Gil, Poder, Verdad y Normalidad
Gil, Poder, Verdad y Normalidad
Gil, Poder, Verdad y Normalidad
Existen unos discursos que tienen estatuto y función de verdaderos: operan y circulan
como tales y, con frecuencia, nadie se cuestiona su veracidad. Ahora bien, Foucault pone
bajo sospecha tanto su veracidad, como su necesidad y su legitimidad. Como buen lector
de Nietzsche que fue, presintió que “todas las cosas que duran largo tiempo se embeben
progresivamente y hasta tal punto de razón que parece increíble que hayan tenido su
origen en la sinrazón”[2]. De tanto repetidas, las verdades parecen naturales, descubiertas,
perfectas. Al contrario que Kant, que, desde su isla de racionalidad,[3] pretendió la
universalidad del conocimiento y la verdad, Foucault insinúa la historicidad de los mismos.
La lectura de sus textos nos sugiere que conocimiento y verdad están configurados por el
espacio y el tiempo, esto es, por el lugar y la época a la que pertenecen.
Así, en cada lugar y época se da una episteme determinada, o, en otras palabras, un
conjunto de relaciones que pueden conectar las diversas prácticas discursivas existentes
entre sí. De este modo, lo que cabe analizar si se desea hallar el umbral[4]en el que se
empezó a forjar nuestra situación actual, son las regularidades discursivas que acontecen
en un espacio-tiempo y que dan lugar a unas figuras epistemológicas particulares, unas
ciencias y unos métodos específicos, unos sistemas de pensamiento y unas experiencias
del mundo concretas.[5] Saber y verdad, en consecuencia, son producidos, elaborados en
relación a un contexto histórico y engendrados y promovidos por los seres humanos. No
existe tal cosa como “la verdad” única y originaria, ni un avance inexorable por parte de de
nuestros saberes hacia ella.[6] Lo que cabe preguntarse entonces es: ¿cómo se
constituyen los saberes y las verdades?
En el lugar y el momento en que se produce una verdad –y, en consecuencia, se excluye y
silencia otra-, se establecen unas reglas del juego, se inducen formas de subjetividad,
también se está ejerciendo el poder en una determinada dirección. Por lo tanto, detrás de
los saberes y sus discursos de verdad, se encuentra el poder. Precisamente por eso,
Foucault señaló que su trabajo consistió en llevar a cabo una historia política de la
formación de saberes y verdades: preguntarse por un acontecimiento, o por el momento
de emergencia de una positividad implica preguntarse por las relaciones y mecanismos de
poder a través de los cuales ha tenido lugar.
Las ciencias humanas resultan ser un lugar privilegiado en el que observar la interrelación
entre poder, saber y verdad. En la época de fundación de la modernidad y del nuevo orden
burgués, éstas surgen al servicio de la producción de instituciones y saberes que controlen
y gestionen al ser humano. No es casual, por tanto, que sea precisamente en este
momento en el que aparecen nuestras ideas actuales de locura, de normalidad o de
penalidad. Tampoco resulta extraño, entonces, que Foucault desarrollara sus
investigaciones centrándose en el marco de la época clásica. La modernidad es también la
época del culto a la razón, del racionalismo, la Ilustración, del desarrollo de las ciencias, y
de ello se deriva que lo que escapa al los límites del conocimiento, todo lugar allende la
isla y lo que de allí provenga, aparece como extraño, hostil o anormal. La modernidad es la
época del monólogo de la razón: el que no se atiene a su racionalidad no puede formar
parte del “Nosotros”, es el “Otro”, el excluido, el omitido. Tampoco es ya un sujeto, sino un
objeto de estudio. ¿Para quién? Para quien detenta el buen uso de la razón, la verdad, el
poder: las ciencias humanas.
Como caso paradigmático encontraríamos el que se describe en La Historia de la Locura.
La locura, que en ningún caso puede servir para la obtención de un conocimiento
universal, objetivo y racional, y que además es improductiva en términos económicos,
pasó a considerarse, en un momento determinado, embustera, ridícula, grotesca e
indeseable. Se le niega toda posibilidad de verdad, de lenguaje, y todo en ella se vuelve
irracional, absurdo e incluso peligroso. Bajo este pretexto, se decreta su encierro.[7] Ahora
bien, antes de que apareciera el lenguaje de la psiquiatría, no existía una experiencia
diferenciada de la locura y la razón.[8] Hacia el siglo XVIII, ésta ciencia humana pasó a
detentar el discurso verdadero a propósito de la racionalidad y a disponer quién era
conforme a la razón y quién incompatible con ella, quién el cuerdo y quién el loco, quién,
en definitiva, pertenecía al grueso homogéneo de los “normales” y quién al grupo marginal
de los “anormales”.
