Pascua 2do. Dom C

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Domingo II de Pascua (Ciclo C) – Domingo de la Misericordia

• DEL MISAL MENSUAL


• BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
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• FRANCISCO – Regina Caeli 2013 y 2015 – Homilías 2015-2016
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Sacramentos
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─ Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
• HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
• Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
• EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de dos filos
• Indulgencias por actos de culto en honor de la Misericordia divina
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DEL MISAL MENSUAL
HEMOS VISTO AL SEÑOR
Hech 5, 12-16; Apoc 1, 9-11.12-13. 17-19; Jn 20, 19-31
A partir de estos fragmentos pascuales podemos corroborar que efectivamente la fe nace de la
predicación. Nadie podrá confesar a Jesús como Señor —así lo ilustra el episodio de Tomás—si no
recibe el testimonio creíble de quienes vieron y escucharon a Jesús resucitado. Los relatos pascuales
insisten en afirmarlo. Fue necesario que Jesús se dejara ver una y otra vez para que cayera el manto
de confusión y resistencia que bloqueaba la mente de los discípulos. No harían falta evidencias
palpables sobre la presencia física del resucitado como reclamaba Tomás. El sumario de curaciones
que nos reporta el libro de los Hechos así lo documenta. A través de las señales de vida y humanidad
que los apóstoles realizaban en favor de los enfermos, las personas accedían a la fe en Cristo
resucitado.
ANTÍFONA DE ENTRADA 1 Pe 2, 2
Como niños recién nacidos, anhelen una leche pura y espiritual que los haga crecer hacia la
salvación. Aleluya.
Domingo II de Pascua (C)

ORACIÓN COLECTA
Dios de eterna misericordia, que reanimas la fe de este pueblo a ti consagrado con la celebración
anual de las fiestas pascuales, aumenta en nosotros los dones de tu gracia, para que todos
comprendamos mejor la excelencia del bautismo que nos ha purificado, la grandeza del Espíritu que
nos ha regenerado y el precio de la Sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Crecía el número de los creyentes en el Señor.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 5, 12-16
En aquellos días, los apóstoles realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Todos los
creyentes solían reunirse, por común acuerdo, en el pórtico de Salomón. Los demás no se atrevían a
juntárseles, aunque la gente los tenía en gran estima.
El número de hombres y mujeres que creían en el Señor iba creciendo de día en día, hasta el punto de
que tenían que sacar en literas y camillas a los enfermos y ponerlos en las plazas, para que, cuando
Pedro pasara, al menos su sombra cayera sobre alguno de ellos.
Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén y llevaba a los enfermos y a los atormentados por
espíritus malignos, y todos quedaban curados.
Palabra de Dios
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 117, 2-4. 22-24. 25-27a
R/. La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.
Diga la casa de Israel: “Su misericordia es eterna”. Diga la casa de Aarón: “Su misericordia es
eterna”. Digan los que temen al Señor: “Su misericordia es eterna”. R/.
La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra de la mano del
Señor, es un milagro patente. Éste es el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo. R/.
Libéranos, Señor, y danos tu victoria. Bendito el que vienen nombre del Señor. Que Dios desde su
templo nos bendiga. Que el Señor, nuestro Dios, nos ilumine. R/.
SEGUNDA LECTURA
Estuve muerto y ahora, como ves; estoy vivo para siempre.
Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 1, 9-11. 12- 13. 17-19
Yo, Juan, hermano y compañero de ustedes en la tribulación, en el Reino y en la perseverancia en
Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios y haber dado
testimonio de Jesús.
Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente, como de trompeta, que decía:
“Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete comunidades cristianas de Asia”. Me volví para
ver quién me hablaba, y al volverme, vi siete lámparas de oro, y en medio de ellas, un hombre
vestido de larga túnica, ceñida a la altura del pecho, con una franja de oro.

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Domingo II de Pascua (C)

Al contemplarlo, caí a sus pies como muerto; pero él, poniendo sobre mí la mano derecha, me dijo:
“No temas. Yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora, como ves,
estoy vivo por los siglos de los siglos. Yo tengo las llaves de la muerte y del más allá. Escribe lo que
has visto, tanto sobre las cosas que están sucediendo, como sobre las que sucederán después”.
Palabra de Dios
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 20, 29
R/. Aleluya, aleluya.
Tomás, tú crees, porque me has visto. Dichosos los que creen sin haberme visto, dice el Señor. R/.
EVANGELIO
Ocho días después, se les apareció Jesús.
+ Del santo Evangelio según san Juan: 20,19-31
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los
discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con
ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se
llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los
envió yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que
les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin
perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los
otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la
señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su
costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús
se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás:
“Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando,
si no cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me has
visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro.
Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que,
creyendo, tengan vida en su nombre.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo (y de los recién bautizados), para que renovados por la
confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro
Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Jn 20, 27
Jesús dijo a Tomás: Acerca tu mano, toca los agujeros que dejaron los clavos y no seas incrédulo,
sino creyente. Aleluya.

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Domingo II de Pascua (C)

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN


Dios todopoderoso, concédenos que la gracia recibida en este sacramento pascual permanezca
siempre en nuestra vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Acudían a los Apóstoles (Hch 5,12-16)
1ª lectura
Lucas subraya en este tercer sumario (cfr 2,42-47; 4,32-37) el poder milagroso de los
Apóstoles. Como Cristo (cfr 2,22; Mc 6,56; Lc 7,18-23), los milagros que obran confirman ante el
pueblo que ha llegado en verdad el Reino de Dios: «Sin obrar milagros y prodigios, los discípulos de
Jesús no habrían movido a sus oyentes a abandonar, por nuevas doctrinas y verdades, su religión
tradicional y a abrazar con peligro de la vida las enseñanzas que les anunciaban» (Orígenes, Contra
Celsum 1,46).
Los milagros van unidos a la Revelación de Dios a los hombres y forman, de alguna manera,
parte de ella. Acompañan a la gracia y son su consecuencia: «La gracia es primera y principalmente
el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que
el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar a la
salvación de los otros y al crecimiento del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Estas son las gracias
sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales,
llamadas también “carismas”, según el término griego empleado por S. Pablo, y que significa favor,
don gratuito, beneficio. Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de
milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien
común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2003).
Estuve muerto, pero ahora estoy vivo (Ap 1,9-11a.12-13.17-19)
2ª lectura
La isla de Patmos era un lugar de prisión. El domingo (v. 10) es el día establecido por la
Iglesia como sagrado desde la época apostólica —en lugar del sábado de la Ley Mosaica—, por ser
el día en que resucitó Jesucristo. La escena de la visión tiene un colorido litúrgico, dejando entender
que el autor recibe la visión durante la celebración de una liturgia dominical, y mostrando así que la
liturgia de la tierra está unida a la del Cielo.
Se enumeran aquí las siete iglesias, que simbolizan a la Iglesia universal, y por eso las
palabras que contienen las siete cartas están dirigidas a todos los cristianos que, de una forma u otra,
se encuentren en situaciones similares a las de aquellas iglesias del Asia proconsular.
En la visión, los candelabros (v. 12) representan a las iglesias en oración, recordando el
candelabro de los siete brazos —la menoráh—, que lucía en el Templo de Jerusalén. Jesucristo,
como Hijo del Hombre (cfr Dn 7,13), es el Juez escatológico, y los rasgos de su figura simbolizan su
sacerdocio («la túnica hasta los pies»: cfr Ex 28,4; Za 3,4); su realeza («una banda de oro»: cfr 1 M
10,89); su eternidad («los cabellos blancos»: cfr Dn 7,9); su ciencia divina («ojos como una llama de
fuego»: cfr 2,18); y su poder («pies semejantes al metal»: cfr Dn 10,6; «un estruendo de muchas
aguas»: cfr Ez 43,2). El Señor tiene en su mano las iglesias como signo de su protección sobre ellas.

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Cristo resucitado se presenta como el que da seguridad al cristiano (vv. 17-18), no sólo
porque Él tiene dominio absoluto sobre todo —es el primero y el último— sino también porque Él ha
participado de la condición mortal del hombre. Por su Muerte y Resurrección ha vencido a la muerte
y tiene poder sobre ella y sobre el misterioso mundo del más allá, el Hades, o lugar de los muertos
(cfr Nm 16,33). Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que
murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de
la angustia (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 102).
¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,19-31)
Evangelio
La aparición de Jesús glorioso a los discípulos y la efusión del Espíritu Santo sobre ellos
viene a equivaler, en el Evangelio de Juan, a la Pentecostés en el libro de los Hechos, de San Lucas.
«Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros
llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra
vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo
podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo» (San Cirilo de Alejandría,
Commentarium in Ioannem 10).
La misión que el Señor da a los Apóstoles (vv. 22-23), similar a la del final del Evangelio de
Mateo (Mt 28,18ss.), manifiesta el origen divino de la misión de la Iglesia y su poder para perdonar
los pecados. «El Señor, principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia, cuando,
resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo... Por
este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre
que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los
pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo» (Conc. de Trento, De
Paenitentia, cap. 1).
En la nueva aparición (Jn 20,24-29), ocho días más tarde, destaca la figura de Tomás. Así
como María Magdalena era modelo de los que buscan a Jesús (20,1-11), Tomás llega a ser la figura
de los que dudan de Él, tanto de su divinidad como de su Humanidad, pero que luego se convierten
sin reservas. El Resucitado es el mismo que el crucificado. El Señor manifiesta nuevamente que la fe
en Él ha de apoyarse en el testimonio de quienes le han visto. «¿Es que pensáis —comenta San
Gregorio Magno— que aconteció por pura casualidad que estuviera ausente entonces aquel discípulo
elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando
creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo
admirable para que tocando el discípulo dubitativo las heridas de carne en su Maestro, sanara en
nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en
testigo de la verdadera resurrección» (Homiliae in Evangelia 26,7).
Los vv. 30-31 constituyen el primer epílogo o conclusión del evangelio. Exponen la finalidad
que perseguía Juan al escribir su obra: que los hombres creamos que Jesús es el Mesías, el Cristo
anunciado en el Antiguo Testamento por los profetas, y el Hijo de Dios, y que esa fe nos lleve a
participar ya aquí de la vida eterna.
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SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
“La paz sea con vosotros: recibid el Espíritu Santo”
La primera cuestión que de esta lección asalta al pensamiento es: ¿cómo después de la

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resurrección fue el verdadero cuerpo de Jesús el que, estando cerradas las puertas, pudo entrar a
donde estaban los apóstoles?
Más debemos reconocer que la obra de Dios deja de ser admirable si la razón la comprende, y
que la fe carece de mérito cuando la razón adelanta la prueba. En cambio, esas mismas obras de Dios
que de ningún modo pueden comprenderse por sí mismas, deben cotejarse con alguna otra obra suya,
para que otras obras más admirables nos faciliten la fe en las que son sencillamente admirables.
Pues bien, aquel mismo cuerpo que, al nacer, salió del seno cerrado de la Virgen, entró donde
estaban los discípulos hallándose cerradas las puertas. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que después de
la resurrección, ya eternamente triunfante, entrara estando cerradas las puertas el que, viniendo para
morir, salió a luz sin abrir el seno de la Virgen? Pero, como dudaba la fe de los que miraban aquel
cuerpo que podía verse, mostróles en seguida las manos y el costado; ofreció para que palparan el
cuerpo que había introducido estando cerradas las puertas.
En lo cual pone de manifiesto dos cosas admirables y para la razón humana harto contrarias
entre sí, y fue mostrar, después de su resurrección, su cuerpo incorruptible y a la vez tangible, puesto
que necesariamente se corrompe lo que es palpable, y lo incorruptible no puede palparse.
No obstante, por modo admirable e incomprensible, nuestro Redentor, después de resucitar,
mostró su cuerpo incorruptible y a la vez palpable, para, con mostrarle incorruptible, invitar a los
premios y, con presentarle palpable, afianzar la fe; además se mostró incorruptible y palpable, sin
duda, para probar que, después de la resurrección, su cuerpo era de la misma naturaleza, pero tenía
distinta gloria.
Y les dijo: La paz sea con vosotros. Como mi Padre me envió, así os envío yo también a
vosotros. Esto es, como mi Padre, Dios, me envió a mí, Dios también, yo, hombre, os envío a
vosotros, hombres.
El Padre envió al Hijo, quien, por determinación suya, debía encarnarse para la redención del
género humano, y el cual, cierto es, quiso que padeciera en el mundo; pero, sin embargo, amó al
Hijo, que enviaba para padecer. Asimismo, el Señor, a los apóstoles, que eligió, los envió, no a gozar
en el mundo, sino a padecer, como Él había sido enviado. Luego, así como el Padre ama al Hijo y, no
obstante, le envía a padecer, así también el Señor ama a los discípulos, a quienes, sin embargo, envía
a padecer en el mundo. Rectamente, pues, se dice: Como el Padre me envió a mí, así os envío yo
también a vosotros; esto es: cuando yo os mando ir entre las asechanzas de los perseguidores, os amo
con el mismo amor con que el Padre me ama al hacerme venir a sufrir tormentos.
Aunque también puede entenderse que es enviado según la naturaleza divina. Y entonces se
dice que el Hijo es enviado por el Padre, porque es engendrado por el Padre; pues también el Hijo,
cuando les dice (Is 15, 26): Cuando viniere el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, manifiesta que
Él les enviará el Espíritu Santo, el cual, aunque es igual al Padre y al Hijo, pero no ha sido
encarnado. Ahora, si ser enviado debiera entenderse tan sólo de ser encarnado, cierto que no se diría
en modo alguno que el Espíritu Santo sería enviado, puesto que jamás encarnó, sino que su misión es
la misma procesión, por la que a la vez procede del Padre y del Hijo. De manera que, como se dice
que el Espíritu Santo es enviado porque procede, así se dice, y no impropiamente, que el Hijo es
enviado porque es engendrado.
Dichas estas palabras, alentó hacia ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. Debemos
inquirir qué significa el que nuestro Señor enviara una sola vez el Espíritu Santo cuando vivía en la
tierra y otra sola vez cuando ya reinaba en el cielo; pues en ningún otro lugar se dice claramente que
fuera dado el Espíritu Santo, sino ahora, que es recibido mediante el aliento, y después, cuando se

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declara que vino del cielo en forma de varias lenguas.


