Escalofrios

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He aquí un libro estremecedor que

reúne a los maestros de la

literatura de terror contemporánea.

Desde el entusiasmo maníaco de

Stephen King hasta el elegante

ingenio de Paul Hazel, pasando

por el simbolismo enigmático de M.

John Harrison, el psicologismo

inquietante de Clive Barker, el

estilo

implacable

de

Denis

Etchison y el erotismo refinado de

Thomas

Tessier,

esta

obra

recopila seis pequeñas joyas del

horror universal.

Se trata de seis largos relatos que,

por distintos medios, logran un

mismo resultado: sacudir las fibras

íntimas del lector, hacerle partícipe

de espeluznantes experiencias que

bordean los imprecisos límites entre

la realidad y la ficción. Una lectura

imprescindible para conocer lo

mejor de un género apasionante.


Selección de

Douglas E. Winter

Escalofríos

ePub r1.0

GONZALEZ 20.05.14

Título original: Prime Evil

Douglas E. Winter, 1988, Introducción

Stephen King, 1988, El Aviador Nocturno

Paul Hazel, 1988, Ponga una mujer en su

mesa

Denis Etchison, 1988, El beso sangriento

Clive Barker, 1988, La inminencia del

desastre

Thomas Tessier, 1988, Comida

M. John Harrison, 1988, El Gran Dios

Pan

Traducción: Eduardo G. Murillo

Editor digital: GONZALEZ

Digitalización: peny

ePub base r1.1

Estos relatos son obras de

ficción. Nombres, personajes,

lugares e incidentes son producto

de la imaginación del autor, o se

utilizan con fines artísticos;

cualquier parecido con personas

reales, vivas o muertas, hechos y

lugares es pura coincidencia.


A Hilary Ross

… faranno dei cimiteri le

loro cattedrali

e delle città le vostre

tombe.

DARIO ARGENTO

Introducción

¿Qué es lo que confiere calidad a la

literatura de terror?

A menudo me han pedido que, como

crítico, juzgara las obras de los

principales talentos en el campo de la

literatura de terror. He dedicado un

ensayo a estudiar las causas del

fenomenal éxito de Stephen King, y he

publicado también una historia del terror

contemporáneo, contada a través de las

vidas de sus más brillantes y conocidos

escritores. Como lector y cinéfilo

empedernido, he tenido ocasión de

acceder a casi todo lo que ofrece el

panorama del género. Mi propia

producción literaria vuelve regularmente

a los temas de la violencia y el miedo.

Con todo, me siento tentado a

responder

esta

pregunta

con

la
desarmante seguridad de Potter Stewart,

juez del Tribunal Supremo, quien afirmó

en cierta ocasión que reconocía la

obscenidad en cuanto la veía.

Muchos lectores creen que el relato

de

terror

es

algo

embutido

exclusivamente en ediciones de bolsillo

repetitivas, atiborradas de prosa vulgar

portadas sensacionalistas y títulos

trillados que empiezan siempre con la

palabra «El». Y, en la mayoría de los

casos, tienen razón. Los cuentos de

terror actuales ofrecen muy pocas veces

alguna novedad. Son escasos los

argumentos

frescos

excitantes

etiquetados como «terror»; de hecho,

casi todos los editores se lamentan de la

facilidad con que estos relatos pueden

clasificarse

en

subcategorías

reconocibles. (T. E. D. Klein, el primer


editor de Twilight Zone Magazine, me

dijo una vez que el noventa por ciento

de las obras que se presentaban a su

criterio para ser publicadas en la revista

podían agruparse en diez variedades

tópicas). En general, la escritura es

tramposa y superficial; en el peor de los

casos, no rebasa la pobreza de las

revistas baratas de aventuras.

Por cada relato o novela original

aparecen

cientos

de

imitaciones

descaradas de libros millonarios en

ventas o de películas famosas, que se

inciden en la temática de las inevitables

casas encantadas, niños con poderes

psíquicos, pequeñas ciudades acosadas

por el mal o presencias sobrenaturales

que

preludian

una

invasión

extraterrestre. A juzgar por los estantes

de las librerías, existe un público que

consume masivamente las imitaciones

que intentan recordarnos éxitos ajenos.

Descubrir la buena literatura de

terror exige pasar por alto las portadas


llamativas, las extravagantes citas de las

cubiertas y, desde luego, las etiquetas

que

los

expertos

en

publicidad

adjudican a sus productos. Les invito a

compartir conmigo una pequeña herejía:

El terror no es un género, como la

intriga, la ficción científica o las

novelas del Oeste. Tampoco es un tipo

de novela destinada al gueto de una

estantería especial en las bibliotecas o

librerías.

El terror es una emoción, presente en

toda la literatura. Se puede rastrear tanto

en las páginas de William Faulkner o

Carlos Fuentes como en las de Stephen

King. En los últimos años, ha aparecido

en la obra de escritores tan dispares

como, J. G. Ballard, Robert Cormier,

Jerzy Kosinski y Jim Thompson. Si

echamos una ojeada a la historia de la

literatura anglosajona, comprobaremos

que casi todos los escritores de mayor

prestigio (desde Shakespeare a Joyce,

pasando por Hawthorne y Hemingway)

han escrito al menos un cuento de


fantasmas, de miedo o sobre el mal en

estado puro.

«La más antigua y poderosa emoción

de la raza humana es el miedo», escribió

H. P. Lovecraft, y los relatos que

invocan el miedo jamás carecieron de

narradores… ni de lectores. El hecho de

que en nuestros días siga existiendo una

marca de fábrica llamada «literatura de

terror» patentiza bien a las claras

nuestra perdurable (y, en apariencia,

creciente) habilidad para disfrutar en la

práctica de esta emoción.

Y no cabe duda de que disfrutamos.

En palabras de Clive Barker, «no hay

placer comparable al horror».

EL PARQUE DE ATRACCIONES DEL MIEDO

Reconozcámoslo:

el

miedo

es

divertido. Una atracción fundamental del

cuento de terror es que, a veces, ofrece

la excusa para decir: «Dejad los

cerebros

en

la

puerta,

tíos,

y
enrollémonos». En realidad, no nos

importa que flojee el guión de películas

basadas en sus efectos especiales, como

Poltergeist, Posesión infernal o Aliens:

el regreso; después de todo, las

pesadillas no suelen seguir un hilo

argumental coherente. Las imágenes

hablan por sí solas con una magia

especial: tanto los rostros monstruosos

que emergen en primer plano, como las

manos que aferran un hombro de súbito,

o los charcos de sangre coagulada son

los soportes de una feria de alta

tecnología. Nos gusta contemplar algo

tan grotesco e inesperado que nos haga

chillar o reír (a veces al mismo tiempo),

arropados en la seguridad de saber que

en el parque de atracciones del miedo

este tipo de comportamiento no sólo es

aceptado, sino incluso alentado.

La palabra correcta es evasión. «Los

sueños

—escribe

Charles

Fisher,

profesor de psiquiatría y director del

laboratorio del sueño en el hospital

Monte Sinaí de Nueva York— nos

permiten a todos y cada uno de nosotros


enloquecer tranquilamente y sin peligro

todas las noches de nuestra vida». Sus

palabras pueden aplicarse también a los

sueños engendrados por el cine y la

literatura de terror. Vivimos tiempos

peligrosos

necesitamos,

por

consiguiente, algo más peligroso que las

apacibles fantasías de romances o

aventuras.

A medida que se publican más

noticias

acerca

de

ciudadanos

norteamericanos retenidos como rehenes

en países extranjeros, de tranquilizantes

envenenados o de residuos tóxicos

almacenados bajo patios de escuelas, el

relato de terror parece más invitador…

porque nos demuestra, al menos, que las

cosas todavía podrían ir peor. Como

Stephen King escribió en La niebla[1].

Cuando las máquinas fallan,

cuando las tecnologías fallan,

cuando

las

religiones
convencionales fallan, hay que

darle otra cosa a la gente.

Incluso un zombi que camina con

paso vacilante en la noche puede

resultar

absolutamente

gratificante comparado con la

tragicomedia existencial de la

capa de ozono que se va

destruyendo

ante

el

asalto

combinado de un millón de

desodorantes en vaporizador.

El

zombi

mencionado

resulta

gratificante desde el momento en que

está confinado en la letra impresa o en

la pantalla del cine; en el terror,

podemos controlar nuestros miedos,

llamados al orden y, muy a menudo,

derrotados. Por muy desesperada que

sea la situación, siempre nos queda una

vía de escape del escapismo: abandonar

el parque de atracciones del terror en

cualquier momento. Todo relato de


terror, como toda pesadilla, tiene un

final feliz: podemos despertarnos y

decir que se trataba de un simple sueño.

¿O no?

LA PESADILLA SE CONVIERTE EN

REALIDAD

En ningún parque de atracciones

debe faltar una sala de los espejos;

podemos despreciar las máscaras de

goma y los monstruos de papier-maché

como pura fantasía, pero esos espejos

combados reflejan algo indudablemente

real.

Accedemos

la

sugestiva

oportunidad de contemplarnos desde

ángulos

extraños

perspectivas

distorsionadas… y, tal vez, de ver cosas

por completo inesperadas.

El relato de terror no es tan sólo una

simple vía de escape, sino también un

modelo de conocimiento que actúa,

consciente o inconscientemente, a modo

de espejo imperfecto de los auténticos

terrores
de

nuestros

días.

Las

memorables cintas de terror de la

década de los cincuenta se hacían eco de

la mentalidad de la guerra fría, y

ofrecían los insectos gigantes de La

humanidad en peligro o The beginning

of the end como respuesta a la amenaza

nuclear, y El enigma de otro mundo y

La invasión de los ladrones de cuerpos

cediendo a la histeria anticomunista,

reacciones viscerales contra ciertas

formas de vida extraterrestre que

amenazaban

el

modo

de

vida

norteamericano.

Una mirada al espejo oscuro del

terror contemporáneo revela tendencias

reaccionarias muy similares. El terror

convencional siempre ha sido rico en

segundas

lecturas

impregnadas

de
puritanismo. Si hay una cosa segura es

que los adolescentes que practican el

sexo en coches o en los bosques

morirán. La mayoría de libros y

películas de los años ochenta brindan un

mensaje tan conservador como su

moralidad:

el

conformismo.

Los

«hombres del saco» de La noche de

Halloween o Viernes 13 son los

defensores a ultranza de la uniformidad.

No lo hagas, nos advierten, o pagarás un

precio espantoso. No hables con

extraños. No vayas a guateques. No

hagas el amor. No te atrevas a ser

diferente.

Sus victimas, abandonadas a los

pecadillos de la llamada Generación del

Yo, se revuelven una y otra vez entre sus

brazos

expectantes.

Su

némesis

exclusiva

suele

ser

una

heroína
monógama (cuando no virginal), una

madonna de clase media que ha hecho

caso a sus padres y actúa siguiendo sus

consejos. Y lo que mantiene alejados a

los monstruos de nuestros días no son

los crucifijos o las balas de plata, sino,

precisamente,

su

decoroso

comportamiento.

LOS

MONSTRUOS

DE

LOS

AÑOS

OCHENTA

Aquellos monstruos han cambiado.

El vampiro es un anacronismo en el

despertar de la revolución sexual. Los

colmillos del Drácula de Bram Stoker,

afilados por la represión de la época

victoriana, han sido limados por los

imitadores

de

la

sexóloga

Ruth

Westheimer. El conde sediento de sangre

y su descendencia sobreviven en
nuestros días más por una cuestión de

sentimentalismo que de sensualidad,

como una fantasía de la clase alta

decadente, el sueño prohibido de la

clase baja que aspira a un cierto chic

lánguido (como en El ansia, de Whitley

Strieber), o el símbolo de una

corrupción absoluta (véase el cuento de

Stephen King El Aviador Nocturno, que

publicamos en esta antología).

El

hombre-lobo

también

ha

envejecido; su relato arquetípico, El

extraño caso del doctor Jekyll y mister

Hyde, de Robert Louis Stevenson,

hincaba las raíces en la mentalidad

victoriana, con su marcado dualismo

entre caballeros civilizados y zafios

ignorantes. Como las diferencias de

clase disminuyen en nuestros tiempos

populistas, el dualismo se hace confuso.

El hombre-lobo sobrevivirá en tanto

sigamos luchando con la bestia, que

anida en nuestro interior, pero sus

modernas

encarnaciones

— Lobos

humanos, Aullidos, Un hombre-lobo


americano en Londres— sugieren que

el salvaje ha ganado la partida y

merodea en las calles de la jungla

urbana.

El invasor extraterrestre, el coco de

la era Eisenhower, volvió a ponerse de

moda con películas como Alien y la

nueva versión de El enigma de otro

mundo ( La cosa, dirigida por John

Carpenter), pero fue transformado por

las anhelantes fantasías de Spielberg en

un bondadoso salvador venido del cielo.

El legado automático de Encuentros en

la tercera fase y E. T. ha sido una serie

de adorables extra-terrestres, desde la

sirena de Un, dos, tres… splash a los

afables protagonistas de Starman,

Cocoon y ALF.

También han desaparecido los

supervivientes de lejanas culturas (las

momias, los golems, las criaturas de las

lagunas negras); no pueden mantenerse a

flote en una sociedad en constante

evolución, cuya visión de la historia

antigua no se remonta más allá de los

años cincuenta.

Los monstruos de nuestra era son

menos exóticos y, por desgracia, más

sintomáticos que sus predecesores. Una


locura insensata anima las páginas de

una de las mejores novelas de terror de

los años ochenta, Red dragon, de

Thomas Harris. Los niños maltratados

son el implacable tema de las

popularísimas

novelas

de

V.

C.

Andrews, mientras que la disolución de

la familia y el matrimonio es una

obsesión constante en la narrativa de

Charles L. Grant. Las lacras de la

sociedad moderna —en especial las

enfermedades venéreas— contaminan

las películas de David Cronenberg. La

decadencia urbana es el telón de fondo

en el que Ramsey Campbell sitúa todos

sus cuentos. Stephen King se encarniza

en el mal funcionamiento de la vida

cotidiana, dando rienda suelta a las más

mezquinas tiranías de nuestra sociedad

de

consumo:

nuestros

bienes

domésticos, nuestros coches y camiones,

el perro del vecino.

El monstruo más simbólico de los


años ochenta nos parece todavía más

familiar. Les llamamos zombis, pero

como dice un personaje de El día de los

muertos, de George A. Romero: «Ellos

son nosotros».

EL MUERTO DE AL LADO

Los zombis han formado parte del

catálogo de monstruos desde principios

de siglo, cuando la práctica del vudú

proveniente de las Indias Occidentales

ganó cierta reputación; sus relatos de

muñecos diabólicos, sacrificios paganos

y muertos vivientes se convirtieron en el

tema central de algunas películas ya

clásicas, como White zombie con Bela

Lugosi, y Caminé con un zombi,

producida por Val Lewton y dirigida por

Jacques Tourneur.

Sin embargo, el zombi moderno nace

en 1968, cuando el realizador de

Pittsburgh George A. Romero consiguió

rodar con el más bajo de los

presupuestos La noche de los muertos

vivientes. En ésta, y en sus dos secuelas,

Zombi y El día de los muertos, Romero

traslada los zombis a un marco

contemporáneo,

abandonando

los
atavíos rituales del vudú para presentar

una visión horriblemente prosaica del

vecino fallecido. Arrastrando los pies,

silenciosos, la mirada perdida en la

lejanía, son los individuos que toman la

última copa en algún bar o que

devuelven el cambio en un peaje de la

autopista; en Zombi, Romero los

equipara a dependientes de galerías

comerciales, pálidos reflejos de los

maniquíes alineados en los escaparates.

Desde el punto de vista de Romero,

y de los entusiastas pastiches del

italiano Lucio Fulci, los zombis

encarnan la pesadilla liberal: masas

apiñadas, ansiosas de una bocanada de

aire puro, que llegan a tu puerta con un

solo pensamiento en la mente. «Quieren

comerte», reza el fascinante pasquín

publicitario de Zombi 2, de Fulci; su

mordedura es infecciosa, provoca una

muerte momentánea y la nueva vida se

integra en un todo canibalístico, vacuo y

estúpido.

Romero y Fulci, así como escritores

de la talla de Setphen King ( La hora del

vampiro),

Peter

Straub

( Floating
dragon) y Thomas Tessier (en su

brillante Finishing touches), subvierten

la lección conformista que suele brindar

el cuento de terror tradicional, los

zombis, nos dicen, simbolizan el

conformismo (ciego e insensato a escala

nacional) que ha aportado tanto miedo a

nuestras vidas cotidianas. La intrusión

del terror nos permite ver nuestro mundo

con claridad, conocer sus peligros y sus

posibilidades. De lo contrario, como los

ciudadanos de la más memorable

narración de Clive Barker, En las

colinas, las ciudades; que se unen para

dar forma a un gigante y marchar a la

batalla, estamos condenados:

Popolac se volvió hacia las

colinas,

sus

piernas

daban

zancadas de más de medio

kilómetro

de

largo.

Cada

hombre, cada niño y cada mujer

de

aquella
torre

hirviente

estaban ciegos. Sólo veían a

través de los ojos de la ciudad.

No pensaban, tenían tan sólo los

pensamientos de la ciudad. Se

creían inmortales en su pesada,

implacable fuerza. Inmensa, loca

e inmortal.

En El día de los muertos, los

últimos vestigios del orden racional,

soldados y científicos, quedan atrapados

en una base subterránea de misiles con

los detritos de la civilización, desde

vehículos recreativos abandonados hasta

copias de declaraciones negativas del

impuesto sobre la renta. Los zombis

aguardan en la superficie, símbolos

ambulantes de la definitiva necedad: la

lucha por el poderío nuclear. En La

noche… y Zombi, Romero expuso las

típicas soluciones tan caras a Estados

Unidos (religión, familia, consumismo,

armamento

superior),

pero

no

funcionaron. En la primera secuencia de

El día… el científico jefe se está

devanando los sesos para encontrar algo


que haga portarse bien a los zombis: él,

por supuesto, está loco de remate.

Somos

nosotros

quienes

debemos

aprender a no comportarnos como

zombis.

Al

final,

los

únicos

supervivientes son aquellos que rehúsan

someterse y se rebelan contra la estéril

parodia de la autoridad; hallan una vía

de escape muy simbólica: ascienden por

un

silo

de

misiles

balísticos

intercontinentales

encuentran

un

paraíso de paz.

UNA MIRADA A LA OSCURIDAD

La buena literatura de terror nunca

ha girado alrededor de los monstruos,


sino de los hombres. Descubre algo

importante sobre nosotros, algo oscuro,

a veces monstruoso… y, por lo general,

de mal gusto. El arquetipo de la Caja de

Pandora es el origen de sus relatos: el

tenso conflicto entre placer y miedo,

latente cuando nos enfrentamos a lo

prohibido y a lo desconocido. Mientras

pasamos las páginas, la Caja se abre;

los tabús de nuestras vidas quedan

expuestos a la luz, y se ponen a prueba

los

límites

del

comportamiento

aceptable.

Sus

escritores

sacan

literalmente a rastras nuestros terrores

de las sombras y nos obligan a

contemplarlos con desesperación… o

alivio.

¿Y por qué no? ¿A quién no le

apetece ver lo que hay detrás de la

máscara del Fantasma de la Ópera? Ya

sabemos que no será hermoso, pero, aun

así, no nos abstenemos de pedir:

«Enseñádmelo».

No queremos decir con esto que la


buena literatura de terror sea por

definición explícita o clarificadora. La

narrativa de Clive Barker o de David

Morrell —autores conocidos por la

dureza de sus imágenes— es gráfica, a

menudo

implacable,

pero

nunca

meramente explícita.

¿Cuántas veces se han sentido

decepcionados

por

la

adaptación

cinematográfica de alguna de sus

novelas de terror favoritas? La razón es

muy simple: el director plasmó sus

propias imágenes, no las que ustedes

veían mentalmente cuando leían el libro.

La lectura es un acto íntimo, en el

que escritor y lector comparten la

imaginación. Su poder se acrecienta

cuando el argumento saca a flote

nuestros terrores más profundos y

oscuros. Cuando un escritor elige

imágenes explícitas, expulsando sus

temores ocultos, priva al lector de

compartir el acto de creación.


Sin embargo, critico la actual

tendencia hacia una literatura de terror

explícita por razones más importantes.

Demasiados

proveedores

«al

por

mayor» parten de la base de que el

propósito de la literatura de terror es

conseguir la sumisión del lector. Se

complacen en esas tácticas groseras que,

tan bien conocen los directores de cine:

la mano que aparece por sorpresa, el

repentino primer plano sobre un cadáver

mutilado… Con todo, el sobresalto es

una experiencia visceral, una sobrecarga

sensorial de la que nos recuperamos,

por suerte, con gran rapidez.

La buena literatura de terror no

busca el sobresalto, sino la emoción: se

infiltra bajo nuestra piel y se queda con

nosotros, prueba suficiente de que la

fuerza de la imagen reside en el

contexto.

Estilistas

como

Dennis

Etchison y M. John Harrison provocan

más terror mediante una sombra

deslizante o una mancha fugitiva que los


litros de sangre derramada en la mayoría

de las películas del género. El sello

distintivo de todos los escritores que

han colaborado en esta antología es su

capacidad de no sólo asustar al lector,

sino de turbarlo, de invocar un misterio

que permanecerá una vez cerradas las

páginas del libro.

La innegable seducción de la

literatura de terror descansa en su

habilidad para ver en la oscuridad, en

explorar el vacío que acecha tras la

fachada del orden. El género es

responsable de incontables películas y

libros de bolsillo cuyo único propósito

es dar un susto tras otro a base de

engaños; pese a todo, en sus momentos

más penetrantes, aquellos de inmaculada

claridad

de

discernimiento

que

llamamos arte, la literatura de terror no

se fundamenta en el engaño.

Nos comunica una sola certeza: que,

en palabras de Hamlet, «todo lo que

vive ha de morir». No buscamos

respuestas a este enigma; sabemos,

aunque de modo instintivo, que es


cuestión de fe. Lo que buscamos es un

método de confesar nuestras dudas,

nuestras

incredulidades,

nuestros

temores, y el relato de terror ofrece la

rara oportunidad de reír y llorar sobre el

hecho de nuestra mortalidad.

Cuando entramos en el parque de

atracciones del terror descendemos al

último abismo: vemos la noche más

oscura. Al salir, una vez hemos pasado

de las tinieblas a la luz, no podemos

olvidar que nos hemos enfrentado con

nuestros más ocultos temores y hemos

sobrevivido.

Y ya estamos dispuestos a probarlo

otra vez.

¿Qué es lo que confiere calidad a la

literatura de terror?

La presente obra[2] es mi respuesta.

Trece historias creadas especialmente

para este libro por las voces más

consistentemente

originales

inquietantes

de

la

narrativa
contemporánea. A cada uno se le ofreció

la

oportunidad

de

trabajar

sin

limitaciones de estilo, argumento o

extensión; los resultados van desde el

cuento breve a la novela corta.

El producto final es un excepcional

tapiz literario tejido con hebras de prosa

oscura y decididamente idiosincrásica:

del entusiasmo maníaco de Stephen King

y David Morrell al erotismo amanerado

de Thomas Tessier y Whitley Strieber,

del elegante ingenio de Paul Hazel y

Thomas

Ligotti

al

simbolismo

enigmático de M. John Harrison y Jack

Cady.

Trece

voces

genuinas

individuales. Aflora de vez en cuando

algún elemento de homage (en especial

a Henry James, Arthur Machen y Joseph


Conrad), pero estos relatos forman parte

de una raza a extinguir, la clase de

narrativa que, en palabras del esforzado

capitán Lou Albano, «se imita a menudo,

pero nunca se iguala».

En mi cuaderno de notas encontré

una frase tomada de un texto de

psicología largo tiempo olvidado: «Si

abres la luz con mucha rapidez, verás la

oscuridad».

Los

escritores

aquí

antologados son esa luz, que brilla con

gran intensidad. Éstos son sus relatos:

visiones singulares de los abismos más

oscuros de nuestros sueños.

Varias personas me ayudaron a hacer

posible este libro; a todas ellas quiero

dedicarles

unas

palabras

de

agradecimiento:

Para mi esposa Lynne, cuyas

aportaciones mejoraron el libro en todas

sus fases; para Mike Dirda, Charlie

Grant y Howard Morhaim, mi agente,

por su amistad y buenos consejos; para

Gianni Scattolini, por saber las palabras


precisas; y, sobre todo, a mi asesora

editorial, Hilary Ross. Después de todo,

fue idea suya.

DOUGLAS E. WINTER

Alexandria, Virginia

En la corte del rey

Carmesí

El agua empapa la tierra,

pero la sangre salpica e impregna

los cielos.

JOHN WEBSTER

El Aviador Nocturno

Stephen King

STEPHEN KING, nacido en 1947 en

Portland (Maine), es el más popular

escritor de terror en toda la historia, y

también el más prolífico, con cuatro

guiones para el cine, noventa cuentos,

cuatro recopilaciones y veinte novelas

(incluyendo las más recientes, Misery y

The Tommyknockers) en su haber.

Aunque

cada

novela

tiene

sus

defensores, mis dos favoritas son La

hora del vampiro y La zona muerta.

Ambas se cruzan en El Aviador


Nocturno.

Dees no empezó a interesarse en el

asunto, a pesar de su permiso de piloto

privado, hasta el tercer y cuarto

asesinatos. Entonces husmeó la sangre.

—No intento hacer un juego de

palabras —le dijo al director de Inside

View,

que

se

limitó

mirarle

inexpresivamente—. ¿Todavía no han

caído en la cuenta los de la prensa

seria? Me refiero a la semejanza.

El director, Morrison, montó en

cólera. Siempre montaba en cólera

cuando Dees usaba esa frase, uno de los

motivos por los cuales la repetía tan a

menudo. Bueno, si Morrison quería

engañarse creyendo que un semanario de

tres al cuarto especializado en titulares

como MIS GEMELOS SON EXTRA-

TERRESTRES, MUJER VIOLADA LLORA y

MUJER MALTRATADA SE COME A SU

MARIDO formaba parte de la prensa

seria, allá él. Dees había visto llegar y

marcharse a muchos directores. Había

trabajado para Inside View el tiempo


suficiente para saber exactamente lo que

era:

un

comecocos

que

obesas

hausfraus[3] compraban en el mostrador de la caja y devoraban frente a

lacrimógenos seriales junto con su

helado favorito.

Sin embargo, a lo largo de sus

catorce años en View, Dees había

olfateado de vez en cuando la sangre;

sangre auténtica, no la basura habitual.

Después de los dos asesinatos

cometidos en Maryland por el hombre al

que había bautizado mentalmente como

el Aviador Nocturno, pensó que captaba

de nuevo ese olor inconfundible.

—Si te refieres a que alguien haya

insinuado que se trata de crímenes

relacionados entre sí, la contestación es

«no»

—respondió

con

sequedad

Morrison.

«Pero no tardarán en hacerlo»,

pensó Dees.

—Pero no tardarán en hacerlo —


dijo Morrison—. Si hay otro…

—Dame los recortes —pidió Dees.

Los leyó, esta vez con suma

atención, y lo que leyó le dejó atónito.

«Nunca había visto esto», pensó, y

luego: «¿ Por qué no lo he visto nunca?».

Pensó que Morrison era tonto de remate.

Además, sabía que Morrison intuía lo

que pensaba. A Dees no le había

importado hasta hoy. Después de catorce

años en la empresa era el miembro más

antiguo, el mayor cerdo de la pocilga,

por

decirlo

de

alguna

manera,

habiéndole ofrecido dos veces el puesto

de director, con sendas negativas por su

parte. Morrison era el noveno director

bajo cuyas órdenes servía (y uno de

ellos, la deliciosa aunque inepta

Melanie Briggs, estuvo bajo las suyas…

de una forma mucho más informal, por

supuesto).

Pero si Morrison era tonto de

remate, ¿cómo había podido ser el

primero en descubrir la pista del

Aviador Nocturno?

Por un momento —sólo por un


momento—, en su mente aleteó la idea

de que estaba quemado, algo muy común

en la profesión, como bien sabía. Podías

pasarte un montón de años escribiendo

sobre platillos volantes que se llevaban

pueblos brasileños enteros (relatos

ilustrados, muy a menudo, con bombillas

desenfocadas que pendían al extremo de

un hilo contra un fondo de fieltro negro)

o papás en el paro que hacían picadillo

a sus retoños como quien corta leña para

el fuego. Te rebajabas a producir

montones de basura con la máquina de

escribir. Ganabas mucho dinero, pero la

basura no deja de ser basura, y un día te

despertabas, según le habían contado, y

decidías que ya era hora de buscar otro

trabajo.

Había oído la historia muchas veces,

pero nunca hubiera pensado que le

sucedería a él.

«Y no es así», insistió su mente,

pero se sentía inquieto.

Rediós, ¿cómo podía habérsele

pasado a él por alto?

Una semana más tarde voló a

Wilmington (Carolina del Norte)… Pura

corazonada.

Bueno…, instinto, por decir algo.


El instinto del criminal.

Era verano, y en el Sur la vida

discurría plácidamente y el algodón

crecía alto —eso decía la canción, al

menos—, pero Dees tenía grandes

dificultades para llegar al pequeño

aeropuerto de Wilmington, utilizado sólo

por una compañía importante, la

Piedmont, algunas líneas locales y

muchos aviones privados. En la zona

había fuertes tormentas, y Dees se

hallaba a ciento cuarenta kilómetros del

aeropuerto; daba tumbos en el aire

inestable, miraba el reloj y maldecía.

Eran las ocho y cuarenta y cinco minutos

de la tarde, la hora para la que había

obtenido permiso de aterrizaje y

faltaban menos de cuarenta minutos para

la puesta de sol oficial. Ignoraba si el

Aviador Nocturno cumplía las normas

tradicionales, pero el olor a sangre era

más intenso que nunca.

Había encontrado el lugar y el

Cessna Skymaster exactos.

Lo sabía.

El Aviador Nocturno podía haber

elegido Virginia Beach, o Charlotte, o

Birmingham, o incluso algún lugar más

al sur, pero los dos últimos asesinatos se

produjeron en el fangoso aeropuerto de


Maryland, y Dees había llamado a todos

los aeropuertos situados al sur de

Wilmington que parecían accesibles al

Aviador. Había telefoneado desde el

aparato Touch Tone de su habitación en

el motel Days Inn hasta que se le cansó

el dedo.

Ni un avión privado había aterrizado

la noche anterior en ninguno de los

aeropuertos más a propósito, y el

Cessna Skymaster 337 tampoco. Nada

sorprendente, teniendo en cuenta que

eran los Toyotas de la aviación privada.

Pero el Cessna 337 que había tomado

tierra anoche en Wilmington era el que

andaba buscando. Ignoraba cómo lo

sabía, pero el hecho es que lo sabía. Un

detalle importante para apuntalar la

historia (y cada vez estaba más

convencido de que había una historia,

tal vez lo bastante grande como para que

la primicia del National Enquirer sobre

el asunto Belushi-Smith perdiera todo

interés), y quizá también para saber algo

que

necesitaba

saber:

no

estaba
quemado. Un lapso, tal vez, pero eso era

todo. Aún seguía en forma.

De momento.

—N471B, aterrice en la pista 34 —

dijo lacónicamente la voz de la radio—.

Rumbo 160. Descienda y manténgase a 3

000.

—Rumbo 160. Bajando de 6 a 3

000. Mensaje recibido.

—Y vaya con mucho cuidado, hace

un tiempo de perros.

—Recibido —dijo Dees, pensando

si el Labriego John del barril de cerveza

al que llamaban torre de control del

tráfico aéreo de Wilmington le estaba

tomando el pelo.

Sabía que en la zona hacía un tiempo

de perros; veía con toda claridad las

masas de cúmulos y los rayos que, como

gigantescos

fuegos

artificiales,

descargaban en su interior. Había

pasado los últimos cuarenta minutos

volando en círculos, y tenía la sensación

de estar sobre un pogo saltarín y no a

bordo de un Beechcraft de dos motores.

Prolongar la situación ocho o doce

minutos más hubiera ocasionado una

merma considerable de sus reservas de


combustible, y se habría visto obligado

a desviarse hacia Charleston. Las

auténticas

historias

de

terror

escaseaban, pero como había dicho, o

debiera haber dicho un gran sabio,

ninguna

historia,

ni

siquiera

tan

extraordinaria como la del Aviador

Nocturno, merecía la pena de morir por

ella.

Desconectó el piloto automático, que

le había hecho dar vueltas una y otra vez

sobre el mismo estúpido pedazo de

terreno, apenas entrevisto, de Carolina

del Norte. Allí abajo no había algodón,

ni alto ni de ningún otro tipo, sino un

puñado de campos de tabaco inservibles

invadidos de kudzú. Dees se alegró de

dirigir el morro de su avión hacia

Wilmington y siguió al pie de la letra las

instrucciones

para

aterrizar,
supervisadas por el piloto, el Control

del Tráfico Aéreo y la torre.

Cogió el micrófono y pensó en darle

un susto al Labriego John, preguntándole

si había advertido la presencia de algún

cadáver de uno u otro sexo vaciado de

sangre, pero, luego lo volvió a poner en

su sitio. Todavía faltaba media hora para

el ocaso. Había comprobado la hora

oficial de Wilmington en camino desde

el Aeropuerto Nacional de Washington.

No, si nadie había muerto allí la noche

anterior podían considerarse a salvo…,

por el momento.

Dees creía que el Aviador Nocturno

era un auténtico vampiro tanto como

creía de pequeño en que el Ratoncito

Pérez le había dejado las monedas de

veinticinco centavos debajo de la

almohada, pero si el tipo pensaba que

era un vampiro —y Dees estaba

convencido de que así era— quizá sería

suficiente para que se ajustara a las

reglas.

La vida, en fin de cuentas, imita al

arte.

El conde Drácula con permiso de un

piloto privado.

«Hay que admitir que queda fino»,

pensó Dees.
El

Beech

experimentó

fuertes

sacudidas cuando atravesó una espesa

capa de cúmulos en su firme descenso.

Dees blasfemó y estabilizó el avión, al

que cada vez parecía entristecer más el

tiempo.

«Estamos juntos en esto, chico»,

pensó Dees.

Cuando salió de las nubes distinguió

claramente las luces de Wilmington y de

Wrightsville Beach.

«Sí, señor, a las gordas les va a

gustar ésta —pensó mientras los truenos

retumbaban en el lado de la puerta—.

Comprarán tropecientos millones de

copias de esta criatura cuando vayan a

Kroger’s».

Pero eso no era todo, y él lo sabía.

Ésta

podía

ser…,

bueno…,

cojonudamente buena.

Ésta podía ser auténtica.

«Hubo un tiempo en que una palabra

semejante no habría cruzado por tu


mente, colega —pensó—. A lo mejor te

estás quemando».

REPORTERO DEL «INSIDE VIEW».

CAPTURA AL AVIADOR NOCTURNO

MANÍACO.

REPORTAJE EXCLUSIVO SOBRE LA

DETENCIÓN DEL AVIADOR NOCTURNO

BEBEDOR DE SANGRE.

«NECESITABA HACERLO», DECLARA

EL IMPLACABLE DRÁCULA.

«No es exactamente ópera», hubo de

admitir Dees, pero sonaba igual de bien.

Pensó que sonaba como un himno

celestial.

Tomó de nuevo el micrófono y

oprimió el botón. Sabía que el Aviador

continuaba allí, como sabía que no se

sentiría a gusto hasta asegurarse sin

duda alguna.

—Wilmington, aquí N471B. ¿Sigue

en la rampa un Skymaster 337 de

Duffrey, Maryland?

—Eso parece, amigo. Ahora no

puedo hablar, hay tráfico aéreo —se oyó

a través de la estática.

—¿Tiene las toberas pintadas de

rojo? —insistió Dees.

Por un momento pensó que no

obtendría respuesta.

—Sí, toberas rojas. Corte el rollo,


N471B, si no quiere que le meta una

multa de la Comisión Federal de

Comunicaciones. Hay demasiados peces

para freír esta noche, y no tengo

bastantes sartenes.

—Gracias, Wilmington —dijo Dees

en el tono de voz más amable que pudo.

Colgó el micrófono y le hizo un gesto

obsceno con el dedo, pero sonreía entre

dientes, sin apenas reparar en las

sacudidas que experimentaba el avión al

atravesar otra capa de nubes. Un

Skymaster pintado de rojo, y apostaría

el sueldo del año que viene a que si el

tonto de la torre no hubiera estado tan

ocupado le habría confirmado el número

de matrícula: N101BL.

Cristo, había encontrado al Aviador

Nocturno. Le había encontrado, aún no

estaba oscuro del todo y, por imposible

que pareciera, la policía no había hecho

acto de presencia. De todos modos,

aunque los polis estuvieran en el

aeropuerto para investigar el Cessna,

seguro que el Labriego John habría

hablado de lo mismo: tráfico aéreo y

mal tiempo, como si no hubiera cosas

mejores que comentar.

«Quiero tu foto, hijoputa —pensó


Dees. Ya podía ver las luces de

aproximación, destellos blancos en la

oscuridad—. En su momento escribiré tu

historia, pero antes que nada la foto».

Sólo una.

Inclinó más el avión, ignorando las

señales. Tenía el rostro pálido y rígido,

y los labios levemente entreabiertos

revelaban sus dientes blancos, pequeños

y brillantes.

A la luz combinada del ocaso y del

cuadro de instrumentos, Richard Dees

recordaba bastante a un vampiro.

Inside View carecía de muchas cosas

(sutileza, por ejemplo, o excesivo

interés por los matices de las historias

sobre las que informaba), pero poseía

una virtud innegable: un sensacional

olfato para los horrores. Merton

Morrison era un pedazo de idiota

(aunque no tanto como Dees había

supuesto en un principio), pero Dees

tenía que darle algo… Recordaba las

dos cosas que habían catapultado al

éxito a Inside View. En primer lugar,

charcos de sangre. En segundo, puñados

de tripas.

Bien, aún había fotos de niñas

monas, predicciones psíquicas y dietas

de las que surten efecto sin que el


interesado deba abstenerse de nada,

excepto de lo que a él o a ella (a ella,

por lo general) no le gusta, pero

Morrison había comprendido el cambio

de actitudes de la época cuando tomó las

riendas. Dees suponía que por eso había

durado tanto en su puesto (y, quizá

también por lo mismo, estaba un poco

celoso del director, con su pelo cortado

a cepillo, sus delicados piececillos y su

boquilla). Los hijos de las flores del

sesenta y ocho se habían convertido en

los caníbales del ochenta y ocho. El

signo de la paz había seguido el mismo

camino de la chaqueta estilo Nehru y el

peinado de los Beatles. Los héroes del

país eran Rambo y Bernhard Goetz, el

justiciero del metro. La tirada de Insidie

View, que había bajado en picado a

finales de los setenta y aún más a

principios de los ochenta, comenzó a

remontarse de nuevo bajo la doble

administración de aquel par de idiotas,

Ronald Reagan y Merton Morrison.

Dees no dudaba de que todavía

existía un público para Todas las cosas

brillantes y hermosas, pero el de Toda

la basura repugnante y sanguinolenta

había aumentado considerablemente.


Los partidarios de la primera contaban

con James Herriot; los de la segunda,

con Stephen King e Inside View.

La diferencia, según Dees, es que

King inventaba su material.

Los corresponsales recibieron el

mensaje seis meses después de que el

nombre de Morrison colgara de la

puerta del director: «De todos modos,

paraos a oler las rosas cuando vayáis a

trabajar, pero, en cuanto lleguéis, abrid

bien las ventanas de la nariz y husmead

la sangre».

Y, en lo referente a sangre, ningún

olfato como el de Richard Dees.

Por eso era Dees, y ningún otro

excepto Dees, el que volaba esta noche

hacia Wilmington, mientras Gloria Swett

se dirigía a Nashville en busca de lo que

parecía el gran reportaje…, con las

bendiciones de Dees. Puesto que la

cantante de country & western enferma

de sida no era nada comparado con esto.

Instinto.