Junto a la distinción locura-sinrazón, se idearon tantas otras: buen ciudadano-delincuente,
sano-enfermo, practicante de una sexualidad ordenada o de perversiones, etc. Las
ciencias humanas pasaron, en consecuencia, a ejercer un poder sobre los individuos: el de
decidir cuál era su lugar en la sociedad como integrantes de la misma o como marginados.
Así pues, saber y poder siempre se encuentran íntimamente ligados e implicados.[9] Las
ciencias humanas producen verdades que traspasan los límites de lo puramente
académico y se extienden por todo el tejido social, es decir, que ponen en circulación
verdades y conjuntos de reglas que deben ser acatadas y seguidas. En el siglo XVIII, con
el perfeccionamiento de lo que Foucault llama los “procedimientos panópticos”, ocurre lo
siguiente:
Formación de saber y aumento de poder se refuerzan regularmente según un proceso
circular (...). El hospital primero, después la escuela, y más tarde aún el taller (...) han
llegado a ser, gracias a las disciplinas, unos aparatos tales que todo mecanismo de
objetivación puede valer como instrumento de sometimiento, y todo aumento de poder da
lugar a unos conocimientos posibles.[10]
De este modo, el poder es ejercido encerrando y excluyendo, desplegando un control
sobre los individuos y sobre los discursos de verdad. Al mismo tiempo, las ciencias
humanas producen saber a partir de este encierro, saber que, a su vez, afina el encierro y
la exclusión de forma que poder disciplinario y saber de las ciencias humanas se implican
en un bucle de retroalimentación mutua. No nos sorprende, entonces, que, tanto hace dos
siglos como en la actualidad, sean los especialistas cuyos saberes están inscritos bajo el
dominio del alma, esto es, los expertos en ciencias humanas, los encargados de
supervisar los castigos en las prisiones (psicólogos, médicos y trabajadores sociales, entre
otros) y la sanción o aprobación de las conductas en general (psicólogos y médicos de
nuevo, pedagogos, sexólogos, educadores y profesores, etc.). En el alma del ser humano
contemporáneo todavía se pueden reconocer los signos de ciertas tecnologías de poder
sobre el cuerpo en las que las ciencias humanas tienen mucho que ver. Pero éste es un
tema que ampliaremos en el punto siguiente.
A lo largo de este texto hemos tratado de mostrar cómo las denominadas ciencias
humanas producen discursos que funcionan como verdaderos, creando también sujetos e
identidades. Asimismo, hemos visto que, al aportar su verdad sobre el hombre bajo la
máscara de filantropía, lo que hacen realmente es sujetarlo a las identidades que ellas
mismas producen. En resumen, los discursos de verdad que las ciencias humanas
pusieron en marcha (sobre la locura, la delincuencia o la anormalidad) en un momento
dado, traspasaron los muros de los hospitales, los manicomios o las cárceles, y pusieron
en funcionamiento unos complejos mecanismos en virtud de los cuales las personas,
desde la modernidad hasta ahora, han sido homogeneizadas a través de su común
sujeción a las normas.
Estas normas constituirían el ámbito de la costumbre, lo rutinario, aquello conocido y que,
por tanto, nos da seguridad. En otras palabras, el enclave de la normalidad sería también
el de la isla kantiana de racionalidad y unidad. Más allá de sus límites se encontraría el
océano, las aguas enigmáticas del territorio de lo ignoto, pero también la libertad, la
posibilidad de ser curioso, explorador, de pensar de otro modo. Esta opción probablemente
sea la más arriesgada y la que provoque más angustia: ser libre no siempre es el camino
más fácil, pero, ¿qué es el ser humano sino un sujeto que se afirma a través de sus
proyectos como una trascendencia?[31]
Una de las pequeñas acciones locales que nosotros podemos llevar a cabo para plantarle
cara al poder que es ejercido sobre nosotros en contra de nuestra voluntad es rechazar la
identidad que nos es impuesta desde el discurso dominante; renunciar a la uniformidad, la
homogeneidad, la normalidad, los roles que son producidos y con los que nos
reconocemos, y reivindicar las propias diferencias, la diversidad de identidades, la
multiplicidad del mundo. Se trata, entonces, de tomar la propia existencia como objeto de
elaboración constante (tarea ética y política) y como obra de arte (tarea estética).
