Historia Natural y Teoria General Del Cielo - Immanuel Kant
Historia Natural y Teoria General Del Cielo - Immanuel Kant
Historia Natural y Teoria General Del Cielo - Immanuel Kant
Historia natural y teoría general del cielo es una obra de Immanuel Kant,
que escribió en 1755 y publicó anónimamente en el mismo año. Para Kant,
nuestro sistema solar es una versión en miniatura de los sistemas
observables de las llamadas estrellas fijas, como por ejemplo nuestro
sistema de la Vía Láctea y otras galaxias. Así, en su opinión, los sistemas
solares y las galaxias nacen y desaparecen periódicamente a partir de una
protonebulosa, proceso en el que se condensan los planetas separados. Con
esta teoría, se acerca a las ideas actuales sobre cosmogonía más que su
contemporáneo Pierre-Simon Laplace (1796). De todos modos, a menudo se
habla de ambas teorías como una sola, la teoría de Kant-Laplace sobre el
origen del sistema solar, también conocida como la teoría de la nebulosa
protosolar.
En la tercera parte del libro, «Sobre los habitantes de los astros» («Von den
Bewohnern der Gestirne»), Kant desarrolla una teoría de la vida
extraterrestre.
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Immanuel Kant
ePub r1.0
Titivillus 25.12.2017
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Título original: Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels, oder Versuch von der
Verfassung und dem mechanischen Ursprunge des ganzen Weltgebäudes nach Newtonischen
Grundsätzen abgehandelt
Immanuel Kant, 1755
Traducción: Pedro Merton
Nota preliminar: Manuel Sadosky
Estudio Origen del Sistema Solar: Pierre-Simon Laplace
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NOTA PRELIMINAR
Las concepciones de Kant y Laplace sobre el origen del mundo constituyen
mojones fundamentales en la serie de tentativas que a lo largo de la historia han
hecho los hombres por descifrar uno de los mayores misterios del universo.
Dice elocuentemente Henri Poincaré:
«El problema del origen del mundo ha preocupado siempre a todos los
hombres que reflexionan. Es imposible contemplar el espectáculo del Universo
estrellado sin preguntarse cómo se ha formado; deberíamos esperar quizás, para
buscar una solución, que hubiéramos reunido pacientemente los elementos, y que
hubiéramos adquirido así alguna esperanza seria de encontrar esa solución. Pero
si fuéramos razonables, sí fuéramos curiosos sin impaciencia, es probable que
jamás hubiéramos creado la ciencia y que nos hubiéramos contentado siempre
con vivir nuestra pequeña vida. Nuestro espíritu ha reclamado imperiosamente
esta solución, mucho antes que ella estuviera madura y aún cuando no poseía sino
vagos fulgores que le permitieran adivinarla más que alcanzarla. Por esto es que
las hipótesis cosmogónicas son tan numerosas, tan variadas…»[1].
Frutos de esta impaciente curiosidad son los trabajos de Kant y Laplace que
aparecen integrando este volumen de los TRATADOS FUNDAMENTALES.
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«… deducir la formación de los mismos cuerpos siderales y el origen de sus
movimientos desde el estado primitivo de la naturaleza por medio de las leyes de
la mecánica, son concepciones que parecen estar muy por encima de las fuerzas
de la razón humana».
Y esta empresa que «parece estar muy por encima de las fuerzas de la razón
humana» aparejaba un peligro que también señala Kant a continuación:
Kant se decidió sin embargo a exponer su teoría, pero su libro de 1755 pasó
relativamente desapercibido, incluso en su patria.
Mucho más éxito tuvo la hipótesis que cuarenta años después, enunció
independientemente Laplace en su Exposition du Système da Monde (1796, pág. 301
y sig.) Gran geómetra, Laplace pudo imponer durante mucho tiempo sus
concepciones a pesar de haberlas presentado «con la desconfianza que debe inspirar
todo lo que no es un resultado de la observación o del cálculo».
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no por un naturalista, sino por un filósofo. En 1755 apareció la Historia Natural y
Teoría General del Cielo, de Kant. La cuestión del primer impulso quedaba
eliminada; la tierra y todo el sistema solar se presentaban como algo que se fue
formando en el transcurso del tiempo. Si la gran mayoría de los naturalistas
hubiera tenido menos horror a pensar, ese horror que Newton expresa con la
advertencia: “¡Física, cuídate de la Metafísica!” habrían tenido que deducir de
este genial descubrimiento de Kant conclusiones que les habrían ahorrado
extravíos interminables y un trabajo y tiempo inmensos desperdiciados en
direcciones falsas. Porque en el descubrimiento de Kant estaba el punto de partida
de todo progreso ulterior. Si la Tierra era algo que se había ido haciendo, entonces
su actual estado biológico, geográfico y climatérico, sus plantas y animales tenían
también que haber ido haciéndose. La Tierra tenía que tener una historia, no sólo
en el espacio, de las cosas unas al lado de las otras, sino también en el tiempo, de
las cosas unas después de otras. Si inmediatamente después de la publicación de
Kant se hubieran proseguido decididamente las investigaciones en esa dirección,
las ciencias naturales estarían hoy mucho más adelantadas de lo que están»[3].
«Sostener que el Sol está colocado inmóvil en el centro del mundo, es una
opinión absurda, falsa en filosofía y formalmente hereje, porque es expresamente
contraria a las Escrituras; sostener que la tierra no está colocada en el centro del
mundo, que no es inmóvil, que tiene, incluso, un movimiento de rotación, es
también una proposición absurda, falsa en filosofía, no menos errónea en la fe»[4].
El mismo Tribunal del Santo Oficio condenó las ideas Copérnicas de Galileo
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obligándole a abjurar formalmente de sus teorías en 1633, como único medio de no
concluir quemado en una plaza pública como Giordano Bruno[5].
Así se comprende por qué Kant aún en 1755 pone tanto énfasis en destacar la
perfecta coincidencia entre su sistema y la religión, y quizá no sea muy desacertado
pensar que la meliflua dedicatoria al «Serenísimo, poderosísimo Rey Federico de
Prusia» hecha por su «devotísimo siervo» tiene por objeto protegerse de los
eventuales ataques de los fanáticos que hubieran visto en la obra de Kant un ataque a
la concepción bíblica del origen del mundo[6].
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Sobre esta tesis se basa todo el cuadro del movimiento universal de los átomos,
que adquiere la forma de un torbellino. En forma de un movimiento caótico
visible de átomos se realiza la unión de los principios homogéneos basada en la
atracción de lo semejante por lo semejante. Aquí se pone de manifiesto una
presunción de ley de atracción universal».
Kant dice:
«… los torbellinos que nacieron del difuso movimiento de los átomos, eran
una parte principal en las doctrinas de Leucipo y Demócrito, y los encontraremos
también en la nuestra».
¿Es correcta esta apreciación —por otra parte difundida hasta en nuestros días—
del papel del azar o casualidad en las doctrinas de los antiguos atomistas? Siguiendo
a la Historia de la Filosofía ya citada creemos que no:
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»La negación de Demócrito de la casualidad se desprende de la esencia de
toda la teoría atomística. El movimiento mecánico es la única forma del
movimiento que ella conoce. Por eso también la causalidad tiene aquí carácter
mecánico. La casualidad como forma especial de manifestación de la causalidad,
no era conocida todavía por Demócrito. Demócrito al negar la casualidad borra la
frontera entre la necesidad y la casualidad y rebaja de este modo la necesidad a la
casualidad. Esto, sin embargo, no disminuye la importancia histórica de la
doctrina de Demócrito sobre la causalidad. Esta doctrina fue la más grande
conquista científica».
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«Dadme sólo la materia y os construiré con ella un mundo», considerando que el
movimiento es una consecuencia natural de las propiedades de la materia.
Newton por su parte dejó de lado por completo los torbellinos de Descartes[10], a
los cuales condenó al final de los Principios matemáticos de la filosofía natural. Allí
Newton después de destacar que los seis planetas principales hacen sus revoluciones
alrededor del Sol, están aproximadamente en el mismo plano y sus movimientos
tienen la misma dirección, cosa que también ocurre con los diez satélites de esos
cuerpos, agrega:
Y Laplace dice:
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límites de sus conocimientos. Estas causas que Newton transporta a los límites del
Sistema solar, eran en su propio tiempo, colocadas en la atmósfera, para explicar
los meteoros; no son, pues, para el filósofo sino la expresión de la ignorancia
donde nos encontramos acerca de las verdaderas causas»[12].
«Supongamos que todas las materias de las cuales están formadas las esferas
pertenecientes a nuestro mundo solar, todos los planetas y cometas, se hallaban al
comienzo de todas las cosas, disueltas en sus elementos primitivos y llenaban en
esta forma todo el espacio del edificio mundial dentro del cual giran ahora esos
cuerpos. Este estado de la naturaleza, aún considerándolo por si solo y sin miras a
determinado sistema, parece ser el más sencillo que puede seguir a la nada… La
composición de los cuerpos siderales… es un estado de cosas posterior».
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Esta afirmación es contraria, evidentemente, a las leyes de la mecánica. Un
sistema en reposo no puede ponerse en movimiento si no hay una causa que lo
impulse a ello.
El desarrollo posterior de la hipótesis es bastante coherente. En el curso de su
trabajo Kant tuvo concepciones que aún admiran: así por ejemplo su hipótesis de la
constitución por los mismos elementos del Sol y de los planetas y sobre todo su
notable teoría sobre el anillo de Saturno (Cap. V.).
Kant comprende cuales son las debilidades de su teoría y por eso dice al final del
capítulo IV:
«Kant supone explícitamente que la materia primitiva del Sol parte del
reposo. ¿Por qué Kant no ha supuesto como lo hizo luego Laplace una rotación
inicial? Es que Laplace se limitaba a considerar la nebulosa de donde ha salido el
Sol, mientras que Kant ha querido tratar de explicar la formación de toda la Vía
Láctea. Quizás Kant también ha encontrado más filosófico no suponer un
movimiento inicial. Desgraciadamente sus afirmaciones están a menudo en
contradicción con los principios de la mecánica»[15].
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realizar una crítica de la teoría de Laplace. Hizo notar que si el Sol primitivo hubiera
adquirido la velocidad supuesta por Laplace, hubiera estallado y no hubiera
abandonado los anillos de vapor, destacando también que conociendo el estado actual
de las velocidades de los cuerpos celestes no puede concebirse que alguna vez hayan
podido tener velocidades tan grandes como lo supone la hipótesis.
Jeans entonces concibió el problema en el orden de todo el universo, utilizando
las ideas de Laplace para explicar cómo las estrellas se han originado a partir de las
nebulosas espirales. El sistema planetario se habría originado a partir de una estrella
que en lugar de seguir la evolución más corriente:
caos → nebulosa → estrella → sistema binario → subsistema
fue perturbada en este proceso por la aproximación de otra estrella, que logró
arrancarle un «huso» de materia gaseosa que debió girar alrededor del Sol, mientras
la estrella perturbadora continuaba su curso.
En esta teoría, en la cual se reconocen ciertas analogías con la expuesta por
Buffon, se hace un uso sistemático de las mareas gigantescas consideradas por G. H.
Darwin. La teoría de Jeans es la que actualmente permite una explicación más
verosímil sobre el origen del mundo.
MANUEL SADOSKY.
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AL SERENÍSIMO, PODEROSÍSIMO REY Y SEÑOR, SEÑOR FEDERICO
REY DE PRUSIA, MARGRAVE DE BRANDENBURGO, GRAN
CHAMBELÁN Y ELECTOR DEL SANTO IMPERIO ROMANO,
SOBERANO Y SUPREMO DUQUE DE SILESIA, ETC., MI SERENÍSIMO
REY Y SEÑOR.
EL AUTOR.
Königsberg, 14 de marzo de 1755.
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PREFACIO
He elegido un tema que tanto por su dificultad intrínseca como también por lo
relativo a la religión puede despertar desde un principio prejuicios desventajosos en
un gran sector de los lectores. Descubrir lo sistemático que une entre sí las grandes
articulaciones de la creación en toda la extensión de lo infinito, y deducir la
formación de los mismos cuerpos siderales y el origen de sus movimientos desde el
estado primitivo de la naturaleza por medio de las leyes de la mecánica, son
concepciones que parecen estar muy por encima de las fuerzas de la razón humana.
Por otra parte, la religión amenaza con acusar solemnemente al osado que se
atreviera a atribuir tales conclusiones a la sola naturaleza, en vez de reconocer
debidamente la intervención inmediata del Ser Supremo, y adjudica a la
impertinencia de tales consideraciones una apología del ateo. Bien veo todas estas
dificultades y no me amedrento. Percibo toda la fuerza de los obstáculos que se
oponen, y no me desanimo. Basado sobre una ínfima presunción, me he lanzado a
una peligrosa travesía, y ya distingo los promontorios de nuevos países. Los que se
animarán a proseguir la investigación, pondrán pie en ellos y tendrán satisfacción de
conferirles su nombre.
No me he afirmado en el plan de esta empresa hasta sentirme seguro con respecto
a los deberes de la religión. Mi empeño se ha duplicado a cada paso, cuando vi
dispersarse las nieblas que en su oscuridad parecían ocultar monstruos, pero que al
disiparse hicieron aparecer con el máximo esplendor la majestuosidad del Ser
Supremo. Sabiendo irreprochables estos esfuerzos, quiero indicar fielmente lo que
pueden encontrar de chocante en mi plan los espíritus bien intencionados, pero
débiles, y estoy dispuesto a someterlo a la severidad del areópago ortodoxo con la
franqueza característica de la probidad de pensar. El abogado de la fe puede pues
aducir primero sus argumentos.
Si la estructura del Universo con todo su orden y belleza no es más que una
consecuencia de la materia abandonada a sus leyes generales de movimiento, y si la
ciega mecánica de las fuerzas naturales sabe desarrollarse tan magníficamente desde
el caos y llega a tal perfección por su propia fuerza, entonces la demostración de la
existencia del Autor Divino derivada del bello espectáculo del universo, pierde toda
su fuerza, la naturaleza se vuelve autónoma, el gobierno divino es innecesario.
Epicuro renace en pleno cristianismo y una filosofía profana pisotea la fe que le
brinda una clara luz para iluminarla.
Si encontrase justificada esta recriminación, la convicción que tengo de la
infalibilidad de las verdades divinas tendría tanta fuerza sobre mí que consideraría
refutado por ellas todo lo que está en contradicción con ellas y lo rechazaría. Mas,
precisamente, la coincidencia que encuentro entre mi sistema y la religión eleva mi
confianza frente a todas las dificultades al grado de una impertérrita serenidad.
Reconozco todo el valor de aquellas pruebas que de la belleza y del perfecto
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ordenamiento de la estructura universal se deducen, para confirmar la existencia de
un Autor de máxima sabiduría. Quien no se cierra aviesamente a toda persuasión
tiene que rendirse ante argumentos tan irrefutables. Mas yo afirmo que al servirse de
estos argumentos en forma inadecuada, los defensores de la religión eternizan la
disputa con los naturalistas, ofreciéndoles sin necesidad un lado débil.
Acostumbramos a observar y destacar en la naturaleza las armonías, la belleza,
los fines y una proporción perfecta de los medios con relación a éstos. Pero al
enaltecer la naturaleza por este lado, se trata por el otro de rebajarla. Carece,
dícese, de esta afinación, y abandonándola a sus leyes generales no produciría otra
cosa que desorden. Las armonías demostrarían una mano extraña que ha sabido
someter a un plan sabiamente ordenado una materia carente de toda regularidad.
Mas yo replico: si las leyes generales de acción de la materia se derivan también del
supremo designio, es de suponer que no pueden tener otro destino que el de tratar de
cumplir el plan que se ha propuesto la suprema sabiduría, o de no ser así, ¿no
estaríamos tentados en creer que por lo menos la materia y sus leyes generales
serían independientes y que el muy sabio poder que ha sabido utilizarlas tan
gloriosamente, sería grande, pero no ilimitado, poderoso, pero no universal?
El abogado de la religión se muestra preocupado de que aquellas armonías
explicables por una tendencia natural de la materia demostrarían la independencia
de la naturaleza de la previsión divina. Confiesa con no poca claridad que
descubriéndose causas naturales de todo el orden de la estructura universal, capaces
de lograrlo por medio de las propiedades más generales y esenciales de la materia,
resultaría innecesario invocar un gobierno supremo. El naturalista, halla su cuenta
en no discutir esta premisa. Pero descubre ejemplos que demuestran en resultados
perfectos la fecundidad de las leyes generales de la naturaleza, y consigue así poner
en peligro al ortodoxo por las mismas pruebas que en las manos de éste podrían
transformarse en armas invencibles. Daré ejemplos: numerosas veces se ha aducido
ya como una de las pruebas más evidentes de una benévola previsión en bien del
hombre, que en la zona más tórrida de la tierra los vientos marinos soplan sobre la
tierra y la deleitan precisamente en los momentos en que el calor hace más necesaria
su influencia refrescante. Por ejemplo, en la isla de Jamaica, apenas el sol ha subido
tan alto que proyecta el calor más agudo sobre la tierra, poco después de las nueve
de la mañana, empieza a levantarse desde el mar un viento que sopla desde todos
lados sobre la tierra; su fuerza aumenta a medida que aumenta la altura del sol. A la
una de la tarde, cuando naturalmente el calor es más fuerte, el viento es más violento
y decrece con la declinación del sol paulatinamente de tal manera que hacia la noche
reina la misma calma que al amanecer. Sin esta feliz institución, la isla sería
inhabitable. El mismo beneficio lo gozan todas las costas de los países situados en la
zona tórrida. A ellas también les hace mayor falta, puesto que siendo las zonas más
bajas de la tierra árida, sufren el mayor calor, pues los sitios más elevados de tierra
adentro que no alcanza aquel viento marino, tampoco lo necesitan tanto, puesto que
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su mayor elevación los ubica en una zona de aire más fresco. ¿No es todo ello
hermoso, no son fines aparentes que han sido obtenidos por medios sabiamente
aplicados? Mas para fundamentar su contraposición, el naturalista debe encontrar
las causas naturales de ello en las condiciones del aire sin que le sea permitido
suponer en ello intervenciones especiales. Con razón observa que estos aires marinos
deben moverse en esta forma periódica, aun cuando ningún ser humano viviese en
esta isla, por su sola calidad de elasticidad y peso que los hacen imprescindibles
para el crecimiento de las plantas. El calor del sol rompe el equilibrio del aire al
enrarecer el que está encima de la tierra, y al obligar al aire más fresco del mar a
desplazarlo y ocupar su lugar.
¡Cuántos beneficios brindan los vientos al globo, y cuánto uso saca de ellos la
sagacidad del hombre! Y sin embargo, para producirlos no hacían falta otras
disposiciones que la misma calidad general de aire y calor que aun prescindiendo de
aquellas finalidades tenían que hallarse en la tierra.
Cuando admitas, objeta el incrédulo, que pudiendo deducir instituciones
tendientes a fines útiles de las leyes naturales más generales y sencillas, no se
precisa además un gobierno de suprema sabiduría: ved entonces pruebas que os
sorprenderán precisamente en lo que confeséis. La naturaleza entera, principalmente
la inorgánica, está llena de pruebas que revelan que la materia autónoma posee por
la mecánica de sus fuerzas cierta justeza en sus consecuencias y satisface
espontáneamente las reglas del decoro. Cuando un creyente, para salvar la buena
causa de la religión, quiere negar esta facultad de las leyes generales de la
naturaleza, se pondrá a sí mismo en apuros, dando por su mala defensa al no
creyente un motivo de triunfo.
Mas veamos cómo estos argumentos, considerados peligrosos en manos de los
adversarios, son más bien armas poderosas para refutarlos. Rigiéndose según sus
leyes más generales, la materia produce por medio de su actitud natural o, para
decirlo así, de una ciega mecánica, consecuencias decorosas que parecen ser el
designio de una suprema sabiduría. El aire, el agua y el calor, considerados como
obrando por sí solos, producen vientos y nubes, lluvias y ríos que humedecen los
países, y todas las demás consecuencias sin las cuales la naturaleza tendría que
permanecer triste, yerma y estéril. Pero estas consecuencias no las producen
ocasionalmente o al azar, de modo que también podrían tener un resultado
desfavorable, sino se ve que por sus leyes naturales están obligados a no obrar de
otra manera que la indicada. ¿Qué ha de pensarse de esta coincidencia? ¿Cómo
sería posible que cosas de diferentes naturaleza, reunidas entre sí, traten de producir
coincidencias y hermosuras tan excelentes, y hasta en favor de objetos que se hallan
en cierto sentido fuera de la órbita de la materia muerta, es decir de hombres y
animales, si ellas no reconociesen un origen común, a saber una razón infinita en la
cual se hallan proyectadas en su muta relación las propiedades esenciales de todas
las cosas? Si sus naturalezas fuesen necesarias para su propia e independiente
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existencia, ¿no sería una sorprendente contingencia, o más bien una imposibilidad,
que concordasen en sus tendencias naturales de una manera tan exacta como
hubiera podido reunirías una elección deliberada y prudente?
Y ahora aplico con confianza estos principios a mi presente empresa. Presumo la
dispersión total de la materia del Universo y hago de ella un caos completo. Veo
formarse la materia de acuerdo a las leyes definidas de la atracción y modificarse su
movimiento por la repulsión. Me deleito en ver producirse, sin ayuda de ficciones
arbitrarias, y ocasionado por las definidas leyes de movimiento, un todo bien
ordenado que se asemeja tanto al sistema universal que vemos ante nuestros ojos,
que no puedo abstenerme a considerarlo el mismo. Este inesperado desenvolvimiento
del orden natural en gran escala se me hace en un principio sospechoso, ya que
sobre base tan modesta y sencilla funda una exactitud tan complicada. Finalmente,
de susodicha consideración me entero de que tal desenvolvimiento de la naturaleza
no es algo inaudito en ella, sino que su tendencia esencial la trae necesariamente
consigo y que ello es el testimonio más glorioso de su dependencia de aquel ser
primordial que encierra en sí hasta la fuente de los seres mismos y de sus primeras
leyes de acción. Esta inteligencia duplica mi confianza en el proyecto que me he
propuesto. La seguridad aumenta a cada paso que prosigo hacia adelante, y mi
timidez se acaba por completo.
Pero la defensa de tu sistema, se dirá, es al mismo tiempo la apología de las
opiniones de Epicuro que son los que más se le parecen. No quiero negar por
completo toda coincidencia con aquél. Por el espejismo de tales argumentos, muchos
se han convertido en ateos, que con sólo considerarlos mejor, hubieran podido
convencerse eficazmente de la segura existencia del Ser Supremo. Las conclusiones
que una inteligencia trastocada deduce de principios irreprochables, son a veces muy
reprochables. Así lo fueron también las conclusiones de Epicuro, no obstante llevar
su concepción la señal de un gran espíritu.
No negaré pues, que la teoría de Lucrecio o de sus predecesor res, Epicuro,
Leucipo y Demócrito, tiene mucho parecido con la mía. Yo, igual que aquellos
filósofos, admito el estado primitivo de la naturaleza dentro de la dispersión general
de la materia inicial de todos los cuerpos siderales o de los átomos, como los llaman
ellos. Epicuro suponía una gravedad que impulsa aquellas partículas ele” mentales a
caer, y ello no parece ser muy distinto de la atracción newtoniana que yo
presupongo. Les dio también cierta desviación del movimiento rectilíneo de la caída,
aunque con respecto a sus causas y consecuencias tenía fantasías incongruentes,
pero esta desviación coincide aproximadamente con la alteración de la caída vertical
tal como la deducimos de la fuerza repulsiva de las partículas. Finalmente, los
torbellinos que nacieron del difuso movimiento de los átomos, eran una parte
principal en las doctrinas de Leucipo y Demócrito, y los encontraremos también en
la nuestra. Tanto parentesco con un sistema doctrinario que era en la antigüedad la
verdadera teoría del ateísmo, no consigue sin embargo atraer al mío hacia la
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comunidad de sus errores. Hasta en las opiniones más absurdas que entre los
hombres han conseguido aplauso, se notará siempre algo de verdad. Un principio
falso o un par de silogismos mal pensados conducen al hombre de la senda de la
verdad por desvíos imperceptibles hacia el abismo. Pese a las similitudes
mencionadas queda una diferencia esencial entre la antigua cosmogonía y la
presente que permite deducir conclusiones totalmente contrarias.
Los mencionados autores de las doctrinas del nacimiento mecánico del Universo
deducían todo orden perceptible en él, sólo del azar que hizo que los átomos
concordasen de manera tan feliz que formaron un todo bien ordenado. Epicuro llegó
a la audacia de afirmar que los átomos se desvían de su movimiento rectilíneo sin
otro motivo que el de poder encontrarse. Todos ellos llevaron la incongruencia al
extremo de atribuir el origen de todos los seres animados precisamente a este
accidental encuentro, deduciendo la razón efectivamente de la irracionalidad. En mi
doctrina, en cambio, encuentro la materia atada a ciertas leyes necesarias. En su
total disolución y dispersión, veo empezar el desenvolvimiento perfectamente natural
de un todo hermoso y ordenado. Esto no ocurre por una casualidad u
ocasionalmente, sino se observa que calidades naturales conducen necesariamente a
ello. ¿No nos sentimos movidos a preguntar por qué la materia debía tener leyes que
precisamente tienden al orden y el decoro? ¿Era posible que muchos elementos, cada
uno provisto de su propia naturaleza independiente de los demás, debían por sí solos
disponerse mutuamente de tal manera que saliese un todo bien ordenado, y si lo
hacen, no es ello una prueba irrefutable de la comunidad de su primer origen que
debe ser una inteligencia omnipotente en la cual las naturalezas de las cosas han
sido proyectadas de acuerdo a designios preestablecidos?
Por consiguiente, la materia que es la substancia inicial de todas las cosas, se
halla ligada a ciertas leyes y abandonada libremente a ellas tendrá que producir
necesariamente hermosas combinaciones. No tiene libertad de desviarse de este plan
de la perfección. Encontrándose pues sometida a una intención suprema y sabia,
necesariamente tendrá que haber sido colocada en tales condiciones armoniosas por
medio de una causa primordial que la determina, y existe un Dios porque hasta en el
caos la naturaleza no puede proceder de otra forma que regular y ordenadamente.
