Lynn Kurland - Si Fueses Mía
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Si fueses mía
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If I Had You LYNN KURLAND
Si fueses mía
Prólogo
Inglaterra, 1215
Artane
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Si fueses mía
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Si fueses mía
Capítulo 1
Inglaterra, 1225
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Si fueses mía
Recordaba la primera vez que había venido a Artane. El castillo era entonces
poco más que troncos que marcaban la ubicación de las murallas externas y ramas
esbozando las edificaciones internas. Le parecía como si la construcción no hubiese
llevado mucho tiempo, tal vez porque había pasado sus días en la feliz compañía de la
familia con la que había ido a vivir. Había ganado una hermana de su edad, y
hermanos también, aunque en el momento no les había prestado mucha atención. El
señor y la señora de la fortaleza, aún por terminar, la habían tratado como a una de
sus propias hijas, y por esto les estaba muy agradecida a ambos.
Y entonces fue cuando por primera vez se fijó en el primogénito del señor.
Había sido difícil de ignorar.
Éste había anunciado su presencia al ponerle un gusano en su vestido.
Una particular sacudida debido a un mal paso del caballo casi hizo que se
cortara la lengua de un mordisco. Anne apretó los dientes y se forzó a sí misma a
ponerle más atención al caballo. Tal vez sus recuerdos le hacían más daño de lo que
quisiera admitir, especialmente cuando se trataba de esos recuerdos, ya que realmente
no tenía sentido alguno pensar en el primogénito del señor.
Levantó la mirada y se dio cuenta que estaba casi en el patio interior. Rara vez
se había sentido más agradecida de un paisaje, que cuando vio el del castillo ante ella.
Y tenía que agradecérselo al capitán de la guardia de Artane, ya que sólo su llamada a
acudir al lecho de muerte de Montgomery de Wyeth podía haberla salvado de las
sofocantes paredes de Fenwyck.
Anne se abrió paso con cuidado por el concurrido patio. Artane era un lugar
ocupado, lleno de comercio, muchos bastardos y numerosos jóvenes lores que
continuamente buscaban ganarse el favor de Artane. Anne suponía que a Lord Rhys le
resultaba placentero estar tan solicitado, pero por su parte habría sido más feliz si el
castillo se hubiese encontrado menos poblado. Ciertamente le habría facilitado
muchísimo el tránsito hacia el gran salón.
Reprimió una mueca cuando su caballo finalmente se detuvo. Afortunadamente
el animal estaba bien entrenado, y no gastó más energías moviéndose por todos lados.
Anne clavó la mirada sobre el piso debajo de los cascos de su caballo, y se preguntó
cuál sería la mejor manera de bajarse sin irse torpemente de narices. Respiró
fuertemente, se dio la vuelta para sostenerse de la silla y luego se deslizó hasta el suelo.
—¡Anne!—exclamó Geoffrey, junto con un juramento—Te he dicho que te
ayudaría.
—Estoy bien, padre, —dijo, forzándose a mantenerse erguida en vez de caer en
la tentación de apoyar la cabeza contra el lomo del caballo y llorar. El dolor en la pierna
era terrible, pero suponía que no podía culparse más que a sí misma. Había sido ella la
que había rechazado el carro en que padre habría querido que viajase. También había
sido ella la que rehusó a detenerse todas las veces que su padre había querido.
—Comienzo a preguntarme porqué te mandé aquí, —dijo Geoffrey tajante. —
Juro que te han inculcado una terquedad que yo claramente no poseo. Tal vez hubiese
sido mejor que te quedaras en Fenwyck.
Anne no tenía una respuesta aceptable para esto, pero su primer pensamiento
fue —Gracias a todos los santos que me mandasteis lejos de allí. —A sus diecinueve años,
estaba demasiado crecida para tales pueriles contestaciones, pero no había habido
siquiera un día en que no agradeciera el haber sido mandada bajo el cuidado de Rhys
de Piaget. Sin embargo, imaginaba que sería mejor callarse tales observaciones.
—Más vale que entremos, —dijo su padre, con cierto tono que demostraba que
esa era la última cosa que le gustaría hacer. —Vendrá a buscarnos si nos quedamos
aquí.
—Lady Gwennelyn se alegrará de veros, —dijo Anne.
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Si fueses mía
—Sí, pero el desagradable de su marido estará allí también. ¿Por qué debería
alegrarme yo por eso? Es sólo un recordatorio de que lo escogió a él en vez de a mí.
—Como digáis, —dijo Anne, haciendo un gesto de dolor al apoyar su peso
sobre su pierna.
—Gwen me quería, —dijo Geoffrey. —Me quería mucho.
—Por supuesto, padre, —consintió Anne, aunque su atención se encontraba
posada en otras cosas—principalmente, en no caerse de frente en el lodo.
Miró hacia el gran salón. La distancia que la separaba de éste era mayor de lo
que le hubiese gustado, mas no era imposible. Respirando profundamente, se alejó del
caballo. Con cuidado, cruzó las piedras lisas sobre las que había caminado durante la
mayor parte de su vida, y permitió que la familiaridad de éstas la relajaran. Con todos
los santos, sí que había extrañado este lugar. ¿De qué manera había logrado sobrevivir
en Fenwyck los últimos seis meses? ¿Cómo habría podido soportar su niñez allí? Daba
gracias a Dios que nunca tendría que conocer la respuesta a esta última pregunta. Anne
sospechaba que sólo recientemente había podido entender lo afortunada que había
sido. Gwennelyn de Artane la llenó de amor y atención, cosa que nunca habría tenido
en casa de su padre.
Claro, nada de esto hubiese sido posible de no ser porque señora Gwennelyn y
el padre de Anne se conocían. La relación de estos nunca había ido más allá de una
amistad, ya que había habido poco romance entre ellos—a pesar de los alardeos de
Geoffrey sobre lo contrario.
Hubo aún menos afecto entre Geoffrey y Rhys de Piaget, aunque Anne sabía
que ambos se consideraban el uno al otro como fieles aliados. Anne había escuchado
bastantes historias sobre sus previos encuentros como para saber cómo eran las cosas
entre ellos, aunque ni el señor ni la señora de Artane menospreciaban a su padre. Este,
por el contrario, nunca había sido muy cortés con ellos. Afortunadamente, su relación
con Artane siempre fue lo suficientemente amigable para que Anne fuese recibida
entre sus murallas, en aquel entonces sin acabar, y por esto estaba muy agradecida.
—Vamos, entonces, —dijo Geoffrey, asiéndola del brazo y dirigiéndose hacia la
edificación. —Será mejor que entremos.
Anne sentía empeorar el dolor en la pierna con cada paso que daba, y estuvo a
punto de rogarle a su padre que se detuviera, pero eso habría constituido una
repetición de los tormentos su niñez, la falta de atención de Rhys al permitir que estos
sucedieran, y un montón de otras cosas que preferiría no escuchar. Miró hacia la parte
de arriba de las escaleras y maldijo al ver el número de personas que iban y venían.
Bien, no tenía otra opción más que atravesar el gentío si quería encontrar una silla.
Apretó los dientes y contó los pasos que le faltaban para entrar al gran salón y sentarse
en paz.
Y entonces una figura le bloqueó el paso. Levantó la mirada y sin poder evitarlo
se estremeció.
—¿Por qué tanto afán?—preguntó el caballero. —Seguramente vuestro viaje ha
sido trabajoso.
Anne suprimió una mueca. De todas las personas que con las que se podía
haber topado, tenía que ser el vándalo frente a ella.
—Bien, por fin un caballero honorable, —dijo Geoffrey, empujando a Anne
fuera de su camino en su afán por apretarle la mano al hombre. —Lo conozco, o ¿me
equivoco?
El caballero se inclinó cortesmente.
—Baldwin de Sedgwick, mi señor. Conozco muy bien a vuestra hija.
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Sí, eso era cierto. La relación entre ambos no incluía otra cosa más que
tormentos, y no podía soportarlo más. Anne sabía que no se atrevería a insultarla
frente a su padre, pero eso no hacía su presencia más tolerable.
Su padre le lanzó una mirada significativa, y ella podía imaginarse qué era lo
que él quería decir. Mira, testaruda. Otro hombre al que podría convencer de casarse contigo
por una buena suma de dinero. Los ojos de Anne se alejaron de su padre y se dirigieron a
Baldwin. No se sorprendió de ver la usual mirada desdeñosa en su rostro. Tal vez sería
lo suficientemente valiente para burlarse de ella en presencia de su padre.
Sin embargo, cuando éste se volvió de nuevo a mirar a Baldwin, el joven no
tenía más que una sonrisa cortes para él.
—¿Estáis casado?—preguntó Geoffrey sin rodeos. —Sois el heredero de
Sedgwick, ¿o no?
—No, mi señor, —dijo Baldwin, moviendo la cabeza de un lado a otro, —pero sí
mi hermano, quien recientemente ha sido bendecido con un hijo, William. Así que,
como podéis ver, no tengo ninguna esperanza de heredar.
Geoffrey gruñó.
—Bueno, hay mucho que decir sobre el afán por progresar. Hay bastante que
decir sobre la hambruna que por algo mejor. Mi hija no está desposada, ¿sabíais? Tiene
algunos defectos.
—Una pierna débil, —replicó Baldwin.
—Sí, eso, —concordó Geoffrey.
Anne apenas podía creer que estuviesen discutiendo sobre ella de manera tan
abierta, y no sentía deseo alguno de seguir escuchando. Dios sabe cuán franco había
sido su padre con todos los hombres que había invitado a la casa para verla a ella y a
su dote. Y en lo que a Baldwin respectaba, sabía que éste sería aún más desagradable al
describirla, pues Anne sabía exactamente lo que pensaba. ¿No lo había acaso
escuchado desde que lo conocía?
Se alejó de su padre, aunque le costó mucho trabajo caminar sin cojear
demasiado.
Antes de que la alcanzase se abrió la puerta del salón y el propio Rhys salió al
frío aire de otoño. Antes de poder musitar cualquier palabra Rhys había bajado todos
los escalones y la había tomado en brazos. El alivio que Anne sintió casi le bastó para
que se le doblaran las rodillas. Se encontraba a salvo en casa. Y tal vez, con mucha
suerte, podría quedarse.
Las protestas de su padre alcanzaron sus oídos mucho antes de que llegara a su
lado.
—Fue tonto de nuestra parte venir, —dijo Geoffrey, —mas insistió. No debería
viajar con esa pierna.
Anne apretó los dientes. Rhys nunca habría continuado recordándole su
debilidad, ni tampoco le habría advertido cada hora que tuviese cuidado. No, habría
dejado que fuese hasta donde su orgullo le permitiera y entonces simplemente la
habría alzado en brazos y llevado hasta una silla. Rhys había sido la única razón por la
cual había pasado tantos meses aprendiendo a caminar otra vez después de su
accidente; su aprobación había sido el único motivo por el que se había esforzado más
de lo que debía.
O por lo menos eso se decía a sí misma. Su verdadera razón para superar su
cojera era algo tan doloroso que rara vez se permitía pensar en ello. La aprobación que
buscaba era la de alguien que nunca la miraba dos veces si podía evitarlo, quien se
había ganado el respeto de todos muy rápido y que luego se había ido a la guerra. No,
nunca tendría su aprobación.
Era una pena que fuese la suya la que más le importaba.
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Rhys darle un suave apretón antes de dejarla ir. Anne pensó que nunca había
estado más feliz de ver a alguien que cuando vio al hombre que tenía las mejores
probabilidades de salvarla de los despiadados planes de matrimonio de su padre.
—Un viaje largo, muchacha, —dijo Rhys. —Pero el sacrificio significa mucho.
Me aflige tener que daros esta noticia.
—¿Ves?—dijo Geoffrey intencionadamente. —Le he dicho que sería en vano. —
Resopló, indignado. —Todo esto no ha sido más que para un entierro.
Anne sintió que le apretaban la soga alrededor del cuello.
—Ni siquiera para ello. —Dijo Rhys, sombrío. —No hemos podido esperar más.
—Entonces no hemos de quedarnos mucho tiempo. —Dijo Geoffrey. —Tengo
planes para ella en casa, Rhys.
Anne cerró los ojos y rogó con todas sus fuerzas que algún santo se apiadase de
ella y le proveyese alguna manera de quedarse en Artane. Su mayor deseo era el de ver
a su padre regresar a Fenwyck, más allá de las almenas de Artane. Para asegurarse,
había empacado uno o dos vestidos más, en caso de que esto sucediese.
—Montgomery quería mucho a Anne, —dijo Rhys. —No tengo dudas de que le
habría alegrado volver a verla.
—No creo—empezó Geoffrey.
—Sí, bueno, rara vez lo haces. —Dijo Rhys se manera cortante. —Entra,
Geoffrey. Gwen seguro querrá verte.
Anne observó a su padre mientras este dudaba, y luego lo consideraba.
Aparentemente el poder de convicción de la belleza de señora Gwennelyn aún era
fuerte ya que, a pesar de refunfuñar, entró a la casa sin protestar. Anne respiró
profundamente y luego se volvió a mirar a su padre adoptivo.
—¿Estáis bien, mi señor?—preguntó.
Rhys sonrió gravemente.
—Lo suficiente. Montgomery fue un buen amigo, y lo echaré de menos. Pero se
habría alegrado de que hayas regresado a casa.
Le alegró el ver que estaba manejando tan bien la pérdida. Sir Montgomery
había sido el último de los guardias originales de Rhys en morir. Había perdido a los
gemelos Fitzgerald no hacía dos años, y esto había sido un golpe muy duro para él. El
perder también a Montgomery debía haberlo afligido profundamente.
—Siento haber llegado tarde, —dijo ella.
—No podías haberlo sabido. —Colocó la mano de ella bajo su brazo y se volvió
hacia las escaleras. —Ahora dime, ¿qué tontería ha hecho tu padre para mantenerte
lejos por tanto tiempo de tu verdadero hogar?
—Pretendientes, —dijo Anne, estremeciéndose.
—Pobre pequeña. Me imagino que no te ha dado muchas opciones.
—No, no lo ha hecho.
—Tú déjamelo a mí. —Dijo él. —Yo sé que hacer para que cambie de parecer.
Claro, contar los rasguños ganados durante peleas. Pensó, seguido de… Ah, eso
sí lo podrías hacer. Más no dijo nada en voz alta.
Estaba a tres escalones de la calidez y el consuelo de la casa, y eso ya era tarea
suficiente por el momento.
Una vez hubo subido el último escalón, entrado a la casa y cerrado la puerta
tras ella, Anne apenas podía mantenerse de pie, temblando. Vio la distancia que la
separaba de la chimenea y el montón de cómodas sillas y taburetes, y le dieron ganas
de llorar. Su orgullo era lo único que la impedía de caer de rodillas. Rhys no se apartó
de su lado. Sabía que se limitaría a esperar pacientemente junto a ella hasta que
recuperara la voluntad—y de esto tomó fuerzas.
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Pero antes de que pudiera reunir más energía o valor, un torbellino de faldas y
cabello oscuro bajó hasta el gran salón y corrió a través de los juncos. Anne se preparó
para el abrazo que sabía muy probablemente la tumbaría, muy poco delicadamente, en
su trasero.
—Por todos los santos, llegaste, —fueron las palabras que acompañaron el
abrazo y el beso. —¡Anne, te juro temí que tu padre nunca te dejaría salir de
Fenwyck!—
Anne se agarró de su hermana substituta y suspiró, aliviada.
—Te aseguro, es casi un milagro que esté aquí, —concordó.
Amanda de Artane retrocedió y puso los ojos en blanco.
—¿Qué clase de viejos decrépitos te consiguió para que escogieras?—le
preguntó. —Ninguno que te merezca, me imagino.
—Ese tipo de imaginación, —dijo Geoffrey, quien había aparecido de repente
detrás de Amanda —fue, y sigue siendo, la ruina de vuestra madre. Haríais bien en
contener el impulso.
Amanda se volvió a mirarlo mientras que Anne controló el impulso de
esconderse detrás de ella, en caso de que la inevitable discusión la fuera a incluir.
Amanda era terriblemente franca, y no tenía sentido diplomático. Anne se debatía
entre decirle que callara, y darle ánimos. Tal vez Amanda podría convencer a Geoffrey
de que Anne aún no se encontraba en condiciones de casarse—especialmente con
alguien de su elección.
—Mi señor Fenwyck, —dijo Amanda, inclinando la cabeza, —es un placer
veros, como de costumbre.
—Tenéis la belleza de vuestra madre, —gruñó Geoffrey. —
desafortunadamente, también poseéis su suelta lengua.
—Dones, ambos, —concedió Amanda. —Ahora, sobre estos pretendientes…
—He escogido varios hombres excelentes.
—Que probablemente le doblan la edad.
—No sabéis nada, —dijo Geoffrey, cortante. —Y vos, habéis pasado la edad
para que cualquier hombre sensato os tomara y domara.
—Como si alguno pudiera.
Anne esperaba que le siguieran golpes a la discusión, pero Rhys le ahorró la
escena al meterse entre su hija y el padre de Anne.
—Es suficiente, —dijo con tono reprobador. —Amanda, acompaña a Anne
junto al fuego. Fenwyck, ven conmigo. Has tenido un largo viaje, y tengo bebidas
calientes en la solana1. Puedes descansar allí.
—Podría descansar mejor en Fenwyck, —musitó Amanda.
Anne se mordió el labio para evitar esbozar una sonrisa mientras observaba a
Rhys llevarse a su padre, pero no pudo impedir la risa cuando Amanda se volvió hacia
ella con el ceño fruncido.
—Oh, Amanda, —dijo, jadeando, —algún día de veras hablarás demasiado, y te
encontrarás en graves problemas.
Amanda desechó sus palabras como si fueran moscas.
—Si supieses todas las cosas que pienso más no digo, me encontrarías
comedida. Ahora, vamos a sentarnos junto al fuego. Cuéntame todas tus tristezas y yo
lloraré contigo. Entonces vendrá mi madre, se las contaremos otra vez, y hablará con tu
padre. Sabes que puede convencerlo de que es un tonto.
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Nota de la correctora: Solar tiene connotaciones de “terreno sin edificar”, así que lo cambie por “solana”
Solana
1. Sitio o lugar donde el sol da de lleno.
2. Corredor o pieza destinada en la casa para tomar el sol, acristalada o no.
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Anne sospechaba que su caso estaba más allá de las habilidades de señora
Gwennelyn, pero una podía soñar. En ese preciso momento, sin embargo, necesitaba
urgentemente calor y asiento, así que se apoyó en su compañera, cojeó hasta la
chimenea y se sentó agradecida en algo que no se movía. Como le había ordenado
Amanda, la historia de Anne fue primeramente contada sólo para sus oídos, y luego
otros se le unieron a escuchar los horrores que había vivido. Los murmullos de
disgusto, las exclamaciones de indignación y las amenazas dirigidas a su padre eran
música para sus oídos y se encontró sonriendo por primera vez en varias semanas.
Se encontraba con aquellos por ella más queridos y, por el momento, estaba
libre de pretendientes indeseados. El mañana quedaba lejos. Después de todo, se
encontraba lejos de la casa de su padre, y eso era algo de lo que estaba segura sólo
habría de pasar al irse con un abominable marido. Pero en cambio, se encontraba allí,
sentada cómodamente junto al fuego, y en la compañía de sus seres más queridos.
Era tan agradable como se lo había imaginado.
La velada trascurrió sin incidentes, y la familia se reunió junto al fuego en la
solana de Rhys, como acostumbraban hacer. Anne estaba con ellos, cosa que
consideraba un privilegio. Aunque había otros acogidos en Artane, Anne era la única
que realmente formaba parte del núcleo familiar. Estaba segura que esta era otra de las
razones por las que Baldwin de Sedgwick la aborrecía. Él era pariente de Rhys, mas no
tenía entrada a la solana. Sin embargo, Baldwin no era el que más se resentía por este
hecho. Su hermana, Edith, también había venido a vivir en Artane, y que el señor de la
casa no la contara entre sus confidentes y amistades le molestaba profundamente.
Pero por el momento Anne no tenía que preocuparse por Baldwin o su
hermana, o nadie más. Estaba en casa ahora, y eso era suficiente. Sentada junto a
Amanda, miró a su alrededor complacida.
Sus padres sustitutos estaban sentados muy juntos, tomados de la mano, y
lucían tan felices como la primera vez que Anne los había visto juntos. Su felicidad era
obvia para todos, así como el orgullo que les tenían a sus hijos. ¿Y por qué no? Entre
los que habían adoptado y los de su propia sangre, tenían una prole que envidiar.
Anne miró a la mayor de las hijas, Amanda, y sintió la acostumbrada envidia.
Pero ahora, no era más que el simple anhelo de haber nacido con la belleza que
Amanda poseía. Y no era sólo su belleza lo que Anne no podía evitar desear; Amanda
tenía un fuego interno y un espíritu que Anne sabía pocas personas podían alardear de
tener. Pero muchos años de observar a su hermana le habían enseñado que tal espíritu
tenía su precio—básicamente las empedernidas discusiones entre Amanda y Rhys
sobre qué tipo de vida debía llevar. Amanda no era una persona fácil de llevar, pero
Anne la quería de igual manera y estaba agradecida por su amistad.
Miles le seguía a Amanda no solo en edad, sino en su lugar en la mesa. Se
parecía muchísimo a su padre, lo que significaba que era extremadamente buen mozo.
La diferencia, sin embargo, residía en el hecho de que, mientras Rhys tenía una
disposición generalmente alegre, Miles era introvertido. Pero a Anne le agradaba
mucho Miles, ya que aunque melancólico, era inteligente. Se alegraba de que estuviese
en casa, ahora que se había ganado sus espuelas. También sospechaba que no se
quedaría por mucho tiempo, pero Anne disfrutaría de su compañía mientras tuviera la
oportunidad.
La hermana menor de Miles, Isabelle, se parecía mucho a Amanda físicamente,
aunque no en su temperamento. Era muy dulce, y tan tratable como podría esperarse,
después de pasar todo su tiempo en compañía de Amanda.
Los más pequeños eran un par de gemelos. Afortunadamente para el resto de
los hijos de Rhys y Gwen, habían sido los últimos, de otro modo Anne sospechaba que
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Había escuchado, gracias a las cartas que su madre le había enviado a Nicholas,
que Montgomery había sido herido. Robin pensaba que el hombre se recuperaría, pero
aparentemente estaba equivocado. Aunque sus padres podrían superar bien la
pérdida, tal vez era hora de que volviera a casa para una corta visita. Pasaría algún
tiempo con su padre y vería como los últimos años habían afectado la casa de su
familia. También se encargaría de echar un vistazo a sus propiedades. Sí, había muchas
cosas que podía hacer en Inglaterra durante su estadía allí. Quizás entre más rápido
fuera, más rápido podría regresar.
—Deberíamos ir, —dijo Robin suspirando. —Probablemente antes de dos
semanas.
Nicholas no dejó de leer.
—Oh, apúrate con esa maldita cosa, ¿quieres?—le exigió Robin.
Nicholas lo ignoró.
Robin juntó las manos en su espalda y se quedó de pie, dándole la espalda al
fuego.
Por lo menos podía calentarse un momento mientras contemplaba los
diferentes misterios de la vida y cómo se veía enredado en una buena parte de ellos.
Estaba, por ejemplo, el misterio de su hermano. Robin miró a su hermano y
frunció el ceño. Qué bueno sería tener tan pocas preocupaciones. Robin observó a su
hermano estirar las piernas en su silla, como si no tuviera ningún problema. ¿Y qué
problemas podía tener? No era el primogénito.
Su origen tampoco parecía molestarle. Si se preocupaba de que su padre fuera
quién-sabe-quién y que su madre fuese una sirvienta, nunca lo demostraba. ¿Y porqué
debería? Era el adorado hijo adoptivo, el segundo, de uno de los lores más poderosos
de Inglaterra. Tenía su propia casa en Francia y otras propiedades en Inglaterra que lo
hacían un hombre muy rico. Las mujeres se morían por él y de algún modo Nicholas
siempre lograba evitar dejar algún bastardo por ahí. Robin no lo entendía y no podía
evitar sentirse irritado por ello.
Robin tenía tantas preocupaciones que no podía pensar en todas a la vez. Aún
cuando había sido adoptado por Rhys de Piaget, de igual manera que Nicholas, él era
el heredero de Artane, y todo lo que eso acarreaba. No era ningún secreto que su padre
había sido el difunto barón de Ayre. Luego de su muerte, la madre de Robin había
desposado al capitán de su guardia, Rhys de Artane. Robin nunca había dudado en
aceptar a Rhys como su padre. Desde que tenía memoria, siempre había querido
pertenecerle de veras a Rhys de Piaget. Aún así, con ese título venían
responsabilidades, que Robin no había rechazado.
Constantemente era observado por sus hombres, otros nobles, cualquier tipo de
realeza que se encontrara en los alrededores—y todos esperaban a que diese un paso
en falso, un primer signo de debilidad, su primera derrota en las lizas. Siempre había
sido así, y probablemente lo seguiría siendo en el futuro. No solamente su honor
dependía de su desempeño sino también el de su padre.
Era una responsabilidad que no le pesaba a Nicholas para nada. Si no le iba
muy bien en un torneo, lo que rara vez pasaba, no le afectaba y se contentaba con una
mujer. Robin no podía dejarlo así como así. Cada enfrentamiento, cada encuentro
significaba la diferencia entre el éxito y la vergüenza. No podía fallar. No lo haría.
Moriría antes de que se rieran de él otra vez.
—Bueno, —dijo. —Esto sí que es interesante.
—¿Qué?—dijo Robin, preguntándose exactamente qué podría haber encontrado
de interesante el hueco de su hermano.
—Mamá mandó aviso a Fenwyck.
Robin frunció el ceño.
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menos un poco como estaba antes de que lo atacase. Robin retrocedió y respiró
profundamente.
—No me importa, —dijo. —No me importa para nada.
—¿De veras?—preguntó Nicholas.
—No me importa donde se encuentre, —Siguió Robin. —Solamente me
enfurece que no me hayas dicho todo lo que nuestra madre escribe en sus cartas.
Bien, eso sonaba más razonable.
—Bueno, —dijo Nicholas, esbozando una sonrisa, —Supongo que hay algo más
que no te he dicho.
Robin se preparó para lo peor.
—¿Sí?
—No he sido tan detallado en lo que respecta a las peticiones de mamá de que
volvamos a casa.
—No lo dudo, —farfulló Robin.
—Ha amenazado con venir a Francia y sacarte de las lizas a punta de espada.
Robin se estremeció al pensarlo. Su madre podía blandir la espada, eso era
cierto, y a veces lograba apuntarla en la dirección correcta, pero inevitablemente
siempre estaba a punto de desmembrar a cualquiera que fuera su oponente. Pero Robin
conocía bien a su madre, y sabía que sus amenazas no eran en vano.
Tal vez era hora de que regresara a casa, si no quería provocarla.
Sí, no tenía sentido no hacer todo lo posible para regresar a Inglaterra lo más
rápido posible y ver cómo progresaban las cosas en Artane. Sí, no tenía sentido no
hacerlo lo más rápido posible. ¿Quién sabe cuántas aventuras le podía evitar a su
madre? Su padre seguro se lo agradecería. Era otra razón para partir lo más pronto
posible.
Nicholas estaba a punto de volver a sentarse, pero Robin lo agarró de la camisa
antes de que pudiese hacerlo.
—Empaca tus cosas. Nos vamos inmediatamente.
—¿Por qué la prisa?
—Mamá nos necesitará.
Los labios de Nicholas empezaron a temblar, en su esfuerzo por no reír.
—¿Estás pensando en rescatar a Anne de sus desagradables pretendientes,
hermano?
—Nuestro padre también nos necesitará, —continuó Robin, ignorando la
sonrisa de su hermano. —Y no me gusta perder el tiempo cuando viajo.
—Lo más probable es que lleguemos demasiado tarde, sabes, —dijo Nicholas.
—A menos de que nos apresuremos. Y mira nada más qué apresurado estás.
Robin habría arrojado a su hermano al piso y lo habría pisado hasta quitarle esa
sonrisa del rostro, pero eso simplemente sería echarle leña al fuego.
—Apresúrate, —le ordenó Robin, y cruzó a zancadas el gran salón, ignorando
lo que, estaba seguro, no eran más que estúpidos balbuceos.
Robin agarró a su escudero cuando cruzaba la puerta.
—Ordena a los hombres que se preparen. Nos vamos en una hora.
—Sí, mi señor, —dijo Jason, asintiendo con los ojos abiertos de par en par. —
Como ordenéis.
Robin regresó a las lizas. Jason prepararía sus cosas y Robin sospechaba que le
iría mejor estando alejado. Comenzó a correr. Le gustaba la manera en que su cuerpo
ardía a medida que trotaba a lo largo de la muralla exterior. La sangre retumbante en
los oídos también le complacía, ya que casi lograba hacer que olvidase sus problemas.
Dios sabía que tendría poca suerte en encontrar a una mujer que le ayudase a
olvidar; su temperamento parecía ahuyentarlas a todas y empujarlas en brazos de
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Nicholas. Corrió hasta no poder respirar. Entonces se detuvo y se agachó con las
manos en las piernas, y tomó grandes bocanadas de aire. No quería ir a casa, pero sabía
que debía hacerlo. Su madre lo necesitaría, así como su padre. Montgomery había sido
una persona muy querida por ambos. Robin no había estado en casa para presenciar
los demás entierros durante los últimos cinco años; tal vez era hora de que hiciera el
esfuerzo.
Además, mientras más rápido llegasen, más podían ayudarle a ambos. Podían
convencer a un barco que lo dejaran a él y a su hermano lo más posible hacia al norte.
Así no perderían tanto tiempo cabalgando hacia el norte desde Dover. Sí, eso era lo
más razonable. Si decidía quedarse más tiempo en Inglaterra, mandaría por sus cosas.
Pero sospechaba que no se quedaría más de un mes, tiempo que consideraba
suficiente para asegurarse de que todo andaba bien para luego irse a la corte. Tal vez
tendría la excepcional fortuna de no toparse con Baldwin de Sedgwick, quien sin duda
todavía andaba pavoneándose por Artane con la misma arrogancia que había irritado a
Robin cuando tenía apenas catorce años. Sí, probablemente Baldwin seguiría sonriendo
de la misma manera en que Robin lo había visto sonreír cuando le había partido dos
dedos a Nicholas. Sorprendentemente, Robin recordaba bien esa sonrisa, considerando
que la había visto a través del lodo escurriéndose por su rostro y ojos.
Soltó los puños conscientemente, tratando de ignorar el hecho que los había
apretado en un primer lugar. Apenas podía evitarlo. Trataba de no pensar en aquella
tarde si podía evitarlo, pero a veces lo tomaba desprovisto.
Desafortunadamente, su enemistad con Baldwin de Sedgwick había durado
mucho más que una tarde, y sospechaba que esa era la razón por la que lo molestaba
tanto. Baldwin había llegado a la puerta de su padre casi al mismo tiempo en que había
sido terminada. Su tío lo había mandado allí a criar aunque entonces Robin no había
entendido para qué se había molestado, ya que Baldwin había estado cerca de ganar
sus espuelas. Pero había ido, y había estado tan infeliz por llegar como lo había estado
Robin al verlo en la puerta.
Había nacido un inmediato desagrado entre los dos, y en sus momentos más
razonables, Robin se había dado cuenta que Baldwin lo odiaba por su herencia. Robin
sería, después de todo, su amo, con el pasar del tiempo. Rhys no necesitaba de
Sedgwick, o de sus habitantes, así que sus primos no tenían que preocuparse por
perder sus lechos por el momento. Robin nunca había visto el lugar, pero había
escuchado suficientes historias de su decaimiento como para querer evitarlo.
Pero aunque hubiese tenido la labia para decírselo, sospechaba que Baldwin no
lo habría escuchado. Ese miserable animal había aceptado toda oportunidad posible
para provocar y molestar a Robin hasta que éste se había alegrado de escapar de su
hogar para servir de escudero a otro señor. Se había marchado, aliviado de verse libre
del tormento y determinado a adquirir la habilidad con la espada para hacer tropezar a
Baldwin de sorpresa la próxima vez que se viesen.
Robin se enderezó y respiró hondo. Se había entrenado bien, se había vuelto
hombre y tal vez era ya hora de que dejara descansar esos infantiles recuerdos.
Baldwin no lo derrotaría. Podía vengarse fácilmente. Tal vez regresaría a casa, y
recorrería los caminos de su niñez, y haría todo lo posible por no pensar en los
recuerdos que aún lo agobiaban. Podían evitar fácilmente a Baldwin.
Y tal vez también podría evitar a aquella otra persona que siempre invadía sus
pensamientos.
No quería pensar en ella. No quería verla en su imaginación. Y tampoco quería
que su pulso se acelerara con la idea de estar en el mismo lugar que ella.
Anne.
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Si fueses mía
Dios santo, nunca habría esperado que su padre se la llevara de manera tan
inesperada.
Pero no sabía porqué estaba tan sorprendido por ello. Tenía ya diecinueve años,
seguramente lo suficientemente crecida para haber estado casada una o dos veces.
Debía de haber hecho algo para arreglar esa situación, pero no lo había hecho. No
podía—por más razones de las que estaba dispuesto a admitir.
Empezó a correr una vez más, forzando a sus piernas a pisar con fuerza. Dejó a
un lado sus pensamientos, rogando que el ejercicio lo cansara lo suficiente para que
pudiera escaparse de ellos hasta que el ajetreo del viaje lo consumiera. A casa tendría
que ir, pero sería mucho más fácil si no pensase en ello por anticipado.
O por lo menos eso esperaba.
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Capítulo 3
Anne caminaba con cuidado por el pasillo de Artane, haciendo lo posible por
evitar a su padre. No lo había visto esa mañana y daba las gracias por ello. Tal vez este
se distraería con otros asuntos, se olvidaría de ella y se iría. Tal vez Rhys lograría
persuadirlo de gastar sus energías entrenando al esposo de su hijastra en como
ocuparse de Fenwyck en vez de buscar uno ya entrenado para casarse con Anne. Tal
vez un noble buen mozo cruzaría las puertas de Artane, la vería, y profesaría su amor
eterno por ella.
Tal vez le crecería una pierna nueva y se volvería lo suficientemente hermosa
para retener a tal hombre.
Anne suspiró y se detuvo ante la solana de Rhys. Si tenía suerte, el señor de
Artane estaría adentro y con ganas de conversar. Había muchas cosas que quería
discutir con él. Era posible que conociese un lugar en donde pudiese esconderse hasta
que su padre se olvidase de que tenía una hija que vender.
Pero no había ni siquiera estirado la mano para tocar cuando las palabras de ira
de Rhys atravesaron la madera como si no estuviese allí.
—¿Por qué?—dijo Rhys. —¿Por qué insistes con esto, Geoffrey?
—¿Insistir con qué?—respondió Geoffrey. —¿Encontrarle por fin un marido?
—Sí, —dijo Rhys. —¡Su futuro está aquí!
—¿Con quién?—preguntó Geoffrey tajante. —¿Robin?
—Sí, Robin.
—¿Entonces dónde está él?—exigió Geoffrey. —¿Dónde estaba cuando tenía
doce años y estaba en edad de casarse? ¿En dónde ha estado los últimos siete años
cuando podía haberla echo su esposa? ¿En dónde está ahora?
—No está.
—Exacto, no está, —gruñó Geoffrey. —Está haciendo quién sabe qué, mientras
que mi hija se hace cada vez más vieja.
—Ella pertenece aquí, —insistió Rhys.
—¿Como qué? ¿La viuda tía de los hijos que Robin tuvo con todas menos con
ella? No la entregaré a un segundogénito, Rhys, ni a un hijo tercero o cuarto. ¡Se
quedará con el heredero, y es obvio que el tuyo no está interesado!
—Si le dieras un poco de tiempo.
—Tiene que casarse, Rhys, y es mi deber encontrar a alguien que la acepte.
—Muchos la aceptarían de buena gana, —dijo Rhys, furioso. —Si apenas
pudieses ver más allá de…
—¿Más allá de qué? Una niña inválida con escasa belleza y una juventud que se
acaba con cada día que pasa…
Las palabras de Geoffrey se cortaron abruptamente. Anne sospechaba que Rhys
acababa de golpearlo en la boca, ya que escuchó un sonido distorsionado, y luego una
buena dosis de insultos de parte de ambos. Los muebles emitieron grandes ruidos de
protesta a medida que los empujaban de un lado a otro. Anne sabía que tal
comportamiento atraería a la dama de la casa, y Anne no era capaz de soportar ver a
Gwen en ese momento.
Se dio la vuelta y regresó lo más rápido posible por el pasillo. Lo que de verdad
quería era caminar por la costa hasta que se le pasara el dolor. Desafortunadamente tal
viaje estaba fuera de sus capacidades después de tan riguroso viaje, así que tuvo que
contentarse con las almenas. La subida hasta allí sería lo suficientemente exhaustiva.
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Ningún guardia la paró mientras subía las escaleras, y nadie le denegó el acceso
a las murallas. Caminó a lo largo del parapeto, agarrándose de la piedra. Su equilibrio
no era exactamente perfecto en el suelo; al estar tan lejos de la tierra era realmente
enervante. Pero lo era mucho más estar abajo y escuchar a los demás discutir sobre ella,
así que se aguantaba el malestar.
Se detuvo en un lugar y se volvió hacia el océano. El viento soplaba su cabello
sobre sus hombros y le golpeaba las mejillas. Sólo entonces se dio cuenta que su rostro
estaba húmedo. Su intención no había sido llorar. De hecho, había pocas razones para
llorar. Sabía que su padre no había querido ser cruel. Sospechaba que se debatía entre
su preocupación por ella y su deseo porque sus bienes pasasen a manos de un yerno
adecuado. Pero nunca resultaba placentero que señalaran y consideraran sus defectos
de una manera tan abierta.
Lo que más le dolía era el saber que probablemente estaba en lo cierto sobre
Robin. Sabía que él no la amaba, a pesar de que su padre así lo quisiese. Y tonta como
era, no podía evitar soñar que las cosas fueran distintas. Tal vez si hubiese sido
hermosa. Tal vez si tuviese dos piernas igualmente rectas y servibles. Tal vez si se
pareciese más a Amanda. Lo único que tenía a su favor era que no tenía espacio entre
los dientes del frente, como su padre. Pero ese era un consuelo muy pequeño frente a la
verdad.
Robin podía haberla desposado hacía años si así lo hubiese querido.
Más no lo había hecho.
Y eso le dejaba en frente un camino intolerable.
Se pasó la manga del vestido sobre los ojos, que luego fijó sobre el agua. El
viento soplaba muy fuerte, pero se alegraba por el frío, ya que de cierta manera le traía
calma a su alma. Tal vez su padre no tenía otra opción más que buscar más allá de
Artane. Tenía que conseguir a alguien que pudiese manejar sus bienes. El hombre con
quien la hija de su esposa estaba casada no podía manejar ni sus propias cosas, mucho
menos terrenos. Era la única esperanza de Fenwyck, y tal vez su padre sólo hacía lo
necesario.
Ah, que sueños tontos, los de su corazón. Dejarlos ir era lo que más le dolía.
Anne observaba el océano, viéndolo bañar la costa incesantemente. Se
preguntaba si el objeto de su corazón estaba observando lo mismo, y qué pensamientos
lo consumían. ¿Era posible que pensase siquiera un instante en ella de vez en cuando?
No, decidió con tristeza, no era posible. Sus pensamientos eran sobre guerra,
sangre, y en acostarse con el mayor número de mujeres posible. Había escuchado más
historias de las que quisiera sobre sus conquistas no sólo en Inglaterra y Normandía,
sino también en toda Francia. Lo más posible es que no pensara en ella para nada,
excepto como alivio de no tener que aguantar su presencia.
—Los sueños de mi corazón, —suspiró, —son demasiado tontos, aún para mí.
—¡Anne!
El grito casi la hace caer. Las maldiciones que le siguieron no le dejaron duda
alguna de que su padre la había encontrado.
—¿Qué haces aquí?—le exigió Geoffrey. —¿Y hablando sola como si estuvieras
loca? ¡Maldita sea, niña, piensa! ¿Quieres que el chisme te preceda en todos los castillos
del norte?
—Pero…
—Baja, —dijo Geoffrey tajante, pero la mano en su brazo era suave. —Tenemos
algo que discutir.
Anne esperó hasta llegar al pasillo antes de usar su única artimaña.
—Me siento mal, —mintió. —¿Podría ir a la habitación de Amanda e Isabelle
por un rato, padre? Os alcanzaré cuando me haya recuperado.
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haría. Por otra parte, sin embargo, tal vez un poco de tranquilidad era precisamente lo
que necesitaba. Se volvió para cerrar la puerta.
Se detuvo, la mano en el asa de la puerta. Tal vez era mejor dejarla abierta,
mientras que encendía de nuevo el fuego. Luego se aseguraría de que tanto la
habitación como el pasillo estuviesen vacíos.
Respiró profundamente. Estaba en casa. No sufriría daño alguno allí. Caminó
hasta la chimenea, en donde algunos trozos de madera aún ardían débilmente. De
rodillas en el suelo, se agachó y sopló, tratando de revivir las llamas. Tras un momento
se sentó, buscando un trozo de madera o turba que arrojar a la pequeña llama que
había conseguido.
La puerta se cerró de golpe. Anne se puso de pie y se dio la vuelta, deseando
frenéticamente tener una espada y la habilidad para usarla. ¿Qué estaba pensando
cuando decidió venir aquí sola?
—¿Quién está ahí?—dijo, maldiciendo el temblor en su voz.
Nadie respondió. Soltó el aire despacio. Cómo si debiese haber esperado
respuesta.
Entonces le volvió la razón. Las antorchas habían estado apagadas, o ¿no? No
era otra cosa más que la brisa. Las puertas que se cerraban de golpe eran algo común
en el castillo.
Se pasó las manos por el vestido. Venir aquí había sido un error. Lo que
necesitaba hacer era estar en cama, no vagar por el castillo como alma en pena. Se armó
de valor y cruzó la habitación de la manera más tranquila posible. Dejó atrás la solana
y comenzó a cruzar el pasillo.
Y podía jurar que había escuchado otra vez aquel tintineo.
Tal vez no era nada, pero su imaginación era suficiente.
Emitió un grito ahogado, se alzó la falda y cojeó por el pasillo lo más rápido que
pudo. Las voces que venían desde abajo la llamaban como la luz al final de un túnel.
Anne bajó las escaleras, la cara crispándosele de dolor cada vez que cargaba el peso
sobre su pierna. ¡Cómo odiaba el otoño y su frío!
Tropezó en el último escalón y habría salido volando si un fuerte par de brazos
no hubiesen estado allí para detener su caída. Rhys la puso otra vez de pie, y frunció el
ceño al ver el rostro de ella.
—Anne, —dijo, —¿qué te sucede, hija?
—Nada, —dijo débilmente. —Creo que estoy demasiado cansada.
Rhys dudó, mas luego asintió y se agachó para besarle la frente.
—Ve entonces, pequeña. Dormir te hará bien.
Ella asintió y cojeó por el corredor hasta la habitación que siempre había
compartido con Amanda e Isabelle. Cerró la puerta, se apoyó contra ella y suspiró.
Lo que quería era quedarse en cama durante las próximas dos semanas.
Desafortunadamente, sabía que eso sólo empeoraría las cosas. Por más desagradable
que le pareciese, tendría que levantarse todos los días. Si no lo hacía, su pierna se
pondría tiesa y pasarían días antes de que le funcionase bien otra vez. Atravesó la
habitación y se sentó cuidadosamente en la cama.
Y todos sus problemas habían empezado porque ella, a la tierna edad de los
nueve, había sido retada a montar un caballo que no estaba domado y lo había hecho,
sólo para callar a Baldwin, quien la había llamado desgarbada. El recuerdo de ser
arrojada en las lizas todavía era muy vívido. Aún podía ver tropezar al caballo,
pisándole la pierna y destrozando el hueso en su muslo. Ah, la agonía de no poder
desmayarse…
—¿Anne?
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Se sobresaltó con el sonido de la puerta que se abría. Anne se dio la vuelta para
mirar a Amanda.
—¿Sí?
—Dios mío, ¿qué te ha pasado?
—Nada, —dijo Anne. —Sólo estoy agotada.
Amanda fue a sentarse junto a ella.
—Fue un día difícil para ti, Anne. Ven, déjame acostarte.
Anne no protestó. Permitió que Amanda la acomodase en la cama y le subiese
las cobijas hasta el mentón como si fuese una niña pequeña.
—Me alegra que estés en casa, —dijo Amanda, sentimental. —Estos han sido los
meses más largos de mi vida.
Anne sonrió lacónicamente.
—Estoy segura que no. Ha empezado la guerra por tu mano. Aún los hombres
que mi padre ha traído para verme no pueden más que hablar de tu belleza.
—Entonces son unos tontos, —dijo Amanda. —No me ven más que como a un
demonio que deben aguantar simplemente para obtener mi dote. Guy de Cork estuvo
aquí hace un mes, y te juro que pensé que iba a revisar mis dientes y preguntarle a
papá cuántas veces al día debía alimentarme.
Anne rió.
—¡No!
—Sí, es cierto. Yo lo llamé imbécil, y le dije que buscase una yegua en otro
establo. Me dicen que no les importan las tierras y el oro, pero puedo verlos contar en
sus mentes, aún cuando me cortan la carne durante la cena. No permitiré que me
consideren sólo como un trato de negocios.
—Por lo menos tú te puedes dar el lujo de pensar así, —dijo Anne suspirando.
—Ni siquiera la extensión de las propiedades de mi padre pueden compensar mi
fealdad.
—Detente, —exclamó Amanda. —Anne, la última vez que te viste a un espejo
fue cuando tenías trece años. Eso fue hace seis años, hermana. Nadie es buen mozo a
los trece.
—Oh, Amanda, tú sabes que no es cierto. Eras tan hermosa en ese entonces
como lo eres ahora. Y mira a Isabella. Los soldados de la guarnición apenas pueden
respirar cuando ella pasa junto a ellos.
Amanda la miró sin saber qué hacer.
—Anne…
Anne parpadeó para detener las lágrimas de humillación.
—Te ruego que no hablemos más de esto.
—Tonterías, —dijo Amanda, pero su voz era dulce. —Anne, yo crecí
envidiando tu cabello rubio y tus ojos verdes, y siempre pensé que eras la criatura más
linda que había visto jamás. El tiempo apenas ha incrementado tu belleza. Tus trazos
son angelicales, tu genio dulce, y tu bondad resplandece como un faro. Y si quieres
saber la razón por la que los hombres no han pedido tu mano en el pasado, te lo diré.
Papá siempre ha reclamado el derecho de elegir tu marido y tu padre se lo ha
denegado. Ellos todavía discuten por esto.
—Tengo diecinueve años, —exclamó Anne. —¡Lo suficientemente vieja como
para llevar ya años casada!
Amanda se inclinó sobre ella y le besó la mejilla.
—Duerme, hermana, y no pienses más en eso. Papá puso piedras nuevas en el
jardín este verano, y son lisas y delgadas. Caminaremos allí mañana.
Anne asintió cuando Amanda se levantó. Tal vez ella tenía razón y era mejor no
pensar más en esas cosas. ¿Qué sentido tenía? Había aprendido mucho con Gwen y por
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Capítulo 4
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—Eres una estúpida, —se quejo Baldwin. —Echará a perder tus planes,
hermana. Recuerda mis palabras.
Edith estaba más preocupada por Baldwin que por Maude. Maude podría ser
una estúpida, pero era, después de todo, simplemente una mujer. Baldwin era un
necio, pero poseía además la crueldad que sólo había visto en los hombres. Si no
hubiera estado convencida de que también podría controlarlo, lo habría temido.
—Maude se cree predestinada para tenerlo, Baldwin, —dijo pacientemente. —
Una mujer hará mucho por esa clase de amor.
—Pobre hermanita, —se mofo Baldwin. —¿Estás celosa? ¿O son tus celos para
Anne? ¿No querrás a Robin sólo para ti?
Edith sólo permaneció en silencio. No le importaba que se cebara con ella. Su
hermano siempre estaba listo para provocarla, pero ella tenía mejores modos para
gastar sus energías. Además, era un idiota si pensaba que se preocuparía por Maude o
por Anne de Fenwyck. Eran simplemente obstáculos que se eliminarían con el tiempo.
—Tienes que controlarla, —se quejé Baldwin. —No permitiré que arruine mi
plan.
¿Su plan? Edith se mordió el labio para impedir decirle que sus posibles
pensamientos no podían elevarse al nivel de plan. Baldwin nunca había pensado más
que en el fondo de su jarra o la punta de su espada.
Baldwin se había levantado y caminaba a grandes pasos.
—Volverá a casa pronto, te lo garantizo. Condenado diablo. Ya debería haber
acabado con él hace años, mientras tuve la posibilidad…
Edith se inclinó contra la pared y siguió escuchando su diatriba. La poca visión
de su hermano sería su fin algún día. Por ahora su cólera era estable y esto le era de
utilidad.
Mientras sus proyectos no perjudicaran los suyos, desde luego.
Y esto era algo que podría controlar por ahora. Robin de Artane volvería pronto
y Baldwin podría hacer con él lo que quisiera.
Hasta cierto punto, claro.
—Le mataré esta vez, —gruño Baldwin, algo más que inquieto.
—Si estás aquí.
Baldwin frunció el ceño en su dirección.
—¿Te has enterado, entonces? Artane me ha enviado para negociar con un
puñado de sus sanguinarios feudos. Quizás sabe que mataré a su hijo si estoy aquí.
Edith sospechaba que Rhys había despedido a Baldwin solamente porque no
toleraba su presencia. Aunque en realidad no tenía ninguna duda sobre eso, era
Baldwin quien iba como el guardia de uno de los vasallos de Rhys, no como el
portavoz de Rhys. Sospechó que su hermano prefería no entender este hecho.
—Tendría miedo si fuera él, —Dijo Baldwin misteriosamente. —Tendría miedo
por el lamentable cuello de Robin.
Edith se apartó de la pared.
—Hermano, — dijo ella quedamente, —¿Cómo vas a matarlo cuando regrese?
—¡Morirá!—dijo Baldwin, elevando su pecho. —¿No lo entiendes?
Edith frunció el ceño, como si realmente tuviera que luchar para concentrarse.
Baldwin pensó que su cabeza estaba vacía, como la de todas las mujeres, y Edith nunca
lo había decepcionado. Era mejor así.
—Pero, —dijo despacio, —Si está muerto, no podrás atormentarle.
—¡Aja!, —dijo Baldwin con ligero desdén. —Lo quieres para ti y te da pena
pensar en que se pudrirá dentro de la tierra.
Edith sonrió, algo nerviosa pero una sonrisa esperanzadora.
—Sí, puede que sea eso.
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—Ya lo sabía, —dijo con repugnancia. Escupiendo sobre sus pies. —Tiene lo
que debería de haber sido mío. Tendré a Sedgwick y lo tendré sin él como mi Señor
feudal.
Edith luchó para no emitir un suspiro. Había escuchado esta misma letanía todo
el tiempo que había estado en Artane y ya habían pasado diez largos años. Baldwin
rabiaba por ese verraco pagado de si mismo, pero su rabia era en vano. Robin se había
ido mucho antes, y Anne era la que sufría los impactos de la ira de Baldwin. Y hasta
Edith tenía que admitir que Anne había sido un pobre sustituto. Nunca había habido
ninguna justicia en aquella contienda.
No era que Edith se preocupara excesivamente por la justicia. Seguramente
nunca disfrutaría de los resultados.
—Ese bastardo, —escupió Baldwin.
Bien, esto era algo más que debía de ser hablado, pero Edith decidió que ahora
no era el momento. Baldwin solía comenzar estos enfáticos discursos por lo general
después de bajar hasta donde estaban los barriles de cerveza en el sótano y estos sólo
producían nada además que asombrosos dolores de cabeza. Sería mejor distraerle
mientras pudiera.
—Pero si matas a Robin, —dijo, —estarás a merced de sus otros cuatro
hermanos.
—Los mataré también.
Había un cierto encanto en esto último, pero era algo que saborearía más tarde.
No había arrastrado a Maude hasta Canfield sólo para estar de pie ociosamente y mirar
como Baldwin mataba al Clan entero de los Piaget. Los demás podrían salvarse por un
tiempo. Robin era su presa en este momento y por otros motivos que Baldwin no
podría imaginarse aparte de los del corazón.
Y no lo quería muerto antes de que le hiciera pasar por algo más de una selecta
agonía.
¿Y que mejor manera sino comenzar con el que fue su amor?
No importaba que no hubiera regresado a por ella. Ya lo haría. Edith los había
observado a los dos durante años. Regresaría y reclamaría a Anne como suya.
Y en ese momento la venganza de Edith comenzaría.
Baldwin se detuvo de golpe en medio de la recámara. Fue lo bastante repentino
para que Edith lo miró extrañada. Su expresión era de sorpresa. Y luego estalló en
carcajadas.