¿Por qué, pues, se da primero en la tierra a los discípulos y luego es enviado desde el cielo,
sino porque es doble el precepto de la caridad, a saber, el amor de Dios y el del prójimo? Se da en la
tierra el Espíritu Santo para que se ame al prójimo, y se da desde el cielo el Espíritu para que se ame
a Dios.
Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el Espíritu es uno y se da dos veces: la
primera, por el Señor cuando vive en la tierra; la segunda, desde el cielo, porque en el amor del
prójimo se aprende el modo de llegar al amor de Dios; que por eso San Juan dice (1 Jn 4, 20): El que
no ama a su hermano, a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podrá amarle? Cierto que antes ya
estaba el Espíritu Santo en las almas de los discípulos para la fe; pero no se les dio manifiestamente
sino después de la resurrección. Por eso está escrito (Jn 7, 39): Aún no se había comunicado el
Espíritu Santo, porque Jesús no estaba todavía en su gloria. Por eso también se dice por Moisés (Dt
32, 13): Chuparon la miel de las peñas y el aceite de las más duras rocas. Ahora bien, aunque se
repase todo el Antiguo Testamento, no se lee que, conforme a la Historia, sucediera tal cosa; jamás
aquel pueblo chupó la miel de la piedra ni gustó nunca tal aceite; pero como, según San Pablo (1 Co
10, 4), la piedra era Cristo, chuparon miel de la piedra los que vieron las obras y milagros de nuestro
Redentor, y gustaron el aceite de la piedra durísima, porque merecieron ser ungidos con la efusión
del Espíritu Santo después de la resurrección. De manera que, cuando el Señor, mortal aún, mostró a
los discípulos la dulzura de sus milagros, fue como darles miel de la piedra; [4.] y derramó el aceite
de la piedra cuando, hecho ya impasible después de su resurrección, con su hálito hizo fluir el don de
la santa unción. De este óleo se dice por el profeta (Is 10, 27): Pudriráse el yugo por el aceite. En
efecto, nos hallábamos sometidos al yugo del poder del demonio, pero fuimos ungidos con el óleo
del Espíritu Santo, y como nos ungió con la gracia de la liberación, pudrióse el yugo del poder del
demonio, según lo asegura San Pablo, que dice (2 Co. 3, 17): Donde está el Espíritu del Señor, allí
hay libertad...
Mas es de saber que los primeros que recibieron el Espíritu Santo, para que ellos vivieran
santamente y con su predicación aprovecharan a algunos, después de la resurrección del Señor, le
recibieron de nuevo ostensiblemente, precisamente para que pudieran aprovechar, no a pocos, sino a
muchos. Por eso en esta donación del Espíritu se dice: Quedan perdonados los pecados de aquellos a
quienes vosotros se los perdonareis, y retenidos los de aquellos a quienes se los retuviereis.
Pláceme fijar la atención en el más alto grado de gloria a que fueron sublimados aquellos
discípulos, llamados a sufrir el peso de tantas humillaciones. Vedlos, no sólo quedan asegurados
ellos mismos, sino que además reciben la potestad de perdonar las deudas ajenas y les cabe en suerte
el principado del juicio supremo, para que, haciendo las veces de Dios, a unos retengan los pecados y
se los perdonen a otros.
Así, así correspondía que fueran exaltados por Dios los que habían aceptado humillarse tanto
por Dios. Ahí lo tenéis: los que temen el juicio riguroso de Dios quedan constituidos en jueces de las
almas, y los que temían ser ellos mismos condenados condenan o libran a otros.
El puesto de éstos ocúpenle ahora ciertamente en la Iglesia los obispos. Los que son
agraciados con el régimen, reciben la potestad de atar y de desatar.
Honor grande, sí; pero grande también el peso o responsabilidad de este honor. Fuerte cosa
es, en verdad, que quien no sabe tener en orden su vida sea hecho juez de la vida ajena; pues muchas
veces sucede que ocupe aquí el puesto de juzgar aquel cuya vida no concuerda en modo alguno con
el puesto, y, por lo mismo, con frecuencia ocurre que condene a los que no lo merecen, o que él

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Domingo II de Pascua (C)

mismo, hallándose ligado, desligue a otros. Muchas veces, al atar o desatar a sus súbditos, sigue el
impulso de su voluntad y no lo que merecen las causas; de ahí resulta que queda privado de esta
misma potestad de atar y de desatar quien la ejerce según sus caprichos y no por mejorar las
costumbres de los súbditos. Con frecuencia ocurre que el pastor se deja llevar del odio o del favor
hacia cualquiera prójimo; pero no pueden juzgar debidamente de los súbditos los que en las causas
de éstos se dejan llevar de sus odios o simpatías. Por eso rectamente se dice por el profeta (Ez 13, 19)
que mataban a las almas que no están muertas y daban por vivas a las que no viven. En efecto,
quien condena al justo, mata al que no está muerto, y se empeña en dar por vivo al que no ha de vivir
quien se esfuerza en librar del suplicio al culpable.
Deben, pues, examinarse las causas y luego ejercer la potestad de atar y de desatar. Hay que
conocer qué culpa ha precedido o qué penitencia ha seguido a la culpa, a fin de que la sentencia del
pastor absuelva a los que Dios omnipotente visita por la gracia de la compunción; porque la
absolución del confesor es verdadera cuando se conforma con el fallo del Juez eterno.
Lo cual significa bien la resurrección del muerto de cuatro días, pues ella demuestra que el
Señor primeramente llamó y dio vida al muerto, diciendo (Jn 11, 43): Lázaro, sal afuera; y que
después, el que había salido afuera con vida, fue desatado por los discípulos, según está escrito (Jn
11, 44): Cuando hubo salido afuera el que estaba atado de pies y manos con fajas, dijo entonces a
sus discípulos: Desatadle y dejadle ir. Ahí lo tenéis: los discípulos desatan a aquel que ya vivía, al
cual, cuando estaba muerto, había resucitado el Maestro. Si los discípulos hubieran desatado a
Lázaro cuando estaba muerto, habrían hecho manifiesto el hedor más bien que su poder.
De esta consideración debe deducirse que nosotros, por la autoridad pastoral debemos
absolver a los que conocemos que nuestro Autor vivifica por la gracia suscitante; vivificación que sin
duda se conoce ya antes de la enmienda en la misma confesión del pecado. Por eso, al mismo Lázaro
muerto no se le dice: Revive, sino: Sal afuera.
En efecto, mientras el pecador guarda en su conciencia la culpa, ésta se halla oculta en el
interior, escondida en sus entrañas; pero, cuando el pecador voluntariamente confiesa sus maldades,
el muerto sale afuera. Decir, pues, a Lázaro: Sal afuera, es como si a cualquier pecador claramente se
dijera: ¿Por qué guardas tus pecados dentro de tu conciencia? Sal ya afuera por la confesión, pues
por tu negación estás para ti oculto en tu interior.
Luego decir: salga afuera el muerto, es decir: confiese el pecador su culpa; pero decir: desaten
los discípulos al que sale fuera, es como decir que los pastores de la Iglesia deben quitar la pena que
tuvo merecida quien no se avergonzó de confesarse.
He dicho brevemente esto por lo que respecta al ministerio de absolver, para que los pastores
de la Iglesia procuren atar o desatar con gran cautela. Pero, no obstante, la grey debe temer el fallo
del pastor, ya falle justa o injustamente, no sea que el súbdito, aun cuando tal vez quede atado
injustamente, merezca ese mismo fallo por otra culpa.
El pastor, por consiguiente, tema atar o absolver indiscretamente; más el que está bajo la
obediencia del pastor tema quedar atado, aunque sea indebidamente, y no reproche, temerario, el
juicio del pastor, no sea que, si quedó ligado injustamente, por ensoberbecerse de la desatinada
reprensión, incurra en una culpa que antes no tenía. Y dicho todo esto harto rápidamente, tornemos al
orden de la exposición.
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino el Señor.
Únicamente este discípulo estuvo ausente, y cuando vino oyó lo que había sucedido y no quiso creer
lo que oía. Volvió de nuevo el Señor y descubrió al discípulo incrédulo su costado para que le tocase

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y le mostró las manos, y con presentarle las cicatrices de sus llagas curó la llaga de su incredulidad.
¿Qué pensáis de todo esto, hermanos carísimos? ¿Creéis que sucedió al acaso el que estuviera
en aquella ocasión ausente aquel discípulo elegido y el que, cuando vino, oyera, y oyendo dudara, y
dudando palpara, y palpando creyera? No; no sucedió esto al acaso, sino que fue disposición de la
divina Providencia; pues la divina Misericordia obró de modo tan admirable para que, tocando aquel
discípulo incrédulo las heridas de su Maestro, sanase en nosotros las llagas de nuestra incredulidad.
De manera que la incredulidad de Tomás ha sido más provechosa para nuestra fe que la fe de los
discípulos creyentes, porque, decidiéndose aquél a palpar para creer, nuestra alma se afirma en la fe,
desechando toda duda.
En efecto, el Señor, después de resucitado, permitió que aquel discípulo dudara; pero, no
obstante, no le abandonó en la duda; a la manera que antes de nacer quiso que María tuviera esposo,
el cual, no obstante, no llegó a consumar el matrimonio; porque, así como el esposo había sido
guardián de la integérrima virginidad de su Madre, así el discípulo, dudando y palpando, vino a ser
testigo de la verdadera resurrección.
Y tocó y exclamó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! Díjole Jesús: Tú has creído, Tomás, porque
me has visto. Diciendo el apóstol San Pablo que (Hb 11, 1) la fe es el fundamento de las cosas que se
esperan y un convencimiento de las cosas que no se ven, resulta claro en verdad que la fe es una
prueba decisiva de las cosas que no se ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del
conocimiento. Ahora bien, ¿por qué, cuando Tomás vio y palpó, se le dice: ¿Porque has visto has
creído? Pues es porque él vio una cosa y creyó otra; el hombre mortal, cierto que no puede ver la
divinidad; por tanto, él vio al hombre y creyó que era Dios; y así dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Luego,
viendo, creyó, porque, conociéndole verdadero hombre, le aclamó Dios, aunque como tal no podía
verle.
Causa mucha alegría lo que sigue: Bienaventurados los que sin haber visto han creído.
Sentencia en la que, sin duda, estamos señalados nosotros, que confesamos con el alma al que no
hemos visto en la carne. Sí, en ella estamos significados nosotros, pero con tal que nuestras obras se
conformen con nuestra fe, porque quien cumple en la práctica lo que cree, ése es el que cree de
verdad. Por el contrario, de aquellos que solamente creen con palabras, dice San Pablo (Tt 1, 16):
Profesan conocer a Dios, más lo niegan con las obras; por eso dice Santiago (2, 57): La fe, si no es
acompañada de obras, está muerta en sí misma; y, por lo mismo, el Señor dice al santo Job,
refiriéndose al antiguo enemigo del género humano (Jb 40, 18): Mira cómo él se sorbe un río, sin
que le parezca haber bebido mucho; aun presume poder agotar el Jordán entero. Y bien, por el río,
¿quién está significado sino el género humano, que va pasando?; esto es, el género humano, que
corre desde el principio hasta el fin y que, como agua puesta en movimiento, corre por la declinación
de la carne hasta su término señalado. ¿Y qué se designa por el Jordán sino la clase de los
bautizados?; porque, como el Autor de nuestra redención se dignó ser bautizado en el río Jordán,
rectamente con el nombre de Jordán se designa la multitud de los que están comprendidos en el
sacramento del bautismo.
Así, pues, el antiguo enemigo sorbió el río del género humano, porque desde el principio del
mundo hasta la venida del Redentor, salvándose apenas algunos pocos elegidos, tragó en el vientre
de su malicia al género humano; por eso se dice bien de él: Se sorbe un río y no le parece mucho,
pues no tiene por grande cosa el arrebatar a los infieles. Pero es harto grave lo que sigue: Y aun
presume poder agotar el Jordán entero; porque, después de haber arrebatado a todos los infieles
desde el principio del mundo, aún presume poder engañar también a los fieles; porque con el
lenguaje de su pestífera persuasión diariamente devora a aquellos cuya vida réproba está en

9
Domingo II de Pascua (C)

desacuerdo con la fe que profesan.


Por consiguiente, hermanos carísimos, temed esto y prestadle toda atención; meditadlo con
toda solicitud. Ved que celebramos la solemnidad de la Pascua, pero debemos vivir de modo que
merezcamos llegar a las fiestas de la eternidad.
Todas las fiestas que se celebran en el tiempo pasan; procurad cuantos estáis presentes a esta
solemnidad no ser excluidos de la solemnidad eterna. ¿De qué sirve asistir a las fiestas de los
hombres, si aconteciera faltar a las fiestas de los ángeles? La solemnidad presente es una sombra de
la solemnidad futura, y anualmente celebramos ésta precisamente para ser llevados a aquella que no
es anual, sino perdurable.
Cuando se celebra ésta en su tiempo determinado, confórtese nuestra memoria con el
recuerdo de aquélla; con la repetición del gozo temporal, caliéntese y enfervorícese el alma en los
gozos eternos, para que en la patria se goce realmente con alegría lo que de aquel gozo se piensa
figuradamente durante la jornada.
Poned, pues, en orden, hermanos, vuestra vida y vuestras costumbres. Considerad ahora cuán
riguroso aparecerá en el juicio este que tan manso ha resucitado de entre los muertos. Cierto que en
el día de su tremendo juicio aparecerá con los ángeles, con los arcángeles, con los tronos, con las
dominaciones, con los principados y con las potestades, ardiendo los cielos y la tierra, es decir,
aterrorizados en su presencia todos los elementos. Así que tened presente siempre a este tan severo
Juez; temed ahora a este que ha de venir, para que, cuando venga, le veáis, no temerosos, sino
tranquilos; se le debe temer ahora para no temerle después; sírvanos su temor para acostumbrarnos a
obrar bien; el miedo que nos infunde aparte de la perversión nuestra vida.
***
Creedme, hermanos, tanto más seguros estaremos entonces en su presencia, cuanto más
hagamos ahora por recelarnos de la culpa. ¿Verdad que, si alguno de vosotros tuviera que presentarse
mañana para informar ante mi tribunal en un pleito que tuviera con su adversario, tal vez pasaría toda
la noche insomne, discurriendo para sí, solícito y anheloso, qué es lo que él podría decir y qué
respondería a las objeciones; y temería mucho el encontrarme duro, y temblaría de aparecer
culpable? Pero ¿quién o qué soy yo? Ciertamente, no tardando, después de ser hombre he de ser todo
gusanos, y después de esto, polvo. Luego, si con tanto cuidado se teme el juicio de quien es polvo,
¿con qué solicitud se debe pensar, con qué miedo se debe proveer el juicio de tan soberana Majestad?
Mas, como hay algunos que dudan de la resurrección de la carne, y como la demostraremos
mejor saliendo a la vez al paso a las dudas ocultas en vuestros corazones, debemos decir algo acerca
de la fe de la resurrección.
Muchos, pues, están dudosos respecto a la resurrección, como nosotros lo estuvimos en algún
tiempo, porque, como ven que en el sepulcro la carne se convierte en podredumbre y los huesos
quedan reducidos a polvo, no creen que del polvo sean formados otra vez la carne y los huesos; y,
como discurriendo para sí, vienen a decir esto: ¿Cuándo ha surgido del polvo un hombre? ¿Cuándo
ha sucedido animarse la ceniza?
A los cuales responderemos brevemente que, para Dios, rehacer lo que ya fue es mucho
menos que el crear lo que no ha existido. ¿O qué maravilla es que quien creó todas las cosas de la
nada torne a hacer del polvo al hombre?; porque más admirable es haber formado de la nada el cielo
y la tierra que el volver a hacer de la tierra al hombre.
Pero se pone la atención en la ceniza y se duda de que pueda convertirse en carne, y se busca

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Domingo II de Pascua (C)

cómo comprender por medio de la razón el poder de la obra de Dios.


