Aquellos Dos

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Aquellos dos

Caio Fernando Abreu

La verdad es que no había nadie más alrededor. Meses después, no al comienzo, uno de ellos diría
que la oficina era como "un desierto de almas". El otro concordó sonriendo, orgulloso, sabiéndose
excluido. Y durante un largo rato, entre cervezas, intercambiaron entonces comentarios sobre las
mujeres malamadas y voraces, los zapatos de fútbol, el amigo secreto, la lista de regalos, el
bookmaker, el bicho, la dirección de la cartomante, clips en el reloj de punto, en vez de salchichas
al final del día en el centro de la ciudad. En un desierto de almas también desiertas, un alma
especial reconoce de inmediato a otra, tal vez es eso, ¿quién sabe? Pero ninguno se preguntó.

No llegaron a usar palabras como "especial", "diferente" o cualquier cosa parecida. A pesar de
que, sin efusiones, se reconocieron en el primer segundo del primer minuto. Acontece sin
embargo que no tenían una preparación para dar nombre a las emociones, ni siquiera para tratar
de entenderlas. No es que fueran muy jóvenes, demasiado incultos o incluso un poco burros. Raúl
tenía un año más que treinta; Saúl, uno menos. Pero las diferencias entre ellos no se limitaban a
ese tiempo, a esas letras. Raúl venía de un matrimonio fracasado, tres años y ningún hijo. Saul, de
un compromiso tan interminable que terminó un día, y un curso frustrado de Arquitectura. Tal vez
por eso, dibujaba. Sólo caras, con enormes ojos sin iris ni pupilas. Raúl escuchaba música y, a
veces, de porre, agarraba la guitarra y cantaba, principalmente viejos boleros en español. Y el cine,
a los dos le gustaba.

Participaron en el mismo concurso para la misma firma, pero no se encontraron durante las
pruebas. Se presentaron en el primer día de trabajo de cada uno. ¿Dijeron un placer, Raúl, un
placer, Saúl, y después como es su nombre? sonriendo divertidos por la coincidencia. Pero
discretos, porque eran nuevos en la firma y la gente, después de todo, nunca sabe dónde está
pisando. Trataron de alejarse casi inmediatamente, decidieron limitarse a un cotidiano hola, todo
bien o, como máximo, a los viernes, un cordial buen fin de semana, entonces. Pero desde el
principio algo - hadas, astros, campanas, ¿quién sabrá? Conspiraba en contra (o a favor, ¿por qué
no?) de aquellos dos.

Sus escritorios estaban uno al lado del otro. Nueve horas diarias, con un receso de una hora para
el almuerzo. Y perdidos en medio de aquello que Raúl (¿o habría sido Saúl?) Llamaría, meses
después, exactamente "un desierto de almas", para no sentir tanto frío, tanta sed, o simplemente
por ser humanos, sin querer justificarlos - o por el contrario, justificándolos plena y
profundamente, en fin: ¿qué más le quedaba a aquellos dos si, poco a poco, se acercarían, si se
conocerían, se mezclarían? Pues eso fue lo que pasó. Tan lentamente que apenas se dieron
cuenta.

II
Eran dos jóvenes solos. Raúl había venido del norte, Saúl había venido del sur. En aquella ciudad,
todos venían del norte, del sur, del centro, del este - y con eso quiero decir que ese detalle no los
haría especialmente diferentes. Pero en el desierto alrededor, todos los demás tenían referencias,
una mujer, un tío, una madre, un amante. Ellos no tenían a nadie en esa ciudad - de cierta forma,
tampoco en ninguna otra -, sino a sí mismos. También diría que no tenían nada, pero eso no sería
completamente cierto.