Y a pesar de ser su hermano, por su espalda le subió un terrorífico escalofrío.
—Mataré a todos los varones, me casaré con Amanda, —dijo maravillado. —
Eso me dará el control total de Sedgwick.
—Pero Amanda no es la hija carnal de Rhys, —advirtió Edith. —Su padre era el
barón de Ayre.
Baldwin la miró momentáneamente perplejo.
—Lady Gwennelyn estuvo casada con Alain de Ayre, —le recordó Edith. —
Amanda no es hija carnal de Piaget.
—Pero la ha reclamado como propia, —argumento Baldwin.
—¿Pero con reclamarla es suficiente?
Baldwin sacudió su cabeza, como si se quitara una mosca molesta.
—Ya pensaré sobre esto más tarde. Primero los demás deben de ser eliminados.
Podría pensar en la herencia de Amanda o en su falta de ella todo lo que
quisiera, mientras que no matara a nadie antes de tiempo. Edith no quería que su
hermano desbaratara sus planes.
—Humilla primero a Robin, — dijo con cuidado. —Necesitas vengarte.
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Capítulo 5
Robin permanecía en la proa del barco, disfrutando del helado viento del
amanecer. Sus pensamientos lo habían mantenido despierto la mayor parte de la
noche. Debía de ser por el confinamiento. El capitán le había prohibido pasear por la
cubierta superior del barco y la inferior era inadecuada para los paseos que necesitaba.
Ahora el capitán estaba confinado en la cama y el primer oficial al mando estaba
deslumbrado ante su misión. Desafortunadamente la velocidad que llevaba el barco no
parecía suficiente. Robin se pasó la mano por el pelo y se inclinó sobre la barandilla,
rindiéndose a la batalla. Entonces dejó que regresaran sus pensamientos. Quizás si les
prestaba atención, perderían el poder que tenían sobre el.
Difícilmente podría imaginar que Anne había estado en Fenwyck el último año.
¡Por todos los santos! ¡Se habría sentido desgraciada! Estaba seguro de que había hecho
el viaje contra su voluntad. ¿Por qué iría cuando su casa estaba en Artane? En algunos
momentos se preguntaba por lo que sentía por su padre, difícilmente podía conocerlo
muy bien. En su infancia ella pasaba con él quince días al año, lamentablemente había
dejado Artane y emprendido un frenético regreso a Fenwyck.
¿Es que a caso los padres de Robin no la trataban igual que a sus otras hijas?
¿No la regañaban como harían con el resto de sus hijos? Aunque la habían castigado
pocas veces.
La alicaída mirada en la cara de Anne lo había consumido en un infierno de
culpabilidad, por los días que vendrían después.
Uno de los peores momentos, exceptuando el momento en que se había
aplastado la pierna, había sido cuando Anne tenía doce años. Uno de los escuderos la
había desafiado a montar el poderoso caballo de guerra de Rhys. Ella había aceptado y
había montado bien, hasta que Baldwin se había acercado y había vuelto loco al
semental. Robin estaba en casa en aquellos momentos y probablemente debería haberla
detenido, pero había estado entrenando como un loco y ella había subido al caballo y
empezado a cabalgar antes de que se diese cuenta. Entonces la había visto aferrarse al
semental con una tenacidad que muchos caballeros hubieran querido para si mismos.
Antes de poder moverse, había observado boquiabierto y horrorizado como su padre
arrancaba a Anne de su silla y la sacudía hasta que le castañetearon los dientes. Rhys
había estado especialmente furioso por el hecho de la debilidad de la pierna de Anne y
lo que habría pasado si le hubiese fallado. Anne estuvo sollozando durante horas
apesadumbrada por haber decepcionado al padre que la había acogido y al que tanto
adoraba...
Robin quiso ir con ella para explicarle que Rhys estaba enfadado porque la
amaba y porque había estado cerca de perderla. Por alguna razón las palabras no
habían salido de la garganta. Había querido ser amable y bondadoso con ella. Fue
imposible. ¿Cómo podía consolar a Anne cuando todo lo que quería era estrangularla?
¿Y por la misma razón que su padre?
—¿No puedes dormir?
Robin casi se cae al mar por la sorpresa.
—¡¡Por todos los Santos!! Me has asustado—le dijo vacilante.
Nicholas se inclinó sobre la barandilla.
—¿Soñando despierto, Rob?
—¿Te gustaría darte un baño, Nick? –le espetó Robin.
Nicholas sólo sonrió divertido, sus ojos grises centelleando con diversión. Robin
parpadeó sus propios ojos grises y se preguntó, no por primera vez, como era que él y
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Nicholas habían llegado a parecerse tanto. Quizás era porque habían pasado
demasiado tiempo juntos. Al menos Nicholas no era alguien repulsivo a quien
parecerse, o eso suponía Robin, sin saber mucho de aquella materia. Robin sospechaba
que si tenía que parecerse a alguien, era mejor parecerse a su hermano que a alguien
muy feo.
—Probablemente el baño podría sentarte a ti mucho mejor que a mí—le hizo
notar Nicholas —Pareces desconcertado.
—¡Maldito seas, Nick! Déjame en paz –gruñó Robin—No tengo estómago para
aguantarte necias palabras. Ya he tenido una semana de ellas...
—Robin, estás siendo demasiado grosero.
—Yo no soy grosero—exclamó Robin que echaba fuego por los ojos mirando a
Nick. —Lo único que necesito es aire fresco y algo de paz—le dijo estresado.
Nicholas dirigió su mirada hacia la proa.
—Llevas en ese estado desde hace meses—le replicó—En realidad estás
imposible desde que dejamos Inglaterra. Yo no sé si recuerdas esto, pero excepto por
esta miserable excursión y esa desastrosa jornada de Canfield desde esa noche cuando
ninguno de los dos quisimos discutir los detalles, no hemos regresado en cinco años.
¿Cómo es posible que estés enfadado durante tanto tiempo?
Robin frunció el ceño.
—Yo me he preocupado muchísimo.
—¿Seguro?
—Es duro creerlo, Nicholas, pero incluso yo me entrego a menudo a la
contemplación de la vida y sus misterios.
Nicholas sonrió.
—Ah, Rob, yo sé que no eres tan superficial y despreocupado como aparentas.
—¿No quieres que te tire por la borda? ¿O te quitarías la vida con tus propias
manos simplemente porque estás tan destruido que ya no podías satisfacer a tu amante
y ella te abandonó?
—Esa no es la razón por la que medejó—gruñó Nicholas
Robin casi sonrió. Ah, como le gustaba saber la única cosa que podía
perturbarlo, era difícil alterar a Nicholas, pero siempre era inmensamente entretenido.
Pero antes de que Nicholas pudiera replicar o desquitarse Robin tendió su
mano en señal de rendición. Tenía el presentimiento de que la venganza de su
hermano podría causarle unos meses de incomodidad y no tenía las fuerzas para
soportar tanto tiempo los discursos de Nicholas.
—Sé que esa no fue la causa—suspiró. Robin fijó su mirada en el reflejo de la
luna sobre el agua. —No quiero provocarte.
—Sin duda muy inteligente—convino Nicholas—Sólo los santos saben lo que
hubiese tentando de hacerle a tu precioso semblante de otro modo.
Robin sólo gruñó.
—¿Por qué no podemos hablar por una vez de tus grandes problemas en vez de
los míos? – preguntó Nicholas. —Seguramente nos entretendrán durante un tiempo.
Por muy tentador que fuese relajarse lo suficiente como para abrir su corazón,
Robin estaba demasiado acostumbrado a mantenerlo firmemente protegido.
Difícilmente admitía la verdad de sus sentimientos a si mismo en mitad de la noche.
¿Cómo podría admitir nada en voz alta? Sintió la mirada de su hermano taladrándole
la sien, pero la ignoró. Lo último que necesitaba era una discusión sobre sus secretos
más íntimos con su soñador hermano y oír la carcajada que con seguridad iría a
continuación.
—Muy bien—dijo Nicholas con tono agradable. —Si no tienes intención de
sacarlo fuera, te ayudaré. Hablemos de Anne.
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—No le concedo a Anne más pensamientos que los que dedico a elegir el color
de la túnica que llevo a diario. Es flaca como un chico y eso es todo sobre su aspecto—
gruño Robin.
Estaba mintiendo, por supuesto, pero estaba convencido de que lo mejor era ser
discreto.
—Si yo quisiera a una mujer, escogería a alguien que tuviera más carne y que
tuviera una cara que pudiera mirar sin estremecerme.
Un dolor lacerante en su cara hizo que perdiera el agarre que tenía sobre la
garganta de Nicholas. Fue tirado sobre su espalda golpeándose la cabeza contra la
cubierta. Antes de que pudiera pensar en maldecir a su hermano, éste se había puesto
en pie.
—No digas nada más—soltó Nicholas sonriente. —Creo que te gusta, pero no lo
has admitido y es una lastima que no se lo hayas dicho a ella. Si lo hicieras no tendrías
remordimientos.
—Nunca lo haré—gruño Robin alejando a su hermano de él. Se frotó la nunca
con asombro. —Vete a la cama, Nick. Mamá verá esos círculos negros bajo tus ojos y
pensará que han sido mis puños la causa y entonces empezarán mis problemas.
Nicholas hizo una pausa.
—¿Y dejarte aquí solo con tus problemas?
—Fuera, bobalicón. ¡¡No necesito tu ayuda!!
Nicholas frunció los labios.
—No estés dando vueltas toda la noche Anne podría preocuparse si apareces
demasiado cansado.
—¿Puedes irte ya?
Le ordenó Robin con enfado. Escuchó los pasos de su hermano y se reclinó
contra la barandilla con un suspiro.
De acuerdo, Anne no era desgarbada. Y Nicholas era tonto si pensaba que
Robin podría decirle a ella algo que la dañara. Poseía algo de caballerosidad y sabía
cuando sacarla a relucir. Además nunca había comentado la apariencia de Anne
porque nunca había tenido la oportunidad. ¿Pero como podría si siempre se había
encargado de no estar nunca en la misma habitación con ella y mucho menos hablarle?
Estaba seguro de que era la línea de conducta más sabia. Él nunca se había
ocupado de ella Nunca había podido. Ella era obstinada, y nunca estaba de acuerdo y
perversamente disfrutaba haciendo exactamente lo contrario de lo que él le decía que
hiciera. ¿Cómo podía nadie esperar que él aguantara eso durante el resto de su vida?
Anne no era la causa de sus problemas, pero ciertamente tampoco era la
solución a los mismos. Lo mejor sería que fuera totalmente indiferente a ella.
No la amaba.
Y ciertamente no se iba a casar con ella.
Y no iba a soñar otra vez con ella.
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Excepto que habían pasado cinco años desde que había dejado su hogar.
¿Cuánto había cambiado? ¿Cuánto habrían cambiado sus seres amados? Nicholas se
aclaró la garganta.
—¿Listo?
—Sí.
—Madre no nos esperaba probablemente hasta por lo menos dentro de una
semana—Robin asintió y después miró a su hermano. —No te reconocerá. Has
cambiado completamente mientras hemos estado ausentes.
—Igual que tú —contestó Nicholas solemnemente. —Excepto el espacio vacío
entre tus oídos.
Nicholas ya no estaba cuando pudo darse cuenta de que había alargaod la
mano y había agarrado inútilmente el aire, y no la túnica de su hermano. Estimuló a su
montura al galope, intentando alcanzar Nicholas. Para el momento en que alcanzaron
la puerta externa, Robin se había olvidado de por qué tenía la muerte de su hermano
en la mente. Su corazón se había alegrado con cada paso que su caballo daba hacia su
hogar. Había estado demasiado tiempo ausente. Quizás permanecería más de una
quincena. Después de todo, con el tiempo Artane sería suyo. Puede ser que fuera
necesario quedarse cerca de su hogar por un tiempo. Tenía otras fincas en Inglaterra a
donde podría escapar si tenía necesidad. ¿Pero a Francia? No, al menos no tan pronto.
Quizás era una debilidad, pero amaba su hogar. Artane era un lugar mágico y
sospechaba que era su familia la que lo convertía en ello. Compitió con Nicholas
subiendo el largo camino de la puerta externa, riéndose de él y de la variedad de
maldiciones que recibió de los hombres de su padre mientras se movían
precipitadamente para apartarse de su camino. Aflojó la marcha cuado estuvo en las
murallas interiores e hizo que su caballo se dirigiera al patio interior. Robin se echó
hacia atrás en su montura y respiró profundamente. Ah, dormir una noche en una
cama que fuera suya, comer en la mesa de su padre, relajarse delante del hogar en el
gran salón, sin tener que estar continuamente mirando sobre su hombro.
Apenas pudo pensar en cual era la mejor manera posible de entrar en la casa, y
alcanzar los resultados deseados, cuando la puerta principal se abrió y su padre salió
al exterior, frotando sus brazos y golpeando sus pies para alejar el frío. Rhys parpadeó
por un instante o dos, y después comenzó a sonreír. Robin desmontó y observó a
Nicholas acercarse a su padre simplemente con un saludo despreocupado de su mano.
Rhys parecía prestarle poca atención. Quizás a un extraño le habría parecido extraño
este hecho, pero él y Nicholas habían hablado de ello hacía tiempo. Nicholas saludó a
su madre primero y por último al padre; Robin al contrario. Había salido tan bien
después de del primer intento que habían continuado. Robin subió los escalones y fue
envuelto inmediatamente en un abrazo feroz. Robin dio a su padre un beso caluroso y
le dio unas palmadas en la espalda.
—¡Que bueno verte, padre! ¿Que hay para cenar?
Rhys frunció el ceño.
—¡¡¡Y pensar que le dije a tu madre que te habíamos perdido...!!!
—¿Podemos continuar con esta tierna reunión dentro? Hace un frío brutal aquí
fuera. Juro que había olvidado el maldito frío de Inglaterra.
—Juras demasiado—gruño Rhys empujando a Robin dentro.
Una vez allí abrazó a Robin otra vez, hasta que Robin creyó que le iban a
explotar las costillas.
—¡¡¡Maldito seas, Robin!!! No tenías que estar lejos tanto tiempo.
—Tenía que hacerlo—dijo Robin sintiendo como le iban ardiendo los ojos con
un nada bienvenido escozor. —Tenía cosas que probarme a mí mismo. Cosas que no
podía probar en casa.
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Robin le dio a Amanda un abrazo rápido, lo suficiente violento para callarla por
un tiempo, entonces ella le besó brevemente en ambas mejillas.
—Ahora, afuera muchacha, no vaya ser que recuerde tus insultos y tenga
necesidad de devolvértelos.
—Nick—dijo Gwen, levantándose para tomarle la mano, —corre, trae a Anne
de la capilla, ¿querrías? Ha estado allí fuera demasiado tiempo. Hace demasiado frío
para ella.
—Yo iré, —dijo Robin, levantándose y empujando a su hermano a un lado antes
de que pudiera hacer cualquier comentario. —Nick no hace más que meterse con ella y
eso la irritaría.
—No hieras sus sentimientos, —advirtió Amanda, dándole un fuerte codazo en
el brazo cuando pasó por su lado—Responderás ante mí si lo haces.
Robin jugueteó con la idea de estrangular a su hermana, pero se lo pensó mejor.
Por una sola razón, sus manos estaban tan resbaladizas por el sudor nervioso, que
probablemente no habría sido capaz de agarrarle bien el cuello. Quizás más tarde,
cuando estuviera más calmado. Aunque por qué estaba tan nervioso era algo que no
podía contestar. No era como si fuera a una audiencia con la reina. Era sencillamente
Anne de Fenwyck, la chica de pálido cabello que había crecido hasta la madurez en su
hogar, y que había sido tan dolorosamente tímida que él apenas había advertido su
presencia.
Gimió cuando la puerta del vestíbulo golpeó al cerrarse detrás de él. ¿Cuándo
había llegado a ser tan mentiroso? Cruzó el patio a zancadas, arrebujándose en su capa.
Maldito país frío, esta Inglaterra. ¿Por qué había sido lo bastante tonto como para
regresar? Debió irse más bien al sur, a España. Había pasado previamente muchos
meses allí felizmente. De hecho, se podría haber encontrado disfrutando sus días
holgazaneando en la cama de la condesa, la cual se había quedado prendada de él,
paseando por la costa de noche, gozando de la fresca brisa del océano.
Pero esas costas estaban demasiado lejos y no le serviría de nada pensar en
ellas. Subió hasta la capilla, puso la mano en la puerta y respiró hondo. ¿Estaría
contenta de verlo? ¿O lo ignoraría y pasaría delante de él dejándolo allí como un tonto?
Preguntase acerca de lo que haría fue casi suficiente para haberle hecho desear,
haberse aseado antes de presentarse ante ella.
Abrió la puerta antes de que sus pensamientos lo hicieran dar más vueltas.
Entró y se deslizó dentro de la poco alumbrada estructura. Entonces cerró la puerta
tras él silenciosamente. Se había olvidado de lo pequeño que era este lugar, pero quizás
era lo suficiente grande para atender las necesidades de su familia. Robin se quedó
quieto hasta que sus ojos se ajustaron a la penumbra. Por lo menos sus años de
moverse calladamente ahora le servirían. Podría mirar largamente a Anne antes de que
ella lo viera a él, y vería si su memoria lo había servido bien o le había jugado una
mala pasada.
La encontró inmediatamente. Una de sus cualidades en la batalla era sus
agudos ojos, ojos que podrían distinguirse el color de los ojos de un hombre a
cincuenta pasos. Y esos ojos se fijaron en la figura que estaba arrodillada en uno de los
altares de un lado, ante St. Christopher, protector de los soldados y guerreros.
Robin no se permitió reflexionar acerca del significado de la elección de ella.
Anduvo un par de pasos hacia delante y luego se detuvo, encontrándose
inmóvil. Contuvo el aliento, preguntándose si veía una ilusión o si la mujer hermosa
vestida con un sayo verde ante él era real.
Sólo podía ser Anne. Nunca confundiría esa capa de cabellos pálidos color del
oro con la de nadie más. La luz de una vela parpadeaba sobre los cabellos que le caían
por los hombros y bajaban por su espalda como una catarata de oro fundido. Las
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manos esbeltas descansaban sobre el altar que tenía delante de ella. La cabeza
inclinada, los labios se movían silenciosamente. Robin casi se pone de rodillas también.
Nunca en su vida había visto tal retrato de tranquilidad, de bondad, de pureza. En eso
se había convertido la niña feúcha con pecas, ojos y orejas demasiado grandes que no
parecían encajar en su cara. En su lugar había una mujer joven, encantadora y serena.
Anduvo lentamente hacia el frente de la capilla y se sentó en un banco cerca de
ella. Luchó por intentar decir algo inteligente o por lo menos algo que no sonara tan
estúpido como se sentía. Por los santos, nunca había esperado que simplemente ver a
Anne lo dejara jadeante. No podía apartar la mirada. Simplemente con mirarla sentía
como se aliviaba su corazón. Era la primera vez en cinco años, que sentía que la tensión
se alejaba de el. Y era a causa de esa mujer que se había prometido que evitaría a toda
costa.
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Capítulo 6
Anne sintió una brisa soplar sobre sus manos mientras se arrodillaba en el altar
de St. Christopher, pero la ignoró. Con todo sabía, que era su padre quien había ido a
mandarla llamar y quería postergar ese momento tanto tiempo como fuera posible. Así
es que contuvo la respiración, conservó sus manos agarradas ante ella, y esperó lo
inevitable, el descongestionamiento impaciente de una garganta masculina.
El ruido de pasos se detuvieron lejos de ella, sin embargo, y suspiró por el
alivio. Su miedo a ser descubierta era absurdo de todas formas. Su padre nunca habría
venido a buscarla allí; era su refugio particular. La otra alma que se había unido a ella
probablemente era alguien que venía a buscar un poco de paz como ella lo había
hecho. Con algo de suerte, ni siquiera repararía en ella.
Inclinó la cabeza y continuó con su oración. Este ritual suyo le traía paz. Hacía
una expedición diaria a la basílica del santo para ofrecerle plegarias a sus pies, rezos
para que Robin fuera mantenido a salvo, que regresara sano y en buen estado. No se
atrevía a orar por el auténtico deseo de su corazón. No era un milagro que el santo
pudiera hacer, sin importar su poder.
Su pierna temblaba mientras se arrodillaba en el duro suelo de madera, pero no
se movió. Con todo sabía, que su sacrificio podría significar la diferencia entre la vida
de Robin y su muerte. Aunque él nunca lo sabría, y probablemente no le importaría si
lo supiera, Anne hacía su ofrecimiento voluntariamente.
Y cuándo acabó con las demandas de Robin, guardó un momento o dos para sí
misma.
Déjame permanecer en Artane. Déjame permanecer otro día o dos.
No se atrevía a orar por nada más. Ningún santo podría disuadir a su padre por
más tiempo que ese.
Oyó el ruido de pasos reiniciarse y llegar hacia ella, pero los ignoró.
Probablemente era Miles que llegaba a llamarla, o uno de los gemelos. Podrían esperar
otro momento o dos mientras terminaba unas pocas plegarias más.
Cuando verdaderamente no puedo aguantar la tensión de estar arrodillada más
tiempo, se santiguó y abrió sus ojos. Ponerse de pie fue dificultoso, pero no imposible.
Quizá un poco de ayuda no era pedir demasiado.
—Miles, si haces el favor de... —entonces comenzó a girar su cabeza para mirar
a su visitante.
Sólo que no fue Miles a quien vio.
Era Robin.
No podía haber estado más asombrada si el mismo St. Christopher se hubiera
hecho carne por sus más fervientes plegarias. Miró boquiabierta al mismo hombre por
quien había estado rezando. Le era imposible mirar hacia otro lado. Sólo podía esperar
que no pareciese tan tonta como estaba seguro que era. Hizo un pequeño esfuerzo por
cerrar la boca, pero fue todo lo que pudo hacer.
Por todos los santos, era la última persona que había esperado ver aquella
mañana.
Estaba sentado sobre el largo banco cercano, aplastando su capa bajo su pesado
muslo. Anne lo estudió, notando los cambios. Su oscuro pelo estaba largo y rebelde,
cayendo por su frente y sus ojos. Su cara ya no era la de un muchacho, redondeada con
suavidad y simpatía. Cinco años habían cambiado a un joven caballero en un guerrero
despiadado. Sus rasgos estaban curtidos, deteriorados con el tiempo, y muy sombríos.
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Sus hombros eran anchos, sus vacías manos anchas y fuertes. Sus botas estaban
endurecidas con barro y sus ropas manchadas por el viaje.
Sospechaba que nunca había visto una visión más bella en toda su vida.
Encontró sus ojos pero no pudo leer nada en su mirada. Solamente la miraba
con fijeza. Fácilmente podía imaginar lo que podía pensar, sin embargo, puesto que
había estado mucho tiempo en la capilla y el lugar era muy frío, su nariz estaba
probablemente roja y sus manos más pálidas que las de un muerto. No era una visión
que garantizara que un hombre se pusiera de rodillas prometiéndole su cuerpo y alma.
Anne sabía que no tenía ninguna otra opción excepto levantarse. Quizás en el
esfuerzo, podría encontrar el poco de inteligencia que le quedaba. Se apartó y colocó
sus manos en el altar, rezando para poder lograr ponerse de pie. Robin era la última
persona que quería que viera su debilidad. Apretó los dientes juntos y trató de
levantarse usando su pierna buena y sus manos para apartarse del altar. La acción le
sirvió de poco, pero hizo que la sangre subiera a sus mejillas por la vergüenza. Si no
tenía cuidado, entonces acabaría tumbada a sus pies.
Esta no era exactamente la manera como había imaginado que sucedería su
siguiente encuentro con el joven señor de Artane.
El altar no era más estable que las muletas y su pierna tembló tanto que Anne
sintió que comenzaba a titubear peligrosamente. Instantáneamente unas fuertes manos
estuvieron en su cintura, sosteniéndola, levantándola.
Completamente mortificada, Anne se apartó de un golpe. El movimiento casi
provocó que tropezara de verdad.
—¡Por todos los santos, —jadeó—no necesito ayuda!
Robin carraspeó.
—Bueno, yo simplemente...
Anne se enderezó y lo miró con tanta dignidad como pudo reunir. No era
mucho, pero su orgullo era todo lo que le quedaba en este momento.
—Era perfectamente capaz de levantarme por mí misma, gracias —dijo tan
cortante como pudo. Esto era lo último que necesitaba... tener a Robin mirándola como
si fuera incapaz de estar de pie sin ayuda.
Robin comenzaba a fruncir el ceño. No era un buen signo, pero Anne estaba
demasiado avergonzada para importarle.
—Tonto que soy, pensé en emplear un poco de caballerosidad en ti —dijo él
rudamente.
—Ya dije que no necesitaba tu ayuda
—No trataba de ayudar —replicó Robin inmediatamente. —Trataba de
vapulearte. ¿Mejora eso algo tu humor?
Anne parpadeó furiosamente. Estaría condenada antes de permitirle a su
compasión mal disimulada ocasionarle más humillación. Apuntó hacia la puerta.
—Tú descortesía nos condena a ambos, así que fuera.
—Me iré cuando me de la maldita gana.
—Ahora —restalló ella—Por última vez, no necesito tu ayuda, ni la quiero.
—Nunca supuse que lo hicieras —replicó él con el mismo apasionamiento. La
pasó apenas rozando y salió a grandes con una maldición que dejó los oídos de Anne
ardiendo. Anne esperó hasta que se hubo ido para recoger su capa y deslizarla a su
alrededor, deseando no sufrir una crisis nerviosa y llorar. Su pierna latía y su corazón
se sentía como si hubiera estallado en innumerables trozos.
No era así cómo había planeado el encuentro con el hombre que amaba. Debía
haber estado elegante y regia, concediéndole su mejor sonrisa a él mientras estaba
sentada graciosamente arreglada en una confortable silla. Él se habría puesto de
rodillas a sus pies, se habría disculpado profusamente por haberse mantenido alejado
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por tanto tiempo, luego la habría cubierto de alabanzas acerca de cualidades que aun
no había imaginado que poseía.
Ahora, con nada más que unas pocas rudas palabras expresadas, lo había
arruinado todo. Quizá no era tan malo. Si rechazaba Robin, entonces él no tendría la
posibilidad de rechazarla a ella.
Caminó rígidamente hacia la puerta de la capilla, tratando de solucionar el
calambre de su pierna. Era imposible. La capilla había estado más fría de lo habitual y
pagaría el precio de la agonía por el resto del día y bien entrada la tarde.
Salió al aire glacial y cerró la puerta detrás de ella. Saltó del susto cuando vio a
Robin de pie al lado de la puerta. Robin solamente la miró ferozmente. Ella le ignoró y
comenzó a andar. Maldición, ¿quién había sido el imbécil que había decidido que
deberían existir todos esos pasos hasta la puerta de la capilla? En aquel momento tenía
ocho pasos más a los que enfrentarse antes de que alcanzara el gran vestíbulo.
Suprimió el impulso de sentarse y llorar.
Vio a Robin moverse hacia ella y rápidamente levantó su mano.
—No necesito...
—Terca mujer —refunfuñó él en voz baja mientras ponía su capa alrededor de
los hombros de ella. —Al menos ahora no te congelarás aunque te lleve toda la tarde
cruzar el patio.
Anne parpadeó para contener las lágrimas.
—No necesitabas esperarme. Nunca te lo pedí.
Robin no replicó, simplemente disminuyó sus pasos hasta ponerlos al compás
de los movimientos dolorosos de ella. Una vez que Anne alcanzó la tierra, él dio un
paso delante de ella y se tomó su tiempo ajustando dulcemente su capa sobre la de ella.
Anne podría haberle agradecido por la posibilidad para aguantar su respiración sino
fuese porque para estaba tan avergonzada. Lo apartó y comenzó a andar a través del
patio, sus ojos fijos en el terreno ante ella. Un sólo paso en falso y acabaría tumbada
desgarbadamente delante del único hombre cuya opinión le importaba.
Alzó la vista para juzgar la distancia y vio a Nicholas llegar caminando a
grandes pasos desde el gran vestíbulo. Bajaba la escalera cómodamente con su andar
tranquilo. Era un paseo perezoso que era tan completamente suyo que Anne sintió que
comenzaba a sonreír. Cuán diferentes eran Robin y Nicholas. Robin era todo fuego y
furia, brusquedad y fuerza; Nicholas era tan sereno y letal como una finamente pulida
espada de acero.
Y Nicholas poseía ese encanto que Robin nunca tuvo, y probablemente nunca
tendría. Aun en su juventud, Nicholas había logrado crear una mirada que había
embrujado a cada hembra desde su madre hasta la encargada más brusca de la
despensa. Anne se había beneficiado más de una vez de la habilidad de Nicholas para
implorar una manzana o dos y salir airoso. Robin podía haber mendigado por el paño
para restañar una herida que amenazara su vida y la cocinera simplemente le habría
echado a patadas de su camino como si hubieran sido sobras en la mesa. Robin no
poseía los modales agradables de Nicholas.
—Tú, tonto —exclamó Nicholas, lanzándole una mirada peligrosa a la forma de
su hermano—¿No puedes ver que esté sufriendo? Aquí, Anne, permitidme que os lleve
de vuelta al vestíbulo. No deberíais estar fuera con este frío.
—Déjala sola, —gruñó Robin—no es una lisiada
—Es una mujer, imbécil —dijo Nicholas, apartando a empujones a Robin. —
Las mujeres necesitan ser cuidadas; algo que tú nunca has aprendido. —Nicholas puso
sus manos sobre los hombros de Anne y le sonrió—Por todos los santos, es un placer
veros otra vez. Me hace preguntarme que me poseyó para irme cuando pude haberme
quedado en casa y haberte mirado boquiabierto.
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Anne sintió un inusual rubor extenderse libremente por sus mejillas. Era un
sentimiento muy inquietante, uno que no experimentaba muy a menudo.
—Nicholas, —dijo finalmente, con turbación—en que adulador te has
convertido en vuestros viajes.
—¿Adulador? No, es la verdad. —Él levantó su mano y le acarició el pelo. —
Anne, me robas el aliento.
Y entonces Anne lo miró, con la boca abierta, cuando Nicholas le sonrió otra
vez, una sonrisa deslumbrante que justamente le golpeó las rodillas. Nicholas puso sus
manos sobre sus hombros, inclinó su cabeza, y luego, para su completo asombro, se
tomó una libertad que ella nunca habría esperado.
La besó.
Y luego la besó otra vez.
Antes de que sus labios hubieran bajado sobre los de ella por tercera vez tan
suavemente, casi había recobrado el juicio lo suficiente como para respirar. Estaba allí
de pie en su abrazo, sintiéndose extremadamente tonta, y Anne sintió la sensación de
los labios de Nicholas cuando se apretaron contra los suyos.
Estaban calientes.
Eran suaves.
Y entonces repentinamente ya no estuvieron allí.
Abrió sus ojos a tiempo de ver a Robin apartar de un tirón a Nicholas y
tumbarle por medio de un puñetazo en la cara. Anne clavó los ojos en Nicholas
mientras él se daba la vuelta y se incorporaba, poniendo su dedo en la esquina de su
boca y contemplándolo cuando lo apartó manchado de sangre.
—No hagas eso otra vez —gruñó Robin.
Nicholas hizo una pausa por un momento y luego se echó hacia atrás sobre sus
manos, despacio cruzando sus pies por los tobillos. Sus perezosos movimientos fueron
pausados, Anne lo sabía, para irritar a Robin tanto como fuese posible. Nicholas
contempló a su hermano tranquilamente, una sonrisa jugueteando en las esquinas de
su boca. Anne tuvo que admirar su calma ante la considerable furia de Robin.
—¿Por qué no? —preguntó Nicholas. —¿Te molesta?
Anne lamentaba no tener algo pesado y dañino a mano para lanzar al segundo
hijo de Rhys.
Robin se inclinó hacia abajo y sacudió con fuerza a Nicholas levantándolo por la
parte delantera de su túnica.
—No es tuya para besarla, maldito. Ahora, mantente alejado —le dio a Nicholas
un empujón hacia el vestíbulo. —La verás dentro.
—No tiene que andar más, Robin —dijo Nicholas, sus ojos grises tenían el
mismo destello que Anne veía en los de Robin.
—No quiere ninguna ayuda. Ya me lo dijo.
Nicholas resopló.
—Conociéndote, no lo preguntaste del modo correcto.
—¡Maldita sea, no me dio ninguna oportunidad de preguntar antes de
mandarme al diablo! —exclamó Robin.
Nicholas apartó a un lado a Robin. Antes de que Anne se diese cuenta de lo que
pretendía, la había cogido rápidamente en sus brazos.
—Ha tenido bastante, Robin —dijo Nicholas firmemente—Ve a abrir la puerta.
—Maldito seas, Nick...
—La puerta, Robin.
Anne observó a Robin subir las escaleras con paso fuerte, jurando furiosamente.
Abrió la puerta y la dejó abierta, desapareciendo dentro del vestíbulo.
—Nicholas, estoy bien...
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—Guarda silencio —dijo Nicholas con una sonrisa. —Anne, no tenías por
costumbre ser tan terca. ¿Dónde en el mundo aprendistes ese rasgo impropio de una
dama?
Anne sonrió débilmente.
—De Amanda.
Nicholas se rió.
—No lo dudo ni por un momento. Esa chica es una influencia terrible sobre ti.
Supongo que esto me deja sin opción, pero asumiré la tarea de arraigarlo en ti.
Anne observó su boca mientras Nicholas la subía por las escaleras. La había
besado. ¿Por qué no estaba temblando de pies a cabeza? Nicholas era uno de los
jóvenes caballeros más solicitados del reino. Ni siquiera Robin tenía a tantas mujeres
persiguiéndolo, aunque aquel número no la interesara a ella para nada. Debería haber
estado débil por la alegría de que Nicholas se hubiese fijado en ella. Miró su cara y
estudió el corte en su boca.
—¿Te duele, Nicky? —preguntó ella.
Nicholas le guiñó el ojo mientras cerraba la puerta del vestíbulo con su pie.
—¿Por qué? ¿Aliviarías mi dolor con otro beso?
La cabeza de Nicholas repentinamente cayó hacia atrás. Anne miró sobre el
hombro de él para ver a Robin con un puñado del pelo de su hermano.
—Bájala —gruñó él.
Nicholas sacudió con fuerza su cabeza para soltarse.
—Suenas bastante posesivo, hermano.
—Bájala.
—Una vez que esté al lado del fuego, lo haré.
—Ahora, Nick.
Nicholas suspiró y gentilmente puso a Anne sobre sus pies. Entonces se giró
rápidamente y derribó a Robin al suelo. Anne no se molestó en observarles reñir. Si
había una cosa en este mundo con que se podía contar, era con que Robin y Nicholas
pelearían al menos una vez al día. Nunca había visto a dos hermanos más allegados, ni
más listos a dejar volar el puño. Ni aun el menor de los hermanos Piaget luchaba tan a
menudo. Sabía que no duraría mucho tiempo. En una hora a partir de ya, Robin y
Nicholas estarían riendo juntos, como si nada hubiese pasado.
Evitó la batalla ahora emprendida empezando a apresurarse y cruzó el suelo.
Sonrió cuando el joven Montgomery saltó por encima y la abrazó.
—Pon tu brazo alrededor de mí, Anne, y ven a acercarte al fuego. ¿Cómo
conseguiste la capa de Robin? Está poderosamente sucia, ¿no crees? Y apesta. Apuesto
a que no puedes esperar a quitártela.
Anne se inclinó sobre Montgomery cuando la ayudó a cruzar, agradecida por
su ayuda. Pero no podía estar de acuerdo con él sobre la capa de Robin. Podía estar
sucia y podía no oler terriblemente a limpio, pero era algo que le había dado para su
comodidad.
El tintineo de espadas la sobresaltó y se dio la vuelta para ver lo que
presagiaban. Robin y Nicholas ahora estaban cruzando las espadas el uno con el otro
con gran entusiasmo. Anne sinceramente esperaba que Robin no redujese a su
hermano a tiras.
—¡Por todos los santos, llevad vuestra pelea fuera, zopencos! —gritó Amanda
desde donde estaba sentada cerca del hogar. —¡Me producís dolores de cabeza con
vuestra estupidez!
Muchas maldiciones y muchos insultos asquerosos acompañaron a la pareja
fuera de la puerta del vestíbulo. Anne se sentó ante el fuego, envuelta en la capa de
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Capítulo 7
Robin se reclinó hacia atrás en su silla y tomó su copa de vino. La familia había
buscado refugio en la solana, como era su costumbre por las tardes. Robin estaba
contento por eso, ya que tenía la mente confusa y no quería que ninguno de los
caballeros de la guarnición le viera en el estado en el que estaba. Al menos no tendría
que enfrentarse a Baldwin de Sedgwick. Rhys había enviado Sedgwick a unas
diligencia unos días antes y no lo esperaban hasta al menos unas noches más tarde.
Robin no podía menos sentirse aliviado. Ahora, al menos, su primera reunión después
de tantos años sería cuando estuviera preparado para afrontarlo. Tenía la plena
intención de acabar por fin con su enemigo.
Robin bebió profundamente, intentando que el vino le calmara. Esta noche, a
diferencia de otras noches, no habría ningún juglar para entretenerlos, ni ningún noble
de visita para traer noticias de otros lugares de la isla. Todo el divertimento de la
familia recaía sobre Robin. Había comenzado a relatar sus viajes, pero había
encontrado difícil mantener el hilo de la historia. Su humor había decaído y finalmente
había mandado llamar a Nicholas con un tono sosegado para que asumiera ese
entretenimiento.
Conocía la razón exacta de su malestar. ¡Condenaba a Nicholas por ser el
primero en robarle un dulce beso a los labios de Anne! Robin creía que nunca la habían
besado antes, por lo menos la mirada que hubo en su cara así lo había indicado. Robin
se había quedado perplejo por la audacia de su hermano, simplemente pudo
permanecer allí, mirando boquiabierto. Y no podría decir si el beso complació a Anne o
no.
En realidad era algo que no estaba interesado en saber.
Echó una mirada furtiva a Anne, forzándose a si mismo a respirar con
normalidad. ¡Por todos los Santos! ¡Había cambiado! La primera vez que la vio en la
capilla no había notado el grado de su transformación. Cuando se había marchado
hacía cinco años, Anne no tenía nada de pecho, sólo era una niña indefensa y no muy
grata a la vista a los catorce años. Cuando Anne se sentó, pudo notar que no era la
misma muchacha.
Robin tomó un largo trago de su vino y luego colocó la copa en su sitio. Se
inclinó hacia atrás en las sombras, dándose un banquete con sus ojos de la belleza que
estaba ante él. Su padre siempre decía que un día Anne florecería, pero nunca lo había
creído. Obviamente su padre había tenido razón.
Se sentó en la silla al lado de Nicholas con su pierna buena arropada bajo ella.
Robin podía evocar cientos de recuerdos de Anne con esa misma posición, escuchando
a los hermanos Fitzgerald mientras contaban sus historias de batallas sangrientas, o a
los juglares que cantaban alabanzas a la belleza de su madre, juglares realizando
payasadas para divertir a la familia.
La pequeña muchacha que se abrazaba a sus rodillas y que le había seguido con
una mirada de brillantes ojos verdes había desaparecido. En su lugar se encontraba una
mujer adulta. Con su frente despejada y con la luz de la lumbre parpadeando sobre su
pálido pelo. Una mano delgada descansada sobre su rodilla, sus largos dedos
distraídamente desplegaban su vestido con preocupación. Su mano izquierda
descansada en el brazo de la silla y Robin frunció el ceño. Su mano estaba demasiado
cerca de Nicholas. Sus ojos siguieron a su hermano y su ceño fruncido sólo le ganó una
sonrisa burlona por parte de Nicholas antes de que siguiera con su historia.
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Era de un oro tan pálido que era casi blanco. Le recordó bruscamente el pelo de
Anne. La palidez de la esmeralda no hacía justicia a sus ojos, pero eran casi iguales.
Deslizó el anillo por su dedo meñique, colocando su mano sobre su corazón. Si
Nicholas hubiera estado enterado de esta insensatez, se habría reído hasta morir.
Aunque por esta vez, quizás no. Nicholas era bastante ingenioso para hallar el
lado romántico de las cosas. Robin era lo bastante práctico para simplemente parecer
idiota. Ella nunca llevaría su anillo. Se reiría en su cara.
O quizás lo aceptaría.
En este momento, no estuvo seguro de que sería peor.
No, la risa sería lo peor. En su juventud, no habría malgastado otro
pensamiento en ello. Pero eso había sido antes de que se hubiesen reído de él al
convertirse en algo que había querido evitar a toda costa. Después de la primera vez,
juró que nunca le humillarían así otra vez. Era asombroso como un acontecimiento tan
simple en la niñez podría haberle dejado este peso en el corazón a un hombre adulto.
No, no tendría ninguna posibilidad para despreciarlo porque no estaría ni a
veinte pasos de ella.
Además, ya no tenía ningún tierno pensamiento hacia ella de todos modos. Era
un problema incorporado, un problema para su corazón y para su paz mental. No la
había amado y nunca lo haría.
La puerta se abrió de repente y Robin saltó por la sorpresa. Maldita sea, lo que
necesitaba para hacer que la tarde fuera una miseria completa.
—Robin, ¿qué estás haciendo aquí? —pregunto Nicholas. —Madre temió que
estuvieras indispuesto.
Robin empujó todo lo que puedo hacia atrás la caja de madera, cerrando de
golpe la tapa antes de que Nicholas pudiera ver algo. Luego miró airadamente a su
hermano que estaba de pie cerca de la entrada.
—No me pasa nada —dijo airadamente. —Sólo necesitaba un poco de paz de tu
estúpido balbuceo.
Nicholas se inclinó respetuosamente.
—Desde luego, mi señor. Ahora felizmente puedo informar a nuestra madre de
que no estáis enfermo, que simplemente estabais soñando despierto.
—¡No estaba soñando despierto!
Nicholas sólo se rió cuando se dio la vuelta, abandonando la recámara. Robin
habría seguido a su hermano sólo para golpear al insensato, pero ya había tenido
suficiente de Nicholas aquella tarde. Y sumado al cansancio por el viaje probablemente
ya tenía bastante por un día.
Una cosa era cierta, no estaba a punto de exponer su pobre corazón a todos los
tormentos que esperaban en la solana de su padre. Momentáneamente le tentó ver si
alguno de sus muchachos estaban dispuestos a visitar las lizas con él, luego desechó
aquella idea también. Era ya tarde y sería mejor que se fuera a la cama.
Una pena que ya pudiera imaginarse caminando de un lado al otro y como estó
podía conducir a especulación por parte de sus hermanos.
Se inclinó hacia atrás contra la pared y miró fijamente a la recámara que estaba
débilmente alumbrada. Había sospechado que regresar a casa sería algo complicado.
Pero nunca se había imaginado lo que le esperaría.
¿Aunque por qué no se había desecho del anillo que hizo para ella?
Cerró sus ojos, apretando los dientes. ¡Y creía que Nicholas era el único que se
ahogaría en algún amorío!
Robin se levantó, guardando en su sitio su tesoro, luego fue hacia la cama. Lo
que necesitaba era un gratificante sueño reparador esa noche y por la mañana un
agotador entrenamiento. Quizás inspeccionara la guarnición de su padre y así evitaría
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a todos ellos hasta el mediodía. Este sería un objetivo digno y fácil, que estaba en su
poder lograrlo.
Y era algo que podría entender. El mundo del amor, el romance y el corazón le
hacía sentirse incómodo sólo con el mero hecho de pensar en cierta mujer que no
estaba destinada a ser suya. Si le encontraran desmayando, sería debido al trabajo de
todo un día bajo el caliente sol, no porque Anne se hubiera dignado a echarle una
ojeada al pasar a su lado. Si su estómago estaba descompuesto, mejor que fuera por
comer un poco de una ave de procedencia cuestionable y no por el miedo de que Anne
se casara con alguien más. Y si por un casual lloraba, mejor que fueran lágrimas por la
victoria sobre un enemigo vencido. No tenía ninguna intención de derrumbarse por
una muchacha que había sufrido una de las peores heridas de las que alguna vez había
sabido, y aún seguía adelante con un coraje que cualquiera de sus hombres habrían
estado orgullosos de tener para si mismo.
Resopló. ¿Coraje? No, era la obstinación la que la arrastraba, y un perverso
deseo de verlo miserable. Sí, de eso estaba seguro.
Como lograba hacerlo con tan poco esfuerzo de su parte era algo misterioso,
pero no tenía ningún deseo de investigar más sobre ello.
No, las lizas eran el lugar para él y estaría allí en cuanto el sol cooperara por la
mañana y los hombres de su padre pudieran ser persuadidos para complacerlo. Mucho
mejor afrontar cosas que podría entender, que intentar desenredar los misterios de la
feminidad.
Robin se dio una vuelta, tirando de las mantas sobre su cabeza, preparándose
para soñar con guerras y derramamientos de sangre. Sería mucho mas seguro que la
otra alternativa.
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Capítulo 8
Anne despertó para encontrar una luz muy débil intentando pasar a través de
las cortinas de la cama. Moverse estaba más allá de ella en este momento, entonces
simplemente se acurrucó más profundo en la ropa de cama y aplazó el momento para
cuando tuviera que dejar el confortable calor. No había ningún otro sonido en la
recámara, por lo que asumió que Amanda e Isabelle ya habían desafiado el frío para
comenzar su día. Por una vez, Anne no estuvo en desacuerdo con que la dejaran
dormir. ¿Quién sabía cuántas más mañanas como ésta tendría para demorarse en su
ocio? Muy pronto se levantaría y se enclaustraría en la solana de Gwen con sus damas.
Había costuras que debían ser hechas, finas puntadas de decoración que ser labradas, y
muchas otras cosas con las que ocupar su mente. Al menos no tendría ningún
problema con su padre aquel día y tenía que dar las gracias a Rhys por eso.
Justo la noche anterior, cuando Geoffrey había llegado a la solana de Rhys y
comenzado a hablar en voz alta de su vuelta inminente a Fenwyck, Rhys había
comenzado a tentarlo con pensamientos de una caza. Miles se entretenía criando una
camada de sabuesos, y Anne sabía que el señuelo sería poderoso para su padre. Rhys
había declarado firmemente que le llevaría al menos una semana de preparación y
quien sabe de cuánto tiempo, para disfrutar la excursión. Cuando había comprendido
que tenía quizás más de una quincena de gracia, se había retirado a su cámara y
brincado de alegría por eso. No era tanto como le hubiera gustado, pero quizás Rhys
pudiera convencer a su padre de algo en su momento. Este indulto era suficiente.
Pero eso no significaba que fuera a correr riesgos innecesarios en encontrarse
con su padre. No, era mejor que buscar algo para comer, y luego retirarse a la solana de
Gwen. Esto también podría ahorrar cualquier encuentro desagradable con la otra alma
que tenía la total intención de evitar, aunque se imaginaba que él estaría también
ocupado evitándola a ella.
Suspiró, sin comprender por qué Robin no hacia nada. En un momento, la
noche anterior, había estado mirándola como si hubiera sido una particularmente
atractiva pata de cordero, y al siguiente como si hubiera sido directamente responsable
de los puñados de estiércol puestos dentro de sus botas. Qué había hecho para merecer
cualquiera de las miradas, nadie lo sabía. Ella simplemente lo había estado mirando.
Pero las cosas simples estaban mucho más allá de la capacidad de Robin para el
placer. todo se había vuelto cuestión de o vida o muerte con él. Nunca podría ir a las
justas sólo por deporte; con él era o humillar o morir en el intento. Incluso el ajedrez
era algo que ahora convertía en una batalla a toda escala. Esto no siempre había sido
así. Ellos habían jugado a menudo durante la enfermedad de Robin y él en realidad se
había reído la primera vez que ella le había ganado. Ya no existía ese travieso
muchacho que había pasado tanto tiempo con ella.
Un día él había estado riéndose y al siguiente maldiciendo amargamente.
Nunca había tenido muy en claro lo que había pasado para cambiarlo así y él
rechazaba absolutamente hablar sobre ello. A partir de ese momento, la había evitado.
Esto le había dolido enormemente entonces. Le gustaba creer que había dejado atrás el
dolor, pero inclusive pensar sobre ello la apenaba nuevamente. ¿Por todos los santos,
qué había pasado para cambiarlo así?
No había sido siempre tan preocupado. Podía recordar muchas de las
travesuras que habían maquinado cuando todos ellos habían estado juntos mientras
Artane era terminado. Una noche, ella se había retirado a la tienda que había
compartido con Amanda para encontrar una serpiente en sus mantas, muerta, por
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suerte. Ella había tomado represalias poniendo una rata muerta bajo su almohada. A
ella y a Amanda les había llevado todo el día encontrar una y luego Amanda había
sido la única que pudo matarla, mientras que Anne no había tenido el coraje. Cómo
había aullado Robin cuando la había encontrado. El recuerdo todavía la hacía sonreír.
Pero hasta con sus infantiles payasadas, había poseído una dulzura que ella
había atesorado. Había sido capaz de obsequiarla con un puñado de flores dulcemente
perfumadas mientras tenía alguna criatura de origen dudoso. Lo había adorado.
Entonces la fiebre había llegado. Esto había provocado la muerte de la mitad de
la aldea cerca de Artane. Robin había sido el único de la familia en caer enfermo y
durante un tiempo se había preguntado si moriría también. Había estado enfermo
durante catorce días y muy fuerte, además podría haber perdido su vida. Tuvo que
soportar su propia convalecencia, pero Anne había pasado tanto tiempo con él como le
permitieron. Ellos habían jugado al ajedrez durante horas cuando él se sintió bastante
fuerte. Cuando se había sentido cansado, ella le había leído ininterrumpidamente, y
había inventado historias para divertirlo.
Le había llevado casi un año recuperar su fuerza. Y en algún momento durante
aquel año, había cambiado. Anne lo había alentado y acompañado, divirtiéndolo como
podía. Entonces, un día, sus intentos de atención habían sido severamente rechazados.
Entró a su cuarto para entretenerlo, sólo para encontrarse rápidamente expulsada.
Incluso si le hablaba, él no la miraba, y sus palabras eran siempre cortantes y concisas.
Se había lanzado a su entrenamiento. Cuando los otros estaban dentro del salón
tomando un descanso, Robin había estado afuera, en el campo de justas, entrenándose.
Se volvió tan feroz en su entrenamiento que los únicos que toleraban su agresividad
eran su padre y Nicholas, y Nicholas por lo general se encontraba vencido en cuestión
de minutos.
Pronto no hubo nadie para enfrentarse a él salvo Rhys. Robin había ganado sus
espuelas justo antes de su diecinueve cumpleaños y ganadas se las tenía. El Señor con
el que había ido de escudero siempre se quejaba a Rhys por como Robin tiraba a sus
hombres al polvo.
Y luego Robin se había marchado a la guerra. Ella había pensado en aquel
tiempo que era para no tener que verla más. Entonces había empezado a sospechar que
podría haber sido para probarse a sí mismo. No había ningún modo de saberlo, y era
una certeza que él no se lo diría por propio acuerdo y ella ciertamente no le
preguntaría.
Se sentó despacio, estremeciéndose ante la protesta de su pierna. No habría
vigilia en la capilla hoy. Quizás era por que Robin estaba en casa. Su cuerpo necesitaba
un descanso.
Se levantó rígidamente y fue con dificultad a la ventana. Abrió las
contraventanas y se inclinó sobre la piedra de alrededor de la apertura. El cielo era gris
afuera, lo que la sorprendió un poco. Aunque le gustara bastante la lluvia, su padre no
había hecho nada más que quejarse de la llovizna desde el momento que habían
llegado. Anne respiró profundamente, disfrutando tanto del olor del lluvioso aire
marino como de no tener que escuchar quejas. Y con aquella ligereza de corazón y
mente llegaron los sentimientos que no podía negar.
Sentimientos cariñoso.
Hacia esa muy complicada alma que parecía no poder echar de su mente.
¿Cómo podría endurecer su corazón contra aquel dulce hoyuelo que aparecía
en su mejilla izquierda en aquellas raras ocasiones cuando sonreía abiertamente, o el
destello malicioso en sus ojos cuando estaba en alguna diablura? Era tan hermoso
como lo era Rhys, y esto era algo para maravillarse ya que el verdadero padre de Robin
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fue Alain de Ayre. De hecho, aunque Anne nunca había conocido a Lord Ayre, no
podía menos que pensar que Robin se parecía mucho a Rhys.
Y se preguntaba cómo tal cosa podría haber ocurrido.
Anne bajó la vista del cielo cargado de lluvia y volvió su atención al patio.
Quizás viera algo allí que la distrajera de pensar en cosas que nunca sabría. Con un
poco de suerte lo que no vería sería a su padre esperando que se levantara, para poder
decirle que había cambiado de idea y volvían a Fenwyck inmediatamente.
Pero no fue su padre quien levantó la mirada hacia ella.