Tales cosas dicen éstos en sus pensamientos porque los diarios milagros de Dios,
precisamente por su frecuencia, han desmerecido para ellos. Pero ahí lo tenéis: en el grano de una
pequeñísima semilla está encerrada toda la magnitud del árbol que de ella ha de nacer.
Imaginémonos, pues, la admirable magnitud de un árbol cualquiera; pensemos dónde comenzó al
nacer ese árbol que, creciendo, ha llegado a ser tan grande, y hallaremos, sin duda, su origen en una
pequeñísima semilla. Consideremos ahora dónde está oculta en aquel pequeño grano la fortaleza del
leño, lo áspero de la corteza, su gran olor y sabor, la abundancia de los frutos y el verdor de las hojas;
porque, si tocamos el grano de la semilla, hallamos que no es fuerte, ¿de dónde, pues, ha procedido
la fortaleza del madero?; tampoco es áspero, ¿de dónde ha brotado lo áspero de la corteza?; ni tiene
sabor, ¿de dónde el sabor de los frutos?; se le huele y no tiene olor, ¿de dónde el olor fragante de los
frutos?; nada verde muestra en sí, ¿de dónde ha salido el verdor de las hojas?
Luego en la semilla están juntamente ocultas todas esas cosas qué, sin embargo, no brotan
juntamente de la semilla; en realidad, de la semilla se produce la raíz, de la raíz procede el tallo, del
tallo sale el fruto y del fruto otra vez la semilla,
Añadamos, en consecuencia, que también la semilla se oculta en la semilla; ¿qué tiene, pues,
de extraño que del polvo rehaga los huesos, los nervios, la carne, los cabellos..., aquel que de una
pequeña semilla renueva todos los días, en la gran corpulencia de un árbol, la madera, los frutos y las
hojas?
Por lo tanto, cuando el alma busca dudosa la razón del poder resucitar, deben presentársele
las cuestiones de estas cosas que suceden sin cesar y que, sin embargo, jamás puede comprender la
razón; y ya que no puede comprender lo que está viendo con los ojos, crea lo que oye referente a las
promesas del poder de Dios.
Meditad, hermanos, en vuestro interior las promesas que son perdurables, pero tened en
menos las que pasan con el tiempo como cosa ya pasada. Apresuraos a poner toda vuestra voluntad
en llegar a la gloria de la resurrección, que en sí ha puesto de manifiesto la Verdad. Ahuyentad los
deseos terrenales, que apartan del Creador, porque tanto más alto llegaréis en la presencia de Dios
omnipotente cuanto más os distingáis en el amor al Mediador entre Dios y los hombres, el cual vive
y reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
(Homilías sobre el Evangelio, Libro II, Homilía VII [XXVII], BAC Madrid 1958)
_____________________
FRANCISCO – Regina Caeli 2013 y 2015 - Homilías 2015-2016
Regina Caeli 2013
Valentía para anunciar a Cristo resucitado
¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Buenos días!
En este domingo que concluye la Octava de Pascua renuevo a todos la felicitación pascual
con las palabras mismas de Jesús Resucitado: «¡Paz a vosotros!» (Jn 20, 19.21.26). No es un saludo
ni una sencilla felicitación: es un don; más aún, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos
después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos. Da la paz, como había prometido: «La
paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). Esta paz es el fruto de
la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es justamente así: la verdadera
paz, la paz profunda, viene de tener experiencia de la misericordia de Dios. Hoy es el domingo de la

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Domingo II de Pascua (C)

Divina Misericordia, por voluntad del beato Juan Pablo II, que cerró los ojos a este mundo
precisamente en las vísperas de esta celebración.
El Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los Apóstoles, encerrados
en el Cenáculo: la primera, la tarde misma de la Resurrección, y en aquella ocasión no estaba Tomás,
quien dijo: si no veo y no toco, no creo. La segunda vez, ocho días después, estaba también Tomás.
Y Jesús se dirigió precisamente a él, le invitó a mirar las heridas, a tocarlas; y Tomás exclamó:
«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Entonces Jesús dijo: «¿Porque me has visto has creído?
Bienaventurados los que crean sin haber visto» (v. 29). ¿Y quiénes eran los que habían creído sin
ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres de Jerusalén que, aun no habiendo encontrado a Jesús
Resucitado, creyeron por el testimonio de los Apóstoles y de las mujeres. Esta es una palabra muy
importante sobre la fe; podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Bienaventurados los que no
han visto y han creído: ¡ésta es la bienaventuranza de la fe! En todo tiempo y en todo lugar son
bienaventurados aquellos que, a través de la Palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada
por los cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la Misericordia encarnada. ¡Y
esto vale para cada uno de nosotros!
A los Apóstoles Jesús dio, junto a su paz, el Espíritu Santo para que pudieran difundir en el
mundo el perdón de los pecados, ese perdón que sólo Dios puede dar y que costó la Sangre del Hijo
(cf. Jn 20, 21-23). La Iglesia ha sido enviada por Cristo Resucitado a trasmitir a los hombres la
remisión de los pecados, y así hacer crecer el Reino del amor, sembrar la paz en los corazones, a fin
de que se afirme también en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones. Y el Espíritu de
Cristo Resucitado expulsa el temor del corazón de los Apóstoles y les impulsa a salir del Cenáculo
para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más valor para testimoniar la fe en el Cristo
Resucitado! ¡No debemos temer ser cristianos y vivir como cristianos! Debemos tener esta valentía
de ir y anunciar a Cristo Resucitado, porque Él es nuestra paz, Él ha hecho la paz con su amor, con
su perdón, con su sangre, con su misericordia.
Queridos amigos, esta tarde celebraré la Eucaristía en la basílica de San Juan de Letrán, que
es la Catedral del Obispo de Roma. Roguemos juntos a la Virgen María para que nos ayude, a obispo
y pueblo, a caminar en la fe y en la caridad, confiados siempre en la misericordia del Señor: Él
siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que acudimos
a Él a pedir el perdón. ¡Confiemos en su misericordia!
***
Homilía en la celebración de las primeras vísperas del II Domingo de Pascua
11 de abril de 2015
Todavía resuena en todos nosotros el saludo de Jesús Resucitado a sus discípulos la tarde de
Pascua: «Paz a vosotros« (Jn 20,19). La paz, sobre todo en estas semanas, sigue siendo el deseo de
tantos pueblos que sufren la violencia inaudita de la discriminación y de la muerte, sólo por llevar el
nombre de cristianos. Nuestra oración se hace aún más intensa y se convierte en un grito de auxilio al
Padre, rico en misericordia, para que sostenga la fe de tantos hermanos y hermanas que sufren, a la
vez que pedimos que convierta nuestros corazones, para pasar de la indiferencia a la compasión.
San Pablo nos ha recordado que hemos sido salvados en el misterio de la muerte y
resurrección del Señor Jesús. Él es el Reconciliador, que está vivo en medio de nosotros para
mostrarnos el camino de la reconciliación con Dios y con los hermanos. El Apóstol recuerda que, a
pesar de las dificultades y los sufrimientos de la vida, sigue creciendo la esperanza en la salvación
que el amor de Cristo ha sembrado en nuestros corazones. La misericordia de Dios se ha derramado

12
Domingo II de Pascua (C)

en nosotros haciéndonos justos, dándonos la paz.


Una pregunta está presente en el corazón de muchos: ¿por qué hoy un Jubileo de la
Misericordia? Simplemente porque la Iglesia, en este momento de grandes cambios históricos, está
llamada a ofrecer con mayor intensidad los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Éste no es
un tiempo para estar distraídos, sino al contrario para permanecer alerta y despertar en nosotros la
capacidad de ver lo esencial. Es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que
el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre (cf. Jn
20,21-23). Por eso el Año Santo tiene que mantener vivo el deseo de saber descubrir los muchos
signos de la ternura que Dios ofrece al mundo entero y sobre todo a cuantos sufren, se encuentran
solos y abandonados, y también sin esperanza de ser perdonados y sentirse amados por el Padre. Un
Año Santo para sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido encontrados por
Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos. Un Jubileo para
percibir el calor de su amor cuando nos carga sobre sus hombros para llevarnos de nuevo a la casa
del Padre. Un Año para ser tocados por el Señor Jesús y transformados por su misericordia, para
convertirnos también nosotros en testigos de misericordia. Para esto es el Jubileo: porque este es el
tiempo de la misericordia. Es el tiempo favorable para curar las heridas, para no cansarnos de buscar
a cuantos esperan ver y tocar con la mano los signos de la cercanía de Dios, para ofrecer a todos, a
todos, el camino del perdón y de la reconciliación.
Que la Madre de la Divina Misericordia abra nuestros ojos para que comprendamos la tarea a
la que estamos llamados; y que nos alcance la gracia de vivir este Jubileo de la Misericordia con un
testimonio fiel y fecundo.
***
Homilía en la Santa Misa para los fieles de Rito Armenio
12 de marzo de 2015
San Juan, que estaba presente en el Cenáculo con los otros discípulos al anochecer del primer
día de la semana, cuenta cómo Jesús entró, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros», y «les
enseñó las manos y el costado» (20,19-20), les mostró sus llagas. Así ellos se dieron cuenta de que
no era una visión, era Él, el Señor, y se llenaron de alegría.
Ocho días después, Jesús entró de nuevo en el Cenáculo y mostró las llagas a Tomás, para
que las tocase como él quería, para que creyese y se convirtiese en testigo de la Resurrección.
También a nosotros, hoy, en este Domingo que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina
Misericordia, el Señor nos muestra, por medio del Evangelio, sus llagas. Son llagas de misericordia.
Es verdad: las llagas de Jesús son llagas de misericordia. «Por sus llagas fuimos sanados» (Is 53,5).
Jesús nos invita a mirar sus llagas, nos invita a tocarlas, como a Tomás, para sanar nuestra
incredulidad. Nos invita, sobre todo, a entrar en el misterio de sus llagas, que es el misterio de su
amor misericordioso.
A través de ellas, como por una brecha luminosa, podemos ver todo el misterio de Cristo y de
Dios: su Pasión, su vida terrena –llena de compasión por los más pequeños y los enfermos–, su
encarnación en el seno de María. Y podemos recorrer hasta sus orígenes toda la historia de la
salvación: las profecías –especialmente la del Siervo de Yahvé–, los Salmos, la Ley y la alianza,
hasta la liberación de Egipto, la primera pascua y la sangre de los corderos sacrificados; e incluso
hasta los patriarcas Abrahán, y luego, en la noche de los tiempos, hasta Abel y su sangre que grita
desde la tierra. Todo esto lo podemos verlo a través de las llagas de Jesús Crucificado y Resucitado

13
Domingo II de Pascua (C)

y, como María en el Magnificat, podemos reconocer que «su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación» (Lc 1,50).
Ante los trágicos acontecimientos de la historia humana, nos sentimos a veces abatidos, y nos
preguntamos: «¿Por qué?». La maldad humana puede abrir en el mundo abismos, grandes vacíos:
vacíos de amor, vacíos de bien, vacíos de vida. Y nos preguntamos: ¿Cómo podemos salvar estos
abismos? Para nosotros es imposible; sólo Dios puede colmar estos vacíos que el mal abre en nuestro
corazón y en nuestra historia. Es Jesús, que se hizo hombre y murió en la cruz, quien llena el abismo
del pecado con el abismo de su misericordia.
San Bernardo, en su comentario al Cantar de los Cantares (Disc. 61,3-5; Opera omnia 2,150-
151), se detiene justamente en el misterio de las llagas del Señor, usando expresiones fuertes,
atrevidas, que nos hace bien recordar hoy. Dice él que «las heridas que su cuerpo recibió nos dejan
ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable
misericordia de nuestro Dios».
Es este, hermanos y hermanas, el camino que Dios nos ha abierto para que podamos salir,
finalmente, de la esclavitud del mal y de la muerte, y entrar en la tierra de la vida y de la paz. Este
Camino es Él, Jesús, Crucificado y Resucitado, y especialmente lo son sus llagas llenas de
misericordia.
Los Santos nos enseñan que el mundo se cambia a partir de la conversión de nuestros
corazones, y esto es posible gracias a la misericordia de Dios. Por eso, ante mis pecados o ante las
grandes tragedias del mundo, «me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me
acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, “fue traspasado por nuestras rebeliones” (Is 53,5).
¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?» (ibíd.).
Con los ojos fijos en las llagas de Jesús Resucitado, cantemos con la Iglesia: «Eterna es su
misericordia» (Sal 117,2). Y con estas palabras impresas en el corazón, recorramos los caminos de la
historia, de la mano de nuestro Señor y Salvador, nuestra vida y nuestra esperanza.
***
Regina Caeli 2015
La misericordiosa paciencia de Cristo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es el octavo día después de Pascua, y el Evangelio de Juan nos documenta las dos
apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo: la de la tarde de Pascua, en
la que Tomás estaba ausente, y aquella después de ocho días, con Tomás presente. La primera vez, el
Señor mostró a los discípulos las heridas de su cuerpo, sopló sobre ellos y dijo: «Como el Padre me
ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Les transmite su misma misión, con la fuerza del
Espíritu Santo.
Pero esa tarde faltaba Tomás, el cual no quiso creer en el testimonio de los otros. «Si no veo y
no toco sus llagas —dice—, no lo creeré» (cf. Jn 20, 25). Ocho días después —precisamente como
hoy— Jesús vuelve a presentarse en medio de los suyos y se dirige inmediatamente a Tomás,
invitándolo a tocar las heridas de sus manos y de su costado. Va al encuentro de su incredulidad, para
que, a través de los signos de la pasión, pueda alcanzar la plenitud de la fe pascual, es decir la fe en
la resurrección de Jesús.

