Siete Cuentos Morales - J. M. Coetzee
Siete Cuentos Morales - J. M. Coetzee
Siete Cuentos Morales - J. M. Coetzee
EL LIBRO DE LA SEMANA
Coetzee congela la sangre
El último libro del Nobel sudafricano, 'Siete cuentos morales', está escrito
con apasionada frialdad: no hay pirotecnias alegóricas ni guiños
metaliterarios
JOSÉ LUIS DE JUAN
28 MAY 2018 − 11:21 CEST [Babelia- El País]
Si consideramos la literatura un “acontecimiento” en el que el lector se ve
involucrado tanto como quien la produjo, el brillo del juicio se presenta de
inmediato. Lo que leemos nos sumerge en un orbe de valores y opciones
éticas que van más allá de los hechos o pensamientos narrados. Así, el lector
de John M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) es como un buzo caminando en
el suelo de un océano agitado. En su último libro, Siete cuentos morales, no
hay pirotecnias alegóricas ni guiños metaliterarios. Se ha dejado atrás el
espejismo de la intriga y la facilidad del yo para, a través de las frases
sencillas de un narrador que huye del compromiso, deshilachar el
impresentable tejido de la razón. Cada vez más los personajes del Nobel
afincado en Australia discursean, pontifican o se esconden en la duda y la
contradicción. ¿Es Coetzee quien filosofa por boca de ese “carácter” (en el
doble sentido del vocablo en inglés) estrafalario llamado Elisabeth Costello?
Él asegura que no, que es ella quien le eligió como médium para revelar sus
“propias” ideas, a veces trasnochadas y otoñales, al mundo. Lo cual nos
recuerda a Delibes y a sus personajes, que se le rebelaban, y al desparpajo de
Cela, que ponía a los suyos “firmes” de inmediato.
En su magnífico autorretrato Juventud, Coetzee desautorizó al
presuntuoso escritor en ciernes que se mofaba de la vida moral y creía que
“lo único que importa es crear buen arte”. Al dar forma a Costello en 2003 se
decantó por la conciencia ética y una visión franciscana de la vida. Lo que
había que hacer era evitar el sufrimiento de cada uno de los seres, ideal
budista. Su alter ego afirmaba que entre escribir una buena historia o hacer el
bien, escogía lo segundo. En apariencia el autor sudafricano se iba alejando
libro tras libro de los ideales estéticos juveniles, pero no era así. Se trataba de
desviar a otro registro su talento para la ficción, como si crease un nuevo
“programa” narrativo, no en vano Coetzee trabajó en IBM en los años
sesenta.
Esperando a los bárbaros y luego Desgracia, su mejor novela, forjaban
personajes poderosos en un entorno de zozobra: el magistrado juzgado por un
imperio colonial que afirmaba que todos llegamos al mundo con “la memoria
de la justicia”, y el “servidor de Eros” y “dinosaurio moral” Laurie, que expía
su karma de acosador de alumnas cuidando a perros moribundos. Ambos
libros podían leerse como fábulas de una “ética irrazonable” que se alza
perpleja, con una mirada de otra época, contra una humanidad violenta que
antepone el deber al amor. Y también pueden leerse, igual que Verano y otras
historias salidas de la experiencia propia del escritor, como meras obras de
ficción fieles solo a sí mismas, comprometidas con la identidad moral de sus
personajes, cuyos hechos y opiniones se deben a la estética intrínseca de la
obra sin dirigirse más allá que a la conciencia profunda del lector (nada más y
nada menos).
John Coetzee sigue resistiéndose a mezclar la “irrealidad real” de su obra
con los reclamos del mundo exterior. Quizá por eso vive desde 2002 en
Adelaida, ciudad sureña de un país vasto y acomplejado que, como se
lamenta Costello, “babea por cumplir con lo que se le antoja a Estados
Unidos”. Esta referencia “política” es la excepción en un libro sin ideología,
escrito con apasionada frialdad, que reúne relatos escritos entre 2003 y 2017.
El primero trata de un perro guardián que atemoriza a una mujer que pasa
cada día ante su puerta. La mujer quisiera reconciliarse con él, pero se da
cuenta de que la bestia es solo una proyección del miedo de sus dueños. El
segundo aborda la infidelidad “sin causa” de una mujer casada. La narración
de ambos es abstracta y a la vez muy precisa. El contenido “moral” (o la
esencia no escrita del relato) queda en el aire, flotando entre dos escenas, y ha
de ser “aspirado” por el lector como si de un olor se tratase.
2017
Una historia
No siente culpa. Eso es lo que la sorprende. Ninguna culpa.
—Lo que me inquieta ahora que voy envejeciendo —le dice al hijo— es
oír que salen de mi boca palabras que en otros tiempos solía oír en labios de
la gente mayor y me juraba que nunca las diría yo misma. Cosas como a qué
hemos llegado. Por ejemplo, “nadie parece darse cuenta ya de que no se dice
aplicar a una beca, ¡a qué hemos llegado!”; “la gente camina por la calle
comiendo pizza y hablando por teléfono, ¡a qué hemos llegado!”.
Es el primer día que él pasa en Niza, para ella es el tercero: un día
despejado y cálido de junio, un día que atrae a gente ociosa y pudiente de
Inglaterra hacia esa franja costera. Justamente, ahí están ellos dos, paseando
por la Promenade des Anglais, tal como cien años atrás paseaban los ingleses
con sus sombrillas y sombreros de paja mientras deploraban que el último
libro de Thomas Hardy no fuera bueno, y deploraban también la cuestión de
los bóeres.
—Deplorar —dice ella—: palabra que no se oye mucho hoy en día. Nadie
en sus cabales deplora hoy nada, a menos que quiera hacer el ridículo. Es una
palabra proscripta, una actividad proscripta. ¿Qué podemos hacer entonces?
¿Reprimir todos esos sentimientos atascados adentro hasta hallarnos a solas
con otros viejos y sentirnos cómodos para desembucharlos?
—Conmigo puedes deplorar todo lo que quieras, mamá — dice John, el
hijo bueno y solícito—. Te daré un asentimiento comprensivo y no me voy a
burlar. ¿Qué otra cosa querrías deplorar hoy, además de la pizza?
—No deploro la pizza; no hay nada malo en la pizza cuando está en su
lugar. Lo que me parece una grosería es caminar y comer y hablar, todo al
mismo tiempo.
—De acuerdo, es una grosería; al menos es muy poco elegante. ¿Qué
más?
—Eso es todo. No importa lo que yo deploro. Lo que importa es lo que
años atrás me prometí no hacer jamás y ahora me encuentro haciendo. ¿Por
qué sucumbí? Deploro que el mundo esté como está. Deploro el rumbo de la
historia. Desde el fondo del corazón, lo deploro. Sin embargo, cuando me
escucho, ¿qué oigo? Oigo a mi madre deplorando la minifalda, la guitarra
eléctrica. Y recuerdo mi exasperación: “Está bien, mamá”, le decía
mordiéndome los labios y rogando que se callase. Por eso…
—Por eso crees que estoy mordiéndome los labios y rogando que te
calles.
—Exacto.
—Pero no. Para mí es totalmente aceptable deplorar que el mundo esté
como está. En privado, yo mismo lo deploro.
—Hablo de los detalles, John, los detalles. No es que deplore el gran
movimiento de la historia; son los detalles lo que me exaspera: ¡la mala
educación, la gramática defectuosa, el hablar a los gritos! Los detalles me
sacan de quicio, y exasperarme por ese tipo de detalles me lleva a la
desesperación. ¡Tan triviales! ¿Me entiendes? Por supuesto que no. Te parece
que me estoy caricaturizando. ¡Pero hablo en serio! ¿Entiendes que todo esto
puede ser serio?
—Por supuesto. Te has expresado con gran claridad.
—¡No y no! ¡De ninguna manera! Me expreso con palabras y todos
estamos hartos ya de palabras. La única manera de probar que uno habla en
serio es eliminarse. Lanzarse sobre la espada. Levantarse la tapa de los sesos.
Sin embargo, apenas lo digo, sonríes a escondidas. Lo entiendo. Pues no
hablo en serio, no totalmente: soy demasiado vieja para hablar en serio. Te
matas a los veinte y es una pérdida trágica. Te matas a los cuarenta y es un
comentario revulsivo sobre la época. Pero te matas a los setenta y la gente
dice: “Pobrecita. Seguro que tenía cáncer”.
—Nunca te importó lo que decía la gente.
—Nunca me importó lo que decía la gente porque siempre tuve fe en el
futuro. La historia me va a reivindicar, eso es lo que me decía, pero estoy
perdiendo fe en la historia tal como marcha, no tengo ya fe en su poder de
alcanzar la verdad.
—Para ti, ¿en qué se ha convertido hoy la historia? Ya que estamos,
puedo señalarte que, una vez más, te las arreglaste para colocarme en el lugar
de chico honesto y hombre honesto, lugar que no me gusta demasiado.
—Lo lamento. Realmente lo lamento mucho. Eso me pasa porque vivo
sola. La mayor parte del tiempo mantengo estas conversaciones en la cabeza;
es un alivio que haya personas a quienes conversar.
—Interlocutores. No personas. Interlocutores.
—Eso. Interlocutores a quienes conversar.
—Con quienes conversar.
—Interlocutores con quienes conversar. Discúlpame. Cambio de tema.
¿Cómo está Norma?
—Bien. Te manda cariños. Los chicos también están bien. ¿Qué sucedió
con la historia?
—Perdió su voz. Clío, la musa que en otros tiempos pulsaba la lira y
cantaba las hazañas de los grandes hombres, se ha vuelto endeble y frívola,
como esas mujeres tontas. Al menos, eso es lo que pienso a veces. En otros
momentos pienso que ha caído prisionera de una banda de matones que la
torturan y la obligan a decir cosas que nunca se propuso. Imposible contarte
los negros pensamientos que tengo sobre la historia. Se han vuelto una
obsesión.
—Una obsesión. ¿Eso quiere decir que estás escribiendo sobre el tema?