Instinto

transformado

en

conocimiento: el conocimiento de que

existía un monstruo humano que, en

apariencia, pensaba que era un vampiro,


un monstruo cuyo nombre Dees ya

conocía, pero que no había mencionado

a nadie más que a Morrison. Un nombre

que empezaría a sonar muy pronto. Y, en

ese momento, estaría impreso en los

tablones de anuncios de todos los

mostradores de las cajas de todos los

supermercados de Estados Unidos…,

aterrorizando a todos los clientes en

grandes caracteres.

«Atención, señoras y buscadores de

sensaciones —pensó Dees—, ustedes no

lo saben, pero un hombre muy malo

(quizá una mujer, pero casi seguro un

hombre) les va a salir al encuentro.

Leerán su nombre auténtico y lo

olvidarán, pero carece de importancia,

porque recordarán el nombre que yo le

di, el nombre que le colocará a la misma

altura de Jack el Destripador, el

Descuartizador de Cleveland y la Dalia

Negra».

El AVIADOR NOCTURNO: PRONTO

EN EL MOSTRADOR DE LA CAJA MÁS

CERCANA.

Muy pronto.

«La historia en exclusiva, la

entrevista en exclusiva…, pero lo que

más deseo es su foto en exclusiva».


Consultó otra vez su reloj y se

permitió una fracción infinitesimal de

reposo (lo máximo que Richard Dees se

podía relajar; era uno de esos hombres

que sólo cuentan con dos velocidades,

cero y sobreacelerada). Aún quedaba

casi media hora para que oscureciera

por completo. Aterrizaría junto al

Skymaster blanco con toberas rojas (y la

inscripción N101RL pintada en rojo en

la cola) en menos de quince minutos.

¿Dormiría el Aviador en la ciudad o

en algún motel de las afueras?

Dees no opinaba así, puesto que los

cuatro asesinatos habían sido cometidos

en los propios aeropuertos.

Una de las razones de la popularidad

del Skymaster, además de su precio

relativamente bajo, residía en que era el

único avión de su tamaño que albergaba

una bodega, no mucho mayor que el

maletero de un escarabajo Volkswagen,

pero con capacidad suficiente para tres

maletas grandes o cinco pequeñas… e

incluso para un hombre dormido o

acuclillado, siempre que no igualara las

dimensiones de un jugador profesional

de baloncesto. El Aviador Nocturno

podía esconderse en la bodega del

Cessna con la condición de que: a)


durmiera en posición fetal con las

rodillas apoyadas en la barbilla, b)

estuviera lo bastante chiflado para

pensar que era un vampiro de verdad, o

c) ambas a la vez.

Dees apostaba por la tercera

posibilidad.

— ¿Que si encontré algo donde el

avión había estado aparcado? , preguntó

el no demasiado sobrio mecánico del

pequeño

aeropuerto

de

Maine,

repitiendo una de las inspiradas e

instintivas preguntas de Dees. Se lo

volvió a pensar. Dees no le presionó.

Sabía cuándo presionar y cuándo

esperar. De nuevo el instinto.

El mecánico resultó ser un viejo

chiflado que llevaba un mono tan

manchado que apenas se podía leer el

nombre Ezra cosido con hilo dorado

sobre la tetilla derecha. El mono, bajo la

capa negra de aceite, era de color azul.

La gorra ladeada sobre la cabeza era

naranja fluorescente, adornada con unas

huellas dactilares aceitosas tan claras

que hubieran admirado a un poli de


Nueva York. Se acariciaba una barbilla

que desde hacía tres o cuatro días no

entraba en contacto con una hoja de

afeitar. Tenía los ojos inyectados en

sangre. El único olor más fuerte que el

de aceite o sudor que uno percibía al

acercarse era intenso e hiriente. El viejo

se habría revolcado en un campo de

enebros o trasegado enormes cantidades

de ginebra. Con todo, Dees se alegró de

que su avión no precisara ningún

servicio ese día.

Aguardó con las manos hundidas en

los bolsillos de sus caros pantalones.

— Es curioso que me lo pregunte,

porque si que encontré algo.

Arrastraba las palabras al hablar.

— Un gran montón de mierda.

Miró a Dees, que había formulado la

anterior pregunta:

— ¿De veras?

— Oh, y tanto. Le pegué una patada

con la bota.

Una pausa.

— Algo asqueroso.

Otra pausa.

— Esa jodida mierda estaba llena

de gusanos.

Una tercera pausa.

— Y de bichos similares —terminó


el mecánico.

Ahora que el altímetro estaba

bajando de cuatro a tres mil pies de

altura, Dees pensó: «No te alojas en

hoteles ni moteles, amigo, ¿verdad?

Cuando juegas a ser vampiro eres como

Frank Sinatra…, lo haces a tu manera.

¿Sabes lo que creo? Creo que cuando se

abra la bodega de ese avión, lo primero

que veré será un montón de tierra de

cementerio (y aunque no sea así puedes

apostarte los incisivos superiores a que

el reportaje empezará de esta forma) y

luego una pierna embutida en unos

pantalones de esmoquin, y luego la otra,

porque estarás vestido, ¿no? Oh,

querido, creo que irás vestido como en

la década de mil ochocientas noventa,

vestido para matar, si me apuras, y ya

tengo el carrete metido en la cámara, y

cuando vea esa capa…».

Ahí

se

interrumpieron

sus

pensamientos; ahí se cortaron tan

limpiamente como una rama partida.

Porque fue en ese momento cuando

las luces blancas parpadeantes de ambos


lados de la pista de aterrizaje se

apagaron.

El mecánico aficionado a la ginebra

era un empleado del aeropuerto del

condado de Cumberland, un nombre más

bien

pomposo

para

un

diminuto

aeropuerto

que

consistía

en

dos

cobertizos prefabricados y dos pistas

que se entrecruzaban. Como una de las

pistas estaba alquitranada, y Dees nunca

había tomado tierra en una de polvo,

eligió la primera. El modo en el que su

Beech 55 (gracias al cual estaba

empeñado hasta las cejas y un poco

más)

rebotó

cuando

aterrizó

le

convenció de probar la otra para

despegar. La encontró tan suave como el

pecho de una colegiala.


Ah, el aeropuerto también contaba

con un indicador de vientos, lleno de

parches como los calzoncillos de papá,

pero allí estaba. «La tecnología llega al

quinto infierno —pensó Dees—. Que

nunca cesen los milagros».

El Condado de Cumberland era el

más poblado de Maine, pero la ciudad

que le daba nombre era la apoteosis de

Cutrelandia. Se hallaba entre una

localidad aún más pequeña (y casi

abandonada),

bautizada

con

el

improbable nombre de Jerusalem’s

Lot[4], y otra más grande y rica llamada Falmouth. Una visita a la comisaría de

policía de Falmouth para recabar más

pormenores del caso convenció a Dees

de dos cosas: la primera, que los polis

de Falmouth no se consideraban unos

patanes. La segunda, que, en realidad, lo

eran.

El

campo

de

aterrizaje

de

Cumberland existía gracias a las tarifas


que

pagaban

los

acaudalados

veraneantes, que lo consideraban de más

rápido y fácil acceso que el de Portland,

cada año más congestionado de tráfico

aéreo. Falmouth, fuera o no una ciudad

de paletos, tenía una buena playa… y

una gran panorámica del golfo.

Además, las tarifas de aterrizaje en

el

aeropuerto

del

condado

de

Cumberland

apenas

alcanzaban

el

veinticinco por ciento de las de

Portland.

Dees llegó en pleno verano, cuando

el lugar estaba en su apogeo…, lo que

significaba que había pasado del sopor

invernal a un sueño ligero. O sea que el

aeropuerto, en lo más álgido de la

temporada,

había

contratado
la

deslumbrante cifra de cuatro empleados:

dos mecánicos y dos controladores de

tierra (los controladores de tierra

también vendían chips, cigarrillos y

gaseosas y, en palabras del aficionado a

la ginebra, el controlador de noche

asesinado, Claire Bowie, preparaba

excelentes hamburguesas con queso).

Tanto mecánicos como controladores

hacían las veces de conserjes y de

hinchadores de neumáticos, y no era raro

que se vieran obligados a salir

corriendo del lavabo, donde estaban

limpiando el retrete con un estropajo,

para conceder un permiso de aterrizaje y

asignar una pista del laberinto de dos

con el que contaban.

Esto significaba una tarea tan

abrumadora que el controlador de noche

del aeropuerto del condado apenas

podía dormir seis horas…, a veces.

Poco antes del amanecer del día

nueve de julio, un Cessna 337, matrícula

N101BL, había solicitado por radio

permiso de aterrizaje a Claire Bowie.

Bowie era un solterón que trabajaba en

el turno de noche del aeropuerto desde

1954, cuando los pilotos abortaban con


frecuencia sus aterrizajes (maniobra

conocida comúnmente como «frenado»)

por culpa de las vacas que haraganeaban

en medio de la única pista que existía en

aquella época.

Bowie recibió la llamada del

Skymaster a las cuatro y treinta y dos de

la madrugada, y concedió el permiso

solicitado a las cuatro y treinta y seis.

La hora de aterrizaje que anotó fueron

las cuatro y cuarenta y nueve; consignó

el nombre del piloto, Dwight Renfield, y

el punto de partida del N101BL, Bangor,

en Maine. Las horas eran sin duda

correctas. Lo demás, pura basura.

Bowie no encontró en el archivo

ningún plan de vuelo de un Cessna

N101BL que hubiera despegado de

Bangor o de otro punto, pero supuso que

el controlador de día lo había archivado

mal, o quizá lo había usado para secar el

café derramado de una taza, y no hizo el

menor esfuerzo para verificarlo con

Bangor.

En el aeropuerto del condado, la

atmósfera era relajada y una tarifa de

aterrizaje era una tarifa de aterrizaje.

Dees había hecho comprobaciones

en Bangor y, por lo que allí sabían, el

N101BL había surgido de la nada.


En cuanto al nombre del piloto, se

traba de una broma grotesca. Dwight era

el nombre de un actor llamado Dwight

Fyre, y éste había interpretado, entre una

plétora de otros papeles, el de Renfield,

un babeante lunático cuyo ídolo era el

vampiro más famoso de todos los

tiempos.

Pero, supuso Dees, llamar por radio

a la Unidad de Comunicaciones y

preguntar por un permiso de aterrizaje a

nombre del conde Drácula levantaría

sospechas incluso en un lugar tan

adormecido como aquél.

Levantaría.

Aunque no estaba seguro del todo.

Después de todo, como había dicho

el adicto a la ginebra, una tarifa de

aterrizaje es una tarifa de aterrizaje.

Tarifas de aterrizaje o no (y «Dwight

Renfield»

había

pagado

la

suya

enseguida, al contado, al igual que había

pagado para que le llenaran los

depósitos, y a juzgar por la cantidad de

dinero encontrada en el billetero de


Claire Bowie había añadido una propina

en moneda de curso legal… y generosa),

a Dees le asombraba el indiferente

tratamiento concedido al N101BL.

Después de todo, ésta era una época

marcada por la paranoia de las drogas, y

casi toda la basura era introducida en

pequeños puertos mediante pequeños

barcos, o en pequeños aeropuertos

mediante pequeños aviones (aviones

como el Cessna Skymaster de Dwight

Renfield, por ejemplo). Bowie hubiera

debido mostrarse suspicaz y buscar el

plan de vuelo que faltaba, al menos para

curarse en salud.

Eso es lo que hubiera debido hacer,

pero no lo hizo. Aparte de la propina,

¿recibiría un soborno? En este caso, no

lo guardaba en los bolsillos. El informe

de la policía especificaba una suma total

de noventa dólares. Nadie se presta a un

soborno de noventa pavos, ni siquiera un

patán, para ocultar un avión que quizá

vaya cargado de perico.

Otra teoría: Renfield soborna a

Claire Bowie. Bowie se lleva la pasta a

su apartamento de soltero y la oculta

bajo su ropa interior, o algo así. La

noche siguiente, Renfield, tal vez lleno

de coca hasta los ojos y tan paranoico


de ir mirando atrás que ya tiene

tortícolis, decide matar a Bowie.

Después llegan los polis y, en el curso

de la investigación, uno de ellos

descubre la pasta en un cajón del

tocador de Bowie. El poli desliza el

dinero en su propio bolsillo. Un golpe

de suerte: dinero caído del cielo.

Pero no se sostenía, y Dees lo sabía.

Bowie era conocido por su honestidad.

Dees no había conocido a un hombre

decente en toda su vida, excepto un

médium (quizá el único médium

auténtico que Dees había intentado

reclutar para Inside View) llamado

Johnny Smith, que le había echado a

patadas de su casa y amenazado con

matarle a tiros. Y como Smith había

tratado de asesinar tiempo después a un

miembro

de

la

Cámara

de

Representantes (no al presidente o, al

menos, a un senador, sino a un jodido

representante de Nueva Hampshire),

Dees llegó a la conclusión de que la

insólita honestidad de Smith podía ser


calificada tranquilamente de locura y

olvidada sin más. Sin embargo, Claire

Bowie parecía carecer de vicios que le

impulsaran a aceptar los riesgos que

entrañaba un soborno.

Pero aun en el caso de que lo

hubiera aceptado, para desaparecer

luego en el bolsillo de un poli, ¿qué

pasaba con el resto del personal del

aeropuerto del condado de Cumberland?

No había muchos, pero los suficientes

para que acaso los cuatro se hubieran

pasado el día dando vueltas alrededor

del Skymaster blanco con toberas rojas.

Si Dwight Renfield necesitaba sobornar

a uno, necesitaba sobornar a todos…, y

Dees sabía que no era cierto, porque lo

había preguntado a boca de jarro y

aceptado las negativas (vehementes

negativas en todos los casos) con

serenidad y sin pestañear.

Esa pandilla de patanes yanquis eran

demasiado estúpidos para mentir. Así de

sencillo.

Dees creía poder comprender con

bastante facilidad la falta de interés

manifestada hacia el avión por el amante

de la ginebra. El viejo, que le había

proporcionado casi toda la información,

tenía el aspecto de saber orientarse


desde el único hangar del aeropuerto

hasta los surtidores de gasolina sin

necesidad de un mapa, pero no mucho

más lejos.

Además, fue el único de la pandilla

que contestó a la pregunta de Dees

acerca

del

soborno

con

más

remordimientos que cólera.

¿Y los demás?

Sólo Cristo lo sabía. La culpa se

debía en parte a la falta generalizada de

ordenanzas, tan habitual durante la

administración Carter, que superpobló

los cielos y vació de personal las

pequeños

aeropuertos

cuando

las

compañías locales descubrieron que la

Agencia Federal de Aviación se veía

impotente para prohibirles el acceso a

los más grandes (como el de Portland).

El resto lo puso en la cuenta del dicho

provinciano jamás verbalizado de

ocúpate-de-tus-asuntos-que-yo-me-
ocuparé-de-los-míos.

Pero no era como un Lucky Strike.

No le satisfacía. Ni siquiera sonaba a

cierto.

De modo que enfrentémonos a ello,

tíos: la posible negligencia de un grupo

de mecánicos y controladores aéreos de

una pequeña ciudad no era la clase de

material por la que los lectores de

Inside View perdían el pelo. Que se lo

quedaran The New Republic o Atlantic

Monthly, si querían; Dees quería al

Aviador Nocturno.

El mecánico empapado de ginebra

pareció sorprendido cuando Dees le

preguntó cómo pensaba que Renfield

había salido del aeropuerto.

—Debió de tomar un taxi —dijo.

—¿Claire Bowie dijo algo sobre un

taxi al día siguiente?

El viejo se frotó su hirsuta barbilla.

—No, que yo recuerde.

Dees tomó nota mentalmente de

llamar cuanto antes a la compañía de

taxis de la zona. Empezaba a asumir la

muy razonable posibilidad de que el tipo

durmiera en una cama como todo el

mundo, aunque no estaba dispuesto a

confiar en el mecánico, que daba la

impresión de haber llegado a una etapa


de su vida en que las cosas que no

recordaba

superaban

las

que

recordaba en una proporción de tres a

uno.

—¿Y una limusina?

—No —dijo el borracho con mayor

convicción—. Claire no comentó nada

sobre una limusina, y lo hubiera hecho.

Dees asintió con la cabeza y tomó

nota mentalmente de llamar en segundo

lugar a la compañía o compañías de

limusinas de Falmouth, si las había.

Quería interrogar al resto de los

empleados, si bien no confiaba en

despejar

ningún

interrogante;

el

borracho dijo que había tomado una taza

de café con Claire antes de que éste se

marchara, y otra cuando Claire se

reincorporó al trabajo y él, el borracho,

terminó el turno («sólo que —intuyó

Dees— apuesto a que tu taza de café se

parecía asombrosamente a un vaso de


ginebra, ¿eh, abuelito?»), pero estaba

seguro de que nadie del turno de día

había hablado con Claire.

Había un mecánico nocturno, pero a

primera hora de la mañana, llamó

anunciando que se encontraba mal, y se

había comprobado la veracidad de sus

palabras. Bowie estaba solo cuando lo

mataron, sin contar al Aviador Nocturno,

por supuesto.

Parecía un callejón sin salida.

Iba a darle las gracias al borracho y

marcharse cuando éste dijo:

—El viejo Claire mencionó una cosa

rara —abrió la cremallera de su bolsillo

izquierdo del mono, sacó un paquete de

Chesterfield, se lo tendió a Dees durante

medio segundo y luego cogió uno para

él. Mientras lo encendía miró a Dees de

soslayo con un brillo de astucia en sus

ojillos inyectados en sangre bajo los

párpados

arrugados—.

Quizá

no

signifique nada, pero me parece que

debió de sorprender mucho a Claire,

porque el viejo Claire, ¿sabe?, el viejo

Claire no solía ser muy hablador.

—¿Qué dijo?
—No me acuerdo —contestó el

borracho—. A veces, ¿sabe?, cuando me

olvido de las cosas, un retrato de

Andrew Jackson suele refrescar mi

memoria.

—¿Qué tal uno de Alexander

Hamilton? —preguntó secamente Dees.

Después de reflexionar un momento

(un momento muy corto), el borracho

reconoció que a veces Hamilton surtía

un efecto similar al de diez apretones de

manos. Dees pensó que un retrato de

Benjamín Franklin —joder, hasta uno de

George Washington— habría bastado,

pero él era simplemente un hombre

impaciente, no un completo tacaño.

—Claire dijo que el tío tenía la pinta

de ir a una fiesta de disfraces —dijo el

borracho.

—Ah,

¿sí?

—replicó

Dees,

pensando que si eso era todo no merecía

más que un Franklin—. ¿Dijo por qué

pensó eso?

—Dijo que el tío iba vestido como

en mil ochocientas noventa. Esmoquin,

corbata de seda, todo ese rollo —el


borracho hizo una pausa—. Claire dijo

que el tío llevaba una gran capa y todo.

Roja como una bomba de incendios por

dentro, negra como el ojete de una

marmota por fuera.

»Dijo que cuando flotaba detrás de

él parecía un murciélago con las alas

extendidas, sí señor.

No fue la garganta desgarrada lo que

intrigó a Morrison; en una sociedad en

que enormes dosis de cocaína habían

proporcionado a subnormales profundos

la capacidad de imaginar —y la locura

de realizar— lo que luego desembocó

en ceremonias rituales de venganza, las

gargantas desgarradas no eran lo

bastante

originales

como

para

encandilar a los lectores de Inside View.

Fue, sin embargo, el hecho de que casi

toda la sangre de Claire Bowie había

desaparecido.

Quizá Morrison se comportaba como

un idiota al hacerse ilusiones de que el

trabajo que hacía tenía dignidad o

importancia,

pero

no
era

tonto.

Reconocía una buena historia del tipo

VAMPIRO ASOLA UNA PEQUEÑA CIUDAD

DE MAINE en cuanto la veía, con la

misma rapidez que reconocía una buena

del estilo «¡BIGFOOT ROBÓ MI BEBÉ!»,

LLORA MADRE ANGUSTIADA, o la

favorita de Morrison: LA MITAD DEL

POLITBURÓ SOVIÉTICO ENFERMO DE

SIDA, CONFIESA UN DESERTOR EN UN

INFORME SECRETO DE LA CIA.

En una semana tranquila lo habría

utilizado como «segundo reclamo»

debajo de los titulares, pero Bowie no

había sido asesinado en el curso de una

semana tranquila, lo que, evidentemente,

complacía a Morrison.

Tenía un buen instinto, mejor de lo

que en principio había supuesto Dees, y

ahora intuía que llevaba entre manos una

primicia insuperable.

Su instinto le dijo que el tipo lo

haría otra vez.

En efecto, el tipo lo hizo tres

semanas después. En Alderton (Nueva

York).

Una de las cosas que sorprendieron

a Dees en el caso del Aviador Nocturno


(y considerando lo que había visto de la

naturaleza

el

comportamiento

humanos, podía haber sido la única cosa

que le sorprendiera) era que Alderton

había sido la única parada de una noche

del Aviador Nocturno… y aún no le

habían atrapado.

El aeropuerto de Alderton era

todavía más pequeño que el de

Cumberland; una sola pista de tierra y un

combinado de sala de operaciones y

comunicaciones, apenas un cobertizo

con una capa de pintura fresca. No había

aparatos

para

controlar

los

acercamientos, pero sí una gran antena

para que los granjeros voladores que

trabajaban allí pudieran ver, vía satélite,

Dallas, La rueda de la fortuna u otras

cosas tan importantes como ésas.

Un detalle: la tierra de la pista era

suave como la seda, igual que la de

Maine. Dees pensó: «Acabaré por

acostumbrarme.

Se
acabaron

los

batacazos contra el asfalto, los baches

que te hacen dar vueltas de campana…

Sí, podría acostumbrarme con mucha

facilidad».

En Alderton nadie le pidió retratos

de Hamilton, Jackson o de ningún otro.

Toda la ciudad de Alderton, una

comunidad de apenas un millar de

almas, estaba conmocionada, no sólo los

escasos residentes ocasionales que

habían financiado el aeropuerto casi por

caridad (hasta endeudarse), junto con el

fallecido Buck Kendall. Nadie quería

hablar, gratis o por dinero. Nadie había

estado allí aquella noche, excepto Buck

Kendall. Nadie había visto nada,

excepto Buck Kendall… y Buck Kendall

estaba muerto.

—Tiene que haber sido un hombre

muy fuerte —comentó uno de los

residentes ocasionales a Dees—. Buck

pesaba más de cien kilos, y era muy

tranquilo, pero si le cabreabas te lo

hacía lamentar.

Tenía que haberle visto boxear con

un individuo que llegó de Pokeepsie en

un circo ambulante hace dos años. Esa


clase de peleas no son legales, claro,

pero Buck necesitaba dinero para pagar

uno de los plazos de su pequeño Pipper

Cub, así que boxeó con aquel luchador

del circo. Ganó doscientos dólares y los

remitió a la casa de préstamos dos días

antes de que enviaran a alguien para

embargarlo, creo —el hombre hizo una

pausa. Sabía mucho menos que el

aficionado a la ginebra, pero a Dees le

gustaba más. Parecía genuinamente

interesado, genuinamente afectado por

todo aquel asunto—. El tipo le debió

sorprender por detrás, es lo único que se

me ocurre.

Dees no sabía por dónde habían

sorprendido a Gerard Buck Kendall,

pero sabía que esta vez la garganta de la

víctima no había sido desgarrada. Esta

vez había agujeros, agujeros por los que

Dwight Renfield había chupado la

sangre de la víctima. Aunque, de

acuerdo con el informe del forense, los

agujeros se hallaban en lados opuestos

del cuello, uno en la vena yugular y otro

en la arteria carótida. No se trataba de

los discretos mordiscos de la época de

Bela Lugosi o de los algo más siniestros

de las películas de Christopher Lee. El

informe del forense detallaba escuetos


centímetros, pero tanto Morrison como

Dess

no

tuvieron

dificultad

en

interpretarlos; a juzgar por el tamaño de

las heridas, el asesino tenía unos dientes

que emulaban a los de uno de los

Piesgrandes favoritos de View, o las

había producido de una forma mucha

más prosaica: con un punzón.

Le había perforado la garganta y

bebido toda su sangre.

El Aviador Nocturno había pedido

permiso para aterrizar en la pista de

Alderton poco después de las diez y

media de la noche. Kendall le había

concedido el permiso y anotado el

número, que Morrison casi se sabía ya

de

memoria

en

aquel

momento:

N101BL. En «nombre del piloto» había

escrito « Dwite Renfeild», y en «modelo

y marca del avión», «Cressna Skymaster

337». No mencionaba las toberas rojas,


no mencionaba la arrebatadora capa

similar a las alas de un murciélago, roja

como una bomba de incendios por

dentro y negra como el ojete de una

marmota por fuera, pero Morrison

consideró que ya tenía bastante.

El Aviador Nocturno, que había

aterrizado en Alderton poco después de

las diez y media de la noche del 19 de

julio, asesinado al fornido Buck

Kendall, bebido su sangre y despegado

en su pequeño Cessna 337 un rato antes

de que Jenna Kendall llegara a las cinco

de la mañana para darle a su esposo un

panqueque recién hecho y descubriera el

cuerpo vaciado de sangre, ocupaba el

primer lugar de la clase en la mente de

Morrison.

En otras palabras, estaba preparado

para convertir al Aviador en un

bombazo.

En aquel momento, Dees recordó

haber pensado que si das sangre, todo lo

que obtienes es un vaso de zumo de

naranja. Si la coges, sin embargo —si la

chupas, para decirlo claro—, obtienes la

primera plana de los diarios.

Dees pensaba en ocasiones —sólo

de pasada, cuidado— que la mano de

Dios debía haber temblado un poco


cuando estaba finalizando la supuesta

obra maestra de Su nuevo imperio

creador.

El Aviador Nocturno se hubiera

convertido en un bombazo con la pasiva

aprobación de Dees (y sin su inventivo

apodo; Morrison era un buen director,

aunque carecía de imaginación, y se

habría contentado con el apelativo

adecuado, pero vulgar, de Drácula

moderno, como si en los últimos cien

años no hubieran aparecido alrededor

de una treintena y otros cuarenta Jack el

Destripador) y sin su firma, puesto que

Morrison

había

sido

incapaz

de

interesarle. Dees ojeó los reportajes,

adivinó la conexión, imaginó que el tipo

era un chiflado obsesionado por un

fetiche agotado hasta las heces, al menos

en letra impresa, y que le detendrían la

próxima vez. Lo único del caso que

despertaba a medias su interés residía

en el hecho de que se trataba del primer

maníaco homicida de la historia que

volaba hacia sus víctimas.


Morrison le preguntó por qué

pensaba que Drac, como le llamaba

entonces, sería detenido la próxima vez.

—Porque es un patán, como todos

los demás —dijo Dees, y golpeó con la

punta de los dedos el número de

matrícula del Skymaster—. Si te

dedicaras a robar bancos, ¿lo harías

siempre con el mismo coche y la misma

matrícula?

—¡Oh!

—exclamó

Morrison,

sorprendido—. Pero… eso lo hace aún

más misterioso, ¿no es verdad, Rick?

Dees no lo demostró, pero trinaba

por dentro. Había un pinchadiscos

llamado Rick Dees. Era un imbécil. Si

había algo que odiara más que le

llamaran Rick, era una chica o un

reportaje que se le resistieran.

Aunque Morrison no lo sabía,

cualquier oportunidad de interesar a

Dees (que era lo más aproximado a un

reportero estrella que Inside View podía

jactarse de tener) en el Aviador

Nocturno, al menos por entonces, se

esfumó. La mente de Dees se cerró con

un chasquido.

—No lo creo —respondió.


—Oh

—Morrison

se

mostró

disgustado—. Bien, de todos modos voy

a convertirlo en un impacto.

—Estupendo —dijo, y salió del

despacho.

«Rick —pensó—, Rick, redióssss.

Qué burro es este tío. Dejemos que pase

una semana. Dentro de dos conseguirá la

foto de algún chico estrábico, y la tendrá

que tirar a la papelera cuando vea que el

chico lleva los pantalones mojados. Ese

será el fin de su Drácula moderno».

Avanzado el día, una de las más

grandes estrellas de la música country &

western del país anunció entre lágrimas

que su no menos famoso marido,

también estrella de esa música, le había

contagiado el sida. Se suponía que

Hubby había muerto de cáncer un año

antes, pero la gente de View, incluyendo

a Morrison y a Dees, albergaba sus

dudas sobre esa pequeña historia

(«Tengo a cuatro tíos en Nashville —le

dijo Dees a Morrison— que arden en

deseos de firmar declaraciones juradas

afirmando que el amigo América Mi


Hogar tañía otros muchos instrumentos

aparte de su guitarra»), pero tuvieron

que abandonar. Tras examinar las

declaraciones juradas que Dees había

reunido, los abogados que representaban

a la compañía aseguradora de Inside

View, una compañía que habría podido

darle muchas lecciones al vampiro de

Morrison sobre diversas y eficientes

formas de hincarle el diente a la gente,

al menos en la humilde opinión de

Richard Dees, habían decidido que no

tenían suficientes pruebas, por lo que se

vieron obligados a tirar la toalla. Pero

esta vez no.

El

Aviador

Nocturno

terminó

apareciendo en un artículo de dos

columnas situado cerca de la última

página del ejemplar publicado la

semana siguiente. Morrison pasó la

mayor parte del tiempo en su despacho

con la puerta cerrada, fumando y

hablando consigo mismo en tono áspero;

por fin se asomó exhibiendo una sonrisa

digna de un padre primerizo. Anunció a

Dees y a todos los que estaban al

alcance de su voz que acababa de


contratar las memorias del ruiseñor

agonizante, relatadas a un reportero de

Inside View (todos pensaron entonces

que era Dees) por tres millones de

dólares.

—La muy zorra dijo que él se

gastaba en putas lo que no se pulía en

coches —cloqueó Morrison—, y que

ella necesitaba dejarles algo a los niños.

Tenían ocho.

—Santo Dios, ese tío debe haber

sido

realmente

ambidiestro

—se

maravilló Dees, y ambos estallaron en

carcajadas.

Pero fue esa noche cuando el

Drácula de Morrison y el Aviador

Nocturno de Dees atacó de nuevo,

matando dos veces. Había aterrizado en

el aeropuerto de Duffrey (Maryland), el

mismo Cessna 337, el mismo número…,

pero había aterrizado la noche anterior.

Como en el primer crimen, el avión

había pasado todo el día parado en la

rampa, sin ser molestado ni verificado,

antes de que la oscuridad cayera y la

matanza, por no mencionar la absorción


de sangre, se desencadenara.

Cuando Dees le preguntó a Morrison

si podía echar un segundo vistazo a los

recortes, y cuando más tarde le preguntó

a Morrison si Morrison podía enviar a

Gloria Swett (un peso pesado de cien

kilos, bautizado por muchos redactores

de ambos sexos como Gloria Suet[5]) a Nashville en su lugar, Morrison se

mostró primero pasmado… y después

complacido.

—¿Por qué? ¿Qué te ha picado

ahora?

Dees consideró y rechazó media

docena de respuestas. Instinto. Eso era

todo. Siempre sucedía así. Puro instinto

de que esto iba a desembocar en el más

grande de los reportajes.

—Creo —contestó, pues suponía

que Morrison necesitaba algo— que hay

muy pocas posibilidades de que un tío

robe tres bancos con el mismo coche y

la misma matrícula, pero ¿cómo puedes

entender que aparque todo el día

enfrente del tercer banco en ese coche

antes de poner manos a la obra? Hay

algo absurdo en toda esta historia.

Quiero averiguar qué es.

Y ahora, a diez kilómetros al oeste

del aeropuerto de Wilmington y a tres

mil pies del suelo, todo era mucho más


absurdo.

No tan sólo se habían apagado las

luces de la pista, sino las de la mitad de

la jodida ciudad.

El

sistema

de

aterrizaje

por

instrumentos

continuaba

allí,

pero

cuando Dees se apoderó del micrófono y

aulló: «¿Qué cojones pasa ahí abajo?»,

sólo percibió el crepitar de la estática, y

voces que susurraban como fantasmas

lejanos.

Devolvió el micro a su sitio, pero no

acertó a encajarlo en la abrazadera y

cayó al suelo, al extremo del cable

retorcido. Dees lo olvidó. Asirlo y

gritar eran puro instinto de piloto. Sabía

lo que había ocurrido tan bien como que

el sol se pone por el oeste…, lo que

haría muy pronto. Un rayo habría caído

de lleno sobre alguna subestación de

energía en las cercanías del aeropuerto.

La cuestión era aterrizar o no aterrizar.


—Tenía autorización —dijo una voz.

Otra

replicó

de

inmediato

(correctamente) que eso era una memez

de razonamiento. Uno aprendía lo que

tenía que hacer en una situación

semejante cuando todavía era el

equivalente de un aprendiz de conductor.

La lógica y el manual te dicen que optes

por tu alternativa y trates de contactar

con el Control de Tráfico Aéreo.

Aterrizar ahora le costaría una

considerable multa por violar la ley.

Por otra parte, no aterrizar ahora

— ahora mismo— podría suponer la

pérdida del Aviador Nocturno. También

podría costarle a alguien (o a varios

alguienes, considerando los asesinatos

de Ray y Ellen Sarch en Duffrey) la

vida, pero Dees no le daba demasiada

importancia a esto…, hasta que una idea

alumbró su mente como una bombilla,

una inspiración impresa, como la

mayoría de sus inspiraciones, en gruesos

caracteres:

HEROICO REPORTERO SALVA (añadir

un número de personas lo más grande

posible, cuanto más grande mejor, dados


los límites asombrosamente generosos

que señalan el grado de credulidad

humana). DEL AVIADOR NOCTURNO

LOCO.

«Tragaos ésa, tíos», pensó Dees, y

continuó su descenso hacia la pista 34.

Las luces de la pista se encendieron

de nuevo, como aprobando su decisión,

y volvieron a apagarse, imprimiendo en

sus ojos postimágenes azules que un

momento después viraron al verde

enfermizo de los aguacates podridos. En

el mismo instante la espectral estática

que surgía de la radio se disipó y la voz

del Labriego John chilló:

—¡Vire a babor, N471B! ¡Piedmont,

gire a estribor! ¡Jesús, oh, Jesús, van a

chocar, creo que van a chocar…!

Los instintos de autoconservación de

Dees estaban tan bien afilados como los

de olfatear sangre. Ni siquiera vio las

luces estroboscópicas del 727 de

Aerolíneas

Piedmont;

se

hallaba

demasiado ocupado inclinando el Beech

a babor tanto como podía, un margen tan

estrecho como el coño de una virgen,


hecho que Dees se alegraría de

comprobar si salía con vida de este

embolado. Reaccionó apenas oída la

segunda palabra emitida por el Labriego

John. Vio/percibió por una fracción de

segundo algo que pasaba a escasos

centímetros de su cabeza, algo tan

gigantesco como el ala de un pájaro

prehistórico, y a continuación el Beech

vibró de tal forma que el aire turbulento

de antes pareció de cristal. Sus

cigarrillos salieron disparados del

bolsillo

de

la

camisa

se

desparramaron por todas partes. La

semioscura línea del horizonte de

Wilmington

estaba

curiosamente

ladeada. Tuvo la sensación de que su

estómago intentaba estrujarle el corazón

hasta arrebatarle la existencia. Un

reguero de saliva resbaló por una

mejilla como si un chico se deslizara

sobre un patín bien engrasado. Los

mapas volaban como pájaros. El aire


del exterior bramaba con el rugido de un

motor a reacción, al igual que el resto de

la naturaleza. Una de las ventanas del

compartimento para cuatro pasajeros

explotó hacia adentro, y un viento

asmático

se

coló

de

rondón,

absorbiendo como un tornado todo lo

que no estaba sujeto.

—¡Recupere su altitud previa,

N471B! —chillaba el Labriego John.

Dees se dio cuenta con serenidad de

que acababa de estropear sus pantalones

de doscientos dólares al derramar medio

litro de pipí caliente en ellos, pero le

consoló en parte la fuerte sensación de

que el Labriego John había ensuciado

los suyos con un montón de ginebra

fresca. Para el caso, sonaba igual.

Dees llevaba un cuchillo del

Ejército suizo. Lo sacó del bolsillo

derecho de los pantalones y, agarrando

el volante con la mano izquierda,

practicó un corte a través de su camisa

justo por encima del codo izquierdo

hasta hacerse sangre. Sin la menor pausa


( instinto).

Hizo otro corte, poco profundo, bajo

su ojo izquierdo. Cerró el cuchillo y lo

metió en el bolsillo elástico para mapas

que había en la puerta del piloto. «Lo

limpiaré después —pensó—. Si no lo

haces te hundirás en la porquería».

Aunque considerando las barbaridades

que el Aviador Nocturno había cometido

impunemente, pensó que no le pasaría

nada.

Las luces de la pista volvieron a

encenderse, esta vez de forma definitiva,

aunque los parpadeos que emitían le

hicieron sospechar que estaban siendo

alimentadas por un generador. Condujo

el Beech de nuevo hacia la pista 34. La

sangre se deslizó sobre su mejilla

izquierda hasta la comisura de la boca.

Lamió un poco y escupió una mezcla

rosácea de sangre y saliva sobre el IVSI.

Nunca desaproveches un ardid. Instinto.

Consultó su reloj. Sólo faltaban

catorce minutos para la puesta de sol. Le

iba a ir de un pelo.

— ¡Enderece, Beechl! —aulló el

Labriego John—. ¿Está sordo o qué?

Dees

tanteó

en
busca

del

enmarañado cable del micrófono sin

molestarse en apartar los ojos de las

luces de la pista. Tiró del cable hasta

apoderarse del micro. Lo acarició y

oprimió el botón.

—Escúcheme, maldito hijo de perra

—dijo, con los labios separados hasta

descubrir las encías—, estuve a punto

de que ese 727 me convirtiera en

mermelada de fresa gracias a que usted

no movió el trasero a tiempo, de modo

que no conseguí comunicación de

Control del Tráfico Aéreo. No sé cuánta

gente en ese avión estuvo a punto de

convertirse en mermelada de fresa, pero

apuesto a que usted sí, y también la

tripulación. La única explicación de que

esos chicos sigan vivos es que el capitán

fue lo bastante hábil como para seguir el

baile y yo le hice de pareja, pero he

sufrido daños físicos y estructurales. Si

no me concede autorización para

aterrizar ahora mismo, aterrizaré de

todas formas. La única diferencia es que

si lo hago sin autorización le llevaré a

juicio ante la Agencia Federal de

Aviación, pero antes procuraré ponerle


el trasero donde ahora tiene la cabeza.

¿Me ha entendido, so burro?

Un largo silencio punteado por la

estática. Después, una voz muy humilde,

diferente por completo del anterior

vozarrón, dijo:

—Concedida la autorización para

aterrizar en la pista 34, N471B.

Dees sonrió y picó en dirección a la

pista.

—Lo siento —dijo, tras oprimir el

botón del micro—, he estado grosero y

maleducado, pero sólo me ocurre

cuando estoy a punto de morir.

No hubo respuesta de tierra.

Dees siguió adelante, y resistió el

impulso de consultar otra vez su reloj.

Duffrey fue lo que terminó de

convencerle, aunque anteriormente se

había planteado si no estaba cometiendo

un error.

En Duffrey, el Cessna del Aviador

Nocturno había pasado otro día entero

en la rampa. La sangre era lo que

importaba a los lectores, por supuesto, y

así debía ser (por los siglos de los

siglos, amén, amén); el matrimonio de

ancianos debía de haber muerto uno en

brazos del otro, pero no fue así y debía

de haber sido encontrado en medio de un


gran charco de sangre, pero tampoco fue

así, porque no quedaba sangre en sus

cuerpos; los lectores querrían y deberían

interesarse en ellos (el mes siguiente

hubieran celebrado sus bodas de oro,

esnif, esnif, buá, buá), pero fue el fallo

de no informar sobre el avión

involucrado previamente en otros dos

asesinatos lo que convenció a Dees de

que tenía un reportaje entre manos, tal

vez un gran reportaje.

Había aterrizado en el aeropuerto

nacional de Washington y alquilado un

coche para recorrer los noventa

kilómetros que distaba Duffrey, pues sin

Ray Sarch y su esposa Ellen no había

aeropuerto

Sarch/Duffrey.

