de frustración.
—Suponiendo que la historia sea cierta, la cura puede estar aquí o en cualquier otro
sitio. Y también es posible que ese hombre no tuviera la plaga. ¡La plaga no es la única
enfermedad que causa llagas! —Dejó que tanto su voz como sus modales expresaran
frustración y miedo. Eso era normal, y podía servir para disimular el nerviosismo que
sentía.
El Jerarca les contempló en silencio, con el rostro vacío de toda expresión.
—¿Han logrado encontrar algún superviviente de la Abadía?
Rigo asintió.
—Sí, han encontrado a unos cuantos. Algunos están empezando a volver a las ruinas
de la Abadía: han comprendido que las operaciones de búsqueda se concentran en esa
zona.
—¿Y mi viejo amigo Nod…, es decir, Jhamlees Zoe?
Rigo negó con la cabeza, pues no se atrevía a confiar en su voz. No, Jhamlees Zoe no
había sido encontrado. Si Rigo decía eso en voz alta, no haría falta ninguna máquina para
que el Jerarca detectara cuánto le alegraba el que no le hubiesen encontrado.
El Jerarca asintió, como si alguien acabara de hacerle una pregunta.
—Creo que me quedaré aquí durante algún tiempo. Es posible que Zoe acabe siendo
encontrado, o quizá logren dar con alguna información más precisa.
Cuando hubieron regresado a su lanzadera, Marjorie se volvió hacia Rigo.
—Rigo, ese tripulante del módulo de cuarentena, suponiendo que existiera…, supongo
que debieron de darle comida y agua de Hierba y que debió de respirar la atmósfera de
aquí, ¿no? —le preguntó.
—Por supuesto. —Rigo movió la cabeza señalando hacia los hombres sentados
delante de ellos—. Los módulos de cuarentena no dejan salir nada, pero los suministros
les llegan desde el exterior.
Marjorie intentó precisar la idea que estaba tomando forma en su mente, pero no le
hizo más preguntas.
Un puñado de soldados les escoltó hasta el puesto de orden.
—Bien, no cabe duda de que esa nave lleva a bordo un número de hombres armados
suficiente para controlar el planeta —le dijo Marjorie a Roald Few.
—Si es que deciden hacerlo —dijo Rigo.
—¿Qué creen que harán? —preguntó Roald, mirando de soslayo a su yerno, el alcalde.
—Creo que el Jerarca está indeciso —replicó Rigo—. Si estuviera en su lugar, mi
siguiente paso sería hacer bajar a los científicos.
—¿Y no cree que en tal caso se lo habría dicho? —quiso saber el alcalde.
Marjorie se rió, aunque en su risa no había ni pizca de alegría.
—No somos Santificados, alcalde Bee. No le caemos bien y no confía en nosotros. Lo
más probable es que no haya nadie que le caiga bien y que no confíe mucho en nadie.
Nos utilizará en todo lo que pueda, pero no nos dará nada a cambio.
—Un tipo listo —observó Alverd—. Hace bien no confiando en nosotros. Santidad
tampoco nos cae demasiado bien. Él sí que debería morir de la plaga.
—Cuando esa carta suya se haga pública, deseará haber muerto víctima de la plaga —
dijo Marjorie—. Hasta entonces, tenemos que aguantar y estorbarle todo lo posible.
No tuvieron más ocasión de estorbar las actividades del Jerarca. Los científicos de
Santidad desembarcaron y ocuparon el hospital, instalándose en él con sus misteriosos
equipos.
—Que descubran algo o no carece de importancia —le recordó Marjorie a Rigo—.
Siempre que la doctora Bergrem también lo descubra…
—Sería mejor que ella lo descubriese primero —murmuró Rigo, cogiendo a Marjorie del
brazo y llevándola hacia un rincón donde pudieran hablar sin interrupciones—. Debemos
ponernos de acuerdo sobre qué diremos si el Jerarca nos hace más preguntas. Toda la
Comunidad debe de ponerse de acuerdo para responder lo mismo…
Discutieron cuál iba a ser su estrategia, al principio solos y luego con Roald y Alverd.
En cuanto hubieron examinado el problema desde todos los ángulos posibles, volvieron a
sus habitaciones en las residencias invernales para dormir y disfrutar nuevamente de la
cocina de Kinny.
Rillibee emergió del bosque pantanoso a última hora de la tarde y les despertó.
Marjorie salió de su habitación bostezando, envuelta en una bata, y se encontró a Rigo
sentado en su cama con Rillibee al pie de ésta.
—He venido a buscar al padre James —dijo Rillibee—. Y al otro padre, si es que quiere
venir.
—¿Qué ocurre, Rillibee?
—Ojalá lo supiera. Los zorren están intentando tomar una decisión. Es por algo que
usted hizo, Marjorie. Habló con los zorren, ¿verdad?
—Sí, hablé con ellos durante el…, el episodio de la colina.
—No me lo habías contado —dijo Rigo, un poco irritado.
—Bueno, la verdad es que en ese momento no me pareció algo demasiado real —dijo
ella, sin perder la calma—. No habría sabido resumir en voz alta esa conversación… Me
pasé casi todo el rato pensando palabras, pero los zorren parecieron comprender la
amenaza que intentaba transmitirles.
—No creo que lo que les ocurre esté relacionado con ninguna amenaza. Es otra cosa…
El hermano Mainoa se está arrancando los pocos cabellos que le quedan intentando
averiguar qué puede ser. Bueno, no sé qué hizo usted, pero parece haber logrado que
cambien de actitud. ¿Sabía que ahora hay cientos y cientos de zorren en el bosque? No
paran de hablar los unos con los otros, gruñen, aullan, piensan, se sientan y se miran
fijamente golpeando el suelo con las garras, tap, tap, tap… Es como si alguien estuviera
proyectando imágenes de bestias sobre ti. No puedes verles. Das un rodeo para evitarles,
y no sabes por qué. Les oyes, y tu mente intenta creer que son los ruidos del viento. Al
final acabas tumbándote en tu cama, te tapas la cabeza con las manos, y lo único que
deseas es que se marchen…
»Bien, el caso es que no paran de discutir. Va a pasar algo, y pronto. Un zorren quiere
hablar con usted, Marjorie, pero le dije que no sabía si podría venir, por lo que está
dispuesto a conformarse con el padre James.
Marjorie agitó la cabeza, apenada.
—He de quedarme aquí. Si desapareciera, el Jerarca sospecharía que algo anda mal.
Tiene mil hombres armados y no vacilaría en dar la orden de que destruyeran el bosque,
la ciudad o lo que más le apeteciera en ese momento. Supongo que el padre James
querrá ir, si se siente con fuerzas para soportar el viaje.
—Me gustaría que Stella viniera con nosotros —dijo Rillibee, mirándose los pies.
Marjorie suspiró y se dio la vuelta. Stella seguía en el hospital, aunque ahora ya no
estaba metida en un Curalotodo.
—¿La has visto, Rillibee?
—No, vine aquí nada más salir del bosque.
—No es…, no es como era antes.
—Es como una niña —dijo Rillibee—. Una niña maravillosa.
—¿Y para qué quiere una niña maravillosa? —preguntó Rigo. Sus labios se fruncieron
en una tensa línea recta.
Rillibee se puso en pie, una silueta nervuda y flaca a la que su misma falta de estatura
y corpulencia hacían parecer mucho más digna.
—No pienso abusar de ella, si es eso lo que está pensando. Corre peligro. Todos los
que estén aquí corren peligro. Pero ustedes pueden decidir lo que quieren hacer, y ella
no. También me gustaría llevarme a Dimity y a Janetta. Por la misma razón… Ya que los
hippae las dejaron en tal estado, quizá los zorren puedan hacer algo para curarlas.
—¿Por qué no? —dijo Marjorie—. Si Rowena y Geraldria están dispuestas a dejar que
te las lleves, ¿por qué no? Tendrás que pedirles permiso, pero en cuanto a mí
concierne…, sí, llévate a Stella.
—¡Marjorie! —exclamó Rigo, muy irritado.
—Oh, vamos, Rigo, deja de rugirme —dijo ella secamente, en un tono de voz que Rigo
nunca le había oído emplear—. ¡Piensa! Ya estás volviendo a emplear todas tus viejas
respuestas automáticas del orgullo y la masculinidad.
—¡Es mi hija!
—También lo es mía, y tiene la cabeza totalmente vacía. No me conoce. Juega con
una pelota: la hace rebotar en una pared y la recoge. ¿Qué piensas hacer con ella?
¿Llevártela a la Tierra y contratar una niñera para que la cuide?
—Este…, este… —señaló a Rillibee—, ¿Qué?
—Este joven ha sido muy maltratado por Santidad, igual que todos nosotros —dijo ella
—. Este joven, que posee ciertos talentos y habilidades… Bien, ¿qué pasa con él?
—No puedes confiar en él, no…
—Confío en que no le hará nada ni una milésima parte de malo que cuanto le han
hecho ya los hippae porque tú se lo permitiste —gritó ella—. ¡Confío en que sabrá
cuidarla mejor que nosotros, Rigo! Sí, sabrá cuidarla mejor que su padre y su madre…
Confío en que cuidará de ella.
Rillibee, que se había pasado la mayor parte de aquella discusión intentando pasar
desapercibido, decidió llegado el momento de recordarles su presencia.
—Haré lo que sea mejor para ella. Eso es lo que siempre he querido, desde el primer
momento en que la vi: lo que sea mejor para ella. En estos momentos, en Hierba, sólo
hay un sitio seguro, y es la Ciudad Arbórea. De momento, ninguno de los problemas de
Hierba ha afectado a los árboles.
Rigo no dijo nada. Marjorie no podía verle la cara. No estaba segura de querer vérsela,
y no tenía ganas de seguir discutiendo con él. Fue hasta el dígame y habló con Geraldria
y Rowena, explicándoles la oferta de Rillibee y aconsejándoles que la aceptaran. Cuando
se dio la vuelta vio que Rigo estaba esperándola.
—¿Sí? —le preguntó, con cierta impaciencia.
—Sí —respondió él, como haciéndole un favor—. Está bien, lo aceptaré, al menos por
ahora. Quizá sea mejor que se quede un tiempo allí.
Marjorie intentó sonreír, y no lo consiguió del todo.
—Espero estar en lo cierto, Rigo. Me gustaría acertar de vez en cuando.
Rigo no le contestó. Se dio la vuelta y volvió a su habitación. Marjorie intentó dormir
pero no lo consiguió. Unas horas después, cuando ya faltaba poco para el amanecer, el
serafín y su escolta armada vinieron a buscarles, y sólo entonces descubrió que Rigo
tampoco había podido dormir.
Les dieron poco tiempo para vestirse. Quizá no fueran más que imaginaciones suyas,
pero tuvieron la impresión de que eran tratados con menos cortesía que antes. Cuando se
les llevó a presencia del Jerarca, vieron que otras dos personas les habían precedido. La
mano de Rigo apretó el brazo de Marjorie cuando vio quién era la primera de aquellas dos
personas, y el rostro de Marjorie se tensó durante unos segundos cuando vio quién era la
segunda.
—¡Admit! —exclamó ella, con lo que esperaba fuera un tono de voz alegre—. Rigo, es
Admit Maukerden. Oh, cómo me alegra ver que logró escapar al incendio de Colina del
Ópalo. Sebastian y Persun volvieron pasado un tiempo, pero usted no estaba entre la
gente que lograron rescatar.
—Mi nombre es Admit bon Maukerden —dijo él.
—¿Un bon? Jerril bon Haunser dijo que me proporcionaría un lateral —dijo ella.
—Me encargaron la misión de averiguar qué les había traído a Hierba —dijo él—. Los
bons querían saber qué andaban tramando. Igual que él ahora. —Señaló al Jerarca, que
les observaba desde el otro lado del panel—. Quiere saber qué están tramando.
—Bueno, por el amor del cielo, pues dígaselo, Admit —exclamó Marjorie—. Hable con
el Jerarca y dígale todo lo que quiera saber.
—Me interesa más lo que este otro pueda contarme —dijo la voz sedosa del Jerarca
protegido por su panel transparente.
El otro invitado estaba reclinado en su asiento como un lagarto sobre una roca, en una
postura de relajada satisfacción de la que sólo desentonaban los arañazos y morados
visibles en su cara y sus brazos. Era Huesos Largos.
—¿El hermano Flumzee? —le preguntó Marjorie al Jerarca, manteniendo la calma—.
Él y sus amigos intentaron matarme en el bosque pantanoso. ¿Qué otras cosas le ha
contado? —Se volvió hacia Huesos Largos, clavando los ojos en su rostro.
Huesos Largos sintió el peso de aquella mirada, y recordó lo que había olvidado sobre
las mujeres. A veces te compadecían. Y, cuando no, ni tan siquiera sabías por qué.
—Me ha contado que usted conocía muy bien a otro hermano, el hermano Mainoa —
dijo el Jerarca—. Asegura que la fe del hermano Mainoa no era demasiado firme, y que
sabía algo sobre la plaga.
—¿De veras? ¿Y qué sabía, hermano Flumzee? ¿O sigue prefiriendo que le llamen
Huesos Largos?
—Sabía algo —gritó Huesos Largos, odiando lo que veía en su rostro—. Fuasoi quería
verle muerto.
