Estado Politica y Economia en El Capitalismo Global
Estado Politica y Economia en El Capitalismo Global
Estado Politica y Economia en El Capitalismo Global
Carlos M. Vilas
Director, Maestría en Políticas Públicas
y Gobierno, UNLa
Este capítulo efectúa una presentación general del papel del Estado respecto de la
organización social de la economía y, en consecuencia, de las relaciones de poder entre
actores sociales que compiten por la conducción estatal. El argumento central plantea
que, siendo expresión política de las relaciones de poder existentes en la sociedad, las
acciones que el Estado ejecuta, los objetivos a los que se dirige, el modo en que se
organiza institucionalmente, los recursos que despliega, remiten de una u otra manera,
en último análisis, a las configuraciones de poder que emergen de esas relaciones. Los
alcances y modos de intervención del Estado en la economía y en las relaciones
sociales, las relaciones entre Estado y mercado, entre Estado y globalización, son
analizados desde esa perspectiva.
El método expositivo adoptado avanza desde lo más abstracto y general hacia sucesivas
concreciones. En la primera sección se formulan algunos conceptos básicos referidos a
la relación entre el Estado moderno y la dinámica de las clases y otros actores sociales.
A continuación se presentan los principales aspectos de la relación de conflicto y al
mismo tiempo de compatibilización entre el Estado moderno y la dinámica expansiva
transnacional del capitalismo, conocida como globalización. La tercera sección trata de
la etapa reciente, neoliberal de la globalización, la codificación de las políticas que
contribuyen a impulsarla en el llamado “Consenso de Washington”, así como su
gravitación en el diseño institucional del Estado en América latina y sus efectos sobre la
calidad de vida de sus poblaciones. La sección siguiente enfoca el modo en que estos
factores actuaron en Argentina en diferentes momentos de su historia reciente.
Finalmente, la quinta sección resume los aspectos centrales de la revalorización,
actualmente en curso, del Estado como herramienta de desarrollo, bienestar e inclusión
social.
La redacción del presente capítulo se apoya en trabajos previos del autor, habiéndose
tratado de adaptar el tono expositivo general al objetivo específico del volumen del que
forma parte.
1
individuos y grupos sociales entre sí y con la naturaleza. La expansión colonial europea
contribuyó decisivamente a la instalación de este modo de organización política en el
resto del orbe a través de procesos caracterizados por una extraordinaria violencia
combinada con esfuerzos de recíproca adaptación en respuesta a las características de
los escenarios de implantación y las dinámicas de sus propios actores.
2
los movimientos indígenas, las organizaciones de mujeres, los movimientos de
trabajadores desocupados; guerras civiles o internacionales, revoluciones) también
experimenta cambios la organización del Estado, sus objetivos y la orientación de sus
acciones, a fin de dar expresión a las nuevas relaciones de poder. Así como las
revoluciones sociales de la burguesía de los siglos XVII y XVIII liquidaron al Estado
absolutista monárquico y dieron paso a Estados republicanos y monarquías
constitucionales, así también las revoluciones de la independencia americana crearon las
condiciones para la organización de Estados que expresaban el creciente poder de los
comerciantes y los terratenientes criollos y sus vinculaciones con las fuerzas dominantes
en el mundo de entonces (comerciantes y banqueros europeos por ejemplo), así como la
necesidad de contar con el apoyo y la movilización de las masas populares.
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medida, es el producto de las luchas sociales y de los procesos de participación
democrática a través de los cuales actualiza y renueva ese origen. En su condición de
Estado de todo el pueblo, o como se dice frecuentemente, de Estado-nación, debe dar
respuesta a demandas y expectativas que emanan del conjunto de la sociedad
(seguridad, libertad, igualdad de derechos, dignidad, respeto, acceso a recursos, u otras).
La denominada “autonomía relativa” del Estado respecto de los grupos económicamente
dominantes se origina, precisamente, en esta tensión entre su carácter de Estado-nación
(es decir, Estado del conjunto) y al mismo tiempo Estado que resume una matriz de
relaciones de dominio y subordinación –vale decir estructura de poder. Con el fin de
mantener esta tensión dentro de ciertos límites y que ella no afecte la gobernabilidad del
conjunto, el Estado se vale, por sí o en confluencia con actores privados, de una
variedad de aparatos, prácticas y discursos (el sistema educativo, los medios de
comunicación, las iglesias, las familias) con el fin de difundir e instalar determinadas
ideas y concepciones de lo que es justo y lo que no lo es, de los alcances y límites de la
democracia, el derecho de propiedad, la libertad individual, etcétera. El poder de una
clase, o de un grupo social, respecto de otra u otros, también se expresa en el terreno de
las ideas, de los conocimientos y de la información, y en tal sentido las instituciones del
Estado involucradas en estos asuntos se convierten en verdaderas arenas de competencia
y lucha por la determinación de los significados.