14
Domingo II de Pascua (C)

Tomás es uno que no se contenta y busca, pretende constatar él mismo, tener una experiencia
personal. Tras las iniciales resistencias e inquietudes, al final también él llega a creer, aunque
avanzando con fatiga, pero llega a la fe. Jesús lo espera con paciencia y se muestra disponible ante
las dificultades e inseguridades del último en llegar. El Señor proclama «bienaventurados» a aquellos
que creen sin ver (cf. v. 29) —y la primera de estos es María su Madre—, pero va también al
encuentro de la exigencia del discípulo incrédulo: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos…» (v. 27).
En el contacto salvífico con las llagas del Resucitado, Tomás manifiesta las propias heridas, las
propias llagas, las propias laceraciones, la propia humillación; en la marca de los clavos encuentra la
prueba decisiva de que era amado, esperado, entendido. Se encuentra frente a un Mesías lleno de
dulzura, de misericordia, de ternura. Era ése el Señor que buscaba, él, en las profundidades secretas
del propio ser, porque siempre había sabido que era así. ¡Cuántos de nosotros buscamos en lo
profundo del corazón encontrar a Jesús, así como es: dulce, misericordioso, tierno! Porque nosotros
sabemos, en lo más hondo, que Él es así. Reencontrado el contacto personal con la amabilidad y la
misericordiosa paciencia de Cristo, Tomás comprende el significado profundo de su Resurrección e,
íntimamente trasformado, declara su fe plena y total en Él exclamando: «¡Señor mío y Dios mío!» (v.
28). ¡Bonita, bonita expresión, esta de Tomás!
Él ha podido «tocar» el misterio pascual que manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios,
rico en misericordia (cf. Ef 2, 4). Y como Tomás también todos nosotros: en este segundo domingo
de Pascua estamos invitados a contemplar en las llagas del Resucitado la Divina Misericordia, que
supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del mal y del pecado. Un tiempo intenso
y prolongado para acoger las inmensas riquezas del amor misericordioso de Dios será el próximo
Jubileo extraordinario de la misericordia, cuya bula de convocación promulgué ayer por la tarde
aquí, en la basílica de San Pedro. La bula comienza con las palabras «Misericordiae vultus»: el rostro
de la misericordia es Jesucristo. Dirijamos la mirada a Él, que siempre nos busca, nos espera, nos
perdona; tan misericordioso que no se asusta de nuestras miserias. En sus heridas nos cura y perdona
todos nuestros pecados. Que la Virgen Madre nos ayude a ser misericordiosos con los demás como
Jesús lo es con nosotros.
***
Homilía 2016 – Jubileo de la Misericordia
Apóstoles de la misericordia y portadores de paz
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los
discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque
todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo
fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen
escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor
testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio,
portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las
obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de
estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados,
llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de
Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre,
exhaló sobre ellos el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: está el miedo de
los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, la misión de parte de Jesús, que los

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Domingo II de Pascua (C)

envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en
nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas
cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del
pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las
puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos
aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Maestro resucitado
nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, salir para dar
testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una
humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre.
Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús
dirige a cada uno de nosotros: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su
misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas
formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para
curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy
en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos
a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo
reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se
nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia,
para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos
samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana;
pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros» (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que
esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo:
es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el
miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace
sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz,
como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del
corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos
nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para
revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es
verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no
se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de
debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para
siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender: es tan grande. Pidamos
la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo;
pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio,
para escribir aquellas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no ha escrito.
_________________________
BENEDICTO XVI – Regina Caeli 2007 y 2010
2007
Fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios
Queridos hermanos y hermanas:

16
Domingo II de Pascua (C)

Os renuevo a todos mis mejores deseos de una feliz Pascua, en el domingo que concluye la
octava y se denomina tradicionalmente domingo in Albis, como dije ya en la homilía. Por voluntad
de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, que murió precisamente después de las
primeras Vísperas de esta festividad, este domingo está dedicado también a la Misericordia Divina.
En esta solemnidad tan singular he celebrado, en esta plaza, la santa misa acompañado por
cardenales, obispos y sacerdotes, por fieles de Roma y por numerosos peregrinos, que han querido
reunirse en torno al Papa en la víspera de sus 80 años. A todos les renuevo, desde lo más profundo de
mi corazón, mi gratitud más sincera, que extiendo a toda la Iglesia, la cual me rodea con su afecto,
como una verdadera familia, especialmente durante estos días.
Este domingo —como decía— concluye la semana o, más precisamente, la “octava” de
Pascua, que la liturgia considera como un único día: “Este es el día en que actuó el Señor” (Sal 117,
24). No es un tiempo cronológico, sino espiritual, que Dios abrió en el entramado de los días cuando
resucitó a Cristo de entre los muertos. El Espíritu Creador, al infundir la vida nueva y eterna en el
cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret, llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una
“primicia”: primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un nuevo mundo
y de una nueva era.
Esta renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús resucitado pronunció
como saludo y sobre todo como anuncio de su victoria a los discípulos: “Paz a vosotros” (Lc 24, 36;
Jn20, 19. 21. 26). La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos (cf. Jn 14, 27) como bendición
destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del “mundo”,
como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la
paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que confían en él. “Jesús,
confío en ti”: en estas palabras se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor
misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco nuevamente vuestra cercanía
espiritual con ocasión de mi cumpleaños y del aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, os
encomiendo a todos a María, Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación de la
Misericordia divina. Con su ayuda, dejémonos renovar por el Espíritu, para cooperar en la obra de
paz que Dios está realizando en el mundo y que no hace ruido, sino que actúa en los innumerables
gestos de caridad de todos sus hijos.
***
2010
Llevar a todos la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que actuó el Señor»,
caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús.
Desde la antigüedad este domingo se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido
blanco que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los ocho días, o
sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó este mismo domingo a la Divina Misericordia con
ocasión de la canonización de sor María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000.
De misericordia y de bondad divina está llena la página del Evangelio de san Juan (20, 19-31)
de este domingo. En ella se narra que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos,
atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no

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Domingo II de Pascua (C)

impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel que naciendo había dejado
intacta la virginidad de su madre, pudo entrar en el Cenáculo a puerta cerrada» (In Ioh.121, 4: CCL
36/7, 667); y san Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su
Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un estado de gloria (cfr.
Hom. in Evang., 21, 1: CCL141, 219). Jesús muestra las señales de la pasión, hasta permitir al
incrédulo Tomás que las toque. ¿Pero cómo es posible que un discípulo dude? En realidad, la
condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la incredulidad de Tomás, y de la de los
discípulos creyentes. De hecho, tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su
desconfianza, sino también la nuestra.
La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá, para que
todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones
Jesús dijo a los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado, también yo
os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis
los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la
Iglesia perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la gozosa realidad del
Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan— creáis que Jesús es el Cristo, el
Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20, 31).
A la luz de estas palabras, aliento, en particular a todos los pastores a seguir el ejemplo del
santo cura de Ars, quien «supo en su tiempo transformar el corazón y la vida de muchas personas,
pues logró hacerles percibir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un
anuncio semejante y un testimonio tal de la verdad del amor» (Carta de convocatoria del Año
sacerdotal). De este modo haremos cada vez más familiar y cercano a Aquel que nuestros ojos no
han visto, pero de cuya infinita Misericordia tenemos absoluta certeza. A la Virgen María, Reina de
los Apóstoles, pedimos que sostenga la misión de la Iglesia, y la invocamos exultantes de alegría:
Regina caeli...
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Las apariciones de Cristo resucitado
448. Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole
“Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él
socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el
reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús
resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una
connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!”
(Jn 21, 7).
641. María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1;
Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42)
fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron
las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10).
Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro,
llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que

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los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha
resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).
642. Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a
Pedro en particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua.
Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la
primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los
cristianos y de los que la mayor parte aún vivía entre ellos. Estos “testigos de la Resurrección de
Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla
claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de
Santiago y de todos los Apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643. Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico,
y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue
sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de
antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos
(por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los
evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a
los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron
a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24,
11; cf. Mc16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara
su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc
16, 14).
644. Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los
discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo
a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda
(cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo
dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de
la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de
Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645. Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39;
Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer
que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado
con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue
llevando las huellas de su pasión (cf. Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin
embargo al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el
espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf.
Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser
retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta
razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia
de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a
los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646. La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las
resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro.

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Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a
tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La
Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de
muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena
del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo
puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).
La presencia santificante de Cristo resucitado en la Liturgia
1084. “Sentado a la derecha del Padre” y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la
Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia.
Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual.
Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del
Espíritu Santo.
1085. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual.
Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio
pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no
pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una
vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia,
pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son
absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer
solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo
que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y
en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección
permanece y atrae todo hacia la Vida.
...desde la Iglesia de los Apóstoles...
1086. “Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los
Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura,
anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y
de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de
salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la
vida litúrgica” (SC 6).
1087. Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de
santificación (cf Jn 20,21- 23); se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del
mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta “sucesión apostólica” estructura toda
la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden.
...está presente en la liturgia terrena...
1088. “Para llevar a cabo una obra tan grande” -la dispensación o comunicación de su obra de
salvación- «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está
presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por
ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sino también, sobre todo,
bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando
alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues es Él mismo el que habla
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y
canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos” (Mt 18,20)» (SC 7).

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1089. “Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los
hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a
su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno” (SC 7).
La Eucaristía dominical
2177. La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en
la vida de la Iglesia. “El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica,
ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, §1).
«Igualmente deben observarse los días de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, Epifanía,
Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada
Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos»
(CIC can. 1246, §1).
2178. Esta práctica de la asamblea cristiana se remonta a los comienzos de la edad apostólica (cf Hch
2, 42-46; 1 Co 11, 17). La carta a los Hebreos dice: “No abandonéis vuestra asamblea, como algunos
acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente” (Hb 10, 25).
«La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir temprano a la
iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración [...] Asistir a la
sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la despedida [...] Lo hemos
dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el
Señor. En él exultamos y nos gozamos» (Pseudo-Eusebio de Alejandría, Sermo de die Dominica).
1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción
del pan y a las oraciones [...] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo
espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón»
(Hch 2,42.46).
Nuestro nacimiento a una nueva vida en la Resurrección de Cristo
654. Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su
Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos
devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre
los muertos [...] así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria
sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza
la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama
a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17).
Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una
participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655. Por último, la Resurrección de Cristo -y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de
nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que
durmieron [...] del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1
Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles.
En Él los cristianos “saborean [...] los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada
por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).

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Domingo II de Pascua (C)

1988. Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en
su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co
12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4)
«Por el Espíritu Santo participamos de Dios [...] Por la participación del Espíritu venimos a ser
partícipes de la naturaleza divina [...] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están
divinizados» (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1, 24).
“Creo en el perdón de los pecados”
976. El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu
Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a su
Apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: “Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23).
I. Un solo Bautismo para el perdón de los pecados
977. Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: “Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 15-
16). El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a
Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm 4, 25), a fin de que
“vivamos también una vida nueva” (Rm 6, 4).
978. “En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo Bautismo
que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda
absolutamente nada por borrar, sea de la culpa original, sea de cualquier otra cometida u omitida por
nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas. Sin embargo, la gracia del
Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario [...] todavía
nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al
mal” (Catecismo Romano, 1, 11, 3).
979. En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante
para evitar toda herida del pecado? “Puesto que era necesario que, además de por razón del
sacramento del bautismo, la Iglesia tuviera la potestad de perdonar los pecados, le fueron confiadas
las llaves del Reino de los cielos, con las que pudiera perdonar los pecados de cualquier penitente,
aunque pecase hasta el final de su vida” (Catecismo Romano, 1, 11, 4).
980. Por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la
Iglesia:
«Los Padres tuvieron razón en llamar a la penitencia “un bautismo laborioso” (San Gregorio
Nacianceno, Oratio 39, 17). Para los que han caído después del Bautismo, es necesario para la
salvación este sacramento de la Penitencia, como lo es el Bautismo para quienes aún no han sido
regenerados» (Concilio de Trento: DS 1672).
II. La potestad de las llaves
981. Cristo, después de su Resurrección envió a sus Apóstoles a predicar “en su nombre la
conversión para perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24, 47). Este “ministerio de la
reconciliación” (2 Co 5, 18), no lo cumplieron los Apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a
los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo y llamándoles a la conversión y a la

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Domingo II de Pascua (C)

fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con
Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo:
La Iglesia «ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión
de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive
el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado»
(San Agustín, Sermo 214, 11).
982. No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. “No hay nadie, tan
perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con
la esperanza cierta de perdón” (Catecismo Romano, 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los
hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que
vuelva del pecado (cf. Mt 18, 21-22).
983. La catequesis se esforzará por avivar y nutrir en los fieles la fe en la grandeza incomparable del
don que Cristo resucitado ha hecho a su Iglesia: la misión y el poder de perdonar verdaderamente los
pecados, por medio del ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores:
«El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus pobres servidores
cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra» (San Ambrosio, De
Paenitentia 1, 8, 34).
«[Los sacerdotes] han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles
[...] Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo» (San Juan Crisóstomo,
De sacerdotio 3, 5).
«Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna
expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la
Iglesia semejante don» (San Agustín, Sermo 213, 8, 8).
984. El Credo relaciona “el perdón de los pecados” con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En
efecto, Cristo resucitado confió a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el
Espíritu Santo.
Sólo Dios perdona el pecado
1441. Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo:
“El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2,10) y ejerce ese poder
divino: “Tus pecados están perdonados” (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad
divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.
1442. Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y
el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin
embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del
“ministerio de la reconciliación” (2 Co 5,18). El apóstol es enviado “en nombre de Cristo”, y “es
Dios mismo” quien, a través de él, exhorta y suplica: “Dejaos reconciliar con Dios” (2 Co 5,20).
La comunión de los bienes espirituales
949. En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían [...] asiduamente a la enseñanza
de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42):
La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de
vida que se enriquece cuando se comparte.

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Domingo II de Pascua (C)

950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque
los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la
Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. Los Padres
indican en el Símbolo que debe entenderse que la comunión de los santos es la comunión de los
sacramentos [...]. El nombre de comunión puede aplicarse a todos los sacramentos puesto que todos
ellos nos unen a Dios [...]. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro,
porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catecismo Romano, 1, 10, 24).
951. La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias
especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, “a cada cual se le
otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7).
952. “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe
considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para
socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catecismo Romano, 1, 10, 27). El cristiano es un
administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).
953. La comunión de la caridad: En la comunión de los santos, “ninguno de nosotros vive para sí
mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los
demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora
bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La
caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con
caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos,
que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
1329. Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus
discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero (cf Ap
19,9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía
y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última
Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su
resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas
eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este
único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co
10,16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles,
expresión visible de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).
1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción
del pan y a las oraciones [...] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo
espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón»
(Hch 2,42.46).
2624. En la primera comunidad de Jerusalén, los creyentes “acudían asiduamente a las enseñanzas de
los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). Esta secuencia de
actos es típica de la oración de la Iglesia; fundada sobre la fe apostólica y autentificada por la
caridad, se alimenta con la Eucaristía.