—¿Qué sabía? —preguntó el Jerarca—. Lady Westriding, señor Embajador…, creo
que, por su propio bien, sería mejor que me contaran todo cuanto sabía o creía saber ese
hermano.
—Será un placer —dijo Rigo—, aunque él podría contarle mucho más de lo que
sabemos nosotros…
—¿Está vivo? —preguntó secamente el Jerarca.
—Oh, pues claro —replicó Marjorie con voz tranquila—. Huesos Largos se marchó
dejando con nosotros a sus dos amigos para que mataran a Mainoa y al hermano Lourai,
pero no lo consiguieron. Creo que Huesos Largos odiaba al hermano Lourai, y ésa fue la
razón de que obrara así.
—¡Fuasoi nos ordenó matar a Mainoa! —gritó Huesos Largos.
—Bueno, supongo que es posible —siguió diciendo Marjorie, esforzándose por hablar
con calma, aunque su mente estaba funcionando a toda velocidad—, ya que el hermano
Mainoa pensaba que Fuasoi era un Mohoso. —Se volvió hacia Rigo y le hizo una leve
seña con la cabeza. Nunca le había hablado de ello, y rezó para que Rigo comprendiera
lo que intentaba hacer.
El Jerarca, que había empezado su interrogatorio con una furiosa intensidad, pareció
muy impresionado por sus palabras.
—¿Un Mohoso?
—Eso pensaba el hermano Mainoa —dijo Rigo, que había comprendido la señal de
Marjorie—. Porque…
—Porque de lo contrario Fuasoi no habría mandado matar a Mainoa —dijo Marjorie,
terminando la frase por él—. Si pensaba que Mainoa sabía algo sobre la plaga, la única
razón que podría justificar su muerte sería que Fuasoi fuese un Mohoso. Cualquier
persona que no fuera un Mohoso querría al hermano Mainoa vivo y contando cuanto
sabía. —Miró al Jerarca, notando cómo la histeria intentaba hacerse con el control de su
lengua.
—¿Mohosos aquí, en Hierba? —murmuró el Jerarca, muy pálido y con los labios
contorsionados en una mueca de horror—. ¿Aquí?
Rigo captó su terror y le dio gracias a Dios.
—Bueno, Su Eminencia —dijo como si intentara calmarle—, después de todo, el que
llegaran aquí sólo era cuestión de tiempo. Todo el mundo lo sabía. ¡Pero si hasta Sender
O'Neil me lo dijo!
La audiencia terminó bruscamente y se encontraron fuera de la estancia. Volvieron a
escoltarles hasta su lanzadera. Ni Huesos Largos ni Admit bon Maukerden fueron con
ellos: se los llevaron en otra dirección.
—¿Adónde van? —preguntó Marjoríe.
—Al puerto —respondió el jefe de la escolta—. Les retendremos allí por si el Jerarca
desea volver a hablar con ellos.
Marjorie sintió una leve esperanza. Si el Jerarca les había creído, tal vez acabara
marchándose. ¡Quizá lo hubiesen conseguido! Pero cuando llegaron al puerto no se les
permitió volver a la ciudad: les llevaron al hotel y les dieron una suite, ante cuya puerta
quedó apostado un centinela.
—¿Vamos a tener que quedarnos aquí sin comer nada? —le preguntó Marjorie.
—Alguien les traerá comida de la cantina de oficiales —dijo el centinela—. El Jerarca
quiere tenerles en un sitio donde pueda encontrarles fácilmente si les necesita.
En cuanto la puerta se hubo cerrado, separándoles del centinela, Marjorie pegó los
labios a la oreja de Rigo.
—Probablemente podrán oír todo lo que digamos.
Rigo asintió.
—Creo que Mainoa tenía razón —dijo en voz alta—. Creo que ese hermano como-se-
llame era un Mohoso. Probablemente debieron mandarle el virus en una nave hace
semanas, y supongo que los casos de la ciudad deben de haber sido provocados por ese
virus. Marjorie, creo que deberíamos marcharnos de este planeta lo más pronto posible.
—La miró, y agitó la cabeza en un gesto lleno de cansancio. ¿Qué más podían hacer, qué
podían decir aparte de esta mezcla hecha de medias verdades y mentiras parciales? Si el
Jerarca se asustaba lo suficiente, quizá su propio miedo bastara para hacerle huir.
Rigo se sentó, apoyó la espalda en el asiento y cerró los ojos. Marjorie tomó asiento
junto a él. La atmósfera de la habitación estaba llena de cosas por decir y del molesto
recuerdo de las cosas que sí habían llegado a decirse. Marjorie contempló el rostro
agotado de su esposo y sintió una pena casi impersonal, como los sentimientos que
solían inspirarle los habitantes de Ciudad Criadero. Y no podía ayudarle, igual que
tampoco había podido ayudarles a ellos…
La mente de Rigo seguía despierta tras las rendijas de sus párpados, preguntándose si
sería demasiado tarde, si ya habrían pasado demasiadas cosas… Eugenie, Stella, sus
acusaciones a Marjorie. Qué estúpido había sido. La conocía tan bien… Si había algo de
lo que podía estar seguro era de que Marjorie no sentía esa clase de apetitos. ¿Por qué la
había acusado?
Porque necesitaba acusarla de algo.
¿Y ahora? ¿Era demasiado tarde para perdonarle algo que nunca había llegado a
hacer?
18
Dos religiosos estaban sentados en la plaza de la Ciudad Arbórea de los arbai,
gozando de la tibia caricia de las brisas primaverales y comiendo frutos que un zorren les
había traído de los árboles cercanos. El zorren se había quedado con ellos para compartir
el banquete.
—Parecen ciruelas —dijo el padre James. Había llegado a la ciudad, montado a lomos
de un zorren, a media mañana. El padre Sandoval se había negado a venir. El hermano
Mainoa había llegado a la ciudad antes que él, y el viaje había resultado tan agotador que
aún no se había recuperado del todo. Mainoa se apoyaba en el pecho de un zorren, igual
que un niño encaramado en un gran sillón sombrío, mientras que el padre James
intentaba nuevamente convencerse de que los zorren eran reales y no sueños, visiones
amorfas, abstracciones o ilusiones. Convencerse de ello resultaba difícil, teniendo en
cuenta que uno jamás podía llegar a verlos del todo. Captaba un fugaz atisbo de una
zarpa o una mano, el brillo de un ojo, fragmentos de una pata o un lomo envueltos en
sombras. Si intentaba verlos en su totalidad, siempre acababa sintiendo dolor de cabeza y
escozor en los ojos. Se dio la vuelta, tras decidir que no valía la pena molestarse en
intentarlo. Pronto todo quedaría aclarado, de una u otra forma.
—Camaleones —murmuró el hermano Mainoa—. Camaleones psíquicos. Los hippae
también pueden hacerlo, aunque no tan bien como ellos.
El padre James sintió que le temblaban los labios.
—¿No cree que esta fruta recuerda mucho a las ciruelas? —repitió, anhelando algo
que le resultase familiar—. Aunque la textura se parece un poco más a la de las peras.
Claro que son más pequeñas…
—Teniendo en cuenta lo pronto que maduran, no me extraña —dijo el hermano
Mainoa, con una voz que hacía pensar en una mezcla de susurro y jadeo—. Las frutas del
verano y el otoño son más grandes, aunque provengan de los mismos árboles que éstas.
—Parecía estar bastante contento, aunque débil y cansado.
—Entonces, ¿dan fruto más de una vez por estación?
—Oh, sí —murmuró Mainoa—. No paran de dar fruto hasta el final del otoño.
Janetta bon Maukerden bailaba por un puente que se iniciaba en la plaza,
canturreando para sí misma. Dimity bon Damfels la observaba, con los labios envolviendo
su pulgar y una vaga curiosidad iluminándole los ojos. Stella estaba con Rillibee, en una
habitación que daba a la plaza. Los dos religiosos podían oír la voz del joven.
—Coge la fruta con la mano, Stella. Eso es… Ahora, dale un mordisco. Buena chica.
Limpíate el mentón. Buena chica. Anda, dale otro mordisco…
—Tiene mucha paciencia —murmuró el hermano Mainoa.
—Le hará falta —dijo el padre James—. ¡Tres, y todas igual! Pobres desgraciadas… Le
ayudaremos a cuidar de ellas mientras estemos aquí. Es lo menos que podemos hacer.
—Se quedó callado durante unos segundos, pensó en lo que acababa de decir y añadió
—: Si es que nos quedamos el tiempo suficiente para ayudarle, claro…
Un grupo de espectros vino hacia ellos, convirtió sus brazos, piernas y hombros en
tableros de ajedrez, les golpeó con los ecos sibilantes de su conversación, y acabó
dejándoles atrás. Un torbellino escarlata y azul giraba debajo de ellos yendo de árbol en
árbol; aquel ser abigarrado era un cuasi-pájaro muy diferente de las especies terrestres,
pero se parecía lo bastante a ellas como para que, cuando les veías, pensaras
automáticamente: «loro». Una sombra posó sus manos espectrales sobre la barandilla del
puente en el que bailaba Janetta y se acuclilló, volviéndole la espalda al vacío. Los arbai
no le daban mucha importancia a la evacuación de los excrementos.
—Usted elige, padre —dijo el hermano Mainoa, en un susurro casi inaudible—. Puede
hacer lo que quiera: quedarse o marcharse.
—¡Ni tan siquiera estamos seguros de si podremos vivir aquí! —protestó el sacerdote
—. La comida, por ejemplo… No estamos seguros de si esta fruta bastará para
mantenernos con vida.
—La fruta y las semillas de la hierba serán más que suficientes, padre —le aseguró el
hermano Mainoa—. El hermano Laeroa se ha pasado años enteros averiguando el valor
nutritivo de las combinaciones de varias semillas de hierba. Después de todo, padre, en la
Tierra hubo muchos hombres que vivieron alimentándose con trigo, arroz, cebada y poca
cosa más. Y todo eso también son semillas de hierba…
—Pero, si queremos recoger semillas de hierba, tendremos que ir a las praderas —dijo
el padre James—, y los hippae no nos lo permitirán.
—Oh, le aseguro que eso no sería ningún problema —dijo el hermano—. Tendría
protección… —Cerró los ojos y pareció quedarse adormilado, como hacía desde que llegó
a la ciudad.
—Aunque, ahora que lo pienso —dijo el padre James, recordando las granjas que
había visitado de niño—, el pantano quizá tenga patos y gansos. —Intentó soltar una
buena carcajada jovial, pero lo único que consiguió fue un tembloroso medio suspiro. El
joven sacerdote acababa de recordar que el puñado de seres humanos que vivía en
Hierba quizá se hubiera quedado solo en el universo. Tanto daba que tuvieras patos o
que no los tuvieras, quizá no quedara ningún otro sitio donde ir.
—Y, ahora, vuelve a limpiarte el mentón —dijo Rillibee Chime—, Así, Stella. Eres una
niña muy lista y muy buena.
Janetta seguía dando vueltas y canturreando, pero de repente se quedó quieta y, con
una voz perfectamente inteligible, dijo: «¡Caca!». Se subió la falda, se agarró a la
barandilla y se acuclilló, dejando asomar el trasero en la misma postura adoptada unos
momentos antes por la imagen del arbai.
—Puede hablar —dijo el padre James, aunque su observación resultaba más bien
innecesaria, y volvió la cabeza para no tener que contemplar las desnudas nalgas de
Janetta: se había ruborizado.
—Puede aprender, sí —dijo el hermano Mainoa, que había vuelto a despertarse.
El padre James suspiró, con la cabeza vuelta aún hacia un lado.
—Esperemos que pueda aprender a ser un poco más pudorosa.
El hermano Mainoa sonrió.
—O que nosotros podamos aprender a no preocuparnos tanto por los asuntos de la
carne. Está claro que a los arbai no les importaban demasiado.
El padre James sintió una gran tristeza, una oleada de emoción tan intensamente
dolorosa que casi parecía física. De repente vio al hermano Mainoa a través de los
sentidos de otro ser: un amigo muy frágil, un pariente fugaz y evanescente al que muy
pronto ya no le haría ninguna falta preocuparse por la carne.
Alguien estaba observándole. Alzó la cabeza y vio un par de ojos brillantes e
inhumanos que le miraban fijamente. Los ojos estaban llenos de unas lágrimas enormes y
muy humanas.
Poco después de la detención de los Yrarier, el serafín que estaba al mando de las
tropas del Jerarca hizo que algunos de sus «santos» se pusieran el uniforme de combate
—más para impresionar al populacho que por ninguna razón táctica— y llevó a cabo una
batida por la ciudad y las granjas cercanas, buscando, según dijo, a un tal hermano
Mainoa. Todo el mundo le había visto en un momento u otro, pero eso no les servía de
nada. Varios sabían dónde dormía. Otros sabían dónde había estado cenando unas horas
antes. Nadie sabía dónde se hallaba en ese preciso instante.
—Estaba deprimido —les dijo con la más transparente sinceridad un informante
llamado Persun Pollut—. Verá, casi todos los hermanos murieron quemados en el
incendio de la Abadía y… No me sorprendería que se hubiese marchado al bosque
pantanoso. Últimamente, varias personas han ido allí. —Todo lo cual era cierto. Aunque
obsequió al serafín con su expresión más triste y bastantes suspiros, Persun tenía
muchas ganas de ver la Ciudad Arbórea con sus propios ojos.