Ambos

formaban todo el tinglado, aparte de la

hermana

de

Ellen,

Raylene,

una

estupenda mecánico. Había una sola

pista de tierra, aceitada para asentar el

polvo e impedir que crecieran hierbas, y

una cabina de control no mucho más


grande que un armario agregada al

remolque Jet-Aire en el que vivían los

Sarch. Ambos estaban jubilados, ambos

se conservaban fuertes como robles,

ambos volaban, ambos se amaban.

Más adelante, Dees averiguó en

aquellos ajetreados días previos a su

vuelo a Wilmington que los Sarch

colocaban en la misma categoría a los

traficantes de droga y a los que

maltrataban niños. Su único hijo había

muerto en la región de los Everglades de

Florida cuando intentaba aterrizar en lo

que parecía una laguna de agua clara,

cargado con más de una tonelada de

droga en un Beech 18 robado. El agua

estaba despejada de obstáculos…

excepto en un punto sembrado de rocas.

El avión estalló. Douglas Sarch salió

despedido con el cuerpo chamuscado y

humeante, pero probablemente todavía

con vida, al menos lo bastante para que

sus afligidos padres confiaran en un

milagro. Doug Sarch fue devorado por

los cocodrilos, y lo único que quedaba

de él cuando los chicos de rescate y

salvamento lo encontraron una semana

después era un esqueleto desmembrado,

con algunos fragmentos de carne

invadidos por gusanos; un par de


gastados téjanos Calvin Klein, una

camisa de seda blanca y una chaqueta

deportiva de Bijan, la tienda de Nueva

York, en la que guardaba el billetero… y

sesenta gramos de cocaína casi pura.

—Fueron las drogas y los hijos de

perra que trafican con ellas los que

mataron a nuestro hijo —había dicho

Ray Sarch en varias ocasiones, a lo que

Ellen Sarch asentía vigorosamente. Su

odio hacia las drogas y los traficantes,

según le repitieron a Dees una y otra vez

(no dejó de divertirle el casi unánime

sentimiento de los habitantes de Duffrey

en cuanto a que el asesinato de los Sarch

había sido «una operación del hampa»),

sólo era superado por la pena y la

estupefacción ocasionadas por el hecho

de que su hijo hubiera sido arrastrado

por aquella clase de gente.

Dees podía y estaba dispuesto a

utilizar todo aquel material, por

supuesto…, aunque no en seguida. Un

reportaje como éste era como el café de

Maxwell House: bueno hasta la última

gota. Pero empezabas con el equivalente

de un violento chillido metálico. Más

tarde, una vez saciado el acuciante

interés inicial —¿cómo los mató?,


¿bebió realmente su sangre?, ¿los

torturó?, ¿gritaron sus victimas?—, se

produciría un intermedio, y luego, al

cabo de dos semanas o algo así, el metal

sería

reemplazado

por

lastimeros

violines.

Tras la muerte de su hijo, los Sarch

mantuvieron los ojos alerta sobre

cualquier cosa o cualquier persona

sospechosa

de

transportar

drogas.

Habían hecho venir cuatro veces a la

policía del estado de Maryland por otras

tantas falsas alarmas, pero a los Osos

del estado no les importó, porque los

Sarch les habían dado el soplo de tres

cargamentos pequeños y dos muy

grandes. El último pretendía introducir

catorce kilos de cocaína boliviana pura.

Éste era el tipo de golpe que conseguía

hacerte olvidar unas pocas alarmas

falsas, el tipo de golpe que te valía un

ascenso.

Así que el 27 de julio había llegado

este Cessna Skymaster con la matrícula


y la descripción que ya habían sido

comunicadas a todos los aeropuertos y

campos de aterrizaje de Estados Unidos,

incluido el de Duffrey; un Cessna cuyo

piloto se había identificado como

Dwight Renfield, punto de origen,

Wilmington (Delaware), un campo de

aterrizaje

que

jamás

había

oído

mencionar a un «Renfield» o a un

Skymaster con matrícula N101BL; el

avión de un hombre que tal vez era un

asesino.

—Si hubiera aterrizado aquí, ahora

estaría entre rejas —le había dicho a

Dees

por

teléfono

uno

de

los

controladores de Delaware, pero Dees

lo dudó.

El Aviador Nocturno había tomado

tierra en Duffrey un poco antes de la

medianoche del veintisiete, y Dwight


Renfield no sólo había firmado en el

diario de vuelo de los Sarch, sino

aceptado la invitación de Ray Sarch a

entrar en el remolque, beber una cerveza

y ver la reposición de un episodio de

Gunsmoke a través de la cadena por

cable de la CBN. Ellen Sarch se lo

había contado a una amiga por la

mañana, en el salón de belleza de

Duffrey. La amiga era una mujer llamada

Selida McCammon, y cuando Dees le

preguntó

qué

estado

de

ánimo

presentaba Ellen Sarch, Selida hizo una

pausa y respondió:

—Algo

lánguido,

como

una

colegiala enamorada, pero de setenta

años. Tenía buen color, me dio la

impresión de que se había maquillado,

hasta que empecé a hacerle la

permanente. Entonces comprendí que

estaba…,

ya

sabe…
—Selida

McCammon se encogió de hombros.

Sabía lo que quería decir, pero no cómo

decirlo.

—Excitada —sugirió Dees, lo que

provocó las risas y los aplausos de

Selida McCammon.

—¡Excitada! ¡Eso es! ¡Claro, se nota

que es usted escritor!

—Bueno, escribo como un párvulo

—dijo Dees, y le dedicó una sonrisa que

pretendió fuera cálida y simpática.

Solía practicar constantemente, y

continuaba practicando con asombrosa

regularidad, esta expresión en el espejo

de la alcoba del apartamento de Nueva

York al que llamaba su casa, y en los

espejos de los hoteles y moteles que

eran en verdad su casa (puesto que

pasaba mucho más tiempo en lugares

donde le servían las bebidas en

recipientes de plástico que en el lugar

adonde le enviaban las facturas y el

estado de cuentas bancario). Dees no era

la clase de hombre que recibe mucho

correo, y se sentía satisfecho de ello, ja

ja ja. Pareció funcionar, porque la

sonrisa de la mujer se ensanchó, pero la

verdad era que Richard Dees nunca


había irradiado simpatía y calidez en su

vida. Había creído, de niño y de

adolescente, que estas emociones no

existían;

se

trataba

de

simples

mascaradas,

convenciones

sociales

como las que obligan a las chicas a

decir: «Oh, por favor, no me toques

ahí», cuando en realidad no sólo quieren

que las toques ahí, sino que las metas

veinte centímetros de aparato, más o

menos. Luego llegó a la conclusión de

que tales sentimientos, e incluso quizás

el amor (aunque en este asunto

continuaba siendo agnóstico), eran

reales. Era incapaz de sentirlos,

simplemente. Bueno, tal vez eso no fuera

tan malo. Había tetraplégicos por ahí.

Había cancerosos por ahí. Había

amnésicos por ahí.

La pérdida de unas pocas emociones

no significaba gran cosa, ¿verdad? Dees

pensaba que no.

Mientras pudieras contraer los

músculos de tu cara de la forma


correcta, todo iba bien.

No era más fácil ni más difícil que

aprender a mover las orejas. Y no dolía.

De vez en cuando, una vocecilla interior

le preguntaba qué quería, cuál era su

opinión intima, pero Dees no quería una

opinión íntima. Dees no quería ser

simpático o cálido, ni mucho menos

amar o estar enamorado. Sólo quería

cuatro cosas:

1. No querer querer.

2. Fotografías.

Prefería escribir, lo sabía,

pero las fotografías le

gustaban igual.

Le gustaba tocarlas. Dos

dimensiones.

3. Basura.

Obscenidad.

Horror.

4. Destaparlos

antes

que

nadie.

Richard Dees era un hombre

modesto con deseos modestos.

Así que el Aviador Nocturno había

aterrizado en el pequeño negocio

familiar que era el campo de aterrizaje


de Duffrey. En una pared del pequeño

despacho que compartían los Sarch

había un anuncio orlado de rojo de la

Agencia Federal de Investigación.

Sugería que un individuo que pilotaba un

Cessna

Skymaster

337,

matrícula

N181BL, podía ser el asesino de dos

personas. Este hombre, seguía el

anuncio, tal vez fuera un sujeto que se

hacía llamar Dwight Renfield. El avión

había tomado tierra. Dwight Renfield

quizá había pasado la mayor parte de la

noche y todo el día siguiente en la

bodega de su avión: un pato agazapado

al que no habían cazado para meter en la

olla.

Los Sarch, tan precavidos que se

habrían precipitado sobre la alarma de

incendio con sólo oler humo, y no

digamos si hubieran visto fuego, no

hicieron nada. Ray, de hecho, había

invitado al tipo a beber una cerveza y a

un rato de televisión. Le había tratado

como a un viejo amigo, y no como a una

persona sospechosa. Su esposa había

concertado cita para el salón de belleza

de Duffrey, algo sorprendente para


Selida McCannon. Las visitas de la

señora Sarch eran tan regulares como un

reloj, y para la siguiente faltaban dos

semanas

como

mínimo.

Sus

instrucciones habían sido anormalmente

explícitas: no había pedido tan sólo la

permanente habitual, sino también un

corte… y algo de tinte.

—Quería parecer más joven —había

dicho

Selida

McCammon,

más

asombrada que divertida, lo que no era

extraño, pensó Dees, a la luz de los

resultados.

¿Y Ray Sarch?

Había llamado a la Agencia Federal

de Aviación en el Aeropuerto Nacional

de Washington, solicitando que retiraran

Duffrey de la lista de campos de

aterrizaje en activo, salvo causas de

fuerza mayor… En otras palabras,

estaba cerrando el chiringuito.

Dijo que le rondaba una gripe.

Esa noche, los dos atentos vigilantes


del fuego ardieron, en efecto, hasta

morir. Encontraron a Ray Sarch en la

pequeña sala de control, con la cabeza

separada del cuerpo y caída en la

esquina más lejana, yaciendo sobre los

restos desgarrados del cuello y un

charco de sangre coagulada. Los ojos

vidriosos abiertos de par en par miraban

la esquina, como si aún pudieran ver

algo.

Encontraron a su mujer en la alcoba

del remolque. Estaba en la cama. Iba

vestida con un camisón tan nuevo que

revelaba no haber sido usado antes. Era

vieja, le había dicho un agente a Dees

(el cabrón le había costado más caro

que el borracho de Maine, veinticinco

dólares, pero valía la pena), pero el

aspecto era inequívoco: se había vestido

para un amante, no para un asesino.

Aquellos agujeros enormes, como los

producidos por un punzón, le habían

atravesado el cuello, uno en la carótida

y otro en la yugular. Tenía el rostro

sereno, los ojos cerrados y las manos

enlazadas sobre el regazo.

Aunque había perdido casi toda la

sangre de su cuerpo, sólo descubrieron

unas pocas manchas en la almohada, y

algunas más en el libro abierto sobre su


estómago: El último vampiro, de Anne

Rice.

¿El Aviador Nocturno?

Poco antes de la medianoche del día

veintiocho, o en las primeras horas de la

madrugada del veintinueve, se había

esfumado.

Como por encanto.

O como un murciélago.

Richard Dees tomó tierra en

Wilmington siete minutos antes del

ocaso oficial. Mientras reducía la

velocidad, todavía escupiendo sangre

del corte que se había hecho bajo el ojo,

vio caer un rayo de un color

blancoazulado tan intenso que se

imprimió en sus retinas durante casi un

minuto, hasta resolverse en medio arco

iris pálido y enfermizo. Al cabo de un

instante

estalló

el

trueno

más

ensordecedor que había oído en su vida;

su opinión subjetiva de que había roto la

barrera del sonido quedó confirmada

cuando una de las ventanas del

compartimiento de pasajeros, la que se


había astillado cuando estuvo a punto de

chocar con el 727 de Piedmont, acabó

de pulverizarse en una lluvia de

diamantes.

A la luz del brillante resplandor vio

que el rayo caía de lleno sobre un

edificio achaparrado en forma de cubo,

situado junto a la pista 34. Estalló y

escupió una lengua de fuego hacia el

cielo, aunque no tan brillante como el

rayo que la había encendido.

«Cómo encender un cartucho de

dinamita con una bomba nuclear

pequeña —pensó Dees confusamente, y

luego—: El generador, eso era el

generador».

Todas las luces, las blancas que

señalaban los bordes de la pista, y los

focos rojos que indicaban el final, se

apagaron de súbito, como velas agitadas

por una violenta ráfaga de viento. Dees

se encontró correteando a más de ciento

veinte kilómetros por hora en plena

oscuridad.

La onda expansiva golpeó al Beech

como un puño, lo martilleó con

repetidas sacudidas. El Beech, ignorante

de que había vuelto a adquirir la

condición de criatura atada a tierra, se

ladeó
peligrosamente

estribor,

ascendió y tocó de nuevo el suelo con la

rueda derecha rebotando una y otra vez

sobre algo —o algos— que Dees

reconoció vagamente como las luces de

aterrizaje.

«¡A babor! —gritó su mente—. ¡A

babor, imbécil!».

Reaccionó antes de que su mente,

más fría, tomara la decisión. Si viraba a

babor a esta velocidad daría una vuelta

de campana. Quizá no estallaría,

teniendo

en

cuenta

el

escaso

combustible

que

contenían

los

depósitos,

pero

cabía

alguna

posibilidad. O quizá el Beech quedaría

hecho trizas de tal forma que los


intestinos de Richard Dees colgarían

como cables y los riñones de Richard

Dees se desplomarían como dos

enormes cagarrutas de pájaro.

« ¡Aguanta! —se exigió a gritos—.

¡Aguanta, hijo de perra, aguanta! ».

Entonces estalló algo (los depósitos

secundarios del generador, dedujo

cuando tuvo tiempo de deducir) que

inclinó todavía más a estribor el Beech,

pero sirvió para apartarle de las luces

de

aterrizaje

inutilizadas

para

enderezar un poco el avión, la rueda de

babor en el borde de la pista 34 y la

rueda de estribor en el límite impreciso

entre las luces y la zanja que había

observado a la derecha de la pista. El

Beech aún temblaba, aunque no en

exceso, y Dees comprendió que la rueda

de estribor se había roto al aplastar las

luces de aterrizaje.

Poco a poco iba frenando. El Beech

empezaba a comprender que se había

convertido en algo diferente, algo que

pertenecía

a
la

tierra.

Cien…,

noventa…, y Dees respiró aliviado,

cuando de pronto vio frente a él un

enorme Lear, inmovilizado locamente en

mitad de la pista por el piloto que lo

conducía a la pista 5.

Se abatió sobre él, vio ventanas

iluminadas, vio rostros que le miraban

con la expresión de oligofrénicos en un

asilo aguardando un truco de magia y,

sin pensarlo dos veces, giró el volante

todo lo que pudo a la derecha y dirigió

el Beech hacia la zanja, esquivando por

unos tres centímetros la cola de lo que

parecía un Lear 25. Se dio cuenta de que

estaba chillando y de que volvía a

mearse en los pantalones, pero más que

nada de lo que estallaba frente a él

mientras el Beech intentaba convertirse

de nuevo en una criatura del aire,

imposibilitada a causa de la poca altura

y el desfallecimiento de los motores,

con terca obstinación. A la luz

agonizante de la segunda explosión dio

un gigantesco brinco y patinó a través de

una pista de maniobras. Por un momento

vio la terminal con las esquinas


iluminadas por luces de emergencia que

funcionaban gracias a baterías de

acumuladores

vio

los

aviones

aparcados (uno de los cuales sería, con

toda probabilidad, el del Aviador

Nocturno) como siluetas oscuras de

papel cresponado dibujadas contra la

ominosa luz naranja del ocaso, que se

adivinaba entre las masas de cúmulos.

«¡Lo conseguiré!», chilló para sí, y

el Beech intentó girar; el ala de babor

arrancó una fuente de chispas de la pista

de maniobras más cercana a la terminal.

Su extremo se rompió y salió despedido

hacia los matorrales, donde prendió

fuego

rápidamente

las

hierbas

húmedas.

Entonces el Beech se inmovilizó, y

los únicos sonidos perceptibles eran el

nevoso crepitar de la estática, el

gorgoteo

de
las

botellas

que

desparramaban su contenido sobre la

alfombra

del

compartimento

de

pasajeros y el frenético martilleo del

corazón de Dees.

Se había soltado el cinturón de

seguridad y estaba de pie, dispuesto a

encaminarse

hacia

la

compuerta

presurizada antes de asegurarse por

completo de que seguía con vida.

Más tarde recordó lo sucedido con

claridad meridiana, pero lo único que

pudo recordar desde el momento en que

el Beech patinó hasta frenar en la pista

de maniobras, detrás mismo del Lear e

inclinado a un lado, hasta el momento en

que oyó los primeros gritos desde la

terminal, fue que necesitaba encontrar su

cámara. Era una Nikon. La había

comprado en una casa de empeños de

Toledo cuando tenía diecisiete años, y la


conservaba desde entonces. Le había

añadido lentes, pero el aparato, arañado

y mellado en un par de sitios, era

exactamente el mismo. La Nikon era lo

más parecido a una esposa para Dees.

Estaba en el bolsillo elástico detrás de

su asiento. Recordó que la había sacado

y comprobado que seguía intacta:

recordaba eso. Había sobrevivido al

aterrizaje sin romperse, de modo que,

después de todo, quizá Dios existía.

Dees tiró de la palanca que abría la

compuerta, saltó, casi cayó, y sujetó la

cámara antes de que se estrellara contra

el hormigón de la pista de maniobras y

se rompiera en pedazos.

Le dio dos vueltas a la estrecha

correa de cuero y se la colgó del cuello.

Empezó a andar hacia la terminal —

oyendo el fragor de los truenos, casi

cayéndose, sujetando la cámara antes de

que se estrellara contra el hormigón de

la pista de maniobras y se rompiera en

pedazos—. Se levantó una brisa, y la

notó en su cara, pero sobre todo en las

ingles, porque llevaba los pantalones

mojados.

Entonces, un débil pero penetrante

alarido llegó desde el edificio de la

terminal, un chillido de agonía y horror.


Fue como si alguien hubiera abofeteado

a Dees en la cara. Volvió en sí. Se

centró en su objetivo de nuevo. Consultó

su reloj. No funcionaba. O se había roto

en el choque o se había parado. Era una

de esos curiosos aparatos antiguos a los

que hay que darles cuerda y no se

acordaba de cuándo lo había hecho por

última vez.

¿Era la puesta de sol? ¿ Ya lo era?

Oyó otro grito (no, no un grito, más

bien un chillido) y el sonido de cristales

rotos.

La puesta de sol carecía de

importancia. Se echó a correr.

Más gritos.

Más cristales rotos.

Dees corrió con más rapidez,

vagamente consciente de que los

depósitos auxiliares del generador

continuaban ardiendo. Percibió olor a

gas en el aire. Notaba cómo la tela

caliente se le pegaba a sus partes, como

cemento. La terminal se aproximaba,

pero no muy velozmente. No lo bastante

rápido.

—¡No, por favor! ¡No, por favor!

¡NO

POR
FAVOR

NO

PORFAVORPORFAVOR NO NO NONO…!

Y a continuación de este chillido que

fue aumentando de intensidad, oyó un

aullido, tal vez de satisfacción o de

desdén, un sonido animal pero, al mismo

tiempo, casi humano.

Vio algo oscuro y movedizo que

destrozaba más cristales del muro de la

terminal que daba a la zona de

aparcamiento (el muro era casi por

completo de cristal) y los brillantes

pedazos de vidrio a la luz de los focos

de emergencia situados en las esquinas

del edificio. La forma oscura cesó su

labor de destrucción. Saltó a la rampa,

rodó, y Dees vio que era un hombre.

La tormenta se alejaba, pero los

relámpagos continuaban, y cuando Dees

entró corriendo, jadeante, en la zona de

aparcamiento vio por fin el aparato del

Aviador Nocturno y la temeraria

inscripción en la cola: N101BL. Las

letras y los números parecían negros a

causa de la escasa iluminación, pero

sabía que eran rojos y, de todas formas,

no importaba. Llevaba un carrete en

blanco y negro, de película rápida, y un

flash preparado para dispararse sólo


cuando no hubiera suficiente luz para la

velocidad de la película.

La bodega del Skymaster estaba

abierta como la boca de un cadáver.

Debajo había un montón de tierra en el

que se movían y reptaban cosas.

Dees patinó hasta frenar. Intentó

levantar la cámara. Casi se estranguló.

Blasfemó. Desanudó la correa. Apuntó.

Un largo, agudo y estremecedor

alarido surgió de la terminal; el alarido

de una mujer o de un niño. Dees apenas

le prestó atención. Al pensamiento de

que estaba ocurriendo una matanza allí

dentro le sucedió el de que la matanza

contribuiría a engrosar el reportaje, y

ambos pensamientos se borraron de

golpe

cuando

hizo

tres

rápidas

instantáneas del Cessna, asegurándose

de encuadrar bien la bodega abierta y el

número pintado en la cola. El carrete

zumbó.

Dees se precipitó hacia allí. Más

cristales rotos.

Se oyó otro golpe sordo cuando un


nuevo cuerpo fue arrojado sobre el

cemento como una muñeca de trapo

humana. Dees forzó la vista, distinguió

un confuso movimiento, el aleteo de algo

que podía ser una capa…, pero estaba

demasiado lejos para asegurarlo. Se

giró. Tomó dos instantáneas más del

avión, dos excelentes y escuetas fotos de

la bodega bostezante y el montón de

tierra.

Luego dio media vuelta y corrió

rápidamente hacia la terminal.

Ni por un momento cruzó por su

mente la idea de que iba únicamente

armado con la Nikon.

Se detuvo a unos diez metros de

distancia. Distinguió tres cuerpos, dos

de adultos, uno de cada sexo, y un

tercero que debía de pertenecer a una

mujer de escasa estatura o a una niña de

trece o catorce años. Era difícil

deducirlo, porque le faltaba la cabeza.

Dees levantó la cámara y tomó seis

rápidas fotos. El flash disparó su luz

blanquecina y el carrete, al deslizarse,

produjo un zumbido constante y suave.

No perdió la cuenta. El carrete era

de treinta y seis fotos. Había tomado

once.

Le
quedaban

veinticinco.

Guardaba más carretes en los grandes

bolsillos de sus pantalones, lo que era

estupendo… si tenía la oportunidad de

volver a cargar la cámara.

Dees llegó a la terminal y empujó la

puerta.

Pensó que lo había visto todo en esta

vida, pero nunca había visto algo

semejante. Nunca.

¿Cuántos?,

sollozó

su

mente.

¿Cuántos, seis ocho?

El lugar era una carnicería.

Por todas partes yacían cuerpos y

partes de cuerpos. Vio una pierna; la

fotografió. Un torso desgarrado; lo

fotografió. Había un hombre todavía con

vida, un hombre vestido con un mono de

mecánico, y por un estremecedor

momento pensó que se trataba del

borracho de Maine, pero éste era calvo.

Tenía la cara hendida desde la frente a

la barbilla, y la nariz partida en dos.

Dees lo fotografió.

Se le revolvían las tripas como un


océano batido por la tempestad.

«¿Cuántas? ¿Cuántas fotos?», gritó

para sí.

Por primera vez en diecisiete años

había perdido la cuenta.

Las paredes estaban cubiertas de

sangre. Charcos de sangre manchaban el

desgastado linóleo. El tablón de

anuncios, que sin duda debía albergar un

aviso de la Agencia Federal de Aviación

sobre el N101BL, estaba salpicado y

goteaba como una ducha mal cerrada.

Había un escritorio, y al lado un

mostrador.

Un globo ocular azul estaba pegado

a una bolsa de caramelos.

Dees lo fotografió.

Y eso fue todo.

Todo lo que pudo tomar.

Vio el letrero LAVABOS. Una flecha

debajo. Corrió en esa dirección. La

cámara bailoteó al compás de sus

movimientos.

El primero estaba indicado con una

forma humana; era el de los hombres,

puesto que no llevaba un triángulo

sobreimpuesto en el torso. A Dees le

importaba un comino que fuera el lavabo

de los extraterrestres. Lloraba con

grandes, ásperos y roncos sollozos.


Ignoraba que surgieran de él. Hacía

muchos años que no lloraba. Desde que

era niño.

Entró como una exhalación, patinó

como un esquiador que ha perdido el

control y se agarró a la segunda pila de

la hilera.

Se inclinó sobre ella y vomitó todo

cuanto contenía su cuerpo, un chorro

abundante y apestoso. Parte le salpicó la

cara y parte se estrelló contra el espejo,

formando grumos terrosos. Olió el pollo

criollo que había tomado a la hora de

comer y vomitó de nuevo, con un sonido

estrangulado como el de una maquinaria

sobrecargada a punto de reventar.

«Jesús —pensó—, Jesús, no es un

hombre, no puede ser un hombre…».

Fue entonces cuando oyó el sonido.

Era un sonido que había oído mil

veces, o quizá diez mil veces antes, un

sonido habitual en la vida de cualquier

hombre norteamericano…, pero que

ahora le llenaba de un terror espantoso,

sobrecogedor, más allá de todas sus

experiencias y creencias.

Era el sonido de un hombre meando

en un urinario.

Había tres urinarios. Los veía a


través del espejo manchado de vómitos.

No había nadie en ninguno de los

urinarios.

Dees pensó: «Los Vampiros… No…

Se… Reflej…».

Entonces vio un líquido rojizo que

se estrellaba contra la porcelana del

urinario de en medio, que caía por esa

porcelana, que remolineaba entre las

junturas dispuestas geométricamente.

El aire estaba quieto.

Sólo lo vio cuando se estrelló contra

la porcelana inerte.

Fue entonces cuando se hizo visible.

Cuando se estrelló contra la

porcelana desprovista de vida.

Estaba petrificado, inmóvil, con las

manos apoyadas en el borde de la pila,

la boca, garganta, nariz y fosas nasales

sofocadas por el olor y el sabor del

pollo criollo, y contemplaba cómo una

invisible criatura vaciaba su invisible e

inhumana vejiga.

«Estoy viendo mear a un vampiro»,

pensó confusamente.

A lo lejos, acercándose, aullaron

unas sirenas.

Parecía que la orina sanguinolenta

seguía estrellándose contra la porcelana,

haciéndose visible, y resbalando para


siempre por la superficie curva del

urinario hacia los agujeros.

Dees no se movió.

«Estoy muerto», pensó.

A través del espejo vio la manija

cromada bajar por sí sola.

El agua rugió.

Dees oyó un crujido y un aleteo, y

supo que era una capa y que si se daba

la vuelta su vida terminaría.

Permaneció

donde

estaba

sin

moverse un milímetro. Sus manos

arañaban el borde de la pila.

—No me sigas. Sé quién eres. Lo sé

todo sobre ti —dijo una voz suave, sin

edad.

Dees gimió y volvió a mojarse los

pantalones.

—Abre tu cámara —dijo la voz sin

edad.

«¡Mi película! —gritó parte de Dees

—. ¡Mi película! ¡Todo lo que tengo!

¡Todo lo que tengo! ¡Mis fotos!

¡Mis…!».

Otro seco aleteo de la capa. Aunque

Dees no podía ver nada, presintió que el


Aviador Nocturno estaba más cerca.

—Hazlo.

Su película no era todo lo que tenía.

Aún le quedaba la vida.

Así era.

De momento.

Se vio a sí mismo girando

bruscamente, de cara al Aviador

Nocturno, una criatura más cercana al

murciélago que al hombre, una Cosa

grotesca manchada de sangre y cabellos

arrancados; se vio a sí mismo tirando

una foto tras otra mientras el carrete

zumbaba…, pero no habría nada.

Nada en absoluto.

Porque, en fin de cuentas, no había

forma de fotografiarle.

—Eres real —habló con voz ronca,

sin moverse, las manos apoyadas en el

borde de la pila, la sangre retirándose

de las palmas.

—Como tú —chirrió la voz sin

edad, y Dees sintió que el aliento del

Aviador Nocturno le agitaba los pelos

de la nuca, y olió el perfume de la

muerte en el aliento del Aviador

Nocturno—.

Ahora…

La

última
oportunidad. Abre la cámara.

Dees abrió la Nikon con las manos

completamente entumecidas.

Un aire gélido, cortante como una

cuchilla de afeitar, le azotó el rostro.

Por un momento vio una mano blanca de

dedos largos manchada de sangre; vio

uñas largas y rotas cubiertas de mugre.

Luego la película salió y se

desenrolló sumisamente de la cámara.

Hubo otro seco aleteo, otra vaharada

apestosa. Por un momento pensó que el

Aviador Nocturno iba a matarle, de

todos modos. Después vio que la puerta

del lavabo de hombres se abría sin que

nadie la empujara.

«Debe de haber comido muy bien

esta

noche»,

pensó

Dees,

inmediatamente levantó la vista para

enfrentarse a su propia imagen en el

espejo.

La puerta se cerró con un silbido.

Dees continuó inmóvil al menos tres

minutos después de que la puerta se

cerrara.
Continuó inmóvil hasta que las

sirenas llegaron casi al extremo de la

terminal.

Continuó inmóvil hasta que oyó toser

y rugir los motores de un avión.

Un Cessna Skymaster 337.

Entonces salió del lavabo con las

piernas rígidas, tropezó con la pared

opuesta, reaccionó y caminó hacia la

terminal. Casi cayó al resbalar en un

charco de sangre.

— ¡Quieto ahí señor! —chilló un

policía a su espalda—. ¡Quieto ahí! ¡Si

hace un solo movimiento disparo!

Dees ni siquiera se giró.

—Prensa, pies planos —dijo Dees,

y se acercó a una de las ventanas

destrozadas.

Se quedó allí y contempló cómo el

Cessna aceleraba por la pista 5. La

película colgaba de su cámara como una

tira de confeti marrón. La forma negra

del avión se recortó contra el resplandor

del generador y los tanques auxiliares en

llamas, una forma que recordaba a la de

un murciélago, y luego se elevó y

desapareció. Y el policía aplastó a Dees

contra la pared con la fuerza suficiente

para hacerle sangrar por la nariz, aunque

a Dees no le importó, ya no le importaba


nada, y cuando los sollozos volvieron a

surgir de su pecho cerró los ojos y aún

seguía viendo la orina sangrienta del

Aviador Nocturno estrellándose contra

la

porcelana

curvada,

haciéndose

visible y deslizándose hacia el desagüe.

Pensó que jamás lo olvidaría.

Ponga una mujer en su

mesa

Paul Hazel

PAUL HAZEL, nacido en 1947 en

Bridgeport (Connecticut), es uno de los

principales escritores de fantasía de

Estados Unidos, conocido por su prosa

elegante y cuidada, y una cierta

inclinación hacia los juegos de palabras.

Su trilogía Finnbranch ( Yearwood,

Undersea y Winterking) es un complejo

y amargo lamento, henchido de misterio,

magia y transformación. Ponga una

mujer en su mesa es el primer relato de

terror de Hazel.

Trabajo, como el señor Waymarsh y

los señores Pendennis y Malesherbes, en

la fabricación de un cierto pequeño

artículo de utilidad doméstica. Cada día


comemos juntos en un establecimiento

cercano, en el que JoAnne atiende

nuestras peticiones. El señor Pendennis

es el responsable de las finanzas.

Malesherbes fija los precios y redacta

los pedidos. Su comida siempre ha

consistido, durante estos últimos veinte

años, en buey a la plancha sobre un

lecho de lechuga fresca, dos tostadas

con mantequilla y, después de que

JoAnne ha limpiado la mesa, una sola

taza de té English Breakfast. Pendenis,

de gustos más ortodoxos, prefiere

estofado o pescado. Waymarsh, el

subdirector, comerá, por supuesto,

cualquier cosa, pero siendo el menú

limitado se inclinará, seis días a la

semana, tras un prolongado fruncimiento

de cejas, por la caballa. En cuanto a mí,

siempre que hace buen tiempo y no he

tenido problemas con los empleados,

elijo tripa.

Siempre nos había parecido tan

perfecto, tan exactamente adecuado…,

hasta que apareció Cecily.

Cecily tenía veintiséis años, tal vez

veintisiete. Su cabello, que colgaba

sobre sus hombros en perezosos bucles,

era del color de la barba del maíz con

tendencia a oscurecerse, como la barba


del maíz. A medida que pasaban las

semanas fue adquiriendo una tonalidad

pardoamarillenta, hasta que la agencia

de ciencias femeninas lo restauró como

por arte de magia. En nuestro favor debo

confesar que no nos escandalizamos. Sus

tobillos, como Pendennis se apresuró a

notificarnos, eran tan esbeltos como los

de una colegiala.

—La mitad de gruesos —nos

informó Pendennis el día en que la vio

salir por primera vez del despacho del

director— que los de esas vacas de

contabilidad.

Sonreímos con conocimiento de

causa. Después de todo, eran sus vacas,

Betsy Teeling, las dos Mónicas, la

madura señorita McGuffin, la más joven

(aunque igualmente rumiante) señorita

Halliday: cuentas por cobrar, cuentas

por pagar y nóminas.

—¿Así que el director tiene una

nueva secretaria? —deduje.

Pendennis hundió su cuchara entre la

salsa y las chirivías y sonrió entre

dientes. «Una sonrisa de superioridad

—pensé—,

henchida

de
secreta

complacencia».

—Compras —dijo. Pinchó algo en

el plato y luego nos miró directamente a

los ojos—. Jefa de compras.

—D-debes de estar e-equivocado —

tartamudeó Malesherbes.

—En

absoluto

—intervino

Waymarsh, que por ser la mano derecha

del director estaba en todo. Clavó el

tenedor en el último trozo de pescado y

lo introdujo con delicadeza bajo su

bigote. Después tomó un sorbo de café

con toda la calma del mundo—. ¿Qué os

parece si pedimos un poco de pastel de

manzana?

—¿Qu-qué quieres decir? —protestó

Malesherbes, tan agitado que retiró su

servilleta del cuello.

—O una tarta —continuó Waymarsh.

—Esa… —empezó Malesherbes,

abatido. Su ancho rostro enrojeció—.

¡Esa mujer!

—Señorita Cecily Hart —dijo

Waymarsh sin perder la compostura—.

Cinco años con Bernham & Maggotty. Y

una licenciatura.

—Imposible —repuso Malesherbes.


Pero era cierto. El director nos

convocó esa misma tarde en su gran

despacho situado en lo alto de la torre,

desde el cual, con los tirantes dilatados

por su abdomen, podía observar los

esfuerzos de sus empleados y, detalle

importante, podía ser visto por ellos.

—Los tiempos modernos —anunció

el director, irradiando bienestar y

confianza— exigen, de vez en cuando,

algunas mínimas concesiones.

Malesherbes parecía receloso.

Waymarsh, que gozaba de la

prerrogativa de estar sentado en

presencia del director, nos sonrió con

benevolencia. Era un hombre plácido,

como perteneciente a otro mundo.

Posaba sus nalgas confortablemente en

los dominios del director y aceptaba su

puesto sin hacer preguntas.

—Las mujeres —siguió el director

—, según me han informado, adquieren

el noventa y siete por ciento de nuestros

artículos domésticos. Caballeros su

poder adquisitivo, para no andarnos por

las ramas, es extraordinario. Y, sin

embargo, en todos estos años, nunca

hemos… —se giró con brusquedad y

comprobó, después de echar una ojeada


a la plantilla (no me cupo la menor

duda), la conspicua ausencia de mujeres.

Volvió a mirarnos—. Ni siquiera aquí—

subrayó—. Especialmente aquí, en

nuestro inner sanctum…

—Estoy por completo de acuerdo —

coreó Waymarsh, pues la decisión ya

había sido tomada.

—Un retraso excesivo —concedió

Pendennis.

Malesherbes intentó disimular su

disgusto.

El director rodeó con su brazo la

espalda de Malesherbes.

—Sabía que podía contar con usted

—declaró, complacido. Oprimió el

botón del intercomunicador. La puerta

exterior se abrió al instante. La joven,

escoltada por la culona secretaria del

director, avanzó con parsimonia hacia

nosotros.

—Me complace en presentarles a la

señorita Hart —dijo el director.

Le estrechamos la mano, uno por

uno. Su apretón era franco. Sus pechos,

firmemente asegurados, no se movieron

en ningún momento. Bajo uno de sus

esbeltos brazos llevaba una tablilla con

sujetapapeles.

—Encantado —dijo Waymarsh.


—Igualmente —dijo Malesherbes,

tratando de ocultar su disgusto.

Fue Pendennis, sin embargo, quien la

invitó a comer.

—El

miércoles

—nos

indicó,

cuando ya era demasiado tarde.

—¿De qué creéis que podremos

hablar? —bufó Malesherbes. Bajó la

vista hacia la fláccida bolsa de té

English Breakfast que flotaba en la taza

y, como poseído ya por la presencia

intrusa de la señorita Hart, se estiró los

pelos de la nariz.

—Hablaremos de lo que siempre

hemos

hablado

—sugerí—

le

ofreceremos un puro.

—Pero si no fumamos —se quejó

Malesherbes.

—Es una broma, John —le dijo

Pendennis, conciliador.

—Pues no me hace gracia —

respondió Malesherbes, malhumorado.


El miércoles me vi obligado a

aparcar en el solar que hay detrás de la

iglesia de St. Stephen y caminar el resto.

Pese a ello, aún faltaban diez minutos

para las doce cuando JoAnne cogió mi

chaqueta y la colgó junto a las otras.

—Hoy nos hemos puesto muy guapos

—sonrió JoAnne.

—Es lo único que tenía limpio —

protesté, sin saber muy bien por qué me

disculpaba.

Pendennis, que estaba mirando la

puerta, llevaba una corbata que nunca le

había visto. Se había peinado y dado un

toque de laca a sus escasos cabellos.

Waymarsh iba embutido en un traje

negro a rayas. Malesherbes, por su

parte, se tocaba con su ajada gorra de

marinero, inclinada sobre la frente. Se

limitó a parpadear cuando Pendennis

sugirió que sería un detalle de cortesía

quitársela.

—Pretendes ser irónico, supongo —

dijo Waymarsh.

—Pretendo ser yo mismo —le

contestó Malesherbes.

—Siempre te quitas el sombrero

cuando entras en algún sitio —le

corregí.

—Pero ahora no pienso quitármelo


—Malesherbes

sonrió

de

forma

inexplicable—. Las intenciones cuentan

para algo.

Tras oír su respuesta le dejamos en

paz. Con todo, cuando JoAnne salió de

detrás del mostrador para traerle su

plato de buey a la plancha y el cuaderno

de notas en ristre, Pendennis la detuvo

con un gesto.

—Espere unos minutos, estamos

esperando a otra persona.

Malesherbes contempló horrorizado

cómo su comida regresaba hacia la

cocina.

—No tienes derecho —susurró.

—Todo el derecho del mundo —

respondió Pendennis.

—Veinte años de buey a la plancha

—le recordó Waymarsh—. Yo diría que

hay motivos suficientes.

Malesherbes paseó la mirada por la

mesa vacía.

—Es lo que me gusta.

—Eso es lo que me preocupa —

repuso Waymarsh.

—Creo que voy a pedir una chuleta


—interrumpió Pendennis.

Todos le miramos, estupefactos.

—Es un día especial —explicó.

—Tonterías —dijo Malesherbes,

aunque todos los demás ya nos habíamos

puesto en pie.

Estoy seguro de que, en el fondo,

ninguno de nosotros creíamos que

vendría. Por naturaleza y por costumbre

no estábamos preparados para la

compañía de una joven. Pendennis y yo

éramos solteros. Waymarsh era viudo.

Por las tardes leía libros de horticultura

asistía

conferencias

en

la

universidad. Se puso a temblar al

divisar la esbelta figura recortada contra

el umbral de la puerta. Pendennis

examinó de súbito la pechera de su

camisa (su mayor defecto) y rogó,

imagino, por una muerte súbita.

Cecily

pasó

por

delante

del
mostrador, observada por el camarero, y

se desvió de inmediato hacia nosotros.

—¿Llego tarde? —preguntó—. ¿Ya

han pedido?

Su pelo, despeinado y caído sobre

las sienes, exhibía las mechas del

amarillo

más

vistoso

que

había

contemplado en mi vida.

Waymarsh, decantándose por la

ceguera, se quitó las gafas.

—No, en absoluto, señorita Hart —

dijo con suavidad.

—Cecily —insistió ella.

Waymarsh le ofreció su mano grande

y húmeda.

—Harold —susurró.

—Patrick

—dijo

valientemente

Pendennis.