Fue Robin.
Se sorprendió tanto de verlo como lo había estado en la capilla. Se alejó de la
ventana de un salto y cerró de un golpe las contraventanas. Ya era hora de que se
levantara e hiciera algo. No habría nada de desayuno si no se apresuraba a bajar.
Se vistió rápidamente y pasó un peine por su largo pelo. Contempló ponerse un
tocado en su cabeza, luego descartó la idea. Nunca la miraba nadie, de todos modos.
No ofendería a ningún alma en la que pudiera pensar. Quizás podría desayunar rápido
y entonces retirarse al santuario de la solana de Gwen antes de que su padre lograra
poner las manos sobre su persona.
Pronto descubrió que el gran salón, sin embargo, no estaba tan vacío como
había esperado que estuviera. Una mesa todavía estaba puesta cerca del hogar y
flanqueada por hombres. Rhys se sentaba a la cabeza de la mesa con Nicholas a su
izquierda. Robin estaba sentado justo a su derecha. Los miembros de la guardia
personal de Rhys estaban allí, así como los hombres que Anne asumió, pertenecían a
Robin y Nicholas, ya que no reconoció a ninguno de ellos. Parecían estar concentrados
en la conversación.
Entonces una risa gutural estalló y Anne dudó muchísimo de que la
conversación fuera del todo seria. Al menos su padre no se veía por ninguna parte.
Pero Anne no iba a invitarse a sentarse con los guerreros ante ella. Pero antes de que
pudiera escaparse, Rhys se había vuelto y la había llamado. Aunque estuvo tentada de
escapar, hubiera parecido más tonta si lo hubiera hecho que si siguiera su camino.
Todos los hombres en la mesa se levantaron cuando se acercó y se encontró por
segunda vez en tantos días, ruborizándose con furia. Nicholas la miró con la boca
abierta.
Anne miró a los otros hombres y la miraban de igual manera.
Robin, sin embargo, parecía estar apretando su mandíbula.
No se sorprendió.
Pero el colectivo interés que tenía que afrontar le causaba una seria ansiedad. Y
luego se le ocurrió un horrible pensamiento y miró hacia abajo a toda prisa, esperando
ver su ropa desprendiéndose de una manera embarazosa.
Frunció el ceño. Estaba atada en todos los sitios correctos. Alzó la vista otra vez
y se asombró de encontrar que varios de los hombres le estaban dirigiendo pícaras
sonrisas burlonas. Eso la puso tan nerviosa que casi tropezó. Inmediatamente uno de
los hombres se levantó de un salto y se apresuró a su lado, ofreciéndole su brazo.
—Sir Richard de Moncrief, a su servicio —dijo haciendo una reverencia.
Anne lo miró, sabiendo que su boca colgaba abierta de una forma poco
atractiva, pero incapaz de evitarlo. ¿Por qué este idiota era tan cortés? ¿Y por qué, por
todos los santos, lucía esa sonrisa ridícula? Sabía muy bien quién era él ya que era uno
de los hombres de Rhys. ¿Por qué se presentaba como si ella hubiera sido una gran
señora?
—No necesito ayuda —logró decir, con tanta dignidad como pudo reunir.
—¿Entonces al menos me permitiríais acompañaros a la mesa?
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Pero en cambio, todo lo que pudo hacer fue mirarse fijamente en sus ojos grises
y esperar que él pudiera ver que estaba agradecida por el rescate.
Él no se movió. Considerando el hecho que podía haberla dejado caer donde
estaba de pie, la falta de movimiento, a su forma de ver, no era un buen augurio.
—Gracias —consiguió decir.
Esto pareció suscitar algún sentido del tiempo y el lugar en él. La puso sobre
sus pies con una suavidad sorprendente, luego se alejó.
—La botella puede ser reemplazada —, dijo bruscamente, alejándose.
Anne se quedó de pie allí, en medio del gran salón, trozos de cerámica, vino
derramado y caramelos empapados a sus pies y encontró que no podía hacer nada más
que estar de pie y temblar. Jugó con la idea de echarse a llorar, pero no era muy
atractiva. Lo que deseaba era tener tiempo para considerar lo que acababa de pasar.
Robin la había rescatado. Y para haberlo hecho, tuvo que haber estado
mirándola cruzar el salón. ¿La botella podía ser reemplazada? ¿Quiso decir, entonces,
que ella no podía serlo?
Sacudió su cabeza, esperando que sus tontos pensamientos se derramaran de su
oído y se unirían a la basura en el suelo.
Nicholas apareció ante ella, mirándola con interés. Era seguido de cerca por
varios otros de los guardias personales de Rhys. Uno de los más jóvenes se arrodilló
ante ella.
—Milady, perdonadme. Yo le tiré a uno de los perros un hueso en la cena
anoche y lo vi traerlo aquí. Es mi falta que vos resbalarais.
—Me ocuparé de que sea castigado —dijo Nicholas enérgicamente, —si tú
quieres, Anne.
—¿Podríamos por favor volver al asunto del día? —exclamó Robin desde su
lugar en la mesa. —¡Tenemos asuntos de hombres que tratar!
Nicholas apretó los labios, despidió al guardia con un movimiento rápido de su
muñeca, luego sonrió a Anne.
—Los asuntos de hombres son detestables. ¿Qué dices de un paseo por el
jardín?
—Hace frío afuera, Nicky —dijo Anne, no queriendo nada más que escapar
arriba.
—Lo sé.
Lo miró con sorpresa.
—¿Lo sabes?
—Es una excusa perfecta para usar todos mis esfuerzos para mantenerte
caliente.
Ella se rió. No pudo evitarlo. Era la cosa más ridícula que había oído en toda la
mañana.
—Quizás estaría mejor atendida si me trajeras una capa.
—Ahora insultas mi caballerosidad, —dijo Nicholas, con un fruncimiento de
ceño muy parecido a uno de los más suaves de Robin. —Mi honor está mancillado y
exijo satisfacción.
—¿Usaremos espadas? —preguntó ella, encontrando que una risa salió
fácilmente inducida por tal encanto. —¿O deberíamos conformarnos con algo menos
sucio?
—Pensaré en eso —dijo él. —Espérame y traeré mi capa para ti.
Anne lo miró hacer una profunda reverencia, besar su mano y luego salir al
trote para traer algo apropiado para que ella usase. Dirigió una furtiva mirada a la
mesa para encontrar a todos los hombres hablando diligentemente de guerra y
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viera tendida en tan poca digna posición. Hizo un intento indiferente de bajarse las
faldas sobre las rodillas.
—Nick, idiota, fuera de mi camino —, gruñó Robin, empujando a su hermano a
un lado. —¿Anne, qué te ha sucedido? ¿Cuándo aprenderás a ser más cuidadosa? Esta
escalera es empinada, demasiado empinada para que la bajes en la oscuridad. ¿Debo
vigilar cada movimiento tuyo para no verta matarte?
Anne podría haber soportado su diatriba en silencio, pero sus manos fuertes
vagando sobre sus miembros, comprobando con cuidado en busca de más heridas era
algo que no podía soportar.
Y luego sintió su mano sobre su muslo estropeado. Lo empujó, y se sentó,
alejándose de él.
—No —jadeó.
—Anne…
Apenas podía creer sus acciones. ¿Nadie le había dicho alguna vez que había
partes de una mujer que un hombre simplemente no tocaba?
—Déjame a mí —logró decir.
—Estoy perfectamente, —dijo Anne.
—Ya veo —, dijo él dijo rígidamente. —Nicholas puede ocuparse de tus heridas,
pero yo no puedo.
—¡Él no estaba manoseando mi pierna! —exclamó ella.
—Créeme —le contestó bruscamente Robin. —No significó nada para mí.
Anne no esperaba menos, pero sus palabras la lastimaron igualmente.
—Mi única herida es en mi muñeca y puedo atarla bastante bien yo misma —
dijo ella. —Favorezca a alguna otra moza con tu toque impersonal.
Los ojos de Robin destellaron a la luz de la antorcha.
—Hay muchas que lo anhelan, puedo asegurártelo
—Entonces encuentre a una y aprovéchate de ella —, dijo Anne, girando su
cara. —Puedo ocuparme de mí misma.
—Entonces ocúpate de ti misma y yo no me preocuparé más por futuros
accidentes.
Hubo un gruñido de Nicholas y Anne sólo pudo asumir que Robin le había
dado un codazo para sacarlo de su camino. Las maldiciones de Robin flotaron tras él
mientras se iba, hasta que finalmente se desvanecieron. Anne yació en silencio,
agradecida porque el dolor en su muñeca entumecía el dolor en su alma. Robin nunca
la querría. ¿Por qué se había permitido alguna vez que ese sueño tuviera un lugar en su
corazón?
La cosa más sensata sería mantenerse fuera de su camino y rezar para que
decidiera volver al continente rápidamente. Quizás una vez que se hubiera ido, se
libraría de una vez por todas de las tontas ideas con las que se había entretenido.
Incluso un hombre simple no hubiera querido a una esposa lisiada. Robin no era un
hombre simple, era el futuro Lord de Artane. Tenía poca paciencia y aún menos
corazón. Probablemente estaría mejor con un hombre que su padre eligiera. Al menos
sabría que era querida por su dote.
El sonido de tela siendo rasgada la distrajo y alzó la vista. Nicholas se había
quitado su túnica y estaba rasgándola en fragmentos. Anne apartó sus ojos de su pecho
desnudo. Siguió sin mirarlo mientras él ataba su muñeca, asegurándola bien. Entonces
la ayudó a levantarse.
—Tendré que alimentarte mientras descansas un poco esa muñeca—, dijo
Nicholas con una sonrisa. —¿Me complacerás? Han sido muchos meses desde que tuve
el honor de servir a una doncella tan atractiva y dulce.
Ella suspiró.
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Capítulo 9
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Capítulo 10
Robin salió a grandes y resueltos pasos del gran salón, su escudero trotando
respetuosamente cerca detrás de él. La flexible camisa de malla que llevaba Robin
probablemente debería de dificultadle su andadura a grandes pasos, pero estaba
acostumbrado al peso. A lo que no estaba acostumbrado, en cambio, era a la fuerte
irritación y a que su amor propio estuviera tan picado que amenazara con gastar todas
sus fuerzas de concentración.
Caminaba a grandes pasos hacia las lizas, necesitando distraerse más de lo que
jamás lo hubiera necesitado antes en su vida. Sin embargo, en realidad, cómo podría
estar o más perturbado de lo que estaba en el presente, con seguridad no lo sabía. No
podía recordar la última vez que había dormido bien y que su apetito se había perdido.
Si no hubiera tenido mejor criterio, entonces se habría creído afectado por alguna lenta
enfermedad crónica.
Desafortunadamente, sabía exactamente de dónde brotaba su frustración y
tenía la total intención de buscar refugio en las lizas y sacar todos los pensamientos de
ella de su mente. No pensaría en ella, ni sobre el hecho de que ella le había rehuido
durante los pasados dos días, prefiriendo la compañía de su soso hermano más joven.
La preferencia de Anne en hombres era un afilado aguijonazo para su orgullo. ¡La cara
de Nicholas no era más agradable que la de él!
La habilidad de Nicholas en la curación no era nada que alabar. Robin preferiría
haber confiado su preciosa carne a una criada de trascocina que a su balbuceante
hermano menor. Ni la actitud de Nicholas era tan tolerable. Suavidad y hermosura era
todo lo que tenía su hermano. Si Anne encontraba que eso era más atractivo que un
hombre de pelo en pecho, entonces estaba dándole la bienvenida a su locura y
sinceramente esperaba que tuviera dolores de estómago como recompensa a tanta
dulzura.
Robin se detuvo en el recinto exterior del castillo y miró alrededor de él para
ver qué tipo de juego le atraería más ahora. Estaba el estafermo2, como de costumbre,
así como un combate cuerpo a cuerpo. Robin no era muy amante del arco, así es que no
se encontró de ningún modo tentado por él.
Y entonces lo divisó. Baldwin de Sedgwick. Su Némesis, el único hombre que
odiaba con toda su alma. Así que el desgraciado había regresado del encargo
cualquiera al que le habían enviado. Robin no tuvo duda de que el patán había estado
merodeando por el campo, robando a viajeros incautos y causando cualquier travesura
que pudiera. Pero ahora estaba en casa, y Robin estaba de humor para jugar. Sonrió. La
mañana se estaba perfilando ciertamente agradablemente.
En el pasado, Robin había maldecido a su padre por alojar a Baldwin en Artane,
pero Rhys había insistido. Su teoría fue que era más fácil vigilar un enemigo a corta
distancia que dejarle ir y preguntarse donde golpearía después. Patrick de Sedgwick
fue, de hecho, el tío de Rhys, aunque nadie en Artane tenía alguna relación con el
bastardo. La madre de Rhys había huido de Sedgwick para escapar del brutal trato y
fue más adelante en la vida de Rhys cuando había averiguado que era pariente de
ellos.
El odio entre Artane y Sedgwick era profundo y más profundo aún en Robin.
Robin tenía la molestosa sospecha de que podría algún día podría ser su ruina, pero
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Nota de la traductora: El poste o un objeto montado en un poste, usado como blanco en ejercicios ladeados.
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por ahora era joven y fuerte y Baldwin había fracasado por completo en igualarle. Era
el momento de devolverle a Baldwin unos cuantos de sus insultos.
Cruzó a zancadas el cercano final del campo de justas y le quitó a un escudero
las riendas de un caballo. Se subió a la montura, arrancó con fuerza un escudo de las
manos del pobre muchacho y tomó una lanza. Baldwin estaba en la otra punta del
campo, apoyándose casualmente contra la pared externa del muro exterior del castillo.
Robin se puso de pie en los estribos.
—¡Sedgwick! —gritó—¿Eres lo suficiente hombre como para venir contra mí, o
deseas permanecer pegado a la pared como una mujer?
La respuesta de Baldwin fue inmediata. Robin se instaló en la silla de montar y
sonrió desagradablemente, planeando ya su estrategia.
—¡Rob, tu yelmo! —gritó Nicholas a voz en cuello cerca de la pared.
Robin desechó las palabras de su hermano... atolondradamente sin duda, pero
estaba más allá de la razón. Además, Baldwin no tenía agallas para hacer pasar una
lanza a través de su ojo, no con tantos testigos alrededor. Robin esperó hasta que
Baldwin se preparase, luego colocó sus espuelas a los lados del caballo de guerra.
Guiaba la montura con sólo las rodillas mientras se colocaba tanto el escudo como la
lanza. Golpeó a Baldwin completamente en el centro de su pecho, derribándolo hacia
detrás. Robin giró su montura y se dejó caer al suelo. Sí, éste era el juego que deseaba.
Esperó impacientemente hasta que Baldwin se hubo levantado, luego esperó el ataque
de Baldwin.
—Hijo de puta —escupió Baldwin, repartiendo golpes cruelmente.
—Es mi señor hijo de puta, para ti, Sir Baldwin. A veces olvidas tus modales.
Quizá debería enseñarte unos pocos esta mañana.
El defecto más grande de Baldwin, y era uno fatal, era su temperamento. Robin
había sido demasiado joven para aprovecharse de eso en su juventud, pero había
estudiado a Baldwin durante mucho tiempo, observando todas sus debilidades para
un futuro uso. Ahora había crecido y el futuro había llegado.
—Esta vez te mataré —gruñó Baldwin, sus ojos resplandeciendo.
—Por supuesto —dijo Robin alargando las palabras —Y te encontrarás colgado
en el extremo de una cuerda antes del anochecer, supongo. Pero no te preocupes por
esa posibilidad, Baldwin. Mis hermanos te podrían vencer en una pelea de espadas.
Aunque me atrevo a decir que yo también podría encargarme de derrotarte.
Robin oyó la carcajada de Nicholas a su espalda y supo que su hermano y
probablemente su padre estaban mirando. Cinco años atrás, tener a su padre
vigilándolo le habría crispado completamente. Cinco años de guerrear habían hecho
mucho para resolver esa desconfianza suya. Confiaba en su habilidad y no tenía dudas
de que podía superar a cualquiera en el campo. Exceptuando quizá a su padre. Incluso
con cuarenta y cinco años, Rhys de Artane era todavía un maestro
Pero Robin era hijo de su padre y había aprendido bien su oficio. Continuó
jugando con Baldwin, fingiendo volver a caer sólo para atacar con quites que dejaron a
Baldwin tropezando por la sorpresa.
Y cuando Baldwin bajó la guardia, Robin eludió su espada, dio un paso y
golpeó al hombre por debajo de la barbilla con su puño. Su enemigo cayó al suelo, sin
sentido.
Robin se sintió maravillosamente. Fue la primera vez en meses que había
sentido una genuina sonrisa aparecer en su cara. Tiró su espada al suelo, chasqueó sus
nudillos con un crujido feliz y estuvo a punto de golpearse duramente su pecho de
manera sumamente triunfadora.
—¡Una lucha! —gritó una joven voz.
—¡Sí, una lucha!
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—Anne es una mujer muy especial, Robin, —dijo Rhys lentamente—y requerirá
una mano segura y un corazón leal para ganar su confianza.
Robin sintió como si debiera decir algo, pero no había nada que decir. Su padre
lo sabía bien. Si Anne necesitaba algo, era un corazón leal.
—Nicholas la mima en demasía y supongo que a ella no le importa
—Se lo he dicho —masculló Robin.
—Esa no es la forma para conquistarla, —continuó Rhys.
Robin esperó, pero por lo visto no obtendría más sabiduría sin un poco de
recordatorio por su parte. De alguna manera, sin embargo, no estaba seguro que querer
oír el resto. Giró su cara lejos y frunció el ceño mientras miraba hacia el patio. Estaba
lleno de fantasmas, sombras de él y Anne mientras crecían, haciendo bromas y jugando
juntos. Robin todavía podía recordar como ella había parecido adorarlo y como esto le
había dado poder pero le había humillado al mismo tiempo. Ah, los fervientes votos
que él había hecho cuando era un joven inmaduro, jurando convertirse en un hombre
de quien ella estaría orgullosa, un hombre digno de su bondad.
Y luego había sido pisoteada y él había sido humillado. Ella se había retirado y
él se había abandonado a la cólera y a la amargura y estas habían llenado su alma.
¿Había sido un tonto? ¿Era realmente posible deshacer el pasado y tenerla?
Robin respiró hondo y soltó el aire con cuidado. Echó sus hombros hacía atrás.
Mejor preguntar cómo y recibir una respuesta antes de que perdiera el coraje que le
quedaba.
—¿Y cómo la conquistaría un hombre? —preguntó cuidadosamente.
Rhys le golpeó ruidosamente en el hombro.
—¿Por qué te importaría a ti?
Robin observó con la boca abierta, como su padre entraba en el vestíbulo,
dejándolo fuera en los escalones. Dudó que hubiera estado más sorprendido si su
padre le hubiera dado un portazo en las narices.
Pero había algo de verdad en lo que había dicho Rhys. ¿Qué le importaba a él?
El problema era que lo hacía.
La puerta del salón se abrió y Robin esperó a que su padre saliera y terminara
lo que había comenzado. Desafortunadamente, el alma que salió fue nada menos que
Geoffrey de Fenwyck. Robin intentó una débil sonrisa.
—Milord
Geoffrey le miró con antipatía.
—Oh, eres tú.
Robin le hizo a Geoffrey una reverencia. Seguramente una reverencia no podría
salir mal.
Pero cuando se enderezó, fue para ver a Geoffrey dirigirle una mirada que él
podría haber dirigido a una humeante e hinchada pila de estiércol en la que había
evitado meter su pie por poco. Entonces Fenwyck le gruñó a Robin y pasó rozándolo
sin más comentario.
Aparentemente la chica no debía ser conquistada a través de su padre.
Entonces Robin se golpeó en la cabeza, lo suficientemente fuerte como para
hacer una mueca de desagrado, sin embargo probablemente no lo suficientemente
fuerte como para librarse de sus imprudentes pensamientos. Comenzaba a preguntarse
lo que sería peor para él... si conquistar a Anne o no. Si esta era la condición en que iba
a quedarse por conquistarla, quizá estaba mucho mejor sin ella.
Entró en el vestíbulo para encontrarse a Nicholas y Anne sentados cerca del
fuego. Nicholas la rondaba como si fuera un plato de dulces que tenía la intención de
devorar tan rápido como fuera posible, sin permitir a ningún otro probarlo.
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que podría significar, ella había quitado su mano y la había colocado encima de regazo
otra vez.
Eso fue suficiente para él.
Robin se sentó.
Y levantó la vista mirando encolerizadamente a su hermano.
—No es sino un poco de barro, idiota —dijo con un gruñido.
—No huele a barro —dijo Nicholas, olfateando entusiastamente. —
Definitivamente es estiércol. Anne, ten cuidado no sea que el hedor haga que te
desmayes.
Robin se encontró de repente mirando esos ojos claros verdes y solamente pudo
parpadear tontamente a cambio. Entonces ella sonrió un poco y la visión casi lo derribó
de donde estaba sentado.
—Montgomery y John presumieron de su victoria, —dijo ella —fue amable de
tu parte cedérsela, aun si eso te dejó tumbado en la suciedad.
—Estiércol—repitió Nicholas—Estiércol. Posiblemente algo aún más asqueroso.
¿Crees que es posible, Anne?
¿Algo más asqueroso que el estiércol? Independientemente de lo que fuera,
Robin parecía haber rodado generosamente en ello
Anne giró su cabeza para mirar una pequeña conmoción cerca de la puerta del
vestíbulo. Robin miró a Nicholas y lo fulminó con la mirada.
—Estás muerto—articuló él.
La mirada que Nicholas le devolvió estaba llena de un significado que Robin no
podía confundir.
Su hermano tenía la intención de hacer la corte a Anne. Y quería a Robin fuera
de su camino.
Antes de que Robin pudiera levantarse y estrangularlo, Nicholas había pedido a
Anne permiso para ausentarse y había cruzado el piso para saludar a Fenwyck cuando
entró en el vestíbulo.
—Perfecto —masculló Robin. Se giró hacia Anne, intentando preguntarle si le
gustaría escapar del vestíbulo antes de tuvieran que observar lo que seguramente sería
uno de los más acontecimientos más nauseabundos en la historia... es decir Nicholas
halagando al padre de Anne... pero Anne estaba ya levantándose.
—Mejor voy a ver la cena —dijo ella.
Y luego se fue.
Robin estuvo tentado de ofrecerle su ayuda, pero eso le habría impedido
escuchar a Nicholas y Geoffrey y no tenía intención de perderse nada de esa
conversación... si podía soportarla. No tenía ningún sentido no saber exactamente lo
que su hermano trataba de hacer.
Le daría algo que decir cuándo elogiara al tonto.
Pues no había razón concebida en el Cielo o en el Infierno por la cual Nicholas
de Piaget cortejaría y conquistaría a señora Anne. Robin se preguntó por qué había
empezado la mañana con tal confusión nublándole el cerebro. Anne era suya. Siempre
había sido suya. Y si Nicholas pensaba de forma diferente, entonces era hora de que
Robin lo desengañara de esa idea. Luego volvería sus pensamientos a cómo podría
conquistar a Anne.
Entonces percibió un olorcillo de sí mismo. Quizá Nicholas tenía razón. Bueno,
no tenía sentido dar a Fenwyck o a su hija una razón para tener una mala opinión de él.
Robin dejó el vestíbulo corriendo, planeando un rápido baño, luego regresaría
para escuchar a escondidas.
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Capítulo 11
Anne estaba cerca del hogar observando varias cosas que estaban siendo
expuestas ante ella. Se estaban haciendo los preparativos para la cena, por supuesto.
Éso no era nada inusual. Anne había hecho una visita a la cocina, asegurándose que
todo iba como Gwen lo desearía, después había vuelto y observado el salón que se
estaba siendo preparado para la cena. Era una visión verdaderamente atrayente ya que
estaba hambrienta, pero no fue lo qué captó su atención. Su padre estaba mantiendo
una conversación con Nicholas. Anne no pudo evitar sentir una pizca de
agradecimiento por esto, porque le ahorraba la incomodidad de tener que esquivar las
miradas significativas de su padre. De hecho, desde que había comenzado a hablar con
Nicholas hacía una hora, parecía haberse olvidado de las significativas miradas que le
enviaba.
Y entonces Robin entró en el pasillo. Su pelo estaba mojado, al igual que su
túnica. Anne sospechó que quizás las palabras de su hermano lo habían estimulado a
asearse después de todo. Lo observó caminar hasta su hermano y su padre. Nicholas lo
codeó a un lado y se situó delante de él, al parecer bloqueando el acceso de Robin a su
padre. Robin simplemente se hizo un lugar en el otro lado de Nicholas. Esa vez, su
padre lo empujó fuera del círculo. Anne continuó mirando su pequeña danza con
asombro. ¿Por los todos santos, de qué iba todo aquello?
—Parece, hermana, como si fueras a estar aquí más tiempo del que pensaba—
dijo Amanda. Anne miró a su hermana adoptiva que había aparecido repentinamente a
su lado.
—¿Qué quieres decir?
—Están intentando ganarse el apoyo de tu padre, —dijo Amanda sabiamente—
lo he visto docenas de veces. No parece que Robin tenga mucho éxito.
—A mi padre no le gusta mucho, creo.
Amanda la miró perpleja.
—Me duele decirte esto, Anne, pero puedo entenderlo perfectamente. Robin es
imposible. Intolerable. No puedo imaginarme lo que ves en él.
A Anne se le escapó un suspiro antes de que pudiera pararlo. Y una vez hecho,
no había sentido en no seguir.
—Es hermoso, —dijo.
Amanda gruñó de forma poco apropiada para una dama.
—Te concedo eso, pero sus modales no son los apropiados.
—Puede ser muy dulce, —protestó Anne.
Amanda se giró y la miró con la boca abierta.
—¿Dulce?—repitió.
—De vez en cuando, —aclaró Anne.
—No creo que tu padre esté de acuerdo —
Anne observó la danza en curso para descubrir que Nicholas y su padre hacían
esfuerzos para mantener a Robin fuera de su conversación
—Quizás Nicky pida tu mano, —dijo Amanda tranquilamente.
Anne negó con la cabeza.
—Lo hace solamente porque piensa, por alguna razón que no puede
comprender, que eso irritará Robin.
—Hombres, —dijo Amanda de manera severa —¿por qué no pueden dejar sus
juegos para el campo de batalla?—
—La emoción de la conquista, —señaló Anne. —¿Qué otra cosa podría ser?
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— ¿Anne?
Parpadeó.
—Todavía me duele un poquito cuando la muevo.
—¿Se te ha ocurrido, entonces, mantenerla quieta?
Quiso hacer una réplica, fue entonces que captó el débil parpadeo en sus ojos.
Parpadeó una o dos veces, segura de que sus ojos la engañaban. No podía estar
bromeando con ella. Robin se había olvidado de cómo bromear hacía años.
—No creo que los paños estén lo bastante tensos, — consiguió decir.
—Entonces debes dejarme arreglarlo —dijo él, reclinándose hacia atrás y
recobrando su tono enérgico —tendré que entablillarlo ahora. Después de la cena. Y
supongo que tendré que servirme yo mismo puesto que tú no puedes hacerlo.
Anne mordió sus labios. Al parecer su carencia de maneras lo había privado de
un compañero de cena, puesto que no tenía nadie con quien compartir su bandeja.
Nicholas puso su brazo alrededor de los hombros de Anne.
—No le prestes ninguna atención, Anne. Se olvida de que ahora está en un sitió
civilizado, no fuera en su tienda con sus hombres. Mira, he elegido las mejores piezas
de carne para ti. TLe ayudo, o ¿puedes arreglártelas sola?
—Por todos los santos, Nick, no está desamparada, para estar sobre ella
continuamente.
—Estaré tanto como quiera, Rob.
—Tú no eres su señor ni su amo. Si no deseas que esté pendiente de ella, puede
decírmelo por si misma.
—No quiere ser consentida, idiota.
Anne se reclinó en su asiento y les escuchó hablar de ella como si no estuviera
allí. Robin estaba molesto y Nicholas pronto se encontraría en ese mismo estado.
Suprimió el impulso de arrastrarse debajo de la mesa.
—Y yo digo que una mujer necesita sentirse protegida. Es lo que se debe hacer.
—Y yo digo que la estás tratando como a una lisiada. Su pierna es débil, no
inútil, y sus manos son perfectamente capaces de llevar el alimento a su boca. No la
compadezcas.
—Estoy intentando cortejarla, —gruñó Nicholas.
—No te pertenece para hacerlo, —le conestó Robin, igual de poderosamente.
—¿Y quien eres tú para determinar a quién pertenece?
Robin se levantó tan rápidamente, que su silla casi se cayó.
—Fuera.
—Bien.
Anne los observó mientras ambos caminaban airadamente sobre los jucnos.
Era otra noche pacífica en la casa de de Piaget.
Pero al parecer luchaban por ella y eso era algo a ser tenido en cuenta. Anne se
preguntaba si alguien notaría su ausencia para saborear el milagro. Miró a su alrededor
cuidadosamente. Su padre estaba inmerso en una profunda discusión con Gwen, lo
que presagiaba que le permitiría escapar del salón. El resto de la familia y la guarnición
estaban concentrados en su cena y el ruido en el salón era formidable. Anne se escurrió
de su silla e inició su camino hacia las escaleras. Quizás un poco de aire fresco le
ayudaría a ver más claramente.
Aunque no estaba segura de lo que se suponía que vería. Nicholas la halagaba,
pero no pasaría de allí. Robin estaba haciendo algo que sólo los santos sabían que era.
Quizás estuviera detrás de su fortuna. Quizás tan sólo trataba de frustrar los
planes de su hermano. Quizás había perdido la cabeza en alguna parte de sus
recorridos en los últimos cinco años. Se llevó las manos a la cabeza, y entonces volvió
su atención en conseguir llegar hasta las almenas sin matarse. El recuerdo de ser
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empujada por la escalera era casi bastante para dar la vuelta e ir abajo, a la luz y a la
comodidad del gran salón. Pero entonces tendría que hacer frente a los muchachos
mayores de Artane cuando volvieran de su reyerta y no se sentía preparada para eso.
Además, habían guardianes en el techo. Ciertamente estaría más segura sola que
exprimida entre los dos hermanos de Artane que parecían estar empeñados en
matarse el uno al otro.
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Capítulo 12
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Corrió por los muchos peldaños de las escaleras hacia el almenaje e irrumpió a
través de la puerta hacia la pasarela. La divisó inmediatamente y caminó hacia ella sin
dudar. La hizo separarse del muro y comenzó a empujarla hacia la puerta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Anne respirando con dificultad.
—Llevándote abajo.
—Pero...
—Llevarte abajo es la única cosa que evita que en estos momentos que te
retuerza el cuello aquí en la pasrela, Anne. No te resistas.
Ela no lo hizo. Aunque no estaba yendo con él exactamente con entusiasmo,
tampoco peleó contra él. Robin no estaba seguro de si debía estar complacido o
atemorizado por eso.
La condujo hacia la solana de su madre y cerró la puerta tras ellos con el pie.
—Prende el fuego, por favor —le pidió ella rápidamente.
Robin sa miró, y se sintió débil ante esa mirada. Por todos los santos, se había
convertido en una belleza. Y no era sólo la hermosura de su rostro. La tranquila belleza
interior que siempre había poseído tenía algo que se reflejaba en su exterior. No había
duda de que la mitad de la guarnición querría hacerle una propuesta. Alabados los
santos si su padre no se la daba a cualquiera menos al heredero del señor. Por lo menos
no tenía ninguna razón para temer que un simple caballero la robara en frente de sus
propias narices.
—¿Robin?
—El fuego —dijo él —sí, lo recuerdo. No me insistars ahora, Anne.
Ella giró el rostro hacia otro lugar. Robin la condujo hacia una silla cerca del
hogar y maldijo por lo bajo. No había querido herir los sentimientos de la chica. En
verdad, no tenía idea de lo que hacía. Había estado buscando la manera de alejar a
Anne de Nicholas, y ahora que la tenía frente a sí, quería huir.
Eso era más que suficiente para hacerlo querer levantar las manos y rendirse.
Prendió el fuego, entonces se sentó sobre sus talones y miró a su dama. En el
momento en que encontró sus ojos, ella apartó la vista. Entonces a ella no le importaba
nada él. Él no podía reprochárselo. Él tampoco se preocupaba mucho de sí mismo.
Robin se sentó y buscó un trozo de leña. Ella necesitaría una tablilla para la
muñeca. Nicholas no sabía nada mejor que hacer que dejar la herida sin nada. Robin
maldijo por lo bajo mientras trabajaba. Se tendría que haber entablillado y envuelto
inmediatamente. Probablemente le ahora le llevaría el doble recuperarse.
El susurro de un tejido atrajo su atención y levantó la mirada para ver a Anne
levantarse.
—¿Dónde vas? Vuelve a sentarte.
—No voy a quedarme más para escucharte maldecirme —dijo ella fríamente.
—Estaba maldiciendo a Nicholas, no a ti. Debería haber entablillado tu muñeca.
Siéntate de nuevo. No voy a perseguirte la próxima vez.
Anne vaciló, entonces lentamente se hundió en la silla de nuevo.
Y por alguna razón, eso hirió al joven, probablemente porque sabía que la
estaba lastimando. ¿No sabía que él la perseguirá todas las veces que quisiera? ¿No
tenía ni idea de que era la razón por la cual no había venido a casa en cinco años? ¿No
tenía idea de que era una de las razones por la que entrenaba hasta caer cada día?
Jamás en la vida quería ver que ella lo mirara y sintiera que él no era sufiente.
La inseguridad de ella le rompió el corazón. La dulce y amable Anne que no
debía haber tenido nada más que sonrisas llenando sus días, que merecía un galante
caballero que la cortejara, y un cuerpo que fuera perfecto para no herirla.
¿Y qué tenía en su lugar? Una pierna que estaba lisiada y un antipático
caballero que no podía atar dos palabras juntas para hacer un cumplido decente.
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Si fueses mía
Robin se inclinó de nuevo, sin gustarla en lo más mínimo las emociones que
hacían jirones su interior. Nunca podría darle a Anne lo que necesitaba, ser lo que
merecía, y era un tonto por desear poder serlo. Terminó con las delgadas tablillas de
madera y devolvió su cuchillo a su vaina. Entonces buscó la tela que había envuelto la
muñeca de Anne.
Ella la sostuvo y él la tomó. Luego la puso sobre la falda de la joven para
después envolver su muñeca.
—Sostén las tablillas, pequeña Anne, mientras la envuelvo —dijo ubicando las
tablas donde él quería.
—¿Cómo me llamaste?
Robin la miró y se cruzó con sus claros ojos.
—No recuerdo —mintió.
Había sido un desliz, un pensamiento inconsciente. No la había llamado de esa
manera desde antes de su humillación a manos de Baldwin. Había sido su forma
cariñosa de llamarla, suya solamente. Le había roto la nariz a Nicholas la primera vez
que se había atrevido a llamarla así. Continuó su trabajo, sintiéndose agudamente
incómodo. La gentileza no estaba en su naturaleza. Las palabras suaves y los halagos
no estaban en su vocabulario. Era un guerrero, no una mujer y no tenía tiempo para
tonterías.
—No quiero que uses ese brazo —dijo mientras ataba las dos puntas de la tela.
—No barras, no cocines, no cargues nada. Si te veo haciéndolo, te arrepentirás de ello,
y descansa segura de que estaré vigilándote de cerca durante la próxima semana para
ocuparme de que me obedecéis.
—No soy uno de tus hombres, Robin.
Él deslizó sus dedos bajo los de ella y frotó su pulgar sobre los nudillos de la
chica.
—Lo sé, Anne —levantó la mano de la joven y sus labios la besaron toscamente.
No se molestó en mirar los ojos de la chica.
Y entonces, se dio cuenta de la tontería que había hecho. Soltó su mano
rápidamente y se levantó.
—Es hora de que vayas a la cama. Déjame arreglar al fuego y te acompañaré
por las escaleras. No quiero que te tropieces de nuevo. —Cuidadosamente atendió el
fuego, luego se sacudió las manos y miró a Anne. No se había movido. Estaba mirando
su mano como si jamás la hubiera visto antes.
Robin se sacudió sus manos de nuevo y caminó los dos pasos que lo separaban
de ella. Luego sostuvo su mano y dijo su nombre suavemente. Anne levantó la mirada
hacia él y sus ojos estaban llenos de lágrimas.
A Robin le sorprendió la urgencia de correr.
Anne puso su mano en la de él y Robin la ayudó a levantarse gentilmente.
—Obviamente estás cansada —dijo ásperamente. —Descanso es lo que
necesitas.
Ella asintió, pero no se movió. Robin vaciló, preguntándose qué hacer. Lo que
quería hacer era estrecharla entre sus brazos; lo que temía era provocarle un disgusto.
¿O acaso se reiría de él? Eso no lo podría resistir.
La puerta se abrió de golpe y apareció Nicholas, despeinado. Encontró los ojos
de Robin.
—El paje —dijo, sosteniéndose del marco de la puerta. —Al que le diste mi
vino. Stephen de Hardwiche, ¿verdad?
—Sí. ¿Qué le ha ocurrido al joven?
Nicholas lo miró, sus ojos grises como paltos debido al sobresalto y al horror.
—Creo que está muerto.
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Capítulo 13
Edith caminó de forma pausada por el pasillo, haciendo hasta lo imposible para
parecer calmada. Asintió elegantemente con la cabeza a cualquier sirviente que se le
cruzase y se mezcló entre los guardias de Artane llamando la atención lo menos
posible. Llegó a la base de las escalinatas de la torre, respiró hondo y las subió
lentamente. Después de llegar al rellano, volvió a tomar otra profunda y
tranquilizadora bocanada de aire, abrió la puerta y se introdujo en la habitación. Una
vez que hubo cerrado la puerta, hizo acopio de todas sus reservas de control y formuló
la pregunta que no podía creer estaba forzada a hacer:
—¿Muerto?—inquirió cortésmente.
Maude no era más que una acurrucada masa contra la pared, temblando y
lloriqueando.
Baldwin se acercó amenazante a ella, con su puño levantado. Se volteó para
mirar con enojo a Edith.
—Sí, muerto. —dijo con un gruñido. —Y esta pobre imbécil fue quien lo hizo.
Y luego hizo algo que lo arruinó para siempre ante los ojos de Edith. Se estiró y
pateó a Maude con todas sus fuerzas.
Una cosa era matar a un hombre. Incluso torturar a un hombre era aceptable en
varias circunstancias. También podía atormentarse a una mujer, si la ofensa era lo
suficientemente grave. Pero pegarle a una mujer acobardada en el piso, que no tenía
defensas, que era incapaz de contraatacar…
Edith sabía que de alguna manera tendría que aceptar lo que estaba haciéndole
a Anne, pero por ahora sólo podía verse a si misma en el lugar de Maude, tratando de
evitar los amenazantes puños y pies de su propio señor.
Y de nuevo, Baldwin era el esclavo de Sedgwick. ¿Qué más podía esperar?
—Basta —dijo, dando zancadas a través de la habitación y haciendo a un lado
de un empujón a su hermano. Se detuvo entre medio de Maude y él.
—Yo me encargaré de ella.
Baldwin echó su mano hacia atrás, probablemente con la intención de darle una
bofetada, pero ella se mantuvo firme. Estaba segura de que él podía ver el odio en sus
ojos. Cuando su enojo disminuyo y él bajó su mano, supo que había ganado, al menos,
esa batalla.
—Debería castigarte a ti también por esto —gruñó Baldwin.
—Hazlo, y te arrepentirás—dijo Edith calmadamente.
—No te atreverías.
—La única manera de estar seguros sería matándome ahora.
Baldwin la contempló como considerándolo, luego maldijo y se alejó.
—Esa víctima es demasiado fácil.
Por supuesto. Ella frunció los labios en respuesta a su tono desdeñoso, pero no
dijo nada más. No tenía sentido tratar de humillarlo. Robin lo había aquello demasiado
bien aquella mañana. Edith los había observado más temprano y había visto a Artane
despacharlo haciendo el menor esfuerzo. La bravuconería de su hermano se había
convertido en una gran suma de orgullo herido, eso era obvio, y a lo mejor alentarlo a
aplacarlo lo mantendría Y quizás alentarlo para aliviar aquel orgullo lo mantendría
alejado hasta que ella decidiese más adelante como proceder.
—A lo mejor encuentras un mayor entretenimiento en las lizas—le sugirió ella.
Baldwin la miró con enojo.
—Fue un mal momento esta mañana —dijo él
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—Sin duda—Le sonrió ella, comprensiva. —Supongo que todos los tenemos.
Algunos más que otros, pero no se molestó en remarcarle aquello.
Baldwin señaló con un dedo tembloroso hacia Maude.
—Encárgate de ella. Si no lo haces, lo haré yo, y que quede claro, no la
encontrarán para enterrarla.
Edith lo vio abandonar la habitación y se preguntó si realmente tenía las agallas
para llevar a cabo semejante acción. Alardeaba sobre ello usualmente, pero nunca
había visto los resultados de sus labores. Sospechaba que no tenía los cojones para
aquello. Se preguntaba si era capaz siquiera de llevar a cabo alguna de las tareas que
pretendía asignarle.
Los buenos asesinos siempre eran pocos.
Edith suspiró y se giró para arrodillarse junto a Maude. Le levantó el apenado
rostro y vio con claridad la hinchazón ya aparente. Había una cosa que podía decir de
su hermano: sabía aprovechar al máximo sus puños.
—Tan sólo os dije un poco, Maude—dijo Edith pausadamente.
Maude sólo gimió.
—¿La tentación era muy fuerte, no? —preguntó Edith
Maude asintió y lloriqueó.
Edith suspiró. Parecía como si la utilidad de Maude hubiese llegado a su fin, al
menos en un futuro inmediato.
—Ahora te acostarás —dijo Edith. —Nada de planes hasta que hayas
descansado. Ciertamente, creo que es mejor que no hagas otra cosa hasta que te diga lo
contrario. ¿Entendido?
Maude asintió de manera tonta.
—Creo que golpear a una mujer es despreciable—continuó Edith —Yo nunca lo
haría. —
—¿N—no lo harías?—preguntó Maude
Edith sacudió la cabeza.
—Una muerte limpia es mucho más digna, ¿no te parece? Y en esta intrigada en
la que estamos metidas, la desobediencia lo merecería.
Maude la miró abriendo los ojos.
—¿No volverás a desobedecer otra vez, no, Maude?
—No, señora Edith, —suspiró Maude.
—Bien, —dijo Edith, sonriendo. —Quédate aquí hasta que te recuperes. Si
alguien te pregunta por tus golpes, di que te caíste por las escaleras. No volverán a
preguntar.
—Sí, mi señora.
—No harás nada a menos que te diga lo contrario.
—Sí, mi señora.
Edith asintió, se puso de pie y se sacudió las manos. Dejó la habitación de la
torre. La cena había terminado y el torreón estaba alborotado; no habría paz para ella
aquella noche a menos que se sentara y pensara en sus planes. De todas maneras, eso
probablemente no le hubiera servido. Ahora era mejor que se mostrara ante la familia y
expresara el horror y la indignación apropiados. Podía pensar por la mañana la mejor
manera de proceder.
A lo mejor era hora de que acechara las lizas y observara a Baldwin haciendo su
trabajo. Sólo los santos sabían qué clase de travesuras podría inspirarle el estar allí. Si
no, el aire fresco quizás le diera una o dos ideas nuevas.
Sacudió la cabeza mientras descendía al gran salón. Demasiado veneno. Por
todos los santos, ¿tendría que hacer todo ella misma?
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Capítulo 14
Anne estaba de pie en los escalones que conducían al gran salón y observaba la
escena que se desarrollaba ante ella en el patio. Por supuesto, estaba el carro, llevando
el cuerpo del joven Stephen Hardwiche. Lady Gwennelyn ya estaba montando. Los
hombres de Rhys estaban preparados para marcharse, comprobando el equipo y lo
demás.
Rhys estaba a un lado con Robin, sin duda dando las últimas instrucciones.
Anne vio a Robin escuchar y se se maravilló por su paciencia. Ciertamente no la había
mostrado con ella anoche. Había sido rudo cuando entablilló su muñeca y sospechaba
enormemente de que había estado maldiciéndola junto con su hermano. Una vez
llegado Nicholas con la sombría noticia, Robin la había arrastrado con él por las
escaleras, la había sentado en una silla del gran salón y después la había ignorado
durante el resto de la tarde.
Entonces nuevamente, le había besado su mano.
De una manera áspera y tosca.
Bajó la mirada hacia esa mano, después la cubrió con la otra y la escondió bajo
su capa. Sus manos estaban pálidas y temblando. Conocía la causa. Se le había ocurrido
cuando se había sentado en el gran salón, mirando el cuerpo del joven Stephen ante la
chimenea. Podía entender que cerraran la puerta de la solana de un portazo. También
podía entender el perder el equilibrio en las escaleras. Podía imaginar el ser empujada.
¿Pero que beber un poco de vino matar a un niño?
Eso no podía ignorarlo y comprenderlo la noche anterior la había hecho casi
desmayarse.
Alguien estaba intentando matarla.
La noche anterior se había sentado en su silla y había temblado. Había
observado lo que pasaba a su alrededor y el horror la había estremecido. No había
dicho nada a nadie. Parecía una idea casi demasiado loca como para darle voz.
Después de todo, ¿quien diría que el vino no era para otro?
La cocinera había encontrado al muchacho desplomado en una esquina de la
cocina, un jarro vacío junto a su codo. Cualquiera podría haberlo bebido, aunque Anne
recordó la dureza de Robin cuando apartó bruscamente la taza de ella y se la dio a
Stephen. Si no lo hubiera hecho, hubiera sido ella la que se habría encontrado en ese
carro, muerta y sin molestarse en preocuparse en lo más mínimo por el viaje a
Fenwyck.
Era suficiente para debilitar sus rodillas.
Se encontró sentándose en los escalones antes de pensarlo. Entonces, antes de
que pudiera entender cómo había llegado allí, sintió las manos de él en sus brazos.
Tembló violentamente, sus dientes comenzaron a castañear.
—¿Estás enferma? —exigió saber Robin con urgencia.
—No puedo dejar de temblar —dijo. Su cabeza estaba comenzando a girar de
forma incomoda—. Robin, por favor, dentenlo.
Robin se arrodilló en el suelo y la miró con los ojos nublados.
—¿Por qué te has sentado?
—Me dolía la cabeza —mintió ella. No tenía ningún sentido decirle la verdad.
Era poco probable que no la creyera.
Una forma alargada se sentó a su lado. Anne miró a su izquierda para
encontrarse com Miles allí. Su normalmente mirada grave ahora lo era aun más. Puso
su brazo alrededor de ella, entonces miró a su hermano.
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Y era tan ridículo hacerlo, que apenas se podía creer que se estuviese
revolcando en su sufrimiento innecesariamente. No tenía sentido arruinar sus últimos
días de libertad con pensamientos sombríos sobre el futuro. El futuro llegaría a su
propio tiempo. Lo mejor que podía hacer era disfrutar del tiempo que estuviera allí.
Se levantó, se estiró y con cuidado bajó las escaleras. Uno de los placeres de los
que disfrutaba en Artane pero no en Fenwyck, era la libertad de caminar por donde
quería. Normalmente bordeaba las paredes de las lizas, ya que la distancia era
controlable y siempre había ayuda cerca en caso de ser necesario.
Obstinadamente se rehusó a pensar en el hecho de que aquella mañana podría
tener el placer de observar a Robin mientras entrenaba.
Le llevó más tiempo del que le hubiera gustado alcanzar las lizas, pero aun así
no pudo quejarse. Era un buen día, el sol brillaba y su capa la protegía del frío. No
duraría, el clima y su libertad, de modo que lo saborearía por completo mientras
pudiera.
Caminó cerca de la pared, era difícil quedarse fuera del camino de los demás.
Las lizas nunca estaban vacías, pero desde el regreso de Robin y Nicholas, era un lugar
más ocupado de lo normal. Parecía que Robin se rodeaba de hombres que eran tan
impulsivos como él, ya fuera eso o que sus soldados se entrenaban con cuidado por el
miedo de que verdaderamente los matara si no se entrenaban tan duro como él.
Como siempre, se propuso una meta, pues no tenía sentido ir más allá de sus
límites. Daría una vuelta a las lizas antes de permitirse mirar a Robin. En su segunda
vuelta podría mirarlo cada pocos pasos. La tercera, si lograba hacerla, lo miraría
totalmente y no se avergonzaría por ello. Si lograba caminar tanto en un amanecer, se
merecería cualquier placer que prefiriese.
Siguió muy despacio, forzando a su pierna a enderezarse con cada paso que
daba, a aceptar su peso, trabajando los músculos que habían estado sin trabajar. A
medida que el dolor subía rápidamente a través de su pierna hasta su cadera, se
maldijo a si misma por haber estado inactiva. Sentarse y coser tranquilamente
conllevaba un pesado precio que había pagado a menudo en el pasado. Ahora tendría
que haber tenido mejor criterio.
—¡Anne!
El grito de un hombre le hizo levantar la cabeza sorprendida, luego gritó
cuando fue tirada al suelo. Había perdido completamente el aliento. Si eso hubiera sido
lo peor, se hubiese sentido aliviada. Salvo que tenía a un hombre tumbado
desgarbadamente sobre ella aplastándola.
—Quitaos —articuló ella, tratando de respirar.
Una cofia metálica fue apartada de un golpe de la cabeza del hombre y Anne
tuvo una visión de un cabello oscuro antes de que el hombre girase la cabeza para
mirar sobre su hombro.
—Robin —dijo ella sin aliento—, no puedo respirar.
Inesperadas lágrimas de dolor brotaron de sus ojos. Tenía la pierna atrapada
bajo los muslos del muslo y pensó que podría rompérsela.
—¡Por favor!
Robin se alzó con mucho esfuerzo sobre ella y se levantó, dejándola en la tierra.
Anne trató de enderezarse, pero se encontró con que no podía. Todo lo que podía hacer
era quedarse con la mirada en el cielo y preguntarse si por algún milagro volvería a
respirar.
Aunque su respiración regresó lentamente, aún no podía moverse. Miró y vio
que Robin sujetaba la cabeza de una maza en su mano.
—¿De quién es esto? —bramo.
Un caballero cayó de rodillas.
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alejándose de Robin y volviendo al salón. Sólo había dado un par de pasos antes de
que su pierna cediese y cayera sobre sus manos y rodillas. Su mortificación fue
completa.
Robin se alzaba ante ella.
—Levanta e vuelve rápidamente a la casa —gruñó él—. Éste no es tu sitio,
Anne.
Anne observó sus pies calzados con botas retirarse y supo en su interior, que
odiaba a Robin de Artane como nunca lo había hecho.
Richard de Moncrief se puso en cuclillas ante ella y le tendió las manos.
—Dejadme ayudarla, mi señora —dijo quedamente.
—Apartaos de mí, miserable de baja estirpe —escupió, su pena y vergüenza
cayendo sobre ella como una feroz ola—. No necesito ayuda —alzó su cabeza y barrió
al resto de los hombres con ojos brillantes—¡Fuera! ¡No estoy lisiada, malditos seáis
todos! ¡Iros!
Anne supo que debía levantarse, pero no podía. Todo lo que podía hacer era
permanecer sobre sus manos y rodillas e inclinar la cabeza. Al menos allí no tenía que
mirar al grupo de hombres que aún la vigilaban. Aunque se habían retirado, sabía que
todavía estaban allí. ¡Y qué imagen debía dar ella!
Y era una escena que no quería mantener. Alzó lo suficiente la cabeza como
para buscar algo con lo que pudiera hacer palanca para levantarse. Había un banco
contra una pared, pero era una distancia considerable. Tenía que hacerlo, ya que no
veía nada más que pudiera serle útil. Comenzó a gatear.
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Capítulo 15
Robin puso sus manos contra de la pared del muro exterior del castillo,
apoyándose, tratando de introducir algo de aliento y así aliviar el dolor que tenía en su
pecho. Cerró sus ojos y rezó para dejar de imaginarse cosas. Quizás en los últimos días
no era el mismo, quizás su agudeza no estaba en su momento más propicio. Había
demasiadas coincidencias en su vida. Quizá solamente había experimentado una gran
parte de ello más tarde que cualquier hombre normal.
No obstante otro hombre no podría haber visto a la mujer que amaba caer como
un fardo arrugado por las escaleras.
Otro hombre no podría haber detenido a esa misma mujer de beber un vino
que la habría envenenado hasta la muerte.
Otro hombre ciertamente no habría observado a la pesada maza con púas salir
volando por los aires hacia la cabeza de esta misma mujer. Eso fue lo más perturbador
de todo. El que estuviese caminando hacia ella había sido simple azar. Apenas tuvo
tiempo de salvarla.
No podía eliminar el presentimiento de que esto estaba demasiado lejos de ser
una mera coincidencia.