Los soldados registraron sin demasiado entusiasmo los confines del bosque, y una
patrulla se adentró un poco en la arboleda. Los soldados que la formaban volvieron
empapados hasta los muslos y dijeron que no podían recordar si habían visto algo o no.
Los ojos espía que recorrieron las sombrías avenidas cubiertas por un techado de lianas y
enredaderas tampoco vieron nada. O, al menos, los que se encargaban de seguir el
avance de los ojos espía en las pantallas de sus cascos estaban seguros de no haber
visto nada, lo que venía a ser lo mismo… Quienes inspeccionaron el bosque pantanoso
acabaron llegando a la conclusión de que, si aquel hermano como se llamara había
entrado en él, lo más probable era que llevase mucho tiempo ahogado.
Mientras tanto, los soldados que se quedaron en la ciudad fueron invitados a comer
pasteles y ganso asado y a beber muchas jarras de cerveza. Además, todo el mundo
parecía dispuesto a parlotear con ellos, aunque siempre sobre asuntos que nada tenían
que ver con lo que andaban buscando. La búsqueda siguió llevándose a cabo con una
creciente falta de entusiasmo y una jovialidad cada vez mayor, mientras el día iba
avanzando hacia el ocaso.
El serafín era todo un veterano de Santidad, capaz de soltar referencias al catecismo
aprovechando la más mínima oportunidad. La Comunidad escuchó sus opiniones con una
atención tan halagadora que empezó a pasárselo bien, aunque —como le dijo a
cualquiera que estuviese dispuesto a escucharle— se habría sentido más seguro teniendo
desplegados a unos centenares de santos, en vez de a un mísero par de docenas. Según
decía toda aquella buena gente, el planeta albergaba fuerzas hostiles, y esas fuerzas
hostiles ya habían llegado a construir una ruta de invasión por debajo del bosque.
—¿No tienen ningún tipo de máquina que pueda detectar las excavaciones? —les
preguntó—. Algún mecanismo que capte los temblores de tierra, ese tipo de cosas…
—Hierba no tiene temblores de tierra, al menos no de esa clase —le dijo Roald Few—.
El peor terremoto que hemos padecido lo causaron los hippae con sus danzas…
El serafín meneó la cabeza: se encontraba de muy buen humor, y pensó que podía
hacerles un pequeño favor.
—Cogeré unos cuantos detectores de la nave. Forman parte del equipo habitual: los
usamos para detectar a los zapadores que intentan abrirse paso por debajo de las
fortificaciones. Creo que les irán estupendamente.
—¿Dónde podemos ponerlos? —le preguntó el alcalde Bee—. ¿En la ciudad?
El serafín usó un dedo para trazar un mapa sobre el mantel.
—No —dijo con voz pensativa—. Pónganlos al norte de la ciudad, yo diría que a unas
dos terceras partes de la distancia que les separa del bosque. Bastará con una docena
puestos en semicírculo. En cuanto al receptor, pueden colocarlo en cualquier punto de la
ciudad… El puesto de orden sería un buen sitio. De esa forma, en cuanto algo empiece a
cavar, lo sabrán en seguida. —Sonrió beatíficamente, orgulloso de sí mismo por haber
podido serles útil.
Alverd miró a Roald y éste le devolvió la mirada. Bien, así podrían saberlo, desde
luego. Estupendo… ¿Y qué demonios harían en cuanto lo supieran?
La Israfel notaba muy lejos de toda aquella confusión, y el Jerarca empezaba a
ponerse realmente nervioso. Cuando interrogó por primera vez a los Yrarier quedó
convencido de que el embajador intentaba engañarle, aunque los analizadores no habían
estado seguros. Pero, la segunda vez, las máquinas afirmaron que tanto Rigo como
Marjorie decían la verdad. Comparados con Huesos Largos y con ese tal Maukerden —
que, según las máquinas, no habían parado de mentir desde que fueron concebidos—,
los Yrarier habían obtenido un certificado irreprochable de honestidad y de haberse
esforzado por ayudar al Jerarca. Pero no pertenecían a Santidad, y el Jerarca pensaba
que no eran demasiado listos. Todo aquel asunto de los Mohosos… No podía ser cierto.
Santidad había obrado con tanto cuidado que resultaba imposible. Habían ocultado la
existencia de la plaga, habían suprimido todos los indicios. Los Yrarier debían de haber
entendido mal lo que aquel hermano Mainoa había dicho sobre los Mohosos.
El Jerarca siguió pensando en el problema. La pareja había sido escogida por el
Jerarca anterior porque estaban casados y porque eran atletas olímpicos, y todo el mundo
sabía que los atletas no tienen mucho cerebro. Sí, el viejo Carlos se había equivocado.
Tendría que haber enviado a alguien más listo y más astuto. Y tendría que haberlo
enviado mucho tiempo antes, en vez de esperar al último instante. Bien, tener encerrados
a los Yrarier no serviría de nada. Y la lanzadera de aislamiento especialmente modificada
que sus expertos se habían encargado de construirle haría que el Jerarca estuviese a
salvo. ¡Cuando tomase tierta en Hierba, todo empezaría a moverse! ¡Habría grandes
descubrimientos, estaba seguro!
Pero, cuando iba a partir, recibió un mensajje de la superficie. Peligro, decía el serafín.
No sólo había posibilidades de plaga, sino que la presencia de unos animales muy
grandes y feroces hacía peligroso el que bajara a la superficie. Era muy posible que unas
criaturas hostiles estuvieran haciendo planes para atacar el puerto.
Aquel nuevo inconveniente bastó para que el Jerarca tuviera uno de sus poco
frecuentes ataques de ira y empezase a gritar. Los sirvientes que habían sobrevivido por
los pelos a sus ataques anteriores se dejaron dominar por el pánico y entraron en acción.
Tras los primeros cuidados de emergencia administrados por el médico personal del
Jerarca, el Jerarca se quedó dormido, y todo el mundo lanzó un suspiro de alivio. Se pasó
varios días durmiendo, y nadie se dio cuenta de que no había dado órdenes de liberar a
los Yrarier, y si hubo alguien que se diera cuenta de ello, no le importó demasiado.
Persun Pollut, Sebastian Mecánico y Roald Few llevaron los aparatos de escucha del
serafín a la pradera situada al norte de la ciudad y se encargaron de su instalación. Los
aparatos eran muy sencillos y la tarea no les resultó nada difícil: consistían en unos tubos
bastante delgados que debían ser introducidos en el suelo con la ayuda de un impulsor
mecánico. Una vez introducidos en el suelo, había que meterles dentro unos artefactos
igual de largos y delgados y, finalmente, había que atornillar los transmisores en la parte
superior del tubo.
—Son a prueba de idiotas —les había dicho el serafín—. Tienen que serlo si van a ser
utilizados por soldados que carecen de experiencia… A-B-C: clavarlos en el suelo, meter
dentro los aparatos, atornillar la tapa.
Quizá fueran a prueba de idiotas pero, además, eran francamente pesados. Usaron un
aerocoche para transportar la docena de aparatos y el voluminoso impulsor que
necesitarían para clavarlos en el suelo. Empezaron por el extremo occidental del arco
propuesto, clavando un aparato tras otro, y luego pusieron rumbo norte, moviéndose en
paralelo a la curvatura del bosque. A media tarde habían colocado siete aparatos, y
estaban llevando el arco hacia el este cuando Persun se protegió los ojos con el brazo y
dijo:
—Ahí arriba hay alguien que tiene apuros.
Dejaron de trabajar, y todos pudieron oírlo: la tos ahogada de un motor que se ponía en
marcha y se paraba, con pausas de silencio que recordaban la respiración de un
moribundo —las pausas entre tos y tos se hacían tan largas que uno acababa teniendo la
seguridad de que no volvería a oír ningún otro sonido—, y que siempre acababan siendo
interrumpidas por una nueva tos.
No tardaron en verlo: un aerocoche venía hacia ellos, tan bajo que casi rozaba las
copas de los árboles. Se sacudía y temblaba, moviéndose como a tirones. Apenas hubo
dejado atrás las copas de los árboles empezó a caer, logró subir un poco, y acabó
estrellándose entre ellos y el pantano, a unos cien metros de distancia.
Persun echó a correr hacia él, con Sebastian pisándole los talones. Roald les siguió
más despacio. Al principio les pareció que dentro del aerocoche no quedaba nadie con
vida, pero un instante después la portezuela se abrió con un chirrido agónico de metal
deformado, y un aturdido Hermano Verde emergió del vehículo agarrándose la cabeza
con las manos. Otros hermanos le siguieron: seis, ocho…, una docena de ellos. Nada
más salir del aerocoche se dejaron caer al suelo, dando claras muestras de estar
agotados.
Persun fue el primero en llegar hasta ellos.
—Me llamo Pollut —dijo—. Podemos hacer venir algunos aerocoches para que les
recojan, ya que el suyo parece incapaz de seguir volando.
El más viejo de los hermanos se puso en pie con un considerable esfuerzo y le ofreció
una mano que la edad había cubierto de manchitas marrones.
—Soy el reverendo hermano Laeroa. Nos mantuvimos cerca de la Abadía pensando
que podríamos recoger a más supervivientes, pero está claro que nos quedamos
demasiado rato dando vueltas. Apenas si tuvimos el combustible suficiente para llegar
hasta aquí.
—Me sorprende verles con vida —dijo Sebastian—. La Abadía quedó totalmente
destrozada.
Laeroa se limpió el rostro con unos dedos que no paraban de temblar.
—Cuando nos enteramos de que Colina del Ópalo y las demás haciendas habían sido
atacadas, le sugerimos al reverendo hermano Jhamlees Zoe que evacuara la Abadía. Nos
dijo que los hippae no tenían ningún motivo para hacerle daño a los hermanos. Intenté
explicarle que los hippae no necesitaban ninguna excusa para matar… —Se tambaleó, y
un hermano fue hacia él para ofrecerle su brazo. Laeroa logró recuperarse y siguió
hablando con el mismo tono de voz educado y preciso, como si estuviera en un pulpito—.
Zoe no toleraba que nadie le llevase la contraria y jamás atendía a razones, por lo que
estos hermanos y yo empezamos a dormir en el aerocoche.
—¿Estaban ahí cuando los hippae atacaron?
—Estábamos en el aerocoche cuando empezaron los incendios —dijo uno de los
hermanos más jóvenes—. Despegamos y nos alejamos hacia la hierba, pensando que
luego quizá pudiéramos recoger algún superviviente. No sé cuántos días hemos estado
dando vueltas por allí, pero sólo encontramos a uno.
—Nosotros logramos salvar a un par de docenas —les dijo Sebastian Mecánico—,
jóvenes casi todos. Se habían internado bastante en la hierba. Puede que haya más.
Cada día se hace una salida para buscar más supervivientes. Los hippae ya se han
marchado. Ahora están alrededor del bosque pantanoso.
—Pero no podrán abrirse paso por él, ¿verdad? —preguntó uno de los hermanos,
obviamente aquel al que habían rescatado. Estaba muy pálido, y un cabestrillo sostenía lo
que le quedaba del brazo izquierdo.
—No creemos que puedan —dijo Sebastian, intentando tranquilizarle—. Y, si lo
hicieran, las residencias de invierno tienen puertas muy gruesas, y ya estamos fabricando
armas para utilizarlas contra ellos.
—Armas —jadeó un hermano—. Esperaba que no…
—¿Esperaba que pudiéramos hablar con ellos? —le preguntó con amargura el
reverendo hermano Laeroa—. Olvídelo, hermano. Ya sé que trabajaba usted en el
departamento de Doctrina, pero olvídelo… Estoy seguro de que Jhamlees Zoe no perdió
la esperanza de convertir a los hippae hasta que le mataron. Creyó que lo conseguiría
desde que llegó a Hierba, aunque no sé cuántas veces le repetí que eso era como
intentar que los tigres se volvieran vegetarianos…
Sebastian agitó la cabeza indicando que estaba de acuerdo con él.
—Den gracias de que los hippae no tengan garras como los tigres de la Tierra —dijo—.
Sí las tuvieran podrían trepar, y el bosque no nos protegería de ellos. Bueno, vayan
subiendo por esa pendiente. Usaré el dígame y haré que alguien venga a recogerles.
Los hermanos se pusieron en pie y empezaron a subir cansinamente por la cuesta en
una larga fila. Cuando Sebastian y Persun se hubieron convencido de que todos podían
caminar, fueron hacia su aerocoche y Roald mandó un mensaje pidiendo ayuda.
—Ya vienen —dijo Roald en cuanto hubo terminado de hablar.
—Bien —murmuró Sebastian—. Algunos parecen incapaces de andar cien metros sin
caerse…
—Unos treinta supervivientes, cuando había más de mil hermanos —comentó Persun,
mientras empezaban a instalar otro aparato detector.
—Bueno, quizá no esté bien decirlo, pero al menos no tenemos que enterrar los
cadáveres de los novecientos y pico restantes: no hay ni rastro de ellos —observó
Sebastian, apoyándose en el impulsor—. ¿Te has fijado en qué callado está todo?
Los dos hombres miraron a su alrededor.
—El ruido del impulsor habrá asustado a todos los animales —dijo Persun.
—El impulsor no hace tanto ruido... Y llevamos un rato sin utilizarlo.
—Entonces habrá sido el ruido del aerocoche.