—Desmond —dije yo.

Malesherbes,

sin

embargo,

permaneció en silencio. Cecily, sin darle


mucha importancia, se sentó a su lado.

—¿Qué van a tomar? —preguntó.

Malesherbes miró si se estaba

burlando de él.

—Pendennis tomará chuleta —dije

—, y yo, tripa.

Waymarsh

arrugó

el

entrecejo

mientras examinaba la lista escrita en la

pizarra.

—Estaba pensando en estofado —

insinuó.

—Son maravillosamente diferentes,

todos ustedes —ella rió y sonrió, porque

Pendennis y yo habíamos sonreído. Se

giró hacia Malesherbes—. Defínase

también usted, porque pretendo guiarme

por la experiencia.

Por un momento pensé que había

detectado una actitud conciliatoria en el

ojo izquierdo de Malesherbes, pero no

se dejó seducir. Cuando JoAnne volvió

para anotar nuestros pedidos, seguía

manoseando los cubiertos. Pequeñas

manchas de humedad relucían sobre su

grueso labio superior.

—¿Has

decidido,
John?

—le

preguntó por fin JoAnne.

—Nada —contestó.

JoAnne le miró con aire suspicaz.

—Aquí no tienen nada —dijo él en

voz alta. A intervalos hundía los dientes

del tenedor en el mantel—. Sólo piedras

—murmuró con una sonrisa, que se

transformó en una mueca—. Y apestosas

hierbas negras —el fluctuante tenedor se

acercó peligrosamente al hombro de

Cecily. Malesherbes levantó de repente

la vista.

Al otro lado de la mesa había

hombres que conocía. Es posible que el

hecho de vernos a Pendennis, Waymarsh

y a mí le ayudara a calmarse.

—La experiencia me ha enseñado,

señorita Hart —dijo casi con serenidad

—, que la hierba negra es la más

incomestible.

Cecily se apartó, nerviosa.

—Le servirá de ayuda —expliqué—

saber que una vez naufragó.

—En una roca —añadió Pendennis.

—Al este de Terranova —dijo

Waymarsch—. En el Atlántico.

—Sin… —continué.
—¿Ya

se

han

decidido?

interrumpió JoAnne, que no había

cesado de oír después de tantos años

todo lo que le interesaba oír acerca del

hundimiento del barco.

(Trece días, le contamos, sin más

recursos que una lata de galletas).

—¡John! —gritó JoAnne.

Malesherbes

agitó

la

cabeza

torpemente.

Sus

fofas

mejillas

fluctuaron.

JoAnne, exasperada, se colocó tras

la silla de Cecily.

—¿Y usted, señorita?

—Trucha —musitó Cecily; dos

temblorosas sílabas que brotaron de sus

labios y, como temerosas de la luz y del

aire, se desvanecieron.

No podía haber empezado peor.

Cuando llegó la trucha, Cecily comió


varios trozos para ser sociable y luego,

apoyada en silencio contra el respaldo

de su silla, bebió un poco de agua fría y

esperó.

Pendennis tosió. Por la expresión de

su rostro deduje que la chuleta estaba

dura. En cambio, la tripa sabía a las mil

maravillas, pero el espectáculo de

Malesherbes con la vista perdida en el

mantel me hizo perder el apetito.

—¿Ustedes también eran marinos?

—preguntó por fin Cecily.

—Estábamos en el ejército —le

dijimos.

—En el norte de África —aclaró

Waymarsh

mientras

buceaba

mecánicamente en su estofado.

—Birmania —rectificó Pendennis,

atacando la chuleta—. Las Filipinas.

—Antes de que usted naciera, o

quizás antes de que nacieran sus padres

—dije.

Cecily rió de nuevo, a modo de

respuesta,

algo

menos

insegura,
descubriendo

una

diminuta

lengua

rosácea.

—No parecen tan mayores —sonrió.

Fue en ese momento cuando,

desviándose de la chuleta, el cuchillo de

Pendennis se precipitó sobre el dedo de

Cecily.

Pendennis luchó por recuperar el

equilibrio, lo perdió y se inclinó hacia

adelante, añadiendo el peso de su torso

y de su brazo a la inesperada

aceleración del cuchillo. Se enderezó un

instante más tarde, pero para entonces el

extremo del dedo de Cecily, segado por

la falange, ya había rodado hasta

detenerse frente a Malesherbes.

Después todo pareció transcurrir al

mismo tiempo. Cecily chilló; Pendennis,

pálido, expresaba entre sollozos su

estupor, sin dejar de repetir a Waymarsh

y a las camareras que habían acudido a

toda prisa que se trataba de un

accidente. Alcé el brazo de Cecily sobre

su cabeza para detener la hemorragia,

mientras Waymarsh le envolvía el dedo

con las servilletas. Creo que fui el único

testigo, en la confusión, de lo que había


hecho Malesherbes con el pequeño

pedazo de carne.

Me sentí aliviado, a pesar de todo,

cuando a la mañana siguiente Pendennis

se detuvo ante mi escritorio.

—Fue un claro acto de locura —dijo

—. Con todo, he de reconocer cierta

admiración.

Hice lo que pude para parecer

asombrado, pero él sonrió.

—Sin embargo, daba la impresión

de que estabas muy afectado —le

recordé.

—He vuelto a invitarla —dijo con

aire de niño travieso—. Como un acto

de

desagravio.

Espero

vuestra

asistencia.

Cecily llevaba un vendaje, por lo

que necesitó la ayuda de JoAnne para

quitarse la chaqueta y la de Waymarsh

para sentarse.

—Debe de ser doloroso —dije.

—Lo es —reconoció.

Tenía las mejillas pálidas. Cuando

sonrió, lo que sólo consiguió a medias,

percibí que sus ojos se habían


oscurecido, como si hubieran perdido

parte de la capacidad para enfocar. No

obstante, levantó la vista de repente.

—Este trabajo es muy importante

para mí —afirmó—. Es necesario,

además,

que

mantenga

relaciones

cordiales con todos ustedes —las

comisuras de sus labios se alzaron sin

revelar

los

dientes—.

Relaciones

profesionales cordiales.

—Tienes razón, por supuesto —dijo

Waymarsh.

—No podría ser de otra manera —

observó Pendennis.

JoAnne no tardó en traer el café. Se

inclinó sobre Waymarsh y, mientras él

fruncía

el

entrecejo,

anotó

obedientemente

«estofado»

en

su
cuaderno, a pesar de que el cocinero

había sacado un plato de pescado en

cuanto le vio traspasar el dintel de la

puerta. La verdad es que ni Pendennis ni

yo íbamos a sorprenderla. Sin embargo,

parecía inquieta.

—¿Y tú, John? —preguntó.

Pero, a pesar de que Malesherbes

meneó la cabeza, estaba sonriendo.

Me entristece admitir que esta vez

fue mi cuchillo el que resbaló.

Al empezar la siguiente semana,

JoAnne colocó innecesariamente la

pizarra frente a nosotros.

—¿Qué le sucedió a esa infortunada

joven? —preguntó.

—Desapareció —dijo Pendennis.

—Se marchó sin previo aviso —le

corrigió Waymarsh.

—Sin

una

palabra

—concluí,

tratando de terminar la conversación.

—Qué cosa más rara —insistió

JoAnne—. Pobre niña, tan proclive a los

accidentes.

Con un suspiro, apoyó el bolígrafo

en su cuaderno de notas.
—Bien, ¿qué será hoy, caballeros?

—Sólo café —dijo Waymarsh.

—Lo mismo —replicó Pendennis,

con la cabeza baja para ocultar el brillo

de su ojo.

JoAnne le miró, vacilante.

—Café —coreé.

Malesherbes sacó de su bolsillo un

bocadillo envuelto en papel parafinado.

—Té —dijo con firmeza—. Una

estupenda taza de té caliente English

Breakfast.

Uno tras otro, cuando JoAnne nos

dio la espalda, sacamos nuestros

bocadillos.

—No iría mal un poco de mostaza

—sugirió Pendennis.

—Y pimienta —dijo pensativamente

Waymarsh—. Creo que me pondré algo

de pimienta.

—Resultará excelente tal cual —les

aseguró Malesherbes.

Desenvolvimos el papel con todo

cuidado.

Entre las rebanadas de pan advertí

los trozos de carne rosa pálido. Seguro

que no tendrían grasa. Malesherbes se

había encargado personalmente, a última

hora de la tarde anterior, de pulir los

pedazos ante nuestra presencia. Sin


embargo, reconsideré por un momento la

posibilidad de pedir tripa. Es curioso,

pensé, cómo cambian los gustos.

Siempre

nos

había

parecido

tan

perfecto, tan exactamente adecuado…

hasta que apareció Cecily.

El beso sangriento

Denis Etchison

DENNIS ETCHISON, nacido en 1943 en

Stockton (California), es conocido por

sus magistrales narraciones cortas. Las

mejores han sido recogidas en los

volúmenes The dark country y Red

dreams. Otros libros suyos incluyen la

novela Darkside y las antologías

Masters of darkness y Cutting edge.

Excelente guionista, es posible que su

trabajo en Hollywood haya inspirado el

cuento que sigue a continuación.

Ella se había dicho que aquello

nunca podría llegar tan lejos, pero

esperaba que sucediera contra toda

esperanza. Ahora ya no estaba segura de

lo que era ilusión y de lo que era

realidad. Había perdido el control.


—¿Sigues ahí, Chris? —era Rip, el

chico de los recados, que de tanto

rondar por los estudios había llegado a

ser Ejecutivo a Cargo de Proyectos

Especiales, fuera eso lo que fuese. Se

paró frente a la puerta del despacho,

giró sobre un pie y meció el otro hasta

cruzar el tobillo sobre la rodilla, la

airosa postura de un bailarín en

descanso o la maniobra socarrona de un

corredor dando a entender que lleva

suficiente ventaja como para no tener

que apresurarse. Ella no pudo decidir

cuál de las dos era la más adecuada. Le

miró distraídamente y fingió que su

siguiente pregunta la divertía—. ¿Irás a

la fiesta esta noche?

—¿Te importa mucho que lo haga?

—Claro

—dibujó

una

sonrisa

infantil, como si hubiera olvidado por un

momento que tenía treinta y cinco años

—, ya sabes que asistirá todo el equipo

—echó un vistazo al pasillo en ambas

direcciones, se metió dentro y bajó la

voz para bromear sobre su evidente

aspiración—. ¿Sabes lo que le vamos a

traer a Milo?
—Deja que lo adivine… ¿Una

danzarina del vientre? No, eso fue para

su

cumpleaños.

¿Un

bailarín

de

Chippendale?

Rip reprimió su carcajada.

—¿Me tomas el pelo? No saldrá de

su guarida hasta la tercera temporada.

—Nunca se sabe.

«Eso es lo que tú quisieras —pensó

ella—. Guarida, y un pepino. Podría

decirte algunas cosas sobre Milo, si de

verdad te interesan, pero es posible que

no me creyeras; no encajarían en tus

planes, ¿verdad? Milo el Gran Jefe.

Sigue soñando».

—Me rindo —dijo—. ¿Qué es?

Rip cerró la puerta detrás de él.

—Contratamos a ese bombón de la

Oficina

de

Reparto.

Entrará…,

irrumpirá a las doce menos cinco y

anunciará entre sollozos que acaba de

cargarse el coche de Milo, aparcado


enfrente. ¿Has visto el 450SL blanco? El

último capricho de Milo, ¿vale? A ella

le sabe tan mal, va a pagarlo todo,

siempre que su seguro no haya

caducado. Así que lo arrastra hacia la

habitación de arriba en donde está el

teléfono,

busca

el

número,

se

desmorona, empieza a llorar, se despoja

del vestido y se le ofrece… Y de

repente, ¡sorpresa! ¡Todo era una farsa!

¡Feliz día de San Valentín! Iremos todos.

¿Tienes una cámara, Chrissie?

—Llevaré mi 3-D.

—¿Qué?

—Nos veremos allí, R. Ahora voy a

escribir de nuevo mi guión.

«¿Lo terminaré algún día?», se

preguntó.

—¿Te refieres a Zombis? Creí que

ya estaba a punto.

—Y lo está, pero Milo tenía unas

sugerencias de última hora. Nada

importante. Lo quiere sobre su escritorio

mañana por la mañana.

—Estupendo

—dijo
Rip,

sin

escucharla—. Bueno, no trabajes mucho.

«Si no lo hago yo —pensó ella—,

¿quién lo hará?».

—Y, Chrissie…

—¿Sí?

—Que pases una noche fabulosa,

sola o acompañada. Recuerda, No abra

la puerta va directo al número uno…,

¡lo conseguimos! Bueno, gracias a tu

episodio, por supuesto. ¡ La Reina de los

Zombis nos situará en la cumbre!

—Gracias por decírmelo R.

«Y no me llames Chrissie —pensó

mientras él se marchaba—. Yo lo he

conseguido, tú lo has conseguido, ellos

lo han conseguido, nosotros lo hemos

conseguido… Me gustaría verles por

una vez, a Milo o a cualquiera de esta

productora,

haciendo

el

auténtico

trabajo: entrevistar a escritores, resumir

argumentos, reescribirlos toda la noche

para entregar algo más que grandes

ideas a la cadena… Tendría que

haberme quedado de secretaria. Al


menos dormiría mejor.

»Pero, en ese caso, ¿qué sería de

ellos? ¿Y qué sería de mí? Hubiera

regresado a Fresno, a casa de mis

padres, en lugar de estar aquí, oculta

entre bastidores para mantener unida a

esta familia sustituta Si me dieran un

dólar por cada vez que he salvado el

trasero de Milo la noche anterior a un

estreno…

»Con historias como ésta —pensó,

revolviendo las hojas—. Por fin

encontré una perfecta. Bueno, no fui yo.

Esta vez, milagrosamente, todo estaba a

punto cuando cayó en mis manos; lo

único que tuve que hacer fue pulirla un

poco y dársela a M. para la

presentación. El episodio perfecto para

abrir la segunda temporada. Así lo

llamaron. Para ser sincera, quería que

pensaran que era mío. Y funcionó. ¿He

de renunciar a este despacho por culpa

de una abstracción? ¿Quién es Roger

Ryman? Con los detalles específicos

cambiados, será irreconocible cuando la

rueden… Ya me ocuparé de ello.

Dejarán que escriba yo el guión. ¿Quién,

sino? Y entonces todo el prestigio será

para mí, reconocerán mis méritos,

entraré
a

formar

parte

de

la

Asociación… ¿Quién podría darse

cuenta? Es probable que Ryman se gane

honradamente la vida en algún sitio, tal

vez lejos. Nunca la verá. Ni siquiera

debe tener televisión por cable.

»¿Y si la ve algún amigo suyo?

»Olvídalo, Chrissie, Chris. Te

volverás loca.

»Tú lo quisiste así, admítelo. Te

empeñaste en ello».

Sacó de la máquina de escribir la

última hoja de la última revisión, la que

incorporaba

los

cambios

surgidos

después de su entrevista de hoy con

Milo, y empezó a leer las pruebas desde

la primera página:

LA REINA DE LOS ZOMBIS

por

Christine Cross

1. SUPERMERCADO DE HORARIO

ININTERRUMPIDO-NOCHE
Las tres de la madrugada.

Los muertos vivientes asedian el

super.

Clientes zombi se dirigen

hacia

el

departamento

de

productos alimenticios, donde

se hallan escondidos detrás de la

caja el encargado de noche y su

novia, una de las cajeras. Tiene

que sacarla de allí antes de que

reparen en su presencia. Los

zombis quieren algo más que

fruta y verduras.

Pone en marcha el sistema de

altavoces, agarra el micrófono y,

para distraerlos, anuncia una

oferta de hígado. Los zombis se

arrastran hacia la sección de

carnes.

Le indica a la CAJERA que

ande a gatas hacia la puerta

delantera…,

pero

nuevos

refuerzos de zombis empiezan a

entrar desde el exterior. Ella

cambia de dirección, se desliza


entre los pasillos, pero se ve

obligada a retroceder hacia la

sección de carnes, donde los

zombis están muy ocupados

devorando hígado.

Un zombi solitario llega al

extremo

del

cajón

de

congelados. Toda la carne ha

desaparecido. Aprieta el timbre

con

movimientos

torpes

convulsivos. Nadie responde.

Entonces trepa al mostrador,

agarra

al

CARNICERO

allí

escondido, lo alza, hunde una

mano en el abdomen del

CARNICERO y le arranca el

hígado.

Mientras prosigue la orgía,

una lluvia de sangre y vísceras

salpica a la CAJERA. Ella chilla.


«¡CORTEN!».

Vemos que una película está

siendo

proyectada

en

el

supermercado, pero la chica que

interpreta a la CAJERA no para

de chillar. Mientras los zombis

se despojan de sus máscaras sale

corriendo del plató histérica.

«¡Fantástico! —le dice el

DIRECTOR al ENCARGADO DE

EFECTOS ESPECIALES—. Pero

quiero más sangre la próxima

vez, ¿vale, Marty?».

Sale a buscar a la CHICA.

2. EXTERIOR

El DIRECTOR la consuela en

el aparcamiento. Ella, sabiendo

que no le da lo que necesita,

quiere

agradarle,

pero

es

superior a sus fuerzas. Se está

desmoronando. Tiene ganas de

subir al próximo autobús para

Indiana.

El DIRECTOR la necesita.
Ella será la Reina de los

Zombis. La envía de vuelta al

Holiday Inn. Un baño caliente,

un descanso…, ¿qué más puede

hacer por ella? Si es necesario,

ensayará más tarde con ella, en

privado.

Repasó las páginas. Perfecto, como

todo lo demás. Funcionaba óptimamente:

«Sácale juego al boceto —pensó—.

Podría escribir ese guión ahora mismo,

aprovechando la inspiración, si Milo no

necesitara enviar antes esta versión a los

jerifaltes para su aprobación. Una

formalidad. Podría seguir trabajando, no

quiero asistir a esa espantosa fiesta.

Puedo acabarla antes de plazo… Por fin

se darán cuenta de lo muy importante

que soy para esta operación. Hasta

podría ocurrir que Milo comprendiera la

necesidad de un productor asociado.

¿Por qué no?».

¿Estaría todavía en su despacho?

Podría

presentarle

sus

respetos,

excusarse de la fiesta y explicarle que se

marchaba a casa a trabajar. Le


impresionaría muchísimo, ¿no?

Grapó las páginas y buscó su bolso.

El

pasillo

olía

débilmente

desinfectante y, a lo lejos, se oía el

golpeteo de los cubos de basura a

medida que las mujeres de la limpieza

pasaban de una sala a otra del edificio,

recogiendo los desperdicios de los

demás y poniéndolo todo en orden.

Mientras atravesaba el vestíbulo de

recepción vio el carrito de las escobas y

los detergentes detrás de una puerta

entreabierta y, más allá, a través de la

ventana del despacho de Rip, la línea

del horizonte ennegrecida por una faja

de polución, producto de otro día en la

ciudad. Era más tarde de lo que

pensaba.

—Buenas noches —dijo en voz alta.

La mujer de la limpieza se enderezó

y se restregó las ásperas manos en el

uniforme; luego dejó caer los brazos a

los costados con las palmas hacia

arriba, como temerosa de que la

acusaran de estar robando. Su rostro se

veía sombrío e inexpresivo.


—Que lo pase… que lo pase bien —

añadió Chris.

Bueno, en realidad no era fiesta.

¿Entendería el inglés la mujer?

Antes de irse intercambiaron una

última mirada. La de la otra fue serena y

conformista,

desesperanzada

extrañamente beatífica. Una huella de

desaprobación se insinuó en su máscara

impasible. Chris se sintió un poco

incómoda,

como

una

adolescente

descubierta saliendo o entrando a

hurtadillas en su habitación. De hecho,

la mirada era casi de pena. ¿Por qué?

Bajó los ojos y se alejó.

Golpeó con los nudillos la puerta de

Milo, y después entró sin esperar

autorización.

El despacho estaba vacío. Era

normal que no se molestara en

despedirse. ¿Para qué? Nunca lo había

hecho. Eso cambiaría, por supuesto.

Durante tres días había tenido un

despacho para ella sola, pero los demás


tardarían un tiempo en asimilarlo. Las

cosas serían diferentes muy pronto.

Observó las señales habituales de

una partida apresurada: una fila de latas

de coca-cola vacías, un cajón salido

para estirar los pies, un puñado de

impresos para mensajes enrollados junto

al teléfono, una bandeja de papeles

columpiándose en el extremo del

escritorio.

A su pesar, reconoció que la escena

le resultaba más conmovedora que

sorprendente. Milo necesitaba alguien

que pusiera orden en su vida, que pasara

revista al terminar la noche. No podía

hacerlo todo. No era culpa suya, razonó

ella, formaba parte de su naturaleza…

Se sintió como la hermana que corregía

sus deberes mientras dormía, la novia

que le chivaba las soluciones en el

examen final, la madre que se

preocupaba de peinarle antes de ir a la

escuela. Sabía que no ocupaba ninguno

de estos lugares, pero él no tardaría en

reconocer su valía. Los días de

indiferencia habían terminado.

Sonrió

mientras

atravesaba

el
despacho y depositaba triunfalmente su

boceto corregido sobre el cristal del

escritorio, donde aguardaría a que él

llegara por la mañana. No dejaría de

verlo.

Colocó el bloc de mensajes entre el

cenicero rebosante y los círculos

dibujados por la taza de café. Utilizó el

pisapapeles para inmovilizar sus hojas,

alineó un lápiz a cada lado para

enmarcarlas y se dispuso a salir.

Oyó que el carrito salía del

despacho de Rip y se dirigía hacia el de

Milo.

¿Y si la mujer de la limpieza

reordenaba las cosas y ponía sus hojas

bajo el montón que no correspondía?

Chris debería advertirla de no tocar

el escritorio.

¿Y si no conseguía hacérselo

comprender a la mujer?

Suspiró y vació el cenicero, tiró las

latas en la papelera, limpió el cristal del

escritorio y ordenó el resto de sus

cachivaches para que no hubiera

necesidad de tocar nada. Mientras

deslizaba el bloc de notas bajo el

teléfono y se preparaba para marcharse

antes de ser pillada in fraganti, el


timbre interior el teléfono sonó una vez,

a causa del movimiento. Ella parpadeó.

Y vio lo que estaba escrito en la

primera página del cuaderno.

Parpadeó de nuevo y lo releyó,

esforzándose por comprender el sentido.

Estaba redactado con los garabatos

familiares de Milo, su última nota del

día. No tuvo la menor dificultad en

descifrarla. Decía:

«QUE BILL S. ESCRIBA REINA DE

LOS ZS. ¿QUIÉN ES SU AGENTE?».

Se quedó mirándola.

Puso las manos en las caderas,

apoyó su peso en un pie y luego en el

otro, miró por la ventana y sólo vio

oscuridad; leyó la nota otra vez antes de

que sus ojos empezaran a picarle. El

significado era indudable.

Milo le había asignado la confección

del guión a otra persona.

Ella no participaba en la carrera.

Ni siquiera estaba en la lista de

competidores.

Tendría suerte si constaba en los

títulos de crédito. No, probablemente ni

siquiera eso.

La venda se le cayó de los ojos.

Ya podía ver el nombre de otro

escritor en la pantalla. Tal vez el de


Milo sólo. Había sucedido antes.

«Ha vuelto a suceder —pensó—.

Siempre sucede igual.

»Y ni siquiera lo vi venir».

Ni tan sólo podría elevar una

protesta, puesto que se arriesgaba a

provocar

un

arbitraje

que

quizá

descubriera al verdadero autor de la

obra que se había apropiado.

«Me han cogido —pensó—. Otra

vez.

»Pero esta vez no me conformaré

con el hueso que me han tirado. Ahora

no.

»Esto se acabó aquí».

Cogió el cenicero y lo arrojó al otro

lado del despacho. Se estrelló contra el

dibujo enmarcado de LeRoy Neiman

colgado en la pared. Después recuperó

sus páginas y salió del despacho;

fragmentos de cristal se clavaron en las

suelas de sus zapatos y rechinaron

mientras andaba.

Estupefacta, la mujer de la limpieza

se hizo a un lado.
—Esta vez no —le dijo Chris entre

sollozos de rabia—. ¿Comprende? [6]

Lo… lo siento. Perdóneme…

«He cometido un gran error, un error

terrible, terrible.

»O quizás lo ha cometido otro».

De vuelta en su despacho examinó el

fichero hasta encontrar la sinopsis

original, ofrecida por un desconocido

sin agente al que jamás había visto,

Roger R. Ryman. Había incluido su

domicilio y teléfono particulares en la

página del título.

Aferró el receptor y se rompió una

uña mientras marcaba el número.

Al principio, él no la reconoció por

su nombre, pero cuando pronunció las

palabras mágicas, No abra la puerta,

recordó las series, la sinopsis que había

enviado y casi consiguió lamerle la cara

a través del teléfono.

Sí, por supuesto, se citaría con ella

en cualquier parte, a cualquier hora.

Ella le dio la dirección de Milo.

Él no vio nada raro en que le citara

en una fiesta de San Valentín.

3. EN EL HOLIDAY INN

Ella llama a casa deshecha

en llanto. Está preparándose

para tomar el baño cuando entre


el DIRECTOR.

Todo irá bien. Tú puedes

hacerlo, le dice. Trabajará con

ella

personalmente.

Él

se

adjudica el papel de un zombi en

el ensayo, la acaricia, la agarra,

la abraza apasionadamente. Ella

responde con desesperación,

olvidando el guión. Ella le

necesita. Y piensa que él la

necesita.

4. MÁS TARDE.

Ella llama a su casa de

nuevo…, pero esta vez en otro

tono. Sí, le va muy bien. Después

de todo, se abrirá camino.

«¿Sabes una cosa, mamá? He

conocido a un hombre, pero no a

un

hombre

cualquiera.

Es

maravilloso, muy gentil. Se

preocupa realmente por mí…».

«Fantástico —pensó Chris—. Ahora

la pregunta es ¿quién será él?».


Cuerpos de todos los tamaños y

formas pasaban junto a ella, ataviados

con

toda

clase

de

vestimentas:

sombreros en forma de corazón, trajes

con flechas, zapatos de atractivo diseño,

camisetas de pésimo gusto, alfileres

esmaltados,

pañuelos

de

cabeza

adornados con dibujos, chándales de

color pastel adquiridos en el Berverley

Center, indumentarias de los años treinta

procedentes de la avenida Melrose.

Ositos de felpa acechaban en las

esquinas con billets-doux clavados en

los baberos; globos de Mylar flotaban

hacia el techo como burbujas de aire en

la superficie de un acuario. Jadeó en

busca de aliento a medida que

personajes

inindentificables

se

arremolinaban a su alrededor, todo

collares y dientes luminosos bajo las

luces ultravioletas, y buscó una salida


antes de que la presión de la música la

cercara de nuevo. Mientras se abría

paso entre la muchedumbre hacia la

puerta más cercana, algo parecido a una

pinza trató de asirla por el muslo. En las

sombras, los osos de ojos negros y

brillantes como los de los tiburones

parecieron mover sus peludas cabezas,

siguiendo sus movimientos.

Otro disco, Esperando a que

terminen los ochenta, empezó a sonar,

interpretado por los Coupe de Villes, al

tiempo que un grupo de hombres de

cuello largo y bigote recortado se

agolpaba en torno a un llamativo bufet

de la cocina. Estaba a punto de pasar de

largo cuando reparó en un enorme y

coloreado paté con la parte superior

hendida para imitar las alas de una

gaviota en pleno vuelo. El centro se

hundió y reveló el compacto hígado del

interior, a medida que los hombres iban

untando canapés y contando chistes. Una

fina película de sudor brillaba en las

entradas de sus cabellos. Ella reconoció

al conversador más animado.

—Rip…

Él le rodeó el hombro con su brazo y

la atrajo hacia sí, y no la soltó hasta que


hubo terminado de contar el chiste,

como si Chris hubiera interrumpido su

actuación. Cuando terminó, echó la

cabeza hacia atrás y soltó una fuerte

carcajada que hizo vibrar su carótida y

estremecer su cuerpo. Por fin se giró

hacia ella.

—¡Chrissie, amor! —la atrajo más

cerca—. Mark, me gustaría presentarte a

nuestro nuevo Responsable de Guiones.

—Rip, ¿has visto a…?

—No, no sé por dónde para Milo,

pero apuesto a que no prepara nada

bueno —señaló el techo con el pulgar

—. Prueba en el piso de arriba.

—Rip, si alguien pregunta por mí…

—Yo, en tu caso —Rip le guiñó el

ojo—, no iría a estorbarle todavía.

«Como siempre, cuento sólo con mis

fuerzas —pensó—. Todo lo demás era

pura ilusión».

—No importa —Chris cogió al

vuelo una copa de champaña muy frío y

la vació—. Nos veremos a las doce.

Se dirigió hacia las escaleras.

Arriba se oían mucha voces. Quizás

encontraría allí lo que andaba buscando.

Se estaba haciendo tarde y era preciso

tenerlo todo a punto antes de que

empezaran los fuegos artificiales.


5. EN MAQUILLAJE – AL DÍA

SIGUIENTE

Ella está sentada en la silla,

recibiendo

los

mimos

que

necesita de su nueva familia. El

MAQUILLADOR

es

amable,

sensible. Aunque ha abandonado

su

auténtica

familia

su

auténtico hogar, ahora siente que

pertenece a algún sitio.

Cuando

se

va,

el

MAQUILLADOR y el EQUIPO

cambian de tono. Esta pobre niña

fracasará. Es muy nerviosa,

excitable,

peligrosamente

inestable, pero es demasiado


tarde para reemplazarla. El

tiempo vuela.

6. EN EL PLATÓ.

Ella vuelve a hundirse. El

DIRECTOR intenta darle ánimos,

pero no es suficiente. Es

demasiado insegura. Después de

doce tomas le suplica que lo

prueben otra vez.

«Háblame

como

hiciste

anoche. Quiero que salga bien».

«Eso es lo que quiero yo

también», le dice.

La escalera, escasamente iluminada,

estaba atestada de gente. Manchas

borrosas —rostros irónicos y vivaces—

observaron su ascenso: chicos sin

patillas y muchachas indiferentemente

elegantes, como ajenas al lugar, de

sonrisa falsa, fija y obstinada. Rozó con

la muñeca algo frío y suave. Se trataba

de una almohada de raso en forma de

corazón

que

alguien

de

sexo

indeterminado pretendía regalar. Se


apartó y se apretó contra la pared como

si caminara sobre platos de cartón

empapados; distinguió un estampado que

reproducía a una pareja de tórtolos que

se arrullaba y acariciaba debajo de una

ensalada de patatas a medio comer,

dejando caer alas de pollo.

—Perdón —dijo.

—Perdóneme a mí —dijo la persona

de la almohada—. ¿Es usted la que

busco?

—Eso espero —dijo, desviando los

ojos y apresurándose escaleras arriba.

Después repitió en su mente las palabras

y el timbre masculino de la voz.

—Le ruego que me disculpe, pero…

Abajo,

una

nostálgica

luz

estroboscópica estilo años sesenta

bañaba las cabezas de los bailarines,

relegándolos al anonimato de unos

extras.

Se sintió como atrapada en una red

tejida décadas atrás. No cambiaría hasta

que se decidiera a actuar. No era el

momento de desfallecer. Recordó algo

que su padre le había dicho antes de


marcharse: «Cuando te sientes, siéntate.

Cuando estés de pie, estáte de pie. Pero

nunca vaciles». Lo ocurrido en las

últimas

horas

le

había

hecho

comprender esas palabras; ahora las

entendía.

¿Dónde estaba él? El tiempo volaba.

Examinó las cabezas que había

dejado atrás, pero el hombre del

corazón se había ido.

Asustada, recorrió la escalera con la

vista. «No debe irse».

Algo brillante se estiró para tocarla

desde el otro lado de la escalera.

—Es usted —dijo el hombre de la

almohada de raso—. Estoy seguro.

—Gracias a Dios.

Le empujó escaleras arriba hasta el

segundo rellano. Enfrente se abría un

pasillo más oscuro, atravesado por

haces de luz amortiguada que provenían

de las distintas habitaciones. No

recordaba cuál era la de Milo, pero

sabía que debía encontrarla antes de la

hora

indicada.
Un

murmullo

de

excitación recorrió la planta baja.

¿Habría llegado ya la chica contratada

por Rip?

—Venga conmigo —dijo Chris—.

Hemos de hablar.

7. COMEDOR DEL HOTEL.

El DIRECTOR está cenando

con su PRODUCTOR. Es vital

terminar el rodaje a tiempo. El

DIRECTOR se ve capaz de

hacerlo. Ya lo ha hecho otras

veces. La última escena será

insuperable.

En esa escena, el novio de la

CHICA,

el ENCARGADO

DE

NOCHE

del

supermercado,

conducirá a los soldados hacia

el cementerio para rescatarla.

Habrá un montón de pirotecnia.

La CHICA aparece en el

comedor. Se sienta sin esperar a

que la inviten, imaginando que la


recibirán cariñosamente. Está

convencida de que ahora forma

parte de la vida del DIRECTOR.

Aguarda a que él la salude, pero

se limita a mirarla. La lleva

aparte y le dice con impaciencia

que ya es hora de que se haga

mayor. Esto es la vida real.

8. EN EL REMOLQUE DE EFECTOS

ESPECIALES.

El DIRECTOR va a pedir

ayuda al encargado de EFECTOS

ESPECIALES. La CHICA lo está

echando todo a perder. No puede

permitir que las cosas sigan así.

No hay nada más importante que

la película.

¿Qué escenas le quedan por

rodar a la CHICA? Repasan el

guión: sólo la Quema de los

Zombis. El ENCARGADO DE

NOCHE dirigirá el ataque contra

el cementerio. Dispararán sobre

los zombis de imitación que

yacen bajo las tumbas. Después

la Guardia Nacional les arrojará

granadas. El novio tendrá que

correr, evitando las cargas

explosivas. Después les pegará

fuego con un lanzallamas.


Todo cuanto necesitan de la

CHICA es un primer plano de su

rostro salpicado de sangre

durante el tiroteo, su expresión

de sorpresa cuando, al recobrar

el sentido, reconozca a su amante

en el instante en que él la mata.

Después, plano de un simulacro

estallando.

¿Hay

alguna

forma

de

disparar a su alrededor? Se

necesitan

tomas

largas,

un

simulacro mejor, más sangre y

más efectos. Los demás zombis

serán

destruidos

utilizando

simulacros,

pero

ellos

la

necesitan para sobrevivir a los

disparos. Ella es la Reina de los


Zombis.

MARTY siempre va un paso

por delante. Ha salvado el

trasero

del

DIRECTOR

incontables

veces.

Ya

ha

preparado un doble de la CHICA,

un cuerpo de látex idéntico al de

ella hasta en los menores

detalles para sustituirla. Es más

que un simulacro. En caso de

necesidad puede ser manejado

por un doble. Ahora pueden

terminar con o sin la CHICA.

Eres un genio, le dice el

DIRECTOR.

Será

una

obra

maestra cojonuda, a pesar de los

actores.

Sólo

saben

dar

problemas.

Ella le guió por el pasillo. Una


carcajada

resonó

en

el

primer

dormitorio; un furioso parloteo surgió

del segundo y, a través de la puerta

abierta, Chris vio una mano pálida,

armada con una hoja de afeitar, que se

agitaba frenéticamente sobre un espejo

horizontal. La tercera estaba cerrada,

con una escueta advertencia colgada del

pomo: PPRIVADO. PROHIBIDO EL PASO.

«Esto —pensó— es obra de Rip».

Empujó al hombre del corazón hacia

el cuarto de baño contiguo. La puerta de

comunicación estaba entornada; una

pequeña lámpara irradiaba una suave luz

en el dormitorio. Era suficiente.

—Aquí estaremos tranquilos…

El hombre permaneció de pie,

vacilante, en el centro del cuarto de

baño.

—La he estado esperando —dijo.

—Lo sé. Yo también le esperaba —

contestó, y oyó pasos y cuchicheos que

se aproximaban por el pasillo.

—Una broma —dijo él.

—No —ella se apoyó en la puerta


para asegurarla—. No para nosotros.

Dejó que sus ojos se cerraran.

Esperó a que la habitación parara de

girar para soltar el discurso que había

ensayado. Cuando abrió los ojos, él se

hallaba más cerca.

Se paró ante ella y ladeó la cabeza

en un ademán de ironía.

—Usted no sabe lo que he planeado,

¿verdad? Se lo explicaré.

—No hace falta —respondió el

hombre—. Creo que lo comprendo.

—¿De veras?

—Ya se lo dije: he estado esperando

mucho tiempo.

—Perdóneme,

me

estoy

comportando con mucha rudeza. No es

mi intención. Todo ha sucedido con tanta

rapidez…

—Tranquila —dijo. Se apartó para

que respirara a gusto y se sentó en el

borde de la bañera—. No me importa

esperar un poco más.

El reflejo de los azulejos jugueteó en

sus ojos.

«Bien —pensó ella—. Tiene estilo».

—Mientras no tarde mucho —

añadió.
Los pasos y las risas sofocadas se

oyeron un poco más cerca.

9. EN EL PLATÓ

La CHICA llega con unas

notas en la mano, más dispuesta

que nunca a complacer al

DIRECTOR.

Pero él no está en su silla.

Hay otra persona… Una mujer.

La ESPOSA DEL DIRECTOR.

Los miembros del equipo la

rodean, riendo y evocando

recuerdos. La ESPOSA es ahora

el centro de atención. Ha

desplazado a la CHICA.

Se

encuentra

con

el

DIRECTOR y se lo suelta en la

cara: utiliza a la gente. Lo único

que le interesa es sangre, sangre

y más sangre. ¿Por qué la

sedujo? Se lo dirá a todo el

mundo,

empezando

por

su

ESPOSA.
Él le enseña la verdad de la

vida. «Mi esposa ya lo sabe». Ya

no necesita a la chica. Su

relación ha terminado.

La

ESPOSA

la

observa

mientras sale corriendo del

plató. La CHICA parece tan joven

e inocente… «Espero que no se

lo tome demasiado en serio. Yo

lo hacía antes, pero ahora

llevamos

vidas

separadas.

Aprendí hace mucho tiempo que

éste es el único mundo real…, el

de hacer películas. Es la razón

de su vida. Las personas de

carne y hueso no pueden

competir con ello. En realidad

está casado con su talento para

crear ilusiones…».

10. CEMENTERIO - LA ÚLTIMA

NOCHE

El equipo trabaja febrilmente

para preparar el clímax final.

El DIRECTOR

se
queda

después de que los demás se han

ido a casa. A las cuatro de la

mañana termina de verificar

todos

los

detalles.

Los

simulacros de zombis están

apuntalados

en

armaduras

colocadas detrás de las lápidas,

los botes de humo están a punto,

las cruces están algo inclinadas.

Lo único que falta es gritar

«acción»

al

amanecer.

Se

dispone a echar un sueñecito en

el remolque.

—No tardaré mucho —dijo Chris

cuando los pasos se alejaron.

Él meneó la cabeza tristemente.

—Ha pasado tanto, tanto tiempo —

dijo por fin—. Casi había abandonado

toda esperanza. Es usted la que buscaba,

¿verdad? Sí. Lo es.


—Lo soy. Escuche…

Él acunó su corazón de tela.

—He traído esto, a la espera de

encontrar a la persona idónea para

dárselo —emitió un sonido mitad risa y

mitad jadeo—, pero nadie quería

quedárselo.

—No necesitaba hacer esto —

repuso ella. ¿Algo para darse a

conocer?

No

recordaba

habérselo

mencionado por teléfono. Era una buena

idea, desde luego; habría sido más fácil

localizarle. ¿O se trataba de un regalo?

—. ¿Qué es?

Se enderezó y anduvo unos pasos en

su dirección, sujetando en alto la

almohada.

—¿A usted qué le parece? Quería

regalarlo,

pero

nunca

encontraba

voluntarios. ¿Por qué? En cambio,

usted…

—Sí, claro. No hay mucho tiempo.

No sé por dónde empezar. Debe

preguntarse por qué le hice venir.


—No me importa.

—¡Claro que importa! Es lo que

intento decirle. Veo un montón de

gente…

—Yo también. Al menos, lo hacía.

Ahora todo ha terminado.