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Domingo II de Pascua (C)

2790. Gramaticalmente, “nuestro” califica una realidad común a varios. No hay más que un solo
Dios y es reconocido Padre por aquéllos que, por la fe en su Hijo único, han renacido de Él por el
agua y por el Espíritu (cf 1 Jn 5, 1; Jn 3, 5). La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los
hombres: unida con el Hijo único hecho “el primogénito de una multitud de hermanos” (Rm 8, 29) se
encuentra en comunión con un solo y mismo Padre, en un solo y mismo Espíritu (cf Ef 4, 4-6). Al
decir Padre “nuestro”, la oración de cada bautizado se hace en esta comunión: “La multitud [...] de
creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).
Cristo, “el Viviente” posee las llaves de la muerte
La agonía de Getsemaní
612. El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo (cf. Lc 22,
20), lo acepta a continuación de manos del Padre en su agonía de Getsemaní (cf. Mt26, 42)
haciéndose “obediente hasta la muerte” (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: “Padre mío, si es posible,
que pase de mí este cáliz...” (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte para su
naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a la vida eterna; además, a
diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la
muerte (cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del “Príncipe de la Vida”
(Hch 3, 15), de “el que vive”, Viventis assumpta (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4; 5, 26). Al aceptar en su
voluntad humana que se haga la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora
para “llevar nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero” (1 P 2, 24).
El cuerpo de Cristo en el sepulcro
625. La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye el vínculo real entre el estado pasible de
Cristo antes de Pascua y su actual estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de “El que
vive” que puede decir: “estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos” (Ap 1, 18):
Dios [el Hijo] no impidió a la muerte separar el alma del cuerpo, según el orden necesario de la
natur aleza pero los reunió de nuevo, uno con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser El
mismo en persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en él la
descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando él mismo el principio de
reunión de las partes separadas (S. Gregorio Niceno, or. catech. 16).
635. Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte (cf. Mt 12, 40; Rm 10, 7; Ef 4, 9) para “que
los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan” (Jn 5, 25). Jesús, “el Príncipe de
la vida” (Hch 3, 15) aniquiló “mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a
cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud “(Hb 2, 14-15). En
adelante, Cristo resucitado “tiene las llaves de la muerte y del Infierno” (Ap 1, 18) y “al nombre de
Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Flp 2, 10).
«Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque
el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha
despertado a los que dormían desde antiguo [...] Va a buscar a nuestro primer Padre como si éste
fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es
al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva
[...] Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu Hijo. A ti te
mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo;
levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos» (Antigua homilía sobre el grande
y santo Sábado: PG 43, 440. 452. 461).

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Domingo II de Pascua (C)

2854. Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males,
presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia
presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a
la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de
Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquél que
“tiene las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1,18), “el Dueño de todo, Aquel que es, que era y que
ha de venir” (Ap 1,8; cf Ap 1, 4):
«Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por
tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras
esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (Rito de la Comunión [Embolismo]:
Misal Romano).
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Descendió a los infiernos
El Evangelio de hoy relata la aparición de Jesús resucitado a los discípulos en el cenáculo la
tarde de Pascua con el conocido episodio de Tomás, que no cree si no ve. Nosotros hemos
comentado este fragmento en los dos años pasados y, en parte, lo hemos tocado el Domingo pasado.
Esto nos permite valorar un apunte, que está presente en la segunda lectura: la Pascua como victoria
sobre la muerte y sobre los infiernos. Es el Resucitado en persona quien habla y dice: «Yo soy el
primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y
tengo las llaves de la muerte y del infierno».
El descendimiento victorioso de Cristo a los infiernos es recordado en el símbolo de los
apóstoles, esto es, en el antiguo Credo de la Iglesia: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue
crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los
muertos». También, la primera carta de Pedro dice que Cristo «en espíritu fue también a predicar a
los espíritus encarcelados» (cfr. l Pedro 3,19).
Para ilustrar este tema debemos ir a la escuela de nuestros hermanos ortodoxos para los que
tiene un extraordinario relieve. Es, también, la ocasión para dedicar alguna vez la atención y expresar
nuestra admiración por esta Iglesia, que reúne a la mayoría de los cristianos de la Europa oriental, y
es, por su doctrina y su estructura, la más cercana a la Iglesia católica.
Debemos, ante todo, esclarecer una cosa. ¿Cómo los católicos y ortodoxos no celebran la
Pascua en la misma fecha sino que estos últimos la celebran, en general, uno o dos domingos
después de nosotros? Lo explico de inmediato. El concilio de Nicea del año 325 fijó una fecha
común para todos los cristianos, que estuvo en vigor hasta 1582. En este año, el papa Gregorio XIII
reformó el antiguo calendario «Juliano», que, desde aquel tiempo, se llama, de hecho, calendario
«gregoriano». Los griegos no aceptaron esta modificación, incluso, porque no habían sido
consultados por el papa; y, así, la Pascua comenzó a ser celebrada en fechas diversas en Oriente y en
Occidente. Hay un proyecto entre las distintas Iglesias cristianas para resolver desde la raíz este
problema, estableciendo para la Pascua un Domingo fijo en el año, siempre el mismo, que evite las
actuales oscilaciones entre «Pascua alta» y «Pascua baja» con las dificultades que se derivan.
La visión ortodoxa de la Pascua está totalmente reunida en el icono de la fiesta. Según esta
representación, Jesús, resucitando, no asciende, sino que desciende. Para entender la diferencia,
pensad en ciertos cuadros occidentales de la resurrección, como el de Piero della Francesca. Aquí

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Domingo II de Pascua (C)

todo se desarrolla fuera, el movimiento es de subida, no de descendimiento. Lo que pretende poner


de relieve el icono oriental es que Jesús desciende «con brazo fuerte y mano tendida» en el mundo
misterioso de los transportados (los infiernos o el Hades) para liberar de la muerte a Adán y Eva y al
pueblo de los justos, como en un tiempo había descendido a Egipto para liberar al pueblo de Israel de
la esclavitud. La resurrección de Cristo realiza el nuevo y universal «éxodo» pascual de la
humanidad.
Lo que llama la atención en el icono ortodoxo del descendimiento de Cristo a los infiernos es
el sentido de fuerza y de victoria que proviene de ello.
La liturgia ve realizado en este momento el versículo del salmo que dice: «Destrozó las
puertas de bronce, quebró los cerrojos de hierro» (Salmo 107, 16).
Para nuestra mentalidad científica de hoy resulta difícil darle un significado preciso al
descendimiento de Jesús a los infiernos. La dificultad nace del hecho de que lo entendemos en un
sentido demasiado material. Los infiernos, más que un lugar, son un estado. Más que afirmar un
mítico viaje del alma de Cristo a las entrañas de la tierra, el artículo del Credo pone en evidencia el
significado espiritual y los efectos de la resurrección: la salvación realizada por Cristo alcanza
absolutamente a todos los seres «en los cielos, en la tierra y en los abismos» (cfr. Filipenses 2, 10).
Ninguna zona de lo real o época de la historia, ni siquiera la que la ha precedido, está excluida de los
beneficios de la Pascua.
En este sentido el descendimiento de Jesús a los infiernos contiene un mensaje formidable,
asimismo, para el hombre de hoy. Un antiguo Padre escribía: «Cuando escuches decir que Cristo
descendió a los infiernos y liberó a las almas, que estaban prisioneras en los sepulcros, no pienses
que estas cosas están muy lejanas de las que se cumplen hoy. Créeme, tu corazón es el sepulcro» (san
Macario Egipciano).
Nuestro corazón, a veces, es verdaderamente un sepulcro, porque dentro de él reina la muerte,
la desesperación, la angustia, el miedo, y, sobre todo, el pecado. O simplemente un aburrimiento y un
tono grisáceo mortal. Se puede descender a los infiernos también estando vivos. De ello sabe algo
quien un día se encuentra esclavo de la droga o del alcoholismo, en situaciones sin vías de salida;
quien ve al propio matrimonio entrar en una fase de oscuridad y de incomprensión profundas y
transformarse de paraíso en infierno; quien sale del médico con una respuesta triste entre las manos o
vive en un estado de depresión profunda. Es inútil insistir con los ejemplos: los casos de la vida son
siempre más variados y numerosos de cuanto podemos imaginar.
Éstas son las situaciones en las que un hombre o una mujer pueden hacer hoy una experiencia
viva y personal de la Pascua de Cristo. Cristo no ha descendido sólo una vez a los infiernos;
desciende continuamente. Allí donde hay una persona que le grita desde su «infierno» y tiende la
propia mano hacia la suya, como hacen Adán y Eva en el icono oriental, él desciende victorioso y le
saca afuera. Esclarece sus tinieblas, le infunde nueva vida y esperanza. Le resucita.
¿Qué debe hacer quien quiera repetir esta experiencia en la propia vida? Tender la mano
invisible, que es la fe, a Cristo. Creer que Cristo resucitado puede y quiere liberarle. Orar, gritar.
Todos conocen que hay un salmo titulado De profundis. Lo saben porque es el salmo, que se cantaba
en un tiempo, en latín, en cada funeral y en cada oración por los muertos. Comienza así: «Desde lo
hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz» (Salmo 130, 1-2).
Este salmo, sin embargo, no está escrito para los muertos sino para los vivos. Lo «hondo»,
desde donde el salmista levanta la voz, no es el Purgatorio (que, entonces, no se conocía aún) sino el
pecado y el dolor. Aprendamos a recitado así. Cuando se hace la experiencia de estar derrumbados

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Domingo II de Pascua (C)

sobre lo profundo de la angustia y de la tristeza, se entienden las palabras de un antiguo Padre, que
vienen proclamadas en la liturgia ortodoxa de Pascua: «Ayer estaba muerto con Cristo, hoy he vuelto
a la vida con él. Ayer estaba sepultado con él y hoy con él he resucitado».
Una tradición antiquísima, heredada de los hebreos, creía que el mundo había sido creado en
el equinoccio de primavera, en el momento más alegre del año; por lo que la Pascua, que cae
precisamente en tal período, viene considerada como el aniversario de la creación, el cumpleaños del
mundo. El renacimiento de la naturaleza, después del frío invernal, era considerado como un símbolo
de lo que acontece en el campo espiritual con la resurrección de Cristo. San Zenón, el patrono de
Verona, decía en un discurso suyo: «En este día, alejada la melancolía del pasado invierno, bajo el
suave soplo del acariciador viento Favonio, los prados germinan por doquier, exhalando fragancia de
flores diversas según su especie, color y perfume. ¿Quién no entiende que todo esto es un símbolo de
los misterios celestiales de la Pascua?»
El 21 de mayo de 1996, fueron muertos cruelmente en Tibhirina, en Argelia, siete monjes
trapenses. Uno de ellos, el hermano Lucas, había puesto aparte desde hacía tiempo una cinta con una
canción grabada, que deseaba fuese cantada en el día de su funeral. Algunas semanas antes del
siniestro, con ocasión de su octogésimo cumpleaños, la había hecho oír a sus compañeros, a fin de
que no se equivocasen. No era un canto de iglesia. Era la canción de Edith Piaf: le ne regrette rien
(Yo, no, no volveré nunca). Escuchemos una traducción castellana, porque creo que si uno puede
hacer suyas las palabras de esta canción con el significado que ellas tuvieron para el hermano Lucas,
éste puede llegar a decir que una vez en la vida ha vivido la Pascua.
«No, nada de nada, no añoro nada...
Ni el bien, que he recibido, ni el mal.
Todo me da igual.
Todo está apagado, arrojado fuera, olvidado.
Me río del pasado.
Con mis recuerdos he encendido un fuego.
Mis disgustos, mis placeres,
¡ya para nada más tengo necesidad de ellos!
Destruidos fuera los amores, con su «temblor».
Arrojados para siempre. Vuelvo a empezar de cero.
No, nada de nada, no añoro nada...
Mi vida, mis joyas, todo comienza hoy CONTIGO».
La única variación, en esta versión pascual de la canción, es que el «contigo» final está
escrito con letras mayúsculas: es Cristo. Pensemos en todos aquellos, que han salido hace poco de un
túnel oscuro; en quienes, desilusionados o traicionados en su amor, han encontrado finalmente en
Cristo la posibilidad y la fuerza de volver a empezar desde el principio. Pensemos en la Magdalena,
que encuentra a Jesús la mañana de Pascua, y veremos qué luz nueva toman aquellas palabras
finales: «Mi vida, mis joyas, todo comienza hoy CONTIGO».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Vivir en la paz de Dios
San Juan nos ofrece en estos versículos una escena verdaderamente pascual. La vida
espléndida de Jesús glorioso aparece ante sus discípulos como algo normal. Es la vida propia del

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Domingo II de Pascua (C)

Hijo de Dios que nos ha sido prometida en su nombre. De esta vida, lo que hoy meditamos a partir
del texto precedente, viene a ser sólo un botón de muestra.
Consideremos nada más lo que san Juan nos cuenta de aquella tarde del domingo en que
resucitó el Señor. Jesús se presenta ante sus discípulos, Señor de las leyes físicas. Su cuerpo es
glorioso –no podemos imaginar esa corporalidad gloriosa– y, a pesar de que le habían abandonado en
su momento más duro, los tranquiliza. No sólo les desea la paz, les entrega la paz: la paz sea con
vosotros, les dice. Ellos se alegran al verlo y nuevamente les dice: la paz sea con vosotros.
Consideremos una vez más llenos de agradecimiento que el Señor querrá siempre nuestro bien,
nuestra felicidad y alegría, a pesar, incluso, de nuestras infidelidades.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado. ¡Qué importante es no cerrar los ojos a la
realidad! A la realidad del amor de Dios por los hombres y a la realidad de nuestro pecado. A la vista
de esas manos y ese costado no hay nada que decir. Únicamente reconocer con humildad y
agradecimiento nuestra condición y la suya. Pero, ni se nos ocurra pensar que, con ese gesto, Jesús
pretende echar algo en cara a los Apóstoles. El Señor no sabe sino amar. Por eso, mientras ellos lo
contemplan con las huellas frescas de la Pasión, con las pruebas del abandono de ellos y de su amor,
Él se reafirma en su entrega incondicionada a los hombres y los llena de paz.
A continuación, el amor de Dios por los hombres llega a su cénit: Jesús despliega para sus
discípulos y para toda la humanidad los frutos de su Pasión. Entrega el Espíritu Santo y configura a
unos hombres, simples criaturas, con Él mismo: Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho
esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos. Que no queramos salir en
nuestra oración de las acciones de gracias. Nos entrega al Paráclito, nos encomienda su misma
misión, nos perdona y garantiza que jamás nos faltará su perdón.
— ¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
— ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina
locura de su Corazón.
— ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.
Así se expresaba san Josemaría. Y nosotros vamos a decirle a Jesús que no nos deje ser
injustos, que nos abra bien los ojos y nos llene de su luz, para darnos cuenta de lo que somos y
valemos; de lo que podemos porque así lo ha querido Dios. Que nos llenemos de afán de
corresponder y que muchos, que están a nuestro lado pero tal vez no se enteran, vibren también
felices –¡entusiasmados!– con Él.
Pero, estemos en guardia, que en cada uno hay un Tomás desconfiado que “necesita
pruebas”, que quiere que las cosas le “entren por los ojos”. Queramos acostumbrarnos en cambio a lo
sorprendente; a algo mucho mayor de lo que nuestros ojos pueden llegar a comprobar. Habremos de
poner los medios humanamente desproporcionados de la oración y la expiación, y el empeño por
extender en el mundo el Reino de Dios, asimismo desproporcionado e increíble para los criterios
meramente terrenos. Estaremos de esta forma viviendo el “permanente tiempo Pascual” que
comenzó a partir de la Resurrección de Cristo. Un tiempo apostólico para el que contamos con los
mismos medios que los discípulos –sintiéndonos uno de ellos–, siguiendo el consejo del Señor:
rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.

