Cap 6 de Las Intermitencias de La Muerte

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Se podrá pensar que, tras tantas y tan vergonzosas capitulaciones co- mo

fueron las del gobierno durante el toma y daca de las transacciones con la
maphia, que llegaron al extremo de consentir que humildes y honestos
funcionarios públicos pasaran a trabajar a jornada completa para la
organización criminal, se podrá pensar, decíamos, que ya mayo- res bajezas
morales no serán posibles. Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por
los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la
batuta y dirige el concierto sin atender lo que es- tá escrito en la pauta, lo más
seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la
postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones que bajar. A través del
ministerio competente, el de defensa, llamado de guerra en tiempos más
sinceros, fueron despacha- das instrucciones para que las fuerzas del ejército
que habiá n sido colo- cadas a lo largo de la frontera se limitasen a vigilar las
carreteras prin- cipales, sobre todo las que conducían a los países vecinos,
dejando en- tregadas a su bucólica paz las de segunda y tercera categoría, y
tam-
bién, por razones de peso, la tupida red de caminos vecinales, de vere- das, de
sendas, de trochas y de atajos. Como no podía ser de otra ma- nera, esto
significó el regreso a los cuarteles de la mayor parte de esas

fuerzas, lo que, si es verdad que fue gran motivo de alegriá para la tro-

pa rasa, incluidos cabos y furrieles, hartos todos de guardias y rondas diurnas


y nocturnas, causó, por el contrario, un encendido disgusto en el nivel de los
sargentos, por lo visto más conscientes que el resto del personal de la
importancia de los valores del honor militar y del servicio a la patria. Sin
embargo, si el movimiento capilar de ese disgusto pudo subir hasta los
alféreces, si después perdió un tanto de su ímpetu a la altura de los tenientes,
lo cierto es que volvió a ganar fuerza, y mucha, cuando alcanzó el nivel de los
capitanes. Claro que ninguno de ellos se atrevería a pronunciar en voz alta la
peligrosa palabra maphia, pero, cuando debatían unos con los otros, no podían
evitar traer a colación el hecho de que en los días anteriores a la
desmovilización habiá n sido in- terceptadas numerosas furgonetas que
transportaban enfermos termi- nales, en las que viajaba al lado del conductor
un vigilante oficialmente acreditado que, antes incluso de que se lo pidiesen,
exhibiá , con todos los necesarios timbres, firmas y sellos estampados, un
papel en que, por motivo de interés nacional, expresamente se autorizaba el
trans- porte del paciente fulano de tal a destino no especificado, pero deter-
minándose que las fuerzas militares deberían considerarse obligadas a prestar
toda la colaboración que les fuese solicitada para garantizar a los ocupantes de
la furgoneta la perfecta efectividad de la operación de traslado. Nada de esto
podría suscitar dudas en el espíritu de los dignos sargentos si, por lo menos en
siete casos, no se hubiera dado la extra- ña casualidad de que el vigilante
hubiera guiñado un ojo al soldado en el preciso momento en que le pasaba el
documento para su verificación. Considerando la dispersión geográfica de los
lugares en que estos epi- sodios de la vida de campaña habían ocurrido, fue
inmediatamente abandonada la posibilidad de que se tratara de un gesto,
digámoslo así, equívoco, algo que tuviera que ver con los manejos de la más
primaria seducción entre personas del mismo sexo o de sexos diferentes, para
el caso daba lo mismo. El nerviosismo de que los vigilantes dieron enton- ces
claras muestras, unos más que otros, es cierto, pero todos de tal manera que
más parecían estar lanzando al mar una botella con un pa- pel dentro pidiendo
socorro, indujo a pensar a la perspicaz corporación de los sargentos que en las
furgonetas iba escondido ese sobre todos famoso gato que siempre encuentra
la manera de dejar la punta del ra- bo fuera cuando quiere que lo descubran.
Después llegó la inexplicable orden de regresar a los cuarteles, luego unos
bisbiseos aquí y allí, naci- dos no se sabe ni cómo ni dónde, pero que algunos
cotillas, en confi-
dencia, insinuaban que podrían nacer en el propio ministerio del inter- ior. Los
periódicos de la oposición se hicieron eco del mal ambiente que se respiraba
en los cuarteles, los periódicos afectos al gobierno negaron