—No, no estoy escribiendo. Si pudiera escribir sobre la historia, sería mi
manera de superar la cuestión. No. Todo lo que hago es refunfuñar y deplorar
las cosas. También deploro mi situación. Me quedé atrapada en un cliché y ya
no creo que la historia me haga cambiar de opinión.
—¿Qué cliché?
—El cliché del disco rayado, que dejó de tener sentido cuando
desaparecieron los gramófonos y las púas. La palabra que me devuelven
desde todas partes como un eco es lúgubre. Su mensaje al mundo es
invariablemente lúgubre. ¿Qué significa? Una palabra que sugiere un paisaje
invernal y que, de alguna manera, se me ha quedado adherida, como un perro
vagabundo que se arrastra detrás de mí dando gañidos y que no consigo
echar. Me persigue. Me perseguirá hasta la tumba. Se quedará al borde de la
tumba, mirando y ladrando: lúgubre, lúgubre, lúgubre.
—Y si no eres lúgubre, mamá, ¿qué eres?
—Lo sabes muy bien, John.
—Por supuesto, pero de toda maneras, quiero que lo digas. Que
pronuncies las palabras.
—Soy la que solía reír pero ya no ríe. Soy la que llora.
Helen, la hija, dirige una galería de arte en el casco antiguo de la ciudad.
Por lo que todos dicen, la galería tiene éxito. Helen no es la propietaria; es
empleada de unos suizos que dos veces por año bajan de su guarida en Berna
para verificar las cuentas y llevarse lo recaudado.
Helen, o Hélène, es menor que John, pero parece mayor. Incluso cuando
estudiaba tenía aspecto de persona madura, con esas polleras tubo que
llevaba, anteojos de lechuza y rodete. Un estilo que los franceses aceptan e
incluso respetan: la intelectual severa y sin pareja. Mientras que en Inglaterra
enseguida pensarían que es una bibliotecaria ridícula.
En realidad, no tiene ningún motivo para pensar que Helen no tiene
pareja: no cuenta nada de su vida privada, pero la madre le ha oído hablar a
John de un affaire que mantiene desde hace años con un hombre de negocios
de Lyon que la lleva afuera los fines de semana. Quién sabe, tal vez florezca
en esos fines de semana.
No está bien hacer conjeturas sobre la vida sexual de los hijos. De todos
modos, la madre no puede creer que una persona que consagra su vida al arte,
aunque solo sea a la venta de cuadros, esté totalmente desprovista de algún
secreto fuego interior.
Había esperado un ataque conjunto: Helen y John sentados frente a ella
exponiéndole lo que habían planificado para su salvación. Pero no, la primera
velada en común transcurre muy agradablemente. El tema aparece al día
siguiente, en el auto de Helen, mientras viajan hacia el norte, hacia los
Basses-Alpes, rumbo a un mesón que ha elegido Helen. John se ha quedado
para trabajar en su ponencia para el congreso.
—¿Te gustaría vivir aquí? —dice Helen de pronto.
—¿Qué quieres decir? ¿En la montaña?
—No, en Francia. En Niza. En el edificio donde vivo hay un
departamento que se desocupa en octubre. Podrías comprarlo, o podríamos
comprarlo entre las dos. Está en la planta baja.
—¿Quieres que vivamos juntas? Es una propuesta demasiado brusca.
¿Estás segura?
—No viviríamos juntas. Serías totalmente independiente, pero si hubiera
una emergencia, tendrías alguien a quien llamar.
—Gracias, pero tenemos gente muy competente en Melbourne, gente
preparada para atender a ancianos y sus pequeñas urgencias.
—Por favor, mamá, dejemos los jueguitos. Tienes setenta y dos años.
Tienes problemas cardíacos. No siempre vas a poder ocuparte de ti misma. Si
tú…
—No digas nada más. Estoy segura de que los eufemismos te disgustan
tanto como a mí. Podría romperme una cadera, podría ponerme senil; podría
quedar postrada en la cama durante años: de ese tipo de cosas estamos
hablando. Reconozco esas posibilidades, pero la cuestión para mí es esta:
¿por qué habría de imponerle a mi hija la carga de cuidarme? Supongo que la
cuestión para ti es si podrás vivir en paz contigo misma si no te ofreces a
cuidar de mí y protegerme, si no lo haces por lo menos alguna vez, con toda
sinceridad. ¿He planteado nuestro problema con claridad?
—Sí. Mi propuesta es sincera. Practicable también. Lo hablé con John.
—Entonces no arruinemos este hermoso día con discusiones. Me has
hecho tu propuesta, la escuché, y te prometo pensarla. Dejémoslo ahí. Es muy
poco probable que acepte, como habrás adivinado. Mi pensamiento va en una
dirección totalmente distinta. Hay algo en que los viejos superan a los
jóvenes: en morir. A los viejos les atañe morir bien, mostrar a los que siguen
cómo puede ser una buena muerte. En esa dirección va mi pensamiento. Me
gustaría concentrarme en morir bien.
—Podrías tener una buena muerte en Niza tanto como en Melbourne.
—No es verdad, Helen. Reflexiona un poco y te darás cuenta de que no es
verdad. Pregúntame qué quiero decir cuando hablo de una buena muerte.
—¿Qué quieres decir, mamá?
—Una buena muerte ocurre lejos, en algún lugar donde gente extraña se
hace cargo de los restos mortales, gente que está en el negocio de las
funerarias. De una buena muerte, uno se entera por telegrama: Lamento
informarle que… etcétera. Es una lástima que los telegramas hayan pasado de
moda.
Helen lanza un bufido exasperado. Siguen andando en silencio. Niza está
ya lejos y descienden a un largo valle por una carretera vacía. Aunque ya es
verano, el aire es frío, como si el sol jamás penetrara en esas profundidades.
La madre se estremece y levanta la ventanilla. ¡Como si ese valle frío fuera
una alegoría!
—No está bien morir a solas —dice Helen por fin—, sin nadie al lado que
te sostenga la mano. Es antisocial. Inhumano. Falto de afecto. Te pido
disculpas por las palabras, pero realmente es lo que quiero decir. Me ofrezco
para sostener tu mano. Para estar contigo.
De sus dos hijos, Helen siempre fue la más reservada, la que mantuvo
más la distancia. Nunca habló así. Tal vez el auto facilite las cosas, porque el
que maneja no tiene que mirar directamente a su interlocutor. Debe recordar
eso con respecto a los autos.
—Te agradezco que lo hayas pensado. —Inesperadamente, la voz que
sale de su garganta es muy débil—. Lo tendré presente. ¿No sería extraño
volver a Francia después de todos estos años para morir? ¿Qué le voy a decir
al funcionario de la frontera cuando me pregunte si vengo por trabajo o por
placer? Peor, si me pregunta cuánto pienso quedarme… siempre? ¿Hasta el
final? ¿Por una temporada breve?
—Para réunir la famille. Entenderá. Para reunir a la familia. Pasa todos
los días. No te preguntará nada más.
Comen en un auberge que se llama Les Deux Ermites. Seguramente hay
toda una historia que explica ese nombre, pero ella prefiere que no se la
cuenten. Aunque se trate de una historia interesante, es muy probable que sea
inventada. Sopla un vientecito frío como un cuchillo; las protege un vidrio a
través del cual ven los picos nevados. Es principio de temporada: aparte de
ellas, solo hay dos mesas ocupadas.
—¿Bello? Sí, desde luego, es bello. Un bello, hermoso país, no hay duda.
La belle France. Pero no te olvides, Helen, de la suerte que he tenido, el
privilegio de seguir una vocación muy especial. Pude ir de un lugar a otro a
mi antojo durante la mayor parte de mi vida. Cuando quise, viví en el seno
mismo de la belleza. Lo que me pregunto ahora es: ¿de qué me ha servido
toda esa belleza? ¿No será la belleza otro objeto de consumo, como el vino?
Uno bebe, lo traga y nos da una breve sensación placentera, embriagadora,
pero ¿qué queda? Lo que el vino deja como saldo, con tu perdón, es la orina;
¿cuál es el saldo de la belleza? ¿En qué hace bien? ¿Nos hace mejores?
—Así que esa es la cuestión: si el contacto con la belleza nos hace
mejores. Antes de que me des tu propia respuesta, mamá, ¿puedo darte la
mía? Creo que sé lo que me vas a decir. Me dirás que toda esa belleza que
hubo en tu vida no te ha hecho ningún bien apreciable, que cualquiera de
estos días te vas a hallar a las puertas del cielo con las manos vacías y un gran
signo de interrogación en la frente. Decir algo así sería muy propio de ti, es
decir, de Elizabeth Costello. Creérselo también. Lo que no vas a decir —
porque no sería propio de Elizabeth Costello— es que lo que has producido
como escritora no solo tiene su belleza, una belleza acotada, desde luego —
no es poesía— pero belleza al fin: forma agradable, claridad, economía. Lo
que no vas a decir es que lo que has escrito ha cambiado la vida de otros, ha
hecho de ellos seres humanos mejores, o algo mejores. No soy yo la única
que lo dice. Hay otra gente que dice lo mismo, gente que no es conocida
nuestra. Me lo dicen a mí, en la cara. No porque tus obras contengan
lecciones sino porque son una lección.
—Como el patinador de agua.
—No sé quién es el patinador de agua.
—Es una especie de mosca de patas largas. Un insecto. Él piensa que está
cazando para alimentarse pero, en realidad, sus movimientos describen una y
otra vez en la superficie del estanque la palabra más hermosa y trascendental,
el nombre de Dios. Los movimientos que hace la pluma sobre el papel
también trazan el nombre de Dios, y tú, desde cierta distancia lo ves, pero yo
no.
—Si te place decirlo así, pero hay más que eso. Le enseñas a la gente
cómo sentir. Por obra de la gracia. La gracia de la pluma que sigue al
pensamiento en su andar.
A ella, la teoría que expone Helen le suena bastante antigua, bastante
aristotélica. ¿La habrá elaborado ella misma o la leyó en alguna parte? ¿Y
cómo se aplica al arte de la pintura? Si el ritmo de la pluma es el ritmo del
pensamiento, ¿qué es el ritmo del pincel? ¿Y qué pasa con las pinturas hechas
con aerosol? ¿Nos enseñarán a ser mejores? Suspira.