El silencio persistía. El bosque, que normalmente estaba lleno de gruñidos y
chasquidos, estaba absolutamente silencioso: tanto los pájaros fugaces como los mirones
se habían quedado callados.
—Me preocupa —murmuró Persun—. Algo anda mal. Lo noto. —Fue hacía el
aerocoche, al tiempo que se metía la mano en el bolsillo para sacar su cuchillo láser.
Oyó cómo Sebastian lanzaba un gemido a su espalda.
Una cabeza estaba contemplándoles entre los árboles, pero su propietario no podía ver
nada. Unos ojos vidriosos se volvieron hacia ellos. La carne que los rodeaba había sido
desgarrada hasta dejar al descubierto el húmedo resplandor blanquecino del hueso. La
cabeza osciló sobre su cuello, subiendo y subiendo hasta revelar los hombros, los brazos
y las horrendas mandíbulas del hippae que había debajo. ¡Un jinete sobre una montura!
Un jinete muerto, o tan cerca de la muerte que era como si ya lo estuviese… Aquella boca
de cadáver se abrió para emitir una mezcla de grito y castañeteo y, al oír aquel sonido,
todo el bosque pareció cobrar vida de repente.
Los jinetes y las monturas emergieron de entre los árboles lanzando gritos de odio,
desafío y muerte, proclamando su voluntad de desmembrar a cualquier humano que
encontraran. Persun giró sobre sí mismo para tirar de Sebastian, que se había quedado
inmóvil, como si estuviera hipnotizado.
Antes de que su cuerpo fuera hecho pedazos, Sebastian tuvo el tiempo justo para
pensar que todo su trabajo de aquella mañana había sido inútil.
Persun empezó a retroceder hacia el aerocoche lanzando tajos con su cuchillo,
mientras intentaba contener el grito que pugnaba por salir de su garganta. Tenía que
haber otro túnel al norte… Unos dientes afilados como navajas desgarraron el brazo con
que sostenía el cuchillo, y su arma cayó al suelo, chocando con una roca. Apretó las
mandíbulas, preparándose para la última oleada de dolor, contemplando los ciegos y
muertos ojos del jinete que tenía delante.
Algo se interpuso entre él y los dientes del hippae. El aerocoche flotaba a escasa
distancia del suelo; Roald le gritaba algo ininteligible. Los dientes del hippae se lanzaron
hacia él y se apartaron. Persun saltó hacia la portezuela del coche y, al hacerlo, vio otros
aerocoches suspendidos sobre la patética fila de hermanos vestidos de verde: algunos
corrían con paso tambaleante, otros yacían muertos en el suelo, y otros habían logrado
refugiarse en los vehículos, mientras que un torbellino de hippae aullaba y se encabritaba
a su alrededor, con los cuerpos de sus jinetes oscilando y retorciéndose como si
estuvieran atados sobre sus grupas.
Persun intentó no ver lo que quedaba de Sebastian cuando empezaron a subir. La
sangre goteaba de sus dedos inmóviles. Asomó la cabeza por la portezuela del
aerocoche. Jaurías de hippae y sabuesos iban ya hacia la ciudad. Roald gritaba por el
dígame. Persun vio a un hermano partido en dos. Algunos aullaban. Su mente parecía
incapaz de pensar en nada salvo en esos dedos que no podía mover. Eran los dedos que
usaba para tallar, y no podía moverlos… Roald gritó: acababa de ver algo, pero Persun no
se volvió a mirar. No podía mover los dedos, y pensó que quizá habría sido mejor que
hubiese muerto.
Marjorie despertó en su suite del Hotel del Puerto al oír los primeros aullidos de los
hippae. Sus ventanas no daban hacia esa zona del puerto. Cruzó la habitación donde
Rigo dormía, agotado, y miró por la ventana del otro cuarto que daba al exterior. El puerto
estaba lleno de luces que se movían locamente de un lado para otro.
Vio hippae entrando y saliendo de las sombras. Fue hacia la puerta de la suite sin
despertar a Rigo y la abrió. El centinela de día había sido sustituido por otro hombre.
—Soldado, eche un vistazo por esa ventana —le dijo—. Unas criaturas muy peligrosas
andan sueltas por ahí fuera.
El soldado le hizo una seña para que volviera a entrar en la habitación, como si ella
fuese una de esas criaturas peligrosas: ella, con la ropa arrugada, sin armas, con su
cabellera desordenada medio tapándole el rostro… Pero cuando hubo mirado por la
ventana puso cara de confusión, como si tuviera que luchar contra varios deseos que le
impulsaban a moverse en direcciones opuestas.
—Si vamos a quedarnos aquí, necesitaremos protegernos de esas bestias —dijo
Marjorie—. Debemos suponer que acabarán viniendo al hotel.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó el soldado.
—No pueden subir escaleras —dijo ella—, pero no son estúpidas. Quizá sepan para
qué sirven los pozos elevadores, o quizá logren imaginárselo. Tenemos que desconectar
la energía de los conductos. Estamos en el cuarto piso. Sin ascensores, es probable que
no consigan llegar hasta aquí.
—Los sistemas de energía deben de estar abajo —dijo el soldado.
—Pues entonces tendremos que bajar.
El soldado dio unos pasos hacia los pozos, se detuvo y se volvió hacia ella, indeciso.
—Vamos, muchacho —dijo ella secamente—. Soy lo bastante vieja para ser tu madre,
así que tengo derecho a gritarte. ¡Decide qué piensas hacer!
El soldado hizo el gesto de dejar su arma en el suelo.
—No, llévatela —le ordenó Marjorie—. Podrían irrumpir en el hotel mientras estamos
abajo.
Entraron juntos en el pozo de bajada, y Marjorie se pasó todo el trayecto lanzando
maldiciones al ver lo despacio que iban. El lujo parecía requerir pozos lentos, y el Hotel
del Puerto presumía de ser muy lujoso. Pasaron flotando ante las puertas igual que si
fuesen motas de polvo y acabaron a cinco niveles por debajo del suelo, con otros cinco
niveles más que recorrer según indicaba el tablero que tenían delante.
—Ahí abajo están las residencias invernales —dijo Marjorie—. Me había olvidado de
ellas…
—Aquí debe de hacer mucho frío, ¿no? —quiso saber el centinela, mientras miraba
distraídamente a su alrededor.
—Tengo la impresión de que el frío es sólo una parte del problema —respondió
Marjorie—. Y ahora, ¿hacia dónde?
El soldado señaló hacia delante. La sala de sistemas estaba frente al pozo, protegida
por una gruesa puerta metálica que daba a una habitación llena de consolas y medidores
de burbuja.
—Probablemente lo mejor sería desconectarlo todo —dijo Marjorie.
—¿Todo? Pero entonces nos quedaremos sin agua y sin nada. Además, ¿cómo
volveremos a subir?
—Treparemos por el conducto —dijo ella. Fue hacia la consola y empezó a leer
etiquetas. Control principal. Bomba principal. La bomba principal parecía disponer de un
circuito independiente del control principal. Quizá pudieran cortar la energía conservando
el abastecimiento de agua. Marjorie quitó la barrera protectora y accionó el interruptor
principal. La habitación quedó a oscuras.
—Maldición —gruñó.
Una luz cegadora cayó sobre sus ojos.
—Tendría que haberlas conectado antes —confesó el soldado, ajustando la intensidad
de las lámparas de su casco—. ¿Por dónde subimos?
—Por el conducto —dijo ella—. Usaremos la escalerilla de emergencia.
Fueron hacia el conducto y se asomaron a un pozo lleno de gélida oscuridad hasta
encontrar un frío barrote metálico. Empezaron a trepar, Marjorie primero, con el camino
iluminado por las lámparas del soldado.
—Un trasto muy útil —comentó Marjorie entre jadeo y jadeo, cuando estaban
aproximándose ya al cuarto nivel—. Tu casco, quiero decir… ¿Te permite ver en el
espectro infrarrojo?
—Sí —dijo él—, y tiene seis combinaciones de filtros más. Sabe distinguir los seres
vivos de los muertos, y también tiene un detector de movimientos. Y si lo conecta a los
controles del brazo de la armadura, tiene potencial de fuego automático. —Parecía estar
orgulloso de su casco, y Marjorie pensó que todo ese orgullo y confianza estaban muy
bien. Quizá los necesitara. Su seguridad podía depender del casco.
—Bueno —dijo, cuando llegaron al cuarto nivel—, supongo que lo mejor será que entre
en la suite. Cerraremos la puerta con llave, por si acaso alguien o algo logra subir hasta
aquí.
Rigo seguía durmiendo. Estaba pálido y parecía muy cansado.
—Cuando despierte tendrá hambre —dijo Marjorie—. No tenemos comida.
—Raciones de emergencia —dijo el chico desde detrás de ella, dándose golpecitos en
el compartimiento alargado que recubría la coraza de su muslo—. Suficientes para
mantener vivo a un hombre durante diez días. Bastarán para que los tres aguantemos un
tiempo, supongo… No tienen demasiado buen sabor, pero los querubines dicen que son
muy nutritivas. —Señaló hacia el hombre dormido—. ¿Ha estado enfermo?
Marjorie asintió. Sí, Rigo había estado enfermo. Todos los jinetes habían estado
enfermos…
—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. ¿Eres un Santificado?
El joven sonrió con orgullo.
—Me llamo Favel Cobham, señora. Y, sí, soy un Santificado. Toda mi familia lo es. Me
registraron cuando nací. He sido salvado para la eternidad.
—Qué suerte —dijo ella; se volvió de nuevo hacia la cama de Rigo. Si los hippae
lograban abrirse paso por el Hotel del Puerto, ella y Rigo no lograrían salvar ni esta
mísera vida de ahora. Tony quizá pudiera, si alguien encontraba pronto una cura. Y
Stella… Recordó cómo la miraba Rillibee, y pensó que quizá Stella se hubiera salvado. Si
no para la eternidad, sí al menos para vivir la existencia de un ser minúsculo, y nadie
podía esperar nada más que eso, ¿verdad?
Fue a la ventana y contempló los inmensos graneros pegados al muro. ¡Los caballos!
Podía ver el granero desde donde estaban. Era una construcción sólida, cierto, pero no
inexpugnable, y la red de túneles la unía al edificio donde se hallaban. Todo estaba
conectado entre sí. ¿Sabría llegar hasta allí? Hurgó en el bolsillo de su chaqueta y
encontró la grabadora que el hermano Mainoa le había devuelto.
—El serafín tenía a unos cuantos hombres en la ciudad —dijo el soldado.
—¿Y qué harán? —le preguntó ella.
El soldado meneó la cabeza.
—El serafín… Bueno, es lo que usted llamaría un conservador, señora. He oído que los
querubines lo decían más de una vez. Esperará hasta el amanecer, y probablemente hará
una barrida desde el muro con los hombres en fuego automático. A esas alturas ya le
habrán mandado más hombres de la nave.
—Tiene que haber por lo menos un túnel —dijo Marjorie—. Habría que volarlo,
inundarlo o algo parecido…
—¿La gente de la ciudad lo sabe? —preguntó el soldado. Marjorie asintió—. Bueno,
entonces se lo dirán al serafín, y él se encargará de eso. Quizá lo haga esta misma
noche, si puede conseguir que le manden un transporte de asalto. El serafín siempre se
hace acompañar por un grupo de asalto, vaya donde vaya, y los grupos de asalto tienen
todo el equipo necesario para voladuras y demoliciones.
—¿Y ha sido capaz de meter a un grupo de esos en la ciudad? —preguntó ella con
incredulidad.
—Oh, sí —dijo el soldado—. Le acompañan a todas partes, incluso al lavabo. Lo hace
por si ocurre algo cuando él no está y tiene problemas para conseguir que cumplan sus
órdenes. Por si hay un motín o algo parecido…
Marjorie agitó la cabeza, asombrada. Un Jerarca debía sentirse muy inseguro si
necesitaba tomar precauciones rutinarias contra los motines.
—¿Un motín? —preguntó una voz irritada desde la puerta. Era Rigo. Se había puesto
los pantalones e iba descalzo—. ¿Qué está pasando?
Marjorie se apartó de la ventana para dejar que lo viese.
—Han logrado entrar en la ciudad —dijo—. Este joven y yo hemos desconectado la
energía del hotel. No podrán subir hasta aquí a menos que haya algún acceso que no
conozco. Pero, naturalmente y por la misma regla de tres, me temo que eso quiere decir
que nosotros también estamos atrapados…, al menos de momento. —Creía que quizá no
pudieran salir con vida de allí, aunque no lo dijo.
Rigo miró por la ventana.
—Hippae —dijo, aunque no hacía falta—. ¿Cuántos?
—Los suficientes para hacer mucho daño —replicó Marjorie—. Dejé de contar cuando
llegué a los ochenta, y seguían llegando más.
—Espere fuera —le dijo Rigo al soldado—. Me gustaría hablar con mi mujer.
—No —dijo ella—. Puede esperar aquí. No quiero que esté en el pasillo, donde puedan
olerle u oírle. Quizás haya otro camino para subir hasta aquí, y no quiero nada que pueda
atraerles. Si quieres hablar, hablaremos en tu habitación. —Pasó ante él, despeinada y
con la ropa arrugada pero, aun así, caminando con la altivez de una reina. Entró en la
habitación donde había dormido Rigo, tomó asiento en un sillón y esperó mientras Rigo
empezaba a ir y venir de un lado para otro, tres pasos en una dirección, tres pasos en
dirección opuesta.