Decir que no hay una definición absoluta o permanente de la justicia implica reconocer
que diferentes clases y grupos sociales tienen definiciones diferentes de qué es un orden
político y social justo, y reconocer también que, por definición, siempre son las clases
populares las que tienen un concepto más amplio y más profundo de la justicia social.
Ello así porque la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde en función de
sus necesidades y de las posibilidades que brinda la disponibilidad social de bienes y
servicios, y como contraprestación a su colaboración con el conjunto social. Justicia
social es así lo que la sociedad debe a sus integrantes, y es claro que es a quienes menos
tienen a quienes más se les debe (Sampay 1973). Por eso todos los grandes procesos de
democratización y transformación social han tenido como protagonistas estratégicos, en
cada momento de la historia, a las clases trabajadoras, a las mujeres, a los jóvenes; en
4
general, a los excluidos de los bienes materiales y culturales generados por el conjunto
de la sociedad, a los que no tienen, en el orden social y político existente, un lugar bajo
el sol.
Cambios en los grupos sociales que conducen el Estado implican cambios en las
concepciones de justicia que ese Estado promueve y, en consecuencia, en los intereses a
los que debe servir y en los objetivos que debe alcanzar. A su vez, diferentes objetivos
de la acción estatal requieren diferentes instrumentos institucionales, recursos fiscales y
humanos, estrategias de acción, etcétera –es decir, cambios en los órganos de gestión
estatal. Por ejemplo, en sociedades agrarias exportadoras de materias primas con poca
elaboración (café, banana, minerales, cueros, carnes saladas, maderas, y similares) e
importadoras de bienes manufacturados, como eran las de América Latina y el Caribe
durante gran parte del siglo XIX y principios del XX, el poder político estaba en manos
de los grupos que concentraban la propiedad de los sectores de producción y
controlaban el comercio exterior y el gran comercio interior, que en gran medida eran
corporaciones extranjeras. En estas condiciones, el Estado era fundamentalmente un
organismo de recaudación de rentas de aduana y de impuestos al consumo interno
(tabaco, sal, bebidas alcohólicas) y un instrumento de mantenimiento del orden interno
(la “pacificación” y el disciplinamiento de las poblaciones originarias y las clases
populares criollas rurales y urbanas) y de defensa exterior. Todo intento de expandir la
acción estatal –por ejemplo, la contratación de obras de infraestructura como
ferrocarriles, puertos o servicios sanitarios urbanos-- requería recurrir al endeudamiento
externo, ya que quienes debían pagar los impuestos de aduana eran precisamente los
grupos que controlaban el poder político, que no estaban interesados ni toleraban pagar
altos impuestos, mientras que los impuestos al consumo interno tenían un techo
relativamente bajo. La educación pública estaba poco desarrollada, especialmente en las
áreas rurales, no sólo por las estrecheces fiscales del Estado sino también porque la
mano de obra empleada en las actividades productivas estratégicas requería poca
calificación. La participación política de las clases trabajadoras y en general populares
era limitada; el voto se circunscribía fundamentalmente a los propietarios y a los
comerciantes y profesionales de las ciudades (la parte “sana” de la población, como
decían los documentos de la época). En general las clases populares intervenían en
política como masas de maniobra de caudillos locales y estancieros. El patrón de la
estancia movilizaba a su peonada del mismo modo que un jefe militar desplegaba a su
tropa. El Estado era, por lo tanto, apenas un instrumento de coacción hacia adentro y de
defensa hacia fuera, y aunque dependía económicamente de la economía rural o minera,
en términos políticos existía fundamentalmente en las ciudades y en las áreas de sus
inmediatos entornos.