—Es muy tierno de tu parte decir lo que has dicho, tratar de
tranquilizarme. Decirme que no es una vida desperdiciada, al fin y al cabo, la
mía. Por supuesto, no estoy convencida. Como dijiste, si pudiera
convencerme no sería yo misma. Lo que no es ningún consuelo. Como ves,
no estoy de buen humor. En este momento, mi vida me parece desacertada de
cabo a rabo, y de ninguna manera interesante. Me parece ahora que si una
quiere realmente ser mejor, hay maneras de lograrlo dando menos rodeos que
eso de llenar miles de páginas con textos en prosa.
—¿Qué maneras?
—Helen, esta conversación no es interesante. De un ánimo sombrío no
surgen pensamientos interesantes.
—¿Nos quedamos calladas, entonces?
—Sí, es mejor. Hagamos algo realmente anticuado. Quedémonos
sentadas en silencio escuchando al cuclillo.
Pues se oye realmente el canto de un cuclillo en el grupo de árboles que
hay detrás del restaurante. Si abren apenas la ventana, la brisa trae claramente
el canto: un motivo de dos notas, una más alta y otra más baja, que se repite
una y otra vez. Reminiscente —palabra propia de Keats, piensa ella—,
reminiscente del estío y la molicie estival. Pájaro odioso, pero ¡todo un
cantante! ¡Todo un sacerdote! Cucú, nombre de Dios en la lengua de los
cuclillos. Un mundo de símbolos.
Mecidos por la suave calidez de la noche mediterránea hacen algo que no
hacían desde que los chicos eran chicos. Están sentados en el balcón del
departamento de Helen jugando a las cartas. Juegan al bridge para tres y a lo
que ellos llamaban sietes que, según Helen/Héléne, en francés se llama rami.
La idea de jugar a los naipes fue de Helen. Al principio parecía algo raro,
artificial, pero una vez que entran en calor, la madre se siente complacida.
Qué intuitiva, Helen: nunca habría sospechado que era intuitiva.
Lo que la sorprende ahora es la facilidad con que se deslizan en sus
respectivos estilos de juego de hace treinta años. Ella pensaba que lo más lo
probable era que cada uno hubiera dejado de lado ese estilo una vez librado
de los demás: Helen es temeraria y atolondrada; John un tanto estricto, un
tanto previsible, y ella misma, sorprendentemente competitiva si se considera
que sus dos contrincantes son de su propia sangre, que incluso el humilde
pelícano se desgarraría el pecho para alimentar a sus crías en caso de
necesidad. Si hubieran apostado, los habría desplumado. ¿Qué revela eso
acerca de ella misma? ¿Qué revela acerca de todos ellos? ¿Índica que el
temperamento es inmutable, incorregible, o simplemente indica que las
familias, las familias felices, se mantienen unidas gracias a un repertorio de
juegos que se juegan con una máscara en la cara?
—Parecería que mis talentos no han decrecido —comenta después de otra
mano ganadora—. Disculpadme. Me hace sentir incómoda. —Es mentira,
desde luego. No se siente incómoda en absoluto. Se siente victoriosa—. Es
curioso ver qué talentos conserva uno con los años y cuáles comienzan a
menguar.
El talento que conserva, el que está ejercitando en ese preciso instante, es
el de visualizar. Sin el menor esfuerzo mental, puede ver las cartas que tienen
sus hijos en la mano, cada una de ellas. Puede ver lo que tienen en la mano;
puede ver lo que tienen en el corazón.
—¿Y cuáles son los talentos que te parece estar perdiendo, mamá? —dice
cautelosamente el hijo.
—Voy perdiendo —contesta ella como si tal cosa— la capacidad de
desear. —Ya que están en el baile, hay que bailar…
—Yo no diría que el deseo implica talento —contesta John tomando
animosamente la batuta—. Tal vez intensidad. Tensión. Pero no talento,
potencia. El deseo puede hacer que quieras ascender a una montaña, pero no
te lleva a la cumbre. No en el mundo real.
—¿Y qué te lleva a la cumbre?
—La energía. El combustible. Lo que has acumulado de antemano.
—Energía. ¿Te gustaría conocer mi doctrina sobre la energía? Es esta: a
medida que envejecemos, cada porción de nuestro cuerpo se deteriora o sufre
los efectos de la entropía, incluso las mismas células. Aunque estén todavía
sanas, las células viejas tienen un tono otoñal. También las células del
cerebro: tienen un tinte otoñal.
Así como la primavera es la estación que mira hacia adelante, el otoño
mira hacia atrás. Los deseos que concibe el cerebro otoñal son deseos
otoñales, nostálgicos, estratificados en la memoria. Ya no los anima el calor
del verano; aun cuando sean intensos, su intensidad es compleja, polivalente,
se vuelven hacia el pasado más que hacia el futuro.
He ahí el eje de lo que pienso, mi aporte a la ciencia del cerebro. ¿Qué te
parece?
—Más que a la ciencia —dice su diplomático hijo—, diría que es un
aporte a la filosofía, a la rama especulativa de la filosofía. ¿Por qué no decir
simplemente que tu humor es otoñal y dejar las cosas ahí?
—Porque si solo se tratara de humor, cambiaría, como suele suceder con
el humor. Saldría el sol y mi humor se tornaría más soleado. Pero hay estados
del alma más profundos que el humor. La nostalgie de la boue, por ejemplo,
no es un humor pasajero sino un estado. Pregunto: ¿en la nostalgie de la
boue, la nostalgie es algo del espíritu o del cerebro? Y respondo: del cerebro.
De ese cerebro cuyo origen no está en el reino eterno de las formas sino en la
suciedad, en el barro, en el lodo primigenio al cual quiere retornar a medida
que se va agotando. Un anhelo material que emana de las células mismas. Un
impulso de muerte más profundo que el pensamiento.
Suena bien. Suena exactamente como lo que es, cháchara, pero no como
algo descabellado. Con todo, no es eso lo que ella está pensando mientas
parlotea. Lo que piensa es otra cosa: ¿Quién habla así con sus hijos, con hijos
a quienes probable mente no vea nunca más? También piensa: Este es
precisamente el tipo de pensamiento que tendría una mujer en el otoño de la
vida. Todo lo que veo, todo lo que digo lleva el matiz de esa mirada hacia
atrás. ¿Qué me queda? Soy la que llora.
—¿Te estás dedicando a esos temas ahora, a la ciencia del cerebro? —
dice Helen—. ¿Sobre eso estás escribiendo?
Pregunta rara, indiscreta. Helen jamás le dice nada acerca de su propio
trabajo. No es que sea precisamente un tema tabú, pero sin duda está fuera de
los límites convenidos.
—No. Te aliviará saber que todavía me dedico a la narrativa. Todavía no
he descendido a andar pregonando mis opiniones. Opiniones de la dama
Elizabeth Costello.
—¿Entonces, otra novela?
—No una novela. Cuentos. ¿Quieren escuchar uno?
—Sí. Hace mucho que no nos cuentas un cuento.
—Bien. Un cuento para mis hijos antes de ir a dormir. Había una vez —
pero en nuestra época, no en épocas remotas—, había una vez un hombre que
viajó a una ciudad que no conocía, la ciudad X, porque tenía una entrevista
por un puesto de trabajo. Una vez a solas en el cuarto del hotel se sentía
inquieto, se sentía con afán de aventuras, sentía vaya a saber qué, de modo
que tomó el teléfono y llamó a una call girl. Llegó una muchacha que pasó
algún tiempo con él. Con ella se sintió libre, más libre que con su esposa, y le
pidió ciertas cosas.
Al día siguiente, le fue bien en la entrevista. Le ofrecieron el puesto y él
aceptó. A su debido tiempo, se mudó a la ciudad X con toda la familia.
Cuando llegó a la nueva oficina, vio de inmediato a la misma chica que había
estado en su cuarto; trabajaba allí como secretaria. La reconoció y ella lo
reconoció a él.
—¿Y entonces?
—No os puedo decir nada más.
—Pero nos prometiste una historia. Lo que nos dijiste no es una historia;
son los prolegómenos de una historia, nada más. Si no continúas, habrás roto
tu palabra.
—No tiene por qué ser una secretaria. El hombre acepta el trabajo y
pasado un tiempo lo invitan a casa de un colega, a él y a su mujer. La hija del
colega les abre la puerta y es, precisamente, la chica que fue al cuarto del
hotel aquella noche.
—¿Y? ¿Qué pasa entonces?
—Depende. Quizá no pasa nada más. Quizá sea ese tipo de relato que
llega a un punto y no se sabe cómo prosigue.
—Tonterías. Depende ¿de qué?
El que habla entonces es John:
—Depende de lo que sucedió entre ellos en el hotel. Depende de las cosas
que él le pidió. En tu relato, ¿cuentas explícitamente qué le pidió?
—Sí.
Los tres se quedan callados. Lo que haga después el hombre de la ciudad
X o la muchacha que ejerce la prostitución como actividad complementaria
carece ya de importancia. La historia real se desenvuelve en ese balcón donde
dos hijos de edad madura se hallan frente a una madre cuya capacidad de
alterarlos y consternarlos no se ha agotado todavía. Soy la que llora.
—¿Nos dirás qué le pidió el hombre esa noche? —pregunta Helen sin dar
tregua, puesto que no hay nada más que preguntar.
Es tarde, pero no demasiado tarde. Ya no son niños, ninguno de los tres.
Para bien o para mal, están todos en ese mismo bote averiado que se llama
vida, a la deriva, sin ilusiones salvadoras en un mar de indiferente oscuridad
(¡qué metáforas se le ocurren esta noche!). ¿Aprenderán a compartir la vida
en ese bote sin devorarse mutuamente?
—Cosas que un hombre puede pedir a una mujer y que a mí me
parecerían ofensivas. Aunque tal vez a vosotros, que sois de otra generación,
no. Quizás el mundo haya continuado viento en popa y yo me haya quedado
en la orilla, deplorando… Y quizá sea ese el meollo del relato: que cuando se
ve cara a cara con la muchacha, el hombre, un hombre ya mayor, siente
vergüenza, pero para la muchacha que fue al hotel lo que ocurrió solo es parte
de su oficio, parte de la vida, parte de las cosas como son.