—Mientras estabas fuera tuve ocasión de conversar con el padre Sandoval sobre
nuestra situación —dijo Rigo—. Creo que necesitamos hablar de nuestro futuro.
Marjorie sintió pena mezclada con una leve irritación. Muy típico de Rigo: quería hablar
de su futuro juntos, y había escogido un momento en el que quizá no hubiese ningún
futuro. Siempre escogía los momentos en que no había amor para hablar del amor; y
aquellos en que no había confianza para hablar de la confianza, como si el amor y la
confianza no fueran sentimientos sino sólo símbolos o herramientas que podían ser
manipulados para conseguir el resultado que deseaban, como si las mismas palabras
fueran llaves capaces de abrir algún cerrojo mecánico. Haz girar el amor y obtendrás
amor. Haz girar la confianza y conseguirás confianza.
—¿Qué le pasa a nuestro futuro? —le preguntó Marjorie con expresión impasible.
—El padre Sandoval está de acuerdo conmigo: piensa que alguien acabará
encontrando una cura —dijo Rigo con su voz de ésta-es-la-ley, como si decirlo en voz alta
bastara para convertirlo en realidad. Bueno, cuando Rigo había utilizado esa voz, casi
siempre había conseguido el resultado que deseaba. Así le había hablado a su madre y a
sus hermanas, a Eugenie y a los chicos, y a la misma Marjorie. Si no bastaba con su voz,
el padre Sandoval se encargaba de imponer penitencias e invocar el poder de la iglesia.
Rigo siguió hablando, explicándole lo que ocurriría—. Alguien la descubrirá. Ahora
sabemos que la respuesta se encuentra aquí, y alguien acabará encontrando la cura, y no
tardarán mucho. La cura debe ser difundida por todos los planetas, y durante ese tiempo
seguiremos aquí. Después tendremos que volver a nuestras auténticas vidas de
siempre…, los cuatro.
—¿Que deberemos qué? —preguntó ella, pensando en los monstruos que vagaban
por la ciudad y por el puerto. ¿Cómo podía ignorarlos con tanta facilidad? Claro que,
¿cómo podía haber ignorado antes el hecho de que esos monstruos existían?—. ¿Qué es
lo que deberemos hacer?
—Los cuatro —repitió él—, Stella incluida. —En sus ojos ardía una llamita de irritación.
Evidentemente, el que Stella se hubiera ido al bosque le había herido en lo más hondo—.
Necesitará muchos cuidados, pero no hace falta que abandones tus obras de caridad o
que dejes de montar. Podemos contratar gente para que cuide de ella.
—Para que cuide de ella.
Rigo apretó los labios.
—Ya sé que necesitará muchas atenciones, Marjorie. Lo que deseaba dejar bien claro
es que no ha de ser una carga para ti. Sé lo mucho que te interesan tus obras de caridad,
sé que te parecen muy importantes… El padre Sandoval me ha dicho que no debería de
haber discutido contigo por culpa de eso. Hice mal. Tienes derecho a tener tus propios
intereses, tus aficiones…
Marjorie agitó lentamente la cabeza en un gesto de incredulidad. ¿Qué estaba
diciendo? ¿Pensaba que las cosas podían volver a ser como antes, como si nada hubiera
ocurrido? ¿Encontraría una mujer para sustituir a Eugenie y todo seguiría igual que
antes? Y ella, ¿iría a Ciudad Criadero llevando comida y encargándose de conseguir
permisos para emigrar? ¿Igual que antes?
—Cuando hablaste con el padre Sandoval, ¿comentasteis cómo presentarás a Stella a
tus amistades? —preguntó ella—. ¿Qué dirás? «Oh, os presento a Stella, mi hija idiota.
Permití que se convirtiera en una lisiada mental y sexual cuando estábamos en Hierba
para demostrarle mi hombría a unas personas que no me importaban en lo más mínimo».
¿Les dirás algo así?
El rostro de Rigo se oscureció a causa de la ira.
—No tienes derecho a…
Marjorie alzó la mano, haciéndole callar.
—Tengo todo el derecho del mundo, Rigo. Soy su madre. No es propiedad tuya y no
puedes disponer de ella como te venga en gana. También es hija mía y tiene sus propios
derechos como persona. Si quieres llevarte a Stella a la Tierra, supongo que puedes
intentarlo, pero no creo que te resulte fácil sacarla de donde está ahora. En cuanto a
mí…, bueno, te costaría muchísimo. Quieres intentar que todo vuelva a ser como antes:
adelante, no puedo impedírtelo. No pienso participar en eso. ¡Pero no puedes esperar que
yo o Stella te sigamos como perritos!
—¡No pensarás quedarte aquí! ¿Qué harías? Tu trabajo está en casa. Nuestras vidas
están en casa…
—Antes habría estado de acuerdo contigo. Ahora eso ya no es verdad.
—¿Y todos esos argumentos que solías utilizar para justificar lo que hacías en Ciudad
Criadero? ¿Estás diciéndome que sólo eran mentiras?
—Entonces pensaba que era importante. —O me obligaba a pensarlo, se dijo.
—¿Y ahora ya no?
—¿Qué importancia tiene lo que piense o deje de pensar? ¡Ni tan siquiera estoy segura
de qué pienso! Y, aunque tú estés tan seguro de que alguien encontrará una cura para la
plaga, aún podemos contraerla y morir. O quizá sean los hippae quienes se encarguen de
matarnos… ¡No es momento de discutir sobre lo que haremos si o lo que haremos
cuando! Ahora no tenemos elección, lo único que podemos hacer es tratar de seguir con
vida. —Se puso en pie y pasó junto a él, poniéndole la mano sobre el hombro durante una
fracción de segundo, queriendo consolarle o consolarse. No tendría que haber discutido
con él. Si sus vidas iban a terminar aquí, habría preferido que el final no estuviese
cargado de rencores. ¿Qué importaba lo que Rigo dijese ahora?
Rigo la siguió: Marjorie estaba de pie junto a la ventana, con el soldado. Rigo miró por
encima de su hombro, contempló las escenas de fuego y destrucción, y se preguntó cómo
alguien podía pensar seriamente en la posibilidad de quedarse a vivir allí. Los hippae
habían descubierto a los científicos del hospital y los habían llevado a rastras hasta la
pendiente. Aunque todos estaban muertos, los hippae iban y venían por entre los
cadáveres embistiéndolos como si fueran toros, pisoteándolos y lanzando alaridos.
Marjorie empezó a maldecir en voz baja y las lágrimas corrieron por su rostro. No sabía
o no recordaba que hubiese más gente en los edificios del puerto. Cuando ella y el
soldado desconectaron la energía, habrían podido ir a buscarlos y llevarlos hasta un lugar
seguro. Ver aquellas criaturas enfurecidas hizo que volviese a pensar en los caballos. No
podía dejar que se enfrentaran solos a ese horror.
Los dos hombres parecían haberse quedado paralizados ante la ventana. Marjorie se
dio la vuelta sin hacer ruido y salió de la habitación: ninguno de los dos se dio cuenta.
Tenía que recorrer el largo trayecto que la separaba de las residencias invernales para
llegara los túneles que lo unían todo entre sí, igual que los agujeros de una esponja, tal y
como había dicho Persun Pollut.
Casi todos los habitantes de la Comunidad lograron refugiarse tras las sólidas puertas
de las residencias invernales antes de la llegada de los hippae. Casi todos, pero no todos.
Los que no lograron alcanzar los refugios subterráneos se esforzaron por encontrar algún
sitio seguro. Aunque la mayor parte de los edificios de la ciudad eran bastante bajos,
había pisos superiores donde refugiarse, escaleras que podían ser defendidas aunque
sólo fuese durante un tiempo. No tenían armas con las que oponerse a los hippae y los
sabuesos. Un cuchillo podía cortar una pata o una mandíbula, pero un sabueso podía
atacar por la espalda y arrancar el brazo que sostenía el cuchillo antes de que su
propietario supiese que la bestia estaba allí. Los sabuesos podían subir escaleras igual
que si fuesen grandes felinos. Cadáveres y trozos de cadáveres empezaron a acumularse
en las calles de la Comunidad. En el puesto de orden, el serafín sudaba y maldecía,
deseando que hubiera alguna forma de comunicarse con los defensores de la ciudad.
—Un aerocoche —le sugirió James Jellico—. Se puede ir volando. Los aerocoches
tienen altavoces.
—Hágalo —le ordenó secamente el serafín—. Dígales que abandonen las calles y que
suban a tejados desde donde podamos recogerles. ¡Dígales que dejen de morir
inútilmente hasta que pueda hacer bajar a mis hombres!
Durante las horas siguientes, Gelatina, Asmir, Alverd y hasta el viejo Roald surcaron el
cielo en sus aerocoches, rozando los edificios y gritándole a la gente refugiada en ellos
que subiera a los tejados.
—Subid —les gritaban—. Os recogeremos.
Quienes les oyeron gritaron, lanzaron maldiciones e intentaron llegar a los tejados
mientras las bestias se lanzaban sobre ellos desde cada umbral, emergiendo de calles
que parecían estar vacías, materializándose de la nada detrás de una esquina. Antes, los
hippae siempre habían preferido ser vistos, pero en combate preferían pasar
desapercibidos hasta que sus dientes estaban bien clavados en su presa. Eran como
camaleones: se confundían con lo que tuvieran detrás, y sus pieles alteraban la
disposición y el color de sus manchas para imitar los ladrillos, los adoquines o el estuco.
Sólo sus dientes y el brillo de sus ojos traicionaban su presencia, y a menudo demasiado
tarde.
Pero los que habían cedido al arrogante impulso de ser montados no podían ocultar a
sus fantasmagóricos jinetes. Ver una temblorosa silueta parecida a un cadáver
acercándose con la cabeza pegada a lo alto de un muro bastaba para avisar de que había
una bestia bajo ella. Roald contempló aquellas exhibiciones desde la cabina de su
aerocoche y se preguntó qué arcanos motivos hacían que los hippae se entregaran a
aquella espantosa parodia de una Cacería. ¿Por qué cargar con aquellas excrecencias
inútiles? Cuando los hippae morían, sus jinetes caían al suelo: algunos estaban vivos,
otros agonizaban, y algunos ya habían muerto hacía tiempo. Roald incluso recogió a unos
cuantos que daban la impresión de ser capaces de volver a la normalidad, pero ni tan
siquiera los más conscientes sabían dónde se hallaban. ¿Por qué estaban aquí?
—Veo más muertos —le murmuró Roald a Alverd mientras volaban de un tejado a otro
—. Más hippae muertos…
—Lo sé —dijo Alverd, asombrado—. ¿Quién los mata? No pueden ser los soldados.
Están atrincherados en el puesto de orden.
—Supongo que debemos de ser nosotros.
Alverd lanzó un bufido.
—No lo creo, suegro. Ahí hay otro hippae muerto, en esa esquina… Hecho pedazos.
—Bueno, si no somos nosotros, ¿qué los mata?
—No lo sé —dijo él—. Algo, algo que no podemos ver. Algo con dientes.
Marjorie llegó al último piso de las residencias invernales del Hotel del Puerto y se abrió
paso por la red de túneles, en dirección al granero que estaba casi pegado al muro de
Gom. La grabadora no podía guiarla, pero impediría que acabara extraviándose del todo.
El granero no estaba lejos del sitio donde los hippae hacían de las suyas. Sacar a los
caballos de allí sin que les vieran sería bastante difícil, pero si podían llegar hasta el
bosque quizá estuvieran a salvo. Si les veían, Marjorie no tenía ninguna duda de que la
harían pedazos. Sentía la ira de los hippae, una ira dirigida personalmente hacia ella. La
odiaban. Les había espiado, había entrado en su caverna, se había enfrentado a ellos.
Aprovecharían cualquier ocasión de acabar con ella.
Aun así, pensaba que, si lograba llevar los caballos hasta la pendiente, algunos de
ellos podrían escapar. Al menos podría hacer que se movieran en la dirección
adecuada… En cuanto llegaran al bosque, Primero se encargaría de protegerlos. Esos
caballos buenos y valientes merecían algo mejor que la muerte entre los colmillos de los
hippae. Merecían praderas, potrillos y largos días de pastar bajo el sol…
Sus pies despertaban ecos sobre la piedra. Unas luces tenues iban indicando las
encrucijadas de los túneles. Cuando la grabadora le dijo que ya había recorrido la
distancia suficiente en la dirección adecuada, empezó a buscar un camino de subida. Los
caballos tenían que estar encima de ella, en alguna parte… Esperaba que los hippae aún
no se hubieran fijado en el granero, y rezó para que los caballos no estuvieran heridos o
muertos.
No, dijo alguien. Los caballos están a salvo.
Se detuvo, paralizada por la sorpresa. Aquella voz pertenecía a los árboles y los
espacios salvajes del bosque, no a estos pasillos secos y oscuros. En cuanto se hubo
recuperado de la sorpresa se volvió hacia la voz igual que la aguja de una brújula gira
hacia el norte, temblando.
Aquí, dijo la voz. Aquí.
Marjorie fue hacia esa llamada, subiendo por corredores en pendiente y recorriendo
serpenteantes tramos de escalera, atraída tan irresistiblemente como un pez que ha
mordido el anzuelo.