Al contrario, una sociedad industrial como la que se desarrolló desde principios del
siglo XX en nuestro país y en nuestro continente, y en Europa desde fines del XIX,
requiere de un Estado más complejo y sofisticado, con mayores capacidades de acción y
de regulación. Por un lado, mano de obra más urbanizada y calificada. Un trabajador
analfabeta con cierta habilidad y buena resistencia física puede extraer minerales,
cosechar algodón o segar trigo manualmente, pero para manejar maquinaria agrícola o
industrial se requieren mayores niveles de educación y calificación, y por lo tanto un
sistema escolar básico, medio y técnico, que provea esas calificaciones. Las actividades
de transformación industrial demandan obreros especializados (torneros, fresadores,
calibradores, etc.) y técnicos y profesionales (ingenieros, economistas, geólogos,
agrónomos, biólogos, químicos, físicos, programadores, etc.) que una economía
5
extractiva no necesita, o necesita en pequeña cantidad. El crecimiento y la
diversificación económica impulsan una rápida diferenciación de la estructura social:
los trabajadores se organizan en gremios y sindicatos y presionan por mejores
condiciones de trabajo y de vida, servicios sociales y vivienda, y ello obliga al Estado a
crear o fortalecer los organismos dedicados a regular o supervisar las relaciones
laborales, proveer servicios de salud y cultura, etc. Por su lado, el desarrollo de las
clases medias urbanas exige ampliación del acceso a la educación media y universitaria,
y los nuevos grupos empresariales reclaman acceso al crédito para financiar sus
inversiones, construcción de infraestructura para integrar y ampliar el mercado nacional,
etcétera. La sociedad se vuelve más compleja y el Estado debe hacerse cargo de esa
mayor complejidad. Antes o después, la mayor gravitación social y económica de las
clases emergentes (trabajadores urbanos, pequeños y medianos empresarios urbanos,
chacareros, industriales, y otros) se manifiesta en demandas de mayor participación
política; la sociedad y la política se hacen más igualitarias e inclusivas. En
consecuencia, el Estado debe planificar acciones y estrategias, reglamentar procesos y
relaciones entre los diferentes actores e incrementar los recursos fiscales para poder
financiar la ampliación de los servicios que presta. Esto a su turno supone contar con
una burocracia eficiente, profesionalizada y de mayor nivel intelectual, e implica una
nueva demanda al sistema educativo y de capacitación laboral.
Los Estados existen en un sistema de Estados. Aunque todos los Estados son
considerados iguales desde el punto de vista jurídico (expresado, por ejemplo en la carta
de la Organización de las Naciones Unidas y en otros documentos y organismos
internacionales), desde el punto de vista económico, científico-técnico y militar el
sistema de estados presenta múltiples desigualdades. El desarrollo económico, el
progreso científico y técnico, el poder militar, la calidad de vida de la gente, se
encuentran muy desigualmente distribuidos en el plano inter-estatal, y por lo tanto
también lo está el poder político. Durante gran parte del siglo XIX y hasta la gran guerra
1914-1918 la potencia dominante en el sistema inter-estatal fue Gran Bretaña,
fundamentalmente por su mayor desarrollo económico, su expansión financiera y
comercial hacia Europa continental, América Latina, Africa y parte de Asia, y la
capacidad militar de su armada. Gran Bretaña asentó su primacía asimismo a través de
la producción y difusión de ideas y teorías filosóficas, políticas y económicas (por
ejemplo el liberalismo, el utilitarismo, el individualismo), que fueron estudiadas y
aplicadas por los intelectuales y los políticos de una gran cantidad de países en esas
regiones del mundo, favoreciendo y convalidando así la expansión comercial, financiera
y política del imperio británico. Durante ese periodo otras potencias coloniales e
imperiales menores, como Francia, trataron de competir con la hegemonía británica,
pero con poco éxito.
6
de éstos alcanzó éxito en la medida en que contó con los recursos suministrados por el
capitalismo. La dinámica transnacional del capitalismo se apoyó no sólo en fuerzas
económicas (“el mercado”) sino que contó con el auxilio estratégico del poder de fuego
de los ejércitos y las armadas, y el desarrollo militar y administrativo estatal se
benefició de los recursos obtenidos a través de las conquistas coloniales e imperiales
que abrieron nuevos mercados al desarrollo capitalista. Puede afirmarse por lo tanto que
la historia del Estado moderno es la historia del capitalismo, y viceversa.
En esa historia los periodos de expansión del capitalismo dentro de las fronteras
nacionales (por ejemplo, erradicando o subordinando formas no capitalistas de
producción como las de las comunidades indígenas o las que se basan en la servidumbre
de los trabajadores) se combinan con la proyección hacia fuera de las fronteras
nacionales (a través del colonialismo, el comercio internacional, la exportación de
capitales, la difusión de valores y pautas culturales). En algunos periodos la expansión
“hacia adentro” adquiere mayor dinamismo, en otros, toma la delantera la expansión
internacional, el control de nuevo territorios, etc. (Vilas 2000). Una perspectiva de largo
plazo indica que los períodos de predominio de la expansión transterritorial del capital son
la culminación de un ciclo largo cuyo primer momento es dinamizado por el predominio
de la acumulación "hacia adentro". Es esta etapa, de primacía de la “economía real”, es
decir de la producción de bienes y servicios, la que genera las condiciones para el
relanzamiento internacional de las inversiones. En tal sentido, el período de aceleración de
la globalización que tuvo lugar en las décadas de 1980 y 1990 no constituye el comienzo
de una nueva etapa, mucho menos el inicio de una nueva era, como a veces se ha pensado,
sino al contrario la culminación del ciclo de acumulación que se había abierto casi setenta
años antes.
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nuevas fuentes de materias primas y de productos de consumo suntuario, así como la
implantación política y militar en territorios cuyas poblaciones fueron integradas a esta
primera ola de globalización por la vía del sojuzgamiento colonial y la mutación cultural.