vehementemente que tales miasmas estuvieran envenenando el espí-

ritu de cuerpo de las fuerzas armadas, pero lo cierto es que los rumores de que
se estaba preparando un golpe militar, aunque nadie pudiera explicar por qué
ni para qué, crecieron por todas partes e hicieron que de momento pasara a
segundo plano del interés público el problema de los enfermos que no morían.
No es que éste se hubiera olvidado, como probaba una frase puesta en
circulación entonces y muy repetida por los frecuentadores de cafés, Por lo
menos, se deciá , aunque acabe pro- duciéndose un golpe militar, de una cosa
podemos estar seguros, por más tiros que se den unos a otros no conseguirán
matar a nadie. Se esperaba de un momento a otro un dramático llamamiento
del rey en favor de la concordia nacional, un comunicado del gobierno
anunciando un paquete de medidas urgentes, una declaración de los altos
mandos del ejército y de la aviación, porque, al no haber mar, marina tampoco
había, reclamando fidelidad absoluta a los poderes legit́ imamente cons-
tituidos, un manifiesto de escritores, una toma de posición de los artis- tas, un
concierto solidario, una exposición de carteles revolucionarios, una huelga
general promovida conjuntamente por las dos centrales sin- dicales, una
pastoral de los obispos llamando a la oración y al ayuno, una procesión de
penitentes, una distribución masiva de panfletos ama- rillos, azules, verdes,
rojos, blancos, incluso se llegó a hablar de la con- vocatoria de una
manifestación gigantesca en la que participaran los millares de personas de
todas las edades y condiciones que se encon- traban en estado de muerte
suspendida, desfilando por las principales avenidas de la capital en camillas,
sillas de ruedas, ambulancias o en las espaldas de los hijos más robustos, con
una pancarta enorme abriendo la manifestación, que diría, sacrificando nada
menos que cua- tro comas por la eficacia del dístico, Nosotros que tristes aquí
vamos, a vosotros felices os esperamos. Al final nada de esto llegó a ser
necesa- rio. Es verdad que las sospechas de una participación directa de la
maphia en el transporte de enfermos no se disiparon, es verdad que llegaron a
reforzarse a la luz de algunos sucesos subsecuentes, pero una sola hora sería
suficiente para que la súbita amenaza del enemigo externo sosegase las
disposiciones fratricidas y reuniese los tres esta- dos, clero, nobleza y pueblo,
todaviá vigentes en el paiś pese al progre- so de las ideas, alrededor de su rey
y, si bien con ciertas justificadas re- ticencias, de su gobierno. El caso, como
casi siempre, se cuenta en breves palabras.

Irritados por la continua invasión de sus territorios por comandos de


enterradores, maphiosos o espontáneos, procedentes de aquella tierra
aberrante donde nadie moría, y tras no pocas protestas diplomáticas que de
nada sirvieron, los gobiernos de los tres países limítrofes deci-

dieron, en una acción concertada, avanzar sus tropas y guarnecer las

fronteras, con orden taxativa de disparar al tercer aviso. Viene a propó- sito referir que la muerte de uno
para que la organización subiese los precios de la minuta de servicios prestados en el apartado de segur
teando con una maniobra táctica impecable las perplejidades del go- bierno y las dudas de los altos man
popular de protesta que salió de casa para exigir, en masa, en las pla- zas, en las avenidas y en las calles
druple crisis, demográfica, social, política y económica, los países del otro lado por fin se quitaron las c
los hogares, se oía en la radio y en la televisión, se leía en los periódi- cos, lo que pasa es que tienen en
cantando canciones patrióticas como la marsellesa, el caira, la maría de la fuente, el himno de la carta, e
volvieron a los puestos de donde habían venido, y ahí, armados hasta los dientes, aguardaron a pie firm
sen a enterrar sin autorización esta nueva especie de inmigrantes for- zosos, y, todaviá si se limitaran a
diese darse cuenta de lo que estaba pasando con el resto del cuerpo, atravesaban la frontera, cuando los
timo suspiro. Puestos están frente a frente los dos valerosos campos, pero tampoco esta vez la sangre lle

