Fe y Biología PDF
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1. Dos universos.
¡Fe y Biología! Emparentar estos dos conceptos puede ser muy extraño, y en un primer
vistazo hasta sospechoso. Fe y Biología: Estamos frente a dos universos heterogéneos. Al
decir biología, miren que se nos viene a la mente el laboratorio, con sus microscopios, con
sus análisis bioquímicos y sus cultivos de tejidos; las expediciones submarinas para
conocer arrecifes de coral; las excavaciones paleontológicas para recolectar fauna
extinguida del Gobi o de Karoo... Aparecen en nuestra mente los grandes nombres que han
ilustrado las ciencias de la vida: Darwin, Pasteur, Mendel, Crick y muchos otros. Mientras
al decir fe entramos en otro mundo: dejamos a un lado las grandes enciclopedias, los
voltímetros y los tratados eruditos. Viajamos en el pensamiento y caminamos por los
campos de la abadía de Orval o por el oratorio de las Hermanitas de Jesús. Entramos al
pequeño cementerio de Tibbherine [2] donde descansan los siete monjes trapenses
asesinados el año antepasado (26–27 Marzo 1996). Sobre nuestras rodillas un librito
abierto: es el evangelio de Jesucristo, unas modestas hojas que pretenden contener la Buena
Nueva y hablan de la vida en plenitud. O quizás pueden Ustedes preferir las dunas del
desierto, las olas del mar, una noche estrellada, las cimas nevadas o el silencio del corazón,
donde Dios pueda decirte alguna palabra...
Biología y Fe. Dos universos, pero también dos problemas: pues la ciencia busca
enseñarnos las normas de la naturaleza, mientras que la fe escucha nuestras pláticas de las
irregularidades de la historia. La primera se interesa por los «comos» del mundo visible,
descubre las leyes, estudia sus mecanismos, su acontecer, el azar de las causas segundas
que, luego de 15 mil millones de años, llevan a dar cuerpo a las cosas en ese gigantesco y
complejo entorno que hace germinar el polvo (aserrín) de vida dentro del prodigioso cortejo
de la evolución biológica, hasta la claridad de la conciencia que nos ha reunido esta tarde...
¿Cómo?, ¿cuáles medios usar? La fe balbucea respuestas a unas preguntas del todo
diferentes: «¿Por qué...?» ¿Tenemos un proyecto que nos guíe? Y en caso afirmativo, ¿a
dónde nos lleva? ¿Hay, acaso, algún sentido? ¿Tiene sentido la vida? ¿Tiene sentido la
muerte? ¿Tiene sentido el sufrimiento? Si no tienen sentido nos encontramos en el absurdo.
Ahora, si existe ese sentido, ¿dónde está Dios en todo esto?
¿Fe y Biología? Dos mundos heterogéneos; preguntas aparentemente sin relación las
unas con las otras. Sus métodos, específicamente propios; una deontología particular que
garantiza la rigurosa autonomía de los dos universos mentales y al mismo tiempo prohibe
todo tipo de control o dominio de una sobre la otra. Y Ustedes me piden abordar en un
mismo discurso las preguntas de la biología y las preguntas de la fe. Quisiéramos responder
a este abordaje desde una auténtica racionalidad. Para ello nos falta, al menos en un
principio, justificar esta empresa y su legitimidad.
2. La verdadera pregunta.
Como tenemos a bien reflexionar, notemos que no es falta de razón yuxtaponer estos
dos términos, fe y biología. Pues, en efecto, si biología y fe surgen de dos horizontes
intelectuales distintos y autónomos, ellos se reencuentran en la unidad del mismo sujeto: la
misma persona humana puede estar habitada simultáneamente por la vida biológica y por la
fe cristiana; el científico, él mismo, se encuentra portador de esta doble pregunta: el cómo y
el por qué. Pues es el mismo corazón y el mismo espíritu que forman en él una misma
conciencia la cual, bien se encuentra frente al microscopio o, de igual forma, arrodillada en
oración en la nave de la Iglesia de San Miguel. A menos que esté volcado sobre sí, a punto
de morir, corroído por las dudas, o en busca de luz. Luego deja su trabajo, cuelga su bata
blanca en el perchero del laboratorio pero no abandona su identidad de biólogo, no es un
personaje ficticio que se reviste el domingo en la mañana para entrar a la Iglesia y
participar en la eucaristía semanal. En nombre de una indispensable coherencia interna,
tenemos el derecho -para los creyentes yo diría el deber- de llevar en nosotros esta doble
pregunta: la fe y la biología.