Poco a poco se había ido acercando

y ya sólo les separaban unos pocos

centímetros. Ella no podía verle la cara;

podría haber sido cualquiera en las

sombras. Rememoró un breve atisbo en

las escaleras: facciones bondadosas,

ojos afligidos, expresión de cierto

temor. Esto la hacía sentirse peor. Se

obligó a continuar. Aún podía enderezar

el asunto. No era demasiado tarde.

Antes de que pudiera hablar, él le

tomó la cabeza entre las manos y se

inclinó para besarla.

Al principio se quedó demasiado

pasmada para resistirse.

«Oh, Cristo, no en un momento como

éste —pensó, y luego—: ¿Qué imaginó

cuando le llamé, cuando le hice venir

aquí…?

»Dios mío».

—Espere —dijo, apartándose a un

lado.

Pero él la abrazó y cubrió su boca


de nuevo.

En ese momento alguien empujó la

puerta en la que estaba apoyada, con la

intención

de

entrar.

Los

dientes

delanteros de ambos chocaron con un

chirrido como el de uñas arañando una

pizarra.

—Lo siento —murmuró una voz en

el pasillo.

Ella apretó las manos contra el

pecho del hombre.

—No, por favor, no me entiende.

Esto no es lo que pretendía.

—¿Qué pretende, entonces?

—¿Quieren darse prisa? —preguntó

la voz del pasillo.

Chris estaba confusa, agitada, pero

no había tiempo para eso. El reloj era

inexorable.

Resonó un golpe en la puerta.

—Por aquí —dijo, y le arrastró a

través de la puerta de comunicación

hacia el dormitorio.

—Me gustaría que cambiara de idea.

—Escuche —repuso ella—, mi

nombre es…
—No me interesa.

—Me envió un guión, ¿de acuerdo?

Se lo enseñé a mi productor. Le gustó.

Tanto que lo quiere para la próxima

temporada, pero no para comprarlo.

Oh, lo siento, no me expreso muy bien.

También es culpa mía. Se lo contaré más

tarde, pero lo mejor sería que fuese al

Registro de la Propiedad Intelectual a

primera hora de la mañana. Deposite

cuanto tenga…, esbozos preliminares,

notas, todo…

—¿Por qué debería hacerlo?

—¡Estoy tratando de ayudarle! Van a

robarle su guión. Cuando Milo suba,

quiero que le diga quién es usted.

Sacó las hojas de la versión original

de su bolso.

—Tenía que avisarle. Diga lo que

diga, no ceda. Estamos juntos en esto.

De un momento a otro se nos caerá el

cielo encima. A pesar de todo, sé que le

apoyaré. Quiero enmendar mis errores.

Es posible que usted acabe odiándome,

no lo sé, pero debo intentarlo. Lo siento

mucho, créame. Le ayudaré en todo lo

posible.

Inhaló, exhaló, deseó que su corazón

se calmara. Alguien cerró las puertas


del cuarto de baño a pocos pasos de

distancia.

El dormitorio estaba tranquilo. La

iluminación era fría. Las sustancias de

una lámpara de lava posada sobre la

mesita de noche confluían, ardían y se

separaban de nuevo en dos cuerpos

distintos, incesantemente. Le dolía la

boca: la sentía caliente y húmeda. Oyó

el ruido del agua al correr.

—Si me permite la pregunta —

inquirió el hombre—, ¿de qué está usted

hablando?

—Estoy intentando decirle que estoy

de su parte, no importa el porqué.

La impaciencia llameó en los ojos

del hombre.

—Decídase —dijo él.

11. EN SU REMOLQUE

El

cementerio

es

inquietante… Casi tiene la

impresión de que le siguen. Está

a punto de entrar en el remolque

cuando un monstruo aparece. Es

la CHICA, con un maquillaje

aterrador.

Intenta deshacerse de ella,

sabiendo que, en realidad, no la


necesita, aunque esta vez viene a

él de una forma diferente. No se

muestra quejosa ni implorante,

sino feliz como un cachorro y

dispuesta a complacer. Ella está

estupenda. Está preparada, será

perfecta. Incluso ha amañado un

pequeño extra para el momento

de la muerte. Se le ha ocurrido a

ella sola, y está segura de que le

va a gustar. Ahora comprende

que es lo único que importa.

«Me has enseñado muchas

cosas. Más de las que piensas.

Deja que te recompense… como

a ti te gusta. Quiero hacerlo

ahora».

12 . EN EL INTERIOR DEL REMOLQUE

Ella ensaya su papel, y él

reemplaza a su novio. Cuando se

lo indica, ella grita. Casi

perfecto. Ella necesita repetirlo

con el fusil. Lo ha traído,

cargado con balas de salva. Ha

pensado en todo.

«Quieres que parezca real,

¿verdad? —le urge a coger el

fusil—. Hemos de hacerlo lo

mejor
posible.

Quiero

que

compruebes lo mucho que deseo

complacerte. Repitámoslo desde

el principio. Y esta vez te

prometo que obtendrás todo lo

que quieres».

Él vacila, pero acaba por

ceder. Cuando ella empieza a

gritar, dispara el fusil. Hay una

expresión de paz en sus ojos

cuando la sangre brota y ella

resbala por la pared hasta caer

en el suelo.

«¡Jesús,

has

estado

magnifica!

¡Qué

toma!

Si

hubiéramos tenido una cámara…

—se arrodilla y la agita—.

Corten. Ya está. Por fin lo has

conseguido. Oye, ¿qué…?».

Toca la herida. Es real. Le

dio el fusil con balas de verdad.

Lo había planeado de esa forma.

Lo limpia todo para borrar


las huellas… nadie podría creer

lo que sucedió realmente.

¿Qué va a hacer con el

cuerpo?

Un

plan

desesperado:

reemplazará el simulacro del

plato por el cuerpo auténtico,

apuntalándolo detrás de la lápida

como los demás simulacros. La

prueba volará por los aires y

luego será reducida a cenizas.

Cuando

la

rocíen

con

el

lanzallamas, la máscara de

caucho arderá como napalm. No

quedará nada.

Él mismo se encargará de

colocarla. Nadie se dará cuenta.

—Le estoy haciendo un favor —dijo

Chris—, al menos es lo que intento

hacer. Si me deja.

—¿Es usted la que busco? —repitió

él con tozudez.

—Sí, quiero decir no —esquivó de


nuevo su abrazo—. Quiero decir…

—Pero usted dijo que lo era —

balanceó la almohada en forma de

corazón.

—No en ese sentido. Esto es mucho

más importante, ¿no lo entiende?

—Debería haberlo sabido. Usted no

es quien yo pensaba.

—¡Sí!

—¿Qué significa eso? —preguntó,

indignado.

—Que… ¡que usted equivocó la

intención!

El estaba a punto de marcharse.

—Es muy importante para mí —dijo

ella.

—Para usted. Siempre lo mismo.

—¡Y para usted también! ¿Qué le

pasa? ¿Ha escuchado lo que le he dicho?

¿Es que no puede…?

Bajó la vista hacia ella. Cobijó la

almohada en su pecho.

—Siempre es lo mismo. Usted es

como todas las demás. Siempre soy yo,

¿verdad? ¿Verdad?

—¿Qué quiere decir?

—¿Qué quiere decir usted? —

replicó

con

furia,
mirándola

directamente a los ojos.

Un hormigueo recorrió su cuero

cabelludo.

«¿Quién es este hombre? —pensó—.

He cometido otro error, el peor de

todos».

—¿Qu-quién es usted?

—¿Quién es usted para hacerme esta

pregunta? ¿Quién demonios se cree que

es?

Cuando él se le abalanzó, encendida

su rabia por toda una vida de

decepciones, ella intentó esquivarle. La

agarró y la tiró contra la pared antes de

que pudiera abrir la puerta del

dormitorio. Incrustó la almohada bajo su

barbilla para obligarla a echar la cabeza

hacia atrás. Después de todo, no era

blanda. Era una caja acolchada y

adornada.

La levantó en alto. Chris vio el

corazón rojo a punto de golpearla, la

funda de raso, ajada y manchada, pero

todavía de un vivo color escarlata, como

la cara del hombre y las huellas de los

años, como la sangre que manaba de su

labio partido. Ella no sabía quién era.

Podía ser cualquiera.


Era un demente.

De pronto alguien entreabrió la

puerta. La hoja golpeó la espina dorsal

de Chris y la precipitó en brazos del

hombre.

—Oh, lo siento —dijo la voz de

Milo por la rendija. Un lloriqueo

histérico y teatral se alzó a su espalda

—. Vamos, hay otro teléfono al final del

pasillo.

—¡Espera!

—Que se diviertan…

El hombre que tenía frente a ella

titubeó. Aprovechó ese momento para

saltar hacia el pomo de la puerta, pero

él la sujetó. Se revolvió, le arrebató el

corazón, con más fuerza de la que había

imaginado y lo usó para golpearle.

Como él no soltaba presa lo estrelló

contra su cara una y otra vez. Se oyó un

chasquido seco cuando le alcanzó en un

hueso. La lámpara se rompió y terrones

de azúcar salieron volando, secos y

duros como piedras. El hombre cayó de

rodillas con un brillo de estupor en los

ojos y se desplomó.

Un grupo de gente, a cuyo frente iba

Rip, irrumpió en la habitación. Los

cuchicheos maliciosos se convirtieron

en jadeos.
— ¿Qué has hecho? —preguntó

alguien.

—¡No he hecho nada! Él… él iba

a…

—¿Iba a hacer qué? ¿Qué te hizo? —

una

mujer

alta

se

acercó

para

consolarla. Acarició el pelo de Chris y

observó los labios magullados, los

botones

arrancados

la

mirada

extraviada—. Está muy claro: intentó

violarte, ¿verdad? Reconozco a ese tipo

de individuo en cuanto lo veo. ¡El muy

bastardo!

—¿Quién es este tío? —preguntó

otra persona—. ¿Quién le invitó?

—Llamaré a un médico.

—Fue defensa propia —dijo la

mujer, abrazando a Chris con excesivo

entusiasmo—. No le digas una palabra a

nadie, ¿entiendes? No tuviste otra


elección. ¿Quién sabe lo que te habría

hecho de tener la oportunidad? Algo

mucho peor. Lo sabes, ¿no?

Chris nunca la había visto antes.

Tampoco recordaba ninguno de los

demás rostros.

Se abrió paso y bajó corriendo las

escaleras.

La música había enmudecido en la

desierta sala de estar. Sólo quedaba un

joven solitario. Se puso en pie con

timidez.

—Perdone —dijo—, ¿conoce a una

tal Christine Cross?

Ella le miró en silencio. Le resultaba

imposible pensar en una respuesta.

—Bueno, si la ve dígale que he

estado buscándola. Me llamo Roger. Me

había citado aquí. Oiga, ¿le pasa algo?

¿Es sangre eso que…?

Ella ganó la salida de un salto. El

sabor de la sangre, suya o de otra

persona, sabía a sal en sus labios.

13. AL ALBA

Todo está dispuesto: focos

detrás de la niebla, cruces

inclinadas. Los zombis se hallan

apuntalados como blancos en una

galería de tiro.

El DIRECTOR le indica a
MARTY que utilice cargas más

potentes. No quiere que quede

nada cuando el humo se disipe,

ni siquiera la sangre ni las

vísceras de animales con que han

rellenado los simulacros.

«¡Acción!».

El novio, el ENCARGADO DE

NOCHE, corre como un soldado

en un campo de minas. Los

simulacros

son

tiroteados,

reventados y quemados uno por

uno. Todos, excepto la CHICA.

Será la última en perecer. Hay

que tomar un primer plano.

¿Dónde está?

No la necesitamos, dice el

DIRECTOR, guiñándole el ojo a

MARTY. ¿NO está en el plato?

Quién sabe dónde andará…,

probablemente en el autobús de

vuelta a Indiana. ¿A quién le

importa? Ésta es mi película y yo

digo que no la necesitamos.

Tenemos un simulacro perfecto.

Hazlo estallar… ahora.

«¡Acción!».
El ENCARGADO DE NOCHE

avanza hacia ella con el fusil

preparado. Antes de que pueda

disparar, su cabeza se reclina a

un lado.

«Espera

—grita

la

ANOTADORA—. Tiene la cabeza

torcida. No queda bien».

«Yo la enderezaré», dice

MARTY.

«¡No!». El DIRECTOR no

puede permitir que nadie la

toque. Descubrirían que es un

cuerpo real. Ha de hacerlo él en

persona.

«¡Mira dónde pisas!», chilla

MARTY.

El DIRECTOR avanza con

grandes precauciones hasta la

lápida. Intenta no mirar la cara

mientras corrige la posición de

la cabeza. Ya está. Se vuelve.

¿Preparados?

«Espera —dice MARTY—.

Ahora mana sangre de su boca y

la toma tampoco será buena».

«Hazlo, ¿quieres?», dice el

DIRECTOR. Se apodera del fusil


y se dispone a disparar el

proyectil relleno de sangre. Pero

antes de que pueda apretar el

gatillo, la cabeza de la CHICA se

inclina a un lado mientras

empieza a volver en sí. ¡No está

muerta!

Le dispara un tiro tras otro,

pero esta vez las balas no son

reales. Sus ojos se abren y le

miran, le ven en el momento

triunfal de ella. La CHICA sonríe.

«¡Muere —masculla él—,

muere…!».

Ella alza los brazos, como un

zombi,

como

si

quisiera

abrazarle.

Él se abalanza sobre ella y

busca su garganta con las manos

para acabar de una vez por

todas. Los brazos de la CHICA le

rodean y le estrechan en un

paroxismo final… y los cables

conectados a un cuerpo hacen

contacto y activan la carga.

Vuelan en pedazos juntos, unidos


en sangre para toda la eternidad.

Es la última toma, el mejor

efecto de la película.

FIN.

NOTA: Denis Etchison desea hacer

públicas las contribuciones de Richard

Rothstein, Gail Glaze, Bruce Jones y

April Campbell a La reina de los

zombis, el esbozo de un guión jamás

escrito, así como agradecerles su ayuda

en el desarrollo de primitivas versiones

de lo que ahora constituye una parte del

relato El beso sangriento.

De vuelta a la Tierra

Todas las flores de la primavera

se citan para perfumar nuestro

entierro:

el esplendor de aquéllas es

efímero,

y breve el florecimiento del

hombre.

Contemplan nuestro progreso

desde nuestro nacimiento:

nos formamos, crecemos y

volvemos a la tierra.

JOHN WEBSTER

La inminencia del

desastre

Clive Barker

CLIVE BARKER, nacido en Liverpool


(Inglaterra) en 1952, empezó su carrera

como dramaturgo e ilustrador, pero

irrumpió como un huracán en el género

de terror con sus seis intensamente

descriptivos Libros sangrientos. Sus

obras más recientes incluyen las novelas

El juego de las maldiciones y

Weaveworld, así como la película

Hellraiser.

Los

tranquilos

sentimentales horrores de La inminencia

del desastre confirman el alcance del

considerable talento de Barker.

Hacía casi dieciocho años que

Miriam no tomaba el atajo que bordeaba

la cantera. Dieciocho años de otra vida,

muy distinta de la que había llevado en

esta ciudad casi olvidada. Se había

marchado de Liverpool para saborear el

mundo; para crecer; para prosperar;

para aprender a vivir; y, por Dios,

¿acaso no lo había conseguido? La

ingenua y timorata muchacha que tenía

diecinueve años la última vez que pisó

el atajo de la cantera se había

transformado en una mujer de mundo

realmente sofisticada. Su marido la


idolatraba; su hija se le parecía más a

cada año que pasaba. La adoraban en

todo el mundo.

Pero ahora, al pisar el descuidado

sendero de grava que corría paralelo a

la cantera, tuvo la sensación de que el

aplomo conseguido a tan alto precio y la

confianza en sí misma se le escapaban

por una herida abierta en el talón y se

precipitaban en la oscuridad, como si

nunca hubiera abandonado la ciudad en

que nació, como si la experiencia no le

hubiera proporcionado mayor cordura.

No

estaba

más

preparada

para

enfrentarse a ese pasaje amurallado de

apenas noventa metros de longitud que

cuando contaba diecinueve años. Las

mismas dudas los mismos terrores

imaginarios que la asaltaban siempre en

este lugar persistían ahora en el interior

de su mente y susurraban la certeza de

los secretos Temores absurdos, producto

de

murmuraciones

callejeras

y
supersticiones infantiles, yacían todavía

allí, al acecho. Incluso ahora, los viejos

mitos corrían a su encuentro para

abrazarla. Relatos de hombres con

garfios en lugar de manos, de amantes

clandestinos asesinados cuando hacían

el amor; una docena de rumores sobre

atrocidades que, en su imaginación

desbordada y calenturienta, siempre

habían tenido su origen, su epicentro,

aquí: en el Camino del Diablo.

Así le llamaban, y siempre sería lo

mismo para ella: el Camino del Diablo.

En lugar de perder su influjo con el paso

de los años, había aumentado. Había

prosperado al igual que ella; había

encontrado su vocación al igual que ella.

Es posible que el hecho de llevar una

vida placentera la hiciera más débil,

pero aquello, oh, aquello se alimentaba

de su propia frustración y se había

incrustado en el deseo de apoderarse de

ella por sus propios medios. Tal vez,

con el paso del tiempo, aquello se había

hartado un poco de no ceder, aunque

sólo necesitaba, en el fondo de su

inmutable corazón, la certidumbre de su

victoria final para permanecer vivo.

Ella comprendió de repente, con


incontestable seguridad, que la lucha

contra su propia debilidad no había

terminado. Acababa de empezar.

Intentó avanzar unos metros por el

Camino, pero vaciló y se detuvo,

entorpecidos sus pies por ese pánico tan

familiar. La noche no era silenciosa: un

avión zumbó en el cielo, un rugido

ansioso desgarró la oscuridad, una

madre ordenó a su hija que entrara en

casa. Aquí, sin embargo, en el Camino,

esos

signos

de

vida

parecían

inmensamente lejanos y no podían

tranquilizarla.

Maldijo

su

vulnerabilidad, volvió sobre sus pasos y

se encaminó hacia su casa bajo la cálida

llovizna, por una ruta más tortuosa.

El desastre, razonó a medias, se

había abatido sobre ella, debilitando su

capacidad de lucha. Dentro de dos días,

quizá, después de celebrado el funeral

de su madre y cuando la súbita pérdida

fuera más tolerable, encararía el futuro

con serenidad y contemplaría aquel


sendero con la perspectiva adecuada.

Reconocería en el Camino del Diablo la

senda salpicada de excrementos y de

malas hierbas que en realidad era.

Mientras tanto, se estaba mojando más

de la cuenta por haber elegido volver a

casa por el trayecto más seguro.

Ni la cantera ni el sendero que la

bordeaba eran lugares tan terribles,

excepto para ella. Por lo que sabía, no

se

habían

cometido

asesinatos,

violaciones o asaltos en ese sórdido

tramo. Era una senda pública para

peatones, ni más ni menos: un paseo

escasamente cuidado e iluminado que

rodeaba el borde de lo que en su tiempo

había sido una productiva cantera, y

ahora era el vertedero del vecindario. El

muro que impedía a los paseantes

precipitarse hacia su muerte, treinta

metros más abajo, estaba construido de

ladrillo rojo barato. Tenía dos metros y

medio de altura, por lo que nadie podía

ver el abismo que separaba, y estaba

coronado de fragmentos de botellas de

leche rotas hundidos en el cemento, para


disuadir a cualquiera que intentara

escalarlo. El sendero era asfaltado, en

un principio, pero se había agrietado en

bastantes puntos. El ayuntamiento, en

lugar de alisarlo, había procedido

simplemente a sembrarlo de grava.

Apenas

crecían

plantas.

Ortigas

urticantes brotaban al pie del muro, a la

altura de un niño, al igual que una flor

de enfermizo perfume cuyo nombre ella

no conocía, pero que, en pleno verano,

atraía a todas las avispas. Y en eso

consistía el lugar: muro, grava, malas

hierbas.

En sueños, sin embargo, escalaba el

muro, las palmas de sus manos

mágicamente inmunes a los vidrios

cortantes, y, en el curso de aquellas

aventuras vertiginosas, escudriñaba con

ojos bien abiertos el oscuro corazón del

negro y escarpado precipicio de la

cantera. Las tinieblas que velaban el

fondo eran impenetrables, pero ella

sabía que allá abajo, en algún lugar,

reposaba un lago de agua verde y

salobre. Ese estancado charco de

inmundicia podía verse desde el otro


lado de la cantera, el lado seguro; por

eso, en sus sueños, sabía que existía,

como también sabía, mientras caminaba

sobre

los

cristales

inofensivos,

desafiando por igual a la gravedad y a la

providencia, que el prodigio de maldad

que vivía en el despeñadero la había

visto y reptaba por la empinada pared

hacia ella. Pero en aquellos sueños

siempre se despertaba antes de que la

bestia innombrable se apoderara de sus

pies danzarines, y la exultante alegría de

su escapatoria conjuraba el miedo; al

menos, hasta su próximo sueño.

El lado opuesto de la cantera,

alejado del muro y de la charca, siempre

había sido seguro. De niña solía jugar en

las hendiduras de las enormes piedras

que

testimoniaban

excavaciones

abandonadas y voladuras pretéritas. Allí

no había peligro: sólo un patio de recreo

formado por túneles. A los ojos de la

niña que fue, parecía que la separaban

kilómetros y kilómetros del lago de agua


de lluvia y de la delgada línea de

ladrillo rojo que serpenteaba a lo largo

de la cumbre del despeñadero. Con

todo, recordaba ciertos días en que,

incluso a la salvadora luz del sol, había

vislumbrado apenas algo del color de la

roca que trepaba por la recalentada

pared del acantilado, ya a pocos metros

del

muro,

con

los

movimientos

incansables de un ave de rapiña.

Entonces, cuando entornaba sus ojos de

niña para tratar de distinguir los detalles

de su anatomía, aquello intuía su mirada

y se inmovilizaba hasta convertirse en

una copia perfecta de la piedra.

Piedra. Piedra fría. Pensando en la

ausencia, en el disfraz que requería una

cosa interesada en no ser vista, se

adentró en el camino de su madre.

Mientras buscaba la llave de la casa se

le ocurrió, absurdamente, que quizá

Verónica

no

estaba

muerta,

sino
camuflada en algún lugar de la casa,

embutida en la pared o en la repisa de la

chimenea; invisible pero viéndolo todo.

Por tanto, tal vez los fantasmas visibles

no fueran otra cosa que camaleones

ineptos; los demás dominaban el arte de

ocultarse. Era un pensamiento ridículo y

estéril, y se increpó mentalmente por

alimentarlo. Mañana o pasado mañana

tales pensamientos le parecerían tan

ajenos como el mundo perdido en el que

vagaba ahora. Entró en la casa.

El edificio no la angustiaba, sino que

reanimaba una sensación de tedio que su

vida brillante y atareada había apartado

a un lado. La tarea de dividir, descartar

y empaquetar los vestigios de la vida de

su madre era lenta y repetitiva. Lo

demás (la pérdida, el dolor, la

amargura) ocuparía otro día. Ya había

bastante que hacer sin necesidad de

abandonarse a la pena. Por cierto que

las habitaciones vacías despertaban

muchos recuerdos; pero todos eran lo

bastante

agradables

como

para

evocarlos con alegría, si bien no tan


exquisitos para desear revivirlos. Sus

sentimientos, a medida que vagaba por

la casa desierta, sólo podían ser

definidos por lo que ya no veía ni oía: el

rostro de su madre, la voz admonitoria,

la mano protectora. El espacio que antes

ocupaba la vida se había transformado

en una nada inescrutable.

En Hong Kong, pensó, Boyd estaría

trabajando, el sol brillaría con toda su

fuerza, las calles hormiguearían de

gente. Aunque a ella le disgustaba salir a

mediodía, cuando la ciudad estaba tan

atestada, hoy habría aceptado de muy

buen grado la incomodidad. Era

fastidioso

estar

sentada

en

el

polvoriento dormitorio, clasificando y

doblando la perfumada lencería que

contenían los cajones de la cómoda.

Quería vida, a pesar de que fuera

insistente y opresiva. Ansiaba el olor de

las calles que ofendía su olfato, el calor

que caía sobre su cabeza. «No importa

—pensó—, acabaremos pronto».

Acabaremos

pronto.
La

culpa

subyacía en ese pensamiento: la cuenta

atrás de los días que faltaban para el

funeral, la despedida de su madre de

este mundo. Dentro de setenta y dos

horas todo habría terminado y ella

volaría de nuevo hacia la vida.

A medida que cumplía sus deberes

filiales iba dejando encendidas todas las

luces de la casa. Era más conveniente

hacerlo así, se dijo, a causa de todas las

idas y venidas que exigía el trabajo.

Además, los últimos días de noviembre

eran cortos y lúgubres, y sólo faltaba

trajinar en un ocaso perpetuo para que el

trabajo fuera aún menos estimulante.

Lo que le robaba más tiempo era

organizar la colocación de los efectos

personales. Su madre poseía un amplio

vestuario, que examinó en su totalidad:

vació los bolsillos, desprendió las joyas

de las pecheras. Metió la mayor parte de

los vestidos en bolsas negras de

plástico, a fin de entregarlas al día

siguiente a una institución de caridad, y

guardó para ella un abrigo de piel y un

traje. Después seleccionó algunas de las

posesiones favoritas de su madre para


dárselas a sus amigas íntimas después

del funeral: un bolso de cuero, tazas y

platos chinos, un rebaño de elefantes de

marfil que había pertenecido a… Lo

había olvidado. Algún pariente, muerto

mucho tiempo atrás.

Una vez ordenados los objetos y los

vestidos dedicó su atención al correo,

las

facturas

un

lado

la

correspondencia personal, reciente o

antigua, en otro. Leyó con detenimiento

cada carta, por vieja o ilegible que

fuera. La mayoría fueron a parar al

tímido fuego que había encendido en el

hogar de la sala de estar, convertido al

poco en una gruta de cenizas negras y

veteadas

de

letras

consumidas.

Únicamente una carta hizo brotar sus

lágrimas: una nota, escrita por la

delgadísima mano de su padre que

despertó agonías de remordimiento por


tantos

años

desperdiciados

en

enfrentamientos entre ellos. También

halló fotografías entre las hojas, tan

gélidas como Alaska: un territorio árido

y estéril. Unas pocas, pese a todo, que

habían

captado

un

instante

de

autenticidad

entre

las

poses,

se

mantenían tan frescas como ayer, y un

clamor de voces surgió de las viejas

imágenes:

— ¡Espera! ¡Aún no! ¡No estoy

preparado!

— ¡Papá! ¿Dónde está papá? ¡Papá

tiene que salir en ésta!

— ¡Me está haciendo cosquillas!

Se

desprendían

risas
de

las

imágenes;

su

alegría

inmovilizada

parodiaba la realidad del deterioro y la

aniquilación, cuya prueba más evidente

era la casa vacía.

— ¡Espera!

— ¡Aún no!

— ¡Papá!

Apenas

podía

soportar

mirar

algunas. Quemó primero las que más la

herían.

— ¡Espera! —gritó alguien, quizás

ella misma, una criatura mecida por los

brazos del pasado—. ¡Espera!

Pero las fotos crujieron en el

corazón del fuego, adquirieron un tono

pardo y ardieron con una llama azul. El

momento…

— ¡Espera!

… El momento siguió el camino de

todos

los

momentos
que

habían

precedido el instante que la cámara

había fijado, desaparecido para siempre

como todos los padres y las madres y, a

su debido tiempo, también las hijas.

Se acostó a las tres de la mañana,

concluida la mayor parte de las tareas

que se había impuesto aquel día.

Imaginó que su madre habría aplaudido

su eficiencia. No dejaba de ser irónico

que Miriam, la hija que nunca se había

comportado como tal, que siempre había

deseado el mundo en lugar de resignarse

a permanecer en casa, se condujera

ahora con una meticulosidad que

cualquier padre habría deseado.

Allí estaba ella, barriendo toda una

historia, entregando las reliquias de una

vida al fuego, limpiando la casa con una

minuciosidad que ni su madre había sido

capaz de alcanzar.

Pasadas las tres y media, después de

organizar mentalmente las actividades

del día siguiente, apuró el medio vaso

de whisky que había estado bebiendo

toda la noche y se hundió casi de

inmediato en el sueño.

No soñó. Tenía la mente clara, tan


clara como la oscuridad, tan clara como

el vacío. Ni siquiera el rostro de Boyd,

o su cuerpo (solía soñar con su pecho, o

con la fina capa de vello que cubría su

estómago) se introdujeron en su cabeza

para

perturbar

su

monótono

arrobamiento.

Cuando despertó estaba lloviendo.

Su primer pensamiento fue: «¿Dónde

estoy?».

Su segundo pensamiento fue: «¿Es

hoy el funeralral, o mañana?».

Su tercer pensamiento fue: «Dentro

de dos días volveré con Boyd. El sol

brillará. Olvidaré todo esto».

Pero hoy, sin embargo, le esperaba

más trabajo poco apetecible. El funeral

no

se

celebraría

hasta

mañana,

miércoles. El trabajo de hoy era

mundano: controlar los detalles de la

cremación con Beckett and Dawes,

escribir notas de agradecimiento a las

muchas cartas de condolencia que había


recibido, y una docena de otras tareas

menos importantes. Por la tarde visitaría

a la señora Furness, una amiga de su

madre a la que la artritis impediría

asistir al funeral. Le regalaría a la

anciana el bolso de cuero, como

recuerdo. Más tarde reanudaría la

ingrata labor de seleccionar y clasificar

las pertenencias de su madre y organizar

su redistribución. Había mucho que dar

a los necesitados, o a los codiciosos, a

quien primero lo solicitara. Con tal de

terminar el trabajo cuanto antes, no le

importaba quién se quedara con el lote.

El teléfono sonó a media mañana.

Era el primer ruido no producido por

ella que oía en la casa desde que se

había despertado, y la sorprendió.

Levantó el auricular, y una cálida

palabra fue pronunciada en su oído: su

nombre.

—¿Miriam?

—Sí. ¿Quién es?

—Oh, cariño, a juzgar por la voz

pareces estar completamente agotada.

Soy Judy Cusack, querida.

—¿Judy?

Sólo el nombre ya era una sonrisa.

—¿No me recuerdas?
—Claro que te recuerdo. Me encanta

oír

tu

voz.

Estoy

gratamente

sorprendida.

—No llamé antes porque pensé que

estarías muy ocupada. Siento muchísimo

lo de tu madre, amor. Debe haber sido

un golpe tremendo. Mi padre murió hace

dos años. Me afectó enormemente.

Miriam recordaba vagamente al

padre de Judy, un hombre esbelto y

elegante que sonreía de vez en cuando y

hablaba muy poco.

—Estaba muy enfermo. En realidad,

fue mejor que muriera. Dios mío, nunca

pensé que me oiría decir esto. Curioso,

¿verdad?

La voz de Judy apenas había

cambiado; se estremeció de placer,

como antes. El cuerpo que Miriam vio

en su mente seguía siendo redondeado,

de carnes generosas. Dieciocho años

atrás habían sido excelentes amigas,

almas gemelas. Por un momento,

mientras

intercambiaba

palabras
cariñosas con aquella voz jovial, le

pareció que el tiempo transcurrido entre

esta conversación y la última se reducía

a unas pocas horas.

—Es tan agradable oír tu voz —dijo

Miriam.

Era agradable. Era el pasado que

hablaba, pero un buen pasado, un pasado

iluminado por la luz del sol. Casi había

olvidado, en el curso de la autopsia que

estaba efectuando, lo muy hermosos que

pueden ser los recuerdos.

—Los vecinos me dijeron que

habías vuelto a —dijo Judy—, pero me

lo pensé dos veces antes de llamarte. Se

que estarás pasando momentos muy

difíciles, tristes y todo eso.

—En realidad, no.

La cruda verdad se mostró sin que

ella hubiera tenido la intención de

hacerlo, pero ahora ya estaba dicha. No

eran momentos de tristeza; una tarea

engorrosa y esclavizante, pero no un

alud de pesadumbres que necesitara

contener.

Al

comprenderlo,

la

simplicidad de la confesión alivió su


corazón. Judy no le dirigió un reproche,

sino una invitación.

—¿Te sientes lo bastante bien como

para venir a tomar una copa?

—Aún me queda mucho por hacer.

—Te prometo que no hablaremos de

los viejos tiempos —dijo Judy—. Ni

una palabra. No puedo soportarlo; me

hace sentir anticuada —lanzó una

carcajada.

Miriam se unió a su risa.

—Sí —dijo—, me encantaría ir…

—Bien. Es una lata ser hija única y

afrontar toda la responsabilidad, ¿no? A

veces piensas que nunca se acabará.

—No creas que no lo he pensado —

replicó Miriam.

—Cuando todo haya terminado te

preguntarás a qué vino tanto ajetreo —

dijo Judy—. Con el funeral de papá me

las arreglé bastante bien, aunque

pensaba que me iba a desmoronar.

—Pero no tuviste que hacerlo sola,

¿verdad? —preguntó Miriam—. ¿Cómo

está…? —se refería al marido de Judy;

recordaba que su madre le había escrito

acerca del reciente y, si la memoria no

la traicionaba, escandaloso matrimonio

de Judy, pero no se acordaba del nombre

del novio.
—¿Donald? —apuntó Judy.

—Donald.

—Separados, amor. Hace dos años y

medio que nos separamos.

—Oh, lo siento.

—Yo

no

—la

respuesta

fue

inmediata—. Es una larga historia. Te la

contaré esta noche. ¿Sobre las siete?

—¿Podría ser un poco más tarde?

Tengo muchas cosas que hacer aún. ¿Te

va bien hacia las ocho?

—Cuando quieras, cariño, no te des

prisa. Esperaré hasta que llegues;

quedamos así.

—Estupendo. Y gracias por llamar.

—Me moría de ganas de hacerlo

desde que supe que habías vuelto. No

siempre tienes la oportunidad de ver a

los viejos amigos, ¿verdad?

Pocos minutos antes de mediodía,

Miriam se enfrentó con el más

extenuante de sus deberes. Aunque

jamás lo hubiera confesado, experimentó

un estremecimiento de disgusto cuando

aparcó ante la funeraria. Un sabor


rancio, apagado, se pegaba a su

garganta, y granos de arena parecían

cubrir sus ojos. No albergaba el menor

deseo de volver a ver a su madre,

francamente, ahora que ya no podían

hablar, pero aún así, cuando el educado

señor Beckett le había dicho por

teléfono «¿Deseará ver a la difunta?»,

ella había replicado «Por supuesto»,

como si la petición hubiera estado

suspendida en la punta de su lengua todo

el rato.

¿Y qué había que temer? Verónica

Blessed

estaba

muerta;

falleció

apaciblemente mientras dormía. Sin

embargo, Miriam descubrió que una

frase, una frase fortuita que recordaba

de la escuela, se había infiltrado en su

cerebro por la mañana y no podía

desembarazarse de ella:

Todas las personas mueren porque

pierden el aliento.

El pensamiento se reprodujo ahora,

en presencia del señor Beckett, mientras

contemplaba los lirios de papel y la

abollada esquina del escritorio. Perder

el aliento, atragantarse con la lengua,


asfixiarse bajo las mantas. Había

conocido todos estos terrores de joven,

y ahora, en el despacho del señor

Beckett, regresaban y la cogían de la

mano. Uno de ellos se inclinó y susurró

en su oído: «¿Y si un día te olvidas

simplemente

de

respirar?

Cara

amoratada, la lengua entre los dientes».

¿Por eso tenía la garganta tan seca?

¿El pensamiento de que mamá, Verónica,

la señora Blessed, viuda de Harold

Blessed, ahora difunta, yacía envuelta en

seda con la cara tan negra como las

botas de montar del demonio? Una idea

abominable: una idea abominable y

ridícula.

Pero

estas

ideas

inoportunas

continuaban llegando, pisándose los

talones unas a otras. La mayoría

provenían de su niñez; imágenes

absurdas e irrelevantes que ascendían

desde su pasado como los calamares

hacia el sol.
Le vino a la mente el Juego de la

Levitación, uno de los pasatiempos

favoritos de la escuela: seis chicas

rodeaban a una séptima e intentaban

levantarla con un solo dedo cada una. Y

la ceremonia de acompañamiento:

—Parece pálida —dice la chica que

está al frente.

— Está pálida.

— Está pálida.

— Está pálida.

— Está pálida.

— Está pálida —responden por

turno las asistentes, en sentido contrario

a las agujas del reloj.

—Parece enferma —proclama la

suma sacerdotisa.

— Está enferma.

— Está enferma.

— Está enferma.

— Está enferma.

— Está enferma —replican las

demás.

—Parece muerta…

— Está…

Cuando sólo tenía seis años, se

había cometido un crimen dos calles

más abajo de la que vivía. El cuerpo

había sido apoyado contra la puerta del

frente (oyó cómo la señora Furness se lo


contaba todo a su madre) y estaba tan

descompuesto por la putrefacción que

cuando la policía forzó la puerta se

habían convertido madera y carne, en un

único elemento, imposible de separar.

Sentada junto a los lirios carentes de

perfume, Miriam pudo oler el día que

había permanecido, agarrada a la mano

de su madre, escuchando el relato del

crimen por boca de aquella mujer. El

crimen, sospechó, había sido uno de los

temas favoritos de la señora Furness.

¿Acaso habría aprendido por sus buenos

oficios que sus pesadillas infantiles del

Camino del Diablo tenían contrapartida

en el mundo de los adultos?

Miriam sonrió, pensando en las dos

mujeres que charlaban indiferentemente

del crimen bajo la luz del sol. El señor

Beckett no dio muestras de reparar en su

sonrisa, o, con toda seguridad, estaba

muy bien preparado para cualquier

manifestación de pena, por extraña que

fuera. Tal vez se dieran casos de

personas que, afligidas por una pérdida,

se quitaran la ropa al entrar aquí, o que

se

orinaran

en
los

pantalones.

Contempló con más atención a aquel

joven que había hecho de la desgracia

una profesión. Pensó que contaba con

cierto atractivo. Era unos centímetros

más bajo que ella, pero la estatura no

importaba en la cama, y trasladar

ataúdes de un lado a otro desarrollaría

los músculos del cuerpo, ¿verdad?

«Presta

atención

—se

dijo,

conteniéndose—.

¿Qué

estás

tramando?».

El señor Beckett se tiró de su pálido

bigote color de gengibre y le ofreció una

ensayada sonrisa de condolencia. Ella

vio desaparecer su encanto (mezquino

consuelo) con esa simple mirada.

El hombre parecía aguardar una

indicación; ella se preguntó cuál.

—¿Iremos ahora a la Capilla del

Descanso

—dijo

por

fin—
o

discutiremos antes de negocios?

Ah, era eso. Mejor terminar antes

con las despedidas, pensó ella. La

cuestión monetaria podía esperar.

—Me gustaría ver a mi madre —

replicó.

—Por supuesto —contestó el señor

Beckett, asintiendo con la cabeza como

si hubiera comprendido desde el primer

momento que ella deseaba contemplar el

cuerpo, como si compartiera sus más

íntimos sentimientos.

Ella percibió esta falsa familiaridad,

pero no lo demostró.

El hombre se puso en pie y la

condujo a través de una puerta de

paneles acristalados hasta un pasillo

flanqueado por floreros. Las flores,

como los lirios del escritorio, también

eran artificiales. El perfume que olía era

el de la cera del piso; las abejas no

tenían nada que hacer aquí, a menos que

los muertos poseyeran algún tipo de

néctar.

El señor Beckett se detuvo ante una

de las puertas, giró la manecilla y cedió

el paso a Miriam. Había llegado el

momento: cara a cara, por fin. Sonríe,


madre, Miriam ha vuelto a casa. Entró

en la habitación. Dos velas ardían sobre

una pequeña mesa apoyada en el muro

opuesto. La falsa fecundidad de las

numerosas

flores

artificiales

diseminadas por doquier era más

desagradable aquí que en cualquier otro

lugar.

La estancia era pequeña. Espacio

suficiente para un ataúd, una silla, una

mesa con las velas y una o dos almas

vivientes.

—¿Quiere quedarse a solas con su

madre? —preguntó el señor Beckett.