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Domingo II de Pascua (C)

A la Virgen la llamamos cada día “Reina de la paz” en el rezo del Santo Rosario. Le pedimos
la paz que Ella siente, siempre confiada en el amor que Dios le tiene.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
¡Jesús es el Señor!
El trozo evangélico que acabamos de escuchar inspira una sensación de gran paz y majestad;
en él respiramos verdaderamente un aire de noche de Pascua. El Resucitado entra a puertas cerradas,
sopla sobre sus discípulos y les da su paz y su Espíritu: “El Señor recibió sobre su cabeza una unción
preciosa y ahora la transmite a la Iglesia para que difunda en el mundo perfume de inmortalidad”
(san Ignacio de Antioquía). De la Cabeza, la unción baja al cuerpo, que es la Iglesia, como el óleo
perfumado que baja de la cabeza de Aarón hasta el borde de sus vestiduras (cf. Sal. 133,2).
Hay un sentido preciso en toda esta descripción: el evangelista Juan quiere presentar a la
Iglesia a Jesús en la nueva condición de resucitado, como aquel al cual fue dado “todo poder en el
cielo y en la tierra” (Mt. 28,18) y que ahora transmite a la Iglesia sus poderes, entre los cuales está,
en primero lugar, el de redimir los pecados. Es la proclamación de la Señoría de Cristo, o sea del
sentido de la Pascua: Porque Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los vivos y de los
muertos (Rom. 14,9).
La segunda lectura, tomada del Apocalipsis, marca el vértice de esta proclamación: Jesús nos
es presentado en toda la majestad celestial (parado en medio de candelabros de oro, con una larga
túnica hasta los pies), mientras proclama en primera persona: Yo soy el Primero y el Ultimo, el
Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y el Abismo.
Dos escenas, entonces, una terrena y una celestial, que tienen como centro la misma imagen
del Resucitado que proclama su Potestad universal sobre el mundo y sobre la historia; ambas se
desarrollan un domingo (“en el día del Señor”), como para recordamos que cada domingo la Iglesia
es llamada, en el transcurso de la asamblea eucarística, a proclamar siempre su fe en la Potestad de
Cristo con las mismas palabras que pronunció aquel día el apóstol Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! Y
es muy importante que entendamos qué significa proclamar a Jesús “Señor”; el mensaje está
destinado a nosotros; nos lo recordó abiertamente el fragmento del Apocalipsis: Y oí detrás de mí
una voz fuerte como una trompeta, que decía: Escribe en un libro lo que ahora vas a ver y mándalo
a las siete Iglesias.
Hoy, pues, la palabra de Dios nos presenta al Jesús pascual o —como se dice comúnmente—
al Cristo de la fe. Es uno de los vértices de nuestro camino de evangelización y es importante
comprenderlo bien. Nos preguntamos: ¿cómo nació esta fe pascual en Jesús, que encontramos en
todo el Nuevo Testamento?
En el seno de la comunidad apostólica, la fe en Jesucristo se construye en torno de una
pregunta que nadie formula nunca explícitamente pero que es el origen de todo: ¿Qué es y qué hace
Jesucristo por nosotros? La respuesta más inmediata que surge de la experiencia de los discípulos es:
¡Jesús salva! En él, hay salvación; más aún, en ningún otro, fuera de él, hay salvación (cf. Hech. 4,
12). Dicha salvación se localiza en forma particular en su muerte-resurrección. El título de “Cristo”
conferido ahora a Jesús abiertamente, hasta el punto de aparecer casi como segundo nombre, sirve
justamente para expresar esa certeza: que él era, indudablemente, el Mesías esperado, el liberador y
el salvador de su pueblo y que había llegado a serlo dando su vida en rescate por una multitud (cf.
Mc. 10,45).

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Domingo II de Pascua (C)

Los discípulos tienen otra experiencia: ¡Jesús está presente y está vivo! Es difícil para
nosotros, ahora, más aún, imposible sin una acción del Espíritu Santo, comprender la profundidad y
la riqueza de esta experiencia; tomar conciencia de que Jesús no era para sus seguidores un recuerdo,
como cualquier otro personaje que hubiera vivido y muerto antes que él, sino que era una presencia,
un viviente, más aún, “el Viviente” fue un descubrimiento maravilloso. El lugar privilegiado de
dicha experiencia fue la Cena eucarística; de ella nos quedó un testimonio vivo y palpitante: la
expresión aramea Maranatha; en ocasiones era una invocación y significaba: “¡Ven, Señor!, pero a
menudo era una expresión de júbilo que quería decir: “¡El Señor está aquí!” Esta presencia de Jesús
es tal que puede hablar a su comunidad en primera persona, como cuando estaba con vida y decir:
Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo (II lectura);
Pronto regresaré... Yo soy el Alfa y el Omega, el Primero y el Último... Yo, Jesús, he enviado a mi
mensajero para dar testimonio de estas cosas (Ap. 22, 12-16).
Para expresar esta certeza suya en presencia de Jesús, los primeros discípulos usan siempre,
como vemos, el título de Señor (en griego Kyrios). ¡Jesús es el Señor! fue la profesión de fe más
antigua y más simple de los cristianos (Rom. 10,9). ¿Qué nos revela nuevamente este título sublime
de Jesús? Al llamar a Jesús “Señor”, los discípulos expresan su convicción de fe de que Jesús, en la
resurrección, fue elevado y entronizado por el Padre, que recibió de él todo poder sobre su
comunidad y sobre todo el universo. Esta Potestad de Jesús se basa en su resurrección, pero es un
hecho actual: ¡Ahora Jesús es el Señor! ¡Para mí, Jesús es el Señor!
El título Señor no indicaba nada de lo que indica actualmente para nosotros, o sea patrón,
hombre potente, hombre rico; el único significado moderno que conserva cierto valor también
aplicado a Jesús es el que indica magnanimidad y generosidad (comportarse como un verdadero
señor). En el Antiguo Testamento, era el título por excelencia de Yahvé e indicaba la soberanía
activa de Dios sobre la historia y sobre el mundo, su gobierno justo y santo; lo elevado que era el
título, queda revelado por esta frase de San Pablo: Para nosotros no hay más que un solo Dios, el
Padre, de quien todo procede y a quien nosotros estamos destinados, y un solo Señor, Jesucristo, por
quien todo existe y por quien nosotros existimos (1 Cor 8,6): Jesús es visto nada menos que como
aquel por el cual todo existe; decir más es imposible.
Es clara la lógica que hace nacer esta fe pascual en Jesús: una vez formulada cierta pregunta
en torno de Jesús (quién es Jesús y qué hace por nosotros), vemos que no podemos detenernos a
mitad de camino; la fuerza interna de la fe impulsa a superar todas las soluciones y las posiciones
intermedias y a llevar la respuesta a sus extremas consecuencias. Jesús termina asumiendo enseguida
una dimensión absoluta y universal: no es un salvador cualquiera, sino el Salvador; no es uno de los
tantos señores de este mundo, sino el único Señor. En suma, cada vez quemamos todas las etapas y
no nos detenemos hasta no haber colocado a Jesús junto a Dios, en una misteriosa relación de
igualdad que se expresa en frases como ésta de San Pablo: Llegue a ustedes la gracia y la paz que
proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo (1 Cor. 1,3), donde Jesucristo figura en el
mismo plano que Dios Padre. Todo esto no ocurre debido a algún acuerdo o por sugerencia de los
jefes de la comunidad; es un proceso espontáneo que actúa silenciosamente en todos los niveles y en
todos los ambientes, como un fermento general de la fe.
La palabra de Dios nos llevó así a redescubrir hoy cómo nació el primitivo anuncio de fe en
torno de Jesús; cómo se llegó a decir: ¡Jesús es el Señor! Ahora debemos tomar conciencia de una
cosa: este anuncio fundamental —el kerygma— debe ser propuesto nuevamente por lo menos una
vez nítido y descarnado a todos los creyentes; es la verdadera puerta de acceso para entrar en la luz
de la Pascua. La proclamación de Jesús como Señor debe encontrar su lugar de honor en todos los

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Domingo II de Pascua (C)

momentos fuertes de la vida cristiana: no sólo en el Bautismo de los adultos, sino en el culto
eucarístico, en la renovación de las promesas bautismales, en las conversiones individuales, al
comienzo de las escuelas de catequesis, de los grupos bíblicos y de oración, en ocasión de ejercicios
espirituales o misiones al pueblo. El anuncio ¡Jesús es el Señor! debe ser la reja de arado que traza el
surco para la fe y que predispone a la posterior siembra de la catequesis. Se diría que Dios está
suscitando nuevamente hambre y sed de este anuncio que constituye la alternativa más radical a los
falsos ídolos y a la falsa sabiduría del mundo. En cada ciudad, Dios dice a sus misioneros lo que le
dijo a Pablo cuando llegó a Corinto: No temas, sigue predicando y no te calles... porque en esta
ciudad hay un pueblo numeroso que me está reservado (Hech. 18,9-10): un pueblo numeroso pero
todavía oculto en las tinieblas que espera ser llevado a la luz por el kerygma apostólico: ¡Jesús es el
Señor!
La pregunta más seria es ésta: ¿cuántos están preparados para proclamar este anuncio “en
Espíritu y potencia”, o sea como verdaderos creyentes, corriendo el riesgo, si es necesaria, de la
inferioridad cultural frente a los defensores de la razón pura? ¿cuántos, entonces, pueden decir que
están animados por ese espíritu de fe que hace decir: Creí y por eso hablé (2 Cor. 4,13)? Nadie puede
decir, de hecho: ¡Jesús es el Señor! si no “en el Espíritu Santo” (cf. 1 Cor. 12,3), o sea si él mismo
no está en estado de confesión; si lo dice, pero no “en el Espíritu Santo”, sino por el contrario en el
pecado, o en el descreimiento, o por hábito, es un decir humano que no contagia a nadie; el contagio
se produce en presencia de alguien que tiene la enfermedad, no de alguien que habla de la
enfermedad. Yo mismo he tocado con la mano la fuerza autógena, por así decirlo, que despide la
proclamación de Jesús Señor: al pronunciar esta palabra, he visto cómo se encendían miradas y cómo
se aguzaban oídos y cómo corría un estremecimiento entre quienes escuchaban, signo de una
potencia misteriosa encerrada en esa palabra que el Espíritu Santo volvía actual y eficaz. Como al
comienzo de la Iglesia, también hoy, entonces, lo que puede sacudir al mundo del letargo de la
incredulidad y convertirlo al Evangelio no son las apologías, los tratados teológicos o políticos y las
discusiones interminables; es el anuncio simple, pero fuerte, de la fortaleza de Dios: ¡Jesús es el
Señor!
Pero no hace falta proclamar que Jesús es el Señor solamente a los demás; es necesario que
nos lo proclamemos sobre todo a nosotros mismos, dentro de nosotros antes que afuera: este es el
único camino para poder proclamarlo a los demás. Una palabra fuerte de Pablo nos dijo hoy: hay una
cantidad de dioses y una cantidad de señores en el mundo, pero para nosotros no hay más que un solo
Señor, Jesucristo, por quien nosotros existimos (cf. 1 Cor. 8, 5 sq.). No sólo “en el mundo” sino
también en nuestro corazón, a menudo hay cantidad de ídolos y cantidad de señores que se disputan
el puesto y nos tironean cada uno por su lado transformándonos en una multitud dispersa, una
especie de “legión”. Proclamar con fe a Jesús Señor es como permitir que Jesús repita dentro de
nosotros el prodigio de su descenso a los infiernos: allí se abren las puertas, él entra, hace luz, ante él
huyen los poderes de las tinieblas que son el odio, el resentimiento, las concupiscencias; la creatura
nueva se despierta, ¡es la resurrección! Tratemos de decir de este modo ¡Jesús es el Señor! cuando
somos tentados, cuando estamos abatidos o indecisos, y experimentaremos su fuerza. Esto significa
vivir a la luz de la Pascua.
Un solo Señor y nosotros existimos por él; está todo encerrado en este programa: ¡existir para
Jesús y para nadie más! Mejor aún, existir también para los demás y para todo lo que hay de bueno y
bello en este mundo, pero por Jesús.
Ahora regresemos con la mente a la escena inicial de Jesús que se aparece a los discípulos a
puertas cerradas en el Cenáculo, al Jesús que nos dijo: Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre;

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Domingo II de Pascua (C)

proclamemos nuestra fe pascual con las palabras simples y solemnes que nos llegan desde los
primeros días de la Iglesia:
Se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua proclame
para gloria de Dios Padre:
¡Jesucristo es el Señor! (Flp. 2, 10-11).
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la Catedral de Turín (13-IV-1980)
– El hombre “del consumo”
“La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se
hallaban los discípulos por temor de los judíos” (Jn 20,19). Con estas palabras comienza la lectura
del Evangelio.
“Estando cerradas las puertas... por temor”.
Ya en la mañana, llegó a los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, la noticia de que el sepulcro,
donde había sido puesto Cristo, estaba vacío. La piedra, sellada por la autoridad romana, a petición
del Sanedrín, había sido removida. Estaban ausentes los guardias que por iniciativa y orden del
mismo Sanedrín debían vigilar junto a la tumba.
Las mujeres, que “muy de madrugada” habían ido al sepulcro de Jesús, pudieron entrar a la
tumba sin dificultad. Luego, pudieron hacer lo mismo también Pedro, informado por ellas, y Juan
juntamente con él. Pedro entró en el sepulcro; vio los lienzos y el sudario, colocado aparte, con los
que había sido envuelto el cuerpo del Maestro. Los dos comprobaron que el sepulcro estaba vacío y
abandonado. Creyeron en la veracidad de las palabras que les habían dicho las mujeres, sobre todo
María Magdalena; sin embargo... no habían comprendido aún la Escritura, según la cual Él debía
resucitar de entre los muertos (cfr. Jn 20,1 ss.).
Regresaron, pues, al Cenáculo, esperando el desarrollo ulterior de los acontecimientos. Si el
Evangelista Juan, que participó activamente en todo esto, escribe que “se encontraban (en el
Cenáculo) con las puertas cerradas por temor a los judíos”, esto quiere decir que el temor, en el curso
de ese día, fue en ellos más fuerte que los otros sentimientos. Más bien no esperaban nada bueno del
hecho de que el sepulcro estuviese vacío; esperaban incluso nuevas molestias; vejaciones por parte
de los representantes de las autoridades judías. Este fue un simple temor humano, proveniente de la
amenaza inmediata. Sin embargo, en el fondo de este inmediato miedo-temor por ellos mismos,
había un temor más profundo, causado por los acontecimientos de los últimos días. Este temor,
comenzó la noche del jueves, había llegado a su culmen en la noche del Viernes Santo, permanecía
aún, paralizando todas las iniciativas.
Era el temor que nacía de la muerte de Cristo.
Efectivamente, cuando un día preguntó: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
Hombre?” (Mt 16,13), le habían traído diversas voces y opiniones sobre Cristo; y, luego,
interrogados directamente: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (Mt 16,15), habían escuchado y