Los dos hijos que ya no son niños intercambian una mirada. ¿Y eso es
todo?, parecen decir. Bastante poco para un relato.
—La chica es muy hermosa —dice ella—. Una verdadera flor. Eso sí os
puedo decir. Y el hombre de la historia, Mr. Jones, nunca se había visto en
una situación similar, en situación de humillar la belleza, de rebajarla. No era
su propósito cuando llamó por teléfono. En ese momento, cuando llamó, no
habría adivinado que ese afán bullía en él. El impulso apareció cuando la
chica llegó y él vio que era, como ya les dije, una flor. El hecho de que en
toda su vida le hubiera faltado la auténtica belleza y de que probablemente le
habría de faltar también de ahí en adelante le pareció un insulto. Podría haber
gritado para sus adentros: ¡no hay justicia en el universo!, y de ahí en más
procedió con resentimiento. No muy buena persona, este Mr. Jones.
—Me parecía, mamá, que tenías dudas acerca de la belleza —dice Helen
—, dudas acerca de su importancia. Una atracción barata, solías decir.
—¿De veras?
—Algo parecido.
John se inclina y pone una mano sobre el brazo de su hermana.
—El hombre ese, Mr. Jones, todavía cree en la belleza. Todavía está bajo
su hechizo. Por eso la odia y lucha contra ella.
—¿Eso es lo que quieres decir, mamá? —pregunta Helen.
—No sé lo que quiero decir. Todavía no escribí esa historia.
Habitualmente, me resisto a hablar antes de que las historias salgan
totalmente de la botella. Ahora sé por qué —aunque la noche es cálida, se
estremece un poco—: hay demasiada interferencia.
—Que salgan de la botella —dice Helen.
—No hagas caso de lo que digo.
—No es interferencia. Podría serlo si se tratara de otra gente, pero
nosotros estamos de tu parte. No puedo creer que no lo sepas.
¿De mi parte? Qué estupidez. Los hijos están en contra de los padres, no
de su parte. Pero esta es una noche especial de una semana especial. Muy
probablemente no vuelvan a estar juntos los tres, no en esta vida. Tal vez
deberían superarse. Tal vez las palabras de la hija vengan del corazón, del
corazón auténtico, no del falso. Estamos de tu parte. Y su propio impulso de
abrazar esas palabras… tal vez nazca también del corazón auténtico.
—Dime entonces cómo continúo la historia.
—Haz que la abrace —dice Helen—. Que la abrace frente a la familia de
ella. Por raro que parezca. Hazle decir “Perdóname por lo que te hice pasar”.
Haz que se ponga de rodillas ante ella. Que le diga: “En ti rindo culto de
nuevo a la belleza del mundo”. O algo por el estilo.
—Se parece demasiado al crepúsculo celta— murmura ella—. Demasiado
dostoievskiano. No sé si está en mi repertorio.
2003-2007
La anciana y los gatos
Le resulta difícil aceptar que, para tener una conversación común aunque
necesaria con la madre, tenga que hacer todo ese viaje hasta el lugar donde
vive, una oscura aldea de la meseta castellana donde él siente frío todo el
tiempo, donde le dan como cena un plato de alubias y espinaca y donde,
además, debe hablar con cortesía de todos los gatos semisalvajes que ella
tiene y que se desparraman en todas direcciones cada vez que entra en la
habitación. ¿Por qué razón, ya en el crepúsculo de su vida, no puede la madre
instalarse cómodamente en algún lugar civilizado? Llegar hasta allí fue
complicado, volver será también complicado e incluso convivir allí con ella
es más complicado de lo necesario. ¿Por qué todo lo que tiene que ver con su
madre se vuelve complicado?
Hay gatos por todas partes, tantos que parecería que se dividen y
multiplican ante los ojos de uno, como las amebas. Además, abajo, en la
cocina, está ese hombre misterioso que se queda sentado en silencio, con la
cabeza gacha sobre un cuenco de alubias. ¿Qué hace ese desconocido en casa
de la madre?
A él, al hijo, no le gustan las alubias; le producen gases. Le parece una
afectación atenerse a la dieta del campesinado español del siglo XIX
simplemente porque uno reside en España.
Los gatos, que no han recibido todavía su alimento y que seguramente no
tolerarían las alubias, se apiñan a los pies de la madre; se contorsionan y
acicalan mientras tratan de atraer su atención. Si estuviera en su casa, él los
echaría a patadas. Pero no es su casa, él es solo un invitado y debe ser cortés,
incluso con los gatos.
—Ese chiquito es un descarado —comenta señalando a uno—, ese de ahí,
el de la mancha blanca en la cara.
—En rigor —dice la madre—, los gatos no tienen cara.
Los gatos no tienen cara. ¿Habrá hecho el ridículo una vez más?
—Me refiero al que tiene una mancha blanca alrededor del ojo —
rectifica.
—Los pájaros no tienen cara —sigue la madre—. Los peces no tienen
cara, ¿por qué habrían de tenerla los gatos? Las únicas criaturas que tienen
cara son los seres humanos. La cara es lo que demuestra que somos humanos.
Desde luego. Ahora entiende. Ha cometido un error léxico. Los seres
humanos tienen pies, los animales tienen patas; los seres humanos tienen
nariz, los animales, hocico. Ahora bien, si solo los seres humanos tenemos
cara y frente, ¿con qué enfrentan el mundo los animales? ¿Con sus rasgos?
¿Será suficiente una expresión como esa para satisfacer la pasión por la
exactitud que tiene su madre?
—Los gatos tienen cierto porte, pero no cara —dice la madre—. Un porte
corporal. Ni siquiera nosotros, ni tú ni yo, nacimos con cara. Para que haya
cara, es necesario que alguien consiga encenderla, inflamarla, como se
inflaman las llamas a partir de las brasas. Recuerdo que me inclinaba sobre ti,
días tras día, y soplaba, hasta que al fin ese ser que yo llamaba hijo mío
comenzó a emerger. Era como convocar un alma.
Se queda callada.
El gatito de la mancha blanca se ha enzarzado en una pelea por una hebra
de lana con otro más viejo.
—Con o sin cara —dice él—, me gusta el desenfado que tiene. Los
gatitos prometen mucho. Lástima que muy pocas veces esas promesas se
cumplan.
La madre frunce el ceño.
—¿Qué quieres decir con que “las promesas se cumplan”, John?
—Quiero decir que parecen prometer que se transformarán en individuos,
en gatos individuales, cada uno con su temperamento y una actitud individual
ante el mundo. Sin embargo, al final, se convierten en meros gatos,
intercambiables, gatos genéricos, representantes de la especie. Los siglos que
llevan de relación con nosotros no parecen haberlos ayudado. No hay un
proceso de individuación. No se desarrolla en ellos un carácter. A lo sumo,
muestran una tipología: el haragán, el petulante, etcétera.
—Así como no tienen cara, los animales no tienen carácter. Te
decepcionas porque esperas demasiado.
Aunque la madre contradice todas sus opiniones, él no tiene la sensación
de que sea hostil. Sigue siendo su madre, es decir, la mujer que lo dio a luz y
después veló por él con afecto pero distraídamente, que lo protegió hasta que
él pudo hallar un camino propio en el mundo, y luego se olvidó más o menos
de él.
—Sin embargo, si los gatos no son individuos, si no son capaces de ser
individuos, si no son más que una materialización tras otra del Gato
platónico, ¿por qué tener tantos? ¿Por qué no uno solo?
La madre pasa por alto la pregunta y dice:
—Un gato tiene alma, pero no tiene carácter. Si es que puedes apreciar la
diferencia.
—Será mejor que te expliques. Con sencillez, en atención a este intruso
corto de entendederas.
La madre le dedica una sonrisa realmente tierna.
—Hablando con propiedad, los animales no tienen cara porque carecen de
la delicada musculatura que rodea los ojos y la boca de los seres humanos,
esa bendición que permite que el alma se manifieste. De modo que el alma de
ellos queda invisible.
—Alma invisible —dice él como reflexionando—. ¿Invisible para quién?
¿Para nosotros? ¿Para ellos? ¿Para Dios?
—Con respecto a Dios, no lo sé. Si Dios todo lo ve, todas las cosas tienen
que ser visibles para él. Sin duda, invisible para ti y para mí. Y en rigor,
invisible también para los otros gatos: inaccesible a la visión. Los gatos
tienen otros medios para comprenderse.
¿Para esto ha viajado tantos kilómetros? ¿Para oír tonterías místicas
acerca de los gatos? ¿Y el hombre de la cocina? ¿Cuándo le va a explicar su
madre de quién se trata? (Esa casita no fue ideada para mantener la
privacidad; él puede oír que el hombre resopla como un cerdo cuando come).
—Comprenderse —dice él—. ¿Qué significa realmente? ¿Olisquearse las
partes pudendas o algo más elevado? —De pronto, se vuelve más audaz—:
¿Quién es ese hombre de abajo? ¿Trabaja para ti?
—Se llama Pablo —dice la madre—. Lo cuido. Lo protejo. Nació en esta
aldea y vivió aquí toda su vida. Es tímido, se cohíbe con los extraños; por eso
no te lo presenté. Pasó por una época difícil hace un tiempo cuando le dio por
hacer exhibicionismo, como suelen decir. Lo hacía con frecuencia y sin
provocación. No delante de mí —después de cierta edad, los hombres ya no
se exhiben delante de una—, pero sí delante de mujeres jóvenes, y también de
niños.
Los organismos de servicios sociales querían llevárselo y encerrarlo en
uno de esos lugares que llaman seguros. La familia, es decir, la madre y una
hermana soltera, no se oponían: ya les había acarreado bastantes problemas.
Entonces intervine yo. Prometí a la gente de Servicios Sociales que lo
cuidaría si le permitían quedarse conmigo. Prometí vigilarlo, asegurarme de
que no se comportara mal. Y eso es lo que hice y sigo haciendo. Ese es el
hombre que está en la cocina.
—Y por esa razón no puedes viajar. Porque tienes que quedarte aquí y
montar guardia sobre el exhibicionista de la aldea.