Se recostó hacia atrás en la pared, pasando sus manos por su pelo y soltando el
aliento. Volvería al salón y pediría perdón a Anne. Probablemente pensaría que él le
había hablado de forma demasiado ruda. Si supiera que había sido por miedo y sin
malicia, quizá lo perdonara.
Se dio la vuelta, pero antes de comenzar caminar, echó un vistazo a la terrible
escena de lo que podía haber pasado en el retrete.
Se dio la vuelta, pero antes de que pudiera comenzar a andar, observó algo de
lo que apenas se había percatado.
Anne estaba sobre sus manos y rodillas, gateando.
La miró con consternación. Por los santos, ¡él nunca había pensado en reducirla
de esa forma!
Se estaba acercando a un banco. Sólo aquel esfuerzo debía de costarle bastante.
Echó un breve vistazo hacia la guarnición y vio una variedad de emociones reflejadas
en sus caras. Compasión en su mayor parte. Incluso la expresión de Sedgwick era seria.
Más le valía. Robin lo hubiera matado probablemente si hubiera mostrado algo más.
Y luego un puñado de hombres se dio la vuelta para mirarlo y Robin estuvo
ligeramente sorprendido al ver la cólera en sus caras y cierta cantidad de acusación—
¡como si hubiera sido el que había puesto a Anne en aquella posición!
A reglón seguido se dio cuenta de que sí la había tenido. Sólo podía hacer
conjeturas de la humillación que ella debía sentir y que él seguramente había
contribuido en ese merito. Seguramente eso no era lo peor. Sólo los santos sabían que
tipo de daño le habría hecho si la hubiera aplastado la maza como a él.
Bueno, mejor aplastada que muerto. Se enfrentó a aquellas miradas con otra
mirada fulminante, entonces se acercó a grandes zancadas y se paró delante de Anne.
—Anne…
—Vete—dijo ella en un susurro desgarrado.
La cota de maya de Robin expresó una fuerte protesta cuando se dobló sobre sí
mismo, la tomó por sus brazos y la levantó a sus pies. Ella se tambaleó y él la abrazó.
Robin esperó que su cota no la raspara—aunque dudaba que hubiera nada que pudiese
ser más doloroso de lo que ya le había hecho.
—Libérame, —dijo ella, tratándo de apartarse.
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Era la última cosa que Robin haría. No podía aguantar más verla sobre sus
manos y rodillas otra vez. Colocó un brazo por debajo de sus rodillas, un brazo detrás
de su espalda, y la alzó.
—Bájame, maldito desgraciado —jadeó ella.
Robin no hizo caso de sus murmullos, sabiendo que él había sido quien la había
enseñado a blasfemar en su juventud.
También ignoró su bofetada. Supuso de que se lo merecía. La había humillado,
pero, maldición, ¿qué esperaba ella? ¿Debía dejarla que se matara sin hacer nada por
evitarlo?
Siguió sin hacerle caso a la corriente de maldiciones que ella expulsaba mientras
la llevaba por el corredor. ¿Había pensado alguna vez que Anne era tímida y retraída?
Por dios, la mujer podría hacer ruborizar hasta al más curtido guerrero con sus
blasfemias.
—Anne, por favor, —dijo Robin, exasperado. —Creo que no ha quedado
ninguna duda sobre lo que piensas de mí.
Sus maldiciones cedieron paso a las lágrimas. Robin sintió que sus propios ojos
comenzaban a picarle. Que hubiera sido el precursor de tal llanto fue casi su perdición.
Apretó sus dientes y dirigió sus pasos hasta la puerta de la entrada. Condenación, ¿qué
más podía hacer?
El gran salón esta vacío salvo por Amanda que estaba sentada al lado del fuego.
Robin hizo una pausa, entonces frunció el ceño. Su hermana miraba hacia la nada como
si no estuviera allí, sus sencillos sueños eran su ocupación más apremiante. Robin la
fulminó con la mirada cuando pasó a su lado y fue ligeramente recompensado al
descubrir que ella había sentido lo mismo, ya que alzó la mirada sorprendida.
—¿Qué pasó?—preguntó ella.
—Te lo diré más tarde, —dijo Robin sucintamente. —Trae a Nicholas a la alcoba
de padre y no comas o bebas nada hasta que hayamos tenido posibilidad de hablar.
Ella parpadeó, luego miró a Anne que estaba en sus brazos.
—¿Sobre qué balbucea Anne?
—Por todos los malditos santos, Amanda, ¿Me obedecerás solamente por una
vez? —exigió él. —¡Trae a Nick y hazlo ahora!
Su hermana se levantó con un suspiro que estuvo seguro que había querido
que lo derribara, pero al menos ya estaba en pie.
Robin hizo una pausa, entonces se le ocurrió otro pensamiento.
—Después de que hayas buscado a Nick, trae a Miles, y a los gemelos e Isabelle
también, —luego le gritó. —Llévalos arriba.
Amanda asintió mientras dejaba el gran salón. Robin siguió su camino escaleras
arriba y por los pasillos hasta el dormitorio de su padre. No tenía sentido el no asignar
la más elegante a su señora mientras él fuera el Lord de Artane. Él dio una patada para
abrir la puerta y luego dejó a Anne de pie en la entrada.
—Permanece aquí, —le ordenó, tomando una antorcha de la pared. Desenvainó
su espada y entró en la recámara, empujando la llama en cada esquina y comprobando
bajo la cama. Por los santos, uno no estaba seguro ni en su propia casa.
Se volvió para encontrar que Anne se inclinaba pesadamente contra el marco de
la puerta. Puso su brazo alrededor de sus hombros, conduciéndola hacia la recámara y
colocándola sobre una silla cerca del hogar. Avivó el fuego, tomando más tiempo del
que necesitaba, por que sabía que tenía cosas que decir a su señora y no estaba del todo
seguro de cómo comenzar. Este era momento para reunir al menos algunos de sus
pensamientos. Una vez que hubo terminado con su tarea, permaneció de rodillas y se
dio la vuelta para mirarla.
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Las mejillas de ella estaban manchadas por la suciedad. Excepto, por supuesto,
las alargadas zonas donde habían pasado sus lágrimas. Robin no podía soportar ver lo
que revelarían sus ojos, por lo que se giró hacia el fuego. Respiró hondo para reunir el
valor suficiente para hacerle las preguntas que tenía que hacer.
—¿No te caíste rodando por la escalera, verdad? —preguntó escuetamente.
Ella permaneció en silencio durante un breve momento o dos.
—No.
Robin se pasó la mano por su pelo y alzó la vista hacia el techo mientras
soltaba el aliento despacio. Entonces era como había temido. ¿Pero quién podría
querer hacerle daño?
—Por los santos misericordiosos, Anne, —dijo con un suspiro. —¿A quién has
irritado últimamente además de a mi persona?
La miró. Ella lo miraba, pero su expresión no era la que él había esperado. El
odio que le dirigía lo enfrió hasta los huesos. Había estado acostumbrado a las miradas
de antipatía mal disfrazada y desagrado, ¿pero odio?
—Anne…—comenzó despacio.
Ella giró su cara hacia el otro lado, permaneciendo silenciosa.
Robin habría dado alegremente todos sus dientes por haber poseído un poco de
la desenvoltura de Nicholas en este momento. Las únicas miradas de odio que estaba
acostumbrado a percibir eran aquellas cuando había que resolver una disputa a punta
de espada. Nunca había recibido la mirada glacial de una mujer.
Pero claro, antes, nunca había abandonado a una mujer magullada en la
suciedad tampoco.
Quizás Anne estaba enojada con él por eso. Tenía razón, supuso. Quizás sólo
necesitaba unos momentos para recobrar la calma y comprender que él no había
actuado con malicia. Quizás si inducía a su mente a cambiar de tema, como si su
problema fuera normal, podría olvidar que él había sido el que la lanzara al suelo.
Aclaró su garganta resueltamente.
—Podría haber creído que eras lo bastante torpe como para caer rodando por la
escalera, —comenzó él.
Anne ni se movió.
Robin la miró con ceño ante su carencia de respuesta, pero siguió.
—También podría haber creído que Stephen te había dado algo en mal estado,
que te hizo sentir mal, —prosiguió, —Que Nick se levantó toda la noche con nauseas y
que su cabeza estaba simplemente confusa y no fue capaz de pedir ayuda. Todo podría
llegar a ser una serie de simples coincidencias.
Todavía ella seguía sin hacer ningún movimiento, sin dar ninguna indicación
de que lo había oído. Robin suspiró pesadamente y se levantó.
—Muy bien, —dijo. —Quizás lo que necesitas sólo es descansar. Vamos a
quitarte esas botas, luego te llevaré a acostarte. Estarás completamente segura aquí por
el momento.
—No me toques.
Robin se detuvo antes de hacer precisamente eso.
—Esto es algo que no haría por Amanda, —dijo rígidamente, —al menos no con
tanto cuidado como el que utilizaré ahora.
—Márchate, Robin.
Robin apartó la vista de ella, su cólera superaba su preocupación. Su pálido
pelo estaba suelto de su trenza y tenía mechones cayendo alrededor de su cara. Ella
respiró trabajosamente, como si le doliera lo que le iba a hacer. Robin hizo una pausa.
¿Y si la hubiera roto algo, cuando cayó? Extendió la mano y tocó su pelo tan
suavemente como pudo.
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Capítulo 16
—¿Tú, qué?
Anne hizo una mueca ante la fuerza de ese grito estruendoso.
—¡Cállate, loco!! No digas nada más hasta que me haya asegurado de que no
has despertado a Anne.
Anne contuvo la respiración. Era muy difícil fingir que estaba dormida con
Robin acercándose a mirarla y hablando entre dientes lo suficientemente fuerte como
para que se le escuchara en toda la recámara. Un día tendría que decirlo que hablaba
entre dientes cuando pensaba demasiado. Anne sospechaba que no lo sabía, y
probablemente se enfadaría mucho cuando se enterara. Revelaba demasiado sobre sus
más secretos pensamientos.
Robin maldecía mientras se alejaba a grandes pasos.
—Ya lo he decidido —susurró bruscamente.
—Robin, ¡no puedes hablar en serio!
Anne deseaba haber oído la declaración inicial de Robin, pero condenado fuera
si no acababa de descubrir cómo hablar bajo. Tenía el presentimiento, sin oír nada más,
de que Nicholas tenía razón. Cualquiera que fuera la nueva estrategia que Robin había
propuesto, no podía ser nada más que una locura.
Cambió de postura en la cama y su cuerpo le dolió de tal manera que la dejó
jadeando. Y con esa renovada onda de dolor volvieron todos los malos sentimientos
que había adquirido hacia el señor suplente de Artane.
Le despreciaba. Le odiaba. No quería volver a sentir sus manos sobre ella otra
vez. Y especialmente, no quería volver a ser aplastada bajo sus talones, como si hubiera
sido una especie particularmente ruidosa de insecto que él estaba empeñado en
destruir.
—Es la única manera. —la profunda voz de Robin se mantuvo firme.
—¿Te has vuelto loco? —continuó Nicholas, que sonaba como si de verdad
creyera eso de hermano —Su padre te matará si se entera. ¡Por no mencionar lo que
hará el nuestro!
—Por el cuello de San Jorge, Nick, no voy a acostarme con ella, —replicó Robin.
—Espero que no. Es virgen, por amor de Dios.
—Es como una hermana para mí.
—Merde, —espetó Nicholas—¡No es tu hermana y mantenerla prisionera en esta
recámara es lo mismo que fornicar, tonto! ¿Has creído por un momento que alguien
pensaría que conserva su virtud después de pasar la noche en tu cama?
—Por Todos los Santos, Nick, no voy a dormir con ella —gruñó Robin —Pasaré
la noche aquí, junto al fuego. Su preciosa virtud quedará inmaculada de mis manos
mugrientas.
—Permite que duerma con nosotros.
—¡No! Se quedará conmigo. Soy el único aquí que puede protegerla.
—Bah, —dijo Nicholas despectivamente —Soy perfectamente capaz de hacerlo.
Es más, creo que yo podría ser una mejor elección.
—Sobre mi cadáver, —refunfuñó Robin —y no antes. Tu tarea es procurar que
Amanda e Isabelle estén seguras. Cede la cama a las chicas. Los muchachos pueden
dormir en el suelo.
—¡Todavía creo que debemos permanecer todos juntos!
—Y yo digo que no debemos hacerlo.
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sin algo a lo que sujetarse, se desplomaría bajo ella. Su cuerpo estaba suficientemente
dolorido sin necesidad de añadir nuevos moretones. Se asió a la piedra pesada de la
chimenea y la usó como muleta, sujetándose con ella mientras se arrodillaba sobre su
pierna buena, con su pierna lisiada estirada frente a ella. Se raspó las manos con la
piedra, pero por lo menos consiguió sentarse en el suelo sin ningún percance.
Aparte de perder su orgullo en el camino.
Se dirigió hacia donde Robin estaba sentado y le miró furiosa. Él apartó su cara
apresuradamente.
Así que lo asqueaba. En ese momento, no podía importarle menos. Le odiaba.
Repitió eso una y otra vez en su cabeza mientras se hacía con un poco de ave y pan,
lavándolos con el vino que contenía una botella que prácticamente arrebató de las
manos de Robin. Y cuando hubo acabado, se movió un poco a su derecha, para encarar
a su captor.
—No quiero quedarme contigo aquí.
Él miró las llamas.
—No necesitas temer por tu virtud.
Anne se río amargamente.
—Ah, como si eso importara. Sabes tan bien como yo que mi virtud o la falta de
ella nunca saldrán a la luz. Ningún hombre me tendría de todos modos.
—Moza tonta, —masculló Robin.
—Los hombres no compran esposas lisiadas para sí.
—Silencio —dijo Robin bruscamente, fijando su mirada en ella. —Dices
tonterías.
Anne alzó su barbilla.
—La verdad es que no deseo quedarme aquí, porque no puedo soportar estar
en la misma habitación que tú.
—Tu alternativa es una muerte probable. Osaría decir que con esa otra opción,
puedes tolerar mi presencia.
—Preferiría la muerte —dijo ella arrogantemente.
Robin lanzó el contenido de su taza a las llamas, lo que produjo un silbido
agudo.
—De algún modo, eso no me sorprende —dijo.
Se puso en pie de un salto, dio un tirón a sus botas y tomó una túnica del
respaldo de una silla.
La puerta golpeó contra el marco al cerrarse detrás de él.
Anne se giró y miró el fuego desapasionadamente, haciendo caso omiso
deliberadamente del escozor detrás de sus ojos. En cada movimiento, en cada
respiración, se notaba su disgusto y la repugnancia que sentía hacia ella. ¿Y por qué
no? ¿Por qué iba él a sentir otra cosa en lo que a ella concernía? Aunque Robin había
asustado a las herederas más tímidas de Inglaterra indudablemente, las más audaces
no se habían sentido intimidadas.
Habían llegado a sus oídos relatos de sus diabluras, relatos de la Corte, relatos
del continente. Rhys se había puesto furioso por la cantidad de bastardos que Robin
había engendrado, aunque estaba seguro de que el número había sido exagerado.
¿Importaba si así había sido? Había visto a algunas de las mujeres que se jactaban de
haber tenido a Robin en su cama. Mujeres hermosas, elegantes, perfectamente
constituidas, perfectamente tocadas, perfectamente educadas. Y ni una sola de ellas
cojeaba. ¿Por qué iba él alguna vez a mirarla, cuando esas mujeres se le ofrecían?
Además, Nicholas la quería. ¿No era lo que había dicho? ¿No había adulado a
su padre con más entusiasmo del que Robin había probablemente alguna vez usado
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para algo que no fuera una batalla campal? Era una lástima que Nicholas no fuera el
hermano al que ella amaba.
Cerró los ojos, ignorando las lágrimas que se deslizaban desde sus párpados.
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Capítulo 17
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Sí, era una hermosa criatura. Irritante, pero hermosa. ¿Cómo podía cualquier
hombre mirar esos rasgos angelicales y no dejarse llevar por el lirismo? A menos que
fuera Robin de Artane y se encontrara con la lengua trabada en su presencia. Robin
sonrió con gravedad. Quizás eran esos pensamientos corriendo desbocados por su
cerebro los que confundían su lengua así. Había hecho todo lo posible para no pensar
nunca en ella mientras estuvo ausente.
Pero desde su regreso a Artane, no había pensado en nada más. Especialmente
cuando había visto al soso de su hermano intentar cortejarla. Santos, ¡pero si él lo que
quería era estrangular a Nick! En los últimos días, se había limitado a estudiarla desde
las sombras por la noche, observando la manera en que la lumbre jugaba con su pelo y
su piel clara, la forma en que sus manos atormentaban su vestido o lo alisaban,
dependiendo de su humor. Él había querido tomarla en sus brazos y alejarse con ella,
para nunca volverla a soltar. Pero no lo había hecho. Anne no hubiese querido con él y
tampoco estaba interesada en él. Quería un caballero refinado y galante, acostumbrado
a los modales de la corte y de trato agradable.
Justo lo que él no era. Un hombre no tenía tiempo para modales finos y
pasatiempos de juglares cuando luchaba en medio de tierra ensangrentada, tratando de
mantener su cabeza sobre los hombros. ¡No se pedía permiso antes de partir el cráneo
de un hombre en dos!
Sinceramente dudaba que pudiera recordar cómo hacer de caballero galante y
no sabía si le importaba tomarse la molestia de intentarlo. Después de todo, él había
adquirido la reputación de cruel. Sería una pena perderla simplemente porque sus
hombres lo vieran arrastrándose detrás de Anne como un ternero degollado. No, era
mejor que permaneciera frío y distante. Salvaría su imagen ante sus hombres, y
también su orgullo, ya que no tenía ninguna duda de que Anne le rechazaría a cada
paso.
Frunció el ceño ante su propia acusación, observando las sombras oscuras bajo
los ojos de ella y las arrugas que no habían abandonado su frente, ni siquiera durante
el sueño. Dormir en el suelo había sido una tontería. Sus músculos se agarrotarían y la
dejarían dolorida durante el día siguiente. Lo que esa niña necesitaba eran algunas
lecciones sobre cómo cuidarse.
Robin hizo una pausa. No era una mala idea después de todo. Había conocido a
un hombre cuya pierna había sufrido prácticamente el mismo accidente que la de
Anne. Y ahora el hombre estaba en forma y saludable, y afirmaba que los baños
calientes y frotar sus músculos con aceite era lo que lo había curado de su rigidez. Y se
había forzado a ejercitar sus músculos todos los días. Eso era seguramente lo que Anne
tenía que hacer. Llevarla a pasear fuera de esos muros le aliviaría a él de considerarse
preso dentro de su propia recámara y también le ayudaría a ella. Y aunque él estaba
seguro de que ella no permitiría que él tocara su pierna, podría mostrarle cómo tenía
que hacerlo.
Y eso le daría una razón más para estar cerca de ella. Incluso los caballeros
toscos y maleducados anhelaban la compañía de sus damas.
Puso la mano sobre el brazo de ella.
—Anne, despierta. No puedes dormir aquí delante del fuego.
—Vete, —dijo ella entre dientes, apartando su brazo.
Robin hizo una pausa y reconsideró la situación. Quizás iba a ser más difícil de
lo que había pensado. Afortunadamente era un hombre de acción, así que no prestó
atención a sus palabras. La levantó en sus brazos.
—¡Me estás haciendo daño!
—Apenas te estoy tocando, —replicó. —Sólo te estoy llevando a la cama. No
necesitas hacer que parezca como si te estuviera golpeando.
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Ella se mordió el labio y no dijo nada más. Robin la dejó suavemente sobre la
cama y la cubrió con una manta.
—¿Estarás lo suficientemente caliente?
Ella asintió, sin mirarle a los ojos. Bien, la muchacha estaba medio dormida. No
podía culparla por no mostrarle ninguna gratitud.
Dejó su capa en la parte posterior de una silla y se sentó ante el fuego. Después
de poner más madera, se enrolló en su capa y trató de ponerse cómodo sobre la dura
madera. No era tarea fácil, y estaba seguro de que cuando llegara la mañana lamentaría
sus acciones. Pero era un pequeño gesto de caballerosidad y quizás con el tiempo Anne
lo apreciaría.
Robin se movió y se giró en el suelo durante un buen rato antes de rendirse y
buscar la comodidad de una silla. Se sentó con la barbilla apoyada en sus dedos y
empezó a pensar en el misterio que se le presentaba delante.
Era un hecho que Stephen de Hardwiche no había sido el verdadero objetivo
del asesino. El accidente que había tenido lugar en las lizas había despejado cualquier
duda que pudiera tener al respecto. Pero ¿por qué querría alguien lastimar a Anne? ¿Y
quién en el castillo podría tener algo que ganar con ello?
El primer sospechoso de Robin era Baldwin, por supuesto, pero incluso eso no
tenía sentido. La pelea de Baldwin era con Robin, no con Anne. Y Baldwin no podía
tener ni idea de los sentimientos de Robin por la muchacha. ¿Por qué lastimaría a
Anne, si era a Robin al que odiaba? Además, Robin no podía creer que Baldwin tuviera
la imaginación suficiente como para tramar un plan así. No, tenía que ser otra persona
y por una razón que ninguno de ellos comprendía todavía.
Robin suspiró y apartó esos pensamientos. Empezaría su entrenamiento antes
del amanecer y esperaba que se le ocurriera algo entonces. Quizás Amanda e Isabelle
podrían quedarse en la recámara; ellas serían suficiente compañía para Anne. Miles
podría permanecer con ellas. Nicholas no era ya un problema, lo que dejaba a Robin
libre para pensar en otras cosas.
Y la primera de ellas era ayudar a Anne a recuperarse del golpe que le había
dado. Quizás eso le induciría a pensar más generosamente sobre él, aunque sospechaba
que ella tendría sentimientos menos que amistosos hacia él después de lo que planeaba
hacerle a su pierna.
Echó su cabeza hacia atrás, apoyándola contra la silla y cerró sus ojos. Por la
mañana. Se ocuparía de todo eso por la mañana.
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Capítulo 18
Maude de Canfield estaba al final del pasillo sujetando ropa de cama doblada
entre sus brazos. Acababa de ver a Robin entrar en la recámara del señor. Tembló.
Además, lo hizo tan violentamente, que tuvo que agarrar los paños para evitar que se
cayeran. Pero no era de miedo.
Era de cólera.
Apenas podía creer lo que había visto. Había entrado en esa recámara para
estar con ella. Tembar era todo lo que podía hacer para no correr gritando por el pasillo
y aporrear la madera para ordenarles que acabaran.
Pero no podía hacer eso. Había muchos guardias en el pasillo, guardias que con
toda probabilidad estaban allí para protegerla. Y Maude había visto perros abajo,
probando todo lo que salía de la cocina.
Pero tendría que encontrar otro método. Y pronto. Antes de que ocurriera algo
entre ellos. Tenía que parar a Robin antes de que cometiera un terrible error. Y ella
pagaría caro el dolor que ya le había causado a Maude.
Maude se reclinó contra la pared del pasillo y dio rienda suelta a sus recuerdos.
Había tenido a Robin para sí durante casi una quincena. Por supuesto, sólo le había
tenido en su cama una noche, y eso después de toda una quincena empleada
diligentemente en atraparle allí. Y una vez que le hubo tenido, ¿quién se había
interpuesto entre ellos?
Ella.
Maude se separó de la pared, giró y se retiró por el pasillo. Tendría que esperar,
pero no durante demasiado tiempo. Edith podría tenería un plan, pero requería
esperar demasiado. Para estar segura, Maude quería evitar primero los puños de
Baldwin otra vez, pero quizás él también podría ser esquivado. Además ella no
confiaba en ninguno de ellos. Se le había prometido que tendría a Robin y todavía no
se le había permitido hablarle. No sólo eso, su rasgo más hermoso había sido cercenado
de su cabeza, dejándola con mechones disonantes que no atraerían a ningún hombre
normal, y mucho menos al heredero de Artane.
No, no esperaría más. Ella tendría que dejar la recámara en algún momento. Y
cuando lo hiciera, Maude la estaría esperando.
Era una pena, sin embargo, que no tuviera la habilidad de Edith con las armas.
Maude la había observado durante el viaje a Artane. Había despachado a un rufián o
dos con unas hojas que parecían salir de algún lugar oculto en su persona. Había
matado sin ruido, o aparente placer.
Había sido espantoso verlo.
Maude echó los hombros hacia atrás antes de entrar en las cocinas. No
importaba que ella no tuviera esa habilidad. Edith podría ser habilidosa con la espada,
pero Maude lo era con su inteligencia. Y ella tenía mucha más de lo que la gente
pudiera pensar. Sólo tenía que usarla. Porque una vez que Anne desapareciera, Robin
sería libre.
Y entonces Maude tendría lo que se le había prometido.
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Capítulo 19
Anne despertó en una cama vacía. Le llevó un momento o dos de pánico darse
cuenta que no estaba en su cama solitaria en Fenwyck; estaba en Artane. Pero no estaba
en su recámara habitual. Estaba en la alcoba de Gwen y Rhys.
Con Robin.
Oyó un fuerte ronquido constante, por lo que sólo pudo asumir que él todavía
estaba en el cuarto. Tenía vagos recuerdos de él llevándola a la cama y dejándola ahí.
Rápidamente determinó que todavía llevaba toda su ropa, salvo sus zapatos, y no
podía decidir si estaba decepcionada por esto o no. Si hubiera estado desnuda, al
menos podría haber tenido algo que reprocharle.
Una necesidad apremiante se le presentó casi inmediatamente y gimió mientras
luchaba para sentarse. ¿Cómo iba a ocuparse de tal cosa con Robin holgazaneando
aquí? Quizás podría salir y buscar un retrete antes de que él se diera cuenta de su plan.
Se mordió el labio mientras balanceaba sus piernas al piso. Por los santos... se sentía
como si cada pedazo de carne que poseía hubiera sido magullado. Al menos ahora,
pensó, su muñeca era lo que menos le dolía. Estaba fuertemente tentada a volver bajo
las mantas hasta sentirse mejor.
—¿Anne?
Maldición, que oído tan fino tenía.
—Vuelve a dormir —dijo firmemente, esperando que reconociera el tono y
obedeciera sin dudarlo. Esperó hasta que pensó que Robin habría vuelto a quedarse
dormido antes de levantarse y poner los pies en el suelo.
Las cortinas de la cama fueron abiertas, revelando a Robin parado allí,
frotándose la cara medio dormido.
—¿Qué estás haciendo, en nombre del cielo? —rugió él. —¿Escapando?
—Tengo necesidades que atender.
Él bostezó extensamente, luego indicó una esquina.
—Hay un orinal. Aprovéchalo.
—¡Robin!
Él parpadeó.
—¿Qué? ¿Qué he hecho ahora?
—¡No haré eso contigo aquí!
—Anne, vamos a estar juntos en esta recámara durante varios días. Es mejor
que te acostumbres esto ya.
—No lo haré —dijo. —Tendrás que marcharte.
—Traje un biombo ayer a la noche. Seguramente es suficiente para proteger tu
modestia.
Anne apretó los dientes. No era sólo por su modestia por lo que estaba
preocupada, no pensaba admitir que dudaba de que sus piernas la sostuvieran el
tiempo suficiente para terminar, de hecho.
—No es eso —refunfuñó.
—Ah —dijo él, sabiamente. —Tonto de mí por no pensar en eso. Requerirás
ayuda.
Anne lo miró airadamente.
—Si piensas durante por un momento que alguna vez permitiré que te acerques
lo suficiente a mí para ayudarme en esto, entonces eres un idiota más grande de lo que
pensé. Sal de mi camino. Usaré el retrete.
Él comenzó a fruncir el ceño.
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Él suspiró.
—Eres la mujer más obstinada que alguna vez he tenido la desgracia de...
Anne lo apartó antes de que pudiera terminar. Él se hizo a un lado bastante
fácilmente, lo que le hizo comprender que sin duda había sido algo que él había
permitido. Si hubiera planeado frustrarla, habría sido tan inmovible como una piedra.
Robin sujetó la puerta con su mano y la paró antes de que pudiera abrirla
totalmente.
—Al menos déjame ir contigo y vigilar —dijo suavemente. —Entonces si
alguien te atacara, estarías a salvo.
Ell alzó la vista hacia él.
Y luego deseó no haberlo hecho.
Su expresión era grave, pero no era la gravedad que un hombre usaba como
escudo cuando afrontaba un negocio desagradable o consideraba un grido
desagradable de acontecimientos. Su preocupación estaba a simple vista, hasta para
ella. Sus ojos grises parecían casi negros a la luz de las antorchas y su cansancio
fácilmente visible. Hubiera sido mucho más fácil para él dejarla seguir su camino y
quedarse con su lugar en la cama.
Y aún así, él estaba ahí, listo a protegerla en su viaje al retrete.
—Robin, no es como si nos estuviéramos dirigiendo a una batalla —dijo,
comenzando a sentirse ligeramente ridícula.
—Y si fuéramos, señora Anne, es mi privilegio protegeros.
Y con esto, tomó su mano y tiró de ella a través de la puerta y detrás de él.
Anne lo siguió, intentando desenterrar el aborrecimiento que había sentido por
él la noche anterior. Buscó profundamente cualquier fragmento de cólera o irritación
que hubiera sentido a lo largo de la quincena pasada. Por suerte, como su cuerpo
protestaba por todos y cada uno de los movimientos que hacía, no tuvo ningún
problema en redescubrir alguno de esos sentimientos.
Pero esforzándose fuertemente por abrirse camino a través la presión del dolor
y la cólera estaba esa pequeña sensación de algo muy tranquilo y muy precioso.
Era su privilegio protegerla.
Las palabras ablandaron su corazón y sus acciones calentaron su alma.
Esto era bastante inquietante, en general. Y luego estaba la sensación de su
mano sosteniendo la suya tan protectoramente detrás de su espalda. Quizás él no
quería que nadie viera lo que hacía. También era probable que él temiera ser visto
haciendo algo por el estilo con ella por que lo avergonzaría. Pero no la liberó hasta que
no la hubo visto segura dentro de su destino. Y tomó su mano otra vez al momento en
que volvió al corredor.
—¡Milord Robin!
Anne se encontró apretada entre la pared del corredor y el cuerpo de Robin tan
rápidamente, que perdió el aliento. Oyó salir la espada de Robin de su vaina con un
silbido resuelto. Entonces lo sintió relajarse.
—¡Jason, por los santos —estalló Robin, —no te acerques de ese modo!
—Perdónadme, mi señor, pero señora Amanda os manda a decir que está
cansada de su confinamiento.
Robin suspiró profundamente, luego envainó de nuevo su espada. Se volvió y
miró a Anne.
—¿Todavía respiras? —preguntó.
—Apenas —jadeó ella.
Robin suspiró, y puso su brazo alrededor de ella.
—Jason, trae a Amanda e Isabelle a la recámara de mis padres. Haz que Miles
venga también.
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Anne se encontró escoltada con cuidado otra vez a la alcoba de Artane donde
fue sentada cómodamente en una silla mientras Robin se ocupaba del fuego. No dijo
nada, y no pidió perdón por apretarla otra vez entre él y una dura superficie. Quizás
estaba demasiado acostumbrado a hacerlo. Anne lo miró mientras trabajaba, sus manos
fuertes firmes y seguras mientras se ocupaban del fuego. Independientemente de todos
sus defectos, no podía negarle que era infinitamente capaz de protegerla.
Cuando terminó con su tarea, se sacudió sus manos y se sentó sobre sus talones.
La miró.
—Tengo que entrenarme —dijo, —y tengo que ocuparme del torreón también.
—Lo sé.
Robin frunció el ceño.
—No había planeado abandonarte en absoluto, pero ahora puedo ver que no es
posible.
—Por supuesto.
—Volveré, Anne.
Ella se encontró sin poder hacer nada más que asentir. Sabía que debería haber
estado diciéndole que se mantuviera alejado tanto como fuera posible, que no tenía
ningún deseo de verlo otra vez, que tampoco necesitaba su protección.
Pero esa pequeña sensación de suavidad hacia él estaba empezando a hacer un
sucio trabajo sobre su sentido común. Estaba casi lo bastante influida como para
agradecerle por sus esfuerzos.
—Me encargaré de que te sea enviada comida —siguió él. —¿Necesitas algo en
qué ocupar tys manos?
—Podría ser —dijo ella. —Ya que tú no estarás aquí para estrangularte.
Pero encontró que ni siquiera podía lograr enviar algún veneno en esa última
pulla. Robin trató de parecer poco impresionado y se levantó con un resoplido poco
entusiasta.
—Te encontraré tu costura —le dijo. —Y si eso no te distrae, tendrás a mi
hermana para escucharla toda la mañana. ¡Por los santos, ya se pueden oír sus quejas!
Había verdad en eso. Anne no tenía ningún problema ni en oír ni en entender a
Amanda, probablemente porque Robin figuraba tan prominente en su difamación y
esas eran palabras que Anne había usado más de una vez ella misma.
La puerta se abrió violentamente y Amanda entró.
—¡No seré mantenida prisionera en mi propia casa! —exclamó. Arremetió
contra Robin y le hincó en dedo en el pecho. —¡Y tampoco mantendrás a Anne aquí,
tonto! ¿No has pensado en los chismes que has causado ya?
Anne vio a Robin apretar sus dientes. Miró hacia abajo. Sus manos estaban
apretadas y nunca eran una buena señal.
—Mi deber es protegerla —dijo él tensamente. —Y si eso significa mantenerla
prisionera en mi recámara, entonces es lo que haré.
—Yo podría protegerla probablemente con más habilidad que tu...
—Amanda —interrumpió Anne con un jadeo.
—Bueno —dijo Amanda, con una cantidad asombrosa de bravuconería,
considerando a quien acababa de insultar. —Podría hacerlo.
Anne miró a Robin, preguntándose si le daría a su hermana una espada y le
demostraría que estaba equivocada. Había una cosa que una persona podía hacer y no
vivir para contarlo y era insultar la habilidad de Robin de Artane con una espada. Los
rumores de sus bastardos podían haber alcanzado sus oídos con exactitud
cuestionable. Los cuentos de él defendiendo su honor insultado sonaban verdaderos
con cada palabra.
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El día estaba muy adelantado cuando Robin volvió y ahuyentó a sus hermanos
de la recámara. Anne se levantó con dificultad sólo para encontrarse casi empujada por
unos hombres que traían una gran tina de madera. A continución siguió el agua y tuvo
que soportar varias miradas de franca especulación que tuvo problemas para ignorar.
Podía sentir arder su cara y levantó su barbilla en respuesta al desafío. No había hecho
nada malo. Además, no era asunto de nadie lo que hiciera o donde dormía. ¡Como si
los criados de Artane en realidad pudieran creer que hubiera compartido la cama de
Robin!
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Sin embargo, se sintió muy aliviada cuando los hombres se fueron y Robin echó
el cerrojo de la puerta detrás de él. Anne sacudió su cabeza con pesar por el estado
lamentable de su vida. Estaba encerrada dentro de una recámara con uno de los
guerreros más feroces del reino, una tina de baño de agua estaba a no más de cinco
pasos de ella, y así y todo estaba aliviada por estar libre de potenciales rescatadores.
Por los santos, se estaba volviendo loca.
—Date prisa mientras el agua está caliente —dijo Robin, asustándola.
—¿Perdón?
—Métete —dijo Robin, haciendo un gesto hacia la tina.
Ella sólo pudo mirarlo boquiabierta, muda.
Robin puso sus ojos en blanco.
—Quiero que te bañes, Anne. Estás tiesa y dolorida; tus músculos se
beneficiarán de ello.
Anne había tenido su cuota de baños, bajo protesta, desde luego, hasta que
había visto la ventaja de ellos para su pierna, pero ¿bañarse delante de Robin de
Artane?
Ni aunque los Fuegos del Infierno mismos estuvieran calentando el agua debajo
de la tina y varios demonios la empujaran hacia el baño con sus colas bifurcadas.
Anne buscó un lugar de refugio. Bien, la cama le había servido bastante bien la
noche anterior. Posó su vista sobre ese refugio y se dirigió hacia ella. Pronto encontró,
sin embargo, que Robin de algún modo se había interpuesto en su camino. Se movió
sin gracia a un lado sólo para encontrarlo otra vez ante ella. Él se estiró hacia ella y ella
le alejó con sus manos.
—¿Qué haces? —exigió ella.
—Estoy intentando ayudarte. ¿Puedes levantar los brazos? ¿No? Inclínate,
entonces, y te sacaré el vestido tan cuidadosamente como pueda.
Anne apenas podía creer lo que estaba escuchando.
—¡No me voy a bañar delante de tí, imbécil!
—Puedo ver que estás agarrotada, Anne. No es nada que yo no haría por uno
de mis hombres.
—¡No soy uno de tus hombres! —Anne sentía el aplastante impulso de
golpearlo en la cabeza y devolverle el sentido. —No me quitaré la ropa —balbuceó. —
¡Sobre todo delante de ti!
Él suspiró y pasó su mano por su pelo.
—Me daré la vuelta y puedes hacerlo sola.
—¡No confío en ti!
Él se estremeció, tan seguramente como si ella le hubiera pegado con la mano.
Anne sintió una oleada repentina de pesar, pero se le pasó bastante rápidamente con
sus siguientes palabras.
—¿Qué me incitaría a mirarte boquiabierto, Anne? —dijo él con ira. —Tú
misma dijiste que ningún hombre te desearía.
Las ágrimas saltaron a sus ojos ante sus palabras que sintió casi como un golpe.
Pero antes de que pudiera decidir si caminar o correr de la cámara, se encontró con las
manos de Robin sobre sus hombros.
—Anne —dijo él, —por todos los santos…
Anne se mantuvo rígidamente alejada de él. Quizás fuera mejor que no hubiera
ningún misterio en cuanto a sus sentimientos por ella. Si él realmente la encontraba tan
repugnante...
¿Pero si ese era el caso, entonces por qué intentaba tomarla en sus brazos?
Anne lo vio quitare sus manos del pecho, abrir sus brazos y acercarla a él. Con
cuidado soltó sus manos, luego con una ternura de la que ella no lo habría creído
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capaz, puso sus brazos alrededor de ella y la acercó. Anne estaba tan sorprendida, que
no pudo encontrar la fuerza para moverse.
Y luego sintió su mano pasar rozando vacilante su pelo.
Eso fue su ruina.
Sabía que todavía debería haber estado enfadada por él. Sabía que tenía una
causa justa para mantener los fuegos de su dolor ardiendo el resto de su vida.
Pero tampoco podía negar que probablemente lo hubiera lastimado también
intensamente.
Se preguntó si había habido algún momento en sus vidas en que ellos hubieran
mantenido una conversación sin alguna discusión que la estropeara. Y pegado a ese
pensamiento, venía el que la preocupaba más: ¿era necesario preocuparse por esto? Por
todo lo que ella sabía, sería enviada a algún despreocupado señor y nunca vería a
Robin otra vez.
La sensación de la mano de Robin sobre su pelo consiguió apartar su atención
despacio y seguramente de sus miserables pensamientos. Suspiró ligeramente. Era
inútil preocuparse por su futuro. Quizás le serviría más pensar en su presente.
Además, ¿cada cuanto se encontraba en brazos de Robin de Artane, y ambos
silenciosos?
Y también estaba la vacilación de su toque.
Como si él realmente procura ser gentil con ella.
Muy despacio y muy cuidadosamente, Anne giró su cabeza y puso su oído
contra su pecho. Robin la acercó más a él y ella lo sintió suspirar. Su mejilla bajó para
descansar sobre la cima de su cabeza. Él no hizo ningún movimiento, no dijo ni una
palabra. Simplemente acarició su pelo y la sostuvo cerca. Anne cerró sus ojos que le
ardían. Incluso así, no pudo evitar que una lágrima o dos se le escaparan.
Y luego una sensación cayó sobre ella tan fuerte que apenas pudo soportarla
una vez que comprendió cual era.
Había llegado a casa.
Se mantuvo pegada a él por varios minutos, hasta que supo que la sensación de
estar en los brazos de Robin ardería por siempre en su alma.
Y luego lo sintió moverse y supo que el momento había pasado. Pero eso no
importaba; ella podría recordarlo ahora en cualquier momento.
Se retiró y alzó la vista hacia él. Por primera vez en años, se había ido la dureza
en su expresión, la máscara que él usaba, la única que probablemente creía protegía su
corazón. Vio a un hombre que le devolvía su mirada con una expresión que aunque
pudiera no ser considerada apacible por unos, era bastante gentil para ella.
—No quise decir... —comenzó él, entonces cerró su boca y apretó sus labios,
como si ya hubiera dicho más de lo que quería.
—Ni yo —dijo ella tranquilamente.
Él apretó sus labios, pero el indicio de una sonrisa se escapó de todas formas.
—Quizás no deberías confiar en mí, Anne. Muchas mujeres hermosas han sido
violadas en su baño.
—Pero yo no soy...
Una mano grande estuvo de pronto sobre su boca.
—Suficiente —dijo él simplemente. —Ve a bañarte antes que el agua se enfríe
tanto que no sirva más.
Ella evitó su mano.
—¿Y tú estarás afuera, no?
—Puedes necesitar mi ayuda...
—¡Robin!
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Capítulo 20
Era bien entrada la mañana del siguiente día y Robin se encontró tardíamente
en la mesa del señor en el gran salón. Su mirada estaba fija en la distancia sin ver nada.
Otro día se había ido y él no estaba más cerca de resolver su misterio. Había
examinado cuidadosamente los muchachos de la lista esa mañana, buscando la más
ligera duda en sus ojos o el más ligero movimiento incómodo cuando les habló.
No hubo nada.
Ni siquiera Baldwin había retrocedido cuando Robin lo había mirado fijamente.
Había recibido su acostumbrada sonrisa en respuesta, pero sin ofrecimiento de cruzar
las espadas. Robin había observado a Sedgwick entrenar y sospechaba que la furia tras
eso tenía que ver con el deseo de redimirse de su previa humillación en las manos de
Robin. Robin no podría haber sido más feliz por eso.
Que encantador era ser el vencedor por uan vez en esa pelea.
Pero nadie más lo había mirado de soslayo. Confiaba en sus propios hombres.
Los muchachos de Nicholas, los cuales sólo eran un puñado, eran igualmente
conocidos de Robin, y seguramente no había ningún asesino entre ellos.
Eso sólo les dejaba a los hombres de su padre como posibilidad, y Robin los
había despachado metódicamente esa mañana en un combate mano a mano y tampoco
encontró uno de ellos que careciera en habilidad o movimiento de forma sospechosa.
Sir Edward había sido interrogado y liberado del calabozo cuando Robin había
determinado su inocencia. Había dejado libre al caballero, pero eso había dejado a
Robin sin un culpable.
Estaba empezando a preguntarse si podría no ser el adecuado ante la tarea de
desenredar el embrollo.
Por supuesto algo de aquel problema podría acharcarse a Anne. ¿Quién podría
haber previsto que teniéndola en sus brazos podría haber anulado de tal forma su
sentido común? Podía recordar con perfecta claridad el mismo comento en que ella
había cesado de pelear contra él y había venido de buena gana a sus pobres brazos. Él
había sentido una paz descender sobre él suavemente hasta alcanzar su corazón y
calmar todo excepto sus más mansos sentimientos.
Aunque no le gustara mucho, le había asustado mortalmente.
Pero lo que de verdad lo había atemorizado había sido la vista de los moretones
de la chica. La había herido seriamente; sólo podía esperar que ella conociera cuan
profundamente se arrepentía de haber tenido que hacer eso. Sólo estaba agradecido de
haber visto la desgracia acercarse. Y eso lo llevaba a preguntarse qué sucio demonio
tenía Anne en su mira. ¿O no era Anne? Seguramente un asesino no podría haber sido
tan inepto de haberle dado a él, y además conseguir encontrar a Anne cerca en tales
momentos.
Se frotó los ojos repentinamente con el dorso de la mano y se levantó. No
lograría nada sólo con sentarse y reposar. Era un signo seguro de su estado de
confusión que lo hiciera. Pero tal vez podía ser perdonado dado el día en que lo había
hecho.
Por supuesto, podría haber comenzado más agradablemente si no hubiera
estado sufriendo de otra miserable noche durmiendo a medias en la silla. Se había
retirado a las lizas al amancer sólo para encontrar en un hoyo de barro que ni una
marrana encontraría de su gusto. Si las lizas habían sido desagradables, su regreso a la
fortaleza lo había sido aun más. Había sido asaltado por el mayordomo de su padre
inmediatamente al llegar al salón, incluso antes de poder tomar un desayuno. Le había
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llevado más tiempo del deseado, pero no tenía elección excepto tomar decisiones sobre
los comestibles y demás. Y como si eso no hubiese sido suficiente problema, se había
escuchado a sí mismo estando de acuerdo en relevar a su padre en las tareas de
impartir justicia.
Aunque ahora que tenía una oportunidad de sentarse y pensar un poco, pudo
ver que tal cosa podría resultar ser muy interesante. Quizás había alguna alma lo
suficientemente afligida para pensar en castigarlos a todos hiriendo a Anne. Sí, eso
podría valer un día de trabajo.
Pero ahora todo lo que quería hacer era buscar un poco de paz y silencio. Sus
hermanos estaban arriba y probablemente necesitaban noticias suyas, pero después de
haber terminado con ellos, vería si Anne estaba dispuesta a pasar el resto de la tarde en
la solana de su señor. Probablemente estaba cansada de la recámara.
Se encaminó escaleras arriba y caminó silenciosamente por el pasadizo. Los
guardias estaban en sus puestos, aunque parecían menos que contentos de verlo. Un
presentimiento lo asaltó inmediatamente.
—¿Qué? —preguntó mientras se acercaba a ellos. —¿Está mi familia adentro?
—Sí —dijo uno de los guardias vacilante. —La mayoría de ellos.
Robin haló para abrir la puerta antes de que el hombre pudiera decir más.
Después de todo, era su responsabilidad mantener a los asesinos alejados de la puerta.
No les había dado instrucción de prohibir a nadie la salida.
Le tomó un momento determinar que todos estaban allí, excepto Nicholas y
Anne.
—Lo mataré —gruñó. Miró a Miles —¿No lo pudiste detener?
—Anne quería ir —dijo Miles.
Amanda se levantó, recogiendo un manojo de ropas que empujó hacia Robin.
—Llévale esto.
Robin gruñó mientras sostenía un manojo de agujas.
—Cielos, muchacha, ¿con qué estás tratando de matarme?
—Créeme, hermano, si estuviera tratando de matarte, no me limitaría a hacerlo
con una despreciable aguja.
Robin comenzó a mirarla, entonces, captó el gesto en su rostro. El corazón de la
chica no mentía y Robin sintió un insólito cariño por su hermana. Sin embargo frunció
el entrecejo para que ella no pudiera verlo. No había forma de decir que podía hacer
Amanda si conociese aquella debilidad.
—¿Ella quería ir? —preguntó él.
Amanda se encogió de hombros con un suspiro.
—Estaba inquieta y Nicky se ofreció a llevarla a la solana de padre. Creyó que
sería lo suficientemente seguro.
Miles se colocó junto a Amanda. Puso su brazo alrededor de ella y sonrió a
Robin débilmente.
—Si quieres mi opinión, creo que ella quería buscarte.
—Aunque por qué querría hacerlo es un misterio para todas las almas
racionales —añadió Amanda.
Robin frunció el entrecejo. Bueno, por lo menos Amanda no se había perdido
completamente en medio de esos exteriores sentimientos de bondad que había estado
teniendo hacia él. Eso era algo tranquilizante.
—Oh, Amanda —dijo Miles, dándole un ligero apretón, —eres una chica cruel.
—Y tú eres un necio tonto —dijo Amanda, girándose y frunciendo el ceño a su
hermano menor. —¿Qué sabes tú lo que Anne quiere?
—Tengo ojos —dijo Miles plácidamente. —Una mujer no pasa una buena parte
de su tiempo mirando la puerta si no está esperando que un hombre entre.
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Ella tropezó y él instantáneamente la tomó por la cintura. Una vez estuvo firme,
él envolvió su mano bajo su brazo. Le dio un tirón con tanta dureza que Anne casi se
cae. Robin se giró hacia ella y le puso las manos sobre los hombros para mantenerla
erguida. Antes de que pudiera hablar, ella había dado un tirón hacia atrás a su
capucha.
—Lárgate de mi vista, cerdo insensible —atacó ella.
Robin sintió que su mandíbula caía.
—Por todos los santos, Anne, ¿qué demonios te he hecho ahora?
—Hipócrita. Cubres mi rostro para que nadie me vea, me sostienes como si
fuéramos amantes. Busca una muchacha más estúpida a quien poner en mi lugar.
Anne se giró sobre sus talones y se fue cojeando. Robin se detuvo, arraigado al
punto. ¿Hipócrita? ¿Hipócrita? ¡Maldita, la única razón que tenía para mantenerla
cubierta era para protegerla! Caminar como si fueran amantes, la mujer no tenía ni idea
lo que eso significaba. Quizás haría bien en demostrarle como sería eso, para que
nunca confundiera un galante toque con algo más.
Una ola de pálida luz cayó sobre ella mientras pasaba por un escalón.
Podía haber jurado que había oído el sonido de un débil tintineo en la distancia.
—¡Anne! —gritó Robin corriendo hacia ella.
Ella se sabresaltó, tropezó y cayó. Una ballesta resonó en las escaleras y vino a
descansar junto sus pies. Robin patinó hasta detenerse a su lado. Miró el arma, aun
amartillada, entonces miró hacia las escaleras.
—¡Guardias! —gritó repentinamente. Bajó la mirada a Anne. Podría subir las
escaleras tras el asesino y dejar sola a Anne, o podía llevarla a la recámara del señor,
encerrarla allí y nunca dejarla salir de nuevo.
La miró y se dio cuenta que no se movía. Maldijo despidiéndose de cualquier
esperanza de ver quién había intentado hacerle daño. Se arrodilló junto a ella y la
levantó con ternura.
—Abre los ojos —ordenó. —¡Anne, mírame!
Ella arrojó sus brazos alrededor de él y se aferró. Robin estaba demasiado
aterrado como para sorprenderse. Vio a varios de sus guardias bajando las escaleras
ruidosamente y detenerse vacilantes ante él.
—¿Visteis a alguien?
—No, mi señor —dijo su capitán. —Sólo los sirvientes de siempre y los
guardias.
Robin tomó a Anne en sus brazos y se levantó.
—¿Alguien que recordaríais?
Los observó pensar, entonces frunció el entrecejo ante cuatro cabezas que se
sacudían en negativo. Bueno, supuso que no podía culparlos demasiado. En la
fortaleza había sirvientes y caballeros en abundancia, y ciertamente el pasaje no estaba
fuera de sus límites. Robin suspiró, les pidió a sus hombres que lo siguieras mientras
cargaba a Anne a la recámara de su padre.
Sus hermanos se levantaron apenas entró. Robin los ignoró y buscó el fuego,
hundiéndose en una silla con Anne aun en sus brazos.
—Anne, estás a salvo —dijo en voz baja. —No te dejaré de nuevo. Te lo juro —
No estaba seguro de cómo lo haría, o si sería seguro mantenerla junto a él. Pero por
ahora, era lo mejor que podía decirle.
—¿Qui... quién está ha... haciendo esto? —dijo ella, sus dientes castañeteaban.
—No lo sé, pero lo encontraré.
—¿Qué pasó? —preguntó Miles junto a Robin.
—Sí —dijo Nicholas, viniendo a sentarse frente a él. —¿Qué daño ha sido
efectuado? ¿Y por qué no habéis sido más cuidadosos?
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Sacudió la cabeza bruscamente para aclararla. Nunca había entrado una idea
más absurda en su mente. No había nada más que profundo afecto entre ella y la hija
más joven de Artane. No sólo eso, era imposible creer a Isabelle capaz de tal maldad.
No, era una estupidez.
—Es hermosa —logró decir Anne.
—Es la segunda que me compra —dijo Isabelle, torciendo su muñeca de un
lado a otro y admirando la pulsera—. Dijo que la primera era demasiado fea, y que
quizás había estado bien que la perdiera.
Amanda resopló.
—Robin apenas puede mantener un pensamiento. No debería sorprenderte que
no pueda conservar tu pulsera.
—Qué amable de su parte encontrarte otra —dijo Edith, sonriendo—. Es un
buen hermano.
—Sí —dijo Isabelle, dirigiendo a Amanda una malintencionada mirada—. Sí
que lo es.
—Uno debe preguntarse, sin embargo —dijo Edith—, dónde fue que la perdió.
Isabelle se encogió de hombros.
—Eso no me importa.
—Yo creo —dijo Edith despacio —que he visto una como esa.
—¿En serio? —preguntó Isabelle.
—El recuerdo se me escapa —dijo Edith frunciendo el ceño. Alzó la vista y
sonrió. —No importa, supongo. Basta con que Robin te encontrara otra.
—Sí —estuvo de acuerdo Isabelle—. Y estoy feliz de que alguien más además
de mí piense así. Anne lo hace, desde luego, pero Amanda es realmente imposible
cuando se trata de Robin.