—No —respondió ella con más

apremio y fuerza de los que la

habitación podía absorber. Las velas

tosieron

ligeramente

ante

su

indiscreción. Añadió con más suavidad

—: Preferiría que se quedara, si no le

importa.

—Por

supuesto

—replicó

obedientemente el señor Beckett.


Por un momento se preguntó cuánta

gente, en esta coyuntura, prefería pasar

la vela en solitario. Pensó que sería una

estadística muy interesante, dividida

mentalmente

entre

el

observador

indiferente

el

participante

atemorizado. ¿Cuántas personas en su

situación, enfrentadas al amado difunto,

solicitarían compañía, aunque fuera

anónima, antes que permanecer a solas

con un rostro que habían conocido en

vida?

Inhaló profundamente, avanzó hacia

el ataúd, y allí, dormida en el estrecho

lecho que se elevaba a ambos lados,

sobre una pieza de tela color crema,

yacía su madre. Descuidado y absurdo

lugar para dormirse, pensó; en especial,

con tu vestido favorito. «No era propio

de ti, madre, ser tan poco práctica». Le

habían aplicado colorete en la cara y

cepillado el pelo, aunque el estilo no la

favorecía. Miriam no experimentó el


menor terror al verla así, sino un áspero

escalofrío de reconocimiento y el

instinto, apenas reprimido, de inclinarse

sobre el ataúd y agitar a su madre hasta

despertarla.

Madre, estoy aquí. Soy Miriam.

Despierta.

Las mejillas de Miriam enrojecieron

ante este pensamiento y sus ojos se

llenaron de lágrimas. La diminuta

habitación se transformó de repente en

una simple cortina de luz acuosa; las

velas, dos ojos brillantes.

—Mamá —dijo una vez.

El señor Beckett, acostumbrado

desde mucho tiempo atrás a tales

escenas, guardó silencio, pero Miriam

era muy consciente de su presencia y

deseaba fervientemente pedirle que se

marchara. Se apoyó en un lado del ataúd

para conservar el equilibrio, mientras

las lágrimas resbalaban por sus mejillas

hasta caer sobre los pliegues del vestido

de su madre.

Así que ésta era la casa de la

muerte; de tal forma eran su condición y

su naturaleza. Su etiqueta era perfecta.

No

se

había
producido

ninguna

violencia al visitarla, tan sólo una

profunda e inconmovible tranquilidad

que

no

precisaba

mayores

demostraciones de afecto.

Comprendió que su madre ya no la

necesitaba; así de simple. Su primer y

último rechazo. «Gracias decía ese

cuerpo frío, discreto, pero ya no voy a

necesitarte. Gracias por tu interés, pero

puedes marcharte».

Observó el cadáver de Verónica,

impecablemente vestido, a través de un

velo

de

infelicidad,

sin

desear

despertarla, sin ni siquiera buscar un

sentido a la escena.

—Gracias —dijo luego, en voz muy

baja. Dedicó la palabra a su madre, pero

el señor Beckett, tomando el brazo de

Miriam cuando se giraba para salir,

entendió que era para él.


—De nada —replicó—, se lo

aseguro.

Miriam se sonó la nariz y saboreó

sus lágrimas. La tarea estaba cumplida.

Ahora tocaba hablar de negocios. Bebió

un té insípido con Beckett y concluyó los

detalles monetarios. Trató de que

sonriera al menos una vez, de sellar el

acuerdo con un toque de simpatía. Él no

reaccionó. Una indecente reverencia

presidió la entrevista, y cuando por fin

la acompañó hacia el frío atardecer, ella

había llegado a despreciarle.

Volvió en coche a casa sin pensar, la

mente en blanco por causa de las

lágrimas derramadas, pero no de la

pérdida. No fue una decisión consciente

la que la impulsó a elegir la ruta

paralela a la cantera, pero cuando se

internó en la calle que pasaba frente a su

antiguo lugar de recreo, se dio cuenta de

que algo en ella deseaba, quizá incluso

necesitaba, enfrentarse al Camino del

Diablo.

Aparcó el coche en el lado seguro

de la cantera, a escasa distancia del

sendero, y salió. Las puertas alambradas

por las que se colaba de pequeña

estaban cerradas, pero, como siempre,

se había practicado un agujero. Alambre


nuevo, puertas nuevas, pero los mismos

juegos. No pudo resistir la tentación de

introducirse por el boquete, aunque se

enganchó la chaqueta en el extremo de

un alambre. Una vez dentro, muy poca

cosa parecía haber cambiado. Idéntico

caos de pedruscos, escalones y zonas

niveladas, maleza y fango, juguetes rotos

y extraviados, piezas de bicicletas.

Hundió los puños en los bolsillos de la

chaqueta

deambuló

entre

los

escombros de la niñez, con los ojos fijos

en los pies, encontrando sin la menor

dificultad los senderos familiares entre

las piedras.

Nunca se perdería allí. Pisaría con

seguridad en la penumbra (incluso en la

muerte, como un fantasma). Por fin

localizó el lugar que más le gustaba y,

de pie al abrigo de una gran piedra,

levantó la cabeza para mirar el

despeñadero de la cantera. El Camino

era casi invisible desde aquel punto,

pero examinó con meticulosidad toda su

longitud. La pared de la cantera le


resultó menos impresionante de lo que

recordaba, menos majestuosa. Los años

transcurridos le habían mostrado alturas

más peligrosas, profundidades más

estremecedoras. Pero, con todo, sintió

que sus entrañas se encogían como si un

pulpo la hubiera atenazado con sus

tentáculos, y supo que la niña oculta en

su

interior,

indiferente

los

razonamientos, buscaba una pista en el

despeñadero por insignificante que

fuera, del fantasma del Camino. El

movimiento repentino de un miembro

confundido con la piedra, en tanto

proseguía su vigilancia incansable; el

parpadeo de un ojo terrorífico.

Pero no vio nada.

Casi avergonzada de sus temores,

volvió sobre sus pasos entre las piedras,

pasó por la puerta como un niño

extraviado y regresó al coche.

El Camino del Diablo era seguro,

claro que era seguro. Ni albergaba, ni

nunca había albergado horrores. El sol

intentaba con valentía compartir su

alegría, enviando macilentos y fríos


rayos a través de las nubes cargadas de

lluvia. El viento que la empujaba

portaba el olor del río. La pena era un

recuerdo.

Decidió que iría hacia el Camino y

se daría tiempo para saborear cada paso

desposeído de miedo, celebrando su

victoria sobre la historia. Condujo

siguiendo el borde del acantilado. Cerró

de golpe la puerta del coche con una

sonrisa en el rostro, y subió los tres

peldaños que comunicaban el pavimento

con el sendero peatonal.

La sombra del muro de ladrillos

cubría el Camino, por supuesto, más

oscuro que la calle a sus espaldas, pero

nada podía debilitar su confianza.

Recorrió el pasadizo sembrado de

maleza de un extremo a otro sin

incidentes, el cuerpo altivo y orgulloso.

«¿Cómo pude tener miedo alguna vez de

esto?», se preguntó mientras daba media

vuelta y se disponía a caminar la

distancia que le separaba del coche.

Esta vez se atrevió a rememorar los

detalles de sus pesadillas infantiles.

Había un lugar (a mitad del Camino y,

sin embargo, demasiado alejado para

pedir auxilio) que constituía el apogeo


de sus terrores. Ese paraje en particular,

esos pocos metros que, a los ojos de un

observador

imparcial,

no

se

diferenciaban en nada del resto del

Camino, era el punto elegido por la cosa

del acantilado para caer sobre ella

cuando llegara su último instante. Era el

terreno de sus crímenes, el bosque de

sus sacrificios, señalado, según había

creído fervientemente, por la sangre de

incontables niños.

Fue aproximándose al punto a

medida que el sabor del recuerdo

retornaba. Aún se veían los signos que

indicaban el lugar: un conjunto de cinco

ladrillos descoloridos, una grieta en el

cemento que dieciocho años atrás era

minúscula y ahora se había ensanchado.

El sitio era inconfundible, como antes,

pero había perdido parte de su influjo.

No se diferenciaba en nada de otros

cientos de metros idénticos, y pasó de

largo sin dedicarle más atención de la

usual. Ni siquiera miró atrás.

El muro del Camino del Diablo era

viejo. Había sido construido una década

antes de que Miriam naciera, por


hombres

que

conocían

su

oficio

indiferentemente bien. La erosión había

atacado la pared de la cantera al otro

lado de los ladrillos medio sueltos,

ignorada por los inspectores del

Ayuntamiento y los encargados de

seguridad del Ministerio de Obras

Públicas; la arenisca empapada por la

lluvia se había desprendido en algunos

puntos.

Muchos

ladrillos

estaban

sueltos. Colgaban sobre el abismo de la

cantera mientras la lluvia, el viento y la

gravedad devoraban la argamasa que los

mantenía unidos.

Miriam no lo vio. Tendría que haber

esperado un tiempo antes de escuchar el

crujir de los ladrillos al bascular por la

fuerza

del

viento,

aguardando,

moribundos, el momento de caer. En


cambio, se marchó, aliviada, segura de

que había abandonado para siempre sus

terrores.

Vio a Judy por la noche.

Judy nunca había sido bonita; sus

medidas siempre fueron desmesuradas:

los ojos demasiado grandes, la boca

demasiado ancha. Pero ahora, a mitad de

la treintena, estaba radiante. Era un

estallido sexual, desde luego, condenado

a marchitarse y a morir prematuramente,

pero la mujer que recibió a Miriam en la

puerta de entrada se hallaba en su mejor

momento.

Hablaron toda la noche de los años

que habían estado separadas, a pesar del

tácito acuerdo de no referirse al pasado,

interecambiando los relatos de sus

éxitos y fracasos. Miriam encontró

encantadora la compañía de Judy; se

sintió a gusto de inmediato con esa

mujer brillante y jovial. Ni siquiera el

tema de su separación de Donald inhibió

su entusiasmo.

—No está verboten hablar de los

antiguos maridos, cielo, sólo que es un

poco aburrido. Quiero decir que no era

tan mal tipo.

—¿Te divorciarás de él?

—Supongo que sí, cuando tenga


tiempo. Estos asuntos tardan meses en

resolverse. Además, soy Libra; nunca sé

a ciencia cierta lo que quiero —hizo una

pausa y añadió con una sonrisa

enigmática—: Bueno, eso no es del todo

cierto.

—¿Te era infiel?

—¿Infiel? —lanzó una carcajada—.

Hace mucho tiempo que no oigo esa

palabra.

Miriam se ruborizó levemente. ¿Tan

atrasados estaban en las colonias, donde

el adulterio todavía no era obligatorio?

—Iba echando polvos por ahí —dijo

Judy—. Esa es la verdad. Hasta que yo

empecé a hacer lo mismo.

Rió de nuevo, y esta vez Miriam la

imitó, no muy convencida de la broma.

—¿Cómo te enteraste?

—Me enteré cuando él se enteró.

—No entiendo.

—Todo era tan obvio… Parece un

chiste cuando lo cuento, pero resulta que

encontró una carta de alguien con quien

yo había estado. Nadie particularmente

importante para mí…, una amistad

casual, de hecho. De cualquier forma, se

sintió triunfante; o sea, se jactó de ello,

dijo que había tenido más líos que yo.


Lo tomó como una especie de

competición…, quién engañaba más y

con quién —hizo una pausa. Exhibió la

misma sonrisa traviesa de antes—.

Entonces, cuando pusimos las cartas

sobre la mesa, se demostró que yo lo

superaba con creces. Y eso le jodió

muchísimo.

—¿Así que os separasteis?

—No parecía tener mucho sentido

seguir juntos; no había niños de por

medio. Y ya no había amor entre

nosotros. En realidad, nunca lo hubo. La

casa estaba a su nombre, pero me la

cedió.

—¿Así que ganaste la competición?

—Supongo que sí. Tenía una ventaja

oculta. Era mi secreto.

—¿Cuál?

—El otro hombre de mi vida era una

mujer —dijo Judy—, y el pobre Donald

no lo pudo soportar. Tiró la toalla casi

en el momento de saberlo. Dijo que

comprendía que nunca me había

entendido y que era mejor separarnos —

levantó los ojos hacia Miriam y sólo

entonces se dio cuenta del efecto

producido por sus palabras—. Oh, lo

siento. Abro la boca para meter la pata.

—No —dijo Miriam—, es culpa


mía. Nunca pensé que eras…

—… ¿lesbiana? Bueno, creo que

siempre lo supe, desde la infancia. Le

escribía cartas de amor a la monitora de

deportes.

—Todas lo hicimos —le recordó

Miriam.

—Algunas de nosotras lo hicimos

con más seriedad que otras —sonrió

Judy.

—¿Dónde está ahora Donald?

—Oh, en algún lugar de Oriente

Medio, según me han dicho. Me gustaría

que me escribiera, sólo para saber que

se encuentra bien, pero no lo hará. Su

orgullo no se lo permitirá. Es una pena.

Podríamos haber sido buenos amigos de

no habernos casado.

Parecía que el tema no daba para

más, o que Judy no deseaba seguir

hablando de ello.

—¿Quieres que haga café? —

sugirió, y fue a la cocina, dejando que

Miriam jugara con el gato y sus

pensamientos, muy poco animosos

ambos.

—Me gustaría ir al funeral de tu

mamá —dijo Judy desde la cocina—.

¿Te importa?
—Por supuesto que no.

—No la conocí muy bien, pero solía

verla cuando iba de compras. Siempre

tenía un aspecto tan elegante.

—Lo era —aprobó Miriam—. ¿Por

qué no vienes conmigo en el coche de

cabecera?

—No soy pariente.

—Me gustaría que lo hicieras —el

gato se removió en su sueño y ofreció su

peludo

estómago

los

dedos

confortadores de Miriam—. Por favor.

—Gracias; lo haré.

Pasaron la siguiente hora y media

bebiendo café, luego whisky y después

más whisky, y charlando sobre Hong

Kong y sobre sus padres y, por fin de los

recuerdos. O, más concretamente, sobre

la naturaleza irracional de la memoria,

cómo sus mentes habían seleccionado

extravagantes detalles para fijar los

acontecimientos, en detrimento de otros

en apariencia más significativos: el olor

del aire cuando se pronunciaban

palabras de amor, pero no las palabras;

el color de los zapatos de un amante,


pero no el de sus ojos.

Por fin, pasada la medianoche, se

separaron.

—Ven a casa hacia las once —dijo

Miriam—. Los coches saldrán a y

cuarto.

—Estupendo. Nos veremos mañana,

pues.

—Hoy —corrigió Miriam.

—Exacto,

hoy.

Conduce

con

cuidado, amor, hace una noche de

perros.

La noche era ventosa. La radio del

coche anunció vientos muy fuertes en el

mar de Irlanda. Condujo con precaución

por las calles desiertas. Las mismas

ráfagas que hacían oscilar el coche

levantaban las hojas del suelo, que

remolineaban a la luz de los faros. En

Hong Kong, pensó, aún estarían llenas

de animación a estas horas de la noche

¿Aquí? Tan sólo casas dormidas en la

penumbra, visillos corridos, puertas

cerradas con llave. Mientras conducía

repasó mentalmente sus actividades del

día y los tres encuentros que lo habían


marcado: con su madre, con Judy y con

el Camino del Diablo. Apenas hubo

concluido su pensamiento llegó a casa.

El sueño avanzó con paso vacilante

en la noche desapacible, puntuada por el

sonido de las tapas de los cubos de

basura, azotada por el vicioso lamido

del viento, por el rumor de la lluvia y

por el golpeteo de las ramas de la

higuera contra las ventanas.

El día siguiente era miércoles, uno

de diciembre, y al amanecer la lluvia se

había convertido en aguanieve.

El funeral no fue insufrible. A lo

sumo constituyó una despedida funcional

de alguien a quien Miriam había

conocido una vez y perdido de vista; en

el peor de los casos, su solemnidad

desapasionada y el ritual eficiente

pecaron

de

frialdad,

concluyendo

cuando

una

correa

transportadora

condujo el ataúd a través de un par de

cortinas lilas hasta el horno y la

chimenea. Miriam no pudo evitar


imaginarse el interior del ataúd mientras

atravesaba, temblorosa, la teatral línea

divisoria de cortinas; no pudo evitar

visualizar el modo en que se agitaba el

cuerpo de su madre con cada leve

sacudida de la caja que se deslizaba

hacia el incinerador. El pensamiento,

aunque

voluntario,

le

resultó

insoportable. Tuvo que clavar las uñas

en la palma de sus manos para no

levantarse y suplicar que detuvieran el

procedimiento, quitar la tapa del ataúd,

remover con dedos torpes el sudario y

rodear aquel cuerpo exangüe entre sus

brazos una vez más, dándole las gracias

amorosamente, con adoración. Ése fue el

peor momento; se controló hasta que las

cortinas se cerraron y ahí acabó todo.

Cada parte del proceso fue rutinaria,

pero el conjunto revistió cierta dignidad.

El viento soplaba con fuerza cuando

salieron de la pequeña capilla de

ladrillo

rojo.

Los

asistentes
se

encaminaron rápidamente hacia sus

coches

con

murmullos

de

agradecimiento y fugaces miradas de

turbación. El viento arrastraba copos de

nieve, demasiado grandes y húmedos

para cuajar, que tornaban más inhóspitos

los sombríos alrededores. Los dientes

de Miriam le dolían en la cabeza, y el

dolor le subía por la nariz hacia los

ojos.

Judy la cogió del brazo.

—Hemos de vernos otra vez antes

de que te vayas, cariño.

Miriam asintió con la cabeza.

Faltaban menos de veinticuatro horas

para su partida, y esta noche, como un

anticipo de la libertad, Boyd llamaría

por teléfono. Así lo había prometido, y

era deliciosamente fiel a su palabra.

Supo que sería capaz de oler el calor de

la calle a través del cable telefónico.

—Esta noche… —sugirió Miriam

—. Ven a casa esta noche.

—¿Estás segura? ¿No te molestaré?

—No, de veras. Ya no.

Ya no. Verónica se había marchado,


definitivamente. La casa ya no era un

hogar.

—Me quedan muchas cosas por

limpiar

—dijo

Miriam—.

Quiero

ponerla en manos de los agentes cuando

tenga las pertenencias de mi madre

ordenadas. No me gusta la idea de

extraños rondando entre sus cosas.

Judy

hizo

un

murmullo

de

aprobación.

—Te ayudaré —dijo—, si no crees

que me entrometo.

—¿Una noche de trabajo?

—Estupendo.

—¿A las siete?

—A las siete.

Una súbita y contundente ráfaga de

viento retuvo el aliento de Miriam y

dispersó a los asistentes rezagados en

dirección a la calefacción de sus coches.

Una vecina de su madre —Miriam nunca

conseguía recordar su nombre— perdió


el sombrero. Voló y rodó por el Jardín

de los Recuerdos, perseguido con

torpeza por el marido de la dama, un

hombre de ojos saltones que trotó sobre

la hierba enriquecida con cenizas.

El viento alcanzaba más virulencia a

la altura de la cantera. Provenía del mar,

bajaba por el río y concentraba su furia

en un puño festoneado de nieve; después

exploró la ciudad en busca de víctimas.

El muro del Camino del Diablo era

un material ideal. Debilitado por el flujo

de los años, necesitaba pocos acicates

para persuadirle a derrumbarse. A

última hora de la tarde, una ráfaga

particularmente ambiciosa arrancó de su

extremo superior tres o cuatro ladrillos

coronados de vidrios y los precipitó en

el lago de la cantera. La estructura se

debilitó en su parte media y, una vez

iniciado el proceso de demolición del

viento, la gravedad se puso a trabajar.

Un joven que se dirigía a casa en

bicicleta estaba a punto de llegar a la

mitad del sendero cuando oyó el

estruendo de un derrumbamiento y vio

una sección del muro desmoronarse en

una nube de fragmentos de argamasa. El

batir decreciente de ladrillos contra

rocas acompañó la caída de las ruinas


hasta el pie del despeñadero. Un hueco

de unos dos metros se había abierto en

el muro, y el viento, triunfante, se coló

por él con un rugido, tiró de los flancos

expuestos del muro y los instó a seguir

el mismo destino. El joven descendió de

la bicicleta y fue con ella a pie hasta el

lugar, sonriendo ante el espectáculo.

Había un buen precipicio, pensó al

inclinarse sobre la brecha y escudriñar

con precaución el fondo. El viento lamía

sus talones y su región lumbar, se

enroscaba en torno a él, le suplicaba que

diera un paso más. Lo hizo. El vértigo

que experimentó le excitó, y el estúpido

anhelo

de

precipitarse,

aunque

controlable, era fuerte. Se inclinó un

poco más y pudo ver el fondo de la

cantera, pero la pared de piedra que se

extendía directamente bajo el agujero

del muro estaba fuera de su vista. Un

corto saliente la ocultaba.

El joven, acariciado por un viento

gélido que notaba caliente, estiró más el

cuerpo. Vamos, dijo el viento, vamos,

mira de más cerca, mira más al fondo.


Algo se movió a menos de un metro

del boquete en el muro. El joven vio, o

pensó que veía, una forma, cuya

envergadura ocultaba el saliente, que se

movía. Entonces, cuando aquello notó

que le observaban, se inmovilizó contra

la pared del muro.

Sigue con ello, dijo el viento.

Abandónate a tu curiosidad.

El joven lo pensó mejor. La emoción

de la prueba era malsana. Estaba helado;

la diversión había terminado. Hora de

volver a casa. Se apartó del agujero y

empezó a pedalear. Un silbido, en parte

para celebrar la huida y en parte para

mantener a raya su curiosa exaltación,

escapó de sus labios.

las

siete,

Miriam

estaba

seleccionando las últimas joyas de su

madre. Había muy poco de valor en las

cajas perfumadas, pero decidió que se

llevaría a casa, como recuerdo, uno o

dos hermosos broches que reposaban

sobre lechos de algodón grisáceo. Boyd

había llamado un poco después de las

seis, tal como prometiera. Su voz, si


bien

menguada

por

la

pésima

comunicación, sonó segura y afectuosa.

Miriam todavía se sentía muy animada

después de la conversación. El teléfono

sonó otra vez. Era Judy.

—Tesoro, creo que no debería ir

esta noche. Me siento muy mal en este

momento. Fui al funeral, y las penas son

peores cuando hace frío.

—Oh, querida…

—Temo que sería una compañía muy

aburrida. Lamento dejarte plantada.

—No te preocupes; si no te

encuentras bien…

—Lo peor es que quizá ya no pueda

verte antes de que te vayas —parecía

sinceramente disgustada por esa idea.

—Oye —dijo Miriam—, si acabo el

trabajo antes de que sea muy tarde iré a

tu casa. Odio las despedidas por

teléfono.

—Yo también.

—Pero no te lo prometo.

—Bien, si nos vemos, nos vemos;

quedamos así, ¿eh? Si no, cuídate, cielo,


y

escríbeme

unas

líneas

para

comunicarme que llegaste bien a casa.

Cuando salió de casa a las nueve y

media el viento se había calmado y dado

paso a un silencio sepulcral, casi más

enervante que el estrépito precedente.

Miriam cerró la puerta con llave y

retrocedió un paso para contemplar la

fachada. La próxima vez que pusiera el

pie en ella, si lo hacía, la casa estaría

ocupada por otras personas y, sin duda,

pintada

de

nuevo.

Carecería

de

prerrogativas. Los dolores que la habían

asaltado al revivir los fantasmas del

pasado se convertirían en simples

recuerdos.

Caminó hacia el coche con las llaves

en la mano, pero en el último segundo

decidió que iría a pie a casa de Judy. La

atmósfera, purificada por el viento, era

vigorizante,

y
aprovecharía

la

oportunidad de pasear por su antiguo

barrio por última vez.

Incluso tomaría el Camino del

Diablo, pensó; llegaría a casa de Judy

en cinco o diez minutos.

En el Camino había una larga y

engañosa curva, en su trayecto paralelo

al borde de la cantera. No se podía ver

un extremo desde el otro, ni tan sólo la

mitad, de modo que Miriam se encontró

frente a la brecha casi antes de verla. Su

paso confiado flaqueó. En su bajo

vientre algo desenroscó los brazos,

dándole la bienvenida.

El agujero, inmenso e incitante,

bostezaba frente a ella. Más allá del

borde, donde las escuálidas luces de la

calle ya no iluminaban, la oscuridad de

la cantera era, en apariencia, infinita.

Igual podría estar parada ante el fin del

mundo; al otro lado del sendero no

existía profundidad, no existía distancia,

sólo una negrura que zumbaba de

anticipación.

Mientras miraba, fragmentos de

cemento se zambulleron en el vacío.

Oyó su golpeteo; oyó incluso los lejanos


impactos.

Pero ahora, agarrotada por el súbito

espanto, oyó otro ruido, muy cercano, un

ruido que había rogado no oír jamás

estando despierta, el rascar de unas uñas

en la pared de piedra de la cantera, el

cáustico respirar acelerado de una

criatura que había esperado, oh, tan

pacientemente este momento y que

ahora, lenta y resueltamente, escalaba

los últimos metros del despeñadero

hacia ella. ¿Y para qué apresurarse?

Sabía que estaba paralizada de terror,

con los pies clavados en el suelo.

Estaba a punto de llegar; nadie podía

ayudarla. Los brazos de la criatura se

aferraban a la piedra, y su cabeza,

oscurecida por el tizne y la depravación,

rozaba el borde del Camino. Incluso

ahora, a pocos centímetros de divisar a

su víctima, no aceleró su ascensión, sino

que se comportó con espantosa calma.

La niña que Miriam había sido

quería morir, antes de que aquello la

viera, pero la mujer deseaba contemplar

el rostro de su eterno torturador. Sólo

ver, en el terrorífico instante precedente

a su fin, el aspecto de la cosa. Después

de todo, aquello había esperado durante

mucho tiempo. Seguro que tenía sus


razones para contener su impaciencia;

quizá se reflejarían en su rostro.

¿Cómo podía haber supuesto que

escaparía alguna vez de esto? A la luz

del sol disipaba sus temores con una

carcajada, pero en vano. De pronto

volvían el sudor de la niñez, las

lágrimas

nocturnas

(calientes,

resbalando desde el ángulo de los ojos

hacia

el

pelo)

los

terrores

indescriptibles. Surgían de la oscuridad

y se encontraba, por fin, sola. Sola con

la soledad de los hijos únicos:

encerrados

con

sentimientos

incomprensibles,

en

infiernos

de

ignorancia privados cuyos pasadizos se

extendían, desapercibidos, hasta la edad


adulta.

Lloraba a pleno pulmón, como una

niña de diez años, el rostro enrojecido y

brillante por las lágrimas. Su nariz

goteaba, sus ojos ardían.

El

Camino

del

Diablo

se

difuminaba, y sintió la irresistible

llamada de la oscuridad. Dio un paso

hacia la brecha del muro, al tiempo que

la combada pared negra de la cantera

experimentaba otro tirón. Un paso más y

ya distaban escasos centímetros del

desmigajado límite del Camino del

Diablo; en cuestión de segundos aquello

la agarraría por el pelo y la destrozaría.

Avanzó hacia el vertiginoso abismo

y el rostro del horror emergió de la

noche sin fondo para mirarla. Era el

rostro de su madre. Horriblemente

aumentados dos o tres veces de tamaño,

sus amarillentos párpados oscilaron

hasta revelar el blanco del ojo sin iris,

como si estuviera suspendida en el

último momento entre la vida y la

muerte.

Su boca se abrió; sus labios se


tiñeron de negro y se ensancharon en

finas líneas alrededor de un hueco sin

dientes que respiraba inútilmente con el

propósito de pronunciar el nombre de

Miriam. Tampoco ahora llegaría el

momento del reconocimiento; la cosa la

había engañado, le ofrecía ese rostro

muerto y amado en lugar del suyo.

La boca de su madre se movió, su

lengua rasposa trató en vano de formar

las dos sílabas. El monstruo quería

llamarla, y sabía, con su antigua astucia,

qué rostro emplear para romper su

resistencia. Miriam miró entre lágrimas

los

ojos

llameantes;

entrevió

la

almohada que sostenía la cabeza de su

madre muerta, percibió algo del olor de

su postrer y amargo suspiro.

El nombre casi fue articulado.

Miriam

cerró

los

ojos,

con

la
convicción de que el fin llegaría cuando

surgiera la palabra. Toda su voluntad la

había abandonado. Estaba en poder del

Monstruo;

esta

brillante

imitación

constituía la definitiva y triunfal vuelta

de tuerca. Hablaría con la voz de su

madre, y ella se entregaría.

— Miriam —dijo aquello.

La voz era más cariñosa de lo que

imaginaba.

— Miriam —habló en su oído, las

garras sobre sus hombros—. Miriam,

por el amor de Dios —inquirió—. ¿Qué

estás haciendo?

La voz era familiar, aunque no era ni

la de su madre ni la del Monstruo. Era la

voz de Judy, eran las manos de Judy. La

apartaron de la brecha y la empujaron

contra el muro opuesto. Sintió la

seguridad del ladrillo frío contra su

espalda, contra sus palmas. Las lágrimas

empezaron a calmarse.

— ¿Qué estás haciendo?

Sí, no había duda, claro como el

agua: Judy.

—¿Te encuentras bien, cariño?

La oscuridad era intensa detrás de


Judy, aunque se oía un golpeteo sobre

las piedras a medida que el Monstruo

retrocedía hacia la pared de la cantera.

Los brazos de Judy, más preocupada por

su vida que ella misma, la estrecharon

con firmeza.

—No quería darte un susto —dijo

—, pero creí que ibas a saltar.

Miriam sacudió la cabeza, incrédula.

—No me ha atrapado —musitó.

—¿A qué te refieres, tesoro?

No se atrevía a hablar mientras

aquello pudiera oírla. Sólo deseaba

alejarse del muro… y del Camino.

Creí que no ibas a venir —prosiguió

Judy—, así que pensé…, qué más da…,

iré a verla. Menos mal que tomé el

atajo. ¿Puedes decirme qué te impulsó a

inclinarte sobre el borde de esa manera?

Es peligroso.

—¿Me acompañas a casa?

—Claro, cariño.

Judy la rodeó con el brazo y la

apartó de la brecha en el muro.

Silencio y oscuridad detrás de ellas.

La farola titiló. Cayó un poco más de

argamasa.

Pasaron toda la noche juntas en la

casa, y compartieron la gran cama del


cuarto de Miriam inocentemente, como

cuando eran niñas. Miriam contó la

historia de principio a fin: toda la

historia del Camino del Diablo. Judy la

escuchó, asintió, sonrió y no la

interrumpió. Por fin, poco antes del

amanecer, terminadas las confesiones,

ambas se durmieron.

A la misma hora, las cenizas de la

madre

de

Miriam

se

enfriaban,

mezcladas con las cenizas de otras trece

personas que habían pasado por el horno

crematorio ese miércoles, uno de

diciembre. Por la mañana trituraron los

restos de los huesos, dividieron el polvo

en

catorce

partes

iguales

lo

introdujeron

escrupulosamente

en

catorce urnas señaladas con el nombre

de los seres queridos. Algunas de las


cenizas serían dispersadas; algunas

serían encerradas en el Muro de los

Recuerdos; otras serían entregadas a los

parientes del fallecido, para que

concentraran en ellas su pena.

A la misma hora, el señor Beckett

soñó con su padre y se despertó a

medias, entre sollozos, pero la chica que

dormía con él le consoló hasta que se

durmió de nuevo.

Y, a esa misma hora, el esposo de la

fallecida Marjorie Elliott tomó el atajo

del Camino del Diablo. La grava crujió

bajo sus pies, el único sonido del mundo

en esa fastidiosa hora antes del

amanecer. Durante toda su vida de

trabajador había recorrido el mismo

camino, fatigado por el turno de noche

en la panadería. Tenía las uñas sucias de

masa, y bajo el brazo llevaba una barra

de medio cruda y una bolsa con seis

panecillos de corteza dura. Hacía casi

veintitrés años que observaba idéntico

ritual, cada mañana, aunque desde la

prematura muerte de Marjorie casi todo

el pan quedaba intacto y lo echaba a los

pájaros.

Aminoró el paso hacia la mitad del

Camino del Diablo. Su estómago se


agitó; el perfume del aire había

despertado un recuerdo. ¿Acaso no era

el perfume de su mujer? La farola

parpadeó, cinco metros más adelante.

Miró la brecha en el muro y, desde la

cantera, surgió el rostro enorme de su

bienamada Marjorie.

Pronunció su nombre una vez pero,

sin molestarse en responder a su

llamada, él se desvió del Camino y

desapareció.

La barra de pan cayó sobre la grava.

Liberada de su envoltorio de tela, se

enfrió y lentamente entregó el calor de

su nacimiento a la noche.

Comida

Thomas Tessier

THOMAS TESSIER, nacido en 1947 en

Waterbury (Connecticut), fue director

gerente

de

Millington

Books

en

Inglaterra antes de volver a Estados

Unidos para dedicarse exclusivamente a

escribir. Sus novelas incluyen The fates,

The nightwalker; Shockwaves, Phantom

y Finishing touches. Tessier incide

raramente en el relato corto, pero


siempre,

como

en

Comida,

con

resultados inolvidables. Su más reciente

novela lleva por título Rapture.

—Casi se me ha pasado ya —dijo la

señorita Rowe, más para ella que para

el señor Whitman. Había una mirada

lejana en sus ojos, pero su boca luchó

por dibujar una sonrisa y su voz vibraba

de expectación—. No se preocupe,

pronto me encontraré bien.

¿Casi se le había pasado? ¿Qué

significaba esa frase? El señor Whitman

prefirió no pensar en ello. En lo que a él

atañía, se trataba de un típico sábado de

verano. El calor de agosto se había

calmado un poco, y una leve brisa

agitaba el aire. Otra gente iría a nadar,

de compras, o contemplaría un partido

de béisbol. El señor Whitman y la

señorita Rowe harían lo mismo de cada

sábado por la tarde. Barajar otra

posibilidad sería demasiado aterrador.

—Pero no se encuentra bien —se

sintió obligado a decir—. Quiero decir

que padece dolor, auténtico dolor: es


evidente.

—No —replicó ella sin demasiada

convicción—. Sé lo que siento, y no es

dolor, no, señor —la señorita Rowe se

estremeció, acomodó los colchones e

intentó cambiar de tema—. ¿Qué me ha

traído hoy?

El señor Whitman prefirió ignorar su

pregunta.

—Creo que debería permitirme

llamar a un doctor. Lo mejor sería que

fuera al hospital, pero al menos deje que

la examine un médico.

—De ninguna manera. Si hace algo

por el estilo, nunca volveré a dirigirle la

palabra.

La señorita Rowe lo dijo sin acritud,

como una pataleta, pero, por desgracia,

el señor Whitman sabía que no estaba

mintiendo. Ella siempre imponía sus

propias condiciones. El sentido del

deber del señor Whitman no era tan

fuerte como el temor a destruir su

amistad.

El señor Whitman atravesó la sala,

con cuidado de no pisar los restos, y se

quedó unos momentos junto a las puertas

cristaleras. Disfrutaba mejor de la brisa

en ese lugar, pero el panorama del patio

trasero era desalentador. El césped


llevaba semanas sin podarse. Como

obedeciendo a una señal, la segadora

eléctrica de un vecino se puso en

funcionamiento y zumbó con autoridad

en la distancia. Ya casi no existía jardín

en el extremo más alejado del patio. El

señor Whitman había despejado y

cavado un cuadrado de terreno para

plantar zanahorias y tomates, pero jamás

había completado el trabajo. Algunas

hierbas crecían en el desnudo suelo

negro. Había estado ocupado, se dijo.

La señorita Rowe había asumido la

dirección de su vida ese verano.

—¿Qué ha traído? —preguntó de

nuevo.

—Oh,

Balzac

—respondió

distraídamente el señor Whitman. Casi

había olvidado el libro que sostenía en

una mano. Cada sábado por la tarde le

leía un relato a la señorita Rowe. Balzac

era uno de los favoritos de ambos. Hoy

tenía la intención de recitar Facino

Cane, un cuento que se sabía de

memoria, pero que nunca le había

emocionado en demasía.

El rostro de la señorita Rowe se


encendió de placer, pero era incapaz de

hablar.

En

ese

momento

estaba

deslizando una gruesa rebanada de pan

italiano en su boca. La visión era mucho

más deprimente de lo que el señor

Whitman podía tolerar, así que centró su

atención en el volumen de Balzac y

empezó a pasar las páginas. No se

trataba sólo del pan, ni de las generosas

raciones de paté al coñac y queso de

nata que lo acompañaban. Comida: ése

era el problema, el enorme y complejo

problema. La señorita Rowe comía

convulsivamente. Casi todas las horas

del día las dedicaba al consumo de

comida. Él le doblaba la edad, pero

ella, según su moderada estimación, le

triplicaba en peso.

Su extraña relación se había iniciado

seis meses antes, cuando el señor

Whitman se trasladó de domicilio,

convirtiéndose así en su vecino. Eran un

par de refugiados del mundo exterior, y

ocupaban dos apartamentos en la planta

baja

de
una

mansión

victoriana

remozada en las afueras de Cairo. No el

Cairo de Egipto, sino un pueblo rural en

la parte central del Connecticut oriental,

poblado de ciudades con nombres tan

incongruentes

como

Westminster,

Brooklyn y Versailles.

El señor Whitman nunca se había

casado, aunque había ahorrado e

invertido dinero durante muchos años,

de modo que al cumplir los cincuenta

pudo jubilarse de su trabajo editorial en

Manhattan y abandonar la ciudad. Se

permitió el lujo de hacer lo que en

realidad deseaba, comerciar con libros

raros. La especialidad del señor

Whitman era el crimen, real y ficticio,

aunque amaba la literatura en general.

Poseía una respetable colección que

guardaba en la tienda de dos plantas que

había alquilado en el pueblo. Era

propietario también de casi una docena

de libros valiosos, depositados en la

caja de seguridad del banco. El señor

Whitman no ganaba mucho dinero con el


negocio, en parte porque detestaba

vender sus libros y les adjudicaba

precios exagerados. Lo cierto es que el

dinero había cesado de ser un factor

importante en su vida, y le complacía

pasar varias horas al día en la tienda,

rodeado de su colección, escuchando la

radio

en

frecuencia

modulada

atendiendo las escasas peticiones por

correo. La puerta cerrada con llave y las

cortinas corridas disuadían a los

posibles clientes de la calle. Se hallaba

entregado al proceso de confeccionar un

catálogo de su colección, pero de forma

muy pausada. Lo normal es que apartara

la lista y se zambullera en la lectura de

un libro. El señor Whitman sabía con

toda certeza que jamás podría leer todo

cuanto deseaba en el curso de una sola

vida.

La señorita Rowe representaba un

misterio para él. No le gustaba hablar de

sí misma, aunque de vez en cuando

ofrecía datos dispersos. Sus únicos

parientes eran dos primos que vivían en

la Costa Oeste. Sin embargo, la señorita


Rowe había llegado a Cairo desde

Boston, en donde algo no especificado

había conmocionado su existencia un

año atrás. ¿Un accidente, una violación,

un trauma emocional? El señor Whitman

no tenía ni idea. Fuera lo que fuese, la

señorita Rowe se había establecido en

Cairo con el suficiente dinero para no

hacer nada…, excepto comer.

Cuando el señor Whitman trabó

conocimiento con ella, aún era capaz de

desplazarse un poco: salía a comprar lo

que quería o se internaba en coche por

las carreteras vecinales. Ahora le

resultaba virtualmente imposible salir

de su apartamento. El peso de la

señorita Rowe había experimentado un

alarmante aumento en los últimos meses.

Sin duda se estaba aproximando a la

marca de los doscientos cincuenta kilos,

si no la había superado ya. Había

llegado a un acuerdo con varios

almacenes de la zona para que le

enviaran a domicilio los productos, y

cada día llegaban nuevas provisiones.

Su

apartamento

se

había
transformado en el centro neurálgico de

este

sorprendente

consumo.

Fue

necesario apartar los muebles para

hacer sitio a lo único especial. Cada

tarde venía un colegial de mirada

perpetuamente asombrada a recoger los

montones de basura que producía la

señorita Rowe. Esta pasaba la mayor

parte del tiempo tumbada sobre cuatro

colchones (un par perpendicular al otro)

y una fila de almohadas. Cubría su épico

volumen con sábanas superpuestas, de

modo que sólo su cabeza, hombros y

brazos eran visibles.