Además de la guitarra, Raúl tenía un teléfono alquilado, un tocadiscos con radio y un sabio en la
jaula, llamado Carlos Gardel. Saúl, una televisión colorida con una imagen fantasma, cuadernos de
diseño, vidrios de tinta nanquim y un libro con reproducciones de Van Gogh. En la pared del cuarto
de la pensión, otra reproducción de Van Gogh: aquella habitación con la silla de paja que parecía
torcida, la cama estrecha, las tablas del piso, colocado en la pared frente a la cama. Acusado, Saúl
tenía a veces la impresión de que el cuadro era un espejo que reflejaba, casi fotográficamente, el
propio cuarto, ausente sólo él mismo. Casi siempre, era en esas ocasiones que dibujaba.

Eran dos muchachos hermosos también, todos lo creían. Las mujeres del reparto, casadas,
solteras, se pusieron nerviosas cuando aparecieron, tan altos y altivos, comentó, con los ojos
abiertos, una de las secretarias. A diferencia de los otros hombres, algunos incluso más jóvenes,
ninguno tenía barriga o aquella postura desalentada de quien estampa o mecanografía papeles
ocho horas al día.

Moreno de barba fuerte azulando el rostro, Raúl era un poco más definido, con su voz de bajo
profundo, tan adecuada a los boleros amargos que le gustaba cantar. Con la misma altura, el
mismo tamaño, Saúl era un poco más pequeño, más frágil, quizás por los cabellos claros, llenos de
caracoles, ojos aterrosos, azul desmayado. Eran hermosos juntos, decían las jóvenes. Dulces de
mirar. Sin tener exactamente conciencia de ello, cuando juntos los dos aplastaban aún más el
porte y, por así decir, casi parpadeaban, el hermoso de dentro de un estimulante el hermoso de
fuera del otro, y viceversa. Como si hubiera entre aquellos dos, una extraña y secreta armonía.

III

Se cruzaban, silenciosos pero cordiales, junto a la botella térmica del café, comentando acerca del
tiempo o la molestia del trabajo, después volvían a sus mesas. Con frecuencia, de vez en cuando,
uno de ellos pedía un cigarrillo al otro, y casi siempre intercambia frases como tanta voluntad de
parar, pero nunca intenté, o ya intenté tanto, ahora desistí. Duración de tiempo, aquello. Y habría
durado mucho más, porque ser así cerrados, casi remotos, era una manera que traían de lejos. Del
norte, del sur.

Otras películas vendrían en los siguientes días y, con naturalidad, como si fuera de alguna manera
inevitable, también surgieron historias personales, pasado, algunos sueños, pocas esperanzas y,
especialmente, quejas. De aquella empresa, de aquella vida, a partir de ese nudo, ellos confesaron
un viernes de viernes gris, apretadas en las profundidades del baúl. Durante ese fin de semana,
ellos desearon vagamente, por primera vez, uno en su cocina, otro en la casa de embarque, que el
sábado y el domingo caminarían rápidamente para girar la curva de la medianoche y nuevamente
derramaron la mañana del lunes, cuando de nuevo, Ellos encontrarían un café. Entonces fue, y
contaron a alguien que había bebido demasiado, otro que había dormido la mayor parte del
tiempo. De muchas cosas, estos dos hablaron esta mañana, menos de la culpa que sabían
claramente haber sentido.

Cuidadosas, las mujeres de alrededor se extendieron a los bares, gimnasios, discotecas, fiestas en
la casa de alguien, en la casa de otro. Al principio ellos eran indescriptibles, desistieron, pero casi
siempre atravesaban las esquinas y balcones para contar sus historias sin fin. Una noche, Raul
tomó la guitarra y cantó Usted me usó. En la misma fiesta, Saúl bebió demasiado y vomitó en el
baño. En el camino hacia los taxis separados, Raúl habló por primera vez sobre el matrimonio roto.
Enseguida, Saúl habló sobre el antiguo compromiso. Y ellos concordaron, borrachos, que ambos
estaban cansados de todas las mujeres del mundo, sus complicaciones complicadas, sus pequeñas
exigencias. Que les gustaba estar así, ahora, solos, propietarios de sus propias vidas. Aunque ellos
no lo dijeron, ellos no sabían qué hacer con ellas.