de que no iban a morir incluso si una ráfaga de ametralladora los corta-


se por la mitad. Aunque por más que legítima curiosidad científica de- bamos
preguntarnos cómo podrían sobrevivir las dos partes separadas en aquellos
casos en que el estómago se quedara en un lado y los in- testinos en otro. Sea
como fuere, sólo a un perfecto loco de atar se le ocurriría la idea de disparar el
primer tiro. Y ése, a Dios gracias, no lle- gó a ser disparado. Ni siquiera la
circunstancia de que algunos soldados del otro lado hayan decidido desertar
hacia el dorado en que no se muere tuvo otra consecuencia que la de ser
devueltos inmediatamente al origen, donde ya un consejo de guerra estaba a
su espera. El hecho que acabamos de contar es del todo irrelevante para el
discurrir de la trabajosa historia que venimos narrando y de él no volveremos
a hablar, pero, aun así, no quisimos dejarlo entregado a la oscuridad del
tintero. Lo más probable es que el consejo de guerra decida a priori no tener
en cuenta en sus deliberaciones la ingenua ansia de vida eterna que desde
siempre habita en el corazón humano, Adonde iría a parar esto si todos
viviéramos eternamente, sí, adonde iría a parar esto, pre- guntará la acusación
usando un golpe de la más baja retórica, y la de- fensa, permítasenos que lo
adelantemos, no tuvo espíritu para encon- trar una respuesta a la altura de la
ocasión, tampoco ella tenía ninguna idea de adonde iría a parar todo esto. Se
espera que, por lo menos, no acaben fusilando a los pobres diablos. Porque
entonces bien se podría decir que fueron a por lana y volvieron trasquilados.

Mudemos de asunto. Hablando de las desconfianzas de los sargentos y de sus


aliados alféreces y capitanes acerca de una responsabilidad di- recta de la
maphia en el transporte de los pacientes hasta la frontera, habiá mos
adelantado que esas desconfianzas se vieron reforzadas por unos cuantos
subsecuentes sucesos. Es el momento de revelar cuáles fueron y cómo se
desarrollaron. Siguiendo el ejemplo de lo que hizo la familia de pequeños
agricultores iniciadora del proceso, lo que la map- hia hace es atravesar
simplemente la frontera y enterrar muertos, co- brando por esto un dineral.
Con otra diferencia, que lo hace sin atender a la belleza de los sitios, y sin
preocuparse de apuntar en el cuaderno de operaciones las referencias
tipográficas y orográficas que en el futu- ro podrían auxiliar a los familiares
llorosos y arrepentidos de su fechoría a encontrar la sepultura y pedir perdón
al muerto. Ora bien, no es ne- cesario estar dotado de una cabeza
especialmente estratégica para en- tender que los ejércitos alineados en el otro
lado de las tres fronteras han pasado a constituirse en un serio obstáculo para
la práctica sepul-
cral que hasta ahí había transcurrido en la más perfecta de las seguri- dades.
Pero la maphia no sería lo que es si no hubiera encontrado la so- lución al
problema. Es realmente una lástima, permítasenos el comen-
tario al margen, que tan brillantes inteligencias como las que dirigen