Anne observó a Isabelle y Edith continuar una animada discusión sobre los
puntos buenos de Robin. Amanda resopló y murmuró su propia lista, dejando a Miles
riendo en silencio de vez en cuando. Pero nadie más en la recámara parecía encontrar
algo inquietante en la muchacha. Anne meneó la cabeza. Quizás ella era la que estaba
chiflada. Edith probablemente había tenido una niñez miserable. Quizás era sólo eso lo
que Anne veía en sus ojos.
La puerta se abrió de repente y el señor en cuestión apareció. Anne alzó la vista
hacia él y no pudo evitar un pequeño estremecimiento de placer al verlo. Con
resolución, apartó cualquier pensamiento acerca de cuánto tiempo podría disfrutar de
tal placer. De momento estaba en casa y Robin parecía determinado a mantenerla bien
cerca de su alcance. Ella apenas podía pedir más.
Edith se puso de pie de pronto, su costura cayó al suelo. Anne vio como Robin
la recogía y luego se la alcanzaba. Cuando Edith pasó a su lado camino de la puerta, lo
favoreció con la misma sonrisa que brindaba a todos. Anne no pudo menos que pensar
que estaba teñida de algo.
¿Triunfo?
Se dio una palmada en la frente. Por todos los santos, estaba perdiendo la
cabeza. Debía ser por tanto confinamiento. Quizás Robin se hubiese enterado de algo
aquel día que pudiera permitirle un poco de libertad.
—Miles, lleva a los niños a nuestra habitación —dijo Robin secamente.
—¿Niños? —repitió Amanda—. ¡Qué crees...!
Anne se encontró liberada de la costura y puesta en pie antes de saber lo que
Robin pretendía. Él puso un brazo alrededor de ella y la condujo hacia la puerta.
—Nick subirá más tarde para ver como te va —lanzó Robin sobre su hombro.
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Hizo una pausa, miró a ambos lados del pasillo, luego sacó a Anne con él. Ella
se encontró a salvo pegada a su costado mientras él caminaba hacia la escalera. Se
sorprendió al verlo sacar una daga antes de que la precediera abajo.
—Esto es una locura —susurró ella.
Su única respuesta fue un gruñido.
Una vez que hubieron alcanzado el piso inferior, Robin otra vez la atrajo cerca
de sí y anduvo con ella por el pasillo. Sus guardias estaban fuera de la puerta de la
habitación.
—¿Algo nuevo? —exigió Robin.
—No, Milord —dijo uno—. Nada
Robin envainó su daga, luego condujo a Anne dentro de la recámara. La llevó
hasta una silla, pero Anne negó con la cabeza.
—Voy a pasear un poco —dijo ella—. Hoy he estado ociosa demasiado tiempo.
—Podríamos dar una vuelta por las lizas —dijo él con gravedad—. Yo también
he sufrido demasiado confinamiento hoy.
—¿Te enteraste de algo? —preguntó ella, colocándose de pie a su lado.
Él se arrodilló delante del hogar y devolvió los rescoldos a la vida. —Sí, más de
lo que alguna vez quise saber sobre la mezquindad humana.
Ella sonrió ante su tono disgustado.
—Has hablado con tu padre bastante a menudo sobre estas cosas, ¿verdad? No
deberías sorprenderte ahora.
Él frunció el ceño hacia ella.
—Sí, pero nunca era yo el que intentaba impartir justicia. Por todos los santos,
Anne, ¿por qué estas almas no pueden tratarse las unas a las otras amablemente?
—Es cierto—reflexionó ella.
Él abrió la boca para hablar, luego la cerró y frunció los labios.
—¿Es eso una agudeza especialmente para mí, Lady Anne?
Ella negó con la cabeza, sonriendo.
—Para ambos, mi señor.
—Después de hoy —dijo él—juro que sería feliz sin nunca discutir otra vez.
—¿Incluso conmigo? —preguntó ella. Él hizo una pausa.
—Sí —dijo—. Sobre todo contigo.
Maldito fuese, ¿nunca dejaría de sorprenderla con la guardia baja? Se aclaró la
garganta, desesperada por desviar su atención. La intensidad en sus ojos la puso
nerviosa.
—¿Podrías decir algo semejante sobre Amanda? —preguntó ella, asiéndose a
algo para distraerlo.
Él alzó la vista hacia ella con un destello en sus ojos.
—Ella es mi hermana. Tú, sin embargo, no lo eres.
Antes de que ella pudiera recobrar el aliento que había perdido oyendo eso,
Robin se había levantado, se había sacudido el polvo de las manos, y luego se había
puesto cómodo en una silla. Alzó la vista hacia ella.
—Ven aquí. —dijo palmeándose las rodillas.
—¿Perdón?
—Ven a sentarte aquí. Ahora.
—¡Por supuesto que no!
Él enganchó un taburete con su pie y lo arrastró frente a sí.
—Aquí entonces. Te quiero aquí.
Ella levantó sus cejas lo más alto que pudo. Habría sido más eficaz si pudiera
levantar sólo una, como Robin y Nicholas.Nicolás. Esperó que su mirada fuera lo
bastante arrogante.
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—¿Y por qué querría yo ir ahí cuándo no tienes los modales adecuados para
pedírmelo correctamente?
Él se inclinó hacia adelante.
—Porque no quieres un caballero cortés. Estoy seguro de ello. Ahora, ven aquí
mientras mi humor es todavía dulce.
—¿Por qué?
—Tu lugar está en obedecerme, no hacerme preguntas. ¿Mi madre no te enseñó
nada?
—¡Me enseñó a pensar por mí misma!
—Peor aún.
Ella lo miró atentamente. —¿Qué vas a hacer? ¿Estrangularme?
—Como dije antes, no eres mi hermana. Estás a salvo de ese destino.
Anne lo consideró, pero antes de que pudiera decidir a qué se refería, él se
había levantado, la había conducido al taburete y con mucho cuidado la había sentado
en él.
—Mi concesión a la caballerosidad esta noche —gruñó él cuando se sentó tras
ella——.¿Estás lo bastante cerca del fuego? ¿Demasiado cerca?
—Estoy bien, pero que...
Él apoyó su mano sobre la cabeza de ella para mantenerla en su lugar. —Nunca
he conocido a una mujer que pudiera hablar tanto como tú. Tu silencio me agradaría
enormemente.
Ella abrió la boca para replicarle, pero entonces sintió sus manos que intentaban
quitarle el griñón y el velo. Anne no los llevaba a menudo, pero Robin había insistido
aquella mañana en que tuviera el pelo cubierto y así conservara algún anonimato.
—Qué fastidio de artificios —se quejó él.
—Robin —dijo ella, tragando con fuerza —¿qué haces?
Él suspiró con tanta fuerza que hizo volar el velo sobre su cara.
—Planeo cepillarte el pelo —dijo él molesto. —¡Si simplemente me dejaras
hacer mi trabajo! —dio un fuerte tirón, y el griñón y el velo cayeron en su mano.
Ella sintió la mano deslizarse con cuidado por su pelo, su toque desdiciendo la
aspereza del tono. Y el habla la abandonó. Oyó la silla de Robin raspar contra el piso
cuando se acercó a ella. Supo que estaba cerca porque sus rodillas tocaron el reverso de
sus brazos.
Ella cerró los ojos y tragó convulsivamente en el momento en que sintió el
cepillo tocar su cuero cabelludo. Por todos los santos, apenas podía creer que no
estuviera soñando. No, era su mano la que manejaba el cepillo vacilantemente, como si
temiera hacerle daño. Y él se creía despiadado. Estaba bien que ninguno de sus
hombres pudiera verlo en ese momento o habrían tenido una historia diferente que
contar.
Ella tembló cuando él retiró con cuidado el pelo de su cara.
—¿Duele?
—No—susurró ella.
Una vez que Robin estuvo seguro de que no quedaba ningún enredo, comenzó
a arrastrar el cepillo por su pelo con golpes largos que la hicieron estremecer.
Ella tembló.
Su mano se detuvo.
—¿—¿ Debería cesar?
—Sí, si no valoras tu piel.
Él resopló con risa. Ella lo miró por encima del hombro, sorprendida. Habían
pasado años desde que había oído a Robin hacer algo semejante. Pero él simplemente
apoyó una mano encima de su cabeza y la giró otra vez.
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Ella cerró los ojos y simplemente disfrutó. Esperaba que Robin se aburriera y se
detuviera, pero él parecía perfectamente contento de no hacer nada excepto seguir con
su trabajo. Cepilló su pelo y luego comenzó a pasar los dedos por él. Finalmente,
simplemente rozó sobre él la palma de su mano.
—Puedo ver por qué te cubres el pelo —dijo él en voz baja.
—¿Sí? —preguntó ella—. Se compara pobremente con el de Isabelle y el de
Amanda. El de ellas es tan rico y oscuro.
—Y aquí estaba yo pensando que el tuyo parecía oro pálido —dijo él, sonando
divertido. —Pensé que lo cubrías para no avergonzarlas.
Ella no pudo evitar darse la vuelta para mirarlo con sorpresa.
—No es cierto.
Él sonrió y fue una visión muy hermosa, ella apenas podía mirarlo. —Anne—,
dijo él, con una sacudida lenta de su cabeza, —realmente te das muy poco crédito.
—Tengo ojos que funcionan perfectamente bien —dijo ella de manera cortante.
Él tomó sus manos en las suyas.
—Como yo, y sé lo que veo. No tienes ninguna razón para avergonzarte en su
compañía, pues eres su igual.
Ella sintió que su mandíbula se deslizaba hacia abajo, pero no pudo encontrar
nada que decir a eso. Seguramente, él no la creía hermosa.
—Bueno —dijo él, frunciendo el ceño un poco —quizás no igual a Amanda.
Ella cerró la boca con un chasquido. Ahora comenzaba a parecer más razonable.
—Pienso que su lengua agría un poco su belleza, mientras la tuya no.
Ella vio como él se llevaba sus manos a la boca y las besaba. Un temblor
comenzó en sus pobres y cautivos dedos y se deslizó por sus brazos, hasta su cabeza.
Estaba segura de que su pelo comenzaba a erizarse. Su sonrisa vaciló y él la miró con
una seriedad que ella raras veces le veía.
—Anne …
Anne miró con asombro como él se inclinaba hacia ella. Por la mirada en su
cara, sospechó muchísimo que tenía la intención besarla. Y eso fue suficiente para casi
hacerla caer de su taburete por la sorpresa.
Vio una de sus manos extenderse hacia ella y deslizarse por su pelo hasta tocar
la parte de trasera de su cuello. Robin inclinó su cabeza, sin apartar la vista de su cara.
Ella no se atrevió a respirar, no se atrevió a parpadear, no se atrevió ni siquiera a
pensar con demasiada fuerza no fuese que rompiese el encanto.
Él iba a besarla.
El momento que había esperado toda su vida estaba a punto de llegar.
—Anne —susurró él, sus labios a unos centímetros de los suyos.
Y entonces un feroz golpe en la puerta casi le hizo caerse en su regazo.
Anne lo sujetó antes de que él cayera totalmente en sus brazos. Él se enderezó y
parpadeó, como si se hubiese golpeado fuertemente en la cabeza.
—Robby —llamó una voz, acompañada por más golpes. —He traído la cena.
Abre.
Robin parpadeó hacia Anne. Parecía tan aturdido como ella.
—Voy a matarlo —consiguió decir—. Juro que esta vez lo haré.
Los golpes en la puerta continuaron.
—Deprisa. ¡La bandeja pesa!
Anne observó a Robin ponerse en pie. Cruzó la habitación con fuertes pisadas y
abrió la puerta de golpe.
NicholasNicolás irrumpió en la habitación, dando un codazo a Robin en el
vientre para lograr pasar. Anne lo vio empujar la cena en las manos de Robin, y luego
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cruzar la habitación hacia ella. Ella ni siquiera pudo sonreír. Todo lo que pudo hacer
fue mirarlo, muda.
—¿Qué le has hecho a la muchacha? —exclamó Nicholas—.Nicolás—. Luce
positivamente desconcertada.
—Me cepilló el pelo —susurró Anne.
NicholasNicolás se sentó en la silla de Robin y se acomodó.
—Entonces, estoy listo para una demostración. Robby, ven y muéstrame como
lo hiciste.
NicholasNicolás fue puesto en pie por el pelo.
—Di qué asuntos te traen por aquí, luego vete —gruñó Robin, empujando a su
hermano antes de dejar la cena en el suelo.
—¿Y dejarte solo con ella? Nunca.
—¿Tienes noticias para mí? —ladró Robin.
—No
—Entonces vete. No te necesitamos.
—Discrepo con...
Anne vio a Robin sacar a NicholasNicolás al pasillo con toda la eficacia del
sabueso de un pastor. Cerró de golpe la puerta y echó el cerrojo. Robin giró despacio y
la miró. Anne no podía hacer nada excepto mirarle. Lo vio suspirar, luego echar los
hombros hacia atrás. Tuvo la sensación de que sus planes no volverían a ser frustrados.
Y eso fue suficiente para debilitarle tanto las rodillas que no estaba segura de poder
ponerse en pie.
Robin cruzó resueltamente la habitación hacia ella. Se paró delante, la tomó por
los brazos y la puso de pie. Anne se balanceó, luego puso sus manos sobre su pecho
para estabilizarse.
Robin envolvió un brazo alrededor de su cintura, luego deslizó su mano bajo la
cabeza de ella otra vez, hasta inclinarla.
—Ah —dijo ella involuntariamente. Por todos los santos, ella nunca había
esperado tener aquellos estremecimientos adueñándose de sí ante el mero pensamiento
de besar a Robin de Artane. Ciertamente nunca había sentido lo mismo cuando
NicholasNicolás la había besado. Y entonces no tuvo más tiempo para pensar. Robin
inclinó su cabeza, atrayéndola más cerca, y le capturó la boca con la suya.
No fue un beso cortés.
Ella se estremeció.
Él también.
Ella se encontró deslizando los brazos alrededor de su cuello. Parecía lo
correcto, porque estaba segura de que así tendría una mejor posibilidad de utilizarle
para evitar caer de rodillas. Cerró los ojos y se entregó a las sensaciones devastadoras
que la sacudieron hasta el mismo corazón. Él la besó una y otra vez hasta que ella se
preguntó si alguna vez podría volver a respirar normalmente.
Y luego, como si aquello no la hubiera abrumado bastante por sí solo, la besó
profundamente.
Ella perdió todo pensamiento racional. Todo lo que podía sentir era la mano de
Robin en su pelo, su boca sobre la suya.
Sinceramente esperó que sus ojos estuvieran cerrados, así él no podría ver su
rubor. Su boca nunca había sido investigada por nadie aparte del cirujano cuando una
vez había tenido un diente dolorido y aquel había mirado detenidamente dentro, pero
sin utilizar su...
Robin cerró su boca con un breve y fuerte beso, luego se alejó un paso. Su pecho
subía y bajaba. Estaba sonrojado, lo que la alivió enormemente, ya que ella sospechaba
que estaba igual.
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Él no dijo nada. Simplemente la sostuvo por los brazos y la miró fijamente con
una intensidad que casi la redujo a cenizas en el sitio.
Entonces parpadeó y se aclaró la garganta.
—La cena —dijo con voz áspera.
—Sí —consiguió decir ella.
—Se está enfriando
—Probablemente —estuvo de acuerdo ella.
Pero deseaba como nunca había ansiado antes volver a sus brazos y nunca
abandonarlos. Por todos los santos, haber saboreado lo que podría ser estar encerrada
en su abrazo era impresionante. No importaba lo que había sentido al ser besada por
él. Sospechaba que ya nunca sería la misma.
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Capítulo 23
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señor, en verdad. El padre de Jason, John, había estado de joven con el hermano menor
de Ayre, Alain y había tomado con mucho gusto la tarea de cuidar de Ayre.
John era un buen señor y Robin nunca había tenido ninguna queja sobre el
cuidado del lugar. Probablemente Jason lo haría bien, como un buen señor, cuando
llegara el momento. Robin sonrió. Al menos sabía que si Jason lo disgustaba, aún
podría azotar al muchacho en las lizsa. No era un modo tan malo de resolver una
disputa.
Robin miró la cama. Anne todavía dormía, seguramente. Vaciló, luego se movió
para acercarse al dosel de la cama. Sólo una pequeña ojeada para asegurarse de que
dormía bien. No podía ser criticado por eso, ¿verdad?, retiró el dosel y miró hacia
abajo, la cara de ella escasamente revelada por la débil luz de la cámara.
Ella abrió los ojos y él se sobresaltó a su pesar.
—Pensé que todavía dormías—, dijo él.
Ella negó con la cabeza.
Robin se obligó a no incomodarse. Había besado a la mujer antes de perder el
sentido la noche anterior y ahora se sentía tan inmaduro como un joven escudero. ¿Lo
lamentaba ella? ¿De cuantas maneras lo había encontrado incompleto?
—Tengo que entrenar esta mañana, despejar mi cabeza —Para darte tiempo para
decidir si me quieres o no, añadió silenciosamente.
Ella asintió.
—Miles llegará pronto.
—Gracias.
Él le hizo una reverencia con la cabeza, luego salió de la recámara antes de que
hiciera algo más tonto. Esperó hasta que su hermano llegó, lo instruyó para que se
quedase afuera en el pasillo hasta que Anne se hubiera levantado, luego empujó a
Jason delante de él hacia el gran salón. Robin se detuvo por una jarra de cerveza,
agradecido de hacer algo además de sentarse y preocuparse.
—¿Mi señor?
Robin lo miró arrugando el ceño, esperando disuadirlo de hablar.
—Mi señor —dijo Jason otra vez, revolviéndose incómodo—, ah, señora Anne
…
—¿Qué pasa con ella? —exigió Robin.
Jason puso las manos detrás de su espalda.
—Ah —comenzó, luciendo completamente miserable—, es sobre su virtud, mi
señor. No me atrevo a hablar de esto …
Cinco años atrás, Robin podría haber levantado a Jason del suelo con una mano
y haberlo sostenido suspendido allí mientras le gritaba. Jason tenía ahora dieciséis
años, y era mucho más corpulento. Y mucho más valiente, pensó Robin de mala gana.
—Ella sigue siendo doncella—, gruñó Robin.
—Pero, mi señor, sé que han pasado muchos meses desde que habéis tomado a
una mujer...
—Basta —interrumpió Robin bruscamente—. No es mi hábito estropear
doncellas virtuosas, y lo sabes bien.
Jason asintió, miserablemente.
—Pero, mi señor, cuando Fenwyck sepa…
—Me ocuparé de ello cuando suceda, si sucede. Lo que no pareces entender,
muchachito, es que no hay ningún lugar más seguro para ella que mi recámara, con mi
espada ante ella. ¿A menos que pienses que eres más capaz que yo de protegerla?
—Por supuesto que no, mi señor. Vos sois un maestro.
Robin gruñó y dejó su taza.
—Iremos a las lizas y te lo demostraré otra vez.
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Si fueses mía
—¿Su habilidad es tan pobre que tropezó y se cayó encima tuyo con la espada
desenvainada? ¿O estaba en la luna por alguna moza? Sí, eso puedo imaginarlo
fácilmente.
Robin resopló.
—Al igual que yo. Jason, quiero comida. Te preocuparás de eso, antes de buscar
a mi hermana, ¿verdad?
Por la rapidez al pedir permiso, Robin sospechó que su escudero tenía en mente
el cortejo. Pobre desgraciado.
Robin se acomodó en una silla ante el fuego y pasó una buena hora mirando a
Anne subrepticiamente mientras ella cosía. Llegó un momento, sin embargo, en que no
pudo aguantar sólo mirarla. Se inclinó y antes de que pensarlo más, la besó
suavemente.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Debo ganarte en el ajedrez antes de besarte?
Ella lo miró en silencio durante tanto tiempo, que Robin comenzó a ponerse
incómodo.
—Anne, ¿qué sucede?
Ella sacudió su cabeza.
—Juro que no te conozco.
—No.
—¿Por qué me haces esto?
—¿Por qué no? —dijo él, lanzando las palabras con ligereza. Por los santos,
¿qué se supone que debería decir? ¿Me estoy rompiendo mi pobre cabeza para buscar
modos de complacerte?
—Bastardo —dijo ella entre dientes. Se levantó sin gracia y lo fulminó con la
mirada. —No seré un juego para ti.
¿Juego? Él sintió que su carácter empeoraba rápidamente, pero antes de que
pudiera descargarlo, Anne había cojeado hacia la alcobaalcova.
Y podría haber jurado que la oyó sollozar.
Ah, por los santos. Alzó la mirada al cielo cuando se levantó. Se colocó trastrás
ella y puso los brazos alrededor de su cintura, dejando caer la barbilla en su hombro.
—Anne, no eres un juego para mí.
—Por supuesto que no —dijo ella bruscamente—. ¿Para qué jugarías con una
lisiada, que no es más que so?
—Deja de hablar así —exclamó él—. Sabes que me enfada cuando hablas así.
—¿Cómo puedo saberlo? —exigió ella—. Apenas me has hablado desde que
pasó, excepto para maldecirme.
—No es verdad.
—Sí, lo es.
Él se quedó allí de pie y consideró sus palabras. ¿Era verdad? No al principio.
Al principio, se habían recuperado juntos. Ah, pero entonces él había tratado de
defender su honor y Baldwin lo había humillado. ¿Le había hablado desde entonces?
Era poco probable. Puso sus manos sobre los hombros de ella y la giró para hacerle
frente.
—Anne…
—Por favor no me hagas daño —gimió ella—. No podría soportarlo, Robin.
Juro que no podría.
—Anne, ¿por qué te haría daño?
—Me haces daño sólo estando aquí —dijo ella. Se soltó de él y se giró hacia la
ventana—. Vete. Por favor.
Robin sintió su corazón detenerse dentro de él.
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con gracia. Quizás lo aceptaría como era, imperfecto y brusco. Quizás ella podría
suavizarlo. Si alguien podía, sería Anne.
Pero primero un baño y un cambio de ropa. Tomaría prestado algo de
NicholasNicolás, luego se presentaría en su cámara y esperaría a que Anne le abriera la
puerta.
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Capítulo 24
Anne se sentó en la alcoba con las piernas dobladas y pegadas al pecho. Era
doloroso sentarse de esa manera, pero a ella no le importaba el dolor en su muslo
entumecido, sino el dolor de su corazón. Apenas se había movido del lugar desde que
Robin la había dejado allí. La recámara de su padre era el último lugar en el que quería
estar, pues recordaba vívidamente el sonido de una ballesta cayendo a sus pies.
Simplemente estaba segura en ese lugar.
Pero una vez que el culpable fuera descubierto, saldría de la recámara del señor
inmediatamente y nunca regresaría.
Estaba más allá de las lágrimas. No había llorado la noche anterior, lo que la
había sorprendido. O estaba muy cansada de tanto hacerlo, o había esperado las
palabras de Robin. O quizás era que Robin no la amaba realmente y así sus lágrimas no
tenían que ser derramadas por él. Apenas podía creer que él la había besado como lo
había hecho. Tal vez el tedio lo había llevado a eso, o que no era libre de llevarse a la
cama a las sirvientas de Rhys en rápida sucesión. Bueno, que le aprovecharan. Ella no
quería ninguna parte de él.
Era además una gran mentirosa.
Suspiró y reclinó la cabeza contra la pared. Lo peor era que lo amaba. Y a pesar
de sus palabras, no podía evitar creer que él albergaba algún afecto por ella.
A menos que pudiera besarla como lo había hecho, sin que su corazón tomara
parte en ello.
¿Era eso posible?
Un suave golpe sonó en la puerta, interrumpiendo sus pensamientos. Gruñó
mientras se levantaba de la silla y cruzaba la estancia cojeando. El golpeteo continuó
hasta que ella llegó a la puerta y quitó el cerrojo. La abrió y retrocedió una vez que vio
a Robin allí de pie.
Parecía como si él no hubiera dormido desde que la había dejado la noche
anterior. Probablemente había estado copulando con tantas sirvientas de su padre
como le fue posible. Ella frunció los labios y se volvió hacia la alcoba, dejando la puerta
abierta. Podría entrar o irse según le placiera, a ella no le importaba.
Se sorprendió mucho, al sentarse, cuando encontró a Robin alzándose frente a
ella. La cubrió con una manta, y entonces se quedó allí de pie con las manos agarradas
a su espalda.
—¿Estás cómoda?
Ella no lo miró.
—Encenderé el fuego para ti.
Robin se alejó sin esperar una respuesta. Anne miró por la ventana. Escuchó a
Robin avivar el fuego, entonces escuchó el sonido de espanto que produjo cuando vio
la comida intacta. Anne cerró los ojos y escuchó el ruido del vino siendo vertido dentro
de una taza y esa taza siendo ubicada en la piedra de la chimenea.
Escuchó la firmeza de las pisadas de Robin mientras caminaba hacia ella.
Luego, cerró la ventana.
—Te he dejado un lugar junto al fuego.
—No me interesa.
Anne no protestó cuando él la levantó en brazos. ¿Por qué molestarse? De todas
maneras no la escucharía. Si fuera capaz de escucharla, no habría vuelto.
Vio el nido de pieles y almohadas y entonces se vio sentada sobre todo eso. Una
pesada silla había sido ubicada allí para sostener su espalda.
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—No soy una lisiada —dijo fríamente mientras Robin arreglaba una almohada
tras su espalda—. No necesito nada de esto.
—Anne, esto no tienen nada que ver con tu pierna. Seguramente yo estaría más
cómodo sentado de esa manera.
—No pareces tener problemas para dormir en un piso incómodo.
—Estoy acostumbrado a dormir en el suelo. Incluso una vez dormí en un árbol.
El piso parece tan cómodo como una pila de colchones de plumas de ganso. Bueno, tal
vez no una pila. Cielos, mujer, ¿tienes que llevar tanto la contraria?
Ella lo miró, lista para contestarle lo que él se merecía, sólo para encontrarlo
cariñosamente con bondad. Eso era suficiente como para hacerla callar. Giró la cabeza
y trató de ignorarlo.
Pero no duró. Él la regañó hasta que ella comió. Y cuando ya apenas podía
respirar, lo cual lo satisfizo, le puso una taza de vino caliente entre las manos.
Ella lo bebió, solamente para que cesara de molestarla, luego se levantó y
caminó a través de la alcoba. Poco a poco su pierna comenazaba a dolerle menos.
Quizás podría darle el crédito a Robin y a su interminable paseo por la recámara.
—Me gustaría hacer algo para complacerte —dijo él en voz baja.
A ella le fue difícil esconder su sorprea. Por todos los santos, la vida con este
hombre sería más complicada de lo que podía soportar. Quizás estaría mejor lejos de
él.
—Como penitencia —añadió él.
—¿Penitencia por qué?
—Por decir tonterías la noche pasada.
Ella esperó, pero aparentemente ese era el único detalle que obtendría de él.
Robin parecía muy renuente a decir algo más, y ella comenzó a especular sobre lo que
él había dicho la noche anterior ¿qué parte lo avergonzaba? Había un amplio material
allí, así que guardó sus palabras para un examen futuro. Lo que entendió, sin embargo,
era que podría muy bien tenerlo a su merced.
—Llévame afuera —dijo sin dudar.
—No —dijo él frunciendo el ceño.
—A la capilla entonces.
—Y si digo que no, el destino de mi alma penderá de una balanza.
Ella esperó, escuchando los suspiros de él, pero no se dejó conmover por ellos.
Finalmente él refunfuñó y se levantó.
—Muy bien.
Ella sintió una oleada de victoria.
—Traeré mi capa.
—Hoy no te arrodillarás en el altar de San Christopher.
Quizás ella no tenía más necesidad de oraciones, ahora que Robin estaba de
nuevo seguro. Y sospechaba que sus súplicas no habían ido más allá del techo de la
capilla, de cualquier modo, pero estaba claro que sus plegarias para que él sólo la
amara a ella habían quedado sin respuesta. No tenía idea de lo que retrasaba a su santo
en su trabajo, pero no insistiría más.
No más besos de Robin, tampoco.
Tomó la decisión mientras Robin ponía la manta sobre sus hombros. Sí, ella no
aceptaría más de aquello y si él insistía, ella rehusaría. Tal vez, extendería su cortesía a
NicholasNicolás de nuevo, ya que él estaba tan interesado.
Aunque tenía que admitir, y eso la mortificaba, que NicholasNicolás no podía
compararse con Robin en el arte de besar.
Maldito Robin, de todas maneras.
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Anne caminó hacia la puerta pero Robin la tomó por el brazo antes de que
pudiera abrirla, y bajó la mirada hacia ella gravemente.
—Perdóname —dijo él.
—¿Esta vez por qué, Robin?
Él miró a su alrededor, desamparado, como si buscara una respuesta escondida
en las cortinas de la cama, o quizás extraviadas detrás de un tapiz. Que Robin de
Artane se estuviera disculpando, aunque por nada en particular, era algo en verdad
relevante. Anne comenzó a preguntarse si eso era en lo que había estado pensando la
noche entera. Tal vez, ella haría bien en sugerirle pasar otra noche decidiendo qué
había hecho para merecer rebajarse así.
De hecho, un contrito y suplicante Robin era una cosa muy interesante que ver.
—Por muchas cosas —dijo él, después de un largo tiempo.
—Cuando puedas decirme por qué debo perdonarte, entonces lo pensaré. Hasta
entonces, acompáñame a la capilla.
Él comenzó a murmurar en voz baja, y ella sospechó que sus murmuraciones
incluían varias cosas ofensivas sobre ella. Supuso, sin embargo, que si él no podía estar
a la altura de algo razonable por lo cual disculparse, no lo estaría igualmente para la
labor de sacar a relucier el contenido de su corazón.
Una cosa era cierta, Robin no estaba concentrado en ella. Anne lo observó
mientras barría el gran salón con la mirada mientras entraban en él. El viaje a la capilla
fue hecho incluso con más cuidado. Cualesquiera que fueran sus faltas, al menos era
capaz de mantenerla segura. Ella estaba agradecida por ello.
La condujo dentro de la capilla y se sentó junto a ella cerca del altar. Anne
dobló la cabeza y dijo sus oraciones.
Cuando hubo terminado, miró a su alrededor. Robin estaba sentado con las
manos dobladas sobre el regazo y los ojos cerrados. Sus largas y oscuras pestañas
abanicaban sus mejillas, recordándole cuan largas había pensado que eran en su
juventud. Había sido un chico muy guapo. Y se había convertido en un hombre muy
guapo. Tenía tanta belleza como Rhys, junto con una dureza que era solo suya.
Y Anne sintió que su traidor corazón comenzaba a suavizarse de nuevo.
Difícilmente podía creer que había estado sentado de esa manera, tan quieto y callado,
por tanto tiempo. En su juventud, Robin siempre había dado la impresión de dirigirse
a una docena de direcciones diferentes a la vez, incluso cuando estaba quieto.
NicholasNicolás podía ser perezoso. Robin nunca había sabido como serlo. Anne
frunció el ceño. Él se trataba a sí mismo con dureza y se esforzaba siempre en probar
su propio valor. Por qué, no lo sabía. ¿Tenía idea de cuanto lo amaba Rhys? ¿O Gwen?
Anne podría traer a su mente cientos de recuerdos de Rhys presumiendo sobre su
heredero y lo buen hombre que había llegado a ser. Probablemente Robin no habría
creído las palabras si las hubiese escuchado. Hasta donde ella sabía él aun se seguía
probándose a sí mismo. En realidad todo lo que estaba haciendo era agotarse. Él ya se
había probado a sí mismo años atrás.
Anne alzó una mano y, antes de que pudiera pensarlo mejor, empujó un
mechón de cabello tras su oreja. Robin abrió los ojos y deslizó una mirada hacia ella.
—¿Creíste que estaba dormitando?
Ella no pudo evitar sonreír.
—Confieso que sí.
Robin alcanzó la mano de la joven y la sostuvo entre las suyas.
—No, Anne. Tengo mucho por lo que dar gracias. Estaba haciéndolo y sólo
había llegado a la mitad de la lista. Creo que me detuve justo después de agradecer por
la hermosura de los verdes ojos de Anne de Fenwyck y antes de agradecer por su
ardiente espíritu. Tal vez guardaré el resto de tus virtudes para otra ocasión.
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Pero ella no escuchó nada más aparte de eso. Y cuando Robin y Amanda volvieron a la
chimenea, Amanda lucía la expresión que usualmente tenía después de que Rhys la
hubiera castigado por algo. Robin se sentó en la silla frente a Anne y miró con fiereza
hacia su hermana.
—Puedes servirnos el vino.
—No te voy a servir nada, canalla arrogante...
Amanda chilló cuando Robin la tiró sobre sus rodillas. Él la sostuvo allí con sus
fuertes antebrazos sobre los hombros de la chica y la parte baja de la espalda.
—Temo que no te oí —dijo él pacientemente—. ¿Qué dijiste?
—¡Miserable hijo de perra!
Anne saltó cuando Robin le dio a su hermana una saludable y fuerte palmada
en el trasero.
—¿Estabas diciendo? —dijo él.
—¡Maldito, Robin, déjame en paz!
—Es mi señor Artane para ti, desobediente arpía. Ahora, ¿te comportarás como
una dama, o debo imponerte el decoro?
—Tú, mi señor Artane, ¡eres un cerdo sin modales!
Anne se cubrió apresuradamente la boca con su mano para esconder una
sonrisa.
—¡Robin, suéltala! —Nicholas―Nicolás saltó sobre la mesa y se detuvo frente a
su hermano, erizado de la furia.
—Le estoy enseñando como comportarse. Siéntate, para que no me obligues a
enseñarte a ti también.
—Puedes intentarlo —se burló NicholasNicolás.
—Nicky —dijo Anne advirtiéndole, al tener una visión completa del brillo
peligroso en los ojos de Robin—. Me atrevería a decir que no es hora de provocarlo.
NicholasNicolás se reclinó sobre el espaldar de la silla de Anne.
—¿No lo has besado hoy, Anne? Seguramente eso endulzaría su humor.
—Para —dijo Anne, sintiendo que se estaba ruborizando incómodamente. No
importaba que ella tuviera la intención de besar a Robin de nuevo. Tenía muchos
recuerdos vívidos de las experiencias pasadas al respecto.
—Mi señor Artane no desea ser probado hoy.
—Entonces honremos sus deseos —dijo NicholasNicolás inclinando su
cabeza—. Adelante, golpea a la chica, Rob.
—¡Nicholas!―¡Nicolás! —protestó Amanda—. Robin, suéltame.
—Si puedes comportarte, sí, lo haré.
—No diré otra cruel palabra sobre tu veintena de bastardos. Ahora, déjame
levantar.
NicholasNicolás alargó la mano hacia Amanda y tiró de ella.
—Cielos, Amanda, usa tu inteligencia. ¿No se te ocurrió que Anne podría no
querer oír eso?
Anne rechazó las palabras del joven.
—No importa.
Por todos los santos, esa era la última cosa que Anne querría discutir.
Una rápida mirada hacia la cara de Robin le dijo que probablemente él se sentía
igual.
—A mí sí me importa—dijo Nicholas—.Nicolás―. Amanda, esfuérzate por ser
menos irreflexiva en el futuro.
—Si ya habeis terminado de balbucear —gruñó Robin—, os podeis ir. Y,
Amanda, recuerda cómo se siente mi mano en tu trasero. Estará allí tan frecuentemente
como sea necesario para enseñarte los modales que padre nunca te enseñó.
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—Ja —dijo Amanda con desdén, pero manteniéndose bien lejos del alcance de
Robin—. Llévame de regreso arriba Nicholas.Nicolás. Temo lo que podría hacer si me
dejas aquí para desquitarme.
Anne miró fijamente el fuego hasta que ella y Robin estuvieron solos. No podía
mirarlo.
—¿Anne?
Ella siguió mirando las llamas.
—¿Sí?
—Tengo algo por lo cual disculparme.
—¿Qué?
Él suspiró.
—Mi falta de discreción en el pasado.
—Eso no importa.
—Esperaba que sí importara. Ciertamente a mi me importaría. Si hubieras
tenido un amante, ¿no crees que yo le daría caza y lo castraría?
Ella lo miró renuentemente y decidió que, dado la mirada de sus ojos, lo habría
hecho. La joven frunció sus labios.
—¿Y qué voy a hacer yo a todas tus anteriores amantes, mi señor? ¿Acabarlas a
espada?
—Hay algunas pocas y creo que es mejor si las olvidas. Yo ya lo he hecho.
—¿Ah, y ellas te han olvidado a ti?
Él hizo una mueca de dolor.
—Dices las cosas más condenadas, Anne.
Ella sólo lo miró.
—Bien, maldición —espetó. —Estoy muy seguro de que cualquier triste noche
que pasé en la cama de cualquiera ha escapado completamente del recuerdo de la
pobre muchacha. No tienes la necesidad de temer que cualquiera venga a entretenerte
con cuentos de mis proezas. ¿Satisfecha?
—¿Y por qué me molestaría de todas maneras? —preguntó ella educadamente.
La boca del joven se movió silenciosamente por espacio de varios respiros,
durante los cuales Anne empezó a preguntarse si lo había juzgado mal. Aparentemente
él estaba muy preocupado de que ella no fuera atacada por ninguna de sus anteriores
amantes, preocupado por que ella creyera que su número fuera menor del que los
demás decían, y ahora no podía formar una respuesta decente para no preocuparla.
Y, más notablemente, se había disculpado. Más de una vez.
Robin balbuceó un momento o dos más, entonces maldijo mientras se levantaba
abruptamente.
—No debemos estar aquí. No es seguro. Ven conmigo arriba al solarsolar de
Padre.padre. Vamos a cenar.
Pronto Anne encontró sus manos en las de él. Lo peor era que estaba
comenzando a acostumbrarse a aquello. Suspiró y siguió a Robin escaleras arriba y a
través del pasaje hacia el solar de Rhys.
La cena llegó lo suficientemente rápido y con ella los hermanos de Robin. Anne
se sentó silenciosamente durante la comida, reflexionando sobre las disculpas de
Robin. Se sorprendió mirándolo con nuevos ojos. Sus quejas, notó, estaban dirigidas a
los que habían tocado de alguna manera su corazón o despertado su ira. Él era, sin
dudas, rudo e imposible, pero ella sospechaba que debajo de esos gruñidos yacía una
gran cantidad de amor por su familia.
Fue una cena altamente reveladora.
Y también una muy típica, excepto porque Robin arrojó primero un poco de
todo lo que planeaba comer a los perros. Anne no tenía permiso para comer hasta que
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pierna, y se vistió, pasándose el vestido sobre la cabeza. Por todos los santos, esto era
un desastre.
—Robin.
Él no la miró, o admitió escucharla. Sencillamente se puso las botas, se fajó su
túnica y salió.
Anne estaba en el centro de la recámara y se rodeó con sus brazos. No había
hecho nada malo. No había razón para la vergüenza que la recorría. Robin solamente la
había estado protegiendo, aunque tenía que admitir que haberse dormido en la cama
con él no había sido muy prudente. Ciertamente su generosidad no había sido
adecuada, aunque no esperaba que sus respectivos padres regresaran antes a casa y
asumieran que habían yacido juntos.
¿Sin embargo qué más podían pensar?
Anne suspiró y consideró qué debía hacer a continuación. Podía quedarse
donde estaba y esperar que su destino llegase a ella, o podía salirle al encuentro. No
había sido invitada por Rhys a sus habitaciones, pero no había ninguna razón por la
que no pudiera escuchar a escondidas y descubrir qué iba a ocurrir. Y posiblemente
evitar que su padre matase al hombre que amaba.
Abrió la puerta de la recámara y vio que los guardias de Robin estaban allí. La
miraban con caras impasibles y solamente podía imaginar lo que estarían pensando.
Alzó la barbilla y paso a través de ellos. La siguieron y ella se detuvo y los miró.
—Me encamino a una aventura —dijo ella—, y no necesito una multitud de
caballeros taconeando tras de mí.
Uno de los hombres le hizo una reverencia.
—Mi señora, la defendemos por orden de Milord. No podemos fallarle.
—Y mi señor os matará a menos que yo consiga llegar rápida y silenciosamente
—le contestó ella.
Se miraron entre ellos entonces, un par de ellos se removieron inquietos.
—Uno —dijo ella, mirando al que parecía el líder—. Vos. Pero venid en silencio
Tan sólo mientras avanzaba a lo largo del pasillo se dio cuenta de lo atrevida
que había sido dando ordenes a los hombres de Robin. Negó con la cabeza. Lástima
que hubiera recuperado el habla cuando probablemente no le servía.
Se detuvo ante la puerta de la solana e indicó al hombre de Robin que se
quedara detrás de ella. La puerta estaba cerrada, pero eso podía remediarse fácilmente.
Los gruñidos de dentro probablemente cubrirían los ruidos que ella pudiera hacer sin
perturbar el santuario. Empujó la puerta sólo lo suficiente como para oír lo que se
estaba diciendo.
—En el pasado, pasé por alto tus indiscreciones —decía Rhys, con una voz tan
fría que hizo que escalofríos recorrieran la columna de Anne—, pero esta no es una
mujerzuela con la que te puedas acostar.
—¡No me acosté con ella!
—¿Para qué la mantuviste en tu cámara como una prisionera? Por dos
semanas…
—¡Tuve que hacerlo! —exclamó Robin—, intentaron matarla cuatro veces. ¿No
vistes mis guardias afuera? ¿No te preguntastes qué hacían allí?
—¡Probablemente para protegerte de ojos indiscretos! —bramó Fenwyck—.
Basta de esto, Rhys. ¡Me ocuparé de él en las lizas!
El bufido de Robin casi hizo sonreír a Anne, si hubiera podido en las
circunstancias actuales. Al menos Robin no encontraba deficiente sus propias
habilidades combativas, aunque sí lo hacía de las de Fenwyck.
—¿Tú no hubieras hecho lo mismo? —exigió Robin—. ¿No habrías hecho lo que
fuera necesario para mantenerla con vida?
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un compañero y se casaría con uno que la deseara, aunque sólo fuese por sus tierras.
La lujuria era lujuria, en cuanto a un marido se trataba. Abrió de par en par la puerta,
totalmente decidida a escapar.
Y se dio de frente con su padre, apoyado contra la pared con los brazos
cruzados sobre el pecho. Los guardias de Robin brillaban por su ausencia.
No había escapatoria.
Pero antes de que pudiera decir algo, señora Gwennelyn llegó por el pasillo y la
guió de nuevo al dormitorio. Lo siguiente que Anne supo, es que estaba protegida por
el abrazo maternal y tierno de su madre adoptiva.
—¿Dulce Anne? —dijo Gwen, tirando y sonriendo arrepentida—, ¿Qué
insensatez ha provocado Robin?
—¿Qué insensatez? —preguntó Anne, sintiéndose de repente muy cerca de las
lágrimas—. ¿Esta farsa de matrimonio?
Gwen negó con la cabeza con una sonrisa cortes.
—El amor no es ninguna farsa. Las cosas se decidirán con el tiempo, supongo.
—Él no está contento.
—Como tú, imagino —dijo Gwen—. Dudo que hubieras deseado que el día de
tu boda fuera así.
—No es como parece —dijo Anne.
—Sí, lo se —dijo Gwen—. NicholasNicolás me lo contó todo y yo no te culpo a
ti o a Robin por vuestros actos. Ciertamente, él no podía hacer otra cosa con el más
preciado de sus tesoros.
—Su caballo estuvo en los establos en todo momento —dijo desagradablemente
Anne.
Gwen se rió suavemente.
—Ah, Anne mía, sabes que hablo de ti. Robin tiene la misma obstinación que su
padre y requerirá un tiempo considerable que recupere la cordura. Si tienes paciencia,
sin duda serás recompensada.
Anne no deseaba decirle a Gwen que había perdido toda sensatez cuando vio al
primogénito de Gwen, de modo que permaneció en silencio. Y no dijo nada cuando
Gwen la peinó apartando su pelo y tomó una diadema sencilla para colocarla sobre un
velo blanco. Suponía que se veía como una novia. Sabía que era realmente virginal.
Pero sospechaba que nadie más lo creería.
No pudo encontrar nada que decir cuando Gwen caminó con ella hasta la
capilla un buen rato después. No deseaba ver a Robin, pues sólo podía imaginar que
había pasado en su triste vida en las dos últimas horas.
Esperó que no incluyera derramamiento de sangre.
De cualquiera salvo de él, por supuesto.
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—No tienes nada que temer —dijo suavemente—. Supongo que Robin no
permitirá que eso ocurra —y si lo hace, mejor para mi plan. Perder una amante sería
doloroso. Perder a una esposa, ¿quizás una esposa esperando un hijo?
Eso fue suficiente para enviar escalofríos por su espalda.
—¿Lo creeis? —preguntó Maude, levantando su cara llena de lágrimas—. ¿Lo
creeis realmente?
—Lo sé con certeza. Ahora, fuera de aquí y no hagas ninguna travesura. Yo me
encargare de todo.
Maude asintió, con menos entusiasmo del que Edith hubiese deseado, pero al
menos aparentemente estaba de acuerdo. Edith se acostó una vez que Maude hubo
abandonado la recámara y se entregó a la contemplación del nuevo giro de
acontecimientos. Quizás la atención de Maude pudiese ser dirigida hacia los otros
niños.
Un puñado moribundo de muchachos y muchachas.
Sonrió. Que maravilloso regalo de bodas podría ser este.
Empezó a vestirse. Si quería asistir a la boda, tendría que darse prisa.
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—Entonces hacedlo en las lizas. No tengo estómago para una pelea dialéctica —
Robin se giró hacia el sacerdote—. Cásenos, ahora.
—Pero —dijo el sacerdote, gesticulando hacia el cadáver que se enfriaba junto a
Robin.
—Ahora —gruñó Robin—. Renunciaremos a la misa hoy.
—Quizás sea lo más sabio —estuvo de acuerdo el sacerdote—. Especialmente a
la luz de... bueno...
—¡Oh por todos los santos, deje el parloteo! —rugió Fenwyck—. Continúe con
la maldita ceremonia.
Robin rechinó los dientes y se preguntó si el darle un puñetazo en la nariz al
padre de su señora podría empeorar los acontecimientos del día. Allí estaba él, de pie,
con sangre en las manos y en la ropa, con una amante muerta a sus talones.
Y entonces escuchó que alguien empezaba a ponerse gravemente enfermo.
Se giró para ver a Isabelle vomitar. Miles intentaba ayudar, pero se estaba
poniendo verde rápidamente. Los gemelos se habían puesto las manos en la boca y los
ojos de Amanda se estaban poniendo blancos. Robin observó a NicholasNicolás
mientras este la tomaba antes de que se desplomara al suelo.
Y Anne empezó a llorar.
Al menos ya no tendrían que permanecer de pie allí y escuchar el recital de
posesiones. Robin firmó el contrato con una maldición, entonces empujó la pluma
dentro de las temblorosas manos de Anne. Dudaba que nadie pudiese reconocer el
nombre de ella, ni que creyesen que había sido firmado sin coacción. No obstante, el
contrato se hizo ante testigos y era legítimo. No importaba que la gran mayoría de los
testigos estuviesen incapacitados de diferentes formas para ser de alguna utilidad.
—La bendición —empezó el sacerdote.
—Dudo que esta pueda ayudar —Robin dijo sobriamente. Puso la mano en el
hombro de Anne, ignorando la sangre que lo cubría, y la besó brevemente. Se alejó,
preparado para marcharse corriendo hacia Francia.
Entonces miró a su esposa.
Ella lo estaba mirando.
No podía decir si su expresión revelaba horror o completa tristeza.
¿O era irónica diversión?
La visión de ella lo aturdió tanto que fue como si no la hubiera visto antes. Y
mientras la observaba y se daba cuenta de que ella era realmente suya, empezó a
cuestionarse la idea de ir a Francia. Después de todo era un lugar desagradable en el
que permanecer en invierno.
Lo consideró. Podía permanecer en Artane. Las lizas eran fantásticas. Podría
tener una estancia agradable allí durante un gran periodo de tiempo. Al menos de esta
manera podría contemplar a Anne desde lejos de vez en cuando.
Las lizas. Sí, ese era su lugar. Pronto, antes de que empezase a considerar otros
pensamientos tontos.
Como ser el marido real de Anne.
Alargó la mano y tomó a Anne en sus brazos antes de que nadie, especialmente
Anne, pudiese protestar. Sin ningún comentario, se giró y se paró junto al cuerpo de
Maude dirigiéndose a su madre.
—Cuida de Anne —le pidió.
—¿Y a dónde piensas que vas? —preguntó Fenwyck.
—A las lizas.
—Ve si quieres —dijo Rhys—. Pero tu madre no estará aquí para atender a
Anne.
Robin pestañeó, —¿No?
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—Pero yo pensé... —empezó a decir ella, entonces se mordió los labios y quedó
en silencio.
Robin no estaba seguro de cómo reaccionar ante esto. ¿Esperaba ella compartir
una cámara con él? Respiró profundamente.
—La mía es confortable, pero me atrevería a decir que la de Amanda está más
limpia. Puedes usar la que quieras.
—De acuerdo —dijo Anne en voz baja.
Robin frunció el ceño. Maldita ella de todas formas, ¿que quería que le dijese?
Ven a compartir mi cama, ella era su mujer, después de todo, aunque apenas se atrevía
a reclamar sus derechos.
—En la de mi padre, entonces —dijo él con exasperación—puedes decidir
después una solución más permanente.
Robin la miró. Había sangre en las manos de ella. Su vestido lucía una enorme
rasgadura en la parte posterior y había sido él el causante del enmarañamiento en su
pelo al asirla como lo había hecho.
Antes de que pudiese pensarlo mejor, se acercó y puso los dedos en la barbilla
de Anne. Levantó su cara y la miró. Ella estaba pálida, con ojos llorosos y encantadora.
Eso fue todo lo que pudo hacer para no caer de rodillas ante ella y pedirle perdón por
haber arruinado el día de su boda.
Pero según todo lo que sabía, ella estaba a punto de echarse a llorar por
encontrarse a sí misma convertida en su mujer.
Así que, lentamente, dejó caer la mano y se alejó, sin quitar los ojos de ella. Y
cuando no pudo soportarlo más, se volvió y se marchó. Escuchó a su escudero
postrarse respetuosamente ante él y rogó que Jason se mantuviese en silencio. Lo
esperaba también de los hombres en las lizas, porque tenía la desgarradora necesidad
de ocupar su mente en algo lejos del lamentable estado en que se encontraba su vida.
La única cosa buena que había pasado era que al menos ahora sabía quién había
estado intentando herir a Anne. Robin movió la cabeza mientras se disponía a librar
una guerra ficticia. Maude de Canfield. ¿Quién podría haber pensado que un simple
flirteo causaría tal problema?
Pero Fenwyck había tenido razón. Maude era rubia. Había una razón para esto
y Robin esperaba que Anne no pensase en cual podía ser esta razón. Esto
probablemente la horrorizaría incluso más de lo que el día de su boda ya lo había
hecho.
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—No viviré en una choza —gritó Amanda tras ellos. Entonces se volvió hacia
Anne y la abrazó fuertemente—. Lo siento tanto, Anne.
Anne movió la cabeza
—No pasa nada, todo está bien.
Amanda se echó hacia atrás y levantó las cejas.
—Te casaste con la espada de mi padre desenvainada, la amante de Robin
muerta enfriándose a tus pies e Isabelle echando las gachas de avena en la urna de St.
Gertrude. Imagino que habrías deseado un comienzo mejor que este.
—No es el principio lo que importa —dijo Anne, rogando que eso fuese
verdad—. El final es lo importante.
Amanda la miró sin convicción.
—Bien, ahora lo tienes, tanto si lo querías como si no. Te deseo buena suerte con
él. Si te maltrata, comunícamelo y vendré a azotarlo.
—No lo hará.
—Es un patán, Anne. Sé que lo amas, pero lo juro, no puedo entender por qué.
—¿Estás intentando ayudar? —preguntó Anne con desesperación.
—Bueno, sí...
—No lo parece. Vete. Disfruta de la luz del sol y del aire penetrante. Rogaré
para que no llueva mucho. ¿Llevas una capa?
—Nicky me trajo una de Francia. Esa me servirá.
—Entonces fuera de aquí.
Amanda la abrazó fuertemente, entonces salió corriendo de la habitación con
una agitación de faldas. Anne la siguió, cerró la puerta y empezó a echar el cerrojo.
Entonces se dio cuenta de que no era necesario. Pero pensar lo cerca que había estado
de la muerte. Si Robin no se hubiese girado tan rápidamente... Si no le hubiese salvado
la vida...
Desechó este pensamiento y se alejó de lo que había visto aquella mañana.
Robin se había casado con ella y le había dado el regalo de Artane para disfrutarlo por
el resto de su vida. Quizás esto fuese suficiente.