Hasta un día en que Saúl llegó atrasado y, respondiendo a un vago qué hubo, contó que se había
quedado hasta tarde viendo una vieja película en la televisión. Por educación, o cumpliendo un
ritual, o apenas para que el otro no se sintiera mal llegando casi a las once, apresurado, con la
barba por hacer, Raúl detuvo los dedos sobre el teclado de la máquina y pregunto: ¿qué película?
Infamia, Saúl contó bajo, Audrey Hepburn, Shirley MacLayne, una película muy antigua, nadie la
conoce. Raúl lo miró despacio, y más atento, ¿Cómo que nadie la conoce? Yo la conozco y me
gusta mucho. En lo que quedaba de aquella mañana fría de junio, el edificio estaba más feo que
nunca, parecía una prisión o una clínica psiquiátrica, hablaron sin parar sobre la película.

El día siguiente, de resaca, Saúl no fue a trabajar ni llamó. Raul vagó todo el día por los corredores
de repente desiertos, helados, cantando bajito Tú me acostumbraste, entre innumerables cafés y
medio paquete de cigarrillos más de lo habitual.

IV

Los fines de semana se hicieron tan largos que un día, en medio de una conversación, Raúl le dio a
Saúl el número de su teléfono, algo que usted podría necesitar, si se enferma, nunca se sabe. El
domingo después del almuerzo, Saúl telefoneó sólo para saber lo que el otro estaba haciendo, y lo
visitó, y cenaron juntos la comidita minera que la empleada dejó el sábado. Esta vez, los ácidos y
los unidos, hablaron de aquel desierto, en las almas. Hace ya casi seis meses que se conocían. A
Saúl le fue bien con Carlos Gardel, tanto que ensayó un canto tímido al caer la noche. Pero quien
cantó fue Raúl: Perfidia, La Barca y, a petición de Saúl, otra vez, dos veces, Tú Me Acostumbraste.
A Saúl le gustaba principalmente aquel pedacito que decía sutil que había pasado a mí como una
tentación llenando de inquietud mi corazón. Jugaron algunos partidos de hoyo y, alrededor de las
nueve, Saúl se fue.

En la segunda, no intercambiaron una palabra sobre el día anterior. Pero hablaron más que nunca,
y muchas veces fueron al café. Las muchachas alrededor espiaban, a veces cuchichando sin que
ellos lo percibieran. Esa semana, por primera vez, almorzaron juntos en la pensión de Saúl, que
quiso subir al cuarto para mostrarle los dibujos, visitas prohibidas por la noche, pero faltaban cinco
para las dos y el reloj de punto era implacable. Salieron y volvían juntos, desde entonces,
generalmente muy alegres. Poco tiempo después, con el pretexto de ver las Estrellas de la Ossa en
la televisión de Saúl, Raul entró escondido en la pensión con una botella de coñac en el bolsillo
interno de la chaqueta. Sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la cama estrecha, casi no
prestaron atención a la película. No dejaban de hablar. Cantaban Che No Vivo, Raúl vio los dibujos,
mirando largamente la reproducción de Van Gogh, después le preguntó a Saúl que cómo
conseguía vivir en aquel cuartito tan pequeño. Parecía realmente preocupado. ¿No es triste?
preguntó. Saúl sonrió fuerte: uno se acostumbra.