Por eso es una legítima necesidad que el creyente confiese a un Dios «Padre
todopoderoso, creador de lo visible y lo invisible». Es el mismo Dios revelado en Jesucristo
quien lo invita a creer: Ese Dios de quien se ha dicho que no se puede tropezar ni hacernos
tropezar, y quien creó nuestra inteligencia racional, la voluntad, el deseo de curiosear y
nuestra capacidad crítica. El ejercicio auténtico de estas características debe permitirnos
acceder a la verdad. Es el mismo Espíritu Santo quien nos enseña «todas las cosas». El
Concilio Vaticano II nos anima en nuestra búsqueda audaz y en nuestra decodificación de
las leyes fundamentales del universo biológico cuando dice [3]: «la búsqueda, en todos los
dominios del saber, nunca se opondrá realmente a la fe, previendo que sea llevada a cabo de
manera verdaderamente científica (...) Las realidades profanas y las de la fe encuentran su
origen en el mismo Dios». La Revelación puede sumarse, sin duda, a nuestra inteligencia
crítica, ella no sabría contradecirla. Al menos en la escatología, es decir, en el final de los
tiempos. Pues es sabido que, provisionalmente, en el tiempo del mundo y de la Iglesia,
habrá falta de claridad debida, por un lado, a insuficientes o prematuras interpretaciones de
la Revelación, o, por otro lado, a la falta de sentido crítico o lagunas en el ejercicio de la
inteligencia racional. Nosotros conocimos y conocemos todavía esas incompatibilidades
aparentes que son las causantes de estas disfunciones. Pero el asunto no termina allí.
El creyente, en efecto, tiene razón para yuxtaponer los dos conceptos de fe y biología,
de preguntarse si son compatibles, de pretender estar a gusto, libre y reconciliado en este
universo de realidades "de carne y hueso". Donde, por la revelación, el creyente puede
también tener una mejor comprensión del mundo espiritual. Al mismo tiempo, una
verdadera profundización en la fe. Aceptemos el reto.
«Yo creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo
lo visible y lo invisible». En el año 325 el Concilio Ecuménico de Nicea proclamó este
dogma y lo inscribió en el primer verso de la confesión solemne de fe que proclamamos
desde entonces cada Domingo, al principio de la celebración eucarística. Esta fórmula
«usada» («gastada») y un poco extraña la debemos comprender bien. No se trata de la
afirmación de un cierto monoteísmo: «Yo creo en un solo Dios..», como si nos sintiéramos
amenazados por otras divinidades rivales o competidoras. La verdad es totalmente distinta
y en su máxima expresión podríamos decir: «Yo creo que es el mismo Dios, Padre
todopoderoso, que está en el origen de las cosas visibles e invisibles, de la tierra como del
cielo...» Al confesar junto con toda la Iglesia, después de Nicea, este dogma fundamental,
nosotros proclamamos que el mundo de la materia y el universo de la vida son los dos de
Dios, que el cuerpo tanto como el alma son un gesto de la generosidad magnánima y un
instrumento de su Gracia. Las realidades sensibles y carnales son portadoras de ternura y
susceptibles de remontarnos hasta Él. No hay más que un camino al cielo, el que
recorremos con nuestros cuerpos de arcilla y de la Tierra: experiencia, encanto y calor que
se manifiesta es junto con todo lo visible el taller donde preparamos el paraíso.
¿Por qué es necesario proclamar solemnemente esta verdad, a punto de hacerla un
dogma central de nuestra fe? Porque se trata de salvar la tierra y la vida del anatema que les
amenaza, se trata de proteger todo el cristianismo de la falsa pista en la cual puede caer, y
esto merece una explicación.