Se giró, se apoyó en la puerta, y estudió sus dominios. Gwen le había ofrecido el
libre uso de su habitación y rezó para que estuviesen lejos al menos medio año. Anne
sospechaba que no sería tanto, pero aun así no tenía sentido no considerar la habitación
como suya durante el tiempo que la tuviese. Una vez que la tarea de desempacar
hubiese sido cumplida, podría dirigir su mente a otros asuntos.
A saber, cómo podría sobrevivir a una vida con Robin de Artane si él intentaba
pasar todo el tiempo en las lizas y después se preocuparía de por qué aparentemente
prefería el ejercicio con sus hombres a su compañía y lo que presagiaba esto para su
matrimonio con él.
Se alejó de la puerta y dirigió su mente hacia su tarea. Sus ropas habían sido
traídas y estaban encima de la cama. Le llevó poco tiempo colocarlas, ya que había
dejado muchas en Fenwyck. No tantas como a su padre le habría gustado, pero a pesar
de esto tenía unas pocas preciosas posesiones que podía llamar propias.
La ropas de Robin no eran muchas más. Anne abrió su saco y puso sus ropas en
el baúl de su padre, quien no tenía baratijas como estas. Se acercó para doblar la bolsa
de hilo tosco cuando se dio cuenta de que había algo más adentro. Se agachó y sacó
una caja de madera estropeada.
Se preguntó qué podría contener.
Su conciencia se debatía con su curiosidad. No debería mirar. Eran cosas
privadas de Robin, cosas que difícilmente querría que nadie examinase.
Pero por otro lado estas podrían arrojar alguna luz, algún indicio del contenido
de su corazón. ¿No era esta razón suficiente para manosearlas como una ladrona?
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vinieron a su mente. Dáselo todo a Miles, Padre. Dale el título, tus tierras, tu oro. Dáselo a tu
hijo carnal. Y ya que estamos, dale incluso a Anne.
¿Era esto realmente lo que él pensaba? Movió la cabeza, maravillándose de su
estupidez. Rhys no podía amar a un hijo más de lo que amaba a Robin. Ni podía un
hijo parecerse a su padre más de lo que Robin se parecía a Rhys. No estaba muy segura
de cómo había llegado a tal conclusión, pero no había la menor duda en su mente sobre
esto.
Movió la cabeza y puso el anillo a un lado. Quizás un día encontraría la
respuesta a este misterio, como lo haría Robin, y estaría en paz.
Acurrucada en el fondo de la caja había una pesada gema y Anne la reconoció
de inmediato. Rhys se la había dado a Robin, deseando que la montase en una espada.
Sin duda aquel regalo estaba allí por la misma razón que el anillo. Casi podía escuchar
a Robin diciendo.
Esto debe ir a un hijo carnal.
Anne miró por la ventana. ¿Podría Robin ser en verdad hijo de Rhys? Esto
significaría que Gwen y Rhys habían dormido juntos mientras Gwen estaba casada con
Alain de Ayre. ¿Cómo reaccionaría Robin si se enterase de que era el hijo bastardo de
Rhys? Por todos los santos, a ella no le gustaría ver el combate de gritos que tendría
lugar. No, quizás fuese mejor que se guardase sus sospechas para ella misma. Quizás el
mismo Rhys no lo supiese. Aunque no podía imaginar cómo podía dudarlo, Pero las
almas eran a menudo ciegas —Rhys y Robin eran ejemplos perfectos de un mismo ser.
Puso a un lado la piedra, leyó otro par de cartas de los padres de Robin y
entonces se detuvo. La última cosa que quedaba era algo envuelto en un trozo de tela.
Lentamente, desenvolvió la tela y contuvo la respiración.
Era un anillo. Anne lo puso a la luz. Era la piedra verde más hermosa que jamás
hubiese visto. El oro era tan limpio, que parecía plata.
Tenía la medida justa para la mano de una mujer.
Anne estuvo tentada a probárselo pero el sentimiento de justicia la puso entre la
espada y la pared.
¿Pero qué pasaría si se lo probaba y no le servía?
O peor, ¿y si le servía?
Cerró los dedos a su alrededor, lo llevó a su pecho y cerró los ojos. Por todos los
santos, esta había sido una mala idea. ¿Qué había estado pensando para meter la mano
en sus cosas? Se lo merecía. Nada bueno salía de escuchar a hurtadillas y ahora podía
añadir a esto hurgar en las cosas privadas de su marido. Era una tonta y se merecía el
dolor que se había causado a sí misma.
Con todo, ahora que había llevado las cosas tan lejos, no tenía sentido no
terminar con esto. Tomó el anillo y lo deslizó en su dedo, el dedo que debería lucir un
anillo de compromiso.
Era demasiado grande.
Pero no mucho. Mejor un poco grande que un poco pequeño, reconoció. ¿Si
fuese para ella, podría hacerse más grande o más pequeño con facilidad?
Una lástima que ella no supiese nada de orfebrería.
Antes de que pudiese profundizar en su estupidez, envolvió el anillo y colocó
todo en la caja como había estado antes —o lo más parecido a lo que recordaba. Quizás
si Robin pensase que se había entrometido, entonces le gritaría y podría interrogarlo.
Volvió a colocar las cintas cuidadosamente arriba de todo y encontró poco
consuelo en esto. Había guardado lo que ella le había dado. Por el momento esto era
suficiente para ella.
También se había casado con ella y había salvado su vida, y recientemente más
de una vez. Había muchas razones para tener cálidos sentimientos hacia él. Puso la caja
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en el baúl, cerró la tapa y se sentó sobre ella para considerar detenidamente los
acontecimientos de la mañana.
Robin probablemente se había sentido herido por las dudas de su padre. Ahora
que miraba hacia atrás sobre lo que él había dicho, no la había menospreciado.
Sospechaba que se sentía avergonzado por la reprimenda de su padre, especialmente
dado el hecho de que a Robin no se le había permitido explicarse. Podía haberse
tomado esto como una ofensa personal, y sólo podía imaginarse cómo lo habría
enfadado eso.
O herido.
Meditó este pensamiento durante un buen rato. Sí, quizás era así. Quizás sentía
que había sido ridiculizado frente a ella y esto le molestaba. El pensamiento de Robin
de Artane siendo ridiculizado por su causa era tan ridículo que sintió que sus mejillas
ardían. Ella difícilmente podía creer que estuviese considerando algo así. Por todos los
santos, era una inocentona. Su opinión probablemente no le importase a él. La de su
padre, sí, pero no la suya.
Repasó los acontecimientos de la pasada quincena y, sin embargo, tenía que
reconocer que debía sentir algún afecto hacia ella. Sospechaba que si hubiese estado
jugando con ella, la habría llevado a su cama, no habría pedido solamente un beso
virginal o dos.
Y luego estaba a tener en cuenta la boda. Anne suspiró profundamente.
Ciertamente no había sucedido como se había imaginado, aunque ahora se preguntaba
cómo podía haber imaginado algo más. Robin la había defendido, se había casado con
ella y le había pegado a su padre en la nariz, todo en rápida sucesión.
Sólo Robin podía haber hecho algo parecido.
Y estaba la mirada que él le había dirigido cuando la había depositado en la
recámara. Había sabido que él esperaba una respuesta de algún tipo acerca del lugar en
el que ella debería dormir, pero ni por su vida había tenido alguna para darle. Había
asumido que dormiría con él, aunque había evitado pensar en la consumación de su
matrimonio.
Frunció el ceño. ¿Es que él no tenía intención de hacer algo al respecto?
Suspiró y meneó la cabeza. No había nada más que hacer que ir a cenar.
Arrastrar a Robin de las lizas y esperar que las cosas se resolviesen por sí mismas con
el tiempo. Al haberse marchado todos, no tendrían a nadie que los distrajese. Podría
suceder que estuviesen tan desesperados por hablar con alguien que hablasen entre
ellos y entonces quién sabe lo que podría suceder.
Anne se levantó y abandonó la habitación. Se dirigió a cenar, agradeciéndole a
Gwen por haberle enseñado tan bien que la servidumbre la respetaría sin preguntas. Al
menos en este aspecto, tendría éxito como esposa de Robin.
Se puso su capa y se dirigió hacia las lizas. Estaba oscuro y llovía
abundantemente. Anne andaba con cuidado sobre el suelo resbaladizo, manteniendo
su falda elevada fuera del barro. Se había cambiado su vestido por uno menos
manchado de sangre y era prácticamente lo único que tenía para ponerse, a menos que
hurtase algo de Gwen.
Y entonces sin aviso, chocó con alguien.
Dio un brinco hacia atrás con un grito, sólo para encontrarse de frente ante
Edith de Sedgwick. Anne la miró sorprendida.
—¿Edith? —preguntó—¿Estás bien?
Edith solamente la miró de una manera perturbadora que hizo que Anne casi se
girase y saliese corriendo.
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La mujer estaba calada, como si hubiese estado bajo la lluvia durante toda la
tarde. Su cara estaba ojerosa, sus ojos vacíos y su capa torcida sobre los hombros. En
efecto, parecía como si hubiese sufrido una gran tragedia.
—¿Edith? —repitió Anne—¿Estás bien?
Edith se estremeció una vez, violentamente, entonces pestañeó y miró a Anne.
O miró a través de ella, mejor dicho.
Sin otra palabra, Edith la rodeó y se dirigió de vuelta hacia el gran salón. Anne
no esperó a ver y asegurarse si la otra mujer había llegado a su destino.
Se alzó la falda y se apresuró hacia las lizas tan rápidamente como pudo. Ojalá
Rhys y Gwen se hubiesen llevado a Edith con ellos.
Vio la luz de una antorcha en la distancia y sintió un gran alivió ante esta
visión. Le llevó poco tiempo unirse a Jason bajo un refugio de madera que descansaba
contra el lado interno de la pared de la muralla. Estaba temblando y la luz de la
antorcha parpadeaba como resultado. Él se inclinó ante ella.
—Mi señora —le dijo, enderezándose y frunciendo el ceño—. ¿Qué hacéis aquí
afuera con este tiempo?
Anne se sacudió la intranquilidad que Edith le había provocado. —¿Qué
piensas que estoy haciendo? —contestó con sequedad—. Alguien tiene que ir a
buscarlo para la cena —miró en la oscuridad—. ¿Dónde está?
Parecía como si todos los hombres hubiesen entrado, puesto que no había
ninguno allí. Y entonces divisó una figura corriendo a lo lejos, manteniéndose cerca de
la pared. Anne había visto a Robin correr de esta manera en más de una ocasión, pero
normalmente sólo después de haber terminado con sus hombres y cuando no quedaba
otro ejercicio por hacer. Pero generalmente en un suelo seco. Apenas podía creer que
estuviese haciendo una cosa así cuando las posibilidades de acabar con la cara en el
barro eran muy altas.
—No entrará —dijo Jason, sonando como si desease que Robin entrase.
Anne miró a Jason para descubrir que este parecía miserablemente incómodo, y
lucía como si su malestar no se debiese totalmente a la lluvia.
—¿Qué te aflige, Jason? —preguntó.
—Lo siento —dijo este dubitativamente—. Sé que no es cosa mía disculparme
en nombre de mi señor, pero él debería estar adentro con vos. Intenté hablarle de esto,
pero me golpeó la oreja con bastante vigor y me ordenó callar.
Anne miró a Jason un momento, entonces se giró para mirar a Robin
pensativamente. Un día antes se habría sentido terriblemente herida al pensar que él
preferiría estar en las lizas que a su lado. Probablemente lo habría maldecido y habría
endurecido su corazón o se habría retirado a su habitación y llorado.
Pero ahora las cosas eran diferentes. Había llegado a la cumbre de su corazón.
Sospechaba que Robin estaba haciendo esto para dejar atrás sus demonios.
Bien, él podía correr hasta que se desmoronase, pero eso no cambiaría nada.
Quizás con el tiempo se diera cuenta de ello, pero era algo que sólo él podía lograr.
Todo lo que ella podía hacer hasta entonces era mantenerlo alimentado de forma que
tuviese la fuerza suficiente para continuar corriendo.
Lo miró caminar alrededor de las lizas hacia ella y Jason. Llegó a una distancia
delante de ella, entonces se inclinó con las manos en los muslos y aspiró grandes
bocanadas de aire.
—¿Qué... haces... aquí? —resolló—. Encontrarás... la muerte.
Anne frunció los labios, sin impresionarse.
—Entra a comer.
Robin se irguió.
—No he... terminado.
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—Por el momento sí. Luego tienes permiso para volver, después de que te haya
visto alimentarte.
Él la miró, sus ojos inescrutables bajo la luz de la antorcha. El pelo le estaba
chorreando sobre los ojos y la capa se adhería a su cota de malla. Anne se preguntó si
NicholasNicolás había tenido razón y Robin podría oxidarse. Lo que sí sabía, sin
embargo, era que Robin parecía una rata ahogada y era él quien encontraría la muerte
si no entraba y se calentaba.
La otra cosa que notó fue que no estaba discutiendo con ella. Simplemente la
miraba como si no pudiese entender por qué estaba allí. ¿Estaba tan sorprendido de
que hubiese ido a buscarlo? Esto le hizo detenerse. Quizás era una imprudencia actuar
bajo su recién adquirido conocimiento de él. ¿Le iría mejor si actuase de forma
reservada? Movió la cabeza, preguntándose si quizás el estar allí afuera estaba
empezando a ablandar su sentido común. No debería echar mano de juegos tontos.
Trataría a Robin con respeto y cortesía. Si él en algún momento decidiese quitar el velo
a su corazón, ella lo aceptaría encantada.
Y si nunca lo hiciese, también lo aceptaría —aunque quizás no tan encantada.
Era suficiente el saber que había guardado sus cintas. La había cuidado durante
los pasados quince días. Se había casado con ella aquella mañana. Sospechaba que ni
incluso su padre habría podido obligarlo si él hubiese estado realmente determinado a
no hacerlo.
Pero no podía hacer el primer movimiento. Eso correspondía a Robin.
Él se retiró el pelo de la cara y frunció el ceño.
—Una pequeña comida. Después regresaré.
Y entonces, milagro de los milagros, le ofreció el brazo. Anne lo aceptó,
ignorando el agua que empezaba a encharcarse en su manga y la manera en que sus
zapatillas se hundían en el fango. Había conseguido una victoria y no tenía nada por lo
que quejarse.
—Una comida —Jason suspiró felizmente detrás de ellos.
Anne contuvo una sonrisa y siguió caminando.
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Capítulo 29
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Capítulo 30
3
Nota de la traductora: Palabra francesa que significa: Abuela
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Jason negó con la cabeza, suspiró y tiró hacia atrás el cubo. —No le gustará, mi
señora.
—Nunca les gusta, muchacho.
Jason cerró los ojos, dejó escapar una sentida plegaria, luego suspiró y dejó
volar el agua. Robin saltó a sus pies con un aullido. Joanna se encontró con el cubo
empujado a sus manos y Jason bajo la mesa antes de que pudiera protestar. Robin tenía
la espada desenvainada y parecía como si planeara matar a la primera persona sobre la
que clavara la vista. Pero ya que esa persona era ella, simplemente sonrió amablemente
hacia él.
—Buena mañana para ti, nieto —dijo, dejando el cubo sobre la mesa.
Él se quedó de pie allí y balbuceó durante varios momentos, entonces al parecer
empezó a comprender. Vio luchar su furia contra su respeto hacia ella. Era muy
gracioso e hizo todo lo posible para no reírse de él. Finalmente, Robin se tragó su ira y
le hizo una baja reverencia.
—Abuela —dijo—. Perdóname por no estar en plena forma esta mañana para
saludarte.
Ella agitó una mano para alejar sus palabras.
—No pasa nada, Robin, mi amor.
—Qué encantador que me visites —prosiguió él.
—No estoy aquí para holgazanear sin un propósito —dijo ella—. He venido
para trabajar.
—¿Trabajar? —repitió él con horror—. ¿Tú?
—Sí —dijo ella con calma—. Tengo una tarea que ver cumplida.
—¿Y es?
Ella ondeó una mano expansivamente a la pequeña multitud detrás de ella.
—Bueno, tu civilización, desde luego.
Robin se quedó sin habla. Joanna sonrió satisfecha.
Quizás no sería tan difícil como temía.
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Capítulo 31
Robin estaba de pie detrás de la mesa de su padre y observaba con horror a los
hombres que ahora llenaban el salón de su padre. Juglares y otras variedaded de tipos
artísticos, todos ellos. Si Robin no hubiera estado tan cansado, habría escapado a los
aposentos de su padre y se habría encerrado dentro durante todo lo que durara
aquello. Ni siquiera un hombre de valor leal podría afrontar aquel populacho y no
sentirse un poco ansioso.
—Ah —dijo su abuela con satisfacción—ahí está tu dama. ¿Anne, querida mía,
qué tal te va?
Robin miró a su izquierda para ver a Anne bajar el último par de escalones y
entrar en el gran salón. Distraídamente se preguntó de cuanta de aquella locura actual
habría sido privada Anne. Y comprendió en un instante lo ridículo que parecía él, allí
de pie, empapado y boquiabierto.
—Lady Joanna —dijo Anne, rodeando la mesa y tomando las manos de su
abuela—. Qué encantador veros. Ya veo que trajisteis a vuestros cortesanos.
Joanna rió.
—Adulas a esta anciana, amor. Apenas celebro audiencias, pero sabes que no
puedo estar lejos de mis pequeños placeres durante mucho tiempo.
—Estoy segura de que nosotros también disfrutaremos de ellos —dijo Anne.
Sin duda, pensó Robin con amargura. Anne no era la única a la que Joanna
tenía la intención de atormentar con aquellos palurdos. Bien podía imaginarse lo que
su abuela tenía en mente para él, ya que había pasado una gran cantidad de tiempo en
su salón y había visto lo que allí sucedía. Pero que lo condenaran si ella lo iba a
convertir en uno de esos pavos reales perfumados que se pavoneaban ante él en esos
momentos.
Aunque tenía la sensación, juzgando por la mirada en los ojos de su abuela, que
eso era precisamente lo que tenía en mente.
Sospechaba que acababa de perder el control de su propio destino.
—Necesitaréis unos aposentos —dijo Anne—. Sois bienvenida a tomar el mejor
de Lord Rhys, desde luego...
—No lo es —dijo Robin, girando para mirar a Anne con asombro. Se giró para
mirar a su abuela. —La recámara de las muchachas está en estupendo estado.
Joanna sólo agitó una mano despreocupadamente.
—Como desees, Robin. Podremos arreglárnoslas. ¿Quizás tienes cosas de las
que ocuparte?
Robin sintió su penetrante mirada recorriéndolo de la cabeza a los pies. Él le
frunció el ceño. ¡Por todos los santos, él no era el único que se había empapado!
—Necesito entrenar —dijo Robin.
—¿No acabas de terminar de entrenar? —preguntó Joanna.
Robin frunció el ceño. Su abuela lo tendría arrinconado si no tenía cuidado. —
Un hombre no puede entrenarse demasiado —dijo firmemente. Su abuela difícilmente
podría discutirle eso.
—Seguramente —dijo su abuela igual de firme—hay muchas cosas de las que
debes ocuparte dentro del salón. Aunque sin duda sabrás mucho más que yo sobre el
funcionamiento de los trabajos de los varones.
Robin resopló antes de que pudiera evitarlo. Su abuela había podido manejar
sola Segrave durante una veintena de años, y había logrado mantenerse libre de varios
pretendientes que la consideraban una viuda y un buen premio. Demonios,
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Si fueses mía
probablemente podría controlar el reino entero sin sudar. Con casi unas tres veintenas
de años, era una mujer formidable con una voluntad de hierro.
Pero después de todo, Robin era su nieto y una buena cantidad de aquella
astuta sangre fluía también por sus venas. Se inclinó en la mesa y le dedicó su sonrisa
más encantadora. No la usaba mucho, pero sabía que era eficaz.
—Al menos debería ocuparme de mis hombres —le dijo—. No te descuidaré,
Abuela.
—Eso no me preocupa —dijo ella, inclinándose a su lado de la mesa y poniendo
su aún muy hermoso rostro cerca del suyo. Bajó la voz hasta que fue un susurro—.
¿Estás recién casado, no, muchacho?
Él le frunció el ceño.
—Es un matrimonio cargado de complicaciones, mi señora.
—Entonces será mejor que empieces a desenredarlos inmediatamente, ¿no
crees?
—Cuando pienso, Abuela, siempre me meto en problemas.
Su abuela rió, le pasó su brazo alrededor del cuello y lo besó en la mejilla.
—Ah, Robin, mi amor, te he echado de menos. Ve a dedicarte a tus juegos,
luego ven a complacerme con un poco de conversación. Veo que tenemos mucho de
que hablar.
Y pudo ver por el destello decidido en sus ojos —aparte de sus palabras
dulces—que en el mejor de los casos su indulto sería efímero. Entonces le gruñó,
clavando en el sitio a su hacendado con una mirada acerada, luego comenzó a rodear
la mesa.
Sólo para encontrarse cara a cara con su novia.
No era que hubiese olvidado que ella estaba allí. Era, bueno, que había olvidado
que ella era suya. Todavía allí parado como un tonto y mirándola boquiabierto, se
preguntó como podría haber perdido de vista tal cosa.
Ella parecía desagradablemente bien descansada. Hasta serena. Seguramente no
parecía una doncella que hubiese pasado su noche de bodas sola, sollozando en su
almohada debido a ello.
—¿Domiste bien? —preguntó, porque no pudo pensar en nada más que decir.
—Bastante bien —contestó ella, alzando la vista solemnemente hacia él—. Tú,
mi señor, todavía tienes señales de la mesa en tu mejilla.
Él trató de encontrar una explicación.
—No quise despertarte —dijo, sintiéndose muy despejado, a pesar de la
cantidad de sueño que había tenido.
Anne sólo sonrió en respuesta, una sonrisa pequeña y gentil.
—Tendré la comida lista para ti después de que hayas terminado en las lizas, si
te parece bien.
Robin la miró con el ceño fruncido. ¿Ella procuraba alimentarlo hasta la
muerte?, distraídamente se preguntó por qué no le gritaba por haberla dejado sola. A
no ser que, desde luego, estuviera aliviada por eso. Aunque no parecía... aliviada.
Parecía, bueno, serena.
Era suficiente para hacerle chirriar los dientes.
Una comida de su señora, y luego soportar las torturas de su abuela. No era un
día que esperara con anticipación. Quizás sería mejor que se ocultara en la cama.
Pero no, Anne iría a buscarlo. Por lo que sabía, los juglares de su abuela
también irían a buscarlo y no estaba seguro de poder soportar esa humillación.
Las lizas. Se adhirió a ese pensamiento con sus últimos fragmentos de dignidad.
Gruñó a su señora cuando dejaba su lado y se alejaba. Oyó a Jason en el pasillo detrás
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de él. La marea de artistas de Joanna se dispersó ante él como frágiles hojas puestas a
volar ante un viento feroz.
—Ah, Anne, mi amor, que bueno verte —llegó flotando detrás de él y Robin
suprimió un estremecimiento. Sólo los santos sabían qué estragos provocaría su abuela
sobre su esposa.
Hizo una pausa en la puerta, preguntándose si quizás debería separarlas esa
mañana. Echó un vistazo sobre su hombro y maldijo. Demasiado tarde. Su abuela ya
había atrapado a su esposa y la arrastraba hacia la escalera. No tenía dudas de que
levantarían barricadas en uno de los aposentos para sólo los santos sabían qué tipo de
conversación. Se acarició la barbilla pensativamente. Con algo de suerte, sería una
conversación que lo incluiría él. Favorablemente.
O tal vez no.
Podía tener la mano de Anne, era verdad, pero no estaba seguro de que tuviera
su corazón.
¿Era demasiado tarde para ganárselo?
Miró a su alrededor, a los supuestos maestros de varias artes, y se encontró
frunciendo el ceño a su pesar. ¿Debía dejarse ayudar por estos? Pavos reales, todos
ellos.
Abandonó el salón antes de que les hiciera cualquier daño. Después de todo,
ellos podían tener una sugerencia o dos que él podría usar. Era posible. Pero dudaba
que fuera muy probable.
Entre una cosa y otra, se hizo por la tarde antes de que lograra conseguir entrar
al salón otra vez. Acababan de hacerse los preparativos para la cena y Robin tenía
ganas de una comida caliente. Ciertamente olía bien. Quizás uno de los chavales de su
abuela había trabajado duramente. Robin siguió su nariz, que le condujo en camino
recto hacia la cocina, sólo para encontrar su camino bloqueado por la gran figura de un
hombre que sostenía un instrumento de cocina de alguna clase como si tuviera la
intención de hacer daño con él. Robin se detuvo y cruzó los brazos sobre su pecho en
su postura más intimidatoria.
—Muévete —dijo sin preámbulos.
El cocinero se erizó.
—La señora Joanna ordenó que os encontréis con ella en los aposentos del
señor.
Robin frunció los labios, pero decidió que era injusto reducir a un hombre que
tenía tan buena opinión de una cuchara de madera, y probablemente la manejaba con
el mismo entusiasmo. ¿Quién sabía lo que encontraría en su lugar si ofendía al
hombre? Sabía de almas que recibían porciones muy desagradables en la mesa de su
abuela por nada más que una mirada recelosa. ¿Quién sabía que tipos de exquisiteces
repugnantes podía llevarle a la mesa?
Así que Robin, quien nunca retrocedía de una batalla o se dejaba intimidar por
otra alma, se alejó y se dio por vencido. No podría hacer más por su pobre vientre.
Caminó hacia los aposentos de su padre, suspirando pesadamente con cada
pocos pasos. Hizo una pausa ante la puerta, suspiró y rezó por que pudiera controlar
su carácter. Sospechaba que aun cuando se hubiera abstenido de matar al cocinero de
su abuela, no tendría la cuenta a su favor si diezmara al resto de su séquito.
Abrió la puerta y echó una ojeada dentro.
Aquello era peor de lo que había temido.
Su padre habría estado deshecho si hubiese visto aquello. Cada superficie
disponible estaba cubierta con ropas, chucherías o con los artistas de su abuela. Y, peor
aún, todos los ojos se giraron en su dirección.
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Robin jugó con la idea de escapar, pero sospechó que las delicadas almas ante él
eran sin duda muy raudas de pies. La humillación de sre perseguido por los juglares
de su abuela era más de lo que Robin podía pensar. Así que respiró profundamente,
soltó despacio el aire y luego entró en la recámara.
La puerta fue cerrada detrás de él y el cerrojo echado. Inmediatamente.
—Ah, Robin, —dijo su abuela, sonriendo de una forma que creía sería una
sonrisa desarmadora—. Hemos estado esperando tu llegada ansiosamente.
—Sin duda —dijo Robin tan severamente como le fue posible. Mejor comenzar
como tenía la intención terminar, conservando algún fragmento de dignidad.
—Nuestra primera tarea —siguió ella en tono agradable—, es cuidar de que
estés correctamente cepillado y vestido. —Hizo gestos expansivamente hacia una tina
colocada ante el hogar. —Allí, si no te importa.
Robin se quejó, pero no discutió. Había poco daño en ser encontrado en una
bañera de vez en cuando, a pesar de lo que unos pensaran del peligro de empaparse en
agua. Y Robin tenía que admitir que había algo casi consolador en que su abuela le
lavara el pelo —algo que estaba seguro de que ella no había hecho en años.
Pero una vez que su cabeza estuvo sin el jabón y se había sacudido el agua de
sus oídos, notó los murmullos directamente detrás de él.
—Dijo que se lo cortáramos.
—No, —dijo otro pensativamente, —es un pelo agradable.
—Aunque demasiado largo para lo que se estila.
—Quizás podría ser recortado aquí y allí, —ofreció el otro.
—No, corta una buena cantidad, —insistió el primero. —¿No estáis de acuerdo,
mi señora?
—Lo dejo a tu maestría, Reynaud, —dijo Joanna alegremente. —Muchachos,
preparaos para dominarlo si pelea.
Robin luchó por girarse y detener a sus asaltantes con una mirada.
—No quiero que me corten el pelo.
Los tres lo miraron como si fuera una clase nueva de bicho que debía ser
erradicado o afrontar una vida de miseria si no.
—Cortadlo, —ordenó Joanna.
—¡Me gusta largo! —exclamó Robin.
Uno de los tres se acercó a él con un cuchillo y Robin miró alrededor
desesperadamente en busca de un arma. Tuvo un vistazo de su equipo, seguramente
metido detrás de la delgada forma de su abuela. Y luego se encontró rodeado por un
grupo de hombres que probablemente podría haber despachados sólo con sus manos
desnudas.
Entonces otra vez, a lo mejor no. Los miró y encontró en el grupo un chaval o
dos con un destello en sus ojos que hablaba de mucho tiempo pasado en sitios mucho
menos civilizados que el gran salón de Segrave. Robin se hundió de vuelta a la tina
agazapándose receloso.
—Muy bien, entonces, —dijo. —Pero no tendré mi cabeza desnuda como lo
tienen esos tontos del tribunal. —agarró los lados de la tina. —No demasiado corto—
repitió.
El cuchillo comenzó su asqueroso trabajo y Robin cerró sus ojos. No había
sentido en mirar su pobre pelo caer sobre él en montones ignominiosos.
Después de que aquella tortura estuviera terminada, se le ordenó que se
levantara. No se atrevió a tocar su cabeza por miedo a que no encontrara nada ya.
Entonces se secó, luego se le permitió vestirse. La ropa era fina, hasta él tuvo que
admitirlo, aunque lo hizo de la manera más severa posible. No había ningún sentido en
permitir que su abuela pensara que podría hacer con él como le placiera.
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Pero entonces algún palurdo u otro se acercó a él con calzado. Robin miró
boquiabierto las punteras de los finos zapatos.
—¿Qué es ese asqueroso saliente? —exigió, señalándolo a la vez con un
tembloroso dedo.
—La última moda en París, —dijo el portador del zapato, acariciando la puntera
del zapato con un entusiasta suspiro. —¿Encantador, verdad?
Era sin una duda la cosa más tonta que Robin nunca hubiese visto y apenas
podría creer que aquellos mentecatos quisieran que llevara algo como eso en sus pies.
Los suyos eran los pies de un hombre que exigían botas que pudieran resistir el fango y
el estiércol y todos los tipos de elementos. Sinceramente dudaba que pudiera cruzar
juncos con aquellos sin caerse inmediatamente sobre su trasero. ¡Y, considerando su
última suerte, probablemente se empalaría el ojo en la punta de su zapato en el
proceso!
—Absolutamente no, —dijo Robin, cruzándose de brazos.
Varias dagas aparecieron de las voluminosas mangas y su abuela se aclaró su
garganta significativamente.
—Maldita sea, —gruñó Robin mientras rendía sus pies a una humillación a la
que nunca antes habían tenido que soportar. Aquello no presagiaba nada bueno para el
resto de la tarde.
Pero cuando dos costureras se materializaron de la muchedumbre y vinieron
hacia él con chucherías, agujas e hilo, Robin supo que había llegado el momento de
hacer algo.
—No vais a… —le dijo a las dos mujeres, dirigiéndoles su mirada más
formidable, —unir eso a mi ropa. Absolutamente no. Nunca. Me niego y me opongo.
—Atadlo, —dijo su abuela con un suspiro.
—¿Qué? —chilló Robin. Se escuchó a sí mismo y apenas pudo creer que el
sonido saliese de él. Él nunca chillaba. Él bramaba. Gruñía. Ordenaba legiones sólo con
un mero grito. Pero mirar aquellos zapatos puntiagudos y el pelo esquilado lo habían
reducido.
Y entonces, antes de que pudiera reconciliarse con el hecho de que su abuela de
verdad había hablado en serio, se encontró dominado, abrumado y vencido. La ola de
humanidad retrocedió y Robin se encontró en una silla. Atado, en realidad, y
completamente incapaz de moverse. Miró airadamente a su abuela.
—Si crees que...
—Creo que deseas ganarte a tu señora —dijo su abuela secamente —y debemos
ayudarte a hacerlo. Cuanto más pronto aprendas tus lecciones, más pronto ella será
tuya. ¿No es eso lo qué quieres?
Robin frunció el ceño, pero no dijo nada. Asintió cortamente hacia su abuela y
cerró los ojos cuando sintió que su ropa estaba siendo atacada. Quizás ella tenía razón
y lo que necesitaba para ganar a Anne era un poco de civilización. Quizás si ella lo veía
vestido como un fino Lord, le tomaría el gusto. Asumiendo que no se riera para sus
adentros primero.
—Ahora plumas, —instruyó Joanna. —Y no seáis tímidas, señoras. Tiene
demasiado aspecto arrogante que compensar.
Robin gruñó una maldición, pero fue todo lo que pudo hacer.
Sólo los santos sabían lo que pensaría Anne cuando lo viera.
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Capítulo 32
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—¿Milady?
—Nada, —respondió Anne. —Estoy alterada.
—Caminaré de regreso con vos…
Anne levantó su mano.
—No, Edith, pero te agradezco profundamente tu oferta. No desearía
interrumpir tus asuntos aquí.
Y con eso, se movió lo más rápido posible a la puerta y afuera, hacia el aire
fresco. Una vez allí, levantó su cara y miró al cielo de la tarde.
Por los santos, no confiaba en esa mujer.
—¿Lady Anne?
Anne parpadeó, entonces vio a Jason parado detrás de ella. Sonrió de alivio.
Ahora que Jason estaba allí, todo estaría bien. Anne tomó su brazo.
—Los Santos sean loados, —dijo con sentimiento mientras caminaban
lentamente. —Tenías que haber venido hace horas mientras que yo estaba cautiva en la
solana.
—¿Cautiva, mi señora?
—Joanna me orderno quedarme quieta hasta que terminara su trabajo con tu
maestro. Juro que si tengo que poner otra puntada en una túnica, me habría vuelto
loca. Fue hace poco que pude escaparme.
Jason se aclaró su garganta, un sonido que incomodó los oídos de Anne.
—Yo diría, mi señora, que mi señor tiene el mismo sentimiento.
Anne lo miró y sonrió.
—¿Una tarde difícil para él?
—Si aparece para la cena, será casi un pequeño milagro, —predijo Jason.
—¿Que podría haber hecho con él señora Joanna?—pregunto Anne con
sorpresa.
—No podría comenzar a describirlo, —dijo Jason. —Dejaré que vos misma
veaís los resultados.
Anne mantuvo su curiosidad bajo control y ascendió las escaleras
cuidadosamente hacia el gran salón. Miró sus pies mientras cruzaba al hogar para no
tropezar y jalar a Jason con ella en su caída. Jason se detuvo y ella paró con él. Ella alzó
su mano.
Era todo lo que podía hacer para no jadear.
Bien, era ciertamente Robin, pero era un Robin que nunca había visto antes.
Ahora entendía lo que Jason había querido decir con lo de las puntadas en la túnica.
Nunca en su vida había visto una camisa tan adornada con botones, cintas y,
difícilmente podía creerlo, plumas. Anne bajó su mirada y se maravilló con los dedos
de sus pies acentuados por sus zapatos. Apenas podía creer que Joanna lo hubiese
convencido para ponérselos. Subió su mirada más allá de las calzas, regresó a la
adornada túnica y subiró para encontrarse con el ceño de Robin. No pudo discernir si
estaba resignado o furioso. Sospechaba que un poco de ambos.
Entonces estaba su pelo. Era substancialmente mas corto, y Robin
continuamente tiraba de él, como si haciéndolo pudiese restaurar algo de su longitud.
Una cosa que consguía era revelar sus orejas, que ella nunca había visto.
Eran, tuvo que admitir con una inspección más cercana, orejas que quizás
estuviesen mejor debajo del pelo. Se parecían mucho a las de su madre, y esas
protuberancias iban a ser su perdición.
Y entonces la revelación más alarmante la golpeó.
El la estaba cortejando.
Su abuela había organizado con gran detalle sus planes para civilizar a Robin,
una vez que había empujado y presionado lo suficiente para entender que Anne no
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estaba rogando por una anulación. Anne había escuchado cortésmente, que
ciertamente Robin nunca jamás hubiese permitido que lo vistiesen como un señor de la
corte.
Aun así lo había hecho.
Por ella.
Anne sintió deseos de reír, pero desaparecieron ante peligroso destello de sus
ojos. Sospechaba que si incluso de se acercase a cualquier expresión de gozo, nunca
sería perdonada por ello. Entonces puso la más seria de sus miradas y se movió para
quedar parada cerca de él.
Y entonces Anne estornudó.
La mirada de irritación de Robin había cambiado a una de débil alarma. Ella lo
vió olfatear ansioso su persona. Él arrugó su nariz ante lo que había encontrado, pero
se encogió de hombros y no hizo caso. Se giró hacia ella e hizo una ligera reverencía
enviando otra ráfaga de perfume en su dirección.
Ella estornudo tres veces rápidamente, en una sucesión incomoda.
—Hay algo en el hogar, —dijo rápidamente, agitando su mano delante de su
cara. —Mala madera.
La mirada de consternación de Robin no disminuyó mucho, pero por lo menos
no volvió a olfatearse.
Y entonces el salón empezó a llenarse de caballeros de la guarnición y otros
como ellos que venían a tomar algo de su comida de la tarde. Anne los vió echar un
vistazo a Robin y rezó, por su bien, que no se rieran.
Los hombres de Robin, quienes habían sido entrenados muy bien o estaban tan
endurecidos por la luche que no se sorprendían por nada, marcharon y tomaron sus
lugares felizmente en una de las mesas más cercanas. Los hombres de Rhys, que o bien
estaban menos bien entrenados en mantener sus pensamientos para si mismos o había
entrado sólo para un servicio anual, pararon tan de repente en mitad de salón que
formaron un nudo de hombres, tratando de mantener de pies.
La expresión de Robin se oscureció considerablemente.
El enorme grupo se giró con una sonrisa en algunas caras y Anne tuvo la
cesación de que esos hombres pagarían gustosamente por su diversión a las expensas
de Robin. Robin le dirigió un seco movimiento de cabeza antes de cruzar de una
zancada las esteras de juncos y detenerse a la distancia de una mano ante el hombre
principal.
—¿Algo te divierte?—exigió Robin.
—No, mi señor, —dijo el hombre, pero fracasó en borrar la sonrisa
completamente de su rostro.
Robin miró al resto de los hombres congregados allí.
—¿Alguien más incapaz de reprimir sus risitas? Ah, veo unos pocos chicos aquí
que encuentran algo que les haga gracia.
—Las plumas en vuestra túnica, mi señor, —dijo uno de los hombres con una
carcajada.
Robin encontró al hombre, puso su brazo alrededor de sus hombros y lo guió a
la mesa más baja. Llamó por señas a los otros hombres y les ordenó que se sentasen.
Anne se sorprendió con un estremecimiento.
—Disfrutad de vuestra comida, —dijo Robin, palmeando el hombro del primer
hombre sentado. —Luego encontraos conmigo en las lizas.
Hubo un pequeño coro de síes. Robin caminó de regreso al hogar con una
sonrisa satisfecha en el rostro. Le hizo a Anne una ligera reverencia.
—¿Milady?
Ella apenas podía contener su sorpresa.
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Robin tomó un trapo que cubría la mesa, limpió el borde del cáliz y empezó a
limpiar el resto.
—Mejor borro todo rastro mío —gruñó. Entonces se la ofreció a Anne con el
ceño fruncido. —Para que sólo ahora esta copa es apta para que tú, mi señora, puedas
beber. —
Anne levantó la copa hasta sus labios, entonces no pudo controlar el fuerte
estornudo que dejó en la copa. Robin frunció sus labios hacia ella, entonces miró a su
abuela.
—¿Ahora que, oh, la más sabia de las consejeras?
Una fuerte palmada cayó en su cabeza dejándolo encorvando sobre su
escudilla. Anne no podía culparlo. Entre el perfume que emanaba de su persona y las
plumas que parecían sobresalir sus hombros y flotar bajo la nariz de Anne, era todo lo
que podía hacer para alejar cualquier cosa de todos sus estornudos. Tenía que admitir
que el final de la comida llegó con alivio. Robin parecía a punto de estallar. Empujó su
silla hacia atrás sin vacilación en el momento en que se le permitió.
—¡Jason!—gritó. —¡Mis botas!
Se levantó, rasgó la túnica que usaba, dispersando las plumas, botones y un
surtido de otras baratijas a través de la mesa y el piso. Varios del séquito de Joanna
jadearon de terror y se acercaron con prisas a rescatar su trabajo. Robin se sentó, se
sacó de un tirón sus zapatos y los arrojó a través del gran salón. Anne habría podido
jurar que uno de los chicos de Joanna empezaba a sollozar.
Robin se levantó con un sonido decidido de su garganta. El encargo fue traído y
ejecutado. Giró y Anne encontró su mano agarrada en la suya. Robin se inclinó,
entonces se detuvo por la mano de su abuela en su hombro.
—No la beses, —dijo.
Robin giró y la miró.
—¿Que?
—¿No es así, Stephen?—preguntó Joanna a uno de los muchachos.
—Sí, mi señora, —dijo Stephen, saltando entusiastamente. —Es algo nuevo en
la corte, pero es una idea muy bien pensada, a mi parecer. El caballero se inclina sobre
la mano de la dama y finge como si la besara. Deja menos babas en sus dedos, lo que le
deja a la dama su sabor antes de que él pueda proseguir su juego con ella.
La quijada de Robin se había quedado floja.
—¿Qué sentido tiene eso?
—Es todo un arte mi señor. El arte de cortejar.
Robin lo miró, entonces miró a Anne. Ella jamás había visto una expresión más
perpleja en su rostro.
—Está tarado, —dijo, entonces soltó la mano de Anne y se movió hacia atrás.
Miró a Stephen. —Me voy a las lizas donde cuando un hombre viene a ti con una hoja
afilada, ¡significa exactamente eso! Por los santos, no entiendo este asunto del cortejo
Y con eso, saltó de la mesa y cruzó a zancadas el gran salón.
—Fuera, —dijo a sus previamente seleccionados entretenimientos. —Tengo
asuntos con vosotrs fuera. En las lizas, —gritó a su abuela significativamente sobre el
hombre. —¡Donde los hombres son hombres y hacen cosas de hombres!
La puerta se cerró de golpe detrás de Robin para ser abierta poco después
mentos entusiastamente por los hombres que lo había seguido fuera. Anne los miró,
entonces mirí a Stephen y Joanna que estaban moviendo sus cabezas.
—Puedo manejar una espada, —protestó Stephen. —y muy bien, si puedo
decirlo.
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—Por supuesto que puedes, —dijo Joanna. —Simplemente has elegido gastar
tus energías en estudiar los mejores puntos de los modales corteses. No hay nada de
que avergonzarse en eso. —
—¡Mirad lo que le ha hecho a la túnica!—dijo uno de los sastres de Joanna,
sosteniendo la prenda maltratada.
—¡Y los zapatos!—dijo el encargado del calzado totalmente con gran angustia.
—¡Me ha dado entre los ojos con estos!
—Es un bárbaro, —dijo otro hombre con un estremecimiento.
—Sí, —dijo Anne felizmente.
—Nunca lo será, —dijo Joanna con desaprobación. —Tendremos que trabajar
en él otra vez mañana, mis amigos. Una buena noche de descanso y a levantarse
temprano mañana antes de que se escape a los santos sabrán donde.
—Nunca accederá otra vez, —Dijo un hombre, un hombre que ostentaba un ojo
verdaderamente hinchado.
Anne sólo podía asumir que había intentado dominar a Robin desde el primer
momento.
—Lo hará, —dijo Joanna, mirando a Anne. —Si quiere el premio, lo hará.
Anne negó con la cabeza mientras se excusaba y subió las escaleras a la alcoba
de Rhys y Gwen. Su alcoba, supuso, aunque ciertamente eso no significaba que fuera
sólo suya. Probablemente Robin había tenido bastante civilización durante lo que le
quedaba de vida y ella sólo hubiera estado sorprendida si lo hubiera visto en cualquier
otro lugar además de en las lizas.
Pero mientras se preparaba para la cama, no pudo detener un estornudo final ni
una sonrisa por los esfuerzos que Robin había hecho aquel día.
Con plumas y botones incluso.
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Capítulo 33
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satisfecho a Robin enormemente. Había sabido por uno de los hombres de su padre
que Baldwin había salido hacia un punto desconocido la noche antes, lo cual
probablemente le hubiera dado a él un descanso. Pero Baldwin era como el olor de la
sentina, siempre presente y solamente desapareciendo lo suficiente para tomar a uno
desprevenido cuando vuelve en su completa gloria. Robin sospechaba que su primo
aparecería nuevamente dentro del torreón bastante pronto. Por ahora, Robin
simplemente gozó de aquel respiro.
Desafortunadamente, su respiro de la tortura de su abuela había acabado. No
había forma de evitar lo que quisiera que él hiciera. Caminó penosamente de nuevo al
torreón inexorablemente, preguntándose cómo le iría con sus lecciones de baile. Robin
había bailado en una ocasión o dos, pero nunca había sido un acontecimiento
agradable para él o las señoras que lo habían tenido de compañero. Quizás había
heredado los pies de patoso de su abuelo. Joanna estaba al final de la escalera que
conducía hacia el gran salón, golpeando su pie impacientemente.
—No me he retrasado—gruñó Robin.
Ella le concedió una sonrisa.
—En realidad, no. Sólo estaba preparando mis pies para una vigorosa lección
hoy.
—Mis pies se encontrarían más felices apoyados en una mesa donde podrían
gozar de la música sin tener que participar.
Joanna tomó su brazo y lo condujo dentro del salón.
—Nunca sientas miedo, nieto. Tus pies descubriran el baile muy a su gusto.
Primero, creo que debemos poner a tus pies en algo más apropiado para bailar. Unos
pies calzados en botas nunca hicieron feliz a una doncella.
Él la miró con el ceño fruncido. ¿Había ella inventado esa declaración diabólica,
o era algo que pasaba de generación en generación de mujeres empeñadas en torturar a
sus hombres con tales comportamientos frívolos? Incluso él, pensó, podía ver la lógica
en ello. Mejor pisar los pies de Anne con algo que no fueran sus botas. Robin se
encontró conducido cerca del hogar donde lo empujaron hacia una silla, sus botas
quitadas y reemplazados por unas zapatillas ligeras.
—Zapatos de bailes, —susurró con entusiasmo uno de los pavos reales de su
abuela
—Perfecto, —murmuró Robin en voz baja. De hecho, murmuró varias cosas
mientras el pequeño grupo de su abuela templaba sus instrumentos y hacía lo que
cualesquiera juglar haría para prepararse para un caluroso asalto a la tortura. Robin no
tenía ningún talento musical, mucho menos oído para ello, de manera que todo le
sonaba a chirridos.
Echó una mirada al gran salón y se sintió algo aliviado al encontrarlo vacío.
Bueno, excepto por el séquito de su abuela.
Pero no había criados, ningun soldado para ver su humillación.
Levantó una ceja. Quizás le había dado a su abuela demasiado poco crédito.
Ella podría estar empeñada a humillarlo en privado, pero por lo menos había hecho
un pequeño esfuerzo de salvar su orgullo en público...
Y entonces su abuela aclaró su garganta.
Los músicos cesaron y todos los ojos se volvieron hacia ella. Robin también la
miró. Sabía que probablemente le tiraría de la oreja si no lo hacía. Ella gesticuló hacia
un grupo de almas cerca del centro de la pista del gran salón.
—Fíjate en tu maestro de baile, —dijo. —Wulfgar.
La manada se abrió. Robin sintió que se le aflojaba la mandíbula. Apenas podía
creer lo que estaba viendo. El hombre que estaba parado allí haciendo crujir sus
nudillos entusiastamente, era más alto que Robin, media cabeza sin ninguna duda, y
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quizás incluso más ancho de pecho y de brazos. Parecía más apropiado para levantar a
caballeros por encima de su cabeza y mandarlos a gran distancias que para hacer
cabriolas con la música.
—Por supuesto, espera contar con tu total cooperación, —dijo Joanna feliz.
Robin se levantó con un suspiro. Podría seguir al hombre, por supuesto, no
tenía ninguna duda de su propia habilidad. Pero sería un asunto sucio y habría mucho
que limpiar luego del piso del salón. Además, si un patán de ese tamaño podía
aprender a bailar, quizás Robin también
Se encontró desarmado repentinamente y se dejó hacer. Después cruzó el gran
salón, dobló sus brazos a través de su pecho y dio a su profesor de baile su mirada más
formidable.
—Vamos por ello, —ordenó.
El hombre le hizo una reverencia.
—Como vos deseeis, mi señor. Y como podeis ver, si yo puedo moverme de
forma tan agraciada, vos deberías ser igualmente capaz.
—Esos son mis mismos pensamientos.
—Pensad en ello como en una batalla, mi señor, —Wulfgar continuó con una
voz grave que sonaba más acostumbrada a gritar órdenes que dar instrucciones de
pasos suavemente —y pensad en su cuerpo como vuestra tropa.
Robin se frotó ligeramente la barbilla. ¿Guerra? Sí, eso era algo que él podía
entender.
—Su meta, mi señor, es franquear el campo de batalla tan delicadamente como
sea posible, guardar a vuestra señora mientras lo hacéis, y alcanzar vuestra meta.
—¿Que sería el final de la canción?—preguntó Robin.
Wulfgar rió, con una risa calurosa que hizo que Robin pensara en jarras de
cerveza inglesa compartidas en las posadas ubicadas a los costados del camino después
de un exitoso sitio. Se sintió inmediatamente tranquilo y cómodo e incluso se animó a
sonreír.
—Sí, mi señor, —dijo Wulfgar. —Así es. Ahora, comencemos.
Bien, por lo menos no le requirieron estrechar las manos con el hombre como
si hubieran sido amantes. Wulfgar mantuvo una perfecta distancia de seguridad
mientras demostraba a Robin lo que necesitaba hacer. Incluso así, Robin sospechó que
sería una tarde muy larga. Pero él no era ningún cobarde. Y si Wulfgar el grande podía
hacerlo, él también podría. Aunque tuvo que admitir, una vez hicieron un descanso,
que aquel asunto del baile era mucho más difícil de hacer correctamente de lo que se
había atrevido a creer. Estaba parado allí, jadeando, su cabeza le daba vueltas con
estrategias de bailes, patrones y tácticas.
Por todos los santos, era bastante para dar a un hombre dolor de cabeza. Por no
mencionar sus pies. Robin caminó cautelosamente hasta la mesa para echar solamente
una vista que trajo simultáneamente un rubor a su cara y una frialdad a sus venas.
Anne estaba sentaba en el último escalón inferior, sus codos apoyados en sus rodillas,
su barbilla en sus puños, mirándolo. Robin se quedó mortalmente quieto. ¿Cuanto
tiempo había estado observándolo? No estaba seguro de si gritarle o preguntarle si ella
creía que era habilidoso. Cerró fuertemente su boca y la miró ceñudo. Y entonces otro
pensamiento se le ocurrió. ¿Anne podría hacer alguno de esos pasos con su pierna? Él
había aprendido muchas piruetas intrincadas esa mañana. ¿Podría ella igualarlas? Pero
antes de que pudiera decidir cualquier cosa, captó un vistazo de su abuela
dirigiéndose hacia Anne.
—Aprende bien, ¿verdad?—preguntó.
Anne sonrió.
—Sí, Lady Joanna. Es muy habilidoso
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Capítulo 34
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que ningún mortal podía poseer una voz tan hermosa. Realmente Joanna tenía muy
buen gusto.
—Primero aprenderéis una balada, mi señor—dijo Geoffrey—Pero son sólo dos
acordes fáciles. Aquí, mirad donde coloco los dedos y poned los vuestros exactamente
en las mismas cuerdas.
Anne oyó que alguien rasgueaba el laúd y pensó, puede que poco
amablemente, que no había sido Robin el que había producido ese sonido. Las
siguientes palabras de este, lo confirmaron.
—¡Maldito infierno, hombre! ¿Cómo esperáis que coloque mis grandes dedos
en estas telas de araña?
—Perseverancia y paciencia, mi señor; perseverancia y paciencia.
Ninguna de las cuales, según había descubierto Anne por la mañana, eran
virtudes que Robin poseyera en abundancia. La maldición de Robin ahogó cualquier
esperanza de oír lo que Geoffrey acababa de decir.
—Respirad hondo, mi señor—dijo Geoffrey lo bastante alto como para ser oído
por encima de los juramentos de Robin.
Robin afortunadamente se quedó en silencio.
—Una vez más—le engatusó Geoffrey—Por su dama, mi señor.
Robin dio un profundo suspiro que reflejó su inmensa frustración, luego
produjo lo que podía interpretarse como un acorde. Se oyó el sonido vibrante de una
cuerda y, por supuesto, la inevitable maldición que siguió, pero al menos se notaba una
mejoría.
—¡Bien hecho, mi señor!—exclamó Geoffrey.
Robin seguía en silencio. Entonces volvió a tocar las cuerdas. Sonó un poco
mejor; Anne deseó desesperadamente poder verle la cara.
—No estuvo tan mal ¿verdad?—preguntó Robin con algo parecido a la
sorpresa en su voz.
—Habéis hecho un gran progreso, mi señor. Seréis un excelente laudista, si os
lo proponéis.