estas organizaciones criminales se hayan apartado de los rectos cami- nos del
acatamiento a la ley y desobedecido el sabio precepto bib́ lico que manda que
ganemos el pan con el sudor de nuestra frente, pero los hechos son los hechos,
y aunque repitiendo la palabra herida de ada- mastor, oh, que no sé de enojo
cómo lo cuente, dejaremos aquí la des- alentadora noticia del ardid de que la
maphia se sirvió para obviar una dificultad para la que, según todas las
apariencias, no se veiá ninguna salida. Antes de proseguir conviene aclarar
que el término enojo que el épico colocó en boca del infeliz gigante
significaba entonces, y sólo, tristeza profunda, pena, disgusto, pero, desde
hace algún tiempo a esta parte, la generalidad de la gente ha considerado, y
muy bien, que se estaba perdiendo una palabra estupenda para expresar
sentimientos como la repulsa, la repugnancia, el asco, los cuales, como
cualquier persona reconocerá, nada tienen que ver con los enunciados arriba.
Con las palabras todo cuidado es poco, mudan de opinión como las per-
sonas. Claro que lo del ardid no fue embutir, atar y poner a secar, el asunto
tuvo que dar sus vueltas, introdujo emisarios con bigotes posti- zos y
sombreros de ala caid́ a, telegramas cifrados, diálogos a través de líneas
secretas, por teléfono rojo, encuentros en encrucijadas a media- noche, billetes
debajo de una piedra, todo cuanto más o menos ya co- nocimos en otras
negociaciones, esas en las que, por así decir, se juga- ban vigilantes a los
dados. Tampoco se puede pensar que se trató, co- mo en el otro caso, de
transacciones simplemente bilaterales. Además de la maphia de este país en
que no se muere, participaron igualmente en las conversaciones las maphias
de los países limítrofes, pues ésa era la única manera de resguardar la
independencia de cada organización criminal en el marco nacional en que
operaba y de su respectivo go- bierno. No tendría ninguna aceptación, incluso
sería absolutamente re- prensible, que la maphia de uno de esos países
entablara negociaciones directas con la administración de otro país. A pesar
de todo, las cosas no han llegado hasta ese punto, lo ha impedido hasta ahora,
como un último pudor, el sacrosanto principio de la soberanía nacional, tan
im- portante para las maphias como para los gobiernos, lo que, siendo más o
menos obvio en lo que a éstos se refiere, sería bastante dudoso en relación a
las asociaciones criminales si no tuviéramos presente con qué celosa
brutalidad suelen defender sus territorios de las ambiciones hegemónicas de
sus colegas de oficio. Coordinar todo esto, conciliar lo general con lo
particular, equilibrar los intereses de unos con los inter-
eses de los otros, no fue tarea fácil, lo que explica que durante dos lar- gas y
tediosas semanas de espera los soldados se hayan pasado el tiempo
insultándose por los altavoces, aunque siempre teniendo cuida-

do de no traspasar ciertos límites, de no exagerar en el tono, no fuese a

ocurrir que la ofensa se subiera a la cabeza de algún teniente coronel


susceptible y ardiera Troya. Lo que más contribuyó para complicar y demorar
las negociaciones fue el hecho de que ninguna de las maphias de los otros
paiś es dispusiera de vigilantes para hacer con ellos lo que entendiesen,
faltándoles, consecuentemente, el irresistible medio de presión que tan buenos
resultados había dado aquí. Aunque este lado oscuro de las negociaciones no
haya llegado a transpirar, a no ser por los rumores de siempre, existen fuertes
presunciones de que los man- dos intermedios de los ejércitos de los países
limítrofes, con el indul- gente beneplácito del grado superior de la jerarquía,
se han dejado convencer, sólo dios sabe a qué precio, por la argumentación de
los portavoces de las maphias locales, en el sentido de cerrar los ojos ante las
indispensables maniobras de ir y venir, de avanzar y retroceder, que en eso
consistía la solución del problema. Cualquier niño habría sido capaz de tal
idea, pero, para hacerla efectiva, era necesario que, alcan- zada la edad que
llamamos de la razón, se acercara a la puerta de la sección de reclutamiento de
la maphia para decir, Me trae la vocación, cúmplase en mí vuestra voluntad.