Los domingos, ahora, Saúl llamaba siempre. Y venía. Alquilaban o cenaban, bebían, fumaban,
hablaban todo el tiempo. Mientras Raúl cantaba - en el momento en que el día que me quiere, en
el momento de la noche de Ronda -, Saúl hacía cariños lentos en la cabeza de Carlos Gardel con su
dedo índice. A veces se miraban. Y siempre sonrían. Una noche, porque llovía, Saúl terminó
durmiendo en el sofá. El día siguiente, llegaron juntos a la oficina, con los cabellos mojados de la
ducha. Las muchachas no hablaron con ellos. Los funcionarios barrigudos y desalentados
intercambiaron algunas miradas que ellos dos no sabrían comprender, aun si se hubieran dado
dieran cuenta. Pero no se dieron cuenta, ni de las miradas ni de los dos o tres chistes. Cuando
faltaban diez minutos para las seis, salieron juntos, altos y altivos, para asistir a la última película
de Jane Fonda.

V
Cuando comenzaba la primavera, Saúl cumplió años. Como creía a su amigo muy solitario, o por
alguna otra razón parecida, Raúl le entregó la jaula con Carlos Gardel. A principios del verano, fue
el turno de Raúl de cumplir años. Estaba sin dinero y como su amigo no tenía nada en las paredes
de su casa, Saúl le dio una reproducción del cuadro de Van Gogh. Pero entre esos dos cumpleaños,
sucedió algo.

En el norte, cuando comenzaba diciembre, la madre de Raúl murió y él necesitó pasar una semana
fuera. Saúl vagaba por los pasillos del trabajo esperando una llamada que no ocurría, intentando
en vano concentrarse en los despachos, procesos, protocolos. Por la noche, en su cuarto,
conectaba la televisión haciendo tiempo con novelas callejeras o dibujando ojos cada vez más
enormes, mientras acariciaba a Carlos Gardel. Bebió bastante esa semana. Y tuvo un sueño:
caminaba entre las personas del reparto, todas vestían de negro, acusadoras. A excepción de Raúl,
que estaba todo de blanco, abriendo los brazos hacia él. Abrazados fuertemente, y tan cerca que
uno podía sentir el olor del otro. Pensó en él pero recordó inmediatamente que estaba de duelo.
Raúl volvió sin luto. En una sexta de tarde, llamó a la oficina pidiendo a Saúl que fuera a verlo. La
voz de bajo profundo parecía aún más baja, más profunda. Saúl fue. Raúl se había dejado la barba
crecer. Extrañamente, en vez de parecer más viejo o más duro, tenía un rostro casi de niño.
Bebieron mucho esa noche. Raúl habló durante largo rato sobre su madre - podría haber sido más
mejor con ella, dijo, y no cantó. Cuando Saúl se iba, empezó a llorar. Sin saber con certeza lo que
hacía, Saúl extendió la mano y, cuando se dio cuenta, sus dedos habían tocado la barba crecida de
Raúl. Sin tiempo para comprender, se abrazaron fuertemente. Tan cerca que uno podía sentir el
olor del otro: el de Raúl, a flor marchita, cajón cerrado; el de Saúl, a la colonia de la barba, a talco.
Ha durado mucho tiempo. La mano de Saúl tocaba la barba de Raúl quien pasaba los dedos por los
rizos de los cabellos del otro. No decían nada. En el silencio era posible oír un grifo que goteaba
lejos. Tanto tiempo duró que cuando Saúl llevó la mano al cenicero, el cigarrillo era sólo una larga
ceniza que se aplastó sin comprender.

Se alejaron entonces. Raúl dijo cualquier cosa como “yo no tengo a nadie más en el mundo”, y
Saúl otra cosa como “me tienes a mí ahora, y para siempre”. Usaban grandes palabras - nadie,
mundo, siempre - y se estrechaban las dos manos al mismo tiempo, mirándose a los ojos, cargados
de humo y alcohol. Aunque era sexta y no tenían que ir al trabajo a la mañana siguiente, Saúl se
despidió. Caminó durante horas por las calles desiertas, llenas de gatos y putas. En casa; acarició a
Carlos Gardel hasta que ambos se durmieron. Pero un poco antes, sin saber por qué, empezó a
llorar sintiéndose solo y pobre y feo e infeliz y confuso y abandonado y borracho y triste, triste,
triste, triste. Pensó en llamar a Raúl, pero no tenía monedas y era muy tarde.

