Cap 6 de Las Intermitencias de La Muerte
Cap 6 de Las Intermitencias de La Muerte
Cap 6 de Las Intermitencias de La Muerte
fueron las del gobierno durante el toma y daca de las transacciones con la
maphia, que llegaron al extremo de consentir que humildes y honestos
funcionarios públicos pasaran a trabajar a jornada completa para la
organización criminal, se podrá pensar, decíamos, que ya mayo- res bajezas
morales no serán posibles. Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por
los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la
batuta y dirige el concierto sin atender lo que es- tá escrito en la pauta, lo más
seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la
postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones que bajar. A través del
ministerio competente, el de defensa, llamado de guerra en tiempos más
sinceros, fueron despacha- das instrucciones para que las fuerzas del ejército
que habiá n sido colo- cadas a lo largo de la frontera se limitasen a vigilar las
carreteras prin- cipales, sobre todo las que conducían a los países vecinos,
dejando en- tregadas a su bucólica paz las de segunda y tercera categoría, y
tam-
bién, por razones de peso, la tupida red de caminos vecinales, de vere- das, de
sendas, de trochas y de atajos. Como no podía ser de otra ma- nera, esto
significó el regreso a los cuarteles de la mayor parte de esas
fuerzas, lo que, si es verdad que fue gran motivo de alegriá para la tro-
ritu de cuerpo de las fuerzas armadas, pero lo cierto es que los rumores de que
se estaba preparando un golpe militar, aunque nadie pudiera explicar por qué
ni para qué, crecieron por todas partes e hicieron que de momento pasara a
segundo plano del interés público el problema de los enfermos que no morían.
No es que éste se hubiera olvidado, como probaba una frase puesta en
circulación entonces y muy repetida por los frecuentadores de cafés, Por lo
menos, se deciá , aunque acabe pro- duciéndose un golpe militar, de una cosa
podemos estar seguros, por más tiros que se den unos a otros no conseguirán
matar a nadie. Se esperaba de un momento a otro un dramático llamamiento
del rey en favor de la concordia nacional, un comunicado del gobierno
anunciando un paquete de medidas urgentes, una declaración de los altos
mandos del ejército y de la aviación, porque, al no haber mar, marina tampoco
había, reclamando fidelidad absoluta a los poderes legit́ imamente cons-
tituidos, un manifiesto de escritores, una toma de posición de los artis- tas, un
concierto solidario, una exposición de carteles revolucionarios, una huelga
general promovida conjuntamente por las dos centrales sin- dicales, una
pastoral de los obispos llamando a la oración y al ayuno, una procesión de
penitentes, una distribución masiva de panfletos ama- rillos, azules, verdes,
rojos, blancos, incluso se llegó a hablar de la con- vocatoria de una
manifestación gigantesca en la que participaran los millares de personas de
todas las edades y condiciones que se encon- traban en estado de muerte
suspendida, desfilando por las principales avenidas de la capital en camillas,
sillas de ruedas, ambulancias o en las espaldas de los hijos más robustos, con
una pancarta enorme abriendo la manifestación, que diría, sacrificando nada
menos que cua- tro comas por la eficacia del dístico, Nosotros que tristes aquí
vamos, a vosotros felices os esperamos. Al final nada de esto llegó a ser
necesa- rio. Es verdad que las sospechas de una participación directa de la
maphia en el transporte de enfermos no se disiparon, es verdad que llegaron a
reforzarse a la luz de algunos sucesos subsecuentes, pero una sola hora sería
suficiente para que la súbita amenaza del enemigo externo sosegase las
disposiciones fratricidas y reuniese los tres esta- dos, clero, nobleza y pueblo,
todaviá vigentes en el paiś pese al progre- so de las ideas, alrededor de su rey
y, si bien con ciertas justificadas re- ticencias, de su gobierno. El caso, como
casi siempre, se cuenta en breves palabras.
fronteras, con orden taxativa de disparar al tercer aviso. Viene a propó- sito referir que la muerte de uno
para que la organización subiese los precios de la minuta de servicios prestados en el apartado de segur
teando con una maniobra táctica impecable las perplejidades del go- bierno y las dudas de los altos man
popular de protesta que salió de casa para exigir, en masa, en las pla- zas, en las avenidas y en las calles
druple crisis, demográfica, social, política y económica, los países del otro lado por fin se quitaron las c
los hogares, se oía en la radio y en la televisión, se leía en los periódi- cos, lo que pasa es que tienen en
cantando canciones patrióticas como la marsellesa, el caira, la maría de la fuente, el himno de la carta, e
volvieron a los puestos de donde habían venido, y ahí, armados hasta los dientes, aguardaron a pie firm
sen a enterrar sin autorización esta nueva especie de inmigrantes for- zosos, y, todaviá si se limitaran a
diese darse cuenta de lo que estaba pasando con el resto del cuerpo, atravesaban la frontera, cuando los
timo suspiro. Puestos están frente a frente los dos valerosos campos, pero tampoco esta vez la sangre lle
estas organizaciones criminales se hayan apartado de los rectos cami- nos del
acatamiento a la ley y desobedecido el sabio precepto bib́ lico que manda que
ganemos el pan con el sudor de nuestra frente, pero los hechos son los hechos,
y aunque repitiendo la palabra herida de ada- mastor, oh, que no sé de enojo
cómo lo cuente, dejaremos aquí la des- alentadora noticia del ardid de que la
maphia se sirvió para obviar una dificultad para la que, según todas las
apariencias, no se veiá ninguna salida. Antes de proseguir conviene aclarar
que el término enojo que el épico colocó en boca del infeliz gigante
significaba entonces, y sólo, tristeza profunda, pena, disgusto, pero, desde
hace algún tiempo a esta parte, la generalidad de la gente ha considerado, y
muy bien, que se estaba perdiendo una palabra estupenda para expresar
sentimientos como la repulsa, la repugnancia, el asco, los cuales, como
cualquier persona reconocerá, nada tienen que ver con los enunciados arriba.