Los amantes de la concisión, del modo lacónico, de la economía del len-


guaje, seguro que se están preguntando por qué, siendo la idea tan simple, ha
sido necesario todo este razonamiento para llegar por fin al punto crítico. La
respuesta también es simple, y vamos a darla utilizan- do un término actual,
moderniś imo, con el que nos gustaría ver com- pensados los arcaísmos con
que, en probable opinión de algunos, hemos salpicado de moho este relato,
Por mor del background. Dicien- do background todo el mundo sabe de qué
se trata, pero no nos faltarí- an dudas si, en vez de background, banalmente
hubiéramos dicho pla- no de fondo, ese otro detestable arcaiś mo, para colmo
poco fiel a la verdad, dado que el background no es sólo el plano de fondo, es
toda la innumerable cantidad de planos que obviamente existen entre el sujeto
observado y la línea del horizonte. Será mejor que digamos encuadra- miento
de la cuestión. Exactamente, encuadramiento de la cuestión, y ahora que por
fin la tenemos bien encuadrada, ahora sí, llega el mo- mento de revelar en qué
consistió el ardid de la maphia para obviar cualquier posibilidad de conflicto
bélico que sólo serviría para perjudicar sus intereses. Un niño, ya lo habíamos
dicho antes, podría haber con- cebido la idea. Que era sencillamente esto,
pasar al otro lado de la fron- tera al paciente y, una vez que hubiera muerto,
volver atrás y ente-
rrarlo en el materno seno de su lugar de origen. Un jaque mate perfec- to en el
más riguroso, exacto y preciso sentido de la expresión. Como se acaba de ver,
el problema quedaba resuelto sin desdoro para ningu-

na de las partes implicadas, los cuatro ejércitos, ya sin motivo para

mantenerse en pie de guerra en la frontera, podían retirarse a la buena paz,


puesto que lo que la maphia se proponía hacer era simplemente entrar y salir,
recordemos una vez más que los pacientes perdían la vi- da en el mismo
instante en que los transportaban al otro lado, a partir de ahora no necesitan
quedarse ni un minuto, es sólo el tiempo de mo- rir, y ése, si siempre fue de
todos el más breve, un suspiro, y ya está, se puede uno imaginar lo que es en
este caso, una vela que de repente se apaga sin necesidad de que nadie sople.
Nunca la más suave de las eutanasias podrá ser tan fácil y tan dulce. Lo más
interesante de la nueva situación creada es que la justicia del paiś en que no se
muere se encuentra desprovista de fundamentos para actuar jurídicamente co-
ntra los enterradores, suponiendo que de facto lo quisiera, y no porque se
encuentre condicionada por el acuerdo de caballeros que el gobierno tuvo que
suscribir con la maphia. No los puede acusar de homicidio porque,
técnicamente hablando, homicidio no es en realidad, y porque el censurable
acto, que lo clasifique mejor quien de eso se vea capaz, se comete en países
extranjeros, tampoco los puede incriminar por haber enterrado muertos, ya
que el destino de éstos es ese mismo, y ya es de agradecer que alguien se haya
decidido a encargarse de un trabajo penoso bajo cualquier título, tanto desde
el punto de vista físico como desde el punto de vista anímico. Como mucho,
se podriá alegar que ningún médico certificó el óbito, que el entierro no
cumplió las for- mas prescritas para una correcta inhumación y que, como si
tal caso fuese inédito, la sepultura no está identificada, de modo que es
bastan- te seguro que se perderá el lugar cuando caiga la primera lluvia fuerte
y las plantas rompan tiernas y alegres del humus creador. Consideradas las
dificultades y recelando hundirse en el tremedal de recursos en que, curtidos
en la tramoya, los astutos abogados de la maphia la sumirían sin dolor ni
piedad, la ley decidió esperar con paciencia hasta ver dónde pararían las
modas. Era, sin sombra de duda, la actitud más prudente. El país se
encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autori- dad diluida, los
valores en acelerado proceso de inversión, la pérdida del sentido de respeto
cívico se extiende por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni
Dios sabe adonde nos lleva. Corre el rumor de que la maphia está negociando
otro acuerdo de caballeros con la in- dustria funeraria para establecer una
racionalización de esfuerzos y una distribución de tareas, lo que significa, en
lenguaje de andar por casa, que una se encarga de abastecer de muertos, y las
agencias funerarias
contribuyen con medios y técnicas para enterrarlos. También se dice que la
propuesta de la maphia fue acogida con los brazos abiertos por las agencias,
ya cansadas de malgastar su saber milenario, su expe-