—Protejo a Pablo y protejo a los gatos. Ellos también tienen una relación
conflictiva con la aldea. Hace muchas generaciones eran gatos domésticos
comunes. Luego, los habitantes de aldeas como esta empezaron a trasladarse
a la ciudad, vendieron el ganado y abandonaron a los gatos: que se las
arreglaran solos. Por supuesto, los gatos se asilvestraron. Retornaron a la
naturaleza. ¿Qué otra opción tenían? Pero los gastos silvestres no le gustan a
la gente que se quedó en las aldeas. Les disparan cuando pueden o les ponen
trampas y después los ahogan.
—Abandonados por quienes los domesticaron, los gatos recuperaron su
alma salvaje —sugiere él. Es un comentario burlón, pero la madre no ve la
broma.
—El alma no tiene cualidades, no es salvaje ni doméstica ni nada. Si
tuviera cualidades no sería alma.
—Sin embargo, dijiste que era invisible —replica él—. ¿Acaso la
invisibilidad no es una cualidad?
—No hay objetos invisibles a la percepción —contesta ella—. La
invisibilidad no es una cualidad del objeto. Es una capacidad o incapacidad
del observador. Decimos que el alma es invisible si no podemos verla. Y eso
dice algo sobre nosotros; no dice nada sobre el alma.
Él sacude la cabeza.
—Mamá, ¿adónde te lleva quedarte sentada en esta aldea dejada de la
mano de Dios, en las montañas de un país extranjero, quebrándote la cabeza
acerca de sujetos y objetos mientras unos gatos semisalvajes llenos de pulgas
y Dios sabrá qué otras alimañas se esconden bajo los muebles? ¿Es esa la
vida que quieres realmente?
—Me estoy preparando para el próximo movimiento. El último. —Lo
mira a los ojos; está serena y parece hablar totalmente en serio—. Me estoy
acostumbrando a vivir en compañía de seres cuyo modo de ser es diferente
del mío, más diferente de lo que el intelecto humano podrá comprender
jamás. ¿Tiene algún sentido para ti esto que digo?
¿Lo tiene? Sí. Y no. Él hizo ese viaje para hablar de la muerte, de la
proximidad de la muerte, de la muerte de su madre y de cómo prepararse para
ella, pero no para hablar de su vida después de la muerte.
—No —contesta—, no tiene ningún sentido para mí. Realmente, ninguno.
—Moja un dedo en la sopa de alubias y extiende la mano; el gatito de la
mancha blanca deja de jugar, huele el dedo con precaución y lo lame. Él lo
mira directamente a los ojos y por un instante el gatito lo mira a él. ¿Qué es lo
que ve, más allá de esos ojos, más allá de la negra rendija de la pupila, más
allá…? ¿Hay un destello momentáneo, una luz que provenga del alma
invisible que se oculta ahí? No está seguro. Si hubo realmente un destello, lo
más probable es que fuera su propio reflejo en la pupila.
Con agilidad, el gatito baja del sofá y se aleja con la cola erguida.
—¿Y? —dice la madre. Sonríe levemente, tal vez con sorna. Él mueve la
cabeza y se limpia el dedo en la servilleta.
—No —le dice—. No veo nada.
Duerme en el cuartito que da a la calle. Hace tanto frío allí que apenas
reúne coraje para desvestirse. Y se duerme hecho un ovillo bajo la ropa de
cama. A mitad de la noche, se despierta congelado. Extiende el brazo para
tocar la pequeña estufa que ha dejado encendida junto a la cama. Está fría.
Mueve el interruptor del velador, pero no hay luz.
Sale de la cama y lidia a tientas con el cierre de la maleta, se pone
calcetines, pantalones y una campera. Se envuelve la cabeza con una bufanda.
Vuelve a la cama tiritando y consigue dormir de a tramos hasta el amanecer.
La madre lo encuentra en la salita, acurrucado frente a las brasas del
fuego de la noche anterior.
—Se cortó la electricidad —dice él con aire acusador. La madre asiente.
—¿Dejaste encendida la estufa en tu cuarto durante la noche? —pregunta.
—La dejé encendida porque tenía frío. No estoy acostumbrado a esta
manera de vivir primitiva, mamá. Vengo de la civilización, y en la
civilización no comulgamos con la idea de que la vida tiene que ser un valle
de sufrimientos.
—Sea un valle de sufrimientos o no, ocurre que en esta casa, si enciendes
una estufa entre la una y las cuatro de la mañana —período en que se calienta
el agua para bañarse—, se corta la electricidad. —La madre hace una pausa y
lo contempla con calma—. No seas infantil, John. Me decepcionas. No nos
quedan muchos días para estar juntos. Trata de mostrar lo mejor de ti, no lo
peor.
Si su mujer le dijera algo por el estilo, habría una trifulca; una trifulca y
una atmósfera agria que podría durar varios días. Sin embargo, él parece
dispuesto a aceptar regaños de la madre hasta cierto punto. Dentro de ciertos
límites, la madre puede criticarlo y él se limitará a bajar la cabeza aunque la
crítica sea injusta (¿cómo podía saber él que el sistema de agua caliente
funcionaba de noche?). ¿Por qué, en presencia de la madre tiene la misma
actitud de los nueve años, como si los decenios que han transcurrido no
fueran más que un sueño? Ahí sentado ante el fuego mortecino, levanta la
cabeza y la mira. Lee en mí, le dice, aunque no pronuncia ninguna palabra.
Eres tú la que sostiene que el alma se expresa en el rostro; por consiguiente,
debes descifrar mi alma y decirme qué es lo que tengo que saber.
—Pobrecito —dice la madre y le revuelve el pelo con la mano—. Habrá
que endurecerte. Si todos fueran como tú, no habríamos sobrevivido a la era
glacial.
—¿A cuántos gatos alimentas? —le pregunta.
—Depende de la época del año. En este momento, unos diez permanentes
más algunos visitantes ocasionales. En verano son menos.
—Seguramente, mientras tú los alimentas, ellos se multiplican.
—Sí, se multiplican. Es algo natural en todos los organismos sanos.
—Se multiplican geométricamente —dice él.
—Sí, aunque por otro lado la naturaleza se cobra sus muertos.
—Sea como fuere, es evidente por qué los aldeanos están inquietos. Una
extranjera se instala en la aldea y empieza a alimentar a los gatos silvestres.
Al poco tiempo, hay una verdadera plaga de gatos. ¿No será que estás
alterando un estado de equilibrio anterior? ¿Y qué hay de los caballos que
acaban en el matadero para que puedas alimentar a estos gatos tuyos? ¿Les
has dedicado algún pensamiento?
—¿Qué quieres que haga, John? ¿Quieres que deje morir de hambre a los
gatos? ¿Quieres que les dé de comer a unos pocos selectos? ¿Que les dé de
comer queso de soja en lugar de carne? ¿Qué quieres decirme?
—Podrías empezar por castrarlos. Si los hicieras capturar y castrar a
todos sin excepción, a tu costa, es probable que tus vecinos de la aldea te lo
agradecieran en lugar de maldecirte entre dientes. La última generación de
gatos, los castrados, podrían vivir complacidos, y ahí terminaría todo.
—Una situación en la que todos ganan, de hecho. —La voz de la madre
suena ácida.
—Si quieres decirlo así.
—Una situación en la que todos ganan, que me muestras como ejemplo
de cómo se puede abordar el problema de los gatos silvestres con
racionalidad y responsabilidad, y también con sensibilidad humana.
El hijo no dice nada.
—No quiero ser un ejemplo, John. —En la voz de su madre, él advierte
los primeros matices de este tono insistente, filoso, que, para sus adentros, él
piensa obsesivo—. Que otros sean un ejemplo. Voy adonde me lleva mi
alma. Siempre lo he hecho. Y si no entiendes eso de mi persona, no entiendes
nada.
—Por lo general, dejo de entender cuando alguien usa la palabra alma —
dice él—. Pido disculpas al respecto. Es consecuencia de la educación
excesivamente racional que tuve.
No comparte la obsesión de la madre con los animales. Si él tuviera que
elegir entre los intereses de los seres humanos y los de los animales, no
vacilaría en optar por los seres humanos, por su propia especie. Benévola
pero distante: así describiría él su actitud hacia los animales. Distante porque,
considerando todos los aspectos de la cuestión, hay aún una enorme distancia
entre los seres humanos y los demás seres.
Si él pudiera resolver a su manera el problema de esa aldea y la plaga de
gatos, si no estuviera involucrada su madre —si ella hubiera muerto, por
ejemplo—, diría Matadlos a todos. Exterminad a esas bestias, eso diría.
Gatos salvajes, perros salvajes: el mundo no necesita ninguno más. Pero
como está involucrada la madre, no dice nada.
—¿Quieres que te cuente toda la historia de los gatos, de los gatos y de
mí? —dice ella.
—Cuéntame.
—Cuando llegué a San Juan, una de las primeras cosas que observé fue
que los gatos de este lugar huían apenas percibían en el aire un rastro de
presencia humana. Sus buenas razones tenían: los seres humanos habían
demostrado ser enemigos implacables. Me pareció una vergüenza. No quería
ser enemiga de nadie, pero ¿qué podía hacer? Y no hice nada.
Después, un día en que había salido a caminar, vi un gato en una
alcantarilla. Era una hembra y estaba dando a luz. Como no podía huir, me
echó una mirada feroz y gruñó. Era una pobre criatura medio muerta de
hambre que paría sus crías en un lugar húmedo y sucio, pero estaba dispuesta
a dar la vida para defenderlas. Tuve el impulso de decirle yo también soy
madre. Aunque, desde luego, no me habría entendido. No habría querido
entenderme.
Entonces tomé una decisión. Fue como un relámpago. No fue producto de
ningún cálculo, no sopesé los pros y los contras. Decidí que en esta cuestión
de los gatos, daría la espalda a mi propia tribu —la tribu de los cazadores— y
me pondría del lado de los cazados. Cualquiera fuera el costo.
Ella quiere seguir hablando, pero él la interrumpe: no puede desperdiciar
la oportunidad.
—Fue un día favorable para los gatos de la aldea, pero desfavorable para
sus víctimas —dice él—. Los gatos también son cazadores. Acechan a sus
presas —pájaros, ratones, conejos— y, lo que es peor aún, las comen vivas.
