Los Periodicos y La Literatura Efimera
Los Periodicos y La Literatura Efimera
Los Periodicos y La Literatura Efimera
Es discutible, desde luego, que un historiador de la filosofía pura deba proceder así,
pero ciertamente es mucho menos admisible que pueda trasladarse este tipo de
metodología al ámbito de la historia de la filosofía española, un ámbito que no puede
nutrirse exclusivamente del estudio de ideas estrictamente filosóficas. Y sin embargo,
hay que reconocer que sobre los hábitos intelectuales de buena parte de nuestra
comunidad investigadora, gravita el peso de una formación casi exclusivamente
filosófica, que a muchos de sus miembros los hace refractarios al manejo de las fuentes
primarias, de las series documentales, de los fondos archivísticos y en general cualquier
género de manuscritos.
Pero quizá influya también el peso excesivo de una cierta tradición decimonónica.
Porque, en efecto, los grandes maestros, los fundadores de la historia del pensamiento
español (Menéndez Pelayo, Gumersindo Laverde, Bonilla y San Martín, &c.),
bibliófilos eminentes todos ellos, solían componer sus libros utilizando con preferencia
obras –en su mayoría impresas– de autores que podían consultar directamente en sus
ingentes bibliotecas particulares. Una excesiva dependencia de las líneas trazadas por
estos venerables predecesores, explicaría también que los investigadores de hoy se
centren en las fuentes bibliográficas mayores y descuidando los folletos o la prensa,
dejen prácticamente inexploradas las riquísimas fuentes documentales manuscritas.
Creo, finalmente, que existe un cierto miedo a la pérdida de identidad profesional, a ser
confundidos con los historiadores de la literatura, de las ideologías o de las
mentalidades. Y es cierto que las fronteras epistemológicas de la historia del
pensamiento no están nítidamente trazadas, que es muy difícil determinar en qué
proporción debe ser la suya una tarea histórica o en qué medida debe ser una actividad
netamente filosófica (Antonio Pintor-Ramos, 1978, 54). Pero esta posible coincidencia
con sectores historiográficos próximos (en cuanto al método, o en cuanto al objeto de
conocimiento), debería estimular la interdisciplinariedad en vez de provocar una
retracción defensiva hacia los orígenes gremiales.
Por otra parte, el atender a los fenómenos de recepción, transmisión y uso social de las
doctrinas, no impide que el investigador atienda también al estudio de la articulación
personal y existencial que todo sistema de pensamiento comporta cuando se lo
considera individualmente o en sus relaciones con otros textos del mismo género. Un
enfoque personalizado y una atención preferente por las ideas especulativas
(metafísicas, morales o estéticas) aun cuando no tuvieran un influjo significativo sobre
los comportamientos colectivos, son quizá los signos de identidad que deben
caracterizar la historia del pensamiento español, diferenciándola de la historia de las
ideologías o de las mentalidades.
Sobre toda esta cuestión, Antonio Elorza ha hecho unas acertadas advertencias que,
aunque se refieran a la esfera del pensamiento político, vienen al hilo de lo que venimos
diciendo y muy bien pueden aplicarse al conjunto de la historia del pensamiento
español. Insiste en ellas sobre el peligro que corremos de desvirtuar el análisis histórico
si lo restringimos a los textos impresos, o seleccionamos solamente a aquellos que
adquieren formato de libro. Dice Elorza, que esta tendencia restrictiva a utilizar «como
fuente única de selección la supervivencia del texto (lo que privilegia a «la galaxia
Gutenberg» y, dentro de ella, al libro) ha venido provocando anacronismos y
desviaciones» (Antonio Elorza, 1976, 77).
Cierto es que las dos referencias no constituyen sino un modestísimo reflejo del gran
universo filosófico que encierra la filosofía postkantiana, universo que seguramente
habría sido entrevisto someramente gracias al célebre libro de Madame de Staël De
l'Allemagne (Londres, 1813). Pero al comunicar estos dos hallazgos queremos, ante
todo, poner de manifiesto esta necesidad de abrir la retícula de análisis, dando cabida a
textos de cultura que se recogen en lo que podríamos llamar «literatura efímera», esto
es: periódicos, folletos, memorias, panfletos, hojas volanderas, &c. Literatura efímera
es, en efecto, al menos en relación con aquella otra que se configura como libro y que es
«físicamente perenne» por su factura o condición material (de impresión, volumen,
calidad del papel, encuadernación, &c.), menos vulnerable al paso del tiempo, a la labor
de expurgo de los humanos o a la «crítica» demoledora de los ratones. Es indudable
que, incluso en los casos en que el interés de un libro no sea excesivo, tiene éste –por su
mera condición de libro– más oportunidades de sobrevivir a la destrucción y el olvido
que cualquier folleto o cualquier periódico, por muy valioso que sea su contenido.