33
Domingo II de Pascua (C)

aceptado en silencio, como propias, las palabras de Simón Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo” (Mt 16,16).
Por lo tanto, en la cruz murió el Hijo de Dios vivo.
El temor que se había apoderado del corazón de los Apóstoles, tenía sus raíces más profundas
en esta muerte: fue el temor nacido, por decirlo así, de la muerte de Dios.
El temor atormenta también a la generación contemporánea de los hombres, quizá lo sienten
más profundamente aquellos que han aceptado la muerte de Dios en el mundo humano.
Este temor no se encuentra en la superficie de la vida humana.
La actitud “consumística” no toma en consideración toda la verdad sobre el hombre, ni la
verdad histórica, ni la social, ni la interior y metafísica. Más bien es una huida de esta verdad. No
toma en consideración toda la verdad sobre el hombre. El hombre es creado para la felicidad. ¡Sí!
¡Pero la felicidad del hombre no se identifica en absoluto con el gozar! El hombre orientado
“consumísticamente” pierde, en este goce, la dimensión plena de su humanidad, pierde la conciencia
del sentido más profundo de la vida. Esta orientación del progreso mata, pues, en el hombre lo que es
más profunda y esencialmente humano.
Pero el hombre rehúye de la muerte.
El hombre tiene miedo a la muerte.
El hombre se defiende de la muerte.
– Cristo vive
Los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén eran presa del miedo: “Estando las
puertas cerradas... por temor”. Había muerto en la cruz el Hijo de Dios.
El temor, que atormenta a los hombres modernos, ¿acaso no nace también, en su raíz más
profunda, de la “muerte de Dios”?
No de aquella sobre la cruz, que se convirtió en el comienzo de la resurrección y en la fuente
de la glorificación del Hijo de Dios y, a la vez, en el fundamento de la esperanza humana y en el
signo de la salvación; no de ésa.
Sino de la muerte, con la que el hombre hace morir a Dios en sí mismo. El hombre se
substrae y substrae al mundo de Dios, pensando que sólo de este modo podrá entrar en su plena
posesión, convirtiéndose en el dueño del mundo y de su propio ser. El hombre, pues, “hace morir” a
Dios en sí mismo y en los otros. A esto se encaminan enteros sistemas filosóficos, programas
sociales, económicos y políticos. Por esto vivimos en la época de un gigantesco progreso material,
que es también la época de una negación de Dios, antes desconocida.
El hombre que hace morir a Dios, no encontrará siquiera un freno decisivo para no matar al
hombre. Este freno decisivo está en Dios. La razón última de que el hombre viva, respete y proteja la
vida del hombre, está en Dios. ¡Y el fundamento último del valor y de la dignidad del hombre, del
sentido de su vida, es el hecho de que es imagen y semejanza de Dios!
La tarde de ese día, el primero después del sábado, estando los Apóstoles con las puertas
cerradas “por temor a los judíos”, Jesús vino a ellos. Entró, se puso en medio de ellos y les dijo: “La
paz sea con vosotros” (Jn 20,19).

34
Domingo II de Pascua (C)

¡Luego Él vive! El sepulcro vacío no significa sino que Él había resucitado, como había
predicho. Vive, y he aquí que viene a ellos, al mismo lugar que con ellos había dejado la tarde del
jueves después de la cena pascual. Vive, en su propio cuerpo. Efectivamente, después de saludarles,
“les mostró las manos y el costado” (Jn 20,20). ¿Por qué? Ciertamente porque allí habían quedado
las señales de la crucifixión. Por lo tanto, es el mismo Cristo que fue crucificado y que murió en la
cruz, y ahora vive. Es Cristo resucitado. En la mañana del mismo día no se dejó entretener por
Magdalena; y ahora “les muestra -a los Apóstoles- las manos y el costado”.
“Los discípulos se alegraron viendo al Señor” (Jn 20,20). ¡Se alegraron! Esta palabra es
sencilla y a la vez profunda. No habla directamente de la profundidad y de la potencia de la alegría,
de que se hicieron partícipes los testigos del Resucitado, pero nos permite intuirlo. Si su temor tenía
las raíces más profundas en el hecho de la muerte del Hijo de Dios, entonces la alegría del encuentro
con el Resucitado debía estar en consonancia con ese temor. Debía ser mayor que el temor. Esta
alegría era tanto mayor, en cuento, humanamente, era más difícil de aceptar. Y cuán difícil resultase,
lo testimonia el comportamiento posterior de Tomás, que “no estaba con ellos cuando vino Jesús” (Jn
20,24).
Esta alegría es sencilla, con toda la sencillez del Evangelio y, a la vez, es profunda con toda
su profundidad. Y la profundidad del Evangelio es tal, que en él está contenido completamente todo
el hombre. Está contenido en él superabundantemente: con toda su voluntad, con toda la aspiración
de su espíritu y con todos los deseos de su “corazón”. Está contenido también con la profundidad de
ese temor suyo, que nace de la “muerte de Dios”, y que nace también de la perspectiva de la “muerte
del hombre”.
Estos tiempos en que se ha obrado con la perspectiva de la “muerte del hombre” exigen el
testimonio de la resurrección del Crucificado.
“Jesucristo es el mismo hoy, ayer y por los siglos” (Hb 13,8). Más aún. Escuchemos el
Apocalipsis de Juan Apóstol. Él da un testimonio especial de este Cristo de ayer, de hoy y de
mañana: “Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Él puso su mano derecha sobre mí diciendo:
«No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los
siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del infierno” (Ap 1,17-18).
Poder sobre la muerte...
Sí. La única llave contra la muerte del hombre la posee Él: el Hijo de Dios vivo, Él, Testigo
de Dios vivo: “El Primero y el Ultimo y el Viviente”.
– El pecado
En el acontecimiento evangélico y litúrgico de hoy hay también un Apóstol incrédulo y
obstinado en su no-fe: “Si no veo... no creeré” (Jn 20,25).
Cristo dice: “Mira”... comprueba... “y no seas incrédulo...” (Jn 20,25). O quizá bajo la no-fe
está incluso el pecado, el pecado inveterado, al que los hombres modernos no quieren llamar por su
nombre, para que el hombre no lo llame así y no busque su remisión. Cristo dice: “Recibid el
Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis,
les serán retenidos” (Jn 20,22-23). El hombre puede llamar al pecado por su nombre, no está
obligado a falsificarlo en sí mismo, porque la Iglesia ha recibido de Cristo el poder y la potencia
sobre el pecado para bien de las conciencias humanas.
Toda la Iglesia anuncia hoy a todos los hombres la alegría pascual, en la que resuena la
victoria sobre el temor del hombre. Sobre el temor de las conciencias humanas, nacido del pecado.

35
Domingo II de Pascua (C)

Sobre el temor de toda la existencia, nacido de la “muerte de Dios” en el hombre, en la cual se abren
las perspectivas de una múltiple “muerte del hombre”.
Esta es la alegría de los Apóstoles congregados en el Cenáculo de Jerusalén. Es la alegría
pascual de la Iglesia, que en este Cenáculo tuvo comienzo. Ella tiene su comienzo en la tumba
desierta en el Gólgota, y en los corazones de esos hombres sencillos que “la tarde de ese mismo día,
el primero después del sábado”, ven al Resucitado y escuchan de sus labios el saludo “¡La paz sea
con vosotros!”.
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
La alegre noticia de la resurrección de Jesús, fundamento de la fe cristiana, fue acogida
inicialmente por los discípulos del Señor con muchas reservas. Los evangelistas nos hablan de las
dudas y la terca incredulidad de casi todos. La más expresiva es, tal vez, la del apóstol Tomás que
acabamos de escuchar.
Aunque todos le aseguraban: “Hemos visto al Señor”, Tomas contesta que “si no veo en sus
manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su
costado, no lo creo”. Es evidente que no quiere dejarse llevar por crédulas declaraciones y exige toda
una exploración. Esta postura, aunque ofensiva para el resto de los discípulos que no le iban a mentir
en un asunto tan delicado y serio, es sumamente valiosa para nosotros. “Mucho más útil me ha sido
la duda de Tomás -confiesa S. Gregorio Magno- que la fe inmediata de la Magdalena”.
Con todo, la confesión de la divinidad de Cristo que realiza Tomás cuando Cristo le invita a
hacer el examen que exigía, es también meritoria, como explica S. Gregorio Magno, que distingue en
ella ese aliud vidit, aliud credidit, esto es, “no es lo mismo lo que vio que lo que creyó. Volvió a ver
la humanidad de Jesús, humanidad gloriosa, pero humanidad con las llagas de las manos y del
costado... y creyó en la Divinidad, que no podía ver con los ojos ni experimentar con los sentidos
corporales. El Apóstol actúa, pues, en dos esferas distintas, en dos dimensiones: la verificación
experimental histórica (vidit) y la deducción que trasciende a la historia (credidit), según la cual
conoce con certeza la divinidad” (J.M. Casciaro).
“Dichosos los que crean sin haber visto”, dijo y nos dice Jesús. A veces no vemos que se
produzca una mejora en nuestra conducta y nos vemos incapaces para superar ciertos defectos. No
vemos el alcance de esas conversaciones orientadoras con los hijos, los familiares y amigos. No
vemos que repercusión tuvo aquel servicio o ese tiempo y esfuerzo dedicados a aliviar una situación
dolorosa. No vemos...
¡En cuántas ocasiones dejamos de hacer una buena acción o regateamos un esfuerzo
pensando: para lo que va a servir, total, si no lo van a valorar! “Dichosos los que crean sin haber
visto”, nos dice el Señor. Dichosos los que sin ver el resultado inmediato, a medio o a largo plazo de
sus empeños, no se desaniman o caen en un escepticismo derrotista.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«¡Dichosos los que crean sin haber visto!»
I. LA PALABRA DE DIOS
Hch 5, 12-16: Crecía el número de los creyentes

36
Domingo II de Pascua (C)

Sal 117,2-4. 22-24.25-27a: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia (o Aleluya)
Ap 1, 9-11. 12s. 17-19: Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos
Jn 20, 19-31: A los ocho días, se les apareció Jesús
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Jesús resucitó de entre los muertos “el primer día de la semana”... En cuanto es el “primer
día”, el día de la Resurrección de Cristo recuerda la primera creación. En cuanto es el “octavo día”,
que sigue al sábado... significa la nueva creación inaugurada con la resurrección de Cristo. Para los
cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor... el
“domingo”... La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel
principalísimo en la vida de la Iglesia...» (2174 y 2177).
«Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto... y el
compartir la comida... no es un espíritu... es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que
sigue llevando las huellas de su pasión...» (645).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no
observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por El y por su
muerte» (S. Ignacio de Antioquía).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
La misma perícopa se repite en los tres años. Señal de su importancia. Es un condensado del
lado divino del misterio: la presencia asequible del Resucitado, su mensaje, el don del Espíritu, la
constitución de los Doce y con ellos de la Iglesia para la misión y en ésta, la extinción del pecado y
la creación de la vida nueva. Por el lado humano: la «experiencia» de los Doce y hoy de la asamblea
litúrgica, la duda en el corazón humano y también la adoración rendida: «¡Señor mío y Dios mío!».
El misterio divino-humano cristaliza en un Día, en el que todo eso sucede, «el día primero de la
semana» y «a los ochos días».
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
Las apariciones del Resucitado: 641-647.
El Día del Señor: 1163-1167; 2174-2179.
La respuesta:
El encuentro con el Señor resucitado en la Iglesia por la oración: 2559-2561; la adhesión a la
oración del Cristo pascual: 2606; para la búsqueda incipiente de Dios: 27; 29; 166-168. El Domingo
día de encuentro con el Señor, con los hombres y de descanso: 2180-2188.
C. Otras sugerencias
Cuaresma y Pascua se completan. A la oración penitente de Cuaresma sucede el impulso
interior al gozo oracional de la Pascua. También la oración se entreteje de negación de sí y de
consolación, de negativo y positivo, de la Ley pascual que domina la vida del bautizado. Se ha de

37
Domingo II de Pascua (C)

catequizar sobre la grandeza del Domingo y no se ha de ocultar el precepto dominical, que es una
ayuda a la debilidad humana (2180-2182).
___________________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La Fe de Tomás.
– Aparición de Jesús a los Apóstoles estando ausente Tomás. Le comunican que Jesús ha
resucitado. Apostolado con quienes han conocido a Cristo, pero no le tratan.
I. El primer día de la semana1, el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo
nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano2, cuando las mujeres van al
sepulcro, hasta la noche, muy tarde3, cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: La paz sea
con vosotros, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. En esta ocasión, Tomás no
estaba con los demás Apóstoles; no pudo ver al Señor, ni oír sus consoladoras palabras.
Este Apóstol fue el que dijo una vez: Vayamos también nosotros y muramos con él4. Y en la
Ultima Cena expresó al Señor su ignorancia, con la mayor sencillez: Señor, no sabemos a dónde vas;
¿cómo vamos a saber el camino?5 Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás por
Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para
decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo
que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún crédito
a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa
señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré6. Los que habían compartido con él aquellos
tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma
verdad, que era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor!
Tomás pensaba que el Señor estaba muerto. Los demás le aseguraban que vive, que ellos
mismos lo han visto y oído, que han estado con Él. Así hemos de hacer nosotros: para muchos
hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto, porque apenas significa nada
para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas,
a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada
día, que orienta y da sentido a nuestra vida.
De esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con el ejemplo
y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como aquellos primeros cristianos de
los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y
mujeres, que se adherían al Señor7.
– El acto de fe del Apóstol Tomás. Nuestra fe ha de ser operativa: actos de fe, confianza
con el Señor, apostolado.
II. A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las
puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a

1
Jn 20, 1.
2
Mc 16, 2.
3
Jn 20, 19.
4
Jn 11, 16.
5
Jn 14, 5.
6
Jn 20, 25.
7
Hech 5, 14.

38
Domingo II de Pascua (C)

Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo sino fiel8.
La respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y
Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús,
sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la
vuelta al apostolado. La Tradición nos dice que el Apóstol Tomás morirá mártir por la fe en su
Señor. Gastó la vida en su servicio.
Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de
creer en Él. “¿Es que pensáis –comenta San Gregorio Magno– que aconteció por pura casualidad que
estuviese ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al
oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de
Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el discípulo dubitativo las
heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el
discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección”9.
Si nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso que nuestra
fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las
personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de
Jesús. Pero, en ocasiones, también nosotros nos encontramos faltos de fe como el Apóstol Tomás.
Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades en el apostolado, ante
acontecimientos que no sabemos interpretar desde un punto de vista sobrenatural, en momentos de
oscuridad, que Dios permite para que crezcamos en otras virtudes...
La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos
permite juzgar rectamente de todas las cosas. “Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la
palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y
existimos (Hech 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en
todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de
las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre”10.
Meditemos el Evangelio de la Misa de hoy. Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro.
Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y
registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (Jn 20, 27);
y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn
20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar
tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad11.
¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a
muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al
pasar delante de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden
ayudarnos a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado, realmente
presente en la Hostia Santa.
– La Resurrección es una llamada a manifestar con nuestra vida que Cristo vive.
Necesidad de estar bien formados.