Tengo tan buena opinión respecto a la mentalidad proba de aquellos que honren
mi ensayo estudiándolo, que doy por seguro que los argumentos aducidos, aun
cuando no puedan eliminar toda preocupación con respecto a consecuencias
peligrosas de mi sistema, por lo menos pondrán fuera de duda la pureza de mis
intenciones. Cuando a pesar de ello existen fanáticos malintencionados que
consideran como obligación digna de su sagrada profesión, atribuir a las opiniones
más innocuas interpretaciones peligrosas, estoy seguro de que el juicio de ellos
tendrá entre los sensatos precisamente el efecto contrario al que buscan. Por lo
demás, no se me privará del derecho de que Descartes disfrutaba siempre ante jueces
rectos, cuando se atrevió a explicar la formación de tos cuerpos siderales a partir de
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meras leyes de la mecánica. Por ello, citaré a los autores de la Historia Universal[1]:
«Sin embargo, debemos creer que la tentativa de este filósofo, de explicar la
formación del Universo en un período determinado por la sola continuación de un
movimiento, una vez impreso a la materia caótica, y de llevar esta formación a la
acción de unas pocas, simples leyes generales de movimiento, pueda ser tan poco
punible y lesivo a Dios como otras tentativas que desde él, con más aplauso, han
tratado de hacer lo mismo, apoyándose en las calidades originarías y creadas de la
materia, tal como algunos creían, puesto que por ellas se introduce más bien un
concepto superior de la sabiduría infinita de Dios.»
He tratado de apartar las dificultades que parecían amenazar mi tesis por parte
de la religión. Hay otras no menores con respecto al tema mismo. Pues aunque es
cierto, se dirá, que Dios ha conferido a las fuerzas de la naturaleza un poder secreto
de llegar desde el caos por su propias fuerzas a una perfecta armonía universal,
¿tendrá la inteligencia humana, tan torpe frente a los asuntos más comunes, la
capacidad suficiente para desentrañar las calidades ocultas en un tema de tal
envergadura? Tamaña empresa equivale a decir: Dadme sólo la materia y os
construiré con ella un mundo. ¿No podrá la debilidad de tus entendimientos que
fracasan en los asuntos más íntimos de diaria e inmediata percepción, enseñarte que
es en vano averiguar lo infinito y lo que pasó en la naturaleza antes de existir un
mundo? Anulo esta dificultad haciendo patente que precisamente esta investigación
entre todas las que puedan ser planteadas en la teoría natural, es la que permite con
la mayor facilidad y seguridad llegar hasta el origen. Igual que entre todos los
propósitos de las ciencias naturales, ninguno puede ser resuelto con más exactitud y
justeza que la verdadera constitución del Universo en general, las leyes de los
movimientos y el mecanismo interno de las revoluciones de todos los planetas, hasta
donde la doctrina newtoniana permite estos conocimientos que no se encuentran en
ningún otro sector de la filosofía — igual afirmo que entre todas las cosas naturales,
cuya primera causa se averigua, el origen del sistema universal y la formación de los
cuerpos siderales con las causas de sus movimientos, son lo que primero podemos
tener la esperanza de comprender exacta y formalmente. La causa de ello es fácil de
ver. Los cuerpos siderales son masas redondas, o sea de la formación más sencilla
que pueda tener un cuerpo cuya formación se investiga. Tampoco son compuestos sus
movimientos. No son otra cosa que la libre continuación de un impulso una vez dado
que unido a la atracción del cuerpo hasta el centro, adopta la forma circular.
Además, el espacio en que se mueven, está vacío, las distancias que los separan entre
ellos, inmensamente grandes, de manera que todo está preparado en favor de un
movimiento que nada perturba, como también para la exacta percepción de los
mismos. Me parece que aquí se puede decir en cierta manera sin temeridad: Dadme
materia y os construiré con ella un mundo, es decir: Dadme materia y os mostraré
cómo un mundo ha de nacer de ella. Pues existiendo materia dotada de una
determinada fuerza de atracción, no es difícil determinar las causas que han podido
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contribuir a la institución del sistema universal considerado en general. Sabemos lo
que es necesario para que un cuerpo adopte la forma esférica de una bola,
comprendemos lo que se precisa para que esferas libremente suspendidas inicien un
movimiento circular alrededor del centro hacia el cual son atraídos. La
configuración de los círculos, la coincidencia de la dirección, la excentricidad, todo
puede ser reducido a las causas mecánicas más sencillas y se puede esperar con
confianza descubrirlas, puesto que es posible derivarías de los axiomas más fáciles y
visibles. En cambio, ¿podemos vanagloriarnos de esta ventaja respecto a las más
humildes plantas o insectos? ¿Podemos decir: Dadme materia y os mostraré cómo se
puede producir una oruga? ¿No quedamos paralizados desde el primer paso, por
ignorar la verdadera naturaleza íntima del objeto y de las complicadas diversidades
que incluye? No debe pues extrañar a nadie si me atrevo a decir que la formación de
todos los cuerpos siderales, la causa de sus movimientos, en fin el origen de toda la
actual constitución del Universo podrá ser comprendido más fácilmente que el
nacimiento de un solo yuyo, o el de una oruga explicado exacta y completamente por
meras causas mecánicas.
Éstos son los motivos sobre los cuales fundo mi confianza de que la parte física
de la ciencia del Universo puede tener la esperanza de llegar en lo futuro a una
perfección similar a la que Newton logró dar a la parte matemática. Después de las
leyes que rigen la constitución del Universo, quizás no haya otras en toda la esfera
de las ciencias naturales susceptibles de ser definidas matemáticamente que aquellas
que rigen su formación, y es indudable que a un geómetra experimentado se
presentan aquí campos prometedores de rendimiento[2].
Después de haber procurado que el tema de mis consideraciones encuentre
favorable acogida, se me permitirá exponer brevemente el modo según el cual lo he
tratado. La primera parte se ocupa en líneas generales de un nuevo sistema de la
estructura universal. El señor Wright de Durham, cuyo tratado conocí en los
Hamburgische Freie Urteile del año 1751, me invitó primero a considerar a las
estrellas fijas no como un hormiguero disperso sin orden visible, sino como un
sistema muy parecido al de los planetas, de modo que así como los planetas se hallan
aproximadamente en un plano común, también las estrellas fijas están relacionadas
lo más cerca posible en su ubicación a un determinado plano que debemos
imaginarnos como trazado a través del cielo entero, representando en su
acumulación más densa aquella franja reluciente llamada Vía láctea. Me he
asegurado que también nuestro sol tiene que hallarse muy cerca de este gran plano,
puesto que esa zona iluminada por un sinnúmero de soles muestra con mucha
exactitud la curva de un extensísimo círculo. Investigando las causas de esta
ubicación, he encontrado como muy probable que las llamadas estrellas fijas pueden
ser muy bien astros errantes de lento movimiento dentro de un orden superior. Para
confirmar lo que más adelante se dirá sobre este concepto, citaré aquí sólo una frase
del señor Bradley sobre el movimiento de las estrellas fijas:
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«Si comparando nuestras mejores observaciones actuales con las anteriormente
hechas con un grado aceptable de exactitud, quisiéramos emitir un juicio, se
evidencia que algunas estrellas fijas han modificado realmente sus posiciones
relativas, y ello de tal manera que visiblemente no ha sido motivado por un
movimiento dentro de nuestro sistema planetario, sino sólo puede atribuirse a un
movimiento de las estrellas mismas. Arturo nos ofrece una clara prueba de ello.
Porque al comparar su declinación actual con su ubicación tal como fué fijada tanto
por Tycho Brahe como por Flamsteed, se encontrará que la diferencia es mayor que
la que pueda suponerse motivada por la inseguridad de sus observaciones. Existen
motivos para suponer que debe haber también otros ejemplos de igual índole entre el
gran número de astros visibles, puesto que sus posiciones relativas pueden ser
modificadas por varias causas. Porque si nos imaginamos que nuestro propio sistema
solar cambia de lugar con respecto al espacio universal, después de algún tiempo
ello ocasionará una aparente alteración en las distancias angulares de las estrellas
fijas. Y como en este caso, ello influiría más en las posiciones de las estrellas más
cercanas que en las de las más alejadas, sus posiciones parecerían modificarse
aunque las estrellas mismas en realidad permaneciesen inmóviles. Y si en cambio
nuestra propia estructura planetaria fuera fija, y algunas estrellas realmente
efectuaran un movimiento, ello también alteraría su aparente ubicación, y ello tanto
más cuanto más cercanas se hallan de nosotros o cuanto más la curva de su
movimiento nos permita percibirla. Puesto que las posiciones de las estrellas pueden
ser alteradas por tan diversas causas, según consideramos las sorprendentes
distancias en que con toda seguridad se hallan algunas, han de hacer falta las
observaciones de muchas generaciones humanas para definir las leyes de las
alteraciones aparentes aún de un solo astro. Mucho más difícil aún ha de ser fijar las
leyes para todas las estrellas más notables»[3].
No puedo determinar exactamente los limites que hay entre el sistema del señor
Wright y el mío, ni las partes en que sólo he imitado o ampliado su ensayo. Sin
embargo, se me presentaron motivos dignos de ser aceptados a primera vista, para
ampliarlo considerablemente en una de sus partes. Consideraba la especie de astros
nebulosos mencionados por el señor de Maupertuis en su tratado sobre la
Configuración de los Astros[4] y que muestran la forma de eclipses más o menos
abiertos, asegurándome fácilmente de que no pueden ser otra cosa que cúmulos de
numerosas estrellas. La redondez, siempre bien definida, de estas figuras me enseñó
que aquí debía tratarse de una multitud de estrellas inconcebiblemente numerosa y
ordenada en torno a un centro común, puesto que de otra manera sus posiciones
libres entre sí, habrían de presentar formas irregulares, pero no figuras mensuradas.
Comprendí también que dentro del sistema que las reúne, deberían existir limitadas
principalmente a un plano, puesto que no forman figuras circulares, sino elípticas, y
que debido a su luz pálida, están inconcebiblemente remotas de nosotros. Las
conclusiones que he sacado de estas analogías, las presentará el tratado mismo al
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estudio de un lector sin prejuicios.
En la segunda parte que contendrá el tema principal de este tratado, trataré de
desarrollar la constitución del sistema universal desde el estado más primitivo de la
naturaleza por las solas leyes de la mecánica. Si me es permitido proponer a los que
se indignarán por la audacia de mi empresa, que procedan con cierto orden al
honrar mi pensamiento con un examen, les rogaría que primero lean el capítulo
octavo que, según espero, podrá preparar su juicio a un buen entendimiento. Sin
embargo, al invitar al benévolo lector para que examine mis opiniones, me doy
cuenta de que las hipótesis de esta índole, por lo general, no gozan de mayor
prestigio que los sueños filosóficos. Tengo, por consiguiente, motivos para temer que
el lector se resolverá, no con muy buena gana, a examinar detenidamente historias
imaginarias de la naturaleza y a seguir pacientemente al autor en todas las vueltas
con que elude las dificultades que se presentan, sólo para reírse quizá al final de su
propia credulidad, a la manera de los espectadores que Gellert nos pinta escuchando
al vocinglero en el mercado de Londres[5]. Pero no me atrevo a prometer que el
lector, una vez que la lectura del mencionado capítulo preparatorio lo haya
persuadido a emprender la excursión física sobre la base de tan verosímiles
suposiciones, ha de hallar posteriormente en el camino mucho menos vueltas
tortuosas y obstáculos infranqueables que las que quizá tema al comienzo.
En efecto, he prescindido con la mayor cautela de toda imaginación arbitraria.
Después de haber reducido el mundo al más simple caos, no he empleado otras
fuerzas que las de atracción y repulsión para desarrollar el gran orden de la
naturaleza, es decir, dos fuerzas que ambas son igualmente ciertas, igualmente
sencillas y también igualmente primitivas y generales. Ambas han sido tomadas de la
filosofía natural de Newton. La primera es una ley natural que ya se ha hecho
indiscutible. La segunda, a la que la ciencia natural de Newton quizá no puede
prestar tanta evidencia como a la primera, la acepto aquí únicamente en el sentido
en que ya nadie la discute, es decir en lo referente a la más fina disolución de la
materia, como por ejemplo los vapores. De estos sencillos elementos he deducido el
sistema que se leerá, sin artificio y sin otras intenciones que las que la atención del
lector ha de encontrar por sí sola.
Permítaseme finalmente hacer una breve declaración sobre la validez y el
supuesto valor de aquellos axiomas que serán presentados en mi teoría y que deseo
sean examinados por jueces ecuánimes. Al autor se lo juzga con razón de acuerdo al
sello que imprime a su mercadería. Por ello espero que en las diversas partes de este
ensayo no se exigirá una responsabilidad más severa de mis opiniones que las que
les corresponde de acuerdo al valor que yo mismo les atribuyo. En general, de un
trabajo de esta índole no se puede exigir nunca una máxima exactitud geométrica e
infalibilidad matemática. Si el sistema está fundado en analogías y coincidencias
según las reglas de la verosimilitud y del justo modo de pensar, ya he satisfecho todas
las exigencias de su objeto. Este grado de virtud lo creo haber alcanzado en algunas
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partes de mi trabajo, como en la teoría de las estrellas fijas, en la hipótesis de la
calidad de las estrellas nebulosas, en el concepto general del origen mecánico del
Universo, en la teoría del anillo del Saturno y en algunos otras. Algo menos
convencerán ciertas partes del trabajo, como por ejemplo la fijación de las
relaciones de la excentricidad, la comparación de las masas de los planetas, las
irregulares desviaciones de los cometas y otras más.
Si pues en el capítulo séptimo, seducido por la fecundidad del sistema y lo
agradable del más grande y maravilloso tema que uno puede imaginarse, he llevado
las conclusiones de la teoría con cierta audacia, aunque siempre siguiendo la
analogía y una razonable verosimilitud; si pinto lo infinito de la creación entera, la
formación de nuevos mundos, el ocaso de los viejos y el espacio ilimitado del caos,
espero que la agradable amenidad del objeto y el placer que produce observar la
coincidencia de una teoría con los hechos en su máxima extensión, provocarán la
indulgencia necesaria para no juzgarlo con rigor geométrico, inaplicable además a
esta clase de consideraciones. Con la misma ecuanimidad cuento con respecto a la
tercera parte. Sin embargo, en todos los casos se hallará algo más que mera
arbitrariedad, aunque siempre algo menos que certeza indudable.
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CONTENIDO DE LA OBRA
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
Objeciones. Único concepto entre todos los posibles para satisfacer las dos. Estado
primitivo de la naturaleza. Dispersión de los elementos de toda la materia a través
del espacio universal. Primer movimiento debido a la atracción. Comienzo de la
formación de un cuerpo en el punto de mayor atracción. Inclinación general de
los elementos hacia este cuerpo central. Fuerza de repulsión de las partes más
finas en que ha sido disuelta la materia. Cambio de dirección del movimiento de
inclinación debido a la reunión de esta fuerza con la anterior. Dirección uniforme
de todos estos movimientos hacia una misma región. Tendencia de todas las
partículas de juntarse hacia un plano común y de acumularse en él. Moderación
de la velocidad de su movimiento hasta lograr su equilibrio con la gravedad de la
distancia de su lugar. Libre gravitación de todas las partículas alrededor del
cuerpo central en órbitas circulares. Formación de los planetas sobre la base de
estos elementos en movimiento. Libre movimiento de los planetas así formados
en una misma dirección y en un plano común, en forma casi circular cerca del
centro y en grados crecientes de excentricidad a medida que aumenta la distancia
del mismo.
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CAPÍTULO SEGUNDO
Causas por las cuales los planetas más cercanos son más densos que los más alejados.
Insuficiencia de la explicación que da Newton. Porqué el cuerpo central es de
naturaleza más liviana que los globos más cercanos que giran alrededor de él.
Relación de las masas de los planetas según la proporción de sus distancias.
Causas derivadas de la forma de origen, por la cual el cuerpo central posee la
mayor masa. Cálculo de la tenuidad con que han sido dispersados todos los
elementos de la materia universal. Probabilidad y necesidad de esta tenuidad.
Importante prueba de la forma de nacimiento de los cuerpos siderales, deducida
de una extraña analogía del Señor de Buffon.
CAPÍTULO TERCERO
La excentricidad aumenta con las distancias al sol. Causa de esta ley, deducida de la
cosmogonía. Porqué las órbitas de los cometas salen libremente del plano de la
elíptica. Prueba de que los cometas están formados de la clase más liviana de
materia. Nota marginal sobre la aurora boreal.
CAPÍTULO CUARTO
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CAPÍTULO QUINTO
CAPÍTULO SEXTO
DE LA LUZ ZODIACAL
CAPÍTULO SÉPTIMO
Origen de un gran sistema de las estrellas fijas. Cuerpo central de ese sistema.
Infinidad de la creación. Relación general sistemática en su sentido más
completo. Cuerpo central de toda la naturaleza. Continuación sucesiva de la
creación en toda la infinidad de los tiempos y espacios por la formación incesante
de nuevos mundos. Consideración del caos de la naturaleza informe. Paulatina
decadencia y ocaso de la estructura universal. Decoro de este concepto.
Renovación de la naturaleza decaída.
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Porqué el cuerpo central de una estructura universal es un cuerpo ígneo.
Contemplación más detallada de su naturaleza. Pensamientos sobre los cambios
del aire que lo rodea. Extinción de los soles. Aspecto más cercano de su forma.
Opinión del Sr. Wright sobre el centro de toda la naturaleza. Enmienda de la
misma.
CAPÍTULO OCTAVO
TERCERA PARTE
Si todos los planetas están habitados. Causa para dudarlo. Causa de las relaciones
físicas que deben existir entre los habitantes de diversos planetas. Consideración
del hombre. Causas de la imperfección de su naturaleza. Relación natural de las
calidades corporales de las criaturas animadas según sus diferentes distancias del
sol. Consecuencias de esta relación con respecto a sus facultades espirituales.
Comparación de las naturalezas dotadas de razón en distintos cuerpos siderales.
Confirmación por determinadas circunstancias de cus zonas de vida. Otra prueba
basada en las providencias divinas tomadas en su favor. Breve divagación.
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CONCLUSIÓN
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PRIMERA PARTE
BOSQUEJO DE UNA CONSTITUCIÓN SISTEMÁTICA QUE
REINA ENTRE LAS ESTRELLAS FIJAS Y LA PLURALIDAD DE
ESTOS SISTEMAS DE ESTRELLAS FIJAS
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BREVE RESUMEN DE LOS PRINCIPALES CONCEPTOS
BÁSICOS DEL SISTEMA DE NEWTON, NECESARIOS PARA
COMPRENDER LO QUE SIGUE[1]
Seis planetas, de los cuales tres tienen satélites, Mercurio, Venus, la Tierra con su
Luna, Marte, Júpiter con cuatro y Saturno con cinco satélites, todos circulando
alrededor del sol como centro, junto con los cometas que lo hacen en todas las
direcciones y en órbitas muy extensas, constituyen un sistema que se llama el sistema
de los soles o también la estructura universal planetaria. El movimiento de todos
estos cuerpos, puesto que es circular y regresa a su punto de partida, presupone dos
fuerzas imprescindibles en cualquier clase de teoría, a saber, una fuerza de impulsión
por la cual, en cualquier punto de su recorrido curvilíneo continuarían en línea recta y
se alejarían hacia el infinito, si no existiera otra fuerza, cualquiera que sea, que
continuamente los obliga a abandonar aquella dirección y correr en una curva que
rodea al sol como punto central. Esta segunda fuerza, como la geometría misma lo
establece en forma indudable, se dirige en todas partes hacia el sol, por lo cual se la
llama la fuerza centrípeta o gravedad.
Si las órbitas de los cuerpos siderales formasen círculos exactos, el más sencillo
análisis de la composición de movimientos curvilíneos demostraría la necesidad de
una atracción continua hacia el punto central; mas aunque en todos los planetas como
también en los cometas las órbitas forman elipses en cuyo foco común se halla el sol,
la geometría superior, ayudada por la analogía de Kepler (según la cual el radio
vector, o sea la línea trazada desde el planeta hacia el sol, recorta siempre de la órbita
elíptica áreas proporcionales a los tiempos) demuestra con certeza infalible que
alguna fuerza tendría que empujar continuamente el planeta hacia el sol durante todo
su recorrido circular. Esta fuerza de gravedad que domina en todo el espacio del
sistema planetario y tiende hacia el sol, es pues un fenómeno irrefutable de la
naturaleza, y con la misma seguridad ha sido probada la ley según la cual esta fuerza
se extiende desde el punto central hacia los espacios lejanos. Disminuye siempre en
la medida inversa en que aumentan los cuadrados de la distancia del mismo. Esta
regla se deduce de la manera no menos infalible del tiempo que los planetas necesitan
en diversas distancias para sus recorridos. Estos tiempos están siempre entre sí como
la raíz cuadrada de los cubos de sus distancias medias del sol, y de ello se deduce que
la fuerza que empuja estos cuerpos siderales hacia el centro de su revolución, debe
disminuir en relación inversa a los cuadrados de la distancia.
Esta misma ley que rige entre los planetas en cuanto se mueven alrededor del sol,
se encuentra también en los sistemas pequeños, es decir, en los que forman los
satélites que se mueven alrededor de sus planetas principales. Sus tiempos de
recorrido tienen la misma proporción con relación a las distancias y establecen la
misma relación de la fuerza de atracción con respecto al planeta que aquella a la que
el planeta está sometido en relación al sol. Todo esto ha sido establecido por la
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geometría más infalible por medio de observaciones indiscutibles y está para siempre
fuera de toda duda. A ello se agrega la idea de que esta fuerza de atracción es la
misma que en la superficie del planeta se llama gravedad y que disminuye
gradualmente con las distancias, de acuerdo a la ley mencionada. Ello se evidencia
comparando la cantidad de gravedad en la superficie de la tierra con la fuerza que
empuja la luna hacia el centro de su órbita, existiendo entre ambas la misma relación,
o sea la inversa al cuadrado de las distancias, que rige la atracción en todo el
universo. Éste es el motivo por el cual la tan mencionada fuerza central es llamada
también la gravedad.
Siendo además en alto grado probable que, si un efecto sólo se produce en
presencia y en proporción al acercamiento de determinado cuerpo y su dirección se
relaciona también en forma exactísima con este cuerpo, habrá que suponer que este
cuerpo es, en alguna forma el motivo determinante, se ha creído encontrar por ello
suficientes razones para atribuir esta inclinación general de los planetas hacia el sol a
una fuerza de atracción de este último, dotando todos los cuerpos siderales en general
con este poder de atracción.
Por lo tanto, cuando un cuerpo es abandonado libremente a este impulso que lo
hace caer en dirección al sol o hacia cualquier planeta, ha de caer en un movimiento
cada vez más acelerado, hasta reunirse con la masa del mismo. Pero cuando haya
recibido un impulso lateral, y siempre que éste no haya sido tan fuerte que pueda
ofrecer el contrapeso exacto a la presión de la caída, el cuerpo ha de caer hacia el
cuerpo central en línea curva, y cuando el impulso que le ha sido impreso, tenga la
suficiente fuerza para apartarlo de la línea vertical, antes de tocar la superficie, en una
distancia equivalente al medio diámetro del cuerpo en su centro, entonces no ha de
tocar su superficie, sino la celeridad adquirida durante la caída lo ha de elevar
nuevamente, desde la más estrecha vecindad al cuerpo central hasta la misma altura
desde la cual había iniciado la caída, para que continúe su recorrido alrededor del
cuerpo central en un permanente movimiento curvilíneo.
La diferencia entre las órbitas de los cometas y planetas está pues en el equilibrio
entre el movimiento lateral y la presión que los impulsa a caer; cuanto más se acercan
estas dos fuerzas a la igualdad, tanto más se asemeja la órbita al círculo perfecto,
mientras que, cuanto más desiguales son y cuanto más débil es la fuerza impulsora
con relación a la fuerza central, tanto más alargada y excéntrica es la órbita, puesto
que el cuerpo sideral en un sector de su recorrido se acerca al sol mucho más que en
el otro.
Como nada en la naturaleza posee el más perfecto equilibrio, no hay planeta que
posea un movimiento en forma de círculo exacto; pero los cometas son los que más
se apartan de esta forma, porque el impulso lateral que les ha sido impreso, ha
mantenido la menor proporción respecto a la fuerza central de su primitiva distancia.
Usaré en mi disertación con mucha frecuencia la expresión: constitución
sistemática de la estructura universal. Para que el lector no encuentre dificultades al
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representarse claramente lo que quiero decir, he de dar algunas breves explicaciones.
A decir verdad, todos los planetas y cometas que pertenecen a nuestro universo, ya
forman un sistema por el solo hecho de girar alrededor de un cuerpo central común.
Pero yo doy a este término un sentido más estricto, fijándome en las relaciones más
precisas que su mutua dependencia ha hecho regulares y uniformes. Los círculos de
los planetas mantienen la más cercana relación a un plano común que es prolongación
del círculo formado por el ecuador del sol; una desviación a esta regla sólo tiene lugar
en el extremo límite del sistema donde paulatinamente cesan todos los movimientos.
Por lo tanto, cuando un cierto número de cuerpos siderales, ordenados en torno a un
centro común alrededor del cual giran, se hallan al mismo tiempo localizados sobre
un determinado planeta, de tal manera que pueden desviarse del mismo lo menos
posible hacia ambos lados; y cuando la desviación sólo tiene lugar en forma gradual
en aquellos cuerpos que más alejados se hallan del centro y por lo tanto participan de
las relaciones menos que los otros: entonces digo que estos cuerpos están reunidos
entre ellos en una constitución sistemática.
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PRIMERA PARTE
DE LA CONSTITUCIÓN SISTEMÁTICA QUE EXISTE ENTRE
LAS ESTRELLAS FIJAS
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la forma de un círculo máximo, sin solución de continuidad alrededor de todo el
cielo, condiciones ambas que significan una determinación tan exacta y unas
características tan visiblemente distintas de lo indeterminado del azar, que
astrónomos concienzudos debían encontrar en ellas un motivo natural para investigar
detenidamente la explicación de este fenómeno.
Como las estrellas no están colocadas sobre la esfera aparentemente hueca del
cielo, sino que se pierden en sus profundidades, alejadas una más que la otra del lugar
de donde las miramos, resulta que en las distancias escalonadas no se hallan en una
dispersión puramente arbitraria, sino que deben tener una relación principal a un
determinado plano, el que atraviesa el lugar donde nos hallamos y en el cual están
destinadas a hallarse lo más próximo que sea posible.
Esta relación es un fenómeno tan indudable que hasta las otras estrellas no
comprendidas en la franja blanquecina de la Vía láctea aparecen en tanta mayor
acumulación y densidad cuanto más cercanas están sus lugares al círculo de la Vía
láctea, de tal manera que de los dos mil astros que el simple ojo descubre en el cielo,
la mayor parte se encuentra en una zona no muy ancha, cuyo centro ocupa la Vía
láctea.