riencia, su know how, sus coros de plañideras, en hacer funerales para

perros, gatos y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga catatóni- ca, una
ardilla domesticada, un lagarto de compañía que el dueño solía llevar sobre el
hombro. Nunca caímos tan bajo, decían. Ahora el futuro se les presentaba
fuerte y risueño, las esperanzas florecían como parte- rres de jardín, hasta se
podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que para la industria de los
entierros había despuntado finalmente una nue- va vida. Y todo esto gracias a
los buenos oficios y a la inagotable caja fuerte de la maphia. É sta subsidió a
las agencias de la capital y de otras ciudades del paiś para que instalasen
filiales, a cambio de compensa- ciones, claro está, en las localidades más
próximas a la frontera, ésta tomó providencias para que hubiese siempre un
médico a la espera del fallecido cuando reentrase en el territorio y necesitara a
alguien para decir que estaba muerto, ésta estableció convenios con las
administra- ciones municipales para que los entierros a su cargo tuvieran
prioridad absoluta, fuese cual fuese la hora del diá o de la noche en que les
con- viniera hacerlos. Todo costaba mucho dinero, naturalmente, pero el ne-
gocio continuaba mereciendo la pena, ahora que los adicionales y los servicios
extras eran el grueso de la factura. De repente, sin avisar, se cerró el grifo de
donde había estado brotando, constante, el generoso manantial de pacientes
terminales. Parecía que las familias, a partir de un arrebato de conciencia, se
pasaron la palabra unas a otras, que se acabó esto de mandar a los seres
queridos a morir lejos, si, en sentido figurado, les habiá mos comido la carne,
también les deberemos comer los huesos ahora, que no estamos aquí sólo para
las buenas, cuando él o ella tenían la fuerza y la salud intacta, estamos
también para las horas malas y para las horas pésimas, cuando él o ella no son
nada más que un trapo maloliente que es inútil lavar. Las agencias funerarias
transitaron de la euforia a la desesperación, otra vez a la ruina, otra vez a la
humillación de enterrar canarios y gatos, perros y otros bichos, la tortuga, la
cacatúa, la ardilla, el lagarto no, porque no existía otro que se dejara llevar en
el hombro del dueño. Tranquila, sin perder los nervios, la maphia fue a ver lo
que pasaba. Era simple. Las familias di- jeron, casi siempre con medias
palabras, dándolo así a entender, que una cosa era el tiempo de la
clandestinidad, cuando los seres queridos eran conducidos a ocultas, en el
silencio de la noche, y los vecinos no tenían necesidad alguna de saber si
permanecían en sus lechos del do- lor, o si se habían evaporado. Entonces era
fácil mentir, decir compun- gidamente, Pobrecillo, ahí está, cuando la vecina
preguntaba en el re-
llano de la escalera, Y qué tal sigue el abuelo. Ahora todo es diferente, hay un
certificado de defunción, hay placas con nombres y apellidos en los
cementerios, en pocas horas la envidiosa y maldiciente vecindad sa-

briá que el abuelo había muerto de la única manera en que se podía

morir, y que eso significa, simplemente, que la propia cruel e ingrata familia
lo había despachado a la frontera. Nos da mucha vergüenza, confesaron. La
maphia oyó, oyó, y dijo que lo iba a pensar. No tardó veinticuatro horas.
Siguiendo el ejemplo del anciano de la página cin- cuenta, los muertos habían
querido morir, por tanto serían registrados como suicidas en el certificado de
defunción. El grifo volvió a abrirse.

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