¿Cómo resolviste ese problema moral?
Ella pasa por alto la pregunta.
—No me interesan los problemas, John. Ni los problemas ni la solución
de los problemas. Detesto esa manera de pensar que ve la vida como una
sucesión de problemas que el intelecto debe resolver. Un gato no es un
problema. La gata del albañal me interpeló y yo respondí a esa apelación.
Respondí sin cuestionar nada, sin remitirme a ningún cálculo moral.
—Viste cara a cara a la madre que paría y no pudiste rechazar esa súplica.
Ella lo mira desconcertada.
—¿Por qué dices eso?
—Porque ayer me dijiste que los gatos no tienen cara. Y recuerdo que,
cuando era chico, me sermoneabas acerca de la consideración hacia el otro,
acerca de esa apelación que no podemos rechazar cuando vemos al otro cara
a cara, a menos que neguemos nuestra propia condición humana. Una
apelación que es anterior a la ética, más primitiva, eso decías.
Y también decías que el problema radicaba en que las mismas personas
que hablaban de cómo el otro las interpelaba, no querían hablar de que los
animales las interpelaban. No aceptaban que, en los ojos de la bestia que
sufre, podemos ver una apelación que tampoco se puede rechazar sino a un
costo muy alto.
Y ahora me pregunto ¿qué es exactamente eso que, en tu opinión,
negamos cuando rechazamos la interpelación de la bestia que sufre?
¿Negamos nuestra común animalidad? ¿Qué categoría ética tiene esa curiosa
abstracción, la animalidad7 ¿Y cuál es exactamente esa la apelación que nos
llega desde los ojos de los animales, ojos que —según me has dicho—
carecen de la fina musculatura necesaria para expresar el alma? Si los ojos de
los animales no son más que un instrumento óptico inexpresivo, lo que tú
crees ver en ellos puede ser simplemente lo que deseas ver. Los animales no
tienen ojos propiamente dichos, no tienen labios propiamente dichos, no
tienen cara propiamente dicha, admito todo eso alegremente. Ahora bien, si
no tienen cara, ¿cómo hacemos nosotros, seres con cara, para reconocernos
en ellos?
—Nunca dije que la gata del albañal tuviera cara, John. Dije que vio en
mí a un enemigo y me gruñó. Un enemigo ancestral. Una especie enemiga.
Lo que me sucedió en ese momento nada tenía que ver con un intercambio de
miradas: tenía que ver con la maternidad. No quiero vivir en un mundo en el
que un hombre calzado con botas te mate a patadas aprovechando el hecho de
que estás en trabajo de parto, eres vulnerable y estás indefensa, imposibilitada
de escapar. Tampoco quiero vivir en un mundo donde me arranquen los hijos
o se los arranquen a cualquier otra madre para ahogarlos porque alguien ha
decidido que son demasiados.
Nunca habrá demasiados niños, John. Y te voy a hacer una confesión: me
gustaría haber tenido más hijos. No es algo personal con ustedes, pero cometí
un error lamentable cuando decidí quedarme con ustedes dos solamente,
contigo y con Helen. Dos hijos, cifra simpática, racional, que, según se
supone, prueba que los padres no son egoístas, que no pretenden del futuro
más de lo que es justo. Ahora que es demasiado tarde, me gustaría haber
tenido muchos hijos. Me encantaría ver niños corriendo por la calle (¿te has
dado cuenta qué muerta parece una aldea como esta, sin niños?), muchísimos
niños y gatitos y perritos y muchísimas otras criaturas pequeñas.
En las fronteras del ser —así me lo imagino— están todas esas almas
diminutas, almas de gatos, de ratones, de pájaros, de niños que no han nacido,
todas apiñadas, rogando que las dejen entrar, rogando encarnarse. Y yo
quiero que todas entren, todas sin excepción, aunque solo sea por un día o
dos, aunque solo sea para que echen una ojeada a este hermoso mundo.
¿Quién soy yo para negarles la oportunidad de encamarse?
—Es una linda imagen —dice él.
—Sí, es linda. Pero ¿qué más ibas a decir?
—Que es una linda imagen, pero ¿quién va a darles de comer?
—Dios los alimentará.
—Dios no existe, mamá. Y tú lo sabes.
—Cierto, Dios no existe. No obstante, al menos en el mundo que espero y
por el cual rezo, cada alma tendrá una oportunidad.
No habrá más seres que no han nacido aguardando a la puerta, gimiendo
para que los dejen entrar. Cada alma tendrá su ocasión de saborear la vida,
que sin duda es lo más delicioso que existe. Y al cabo del tiempo, podremos
alzar la cabeza, nosotros, señores de la vida y de la muerte, señores del
universo. Ya no tendremos que montar guardia a la puerta y decir Lo
lamento, pero no podéis entrar, sois indeseados, sois demasiados. En
cambio, podremos decir: Entrad, os queremos aquí, os queremos a todos.
El hijo no está acostumbrado a ese tono exaltado de la madre, de modo
que se queda esperando para darle la oportunidad de volver a la Tierra, de
moderarse. Pero no, la exaltación continúa: hay una sonrisa en sus labios, un
resplandor vivo en su rostro, una mirada lejana que no parece incluirlo.
—Te aseguro que me habría gustado tener más hermanos —le dice por
fin—. Hablo por mí. Pero la cuestión que me incomoda, sin embargo, es esta:
si hubieras tenido que criar a diez hijos en lugar de a dos, ¿en qué situación
estaríamos Helen y yo hoy en día? ¿Cómo habrías costeado la cara formación
que nos preparó para los trabajos bien remunerados y la vida confortable que
tenemos ahora? De niño, ¿no habría tenido que ir a buscar trozos de carbón
en las vías del ferrocarril o a escarbar la tierra para conseguir algunas papas?
Y Helen, ¿no habría tenido que ir a fregar pisos? ¿Y qué habría sido de ti?
Con esa cantidad de hijos que reclamaban tu atención, ¿habrías tenido tiempo
para los pensamientos elevados, para escribir libros y hacerte famosa? No,
mamá: si me dieran a elegir entre nacer en el seno de una familia pequeña y
próspera o de una familia numerosa y pobre, elegiría siempre la familia
pequeña.
—Qué manera peculiar de mirar el mundo, la tuya —comenta la madre
—. Viste a Pablo anoche. Tenía muchos hermanos, pero se fueron a la ciudad
y lo dejaron aquí. Y cuando pasó por momentos difíciles, no fueron los
hermanos ni las hermanas los que acudieron en su ayuda sino la extranjera, la
anciana de los gatos. Los hermanos no se aman necesariamente, hijo mío, no
soy tan ingenua para creer eso.
Dices que si tuvieras que elegir entre ser profesor universitario y peón de
granja, elegirías ser profesor. Ocurre que la vida no es una sucesión de
opciones. Ahí sigues equivocándote. Pablo no empezó la suya como un alma
desencarnada que tenía que elegir entre ser rey de España o el idiota del
pueblo. Llegó a este mundo y apenas abrió los ojos y miró a su alrededor,
pues se hallaba en San Juan Obispo y era el último orejón del tarro. La vida
como un conjunto de problemas que hay que resolver; la vida como un
conjunto de opciones que uno debe tomar: ¡qué manera singular de ver las
cosas!
Es inútil discutir con ella cuando adopta ese tono, pero a él le queda aún
un último golpe:
—De todos modos —le dice—, optaste por intervenir en la vida de la
aldea. Optaste por proteger a Pablo frente al sistema de asistencia social.
Optaste por el papel de salvadora de los gatos. Podrías haber optado por
cosas muy distintas. Podrías haberte quedado en tu estudio mirando por la
ventana y escribiendo textos humorísticos sobre la vida rural en España para
que los publicaran luego en alguna revista.
La madre lo interrumpe, impaciente:
—Sé lo que es optar; no tienes que explicármelo. Sé cómo se siente una
cuando decide actuar y sé aún mejor cómo se siente una cuando decide no
actuar. Pude optar por escribir esos textos humorísticos tontos. Pude optar por
no intervenir en el caso de los gatos. Sé exactamente cómo se siente una
durante ese proceso de deliberación y decisión; conozco su sabor, su leve
peso. La otra manera de vivir no es cuestión de opciones. Es un asentimiento.
Un ceder. Es un Sí que no tiene un No. Puede ser que entiendas lo que quiero
decir o no, pero no pienso dar más explicaciones. —Se pone de pie—.
Buenas noches.
En esa segunda noche que pasa en San Juan, el hijo se va a la cama con
un gorro de lana, un suéter, pantalones y medias, y así logra dormir mejor.
Cuando entra en la cocina para desayunar, se siente casi cordial; además tiene
hambre.
En la cocina hay una luz y un calor muy agradables. Se oye el vivaz
crepitar que sale del viejo horno de hierro fundido. Al lado, sentado en una
mecedora, con las piernas cubiertas por una manta, está Pablo; lleva anteojos
y parece leer el diario.
—Buenos días —dice él.
—Buenos días, señor —contesta Pablo.
No hay señales de la madre. Él se sorprende, porque ella solía levantarse
temprano. Se hace café y se sirve cereales y leche.
Ahora que mira con más atención, ve que Pablo no está leyendo en
realidad; está revisando un montón de recortes de diarios. La mayoría van a
parar, prolijamente doblados, a una caja de madera aglomerada que está
abierta en el piso. Pablo conserva unos cuantos recortes en la falda.
Teniendo en cuenta lo que la madre le ha contado, supone que los
recortes son fotos de mujeres con poca ropa. Sin embargo, como si intuyera
su desaprobación, Pablo levanta uno para que pueda verlo y le dice:
—El papa.
Es una fotografía de Juan Pablo II, vestido de blanco sobre su trono e
inclinado hacia adelante con dos dedos en alto para dar la bendición.
—Muy bien —le contesta él, asintiendo y sonriendo.
Pablo le muestra otra imagen. De nuevo Juan Pablo. De nuevo la sonrisa.
¿Sabrá Pablo que el papa polaco ha muerto, que ahora hay un papa alemán?
¿Cuánto tardan en llegar las noticias a esa aldea?