Por lo que a la filosofía respecta, la propuesta de Foucault consistiría en hacer filosofía
desde el océano. No se trataría ya de fundamentarla, de crear un sistema capaz de dar
cuenta de la realidad al completo o de poner límites al conocimiento. En el ser humano
residen más capacidades además de la de conocer. Encerrarlo en el ámbito circunscrito de
la racionalidad (o, más bien de una racionalidad determinada) y la normalidad, de la isla,
implica limitarlo, reducirlo, cercenarlo. Sin embargo, para el ser humano es posible
establecer relaciones polimorfas con las cosas. La razón trata al mundo como un mero
objeto inerte, prescribe leyes a la naturaleza, y también al hombre; desde el océano, en
cambio, se alcanza a entrever la riqueza de la realidad y su palpitante vitalidad. El artista,
el poeta, o cualquiera que se atreva a adentrarse en las aguas esotéricas, no pretende
hallar el conocimiento verdadero, sino que escucha la voz del mundo de una manera
distinta, entablando un intercambio con él más allá de los límites que la razón impone.
La filosofía, por tanto, debe ir de la mano de la curiosidad. Pero una clase especial de
curiosidad: aquella que incita a ir más allá de lo obvio, a buscar otra manera de ver las
cosas, que impulsa a deshacernos de nuestras familiaridades[32] y hacer visible aquello
que nos es tan próximo que ni siquiera reparamos en ello.[33]Aquellos que deciden
quedarse con la seguridad de la isla hacen de su tarea legitimar lo que ya se sabe;
meterse en el barco y adentrarse en el océano, por el contrario, implica desplazarse, hacer
un esfuerzo por pensar de manera distinta, transformar los valores adquiridos y, en
definitiva, “llegar a ser otra cosa de lo que se es”.[34]
Si, como hizo Foucault con Nietzsche, nos servimos su pensamiento para utilizarlo,
deformarlo y hacerlo chirriar, podemos leer en sus obras una invitación a rasgar nuestras
ataduras y sujeciones; a emanciparnos, ser autónomos, soberanos de nuestra propia
existencia; a acariciar nuestros propios proyectos, realizar nuestros propios fines y, en
definitiva, a trascendernos día a día mediante el ejercicio de nuestra libertad.
Bibliografía
Obras
Recopilaciones de textos
[1] M. Foucault: “Curso del 14 de enero de 1976”, en Microfísica del poder, La Piqueta,
Madrid, 1978, pp. 140.
[2] Aforismo I del libro Aurora de Nietzsche, citado por M. Morey en “Érase una vez…: M.
Foucault y el problema del sentido de la historia”, en Discurso, Poder, Sujeto. Lecturas
sobre Michel Foucault, Ramón Máiz compilador, Universidad Santiago de Compostela,
1987.
[3] En referencia al fragmento b295 de la Crítica de la Razón Pura de Kant.
[4] El concepto de umbral es descrito por el autor del siguiente modo: “Al momento a partir
del cual una práctica discursiva se individualiza y adquiere su autonomía, al momento, por
consiguiente, en que se encuentra actuando un único sistema de formación de los
enunciados, o también al momento en que ese sistema se transforma, podrá
llamársele umbral de positividad.” M. Foucault: La arqueología del saber, Siglo XXI, Méjico,
1999, pp. 314.
Por otra parte, cabe recordar que la preocupación filosófica de Foucault es llevar a cabo
una ontología del presente, es decir, llegar a hacer inteligible cómo hemos llegado a ser lo
que somos.
[5] La noción de episteme aparece descrita en M. Foucault: Ob. Cit., pp. 322 y 323.
[6] En La verdad y las formas jurídicas Foucault pone de manifiesto que existen dos formas
distintas de hacer historia de la verdad: por una parte, la que se practica desde la historia
de la ciencia, que interpreta la verdad como algo que se va desplegando a través de la
historia, vinculado a la noción de progreso, y que supone a la ciencia en continuo avance y
progresión hacia su perfección. Por otra, la que ve en el pasado un baúl en el que buscar
las pistas para comprender el presente.
M. Foucault: La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1996, pp. 17.
[7] Un ejemplo muy visual de la mecánica que hemos descrito, podemos verlo en la
película Johnny cogió su fusil. A pesar de que se conoce que el protagonista puede sentir
e incluso que puede comunicarse, le es negada la palabra y el derecho a decidir (incluso
sobre su propia vida), se le silencia, se le oculta bajo una manta y se le encierra en una
habitación de hospital oscura por orden de sus superiores, hombres admirados y
respetados por la nación. El loco y el delincuente son silenciados e incomunicados de
manera similar por las instituciones sanitarias o penitenciarias. De forma parecida, en
nuestra sociedad existen personas al margen de la “normalidad” en una situación
parecida: los ancianos, los discapacitados o los inmigrantes tampoco tienen voz, y a
menudo se les confina al olvido como al protagonista del film.