Estaba en el granero, tumbado en el umbral. Marjorie percibió el temblor del aire,
aquella ondulación parecida a la de un espejismo, el destello de un diente o un ojo. Los
caballos mascaban en silencio, tranquilos y confiados. Cuando entró, «Don Quijote» la
saludó con un leve relincho y Marjorie se apoyó en la pared, temblando. Bien… Se
preguntó si El sería el único que había decidido participar en la lucha, o si habría más
zorren.
¿Qué haces aquí?, le preguntó.
Sabía que vendrías, replicó Él, usando palabras, palabras humanas, tan límpidas como
el aire.
Marjorie tembló al comprender lo que aquello implicaba.
No podía abandonar a mis amigos, dijo.
Lo sé, dijo Él. Lo sabía, pero mi pueblo no creía en ti.
¿Han cambiado de opinión?, le preguntó.
Sí. Gracias a ellos, dijo Él. Gracias a los caballos.
Se vio a sí misma a la grupa de «Don Quijote», amenazada por detrás y por delante,
con el aerocoche encima de su cabeza ofreciéndole una posibilidad de escapar, y vio
cómo la rechazaba. Las siluetas que llenaban su mente eran mucho más grandes de lo
que habían sido en realidad, y la imagen estaba saturada de una inmensa importancia. No
abandonaría a los caballos.
Fue una estupidez, se dijo. Eso es lo que pensé entonces.
Sí, fue una estupidez, dijo Él, volviendo a usar palabras. Pero es importante saber que
puedes poner en peligro tu vida por otro ser que no es como tú. Es importante saber que
los humanos son capaces de sentir lealtad hacia otros. Es importante saber que una raza
puede ser amiga de otra raza.
Y los arbai…, ¿eran amigos vuestros?
Una negativa. Vio a los arbai hablando y trabajando con los hippae, mientras los zorren
vagabundeaban junto a ellos y los arbai hacían como si no les vieran. Los zorren
comprendieron que los arbai preferían enseñar interponiendo una cierta distancia antes
que comunicarse tal y como hacían los zorren; Marjorie sintió la molesta lejanía de los
arbai y la puntillosa modestia y el pudor de sus mentes, muy parecidos a sus propios
sentimientos, ¡pero llevados hasta tal extremo…! Eran incapaces de percibir la existencia
del mal, pero podían percibir cualquier invasión de su intimidad, y la rechazaban. ¡Qué
familiar era todo eso! ¡Y qué horrible!
Él estaba de acuerdo. Sin embargo, su muerte le apenó mucho e hizo que se sintiera
culpable.
Murieron, dijo ella. Ahora nosotros estamos muriendo también. Los hippae están por
todas partes. Lograrán entrar en la Comunidad y nos matarán.
Ya están en la Comunidad. Pero no hay muchos muertos. Esta vez no.
¿Estáis protegiéndono?
Esta vez sabemos lo que ocurre.
¿Y antes no sabíais lo que estaba ocurriendo?, le preguntó ella. ¿No sabíais lo que les
estaba ocurriendo a los arbai? Parecía imposible y, sin embargo, ¿tenían que haberse
enterado? La matanza había tenido lugar en la pradera, lejos del bosque…
Algunos odiaban a los humanos porque nos cazábais, dijo Él. Algunos pensaban que
esto no era cosa nuestra, que nada de todo esto debía preocuparnos porque vosotros
jamás seríais amigos nuestros, igual que tampoco lo habían sido los arbai. Yo les dije que
Mainoa era mi amigo. Dijeron que era un caso especial, un fenómeno, que no habría más
como él. Yo dije: no, habrá otros. Y entonces llegaste tú. Dijeron que tú también eras un
caso especial, un fenómeno, y yo dije que habría más. Hemos discutido mucho tiempo y,
finalmente, hemos llegado a un compromiso. Humor. Casi risa. Pero, aun así, con una
leve y vacilante tristeza oculta en esa risa. Hemos llegado a un acuerdo. Si eres mi
amiga, puedo decírtelo.
¿A mí?
Si das tu palabra de ser amiga nuestra, igual que lo fue Mainoa. Tu palabra de estar
donde yo estoy.
Marjorie sólo captó la condición que le estaba pidiendo y se apresuró a dar su
asentimiento. Ya había decidido que se quedaría aquí. No pensaba llevarse a Stella de
Hierba. Al menos la gente de aquí comprendía lo que le había sucedido.
Daré mi palabra, dijo.
¿De estar donde yo estoy?
Sí.
¿Incluso si no es aquí?
¿Si no es aquí? ¿Dónde podía estar Él, si no aquí? Esperó alguna explicación más
pero no obtuvo ninguna, y algo le dijo que no habría explicaciones. Si pudiera ver Su
rostro, captar Su expresión…
Los zorren nos vemos los unos a los otros, dijo Él.
Marjorie se ruborizó. Sí, claro que se veían los unos a los otros, incluso en sus
momentos más íntimos. Ella también podría haberles visto si se hubiera olvidado de sí
misma y hubiera participado en su unión. Igual que hacían los humanos cuando se
quitaban las ropas para presentarse desnudos ante sus amantes, los zorren se
despojaban de las ilusiones que les ocultaban para percibir la realidad…
Pero ahora no podía verle. Si aceptaba esta condición tendría que ser a ciegas, igual
que en un ritual, como en una ceremonia de matrimonio, jurando olvidarse de todos los
demás para entregarse a este enigma de una forma tan incierta y peligrosa como antes…
Juraría entregar lo más secreto de su ser, dárselo a otro. Se estremeció. Oh, eso era muy
peligroso.
Tómalo o déjalo.
¿Cómo podía hacerlo? Era lo mismo que había querido Rigo, y Marjorie lo había
intentado una y otra vez, pero no podía conseguirlo. No sabía cómo era, y por eso no
había podido confiar en él…
¿Y confiaba en Él?
Había sabido dónde encontrarla. Se había comprometido a sí mismo y a su pueblo,
había corrido peligros para salvarla a ella y a los suyos… ¿Qué otra cosa podía hacerle
más digno de su confianza? ¿Qué más podía pedirle?
Suspiró, y tuvo que hacer un esfuerzo para pronunciar esas palabras, las palabras que
significaban un compromiso para toda la eternidad.
Sí, lo prometo.
Y entonces Él le mostró cómo habían muerto los arbai, y por qué, y por qué estaban
muriendo los humanos.
Cuando lo comprendió, se apoyó en Él, y su mente giró en un confuso torbellino de
ideas, cosas que había oído y conexiones que había ido haciendo por su cuenta. El no la
interrumpió. Finalmente, todas las piezas del rompecabezas quedaron colocadas en su
sitio. Marjorie no lo comprendía del todo y, sin embargo, la respuesta estaba allí, como un
tesoro centelleando en el fondo de un arroyo, revelándose a sí mismo.
Tienes que traerme una cosa, le dijo. Después tendré que volver a la ciudad…
Marjorie entró en la caverna donde Lees Bergrem estaba inclinada sobre un escritorio.
Se quedó quieta en un rincón durante unos segundos, sin ser vista, tratando de poner
orden en su mente. Lees alzó los ojos al darse cuenta de que alguien la observaba.
—¿Marjorie? —preguntó—. ¡Creía que estaba en el Hotel del Puerto! ¡Creía que los
hippae la tenían atrapada!
—Hay un túnel que pasa por debajo del muro, y quizá haya más. Vine por él —dijo ella
—. Tenía que hablar con usted.
—No hay tiempo —dijo la doctora Bergrem, volviendo a concentrarse en su trabajo—.
No tengo tiempo para hablar de nada.
—La cura —dijo ella—. Creo saber cuál es la cura.
La doctora clavó en ella unos ojos que parecían arder.
—¿Lo sabe? ¿Así, de repente?
—Sé algo que puede ser muy importante —dijo ella—. De hecho, sé dos cosas, y las
dos son importantes. Sí, de repente…
—Cuéntemelas.
—Primera cosa importante: los hippae mataron a los arbai metiendo murciélagos
muertos en sus transportadores. Nosotros no tenemos transportadores, así que los hippae
han estado metiendo murciélagos muertos en nuestras naves para matarnos.
—¡Murciélagos muertos! —La doctora apretó los labios y se concentró en lo que
acababa de oír—. ¡Sylvan bon Damfels dijo que eso era una conducta simbólica!
—Oh, sí, lo es. El problema es que nosotros pensamos que era una conducta
puramente simbólica. Deberíamos haber recordado que los símbolos suelen ser
destilaciones de la realidad…, que las banderas han sido estandartes usados en la
batalla, que el crucifijo fue un artefacto empleado en las ejecuciones. Las dos cosas son
símbolos de algo que es o fue real.
—¿Y qué es esa cosa real? —Lees volvió a sentarse, mirando fijamente a Marjorie—.
Los murciélagos son una destilación de algo real, sí, pero, ¿de qué?
Marjorie se frotó la cabeza y torció el gesto.
—Al principio eran una auténtica molestia. Unas verdaderas alimañas… Los hippae se
arrojan murciélagos muertos los unos a los otros. He visto cómo lo hacen.
—¡Ya lo sabemos! Sylvan bon Damfels dijo que eso significaba: «No eres más que
carroña».
—Sí. Originalmente debió de significar «no eres más que carroña», y cuando los
hippae les arrojaban murciélagos muertos a los arbai el significado era el mismo. En la
Tierra había animales que arrojaban sus propias heces a los intrusos. Los hippae
desprecian a los forasteros. Creen que el resto de criaturas no son más que herramientas
útiles, como los migerers o los cazadores, o cosas que deben ser despreciadas y, si es
posible, eliminadas. Los arbai entraban en esa segunda categoría, por lo que los hippae
les arrojaban murciélagos muertos… A los arbai, a sus casas, a sus transportadores. Y el
azar hizo que un murciélago muerto pasara por el transportador y acabara en otro sitio.
Aquí el murciélago muerto no era más que un símbolo. En ese otro sitio era la plaga. La
muerte…
—El portador de la infección…
—Sí. Ocurrió. Cada vez que el transportador era utilizado, los arbai morían, y esos
estúpidos arbai que vivían en Hierba hablaron con los hippae y les contaron lo ocurrido. A
partir de entonces el gesto ya no significaba: «Eres una carroña». Quería decir: «Estás
muerto». En cuanto los hippae supieron que podían matar metiendo murciélagos en el
transportador, repitieron ese acto una y otra vez. No era algo simbólico, era muy real.
—Siguieron…
—Metieron murciélagos muertos en el transportador hasta que todos los arbai
quedaron infectados. Quizá no hiciera falta mucho tiempo. Puede que sólo necesitaran un
día o una semana. Lo hacían cada vez que no había nadie cerca para observarles. Los
arbai estaban tan…, tan absortos en sus cosas, que jamás se les ocurrió poner un
centinela en el transportador. Doy por sentado que el transportador debía de funcionar
igual que una conexión de comunicaciones activada por la voz. Cuando se usaba la red
general, ciertos terminales debían de conectarse automáticamente, por lo que un
murciélago introducido en una terminal debía de terminar muy lejos del punto de partida.
¿En Arrepentimiento? ¿En Shafne? Hay ruinas arbai en esos dos sitios… ¿En cien
planetas que nunca hemos visitado? Funcionó. Siempre, en todas partes, no sabemos
cuántas…Los arbai murieron, estuvieran donde estuviesen. Las danzas de los hippae
conmemoran lo que ocurrió. Una gran victoria. «La alegría de matar a los extraños.» Sí,
no lo han olvidado.
»Cuando los humanos llegaron a Hierba los hippae estaban más que dispuestos a
repetir su hazaña, pero los humanos no tenemos transportadores, tenemos naves. Los
murciélagos muertos habían funcionado con los arbai, por lo que los hippae decidieron
introducir murciélagos muertos en nuestras naves. Pero éstas se hallaban dentro del
bosque, allí donde habíamos establecido nuestro puerto gracias a la influencia de los
zorren. Los zorren creían que, si el puerto estaba protegido por el bosque pantanoso, no
habría problemas. Los zorren disfrutaban con la presencia de los arbai. Habrían preferido
un contacto directo, pero eran telépatas y no les resultaba imprescindible. Habían
buscado alcanzar algún tipo de intimidad intelectual con los arbai y fueron rechazados,
por lo que no intentaron ponerse en contacto con nosotros. Les caíamos bien, igual que
nosotros podemos apreciar a un animal doméstico inteligente y más o menos interesante,
pero no demasiado afectuoso, y pensaron que no correríamos ningún peligro…
«Subestimaron a los hippae. Quizá pensaron que los hippae no se acordarían de lo
ocurrido después de todos aquellos siglos, pero sí se acordaban. Codificaron sus
recuerdos introduciéndolos en los movimientos de la danza. Cuando llegamos a Hierba,
los hippae hicieron que los migerers empezaran a cavar un túnel, un túnel no demasiado
grande: lo suficiente para admitir el paso de un mensajero humano. Un mensajero
humano cuya mente había sido dejada en blanco por los hippae, una mente en la que
sólo quedaba un cierto ímpetu, una cierta actividad programada…
—¡Eso es increíble!