Es, por otra parte, un hecho innegable que la censura sobre la prensa fue, por
comprensibles razones técnicas, más permeable a la introducción de novedades
heterodoxas que la que se ejercía, con más tiempo y minuciosidad, sobre libros y
folletos.
Unos y otros motivos, hacen posible la explicación del por qué las referencias a Comte,
Krause o Darwin (por poner tres ejemplos significativos) aparecieron en la prensa
española veinte o treinta años antes de que se publicaran sus obras o fuesen objeto de
estudio en libros y monografías.
***
En el Diccionario Biográfico del Trienio Liberal se dice que Muñoz fue diputado a
Cortes por Granada (1820-1822) y autor de varias sermones, uno de ellos,
efectivamente, aparecido en 1820. Posiblemente a este opúsculo (que publicó en
Granada, en la imprenta de J. M. Puchol, con el título de Cuestión moral religioso-
política. ¿Qué es la verdad con relación a los gobiernos? Sermón predicado en los
Dominicos de Pasión) pertenecía el fragmento reproducido en la Miscelánea, aunque no
tenemos seguridad sobre este punto, porque no hemos logrado localizarlo por ninguna
parte.
Por otra parte, el magistral detectaba, como tendencia general que se estaba dando en
toda Europa, un cierto retorno de la espiritualidad. Este era el signo de los nuevos
tiempos, porque, a su juicio, «los hombres a fuerza de reflexionar se han convencido ya
de que no hay grandeza, elevación de alma, heroicidad, patriotismo, nobleza de
sentimientos ni virtudes saliendo fuera del cristianismo.»
Pero las palabras de Muñoz Arroyo, no se referían al contexto de la reacción
tradicionalista que se estaba produciendo en la Francia postnapoleónica (de Maistre, de
Bonald, &c.), sino que apuntaban al panorama filosófico germano, intuyendo la posible
conciliación de este nuevo espíritu con la esencia evangélica del cristianismo:
«Las luces han tomado su tendencia natural: los filósofos alemanes de nuestros días han
hecho en esta parte un servicio importantísimo a la religión cristiana y a la moral del
Evangelio. Ellos lo han asociado a sus grandes sistemas filosóficos, y le han hecho
presidir con dignidad las teorías de todo lo bello y sublime. Los nombres de un Ficte
[sic] y de un Squeling [sic] serán pronunciadas con respeto y ternura por todos los
pensadores religiosos.»
El interés que la nueva filosofía suscitaba lo pone de manifiesto el hecho de que, dos
días después de aparecer las opiniones de Muñoz Arroyo en la Miscelánea, hallaban
cumplida réplica en El Conservador. Este periódico, a pesar del equívoco voluntario
que introducía su nombre, era portavoz del liberalismo exaltado, y sin embargo, uno de
sus redactores (posiblemente Ramón de la Sagra, colaborador asiduo del mismo y
hombre muy al tanto de la actualidad filosófica) ponía en duda la posibilidad de
conciliar el catolicismo con la filosofía germana, y condenaba expresamente a la
Miscelánea por la difusión de tales novedades heterodoxas:
«De qué modo se asocia la Religión cristiana con el sistema de Fichte, en el cual todos
los seres no son más que productos de la actividad del espíritu, y no reales y existentes?
¿Cómo su moral puede ser compatible con al del Evangelio, cuando él mismo asienta
que fuera de nosotros nada hay existente, recurriendo a la mente humana para la
formación de los seres? Finalmente su idealismo, el más riguroso que se ha conocido, y
por el cual llegó a su entender al último límite de la inteligencia filosófica ¿puede
hermanarse jamás con la moral del Evangelio? Esto nos parece imposible. Si el sistema
de Fichte conduce a un espiritualismo absoluto, el de Schelling propende a un
materialismo puro, no menos perjudicial. Por mil puntos de contacto se une al
panteísmo de Espinosa, dotando a la naturaleza de los atributos de la Divinidad. Esta
filosofía –concluye diciendo– se ve que no podrá nunca apoyar al cristianismo.»
Aun cuando estas dos referencias al idealismo postkantiano –las únicas que hasta ahora
hemos hallado– no lleguen a alterar en lo esencial la cronología establecida por los
estudiosos de la recepción de la filosofía alemana en España, creo que han de ser tenidas
en cuenta, por lo bien que alcanzaron a intuir algunos rasgos esenciales de este género
de pensamiento, tan distinto de la tradición empirista y enciclopedista que había
dominado hasta entonces la conciencia intelectual del liberalismo español.