[8] M. Foucault: Prólogo a Locura y Sinrazón. Historia de la Locura en la época clásica. Ed.
Plon. 1961. Michel Foucault. (En Dits et Écrits 4; 159. Éditions Gallimard).Traducción de
Amparo Rovira en 2001 disponible en la página
web:http://www.librodenotas.com/almacen/Archivos/003546.html
[9] Esto ocurre porque, al ejercer el poder, se crean objetos de saber que posteriormente
se utilizan; por otra parte, el detentar un saber conlleva efectos de poder. El poder,
entonces, es al mismo tiempo objeto e instrumento del saber.
[10] M. Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp.
227.
[11] El título de este apartado está inspirado en la pregunta que Foucault se realiza
en Vigilar y castigar: “¿Puede hacerse una genealogía de la moral moderna a partir de una
historia política de los cuerpos?”. Ob. Cit., pp. 32.
[12] M. Foucault: Genealogía del racismo, La Piqueta, Madrid, 1992. Lección undécima,
pp. 258.
[13] M. Foucault: “Verdad y poder”, en Un diálogo sobre el poder, Alianza, Madrid, 1981,
pp. 183.
[14] M. Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp.
141.
[15] T. Adorno también llama la atención sobre la cuestión de la utilización de las personas
como meros productoras y consumidoras; cuerpos en los que la cultura de masas
perpetúa viejos valores de sumisión y conformismo que convienen a la maquinaria del
poder económico; cultura de masas en la que se nos hace creer en la posibilidad de elegir,
pero en la que sólo hay una repetición de lo mismo una y otra vez. Finalmente, la sociedad
resulta ser una suerte de agregado de individuos estándares, aislados, incapaces de
pensar por sí mismos o realizar acciones conjuntas con los demás. Una sociedad
fragmentada y manipulable como esta es la que conviene a los totalitarismos. Ver T.
Adorno y M. Horkheimer: Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2005.
[16] M. Foucault: Genealogía del racismo, La Piqueta, Madrid, 1992. Lección undécima,
pp.260-261.
[17] M. Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp.
223 y 224. En esta obra, además, se desarrolla con detalle esta idea. En ella, Foucault nos
muestra el cambio que se da en la penalidad en el siglo XVIII: se pasa de supliciar el
cuerpo del condenado a tratar de reformar su alma mediante el control de su cuerpo
durante su reclusión penitenciaria. Los verdugos son sustituidos por los expertos en
ciencias humanas que elaboran este régimen de control mediante rutinas, horarios, etc. Lo
que ocurre en el ámbito restringido de la prisión es un preludio de lo que ocurrirá en el
ámbito más amplio de la sociedad: a partir de un momento determinado la normalización
se va extendiendo, hasta convertirse en aquello que pauta cada momento y cada acción
de la vida cotidiana.
[18] Foucault nos llega a hablar de las instituciones en términos de secuestro. Éstas no
tendrían ya como función excluir, sino sobre todo, fijar a los individuos en base a una
norma mediante el control del cuerpo y el control del tiempo de los individuos. Mediante
el recurso al panoptismo o la vigilancia constante, las instituciones de secuestro tienen
como objetivo (o traen como consecuencia) una transformación de la vida en fuerza
productiva. M Foucault: La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1996, pp.
128-137.
[19] Cabe recordar que el aumento de la población, su gestión eficiente para asimilarla al
aparato de producción y el crecimiento de la acumulación de capital son fenómenos que
fueron (y siguen yendo) de la mano.
[20] Entendemos por dispositivos un conjunto heterogéneo de instituciones, discursos,
instalaciones arquitectónicas, leyes, decisiones reglamentarias, medidas adminisrativas,
enunciados científicos, proposiciones filosóficas, etc., como reseña Foucault en Saber y
verdad, La Piqueta, Madrid, 1985, pp. 128.
[21] M. Foucault: Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Alianza, Madrid, 1981,
pp. 11.
[22] En “Más allá del bien y del mal”, Foucault pone de manifiesto que se mantiene el terror
al criminal y se agita la amenaza de lo monstruoso para reforzar la ideología del bien y del
mal, de lo permitido y lo prohibido. Microfísica del poder., pp. 38.