Si nuestra época moderna puede a veces ser acusada de ignorar, o de subestimar al
menos, el universo de lo trascendente y de los valores espirituales, la verdad nos obliga a
reconocer que no todos los días ello ha sido así. En los primeros siglos de su historia,
nuestra Iglesia se encontraba, por el contrario, en un medio pagano. Un clima cultural
profundamente marcado por una filosofía que no da ningún valor ni a la materia ni a la
vida. Desde hace más de un milenio, los pensadores hindúes trataron al universo sensible
como una ilusión. La filosofía griega en muchos de sus comentaristas, o al menos en el
pensamiento auténtico de Platón, lanza igualmente el anatema de la materia: el alma era
considerada como substancia divina, pero la metamorfosis (avatar) en la materia constituye
su caída, el pecado. La salvación, por su parte, consistiría en extraerla de ese cuerpo al cual
ella está desgraciadamente ligada. Lógicamente entonces, Plotino, según dice de él Porfirio,
«¡se sonrojaba de tener un cuerpo!» Los Estoicos caminaban en el mismo sentido.
Para nuestro asombro, en ese clima los gnósticos, de entre quienes había cristianos,
rápidamente confiscaron para su beneficio las expresiones dualistas de San Pablo sobre las
oposiciones de lo carnal y lo espiritual diseminadas a lo largo de su carta a los Romanos,
desviándolas de su significado original. El gnosticismo se presenta de pronto como un
vasto y violento esfuerzo por establecer una teología cristiana -y, por consiguiente, una
redención y una salvación- por la condenación de la materia. Veamos su doctrina: «la
materia, la vida física y el cuerpo son el centro y la fuente de todo mal, un lastre para el
alma espiritual. Toda esta evidencia no podría ser la obra de un Dios santo y bueno,
forzosamente el peso de la carne, que es ocasión de pecado, debe brotar de un principio
malo». La salvación, desde entonces, consistía en salir del mundo, en evadirse lo más
posible de los compromisos con la materia y lo biológico. Este matrimonio no puede ser
sino un invento del demonio: «obra de la carne». «Claro que ella es pecaminosa en sí
misma, pues esclaviza a los cónyuges, los entrega al deshonor y a las tinieblas del cuerpo.
Pero, para colmo, para perpetuar la raza, la carne prolonga y multiplica la esclavitud de las
almas prisioneras de la materia».
Pueden Ustedes encontrar estas exageraciones en Marción, Tatiano o Valentino,
herejes sin duda. Aún San Gregorio Nacianceno, doctor de la Iglesia, no se escapó de esta
corriente pesimista: él compartía el horror platónico a la materia y a lo sensible,
recomendando cerrar los sentidos, ponerse fuera de la carne y del mundo, no tocar vida
biológica excepto en la estricta medida en que lo podamos esconder del todo... Y llevados
tales conceptos a lo largo de la tradición por San Agustín, encontramos de nuevo las pistas
de esa doctrina entre los jansenistas modernos.
Así que la primera gran lucha doctrinal de nuestra Iglesia en los mismos orígenes de su
historia no fue contra quienes negaban a Dios sino contra los que negaban el mundo. Su
primera victoria, hoy un poco olvidada, consistió no en confesar al Señor de cielo sino en
salvar la realidad de la tierra, es decir, en respetar la materia, el valor del cuerpo, la paz y la
bondad de la vida. Aceptar la ruptura y contraposición fundamental entre la materia y el
espíritu, como una cuestión que atañe y abarca a la totalidad del mundo visible y de la vida
-nuestra vida-, biológica y carnal, habría sido una maldición definitiva, un riesgo mortal,
una blasfemia gigantesca, que amenazaba ser pronunciada. Pero el Concilio de Nicea tuvo
el mérito y la osadía de conjurarla.
¿Dónde vamos a encontrar una espiritualidad desencarnada que no conozca más que el
alma y predique la evasión? Nuestra religión es, en parte, una religión de la encarnación.
«El cuerpo humano es una historia nunca alcanzada: está frente a nosotros, sin duda, como
una capacidad heredada y una prodigiosa potencialidad genética, pero también está frente a
nosotros, como una manera de existir hacia la que caminamos pero a la que nunca
llegaremos definitivamente. Pasamos nuestra vida en esa alegría que lo hace posible y en
ese trabajo que lleva a su cumplimiento». Cité de nuevo a Henri Bourgeois. El cuerpo no es
una parte de nosotros mismos al lado del alma. Es todo nuestro ser, todo lo que nosotros
somos, dentro de una dinámica espiritual. Es por eso que el cristianismo bautiza el cuerpo
como signo de su estima -la misma estima de Dios- por la materia de que estamos hechos y
con la que nos tenemos que hacer.