Raul volvió sin luto. En una sexta de después, llegó la Navidad, el Año Nuevo que pasaron juntos,
rechazando las invitaciones de los compañeros del trabajo. Raúl dio a Saúl una reproducción del
nacimiento de Venus, que él colocó en la pared exactamente donde había estado la habitación de
Van Gogh. Saúl le dio a Raúl un disco llamado Los Grandes Sucesos de Dalva de Oliveira. Lo que
más oyeron fue Nuestras Vidas, prestando atención al pedacito que decía hasta nuestros besos
parecen besos de quienes nunca amó.

Fue en la noche del 31, abierta la champaña en la casa de Raúl, que Saúl alzó la copa y brindó “por
nuestra amistad que nunca terminará”. Bebieron hasta casi caer. A la hora de acostarse,
cambiándose la ropa en el baño, muy borracho, Saúl le dijo que iba a dormir desnudo. Raúl lo miró
y le dijo que tenía un cuerpo hermoso. “Tú también”, dijo Saúl, y bajó los ojos. Permanecieron
ambos desnudos, uno en la cama detrás del armario, otro en el sofá. Casi toda la noche, uno
conseguía ver la brasa encendida del cigarrillo del otro, perforando la oscuridad como un demonio
de ojos incendiados. Por la mañana, Saúl se fue sin despedirse para que Raúl no percibiera sus
hondas.

Cuando enero comenzó, casi en la época de tomar las vacaciones - y habían planeado, juntos,
quién sabe, Parati, Ouro Preto, Porto Seguro - quedaron sorprendidos esa mañana en la que el jefe
de sección los llamó, cerca del mediodía. Hacía mucho calor. Su mano, el jefe fue directo al asunto.
Había recibido algunas cartas anónimas. Se negó a mostrarlas. Pálidos, oyeron expresiones como
"relación anormal y ostensiva", "desvergonzada, aberración", "comportamiento enfermizo",
"psicología deformada", siempre firmadas por Un Atento Guardián de la Moral. Saúl bajó los ojos
desmayos, pero Raúl se puso de pie. Parecía muy alto cuando, con una de las manos apoyadas en
el hombro del amigo y la otra levantándose atrevida en el aire, logró aún decir la palabra nunca,
antes que el jefe, entre cosas como la reputación de nuestra firma, declarase frío: los señores
están despedidos.

Vaciaron lentamente, cada uno, su cajón, con la sala desierta a la hora del almuerzo, sin mirarse a
los ojos. El sol de verano escaldaba la encimera de metal de las mesas. Raúl guardó en el gran
sobre pardo un par de ojos enormes, sin iris ni pupilas, presente de Saúl, que guardó en su gran
sobre pardo, con algunas manchas de café, la letra de Tú Me Acostumbraste, escrita a mano por
Raul en una tarde cualquiera de agosto. Bajaron juntos en el ascensor, en silencio.
Pero cuando salieron por la puerta de aquel edificio grande y antiguo, parecido a una clínica o una
penitenciaría, vistos de arriba por sus colegas, todos asomados en la ventana, con la camisa blanca
de uno, la azul del otro, se veían aún más altos y más altivos. Se tardaron unos minutos delante del
edificio. Después tomaron el mismo taxi, Raúl abriendo la puerta para que Saúl entrara. En ese
momento alguien gritó desde la ventana. Pero ellos no lo oyeron. El taxi ya había doblado la
esquina.

Por las tardes polvorientas de aquel resto de enero, cuando el sol parecía la yema de un enorme
huevo frito en el cielo azul sin nubes, nadie más consiguió trabajar en paz en la oficina. Casi todos
ahí adentro tenían la nítida sensación de que serían infelices para siempre. Y lo fueron.

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