Pablo no le sonríe, pero abre la boca y deja ver los dientes. Son pequeños,
tan diminutos y tantos, que le recuerdan los dientes de un pez. Parecen
recubiertos por una película blanca, demasiado gruesa y gomosa para que sea
saliva. Ese debe de ser el aspecto de los dientes si uno nunca se los cepilla a
lo largo de años. Piensa eso y enseguida siente tanto asco que no puede seguir
comiendo. Se cubre la boca con la servilleta y se pone de pie.
—Scusi —dice, y se va de la habitación.
Scusi: se ha equivocado, es italiano. ¿Cómo se piden disculpas en
español, cómo se dice que uno lo lamenta, pero no puede mirar al interlocutor
a la cara?
—¿Se lava? —le pregunta a la madre—. Veo que no se lava los dientes.
No entiendo cómo puedes soportarlo cerca.
La madre se ríe, divertida:
—Imagínate lo que sería tener relaciones sexuales con él. Lo cierto es que
a los hombres en general no les importa el olor que tienen. Las mujeres
somos distintas.
Están sentados en el pequeño jardín de atrás, empapándose de sol, un sol
bastante pálido.
—Si entiendo las cosas bien, este hombre heredará tu finca de España.
¿Es sensata esa decisión? ¿Estás segura de que no expulsará a los gatos
apenas no estés tú?
—¿Cómo estar segura de lo que hará Pablo? ¿Cómo estar segura de lo
que hará nadie? Supongo que podría crear un fideicomiso, del cual Pablo
recibiría un estipendio mensual, y que podría contratar a alguien para que
hiciera visitas sorpresa a fin de verificar si él cumple su deber. Pero se
parecería demasiado al castillo de Kafka, ¿no te parece? No: los gatos tendrán
que correr el riesgo de depender de Pablo. Si él resulta una mala persona,
tendrán que volver a cazar para sobrevivir. Primero los fabulosos años de
abundancia, bajo el reinado de la “buena reina Elizabeth”, luego los tiempos
sombríos, bajo el dominio del “malvado rey Pablo”: con espíritu filosófico,
como suelen hacer la mayoría de los animales, te encoges de hombros y te
dices que así es el mundo y que hay que seguir viviendo.
—De todos modos, mamá, hablemos con seriedad por un instante. Si
quieres que la aldea sea más próspera cuando te vayas que cuando viniste,
¿no sería el fideicomiso una buena opción? No un fideicomiso para que Pablo
mantenga su conducta sino un fideicomiso que se encargara de los animales
sin techo. Tu posición te permite hacerlo.
—“Que se encargara de…”. Hay que tener cuidado, John. En ciertos
ambientes “encargarse de” un animal significa sacrificarlo, darle una muerte
piadosa.
—Que se encargara de ellos, sin eufemismos, eso es lo que quise decir.
Que les dieran refugio y los alimentaran y los cuidaran cuando están
enfermos o envejecen.
—Lo voy a pensar. Aunque debo decirte que prefiero algo más simple.
Como darle mi bendición a Pablo y recordarle que alimente a los gatos.
Porque, aunque no te guste, este plan también es para él. Para demostrarle
que alguien le tiene confianza, a él, a quien nadie se la tuvo antes. Tal vez le
escriba también unas líneas al papa pidiéndole que vigile a su siervo Pablo.
Quizá sea lo mejor. Pablo tiene devoción por el papa, como habrás notado.
Es sábado y, para él, hora de partir, de viajar hasta Madrid y tomar allí el
vuelo de regreso a Estados Unidos.
—Adiós, mamá. Me alegro de haber tenido esta oportunidad de verte en
tu escondrijo de la montaña.
—Adiós, hijo. Trasmíteles mi cariño a los chicos y a Norma. Espero que
este largo viaje haya valido la pena, pero ¡shh! — levanta el índice sin
apoyarlo en los labios de él (no es ese su estilo)—, no tienes que decírmelo;
es tu deber, ya lo sé. No hay nada malo en cumplir con el deber. El mundo no
sigue andando gracias al amor sino gracias al deber. El amor es agradable, un
plus agradable. Pero no se puede contar con él, desgraciadamente. No
siempre surge.
Ahora despídete también de Pablo. Le complace sentirse incluido. Dile
Vaya con Dios. Es la manera antigua de expresarlo.
Él va a la cocina. Pablo está en el mismo lugar de siempre, sentado en la
mecedora junto al horno. Le tiende la mano:
—Adiós, Pablo —le dice—. Vaya con Dios.
Pablo se pone de pie, lo abraza, le da un beso en cada mejilla. Él puede
oír la saliva que Pablo sorbetea cuando abre la boca, puede oler su dulce
aliento fétido.
—Vaya con Dios, señor —dice Pablo.
2008-2013
Mentiras
Querida Norma:
Te escribo desde San Juan, en el único hotel que existe aquí. Esta tarde
fui a visitar a mamá: en auto es un viaje de media hora por un camino
tortuoso. Su estado es tan malo como suponía, incluso peor. No puede
caminar sin bastón y, aun así, lo hace muy lentamente. Desde que volvió del
hospital no pudo subir al piso alto. Duerme en el sofá de la sala. Trató de que
le bajaran la cama, pero le dijeron que la habían construido ahí arriba y que si
intentaban moverla la destrozarían. (¿Penélope no tenía una cama similar, la
Penélope de Homero?).
Todos sus libros y papeles están en el piso superior: abajo no hay lugar
para ellos. Mamá se irrita y dice que quiere trabajar en su escritorio, pero no
puede.
Hay un hombre que se llama Pablo que ayuda en la huerta. Pregunté
quién hace las compras. Ella dice que vive a pan y queso, más lo que se
cosecha en la huerta, y que no necesita nada más. De todos modos, le dije,
¿no podría conseguir que alguna mujer de la aldea viniera para limpiar y
cocinar? No quiso escucharme: dice que no tiene contacto con la gente de la
aldea. ¿Y Pablo?, le dije. ¿No es él parte de la aldea? Pablo es
responsabilidad mía, contestó, no forma parte de la aldea.
Por lo que pude ver, Pablo duerme en la cocina. Vive medio en Babia
como se dice eufemísticamente; quiero decir que es idiota, bobo.
No he planteado aún la cuestión principal; quería hacerlo, pero no tuve
coraje suficiente. Se lo diré mañana. No tengo demasiadas esperanzas. Mamá
se muestra distante conmigo. Con perspicacia, creo, sospecha por qué vine.
Que duermas bien. Cariños para los chicos.
John
Querida Norma:
“La verdad sin rodeos”, eso me pedía, o tal vez me imploraba.
Sabe perfectamente cuál es, tanto como yo, de modo que no tendría por
qué resultarme difícil pronunciar las palabras concretas, pero me sentía
irritado por tener que hacerlo: irritado por haber tenido que viajar tanto para
cumplir una obligación que nadie nos agradecerá, ni a ti, ni a Helen ni a mí,
al menos no en este mundo.
ESA misma noche, se pone a ojear el diario manuscrito. Hay varias páginas
de prosa al comienzo, que tienen este encabezamiento: “Yibuti 1990”. Se
sienta a leer.
Estoy en Yibuti, África nororiental. Recorro el mercado y observo a un
hombre joven, muy alto, como la mayoría de la gente de esta parte del
mundo. Tiene el torso desnudo y lleva en los brazos un hermoso cabrito. El
animal, totalmente blanco, está acomodado allí plácidamente y mira a su
alrededor disfrutando del paseo.
Más allá de los puestos del mercado, hay una zona en que la tierra y las
piedras tienen un color rojo oscuro, casi negro; están embebidas en sangre.
No crece nada en ese lugar; ni un yuyo, ni una brizna de hierba. Ahí matan a
los cabritos, las ovejas y las aves de corral. Ahí lleva el hombre a su cabrito.
No sigo sus pasos. Sé lo que sucede en ese lugar: ya lo he visto y no
quiero verlo de nuevo. El joven del cabrito le hará un gesto a uno de los
hombres del matadero, que agarrará el cabrito y lo sujetará al suelo
manteniendo unidas con fuerza las cuatro patas. Entonces, el joven extraerá
un cuchillo de la vaina que cuelga contra su muslo y, sin preámbulos, cortará
de un tajo la garganta del cabrito; después se quedará mirando los estertores y
la sangre que brota a borbotones.
Cuando el animal por fin quede inmóvil, le cortará la cabeza, abrirá en
canal el abdomen y extraerá las visceras para depositarlas en el recipiente de
lata que sostiene el hombre del matadero. Después, pasará un alambre por los
corvejones, suspenderá el cuerpo de una barra y le quitará el pellejo. Por
último, lo partirá a lo largo en dos mitades que llevará al mercado
propiamente dicho, junto con la cabeza de ojos abiertos y vidriosos. Si tiene
suerte, obtendrá por esos restos novecientos francos de Yibuti o cinco dólares
estadounidenses.
Una vez en casa del comprador, el cuerpo será trozado y asado sobre las
brasas, pero la cabeza se hervirá en un caldero. Lo que no sea comestible se
arrojará a los perros, especialmente los huesos. Y ese será el fin. Del cabrito
tal como era en la flor de la vida no quedará ningún rastro. Como si jamás
hubiera existido. Nadie lo recordará, salvo yo, una extranjera que lo vio por
casualidad, a quien él vio por casualidad, cuando iba camino a la muerte.
Esa extranjera, que no lo ha olvidado, se dirige ahora a la sombra del
cabrito y le hace dos preguntas. La primera: ¿Qué pensabas mientras ibas
esa mañana al mercado en brazos de tu dueño? ¿Realmente no sabías
adonde te llevaba? ¿No alcanzabas a oler la sangre? ¿Por qué no luchaste
por escapar? La segunda pregunta es esta: ¿Qué crees que se cruzaba por la
cabeza de ese joven que te llevaba al mercado, a ti, a quien conocía desde el
día en que naciste, que eras parte del rebaño que llevaba a pastar todas las
mañanas y traía de regreso todas las tardes? ¿Susurró alguna palabra de
disculpa por lo que se proponía hacer?