Rodeándola como un anillo de

sofisticados aparatos en la unidad de

cuidados intensivos de un hospital,

aguardaban al alcance de la mano un

microondas, un calentador portátil, tres

pequeños frigoríficos, una tostadora, una

licuadora y una estantería llena de platos

de papel y vasos, tenedores cucharas y

cuchillos de plástico, además de bolsas

de basura y cajas de comida.

En su calidad de visitante asiduo, el

señor

Whitman
ya

se

había

acostumbrado a dicho espectáculo. El

extraordinario estilo de vida de la

señorita Rowe le fascinaba tanto como

le asombraba. Al principio menudearon

discusiones acaloradas. Le dijo que

siguiera una dieta de apoyo, sin reparar

en los medios de detener aquella

compulsión devoradora, pero la señorita

Rowe no siguió sus consejos. Se sentía

feliz y contenta con sus costumbres. El

señor Whitman se dedicó a leerle

artículos y libros acerca de la bulimia,

apetito insaciable. La señorita Rowe

rechazó sus argumentaciones y señaló

que nunca vomitaba, nunca se purgaba

con laxantes y nunca sufría sentimientos

de culpa o depresiones. En suma, no era

bulímica.

Simplemente disfrutaba comiendo.

El señor Whitman persistió, dio

detalladísimas explicaciones sobre los

peligros y la amenaza que se cernía

sobre su corazón y su salud, pero de

nuevo la señorita Rowe desechó con una

sonrisa sus advertencias.

—El cuerpo nos lo dice —argüía


con calma mientras devoraba otra lata

de manzana en almíbar—. La mayoría de

la gente no presta atención a su cuerpo,

pero yo sí. Yo sí. Cuando me dice come,

como. Cuando dice basta, paro.

Por lo visto, su cuerpo siempre la

animaba a comer.

Entonces, el señor Whitman adoptó

una táctica diferente. Le contó sus viajes

por Europa y Asia, sus vacaciones en

México y en el Caribe. Describió con

elocuencia y todo lujo de detalles los

paisajes que había visto y la gente que

había conocido. Sin embargo, los viajes

no parecieron despertar el menor interés

en la señorita Rowe, por lo que,

desesperado, se puso a describir los

platos que había comido en el

extranjero. No le gustaba hacerlo, pero

razonó que si conseguía intrigarla

bastante quizás se animara a viajar para

probar la cocina extranjera…, momento

en que debería imponerse una férrea

disciplina dietética para emprender

cualquier travesía. Pero esto también

falló. La señorita Rowe amaba la

comida,

sin

discriminaciones.

El
pensamiento de buey a la mantequilla,

coq au vin, tortillas Arnold Bennett,

camarones vindaloo, cangrejos de río a

la criolla y sopa cinco serpientes no la

excitaba. Le bastaba con meter en el

microondas tres o cuatro pasteles de

pollo congelados y acompañarlos con

arenques en escabeche, varios perritos

calientes y un cuarto de compota de

manzana. La señorita Rowe no detestaba

la buena comida, pero carecía de tiempo

para esfuerzos suplementarios.

Si bien su interés no sólo no

disminuía sino que continuaba en alza, al

cabo de un mes el señor Whitman

empezó a ceder terreno. Los argumentos

eran inútiles, en el sentido de que no

conseguían nada. La confianza de la

señorita Rowe era inquebrantable; su

apetito, supremo. El señor Whitman se

figuró que iba a convertirse en un eterno

cascarrabias, lo que tampoco entraba en

sus planes. Además, la chica le caía

demasiado bien para pelear con ella.

Seguiría esforzándose en cambiarla, a

base de esporádicas advertencias y

observaciones, a pesar de que la

aceptaba como era. Le había tomado

mucho cariño, sin apenas darse cuenta.


Era prácticamente la única persona que

contaba en su vida.

La segadora eléctrica continuaba

zumbando, pero la brisa había cesado.

El señor Whitman tomó asiento en la

única silla de la habitación y se dedicó

al libro.

—«En aquel tiempo vivía en una

callejuela

que

probablemente

no

conozcáis…».

La señorita Rowe cerró los ojos y

escuchó con suma atención. Masticaba

dulces de malvavisco porque eran

silenciosos. Los libros nunca habían

despertado su interés, pero adoraba

escuchar la voz del señor Whitman

leyéndole historias en voz alta. Lo hacía

muy bien, apenas tropezaba con las

palabras y se ponía dramático sin caer

en el ridículo. Nadie le había leído

jamás, ni siquiera de niña, así que no

podía compararle con otro lector, pero

sabía que era el mejor.

—«Ignoro cómo he podido mantener

en secreto durante tanto tiempo la

historia que os voy a contar…».

Él encendió un cigarrillo cuando


terminó el cuento de Balzac. Había

hecho hincapié, el primer día que trabó

conversación con la señorita Rowe, en

que sólo fumaba diez pitillos al día, con

la idea de que la joven podría aplicarse

el ejemplo. Sin embargo, a pesar de que

ella alabó su fuerza de voluntad, no hizo

caso de la insinuación. Conversaron

acerca del relato y de su autor. El señor

Whitman

llevó

el

peso

de

la

conversación, y la señorita Rowe repuso

que Facino Cane era hermoso, pero muy

triste… ¿y cuántas tazas de café bebía

Balzac por las noches? Por fin, el señor

Whitman se decidió a dar por finalizada

su visita.

—Vuelva esta noche, por favor —

rogó la señorita Rowe cuando él se puso

en pie.

—Por supuesto. Me pasaré más

tarde —prometió, pero de pronto pensó

que le había hablado de una forma

extraña, como si le ocurriera algo—.

¿Se encuentra usted bien?


—Oh, sí —replicó con excesiva

vehemencia la señorita Rowe—. Es que

me gustaría volverle a ver. Esta noche.

—Estupendo —el señor Whitman se

dispuso a partir.

—Algo está pasando —susurró ella

casi sin aliento, para retenerle un poco

más.

—¿Qué?

—inquirió

el

señor

Whitman, preocupado.

—No sé. Me siento… diferente.

Como si algo estuviera cambiando en mi

interior, pero no para mal —añadió con

un esfuerzo—. Una sensación agradable,

aunque extraña.

—No puede juzgar estas cosas por sí

sola. Estoy convencido de que le

conviene ir al médico. Tal vez se trate

del corazón. Los síntomas extraños

suelen preludiar algo muy poco extraño.

—No, no —la señorita Rowe hizo

un esfuerzo para contenerse y prosiguió

en un tono más suave—. No permitiré

que me palpen, pinchen y sometan a

experimentos como un fenómeno. No

tardaría en verme ocupar la portada del

National Enquirer. Todo el día y parte


de la noche me atormenta la idea de que

una sola palabra de los proveedores

provocará el asedio de periodistas,

fotógrafos,

maniáticos

médicos

engreídos. No lo soportaría —vaciló, y

luego se reanimó—. De todos modos, se

lo diré: me siento bien, de ninguna

manera enferma. De hecho, nunca me he

sentido mejor. Me invade el entusiasmo.

El señor Whitman suspiró, desolado.

A no ser por el peligro, todo parecería

absurdo. Así que entusiasmada. Era

incapaz de imaginar lo que significaba

esto en el contexto de su salud. Y esa

observación de que algo le estaba

pasando… ¿Cómo interpretarla? Sabía

que la señorita Rowe tendía al

dramatismo, y que siempre intentaba

desmitificar la monotonía de su vida

cotidiana. «Eso es todo», se obligó a

creer.

Pero su aspecto no era el de

siempre. Era evidente. El rostro de la

señorita Rowe presentaba un color más

vivido que de costumbre. Incluso

parecía un poco sonrojada; un tono


rosáceo

teñía

sus

mejillas,

habitualmente pálidas por causa de su

sempiterno encierro entre las cuatro

paredes del apartamento.

El señor Whitman y la señorita

Rowe se tocaban con escasa frecuencia,

sólo cuando sus manos se encontraban

para intercambiar algo, pero había

llegado el momento de que el señor

Whitman tomara una decisión. Se sentó

en el borde de las colchonetas y posó la

palma de la mano sobre la frente de la

chica.

—¿Tiene fiebre? —pregunto para

dejar claras sus intenciones.

—Oh, no lo creo —respondió ella,

algo decepcionada.

—Ummmm —el tacto de aquella

piel embelesó al señor Whitman. El

tamaño de su cabeza no era el de una

pelota de playa, aunque así lo pareciera.

Había sospechado que sería fofa y

esponjosa, a causa de la grasa, pero era

sorprendentemente firme. Aunque la

papada era múltiple, la frente era suave,

por no decir tirante. El señor Whitman

descubrió que le costaba apartar la


mano—. Quizás unas décimas —

anunció, aunque no estaba seguro.

—Sé lo que piensa —dijo la

señorita Rowe con una sonrisa infantil

—, pero me gusta que se preocupe. No

sé lo que haría sin usted.

«Seguiría comiendo», pensó con

tristeza el señor Whitman, pero le

devolvió la sonrisa, porque sentía un

gran afecto por la joven.

—Tranquilícese —le aconsejó—.

Me gustaría que comiera más frutas y

verduras, y menos basura —había

repetido este mensaje incontables veces.

—Pero si ya lo hago —insistió con

entusiasmo la señorita Rowe—. ¿No le

conté que esta mañana me preparé una

ensalada Warldorf? Lo hice sin ayuda.

—Bien, me parece muy bien —

respondió el señor Whitman, forzando

una sonrisa.

Estaba tan orgullosa de su hazaña

trivial que no se atrevió a comentarle

que la ensalada Warldorf era, no sólo

más saludable sino más exquisita.

—Muy pocas personas saben lo bien

que sienta una ensalada para desayunar

—prosiguió la señorita Rowe.

—En efecto.
A continuación el señor Whitman se

marchó,

de

lo

contrario

habría

permanecido largo tiempo escuchando

alabanzas sobre ensaladas, desayunos y

comida en general. Se dirigió sin más

preámbulos a su tienda de la ciudad y

eligió The lesser Antilles Case, de

Rufus King, y The C. V. C. Murders, de

Kirby Williams, para leerlas el sábado

por la noche y el domingo por la tarde.

Ya en su apartamento, el señor

Whitman se sirvió un vaso de cerveza

fría y repasó las pocas cartas que había

encontrado

en

la

tienda.

Nada

interesante, salvo un catálogo de un

vendedor de St. Paul. No tardó en

apartar el catálogo y encender un

cigarrillo.

La señorita Rowe le preocupaba. Si

algo le ocurría, si su corazón fallaba de

repente, se consideraría el responsable

moral. Llegó a preguntarse si violaría la


ley por no ponerla bajo vigilancia

médica. No tenía ni idea de lo que decía

la ley sobre situaciones similares. ¿Le

acusarían

de

negligencia?

¿De

homicidio involuntario?

No parecía plausible. La señorita

Rowe, después de todo, era una persona

adulta, y responsable de sí misma. Su

carácter convulsivo no equivalía a

incapacidad mental. ¿Debía dedicar su

lealtad a la amistad, aceptándola tal

como era, o a su salud y bienestar?

Ambas posibilidades no se excluían

mutuamente, a pesar de las apariencias.

En cualquier caso, el señor Whitman

pensó que tarde o temprano debería

discutir el asunto con un médico… o con

un abogado, aunque no mencionaría

nombres

hasta

recibir

ciertas

directrices. El asunto exigía una

clarificación.

Más tarde, antes de que el ocaso se

viera envuelto en la oscuridad, el señor


Whitman golpeó con los nudillos en la

puerta de la señorita Rowe y entró en el

apartamento. Las luces estaban apagadas

y era difícil escudriñar en las tinieblas,

pero escuchó el suave fruncir de las

sábanas.

Quizás

ella

se

había

adormecido un rato.

—Encienda la lámpara —atontada,

la joven intentó incorporarse sobre las

almohadas.

—¿Le molesto?

—No, en absoluto. Entre.

El señor Whitman encendió la luz y

se sentó. Pensó que los ojos de la joven

estaban

más

embotados

que

de

costumbre y que su complexión era más

inmensa que por la tarde.

—Acérquese —le dijo ella. El señor

Whitman aproximó la silla de madera a

la cama y se ubicó entre un frigorífico y

las estanterías de platos de papel—. No,

ahí no. Siéntese en la cama, por favor.


Estoy algo deprimida.

El señor Whitman se acomodó con

toda clase de precauciones en el borde

de las colchonetas. Lo sorprendente era

que la señorita Rowe no se deprimiera

más a menudo. No era normal que una

joven de su edad llevara una existencia

tan recluida, tan solitaria. Y, por más

que ella lo negara, comer con tanta

insistencia

comportaba

un

costo

psicológico El señor Whitman se

preguntó si su excelente estado de ánimo

comenzaba, por fin, a flaquear.

—Me trata tan bien —la señorita

Rowe cogió su mano, la estrujó y la

retuvo. Su apretón era cálido y

extrañamente invitador—. Me gustaría

darle las gracias de alguna forma.

—Oh, no sea tonta —respondió el

señor Whitman con una sonrisa nerviosa

—. Lo más curioso es que, hace pocos

minutos, pensaba que me comportaba

con cierta negligencia.

—Eso no es cierto. Nada más

alejado de la realidad. Es usted la

persona que necesitaba. Sin usted, no sé


si habría podido… En fin, usted me

importa mucho, créame.

Le estrujó la mano otra vez. «Qué

raro», pensó el señor Whitman. Era

como si ella le estuviera consolando a

él.

—Debo de tener un aspecto horrible

—siguió la señorita Rowe—. Hace años

que no me miro en un espejo. ¿Tengo un

aspecto… horrible?

—No, por supuesto que no —ella no

solicitaba un cumplido, pero, desde

luego, el señor Whitman quiso dar la

respuesta más positiva—. La verdad es

que parece cansada y, como ya le dije

antes, necesita hacer algunos cambios

en…

— Estoy cambiando —interrumpió

ella, apartando la mirada sin dejar de

asir su mano—. Estoy cambiando.

—Bueno. Bien, bueno —el señor

Whitman no sabía qué decir porque no

sabía lo que ella quería darle a entender.

Albergaba la vaga noción de que

intentaba comunicarle algo. ¿Puede

decirme,… si leí lo desea…, qué

ocurrió?

—¿Cuándo?

—En Boston.

—Oh —le miró de nuevo y sonrió


—. ¿Qué importa? ¿Qué diría si le

contara que maté a alguien? ¿A mi

familia, por ejemplo?

—No me lo creería —se burló. Era

una idea absurda.

—¿Lo ve? No importa.

—Pero algo ocurrió —insistió—.

Dígamelo, Frances. Le sentará bien

hablar con un amigo en el que puede

confiar.

Muy pocas veces se designaban por

sus nombres, pero la señorita Rowe

pareció conmoverse. Sin embargo, se

limitó a encogerse de hombros y le

dedicó una sonrisa de perplejidad.

—Es así de sencillo —contestó con

serenidad—. No ocurrió nada.

El señor Whitman no se quedó

convencido, a pesar de que no captó

ningún matiz engañoso o evasivo en su

tono de voz. La verdad resplandecía en

sus palabras.

—Quiero hablar de usted con

alguien —dijo por fin—. Lamento

disgustarla, pero debo hacerlo, y esta

vez no me arrepentiré a última hora.

Para su sorpresa, la señorita Rowe

no puso la menor objeción. Asintió con

la cabeza lentamente, en señal de


comprensión, y estiró más su mano hacia

él.

—Esta noche no —dijo—. Esta

noche no hará nada.

—Bien, no —condescendió él.

Había empezado el fin de semana, y lo

más probable es que no encontrara

ningún médico o abogado disponible—

pero será lo primero que haga el lunes

por la mañana.

—De acuerdo.

Había resultado tan fácil que, por un

momento, el señor Whitman pensó que

había errado las palabras o que ella no

las

había

comprendido

bien.

En

realidad, carecía de importancia; sabía

lo que iba a hacer el lunes, y este

pensamiento le hizo sentirse mejor.

—Lawrence.

—¿Ummm? —tragó saliva para

aclarar su garganta—. ¿Sí?

—¿Le importaría acostarse a mi

lado en esta cama?

Su voz era menuda, distante,

dolorosamente vulnerable.

—Sólo necesito que se quede


conmigo y me abrace unos minutos.

El señor Whitman era incapaz de

hablar, pero experimentó un terremoto

emocional que provocó temblores en su

cuerpo y tiñó de púrpura sus mejillas.

Se quitó los mocasines. «Debe de

sentirse terriblemente sola —pensó—.

Necesita consuelo, un poco de calor

humano».

Se

estiró

sobre

las

colchonetas y avanzó con timidez hacia

su enorme masa. La señorita Rowe le

atrajo hacia ella, hasta que ambos

cuerpos se apretaron uno contra otro.

Ella le manejó con toda facilidad, como

a un muñeco, hasta que él se recostó con

un brazo sobre su estómago y la cabeza

entre los pechos. Luego dio la impresión

de que la señorita Rowe suspiraba y se

calmaba, y así permanecieron un rato.

El aire se había enfriado. Las

puertas cristaleras seguían abiertas, y

afuera había caído la noche. La

respiración de la señorita Rowe era

regular,

aunque
ligeramente

congestionada, y dejó caer el brazo

cuando el señor Whitman se movió. Se

había dormido. Él se levantó sin hacer

ruido, recogió los zapatos, apagó la luz

y regresó a su apartamento.

Tomó otra cerveza y fumó un

cigarrillo. No podía estarse quieto. Sus

sentimientos eran alarmantes, excitantes

y, sobre todo, misteriosos. ¿La amaba?

Sí, pero no como un amante, si bien,

debía admitirlo, se había introducido en

el juego un nuevo elemento físico. El

tacto de su cuerpo le quemaba como un

resplandor crepuscular. Estaba casi

convencido de que si se miraba en el

espejo del cuarto de baño descubriría un

aura, un brillo, alrededor de su mano y

de su mejilla.

Después le asaltó un chocante

pensamiento. Ella era hermosa. La

señorita Rowe, Frances, con sus casi

doscientos

cincuenta

kilos,

era

verdaderamente hermosa. Y no a pesar

de su enorme tamaño, sino a causa de él.

La única característica de la joven que

le asustaba e incluso repelía, ahora le


resultaba nada menos que milagrosa.

Quizá

padecía

una

peligrosa

compulsión, pero ¿no era acaso una

señal de su fuerza y coraje, de su

naturaleza y carácter?

El señor Whitman se bebió otras tres

botellas de cerveza y no se molestó en

contar los cigarrillos.

Los pensamientos se sucedían en su

mente; la incertidumbre anterior se había

trocado en relucientes bolsas de luz. Sí,

la amaba. En todos los sentidos. La

cuidaría con más devoción que nunca,

pero

sin

intentar

cambiarla.

La

mantendría

viva,

sana,

feliz;

ya

encontraría la forma. La disciplina del

amor, una dieta mejor; todo se

arreglaría. En cierto modo, tenía que


entregarse a ella para que ella se le

entregara.

El señor Whitman miró el reloj,

indiferente a que fueran más de las once.

Quería verla otra vez, contarle cosas. Y

estar con ella…, para refugiarse en el

calor

la

paz

de

su

abrazo

desmesurado.

Vaciló por última vez en la puerta

del

apartamento.

¿Se

estaría

comportando como un idiota, como un

patético y maduro galán? ¿Estaría

bebido, equivocado, histérico? No,

decidió; en cualquier caso, no le

importaba.

El señor Whitman pegó el oído a la

puerta de la señorita Rowe y escuchó

ruido de movimientos. Golpeó con los

nudillos, no obtuvo respuesta, y llamó

con más fuerza. Nada, excepto aquellos

peculiares ruidos, sordos y ajenos. Giró


la manija y entró. La habitación estaba a

oscuras, pero la luz de la luna se filtraba

a través de las puertas cristaleras y

aportaba algo de claridad; sus ojos se

adaptaron a la penumbra.

La señorita Rowe se retorcía en su

improvisado lecho como una persona

sumida en un sueño cada vez más

inquietante. Parecía estar dormida, pero

el señor Whitman experimentó un

escalofrío cuando reparó en que tenía

los ojos semientornados, vidriosos,

vagos.

Emitía

sonidos

que

se

estrangulaban en su garganta. «Fiebre —

pensó—, o convulsioness». Estaba

seguro de que le estaba ocurriendo algo

terrible. Se golpeó la rodilla con un

frigorífico y aplastó con el pie una caja

de galletas de queso al acercarse a la

cama, pero la señorita Rowe no dio

señales de advertir su presencia. Sus

movimientos aumentaban en violencia y

brusquedad a cada minuto, agitada y

convulsa.

El señor Whitman apoyó la mano


sobre su frente y descubrió con estupor

que no estaba febril, sino anormalmente

fría. Su piel estaba cubierta de sudor y

el pelo se le pegaba al cráneo. Esa

frialdad le aterraba más que otra cosa.

Todo iba mal, pero incluso el tacto de la

piel era diferente, duro, casi escamoso.

Entonces ladeó un poco la cabeza

hacia la luz. El señor Whitman observó

que sus ojos habían cambiado. Estaban

cerrados con tanta firmeza que era

imposible discernir las finas arrugas a

ambos lados de la nariz… tan ancha y

aplastada como si hubieran pretendido

hundírsela en la cara. Continuaba

retorciéndose y sacudiéndose, con los

brazos apretados contra el cuerpo y las

piernas tensas muy juntas, como si

estuviera atada de pies a cabeza.

Los sonidos que emitía aumentaron

de intensidad y, mientras se debatía con

la sábana, el señor Whitman comprobó

que su cuello fofo y recubierto de grasa

también

había

sufrido

cierta

transformación. Se unía suavemente con

los hombros, como si careciera de

cuello. Y la piel, como la de la cara, era


muy pálida, de un blanco casi brillante,

reluciente y firme.

El señor Whitman temblaba de

miedo, aunque apenas podía moverse.

Consiguió posar la mano sobre su

hombro, la ladera redonda donde había

estado el hombro, y de nuevo le

asombró la frialdad del tacto. Tenía que

hacer algo, pero ese pensamiento no era

más que una voz incorpórea en su

cerebro. La señorita Rowe apartó la

sábana. Desnuda, advirtió vagamente;

estaba desnuda, pero su cuerpo había

perdido los rasgos distintivos (pechos,

caderas, nalgas) hasta convertirse en

algo largo, ancho y tubular. No era la

señorita Rowe. Era algo más o menos

parecido a un ser humano. «La palabra

—pensó el señor Whitman, trastornado

— es larval».

Se debatía en el lecho, sacudía y

levantaba todo su cuerpo como si

intentara escapar de aquel lugar. El

señor Whitman trepó a la parte más baja

de la cama cuando se dio cuenta de que

ella trataba de apartarse de él. Parecía

que lo más importante para la joven era

permanecer donde estaba y conseguir la

ayuda adecuada. De otro modo no


podría superar la terrible enfermedad

desconocida que la atenazaba. Sin

embargo, la señorita Rowe no se quedó

quieta. Se contorsionó con vigor,

rodando y sacudiéndose, hasta salir de

la cama. Era tan grande… Por un

instante, el señor Whitman se aterrorizó

cuando vio la rotunda y desnuda

envergadura cernirse sobre él.

«Te quiero», pensó sin esperanza. Se

precipitó hacia ella con los brazos

abiertos y toda la fuerza de sus piernas.

Confiaba en abrazarla y calmarla para

que volviera a la cama. Sus cuerpos se

encontraron y se fundieron en un abrazo.

El señor Whitman se aferró a lo que una

vez había sido la señorita Rowe.

—Frances —jadeó, aturdido de

amor y de miedo—. Frances.

El momento sólo duró uno o dos

segundos, pero al señor Whitman le

pareció mucho más largo, porque fue el

último. Creyó que ella le había

reconocido, al menos por su ardor y su

aspecto físico, pero, como impulsada

por una fuerza enigmática, la señorita

Rowe le arrolló con ímpetu irresistible

y el señor Whitman se dobló como una

brizna de hierba cuando ella prosiguió

su camino inexorablemente. Apartó a un


lado con toda facilidad los aparatos que

rodeaban la cama, las cajas de comida y

las

estanterías,

como

si

fueran

imitaciones de cartón piedra. La

señorita Rowe aceleró, se deslizó en la

noche y desapareció.

Por la mañana, el repartidor

encontró las puertas cristaleras abiertas

de par en par. Había un rastro de

humedad pegajosa en el jardín de atrás,

una ancha e ininterrumpida faja que

serpenteaba entre la hierba hasta el

emplazamiento del futuro huerto. Daba

la impresión de que habían excavado un

túnel allí, que posteriormente se había

derrumbado. Al lado se elevaba un gran

montículo de estiércol, con la apariencia

circular, nodal, de tierra digerida.

Del señor Whitman no se halló el

menor rastro.

El gran dios Pan

M. John Harrison

¿Pero es que acaso puede haber

algo aún más horrible

susceptible de convertirse en
realidad,

y es ese algo lo que me

aterroriza hasta tal punto?

KATHERINE MANSFIELD,

Diarios, marzo de 1914

M. JOHN HARRISON, nacido en 1945 en

Rugby (Inglaterra), trabajó durante ocho

años como director literario de la

revista New Worlds. Sus novelas

incluyen The centaur device y el ciclo

de Viriconium (The pastel city, A storm

of wings y Viriconium), de enorme

fantasía.

Sus

relatos

se

hallan

recopilados en The lee monkey and

other stories. El gran dios Pan, que

toma su título del cuento clásico de

Machen, descubre la inclinación de

Harrison hacia los horrores de sutileza

sublime y escalofriante.

Ann tomaba drogas para controlar su

epilepsia. Solían deprimirla y acentuar

su irritabilidad; y Lucas, que era muy

nervioso, nunca sabía qué hacer.

Después del divorcio me utilizó cada

vez

con
mayor

frecuencia

como

intermediario.

—No me gusta el tono de su voz —

me decía—. Sondéala.

Las drogas le provocaban una risa

incesante, aguda y falsa. Aunque se

había mostrado comprensivo a lo largo

de los años, a Lucas le turbaba y

disgustaba la situación. Creo que estaba

asustado.

—A ver si consigues entenderla.

Sospecho que la culpa le estimulaba

suponerme

una

influencia

determinante; no tanto su culpa como la

que los tres compartíamos.

—A ver qué dice.

Lo que dijo en esa ocasión fue:

—Oye, si me sacas de mis casillas,

el maldito Lucas Fisher lo lamentará. En

cualquier caso, ¿qué le importa a él

cómo me siento?

Como la conocía bien, respondí con

cierta cautela.

—Es el hecho de que no quieras


hablar con él.

Le preocupaba que te hubiera

sucedido algo. ¿Tienes problemas, Ann?

—No contestó, pero tampoco esperaba

que lo hiciera—. Si no quieres verme

más —sugerí—, ¿por qué no me lo dices

ahora?

Pensé que iba a colgar, pero al otro

extremo de la línea no se produjo otra

cosa que una especie de paroxismo de

silencio. La estaba llamando desde una

cabina en el centro de Huddersfield. En

el exterior de los grandes almacenes

brillaba un sol pálido y radiante, pero el

tiempo era frío y ventoso; la predicción

meteorológica auguraba aguanieve para

la última hora del día. Dos o tres

adolescentes pasaron por delante, riendo

y charlando. Oí que uno de ellos decía:

—No sé qué importancia tiene la

lluvia ácida para mi carrera, pero eso

fue lo que me preguntaron: «¿Qué sabes

sobre la lluvia ácida?».

Cuando se alejaron escuché la

respiración entrecortada de Ann.

—¿Hola? —dije.

—¿Estás loco? —aulló de repente

—. No hablo por teléfono. ¡Antes de que

te des cuenta será de dominio público!

A veces dependía de la medicación


más que de costumbre; lo sabía porque

tendía utilizar esa frase con insistencia.

Una de las primeras cosas que escuché

de sus labios fue «Parece tan fácil, ¿no?

Pues antes de que te hayas dado cuenta

el maldito cacharro se te ha escurrido de

las manos», mientras se inclinaba

nerviosamente

para

recoger

los

fragmentos de cristal roto. ¿Qué edad

teníamos entonces? ¿Veinte años? Lucas

creía que reflejaba en su lenguaje alguna

experiencia de las drogas o de la propia

enfermedad, pero no estoy seguro de que

estuviera en lo cierto. Otra frase

habitual era «Quiero decir que hay que

ser cuidadoso, ¿no?», subrayo de forma

infantil y maravillada «cuidado» y

«¿no?», con lo cual deducías de

inmediato que se trataba de un latiguillo

adoptado en la adolescencia.

—¡Debes de estar loco si piensas

que estoy hablando por teléfono!

—De acuerdo, Ann —respondí al

instante—. Iré esta noche.

—Da igual que vengas ahora y lo

demos por concluido. No me siento


bien.

Epilepsia desde los doce o trece

años, regular como un mecanismo de

relojería; y luego, más tarde, la clásica

migraña entre un ataque y otro, una

complicación que, acertadamente o no,

siempre

asociaba

con

nuestros

experimentos en Cambridge a finales de

los años sesenta. No le convenía

enfadarse o excitarse.

—Reservo

mi

adrenalina

explicaba, observándose con cómico

desagrado—. Es algo físico. No puedo

hacer nada.

Sin embargo, tiempo después el

dique reventó, y cualquier estímulo

menor (un zapato extraviado, perder el

autobús,

la

lluvia)

le

causaba

alucinaciones, vómitos y pérdida del

control intestinal.
—Ah,

luego

euforia.

Es

maravillosamente relajante —decía con

amargura—. Igual que el sexo.

—De acuerdo, Ann. No tardaré. No

te preocupes.

—Vete al infierno. Aquí las cosas se

caen a trozos. Ya puedo ver lucecitas

flotantes.

En cuanto colgó, llamé a Lucas.

—No lo haré más —dije—. Lucas,

ella no se encuentra bien. Pensé que iba

a tener un ataque mientras hablábamos.

—¿Irás a verla, pese a todo? La

cuestión es que sigue colgándome el

teléfono. ¿Irás a verla hoy?

—Ya sabes que sí.

—Bien.

Colgué.

—Lucas, eres un bastardo —

comuniqué a los grandes almacenes.

El autobús de Huddersfield recorría

el

trayecto

de

treinta
minutos

atravesando exhaustos pueblos fabriles

que se dedicaban ahora a la peluquería,

la comida para perros y el turismo

pobre. Bajé del autobús a las tres del

mediodía. Parecía mucho más tarde. El

reloj de la iglesia ya estaba iluminado, y

una misteriosa luz amarilla parpadeaba

detrás de la vidriera de la nave. En el

interior había alguien con una bombilla

de

cuarenta

vatios

como

única

iluminación. Los coches pasaban sin

cesar por la carretera, envenenando el

aire oscurecido con sus gases, mientras

esperaba para cruzar. Era un pueblo

bastante ruidoso: el siseo de los

neumáticos sobre el asfalto húmedo, el

golpeteo

de

las

botellas

que

descargaban de un camión, el canturreo

monótono de unos niños fuera del

alcance de mi vista. De pronto,

dominando los demás sonidos, escuché


la pura nota musical de un tordo y

atravesé la carretera.

—¿Estás seguro de que nadie te ha

seguido al bajar del autobús?

Ann me retuvo en el umbral de la

puerta mientras oteaba la calle en ambas

direcciones, pero, en cuanto estuve

dentro, pareció contenta de tener alguien

con quien hablar.

—Será mejor que te quites el abrigo.

Siéntate. Te haré un poco de café. No,

ahí, saca el gato de la silla. Ya sabe que

no es su sitio.

Era un gato viejo, blanco y negro, de

espeso y seco pelaje, y al agarrarlo no

era más que un saco de huesos y carne

que casi no pesaba. Lo deposité con

cuidado sobre la alfombra, pero saltó de

nuevo sobre mis rodillas y empezó a

frotarse contra mi jersey. Otro animal

más joven estaba aovillado sobre el

antepecho de la ventana. Desplazó las

patas

con

dificultades

entre

las

amontonadas

macetas
de

flores

artificiales y contempló la cellisca que

caía y el jardín desierto.

—¡Sal de ahí! —gritó Ann de súbito.

El gato la ignoró. Ella se encogió de

hombros—. Se comportan como si la

casa fuera suya —olía como si fuera

cierto—. Los habían abandonado. No sé

por qué les permití esos humos —hizo

una pausa y a continuación preguntó,

como si siguiera hablando de los gatos

—: ¿Cómo está Lucas?

—Sorprendentemente

bien

repliqué—. Creo que deberías ponerte

en contacto con él.

—Lo sé —esbozó una breve sonrisa

—. Y tú, ¿cómo estás? Nunca te veo.

—Bastante bien. Sufriendo los

achaques de la edad.

—No tienes ni idea de lo que es eso

—dijo. Estaba de pie en el umbral de la

cocina, sosteniendo un paño en una

mano y una taza en la otra—. Ninguno de

vosotros lo sabe. —Era un lamento

familiar. Cuando vio que estaba

demasiado preocupado para contestar,

se dedicó a disponer cosas en el


fregadero. Oí que llenaba de agua la

cafetera; mientras lo hacía dijo algo que

no entendí; luego repitió, cerrando la

tapa—: Algo está pasando en el

Pleroma. Algo nuevo. Lo presiento.

—Ann,

todo

eso

terminó

definitivamente hace veinte años.

El hecho es que ni en ese momento

estaba muy seguro de lo que habíamos

hecho mal. Supongo que les parecerá

extraño, pero sucedió en 1968 o 1969, y

todo cuanto recuerdo es una noche de

junio bañada en el perfume medio

confitado, medio corrupto, de los

espinos. Era tan espeso que daba la

sensación de nadar en él y en la cálida

luz del anochecer que se filtraba entre

los setos como oro transparente. Me

acuerdo de Sprake porque es imposible

olvidarle. Se me escapa lo que hicimos

nosotros cuatro, así como su significado.

Hubo, sin duda, una pérdida; describirla

como la pérdida de la «inocencia» sería

excesivo, aunque ésa fue mi impresión.

Lucas y Ann se lo tomaron muy en serio

desde el primer momento. Tiempo


después, quizás al cabo de dos o tres

meses, cuando estaba claro que algo

había

fallado,

cuando

las

cosas

empezaron a salirse de su cauce, fueron

Ann y Lucas quienes me convencieron

para que fuera a hablar con Sprake,

rompiendo la promesa de no ponernos

en contacto con él nunca más. Querían

saber si lo que habíamos hecho podía

ser anulado o invertido; si lo que

habíamos perdido podía ser recuperado.

—No creo que funcione así —les

advertí, pero en seguida comprendí que

no me escuchaban.

—Tendrá que ayudarnos —dijo

Lucas.

—¿Por qué lo hicimos? —preguntó

Ann. Aunque odiaba el Museo Británico,

Sprake siempre había vivido de una u

otra manera a su sombra. Lo encontré en

el Tivoli Espresso Bar, donde sabía que

acudía cada tarde. Llevaba un abrigo

negro grueso y pasado de moda (el

tiempo de aquel octubre era desapacible

y húmedo), pero por el modo en que

sobresalían sus muñecas de las mangas,


largas, frágiles y sucias, cubiertas de

profundos arañazos, como si hubiera

estado luchando con algún pequeño

animal, sospeché que debajo no llevaba

chaqueta o camisa. Por alguna oscura

razón había comprado un ejemplar del

Church Times. La parte superior de su

cuerpo se curvaba dolorosamente sobre

el periódico que, unido a su aspecto

abatido y a su mal afeitada mandíbula

inferior, le daba el aspecto de un

sacristán desengañado. El diario estaba

doblado con todo cuidado para revelar

parte de un titular, pero nunca le vi

abrirlo.

En aquel tiempo, la radio del Tivoli

siempre estaba en funcionamiento. Su

café era aguado y, como casi todos los

expresos, demasiado caliente para saber

a nada. Sprake y yo nos sentamos en

taburetes junto a la ventana. Apoyamos

los codos en una estrecha barra

sembrada de tazas sucias y bocadillos a

medio comer, y contemplamos a los

peatones de la calle Museum. Pasados

diez minutos una voz de mujer pronunció

con toda claridad a nuestras espaldas:

—El hecho es que los niños no van a

intentarlo.
Sprake pegó un brinco y miró a su

alrededor hoscamente, como obligado a

dar una respuesta a la frase.

—Es la radio —le aseguré.

Me miró como si yo fuera un loco

peligroso, y transcurrió un rato antes de

que reanudara nuestra conversación.

—Ya sabíais lo que estábamos

haciendo. Conseguisteis lo que queríais,

y nadie os engañó.

—Sí —admití con desgana.

Me dolían los ojos, a pesar de que

había

dormido

durante

el

viaje,

despertando, justo cuando el tren de

Cambridge se arrastraba por los últimos

dos kilómetros que le separaban de

Londres, para ver hojas de periódico

revoloteando ante las plantas más

elevadas de un edificio de oficinas

como mariposas cortejando una flor.

—Lo entiendo —dije—. No admite

discusión, pero me gustaría ofrecerles

ciertas garantías…

Sprake no escuchaba. Se había

desencadenado una fuerte lluvia y el bar

se llenó de clientes procedentes de la


calle, en su mayoría alemanes y

norteamericanos que visitaban el museo.

Todos parecían ir vestidos con trajes

recién salidos de la fábrica. El humo de

la cafetera invadió hasta el último

rincón del Tivoli, y el olor a ropa

húmeda vició la atmósfera. La gente que

intentaba encontrar un asiento libre nos

rozaba constantemente las espaldas,

murmurando excusas. Sprake no tardó en

irritarse, aunque yo pensé que la

cortesía de los recién llegados le

afectaba más que las propias molestias.

—Cacas de perro —dijo en voz alta

con tono indiferente; y luego, cuando

toda una familia, miembro por miembro,

le empujó—: Tres generaciones de

conejos. —Ninguno dio muestras de

ofenderse, a pesar de que debieron de

oírle. Una mujer empapada, embutida en

un abrigo de color púrpura, entró, buscó

ansiosamente con la mirada un asiento

vacío y, al ver que ya no quedaban, salió

corriendo—. ¡Puta loca! —le gritó

Sprake—. Ve a abrirte de piernas —

mirando con aire de desafío a los

parroquianos.

—Creo que sería mejor hablar en

privado —sugerí—. ¿Vamos a tu


apartamento?

Durante veinte años había vivido en

la misma habitación, situada sobre la

librería Atlantis. En seguida percibí que

la idea no era de su agrado, a pesar de

que estábamos muy cerca y yo le había

visitado en otras ocasiones. Al principio

pretendió que sería difícil entrar.

—La tienda está cerrada —dijo—.

Tendremos que utilizar la otra puerta —

luego admitió—: No puedo volver antes

de una o dos horas. Anoche hice algo

que quizá lo convierta en un lugar poco

seguro.

Sonrió entre dientes.

—Ya sabes a qué me refiero —dijo.

No pude sonsacarle más. Los cortes

de sus muñecas me trajeron a la

memoria el pánico de Ann y Lucas la

última vez que hablé con ellos. Tomé la

determinación de entrar en la habitación.

—Si no quieres volver, aunque sea

por

un

rato

—insinué—,

quizá

podríamos hablar con más tranquilidad

en el museo.

Un año atrás, mientras investigaba


una tarde en una colección de

manuscritos, había girado una página de

las Chroniques d’Angleterre, de Jean de

Wabrin (esa historia oblicua de la que

no se conoce la versión completa) y

hallado por sorpresa una miniatura que

pintaba, en extraños e irreales verdes y

azules, el desfile de la coronación de

Ricardo Corazón de León. Faltaba una

parte, pero ignoraba cuál. «¿Por qué, si

se trata de una coronación —me había

escrito casi con pena en aquel tiempo—,

acarrean esos cuatro hombres un ataúd?

¿Y quién camina bajo palio… si no se

ven obispos?». Desde entonces había

evitado el edificio en la medida de lo

posible, a pesar de que siempre que le

viniera en gana podía ver sus altas

verjas de hierro al final de la calle. Me

dijo que había empezado a dudar de la

autenticidad de algunos ejemplares de la

colección medieval. De hecho, le

aterrorizaban.

—Estaremos más tranquilos allí —

insistí.