Robin resopló.
—No, mi hermano toca mucho mejor de lo que yo tocaré nunca. Esa no es la
cuestión.
—¡Ah! ¿Pero a quien preferiría escuchar vuestra esposa, mi señor? ¿A vuestro
hermano o a vos?
Hubo un divertido silencio. Entonces Robin dijo:
—Uno o dos acordes mas, Geoffrey. Estoy seguro de que con unos minutos
cada día podría manejarlo mejor que la espada.
—Sin duda, mi señor.
Anne apoyó la espalda en la pared y escuchó absorta los esfuerzos de Robin
por dominar algo que era completamente ajeno a sus habilidades. Casi lo lamentó
cuando Geoffrey dijo que quizá fuera mejor que abandonaran ya la lección de laúd no
fuera a ser que Robin aprendiera demasiado el primer día y abrumara a su esposa con
su habilidad.
—Entonces lo dejaré—dijo Robin pareciendo bastante aliviado.
—Sí, pero ¿qué sucede con los versos?—dijo Geoffrey rápidamente—Seguro
que no queréis descuidar ese punto.
—¿No quiero?
—No queréis, mi señor.
Se oyó un profundo suspiro y un golpe como si Robin se hubiera vuelto a
sentar con mucha renuencia.
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—¿Y él no pudo encontrar nada que decir aparte de que vuestros ojos eran del
color de la salvia?
—¡¿Qué?!—exclamó Joanna.
—Parece que no—dijo Anne alegremente.
Geoffrey sacudió la cabeza.
—Compondré unos versos para él, porque hay mucho que decir sobre vuestra
ternura, mi señora. Vuestro señor tiene muy poca imaginación.
—Ser un juglar no es uno de sus dones—concedió Anne—pero lo hace lo mejor
que puede.
Joanna resopló.
—Eres una loca enamorada, Anne, y ruego porque algún día Robin esté
agradecido por ello. No me imagino pasando la tarde sentada en el lodo, pero a ti sí.
Anne bajó con la abuela de Robin hasta el gran salón y se detuvo antes de
llegar a la puerta.
—¿Estás decepcionada?—preguntó.
—¿Decepcionada?—preguntó Joanna—¿Por Robin? No, ha cooperado mucho
más de lo que pensaba. Debe amarte mucho para haber soportado tales torturas.
Anne sonrió.
—Sea por la razón que sea, se ha rendido. Sólo lamento una cosa y es la ropa.
Era buena y estaba hermoso con ella.
Joanna resopló.
—Yo también lo lamento pero, ¿de que le sirve a él la ropa fina si de todos
modos la estropea permaneciendo bajo la lluvia? Te lo juro, Anne, nunca te verás libre
del barro que traerá en sus botas.
—Creo que sus modales pueden haber mejorado—ofreció Anne.
—Querida—dijo Joanna poniendo su brazo alrededor de Anne y dándole un
apretón —esto sólo debería haber hecho que tuviera algo de sentido común ya que
estaba segura de que nunca lo hubiera hecho por si solo. Tú merecías que te cortejaran.
Robin tiene el derecho y el deber de hacerlo y mejor si lo hace a su manera. Si un
insignificante empujón por mi parte le ha hecho actuar antes de que su obstinación se
lo permitiera, entonces me siento contenta.
Anne no pudo contener una risita.
—Eres enrevesada, mi señora.
—¿De quien crees que heredó Robin ese rasgo si no de mí?—preguntó Joanna
levantando una ceja—Ahora, ven, muchacha, debemos ir antes de que él venga a
buscarnos. Independientemente de los defectos que pueda tener, al menos es muy
bueno con la espada. No quisiera forzarlo a que lo demuestre pinchándonos donde se
le antoje.
Anne asintió y fue a buscar su capa. Recorrió el pasillo tan rápidamente como
le fue posible. Joanna la esperaba en la puerta del gran salón envuelta en pieles y
acompañada por varios mozos que llevaban buenas sillas, mantas y comida. A Anne
sólo le sorprendió no ver a nadie llevando cosas para montar una tienda.
—Si tenemos que estar allí—dijo Joanna tiritando cuando Anne se le acercó—
más vale que estemos cómodas.
Anne no tenía intención de discutir eso. Se dirigió con la abuela de Robin hacia
las lizas haciendo todo lo posible por mantener las faldas lejos del fango. Con la
esperanza de que su padre tuviera sentido común y le enviara el resto de su ropa. No
era mucho, pero poseía uno o dos vestidos y le vendrían bien si se requería su
presencia en las lizas a partir de ahora para mirar.
Después de todo, Robin iba a cortejarla a su modo.
Y si eso no bastaba para hacerla sonreír, no sabía que podría hacerlo.
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brazos alrededor del cuello cubierto de sudor y suplicarle que ejerciera sus derechos de
esposo allí mismo.
Robin parpadeó por la sorpresa pero se recuperó con bastante rapidez.
—Una palabra que yo mismo podría haber escogido—dijo—Y ahora, mis
damas, vamos a cenar. Necesitareis todas vuestras fuerzas para mañana.
—¿Las necesitaremos?—preguntó Joanna vacilando.
—Tengo planes para vosotras cuando haya terminado con mis asuntos por la
mañana.
—¿Planes?—preguntó Anne.
—Os veré a ambas en la solana de mi padre a mediodía. No lleguéis tarde.
—¿Nos distraerás con el laúd?—Joanna parecía esperanzada.
—¡Ja!—dijo Robin con desdén—¡Con historias de batallas, abuela!
¡Derramamiento de sangre! ¡Victorias!
Joanna frunció el ceño.
—Será apasionante—prometió Robin.
Anne no podía imaginar que hubiera nada más apasionante que lo que
acababa de presenciar, pero podía ser paciente y comprobarlo.
Con Robin nunca se sabía.
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Si fueses mía
Capítulo 35
Edith había estado de pie justo detrás de las puertas interiores viendo como la
pequeña comitiva volvía a la fortaleza. Apenas podía creer el lujo que rodaba a Joanna
de Seagrave. Por los santos, incluso una visita a las lizas necesitaba una parafernalia
que Edith no había visto en toda su vida.
Quizá si golpeara primero a la anciana, eso atraería la atención de Robin.
Se limpió las manos en el delantal, luego miró hacia abajo y maldijo en voz
baja, la sangre era demasiado antigua para poder limpiarla. Tendría que lavarla
apropiadamente y para eso tenía que encontrar agua. No podía recuperar su ropa del
escondite en el establo y entrar en el gran salón con las manos llenas de sangre.
Había estado fuera cazando.
Cazar agudizaba sus considerables habilidades.
Pero los conejos eran un pobre deporte y no eran lo suficientemente astutos
como para proporcionarle un placer real. Para eso necesitaba una criatura con mayor
ingenio. Y mayor ingenio quería decir que ella tendría que usar más su propia
inteligencia para perseguirla. No era que la persecución tuviera que ser precipitada. No
tenía ninguna necesidad de darse prisa. Después de todo era una mujer muy paciente.
Había tiempo suficiente para llevar a cabo todos sus proyectos. La muerte de
Maude no había sido una sorpresa, pero quizá la muchacha no se lo había merecido.
Edith le había dicho que no hablara de la boda, pero sospechaba que Maude había
encontrado un señuelo demasiado fuerte para resistirse. Había desobedecido.
La muerte era lo que se merecía.
Pero eso había quedado atrás. Ahora sus propios proyectos necesitaban toda
su atención. La caza de ese día le había dado nuevas ideas que tenía que meditar. ¿No
se trataba de un juego en el cual se acechaba a la víctima, haciéndola salir de su refugio
y matándola entonces rápidamente y con decisión?
Tenía la fuerte sensación de que así era.
Pero primero debía limpiarse las manos.
Eso apartaría a la presa de la pista.
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Capítulo 36
Robin subió las escaleras saltando y luego cruzó la solana de su padre. Hasta
ahora había tenido un día excelente ya que había tenido un gran éxito en las lizas; ni
había habido nada roto ni robado y ningún tumulto; y ahora le esperaba una tarde de
libertad contando sus historias favoritas. La vida mejoraba día a día.
Anne le sonreía mucho últimamente.
Robin sospechaba que eso era un buen augurio para su matrimonio.
Irrumpió en la solana de su padre y se sintió muy contento al ver que tanto su
mujer como su errante abuela habían llegado antes que él, listas al parecer para que el
las asombrara con el relato de sus proezas en la batalla. Se frotó enérgicamente las
manos.
—¿Por donde empezamos?—preguntó cerrando la puerta de golpe con el pie.
—Por una gran copa de algo fuerte—contestó su abuela sin vacilar.
Joanna parpadeó con inocencia.
—Para tranquilizar nuestra delicada constitución, desde luego.
Robin resopló. Había visto como su abuela destrozaba a más de un
desafortunado sin usar otra cosa que su acerada lengua. Delicada, no era una palabra
que él hubiera elegido para ella.
Pero estaba de muy buen humor, Anne parecía contenta de verle y realmente
tenía toda la tarde y la noche para relatar sus batallas favoritas para que ellas las
conocieran y le admiraran. Tener que llenar la copa de su abuela de vez en cuando era
un pequeño precio para un gran placer.
De modo que la llenó, miró el fuego y apartó una o dos sillas para tener el
mayor espacio posible para moverse, ya que sabía que la pasión del relato de tan
asombrosas historias le obligaría a andar. Miró para estar seguro de que sus damas
estaban pendientes de él, luego movió los hombros, sacudió las manos y, durante uno
o dos segundos, golpeó el suelo con los pies.
—Comencemos por España, ¿de acuerdo?—preguntó.
Su abuela suspiró.
Anne sonrió y eso fue estímulo suficiente para él. Y mientras la miraba,
recordó que era un asunto sangriento e hizo una pausa. Tenía un lado muy oscuro que
durante mucho tiempo le había perseguido en sueños. Una parte de él se alegraba de
no volver a pasar por ello.
Pero también estaban la gloria y el trabajo duro y la satisfacción del enemigo
vencido, una victoria ganada y un error corregido. Cuadró los hombros. Hablaría de
eso, ya que tenía historias en abundancia.
—Ahora—dijo—os hablaré de una escaramuza que tuvimos Nick y yo en una
pequeña ciudad a las afueras de Madrid. Probablemente no deberíamos haber estado
allí, pero hacía buen tiempo, el vino era excelente y nos pareció que podríamos ganar
algo de oro.
Allí había sido donde Robin había conseguido el anillo para Anne, pero eso se
lo diría mas tarde, cuando encontrara el momento apropiado para dárselo.
—¿De verdad necesitabais ese oro?—preguntó Anne.
Robin parpadeó.
—Pues sí. Siempre.
Anne le miró confundida.
—Pero Robin, tú tienes tierras en abundancia.
—Sí, pero esto era oro que yo había ganado con mi propio esfuerzo.
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—Anne—dijo.
—¿Sí?
—¿Te acuerdas de Peter de Canfield?
Ella permaneció en silencio y luego una completa calma descendió sobre su
cara.
—Sí—contestó con cuidado.
Y no iba a olvidarlo. No importaba que fuera el hermano de Maude, y Maude
era alguien de quien prefería no hablar. Peter había acorralado a Anne una vez en el
establo y se había burlado de ella hasta que se puso histérica. Robin no se había
enterado aunque sí oyó lo que decía uno de los gemelos que había sido testigo del
suceso. Después Robin golpeó repetidamente a Peter en las lizas pero nunca le pareció
que hubiera sido bastante. Por suerte se presentó otra oportunidad.
—Le vi—comenzó—en un torneo en Francia hace tres años.
Ella no contestó.
—Quizá te interese saber que le vencí en las justas y di buena cuenta de él. Por
supuesto me quedé con todo su oro, su caballo y su cota de mallas.
—Por supuesto.
—Pero le dejé la tienda.
Ella apenas sonrió.
—Muy considerado.
—Sí, lo fui. Y mientras él dormía en esa tienda, en medio de las lizas, ya que no
pudo encontrar a nadie que le ayudara a moverla, como su escudero y varias de sus
cosas habían sido demasiado maltratadas por mis muchachos, entré sin que me oyera y
tomé la ropa que le había dejado.
—No lo hicisteis.
—Lo hice—dijo Robin con tono agradable—No dejé ni un hilo.
Ella esperó expectante.
—Después, al día siguiente, el lugar se llenó con un gran número de los nobles
más importantes de Francia. Yo, siendo tan diligente como soy, hice correr el rumor de
que habría diversión para todo el que llegara lo bastante pronto para verla.
Ella rió.
—¡Oh, Robin!
Él no pudo contener una sonrisa.
—Como puedes imaginar, las lizas estaban a rebosar cuando llegó Peter,
tropezando, hasta su tienda. Fue el hazmerreír del campo y de toda Francia. No se ha
atrevido a aparecer en público desde entonces.
Anne sacudió la cabeza.
—Eres incorregible.
—Bueno—dijo él suavemente—hago lo que puedo por la verdad y la justicia.
Ahora quizá te divirtiera saber el destino de Rolond de Berkhamshire. Recuerdo que
era un excelente muchacho cuando era joven.
En realidad Rolond había sido uno de los peores. Robin todavía le recordaba
llamando fea a Anne en varias ocasiones. Bueno, al menos ahora ella seguía sonriendo.
Entonces no lo había hecho.
—Me falla la memoria en cuanto a su carácter—dijo Anne—pero aceptaré tu
palabra. ¿Qué estragos ocasionaste a ese pobre desgraciado?
—Estaba en la Corte por un breve tiempo, un año más o menos—empezó
Robin—adulando y halagando al rey como se esperaba que hiciera, cuando me enteré
de que Rolond y su importante esposa, Alice, estaban allí. Y no podemos olvidarnos de
su amante, Martha, a quien colocaron en una recámara cercana.
Ella contuvo el aliento.
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—No lo hicistes.
Robin sonrió con modestia.
—Fue pura casualidad que yo viera a Roland entrar en la recámara de su
amante. Temiendo por su alma inmortal, me apresuré a buscar a un criado para que
informara a la esposa del enorme pecado en el que su marido estaba a punto de caer de
bruces.
Anne le observaba con una sonrisa.
—¡Que considerado por tu parte!
—Sí—dijo él—lo fue. Y esto es lo que sucedió: el criado tardó poco tiempo en
llevar la noticia. Tuve el tiempo justo para ocultarme en un hueco, lo justo para
asegurarme de que no hubiera ni una piedra fuera de su sitio, por supuesto, antes de
que señora Berkhamshire apareciera gritando por el pasillo con la furia de un ángel
vengador. No se molestó en llamar a la puerta, simplemente irrumpió en la recámara.
Rescató a su marido de las garras de aquella mujer, agarrándolo por las calzas que
tenía bajadas hasta las rodillas y con las manos todavía intentando aferrar el abundante
pecho de su amante que seguramente era lo que estaban haciendo momentos antes.
—¡No lo hicistes!
Él se rió.
—Sólo puedo presumir de ser un espía y un narrador de cuentos. Lady
Berkhamshire proporcionó una divertida situación y he oído decir que el querido señor
Berkhamshire no ha salido de dentro de sus paredes desde entonces. Parece ser que su
esposa tiene una autoridad de hierro.
Anne apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y se rió con él.
—Eres un temible agitador, señor Artane.
—Tengo varias historias más que creo que te parecerán divertidas, debes
desear que te las cuente para comprobarlo.
—Mi señor, eres muy galante.
Él sintió que su sonrisa vacilaba.
—No durará.
—Yo no lo desearía.
Robin lo corroboró.
—No me gusta ser cortés, Anne, como sin duda ya habrás notado a estas
alturas.
—Robin, ¿qué te hace pensar que eso es lo que quiero? Nunca podría soportar
a un hombre de modales afectados y sin ninguna sustancia en su interior. No puedo
imaginarme por qué son tan populares.
Robin intentó no mostrar su sorpresa.
—Pero seguramente querrás un caballero cortés. Todas las mujeres lo quieren.
—La caballerosidad no me ha servido de nada antes, aparte de la de un
muchacho cuando era joven. Desde entonces no me ha parecido demasiado útil—le
miró con decisión. —Hay otras cosas que me gustan aparte de la caballerosidad, Robin.
A él le costaba creer que ella hubiera dicho algo semejante, pero no había en su
cara ninguna expresión de burla. ¿Y qué era eso de un muchacho cortés en su
juventud? No podía referirse a él. ¿Podía?
Robin contempló sus manos unidas sobre su regazo. Antes de que pudiera
pensarlo mejor las tomó entre las suyas. No era como si no hubiera sostenido su mano
anteriormente. Pero nunca lo había hecho sabiendo que ella era suya, que era privilegio
suyo disfrutar de las alegrías sencillas del matrimonio. Suspiró.
—Anne, tengo que pedirte que me perdones.
—¿Otra vez?—preguntó ella sorprendida.
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Robin frunció el ceño. No estaba preparado para esto, pero volvía a tener
muchos remordimientos y puede que se mereciera retorcerse en la agonía para hacer
un poco de penitencia. Miró furtivamente a su abuela para asegurarse de que seguía
dormida y luego volvió la mirada hacia su esposa.
—Yo—dijo reuniendo todas sus reservas de valor—te he tratado mal.
—¿Tú?—preguntó ella—¿Cuándo?
Anne intentó levantar una ceja pero se elevaron las dos. Robin vio como se
sujetaba una con un dedo y estuvo a punto de reír.
—Te estás burlando de mí—dijo con reproche.
—Te estás humillando. Es algo muy preocupante.
—Anne, estoy hablando en serio. Fui un estúpido de joven y un idiota en la
madurez.
Ella inclinó la cabeza a un lado y sonrió apenas.
—Quizá si que quiera oír esto. Continua, por favor.
Ella no tenía ninguna consideración hacia él ni hacia su confesión. Robin la
miró preguntándose si tendría validez una disculpa en la cual el que pedía perdón
estaba muy tentado a estrangular al que debía perdonar.
—Puedo callarme—gruñó.
—No, Robin, estoy segura de que me alegraré cuando hayas terminado. Pero
no eres el único que ha fallado.
Robin gruñó.
—Podrás disculparte después de que yo lo haya hecho. Sería mejor que lo
hiciera mientras tenga valor para soportarlo.
—Entonces, mi señor, procede cueste lo que cueste.
Él volvió a fruncir el ceño, sólo por costumbre, y luego se lanzó antes de que el
orgullo le obligara a cerrar la boca.
—Me aparté de ti cuando éramos jóvenes…
—¿Por qué lo hiciste, Robin?
¡Maldición! Nunca conseguiría acabar con esto si ella no dejaba de
interrumpirle.
—No tiene importancia…
—Yo creo que es muy importante—dijo ella mirándole con expectación—¿Por
qué lo hiciste?
Robin se levantó y empezó a alejarse antes de ser consciente de ello. De pronto
se dio cuenta de que para Anne sería muy incómodo perseguirle hasta arrancarle la
verdad y volvió a su lado. Miró a su abuela.
Todavía estaba durmiendo.
Miró a su alrededor intentando encontrar un rincón donde poder hablar con
mayor privacidad de su más oscuro secreto. No vio ninguno aparte del hueco del
muro; allí no había luz, pero quizá eso no fuera malo.
Robin tiró de Anne para ponerla de pie y esperó hasta que ella recuperó el
equilibrio, luego la llevó hasta allí y la sentó en un banco. Allí entre las sombras, tomó
su mano y la sostuvo con fuerza entre las suyas. Ella no dijo nada pero Robin sintió el
apretón de sus dedos. Suspiró y sintió como su corazón latía con fuerza y sus
extremidades se entumecían. ¡Por los santos, nunca antes se había sentido así, ni
siquiera en lo peor de las batallas! Era difícil creer que una estúpida confesión pudiera
provocarle tanta angustia.
Luego sintió que Anne apoyaba la cabeza en su hombro.
—Robin, quizá todo sea muy reciente aún—susurró—Si te apena demasiado no
exigiré que me lo expliques.
Él sacudió la cabeza.
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que probablemente tuvistes una poderosa razón para iros—Hizo una pausa—Dudo
que tuviera algo que ver conmigo.
Robin estuvo tentado de preguntarle cómo podía pensar algo tan estúpido,
pero sabía con exactitud de donde había sacado ella esa idea. Él le había proporcionado
muchas razones durante todos esos años para que ella creyera precisamente eso. Se
levantó y la puso de pie rodeándola con sus brazos. Apoyó la mejilla contra su suave
pelo y cerró los ojos.
Y estuvo a punto de echarse a llorar.
—Anne—dijo estremeciéndose ante su voz rota. ¡Santos! Ella iba a pensar que
era un estúpido gimoteante si no recuperaba el control sobre sí mismo—Anne—intentó
de nuevo—no hubo ni un solo día que no pensara en ti.
Sintió que ella tomaba aire y que sorbía las lágrimas. Esperaba que no
estuviera llorando porque no le gustara lo que oía.
—Debería haberme casado contigo en cuanto gané mis espuelas—dijo en voz
baja—Debería haber vuelto a casa, exigido ese derecho y casarme entonces contigo. He
desperdiciado cinco años y nunca había lamentado nada mas.
Hizo una pausa, asaltado de repente por una horrible idea.
—A menos—dijo vacilante—a menos que te desagrade.
—Robin de Piaget, eres un idiota.
Ella estaba llorando. Sus brazos le rodeaban y se pegaba a él como si fuera lo
único que la sostenía en pie.
O como si le quisiera mucho.
Decidió creer esto último. La acercó más todavía y la cobijó entre sus brazos.
Quiso decirle que la amaba. Quiso, con la misma intensidad, levantarla en sus brazos y
llevarla al dormitorio donde estaba seguro de que podrían ponerse de acuerdo en otras
cosas.
Ella era, después de todo, su esposa.
Se oyó un resoplido, una tos y un suave movimiento de pies.
—¡Niños, niños!—llamó Joanna—¿Dónde habéis ido?
—¡Maldita sea!—refunfuñó Anne.
Robin resopló. No podía estar más de acuerdo. Se aclaró la garganta.
—Podemos irnos a la cama, abuela.
—Desde luego que no—dijo Joanna—Suelta a Anne, Robin, muchacho. Ella
necesita descansar. Estoy segura de que tú encontrarás un lugar cómodo para dormir.
Sal de ahí. Hay demasiada corriente de aire para ella.
Robin se encontró obedeciendo por pura costumbre, pero de pronto clavó los
talones a pocos pasos de su abuela. Miró a Anne que miraba a todas partes excepto a él.
—Estamos casados—indicó Robin.
—¿La estás cortejando adecuadamente?—exigió saber Joanna.
—Bueno…
—Yo creo que no—dijo Joanna.
Se levantó y empezó a dirigirse hacia la puerta.
—Dormiré con Anne para protegerla. Es mejor que practiques un poco de baile
antes de retirarte, amor.
Anne giró la cabeza para mirar a Robin con los ojos muy abiertos, pero al
parecer incapaz de soltarse. Robin frunció el ceño y vio como era arrastrada hacia
fuera. La puerta se cerró con firmeza.
Robin apretó los dientes.
Se sentó con una maldición, estirando las piernas y frunciendo el ceño.
¿Cuál era el castigo por rescatar a alguien de una abuela usando un cuchillo?
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Sospechaba que la lista de sus pecados era demasiado larga, de modo que
quizá se abstuviera de hacerlo. Pero esta iba a ser la última vez que su abuela frustraba
sus planes. Pensó en un modo de liberar a Anne de las viles garras de su abuela.
Se acarició la barbilla y se preguntó si al día siguiente haría buen tiempo para
hacer una pequeña excursión.
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Capítulo 37
209
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Al parecer las lizas no formaban parte de sus planes para ese día, ya que no llevaba
puesta la cota de malla. Robin se apartó de la pared y se enderezó. Anne alzó la vista
hacia él y de algún modo se sintió muy pequeña y frágil. Intento sonreír.
—¿Valdrá esto?—preguntó señalando el vestido para que él lo examinara.
—Sí—dijo él tomando su mano—Perfecto—se llevó la mano de ella a los labios
y se detuvo frunciendo el ceño.
—¿Te beso?—preguntó bastante irritado—¿O no debería hacerlo? Juro que los
pavos reales de mi abuela me han dejado completamente desconcertado.
Bueno, ahora no había ninguna razón para que tuviera que morderse la
lengua. Se había pasado la vida aguzando los sentidos ante los hombres de modo que
era mejor seguir así. Robin empezaría a preocuparse si no decía lo que pensaba.
—Bésame—declaró ella.
—¿Seguro?
—Completamente.
Y entonces, él lo hizo.
Anne sintió un hormigueo desde el dorso de la mano recorriéndole el brazo
hasta llegar a la nuca. Se estremeció.
Y él sonrió.
—Y pensar lo que se pierden esos muchachos idiotas en la corte—dijo.
—Y también sus damas.
—Aunque mataría a cualquiera que se tomara tales libertades contigo—añadió
él.
—Eres un bárbaro, mi señor.
—¿Pero te complace?—preguntó él
—Por completo, mi señor—contestó ella sin vacilar.
Robin la miró fijamente en silencio durante unos segundos, miró por encima
de su cabeza hacia la puerta que estaba a su espalda y luego frunció el ceño.
—Maldita sea—se quejó.
Y diciendo esto la tomó de la mano y la arrastró con él por el pasillo. Ella
apenas se atrevió a especular sobre el motivo de su hostilidad hacia su abuela, pero le
pareció que tenía algo que ver con que ésta estuviera en su dormitorio.
O puede que fuera porque estaba durmiendo en su cama.
Esa era una idea casi demasiado lasciva como para pensar en ella, incluso
teniendo en cuenta su actual estado de ánimo lujurioso. Pero ya que Robin era
realmente su marido, y ya que ella tenía más valor que cualquier maldito patán
magullado con el cual él hubiera luchado (eran sus palabras, no las de ella, aunque le
gustó mucho que las dijera) no tenía ningún sentido no ser honesta respecto de sus
sentimientos hacia él.
Realmente, su beso había sido increíblemente memorable.
Del mismo modo que lo habían sido sus confesiones de la noche anterior. Le
costaba creer que un simple enfrentamiento con Baldwin les hubiera arruinado tanto la
vida.
Echando la vista atrás, ahora podía entender perfectamente la actitud de
Robin. Siempre supo, desde que le conoció, que él deseaba demostrar que era digno del
afecto de Rhys. La posibilidad de fracasar y de caer en el deshonor le había llevado mas
lejos de lo que pensaba en las lizas.
Y no hubiera habido ninguna diferencia si no fuera porque acababa de
recuperarse de unas fiebres. Que los otros le hubieran humillado, le había hundido.
Pero era su opinión lo que más le había importado.
Estúpido patán.
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Suspiró mientras bajaba tras él el último escalón hacia el gran salón. Había
llorado mucho por su pérdida y también se entristeció por el sufrimiento que le había
causado. ¿Y todo para qué? ¿Para demostrar que era superior a Baldwin? Eso nunca se
había puesto en duda. ¿Para demostrar que era digno de Rhys? Nunca un hijo había
sido más querido por un padre. ¿Para demostrárselo a ella?
Por eso la había evitado.
Pero eso era el pasado. Ahora él la llevaba de la mano mientras cruzaban el
gran salón y Anne sentía como si los años no hubieran pasado, dado el enorme placer
que sentía en ese momento. Robin era suyo y ella era de él y nada más importaba. No
dudaba de que Rhys estuviera enfadado con él, pero sospechaba que había empujado a
Robin a ir al altar sólo porque sabía que éste lo deseaba en lo más profundo de su
corazón.
¿Acaso no había dicho Robin que tenía que había tenido que casarse con ella
mucho antes la noche anterior?
Y en cuanto a ella, no tenía dudas de donde estaba su corazón. No, le daría las
gracias a Rhys cuando le viera mas tarde y se lo susurraría al oído a su marido si él no
hacía lo mismo.
Dejaron atrás el gran salón y Robin redujo la velocidad de sus pasos para
amoldarse a los de ella mientras bajaban las escaleras hasta el patio.
A pesar de esos alegres pensamientos, no podía evitar preguntarse si Robin no
lamentaría su cojera.
Alzó la mirada hacia él.
—Lo siento—se disculpó.
—¿Por qué?—preguntó él con seriedad.
Ella suspiró.
—Por ir tan despacio.
Él sacudió la cabeza.
—No necesitáis disculparte por eso. Así tengo tiempo suficiente para disfrutar
de la belleza que hay ante mis ojos.
—Bien, vuestro padre lo mantiene todo maravillosamente.
—Hablaba de ti—dijo él—Aunque admito que Artane también es un lugar
hermoso. Pero a ti—añadió mirándola fijamente—a ti, es un placer mirarte
detenidamente.
A Anne le costaba creer en el cambio que se había operado en él, pero no iba a
discutirlo. Se rió.
—Robin de Piaget ¿me estás cortejando?
—Sí—dijo él alegremente—¿Te gusta?
—Muchísimo—admitió ella.
Él apretó su mano y luego la condujo a través del patio donde esperaba un
grupo de hombres. Robin se detuvo, la miró y frunció el ceño pensativamente.
—Me preguntaba que sería más cómodo—dijo despacio—pero no pude
decidirme. ¿Prefieres tener tu propia montura o montarás a caballo conmigo?
—Podría llevar el mío—contestó ella.
—¿Y lo otro?
—También podría soportarlo si queréis—dijo ella.
—Intentaré no dejaros caer—añadió él.
—Estoy segura. Gracias.
—Llevaremos vuestra montura por si acaso.
Hizo una señal a sus hombres.
—Por supuesto, ellos también vendrán.
—Por supuesto.
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Miró a sus hombres, pero ellos estaban ocupados con sus enseres. Eran
hombres que había visto con anterioridad junto a Robin y sospechaba que eran un
puñado de los más feroces que había traído con él desde Francia.
—Sería una imprudencia salir sin escolta para protegerte.
—Aunque contigo fuera suficiente—dijo ella.
—Probablemente sí, pero temo que podría distraerme y no sería capaz de
dedicar toda mi atención a los alrededores.
Afortunadamente hacía frío en el exterior, y el aire helado se ocupó del fuego
de sus mejillas, de lo contrario habría estado tentada de abanicarse.
—Los muchachos desaparecerán—siguió él—Nunca sabrás que están ahí.
Anne le miró y frunció el ceño.
—¿Están acostumbrados a este tipo de cosas?
—Si por ese tipo de cosas te refieres a citas secretas con amantes, entonces la
respuesta es no—dijo él devolviéndole el ceño fruncido. —Diría que están más
acostumbrados a acechar al enemigo. Esto apenas les obligaría a mostrarse antes de
que pudieran descubrir algo.
Ella se prometió solemnemente a si misma nunca más dar algo por sentado
con su marido. Sospechaba que de todos modos sus conjeturas nunca se acercarían a la
verdad. Suspiró.
—Perdóname. Te he juzgado mal.
—Nunca es sensato creer los rumores.
—Ahora me doy cuenta.
Él se inclinó para acercarse más a ella.
—Tengo mucha menos experiencia de lo que se dice—susurró.
Ella le miró con sorpresa.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Pero…
—Sabes muy poco sobre las mujeres de la corte si crees que todas las cosas de
las que presumen son ciertas. ¿Qué otra cosa podrían decir cuando me las encuentro en
mi cama esperándome y las despido con gran fastidio por su parte, sin darles un
simple beso?
—Excepto, desde luego, a las rubias—dijo ella preguntándose si ahora él la
golpearía en la nariz por repetir las palabras de su padre.
Él la miró fijamente.
—Tu audacia es asombrosa.
—Lo contrario te parecería aburrido.
Robin le apretó la mano.
—Dejemos a tus amantes en el pasado, mi señor, han debido ser pocas,
independientemente del color de sus cabellos.
—Con mucho gusto—refunfuñó él mientras la llevaba hasta su montura y se
subía luego a la silla. Era una silla baja, sin embargo, y podía imaginar fácilmente
donde cabría ella delante de él en el caballo. Sólo esperaba que no fuera tan incómodo
como parecía.
Uno de los hombres de Robin la levantó en vilo y este la colocó de lado encima
de sus muslos. Tomó las riendas y azuzó al caballo.
—¿Te duele?—preguntó.
—Depende de la duración del viaje—contestó ella.
—¿Aguantarás hasta la orilla?—preguntó él.
—¿La orilla?—ella le miró con sorpresa—¿De verdad?
—Pensé que podría gustarte.
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—Pensaste bien—dijo ella feliz—Sí, será un placer ir hasta allí. Este año no he
ido.
Él se mantuvo en silencio mientras salían por las puertas exteriores y se
alejaban de la fortaleza.
Anne se acostumbró al movimiento del caballo y a la sensación de sus brazos
alrededor de ella. Incluso se encontró apoyando la cabeza sobre su hombro.
—¿Sabes?—dijo él suavemente—No tengo ninguna fortaleza como esta cerca
del mar. Bueno, exceptuando una en Francia que es inadecuada para vivir en ella.
Anne pensó en eso durante unos segundos, preguntándose lo que intentaba
decirle.
—¿Y?
—Bueno supongo que mi padre no nos echará, pero debemos pasar algún
tiempo en otros lugares no tan cercanos al mar. ¿Te apenaría eso?
Ella le miró.
—¿Te importa?
—Desde luego—respondió él mirándola perplejo—No deseo que seas
desgraciada.
—Robin, me atrevería a decir que el lugar no es tan importante como la
compañía.
Él gruñó pensativo, pero no dijo nada más. Anne miró la tierra antes de que
desapareciera en el mar y se maravilló, no sólo por su belleza, si no también por el
placer que le proporcionaba la seguridad de los brazos de su marido. Su marido.
Apenas podía acostumbrarse a llamarlo así, aunque le parecía como si siempre hubiera
sido de ese modo.
Una vez que alcanzaron la orilla, Robin hizo que el caballo se detuviera y se
bajó al suelo. El animal permaneció quieto mientras él levantaba los brazos y sostenía a
Anne. Ella miró a su alrededor y se sorprendió de no ver a ninguno de sus hombres.
—¿Todavía están aquí?—preguntó.
Él asintió con la cabeza.
—Sí, escudriñando y cosas a sí. En eso son los mejores y además les gusta.
—¿Y te importa?
Él rió secamente.
—Aunque muchos opinan que una simple orden debería ser suficiente, he
comprobado que las órdenes se obedecen mejor cuando las doy a hombres cuyos
talentos están de acuerdo con lo que se exige de ellos. Tengo el lujo de tener mi propia
guardia y los medios para pagarles muy bien. Escogí a los hombres que convenían a
mis objetivos y a los cuales mis objetivos convenían.
—Y supongo que te aprecian—dijo ella.
Él se encogió de hombros.
—Dudo que se queden despiertos por la noche pensando en ello, pero supongo
que me aprecian bastante.
Le colocó la capa sobre los hombros y luego tomó su mano.
—Sin embargo hoy debes olvidarte de lo que están haciendo, simplemente
déjales hacer. Te traje aquí para tenerte para mí.
Ella sacudió la cabeza y sonrió mientras él la tomaba de la mano.
—No sé si alguna vez me acostumbraré a oír tales cosas de ti.
Él suspiró.
—Supongo que otra disculpa…
—No—dijo ella con una sonrisa—No más disculpas. Todavía no me he
recuperado de las anteriores.
Él hizo una pausa.
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Él frunció el ceño.
—¡Ah! Veo que sois una moza descarada. Seguramente no sabéis de quien os
estáis riendo.
—Sin duda, no lo sé—dijo ella consiguiendo convertir sus carcajadas en una
simple sonrisa—Aunque vuestra mirada parece feroz.
—Y vos parecéis divertiros—contestó él.
La miró detenidamente y luego frunció el ceño.
—Veo que cojeáis.
Ella no permitió que su sonrisa vacilara, aunque no fue fácil.
—Sí.
—¿Una vieja herida de batalla?
—Se podría decir así.
Él gruñó.
—Yo también tengo. Puede que más tarde las comparemos. Por el momento
creo que debería hablaros de mi encanto para que podáis ver si os agrado.
Ella le escuchó quitarle importancia a la pierna y se preguntó si podría ser
igual de fácil para ella hacer lo mismo. ¿Y por qué no? Poco podía hacer para cambiar
las cosas.
O podía cambiar el pasado, comprendió, con un nuevo principio.
Quizá Robin tenía las respuestas apropiadas. ¿Podrían ambos olvidar las
cosas dolorosas y comenzar de nuevo? Si él podía pasar por alto su defecto ¿no podía
ella dejar pasar su estupidez?
Sospechó que podría.
Dejó resbalar las manos por encima de las mangas de su capa y esperó
pacientemente a que Robin comenzara su actuación.
—Robin de Piaget, a su servicio—dijo él con una pequeña reverencia—Hábil
con la espada, poco diestro con el laúd y completamente incapaz de hacer un verso
decente.
Ella se rió suavemente.
—En efecto.
—Y no bailo. Bueno—corrigió—no demasiado bien.
—¿Es eso cierto?
—Sí—dijo él—pero tengo algunas cosas buenas que podrían interesaros.
—Entonces, debéis decirme cuales son para que pueda comprobarlo.
—Bien—dijo él acariciándose la barbilla pensativo—Tengo un par de
encantadores ojos grises.
—En efecto, los tenéis.
—Soy razonable.
—¿Lo sois?
—Tolerante—siguió diciendo maliciosamente—Amable y siempre agradable
con todos.
—Es una verdadera lista de virtudes—comentó ella.
—No he hecho más que empezar. Avisadme si la lista se hace demasiado larga
para vos y os traeré un asiento.
—Sois muy considerado.
—Añadid eso a la lista.
Ella levantó la vista hacia él y rió mientras él seguía enumerando con gran
detalle todas sus virtudes. Y mientras le escuchaba ensalzar sus virtudes como si fuera
un semental que alguien quisiera vender, comprendió que realmente tenía muchas
buenas cualidades. Si se lo hubieran presentado como un pretendiente en potencia ¿no
habría caído de rodillas y besado los pies de su padre llena de gratitud?
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La puso de pie y luego la soltó para ir a recoger sus alforjas. Anne se fijó en
algo que había en el suelo, cerca del lugar donde habían estado sentados. Se acercó y lo
tomó.
—Esto debe haberse caído—dijo entregándole el trozo de pergamino—
¿Palabras de amor del cocinero?
—Siguiendo las instrucciones de mi abuela, sin duda—dijo Robin con un
bufido.
Desdobló el papel y luego permaneció en completo silencio.
La visión de su transformación de amante a guerrero le puso a Anne los pelos
de punta.
No creyó querer saber lo que había provocado ese cambio.
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Capítulo 38
Robin permaneció de pie protegido por los árboles, pensando. Había sido un
maravilloso día hasta ese momento. Aparentemente a Anne le había parecido
soportable lo que llevaba en su corazón y su beso tolerable. La lluvia no había sido algo
agradable pero se había remediado con facilidad. Él habría deseado regresar y pasar el
resto del día encerrado en el dormitorio de su padre con su esposa consumando el
matrimonio. Había planeado pasar una tarde muy placentera.
Sospechaba, sin embargo, que este nuevo acontecimiento bastaría para
arruinar sus planes.
Miró de nuevo la nota y contuvo un estremecimiento al ver las palabras
escritas allí:
Sé donde dormís y ahí moriréis. No descansaré hasta que el torreón sea mío.
Anne le arrebató el mensaje de las manos antes de que pudiera detenerla. La
observó mientras lo leía. Ella levantó los ojos y le miró horrorizada.
—No ha terminado.
—No, mi amor. Al parecer, no.
Ella se lanzó a sus brazos y él la abrazó. Apretó los dientes con frustración.
Quizá pensar que Maude era la responsable de los ataques había sido un error. ¿Pero si
no había sido ella, entonces quién? ¿Quién deseaba tanto Artane como para matar?
Un nombre le vino a la mente con la fuerza que proporciona la total certeza.
Baldwin de Sedgwick.
Silbó imitando a un pájaro y en unos segundos sus hombres les rodearon.
Robin les leyó la nota pero no dijo nada más. No necesitaba hacerlo. Comprenderían
que su deber era cuidar de Anne ya que les había hablado de ello más de una vez en el
pasado.
Giró la cabeza para mirar a su esposa.
—¿Puedes montar a caballo?
Ella asintió sin vacilar.
La subió a la silla y luego montó detrás de ella.
—¿Vamoss a casa?—preguntó ella.
—Brevemente.
—Robin, ¿Qué vamos a hacer?
—Mataré al bastardo—gruñó Robin.
Alcanzó las riendas y puso el caballo al galope.
Media hora más tarde llegaban con estrépito al patio de la fortaleza y se bajaba
del caballo. Levantó los brazos para ayudar a su esposa depositándola en el suelo.
Rugió llamando al capitán de la guardia de su padre.
—¿Sedgwick?—preguntó Robin.
—No se le ha visto desde ayer, mi señor—dijo el hombre mirándole con los
ojos muy abiertos.
Eso pilló a Robin por sorpresa. Si Baldwin había partido dos días antes ¿cómo
podría haber colocado la nota en sus alforjas?
Lanzó una maldición y arrastró a Anne con él por las escaleras hasta el gran
salón. Allí se encontró con su abuela descansando al lado del fuego y la llevó con él
escalones arriba. Quizá si lo discutían entre todos, podrían averiguar quien lo había
hecho.
Miró a Anne mientras ella le seguía con los guardias pisándoles los talones.
Sonrió sin alegría.
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—¿Cómo estás?
Ella sacudió la cabeza.
—Probablemente no pueda pasar el resto de mi vida así. Acabaríamos
perdiendo la cabeza.
Él asintió, completamente de acuerdo.
Entró en el dormitorio de su padre con la espada desenvainada, precedido por
un guardia que portaba una antorcha. Registró la habitación a fondo y luego hizo
entrar a Anne y a su abuela.
Una vez que encendió el fuego y las sentó a su conveniencia, le entregó la nota
a su abuela.
—¿Qué te parece?—preguntó.
Su abuela miró detenidamente el papel y frunció los labios.
—Un fastidio—respondió con desdén.
—Mientras algo así sea real, no será fácil ignorarlo—dijo Robin.
—Anne me contó algo de lo sucedido antes de mi llegada—contó Joanna—sin
embargo pensé que los problemas habían terminado en la capilla.
Anne se estremeció.
—Sí, eso pensamos nosotros también—miró a Robin—¿Crees que esto puede
ser sólo una broma?
Robin se sentó, se frotó la cara con las manos y emitió un profundo suspiro.
—Por mucho que me gustara creerlo, no puedo arriesgar mi futuro o el vuestro
por esa posibilidad.
—Pero podría haber sido un criado—protestó Joanna.
Robin frunció el ceño.
—¿Uno que habla francés en vez del inglés de los siervos?
—Los míos lo hacen—dijo Joanna parpadeando—Piénsalo, podría haber…
Robin negó con la cabeza.
—Los ataques empezaron mucho antes de que tú llegaras.
—Pero esos fueron dirigidos contra mí—intervino Anne—Seguramente ahora
no se trate de la misma persona.
—Quizá—dijo él despacio—pensaron atacaros a ti para atacarme a mí.
—¿Y que sentido tendría eso?—protestó ella.
—¿Cuál es la mejor manera de herir a un hombre?—preguntó él con una breve
sonrisa—Atacar primero a lo que más aprecia.
—¡Ah!—dijo Anne suavemente—Ya veo.
Joanna aplaudió.
—¡Loados sean los santos! Nieto, es obvio que la civilización ha dado sus frutos.
Robin miró airadamente a su abuela.
—La nota—dijo—Pensemos en ella ya que es nuestra mejor pista. Ahora bien,
creo que no podría tratarse de un criado…
—Maude era una criada—interrumpió Anne.
Robin volvió su feroz mirada hacia ella.
—¿Eso significa que podría estar en mis cocinas la hija de otro señor, pensando
en matarme?
—Es posible—confirmó ella.
Él gruñó.
—¿Alguna otra sugerencia?
—Un escribano—dijo Joanna—Un sacerdote. Otro noble. Alguien que pueda
escribir sin errores.
—Bien, supongo que eso elimina a Sedgwick—dijo Robin con un resoplido.
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—¿Nos vamos?
—Por el momento. No seré un prisionero en mi propio torreón.
—¿Pero a donde iremos?—preguntó ella.
—Donde estoy más acostumbrado a dormir.
—¿En una tienda?—preguntó Joanna horrorizada.
—Sí—dijo Robin, satisfecho ante la perspectiva—A Anne le gusta la playa y yo
le tengo aprecio a mi vida. Permaneceremos fuera, muy lejos del alcance de cualquier
flecha y veremos si nuestro atacante tiene valor para luchar con nosotros cara a cara.
Joanna suspiró.
—Yo no diría que estaréis a salvo, pero si alguien puede proteger a Anne, ese
eres tú, cariño—le acarició la mejilla—Vete pues. A no ser—dijo con una mirada
calculadora—a no ser que quieras que prepare el lecho conyugal.
—¡No!—exclamó Robin dándose cuenta de que Anne había respondido del
mismo modo. Se preguntó si su rostro estaría tan colorado como se había puesto de
repente el de ella.
Joanna apretó los labios.
—Robin ¿no deberías mandar a buscar a tu padre?
Él negó con la cabeza.
—Quiero mantenerles a él y a los niños apartados de aquí. Esto es un ataque
personal contra mí, no contra él. Yo me ocuparé del asunto—hizo una pausa y la
miró—Se prudente, abuela.
—Siempre lo soy.
—Y tú, mi señora—dijo Robin dirigiéndose a Anne y poniéndola en pie—
permanecerás conmigo y te pido disculpas por adelantado por el aburrimiento que
tendrás que soportar.
—Estaré contigo ¿cómo podría ser posible que me aburriera?
Él se rió gravemente y esperó que ella no le hiriera cuando comprendiera la
verdad del asunto.
Apenas había pasado el mediodía cuando Robin se encontró de pie en el patio,
mirando cómo metían sus cosas en un carro. Miró a los hombres que lo estaban
haciendo. Esos muchachos le habían prestado juramento y no había ni uno solo de ellos
al que no confiara su vida.
Sé donde dormís.
No podía dejar de pensar en el mensaje. Apenas podía creer lo que había leído,
pero como todavía sostenía en sus manos el papel arrugado, no podía negar la
evidencia.
¡Y pensar que había creído que detrás de todo el asunto estaba Maude!
¡Qué estúpido había sido!
Pensó en lo que le acababa de decir su abuela. ¿Era posible que fuera uno de
los criados? No podía creerlo. Todo esto había comenzado mucho antes de que
llegaran.
Sé donde dormís y allí moriréis.
Razón de más para no esconderse en la seguridad del torreón. Obviamente
alguien pensaba matarle allí. Esa era otra razón para no encerrarse en su recámara y
permanecer allí. ¿De qué le serviría hacerlo? ¿Para estar virtualmente prisionero?
No, se aburriría. Y no pensaba pasar otro día mirando por encima de su
hombro cada vez que daba un paso.
No descansaré hasta recuperar lo que es mío.
No si él podía evitarlo. No tenía ninguna otra opción, sólo descubrir al
demonio, enfrentándose a él bajo sus propias condiciones y después matarlo.
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Capítulo 39
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—Esta es tu alianza, Anne, y fue pensada para ti. ¿Por qué si no la piedra sería
como tus ojos y el oro como tu pelo?
—¡Ah!—exclamó ella con un hilo de voz.
—¿Recuerdas lo que te conté sobre esa pequeña escaramuza en España?
Ella no se atrevió a contestar y se limitó a asentir con la cabeza.
—Anduve con Nick bajo una de las lluvias más torrenciales que he visto sólo
porque me hablaron de un orfebre de habilidad sin igual que vivía cerca de Madrid.
También tenía la gema, sin embargo, si no hubiera tenido ninguna que me satisficiera,
la habría buscado.
—Efectivamente—consiguió decir ella.
—Puede que sea demasiado grande—dijo él frunciendo el ceño—Juro que no
podía recordar que tamaño podría ser el adecuado, de modo que utilicé mi dedo
meñique como modelo y luego el hombre disminuyó el tamaño—alzó la vista hacia ella
y sonrió—¿Lo quieres?
La mano de ella temblaba cuando la extendió. ¡Que mal le había juzgado! Le
miró mientras él tomaba su mano e intentaba ponerle el anillo. El único dedo con el
cual tuvo éxito fue el pulgar. Robin frunció el ceño.
—No puede ser—dijo mirando su mano como si así pudiera conseguir que los
dedos de ella engordaran.
Anne cerró los dedos en un puño.
—Servirá por el momento.
—Podría ponerle una tela y colocarlo en otro lugar.
Anne vaciló antes de devolvérselo, pero supuso que él no iba a cambiar de
idea sobre eso. Después de todo lo había conseguido pensando en ella.
Por asombroso que resultara.
Oyó un desgarro y gimió en silencio al ver como cortaba el dobladillo de la
túnica con la daga. Él levantó la vista para mirarla y sonrió.
—Lo siento—dijo—Juro que lo repararé yo mismo.
Ella frunció los labios.
—Lo dudo.
—Soy capaz de hacerlo.
—También eres un hombre casado—dijo ella secamente.
Él se rió.
—Parece que piensas que estás condenada a pasar la vida arreglando mi ropa.
—Lo estoy.
—Seré más cuidadoso.
Ella ya había visto la ropa de Robin y sospechaba que el que fuera más
cuidadoso no sería suficiente para librarla de pasar horas remendando. Pero de algún
modo, cuando él hubo adaptado el anillo a su entera satisfacción, no le pareció una
tarea tan pesada siempre que pudiera llevar el anillo en su dedo para mirarlo como
ahora.
Robin deslizó el anillo en su dedo, luego tomó su mano en las suyas y pasó el
dedo por el anillo.
Y luego la miró.
Ella se preguntó si el calor que sentía de repente se debería al fuego.
—Hay—dijo él—otro asunto del que también podríamos ocuparnos esta noche.
—Por los santos, Robin—dijo ella a punto de echarse a reír—haces que parezca
como si estuvieras preparando una batalla contra algún grupo de mercenarios.
Él la miró frunciendo el ceño.
—Nunca antes había tenido una esposa. No estoy seguro del todo de cómo
hablar sobre este…mmm…
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—¿Asunto?—propuso ella.
Él cerró la boca y frunció el ceño un poco más.
—¿Desfloración?—ofreció ella.
Él apretó los labios.
—Veo que has pasado demasiado tiempo con mi hermano.
Ella sólo se rió.
—Si mi padre pudiera vernos en este momento, revisaría sus suposiciones.
Robin movió la cabeza con una breve carcajada.
—Por los santos, Anne, nuestras vidas han sido un lío hasta ahora.
Ella le vio frotar el pulgar en el dorso de su mano y rió al verlo. Era todavía
más milagroso porque ella llevaba su anillo.
—¿Cómo lo habías hecho tú, mi señor? ¿Si hubierais podido organizar los
acontecimientos?
—En primer lugar—dijo él mirándola con una seca sonrisa—no me hubiera
encontrado en tu cama antes de casarme. Una dama nunca debería ser sometida a los
ronquidos de un hombre sin estar antes casada con él y que fuera demasiado tarde
para que cambiara de opinión.
—Dudo que yo lo hubiera hecho—dijo ella.
—Francamente, me sentí asombrado cuando viniste a la capilla—continuó él—
Dadas las circunstancias.
—No fue del todo por voluntad propia—admitió ella.
—Y allí deberíamos haber estado tú y yo y la única espada desenvainada
debería haber sido la mía cuando la pusiera a tus pies mientras, prometiendo
protegeros con mi nombre y con mi cuerpo—dijo él con una sombría sonrisa—Lo
cambiaría si pudiera, mi señora.
—Pero no podrías aunque lo intentaras. Sin embargo puedes distraerme
contándome como podrían haber sido las cosas después.
—Una buena comida—dijo él tomando su mano entre las suyas—y quizá un
poco de baile.
—En lo cual eres extraordinariamente hábil—dijo ella con una sonrisa.
—Para ser un guerrero con los pies torpes—estuvo de acuerdo él—Y
cumplidos como ese hubieran igualado a los míos alabando tu belleza y habilidad al
bailar. Y mientras el resto de nuestras familias bailaba y se divertía, nosotros nos
escaparíamos a una tienda levantada a la orilla del mar, mis guardias la rodearían para
que pudiéramos tener una gran intimidad para dedicarnos a nuestros…
—Asuntos—terminó ella.
—Por supuesto.
Ella dirigió la vista a su espalda.
—Veo que la tienda está aquí. Una muy resistente.
Él sonrió.
—Hice que la trajeran cuando llegué aquí. Había abandonado muchas cosas en
el hogar de Nick en Francia, pero luego pensé que podría necesitar algunas.
—¿Entonces piensas quedarte?—preguntó ella suavemente.
—¿Cómo podría marcharme?—preguntó él—Tú estás aquí.
Ella sólo fue capaz de mirarle en silencio. Él le devolvió la mirada pero una
esquina de su boca se levantó en un espasmo.
—Tenemos nuestra tienda—indicó haciendo un gesto con la cabeza en esa
dirección.