Si nos imaginamos ahora un plano trazado a través del cielo estrellado hacia
lejanías ilimitadas, y si suponemos que todas las estrellas fijas y sistemas tienen una
tendencia general de su posición respecto a este plano de situarse más cerca de él que
de otros lugares, el ojo que se halla en este plano de relación, al observar el campo de
las estrellas en la bóveda cóncava del firmamento, verá esta acumulación más densa
de estrellas en la dirección de este plano trazado y bajo la forma de una zona
iluminada de mayor luz. Esta franja luminosa ha de continuarse en la dirección de un
círculo máximo, porque el lugar del observador se encuentra dentro del plano mismo.
En esta zona habrá tal abundancia de estrellas que debido a la ya no diferenciable
pequeñez de los puntos luminosos que la vista no puede individualizar, y a la
aparente densidad causan el efecto de una uniforme luz blanquecina, es decir de una
Vía láctea. El resto de la multitud de astros cuya relación con respecto al plano
trazado disminuye paulatinamente, o que también se halla más cercano al lugar del
observador, aparecerá a la vista en forma más dispersa, aunque siempre con tendencia
al mismo plano de acuerdo a su densidad. Finalmente, puede deducirse de ello que
nuestro mundo solar desde el cual este sistema de las estrellas fijas aparece en la
dirección de un círculo máximo, debe estar comprendido dentro del mismo plano y
formar un sistema junto con los otros.
Para penetrar mejor el carácter de la relación general dominante en la estructura
del universo, trataremos de descubrir la causa por la cual los lugares de las estrellas
fijas están relacionados a un plano común.
El sol no limita la extensión de su poder atractivo a la estrecha región del
conjunto planetario. Según toda evidencia, este poder abarca el infinito. Los cometas
que se levantan mucho más allá de la órbita de Saturno, son obligados por la
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atracción del sol a retornar y girar en círculos. Y aunque a una fuerza aparentemente
incorporada a la esencia misma de la materia le sería más adecuado ser ilimitada —y
así lo reconocen los que aceptan las teorías de Newton—, sólo deseamos aquí que se
admita que la atracción del sol alcance hasta la más cercana estrella fija y que las
estrellas fijas, como otros tantos soles, tengan la misma fuerza de atracción,
tendiendo, por consiguiente, todo el ejército de ellas a aproximarse mutuamente por
la atracción. Así, debido a la aproximación mutua que es permanente e imperturbable,
todos los sistemas universales se hallan en la condición de congregarse tarde o
temprano en una sola masa informe, a no ser que, igual como ocurre con los globos
de nuestro sistema planetario, esta destrucción haya sido imposibilitada por las
fuerzas centrífugas las cuales, al desviar los cuerpos siderales de la caída recta, se
combinan con las fuerzas de atracción para producir las eternas órbitas que aseguran
la estructura de la creación contra la destrucción y le dan eterna duración.
Así todos los soles del firmamento giran o alrededor de un centro general o
alrededor de muchos. Pero podemos aplicar aquí por analogía lo que hemos
observado en las órbitas de nuestro sistema solar: la misma causa que al dar a los
planetas la fuerza centrífuga que rige sus cursos, ha ordenado sus órbitas de tal
manera que todas se relacionan a un mismo plano, ha dado a los soles del firmamento
como a otros tantos planetas de un superior sistema universal la fuerza de rotación, y
ha reducido sus órbitas en lo posible a un plano, limitando sus desviaciones del
mismo.
Basados en este concepto, podemos representar el sistema de las estrellas fijas
aproximadamente por medio del sistema planetario, ampliándolo al infinito. Pues si
en lugar de los seis planetas con sus diez satélites suponemos otros tantos miles de
ellos, y en lugar de veintiocho o treinta cometas que han sido observados, cien o mil
veces más, y si nos imaginamos estos cuerpos como fuentes de luz, se presentaría al
observador terrestre el mismo aspecto que el que ofrecen las estrellas fijas en la Vía
láctea. Pues los planetas imaginados, debido a su proximidad al plano común de su
relación, nos aparecerían a nosotros que estamos con nuestra tierra en este mismo
plano, como una zona densamente iluminada por innumerables estrellas y tendiente
en dirección al círculo máximo; esta franja luminosa estaría en todas partes bien
poblada de estrellas, pues aún tratándose, según la hipótesis, de planetas, es decir de
estrellas no fijas en un lugar, por los mismos movimientos siempre aparecerían
suficientes estrellas por un lado, aun cuando otras han desaparecido.
La anchura de esta zona iluminada que representa algo así como un zodiaco,
corresponderá a los distintos grados de desviación de los mencionados planetas del
plano relativo, y de la inclinación de sus órbitas hacia el mismo plano; y como la
mayoría se halla cerca de este plano, aparecerían tanto más dispersos cuando más
alejados estén de él, y los cometas que ocupan todas las zonas sin distinción, cubrirán
el firmamento de ambos lados.
La forma del cielo de las estrellas fijas no tienen pues ninguna otra causa que, en
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medida mayor, la misma constitución sistemática que tiene el sistema planetario en
medida menor, formando todos los soles un sistema cuyo plano general de relación es
la Vía láctea; los soles menos relacionados al plano aparecen a un lado y son por ello
mismo menos densamente aglomerados, más dispersos y más raros. Son, por decir
así, los cometas entre los soles.
Pero esta nueva teoría atribuye a los soles un movimiento progresivo, mientras
todo el mundo los conoce como inmóviles y fijos, desde un principio, en los lugares
que ocupan. La denominación que las estrellas fijas han recibido por ello, parece
confirmada por la observación de todos los siglos y es indudable. Esta dificultad
destruiría la teoría expuesta, si fuera aparente. Se trata o de una extraordinaria
lentitud, ocasionada por la gran distancia del centro común, o de una imposibilidad de
observación, motivada por la distancia del punto de observación. Trataremos de
estimar la probabilidad de este concepto calculando el movimiento de una estrella fija
cercana a nuestro sol, suponiendo que nuestro sol fuera el centro de su órbita. Si
aceptamos, de acuerdo a Huygens que su distancia es 21.000 veces mayor que la
distancia del sol de la tierra, resulta de acuerdo a las leyes establecidas según las
cuales los tiempos de revolución están en relación a la raíz cuadrada del cubo de las
distancias del centro, el tiempo que emplearía para recorrer una vez su círculo
alrededor del sol, es de más de un millón y medio de años, y con ello, en 4.000 años
sólo se produciría un cambio de posición de un grado. Existiendo además muy pocas
estrellas fijas que se hallen tan cerca del sol como Huygens lo supuso para Sirio, y
como la distancia del resto del ejército celeste supera en mucho a la nombrada,
resultando para los recorridos tiempos incomparablemente mayores, y como además
es probable que el movimiento de los soles del cielo estelar gire alrededor de un
centro inmensamente lejano y es, por consiguiente, extremadamente lento, se puede
deducir de ello con probabilidad que todo el tiempo desde el cual se hacen
observaciones del cielo, tal vez no sea todavía suficiente para comprobar el camino
que se ha producido en sus posiciones. Sin embargo, no conviene abandonar la
esperanza de descubrirlos con el tiempo. Hacen falta para ello observadores sutiles y
diligentes, como también la comparación de observaciones muy distantes. Habría que
concentrar estas observaciones sobre la Vía láctea que es el plano principal de todo
movimiento[2]. El señor Bradley ha observado desplazamientos apenas perceptibles
de estrellas. Los antiguos han observado estrellas en determinados lugares del cielo, y
nosotros vemos nuevas estrellas en otros lugares. Quién sabe si no eran las mismas
que sólo han cambiado de lugar. La excelencia de los instrumentos y la perfección de
la astronomía dan fundamento a la esperanza de que se descubrirán tan notables
curiosidades[3]. La verosimilitud de la causa misma por los motivos que prestan la
naturaleza y la analogía, apoyan esta esperanza tan bien que su cumplimiento podría
despertar el interés de los investigadores.
La Vía láctea es también, por decirlo así, el zodíaco de nuevas estrellas que casi
en ninguna otra zona del cielo aparecen y desaparecen alternativamente. Si este
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cambio de su visibilidad es motivado por su alejamiento y acercamiento periódico
con relación a nosotros, la citada constitución sistemática de las estrellas permite
creer que tal fenómeno no puede ser visto sino en la región de la Vía láctea. Pues
siendo estrellas que giran en curvas muy alargadas alrededor de sus planetas
principales, la analogía con nuestro sistema planetario en el cual sólo tienen satélites
los cuerpos siderales que se hallan cerca del plano común de movimientos, exige que
también sólo las estrellas que se hallan dentro de la Vía láctea posean soles que giran
alrededor de ellas.
Paso ahora a aquella parte de la teoría que es la más atractiva debido a la idea
sublime que presenta el plan de la creación. La serie de pensamientos que me ha
conducido a ella, es breve y sencilla. Es la siguiente: Sí un sistema de estrellas fijas
que en sus posiciones se relacionan con un plano común tal como lo hemos esbozado
para la Vía láctea, y se halla a tanta distancia de nosotros que toda posibilidad de
individualizar las estrellas que lo componen ha desaparecido hasta para el telescopio;
si su distancia tiene la misma relación con respecto a la distancia de las estrellas de la
Vía láctea que la que ésta tiene con respecto a la distancia de la tierra al sol; en fin, si
este mundo de estrellas fijas es tan inmensa distancia es observado por el ojo de
alguien que se halla fuera del mismo: entonces aquel mundo aparecería bajo un
pequeño ángulo como un espacio reducido, iluminado por una luz débil, y su figura
sería exactamente circular si su superficie se presenta al ojo directamente, y elíptica,
si se presenta en forma oblicua. La debilidad de la luz, la figura y la extensión
reconocible del diámetro han de diferenciar nítidamente a este fenómeno, si es que
existe, de todas las estrellas que se perciben aisladamente.
No hace falta buscar mucho para encontrar este fenómeno entre las observaciones
de los astrónomos. Diversos observadores lo han comprobado claramente. Su rareza
produjo extrañeza y dio lugar a suposiciones, a veces también a fantasías absurdas y a
soluciones aparentes que sin embargo eran tan poco fundadas como las primeras. Se
trata de las estrellas nebulosas o más bien de una clase de ellas que el señor de
Maupertuis[4] describe de la siguiente manera: Son pequeñas placas que iluminan
algo más que la obscuridad del firmamento vacío, y tienen la común característica de
representar elipses más o menos abiertas; su luz, sin embargo, es mucho más débil
que cualquier otra que se observa en el cielo. El autor de la Astroteología[5] se
imaginaba que eran agujeros en el firmamento que le permitirían ver el cielo de
fuego. Un filósofo de inteligencia mejor esclarecida, el ya citado señor de
Maupertuis, los considera a causa de su forma y de su diámetro conocible, como
cuerpos siderales sorprendentemente grandes que vistos oblicuamente representan
figuras elípticas, debido al fuerte achatamiento que les produjo el movimiento
giratorio.
Es fácil convencerse que esta última explicación también está fuera de lugar.
Puesto que esta clase de estrellas nebulosas ha de estar indudablemente por lo menos
tan lejana de nosotros como las otras estrellas fijas, sería sorprendente no sólo su
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magnitud, miles de veces superior a las estrellas más grandes, sino sobre todo el
hecho de que a pesar de esta magnitud extraordinaria y a pesar de tratarse de cuerpos
luminosos y soles, mostrarían la luz más opaca y débil.
Parece mucho más natural y comprensible que no se trata de grandes estrellas
aisladas, sino de sistemas de muchas estrellas, cuya distancia las hace aparecer en el
espacio tan reducido que la luz, imperceptible de cada una de ellas aisladamente, se
transforma a causa de su inmensa cantidad en pálido fulgor uniforme. La analogía
con el sistema estelar en que nos hallamos, su forma que es exactamente la que debe
ser según nuestra teoría, la debilidad de la luz que presupone una distancia infinita —
todo ello coincide para que consideremos estas figuras elípticas como otros tantos
mundos o, por decirlo así, otras tantas Vías lácteas cuya constitución acabamos de
exponer. Y si las suposiciones en que la analogía y la observación coinciden y se
apoyan mutuamente, tienen el mismo valor que pruebas formales, habrá que
considerar como probada la existencia de estos sistemas.
Ahora, la atención del observador del cielo tiene motivos suficientes para
ocuparse de este tema. Las estrellas fijas, según sabemos, se relacionan todas a un
plano común y constituyen por ello un todo ordenado que es un mundo de mundos.
Ahora vemos que en lejanías infinitas existen otros sistemas más, y que la Creación
en toda la dimensión infinita de su grandeza guarda en todas partes las leyes del
sistema y de las relaciones mutuas.
Podría suponerse aún que precisamente estos mundos superiores no pueden
carecer de relaciones entre sí y que, debido a estas mutuas relaciones, han de
constituir a su vez otro sistema aún más inmenso. Y en efecto, se observa que las
formas elípticas de esta clase de estrellas nebulosas que cita el señor de Maupertuis,
tienen una relación muy estrecha al plano de la Vía láctea. Se abre aquí un vasto
campo para descubrimientos, cuya llave la dará la observación. Las llamadas estrellas
nebulosas y las que se duda en llamar así, tendrían que ser investigadas y examinadas
siguiendo las indicaciones de esta teoría. Al estudiar las partes de la naturaleza en
busca de finalidades y de conceptos entrevistos, salen a la luz ciertas propiedades que
de otra manera pasarían desapercibidas y quedarían ocultas, al dirigirse la
observación sobre todos los objetos sin indicaciones previas.
La teoría que hemos expuesto, nos abre la perspectiva del campo inmenso de la
creación y ofrece una idea de la obra de Dios que es digna de la inmensidad del gran
Creador. Si la magnitud de un mundo planetario dentro del cual la tierra es tan
imperceptible como un grano de arena, asombra a la razón, cuánta mayor sorpresa y
deleite ha de provocar la observación de la infinita cantidad de mundos y sistemas
que forman la esencia de la Vía láctea. Y cuánto más aumenta el asombro cuando se
comprende que todos estos innumerables sistemas estelares a su vez sólo constituyen
la unidad de una cifra cuyo límite ignoramos, y que tal vez sea tan
incomprensiblemente grande como aquél y, a su vez, nada más que la unidad de una
nueva conjunción de cifras. Vemos los primeros eslabones de una cadena progresiva
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de mundos y sistemas, y la primera parte de esta progresión indefinida ya permite
entrever lo que se puede suponer que será el todo. Aquí no hay fin, sino el abismo del
verdadero infinito en el que se hunde toda la capacidad de concepción humana, aun
cuando invoca el auxilio de la matemática. La sabiduría, la bondad y el poder que se
han manifestado, son inmensos y en el mismo grado fecundos y activos; el plan en
que se manifiestan, tiene que ser también inmenso y sin límites.
Pero no sólo en la escala grande habrá que realizar descubrimientos importantes,
capaces de ampliar el concepto que podemos hacernos de la magnitud de la creación.
En la escala menor queda también mucho sin descubrir, y hasta en nuestro mundo
solar vemos los miembros de un sistema que se hallan distanciados enormemente
entre sí y cuyos eslabones intermedios no han sido descubiertos aún. ¿Sería verdad
que entre Saturno, el más extremo de los planetas que conocemos, y el cometa menos
excéntrico que tal vez desciende de una distancia diez o más veces mayor, no existiría
otro planeta cuya órbita se acercaría más que aquél a la órbita de un cometa? ¿Y no
sería posible que existan otros que por la aproximación de sus caracteres
constituyesen eslabones intermediarios capaces de transformar paulatinamente los
planetas en cometas y establecer un contacto entre las dos categorías?
Esta suposición es apoyada por la ley según la cual la excentricidad de las órbitas
planetarias está en relación a su distancia del sol. La excentricidad en los
movimientos de los planetas aumenta con su distancia del sol, y los planetas lejanos
se acercan así al carácter de cometas. Se puede pues suponer que habrá aún otros
planetas más allá de Saturno, los que, más excéntricos y por ello más parecidos a los
cometas, transforman por medio de una escala progresiva los planetas finalmente en
cometas. La excentricidad es para Venus 1/126 del semi-eje de su órbita elíptica, para
la Tierra 1/58, para Júpiter 1/20 y para Saturno 1/17, es decir aumenta evidentemente
con las distancias. Es cierto que Mercurio y Marte se exceptúan de esta ley por su
excentricidad mucho mayor que la que permitiría la medida de su distancia del sol;
pero más tarde nos enteramos de que la misma causa que ha hecho formar algunos
planetas de una masa menor, ha motivado también la insuficiencia del impulso
necesario para su curso circular y por consiguiente para su excentricidad, dejándolos
incompletos en ambos sentidos.
Por lo tanto, ¿no es probable que la disminución de la excentricidad en los
cuerpos siderales ubicados inmediatamente más allá de Saturno sea aproximadamente
tan reducida como lo es en los astros situados debajo de él, y que los planetas sean
parientes de la familia de los cometas? Porque lo cierto es que precisamente esta
excentricidad constituye la diferencia principal entre los cometas y los planetas, y que
sus colas y cabelleras no son otra cosa que la consecuencia de aquélla. También es
cierto que la misma causa, cualquiera que sea, que ha dado a los cuerpos siderales sus
movimientos de revolución, al aumentar la distancia no sólo se ha hecho más débil
para igualar el impulso giratorio a la fuerza de atracción, dejando así los movimientos
en forma excéntrica, sino también por el mismo motivo ya no ha podido reducir las
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órbitas de estos astros a un plano común sobre el cual se mueven los planetas
inferiores, lo que ha ocasionado la dispersión de los cometas hacia todas las regiones.
Según esta disposición, se podría esperar aún el descubrimiento de nuevos
planetas más allá de Saturno, que serían más excéntricos que éste y tendrían más
calidad de cometa. Pero por ello precisamente sólo serían visibles durante un breve
tiempo, el de su proximidad al sol, circunstancia que junto a la menor medida de
aproximación y a la debilidad de la luz ha impedido hasta ahora su descubrimiento y
lo dificultará aún en el futuro. El último planeta y primer cometa sería entonces aquel
cuya excentricidad sea tan grande que en el momento de mayor proximidad al sol
cruzaría la órbita del planeta más próximo que bien podría ser Saturno.
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SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO PRIMITIVO DE LA NATURALEZA, LA
FORMACIÓN DE LOS CUERPOS SIDERALES. LAS CAUSAS
DE SU MOVIMIENTO Y SU RELACIÓN SISTEMÁTICA.
TANTO DENTRO DE LA ESTRUCTURA PLANETARIA EN
ESPECIAL COMO TAMBIÉN CON RESPECTO A TODA LA
CREACIÓN
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CAPÍTULO I
DEL ORIGEN DE LA ESTRUCTURA PLANETARIA EN
GENERAL Y DE LAS CAUSAS DE SUS MOVIMIENTOS
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el movimiento a todos los cuerpos siderales que se hallaban en él, y para hacerlo
concordar con su propio movimiento, lo que significa establecer la concordancia de
movimientos de todos ellos. Después que la atracción ha limpiado los citados
espacios, reuniendo toda la materia dispersa en determinados conglomerados, los
planetas deben ahora continuar sus cursos libre e invariablemente con el movimiento
una vez impreso y dentro de un espacio que no ofrece resistencia. Por los motivos de
la probabilidad aducida en primer lugar, este concepto se hace imprescindible, y
como entre ambos casos no puede existir un tercero, este concepto puede ser
aceptado con especial consentimiento que lo eleva encima de la apariencia de una
hipótesis. Por otro camino más largo, siguiendo una cadena de conclusiones al estilo
del método matemático con todo su característico lujo de razonamientos y con mayor
apariencia que la que se estila en materias físicas, se podría llegar finalmente a la
misma concepción del origen del Universo que yo he de exponer. Pero prefiero
presentar mis opiniones en la forma de una hipótesis, dejando que la inteligencia del
lector examine su valor, antes de exponerlas al peligro de que su validez, obtenida por
malas artes de deducción, aparezca sospechosa, con lo cual, si bien convencería a los
ignorantes, perdería el aplauso de los peritos.
Supongo que todas las materias de las cuales están formadas las esferas
pertenecientes a nuestro mundo solar, todos los planetas y cometas, se hallaban al
comienzo de todas cosas disueltas en sus elementos primitivos y llenaban en esta
forma todo el espacio del edificio mundial dentro del cual giran ahora esos cuerpos.
Este estado de la naturaleza, aun considerándolo por sí solo y sin mira a determinado
sistema, parece ser el más sencillo que pueda seguir a la nada. En aquel momento,
nada se había formado aún. La composición de cuerpos siderales distantes entre sí, su
distancia proporcionada a las atracciones, su forma resultante del equilibrio de la
materia reunida, todo ello es un estado de cosas posterior. La naturaleza que seguía
inmediatamente a la creación, era tan informe y tan bruta como era posible. Pero
hasta en las características más esenciales de los elementos que forman el caos, se
observa un indicio de aquella perfección que llevan en sí desde su origen, puesto que
su esencia se deriva de la idea eterna de la Razón divina. Las propiedades más
sencillas y generales, aparentemente proyectadas sin ningún designio, y la materia,
aparentemente sólo pasiva y necesitada de formas y disposiciones, poseen en su
estado más simple la tendencia de llegar por medio de un desarrollo natural a una
constitución más perfecta. Pero la diversidad de las especies de los elementos
contribuye principalmente a que se mueva la naturaleza y se organice el caos, puesto
que por ella se destruye el reposo en que la igualdad general de los elementos
dispersos los sumiría, y se inicia dentro del caos la formación en los puntos donde se
hallan las partículas de mayor fuerza de atracción. Las especies de esta materia
elemental han de ser indudablemente de infinita variedad, de acuerdo a la inmensidad
que la naturaleza muestra en todos lados. Los elementos de mayor densidad
específica y fuerza de atracción, que ocupan menos lugar y son menos frecuentes, han
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de ser, en caso de una repartición equitativa por el espacio, más dispersos que las
especies más livianas. Elementos de peso específico mil veces mayor, son mil o tal
vez millones de veces más dispersos que los elementos más livianos, y esta escala de
densidades debe ser imaginada como ilimitada. Por consiguiente, en la misma forma
en que pueden existir partículas corporales de una especie superior en densidad a otra
especie en la misma proporción en que una esfera cuyo radio sea la del espacio
planetario, es superior a otra esfera cuyo diámetro es sólo la milésima parte, debe
haber entre los elementos dispersos de la primera especie una distancia que esté en la
misma proporción que la distancia entre los elementos de la segunda.
En un espacio llenado de esta manera, el reposo general no dura más de un
instante. Los elementos tienen las fuerzas esenciales para ponerse mutuamente en
movimiento, y constituyen su propia fuente de vida. La materia tiende en seguida a
formarse. Los elementos dispersos de la especie más densa juntan por medio de la
atracción desde una esfera que los rodea, toda la materia de menor peso específico, y
ellos mismos, junto con la materia que se ha agregado, se reúnen a su vez en los
puntos donde se hallan las partículas de una especie más densa, las que por su parte
son atraídas hacia otras aún más densas, etc. Siguiendo así en la imaginación el
proceso de formación de la naturaleza a través de toda la extensión del caos, se
llegará fácilmente a comprobar que las consecuencias finales de este proceso sería la
formación de diversos conglomerados que, una vez formados, debido a la igualdad de
atracción quedarían en reposo e inmóviles para siempre.
Mas la naturaleza dispone aún de otras fuerzas que aparecen principalmente
cuando la materia se ha disuelto en finas partículas que se repelen entre sí y
producen, por su lucha contra la atracción, aquel movimiento que es algo así como
una vida permanente de la naturaleza. Por esta fuerza de repulsión que se manifiesta
en la elasticidad de los vapores, la exhalación de cuerpos de fuerte olor y la
expansión de todas las materias gaseosas y que es un fenómeno innegable de la
naturaleza, los elementos, en su caída hacia el centro de atracción, son desviados de
la línea recta de movimiento hacia un lado y su caída vertical se transforma en
movimientos curvilíneos alrededor del centro de la caída. Para comprender
exactamente la formación de la estructura universal, prescindamos de la concepción
ilimitada de la naturaleza para dirigir nuestra contemplación sobre un sistema
determinado, el que pertenece a nuestro sol. Después de haber considerado la
creación de ese sistema, pasaremos por analogía de los órdenes superiores para poder
abarcar toda la creación en una sola teoría.
Hallándose pues un punto ubicado en un espacio muy grande donde la atracción
de los elementos en él contenidos se extiende en todas direcciones con mayor fuerza
que en otras partes, han de caer hacia este punto todas las partículas elementales
dispersas sobre toda la extensión. La primera consecuencia de esta caída general es la
formación de un cuerpo en este centro de atracción que, para decirlo así, desde un
germen minúsculo va ir creciendo en grados acelerados, pero a medida que aumenta
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su masa, tendrá mayor fuerza para obligar las partículas circundantes a reunírsele.
Cuando la masa de este cuerpo central ha crecido tanto que la velocidad con la cual
atrae hacia sí las partículas desde largas distancias, sea desviada lateralmente por los
débiles grados de repulsión con que las partículas entrechocan, y se transforme en
movimientos laterales, capaces de rodear totalmente al cuerpo central mediante la
fuerza centrífuga, entonces se producen grandes remolinos de partículas de las cuales
cada una describe líneas curvas debido a la composición, de las fuerzas de atracción
central y de desviación lateral, órbitas que se entrecruzan, ya que su gran dispersión
en este espacio les deja suficiente lugar para ello. Pero estos movimientos que en más
de un sentido se hallan en pugna entre sí, tienden naturalmente a equilibrarse, es
decir, a llegar a un estado en que un movimiento estorbe lo menos posible al otro.
Ello lo consiguen primero al limitar cada partícula el movimiento de otra hasta que
todas continúen en una misma dirección; segundo, al limitar las partículas su
movimiento vertical, por el cual se acercan al centro de atracción, hasta que todas se
muevan horizontalmente, es decir en círculos paralelos alrededor del sol como centro,
dejando así de cruzarse y conservándose, debido a la igualdad existente entre la
fuerza propulsora y la fuerza de caída, en libres círculos a la altura donde se hallan.