No respondió, sino que siguió

sentado, encorvado sobre el Church

Times, mirando la calle con las manos

fuertemente enlazadas frente a él. Casi


podía leer sus pensamientos.

—¡Ese jodido montón de porquería!

—contestó por fin.

Se puso en pie.

—Está bien, vamos. Es probable que

la habitación ya esté vacía.

La lluvia goteaba de la fachada azul

y verde de la Atlantis. Había un cartel

descolorido, cerrado por renovación

total. El escaparate estaba vacío, a

excepción de unos pocos libros que

habían dejado para conservar las

apariencias.

Distinguí,

entre

los

volúmenes amontonados en la estantería

de cristal, el clásico Diccionario de

símbolos e imágenes, de De Vries.

Cuando se lo señalé a Sprake, se limitó

a mirarme con desdén. Manipuló

torpemente su llave. El interior de la

librería olía a madera cortada, yeso y

pintura,

pero

en

las

escaleras

predominaba el olor a cocina. El estudio

de Sprake, bastante amplio y situado en


el piso más alto, tenía ventanas de

guillotina sin cortinas en paredes

opuestas. Pese a ello, no parecía gozar

de buena luminosidad.

Por una ventana se veían las

húmedas fachadas de la calle Museum,

con depósitos de un verde brillante en

los salientes, volutas de estuco y

adornos cubiertos de una tonalidad

grisácea por los excrementos de las

palomas; por la otra se divisaba parte

del ennegrecido campanario de St.

George’s Bloomsbury, una reproducción

de la tumba de Mausoleo que se alzaba

hacia las veloces nubes.

—Una vez oí que el reloj tocaba las

veintiuna —dijo Sprake.

—Lo creo —respondí, aunque no

era así—. ¿Puedo tomar un poco de té?

Se mantuvo en silencio durante un

minuto.

Luego rió.

—No voy a ayudarles —dijo—, ya

lo sabes. No me lo permitirían. Lo que

hicisteis en el Pleroma es irreparable.

—Todo eso terminó definitivamente

hace veinte años, Ann.

—Lo sé, lo sé, pero… —se detuvo

en seco y luego prosiguió con voz


apagada—. ¿Quieres acompañarme un

minuto, sólo un minuto?

La casa, como muchas de los

Peninos, había sido construida en la

ladera del valle. Un talud casi vertical

de tierra, cortado para acomodarla, era

sostenido por un revestimiento de piedra

sin mortero de unos ocho o nueve metros

de alto, negro de humedad incluso a

mediados de julio, sembrado de

líquenes y cubierto de helechos como un

risco. En diciembre, el agua caía por el

revestimiento día tras día y, al

acumularse en una piedra por debajo,

hacía un ruido parecido al de un grifo

que se deja abierto por la noche.

Paralelo a la parte posterior de la casa

corría un paso de apenas setenta

centímetros de ancho, lleno de tejas

rotas y otros desperdicios. Era un lugar

deprimente.

—Tienes razón —le dije a Ann, que

miraba, ensimismada, la oscuridad, con

la cabeza ladeada y el paño alzado hacia

su boca como si pensara que se

encontraba mal.

—Eso sabe quiénes somos —musitó

—. A pesar de las precauciones,

siempre se acuerda de nosotros.

Se estremeció, se apartó de la
ventana y empezó a verter agua con tanta

torpeza en el filtro de la cafetera que la

rodeé con el brazo y dije:

Oye siéntate antes de que te quemes.

Yo me ocuparé de esto, y luego me

cuentas qué sucede.

Ella vaciló.

—Vamos —dije—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Fue a la sala de estar y se dejó caer

en una silla. Uno de los gatos corrió

hacia la cocina y me miró.

—No les des leche, ya tomaron esta

mañana.

—¿Cómo te sientes? —le pregunté

—. Contigo misma, quiero decir.

—Más o menos como te imaginas —

había tomado propranolol, pero no le

producía mucho efecto—. Creo que

corta los dolores de cabeza —sin

embargo, la dejaba exhausta, como

resultado colateral—. Hace que mi

corazón lata más despacio. Ahora

mismo me está sucediendo.

Miró el humo que se desprendía de

la taza de café, primero con lentitud,

después con movimientos rápidos y

curvos, como agitado por una leve

corriente de aire. Se formaban y


desaparecían remolinos al mismo ritmo

que en la superficie de un río profundo y

sereno. Una lenta espiral, un veloz giro.

Lo que está sosegado se revela como un

montón de complicaciones que sólo

pueden resolverse como movimiento.

Recordé el día en que la conocí: una

menuda, nerviosa y atractiva muchacha

de veinte años que llevaba vestidos de

malla para exhibir la cintura y las

caderas. Luego, el miedo le prestó un

toque de vulgaridad. Tras el divorcio

aparecieron mechones grises en su

cabellera

rubia,

que

se

tiñó

inmediatamente de negro. Se encerró en

sí misma. Su cuerpo se ensanchó hasta

adquirir una pesadez obstinada y

musculosa. Hasta sus manos y pies

parecieron aumentar de tamaño.

—Envejeces antes de darte cuenta

—solía decir—. Antes de darte cuenta.

Separada de Lucas, los contornos la

irritaban con facilidad; cambiaba de

domicilio más o menos cada seis meses,

aunque nunca muy lejos, y siempre

elegía el mismo tipo de casas ruinosas y


tristemente amuebladas que movían a la

sospecha de que buscaba las cosas que

la ponían nerviosa y enferma; y trataba

de mantener la marca de cincuenta

cigarrillos al día.

—¿Por qué Sprake no nos ayudó

nunca? —me preguntó—. Tú debes

saberlo.

Sprake sacó dos tazas de una

palangana de plástico y puso una bolsita

de té en cada una.

—¡No me digas que tú también estás

asustado! —exclamó—. Esperaba más

de ti.

Meneé la cabeza. No estaba seguro

de si estaba asustado o no. Ni siquiera

lo estoy hoy. El té tenía un potente

regustillo a grasa, como si lo hubiera

freído. Me obligué a beber la mitad

mientras Sprake me observaba con

cinismo.

—Deberías sentarte —dijo—. Estás

agotado. —Cuando rehusé, se encogió

de hombros y retomó el hilo de la

conversación anterior, como si aún nos

halláramos en el Tivoli—. Nadie les

engatusó o dio a entender que sería fácil.

Si obtienes algo de un experimento

semejante, es a base de mantener la


cabeza en su sitio y aprovechar la

oportunidad. Si intentas moverte con

precauciones, es posible que no llegues

a moverte en absoluto.

Parecía pensativo.

—He visto lo que le sucede a la

gente que pierde el control de sus

nervios.

—Estoy seguro —dije.

—Algunos

quedaron

casi

irreconocibles.

Posé la taza de té sobre la mesa.

—No quiero saberlo.

—No me extraña.

Sonrió para sí.

—Oh, seguían con vida —dijo con

suavidad—, si es eso lo que te

preocupa.

—Tú nos metiste en esto —le

recordé.

—Pero asumisteis los riesgos.

La mayor parte de la luz que entraba

desde la calle la absorbía el papel verde

oscuro de la pared y el barniz de

aspecto viscoso de los muebles. El resto

se diluía en la suciedad del suelo, las

páginas arrugadas y en parte quemadas

escritas a máquina, mechones de pelo,


trozos de tiza utilizados la noche

anterior para dibujar en el deteriorado

linóleo; allí moría. Aunque sabía que

Sprake

estaba

jugando

conmigo,

ignoraba sus intenciones: no las

adivinaba. Por fin, me dio un indicio.

—Un día te cansarás de todo este lío

—le dije desde la puerta; se limitó a

sonreír y a mover la cabeza en sentido

afirmativo.

—Vuelve cuando averigües lo que

quieres. Líbrate de Lucas, es un

aficionado. Trae a la chica, si te

apetece.

—Vete al infierno, Sprake.

No me acompañó hasta la calle.

—Nunca más oiremos hablar de

Sprake —le dije a Lucas aquella noche.

—Cristo —exclamó, y por un

segundo pensé que iba a llorar—. Ann

se siente tan mal… ¿Qué dijo?

—Olvídale. Nunca nos fue de mucha

ayuda.

—Ann y yo nos vamos a casar —

dijo Lucas precipitadamente.

¿Qué podía hacer yo? Sabía tan bien


como él que lo hacían para consolarse el

uno al otro. No ganaría nada si le

obligaba a admitirlo. Además, estaba

muy cansado y apenas se sostenía de

pie. Una especie de defecto visual, un

breve tramo de escaleras fluorescente,

deslumbraba mi ojo izquierdo. Felicité a

Lucas y, al instante, empecé a pensar en

otras cosas.

—A Sprake le aterroriza el Museo

Británico —dije—. En cierta forma, lo

comprendo.

De niño yo también lo había odiado.

Cada conversación, cada eco de una

voz, un paso o el crujir de un vestido

retumbaba en sus altos techos como la

combinación de un murmullo y un

suspiro —los borrosos y confusos restos

del

significado—,

causando

la

impresión de que te habían abandonado

en una piscina desierta. Más tarde, en la

adolescencia, me aterrorizaron las

inmensas y deformes cabezas de la Sala

25, así como la vaguedad de las

inscripciones. Veía con claridad lo que

tenía delante («Cabeza de arenisca roja

de un rey»… «Cabeza de granito rojo de


la figura colosal de un rey»), pero ¿qué

era lo que estaba mirando? La figura sin

rostro de Ramsés esculpida en madera

emergía perpetuamente de un nicho

cercano a la puerta de los lavabos, un

Ramsés obligado a apoyarse en un

bastón (cuarteado, sifilítico, devorado

por los gusanos a su paso por el mundo,

pero aún condenado a seguir luchando

sin cesar).

—Queremos ir a vivir al norte —

dijo Lucas—. Lejos de todo esto.

A medida que avanzaba la tarde,

Ann se fue inquietando más.

—Oye —me preguntaba—, ¿ hay

alguien en el pasillo? Nunca me ocultes

nada.

Después de varias promesas vagas

(«No puedo enviarte afuera sin comer

algo. Cocinaré cualquier cosa en un

momento, si haces un poco más de

café»), me di cuenta que la asustaba

incluso volver a la cocina.

—Por más café que bebo —decía—,

sigo teniendo la garganta seca. Es de

tanto fumar.

Insistía en el tema de la edad.

Siempre había detestado sentirse vieja.

—Cada vez que te peinas el pelo por


las mañanas es como si envejecieras

diez años, cada cabello que se cae, cada

mota de caspa, como un puñado de fotos

viejas que se desprenden —meneó la

cabeza y dijo, como si yo no tuviera

problema en establecer una relación—:

Nos cambiamos muchas veces después

de la universidad, como si yo necesitara

dejar algo atrás con frecuencia, como

una especie de sacrificio. Aunque me

gustara

un

trabajo,

siempre

me

marchaba. ¡Pobre Lucas!

Lanzó una carcajada.

—¿Alguna

vez

sentiste

algo

parecido? —hizo una mueca—. No lo

creo. Recuerdo que la primera casa en

que vivimos estaba cerca de Dunford

Bridge. Era inmensa, y por dentro se

caía a pedazos. Siempre estaba en venta,

hasta que la compramos. Todos los que

habían vivido antes intentaron nuevos

métodos de distribución para hacerla

habitable. Ponían una escalera nueva o


juntaban dos habitaciones. Descuidaban

algunas partes porque no podían

calentarla toda. Después lo abandonaban

todo antes de terminar y se lo dejaban al

siguiente…

Se interrumpió con brusquedad.

—Nunca pude conservarla limpia.

—A Lucas le gustaba.

—¿Eso dice? No le hagas mucho

caso —me advirtió—. El jardín estaba

tan lleno de desperdicios de los

constructores

que

no

conseguimos

plantar nada. ¡Y en invierno! —se

estremeció—. Bueno, ya sabes lo que es

esto. Las habitaciones olían a gas; antes

de que pasara una semana, Lucas había

comprado

toda

clase

de

estufas

eléctricas portátiles. Yo odiaba el frío,

pero no tanto como él.

Repitió su nombre con jovial ternura

—«Lucas, Lucas, Lucas»—, como si

estuviera en la sala con nosotros.


—¡Cómo lo odiabas, y qué poco

cuidadoso te mostrabas!

Ya había oscurecido, pero el gato

más joven continuaba mirando el

grisáceo y mojado jardín, tras el cual

apenas se podía distinguir el borde del

páramo, como una dilatada línea de

sombras cubierta de nubes bajas. Ann

seguía preguntándose que podía ver el

gato.

—Hay niños enterrados en el

páramo —le dijo al gato. Se levantó con

un suspiro y lo depositó en el suelo—.

Éste es tu lugar. El lugar de los gatos es

el suelo. —Algunas flores de papel se

habían caído. Se agachó para recogerlas

y dijo—: Si alguna vez hubo un Dios,

uno auténtico, hace mucho tiempo que

tiró la toalla. No es tan cruel como

indiferente —dio un respingo y se llevó

las manos a los ojos.

—¿Te importa si apago la luz

principal? Se ha infiltrado en todo, de

modo que ahora sólo existe esta cosa

dilatada, inconsistente, presente en cada

átomo, tan agotada que es incapaz de

seguir adelante, tan consumida que sólo

mueve a la pena por ella y sus errores.

Eso es el auténtico Dios. Lo que vimos

es algo que usurpó su lugar.


—¿Qué vimos, Ann?

Me miró fijamente.

—Nunca supe lo que Lucas pensaba

que quería de mí —la opaca luz amarilla

de una lámpara de mesa iluminó el lado

izquierdo de su cara. Encendía un

cigarrillo tras otro, los aplastaba a

medio fumar en viejas quemaduras que

se habían acumulado en el plato de su

taza—. ¿Te lo imaginas? En todos

aquellos años nunca supe qué quería de

mí.

Pareció reflexionar sobre esto un

momento. Me miró, estupefacta, y dijo:

—No creo que me amara nunca —

sepultó el rostro entre las manos. Me

levanté con la idea de consolarla. Saltó

de la silla sin previo aviso y dio unos

pasos hacia mí de un modo confuso y

errante.

Allí, en medio de la sala, tropezó

con una mesita lacada que alguien había

traído de un viaje a Cachemira veinte

años antes. Dos o tres libros de bolsillo

y un jarro de anémonas volaron por los

aires.

Las anémonas estaban marchitas.

Bajó la vista hacia The last ofcheri y

Mrs.
Palfrey

at

the

Claremont,

salpicados de grandes pétalos azules y

rojos como papel de seda sucio; los tocó

pensativamente con la punta del pie. El

olor fétido del agua de las flores le

produjo náuseas.

—Oh, querido —murmuró—. ¿Qué

vamos a hacer, Lucas?

—No soy Lucas —le dije con

suavidad—. Siéntate, Ann.

Mientras yo recogía los libros y

secaba

las

cubiertas,

ella

debió

sobreponerse al miedo que le provocaba

la cocina (o simplemente lo olvidó,

como pensé más tarde) pues la oí

rebuscar bajo el fregadero la escoba y la

pala. Imaginé que el dolor de cabeza le

nublaría la visión.

—Ya lo haré yo, Ann —grité con

impaciencia—, no seas tonta —escuché

un jadeo, un ruido y mi nombre

pronunciado dos veces—. Ann, ¿te

encuentras bien?
No hubo respuesta.

—Ann, ¿me oyes?

La encontré junto al fregadero.

Había soltado la escoba y la pala y entre

sus manos retorcía con tanta fuerza un

paño de cocina que los músculos de sus

cortos antebrazos resaltaban como los

de un carpintero. Se había derramado

agua sobre su falda.

—¿Ann?

Miraba por la ventana el estrecho

paso donde, iluminado con toda nitidez

por el fluorescente del techo de la

cocina, algo grande y blanco colgaba en

el aire, girando de un lado a otro como

una crisálida en un seto de aligustres.

—¡Cristo! —exclamé.

Se movía y se quedaba quieto, como

si lo que contenía estuviera demasiado

cansado para salir. Al cabo de un

momento se ensortijó desde su base

cónica, pareció partirse en dos y se

juntó de nuevo. Enseguida me di cuenta

de

que

estos

movimientos

eran

producidos por dos organismos, dos


figuras humanas que flotaban en el aire,

sin sujeción, completamente desnudas,

que se retorcían, se unían, se separaban

y volvían a retorcerse, sin presentar

nunca el mismo ángulo, de manera que a

veces veías al hombre de espaldas,

después a la mujer y luego a ambos

desde uno y otro lado. Cuando los vi por

primera vez, la boca de la mujer estaba

pegada a la del hombre. Tenía los ojos

cerrados; después reclinó la cabeza

sobre su hombro. Pasado un tiempo

dedicaron su atención a Ann. Su piel era

muy pálida, con el curioso tono del

chocolate con leche, pero debía de ser

un efecto de luz. Los remolinos de

aguanieve que nos separaban no

lograban oscurecerlos.

—¿Qué son, Ann?

—No hay límite para el sufrimiento

—dijo con voz sorda y apagada—. Me

siguen a todas partes.

Me costaba apartar la mirada de

ellos.

—¿Por eso cambias de domicilio tan

a menudo? —fue lo único que se me

ocurrió decir.

—No.

Las dos figuras compartían algo que,

si sus ojos hubieran estado más fijos en


ellos mismos que en Ann, podría

describirse como amor. Oscilaban y se

giraban con lentitud hacia la pared negra

y húmeda como peces en un acuario.

Sonreían. Ann gimió y empezó a vomitar

ruidosamente en el fregadero. La sostuve

por los hombros.

—Échalos —susurró—. ¿Por qué me

miran siempre? —Tosió, se secó la boca

y abrió el grifo de agua fría. Temblaba

con fuertes e inconexos espasmos—.

Échales.

Aunque sabía muy bien que estaban

allí afuera, fue un error que no creyera

en su realidad. Pensé que ella se

calmaría si no los veía, pero no me

permitía cerrar la luz o correr las

cortinas; y cuando traté de animarla a

apartarse del borde del fregadero y

venir conmigo a la sala de estar, se

limitó a menear la cabeza y sufrió

nuevas arcadas.

—No, déjame, ahora no te necesito

—afirmó

con

el

cuerpo

rígido,

desmañada como una niña. Era muy


fuerte.

—Intenta alejarte, Ann, por favor.

—No tengo nada con qué sonarme la

nariz —dijo, desolada. Tiré de ella,

irritado, y caímos al suelo. Mi hombro

chocó con la pala y mi boca se llenó de

su cabello, que olía a ceniza de

cigarrillo. Sus manos se movieron sobre

mí.

—¡Ann, Ann! —grité.

Conseguí desprenderme del peso de

su cuerpo (había empezado a gemir y a

vomitar otra vez) y, después de mirar

por encima del hombro las dos

sonrientes criaturas del pasillo, salí

corriendo de la cocina y de la casa. Me

oía decir entre sollozos «Voy a llamar a

Lucas, no puedo más, voy a llamar a

Lucas», como si continuara hablando

con ella. Vagué por el pueblo hasta

encontrar la cabina telefónica que hay

frente a la iglesia.

Recuerdo unas frases de Sprake, tan

bien elaboradas que no parecen suyas,

sobre Lucas Fisher:

—Es poco alentador sentir que le

has dado esquinazo a la vida. Sólo se

vive intensamente al precio de uno

mismo. Al final, la resistencia de Lucas

a entregarse con todas sus fuerzas le


convertirá en un ser despreciable,

ilusorio. Acabará paseando sin rumbo

por las calles de noche y mirando los

escaparates iluminados.

En aquel tiempo pensé que había

exagerado. Todavía creía que Lucas

poseía más energía que voluntad, que

era más propenso a los altibajos de una

personalidad cíclica que a la deliberada

restricción de sus potencialidades.

—Algo horrible está ocurriendo —

le dije a Lucas. Permaneció en silencio.

Al cabo de un momento insistí—:

¿Lucas?

—Por el amor de Dios, cuelga y

déjame en paz —creo que le oí decir.

—La línea debe de estar estropeada,

te oigo muy lejos. ¿Hay alguien contigo?

Silencio de nuevo.

—Lucas, ¿me oyes?

—¿Cómo se encuentra Ann?

—No muy bien, sufre una especie de

ataque. No sabes lo que me alivia hablar

con alguien. Lucas, hay dos figuras

completamente alucinantes en el pasillo

que se ve desde la cocina. Lo que están

haciendo es… Oye, son de un color

blanco como la cera, y se sonríen todo

el rato. Es la cosa más asombrosa…


—Espera un momento. ¿Quieres

decir que tú también las ves?

—Es lo que intento decirte. Lo que

pasa es que no sé cómo ayudarle.

¿Lucas?

La línea se había cortado. Colgué el

auricular y marqué su número de nuevo.

Comunicaba. Más tarde le dije a Ann

que otra persona le estaría llamando,

pero sabía que había descolgado el

teléfono. Me quedé un rato allí, azotado

por el viento que soplaba desde el

páramo, con la esperanza de que

cambiaría de idea. Al fin, muerto de

frío, me rendí y regresé. La cellisca

abofeteó mi rostro a lo largo de todo el

trayecto. El campanario de la iglesia dio

las seis y media, pero el pueblo se veía

desierto y en tinieblas. Sólo se oía el

viento agitando las bolsas de basura

amontonadas alrededor de los cubos.

—Puedes reventar, Lucas —susurré

—. Puedes reventar.

La casa de Ann estaba tan silenciosa

como las demás. Entré por el jardín del

frente y apreté mi cara contra la ventana,

por si podía divisar la cocina a través

de la puerta abierta de la sala de estar,

pero desde ese ángulo lo único visible

era un calendario de pared con una


fotografía en color de un gato persa:

octubre. No vi a Ann. Permanecí junto al

macizo de flores y la cellisca se

convirtió en nieve.

El olor que invadía la cocina no era

de vómitos sino el de ese regusto

amargo que se siente a veces en el fondo

de la garganta. El chorro brillante y

suicida de la luz fluorescente bañaba el

pasillo, ahora desierto. Era difícil

imaginar que algo hubiera ocurrido allí,

pero, al mismo tiempo, nada parecía

tranquilizador, ni la disposición de las

tejas de la techumbre, ni los matojos de

helechos

que

crecían

en

el

revestimiento, ni la forma en que la

nieve se depositaba en los intersticios

de las lajas. Advertí que no quería darle

la espalda a la ventana. Si cerraba los

ojos e intentaba visualizar a la pareja

blanca, todo lo que podía recordar era

su manera de sonreír. Un aire frío y

silencioso penetraba por encima del

fregadero, y los gatos vinieron a frotarse

contra mis piernas, entorpeciendo mi


paso. Los grifos seguían manando.

En su confusión, Ann había abierto

todos los aparadores de la cocina y

desparramado el contenido en el suelo.

Cacerolas, cubiertos y paquetes de

comida deshidratada se mezclaban con

un cubo de polietileno y algunos

delantales; había volcado una botella de

detergente entre varias latas de comida

para gatos, algunas abiertas, otras sólo a

medias, antes de que las dejara caer o se

olvidara de dónde había puesto el

abridor. Resultaba difícil averiguar lo

que había tratado de hacer. Lo recogí

todo y lo tiré. Le di comida a los gatos

para que dejaran de molestarme. Un par

de veces la oí moverse en el piso de

arriba.

Estaba en el cuarto de baño, estirada

sobre el caduco linóleo de color rosa, y

se esforzaba por sacarse la ropa.

—Por el amor de Dios, lárgate —

dijo—. Sé hacerlo sola.

—Oh, Ann.

—Pues

echa

un

poco

de

desinfectante en el cubo azul.


—¿Quiénes son, Ann? —pregunté.

Eso fue algo más tarde, después de

llevarla a la cama.

—Una vez desatado, nunca te

liberas.

—¿Te liberas de qué, Ann?

—Ya lo sabes. Lucas dijo que

tuviste alucinaciones durante varias

semanas.

—¡Lucas no tenía derecho a contar

eso! —resultaba absurdo, así que añadí

con mucha suavidad—: Sucedió hace

mucho tiempo. Ya no estoy seguro de

nada.

La migraña la había dejado exhausta,

aunque mucho más relajada. Se había

lavado el pelo, y entre los dos

encontramos un camisón limpio. Tenía

un aspecto indefinido y juvenil, sentada

en la alegre alcoba de adornos baratos y

papel pintado moderno; continuaba

disculpándose por el diseño de su

edredón

Continental,

esquemáticas

flores negras y rojas sobre fondo blanco

cuyos tallos entrelazados reseguía con el

dedo índice de su mano derecha.

—¿Te gusta? No sé por qué lo


compré.

Las

cosas

parecen

muy

atractivas en las tiendas, pero en cuanto

las pones en casa pierden todo su

encanto.

El gato más viejo saltó sobre la

cama; cuando Ann habló, maulló

sonoramente.

—No debería estar aquí, y lo sabe.

No había comido ni bebido, pero la

persuadí de que tomara más propanolol,

y hasta el momento se mostraba

tranquila.

—Una vez desatado, nunca te liberas

—repitió. Su dedo recorría los motivos

ornamentales del edredón. Tocó sin

querer el pelaje seco y gris del gato, y

se miró la mano como si la hubiera

extraviado—. Lucas parecía pensar que

una especie de olor te seguía a todas

partes.

—Más o menos —asentí.

—No te librarás de ello por

ignorarlo. Ambos lo intentamos al

principio. Un perfume de rosas, dijo

Lucas —rió y cogió mi mano—. ¡Muy

romántico! Carezco de olfato…, lo perdí


hace años, por suerte.

Eso le recordó otra cosa.

—La primera vez que tuve un ataque

se lo oculté a mi madre, porque iba

acompañado de una visión. Yo era muy

pequeña. Una visión muy clara: una

playa, escarpada y sin arena, con

hombres y mujeres echados sobre unas

rocas al sol como lagartos, mirando sin

expresión la espuma que rompía frente a

ellos, enormes olas que, por la escasa

atención que les prestaba aquella gente,

bien podrían estarse proyectando en la

pantalla de un cine —entornó los ojos,

atónita—. Me intriga su poco sentido

común.

Intentó echar al gato de la cama,

pero el animal se conformó con enroscar

el cuerpo como si fuera de goma y

situarse lejos del alcance de su mano.

Ella bostezó de repente.

—Al mismo tiempo —siguió tras

una pausa—, veía que algunas arañas

habían tejido sus telas entre las rocas,

sólo a medio metro del agua —aunque

temblaban y la espuma las mojaba hasta

hacerlas centellear al sol, las telarañas

no se rompían. Dijo que no podía

describir la angustia que esto le causaba


—.

Tan

cerca

de

toda

aquella

violencia… Me intrigaba su poco

sentido común. Lo último que oí fue que

alguien decía «Es verdad que se

escuchan voces en la marea…».

Antes de dormirse, apretó mi mano

con fuerza y dijo:

—Estoy muy contenta de que sacaras

algún provecho. Lucas y yo no lo

conseguimos. ¡Rosas! Sólo por eso valía

la pena.

Pensé en cómo éramos veinte años

antes. Pasé la noche en la sala de estar y

me desperté muy temprano. No supe

dónde estaba hasta que me acerqué,

atontado, a la ventana y contemplé la

calle cubierta de nieve.

Un sueño repetido en el que aparecía

Sprake me persiguió durante mucho

tiempo después de nuestro último

encuentro. Tenía las manos enlazadas

fuertemente sobre el pecho, la izquierda

alrededor de la muñeca derecha, y

recorría a toda prisa las salas del Museo

Británico. Cada vez que llegaba a una


esquina o a un cruce de pasillos se

detenía en seco y miraba la pared de

enfrente durante treinta segundos, antes

de girarse con toda precisión para

encarar la dirección correcta y empezar

a andar. Lo hacía con el aire de un

hombre que, por alguna razón ha

aprendido a caminar con los ojos

cerrados por un edificio perfectamente

familiar, pero también, por la manera en

que miraba las paredes, y en particular

por la forma tiesa y recta en que movía

el cuerpo, con un aire jerárquico, un aire

de premeditación y ritual. Los zapatos y

los bajos de sus gastados pantalones de

pana estaban empapados, al igual que

aquella mañana después del ceremonial,

cuando nosotros cuatro volvimos a pie

por los campos mojados bañados de sol.

No llevaba calcetines.

En el sueño yo siempre corría para

alcanzarle. Me detenía de vez en cuando

para escribir algo en un cuaderno,

confiando en que no me vería. Recorría

el museo con determinación y examinaba

una a una las vitrinas iluminadas que

contenían manuscritos del siglo doce. Se

paró de súbito, me miró y dijo:

—Hay semen en esa pintura. Se ve


con toda claridad. ¿Por qué hay semen

en una pintura religiosa?

Sonrió y abrió los ojos de par en

par.

Señaló un lado de su cabeza con un

dedo y empezó a reír y a gritar

incoherentemente.

Cuando se marchó comprobé que

había estado examinando una miniatura

del Nuevo Testamento, perteneciente al

Salterio de la Reina Melisanda, que

representaba a las «Mujeres ante el

Sepulcro». Un ángel llamaba la atención

de María Magdalena hacia unas extrañas

formas luminosas que flotaban en el aire

frente a ella. Recordaban, de hecho, a

los espermatozoos que orlan a menudo

las atormentadas pinturas parisienses de

Edvard Munch.

Me despertaba bruscamente de este

sueño

para

descubrir

que

había

amanecido y que había estado llorando.

Ann todavía dormía cuando salí de

la casa, con una expresión en la cara

como la de la gente que no puede creer

lo que recuerda de sí misma.


—Es verdad que se oían voces en la

marea,

gritos

de

socorro

de

advertencia —había dicho Ann—. Me

vino la regla ese mismo día. Durante

años estuve convencida de que mis

ataques también empezaron entonces.

Fue la última vez que la vi.

Un frente cálido había avanzado

desde el sudoeste durante la noche; la

nieve comenzaba a fundirse, nubes

grises se cernían sobre los páramos.

Dos niños se sentaron frente a mí en el

tren hasta Stalybridge, con una expresión

esperanzada en los ojos y los billetes

sujetos sobre el regazo. Tendrían unos

ocho o nueve años. Iban vestidos con

menudas

impecables

chaquetas,

pantalones ajustados y botas «Dr.

Marten». Vistas de cerca, sus cabezas

rapadas eran azuladas y vulnerables,

perfectamente
formadas.

Parecían

acólitos

de

un

templo

budista:

tranquilos, cándidos, sumisos. Una fina

lluvia caía al llegar a Manchester. Me

persiguió a lo largo de toda la calle

Market, hasta la misma entrada del

Kardomah Café, donde me había citado

con Lucas Fisher.

—¡Mira estos pasteles! —fue lo

primero que dijo—. No son de plástico,

como los que hacen ahora. ¡Son de la

edad del yeso de los pasteles de café, de

la edad del barro: pasteles de terracota,

pintados con todo lujo de detalles,

vidriados en algunos lugares para

obtener las grietas e imperfecciones de

un auténtico pastel! ¿A que son

maravillosos? Me voy a comer uno.

Me senté a su lado.

—¿Qué te pasó anoche, Lucas?

Menuda pesadilla.

—¿Cómo está Ann? —preguntó,

desviando la mirada.

Percibí que temblaba.

—Puedes reventar, Lucas.


Sonrió a un niño de corta edad

embutido en un pasmoso vestido

amarillo. El crío le devolvió la mirada

con expresión ausente y disgustada,

como si fuera muy consciente de que

pertenecían a especies antagonistas.

—Creo que el domingo irás a cenar

a casa de la abuela —dijo una mujer

cerca

de

nosotros—.

¿Alguna

celebración? —Lucas se giró como si

hablara con él—. Si vas a comprar

juguetes esta tarde, limítate a mirarlos

sin tocarlos, no sea que te acusen de

robo.

Desde algún lugar próximo a la

cocina se oyó un ruido similar al de una

bandeja llena de platos que cae por un

corto

tramo

de

escaleras.

Un

estremecimiento de disgusto sacudió a

Lucas.

—¡Salgamos!

—dijo.
Parecía

irritado y enfermo—. Me afecta tanto

como a Ann. Tú nunca piensas en eso —

volvió a mirar al niño—. Si pasas

mucho tiempo en lugares como éste

pierdes el humor.

—Vamos, Lucas, no seas aguafiestas.

Creí que te gustaban los pasteles de

aquí.

Durante toda la tarde recorrió las

calles a grandes zancadas, como

abismado en sus pensamientos. Yo

apenas podía mantener el paso. El

centro de la ciudad estaba lleno de sillas

de ruedas, ocupadas por ancianas de

rostros

impacientes

arrugados,

parcialmente calvas, protegidas con

delgados impermeables amarillos. Lucas

se había subido el cuello de su chaqueta

de lana gris para no mojarse, aunque la

llevaba abierta y con las mangas subidas

por encima de las muñecas. El esfuerzo

de seguirle me había dejado sin aliento.

Tenía cuarenta años, pero conservaba el

rostro rapaz de un adolescente.

—Lo siento —dijo, aminorando el

paso.
No era muy tarde, pero los letreros

de neón ya estaban encendidos, así como

las ventanas bajas de los edificios de

oficinas. Un brazo del canal apareció de

pronto ante nosotros, cerca de la

estación de Piccadilly. Lucas se detuvo

y contempló la superficie salpicada por

la lluvia, oscura y aceitosa, sembrada de

condones flotantes como gaviotas a la

luz agonizante.

—A veces se ven fuegos en aquella

orilla —dijo—. Allí viven muchos

vagabundos. Se les oye cantar y gritar en

el viejo camino de sirga —me dirigió

una mirada de estupor—. Tú y yo no

somos muy diferentes, ¿eh? Nunca

conseguimos nada.

No supe qué decirle.

—Lo peor no es que Sprake nos

animara a destruir algo de nosotros —

prosiguió—, sino que jamás obtuvimos

nada a cambio. ¿Has visto alguna vez a

Juana de Arco arrodillándose para rezar

en el Kardomah Café? ¿Y a un niño que

entra después con algo que parece un

macho cabrío, que se la folla allí mismo

bajo un rayo de sol?

—Oye, Lucas —le expliqué—. No

voy a hacerlo nunca más. Anoche me


asusté.

—Lo siento.

—Lucas, tú siempre lo sientes.

—No estoy en mi mejor día.

—Por el amor de Dios, abróchate la

chaqueta.

—No tengo frío.

Paseó su mirada vaga por el agua,

oscurecida hasta convertirse en un cauce

sin fondo, opalino, entre los edificios;

tal vez Lucas veía machos cabríos,

fuegos, vagabundos.

—«Trabajamos, pero no obtuvimos

paga alguna» —citó. Algo le obligó a

inquirir con timidez—: ¿Sabes algo de

Sprake?

Mi propia paciencia me enfermaba,

como si colmara todos los poros de mi

cuerpo.

—Hace veinte años que no sé nada

de Sprake, Lucas, ya lo sabes. Hace

veinte años que no le veo.

—Sí, lo sé, pero no puedo soportar

la idea de que Ann viva sola en un sitio

como aquél. De otra forma, no lo habría

mencionado. Dijimos que siempre

permaneceríamos juntos, pero…

—Vete a casa, Lucas, ahora mismo.

Se apartó con aire de desolación y

se alejó. Tenía la intención de


abandonarle

en

el

laberinto

de

irredimidas calles que hay entre

Piccadilly y Victoria, las ruinosas

tiendas de pornografía y animales los

aparcamientos

cubiertos

de

malas

hierbas que se extienden a la sombra de

la mole amarillenta del Arndale Centre,

pero me fue imposible. Había llegado al

mercado de fruta de Tib Street cuando

una pequeña figura surgió de una calle

lateral y empezó a seguirle muy de cerca

por la acera, imitando su típico paso, la

cabeza echada hacia adelante y las

manos en los bolsillos. Cuando se paró

para abrocharse la chaqueta, la figura

también se paró. Su chaqueta era tan

larga que la arrastraba por la zanja.

Empecé a correr para darles alcance, y

entonces la figura se detuvo bajo una

farola de la calle y me miró. A la luz de

sodio vi que no se trataba de un niño ni

de un enano, sino de una combinación de


ambos, con los ojos y el modo de andar

de un simio grande. Su rostro rosáceo

albergaba

dos

ojos

inexpresivos,

estúpidos, implacables. Lucas advirtió

su presencia y dio un salto de sorpresa;

corrió unos metros sin rumbo, gritando,

y dobló por una esquina, pero la figura

le siguió velozmente. Creo que oí la voz

de Lucas suplicar «¿Por qué no me dejas

en paz?», y en respuesta sonó otra voz

metálica y apagada a la vez, apenas

audible pero estridente, como un

chillido. Luego se produjo un terrorífico

estruendo y vi un objeto grande como un

cubo de basura de cinc salir volando y

rodar hasta el centro de la calle.

—¡Lucas! —grité.

Cuando di la vuelta a la esquina, la

calle estaba llena de cajas de fruta

destrozadas; había verduras podridas

esparcidas por todas partes, y una

carretilla caída, como si la hubieran

arrojado contra el pavimento. Me

resultó imposible asimilar la sensación

de violencia, confusión y necedad. No

encontré rastro de Lucas ni de su

perseguidor, y, a pesar de que pasé una


hora merodeando y mirando en los

portales, no vi a nadie.

Unos meses más tarde, Lucas me

escribió para comunicarme que Ann

había muerto.

—Un perfume de rosas —le recordé

decir—. ¡Qué suerte tuviste!

—Era un maravilloso verano para

las rosas —le había replicado—. No

recuerdo un año igual —todo aquel

junio los setos se llenaron de rosas

silvestres, de sutil y frágil aroma. No las

había visto desde niño. Los jardines

rebosaban de gallicas, enormes y

restallantes, cuya fragancia produce los

efectos de una droga—. ¿Cómo podemos

afirmar que Sprake tuvo algo que ver

con aquello, Ann?

Sin embargo, envié rosas a su

funeral, aunque no asistí.

¿Qué hicimos, Ann, Lucas y yo, en

los campos de junio, hace tanto tiempo?

«Es fácil interpretar mal al Gran

Dios —escribe De Vries—. Si Él

representa el largo y paulatino pánico

agazapado en nosotros que nunca

termina de emerger, si Él significa

nuestra percepción de lo animal, de lo

incontrolable en nosotros, Él también


debe simbolizar esa percepción del

mundo sensual y directa que hemos

perdido

al

crecer…,

quizás

al

convertirnos en seres humanos antes que

nada».

Poco tiempo después de morir Ann

experimenté una súbita e inexplicable

resurrección de mi sentido del olfato.

Percibía los olores habituales con tanto

detalle y precisión que de nuevo me

sentí como un niño. Cada nueva

impresión era asombrosa y clara, como

si mi yo consciente no fuera todavía la

hinchazón dolorosa enquistada en mi

cerebro, apretada e inútil como un puño,

imposible de modificar o suprimir, en

que se transformó posteriormente. No es

lo que se podría llamar memoria; todo

lo que recordaba al oler la piel de una

naranja, o el café molido o un capullo de

serbal era que una vez había sido capaz

de experimentar cosas con tanto vigor.

Era como si, antes de recobrar una

impresión en particular, tuviera que

redescubrir el lenguaje de todas las

impresiones.
Pero

nada

sucedió

después. Me quedó un desconcierto, un

fantasma, una hiperestesia de edad

madura. Era cruel, turbadora; me hacía

enloquecer. Me atormentó durante uno o

dos años, y luego desapareció.

Notas

[1] Además de ésta, Grijalbo ha

publicado de este autor: El cuerpo,

Cujo, La expedición, La niebla y

Verano de corrupción. <<

[2] La edición castellana se ha

desglosado en dos tomos, de los cuales

éste es el primero. ( N. de la R. ) <<

[3] En alemán, ‘ama de casa’. ( N. del T. )

<<

[4] Lugar imaginario en el que transcurre

la novela de King La hora del vampiro.

( N. del T. ) <<

[5] En inglés, ‘sebo’. ( N. del T. ) <<

[6] En castellano en el original. ( N. del

T. ) <<

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Escalofríos

Introducción
En la corte del rey Carmesí El Aviador Nocturno, de Stephen King

Ponga una mujer en su mesa, de Paul Hazel

El beso sangriento, de Denis Etchison

De vuelta a la Tierra La inminencia del desastre, de Clive Barker

Comida, de Thomas Tessier

El gran dios Pan, de M. John Harrison

Notas

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