La fe no es esa creencia platónica en un alma inmortal sino que es referencia a Cristo
resucitado. «El alma es una noción pagana», escribía, no sin paradoja, el periodista P. Fabra
en su editorial de Le Monde con ocasión de la Pascua de 1992. Pero esta paradoja no es más
que aparente, cuando uno se acuerda que fue Platón quien hiciera del alma una sustancia
divina diluida en la materia. Para nosotros el alma no es divina, ella fue creada. Como
criatura no es una realidad distinta a la materia que ella anima. La antropología bíblica, por
su parte, es unitaria, no conoce una «cosa» llamada cuerpo dentro de la cual existe otra
«cosa» fusionada que se le designa con el vocablo alma. El mundo hebreo no conocía,
como uno quisiera, ni un cuerpo animado, ni un espíritu encarnado. Ellos no se
preocupaban de la metafísica, pero aceptaban simplemente la existencia. La persona
humana es percibida, ante todo, como la unidad de una fuerza vital que se sostiene en una
relación de origen constante con Dios. El ser humano es fundamentalmente una paradoja,
claramente mortal y frágil, y al mismo tiempo vitalizado por el soplo de Yahvéh. Las
funciones espirituales en él no están separadas de sus funciones orgánicas: los fenómenos
corporales y las actividades espirituales están íntimamente interconectadas. Me atrevería de
decir que no hay alma inmortal «por naturaleza»: por naturaleza el hombre es mortal, todo
entero. Es por la gracia, porque ha sido creado a imagen de Dios quien quiere comunicarle
su Vida e introducirlo en su familia. Es por la gracia que tenemos esta promesa y, en la fe,
la seguridad de una permanencia luego de la muerte biológica. Esta visión es infinitamente
más permeable al pensamiento científico moderno que las concepciones clásicas
occidentales marcadas por la corriente platónica, a pesar del trabajo sobre la «forma»
(hilemorfismo) de Santo Tomás de Aquino quien trató de corregir esta perspectiva.
6. ¿Cuerpo y alma?
7. Habitar el cuerpo.
No hay lugar para acusar al cuerpo. El pecado no es corporal, el pecado no está nunca
en el cuerpo, sino en la cabeza o en el corazón. El cuerpo está simplemente no terminado,
cada día está en proceso de construirse, de encarnarse: el pecado es equivocarse sobre el
cuerpo, es estar desencarnado, o mal encarnado. Jesús y San Francisco de Asís son dos
modelos ejemplares de habitar el cuerpo, en la verdad, en la libertad serena y la gratuidad.
Yo sueño claramente en el Cántico de las criaturas, pero también en el Himno de la
santa Materia de Teilhard de Chardin. Sueño, sobre todo, en nuestras santas Escrituras,
Antiguo y Nuevo Testamento, que para nosotros hablan de la ternura de Dios, del Reino de
la vida eterna. Para ello recurren constantemente a alegorías biológicas, a metáforas
carnales: los profetas, desde Isaías a Oseas y a Jeremías, el Cantar de los Cantares, la
literatura sapiencial, nos habla de esposos, emplean el lenguaje amoroso, el más explícito y
el más preciso, caricias y besos, emociones, éxtasis, boda, banquetes, sensualidad,
infidelidad, adulterio: todo el vocabulario de la pasión, de la alegría, del encanto y de la
fiesta, mientras que la falta y la decepción son utilizadas por la Palabra de Dios para
introducirnos en realidades más espirituales. No es este un indicador, el más elocuente, de
la salud fundamental y de la riqueza capaz de informarnos sobre nuestra existencia sensible
y biológica, pues nos dota también de preciosas alegorías. «Hasta el punto que en la
tradición de Bernardo de Claraval, el amor místico no se puede vislumbrar sino a partir de
modelos de amor humano: sin un falso pudor, él enseña a sus monjes y monjas de claustro
un arte divino de amar que hace de la virginidad la plenitud erótica de la unión entre el
alma y Dios en un abrazo ontológico». He citado a Dom Jean Leclercq en su libro El amor
visto por los monjes del siglo XII.
El Cristianismo -en su tradición más auténtica- reconoce serenamente la sexualidad.