¿Y por qué te hago estas preguntas? Porque intento comprender lo que
piensan ustedes —tú y tus hermanos y hermanas— del trato que hicieron tus
antepasados con la humanidad hace muchas generaciones. Según ese pacto,
los seres humanos se comprometieron a protegeros contra vuestros enemigos
naturales, el león y el chacal. Por su parte, tus antepasados se
comprometieron a retribuir esa protección, llegado el momento, cediendo a
esos protectores su cuerpo para que lo devoraran; más aún: se
comprometieron a que sus descendientes hasta la centésima y la milésima
generación hicieran lo mismo.
Opino que es un mal trato, muy desfavorable para tu tribu. Si yo fuera
cabra, preferiría arriesgarme a los leones y los chacales. Pero no soy cabra y
no sé cómo funciona la mente de una cabra. Tal vez las cabras piensen Puede
ser que no corra la misma suerte que mis padres y mis abuelos. Quizá el
temperamento de las cabras las lleve a vivir con esperanza. O tal vez la mente
de una cabra no piensa. Debemos tomar en cuenta esa posibilidad seriamente,
como lo hacen algunos filósofos… humanos. Ellos dicen que, hablando con
rigor, la cabra no piensa. Cualesquiera sean las actividades mentales de la
cabra, si tuviéramos acceso a ellas nos resultarían irreconocibles, ajenas,
incomprensibles. La esperanza, las expectativas, las premoniciones son
formas de pensamiento que la cabra no conoce. Si la cabra patalea y lucha en
el momento final, cuando aparece el cuchillo, no es porque comprenda
súbitamente que su vida está por terminar. No: se trata de una actitud
meramente reactiva, repulsión por el insoportable olor a sangre y por el
extraño que atenaza sus patas y la sujeta contra el suelo.
Desde luego, si uno no es filósofo, es difícil creer que una cabra, una
criatura que se nos parece en tantos aspectos, puede transcurrir toda su vida,
desde el principio hasta el fin, sin pensar. Y una consecuencia de ello es que,
cuando se trata de mataderos, nosotros, los habitantes del ilustrado Occidente,
nos esforzamos por que la ignorancia de la cabra o la oveja o el cerdo o el
buey se mantenga tanto como sea posible, tratamos de que el animal no se
asuste hasta el final, hasta que apoya las patas en el área destinada al
sacrificio, ve a ese hombre extraño cubierto de sangre que enarbola el
cuchillo y entonces la alarma se hace inevitable. Nuestro ideal sería que el
animal estuviera aturdido —con la mente inutilizada— de modo que ni
siquiera tuviera un atisbo de lo que está sucediendo. Para que no se diera
cuenta de que le ha llegado la hora de pagar, de cumplir su parte del pacto
inmemorial. Para que en sus últimos momentos en la Tierra no se sienta
inundado de dudas, de confusión y de terror. Para que muera, como solemos
decir, “sin sufrir”.
En nuestros rebaños, se acostumbra castrar a los machos. La castración
sin anestesia es mucho más dolorosa que el degüello, y el dolor dura mucho
más tiempo. Sin embargo, nadie hace tantos aspavientos al respecto. ¿Qué es,
entonces, lo que hallamos de inaceptable en el dolor de la muerte? Más
específicamente: si estamos dispuestos a infligirle la muerte al otro, ¿por qué
queremos evitarle el dolor? ¿Qué nos resulta inaceptable en el hecho de
infligir el dolor de la muerte, además de la muerte misma?
Existe en inglés una palabra, squeamish, que forma un par de opuestos
con la expresión soft-hearted. Si a una persona le incomoda ver que alguien
pisotea un escarabajo, podemos decir que es soft-hearted [impresionable] o
que es squeamish [sensiblera] según que admiremos su empatia con el
escarabajo o pensemos que es una estupidez. Cuando los trabajadores de los
mataderos hablan de la defensa de los derechos de los animales, de gente
preocupada por evitar que los últimos momentos del animal sean puro dolor y
terror, no dicen que esa gente sea impresionable sino que es sensiblera. Por lo
general la desprecian. La muerte es la muerte; y punto, dicen.
¿Te gustaría sentirte inundado de dolor y terror en tus últimos momentos
sobre la Tierra?, pregunta la gente preocupada por los derechos de los
animales. No somos animales, replican los trabajadores del matadero.
Somos seres humanos. No es lo mismo para nosotros que para ellos.
TRES
Él, John, hijo de esa mujer que se hincó de rodillas en julio de 1995 y
pidió perdón, y que después escribió lo que él acaba de leer, toma a su vez
una estilográfica. Al pie de la página anota lo siguiente: “Información acerca
de los conejos, verificada por la ciencia. Cuando las mandíbulas del zorro se
cierran sobre el cuello del conejo, este queda en estado de shock. La
naturaleza ha dispuesto —o, si usted lo prefiere, Dios ha dispuesto— que el
zorro pueda abrir de una dentellada el vientre de un conejo y alimentarse de
sus entrañas sin que el conejo sienta nada. Nada de nada. Nada de dolor, nada
de sufrimiento”. Subraya las palabras Información acerca de los conejos.
La madre no ha pedido que le devuelva el diario. Pero el destino es
inescrutable. Tal vez él muera antes, tal vez lo atropellen al cruzar la calle. En
ese caso, para variar, será ella quien tendrá que leer los pensamientos de él.
CINCO
Él deja los papeles a un lado. Es tarde y está cansado, pero un texto sobre
el cual se ha garrapateado la palabra daston en grandes mayúsculas de color
negro atrae su mirada.
No soy muy amante de los animales. Ellos no necesitan mi amor y
yo no necesito el de ellos. El amor humano ya es bastante oscuro.
¿Cómo elige sus objetos? No tengo idea. ¿Por qué lo carcome la
ambivalencia? Tampoco tengo idea. ¡Cuánto más impenetrables
debemos de ser nosotros para los sentimientos de los animales! No,
no me interesa el amor, lo único que me interesa es la justicia. De
todos modos, siempre abrigué la convicción de que tengo cierto grado
de acceso —¿cómo decirlo?— a la interioridad de los animales. No
digo acceso a sus pensamientos ni a sus sentimientos sino al tenor, la
Stimmung, de su estado interno, que tal vez no sea “interno” (en
contraposición a “externo”), porque no estoy segura de que haya
diferencia entre psiquis y soma en los animales y tampoco en
nosotros. Pero siempre tuve la convicción de que podía acceder a su
interior y, por tanto, actué con los animales que se me cruzaban como
si realmente fuera así. Sin duda, escribí como si tuviera ese don.
Animales: ¡palabra que es una verdadera mescolanza! ¿Qué tienen en
común la langosta y el lobo, salvo el hecho de no ser humanos? ¿El
lobo y la langosta se parecen más entre sí que el lobo y yo?
Como acabo de decir, creía tener acceso a la interioridad del lobo
y de la langosta y de todo el resto del zoológico. ¿Me preguntan
cómo? Por la facultad de la empatía que, en mi poco científica
opinión, es innata en nosotros. Nacemos con esa facultad —que
calificaría de facultad del alma, no de la mente— y podemos optar por
cultivarla o dejar que se marchite.
Y aquí entra Lorraine Daston, que se dedica a la historia de las
ideas. Es quien más me ha hecho dudar de mi convicción. Ella traza
un marco histórico y sitúa allí a gente como yo, gente que cree tener
una facultad innata que le permite ver el mundo a través de los ojos
del otro.
En síntesis, Daston dice lo siguiente: La creencia de que los seres
humanos tenemos la capacidad de abstraemos de nosotros mismos y
proyectarnos empáticamente en la mente de otros —aptitud que ella
llama capacidad de cambiar de perspectiva— no es algo innato ni
universal. Por el contrario, es una idea que surgió por primera vez en
Occidente, a finales del siglo XVIII, en el campo de lo que entonces
llamaban ciencias morales, en un momento histórico de la filosofía
occidental en que la subjetividad parecía la esencia del espíritu. Esa
idea sobre la capacidad de cambiar de perspectiva surgió en cierto
momento y desaparecerá en otro.
Ante esa aseveración de Daston, respondo: Desde luego la
subjetividad es la esencia del espíritu, de la experiencia mental.
Cogito ergo sum: no tengo conciencia porque exista el pensamiento—
en—abstracto sino porque pienso. Pienso y mi pensamiento es
exclusivamente mío, está teñido por mi yoidad, mi subjetividad, que
está situada en un estrato más profundo que el pensamiento. ¿Hay
acaso algo más evidente?
Llegado este punto, Daston hace ese movimiento conceptual que
me confunde. Introduce en el cuadro a los ángeles. Así como solíamos
pensar que las bestias eran inferiores a nosotros en lo que a su mente
se refería, también pensábamos que los dioses y los ángeles tenían
una mente superior a la nuestra. Según la angelología de Tomás de
Aquino, los ángeles tienen una inteligencia intuitiva capaz de captar
en un instante todas las consecuencias de cualquier conjunto de
premisas que se les planteen. Como si la totalidad de las matemáticas
se desplegara ante la mente angélica en una única iluminación
autoevidente. Comparemos con esa mente angélica la inteligencia
humana, que tiene que bregar a través de la lógica, a menudo
cometiendo errores por el camino. ¿Cómo puede esa inferior mente
humana tener la aspiración de habitar una inteligencia angélica, ni
siquiera con la ayuda de la tan cacareada facultad empática? ¿Cómo
puede asumir una perspectiva angélica?
¿Existen acaso los ángeles? Quién sabe. La argumentación de
Daston no depende de su existencia concreta. Ella dice: en otra época
hubo gente como Tomás de Aquino, que podía concebir mentes
distintas de las nuestras sin postular una facultad empática que nos
permitiera proyectarnos en la modalidad de existencia del otro.
¿Cuál es la lección que tiene Daston para mí en particular? Me
enseña que, al suponer sin cuestionamientos que puedo comprender la
mente animal mediante el poder empático, el sentimiento de
camaradería, demuestro que soy una criatura de esta época, que nació
cuando reinaba el paradigma del cambio de perspectiva y que soy
demasiado ignorante para librarme de él. Una lección de modestia, si
me decido a aceptarla.
SEIS
Elizabeth Costello: