El Rio Sin Orillas Saer

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A caballo entre el relato de no ficción y el ensayo

Juan José Saer (1937-2005), El río sin orillas, 1991

Iván Alejandro Ulloa Bustinza

En esta obra encontramos una nueva concepción de la historia basada en el concepto de «larga
duración». El libro se inscribe en la estela de Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en
la época de Felipe II (1949), o de Claudio Magris, El Danubio (1986), donde se trata de hacer
historia con un nuevo abordaje metodológico, basado en la «larga duración» (nivel del tiempo
histórico que tiene en cuenta las estructuras históricas, abarcando un variado espectro de
realidades tales como el contexto geofísico y geopolitico, aspectos sociológicos y antropológicos,
etc.). Saer, al igual que Braudel o Magris, no intenta ser objetivo, sino todo lo contrario, se sitúa
intencionalmente como cotejador de datos y acontecimientos tratados desde un punto de vista
claramente subjetivo, de este modo, por ejemplo, se reincide en la importancia de la pampa y de la
región de Entre Ríos, donde Saer ha nacido. Del mismo modo, abundan los juicios políticos, sobre
todo en lo que se refiere a la parte donde se trata la Dictadura argentina.

Encontramos puntos en común también con el género de la Non-Fiction norteamericana, aunque


el autor, aun reconociendo que esta obra podría encajar en ese (no) género, se distancia un poco,
quizá por las similitudes con la ficción y su carácter profundamente ensayístico, que lo aleja de
obras más prototípicas como A sangre fría, de Truman Capote. Aquí el tema es un Río, su decurrir
histórico y una descripción del carácter de las gentes que a lo largo de la historia se han asentado
en sus márgenes. La interpretación, que pone en juego un tiempo extenso, se remonta a los
orígenes geológicos de toda la región, especialmente de la Pampa argentina, y tras reflexionar
acerca de la época del descubrimiento y la conquista por parte de los españoles, con la continua
llegada de nuevos habitantes europeos a lo largo de los siglos, desemboca al fin en la represión de
la dictadura a partir del 76.

La obra está dividida en cuatro partes de acuerdo a las estaciones del año, aunque empieza con
una larga introducción donde se expresa la peculiar configuración del ensayo, a medio camino
entre el tono literario propio de la ficción y la prosa de corte científico que se espera de un ensayo
histórico.

En la introducción se integra magistralmente la génesis del libro: cómo se lo encargan, las


interrogantes que este hecho abren en la mente del autor en el viaje de avión que lo conduce al
Río de la Plata para comenzar su preparación. A vista de pájaro, más correctamente de avión, el
lector accede por primera vez en la obra al objeto de estudio del ensayo. Me permito una cita
extensa porque, además de la belleza de la prosa, creo que puede ilustrar perfectamente, entre
otras cosas, esa especial presencia del autor en el texto, su compenetración con el objeto de
estudio, que lo invalida, por supuesto, como observador imparcial y objetivo:

Desde la cabina de comando, el piloto nos acordó, por los altoparlantes, en los tres idiomas
habituales, castellano, inglés y francés, una gracia suplementaria. Harto tal vez de incitarnos a
admirar, por reglamento, la consabida ciudad de Casablanca en el amanecer, el infaltable Cristo del
Corcovado en los despegues de Río y un Porto Alegre puramente nominal, nos informó que a
nuestra derecha podíamos contemplar, si lo deseábamos, “el punto en que confluyen el río Paraná
y el río Uruguay para formar el Río de la Plata”. […]
Visto desde la altura, ese paisaje era el más austero, el más pobre del mundo –Darwin mismo, a
quien casi nada dejaba de interesar, ya había escrito en 1832: “no hay ni grandeza ni belleza en
esta inmensa extensión de agua barrosa”–. Y sin embargo ese lugar chato y abandonado era para
mí, mientras lo contemplaba, más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos significativos
que Roma o que Atenas, más colorido que Viena o Amsterdam, más ensangrentado que Tebas o
Jericó. Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias.

Aspectos geográficos de los que se extraen profundas reflexiones sobre el carácter de las gentes,
aportes históricos que justifican la peculiar configuración social y política de Argentina, páginas
enteras en la que se citan topónimos, alusión a los motes que los militares de la dictadura
utilizaban, alusiones a fenómenos atmosféricos, al espacio urbano bonaerense, y un largo etcétera
de elementos aparentemente dispersos o caóticos que, sin embargo, contribuyen a dar una mirada
cabal de la realidad de Argentina. El libro, por lo tanto, abunda en materiales heterogéneos y
heterodoxos, intentando por acumulación, de manera periférica, acceder a lo esencial de su objeto
de estudio.

Se advierte, por otra parte, una tendencia a desmontar ciertos mitos, tanto extranjeros como
nacionales, sobre el carácter argentino, como, por ejemplo, el de los gauchos y su importancia para
la historia de Argentina.