8
Jn 20, 26-27.
9
SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26, 7.
10
CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.
11
SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, 145.

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Domingo II de Pascua (C)

III. El Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que
sin haber visto han creído12. “Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros –dice San
Gregorio Magno–, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a
nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que
cree”13.
La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive.
Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo.
En los primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el testimonio
personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación sencilla de la Buena Nueva: de
hombre a hombre, de familia a familia; entre quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los
barrios, en los mercados, en las calles. Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo,
las familias sean el cauce para la transmisión de la fe.
Para confesar nuestra fe con la palabra es necesario conocer su contenido con claridad y
precisión. Por eso, nuestra Madre la Iglesia ha hecho tanto hincapié a lo largo de los siglos en el
estudio del Catecismo, donde, de una manera breve y sencilla, se contiene lo esencial que hemos de
conocer para poder vivirlo después. Ya San Agustín insistía a aquellos catecúmenos a punto de
recibir el Bautismo: “Así, pues, el sábado próximo, en que celebraremos la vigilia, si Dios quiere,
habréis de dar no la oración (el Padrenuestro), sino el símbolo (el Credo); porque si ahora no lo
aprendéis, después, en la iglesia, no se lo habéis de oír todos los días al pueblo. Y, en aprendiéndolo
bien, decidlo a diario para que no se olvide: al levantaros de la cama, al ir a dormiros, dad vuestro
símbolo, dádselo a Dios, procurando hacer memoria de ello, y sin pereza de repetirlo. Es cosa buena
repetir para no olvidar. No digáis: “Ya lo dije ayer, y lo digo hoy, y a diario lo digo; téngolo bien
grabado en la memoria”. Sea para ti como un recordatorio de tu fe y un espejo donde te mires.
Mírate, pues, en él; examina si continúas creyendo todas las verdades que de palabra dices creer, y
regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas tu riqueza; sean a modo de vestidos para el aderezo de tu
alma”14. ¡A cuántos cristianos habría que decirles estas mismas palabras, pues han olvidado lo
esencial del contenido de su fe!
Jesucristo nos pide también que le confesemos con obras delante del os hombres. Por eso,
pensemos; ¿no tendríamos que ser más valientes en esa o aquella ocasión?, ¿no tendríamos que ser
más sacrificados a la hora de sacar adelante nuestros quehaceres? Pensemos en nuestro trabajo, en el
ambiente que nos rodea: ¿se nos conoce como personas que llevan vida de fe?, ¿nos falta audacia en
el apostolado?, ¿conocemos con profundidad lo esencial de nuestra fe?
Terminamos nuestra oración pidiendo a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, Reina de los
Apóstoles, que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras palabras que Cristo vive.
____________________________
Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net)
«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»
Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos
octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II

12
Jn 20, 29.
13
SAN GREGORIO MAGNO, loc. cit., 26, 9.
14
SAN AGUSTIN, Sermón 58, 15.

40
Domingo II de Pascua (C)

han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él
bajo la luz del Espíritu Santo.
Por designio del Papa Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina
Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha
explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la
manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos
palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de
Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y
actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito»
(Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha
sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo
ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión
acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.
La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que
—al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el
tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el
poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a
los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»
(Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a
nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con
nosotros.
___________________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Espada de dos filos
EL PODER DEL SACERDOTE
«Vayan y aprendan qué sentido tiene Misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13).
Eso dijo Jesús.
Y tú, sacerdote, ¿has aprendido el sentido que tienen estas palabras? ¿Conoces el
significado de la misericordia?, ¿la practicas a través de obras?, ¿o haces sacrificios vacíos que no
son agradables a tu Señor?
La misericordia de Dios ha sido derramada en la Cruz desde el Sagrado Corazón de Jesús.
Tú eres, sacerdote, instrumento de salvación, para llevar la misericordia de tu Señor al
mundo entero.
Tu Señor te ha llamado y te ha elegido para darte una gran responsabilidad, porque Él te
conoce desde antes de nacer, y te ha consagrado para Él.
Y Él confía en ti, porque te da la gracia, y su gracia te basta.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de perdonar los pecados, y todos a los que tú
perdones, les quedarán perdonados, pero a los que no perdones, les quedarán sin perdonar. Y de
eso, sacerdote, tú darás cuentas.

41
Domingo II de Pascua (C)

Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de consagrar el pan y el vino, para que sean
transubstanciados en verdadera comida y en verdadera bebida, para llevarle a los hombres la vida
y la salvación.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de llevar su paz al mundo. Esa, sacerdote, es tu
cruz, para que la lleves todos los días con alegría.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de predicar su palabra con tu boca, y te da la
autoridad para que tengas credibilidad ante el mundo al proclamar la buena nueva haciendo sus
obras.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de unir el cielo con la tierra, por lo que todo lo
que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado
en el cielo.
Tu Señor ha puesto en tus manos el poder para hacer sus obras y aún mayores, porque Él,
que ha subido al Padre, está contigo todos los días de tu vida para ayudarte.
Tu Señor ha puesto el poder de Dios en ti, sacerdote, entregándose totalmente en tus
manos, y Él es la misericordia misma que te envía a darle de comer al hambriento, a darle de
beber al sediento, a vestir al desnudo, a visitar al enfermo, a acoger al peregrino, a visitar al preso,
a darle santa sepultura al muerto, a enseñar al que no sabe, a dar consejo al que lo necesita, a
corregir al que se equivoca, a perdonar los pecados, a consolar al triste, a sufrir con paciencia a
los errores de los demás, y a orar por los vivos y los muertos.
Y tú, sacerdote, ¿eres misericordioso? ¿Haces lo que tu Señor te manda? ¿Cumples la
misión que Él te ha dado, y para la que has sido enviado? ¿Aceptas tu ministerio con alegría para
llevar al mundo la paz?, ¿o tienes cerrado tu corazón endurecido, que no da nada porque está
vacío, y nadie puede dar lo que no tiene?
Acude, sacerdote, a la oración, y pídele a tu Señor que te dé la disposición para abrir tu
corazón a recibir su gracia y su misericordia.
Mira que está a la puerta y llama. Si tú lo escuchas, y abres la puerta, Él entrará y cenará
contigo y tú con Él.
No pierdas la oportunidad, que siempre está vigente, de acudir a tu Señor y a su Divina
Misericordia, para convertir tu corazón, y de participar de la obra redentora de tu Señor,
construyendo con Él el Reino de los Cielos, por lo que tú alcanzarás también su misericordia, al
derramarla para el mundo entero, porque tu Señor ha dicho “Bienaventurados serán los
misericordiosos, porque ellos recibirán misericordia “.
Tú tienes, sacerdote, el poder en tus manos de transformar al mundo, buscando a los
pecadores y convirtiéndolos en justos a través de los sacramentos.
Usa bien tu poder, sacerdote, y lleva al mundo la paz a través de la misericordia.
TEXTO COMPLETO DE LA MEDITACIÓN PARA EL SACERDOTE
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Indulgencias por actos de culto en honor de la Misericordia divina
Decreto de la Penitenciaría Apostólica por el que se enriquecen con indulgencias actos
de culto realizados en honor de la Misericordia divina.

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“Tu misericordia, oh Dios, no tiene límites, y es infinito el tesoro de tu bondad...” (Oración


después del himno “Te Deum”) y “Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y
la misericordia...” (Oración colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario), canta humilde y
fielmente la santa Madre Iglesia. En efecto, la inmensa condescendencia de Dios, tanto hacia el
género humano en su conjunto como hacia cada una de las personas, resplandece de modo especial
cuando el mismo Dios todopoderoso perdona los pecados y los defectos morales, y readmite
paternalmente a los culpables a su amistad, que merecidamente habían perdido.
Así, los fieles son impulsados a conmemorar con íntimo afecto del alma los misterios del
perdón divino y a celebrarlos con fervor, y comprenden claramente la suma conveniencia, más aún,
el deber que el pueblo de Dios tiene de alabar, con formas particulares de oración, la Misericordia
divina, obteniendo al mismo tiempo, después de realizar con espíritu de gratitud las obras exigidas y
de cumplir las debidas condiciones, los beneficios espirituales derivados del tesoro de la Iglesia. “El
misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de
justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde
el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo” (Dives in misericordia, 7).
La Misericordia divina realmente sabe perdonar incluso los pecados más graves, pero al
hacerlo impulsa a los fieles a sentir un dolor sobrenatural, no meramente psicológico, de sus propios
pecados, de forma que, siempre con la ayuda de la gracia divina, hagan un firme propósito de no
volver a pecar. Esas disposiciones del alma consiguen efectivamente el perdón de los pecados
mortales cuando el fiel recibe con fruto el sacramento de la penitencia o se arrepiente de los mismos
mediante un acto de caridad perfecta y de dolor perfecto, con el propósito de acudir cuanto antes al
mismo sacramento de la penitencia. En efecto, nuestro Señor Jesucristo, en la parábola del hijo
pródigo, nos enseña que el pecador debe confesar su miseria ante Dios, diciendo: “Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 18-19), percibiendo que
ello es obra de Dios: “Estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,
32).
Por eso, con próvida solicitud pastoral, el Sumo Pontífice Juan Pablo II, para imprimir en el
alma de los fieles estos preceptos y enseñanzas de la fe cristiana, impulsado por la dulce
consideración del Padre de las misericordias, ha querido que el segundo domingo de Pascua se
dedique a recordar con especial devoción estos dones de la gracia, atribuyendo a ese domingo la
denominación de “Domingo de la Misericordia divina” (cf. Congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos, decreto Misericors et miserator, 5 de mayo de 2000).
El evangelio del segundo domingo de Pascua narra las maravillas realizadas por nuestro
Señor Jesucristo el día mismo de la Resurrección en la primera aparición pública: “Al atardecer de
aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar
donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: ‘La paz con
vosotros’. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: ‘La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío’. Dicho
esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’” (Jn 20, 19-23).
Para hacer que los fieles vivan con intensa piedad esta celebración, el mismo Sumo Pontífice
ha establecido que el citado domingo se enriquezca con la indulgencia plenaria, como se indicará
más abajo, para que los fieles reciban con más abundancia el don de la consolación del Espíritu
Santo, y cultiven así una creciente caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y, una vez obtenido de Dios
el perdón de sus pecados, ellos a su vez perdonen generosamente a sus hermanos.

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Domingo II de Pascua (C)

De esta forma, los fieles vivirán con más perfección el espíritu del Evangelio, acogiendo en sí
la renovación ilustrada e introducida por el concilio ecuménico Vaticano II: “Los cristianos,
recordando la palabra del Señor “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a
otros” (Jn 13, 35), nada pueden desear más ardientemente que servir cada vez más generosa y
eficazmente a los hombres del mundo actual. (...) Quiere el Padre que en todos los hombres
reconozcamos y amemos eficazmente a Cristo, nuestro hermano, tanto de palabra como de obra”
(Gaudium et spes, 93).
Por eso, el Sumo Pontífice, animado por un ardiente deseo de fomentar al máximo en el
pueblo cristiano estos sentimientos de piedad hacia la Misericordia divina, por los abundantísimos
frutos espirituales que de ello pueden esperarse, en la audiencia concedida el día 13 de junio de 2002
a los infrascritos responsables de la Penitenciaría apostólica, se ha dignado otorgar indulgencias en
los términos siguientes:
Se concede la indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión sacramental,
comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo Pontífice) al fiel que, en el domingo
segundo de Pascua, llamado de la Misericordia divina, en cualquier iglesia u oratorio, con espíritu
totalmente alejado del afecto a todo pecado, incluso venial, participe en actos de piedad realizados en
honor de la Misericordia divina, o al menos rece, en presencia del santísimo sacramento de la
Eucaristía, públicamente expuesto o conservado en el Sagrario, el Padrenuestro y el Credo,
añadiendo una invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús
misericordioso, confío en ti”).
Se concede la indulgencia parcial al fiel que, al menos con corazón contrito, eleve al Señor
Jesús misericordioso una de las invocaciones piadosas legítimamente aprobadas.
Además, los navegantes, que cumplen su deber en la inmensa extensión del mar; los
innumerables hermanos a quienes los desastres de la guerra, las vicisitudes políticas, la inclemencia
de los lugares y otras causas parecidas han alejado de su patria; los enfermos y quienes les asisten, y
todos los que por justa causa no pueden abandonar su casa o desempeñan una actividad
impostergable en beneficio de la comunidad, podrán conseguir la indulgencia plenaria en el
domingo de la Misericordia divina si con total rechazo de cualquier pecado, como se ha dicho antes,
y con la intención de cumplir, en cuanto sea posible, las tres condiciones habituales, rezan, frente a
una piadosa imagen de nuestro Señor Jesús misericordioso, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo
una invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en
ti”).
Si ni siquiera eso se pudiera hacer, en ese mismo día podrán obtener la indulgencia plenaria
los que se unan con la intención a los que realizan del modo ordinario la obra prescrita para la
indulgencia y ofrecen a Dios misericordioso una oración y a la vez los sufrimientos de su
enfermedad y las molestias de su vida, teniendo también ellos el propósito de cumplir, en cuanto les
sea posible, las tres condiciones prescritas para lucrar la indulgencia plenaria.
Los sacerdotes que desempeñan el ministerio pastoral, sobre todo los párrocos, informen
oportunamente a sus fieles acerca de esta saludable disposición de la Iglesia, préstense con espíritu
pronto y generoso a escuchar sus confesiones, y en el domingo de la Misericordia divina, después de
la celebración de la santa misa o de las vísperas, o durante un acto de piedad en honor de la
Misericordia divina, dirijan, con la dignidad propia del rito, el rezo de las oraciones antes indicadas;
por último, dado que son “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia” (Mt 5, 7), al impartir la catequesis impulsen a los fieles a hacer con la mayor

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frecuencia posible obras de caridad o de misericordia, siguiendo el ejemplo y el mandato de


Jesucristo, como se indica en la segunda concesión general del “Enchiridion Indulgentiarum”.
Dado en Roma, en la sede de la Penitenciaría apostólica, el 29 de junio de 2002, en la
solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles.
Luigi DE MAGISTRIS
Arzobispo titular de Nova
Pro-penitenciario mayor
Gianfranco GIROTTI, o.f.m. conv.
Regente
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