—La tenemos.
—Estaríamos más calientes dentro—ofreció él—Tapados con las mantas, las
pieles y demás.
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Si fueses mía
Ella no podía discutirle ese punto. Además la idea de entrar en calor la distraía
del hecho de que seguramente estaba a punto de convertirse verdaderamente en la
esposa de Robin y esto era algo que se había negado tantas veces a sí misma que casi le
dolía atreverse a pensarlo.
Robin sacó una vela, la encendió en el fuego y luego entró en la tienda tirando
de ella. Depositó la vela en un taburete y luego se incorporó y la miró.
—¿Te satisface?
—Esta tienda tuya es muy grande—dijo ella mirando a su alrededor con
sorpresa—Incluso lujosa.
—¿No creerías que te iba a albergar en algo peor, no?
Ella extendió la mano y tocó una de las resistentes paredes de tela.
—Es sólida.
Robin sonrió.
—Nadie podrá ver el interior, mi señora—Tendremos privacidad.
—Y también nuestras pieles y nuestras mantas—añadió ella.
Le miró preguntándose tan sólo lo que se suponía que tenía que hacer ahora. Y
luego miró más detenidamente a Robin y le vio realmente. Su suave expresión fue casi
su perdición. Se estiró y le tocó la mejilla.
—Apenas puedo creer que esté aquí contigo—susurró—Que te hayas casado
conmigo.
—¿Y con quién más podría haberme casado?—preguntó él muy suavemente.
Robin extendió la mano y le devolvió la caricia.
—Te amé desde el primer momento en que mis ojos se posaron en ti…
—Cuando me pusiste un gusano en el vestido…
—Y cada segundo desde entonces—terminó él con una sonrisa.
—¿Incluso cuando no estabas?—preguntó ella con cuidado.
—Cada segundo desde entonces—repitió él—Sobre todo cuando trataba de
convencerme a mí mismo de que no. Pero en el fondo de mi corazón sabía que en mi
vida sólo sería feliz si lograba una cosa.
—¿Qué cosa?
Él asintió con la cabeza.
—Que fueras mía—le colocó el pelo detrás de las orejas—No pasó ni un solo
día sin que ocuparas mi mente, ni una sola noche en la que no atormentaras mis
sueños.
—Lamento no haberlo sabido—dijo ella con melancolía.
—Bien, ahora ya lo sabes—dijo él—Y si me das tiempo te lo recordaré cada día
a partir de este instante.
—¿Y cómo lo harás, mi señor?—preguntó ella.
Él tomó sus manos y las colocó alrededor de su cuello, luego la acercó más.
—Te lo diré—dijo inclinando la cabeza para besarla—Te lo diré de mil maneras
distintas, con cada mirada, cada palabra y cada caricia.
—Cuando no estés refunfuñando—suspiró ella.
—Bueno—dijo él sonriendo—Tengo una reputación que mantener. No me
gustaría que los muchachos pensaran que me he vuelto blando. Pero—añadió
levantando una ceja—sólo será durante el día.
—¿Hay algún otro momento?
—Queda la noche, mi amor. Y por las noches te demostraré cuanto te amo.
—¿Lo harás?—consiguió decir ella.
—Puede que no de mil maneras cada noche—concedió él—pero seguramente
las suficientes como para que no te quepa ninguna duda en el corazón de que para mí
no podría haber ninguna otra mujer aparte de ti.
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La besó suavemente.
—Nadie salvo tú, Anne.
Ella alzó la mirada hacia él.
—Demuéstramelo—dijo ella simplemente.
—Lo haré.
Y lo hizo.
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Capítulo 40
Robin abrió sus ojos y despertó totalmente. Le llevó un momento o dos, sin
embargo, entender por qué estaba tan caliente y por qué sentía arena bajo su trasero en
vez de un fino colchón relleno de plumas de ganso. Estaba caliente porque su esposa
estaba extendida sobre él como una manta y su trasero le dolía porque estaba
durmiendo en la orilla. Realmente tuvo que admitir, que, sin embargo, había un par de
detalles positivos que le vinieron inmediatamente a la mente. Uno, todavía estaba vivo,
lo que significaba que había sobrevivido a la noche. Dos, estaba deliciosamente caliente
a pesar de su falta de ropa y de la de su señora.
Había, decidió, algo que decir a favor de vivir en una tienda.
La vela había ardido hasta el final, pero la luz era suficiente para ver agitarse los
párpados de Anne y abrirse. Ella le dirigió una soñolienta sonrisa.
—Ah —dijo con un bostezo —eres tú.
Él se rió a pesar de sí mismo.
—Sí, mi señora, soy yo. El gamberro con el que dormiste anoche.
—¿Dormimos? —preguntó ella amablemente. —Te aseguro que no recuerdo
haber dormido demasiado.
Tampoco él, y estaba seguro de que no habían dormido mucho tiempo.
Extendió la mano y retiró el pelo de su señora hacia atrás y se preguntó si todavía
dormía. Seguramente ella no era más que una fantasía de sus sueños.
—Sabes —comenzó él —creo que todavía podría volverme un poeta.
—¿En serio?
—Estoy teniendo pensamientos muy poéticos sobre ti, mi amor.
—Una pena que no tenga papel y tinta, o los habría apuntado. Geoffrey, el
laudista, estaría de lo más impresionado.
Él parpadeó, luego la miró sorprendido.
—¿Te lo contó? —Entonces otro pensamiento se le ocurrió y entrecerró los ojos.
—Estabas en la habitación.
—Me siento acusada.
—¡Anne!
Ella sólo sonrió y se inclinó más cerca para besarlo.
—Fue un maravilloso regalo, aquella mañana —dijo. —Y pienso que eres un
bardo perfectamente bueno. ¿Demasiado efusiva y agria la canción, no crees?
—Lo que yo creo, mi señora —dijo él, —es que has insultado mis excelentes
habilidades musicales. No tengo ninguna otra opción, excepto exigir indemnización y
satisfacción por tu parte.
—Oh, por favor hazlo —dijo ella con una sonrisa perezosa. —Exige todo lo que
gustes.
Él comenzó a hacer justamente eso, luego vaciló.
—Quizás soy demasiado atrevido —dijo suavemente.
Se había preocupado, al principio, de que no sólo podría aplastar a su señora, si
no también perjudicar su pierna. Había sido sumamente cuidadoso, aunque admitía
que su entusiasmo lo había vencido una vez o dos.
Ella sólo sonrió y negó con la cabeza.
—Estoy bien. De verdad.
—¿De verdad?
—Sí. Concéntrate en tu trabajo, mi señor. Creo que todavía nos queda un poco
de noche y te juro que estoy todavía poco convencida de que me amas completamente.
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alrededor ellos y determinaba que todos sus guardias estaban todavía en sus puestos.
Llamó a su capitán, quien con Jason había armado lo que serviría como una tienda
comedor y salón de guarnición a una buena distancia. Jason salió, frotándose los ojos,
pero sin parecer desmejorado. Robin lo llamó. Jason miró alrededor, luego se precipitó
hacia su tienda.
—¿Y bien? —preguntó Robin.
—¿Algún movimiento?
—Ninguno, mi señor —dijo Jason. —Los hombres han estado haciendo guardia
toda la noche y nada insólito ocurrió.
—¿Y todavía están haciéndolo?
—Sí, mi señor. —Jason hizo una reverencia a Anne.
—Mi señora.
—Mi señor Ayre —dijo ella a cambio.
Jason miró a Robin y sonrió vacilantemente.
—¿Pasasteis buena noche, mi señor?
Robin resopló, puso su mano al dorso del cuello de Jason y lo sacudió.
—No es asunto tuyo, mi muchacho, pero sí, sobrevivimos.
—Lady Anne parece encantadora esta mañana —dijo Jason.
Robin la miró e intentó fruncir el ceño. Su pelo, que había estado en algún
momento ordenado, parecía como si ella hubiera rodado de su cama sin pensar en
peinarlo o en una trenza. Quizás venía de enterrar sus manos en él demasiado a
menudo. Y luego estaba su boca, que parecía como si la hubieran besado a fondo —y
más de una vez.
De verdad, si Robin tuviera que contar la historia verdadera, parecía como si la
mujer hubiera sido amada totalmente la noche antes y acabara de levantarse para
estirarse antes de volver para más de lo mismo.
Y eso era bastante para hacerle considerar seriamente una pequeña siesta.
Después de todo, era su deber cuidar de que su matrimonio fuese bien consumado.
—¿... lista de justicia?
—¿Eh? —preguntó Robin, comprendiendo que Jason se dirigía a él.
—¿Qué dices?
—Las listas de justicia —dijo Jason otra vez, mirando a Robin con los ojos como
platos.
—¿Queréis las listas, mi señor?
Podía pensar en varias cosas que quería mucho más que garabatos del día para
dispensar justicia, pero quizás fuese mejor que se dedicara a sus asuntos mientras tenía
inteligencia para concentrarse en ellos. Además, cuanto más pronto lograra desenredar
el misterio de la nota, más pronto podría recoger sus cosas y volver a los aposentos de
su padre y al suave colchón de plumas de ganso tan cómodo de su padre.
Y esto lo dejó mirando a Anne resueltamente.
—¿Las listas, mi señor? —dijo Jason de forma significativa.
Condenado muchacho. Robin miró airadamente a su escudero.
—Tráelas —gruñó. —Las revisaré enseguida.
Jason se largó y Anne rió. Robin giró su furiosa mirada hacia ella.
—¿Algo te divierte?
—Me miras como si fuera una sabrosa pata de cordero que tienes en mente roer.
—Es un elogio —dijo él maliciosamente.
Ella le sonrió.
—Lo sé. Y te besaría por ello, pero tu escudero volverá.
—¿Y?
—Tienes una reputación que mantener, mi señor.
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Nota de la traductora: El correr de las amonestaciones: Las amonestaciones: Son el anuncio público de la futura
boda, para que si hay alguien que crea que no debe celebrarse dicha boda pueda impedirlo.
Esta costumbre fue iniciada por el emperador Carlomagno. En aquella época, se producían muchos matrimonios
consanguíneos, con lo que el emperador obligó a los novios a comunicar su compromiso una semana antes de la
boda. Las amonestaciones o avisos públicos se colgaban en la puerta de la iglesia para que todo el mundo pudiera
verlas.
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tajadero5 con ella. ¿Pero instalarse en Artane como una criada con el único objetivo de
dañar a Anne?
Era improbable.
Tuvo que ser alguien más, alguien con bastante inteligencia para planear un
asesinato. Robin comenzaba a preguntarse si Maude habría sido sólo un peón en el
esquema de mal. Pero eso significaría que el verdadero asesino habría estado enterado
de su asociación con Maude.
Lo que significaba que tenía que ser alguien que al menos había visitado
Canfield.
O alguien que por casualidad había oído rumores sobre Artane.
Robin hizo una pausa y miró a su señora. Estaba sentada cerca del fuego con su
pierna coja estirada ante ella y la otra rodilla doblada para así poder descansar su
barbilla encima. Su pelo destellaba a la luz del sol mientras yacía extendido sobre sus
hombros. La luz también acariciaba su hermosa piel, coloreando su palidez con un
matiz dorado. Robin sintió apretarse su corazón en un puño. No podía perderla. Había
una parte de él que casi deseaba nunca haberla tenido, en su cama o en su corazón.
Seguramente podría haberse ahorrado la pena de esa forma.
Ah, pero lo que se habría perdido. Caminó hacia ella, luego se arrodilló.
Examinó sus pálidos ojos verdes y no pudo evitar inclinarse y besarla suavemente.
—Te amo—susurró él. —Por todos los santos, Anne, te juro que te amo.
Ella alargó la mano y tocó su mejilla, sus ojos llenos de lágrimas.
—Yo también te amo—dijo ella en voz baja. —Tanto, que casi me duele mirarte.
—Entonces estamos ambos en lamentable forma, señora, pues esos son
exactamente mis pensamientos.
—¿Entonces qué haremos? —preguntó ella melancólicamente.
—Viviremos —dijo él. —Unas vidas muy largas.
—Eso espero —dijo ella. —Eso espero
Robin la miró un momento, memorizando su sonrisa y el amor que veía en sus
ojos. Entonces se levantó y buscó a su escudero. Cuánto más pronto se dedicara a su
trabajo, más pronto solucionaría su misterio.
Pero cuando vio a Jason y a quien lo acompañaba, comenzó a preguntarse si la
solución podría llegar más pronto que tarde.
—¿Quién —dijo Robin de manera cortante cuando Jason hizo un alto ante él, —
está contigo?
—Reynaud de Agin, —dijo el hombre con una baja reverencia. —Últimamente
de Segrave, gracias a la generosidad de la señora Joanna.
Uno de los pavos reales de su abuela. Perfecto. Y Robin sospechaba que era el
responsable de los puntiagudos zapatos. Era difícil distinguir uno del otro, pero Robin
había visto aquel imbécil más de lo que le interesaba.
—Os traigo palabras de la nombrada señora —dijo Reynaud, con otra
reverencia. —Aquí.
Un manuscrito fue presentado con una floritura. Robin lo leyó rápidamente,
frunció el ceño y alzó la vista al cielo. Notó que era azul, y extraño para aquella época
del año. Por lo general la costa estaba rodeada de niebla, pero él no iba a quejarse por
un poco de luz del sol. La niebla, desde luego, podría ocultar fácilmente a un asesino.
Robin tomó una decisión. Empujó el manuscrito hacia Reynaud.
—Dile que estoy de acuerdo, —dijo cortante.
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Nota de la traductora: Hasta el siglo XV, se acostumbraba comer sobre una gruesa tajada de pan viejo, llamada
"tajadero", que absorbía los jugos.
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—Como deseéis, mi señor —dijo el hombre con una amplia reverencia que casi
hizo que se ensartara un ojo con su propio calzado ridículo. —Volveré
inmediatamente.
—Hazlo —sugirió Robin. Observó hasta que el hombre hubo alcanzado la
última colina de arena antes de girarse e ir a sentarse al lado de su esposa.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—Mi abuela tiene un plan.
—Desde luego que lo tiene.
—Incluye bailar.
Anne rió.
—Desde luego.
Él frunció el ceño hacia ella.
—No estoy seguro de que me guste.
—No podría esperar menos de ti.
—Piensa invitar a la nobleza circundante a una celebración en nuestro honor.
—¿Y los interrogará en la puerta de la sala, o los invitará a la mazmorra dónde
pueda usar los hierros calientes? —preguntó Anne cortésmente.
Robin gruñó.
—Los santos nos protejan.
—Podría funcionar.
—Podría terminar con nuestras vidas.
—Enséñame a usar un cuchillo —sugirió Anne.
Robin la miró y se preguntó si era probable que pudiera hacer tal cosa. ¿La
dulce Anne con un cuchillo en sus manos? Sacudió la cabeza. Bueno, su hermana era
muy práctica con varias longitudes de hoja y él no tenía ningún problema en
imaginársela sumergiendo cualquier hoja en cualquier atacante. Pero Amanda tenía un
lado acerado que no podía acreditar a Anne.
—Puedo hacerlo —añadió ella.
Robin la miró durante un rato y lo consideró. Quizás la juzgaba mal.
Ciertamente parecía bastante decidida. Y podía ver las ventajas en que al menos
supiera protegerse.
—¿Podrías matar? —le preguntó suavemente.
Ella le devolvió la mirada resueltamente.
—Si eso significara protegerte. O a un niño. Sí, podría.
—No podrías vacilar —le advirtió él. —Vacila y estarás perdida.
—Enséñame.
—No quiero.
—Pero tienes que hacerlo.
Robin se movió tan cerca de ella como le fue posible, luego puso su brazo
alrededor de sus hombros. No era bastante. Con cuidado la levantó en su regazo y
envolvió ambos brazos alrededor de ella. Cerró los ojos y enterró la cara en su pelo.
—Ah, Anne—susurró. —No sé como...
—Podrás —dijo ella. —Te ayudaré.
Robin la sostuvo hasta que la seriedad de la idea goteó de su alma. Las olas
llegaron unas tras otras y su sonido lo calmó hasta que casi logró pensar en ello sin
estremecerse. Y cuando creyó que podría hablar otra vez, suspiró.
—Muy bien —dijo con cansancio.
Anne se retiró y se rió de él.
—Pareces cansado, mi señor.
Él consiguió dibujar una media risa.
—¿Crees que podría hacer un descanso?
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Capítulo 41
Anne estaba de pie con su espalda hacia el hogar, obligándose a mantener sus
manos a los lados. En sí mismo era toda una batalla. Tenía, por supuesto, la necesidad
de calentar sus manos contra ese resplandor para que así pudiera restaurar algo del
calor en sus dedos. Aunque la verdad no había carecido de calor durante las pasadas
noches, en los días que había empezado su viaje.
Entonces sintió el cuchillo atado con correa a su antebrazo, bajo su manga,
donde nadie lo notaría.
Se sintió decidida, e incómoda, como un mercenario.
Y uno no muy bien entrenado.
Había un poco de más comodidad, como es de suponer, el tener a Robin de pie
a su izquierda. Él la había dicho repetidamente, que no dejaría su lado y si eran
atacados, podría defenderla mas fácilmente si estaban juntos. Sabía que debería de
estar mas tranquila por esto. Después de todo, era un espadachín sin igual.
Pero ni siquiera Robin podía ver la punta de una ballesta llegar hasta ellos más
allá de un pasillo.
Anne cerró sus ojos y rezó brevemente por su seguridad. Quizás San
Christopher la había estado asistiendo por su lealtad durantes todos aquellos años y
Robin sobreviviría a la víspera intacto. Y una vez que cada uno se retirara a sus camas,
ella y Robin se retirarían a la recámara del sacerdote. El hombre no había estado
demasiado entusiasmado con la idea, pero Robin no había hecho caso de su
indecisión. Robin se había mantenido firme en que no se encontrarían atrapados dentro
de la recámara del padre.
—Anne, ¿recuerdas a Lord MacTavish, no?—dijo Robin agradablemente. —Ha
llegado en este momento desde su palacio en el norte.
Era uno de los vecinos más molestos de Rhys, notó Anne cuando le sonría y
saludaba con la cabeza.
—Un placer, mi señor.
MacTavish asintió con la cabeza.
—Mejor dadle pronto un bebe, —dijo él bruscamente. —Artane ya es un
anciano.
Y sin más, se alejó a zancadas pidiendo a gritos una bebida.
—Bueno—dijo Robin en voz baja, —podemos quitarlo de nuestra lista de
sospechosos.
—¿Demasiado obvio, verdad?
—Demasiado glotón. Ya tenía salsa en su camisa. Dudo que interrumpiera su
cena para perpetrar un asesinato.
Anne sonrió y se removió inquieta. Cuando lo hizo, el peso del cuchillo contra
su brazo llamó su atención, haciéndola ponerse seria al instante. Por los Santos, no era
momento para bromear. Tenía poca duda sobre si el asesino regresaría, sólo para
mirar los resultados. ¿Cómo podría esperar protegerse sólo con un cuchillo escondido
bajo su manga? No podría enfrentase a él sin temblar. Quizás Robin lo hiciera; pero ella
probablemente no podría matar. Vacilaría, y al final estarían todos perdidos.
Como si Robin adivinara sus pensamientos, puso su brazo alrededor suyo,
dándole un firme apretón. La miró gravemente, pero no dijo ninguna palabra. Anne
respiró hondo, enderezando sus hombros y afirmando con la cabeza.
Haría lo que tuviera que hacer llegado el momento.
Robin se inclinó y puso su boca sobre su oído.
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—Robin, —dijo Anne, tirando de la manga de Robin, —Hay que curarles. Se los
llevare al Maestro Erneis.
Robin vaciló, entonces afirmó con la cabeza.
—Enviaré mi guardia. —fruncía profundamente el ceño. —Debería de
encargarme de acomodar a nuestros invitados.
—Sí, —dijo ella, —Deberías hacerlo. Quizás alguien revelara algo en la
confusión.
Robin tomó su mano y la besó de forma casual.
—Te seguiré tan rápidamente como pueda.
—Estaré bien. Observa bien tu espalda.
Él asintió con la cabeza, entonces hizo señas a sus hombres. Anne pronto se
encontró rodeada otra vez por sus feroces hombres, sintiéndose aliviada por esto.
Llevó una cantidad tremenda de tiempo recoger a los tres heridos y llevarlos
como a los cuartos del curandero. Anne los introdujo en la habitación, fuera los
hombres de Robin esperaban. No había ningún cuarto para ellos y sospechó que
podrían servirla mejor si se mantenían fuera.
Las heridas de Nicholas eran las más graves y Anne se estremeció cuando
ayudó a quitar la tela de las heridas que se habían cerrado sobre ella. Los sollozos de
Amanda cambiaron a un mero temblor y un sorber de mocos. Se sentó a la cabecera de
Nicholas, retorciéndose las manos y restregándose la manga del vestido por la cara.
—Sólo es un rasguño, —graznó Nicholas.
Anne miró a Amanda.
—¿Qué ocurrió?
Amanda sacudió su cabeza.
—No puedo hablar de ello aún. Ve con Nicholas y atiéndele para que esté bien.
Anne miró al Maestro Erneis y rezó para que manejara todo este lío. No podía
negar su habilidad, pero tampoco podía evitar tener un poco de las pociones especiales
de Berengaria que habían venido tan bien en algunas ocasiones. Pero Erneis era
bastante inteligente y estaba acostumbrado a las heridas de las escaramuzas, por lo que
Anne se sintió algo aliviada.
No obstante, Sir Montgomery había sido derribado por una herida de inferior
grado de las que sufría en este momento Nicholas
Anne eliminó aquel pensamiento.
Miró a Miles, depositado en un catre, esperando con paciencia a que se
acercara. Anne comenzó a cortar la túnica de su cuerpo.
—¿Puedes hablar? —preguntó ella.
—Sí, —dijo él con una débil sonrisa.
—Entonces cuéntamelo. ¿Qué pasó?
—Soldados, —dijo con una tos. —Nos esperaban entre los árboles.
—¿Qué os poseyó para abandonar el torreón?—preguntó Anne con sorpresa. —
Pensé que os habías ido para una temporada larguísima. ¿Y dónde estaban los
guardias de Nicky?
Miles gimió cuando ella tiró de la tela de su espalda.
—Íbamos a caballo por delante de ellos, dejando a los hombres detrás de
nosotros. Y todo debido a la nota que me enviasteis.
—¿Enviamos?—preguntó Anne.
—Asumimos que Robin había estado bebiendo cuando lo escribió, —dijo
Amanda con voz hueca. —Los garabatos eran casi ilegibles.
—Muchas palabras… mal… deletreado, —dijo Miles, con los dientes apretados.
—No enviamos ninguna nota, —dijo Anne con sorpresa.
Amanda la miró y parpadeó durante varios momentos de silencio.
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—Mejor que sigan, —dijo, de repente se quedo abstraído. —Sí, hay gran sentido
en eso. Quizás hemos estado yendo de manera incorrecta.
—¿Cómo?—preguntó ella. —¿Protegiéndonos?
—Exactamente, —dijo. —Quizás debería de ser un blanco fácil y ver quién
viene a por mí.
—No puedes hablar en serio, —dijo ella.
—Lo está, —dijo Miles. —Mira la luz diabólica en su mirada. —sacudió su
cabeza. —Esto no es de buen agüero.
Anne alzó la vista hacia su marido y vio que Miles tenía razón. Y sospechó que
no habría absolutamente nada que ella pudiera hacer para disuadirlo de cualquier
estúpido plan que elaboraba en su cabeza.
Y si él tenía la intención de que encontrarse muerto a la mañana siguiente, nada
podría hacer para que cambiara su pensar, pero se aferraría a él esta noche. Lo empujó
hacia la puerta.
—Envía el mensaje a tu abuela, —le ordenó.
Él parpadeó, entonces se dirigió hacia la puerta para hacer justamente eso.
Anne se giró hacia sus hermanos y hermana adoptivos.
—Vosotros tres a descansar.
Hubo tres inclinaciones de cabeza de distintos grados para contestarle.
Entonces se dio la vuelta hacia el Maestro Erneis.
—¿Tiene algún lugar donde Robin pueda descansar en paz? —Había camas en
abundancia en la recámara en la que estaban, pero no había ninguna intimidad. Y
considerando que ella estaba pensando en otras cosas con respecto a su marido además
del sueño, aquellas camas tan públicas no le gustaban.
—Sí, mi catre está allí, —dijo, señalando un lateral de la recámara. —Puede
correr la cortina si desea bloquear la luz.
—¿Vigilará a mi familia?—preguntó Robin cansadamente. —Despiértame si
algo va mal.
—De acuerdo, mi señor.
Robin lo miró y tembló.
—Perdóneme, Maestro Erneis, pero he pasado demasiado tiempo en estas
recámaras suyas. Sabe que es con gran reluctancia que lo privo de su catre.
Anne tiró de Robin antes de que pudiera pensárselo mejor.
La pequeña recámara de Erneis no era tan lujosamente privada como la tienda
de campaña de Robin, pero serviría. Anne tiró de la cortina hasta el final y pasó sus
brazos alrededor de él. Robin la miró con el ceño fruncido.
—¿No tienes sueño?—preguntó él.
—Más tarde.
Él tiró de ella acercándola y la abrazó fuertemente.
—Todos van a estar bien, Anne. Lo juro.
—Pero por si no es así, ven aquí y procura no hacer demasiado ruido.
Anne lo sintió sonreír contra su boca.
—Ah, Anne, te amo demasiado.
—Entonces demuéstramelo, —dijo ella a la vez que lo derribaba sobre el catre
con ella. —Esta noche, después de todo.
—Y mantendré mi promesa.
—Entonces prométeme que no harás ninguna tontería.
—No sé si será factible que un hombre prometa algo mientras está en la cama
con su esposa.
—Prométemelo, Robin, —dijo, bajando su cabeza hacia la suya y besándolo
profundamente. —Prométemelo.
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Él sólo gimió en respuesta y ella supuso que con eso tenía suficiente. Se
estremeció al pensar lo qué él podía estar pensando, y sólo esperó que no fuera lo
bastante temerario para terminar con su vida. Pero aunque ella no podía haber dicho
quién estaba detrás del ataque contra Nicholas, Amanda y Miles, no tenía ninguna
duda de quién había escrito la nota que Robin había encontrado. Pero había una cosa
que no entendía, y era una cosa que había dejado una duda en su mente sobre lo que
había supuesto.
¿Por qué querría Edith a Artane?
Y si quería realmente a Artane, ¿por qué querría matar a Robin?
—Anne, para ya de pensar, —susurró Robin.
—No puedo...
—Sí, puedes. Ven aquí, sílo déjame ayudarte.
Bien, no podía negar que él fue lo bastante persuasivo y concienzudo. Y quizás
Robin estaría bien y todo parecería más claro por la mañana. No tenía ningún sentido
el no hacer un mejor uso de la noche mientras lo tenía en sus brazos.
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Capítulo 42
Cinco día más tarde, Robin estaba de pie en las escaleras que conducían al
gran salón, irritado ante lo que veían sus ojos. Le había costado mucho invitar
educadamente a los invitados a que se fueran y sólo lo había conseguido después de
varios días de costosas diversiones y hospitalidad. Había conseguido tener un poco de
tiempo para divertirse él mismo en la justa sabiendo perfectamente que tal cosa estaba
prohibida excepto en los torneos organizados por el rey.
Nunca había pasado un día más desagradable en el campo.
Había llegado a comprender que ser el señor de un torreón significaba mucho
más de lo que creía, y esto influyó mucho en que procurara no humillar en las lizas a
sus potenciales aliados. Desde luego, al final salió vencedor ya que no iba a perder sólo
para apaciguar el orgullo de nadie, pero había sido una operación bastante agotadora
ya que había prolongado cada enfrentamiento mucho más de lo que le hubiera
gustado.
Y mientras estaba luchando tuvo que mantener la mitad de su atención
concentrada en Anne y su abuela en sus asientos.
Por no mencionar que también intentaba no encontrarse con una flecha alojada
entre las costillas.
De modo que contempló con gran entusiasmo y alivio cómo el último de los
invitados se marchaba por la puerta principal. Si tan sólo pudiera mover a su abuela y
a su séquito con la misma presteza, podría volver a prestar atención a su plan original.
Convertirse en una presa fácil.
Sintió que una mano se deslizaba en la suya y no necesitó mirar para saber de
quién se trataba. Sonrió a pesar suyo. ¡Por los santos, lo que había estado a punto de
perder por su propia obstinación!
—Supongo que no servirá de nada decir otra vez que esto no me gusta.
Miró a su esposa y le dolió el corazón. Le pareció que no iba a poder mirarla
nunca más sin preguntarse si la iba a perder.
O si moriría él mismo y no podría poseerla nunca de nuevo.
—Puedes decirlo—dijo con calma—pero será inútil.
—¡Maldito cabezota!
Robin se estremeció ante la genuina preocupación de sus ojos.
—Anne, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Ella suspiró.
—Aparte de esto, nada.
—Tendré cuidado.
Ella le tomó del brazo y Robin pudo ver el cuchillo en el interior de su manga.
—Podría protegerte la espalda.
—Permíteme rezar para que no tengas necesidad de hacerlo, pero de todas
formas, estaría encantado.
Aunque después de haber visto lo que el haber matado a un hombre, aunque
hubiera sido en defensa propia, había hecho con su hermana, Robin no estaba seguro
de querer que Anne estuviera siempre cerca de un asesino. Una semana después,
Amanda todavía temblaba.
Miró fijamente hacia el patio, haciéndose muchas preguntas. ¿Quién podría
haber puesto su sello en la misiva sin que nadie se diera cuenta?
A no ser que se tratara del sello de su padre.
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—Robin, no voy a dejarte solo—levantó la vista hacia él con los ojos llenos de
lágrimas—¿Piensas que podría estar un sólo día sin ti?—preguntó—¿Lo has pensado?
—Continuamente—contestó él acercándose más y abrazándola—A cada
momento, cada día, es un pensamiento que me atormenta y me rompe el corazón.
La estrechó con cuidado y luego se apartó lo bastante para mirarla muy serio.
—Pero quiero tener toda una vida contigo, Anne. Y no la tendremos si no
acabo con esto. Hoy.
—Voy contigo.
Él vaciló, luego se tranquilizó.
—Te sentarás con mis guardias en el muro.
—Sin guardias.
Él parpadeó.
—Pero…
—Dijiste que para hacer esto no necesitabas a los guardias. Yo tampoco los
necesitaré.
—Pero…
—Además, Robin ¿cómo te iba a atacar alguien viéndolos?
Robin sabía que ella tenía razón pero se le encogía el estómago sólo de pensar
en la otra mitad de si mismo sentada separada de él sin nadie para protegerla. A pesar
de lo mucho que a ella le gustaba su pequeña daga, Robin sabía que no serviría de
mucho en caso de que alguien la atacara.
Pero seguro que Baldwin no intentaría probar suerte con Anne estando Robin
cerca, sobre todo con las manos vacías. Había pensado seriamente en dejar la espada.
Esa sería una tentación difícil de resistir para Sedgwick. Tomó la cara de Anne entre las
manos y la besó suavemente, luego la tomó de la mano
—Ven pues—dijo—terminemos con esto.
Redujo la velocidad de sus pasos para amoldarse a la de ella casi sin pensarlo.
Esa era otra razón por la que Baldwin tendría que pagar ya que había sido el quien la
había desafiado a montar ese semental en su juventud. Robin en persona se encargaría
de hacerlo.
El corto trayecto hasta las lizas se hizo eterno. Con cada paso Robin se
preguntaba si ese sería el último que daría en compañía de su amada. Para cuando
llegaron al muro interior, comprendió que era inútil darle mas vueltas. Sobreviviría o
no. Obsesionarse con ello no iba a cambiar las cosas.
De modo, pues, que mejor sería no fallar.
Se detuvo cerca del banco adosado al muro. Miró a su esposa y vio el débil sol
brillando en su rubio pelo y la palidez de su rostro cuando lo levantó hacia él. La
abrazó y la besó con toda la pasión que sentía de modo que ella nunca pudiera olvidar
lo mucho que la amaba.
—No fallaré, Anne—dijo con voz ronca—Lo juro con mi vida.
Ella se limitó a sacudir la cabeza y le agarró con fuerza. Luego, de repente,
retrocedió un paso, separándose de él.
—Te esperaré—dijo en voz baja.
Robin asintió y se desabrochó el cinturón de la espada.
—Robin—jadeó ella.
Él desenvaino la espada y se la entregó, depositando después la vaina encima
del banco. Sonrió con valentía.
—Si voy a ser una presa, mejor convertirme en una presa fácil.
—Robin, no…
—¿Crees que sólo soy diestro con una espada?—preguntó él.
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—Eres diestro en muchas cosas, mi señor—dijo ella con energía—pero sin duda
podrías necesitar la espada.
—Volveré a buscarla.
La sentó en el banco (aunque ella no quería hacerlo) y se apartó haciendo una
reverencia.
—Hasta luego, mi señora.
Le dedicó una última mirada, mientras ella sujetaba con precaución la espada
sobre sus rodillas con la mano en la empuñadura, y rezó por no estar cometiendo el
mayor error de su vida dejándola allí sola. No se le ocurría nada más prudente. Si
realmente Baldwin era quien estaba detrás de todo el asunto, entonces el ver a Robin
indefenso le resultaría una tentación demasiado fuerte para resistirla.
Y entonces giró sobre sus talones y se dirigió al centro de las lizas. Se giró para
quedar de frente al camino entre las puertas interiores y las exteriores y cruzó los
brazos sobre su pecho.
Y esperó.
No había ningún movimiento y muy poco ruido. Quizá después de tanto jaleo
en los días anteriores, las cosas serían tranquilas. Robin había dado instrucciones a los
guardias de las puertas exteriores para que no dejaran entrar a nadie ajeno a la
fortaleza y para que no dejaran salir absolutamente a nadie. De este modo, si Baldwin
regresaba, le dejarían entrar y acudiría rápidamente a las lizas, encantado.
Y si era alguien del interior, tendría dificultades para salir.
Siguió esperando.
Miró a Anne. Ella había apoyado la espada en el banco. Quizá estuviera
cansada de esperar. No podía culparla. Él mismo estaba tentado de sentarse para
descansar un poco.
En ese momento vio un movimiento cerca de las puertas.
Baldwin de Sedgwick.
Sonrió. Quizá después de todo, las cosas iban a salir como había planeado.
Golpeó el suelo impacientemente con el pie, y vio que su primo vacilaba. Robin abrió
los brazos para demostrar que no llevaba ningún arma. Tal y como esperaba, Baldwin
mordió el anzuelo.
Giró su caballo y se dirigió a las lizas. Se detuvo a una distancia de treinta
pasos de Robin. Robin no esperó a que hablara.
—¿Terminaste con tu trabajo en Wyckham?—preguntó en tono cordial.
La mandíbula de Baldwin cayó y esto le dijo a Robin inmediatamente todo lo
que necesitaba saber. Baldwin cerró la boca con un chasquido y frunció el ceño.
—Estaba encargándome…
—¿De conseguir rufianes?—sonrió Robin educadamente—Tengo entendido
que mi hermana se deshizo de uno de ellos con bastante facilidad. La próxima vez sería
mejor que consiguieras mercenarios, primo. Los otros no se aseguran de haberse
ganado su oro.
La boca de Baldwin se movió durante unos segundos pero pareció ser incapaz
de producir un sonido inteligente. Luego se dominó.
—¡Hijo de puta!—escupió.
Robin se limitó a sonreír.
—Mi madre no era una puta, muchacho. Sin embargo no me atrevería a decir
lo mismo de la tuya.
Baldwin rugió y espoleó a su caballo. Robin lo esquivó y dio media vuelta.
Baldwin hizo girar a su montura y miró a Robin, sopesando, al parecer, las ventajas de
hacer otra pasada. Sin embargo no hizo ningún movimiento por lo que Robin supuso
que lo había pensado mejor. Robin contempló la posibilidad de sacar el puñal que
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llevaba en el cinturón. Eso podría enfurecer a Baldwin lo bastante como para obligarle
a actuar y quien sabía lo que sería capaz de hacer.
—Mi madre era una dama—gruñó Baldwin—Y yo por lo menos sé quien fue
mi padre.
Robin parpadeó y se encogió de hombros. Obviamente se suponía que era un
insulto pero ni por lo más sagrado se sentía ofendido. Miró a su primo que en ese
momento estaba desenvainando su espada con una floritura y se preguntó si podría
obtener de él una o dos respuestas antes de despachar al muy cretino.
—¿Querías ver a mis hermanos muertos?—preguntó Robin.
—A los muchachos—contestó Baldwin—Y a ti por supuesto.
—Por supuesto. ¿Pero también a mi hermana? Diría que no es demasiado
honorable por tu parte.
—No quería que ella muriera—dijo Baldwin pareciendo disgustado—Los
malditos idiotas no supieron quien era. Tengo otros planes para ella.
—No sobrevivirías a la primera noche en tu cama—aseguró Robin—Es muy
hábil con la daga.
—Una mujer no puede manejar un puñal si ha sido golpeada—dijo Baldwin.
Robin no podía ni siquiera concebir algo así, y se condenaría antes de permitir
que Amanda cayera en poder de un desgraciado como el que tenía enfrente.
—Bueno—dijo—no es necesario preocuparse por eso ya que nunca estarás lo
bastante cerca para tocarla y mucho menos para sentir la mordedora de su daga.
Ladeó la cabeza y miró a Baldwin.
—Sólo hay una cosa que no entiendo.
—Yo diría que más de una—resopló Baldwin.
—¿Por qué Maude? ¿Por qué Anne?
—Maude era una estúpida llorona—dijo Baldwin con repugnancia—Ella
debería haberte atormentado hasta que yo pudiera matarte.
—¿Y resultó que le tomó aversión a Anne?—preguntó Robin—¿Un problema
que añadir al resto de tus problemas?
—Sí—contestó Baldwin asintiendo con la cabeza.
Robin no se sorprendió. La única cosa que le sorprendió realmente era el
hecho de no haberse dado cuenta desde el principio. Sólo los santos sabían de donde
había sacado Baldwin a Maude, pero podía entender su deseo de hacerle sufrir.
Y que lo condenaran si no había sido bastante eficaz.
Pero ahora estaba a punto de acabarse y Robin estaba impaciente por
comenzar. Mantuvo sus brazos abiertos.
—Estoy aquí, Baldwin. Haz lo que tengas que hacer y terminemos con esto.
Baldwin se negó.
—No tienes espada.
—No la necesito.
La expresión de Baldwin se oscureció.
—No voy a luchar así. No hay honor en ello.
—Tampoco hay honor en envenenar a un niño—dijo Robin despacio—Ni en
empujar a una mujer por las escaleras.
—Fue trabajo de Maude. ¡El mío es matarte y no lo haré a menos que te
enfrentes realmente a mí!
Robin suspiró. Éste era su desitno; tener que luchar con un imbécil con
ideales. Se preguntó si valía la pena ir a buscar su espada o si sería suficiente con tomar
el puñal y lanzarlo directamente a los ojos de Baldwin. Comprendió que aunque
estuviera tentado a hacerlo, probablemente le parecería tan poco divertido como a
Baldwin.
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Su padre. Robin resopló. Ese hombre se merecía que le abriera las tripas de la
manera más dolorosa.
Miró a Anne con furia.
—¿Crees que él lo sabe?
—Lo dudo—consiguió decir Anne—Tal vez piense en ti como si fueras su hijo
de modo que el parecido no…
Edith apoyó el puñal en la garganta de Anne y esta dejó de hablar
inmediatamente.
—Suficiente—ladró—Baldwin acaba con él. Cuando termines tienes cuatro más
de los que ocuparte.
—No quiero—dijo Baldwin—Mírale; ni siquiera va a levantar la espada contra
mí.
Robin no deseaba tambalearse durante diez minutos en las lizas, como un
borracho, aturdido por lo que acababa de saber. ¿No se preguntaba siempre por qué él
y Nick tenían la misma mirada? ¿No se había sentido maravillado de que él y Miles se
parecieran tanto cuando sólo tenían en común a su madre?
—¡Ahora!—ordenó Edith.
Robin se prometió pensarlo mejor más tarde. Por el momento tenía que acabar
con Baldwin y liberar a Anne, a ser posible todo al mismo tiempo. Sospechaba que si
mataba a Baldwin y no podía llegar a Anne en ese mismo instante, Edith terminaría
con ella clavándole esa hoja en su hermoso y blanco cuello.
Y ese pensamiento casi le paralizó.
Se volvió hacia Baldwin.
—Muy bien—dijo levantando su espada—Te daré la pelea que quieres.
—Al menos morirás como un hombre—se burló Baldwin.
—Eso espero—suspiró Robin.
Entonces comenzaron. Robin apartó de su mente todo lo demás, la cantidad
vidas que dependían de lo que él hiciera. La empuñadura de su espada estaba
resbaladiza a causa del sudor de sus manos y le temblaban las piernas. En los primeros
embates, tuvo que admitir que era posible que no consiguiera vencer. Empezó a perder
terreno y no por haberlo planeado de ese modo. Sentía su espada pesada y torpe. La
mente se le nubló por la sorpresa y la preocupación.
Y su primo empezaba a mirarle con el mismo desprecio con que le había
mirado cada vez que se enfrentan en su juventud.
Por un momento Robin se preguntó que sucedería si fallaba.
Sus espadas chocaron con un poderoso golpe. Las hojas se deslizaron hasta
juntarse en la empuñadura. La cara de Baldwin era tan ancha como la palma de su
mano; su aliento casi bastó para acabar con Robin.
—Lamentable cachorro—se burló Baldwin—¿Te dejaré de nuevo revolcándote
en el fango?
Robin sintió como la humillación de aquella vez se derramaba sobre él como si
acabara de suceder. Casi cayó de rodillas.
—Robin.
La tranquila voz de Anne le llegó a través del campo. Robin la miró y vio la
confianza en sus ojos. Estaba allí, de pie, con un puñal apoyado en el cuello y su vida
dependía del éxito de él, y, a pesar de todo, le miraba como si creyera que no podía
fallar.
Se dio la vuelta y miró a su primo, y mientras lo hacía, recordó quién era.
El mejor maldito espachín de toda Inglaterra.
Después de todo, al parecer, la sangre Piaget fluía por sus venas, y su padre
era un espadachín condenadamente bueno.
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Maldito diablo.
Empujó a Baldwin para alejarlo.
—No habrá barro para mí hoy—dijo simplemente—Como puedes ver—
bromeó—la tierra está seca. Pero supongo que no se puede esperar que alguien con tan
poco cerebro sepa apreciar la diferencia.
Baldwin atacó y Robin paró el golpe con facilidad. De hecho, se preguntó
como había podido tener problemas con Sedgwick en primer lugar. El hombre no
estaba ni cerca de igualarse a él.
—¡Date prisa!—exclamó Edith.
—¡Eso intento!—bramó Baldwin atacando con mas furia.
Robin chasqueó la lengua mientras mantenía a raya fácilmente a su primo.
—Me temo que sólo con esos torpes golpes, no sea suficiente para que ganes
hoy. Puede que si te hubieras entrenado un poco más duramente en tu juventud…
—¡Acaba con él!—gritó Edith.
Baldwin se dio la vuelta y escupió a su hermana. Robin no perdió el tiempo
pensando en luchar limpiamente. Quizá pudiera acabar rápidamente con Baldwin y
eso obligaría a Edith a bajar la guardia al menos por un momento. Sería suficiente para
rescatar a Anne. Tenía que serlo. Sospechaba que sería la única oportunidad que se le
presentaría.
Se colocó detrás de Baldwin preparado para hundirle la espada en el corazón,
cuando se diera la vuelta.
Sólo que no lo hizo.
Robin vio asombrado que Edith apartaba a Anne de un empujón y le daba una
bofetada a su hermano en la cara con todas sus fuerzas. Luego le dio la vuelta y le
empujó hacia Robin.
—Atrápalo—ordenó.
Baldwin tropezó cuando ella le empujó de nuevo, luego se echó a un lado un
segundo antes de quedar ensartado por la espada levantada de Robin.
Edith, sin embargo, al parecer no era tan ágil.
Robin vio horrorizado como tropezaba y caía.
Directamente sobre su espada.
Le salió por la espalda, atravesando el vestido, ensangrentada y brillando
incongruentemente bajo la luz del sol. Robin soltó la espada antes de pensarlo siquiera.
Edith cayó de bruces al suelo, inmóvil. Robin se arrodilló a su lado y le dio la vuelta.
Ella le miró.
—Quería…Artane—suspiró.
Luego sus ojos quedaron fijos en la nada.
—¡Bastardo!—rugió Baldwin.
Robin alzó la vista a tiempo para ver a Baldwin lanzándose sobre él con la
espada desenvainada y en alto. Comprendió con escalofriante claridad que no le daría
tiempo de sacar la espada del cuerpo de Edith y usarla con la suficiente rapidez como
para parar el ataque de Baldwin, y que su otra arma (que desafortunadamente había
caído en algún lugar entre el polvo) tampoco hubiera sido suficiente.
Entonces Baldwin se paralizó. Con la espada levantada, se giró sorprendido.
Robin se levantó de un salto, mirando desesperadamente a su alrededor en busca de su
daga.
Pero no era necesaria.
Anne estaba allí, temblando pero conservando su entereza. Baldwin la miró y
la espada empezó a resbalar de su mano. Empezó a caer despacio hacia ella. Anne
retrocedió torpemente justo a tiempo para que cayera a sus pies.
En su espalda había una un puñal hundido hasta la empuñadura.
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Robin sorteó el cadáver de Edith y alejó a Anne a unos pasos, luego la estrechó
en sus brazos.
—¿Estás herida?—preguntó desesperado.
Ella levantó la cabeza y se aferró a él, temblando.
—Por los santos, un hombre no podría pedir una mujer mejor para protegerle
la espalda—dijo Robin impresionado—De lo contrario, me habría matado.
—U…un p…p…placer—los dientes le castañeteaban—N…no m…me p…pidas
que lo ha… haga otra vez.
Él se rió a su pesar.
—Reza para que nunca volvamos a tener necesidad, señora, pero lo hiciste muy
bien.
Permaneció allí, con su amada entre los brazos, sintiendo que un gran alivio se
apoderaba de él. Estaban a salvo. Cerró los ojos y apoyó la mejilla en la cabeza de
Anne.
—Se ha terminado—susurró.
Anne agachó la cabeza.
—Edith lo planeó, Robin. Me lo contó todo.
—Debería haberte hecho caso.
—Deberías haberme hecho caso en muchas cosas.
Él se apartó y frunció el ceño.
—¿Realmente lo sabías?
—¿Lo de tu padre? Sí.
—¿Y no me lo dijiste?
—¿Me habrías creído?
—Desde luego que no—dijo Robin. Levantó la vista hacia el pequeño grupo
que se dirigía hacia ellos. Miró a Nicholas y recibió una mirada que igualaba su
irritación.
—Le mataré—gruñó Robin.
—Te ayudaré—contestó Nicholas—Sólo dame tiempo para curarme y luego
podremos hacer un buen trabajo.
—¿Crees que él lo sabe?—le preguntó Robin a Anne—¿Y cómo lo hizo?
—De la forma habitual, supongo—dijo Nicholas secamente—Y si no sabes cual
es, sospecho que estás en más problemas de los que pensaba.
—Sé muy bien como lo hizo—estalló Robin—Sólo quiero saber, sin ninguna
duda, cuando.
—¡Hum!—dijo Nicholas—Lo único que podríamos descubrir es que yo soy el
mayor.
—¡Ajá!—respondió Robin, pero sólo pensarlo le perforó como un rayo. Miró a
Nicholas—¿Lo crees?
—Esa es una pregunta para tu padre—dijo Anne. Se estaba riendo, maldita
fuera. —¿Por qué no se lo preguntas?
—Me propongo hacerlo—gruñó Robin.
Ella esperó.
—Bien, adelante.
Él maldijo, pero ella siguió sonriendo.
—Continúa—dijo señalando detrás de él—Está ahí.
Robin se volvió para ver a Rhys de Piaget, el maldito bastardo, de pie a su
espalda, mirándole, pareciendo algo verde. Decidió que mas tarde podrían hablar
largo y tendido y también podían esperar las preguntas sobre el motivo de que Rhys
estuviera en ese momento en Artane. Ahora era el momento de actuar. Se dejó llevar
por la ira, determinado a acabar con la vida de ese hombre.
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—¿No crees?
—Maldición—refunfuñó Miles—Demasiado para heredarlo yo todo.
Robin hizo unos bruscos sonidos que no parecieron ser para disimular su
alegría, luego abrazó a su padre, abrazó a su madre y miró a su esposa.
—Sigo queriendo ir a la playa, señora. ¿Qué dices?
—Como quieras—dijo ella, pero le miró como si la perspectiva no le
desagradara.
Robin le dirigió una radiante sonrisa y luego recordó que tenía que hacer algo
más antes de escapar sin pensarlo más. Se volvió y miró a los dos hermanos muertos a
su espalda. Sacudió la cabeza y luego se acercó a sacar su espada del cuerpo de Edith.
La puso de espaldas y le cerró los ojos. Una sombra cayó sobre él y vio a su
padre que se arrodillaba a su lado.
—Una muchacha belicosa—dijo Rhys en voz baja.
—Quería Artane—dijo Robin—Simplemente Artane.
—¿Puedes culparla?—preguntó Rhys con una débil sonrisa.
—No sé si yo mataría por eso—contestó Robin con una desmayada sonrisa—
Después de todo sólo es un montón de piedras.
—Un hogar es algo completamente distinto—estuvo de acuerdo Rhys.
Robin dirigió la mirada hacia Anne y de repente todo su mundo cambió. Se
convirtió en un lugar lleno de paz y serenidad y supo, sin lugar a dudas, que mientras
la tuviera a su lado, el lugar carecía realmente de importancia.
Pero a ella realmente le gustaba la playa.
Y Artane estaba justo ahí, en la costa.
Palmeó la espalda de su padre.
—Me quedaré con tu torreón, padre—dijo.
—Y sin duda con mi oro—se quejó Rhys.
—No me lo gastaré todo mientras estés lejos.
—Todavía no nos vamos—dijo Rhys—Estoy pensando en hablar antes con mi
administrador para ver los estragos que has causado. He oído que hubo una feria en
los alrededores la semana pasada. ¿Por casualidad no salió nada de mis despensas?
Robin se levantó.
—Mañana lo veremos. Hoy tengo otros asuntos que atender.
—No importa—dijo Rhys secamente señalándose a si mismo—Yo me ocuparé.
—Considéralo un regalo de boda—dijo Robin.
—¡Ya te di un maldito regalo de boda, y si recuerdas era casi todo lo que poseo!
—¡Maldición!—exclamó Miles con fuerza.
Robin se rió de su hermano, volvió a su esposa y empezó a atravesar las lizsa.
—Parecen felices—les llegó la voz de su padre.
—¿Son felices?—preguntó su madre.
—Sí, y su felicidad no me ha dejado dormir durante casi una semana—se quejó
Miles en voz alta—Debemos estar agradecidos de que se vayan a la tienda de Robin
donde no nos mantendrán a los demás despiertos toda la noche.
Robin miró a Anne y sintió que empezaba a ruborizarse.
—Lo siento—susurró.
Ella se limitó a rodearle la cintura con el brazo y abrazarle.
—Sobrevivirán—alzó la vista hacia él y sonrió—¿Eres feliz?
—Delirantemente. Estoy aturdido, incluso, ahora que tengo paz para
disfrutarlo. Y por ello tengo que darte las gracias.
—No fue nada.
—No, mi amor, lo que hiciste requiere mucha habilidad y coraje.
—Tú habrías hecho lo mismo por mí. En realidad apostaría a que lo intentaste.
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Robin se estremeció.
—Estuve a punto de hacerlo, Anne. Casi me desmayo cuando te vi de pie con
el cuchillo en la garganta—la miró—Puedes decirme de nuevo que me equivoqué si
quieres.
Ella negó con la cabeza, riendo.
—Me limitaré a disfrutarlo en silencio.
Robin resopló pero no pudo contener una sonrisa.
—Te amo—le dijo mientras se dirigían hacia el establo.
—Y yo a ti.
Robin se acercó caminando con su señora esposa al lado hasta la muralla
interior sonriendo para sí mismo. Apenas podía creer que no hacía ni dos meses
hubiera llegado a casa esperando largarse a la primera oportunidad que se le
presentara.
Ahora le parecía que no debería irse nunca. Y mientras escuchaba el distante
rugido de las olas y olía el fuerte aire marino que llegaba atravesando la muralla, no
pudo imaginar nada mejor. Tenía un maravilloso torreón que cuidar y una hermosa y
valerosa mujer a la que todo esto le gustaba tanto como a él. Y que además le amaba.
Miró a su señora esposa y sonrió.
¿Vivir sin ella? Jamás.
¿Toda la eternidad con ella?
Sí, y más.
Sacudió la cabeza, sonriendo, y continuó su camino.
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