—Es perfectamente creíble porque no es más que una leve variación de sus
costumbres naturales. Los mirones no poseen tal capacidad. Los sabuesos apenas si la
poseen. Los hippae la poseen en un grado suficiente para alterar las mentes de quienes
les rodean y manipularlas como les venga en gana. ¡Piense en lo que hicieron con los
migerers y los cazadores! Cuando los hippae se convierten en zorren, la habilidad se hace
cien veces más fuerte. Puede que los hippae no sean realmente inteligentes. Son astutos
y malignos, sí, y pueden aprender, pero no son capaces de pensar con una auténtica
sutileza. Aprendieron a matar por accidente pero, en cuanto hubieron aprendido, siguieron
matando. Todo lo que han hecho ha sido limitarse a repetir una pauta de conducta que ya
conocían...
La doctora estaba muy quieta, pensando.
—Dijo que sabía dos cosas importantes.
—La otra cosa hace referencia a sus libros. Intenté leerlos. No poseo muchos
conocimientos científicos. Lo único que recuerdo es que uno de ellos hablaba de una
sustancia alimenticia, un bloque constructor de proteínas. Usted decía que era algo que
todos necesitábamos. Casi todas las células vivas necesitan esa sustancia… Y decía que
en Hierba esa sustancia existe bajo dos formas distintas, y que eso sólo ocurre aquí.
Empecé a preguntarme por qué. ¿Por qué aquí hay dos formas de esa sustancia? Y luego
me pregunté: ¿y si fuera porque en Hierba hay algo o alguien que ha manipulado esa
sustancia, dándole la vuelta? Algo que todas nuestras células necesitan y utilizan, algo
que no podríamos utilizar en una forma invertida…
Un largo silencio siguió a sus palabras.
—Necesito un murciélago muerto —dijo Lees Bergrem.
—Le he traído uno —dijo Marjorie, metiendo la mano en su bolsillo. Primero había
salido del granero para ir a buscárselo. Marjorie depositó el marchito y arrugado cadáver
del murciélago sobre la mesa de Lees Bergrem. Después, tomó asiento y apoyó la cabeza
entre las rodillas, sintiendo cómo temblaban, y trató de no pensar en nada.
Las dos mujeres pasaron dos días en el laboratorio improvisado por la doctora.
Mientras tanto, encima de sus cabezas, las calles de la ciudad presenciaban batallas
libradas calle por calle y edificio por edificio. Hubo muertos, aunque no tantos como se
temía al principio. Había aliados a quien nadie podía ver. Había combatientes a los que
nadie podía mirar. Encontraban hippae muertos, y nadie podía recordar haberlos matado.
Además, como el Jerarca no estaba despierto y no podía revocar las órdenes del serafín,
los soldados empezaron a bajar en la lanzadera, un pequeño grupo a cada viaje, y
ocuparon segmentos de la Comunidad, extendiendo lentamente el perímetro defensivo.
Equipos de demolición descubrieron los túneles que había bajo el bosque pantanoso y los
hicieron derrumbarse hasta convertirlos en montones de cascotes húmedos. Ningún otro
hippae logró llegar a la ciudad. Los que ya estaban dentro de ella se escondieron igual
que camaleones, para salir aullando de las calles y deslizarse chillando a lo largo de los
muros. Poseían el mismo don de invisibilidad que los zorren, aunque no tan desarrollado,
y eso les permitió entrar en casas y tiendas. La muerte llegó a la Comunidad,
acompañada por la sangre y el dolor, pero, aunque más despacio que ellas, la victoria
también acabó haciendo acto de presencia.
Roald Few escapó a la muerte por unos centímetros, salvado por algo que no pudo
describir. Uno de sus hijos murió. Muchos amigos suyos murieron o se contaban entre los
desaparecidos. Instalaron una morgue en las residencias invernales. El primer cadáver
que entró en ella fue el de Sylvan bon Damfels, y no tardó en verse acompañado por cien
cuerpos más. La muerte le dio aquello que no había podido conseguir en vida: llegó a
formar parte de la Comunidad.
Los hippae que seguían con vida fueron encontrados uno a uno y murieron. Aún había
muchos ocultos en el perímetro del bosque. Los soldados lo rodearon con un anillo
humano, y sus armas guiadas por dispositivos detectores de calor empezaron a lanzar
fuego automático. En la arboleda, otros seres empezaron a buscar a los hippae, y ninguna
bestia volvió a pisar el suelo que pertenecía a la Comunidad.
Hacia el final de la batalla, Favel Cobham volvió a bajar por el pozo y conectó
nuevamente los sistemas energéticos del Hotel del Puerto antes de abandonarlo para
unirse a sus compañeros. No le habían ordenado que dejara de vigilar a los Yrarier, pero
tampoco le habían dicho que siguiera haciéndolo.
Rigo salió del hotel un poco más tarde, cuando vio al último soldado volver al puerto
con paso cansino, y se dirigió hacia la entrada. En el área del puerto, los hombres
estaban empezando a enterrar a sus muertos y se preparaban para la partida.
—¿Se van ya? —le preguntó a un querubín de cabellos canosos con un rostro
arrugado y expresión algo cínica.
—El Amo y Señor despertó y se enteró de lo que le había pasado a sus científicos
amaestrados —replicó el querubín—. También se enteró de lo que le había pasado a la
ciudad. Supongo que debe de temer que algo se lo coma si nos quedamos más tiempo.
Rigo fue a la Comunidad para preguntar si alguien había visto a su esposa. Le dijeron
que fuera adonde iba todo el mundo que buscaba a algún familiar desaparecido: la
morgue. Y allí la encontró, junto al cadáver de Sylvan.
—Rowena me pidió que viniese e hiciera los preparativos para el funeral —dijo—.
Quiere que le entierren donde antes estaba Klive.
—Supongo que habrías venido de todas formas, ¿no? —le preguntó Rigo—. Él era
muy importante para ti… Le amabas, ¿verdad? —No había planeado decir eso. Tanto él
como el padre Sandoval estaban convencidos de que no debía hacerle ninguna clase de
recriminaciones. Había esperado encontrarse con el cadáver de Marjorie y llorar su
muerte. Ahora, viendo que le habían arrebatado la pena y las buenas intenciones, dio
rienda suelta a aquella otra emoción.
Marjorie prefirió no responder a su pregunta.
—Sebastian también ha muerto, Rigo —le dijo—. Kinny perdió a uno de sus hijos.
Persun Pollut estuvo a punto de morir. Recibió una terrible herida en el brazo. Quizá
nunca pueda volver a tallar la madera.
La vergüenza le redujo al silencio, y sentir vergüenza hizo que la ira cobrase aún más
fuerza.
Marjorie fue hacia la puerta, y Rigo la siguió.
—He estado trabajando con Lees Bergrem —le dijo ella, mirando a su alrededor para
asegurarse de que no había nadie que pudiera oírles—. Cree que hemos encontrado la
cura. Ya tenía algunas de las piezas del rompecabezas. En Hierba no se pueden hacer
las pruebas necesarias para averiguar si funciona. Ha hablado con Semling. Ellos podrán
fabricar la sustancia, reunir a unas cuantas víctimas y ponerla a prueba.
—¿Fabricarla? —le preguntó, sin creer en lo que oía—. ¿Qué es, alguna clase de
vacuna?
Marjorie agitó la cabeza y fue hacia él, abrazándole torpemente con un solo brazo, el
rostro cubierto de lágrimas.
—No es una vacuna. Oh, Rigo… Creo que hemos encontrado la respuesta.
Rigo quiso devolverle el abrazo, pero Marjorie ya se había ido.
No quiso decir nada más hasta que los investigadores de Semling no hubieron recibido
todos los datos que Lees Bergrem pudo mandarles.
—Esperad —les dijo a Rigo, Roald y Kinny—. No le digáis nada a nadie hasta que no
recibamos su respuesta. No hagamos que la gente empiece a tener esperanzas hasta no
estar seguros.
Marjorie y Lees Bergrem pasaron el tercer día transcurrido desde su descubrimiento sin
separarse ni un segundo, compartiendo su nerviosismo, yendo y viniendo por la
habitación llena de ecos en la que habían trabajado. Ese día, las víctimas de Semling
mejorarían o seguirían agonizando. Al mediodía del día siguiente recibieron un mensaje
de Semling. Unas horas después de haber sido tratadas, todas las víctimas de la plaga
habían empezado a recuperarse.
—Ahora podemos dejar que todo el mundo lo sepa. —Marjorie estaba llorando y las
lágrimas se acumulaban en las comisuras de sus labios, curvados hacia arriba en una
sonrisa de felicidad. Fue hacia el dígame para hablar con el hermano Mainoa, y sólo
entonces supo que había muerto en el regazo de un zorren unos días antes. Sólo
entonces comprendió una parte de lo que Primero había intentado decirle.
19
20
Mi querido Rigo,
Me has escrito una vez más para pedirme que Tony y yo volvamos a la Tierra. Tony
debe responderte por sí mismo. Te he escrito varias veces desde que te marchaste,
intentando explicarte por qué no puedo volver. Me parece estúpido utilizar una y otra vez
las mismas palabras cuando antes ya no significaron nada. Estamos en otoño. Eso quiere
decir que allí donde estás han transcurrido años enteros. Ha pasado tanto tiempo… No sé
por qué sigues queriendo que vuelva.
Miró por la ventana de su casa y vio a Rillibee Chime aterrizando en la plaza: volvía de
una excursión por las copas de los árboles. Otros Hermanos Verdes jóvenes seguían allí
arriba. Podía oírles gritarse los unos a los otros. Los hermanos de mayor edad, el
reverendo hermano Laeroa entre ellos, estaban en su Casa Capitular, oculta entre los
árboles. Aún había Hermanos Verdes en Hierba, y siempre los habría. ¿Quién crearía los
jardines de hierba si los hermanos se marchaban?
—Todas las hojas están enroscándose, se caen o se encogen para esconderse en las
ramas —dijo Rillibee—. Todas las pequeñas criaturas que viven allí arriba están
empezando a bajar. —Se detuvo junto a Stella, que leía en la plaza—. Hasta las ranas
están empezando a enterrarse en el fango.
Stella alzó los ojos de su libro. Su rostro poseía la confiada franqueza de una niña pero,
aun así, no era el de una niña. Volvía a ser una joven, pero era distinta a como había sido
antes.
—¿Hasta las que tienen pelo?
—Esas también —replicó él, inclinándose para besarla. Stella le devolvió el beso. Dos
rostros aparecieron en una ventana situada al otro lado del puente, y dos bocas se
retorcieron, imitando los ruidos de un beso y frotándose con el salvaje abandono de un
animal, como dos perros jóvenes que intentan apoderarse del mismo pedazo de carne—.
Eh, vosotras —gritó Rillibee—. Volved a vuestras lecciones.
Las dos cabezas se retiraron obedientemente.
—Están mejorando —observó Stella—. Janetta ya puede leer hasta diez palabras
seguidas, y Dimity ya casi nunca se quita la ropa.
—Tu hermano es un buen maestro.
—Los zorren sí que son buenos maestros —replicó ella—. No te hacen aprender a leer
o a hablar como un ser humano ni nada parecido. Dimity y Janetta saben hablar un poco
su idioma. Ojalá pudiera hablar yo su idioma…
—¿No quieres ser capaz de hablar con tu madre?
Stella frunció la nariz.
Marjorie contempló la página que yacía sobre su escritorio de tapa abatible: apenas si
había escrito nada. Dejó escapar un suspiro casi inaudible. No, Stella seguía sin tener
muchas ganas de hablar con su madre, aunque por lo menos eso no iba acompañado con
la desagradable hostilidad de antes. Pronto no habría ninguna madre con la que hablar,
por lo que lamentarlo no servía de nada.
—¿Qué te parece si hablas conmigo?
—Sí —dijo Stella con voz cantarina—. Sí, quiero hablar contigo.
—¿Qué quieres hacer esta tarde?
—Quiero ir a saludar al hermano Mainoa. Pronto se quedará solo, así que más vale
que le saludemos ahora, ¿no?
—Cierto —dijo Rillibee, asintiendo con la cabeza. La cogió de la mano y los dos
partieron lentamente hacia el puente, deteniéndose cada dos o tres pasos para
contemplar un animal, una hoja o una flor.
Marjorie volvió a su carta.
Los zorren han decidido volver a interesarse por la vida práctica. Se han construido
varias aldeas con empalizadas de energía solar para mantener dentro a los mirones e
impedir que los hippae puedan acercarse a ellos. Los zorren que aún son capaces de
hacerlo han empezado a poner huevos en esas zonas. Los mirones que salgan de esos
huevos quedarán confinados dentro de las empalizadas. Los zorren sólo se comerán a los
mirones que salgan de huevos puestos por los hippae. Con el tiempo, esta depredación
selectiva quizá consiga acabar con la malevolencia de los hippae.
Los Hermanos Verdes han empezado a crear jardines alrededor de esas aldeas. He
visitado el lugar donde estuvieron los jardines de Colina del Ópalo y he contemplado los
nuevos brotes de una primera superficie que, con el tiempo, quizá sea capaz de asombrar
hasta al gran Snipopean. Los zorren opinan que la belleza debe subsistir y que, hagamos
lo que hagamos, debemos conservarla para no empobrecer nuestros destinos. Hasta
Klive renacerá.