[23] A este respecto señala Foucault que: “Los códigos fundamentales de una cultura –los
que rigen su lenguaje-, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores,
la jerarquía de sus prácticas- fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos
con los cuales tendrá algo que ver y en los que se reconocerá”. Prefacio a Las palabras y
las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1999, pp. 5.
[24] No obstante, es evidente que en muchas ocasiones somos nosotros mismos los que
optamos por no elegir y dejar que otros lo hagan por nosotros o por no afirmar nuestra
propia personalidad u opinión.
Foucault, por su parte, señala que en algunos momentos han sido las propias masas las
que han deseado que el poder fuera ejercido sobre ellas y a sus expensas (por ejemplo,
en las diversas formas de fascismo), por paradójico que esto pueda parecer. M. Foucault:
“Los intelectuales y el poder”, en Microfísica del poder, La Piqueta, Madrid, 1978, pp. 85.
La explicación a este hecho no es sencilla; sin embargo, parece que detrás de esta desidia
podría encontrarse el miedo a la libertad y a la responsabilidad que conllevan nuestros
propios actos, como han sugerido S. de Beauvoir, Sartre o Kierkegaard.
[25] M. Foucault: Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 2005, pp.
198.
[26] M. Foucault: Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Alianza, Madrid, 1981,
pp. 137.
[27] G. Deleuze llega a afirmar literalmente que “el marketing es el instrumento del nuevo
control social y forma la nueva raza impúdica de nuestros dueños”. Éste control, además,
se ejercería en dos direcciones, como también observa Foucault: por una parte,
masificando, haciendo de la multiplicidad de sujetos un solo cuerpo; por otra,
individualizando, moldeando a cada individuo. Esta última forma de control resultaría
particularmente interesante, puesto que es sorprendente hasta qué punto, a mi modo de
ver, calan en nosotros éstos dispositivos de individualización sin que reparemos en ellos.
Así, somos, hasta cierto punto, conscientes de que en nuestra sociedad existen discursos
dominantes, homogeneizadores, que hacen de nosotros individuos-masa, pero no de que
también existen discursos individualizadores que influyen tanto en la configuración de
nuestra personalidad, como en la de nuestros valores o nuestra forma de vida. Deleuze
pone el ejemplo de las empresas, que fomentan la rivalidad entre los empleados para
oponer a los individuos entre ellos, o el principio de salario en función del mérito, o la
noción de formación permanente, que tan asumida tenemos las generaciones jóvenes
(Deleuze invita a preguntarse para qué se nos está utilizando cuando se nos insta a estar
atados de forma permanente a las instituciones de enseñanza. Efectivamente, casi todos
tenemos interiorizado el valor de tener muchas titulaciones –independientemente del
conocimiento que uno posea-, ¿para qué? Pues, precisamente para ser el mejor candidato
para trabajar en una empresa).
G. Deleuze: “Las sociedades de control”, artículo publicado en la revista Ajoblanco, nº 51,
Abril 1993, pp. 36- 39.
[28] “El Aparato del Estado es (...) el instrumento de un sistema de poderes que lo
desbordan ampliamente. Por ello, en la práctica, ni el control, ni la destrucción del Aparato
del Estado resultan suficientes para la desaparición o transformación de un tipo de poder”.
M. Foucault: “El poder y la norma”, Traducción de Ramón Máiz, en Discurso, Poder,
Sujeto. Lecturas sobre Michel Foucault, Universidad Santiago de Compostela, 1987, pp.
212.
[29] M. Foucault, “Los intelectuales y el poder”, en Microfísica del poder, La Piqueta,
Madrid, 1978, pp. 83.
[30] “El individuo es un efecto del poder, y al mismo tiempo, o justamente en la medida en
que es un efecto, el elemento de conexión. El poder circula a través de individuo que ha
constituido”. Curso del 14 de enero de 1976, Ob. Cit., pp. 144.
[31] Este constituye uno de los presupuestos básicos de la moral existencialista, como
indica S. de Beauvoir en El segundo sexo, Cátedra, Madrid, 2008, pp. 63.
[32] Foucault refleja esta idea en “El filósofo enmascarado”, en Estética, ética y
hermenéutica. Obras esenciales, Vol. III, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 217-224.
[33] En “La filosofía analítica de la política”, en Ob. Cit., pp. 117, Foucault pone de
manifiesto que la tarea de la filosofía no es hacer visible lo oculto, sino aquello que nos es
habitual y por ello no llama nuestra atención.
[34]M. Foucault: Ob. Cit., pp. 223.