Para él es Dios quien crea al ser humano sexuado, hombre y mujer, y le ha dado la
sexualidad como un bien. El ser humano ejerce de hecho su condición de criatura cuando
desarrolla esa sexualidad. El matrimonio es un sacramento que el hombre y la mujer se dan
entre ellos y a ellos mismos. Como toda realidad creada, la sexualidad es sin duda
ambigua, capaz a la vez del don pleno y de una posesión odiosa, fuente de éxtasis y al
mismo tiempo instrumento de felicidad egoísta y de esclavitud degradante. Nos
encontramos frente a dos polos contradictorios que la tradición cristiana siempre ha querido
conciliar aunque muchas veces es una tensión dolorosa.
¿Cómo explicarlo y comprenderlo, o al menos disimularlo? Juan Francisco Sexto (Jean
François Six) reconoció que el placer lleva a la absolutización y que tiende abusivamente a
mostrarse como el lugar adecuado de toda la bondad posible. Es justo mostrar el carácter
limitado y parcial del placer para evitar que uno lo tome por lo que no es: ¡todo! Es justo
distinguir el placer de la felicidad. Pero por medio de esta prudencia el cristianismo, el más
auténtico, reconoce que la sexualidad es el instrumento privilegiado de la culminación de
todo el poder del deseo humano. El padre Xavier Thevenot, uno de los mejores moralistas
contemporáneos, añadiría que «el placer mismo está muy ligado a la fe, es decir, a la
confianza. Cuando uno goza, escribe él, uno vive siempre una experiencia de pérdida del
control de sí mismo. El orgasmo es uno de los lugares donde se da particularmente el
abandono, uno se abandona en los brazos del otro. El placer de una buena relación implica
siempre una profunda fe en el otro».
Biología y fe. Ya que estamos hablando de placer y de los comportamientos bien
encarnados de la persona humana, yo añadiría algunas reflexiones sobre los placeres en la
comida, en la mesa, el comer y el beber. El hombre no puede negarse el alimento: tiene el
derecho a recobrar sus fuerzas y la alegría. La Escritura constata que «el vino regocija el
corazón del hombre». La vida pública de Jesús comienza, según San Juan, en la comida de
una boda inundada de «buen vino» y se termina en la última Cena, o bien en la
resurrección en un desayuno improvisado en la playa de Tiberíades, alrededor de una
fogata con pescado asado y pan cocido sobre las brasas. El Evangelio nos hace partícipes de
otra docena de diferentes comidas de Jesús, quien construye muchas de sus parábolas en el
marco de banquetes y fiestas. Son además la ocasión de una enseñanza directa, rica y
densa: «No os sentéis en los lugares de honor...»; «Vosotros orad así: danos hoy nuestro
pan de cada día...»; pero sin mostrar impaciencia porque «vuestro Padre sabe de lo que
necesitáis», ni glotonería pues «no sólo de pan vive el hombre...»
¡Biología y fe! Se habrán podido dar cuenta Ustedes con qué insistencia, con qué
obstinación, con qué profusión las Escrituras, el Nuevo Testamento, pero en más ocasiones
el Antiguo Testamento utilizan las metáforas anatómicas para hablarnos de Dios mismo,
para revelarnos su fidelidad, su fuerza, su ternura y llevarnos a la inteligencia de sus
pensamientos y de su comportamiento. De principio a fin en la Biblia el cuerpo humano
presta a Dios los símbolos, las alegorías, los puntos de referencia, las comparaciones
susceptibles de manifestarnos «a ese que el ojo humano jamás ha visto, pues vive en una
luz inaccesible». Dios no es humano, ninguna criatura puede tener una idea de su gloria; sin
embargo con el hombre tiene planes e intenciones, deseos de entrar en comunicación con
él. Hay, pues, un rostro que El nos manifiesta: nosotros deseamos conocer esa cara. A esa
cara que viene y que fuera reclamada por Moisés. El Señor en el libro de Ezequiel es
substituido por «la espalda que acaba de pasar». El sentido es claro: la presencia de Dios se
da en la visión de las huellas de su amor, dentro de la creación, dentro de la historia de
salvación. La espalda es aquí la estela de la gracia dejada por el paso de Dios. (Me
perdonarán que no les dé por el momento las citas precisas) [4].
9. Conclusión.