Marjorie dejó su punzón sobre el tablero y se dio masaje en los dedos, doloridos de
tanto escribir, mientras seguía mirando por la ventana, acordándose de Klive y de Colina
del Ópalo. Ah, la gloria de la hierba… Ni tan siquiera Snipopean podría haber descrito esa
gloria, pues no había bailado con los zorren.
Salió bruscamente de su ensueño. Estaba limitándose a llenar páginas, distrayéndose
con esa tarea para ocupar las últimas horas. Ya no le quedaba nada más que hacer. Su
mochila yacía junto a la puerta, conteniendo una serie de objetos personales
cuidadosamente seleccionados. ¿Quién podría haber pensado que una promesa sería
capaz de llevarla tan lejos?
Stella tiró de la manga de Rillibee.
—Vamos —le dijo. Fueron por el puente hasta llegar a la isla. La tumba de Mainoa
estaba en la verde pradera de su base, al pie de un gran árbol cargado de frutos: la hierba
que la rodeaba siempre estaba cubierta de frutos, semillas y trocitos de corteza.
Marjorie se puso en pie y contempló uno de los paneles murales tallados por Persun
Pollut. El primero que había hecho con su mano izquierda era algo tosco, aunque estaba
lleno de una áspera vitalidad. Los últimos eran más sutiles y de líneas más delicadas.
Persun era un gran artista. Demasiado grande para quedarse en Hierba… En cualquier
otro sitio podrían haberle clonado una nueva mano derecha. Bueno, el lazo que le había
retenido en Hierba contra su voluntad pronto se desataría por sí solo, y quizás acabara
marchándose.
Marjorie bajó la tapa de su escritorio, lo cogió por el asa y fue en pos de Stella y
Rillibee. Las sombras de los arbai iban y venían a su alrededor, hablando entre ellas. Sus
palabras habían sido traducidas y sus motivos comprendidos. Tuvieron que enfrentarse al
mal y escogiéron la muerte. Marjorie lloraba su desaparición pero no podía echarles de
menos. Eran demasiado buenos para ser útiles. Alguien le había dicho eso en una
ocasión. Creía que fue Rillibee. Rillibee, que amaba a Stella…
Bajó por la pendiente y vio a Rillibee y Stella sentados junto al montículo de la tumba
de Mainoa.
—Bien, ¿qué tal está hoy el hermano Mainoa? —preguntó.
Stella se inclinó hacia delante para alisar un poco los tallos de hierba aromática,
recogiendo las semillas y los trochos de corteza.
—Va a sentirse bastante solo sin nadie que le haga compañía.
—No lo creo —dijo Marjorie, girando lentamente sobre sí misma para que sus ojos
absorbieran toda la pradera: el sinuoso arco del transportador arbai que brillaba con una
claridad opalina tras su valla protectora; las hierbas que florecían junto a las charcas; los
árboles que se alzaban hacia el cielo creando montañas de oro triste… Se volvió con una
sonrisa hacia los dos jóvenes—. No, el hermano Mainoa sabrá distraerse con todo lo que
ocurra durante el invierno. Y los zorren vendrán a hablar con él. Ellos no pasan el invierno
bajo tierra.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Rillibee, señalando el escritorio que colgaba de
su mano—. ¿Escribes un libro?
Marjorie negó con la cabeza, con cierta melancolía.
—Rigo me ha pedido explicaciones. Otra vez…
—El padre James dice que quizás esté intentando acumular pruebas para conseguir la
anulación de vuestro matrimonio.
Marjorie pensó en esa posibilidad durante unos segundos y acabó riéndose.
—¡No había pensado en eso, pero es muy probable! Sí, supongo que el padre
Sandoval le habrá acabado convenciendo de que es lo mejor. Puede que las leyes de la
Tierra hayan cambiado, y quizá le permitan crear una nueva familia. Bueno, tanto da:
puede que ésta sea mi última oportunidad de hacerle comprender lo que le ha ocurrido a
su vieja familia… —Se encogió de hombros. Rillibee estaba mirándola y Marjorie le
devolvió la mirada, muy tranquila.
—Sigues decidida a…
—No es algo que haya decidido, Rillibee. Hice una promesa. Siempre he intentado
mantener mis promesas.
—Cuéntale a papá que Rillibee y yo vamos a tener un bebé —dijo Stella—. Sí,
cuéntaselo… Vamos a llamarle Joshua. O Miriam.
Dos de los nombres mágicos de Rillibee… Nombres que seguiría considerando
sagrados aunque eso le costara enfrentarse a todas las furias del infierno. Y ahora el
bebé recibiría uno de esos dos nombres, y el nombre partiría hacia la oscuridad ardiendo
igual que una luciérnaga: con el tiempo habría otros que iluminarían la nada con la
claridad de esos nombres, como los nombres llameantes de las estrellas. Marjorie sonrió,
pensando que sería mejor que Rigo no lo supiera.
Un trino, un ronroneo en las alturas. Un zorren. Marjorie emitió un trino de respuesta.
Un caballo relinchó suavemente desde la pradera.
—¿Has visto el nuevo potrillo? —le preguntó Stella de repente.
Marjorie asintió.
—Sí, esta mañana. Tanto la madre como él parecen estar bien. La verdad es que los
dieciséis caballos se encuentran estupendamente… Los zorren han vuelto a hablar con
los potrillos. ¡De vez en cuando me echan unas miradas tan llenas de sabiduría…! El
último potrillo de «Estrella azul» es igual que «Don Quijote». El alcalde Bee está
emocionadísimo.
—Se quedará con él, ¿no? —preguntó Rillibee.
—Bueno, se lo prometí. Unos cuantos hippae estuvieron rondando por la aldea de
Klive, y el alcalde quiere dirigir la expedición personalmente.
—Según el plan —dijo Rillibee.
—Según el plan —dijo Stella, haciéndole eco.
Según el plan, pensó Marjorie. Tomó asiento en el suelo y se puso el escritorio sobre
su regazo, contemplándolo con resignación. Sí, lo más probable era que el padre James
estuviese en lo cierto. Rigo quería tener pruebas escritas de su apostasía y de lo bajo que
había caído.
—Bueno, te dejaremos para que sigas escribiendo —dijo Rillibee—. Iré a relevar a
Tony. Ha estado trabajando con Dimity y con Janetta. Nunca llegarán a ser normales,
Marjorie. Todo el mundo se ha dado cuenta. No sé por qué sigue insistiendo…
—Es muy terco —dijo Marjorie—. Como yo. ¿Ha dicho algo? —le preguntó, un poco
nerviosa—. Sobre lo que hará después…
Rillibee asintió, con el ceño fruncido.
—Volverá a la Tierra. Estuvo dándole vueltas a la petición de su padre y ha decidido
volver, al menos durante un tiempo. Rigo sólo consiguió permiso para tener dos hijos, él y
Stella, y Tony piensa que debe volver a su lado aunque sólo sea una temporada: cree que
es lo justo. —Tomó su mano y se la apretó, compartiendo su decepción. Después, él y
Stella empezaron a subir la verde pendiente de la colina.
Marjorie suspiró. Había albergado la esperanza de que Tony se quedara… Durante el
invierno podría haber vivido enla Comunidad, creciendo y acumulando experiencia,
haciendo nuevas amistades. En primavera, Amy bon Damfels vendría a la Ciudad Arbórea
con Emmy y su madre. Marjorie había pensado que Amy y Tony, quizá… De todas
formas, si quería volver… Aún era muy joven. Quizá tuviera la sensación de que
necesitaba un padre. Sí, un padre, por lo menos…
Abrió el escritorio y empezó un nuevo párrafo. Si Rigo quería pruebas de que estaba
loca, de que había caído en la blasfemia o de lo que fuese, ¿por qué no dárselas?
No tenías por qué hacer referencia a mis deberes religiosos, Rigo. No los he olvidado…
Vinimos a Hierba impulsados por el sentido del deber. Vivir en la Tierra había hecho
que acabara acostumbrándome al deber, y lo único que me preocupaba era hacer lo
correcto, lo que se esperaba de mí. Sabía que mis obras de caridad no servían de nada,
pero aun así seguía con ellas, porque ése era mi deber. Hace poco se me ocurrió pensar
que en el fondo no era demasiado distinta de los bons. Ellos montaban los hippae y eran
sus esclavos, yo montaba la costumbre y era su esclava. Siempre fui buena, tanto de niña
como de mujer. Me porté bien, me confesaba regularmente y seguía los consejos de mi
confesor, hacía buenas obras e incluso me sentía culpable porque a veces infringía las
leyes disciplinarias de los hombres para cumplir con lo que yo creía eran las leyes de la
clemencia divina… Te guardaba fidelidad porque ése era mi deber, y cumplía con mis
deberes porque pensaba que de no hacerlo ofendería a Dios.
Y aquí en Hierba encontré nuevos deberes. Empecé a esperar con ansiedad el
momento en que moriría y ya no tendría más deberes que cumplir. ¡Aquí estaba yo, con
apenas cuarenta años terrestres cumplidos, deseando morir para tener un poco de paz y
descanso! Y un día me adentré en la hierba, buscando la muerte, pero lo que se me
ofreció no era realmente la muerte, y el horror de esa experiencia me hizo comprender
qué estaba haciendo.
El deber no era suficiente. ¡Tenía que haber algo más que eso!
El padre James me sugirió que quizá fuéramos unos virus. Sé que pretendía gastarme
una broma. Cree que tengo poco sentido del humor. Es cierto. Todo el mundo lo dice,
incluso Tony. Y, como tengo poco sentido del humor, me tomé muy en serio sus palabras.
Después he llegado a pensar que quizá seamos más parecidos a los glóbulos blancos de
la sangre o los neurotransmisores. Guerreros o portadores de mensajes… Esas células
tienen un propósito, o por lo menos una función dentro del cuerpo donde moran. Han
evolucionado para tener esa función, y puede que también nosotros hayamos
evolucionado o estemos evolucionando para realizar un propósito o una función similar
dentro del cuerpo en el que moramos, aunque creo que no somos más que unos seres
minúsculos…
Oyó la voz del padre James entre las hojas: estaba discutiendo con los zorren. Haberse
convertido en jefe de una misión oficial ante los zorren hacía que se pasara el tiempo
discutiendo y cada vez que la lógica de sus argumentos era algo débil empezaba a
levantar la voz. Últimamente habían estado hablando de los pecados de la carne, y el
padre James había alzado mucho la voz. Los zorren no creían en los pecados de la
carne, y habían ofendido al sacerdote respondiéndole con citas de los textos sagrados
que él les había citado antes.
Uno de los loros amaestrados rojos y azules de Rillibee estaba gritando una
interminable letanía dirigida a sí mismo:
—Songbird Chime, Joshua Chime, Miriam Chime. Stella…
Marjorie volvió a concentrarse en las páginas de su carta.
Cuando la humanidad pensaba que la suya era la única inteligencia existente, y que la
Tierra le pertenecía por derecho, quizá resultara adecuado creer que cada hombre tenía
una importancia individual. Éramos lo único que existía. Igual que ranas, cada uno estaba
convencido de que su charca era el centro del universo, y creíamos que Dios se
preocupaba por cada uno de nosotros. Es extraño: comprendíamos que el Orgullo es un
pecado, pero aun así seguíamos estando dispuestos a cometer tales actos de
arrogancia…
Nos habría bastado con mirar a nuestro alrededor para comprender lo ridículo de
nuestra idea. ¿Dónde estaba el granjero que conociese el nombre de cada semilla?
¿Dónde estaba el apicultor que le pusiera etiquetas a sus abejas? ¿Dónde estaba el
pastor capaz de distinguir un tallo de hierba entre todos los demás? Comparados con el
tamaño de la creación, ¿acaso no éramos sino seres minúsculos, tan pequeños como las
abejas, las semillas del trigo o los tallos de hierba…?
Y, sin embargo, el trigo se convierte en pan; las abejas hacen miel; la hierba se
convierte en carne, o enjardines… Los seres minúsculos son importantes no
individualmente, sino por aquello en lo que se convierten, si llegan a convertirse en algo.
Los arbai fracasaron porque no se convirtieron en nada. La humanidad estuvo a punto
de fracasar. Nos pasamos mucho tiempo encerrados en la Tierra, casi demasiado… Nos
marchamos de allí, sí, pero sólo porque habíamos destrozado nuestro planeta y teníamos
que marcharnos o morir, y en cuanto nos hubimos dispersado lo suficiente para encontrar
nuevos hogares dejamos que Santidad nos impidiera seguir avanzando. «Llenad los
mundos», nos dijo. «No vayáis más lejos. No corráis riesgos» Y no fuimos más allá. No
corrimos riesgos. Crecimos. Nos multiplicamos. No llegamos a convertirnos.
Oyó un trino a su espalda. No necesitaba darse la vuelta para saber quién estaba allí.
Acarició su cuello tan delicadamente como una hoja, con la garra asomando una fracción
de milímetro para provocar el más leve cosquilleo imaginable.
—¿Ahora? —susurró ella.
Él dejó caer su mochila al suelo, junto a ella.
Marjorie vaciló.
—¡No le he dicho adiós a Tony, no me he despedido de Stella!
Silencio.
Se había despedido. Cada hora de la última estación había sido un adiós. El padre
James acababa de darle su bendición esta misma mañana. Ya no le quedaba nada por
decir. Él volvió a tocarla.
—Tengo que acabar esto —dijo Marjorie, inclinándose sobre su carta.
FIN