La Pampa. La descripción de la Pampa es absolutamente original. La trata en tanto geografía


onírica, espiritual, una extensa planicie no apta en principio para la existencia animal, pero donde
las especies tienden a formar enormes colonias, con una clara tendencia a la proliferación
uniforme, lo que le otorga a la región un aspecto ciertamente mágico. Hace un recorrido por la
historia de la Pampa, desde mucho antes de la llegada de los primeros españoles, desde la misma
formación geológica de la tierra.

El mito del gaucho. Frente a la actitud general de la literatura argentina, en especial el Martín
Fierro y las derivaciones de este personaje-tema en Borges, Saer desmitifica al gaucho,
presentándolo como un producto pampeano que se ha utilizado para legitimar a las clases
patriarcales frente a la inmigración extranjera justificando, incluso, el uso de la violencia.

El autor se sitúa explícitamente como individuo latinoamericano. Desde este punto de vista, y en
cuanto emigrado a Paris, profesor universitario, continuamente establece paralelismos entre
Argentina (representante de América Latina) y los países europeos. Argentina, en este sentido, se
ofrece como depositaria de la tradición occidental, de manera que, por ejemplo, la sinrazón de
algunos momentos históricos en Argentina, sería el desarrollo lógico de un proceso ideológico,
político y social propio de Occidente. En este sentido deben entenderse las alusiones a los
diferentes lectores de la obra: lectores idiotas-no idiotas (el término idiota no tiene aquí las
connotaciones despectivas del habla coloquial), lector europeo-lector latinoamericano. Sin
embargo, en otros momentos se establece una separación entre la organización económica y social
de Argentina y la existente en Europa, esto se aprecia, por ejemplo, en lo referente a los avances
tecnológicos y la ordenación territorial. Compara, por poner un ejemplo, las autopistas europeas
con la autopista que va de Santa Fe a Buenos Aires. En el siguiente párrafo el lector podrá apreciar
la extraña habilidad de Saer para relacionar elementos dispares, usando un elemento para divagar
acerca de procesos históricos complejos:
Cuando hablo de autopista, el lector europeo no debe imaginar las grandes rutas macizas y
espaciosas imaginadas en primer término, según parece, por los ingenieros del Tercer Reich para
poder invadir más rápida y confortablemente todas las naciones limítrofes, y adoptadas después
de la guerra por esas mismas naciones, para abrirle paso al boom de la industria automotriz; estas
autopistas europeas, turísticas y comerciales, cuidadosamente preparadas y sometidas a un
mantenimiento riguroso, adornadas en muchos tramos con laures rosa o retamas, y dotadas, cada
tantos kilómetros, de un área de esparcimiento, de un centro deportivo, de un teléfono, de una
estación de servicio al lado de un centro comercial y de una serie de rutas subsidiarias que
distribuyen la ola constante de automotores a los rincones más alejados del continente. La
autopista Santa Fe - Buenos Aires es un camino recto de cuatro manos, dividido en dos por una
interminable cinta de pasto que lo acompaña durante todo el trayecto; ningún parapeto, mojón,
valla o lo que fuese aísla el asfalto del campo que atraviesa; a veces, algún jinete puede galopar a
los costados, y otras incluso cruzarla para dirigirse a algún almacén que se encuentra del otro lado;
a la salida de Buenos Aires y de Rosario, por alguna razón que ignoro, hay vendedores de
barriletes; y en las inmediaciones de estas ciudades o de otras más pequeñas, bajo un techo de
paja sostenido por cuatro palos torcidos, el pequeño comercio de sándwiches de chorizo parece de
lo más próspero, porque sus fabricantes pululan: sobre una parrillita de metal, algunos chorizos se
asan sin apuro esperando al automovilista hambriento que no tiene más que pararse al costado de
la autopista y comer su sándwich a la sombra de un techo de paja.

El valor estético de esta obra es innegable. Por otra parte el autor experimenta una transposición
en personaje, en el centro de una trama que es la propia redacción de un libro en la que
intervienen todo tipo de vicisitudes, tanto sentimentales como físicas. Ese personaje-autor, que
tiene en cuenta su propio punto de vista sobre los hechos y sobre la región de la que escribe, así
como, sobre sus hombros el peso de la construcción del propio libro: los avatares que precipitan su
escritura, el proceso de creación y la consulta de las fuentes, los efectos psicológicos de escribir
sobre acerca de algo que es muy personal. Este mecanismo proyecta el ensayo al mundo de la
ficción.

Se trata, entonces, de un libro de historia que se lee como novela. Del mismo modo,
encontraremos novelas que siguen la trayectoria inversa, es decir, novelas que se leen como si
fueran libros de historia. Piénsese, por ejemplo, en La literatura nazi en América, de Bolaño, de la
que hablaremos en otro momento, donde la ficción se «cuela» en los rígidos moldes retóricos del
enciclopedismo de corte biográfico.

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Febrero 2013

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