Así quedarán finalmente en la extensión del espacio sólo aquellas partículas que por
su caída han obtenido una velocidad y por la resistencia de las otras una dirección que
les permiten continuar un libre movimiento circular. En este estado de cosas, cuando
todas las partículas corren en una sola dirección y en círculos paralelos, es decir, en
libres movimientos circulares alrededor del cuerpo central, ha terminado la pugna y la
competencia de los elementos y todo se halla en el estado de la más mínima
influencia mutua. Ésta es la consecuencia natural a que llega siempre una materia
sometida a movimientos contradictorios. Es pues evidente que de la multitud dispersa
de partículas una gran cantidad debe llegar, debido a la resistencia con la cual tratan
de llevarse mutuamente hacia aquel estado, a tal exactitud de las determinaciones,
aunque una cantidad aun mayor no llega a ella y sólo sirve para aumentar la masa del
cuerpo central hacia el cual caen al no poderse mantener libremente en su altura
primitiva, cruzando los círculos de las partículas situadas más abajo y perdiendo
finalmente por la resistencia de éstas todo movimiento. Este cuerpo situado en el
centro de la atracción que por consiguiente ha llegado a ser, por la cantidad de
materia reunida en él, la pieza principal del edificio planetario, es el sol, si bien
entonces no tiene todavía aquel hervor de fuego que estallará en su superficie una vez
terminada la formación.
Falta señalar que, moviéndose como quedó demostrado todos los elementos de la
naturaleza en formación en una sola dirección alrededor del sol, estas evoluciones
dirigidas hacia un solo lado y efectuadas casi sobre un eje común no dejan que el
movimiento giratorio de la materia fina siga en esta forma, puesto que según las leyes
del movimiento central todas las evoluciones deben cruzar con el plano de sus órbitas
el centro de la atracción y que entre todos aquellos círculos que corren alrededor de
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un eje común y en una sola dirección, sólo hay uno que cruza el centro del sol, por lo
cual toda la materia desde ambos lados de este eje imaginario corre hacia aquel
círculo que atraviesa el eje del movimiento giratorio precisamente en el centro común
de atracción. Este círculo es el plano de relación de todos los elementos en
movimiento, alrededor del cual se acumulan cuanto puedan, dejando en cambio
vacías las regiones alejadas de él, puesto que aquellos elementos que no pueden
acercarse tanto al plano sobre el cual todos se acumulan, no podrán mantenerse
permanentemente en los lugares donde se hallan, chocando con los elementos
errantes y ocasionando su final caída hacia el sol.
Por lo tanto, si consideramos estos elementos errantes de la materia universal en
el estado al que se transforman por la atracción y por el resultado mecánico de las
leyes generales de resistencia, vemos un espacio comprendido entre dos planos, no
muy distantes entre sí y en cuyo centro se encuentra el plano general de relación,
extendiéndose desde el centro del sol hacia ignotas lejanías, en el cual todas las
partículas que abarca, cada una a medida de su distancia y a la atracción que reina
allá, efectúan en libre carrera movimientos circulares fijados los que, una vez
superado en este estado el estorbo mutuo, mantendrían eternamente, si no fuera que
entonces empezase la atracción de estas partículas de la materia primitiva a producir
su efecto entre sí y a dar así origen a nuevas formaciones que son el germen de
planetas que han de nacer. Pues como los elementos que se mueven alrededor del sol
en círculos paralelos, tomados en diferencias no demasiado grandes de distancia del
sol, se hallan debido a la igualdad del movimiento paralelo casi en reposo mutuo
entre sí, la atracción de los elementos de superior fuerza específica de atracción que
se hallan en la misma región, produce en seguida la considerable influencia[2] de
iniciar la reunión de las partículas más próximas para formar un cuerpo que a medida
que crezca su volumen, extiende su atracción y mueve los elementos de una vasta
zona para que contribuyan a su formación.
La formación de los planetas en este sistema tiene frente a cualquier otra posible
teoría la ventaja de que el origen de las masas presenta también el origen de los
movimientos y la ubicación de los círculos en un mismo tiempo, más aún, que tanto
las desviaciones de la máxima exactitud de estas determinaciones como sus
coincidencias se hacen evidentes de un solo golpe de vista. Los planetas se forman de
aquellas partículas que en la altura en que se hallan suspendidas, tienen movimientos
exactamente circulares: por consiguiente, las masas compuestas por ellas, han de
continuar los mismos movimientos con la misma velocidad y en la misma dirección.
Esto basta para comprender por qué los movimientos de los planetas son
aproximadamente circulares y sus círculos casi se hallan sobre un mismo plano.
Hasta llegarían a recorrer círculos exactísimos[3], si el espacio en que reúnen los
elementos para su formación, fuera muy pequeño y por consiguiente la diferencia de
sus movimientos muy reducida. Pero como se necesita un espacio amplio para que
del tenue elemento tan disperso en los cielos se forme el denso conglomerado de un
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planeta, ya no será insignificante la diferencia de las distancias en que estos
elementos se hallan con respecto al sol, y con ello la diferencia de sus velocidades.
Sería pues necesario, para conservar al planeta a pesar de la diferencia de
movimiento, la igualdad de las fuerzas centrales y la velocidad circular, que las
partículas que desde distintas alturas y con distintas velocidades se juntan sobre él,
compensen entre sí una la deficiencia de la otra, lo que, aunque se realiza en efecto
con bastante exactitud, tiene por consecuencia la disminución del movimiento
circular y la excentricidad de la órbita, puesto que algo falta en esta compensación
exacta[4]. Se explica no menos fácilmente que, si bien las órbitas de todos los planetas
deberían estar sobre un plano, se hallará aquí también cierta desviación, puesto que,
como ya dije, las partículas elementales que se hallan lo más cercanos posible en el
plano general de sus movimientos, abarcan sin embargo algún espacio a ambos lados.
Sería un azar demasiado feliz que precisamente todos los planetas habrían de
empezar a formarse exactamente en el centro entre estos dos lados en el propio plano
de relación, lo que ya provoca cierta inclinación entre sus círculos, limitada
estrechamente por la tendencia de las partículas de reducir a un mínimo desde ambos
lados esta desviación. No hay que extrañarse pues, si aquí tampoco se encuentra la
máxima exactitud de las determinaciones, como en ninguna parte de la naturaleza,
puesto que en general la variedad de las condiciones que contribuye a cada estado de
la naturaleza, no permite una regularidad bien medida.
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CAPÍTULO II
DE LA DISTINTA DENSIDAD DE LOS PLANETAS Y LA
RELACIÓN DE SUS MASAS
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densas se encontrarán con mayor frecuencia cerca del centro que lejos de él, y que,
aun siendo los planetas una mezcla de las más variadas materias, sus masas deben ser,
en general, más densas a medida que se hallen más cerca del sol, y menos densas a
medida que su distancia aumente.
A esta ley de densidades que reina entre los planetas, debe nuestro sistema su
especial perfección en comparación con todas las otras concepciones que se hayan
intentado o se intentarán aún con respecto a su origen. Newton que había
determinado la densidad de algunos planetas por vía de cálculo, creía encontrar la
causa de sus relaciones de distancia en la perfección de la decisión divina y en los
motivos de las últimas finalidades de Dios: porque los planetas más cercanos al sol
deben soportar más calor y los más alejados contentarse con menores grados de calor,
lo que no parecería posible si los planetas más cercanos no estuviesen compuestos de
materia más densa y los más alejados de materia más liviana. Pero no hace falta
reflexionar mucho para darse cuenta de la insuficiencia de esta explicación. Un
planeta, por ejemplo nuestra tierra, está compuesto de materias sumamente distintas
entre sí; de éstas, tendrían que hallarse extendidas en la superficie las más livianas a
las cuales una influencia uniforme del sol penetra y mueve en mayor grado y cuya
composición tiene una relación con el calor que producen sus rayos; pero de ninguna
manera aparece la necesidad de que la mezcla de las restantes materias del globo
entero tenga esta relación, puesto que el sol no produce ningún efecto en el interior
del planeta. Newton temía que la tierra, si se acercase a los rayos del sol tanto como
Mercurio, ardería como un cometa y que su materia no ofrecería suficiente resistencia
al fuego para no ser dispersada por el calor. Entonces sería mucho más probable que
la materia del sol mismo que es cuatro veces más liviana que la de la tierra, fuese
destruida por este calor. ¿Y por qué es la luna dos veces más densa que la tierra junto
a la cual se halla suspendida en exactamente la misma distancia del sol? No es
posible pues atribuir las densidades proporcionales a la relación con el calor solar sin
enredarse en las más graves contradicciones. Se comprende más bien que una causa
que ha distribuido los lugares de los planetas de acuerdo a la densidad de su
conglomerado, debe haber tenido una relación con el interior de su materia y no con
su superficie y que, no obstante esta consecuencia determinante, debe admitir una
variedad de materias en un mismo cuerpo sideral, fijando sólo en el total de la
composición aquella relación de densidad. Dejo pues al buen criterio del lector juzgar
si todas estas consideraciones pueden ser satisfechas por otra ley estática que la
expuesta en nuestra teoría.
La relación existente entre las densidades de los planetas lleva consigo otra
circunstancia que coincide exactamente con la explicación que acabamos de dar y
prueba lo acertado de nuestra teoría. El cuerpo sideral que se halla en el centro de
otros globos que giran alrededor de él, es por lo común de una categoría más liviana
que el más cercano de los últimos. La tierra con respecto a la luna y el sol con
respecto a la tierra muestran esta relación de sus densidades. Según el cuadro que
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hemos expuesto, esta situación es necesaria. Los planetas inferiores han sido
formados principalmente de los desechos de la materia elemental que gracias a su
mayor densidad han podido acercarse tanto al centro con el grado necesario de
velocidad, mientras que el cuerpo central mismo ha sido formado sin diferencias de
las materias de todas las categorías existentes que no han podido alcanzar sus
movimientos regulares. Como entre ellas las materias livianas son las más numerosas,
es fácil de comprender que, siendo el cuerpo o los cuerpos que se hallan más cerca
del centro, algo así como una selección de los materiales más densos, y abarcando el
cuerpo central una mezcla de todos sin distinción, la substancia de aquéllos tiene que
ser más densa que la de éste. En efecto, la luna es dos veces más densa que la tierra y
ésta cuatro veces más densa que el sol que a su vez, según toda probabilidad, es
superado en grados más altos de densidad por los planetas más bajos, Venus y
Mercurio.
Dirigiremos ahora nuestra atención sobre la relación que de acuerdo a nuestra
teoría debe existir entre las masas de los cuerpos siderales y sus distancias al sol para
controlar el resultado de nuestro sistema con los cálculos infalibles de Newton. No
hacen falta muchas palabras para explicar que el cuerpo central debe ser siempre la
pieza principal de su sistema, es decir que el sol debe ser notablemente mayor en
masa que todos los planetas, lo que también valdrá para Júpiter con respecto a sus
satélites y para Saturno con respecto a los suyos. El cuerpo central se forma por la
condensación de todas las partículas en toda la extensión de su esfera de atracción las
cuales no han podido alcanzar la exacta determinación del movimiento orbital y la
aproximada relación al plano común, y que indudablemente deben ser inmensamente
más numerosas que las otras. Apliquemos esta observación principalmente al sol.
Para estimar la extensión del espacio por el cual las partículas que han servido de
materia elemental para la formación de los planetas, han sufrido en su curso circular
la máxima desviación del plano común, podemos suponerlo algo más grande que la
extensión del máximo desvío relativo de las órbitas planetarias. Pero al desviarse del
plano común hacia ambos lados, la máxima inclinación relativa no es mayor de 7
grados y medio. Por consiguiente, podemos imaginarnos que toda la materia de la
cual se han formado los planetas, había estado extendida sobre aquel espacio que está
comprendido entre dos planos que pasan por el centro del sol e incluyen un ángulo de
7 grados y medio Pero una zona de 7 grados y medio de ancho que se extiende en
dirección al círculo máximo, constituye algo más que la 17.ª parte de la superficie de
la esfera, es decir el espacio sólido entre los dos planos que recortan el espacio
esférico en la anchura del ángulo mencionado, es algo más que la 17.ª parte del
volumen de toda la esfera. Por lo tanto, de acuerdo a esta hipótesis, toda la materia
que ha sido utilizada para formar los planetas, constituiría aproximadamente la 17.ª
parte de aquella materia que el sol ha reunido de ambos lados para su composición en
la extensión limitada por el más extremo planeta. Pero este cuerpo central tiene,
frente al contenido total de todos los planetas, una ventaja que no es de 17 : 1, sino de
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650 : 1, tal como lo determina el cálculo de Newton; pero también es fácil de
comprender que en los espacios superiores más allá de Saturno, donde las
formaciones planetarias o cesan o son raras, y donde sólo se han formado unos pocos
cometas, y donde sobre todo los movimientos de la materia elemental, no capacitados
para llegar al equilibrio de las fuerzas centrales como en la región más cercana al
centro, sólo se transforman en una caída casi general hacia el sol —que, repito, por
todos estos motivos la masa del conglomerado solar debía alcanzar extraordinaria
magnitud.
Pero para comparar los planetas entre sí con respecto a sus masas, destacamos en
primer lugar que de acuerdo al género de formación que hemos demostrado, la
cantidad de materia que entra en la composición de un planeta, depende
principalmente del grado de su distancia del sol; 1) porque el sol con su propia
atracción limita la esfera de atracción de un planeta, pero en igualdad de
circunstancias limita menos las esferas de atracción de los planetas lejanos que las de
los cercanos; 2) porque los círculos en los cuales han sido juntadas las partículas para
la formación de un planeta más alejado, han sido descriptos con un radio mayor, por
lo cual abarcan más materia elemental que los círculos más pequeños; 3) porque por
este mismo motivo, la anchura entre los dos planos de la máxima desviación con la
misma cantidad de grados es más grande en una mayor distancia que en una menor.
Por otra parte, esta ventaja que tienen los planetas más alejados sobre los más
cercanos es reducida por el hecho que las partículas más cercanas del sol son más
densas y, según toda apariencia, menos dispersa que las que se hallan a mayor
distancia. Pero es fácil calcular que aquellas ventajas para la formación de grandes
masas son muy superiores a estas limitaciones y que, en general, los planetas que se
forman a mucha distancia del sol, deben reunir mayor cantidad de materia que los
cercanos. Todo ello ocurre siempre que se da por establecido que la formación de
planetas se realice únicamente en presencia del sol; pero cuando se forman varios
planetas en distintas distancias, cada uno de ellos ha de limitar por su propia fuerza
de atracción la esfera de atracción de otro, con lo cual se establece una excepción a la
ley mencionada. Porque aquel planeta que se halla cerca de otro de considerable
masa, ha de perder mucho de su zona de formación y ha de ser, por consiguiente,
incomparablemente más pequeño de lo que su sola distancia del sol exigiría. Por lo
tanto, aunque en términos generales, los planetas son de mayor masa cuanto más se
alejan del sol —siendo Saturno y Júpiter, piezas principales de nuestro sistema, los
más grandes porque se hallan a mayor distancia del sol—, encontramos excepciones
de esta analogía, pero trasluciendo en ellas siempre la característica de la formación
general que pretendemos establecer para los cuerpos siderales: a saber que un planeta
de destacada magnitud les quita a sus vecinos a ambos lados de la masa que les
correspondería de acuerdo a su distancia del sol, apropiándose una parte de las
materias que deberían entrar en la formación de ellos. En efecto, Marte que debido a
su lugar debería ser más grande que la Tierra, ha perdido parte de su masa por la
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fuerza de atracción de su gran vecino Júpiter; y el mismo Saturno, tan aventajado con
respecto a Marte por su altura, no ha podido librarse totalmente de sufrir una merma
considerable por la atracción de Júpiter, y me parece que Mercurio debe la
excepcional pequeñez de su masa no sólo a la atracción del sol, tan cercano y
poderoso, sino también a la vecindad de Venus que ha de ser un planeta de
considerable masa, comparando su probable densidad con su magnitud.
Coincidiendo así todo en forma tan perfecta como se la puede desear, para
confirmar una teoría mecánica del origen de la estructura universal y de los cuerpos
siderales, estimaremos ahora el espacio en que la materia elemental de los planetas ha
sido extendida antes de su formación, para considerar en qué grado de tenuidad
existía entonces este espacio y con cuánta libertad, o con cuán pocos obstáculos las
partículas suspendidas en él habían podido realizar sus movimientos ordenadas por la
ley. Si el espacio que abarcaba toda la materia de los planetas, se hallaba
comprendido en aquella parte de la esfera saturniana que partiendo del centro solar
estaba limitado por dos planos distantes entre sí siete grados en todas las alturas y
constituía, por lo tanto, la 17.ª parte de toda la esfera que se puede describir con el
radio de la órbita de Saturno, pondremos, para calcular la tenuidad de la materia
elemental planetaria que llenaba este espacio, para la altura de Saturno nada más que
100.000 diámetros de la Tierra. Entonces toda la esfera del círculo saturniano
superará el contenido de la esfera terrestre 1.000 billones de veces[1]. Tomando, en
vez de la 17.ª parte, sólo la 20.ª parte, el espacio en el cual se hallaba suspendida la
materia elemental, debía superar el contenido cúbico de la esfera terrestre 50 billones
de veces. Aceptando ahora, de acuerdo con Newton, la masa de todos los planetas
con sus satélites como la 1/650 parte de la masa del sol, entonces la Tierra que sólo
forma la 1/169282 parte de aquélla, estará en relación al total de la masa de toda la
materia planetaria como 1 a 276½. Reduciendo, por lo tanto, toda esta materia a la
misma densidad de la Tierra, obtendríamos un cuerpo que ocuparía un espacio 277½
veces el volumen de la tierra. Admitiendo además que la densidad de la Tierra en
todo su conglomerado no sea mucho mayor que la densidad de la materia firme que
se halla bajo su primera superficie (lo que coincidiría con las calidades que la figura
de la Tierra exige), y que estas materias superiores sean aproximadamente 4 o 5 veces
más densas que el agua, y que el agua sea mil veces más pesada que el aire, entonces
la materia de todos los planetas, extendida hasta el grado de tenuidad del aire,
ocuparía un espacio casi 1.400.000 veces mayor que el globo terrestre. Este espacio,
comparado al que de acuerdo a nuestra teoría debía ocupar toda la materia extendida
de los planetas, es 30 millones veces más pequeño, lo que significa que en la misma
proporción era más tenue la extensión de la materia planetaria en este espacio que la
de las partículas de nuestra atmósfera. Esta tenuidad debía ser tan grande como
posible, para permitir a las partículas suspendidas toda libertad de movimiento, casi
como si se hallasen en un espacio vacío, y limitar infinitamente la resistencia que
podían oponerse mutuamente Pero también podían tomar por sí solas este estado de
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tenuidad, lo que no puede ser puesto en duda si pensamos un poco en la extensión
que sufre la materia al ser transformada en vapores, o si consideramos, para no
alejarnos del cielo, la tenuidad de la materia en las colas de los cometas que a pesar
del enorme tamaño de su espesor, que ha de superar unas cien veces al diámetro de la
Tierra, son tan transparentes que se puede ver a través de ellas las pequeñas estrellas,
lo que la atmósfera nuestra, cuando la ilumina el sol, no permite siquiera en una
altura miles de veces menor.
Terminaré este capítulo agregando una analogía que por sí sola puede hacer que la
presente teoría de la formación mecánica de los cuerpos siderales se eleve de la
probabilidad de una hipótesis a una certeza formal. Si el sol está compuesto de
partículas de la misma materia elemental de la que se han formado los planetas, y sí
la única diferencia reside en que en el sol se han acumulado las materias de todas las
especies sin diferencia, mientras que en los planetas se han distribuido en distintas
distancias de acuerdo a la densidad de sus especies, será necesario que, considerando
las materias de todos los planetas reunidas, en toda su mezcla resulte una densidad
aproximadamente igual a la densidad del cuerpo solar. Ahora bien, esta necesaria
consecuencia de nuestro sistema halla una feliz confirmación en la comparación que
el Señor de Buffon, este filósofo tan célebre, ha establecido entre las densidades de la
totalidad de la materia planetaria y del sol. Encontró una similitud entre ambas como
entre 640 o 650. Cuando las conclusiones naturales y necesarias de una teoría
encuentran en las condiciones reales de la naturaleza tan felices confirmaciones, ¿será
entonces posible creer que un mero azar haya motivado esta coincidencia entre la
teoría y la observación?
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CAPÍTULO III
DE LA EXCENTRICIDAD DE LAS ÓRBITAS PLANETARIAS Y
DEL ORIGEN DE LOS COMETAS
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lo vemos en Marte, estamos obligados a limitar la hipótesis del movimiento circular
exacto de las partículas de la materia elemental en el sentido de que en las regiones
cercanas al sol las dejamos acercarse mucho a esta exactitud de determinación, pero
que las dejamos desviarse de ella en la medida en que estas partículas elementales se
hallaban suspendidas más lejos del sol. Esta restricción del principio del libre
movimiento circular de la materia elemental es más adecuada a la naturaleza. Pues no
obstante la tenuidad del espacio que parece dejarles libertad para reducirse
mutuamente al punto de la igualdad perfectamente equilibrada de las fuerzas
centrales, no son menos considerables las causas que impiden la ejecución de esta
finalidad de la naturaleza. Cuanto más lejos del sol se hallan las partículas dispersas
de la materia elemental, tanto más débil es la fuerza que las obliga a caer. La
resistencia de las partículas inferiores que inclina su caída lateralmente y lo obliga a
adoptar un movimiento vertical con respecto al radio del círculo, disminuye en la
medida en que ellas se retiran ante él para incorporarse al sol o iniciar movimientos
circulares en zonas más cercanas. La especial liviandad específica de estos materiales
provenientes de mayor altura no les permite efectuar el movimiento de caída que es la
causa de todo, con la fuerza necesaria para hacer ceder las partículas que se oponen.
Y suponiendo aun que estas lejanas partículas se limiten mutuamente, para llegar
finalmente después de un largo período, a esta uniformidad, ya se habrán formado
mientras tanto debajo de ellas pequeñas masas que son el comienzo de otros tantos
cuerpos siderales los que, condensándose de materia débilmente movida, sólo tienen
en su, caída hacia el sol movimiento excéntrico y, aun cuando por la incorporación de
partículas más veloces en el camino son desviadas cada vez más de la caída vertical,
quedan no obstante al final cometas cuando los espacios en que se han formado, han
sido limpiados y vaciados por la atracción del sol y la formación de aglomeraciones
especiales. Ésta es la causa por la cual con la distancia del sol aumenta la
excentricidad de los planetas y de aquellos cuerpos siderales que son llamados
cometas porque en esta calidad superan notablemente a los primeros. Existen por
cierto dos excepciones más que interrumpen la ley del incremento de la excentricidad
con la distancia del sol, las que se observan en los dos planetas más pequeños de
nuestro sistema: Marte y Mercurio. Pero en lo referente al primero, la causa debe
atribuirse probablemente a la vecindad del tan poderoso Júpiter que, al privar por su
atracción a Marte por su lado de todas las partículas necesarias para su formación, le
deja sólo el lado del sol para su expansión, imponiéndole así un exceso de fuerza
central y excentricidad. Pero en lo que se refiere a Mercurio, el más interior, pero
también el más excéntrico de los planetas, es fácil comprender que el sol cuya
velocidad giratoria está lejos de igualar la velocidad de Mercurio, opone a la materia
del espacio que lo rodea tanta resistencia que no sólo privaría a las partículas más
inmediatas de su movimiento central, sino que podría también extender esta
resistencia fácilmente hasta Mercurio, reduciendo así considerablemente la velocidad
de su movimiento.
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La excentricidad es la principal característica de los cometas. Sus atmósferas y
colas que en los momentos de gran acercamiento al sol se extienden debido al calor,
no son más que consecuencias de aquélla, aun cuando en los tiempos de la ignorancia
han servido como inusitadas apariciones terroríficas para anunciar a la plebe alguna
profecía imaginaria Los astrónomos que dedican más atención a las leyes de
movimiento que a lo extraño de la figura, observan una segunda calidad que distingue
la especie de los cometas de la de los planetas, a saber que ellos no se limitan como
los planetas a lar zona del Zodíaco, sino realizan sus revoluciones libremente en todas
las regiones del cielo. Esta singularidad tiene la misma causa que la excentricidad. Si
los planetas han limitado sus órbitas a la estrecha zona del Zodíaco porque la materia
elemental adquiere en las cercanías del sol movimientos circulares que en cada
revolución tratan de cruzar el plano de relación y no dejan al cuerpo una vez formado
desviarse de esta superficie hacia la cual se precipita toda materia desde ambos lados,
entonces es evidente que la materia elemental de los espacios muy alejados del centro
que movida débilmente por la atracción no puede llegar al libre movimiento circular,
no puede, por la misma causa que produce la excentricidad, estar capacitada para
acumularse a esta altura en el plano de relación de todos los movimientos planetarios,
para conservar los cuerpos allá formados dentro de aquel carril. Ocurrirá más bien
que la materia elemental dispersa, no estando limitada a determinada zona como en el
caso de los planetas inferiores, se concentrará para formar cuerpos siderales con la
misma facilidad en un lado que en otro y con la misma frecuencia a una distancia
lejana que a una cercana al plano de relación. Por ello, los cometas bajarán hacia
nosotros con absoluta libertad desde todas las regiones. Sin embargo, aquellos
cometas cuyo primer lugar de formación no está muy por encima de las órbitas de los
planetas, demostrarán una menor desviación de los límites de su órbita y menos
excentricidad. Esta libertad sin leyes de los cometas con respecto a sus desviaciones,
aumenta en la medida de su distancia del centro del sistema y pierde en la
profundidad del cielo hasta llegar 3 una carencia completa de movimiento, quedando
los cuerpos más extremos que se forman, en total libertad para su caída hacia el sol y
alcanzándose así los últimos límites de la constitución sistemática.
En este esbozo de los movimientos de los cometas pongo como preestablecido
que su dirección coincidirá en su mayor parte con la de los planetas. En los cometas
cercanos, ello me parece fuera de duda, y esta uniformidad no puede perderse en la
profundidad del cielo antes de aquella región en que la materia elemental dotada de la
mayor debilidad de movimiento inicia la caída hacia cualquier dirección, puesto que
el tiempo que se necesitaría para transmitirle desde las regiones inferiores una
unanimidad de dirección, es demasiado largo a causa de la distancia para producir
aquel efecto al mismo tiempo en que se efectúa la formación de la naturaleza en la
región inferior. Existirán pues tal vez cometas animados de movimiento retrógrado,
es decir, de Oriente a Occidente, aunque por motivos que dudo en aducir aquí, casi
quisiera estar convencido que de los 19 cometas en que se ha observado esta
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singularidad, algunos pueden haber motivado esta observación a causa de un engaño
óptico.