Con las palabras todo cuidado es poco, mudan de opinión como las per-
sonas. Claro que lo del ardid no fue embutir, atar y poner a secar, el asunto
tuvo que dar sus vueltas, introdujo emisarios con bigotes posti- zos y
sombreros de ala caid́ a, telegramas cifrados, diálogos a través de líneas
secretas, por teléfono rojo, encuentros en encrucijadas a media- noche, billetes
debajo de una piedra, todo cuanto más o menos ya co- nocimos en otras
negociaciones, esas en las que, por así decir, se juga- ban vigilantes a los
dados. Tampoco se puede pensar que se trató, co- mo en el otro caso, de
transacciones simplemente bilaterales. Además de la maphia de este país en
que no se muere, participaron igualmente en las conversaciones las maphias
de los países limítrofes, pues ésa era la única manera de resguardar la
independencia de cada organización criminal en el marco nacional en que
operaba y de su respectivo go- bierno. No tendría ninguna aceptación, incluso
sería absolutamente re- prensible, que la maphia de uno de esos países
entablara negociaciones directas con la administración de otro país. A pesar
de todo, las cosas no han llegado hasta ese punto, lo ha impedido hasta ahora,
como un último pudor, el sacrosanto principio de la soberanía nacional, tan
im- portante para las maphias como para los gobiernos, lo que, siendo más o
menos obvio en lo que a éstos se refiere, sería bastante dudoso en relación a
las asociaciones criminales si no tuviéramos presente con qué celosa
brutalidad suelen defender sus territorios de las ambiciones hegemónicas de
sus colegas de oficio. Coordinar todo esto, conciliar lo general con lo
particular, equilibrar los intereses de unos con los inter-
eses de los otros, no fue tarea fácil, lo que explica que durante dos lar- gas y
tediosas semanas de espera los soldados se hayan pasado el tiempo
insultándose por los altavoces, aunque siempre teniendo cuida-
perros, gatos y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga catatóni- ca, una
ardilla domesticada, un lagarto de compañía que el dueño solía llevar sobre el
hombro. Nunca caímos tan bajo, decían. Ahora el futuro se les presentaba
fuerte y risueño, las esperanzas florecían como parte- rres de jardín, hasta se
podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que para la industria de los
entierros había despuntado finalmente una nue- va vida. Y todo esto gracias a
los buenos oficios y a la inagotable caja fuerte de la maphia. É sta subsidió a
las agencias de la capital y de otras ciudades del paiś para que instalasen
filiales, a cambio de compensa- ciones, claro está, en las localidades más
próximas a la frontera, ésta tomó providencias para que hubiese siempre un
médico a la espera del fallecido cuando reentrase en el territorio y necesitara a
alguien para decir que estaba muerto, ésta estableció convenios con las
administra- ciones municipales para que los entierros a su cargo tuvieran
prioridad absoluta, fuese cual fuese la hora del diá o de la noche en que les
con- viniera hacerlos. Todo costaba mucho dinero, naturalmente, pero el ne-
gocio continuaba mereciendo la pena, ahora que los adicionales y los servicios
extras eran el grueso de la factura. De repente, sin avisar, se cerró el grifo de
donde había estado brotando, constante, el generoso manantial de pacientes
terminales. Parecía que las familias, a partir de un arrebato de conciencia, se
pasaron la palabra unas a otras, que se acabó esto de mandar a los seres
queridos a morir lejos, si, en sentido figurado, les habiá mos comido la carne,
también les deberemos comer los huesos ahora, que no estamos aquí sólo para
las buenas, cuando él o ella tenían la fuerza y la salud intacta, estamos
también para las horas malas y para las horas pésimas, cuando él o ella no son
nada más que un trapo maloliente que es inútil lavar. Las agencias funerarias
transitaron de la euforia a la desesperación, otra vez a la ruina, otra vez a la
humillación de enterrar canarios y gatos, perros y otros bichos, la tortuga, la
cacatúa, la ardilla, el lagarto no, porque no existía otro que se dejara llevar en
el hombro del dueño. Tranquila, sin perder los nervios, la maphia fue a ver lo
que pasaba. Era simple. Las familias di- jeron, casi siempre con medias
palabras, dándolo así a entender, que una cosa era el tiempo de la
clandestinidad, cuando los seres queridos eran conducidos a ocultas, en el
silencio de la noche, y los vecinos no tenían necesidad alguna de saber si
permanecían en sus lechos del do- lor, o si se habían evaporado. Entonces era
fácil mentir, decir compun- gidamente, Pobrecillo, ahí está, cuando la vecina
preguntaba en el re-
llano de la escalera, Y qué tal sigue el abuelo. Ahora todo es diferente, hay un
certificado de defunción, hay placas con nombres y apellidos en los
cementerios, en pocas horas la envidiosa y maldiciente vecindad sa-
morir, y que eso significa, simplemente, que la propia cruel e ingrata familia
lo había despachado a la frontera. Nos da mucha vergüenza, confesaron. La
maphia oyó, oyó, y dijo que lo iba a pensar. No tardó veinticuatro horas.
Siguiendo el ejemplo del anciano de la página cin- cuenta, los muertos habían
querido morir, por tanto serían registrados como suicidas en el certificado de
defunción. El grifo volvió a abrirse.