La Gallina Hector Hugh Munro "Saki"
La Gallina Hector Hugh Munro "Saki"
La Gallina Hector Hugh Munro "Saki"
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 3492
Título: La Gallina
Autor: Hector Hugh Munro "Saki"
Etiquetas: Cuento
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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La Gallina
—Dora Bittholz viene el jueves —dijo la señora Sangrail.
Su madre asintió.
—Menuda papeleta, ¿eh? —dijo riendo entre dientes—. Jane Mardet sólo
lleva aquí cinco días, y no se queda nunca menos de quince aunque haya
dicho claramente que viene por una semana. Nunca conseguirás sacarla
de la casa para el jueves.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó la señora Sangrail—. Dora y ella
son buenas amigas, ¿no es así? O solían serlo, por lo que recuerdo.
—Solían serlo; por eso ahora están más resentidas. Cada una de ellas
siente que ha alimentado una víbora en su pecho. Nada estimula más la
llama del resentimiento humano como el descubrimiento de que el propio
pecho ha sido utilizado como un criadero de serpientes.
—Fue una Leghorn oscura, o una de esas de raza exótica, que Dora le
vendió a Jane a un precio también bastante exótico. Como ya sabes,
ambas tienen afición por las aves de precio, y Jane pensó que recuperaría
su dinero teniendo una gran familia de gallinas de pedigrí. Pero resultó que
ese ave se abstenía de la costumbre de poner huevos, y me han contado
que las cartas que se cruzaron fueron una revelación en cuanto a las
invectivas que es posible poner sobre una hoja de papel.
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—¡Qué ridículo! —exclamó la señora Sangrail—. ¿Y ninguno de sus
amigos pudo zanjar la disputa?
—Hubo quien lo intentó —contestó Clovis—, pero debía ser algo bastante
parecido a componer la música tormentosa de «El Holandés Errante».
Jane estaba dispuesta a retirar algunas de sus observaciones más
difamatorias a condición de que Dora volviera a quedarse con la gallina,
pero ésta dijo que eso sería confesar su equivocación, y ya sabes que
antes confesaría ser la dueña de los tugurios de Whitechapel.
—Los criados son una molestia —murmuró Clovis cuando estaba sentado
en la sala de fumadores después del almuerzo, hablando a rachas con
Jane Mardet en los intervalos que le dejaba libre la ocupación de combinar
los materiales de un coctel que había bautizado irreverentemente con el
nombre de Ella Wheeler Wilcox. Estaba hecho con brandy añejo y
curaçao; había otros ingredientes, pero nunca los revelaba
indiscriminadamente.
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desde hace años, y estoy convencida de que es un dechado de
mayordomo.
—Pero si te satisfacen…
—En casi todos los temas, está totalmente cuerdo y es digno de confianza
—dijo Clovis—. Pero a veces se ve sometido a los engaños más
obstinados, y en esas ocasiones se convierte no en una simple molestia,
sino en una auténtica turbación.
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—Desgraciadamente suelen centrarse en uno de los invitados de la casa,
y ahí radica la molestia. Por ejemplo, se le metió en la cabeza que Matilda
Sheringham era el profeta Elías, y como lo único que recordaba de la
historia de Elías era el episodio de los cuervos en el desierto, se negaba
absolutamente a interferir en lo que él pensaba eran las disposiciones para
el abastecimiento privado de Matilda, no permitía que le llevaran té por la
mañana y si servía la mesa la dejaba fuera de la ronda al poner los platos.
—No estarás diciendo que podría ser peligroso, ¿verdad? —preguntó Jane
algo ansiosa.
—¿Cómo, tiene alguna fantasía sobre alguno de los que estamos aquí
ahora? —preguntó Jane con excitación—. ¡Qué emocionante! Dime de
quién se trata.
—¿De mí?
Clovis asintió.
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—¿Y quién diablos se cree que soy?
—¡La reina Ana! Vaya idea. Pero de todas maneras no hay nada peligroso
en ella; fue una personalidad tan falta de colorido.
—Lo único que puedo recordar de ella es la frase «la reina Ana ha
muerto» —contestó Jane.
—¿El fantasma? Querida mía, no. Nadie oyó hablar nunca de un fantasma
que bajara a desayunar y comiera riñones y tostadas con miel con un
apetito saludable. No, lo que le molesta y le llena de perplejidad es el
hecho de que estés tan viva y floreciente. Toda su vida se había
acostumbrado a considerar a la reina Ana como la personificación de todo
lo que está muerto y acabado, ya sabes el refrán, «tan muerto como la
reina Ana»; y ahora tiene que llenarte la copa en el almuerzo y en la cena,
y escuchar tu relato de lo bien que te lo pasaste en la exhibición de
caballos de Dublín, por lo que naturalmente piensa que hay algo que no
funciona en ti.
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—Mi madre no debe oír ni una palabra; la inquietaría terriblemente. Confía
en Sturridge para todo.
—En cualquier momento no; pasará toda la tarde ocupado con la plata.
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marcharte. No quiero alarmarla innecesariamente con respecto a Sturridge.
A Jane le pareció despreciable la idea que tenía Clovis de lo que era una
alarma innecesaria y casi llegó a ser grosera con el joven que se acercó
para preguntar por la cesta del almuerzo.
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Hector Hugh Munro "Saki"
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mismo escritor, oculta un trasfondo equívoco bajo una apariencia decente.
Este relato es el único de Saki que se abre con una cita: «Se conoce a un
hombre por las compañías que frecuenta», y juega con la idea de que el
hombre llega a parecerse a sus propias mascotas.
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