Tengo que agregar algo sobre las masas de los cometas y la densidad de su
materia. Por los motivos expuestos en el capítulo anterior deberían generarse
normalmente en las regiones superiores de la formación de estos cuerpos siderales,
masas tanto más grandes cuanto mayores sean las distancias. Y se puede creer
efectivamente que algunos cometas son más grandes que Saturno y Júpiter; pero no
se puede creer de ninguna manera que la magnitud de las masas vaya aumentando
continuamente. La dispersión de la materia elemental y la liviandad específica de sus
partículas hacen que la formación en la zona más alejada del espacio solar sea lenta;
la indeterminada expansión de la materia en toda la inmensa dimensión de este
espacio sin ninguna determinación de concentrarse hacia un cierto plano, permite que
en vez de una sola formación considerable se produzcan muchas pequeñas, y la falta
de la fuerza central hace caer la mayor parte de las partículas hacia el sol antes de que
se hayan reunido en masas.
La densidad específica de la materia de la cual se forman los cometas, es más
notable que la magnitud de sus masas. En vista de que se forman en la más alta
región de la estructura solar, las partículas de su composición son presumiblemente
de la especie más liviana, y no se puede dudar que ésta es la causa principal de los
globos de niebla y las colas que los distinguen entre todos los otros cuerpos siderales.
Esta dispersión en forma de vapor de la materia de los cometas no se puede atribuir
principalmente al efecto del calor solar. Algunos cometas, en su mayor aproximación
al sol apenas alcanzan la órbita de la Tierra, y muchos permanecen entre las órbitas
de la Tierra y de Venus hasta su regreso. Si un grado tan moderado de calor diluye y
evaporiza tan completamente las materias que se hallan en la superficie de aquellos
cuerpos, es necesario que éstos estén formados del elemento más liviano que por
efectos del calor sufra mayor disolución que cualquier otra materia en toda la
naturaleza.
Tampoco se puede atribuir estos vapores que tan frecuentemente surgen de los
cometas, al calor que su cuerpo haya retenido de una eventual anterior proximidad al
sol. Pues aunque se puede suponer que un cometa en la época de su formación haya
recorrido algunos círculos con un mayor grado de excentricidad y que ésta sólo se
haya reducido paulatinamente, es innegable que los otros planetas a los que se podría
atribuir lo mismo, no muestran aquel fenómeno. Pero tendrían que mostrarlo si las
especies de la materia más fina que entran en la composición del planeta, fuesen tan
frecuentes como en los cometas.
En la tierra hay algo que se puede comparar con los vapores y las colas de los
cometas[1]. Las partículas más finas que el efecto del sol retira de su superficie, se
acumulan alrededor de uno de los polos, cuando el sol efectúa la mitad de su
recorrido sobre el hemisferio opuesto. Las partículas más finas y eficientes que se
levantan en la zona tórrida de la tierra, al llegar a cierta altura de la atmósfera, son
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obligadas por la influencia de los rayos solares a emigrar y acumularse en aquellas
zonas que se hallan opuestas al sol y hundidas en una larga noche, recompensando a
los habitantes de la zona glacial por la ausencia de la luz grande que les envía hasta
en esta distancia los efectos de su calor. Esta misma fuerza de los rayos solares que
produce las auroras boreales, produciría una zona nebulosa con una cola, si las
partículas más finas y fugaces se encontrasen en la tierra con la misma frecuencia que
en los cometas.
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CAPÍTULO IV
DEL ORIGEN DE LA LUNA Y DE LOS MOVIMIENTOS DE LOS
PLANETAS ALREDEDOR DE SU EJE
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son obligadas a abandonar su dirección originaria cuando se hallan aún lejos, y a
levantarse por encima del planeta en una desviación oblonga. Teniendo un mayor
grado de velocidad que el planeta mismo en el momento de ser atraído hacia éste,
imprimen a su caída rectilínea y también a la caída de las otras partículas una
desviación de Occidente hacia Oriente, y esta ligera influencia es suficiente para
provocar que el movimiento curvilíneo en que se transforma la caída, tome más bien
ésta que cualquier otra dirección. Por esta causa, todas las lunas coincidirán en su
dirección con la dirección de la revolución del planeta principal. Pero tampoco los
planos de sus órbitas pueden desviarse mucho del plano de las órbitas planetarias,
porque la materia de la cual se forman, es conducida por la misma causa que hemos
aducido para la dirección en general, a la más exacta determinación de la dirección,
es decir la coincidencia con el plano de los círculos principales.
Todo ello permite ver claramente bajo qué circunstancias un planeta puede
conseguir satélites. Su fuerza de atracción debe ser grande y por consiguiente, la
dimensión de su esfera de acción debe ser extensa para que tanto las partículas
cayendo hacia el planeta desde una altura elevada puedan obtener, pese a la
disminución producida por la resistencia, la velocidad necesaria para su libre
movimiento circular, como también para que haya suficiente cantidad de materia para
la formación de las lunas en esta región, lo que no puede suceder si la atracción es
pequeña. Por ella, sólo los planetas de grandes masas y larga distancia son dotados de
satélites. Júpiter y Saturno, los dos más grandes y también más lejanos planetas,
tienen la mayor cantidad de lunas. La Tierra, siendo mucho más pequeña que
aquéllos, sólo obtuvo una, y Marte a quien le correspondería por su distancia
participar de esta ventaja, quedó defraudado, porque su masa es demasiado pequeña.
Se observa con satisfacción cómo la misma atracción del planeta que acumulaba
la materia para la formación de las lunas y determinaba al mismo tiempo su
movimiento, se extiende también sobre su mismo cuerpo, imprimiéndose éste por el
mismo acto de su formación, una rotación alrededor de su eje en la dirección general
de occidente a oriente. Las partículas de la materia elemental que en su caída, como
dijimos, han adoptado un movimiento giratorio general en dirección de occidente a
oriente, caen en su mayoría sobre la superficie del planeta y se mezclan con su núcleo
porque no poseen los bien medidos grados para mantenerse libremente suspendidas
en movimientos circulares. Al entrar en la composición del planeta, deberán
continuar, como parte del mismo, el movimiento giratorio en exactamente la misma
dirección que tenían antes de ser reunido a él. Y como en general, de lo anteriormente
dicho se evidencia que la cantidad de partículas que la falta del movimiento necesario
arroja hacia el cuerpo central, debe superar en mucho la cantidad de aquellas que han
podido obtener los grados adecuados de velocidad, se comprende también fácilmente
por qué la velocidad que éste alcanzará en su rotación, aun cuando estará lejos de
poder equilibrar la gravedad reinante en su superficie con la fuerza centrífuga, ha de
ser mucho mayor en planetas de gran masa y larga distancia que en los cercanos y
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pequeños. En efecto, Júpiter tiene la rotación más veloz que conocemos, y no sé qué
sistema podría explicar esto en un cuerpo cuyo conglomerado es superior a todos los
otros, a no ser que se pueda considerar sus movimientos como el efecto de la
atracción que este cuerpo sideral ejerce precisamente en la medida de este
conglomerado. Si la rotación fuera un efecto de una causa exterior, Marte debería
girar más rápido que Júpiter, puesto que la misma fuerza motriz mueve a un cuerpo
menor más rápido que a un cuerpo mayor, y además habría motivo justificado para
extrañarse cómo es posible que pese a la disminución de todos los movimientos a
mayor distancia del centro, las velocidades de las rotaciones aumentan a medida de
estas distancias, llegando a ser en Júpiter dos veces y media más rápida que su misma
revolución anual.
Teniendo que aceptar forzosamente que la rotación diaria de los planetas responde
a la misma causa que es la fuente general del movimiento de la naturaleza, es decir la
atracción, se verá que este modo de explicar confirmará su exactitud por el privilegio
natural de su concepto básico y por una conclusión que sin artificio se deduce de él.
Mas si la misma formación de un cuerpo produce el movimiento de rotación, es
justo que todas las esferas de la estructura mundial posean esta rotación. ¿Cómo no lo
posee la luna que según algunos astrónomos aunque erróneamente, parece haber
recibido aquella clase de rotación por la cual muestra a la tierra siempre el mismo
lado, más bien de cierta preponderancia de un hemisferio que de un auténtico
movimiento de revolución? ¿Será que la luna habrá tenido en épocas anteriores una
rotación más rápida, habiendo sido llevado al actual resto débil y limitado por no sé
qué causas que paulatinamente han reducido aquel movimiento? Con solucionar este
problema en lo referente a uno de los planetas, se obtiene automáticamente la
aplicación a todos. Dejaré esta solución para otra oportunidad, ya que se halla
lógicamente vinculada al tema que la Real Academia de las Ciencias de Berlín ha
propuesto para el certamen del año 1754[1].
La teoría que debe explicar el origen de las rotaciones, debe poder deducir
también de las mismas causas la dirección de sus ejes con relación al plano de sus
órbitas. Hay motivo para extrañarse por qué el ecuador de la rotación diaria no se
halla en un mismo plano con el de los círculos lunares que corren alrededor del
mismo planeta. Pues el mismo movimiento que ha ordenado la revolución de un
satélite, se extiende hasta el cuerpo del planeta, produciendo su rotación y debiendo,
por lo tanto, conferirle esta misma determinación en la dirección y posición. Aquellos
cuerpos siderales que no poseen satélites, entraron sin embargo, debido al
movimiento de las partículas que formaron su masa y a la misma ley que los limitaba
al plano de su órbita periódica, en un movimiento de rotación que por las mismas
causas debía coincidir en la dirección con su plano de rotación. Como consecuencia
de estas causas, los ejes de todos los cuerpos siderales deberían estar en posición
vertical con relación al plano general de relaciones del sistema planetario que no se
desvía mucho de la eclíptica. Mas la posición vertical existe sólo en las dos piezas
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más importantes de esta estructura mundial, en Júpiter y en el Sol; los otros planetas
cuya rotación se conoce, inclinan sus ejes hacia el plano de sus órbitas, Saturno más
que los otros, la Tierra más que Marte cuyo eje se halla también en posición casi
vertical con relación a la eclíptica. El ecuador de Saturno (si se lo puede considerar
como indicado por la dirección de su anillo), se inclina en un ángulo de 31 grados
hacia el plano de su órbita, mientras él de la Tierra es de sólo 23 grados y medio. Tal
vez sea posible atribuir la causa de estas desviaciones a la desigualdad en los
movimientos de la materia que han concurrido para formar el planeta. En la dirección
del plano de su órbita se hallaba el principal movimiento de las partículas alrededor
del centro, y allí mismo se hallaba el plano de relación alrededor del cual se
acumulaban las partículas elementales, para hacer allí el movimiento lo más
exactamente circular que era posible, y acumular materia para la formación de
planetas satélites que por ello nunca se desvían mayormente de la órbita. Si el planeta
se formara en su mayor parte sólo de estas partículas, su rotación igual que la de los
satélites que giran alrededor de él, no se hubiera desviado de ella durante su primera
formación. Pero como la teoría lo ha demostrado, el planeta se forma más bien de las
partículas que han caído desde ambos lados y cuya cantidad y velocidad parecen no
haber sido tan perfectamente medidas como para que un hemisferio no hubiera
podido alcanzar una ligera preponderancia sobre el otro y por consiguiente una cierta
desviación del eje.
Pese a estos argumentos, presento esta explicación sólo como una suposición que
no me atrevo a afirmar. Mi verdadera opinión es que la rotación de los planetas
alrededor de su eje en el estado original de su primera formación haya coincidido
bastante exactamente con el plano de su órbita anual, y que hayan existido causas que
han desviado este eje de su primera posición. Al pasar de su estado fluido primitivo al
estado sólido, un cuerpo sideral sufre durante este proceso de formación definitiva,
un gran cambio en la regularidad de su superficie. Ella se solidifica y endurece
mientras las materias más profundas no se han hundido todavía suficientemente en la
medida de su peso específico; las categorías más livianas que estaban entremezcladas
en su conglomerado, se ubican, separándose de las primeras, bajo la superior corteza
solidificada y producen las grandes cuevas de las cuales, por motivos cuya
explicación nos llevaría demasiado lejos, las más grandes y extensas se hallan bajo o
cerca del ecuador y en las que finalmente se hunde la mencionada corteza,
produciendo diversas desigualdades, alturas y cuevas. Cuando de esta manera, como
en la Tierra, la Luna y Venus ha ocurrido con toda evidencia, la superficie ha llegado
a ser desigual, ya no pudo mantener el equilibrio del movimiento con respecto al eje
de rotación. Algunas partes destacadas de considerable masa que en la parte contraria
no hallaron otras que podían ofrecerles el equilibrio de impulso, debían desviar muy
pronto el eje de la rotación, tratando de llevarla a una posición en que las materias
quedaban equilibradas. La misma causa pues, que durante la formación definitiva de
un cuerpo sideral ha transformado su superficie del estado horizontal en abruptas
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desigualdades, esta causa general que se comprueba en todos los cuerpos siderales
que el telescopio puede observar con suficiente claridad, los ha obligado a cambiar un
poco la posición original de sus ejes. Pero este cambio tiene sus límites que les
impiden desviarse demasiado. Las desigualdades se muestran, como quedó dicho, en
mayor cantidad cerca del ecuador de una esfera sideral en rotación que a distancia del
mismo, perdiéndose casi por completo hacia los polos, lo que me reservo explicar en
otra oportunidad. Por consiguiente, las masas que más se destaquen sobre la
superficie, se hallarán cerca del círculo ecuatorial, y como por el privilegio del
impulso tratarán de acercarse a éste, sólo podrán levantar en unos pocos grados el eje
del cuerpo sideral de su rotación vertical con respecto al plano de su órbita. Por
consiguiente, un cuerpo sideral todavía no definitivamente formado mantendrá esta
posición vertical de su eje con respecto al plano de su órbita y la cambiará tal vez
sólo en el curso de largos siglos. Júpiter parece encontrarse todavía en este estado. La
preponderancia de su masa y magnitud y la liviandad de su materia lo han obligado a
llegar al estado sólido de su materia algunos siglos más tarde que otros cuerpos
siderales. Quizá el interior de su núcleo está todavía en movimiento para hacer caer
las partes de su composición hacia el centro, de acuerdo a su peso, y para llegar al
estado de solidez separando las especies más livianas de las pesadas. Siendo así, no
puede haber todavía reposo en su superficie. Los derrumbamientos y las ruinas
predominan en ella. El mismo telescopio nos lo ha mostrado. La forma de este
planeta cambia continuamente, mientras la Luna, la Tierra y Venus la mantienen
inalterable. No faltan, por otra parte, motivos para fijar en varios siglos más tarde el
período de formación definitiva de un cuerpo sideral que supera nuestra Tierra en
volumen más de veinte mil veces y es superado por ella cuatro veces en densidad.
Cuando su superficie habrá alcanzado la tranquilidad, no hay duda de que
desigualdades mucho más grandes que las que cubren la superficie terrestre, junto
con la velocidad de su impulso darán a su rotación en un lapso no muy largo aquella
posición fija que exigirá el equilibrio de las fuerzas en él reunidas.
Saturno, que es tres veces más pequeño que Júpiter, puede haber recibido gracias
a su mayor distancia, la ventaja de una más rápida formación definitiva; por lo menos
su rotación mucho más veloz y la gran relación de su fuerza centrífuga con respecto a
la gravedad reinante en su superficie (lo que se explicará en el próximo capítulo)
hacen que las desigualdades que se puede suponer causadas por ellas, hayan
producido la desviación hacia el lado de la preponderancia por una inclinación del
eje. Confieso francamente que esta parte de mi sistema que se refiere a la posición de
los ejes planetarios, es todavía imperfecta y dista mucho de ser sometida al cálculo
geométrico. He preferido manifestarlo sinceramente, en vez de retacear el valor del
resto de la teoría con diversos argumentos ficticios, y de crearle un lado vulnerable.
El capítulo siguiente puede confirmar lo fidedigno que es toda la hipótesis por la cual
hemos querido explicar los movimientos de la estructura mundial.
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CAPÍTULO V
DEL ORIGEN DEL ANILLO DE SATURNO Y CALCULO DE LA
ROTACIÓN DIARIA DE ESTE PLANETA EN BASE DE SUS
CARACTERÍSTICAS
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más alejadas hacia los polos han tenido movimientos tanto más débiles cuanto mayor
era la latitud del lugar desde donde se elevaron. La relación del peso específico
determinaba a las partículas las distintas alturas a que se elevaron; pero sólo aquellas
partículas podían conservar los lugares de su distancia en el continuo y libre
movimiento circular, cuyas distancias exigían una fuerza central tal como ellas la
podían prestar con la velocidad que llevaban impresas desde que participaron del
movimiento de rotación; las restantes partículas, descontando las que las influencias
mutuas de las otras hayan podido llevar a aquel equilibrio, o deben alejarse de la
esfera del planeta con su exceso de velocidad, o por la falta de ella están obligadas a
recaer sobre el planeta. Las partículas dispersas en toda la extensión de la esfera de
vapores tratarán, debido a estas mismas leyes centrales, de cruzar en el movimiento
de su impulso desde ambos lados el plano prolongado del ecuador del planeta, y
como al encontrarse en este plano desde ambos hemisferios se detendrán
mutuamente, tendrán que acumularse en el mismo; y como supongo que los
mencionados vapores son aquellos que el planeta para su enfriamiento hace subir en
último término, toda la materia vaporosa dispersa ha de acumularse cerca de este
plano en un espacio no muy ancho, dejando vacíos los espacios a ambos lados. Pero
en esta nueva y cambiada dirección continuarán el mismo movimiento que los
mantiene suspensos en libres movimientos circulares y concéntricos. De esta manera,
la atmósfera vaporosa cambia de forma, abandonando la de una esfera llena y
adoptando la de un disco plano que coincide exactamente con el ecuador de Saturno;
pero también este disco ha de adoptar finalmente por las mismas causas mecánicas la
forma de un anillo, cuyo borde exterior será determinado por el efecto de los rayos
solares cuya fuerza dispersa y aleja aquellas partículas que se han apartado hasta una
determinada distancia del centro del planeta, en la misma forma lo hace en los
cometas, delimitando así el límite exterior de su atmósfera. El borde interior del
anillo en formación es determinado por la relación de la velocidad ecuatorial del
planeta. Pues en aquella distancia de su centro en que esta velocidad está en
equilibrio con la atracción del lugar, se halla el punto más cercano en que las
partículas que se han elevado desde su superficie, pueden describir círculos, debido al
movimiento propio de la rotación. Las partículas más cercanas que necesitan para
esta revolución una velocidad mayor, pero que no pueden tenerla porque en el mismo
ecuador la velocidad no es mayor, son llevadas así a describir órbitas excéntricas que
se cruzan mutuamente y debilitan sus respectivos movimientos, hasta que todos
finalmente recaen sobre el planeta del que se habían separado. Así vemos cómo el
fenómeno tan maravilloso como extraño cuyo aspecto desde su descubrimiento
siempre ha provocado la admiración de los astrónomos y cuya causa nunca se tuvo
una esperanza siquiera probable de descubrir, ha nacido de una manera mecánica tan
fácil como exenta de toda hipótesis. Lo que le sucedió a Saturno, le sucedería con la
misma regularidad, según puede concluirse ahora fácilmente, a cualquier cometa que
tuviera la suficiente rotación y estuviera ubicado en una altura permanente en que su
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cuerpo pudiera enfriarse paulatinamente. Abandonadas sus fuerzas a sí mismas, la
naturaleza, hasta en el caos, es fértil en maravillosos desarrollos, y la posterior
formación definitiva conduce a tan magníficas relaciones y coincidencias al común
beneficio de la criatura que hasta en las leyes eternas e inmutables de sus calidades
esenciales dan a conocer con unánime certeza aquel Ser grande en el cual por su
común dependencia concuerdan en una armonía del Universo. Saturno tiene grandes
ventajas de su anillo; aumenta su día e ilumina su noche bajo tantas lunas de tal
manera que es fácil olvidar la ausencia del sol. ¿Pero será esto motivo suficiente para
negar que el desarrollo general de la materia por medio de las leyes de la mecánica
sin otras que las necesarias para sus determinaciones generales, haya podido producir
relaciones que son beneficiosas a la criatura razonable? Todos los seres están
vinculados por una misma causa que es la sabiduría de Dios; por ello, no pueden traer
consigo otras consecuencias que las que conducen a un concepto de la depuración en
esta misma idea divina.
Calcularemos ahora el tiempo de la rotación de este cuerpo sideral a partir de las
relaciones que tiene con su anillo, de acuerdo a la hipótesis de su origen que hemos
expuesto. Como todo movimiento de las partículas del anillo es un movimiento
incorporado de la rotación de Saturno en cuya superficie se hallaban, el movimiento
más rápido entre los que tienen estas partículas, coincide con la rotación más rápida
que se encuentra en la superficie de Saturno, es decir, la velocidad con que corren las
partículas del anillo en su margen interior, es igual a la que el planeta tiene en su
ecuador. Pero es fácil encontrar aquélla buscándola por medio de la velocidad de uno
de los satélites de Saturno y tomando ésta en la relación de la raíz cuadrada de las
distancias del centro del planeta. De la velocidad encontrada se deduce directamente
el tiempo de la rotación de Saturno alrededor de su eje; este tiempo es de seis horas,
veintitrés minutos y cincuenta y tres segundos. Este cálculo matemático de un
movimiento desconocido de un cuerpo sideral, que tal vez es la única predicción de
su clase en la ciencia natural propiamente dicha, espera ser confirmada por las
observaciones del porvenir. Los telescopios hasta ahora conocidos no aumentan a
Saturno de tal manera que por ellos se pudiera descubrir las manchas que se puede
suponer en su superficie, para conocer por el avance de ellas su rotación alrededor del
eje. Mas los telescopios posiblemente no han alcanzado todavía aquella perfección
que es de esperar y que la diligencia y la habilidad de los artífices parecen
prometernos. Si se llegara algún día a confirmar nuestras suposiciones por la
observación, ¡cuánta certeza no alcanzaría la teoría de Saturno y cuán fidedigno no
aparecería todo el sistema erigido sobre los mismos argumentos! El tiempo de la
rotación diaria de Saturno trae consigo también la relación de la fuerza centrífuga de
su ecuador con respecto a la gravedad reinante en su superficie; ella es en relación a
ésta como 20 a 32. La gravedad, por lo tanto, sólo es en 3/5 superior a la fuerza
centrífuga. Esta relación tan grande causa necesariamente una diferencia muy
considerable de los diámetros de este planeta, y sería de temer que resultase tan
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grande que la observación, por poco que el telescopio aumente este planeta, la haría
demasiado evidente ante los ojos —lo que en realidad no ocurre—, y que toda la
teoría sufriría por ello un golpe desfavorable. Un examen minucioso aleja por
completo esta dificultad. De acuerdo a la hipótesis de Huygens que supone que la
gravedad en el interior de un planeta sea en todas partes la misma, la relación
existente entre la diferencia de los diámetros y el diámetro del ecuador es dos veces
menor que la relación existente entre la fuerza centrífuga y la gravedad bajo los
polos. Por ejemplo, como en la tierra la fuerza centrífuga del ecuador es la 1/289 de
la gravedad bajo los polos, de acuerdo a la hipótesis de Huygens el diámetro del
ecuador debe ser 1/578 mayor que el eje polar de la Tierra. La causa es la siguiente:
como de acuerdo a la premisa la gravedad en el interior del cuerpo terrestre es en
cualquier proximidad al centro la misma que en la superficie, y como por otra parte la
fuerza centrífuga decrece a medida que se aproxima al centro, ésta no es en todas
partes la 1/289 de la gravedad, sino toda la reducción del peso de la columna líquida
en el plano ecuatorial es, por la misma causa, no 1/289, sino la mitad de ello, es decir
1/578. En cambio, en la hipótesis de Newton la fuerza centrífuga provocada por la
rotación tiene en todo el plano del ecuador hasta el centro una misma relación a la
gravedad del lugar, porque ésta decrece en el interior del planeta (suponiendo que sea
por entero de densidad uniforme) con la distancia del centro en la misma proporción
en que decrece la fuerza centrífuga, por la cual ésta es siempre 1/289 de la gravedad.
Así se ocasiona una disminución del peso de la columna líquida en el plano ecuatorial
y también un levantamiento de la misma por 1/289, aumentándose en esta teoría la
diferencia de los diámetros aún más por el hecho de que la reducción del eje polar
conduce a un acercamiento de las partes hacia el centro y por ello a un aumento de la
gravedad, mientras la prolongación del diámetro ecuatorial trae consigo un
alejamiento de las partes del mismo centro y por ello una reducción de su gravedad,
aumentando todo ello el achatamiento del esferoide newtoniano de tal manera que la
diferencia de los diámetros es elevada de 1/289 a 1/250.
De acuerdo a estos argumentos, los diámetros de Saturno deberían estar en una
relación aún mayor que la de 20 a 32; deberían acercarse casi a la proporción de 1 a
2, diferencia que es tan grande que por más pequeño que aparezca Saturno en los
telescopios, un mínimo de atención no dejaría de observarla. Pero todo ello sólo
demuestra que la premisa de la densidad uniforme que con respecto al cuerpo
terrestre parece bastante exacta, en el caso de Saturno dista demasiado de la verdad,
lo que de por sí es probable en un planeta cuyo conglomerado consiste en la mayor
parte de su contenido de los materiales más livianos y que, antes de llegar al estado
de solidez, permite a las materias más pesadas que entran en su composición, una
caída hacia el centro de acuerdo a su peso con mucho mayor libertad que aquellos
cuerpos siderales cuya materia más densa retarda el hundimiento de las materias y las
solidifica antes de que se hundan. Suponiendo pues que en Saturno la densidad de sus
materias aumenta a medida que se aproxima al centro, la gravedad ya no decrece en
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la misma proporción, sino el aumento de densidad reemplaza la falta de aquellas
partes que están colocadas por encima de la altura del punto ubicado en el planeta y
que no contribuyen por su atracción a su gravedad[2]. Si esta densidad preponderante
de los materiales más profundos es muy grande, transforma, gracias a las leyes de la
atracción, la gravedad que en el interior y hacia el centro disminuye fuerza y
aproxima la relación de los diámetros a la establecida por Huygens que es siempre la
mitad de la relación entre la fuerza centrífuga y la gravedad. Por consiguiente, como
ellas estaban en proporción de 2 a 3, la diferencia de los diámetros de este planeta no
será 1/3, sino 1/6 del diámetro ecuatorial. Esta diferencia es además ocultada por el
hecho de que Saturno, cuyo eje forma en el plano de su órbita en todo momento un
ángulo de 31 grados, no ofrece nunca, como ocurre en Júpiter, la posición directa de
su eje hacía el ecuador, reduciéndose así aparentemente la diferencia anterior en casi
la tercera parte. En vista de estas condiciones y principalmente de la gran distancia de
este planeta es fácil considerar que la forma achatada de su esfera no ha de
presentarse al ojo tan fácilmente como podría suponerse. Sin embargo, la astronomía,
cuyas observaciones dependen más que todo de la perfección de los instrumentos,
estará tal vez capacitada con la ayuda de éstos, si mi previsión no es demasiado
halagüeña, para alcanzar el descubrimiento de unas características tan extrañas.
Lo que digo de la figura de Saturno, puede en cierta manera servir de observación
general en la teoría del cielo. Júpiter que según un cálculo exacto tiene una relación
entre la gravedad y la fuerza centrífuga en su ecuador 9 ¼ a 1, debería mostrar de
acuerdo a las teorías de Newton, si su cuerpo fuese por entero de la misma densidad,
una diferencia aún más grande que de 1/9 entre su eje y el diámetro ecuatorial. Mas
Cassini lo encontró sólo en 1/16, Pound en 1/12 y a veces 1/14; por lo menos, todas
estas diversas observaciones que por su diferencia confirman la dificultad de esta
medición, coinciden en presentarla como más pequeña de lo que debería ser según el
sistema de Newton o más bien según su hipótesis de la densidad uniforme. Por lo
tanto, reemplazando la premisa de la densidad uniforme que origina tanta diferencia
entre la teoría y la observación, por la otra premisa mucho más probable según la cual
la densidad del cuerpo planetario va aumentando hacia el centro, entonces se
justificará la observación no sólo en Júpiter, sino también en Saturno, planeta de más
difícil medición, se comprenderá la causa del menor achatamiento de su cuerpo
esferoidal.
Hemos encontrado en el origen del anillo saturniano el motivo para atrevernos al
audaz paso de determinar por medio del cálculo su tiempo de rotación que los
telescopios no han podido descubrir. Permítasenos agregar a esta muestra de profecía
física otra más, hecha sobre este mismo planeta y que espera de instrumentos más
perfectos de tiempos futuros la comprobación de su exactitud.
De acuerdo a la premisa que el anillo de Saturno sea una acumulación de
partículas que elevadas de la superficie en forma de vapores se mantienen por el
impulso que les fué transmitido por la rotación y que continúan, en la altura de su
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distancia en libres movimientos circulares, ellas no tienen en todas sus distancias del
centro los mismos tiempos periódicos de revolución, sino éstos se hallan más bien en
la proporción de las raíces cuadradas de los cubos de sus distancias para que las leyes
de las fuerzas centrales puedan mantenerlas en suspenso. El tiempo en el cual de
acuerdo a esta hipótesis las partículas en el borde interior efectúan su revolución, es
de diez horas aproximadamente, y el tiempo de la revolución de las partículas del
borde exterior es, de acuerdo a un debido cálculo, de quince horas; por consiguiente,
cuando las partes inferiores del anillo han efectuado tres veces su recorrido, los más
lejanos lo han hecho sólo dos veces. Pero por más pequeña que se quiera estimar la
resistencia que las partículas se ofrecen mutuamente en su gran dispersión en el plano
del anillo, es probable que el retraso de las partículas más lejanas en cada revolución,
retarde y detenga paulatinamente las partes inferiores más rápidamente movidas,
mientras en cambio éstas deben imprimir a las superiores una parte de su movimiento
para una rotación más rápida, lo que, si esta influencia mutua no se interrumpiese al
final, duraría tanto tiempo hasta que las partículas de todo el anillo, tanto las
inferiores como las superiores, hayan sido llevadas a efectuar la revolución en un
mismo tiempo, con lo cual estarían en reposo mutuo entre ellas y dejarían de
influenciarse durante el avance. Pero si el movimiento del anillo llegase a tal estado
de cosas, el anillo sería totalmente destruido, pues si se toma la parte media del plano
del anillo y se supone que en ella el movimiento permaneciese en el estado en que
estaba antes y en que debe estar para poder efectuar una libre revolución, las partes
inferiores que han sido muy retardadas no se mantienen en suspenso en su altura, sino
se cruzan mutuamente en movimientos oblicuos y excéntricos, mientras las partes
más lejanas, al serles impreso un movimiento mayor del que debería ser para la
fuerza central de su distancia, se alejan de Saturno más allá del límite extremo
determinado por el efecto del sol y son dispersados por éste del planeta y eliminadas.
Pero no hay motivo para temer todo este desorden. El mecanismo del movimiento
que produce el anillo, conduce a una determinación que le asegura un estado
permanente por las mismas causas que deben destruirlo, porque lo divide en varias y
concéntricas franjas circulares que debido a los espacios que las separan, ya no tienen
nada de común entre sí. Pues cuando las partículas que circulan en el borde interior
del anillo, arrastran un poco los superiores por su movimiento más rápido y aceleran
su revolución, los mayores grados de velocidades producen en estos últimos un
exceso de fuerza centrífuga y un alejamiento del lugar en que están suspendidos. Pero
sí se supone que, al tratar éstas de separarse de los inferiores, tienen que superar
cierta vinculación que aun tratándose de vapores dispersos, no parece ser
completamente insignificante, entonces este grado mayor de impulso tratará de
superar la mencionada vinculación, pero no la superará mientras el exceso de la
fuerza centrífuga que emplea en el mismo tiempo de revolución que las inferiores, no
supere esta vinculación más allá de la fuerza central de su lugar. Y por esta causa, aún
cuando de las partes del anillo que en un mismo tiempo efectúan su revolución, la
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superior tiende a separarse de la inferior, debe existir en una franja de un determinado
ancho esta vinculación, pero no en una franja más ancha, porque al aumentar la
velocidad de éstas, entre ellas inmóviles partículas con las distancias, es decir más de
lo que debería ser por las leyes centrales, deberán separarse tan pronto como pasen el
grado de velocidad que la vinculación de las partículas vaporosas puede resistir, y
adoptar una distancia que esté proporcionada al exceso de la fuerza de revolución
sobre la fuerza central del lugar. De este modo se determina el espacio que separa la
primera franja del anillo de las restantes; y de la misma manera, el movimiento de las
partículas superiores, acelerado por la rápida revolución de las inferiores, y la
vinculación entre ellas que trata de impedir la separación, crean el segundo anillo
concéntrico, del cual el tercero dista moderadamente. La cantidad de estas franjas
circulares y el ancho de los espacios que las separan, podría ser calculado, si fuese
conocido el grado de la vinculación que liga las partículas entre sí. Pero podemos
darnos por satisfechos con haber adivinado con un buen fundamento de probabilidad
la composición del anillo saturniano que impide la destrucción y lo mantiene
suspendido por libres movimientos.
Esta suposición me satisface no poco a causa de la esperanza de verla todavía
confirmada por auténticas observaciones. Hace pocos años se comunicó desde
Londres que durante las observaciones de Saturno realizadas por medio de un nuevo
telescopio newtoniano, mejorado por el señor Bradley, parecía como si un anillo
fuera en verdad una composición de muchos anillos concéntricos, separados por
espacios varios. Esta noticia no ha tenido continuación desde entonces[3]. Los
instrumentos ópticos han abierto a la razón los conocimientos de las más extremas
regiones del edificio universal. Si ahora depende principalmente de ellos que se den
pasos nuevos, entonces se podrá esperar que la atención que el siglo presta a todo lo
que puede ampliar los conocimientos del hombre, se dirigirá principalmente hacia un
lado donde se le ofrece la mayor esperanza de realizar importantes descubrimientos.
Pero si Saturno ha tenido la suerte de obtener un anillo, ¿por qué no ha llegado
ningún otro planeta a participar de esta ventaja? La causa es evidente. Como un anillo
debe nacer de las vaporizaciones que una planeta exhala en su estado bruto, y la
rotación debe darles a éstas el impulso que sólo necesitan continuar al llegar a la
altura, puesto que con este movimiento impreso pueden equilibrar exactamente la
gravitación contra el planeta, es fácil determinar por el cálculo hasta qué altura deben
elevarse los vapores desde el planeta para poder mantenerse en libre movimiento
circular por consecuencia del movimiento que tenían bajo el ecuador del planeta. Para
calcularlo hace falta conocer el diámetro del planeta, el tiempo de su rotación y la
gravedad reinante en su superficie. Según la ley del movimiento central, la distancia
de un cuerpo que puede girar libremente en círculo alrededor de un planeta con una
velocidad igual a la velocidad ecuatorial, estará en la misma relación al radio del
planeta como la fuerza centrífuga en el ecuador del mismo lo es a la gravedad. Por
estas causas, la distancia del borde interior del anillo de Saturno era como de 8, si el
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radio deísmo es fijado en 5, manteniendo las dos cifras la relación de 32 a 20 que
expresa, como dijimos antes, la proporción entre la gravedad y la fuerza centrífuga en
el ecuador. Por las mismas causas, suponiendo que Júpiter debería tener un anillo
formado de la misma manera, el radio interior del anillo debería superar en diez veces
el radio de Júpiter, lo que determinaría precisamente la distancia en que su más
extremo satélite gira alrededor de él. Por estas causas, y también porque los vapores
de un planeta no pueden extenderse tan lejos de él, el anillo es imposible. Si se quiere
saber porqué la Tierra no ha recibido un anillo, se hallará la contestación en la
extensión del radio que debería tener tan sólo su borde interior y que sería 298 veces
mayor que el radio de la Tierra. En los planetas de movimiento más lento, la creación
de un anillo se hace aún menos posible; así no queda ningún caso en que un planeta
hubiera podido obtener un anillo de la manera en que lo hemos explicado, menos
aquel caso en que se halla el planeta que lo tiene efectivamente, lo que es una no
pequeña confirmación de que nuestra interpretación es fidedigna.
Pero hay un momento en que me da casi la seguridad de que el anillo que rodea a
Saturno no ha nacido de aquella manera general ni ha sido producido por las leyes
generales de la formación que han dominado en todo el sistema de los planetas y han
dado también a Saturno sus satélites, la seguridad, repito, de que esta materia exterior
no ha proporcionado su materia, sino de que el anillo es una creación del planeta
mismo que ha exhalado sus partes más fugaces por medio del calor y les ha
transmitido por su propia rotación el impulso necesario para su revolución. Este
momento ocurre cuando este anillo no coincide, como los otros satélites de Saturno y
como en general todos los cuerpos en revolución que acompañan los planetas
principales, con el plano general de relación de los movimientos planetarios, sino que
se desvía mucho de él, prueba segura de que no está formado de la materia elemental
general y no ha recibido su movimiento de la caída de ésta, sino que se ha elevado del
planeta mucho después de terminada su formación y ha recibido, como parte
disgregada de éste, por la impresión de su fuerza de rotación un movimiento y una
dirección relacionadas con la rotación del planeta.
El placer de haber comprendido una de las más raras singularidades del cielo en
toda la extensión de su ser y su formación, nos ha llevado a esta exposición tan
dilatada. Con el favor de nuestros benévolos lectores, dispongámonos a llevarla,
donde sea placentero, hasta el exceso, para volver después a la verdad con tanta
mayor precaución y diligencia, después de habernos entregado con entera libertad a
opiniones agradablemente arbitrarias.
¿No sería posible imaginarse que la Tierra hubiera tenido anteriormente un anillo
como Saturno? Supongamos entonces que se haya elevado de su superficie en la
misma forma que el anillo de Saturno, conservándose largo tiempo, mientras que la
Tierra, por quién sabe qué causas, ha sido reducida de una rotación mucho más rápida
que la actual al grado que tiene ahora, si no se quiere atribuir a la materia elemental
general que durante su caída lo haya formado según las reglas explicadas más arriba,
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lo que bien puede admitirse si prescindimos un poco de la exactitud y nos
abandonamos en cambio a la inclinación hacia lo extraño y placentero. ¡Pero qué
cúmulo de hermosos comentarios y conclusiones nos ofrece esta idea! ¡Un anillo
alrededor de la Tierra! ¡Qué hermosura de aspecto para aquellos que habían sido
creados para habitar la Tierra cuando era paraíso! ¡Cuánta comodidad para aquellos a
quienes la naturaleza les debía sonreír desde todos los lados! Pero todo ello vale poco
frente a la confirmación que una hipótesis de esta clase puede hallar en el documento
del Génesis y que dará no poco motivo de aplauso a aquellos que consideran que al
usar la palabra divina para respaldar los excesos de su ingenio, se comete no un
sacrilegio, sino un acto consagratorio. Las aguas de la Expansión mencionadas en la
descripción mosaica, ya han causado no poca dificultad a los exégetas. ¿No sería
posible servirse de aquel anillo para salir de esta dificultad? Aquel anillo estaba
constituido sin duda de vapores acuosos, y además de la ventaja que podía
proporcionar a los primeros habitantes de la tierra, ofrecía esta otra de que en caso
necesario se lo pudo dejar romperse para castigar con inundaciones a un mundo de
que se había hecho indigno de tanta hermosura. O un cometa cuya atracción perturbó
los movimientos regulares de sus partes, o aún el enfriamiento de la región donde se
hallaba, reunía sus dispersas partes vaporosas, precipitándose sobre la Tierra en una
de las más crueles tormentas. Nadie ignora sus consecuencias. Todo el mundo pereció
en el agua e inhaló además en los vapores lejanos y fugaces de aquella lluvia no
natural aquel lento veneno que acercaba todas las criaturas a la muerte y a la
destrucción. Entonces, había desaparecido del horizonte el contorno de un arco pálido
y luminoso, y el mundo nuevo que jamás podía recordar su aspecto sin sentir un
terror ante aquel horroroso instrumento de la venganza divina, veía tal vez con no
poco espanto en la primera lluvia aquel arco iris que por su figura parecía representar
el primer anillo, siendo sin embargo destinado por la manifestación del cielo
reconciliado a ser un signo de clemencia y símbolo de la permanente conservación de
la Tierra renovada. La similitud que la figura de este monumento recordatorio tiene
con el acontecimiento aludido, podría recomendar esta hipótesis a aquellos que se han
dado a la actual tendencia de hacer concordar los milagros de la manifestación divina
con las leyes ordinarias de la naturaleza. Yo considero más aconsejable renunciar al
fugaz aplauso que tales concordancias pueden despertar, en favor del auténtico placer
que nace de la percepción de las reglas de constitución cuando analogías físicas se
apoyan mutuamente para determinar verdades físicas.
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CAPÍTULO VI
DE LA LUZ ZODIACAL
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solar, sólo después de terminada completamente la formación de todo el sistema han
caído hacia el Sol con un movimiento más débil, pero también desviado en dirección
de occidente a oriente. Gracias a esta especie de caída circular, las partículas han
cruzado el prolongado plano ecuatorial, y al quedar allí retenidas, han ocupado
debido a su acumulación desde ambos lados un plano extendido en esta posición, en
la cual se mantienen ahora en una altura siempre igual, en parte a causa del
movimiento circular realmente alcanzado, en parte por la fuerza de repulsión de los
rayos solares. La presente explicación no tiene otro valor que el que corresponde a las
hipótesis, y no pretende otra cosa que a un aplauso voluntario; el lector inclinará su
juicio hacia el lado que le parezca ser el más aceptable.
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CAPÍTULO VII
DE LA EXTENSIÓN INFINITA DE LA CREACIÓN EN EL
ESPACIO Y EN EL TIEMPO
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puntos, por el fulgor de estos globos. Cada uno de estos soles constituye con los
planetas que giran alrededor de él, un sistema propio; pero ello no les impide ser
partes de un sistema aun mayor, igual que Júpiter y Saturno no obstante sus propios
acompañantes se hallan comprendidos en la constitución sistemática de un edificio
mundial aun mayor. ¿No se podrán conocer en tan exacta concordancia de la
constitución la igualdad en la causa y manera de la formación?
Si las estrellas fijas forman un sistema cuya extensión es determinada por la
esfera de atracción del cuerpo que se halla en el centro, ¿no se habrán formado más
sistemas solares y, por decirlo así, más Vías lácteas que han nacido en el campo
limitado del espacio universal? Con asombro hemos descubierto figuras en el cielo
que no son otra cosa que tales sistemas de estrellas fijas limitados a un plano común,
o si se me permite expresarlo así, tales Vías lácteas, que en las diversas posiciones
frente al ojo constituyen figuras elípticas con su fulgor debilitado por su inmensa
distancia; son sistemas de un diámetro, por decirlo así, un número infinitamente
mayor que el diámetro de nuestro edificio solar, pero indudablemente formados de la
misma manera, ordenados e instalados por las mismas causas y mantenidos por una
misma fuerza motriz que el sistema solar en su constitución.
Considerando estos sistemas estelares a su vez como eslabones de la gran cadena
de la naturaleza entera, tenemos tantos motivos como antes para concebirlos en una
relación mutua y en vinculaciones que debido a la ley de la primera formación que
rige en la naturaleza entera, constituyen un sistema nuevo, aún más grande, que por la
fuerza atractiva de un cuerpo de atracción incomparablemente más poderoso que
todos los anteriores, es dirigido desde el centro de su constitución regular. La
atracción que es la causa de la constitución sistemática entre las estrellas fijas de la
Vía láctea, conserva aun en la distancia de estos mismos sistemas mundiales una
fuerza suficiente para desviarlos de sus posiciones y hundir el mundo en un caos
inevitable, si no existiesen fuerzas impulsoras regularmente distribuidas que
contrarrestan la atracción y producen en combinación con ella aquella relación que es
la base de la constitución sistemática. La atracción es indudablemente una propiedad
de la materia tan difundida como lo es la coexistencia que crea el espacio al vincular
las substancias por mutuas dependencias, o mejor dicho, la atracción es precisamente
esta relación general que reúne las partes de la naturaleza en un espacio: por
consiguiente, ella se extiende por toda la dimensión del espacio hasta en todas las
lejanías de su inmensidad. Si desde estos lejanos sistemas llega hasta nosotros la luz
que sólo es un movimiento impreso, ¿no será entonces mucho más natural que la
atracción, aquella primera fuente de movimiento anterior a todo movimiento e
independiente de cualquier causa ajena, y que no puede ser detenida por ningún
obstáculo porque hasta durante el reposo general de la naturaleza lleva sus efectos al
interior de la materia sin ningún choque, no será más natural, repito, que la atracción
haya puesto en movimiento estos sistemas de estrellas fijas no obstante sus
inconmensurables distancias, cuando en la informe dispersión de su materia se
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iniciaron los primeros movimientos en la naturaleza, siendo la atracción, como hemos
visto en escala menor, la fuente de la relación sistemática y de la permanente
subsistencia de sus miembros que los protege contra la destrucción?
¿Pero cuál será finalmente el límite de las constituciones sistemáticas? ¿Dónde
terminará la creación misma? Para poder concebirla de acuerdo al poder del ser
infinito, es bien necesario que no tenga ningún límite. Una concepción que limita el
espacio de la manifestación del poder creador de Dios a una esfera trazada por el
radio de la Vía láctea, no es más adecuada a la inmensidad de este poder creador que
una concepción que quisiera limitar este espacio a una esfera de una pulgada de
diámetro. Todo lo que es finito, que tiene su límite y una determinada relación a la
unidad, se halla a una igual distancia de lo infinito. Sería incongruente poner en
movimiento a la deidad sólo con una parte infinitamente pequeña de su capacidad
creadora, y concebir que su fuerza infinita, tesoro de una verdadera
inconmensurabilidad de naturalezas y mundos, permanezca inactiva y encerrada en
una falta permanente de ejercicio. ¿No es más conveniente, mejor dicho, no es
necesario presentar la esencia de la Creación en la forma que debe tener para ser un
testimonio de aquel poder que por ninguna escala puede ser medido? Por esta causa,
el campo de la manifestación de los atributos divinos es tan infinito como lo son estos
mismos atributos[1]. La eternidad no es suficiente para abarcar los testimonios del Ser
Supremo, si no está acompañada por la inmensidad del espacio. Es cierto que la
formación, la forma, la belleza y la perfección son relaciones de las piezas
fundamentales y las substancias que constituyen la materia del universo, y lo notamos
por las disposiciones que la sabiduría de Dios toma todavía en todo tiempo; también
es lo más adecuado a ella que las relaciones se desarrollen por libre consecuencia de
las leyes generales que llevan impresas. Por ello, puede suponerse con buen
fundamento que la disposición e institución de los universos con las cantidades
existentes de materia elemental creada se haga paulatinamente en una sucesión de
tiempos. Pero la materia elemental misma, cuyas calidades y fuerzas son el
fundamento de todas las transformaciones, es una consecuencia inmediata de la
existencia divina, de manera que ella tuvo que ser a la vez tan rica y tan completa que
el desarrollo de sus composiciones en el transcurso de la eternidad podía extenderse
sobre un plano que incluye todo lo que puede ser, que no reconoce límite, en una
palabra que es infinito.
Por lo tanto, si la creación es infinita en el espacio, o por lo menos si lo ha sido
desde el comienzo por la materia, y si está dispuesta a llegar a serlo por la forma o la
formación, el espacio universal será animado con mundos sin número y sin fin. ¿Se
extenderá ahora aquella vinculación sistemática que antes hemos considerado en
todas las partes en especial, también al conjunto, reuniendo el universo entero, el todo
de la naturaleza, en un solo sistema por la conjunción de la atracción y de la fuerza
centrífuga? Yo digo que sí. Pues si sólo existiesen mundos separados que no tuviesen
entre ellos ninguna relación común a un todo, se podría pensar al aceptar esta cadena
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de eslabones como realmente infinita, que una exacta igualdad de la atracción que sus
partes ejercen desde todos los lados, protegería estos sistemas de la destrucción que
los amenaza la mutua atracción interna. Pero para ello haría falta una determinación
tan exactamente medida en las distancias establecidas de acuerdo a la atracción, que
la más mínima desviación causaría la destrucción del universo y entregaría los
sistemas al desorden, en plazos que, aun siendo largos, finalmente se cumplirían. Una
constitución universal que no se conserve sin un milagro, no tiene el carácter de
permanencia que es la característica de la elección de Dios; ésta se respetará pues
mucho más si se considera toda la creación como un solo sistema en el cual todos los
mundos y sistemas mundiales que llenan el inmenso espacio entero, se relacionan a
un centro común. Un cúmulo disperso de edificios mundiales, por grande que sean las
distancias que los separen, correría con una tendencia que nada obstaculiza, hacia la
ruina y la destrucción, si no hubiera movimientos sistemáticos que estableciesen
cierta disposición relacionada a un centro general que es el centro de atracción del
universo y el punto de apoyo de toda la naturaleza.
Alrededor de este centro general de caída de toda la naturaleza tanto formada
como informe, donde sin duda se halla el conglomerado de la mayor atracción que
abarca en su esfera de atracción todos los mundos y órdenes que el tiempo ha
producido y que la eternidad producirá, alrededor de este centro, digo, se puede
suponer con probabilidad que la naturaleza haya iniciado su formación y se halle la
más densa acumulación de sistemas, mientras que más lejos del centro se pierden en
la infinidad del espacio en grados cada vez mayores de dispersión. Esta regla podría
ser deducida de la analogía de nuestra estructura solar, y esta constitución puede
servir además para que en grandes distancias no sólo el cuerpo central general, sino
también todos los sistemas vecinos que giran alrededor de él, reúnen sus atracciones
en conjunto y las ejerzan como desde un solo conglomerado contra los sistemas de
las distancias aun mayores. Ello a su vez contribuirá para abarcar en un solo sistema
toda la naturaleza en todo lo ilimitado de su extensión.
Para investigar ahora el establecimiento de este sistema general de la naturaleza
de acuerdo a las leyes mecánicas de la materia que tiende a formarse, es necesario
que en el espacio ilimitado de la dispersa materia elemental en algún lugar haya
tenido la más densa acumulación, para que la formación que en este lugar se hizo con
preferencia, haya proporcionado al universo entero una masa que le sirviera de punto
de apoyo. Es cierto que en un espacio ilimitado ningún punto puede tener
propiamente el privilegio de llamarse el centro; pero por medio de cierta relación
fundada sobre los grados esenciales de densidad de la materia elemental y de acuerdo
a la cual esta materia, en el momento de ser creada, estaba más densamente
acumulada en determinado lugar y se dispersa en la medida de su distancia de este
lugar, bien puede tener este punto el privilegio de ser llamado el centro, y lo llegará a
ser en realidad porque en él se forma la masa central que posee la más fuerte
atracción, y hacia él va cayendo toda la restante materia elemental en estado de
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formación particular, de manera que, por más extensa que sea la zona de desarrollo de
la naturaleza, este punto central hace un solo sistema de todo el universo en la
ilimitada esfera de la creación.
Pero lo importante y lo que, si consigo el consentimiento, merece la máxima
atención, es que de acuerdo al orden de la naturaleza en este nuestro sistema, la
creación, o más bien la formación de la naturaleza se inicia primero en aquel centro y
se extiende en continuo progreso paulatinamente hacia todas las lejanas distancias,
para llenar el espacio infinito en el transcurso de la eternidad de mundos y sistemas.
Abandonémonos por un momento con íntimo placer a esta visión. No hallo nada que
pudiera levantar el espíritu del hombre a un asombro más noble, abriéndole una
perspectiva hacia el campo ilimitado de la omnipotencia, que esta parte de la teoría
que se refiere a la terminación sucesiva de la creación. Si se me admite que la materia
que es el elemento para la formación de todos los mundos, no ha estado dispersa en
todo el espacio infinito de la presencia divina en forma uniforme, sino de acuerdo a
cierta ley que bien puede haberse referido a la densidad de las partículas y de acuerdo
a la cual desde determinado punto como lugar de la más densa acumulación, la
dispersión de la materia elemental aumentó en la medida de la distancia de este
centro, entonces en el movimiento inicial de la naturaleza, la formación habrá
comenzado primero en este centro, y al progresar el tiempo, el espacio más amplio
habrá creado paulatinamente mundos y sistemas mundiales dotados de una
constitución sistemática que se relacionaba a él. Cada período finito cuya extensión
está relacionada a la magnitud de la obra a realizar, siempre llegará a formar sólo,
empezando en este centro, una esfera limitada; mientras tanto, la parte infinita
restante seguirá luchando con el desorden y el caos, quedando tanto más alejada del
estado de la formación perfecta cuanto mayor sea su distancia de la esfera de la
naturaleza ya formada. Por consiguiente, aun cuando desde el punto donde nos
hallamos en el universo sólo vemos un mundo que parece perfectamente formado y,
por decirlo así, un ejército infinito de órdenes mundiales sistemáticamente
relacionados, en realidad nos hallamos sólo en una cercanía del centro de toda la
naturaleza en la cual ésta ya se ha librado totalmente del caos y obtenida su
correspondiente perfección. Si pudiéramos pasar más allá de cierta esfera, veríamos
allí el caos y la dispersión de los elementos que en la medida en que están más cerca
del centro, abandonan parcialmente el estado bruto y se acercan a la perfección de la
formación, pero se pierden paulatinamente en la dispersión completa de acuerdo a los
grados de alejamiento. Veríamos como el espacio infinito de la presencia divina en el
cual se encuentra la reserva para todas las formaciones posibles de la naturaleza, se
halla sumido en silenciosa noche, lleno de materia que puede servir de elemento para
los mundos a formarse en el futuro, y de fuerzas motrices para ponerlos en
movimiento que con un débil impulso inician aquellos movimientos por los cuales la
infinidad de estos espacios desiertos será llenada alguna vez de vida. Puede ser que
haya transcurrido una serie de millones de años y siglos antes de que la esfera de la
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naturaleza formada en que nos hallamos, haya llegado a la perfección que ahora le es
propia, y puede ser que pasará otro período no menos largo hasta que la naturaleza dé
en el caos otro paso de la misma extensión, pero la esfera de la naturaleza formada
está ocupada incesantemente en extenderse. La creación no es la obra de un
momento. Después de haberse iniciado con la producción de una infinidad de
substancias y materias, continúa obrando con grados cada vez mayores de fertilidad
durante todo el transcurso de la eternidad. Pasarán millones y verdaderas montañas de
millones de siglos durante los cuales se formarán y llegarán a la perfección mundos y
sistemas mundiales cada vez renovados sucesivamente desde el centro de la
naturaleza en las lejanas distancias; no obstante la constitución sistemática que reina
entre sus partes, conseguirán una relación general al centro que por la fuerza de
atracción de su masa extraordinaria ha llegado a ser el primer punto de formación y el
centro de la creación. La infinidad de las épocas futuras que la eternidad producirá
inagotablemente, llenará de vida todos los espacios de la presencia divina y los
elevará paulatinamente a la regularidad que corresponde a la perfección de su
proyecto. Y si con atrevida concepción pudiéramos abarcar, para decirlo así, toda la
eternidad con un solo golpe de vista, podríamos ver también todo el espacio infinito
repleto de sistemas mundiales y acabada la creación. Pero como en realidad, de los
sucesivos períodos de la eternidad la parte futura es siempre ilimitada y la parte
pasada limitada, la esfera de la naturaleza formada es siempre sólo una parte
infinitamente pequeña de aquella esencia que lleva en sí el germen de mundos futuros
y trata de desarrollarse en períodos más o menos largos desde el estado bruto del
caos. La creación no será nunca terminada. Ha empezado una vez, pero nunca
terminará. Siempre está obrando para producir más escenas de la naturaleza, nuevas
cosas y nuevos mundos. La obra que realiza, está relacionada con el tiempo que gasta
en ella. No necesita nada menos que una eternidad para animar de mundos sin
número y sin término toda la ilimitada dimensión de los espacios infinitos. De la
creación se puede decir lo que el más augusto de los poetas alemanes escribe de la
eternidad:
VON HALLER.
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Causa no poca satisfacción divagar con la imaginación más allá del límite de la
creación terminada hacia el espacio del caos, y observar cómo la naturaleza medio
bruta en la cercanía de la esfera del mundo formado se pierde paulatinamente por
todos los grados y matices de la imperfección hacia todo el espacio no formado aún.
Pero se dirá que es un reprobable atrevimiento establecer una hipótesis y elogiarla
como tema de deleite intelectual que tal vez es demasiado arbitraria cuando se
pretende que la naturaleza sólo se halle formada en un espacio infinitamente pequeño
y que espacios infinitos están en lucha con el caos, para presentar en lo futuro
verdaderos ejércitos de mundos y sistemas mundiales con todo su correspondiente
orden y hermosura. No soy tan esclavo de las conclusiones que ofrece mi teoría, para
no reconocer que la suposición de la extensión sucesiva de la creación por los
espacios infinitos que abarcan la materia, no puede rehusar por completo que se le
reproche la falta de prueba. Sin embargo, espero de parte de aquellos que son capaces
de apreciar los grados de probabilidad, que no consideren este mapa de lo infinito,
aun cuando toque un tema que parece ser destinado a no ser nunca revelado a la razón
humana, sólo por este motivo como una pura fantasmagoría, máxime cuando se
puede invocar la ayuda de la analogía que ha de guiarnos en todos los casos en que la
razón carece del hilo de las pruebas infalibles.
Pero se puede también apoyar la analogía con argumentos aceptables, y la
compresión del lector, si puedo esperar tanto aplauso, podrá tal vez aumentarlos con
otros más importantes. Pues si se considera que la creación no lleva implícita el
carácter de permanencia, puesto que a la tendencia general de la atracción que obra
en todas sus partes, no opone una determinación tan general que pueda resistir a la
inclinación de la primera hacia la destrucción y el desorden, si no hubiese repartido
fuerzas de impulso que en combinación con la fuerza centrípeta imponen una
constitución sistemática general, es forzoso suponer un centro general de todo el
universo que mantiene reunidas todas sus partes en relación conjunta y hace de toda
la esencia de la naturaleza un solo sistema. Agregando a ello el concepto de la
formación de los cuerpos siderales de la materia elemental dispersa tal como lo
hemos presentado anteriormente, pero limitándolo ahora no a un sistema especial,
sino extendiéndolo por la naturaleza entera, es forzoso imaginarse una tal distribución
de la materia elemental en el espacio del caos original que en forma natural implique
un centro de toda la creación, para que en él pueda ser concentrada la masa en
formación que en su esfera abarca la naturaleza entera y estableciera la relación
global por la cual todos los mundos constituyen un solo edificio. Pero difícilmente
puede ser imaginada en el espacio infinito otra forma de distribución de la materia
elemental que fijaría un verdadero punto central de caída para toda la naturaleza, que
aquella en que la materia está repartida de acuerdo a una ley de la dispersión
progresiva desde este punto hasta todas las lejanas distancias. Esta ley establece
también una diferencia en el tiempo que un sistema necesita en las distintas regiones
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del espacio infinito para llegar a la plenitud de su formación, de manera que este
período es tanto más breve cuanto más cerca se halla el lugar de formación de un
sistema mundial del centro de la creación, porque allí los elementos de la creación
están más densamente acumulados, mientras necesita un tiempo tanto mayor cuanto
más grande sea la distancia, porque las partículas están allá más dispersas y se
congregan más tarde para la formación.
Si se considera toda la hipótesis que presento en toda la extensión tanto de lo que
ya he dicho como de lo que me queda por decir, la audacia de sus postulados no ha de
parecer, al menos, incapaz de ser excusada. La tendencia inevitable que cada edificio
mundial llegado a la perfección tiene para acercarse paulatinamente a su ocaso, puede
ser considerada como uno de los argumentos que pueden probar que en cambio, el
universo hará nacer mundos en otras regiones para compensar la falta que ha sufrido
en un lugar. Todo el sector de la naturaleza que conocemos, aun cuando es sólo un
átomo en relación a lo que queda oculto por encima o por debajo de nuestro
horizonte, confirma sin embargo esta fertilidad de la naturaleza que es ilimitada
porque no es otra cosa que el ejercicio de la omnipotencia divina misma.
Innumerables animales y plantas son destruidas diariamente y son una víctima de la
transitoriedad; pero no menor es la cantidad que la naturaleza gracias a un inagotado
poder creador produce en otros lugares, llenando el vacío. Considerables partes de la
tierra que habitamos, se hunden nuevamente en el mar del cual los había sacado un
período favorable; pero en otros lugares, la naturaleza reemplaza la falta y produce
otras regiones, ocultas antes en la profundidad del agua, para distribuir sobre ellas
nuevas riquezas de su fertilidad. De la misma manera perecen mundos y sistemas
mundiales y son tragados por el abismo de las eternidades; en cambio, la creación
está obrando continuamente para realizar nuevas formaciones en otras regiones del
cielo y reemplazar con ventaja la pérdida.
No debemos asombrarnos de admitir algo perecedero en lo grande de las obras de
Dios. Todo lo que es limitado, que tiene un comienzo y origen, lleva impresa la
marca de su naturaleza limitada; debe perecer y tener un fin. La duración de una
estructura mundial lleva en sí, gracias a la perfección de su formación, una duración
que se acerca a nuestros conceptos de una duración infinita. Tal vez no bastarán
miles, tal vez ni siquiera millones de siglos para destruirla; pero como la vanidad que
acompaña las naturalezas limitadas, trabaja permanentemente en su destrucción, la
eternidad incluirá todos los períodos posibles para conducir finalmente por una
progresiva decadencia hacia el momento de su destrucción. Newton que tanto
admiraba los atributos de Dios en la perfección de sus obras y reunía a la más
profunda comprensión de la perfección de la naturaleza la máxima veneración frente
a la manifestación de la omnipotencia divina, se vio obligado a anunciar a la
naturaleza su destrucción a causa de la inclinación natural hacia ésta que tiene la
mecánica de los movimientos. Si una constitución sistemática, gracias a la
consecuencia principal de su estado perecedero se acerca en grandes períodos por la
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más mínima parte que pueda ser imaginada, al estado de su perturbación, entonces
debe existir en el infinito transcurso de la eternidad algún punto en que esta paulatina
reducción de velocidad habrá agotado todo movimiento.
Pero no debemos lamentar la destrucción de un edificio mundial como una
verdadera pérdida de la naturaleza. Ella demuestra su riqueza por una especie de
prodigalidad que, aun cuando algunas partes pagan el tributo a la destrucción, se
conserva indemne en toda la extensión de su perfección por infinitas nuevas
creaciones. ¡Qué inmensa cantidad de flores e insectos destruye un solo día frío!
¡Pero cuán poco notamos su falta, no obstante tratarse de espléndidas obras de arte de
la naturaleza y pruebas de la omnipotencia divina! En otro lugar, esta pérdida es
reemplazada con creces. El hombre que parece ser la obra maestra de la creación, no
está exento de esta ley. La naturaleza demuestra que es tan rica y tan inagotable en la
creación de lo más perfecto entre las criaturas como de lo más insignificante, y que
hasta su destrucción es un matiz necesario en la variedad de sus soles puesto que su
creación no le cuesta nada. Los efectos nocivos del aire contaminado, los sismos, las
inundaciones exterminan pueblos enteros de la superficie; pero no parece que la
naturaleza haya sufrido por ello una desventaja. De la misma manera, mundos y
sistemas enteros salen del escenario después de haber terminado su papel. La
infinidad de la creación es lo suficientemente grande para que en relación a ella se
pueda considerar un mundo o una Vía láctea de mundos como se considera una flor o
un insecto en relación a la tierra. Mientras la naturaleza decora la eternidad con
escenarios distintos, Dios continúa obrando en una incesante creación para formar la
materia para otros mundos aun mayores.
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perecer, no constituye para ello el menor impedimento, pues todo lo que es grande se
hace pequeño y hasta se reduce a un punto cuando se lo compara con lo infinito que
representará la creación en el espacio ilimitado por todo el transcurso de la eternidad.
Parece que este fin predestinado a los mundos como a todas las cosas de la
naturaleza, está sometido a cierta ley cuya consideración contribuye a hacer plausible
la teoría. De acuerdo a esta ley, el fin comienza a producirse en aquellos cuerpos
siderales que se hallan más cerca del centro del universo, tal como la creación y
formación se han iniciado cerca de este centro. De allí, la perdición y la destrucción
se extienden progresivamente hacia las distancias más lejanas, para hundir finalmente
todo el mundo que ha concluido su período, en un solo caos, al hacer que cesen
paulatinamente los movimientos. Por otra parte, la naturaleza está obrando
incesantemente en el límite opuesto del mundo formado para formar mundos de la
materia bruta de los elementos dispersos, y mientras en el lado junto al centro
envejece, en el otro lado es joven y fértil en nuevas creaciones. El mundo formado se
halla por lo tanto limitado en el medio entre las ruinas del mundo destruido y el caos
de la naturaleza no formada, y si nos imaginamos, como es probable, que un mundo
llegado a la perfección pueda durar un tiempo mayor del que hizo falta para su
formación, entonces aumentará el volumen del universo en general pese a todas las
destrucciones que la transitoriedad causa incesantemente.
Admitiendo finalmente otra idea que es tan probable como conveniente a la
constitución de las obras divinas, se aumentará la satisfacción que esta descripción de
las variaciones de la naturaleza produce, al máximo grado del placer. ¿No podremos
suponer que la naturaleza que era capaz de desarrollarse desde el caos hacia un orden
regular y un sistema adecuado, tenga también habilidad para restaurarse con la misma
facilidad del caos en que la disminución de sus movimientos la ha hundido, y renovar
la primera vinculación? ¿No será posible que los resortes que transmitieron el
movimiento y el orden a la materia dispersa, sirvan también en el estado inmóvil en
que quedaron al pararse la máquina, para entrar nuevamente en función por la
influencia de fuerzas más amplias, y para llevarse a la concordancia de acuerdo a las
mismas reglas que hicieron posible la formación original? No se vacilará largo
tiempo para admitirlo si se considera que, después que la lentitud final de las
revoluciones en la estructura mundial haya arrojado todos los planetas y cometas
sobre el sol, éste debe sufrir un inconmensurable aumento de su calor por la mezcla
de tantos y tan grandes conglomerados, máxime porque los globos más lejanos de
nuestro sistema solar contienen, de acuerdo a la teoría que antes demostramos, la
materia más liviana y combustible de toda la naturaleza. Este fuego llevado a la
máxima violencia por el nuevo alimento y la más fugaz materia, no sólo disolverá sin
duda todo nuevamente en los más pequeños elementos, sino también los extenderá de
esta manera con una fuerza expansiva adecuada al calor y con una velocidad no
debilitada por ninguna resistencia del espacio intermedio, y los dispersará por estos
mismos vastos espacios que habían ocupado antes de la primera formación de la
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naturaleza. Una vez mitigada la violencia del fuego central por una dispersión casi
completa de su masa, por la relación de las fuerzas de atracción y repulsión se
repetirán las antiguas creaciones y los movimientos sistemáticamente relacionados
con no menor regularidad, presentando así un nuevo edificio mundial. Cuando de esta
manera un determinado sistema planetario ha llegado a la ruina y se ha restaurado de
ella por fuerzas esenciales, y cuando tal vez haya repetido este juego más de una vez,
entonces se acercará finalmente el período que de la misma manera reunirá en un
caos debido a la decadencia de sus movimientos el sistema grande del que las
estrellas fijas forman parte. Aquí se dudará aún menos que la conjunción de una
cantidad tan ilimitada de fuegos como lo son los soles ardientes junto con el séquito
de los planetas, dispersará la materia de sus masas, disuelta por el calor inconcebible,
a través del antiguo espacio de su esfera de formación, donde servirá de materia para
nuevas formaciones por medio de las mismas leyes mecánicas y llenará nuevamente
el espacio desierto con mundos y sistemas. Y cuando seguimos este fénix de la
naturaleza que sólo se quema para resurgir rejuvenecido de su ceniza, a través de toda
la infinidad de los tiempos y los espacios; cuando vemos cómo la naturaleza hasta en
la región donde decae y envejece, es inagotable en la creación de nuevos escenarios y
progresa en el límite opuesto de la creación, en el espacio de la informe materia bruta,
con paso continuado para propagar el plan de la manifestación divina, entonces el
espíritu que considera todo esto, se hunde en un profundo asombro; pero todavía no
satisfecho con este tema tan grandioso cuya transitoriedad no basta para contentar el
alma, desea conocer de cerca aquel ser cuya sabiduría y cuya magnitud son la fuente
de aquella luz que se extiende sobre toda la naturaleza como desde un centro. Con
cuánta devoción deberá mirar el alma hasta su propio ser al considerar que ella ha de
sobrevivir a todas estas transformaciones, y de sí misma puede decir lo que el poeta
filósofo dice de la eternidad:
¡Oh alma feliz cuando bajo el tumulto de los elementos y las ruinas de la
naturaleza se ve siempre colocada a una altura desde la cual puede ver las
destrucciones causadas a las cosas del mundo por la caducidad de todo, como
desfilando bajo sus pies! Felicidad que la razón ni siquiera puede atreverse a desear, y
que la revelación divina nos enseña que podemos esperar con convicción. Y cuando
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en el momento destinado a la transformación de nuestro ser, habrán caído las
ligaduras que nos mantienen atados a la vanidad de las criaturas, entonces el espíritu
inmortal, libre de la dependencia de cosas finitas, hallará el goce de la verdadera
felicidad en la unión con el Ser infinito. La naturaleza entera que tiene una relación
armónica general con la justa satisfacción de la divinidad, sólo puede llenar de
permanente contento aquella criatura razonable que se halla unida a esta fuente inicial
de toda perfección. Vista desde este centro, la naturaleza mostrará de todos lados
nada más que seguridad y decencia. Las escenas variables de la naturaleza no tienen
poder para perturbar el estado reposado de felicidad de un espíritu que una vez se
haya elevado a esta altura. Al pregustar este estado en una dulce esperanza, puede
ejercitar su boca en aquellos himnos laudatorios de los cuales han de resonar todas las
eternidades:
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APÉNDICE AL CAPÍTULO VII
TEORÍA GENERAL E HISTORIA DEL SOL
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livianas y fugaces sirve también para predisponer al cuerpo central para el fuego más
violento que debe arder y ser mantenido en su superficie. Porque sabemos que el
fuego en cuyo alimento se hallan mezcladas materias densas con otras fugaces,
aventaja en violencia aquellas llamas que sólo son mantenidas por las especies
livianas. Y esta mezcla de algunas especies pesadas con otras más livianas es una
consecuencia necesaria de nuestra teoría de la formación de los cuerpos siderales y
tiene además la ventaja que la violencia del fuego no dispersa en forma repentina la
materia combustible de la superficie y que ésta es alimentada en forma paulatina y
continua por la afluencia de alimento desde el interior.
Solucionada así la cuestión de porqué el cuerpo central de un gran sistema sideral
es un globo ardiente, es decir un sol, no parece superfluo seguir ocupándose algún
tiempo de este tema y de explorar el estado de este cuerpo con diligente examen,
máxime porque las suposiciones pueden ser deducidas en este caso de argumentos
más valiosos que lo suelen ser por lo general en las exploraciones del estado de
cuerpos siderales lejanos.
En primer lugar, establezco que no se puede dudar de que el sol sea en realidad un
cuerpo ardiente y no una masa calentada hasta el grado extremo de materia fundida e
incandescente, tal como algunos han querido concluir a causa de ciertas dificultades
que han encontrado en la primera suposición. Pues considerando que un fuego
llameante tiene ante cualquier otra clase de calor la esencial ventaja de que, para
decirlo así, tiene su origen en sí mismo y, en vez de disminuir o agotarse por la
propagación, recibe precisamente de ella mayor fuerza y violencia, exigiendo pues
sólo materia y alimento para conservarse y durar permanentemente; y considerando
además que el ardor de una masa calentada hasta el grado extremo es sólo un estado
pasivo que disminuye incesantemente por el contacto de la materia afectada y carece
de fuerzas propias para propagarse desde un pequeño foco o de revivir después de
una disminución, considerando, repito, todo ello y dejando a un lado los otros
argumentos, se evidencia ya suficientemente que según toda probabilidad debe
atribuirse aquella calidad al sol, fuente de la luz y del calor en cualquier sistema
mundial.
Si el sol, o los soles en general, son globos ardientes, la primera característica de
su superficie que se puede derivar de este hecho, es que en ellas debe existir el aire,
puesto que sin aire no arde ningún fuego. Esta circunstancia da motivo a notables
conclusiones. Pues poniendo primero la atmósfera del sol y su peso en relación al
conglomerado del sol, ¿en qué grado de compresión no estará este aire, y cuánto
poder no tendrá precisamente por ello para mantener con su fuerza elástica los más
violentos grados del fuego? En esta atmósfera se levantan también, según puede
suponerse, las columnas de humo de las materias disueltas por la llama, las que sin
ninguna duda abarcan una mezcla de partículas gruesas y más livianas que,
levantadas a una altura en que reina un aire que para ellas es fresco, se precipitan en
pesadas lluvias de brea y azufre, dando nuevo alimento a la llama. Esta misma
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atmósfera por causas iguales que la de nuestra tierra, no se halla libre de los
movimientos de los vientos que según toda apariencia deben superar en violencia
cualquier grado que la imaginación pueda representarse. Cuando alguna zona en la
superficie del sol, sea a causa de la fuerza asfixiante de los vapores que estallan, sea
por una escasa afluencia de materias combustibles ve reducida la violencia de las
llamas, el aire que se halla encima de ella se enfría algo y al contraerse permite al aire
de la zona vecina a penetrar en su espacio con una fuerza correspondiente al exceso
de su tensión, reavivando así la llama extinguida.
Sin embargo, toda llama gasta siempre mucho aire, y no existe duda de que la
elasticidad del elemento aéreo líquido que rodea el sol, ha de sufrir no poca
desventaja dentro de algún tiempo. Aplicando en escala grande lo que el Señor Hales
ha demostrado sobre este punto por medio de cuidadosos experimentos con respecto
a nuestra atmósfera, habrá que considerar la permanente tendencia de las partículas
de humo que salen de la llama a destruir la elasticidad de la atmósfera solar, como un
problema central cuya solución ofrece dificultades. Pues como la llama que arde
sobre toda la superficie del sol se priva a sí misma del aire que les es indispensable
para arder, el sol está en peligro de extinguirse cuando la mayor parte de su atmósfera
haya sido gastada. Es cierto que el fuego produce también aire por la disolución de
ciertas materias, pero los experimentos demuestran que siempre se gasta más de lo
que se produce. También es cierto que cuando una parte del fuego solar bajo los
vapores asfixiantes es privado del aire que sirve para conservarlo, habrá violentas
tempestades, según dijimos, que tratarán de disiparlos y alejarlos. Pero en general, la
renovación de aquel elemento necesario sólo podrá ser comprendida considerando
que el calor de un fuego llameante que casi únicamente se dirige hacia arriba y
apenas hacia abajo, al ser ahogado por la causa indicada dirige su violencia contra el
interior del cuerpo solar y obliga sus profundos abismos a dejar salir el aire encerrado
en sus cavidades, dando nuevo alimento al fuego, y suponiendo además con una
libertad que un tema tan desconocido permite, que en estas entrañas del sol haya
principalmente materias que, como el salitre, son inagotables en aire elástico. De esta
manera, el fuego solar no podrá carecer durante períodos extremadamente largos de
la afluencia de un aire continuadamente renovado.
Con todo, las evidentes características de lo perecedero aparecen también en este
inapreciable fuego que la naturaleza ha implantado como antorcha del mundo. Vendrá
un tiempo en que estará apagada. La disminución de las materias más fugaces y
sutiles que dispersas por la violencia del fuego no vuelven jamás y aumentan la
materia de la luz zodiacal, la acumulación de materias incombustibles y quemadas,
por ejemplo de la ceniza en la superficie, finalmente también la falta de aire pondrán
al sol un término en que su llama se apagará y su lugar que ahora sirve como centro
de la luz y la vida a todo un edificio mundial, lo ocuparán eternas tinieblas. La
tendencia alternativa de su fuego a reavivarse al abrirse nuevos abismos con lo cual
se restaura tal vez varias veces antes de su fin, podrían ser una explicación de la
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desaparición y reaparición de algunas estrellas fijas. Se trataría de soles que se
hallasen cerca de la extinción y tratasen de resurgir algunas veces de sus cenizas.
Merezca o no aplauso esta explicación, siempre ha de ser aceptada esta consideración
para comprender que siendo la perfección de todos los sistemas mundiales de una
manera u otra amenazada de una inevitable ruina, la tendencia de la instalación
mecánica no ofrecerá dificultad a la mencionada ley de su ruina y sólo se hace
aceptable porque en su misma mezcla con el caos lleva el germen de la renovación.
Finalmente, permítasenos presentar a la imaginación como cerca de un objeto tan
milagrosamente extraño como lo es un sol ardiente. De un solo golpe de vista se ven
dilatados lagos de fuego que levantan sus llamas hacia el cielo; furiosas tempestades
cuya vehemencia duplica la violencia de las primeras que al hacerlos desbordarse
sobre sus orillas ora cubren las regiones descollantes de este cuerpo sideral ora los
hacen recaer en sus límites; rocas calcinadas que destacan sus horrorosas crestas por
encima de los abismos de llama y cuya sumersión o reaparición en el oleaje de los
elementos de fuego producen la alternativa aparición y desaparición de las manchas
solares; espesos vapores que ahogan el fuego y que, levantados por la fuerza de los
vientos forman oscuras nubes que se precipitan nuevamente como lluvias de fuego y
caen desde las alturas de la tierra firme del sol[1] en los valles llameantes; el
estrepitoso explotar de los elementos, los escombros de materias quemadas, y la
naturaleza luchando con la destrucción, pero produciendo hasta en el más ominoso
estado de su perturbación la belleza del mundo y el beneficio de las criaturas.
Si los centros de todos los grandes sistemas mundiales son cuerpos ardientes, con
mayor razón se puede suponer lo mismo del cuerpo central de aquel inmenso sistema
que forman las estrellas fijas. Pero este cuerpo cuya masa debe estar relacionada a la
magnitud de su sistema, ¿no se destacaría ante los ojos, si fuera un cuerpo de luz
propia o un sol, con extraordinario brillo y tamaño? Sin embargo, no vemos lucir en
el ejército celeste ninguna estrella fija que se distinga especialmente. En realidad, no
debe extrañarnos que no sea así. Pues aun cuando superase 10.000 veces nuestro sol
en magnitud y si supiese su distancia 100 veces mayor que la de Sirio, no podría
aparecer con mayor tamaño y brillo que este.
Pero tal vez sea reservado a los tiempos futuros descubrir algún día, al menos, la
región donde se halla el centro[2] del sistema de las estrellas fijas al que pertenece
nuestro Sol, o hasta terminar donde habría que ubicar el cuerpo central del universo
hacia el cual tienden todas sus partes en uniforme caída. De qué carácter sería esta
pieza fundamental de toda la creación y qué se hallaría en él, lo dejamos que lo
determine el Señor Wright de Durham quien, llevado por un entusiasmo fanático, ha
elevado en este lugar feliz como sobre un trono de la naturaleza entera un vigoroso
ser de la estirpe de los dioses, dotado de fuerzas espirituales de atracción y repulsión,
que operando en una ilimitada esfera atraería hacia sí toda virtud, rechazando en
cambio los vicios. Ya hemos dado demasiada libertad a la audacia de nuestras
suposiciones para dejarles la rienda suelta hasta llegar a imaginaciones arbitrarias. La
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deidad está igualmente presente en todas las partes de la infinidad del espacio
universal entero; está igualmente cercana en todas las partes donde hay naturalezas
capaces de elevarse sobre la dependencia de las criaturas hasta la comunidad del Ser
Supremo. Toda la creación está compenetrada de sus fuerzas, pero sólo aquel que
consigue liberarse de la criatura y que es suficientemente noble para comprender que,
únicamente en el goce de esta fuente de perfección hay que buscar el más alto grado
de la felicidad, es capaz de encontrarse más cerca de cualquier otra cosa en toda la
naturaleza a aquel verdadero punto de relación de toda perfección. Pero si, aun sin
participar de la imaginación entusiasta del inglés, debiera emitir una suposición sobre
los distintos grados del mundo de los espíritus de acuerdo a la relación física de sus
lugares de residencia con respecto al centro de la creación, buscaría con mayor
probabilidad las clases más perfectas de seres razonables más bien lejos de este
centro que cerca de él. La perfección de criaturas dotadas de razón en cuanto depende
de la calidad de la materia a cuya combinación se hallan limitadas, está íntimamente
relacionada con la fineza de la materia cuya influencia determina a aquellas criaturas
en su percepción del mundo y en su acción en él. La inercia y la resistencia de la
materia limita demasiado la libertad de los seres espirituales para la acción y para la
clara percepción de cosas exteriores y embota sus capacidades al no obedecer a sus
movimientos con la debida facilidad. Por lo tanto, si cerca del centro de la naturaleza,
como es probable, suponemos las especies más densas y pesadas de la materia y en
cambio, de acuerdo a la analogía que reina en nuestro edificio mundial, en las
distancias mayores los grados progresivos de fineza y liviandad, la conclusión es
evidente. Los seres razonables cuyo lugar de formación y permanencia se halla más
cerca del centro de la creación, están hundidos en una materia espesa e inmóvil que
mantiene encerradas sus fuerzas en una inercia insuperable y carece en el mismo
grado de la capacidad para transmitirles y comunicarles con la debida claridad las
impresiones del universo. Por lo tanto, estos seres razonables deberán ser contados en
la clase inferior; en cambio, con la distancia del centro común crecerá en escala
permanente la perfección de este mundo espiritual que descansa sobre la mutua
dependencia del mismo de la materia. En la región más baja en relación a este punto
de caída habrá que colocar por consiguiente las familias más imperfectas y malas de
naturalezas razonables, y hacia allá es donde la calidad de los seres con todos los
matices de la disminución se va perdiendo finalmente en la falta absoluta de la
reflexión y del pensamiento. En efecto, considerando que el centro de la naturaleza es
al mismo tiempo el comienzo de su formación de la materia bruta y su límite con el
caos, agregando que la perfección de seres espirituales, si bien tiene un límite
extremo de su comienzo donde sus capacidades tocan la irracionalidad, no tiene
límites de la continuación sobre los que no podría elevarse, si no encuentra hacía este
lado una absoluta inmensidad, entonces será necesario, si existiera una ley por la cual
las residencias de las criaturas razonables están distribuidas según el orden de su
relación al centro común, ubicar la familia más baja e imperfecta que constituye algo
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como el comienzo de la especie del mundo espiritual, en aquel lugar que puede ser
llamado comienzo de todo el universo, para llenar junto con éste en la misma
progresión todas las inmensidades del tiempo y de los espacios con grados
ilimitadamente crecientes de la perfección de la capacidad razonadora e ir
acercándose paulatinamente al fin de la más alta perfección, es decir a la deidad, pero
sin poder alcanzarlo jamás.
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CAPÍTULO VIII
PRUEBA GENERAL DE LA EXACTITUD DE UNA TEORÍA
MECÁNICA, DEL ORDEN UNIVERSAL EN GENERAL, Y
ESPECIALMENTE DE LA CERTEZA CON RESPECTO A LA
PRESENTE TEORÍA
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desorden, y la coincidencia de todas para el bien que trasluce en la constitución de la
naturaleza indica la mano inmediata de Dios, habrá que convertir forzosamente toda
la naturaleza en milagros. El hermoso arco iris que aparece en las gotas de lluvia
cuando dispersan los colores de la luz solar toda su belleza, la lluvia con sus
beneficios, los vientos con la indispensable ayuda que de infinitas maneras prestan a
las necesidades humanas, en una palabra todas las transformaciones del mundo que
traen con ellas la conveniencia y el orden, no podrán ser deducidas de las fuerzas
innatas de la materia. La empresa de los naturalistas que se han dedicado a esta clase
de filosofía, tendrá que pedir solemnemente la absolución ante el tribunal de la
religión. En efecto, entonces ya no habrá naturaleza; sólo un dios por medio de una
máquina producirá las transformaciones del mundo. Pero este extraño medio de
demostrar la certeza del Ser Supremo por medio de la incapacidad esencial de la
naturaleza, ¿qué efecto tendrá para convencer al epicúreo? Si las naturalezas de las
cosas no producen por las leyes eternas de su ser otra cosa que desorden e
incongruencia, demostrarán por ello mismo el carácter de su independencia de Dios,
y ¿qué concepto merecerá una deidad a la cual las leyes generales de la naturaleza
sólo obedecen gracias a una especie de obligación forzada, mientras por ellas mismas
se oponen a sus más sabios designios? ¿No ganará el enemigo de la providencia
tantas victorias sobre estos falsos principios como podrá comprobar coincidencias
producidas sin ningún límite especial por las leyes generales de la naturaleza? ¿Y
podrá carecer de ejemplos de esta clase? En cambio, aceptemos la siguiente
conclusión más conveniente y exacta: La naturaleza, abandonada a sus calidades
generales, es fecunda en meros frutos bellos y perfectos que demuestran
coincidencias y eficacia no sólo entre ellos, sino también, en toda la extensión de su
ser, armonizan con el beneficio del hombre y la glorificación de las calidades divinas.
De ello se concluye que sus calidades esenciales no pueden tener necesidades
independientes, sino que deben tener su origen en una sola razón como base y fuente
de todos los seres y en la cual han sido proyectadas bajo relaciones comunes. Todo lo
que entre sí se relaciona en una mutua armonía, ha de estar ligado entre sí en un solo
ser del cual depende en su totalidad. Por consiguiente, existe un ser de todos los
seres, una razón infinita y una sabiduría autónoma de donde hasta en su sola
posibilidad la naturaleza deriva su origen en toda la esencia de las determinaciones.
Ahora ya no se puede negar la capacidad de la naturaleza, porque ello menoscabaría
la existencia de un Ser Supremo; cuanto más perfecta sea en sus desarrollos, cuanto
mejor conduzca sus leyes generales hacia el orden y la coincidencia, tanto mejor
prueba es ella de la deidad de la cual deriva estas condiciones. Sus productos dejan de
ser efectos del azar y consecuencias de la casualidad; todo emana de ella de acuerdo a
leyes inmutables que han de representar siempre algo conveniente porque éstas son
meros rasgos del más sabio proyecto en el cual no cabe el desorden. No la casual
concurrencia de los átomos de Lucrecio ha formado el mundo; fuerzas innatas y leyes
que tienen por fuente la razón más sabia, han sido el origen inmutable de aquel orden
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que debía derivarse de ellas no al azar, sino de una manera necesaria.
Si conseguimos pues, deshacernos de un viejo e infundado prejuicio y de una
cómoda filosofía que bajo la cara de la devoción trata de ocultar una indolente
ignorancia, espero fundar sobre argumentos irrefutables una convicción segura:
primero, la que el mundo reconoce como origen de su constitución un desarrollo
mecánico derivado de las leyes generales de la naturaleza; y segundo, que la forma
de la creación mecánica que hemos presentado, es la verdadera. Para juzgar si la
naturaleza tiene suficientes facultades para producir la constitución del universo por
una consecuencia mecánica de sus leyes de movimientos, hay que considerar antes
cuán sencillos son los movimientos que observan los cuerpos siderales, y que no
incluyen nada que exigiría una determinación más exacta que la que traen consigo las
reglas generales de las fuerzas naturales. Los movimientos de revolución consisten en
la combinación de la fuerza de caída que es una determinada consecuencia de las
calidades de la materia, y del movimiento de impulso que puede ser considerado
como un efecto de la primera por ser una velocidad alcanzada por la caída que sólo
necesitaba una determinada causa para desviarse lateralmente de la caída vertical.
Una vez alcanzada la determinación de estos movimientos, ya nada más hace falta
para mantenerlos para siempre. Continúan en el espacio vacío por la combinación de
la fuerza impulsora una vez impresa, con la atracción que emana de las fuerzas
esenciales de la naturaleza, y no sufren en adelante ninguna trasformación. Las solas
analogías en la coincidencia de estos movimientos demuestran la realidad de un
origen mecánico con tanta evidencia que ya no es posible ponerlo en duda porque:
1) estos movimientos tienen una dirección totalmente uniforme, de manera que de
seis planetas principales y diez satélites tanto en el movimiento de revolución como
en sus rotaciones alrededor del eje no hay ni uno solo que se moviese en otra
dirección que en la de occidente a oriente. Estas direcciones son además tan
coincidentes que sólo se desvían poco de un plano común, y este plano al cual todo
está relacionado, es el plano ecuatorial del cuerpo que en el centro de todo el sistema
gira en esta misma dirección alrededor de su eje y que, debido a su especial atracción,
ha llegado a ser el punto de relación de todos los movimientos y ha debido por
consiguiente participar de ellos tan exactamente como fuera posible. Una prueba de
que todos los movimientos han nacido y han sido determinados de una manera
mecánica concordante con las leyes generales de la naturaleza, y que la causa que, o
imprimía u ordenaba los movimientos laterales, ha dominado en todo el espacio del
edificio planetario y obedece en él a las leyes que observa la materia comprendida en
un espacio uniformemente movido, lo constituye el hecho de que los diversos
movimientos toman finalmente una sola dirección y se relacionan tan exactamente
como es posible a un solo plano.
2) las velocidades son tales como deben ser en un espacio donde la fuerza motriz
se halla en el centro, es decir, disminuyen progresivamente a medida que la distancia
de él aumenta, y se pierden en la máxima lejanía en un total debilitamiento del
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movimiento que sólo da una inclinación lateral muy escasa a la caída vertical. Desde
Mercurio que tiene la mayor fuerza de impulso, vemos disminuirla gradualmente
hasta llegar a ser en el más extremo cometa tan pequeña como puede ser para no caer
justamente sobre el sol. No se puede alegar que esto lo exigen las reglas de los
movimientos centrales y circulares y que en la mayor cercanía del centro de la caída
general debe haber la mayor velocidad de revolución, pues, ¿por qué deben tener
órbitas exactamente circulares precisamente los cuerpos siderales que se hallan cerca
del centro? ¿Por qué no son muy excéntricas las más cercanas, y circulares las más
lejanas? O más bien, como todas difieren de esta estricta exactitud geométrica, ¿por
qué aumenta esta desviación con la distancia? ¿No indican estas condiciones el punto
hacia el cual originariamente había concurrido todo movimiento, y alrededor del cual
varían en mayor grado según su proximidad, antes que otras causas determinantes
han transformado sus direcciones en las actuales?
Pero si se quiere exceptuar la constitución del edificio mundial y el origen de los
movimientos de las leyes generales de la naturaleza para atribuirlos a la acción
inmediata de Dios, se notará muy pronto que las analogías citadas desmienten
evidentemente este concepto. Porque en lo que respecta en primer lugar a la uniforme
coincidencia de las direcciones, es manifiesto que no hay causa por la cual los
cuerpos siderales deban realizar sus revoluciones precisamente hacia una sola
dirección si no fuera que el mecanismo de su formación los hubiera determinado a
ello. Porque el espacio en que giran es infinitamente poco resistente y no limita sus
movimientos ni hacia un lado ni hacia el otro; por lo tanto, la elección de Dios no se
limitaría sin motivo alguno a una sola determinación, sino se mostraría con mayor
libertad en diversas variaciones y diferencias. Más aun: ¿por qué las órbitas de los
planetas están relacionadas tan exactamente a un plano común, a saber al plano
ecuatorial de aquel cuerpo grande que en el centro de todo movimiento dirige sus
revoluciones? Esta analogía, en vez de evidenciar una causa de la conveniencia, es
más bien el motivo de cierta perturbación que quedaría eliminada por una libre
desviación de las órbitas, porque las atracciones de los planetas estorban ahora en
cierta manera la uniformidad de sus movimientos, mientras no se obstaculizarían en
lo más mínimo si no se relacionasen tan exactamente a un plano común.
Más aún que en todas estas analogías se muestra el más evidente indicio de la
mano de la naturaleza en la falta de la más exacta determinación en aquellas
condiciones que había tratado de alcanzar. Si lo mejor fuese que las órbitas
planetarias estuviesen ubicadas casi sobre un plano común, ¿por qué no lo son con
absoluta exactitud? ¿Y por qué quedó una parte de aquella desviación que ha debido
ser evitada? Si los planetas cercanos a la órbita del Sol han recibido la cantidad de
impulso necesario para equilibrar la atracción, ¿por qué falta algo a esta perfecta
igualdad? ¿Y por qué no son perfectamente circulares sus órbitas, si sólo el más sabio
designio, apoyado por el máximo poder, ha tratado de producir esta determinación?
¿No se ve claramente que aquella causa que ha fijado las órbitas de los cuerpos
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siderales al tratar de ubicarlas sobre un plano común, no ha podido alcanzarlo
completamente, y también que la fuerza que dominaba en todo el espacio celeste
cuando toda la materia formada ahora en globos recibía su velocidad giratoria, ha
tratado cerca del centro de equilibrarla con la atracción, pero no ha podido alcanzar la
perfecta exactitud? ¿No se conoce en ello el procedimiento ordinario de la naturaleza
que la intervención de variadas cooperaciones siempre es desviado de la
determinación exactamente medida?; ¿y se encontrarán únicamente en los designios
finales de la suprema voluntad que lo manda así inmediatamente, las causas de este
estado de cosas? Sin demostrar obstinación no se puede negar que la famosa
explicación según la cual las calidades naturales indican los motivos por medio de los
beneficios que de ellas se derivan, no cumple en este caso la prueba esperada. En
relación al beneficio que de ello tendría el mundo, era por cierto indiferente del todo
si las órbitas planetarias son perfectamente circulares o si son un poco excéntricas; si
coinciden totalmente con el plano de sus relaciones generales o si se desvían un poco
de él; pero si era necesario estar limitado a esta clase de coincidencias, era mejor
atenerse a ellas por completo. Si es verdad lo que dice el filósofo, de que Dios hace
constantemente geometría, y si ello trasluce también en las vías de las leyes generales
de la naturaleza, esta regla tendría que ser perceptible perfectamente en las obras
inmediatas del Verbo todopoderoso y estas ostentarían toda la perfección y la
exactitud geométrica. Los cometas pertenecen también a estos defectos de la
naturaleza. No se puede negar que en vista de sus órbitas y las transformaciones que
por ellas sufren, se los ha de considerar como miembros imperfectos de la creación
que ni pueden servir para dar residencias cómodas a seres razonables ni pueden ser
útiles al beneficio de todo el sistema sirviendo alguna vez, de alimento al sol, porque
es cierto que la mayoría de ellos no alcanzaría este fin antes del derrumbe de todo el
edificio planetario. En la teoría del inmediato ordenamiento supremo del mundo sin
desarrollo natural por medio de leyes generales de la naturaleza, esta observación
sería chocante aun cuando es cierta. Mas en una teoría mecánica contribuye no poco
para hacer resaltar la belleza del mundo y la manifestación de la omnipotencia. Al
abarcar todos los posibles grados de variedad, la naturaleza extiende su voluntad
sobre todas las especies desde la perfección hasta la nada, y los mismos defectos son
un indicio de la abundancia de la que su esencia es inagotable.
Es de presumir que las citadas analogías valdrían tanto contra el prejuicio que
harían aceptable el origen mecánico del edificio mundial, si no existiesen
determinados argumentos, sacados de la misma naturaleza de las cosas, que parecen
contradecir esta teoría por completo. El espacio celeste, como mencionamos varias
veces, es vacío o, por lo menos, ocupado por una materia infinitamente tenue que por
consiguiente no ha podido proporcionar ningún medio para imprimir movimientos
comunes a los cuerpos siderales. Esta dificultad es tan importante y valiosa que
Newton, pese a todos los motivos que tenía para confiar más que cualquier otro
mortal en los resultados de su filosofía, se vio obligado en este lugar a abandonar la
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esperanza de solucionar por las leyes de la naturaleza y las fuerzas de la materia la
procedencia de las fuerzas impulsoras inherentes a los planetas, pese a todas las
coincidencias que indicaban un origen mecánico. Aunque para un filósofo es una
triste resolución la de abandonar frente a condiciones compuestas y todavía muy
alejadas de las simples leyes fundamentales, el esfuerzo de la investigación y de
contentarse aduciendo la voluntad inmediata de Dios, Newton reconoció aquí la línea
divisoria que separa entre sí la naturaleza y el dedo de Dios, el curso de las leyes
introducidas por la primera y el gesto del último. Después de la desesperanza de un
filósofo tan grande, parece ser un atrevimiento esperar que de tamaña dificultad la
cuestión consiga reemprender un feliz progreso.
Pero la misma dificultad que quitó a Newton la esperanza de comprender por las
leyes de la naturaleza las fuerzas impulsoras de los cuerpos siderales, su dirección y
sus determinaciones, ha sido la fuente de la teoría que hemos expresado en los
capítulos anteriores. Ella fundamenta una teoría mecánica, pero una teoría que está
muy lejos de aquella que Newton encontró insuficiente y por la cual rechazó todas las
investigaciones porque (si puedo atreverme a decirlo) estaba equivocado al
considerarla como la única entre todas las posibles de su especie. Es muy fácil y
natural llegar, hasta por medio de la dificultad de Newton, por una breve y profunda
conclusión a la certeza de aquella explicación mecánica que hemos esbozado en el
presente tratado. Si se supone (como ineludiblemente hay que confesarlo) que las
analogías antes indicadas establecen con la máxima certeza que los movimientos y
círculos armonizantes y ordenadamente relacionados de los cuerpos siderales indican
como su origen una causa natural, ella, sin embargo, no puede ser la misma materia
que llena ahora el espacio celeste. Por lo tanto, la que antes llenaba estos espacios y
cuyo movimiento ha sido la causa de las actuales revoluciones de los cuerpos
siderales, después de juntarse en estos globos y evacuar con ello los espacios que
ahora aparecen vacíos, o, lo que de esto se deduce inmediatamente, las materias
mismas que constituyen los planetas, los cometas y hasta el Sol, deben haber estado
al comienzo dispersos en el espacio del sistema planetario y en este estado haber
entrado en movimientos, que han conservado al juntarse en sendos conglomerados y
formar los cuerpos siderales que abarcan, entre todos, el elemento antes disperso de la
materia mundial. Aquí no podemos tardar en descubrir la fuerza motriz que bien
puede haber puesto en movimiento esta materia de la naturaleza en formación. El
mismo impulso que logró la reunión de las masas, la fuerza de atracción que es
esencial de la materia y se presta por dio a ser en el momento inicial de la naturaleza
la primera causa del movimiento, ha sido la fuente de la misma. La dirección que en
esta fuerza tiende siempre exactamente hacia el centro, no es aquí un obstáculo, pues
es seguro que la sutil materia de elementos dispersos en su movimiento vertical ha
tenido que desviarse en diversos movimientos laterales tanto a causa de la diversidad
de los puntos de atracción como por el obstáculo que ofrecen al cruzarse sus líneas de
caída, y que en estos movimientos laterales la determinada ley natural según la cual
Hasta ahora hemos perseguido nuestras suposiciones siguiendo como guía las
condiciones físicas que las ha mantenido sobre la senda de una razonable similitud.
¿Nos permitiremos alejarnos una vez de esta vía hacia el campo de la imaginación?
¿Quién nos indicará el límite donde caduca la profunda verosimilitud, y más allá del
cual empieza el reino de las fantasías arbitrarias? ¿Quién se atreve a contestar la
pregunta de si el pecado ejerce su dominio también en los otros globos del edificio
mundial, o si la virtud sólo ha erigido allá su régimen?
prefacio. <<
1942. <<
destructor del sistema cartesiano» agregando: «El sobrino del caballero Newton,
Conduit, me ha asegurado que su tío había leído a Descartes a los veinte años, y que
hizo anotaciones en los márgenes de las primeras páginas, y que sólo ponía una nota,
a menudo repetida: error, pero después de escribir por todas partes: error, tiró el libro
y no lo volvió a leer más» (Oeuvres completes) de Voltaire, tomo 23, ed. Hachette,
París, 1869). H. Faye en su libro Sur l’Origine du Monde, ed. Ganthire-Villars, París,
1866, protesta enérgicamente contra estas afirmaciones de Voltaire, exaltando el valor
filosófico de la concepción de Descartes. <<
1827), sin conocer la obra de Kant, analizó el problema y expuso sus opiniones en la
primera edición, aparecida en 1796, de su Exposition du Système du Monde, pág. 301
y sig. (Nota del Editor.) <<
espacio reducido, como las Pléyades, que tal vez forman entre sí un pequeño sistema
dentro del mayor. (Nota de Kant.) <<
por sus propias observaciones como también por su comparación con las de Riccioli
había comprobado una notable modificación en las posiciones de las estrellas de las
Pléyades. (Nota de Kant.) <<
de la palabra. Porque por el momento basta con señalar que toda la materia que tal
vez pueda ser encontrada en este espacio, sería demasiado impotente para poder
ejercer alguna influencia, considerando la magnitud de las masas en movimiento de
que se trata (Nota de Kant.) <<
newtoniana. Ésta sería demasiado lenta y débil en una partícula de tan extraordinaria
tenuidad. Se diría más bien que en este espacio se reúnen de acuerdo a las leyes
comunes de la cohesión, hasta que el conglomerado así nacido haya crecido
paulatinamente tanto que la atracción newtoniana tenga en él la fuerza suficiente para
acrecentarlo siempre más debido a su influencia hasta lejanas distancias. (Nota de
Kant.) <<
cercanos al sol, pues de las grandes distancias en que se han formado los planetas
más alejados y también los cometas, se puede suponer fácilmente que debido a la
mayor debilidad de la fuerza de caída de la materia elemental y a la mayor extensión
de los espacios en los que están dispersos, los elementos mismos ya se desvían por si
solos del movimiento exactamente circular, transmitiendo pues ellos el motivo a los
cuerpos a cuya formación contribuyen. (Nota de Kant.) <<
Tierra en una nota titulada: Untersuchung der Frage ob die Erde in ihrer Umdrehung
um die Achse… einige Veränderung erlitten habe, 1754 (t. VI de la edición de
Rosenkranz y Schubert, p. 3). (Nota del Editor.) <<
interior de una esfera es atraído sólo por aquella parte de la misma que abarca la
esfera concéntrica trazada a la distancia en que el cuerpo se halla del centro. La parte
que se halla fuera de esta distancia, debido al equilibrio de sus atracciones que se
anulan mutuamente, no contribuye ni para atraer el cuerpo hacia el centro ni para
alejarlo de él. (Nota de Kant.) <<
Sciences de París del año 1705 en un estudio del Sr, Cassini: Sur les satélites et
l’anneau de Saturne (página 571 de la segunda parte de la traducción de v.
Steinwerth) una confirmación de esta suposición que ya no deja casi ninguna duda
respecto de su exactitud. Después de presentar un pensamiento que en cierta manera
se acercaba a la verdad que nosotros descubrimos, a saber que este anillo podría ser
un conjunto de pequeños satélites que desde Saturno ofrecerían el mismo aspecto que
la vía láctea desde la tierra (pensamiento aceptable si en lugar de pequeños satélites
se acepta las partículas vaporosas que giran alrededor de él con el mismo
movimiento), el Sr. Cassini sigue diciendo: «Este pensamiento lo confirman las
observaciones hechas en los años en que el anillo del Saturno parecía más ancho y
más abierto. El ancho del anillo aparecía a través de una oscura línea elíptica dividida
en dos partes, siendo la parte más próxima al globo más luminosa que la parte más
lejana. Esta línea constituía en cierta manera, un pequeño intervalo entre dos partes,
de la misma manera en que la distancia entre el globo y el anillo es indicada por la
mayor oscuridad entre ambos». (Nota de Kant.) <<
sistema de las estrellas que forman la Vía Láctea, Sirio sea el cuerpo central y ocupe
el punto al cual están todas relacionadas. Considerando este sistema según el esbozo
que dimos en la primera parte de este tratado, como un cúmulo de soles concentrados
en un plano común que se extiende desde su centro hacia todos lados y forma sin
embargo un espacio, por decirlo así, ce forma circular que a su vez debido a sus
escasas desviaciones del plano de relación se extiende también en espesor un poco
hacia ambas lados, entonces el Sol que también se halla cerca de este plano, verá la
aparición de esta zona circular de fulgor blanquecino con mayor ancho hacía aquel
lado en que se halla más cerca del límite extremo del sistema, pues es fácil de
suponer que no se encontrará precisamente en el centro. Ahora bien, la franja de la
Vía láctea alcanza su mayor anchura en la parte comprendida entre el signo del Cisne
y del Sagitario, por consiguiente será este el lado en que el lugar de nuestro Sol esté
más cerca de la extrema periferia de este sistema circular, y dentro de esta parte
consideraremos el lugar en que están las constelaciones del Águila y del Zorro con el
Ganso, con preferencia como el más inmediato porque allá trasluce del espacio donde
se divide la Vía láctea, la dispersión aparentemente mayor de las estrellas. Trazando
pues aproximadamente desde un lugar al lado de la cola del Águila una línea por el
medio del plano de la Vía láctea hasta el punto opuesto, esta línea deberá pasar por el
centro del sistema, y en efecto, pasa muy exactamente por Sirio, la estrella más
luminosa de todo el cielo que debido a esta coincidencia tan feliz y tan concordante
con su destacada figura bien parece merecerlo que se lo considere como el cuerpo
central mismo. De acuerdo a este concepto, se lo vería también precisamente dentro
de la franja de la Vía láctea, si no fuera que la posición de nuestro sol que cerca de la
cola del Águila se desvía algo del plano de la misma, produciría la distancia óptica
del centro hacia el otro lado de esta zona. (Nota de Kant.) <<
que la creación ha hecho depender entre ellos el cuerpo y el alma, ésta no sólo debe
llevar, por la comunidad e influencia del cuerpo, todos los conceptos del universo,
sino también el mismo ejercicio de su fuerza de pensar depende del estado del cuerpo
y recibe con su ayuda la capacidad necesaria. (Nota de Kant.) <<
Monde. Traducción de la sexta edición, ed. Bachelier. París, 1835. Se han suprimido
dos breves referencias a capítulos anteriores de la obra intercalando el signo […], que
eran innecesarias para la comprensión del texto. (Nota del Editor). <<