Los invasores trajeron nuevas enfermedades, nuevos cultivos y animales (arroz, caña de
azúcar, remolacha, cereales, ganado vacuno, equino y porcino) y nuevas prácticas
productivas a los territorios ocupados; los “nuevos mundos” enviaron metales preciosos y
una variedad de alimentos nuevos que se convertirían en parte integral de la dieta europea:
papa, tomate, maíz, cacao, etc. La revolución industrial de fines del siglo XVIII se financió
con el tesoro extraído de las colonias (Ferrer 1996, 2000; Vilas 1999).
Durante todo este periodo el Estado actuó fundamentalmente como una herramienta
política de la expansión interna e internacional de la economía; sus ejércitos y armadas
garantizaban que los países deudores pagaran sus deudas e invadían, cañoneaban o
intervenían las aduanas de los rebeldes (o las tres cosas juntas); influían en la designación
de los gobernantes y sus decisiones políticas. La organización y la gestión de los grandes
intereses económicos corría por cuenta del “libre mercado”, es decir, de las grandes
corporaciones extranjeras y de los sectores de las clases dominantes locales que se
asociaron, de manera subordinada, a ellas. El Estado quedó reducido al papel de un
gendarme protector del orden interno y de la actividad económica de las oligarquías
locales: orden interno, conquistas territoriales, más unas pocas actividades en los áreas que
no resultaban rentables para los inversionistas privados.
Sobre todo en la década de 1920 la especulación con las materias primas y los bonos de las
deudas externas de los países de la periferia capitalista, estimulada por este esquema,
culminó con una gigantesca crisis en octubre de 1929 que comenzó en Nueva York y
rápidamente se extendió por todo el mundo. El intercambio comercial internacional se
fragmentó, lo mismo que el sistema multilateral de pagos (es decir la posibilidad de que los
saldos de los intercambios comerciales, las transacciones financieras y las inversiones de
capital entre diversos países pudieran compensarse o ser utilizados para saldar deudas con
otras partes). Tanto en los países desarrollados como en los atrasados el Estado tuvo que
abandonar su posición de “dejar hacer” a los bancos, las bolsas y las grandes empresas,
dada la responsabilidad de todas ellas en la gestación y estallido de la crisis. Para manejar
la crisis y salir de ella, la intervención estatal fue considerada ineludible. Al igual que lo
que ocurriría en nuestros días, el Estado debió salir a pagar los platos rotos del mercado, a
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implementar nuevos mecanismos de política económica y social y a asumir objetivos de
desarrollo nacional. La necesidad de salir de la crisis en que culminó la etapa de
globalización acelerada del periodo 1870-1930 aconsejó fortalecer las capacidades de
gestión de los estados y reorientar “hacia adentro” la dinámica económica, prestando
mucha más atención a la “economía real” (es decir, la producción y el empleo, el
desarrollo científico y técnico) que a la expansión transnacional (o globalización, como
ahora se la llama). El nacionalismo económico nazi y fascista, la teoría económica de
Keynes, el New Deal estadounidense, la socialdemocracia europea, estimularon esta
reorientación y dotaron al Estado de nuevas funciones en la economía y en la sociedad. En
la Unión Soviética ya desde la década de 1920 el Estado había sido dotado de amplias
facultades y recursos de organización y conducción de la economía, como parte de la
transformación radical del conjunto de relaciones sociales impulsada por la revolución
bolchevique de 1917.
Se inició así una etapa “des-globalizadora”, a lo que contribuyó también el conflicto bélico
que estalló en 1939 y que involucró, directa e indirectamente, a todos los países del globo.
Concluida la guerra en 1945, la “guerra fría” (es decir la confrontación política entre el
bloque de naciones hegemonizado por EEUU y el hegemonizado por la Unión Soviética)
introdujo una nueva división política, militar e ideológica en el mundo. Parte importante de
Europa Central, China y otros países de Asia decidieron apartarse del sistema capitalista, y
varios nuevos Estados del “Tercer mundo” (denominación que abarcaba, genéricamente, a
América Latina y el Caribe, Africa y partes de Asia y Medio Oriente) intentaron escoger
una "tercera vía" de desarrollo entre el capitalismo y el socialismo. Este período alcanzó
su momento de mayor auge en las tres décadas posteriores a la segunda guerra mundial. En
ese lapso las políticas de los principales países capitalistas de Europa definieron como
interlocutores privilegiados del Estado a las empresas que producían para los mercados
internos y a los trabajadores organizados en sindicatos. La orientación del conjunto de la
actividad económica hacia el mercado nacional creó condiciones para mejorar los salarios
y los niveles de vida de los trabajadores y los sectores medios. Se desarrolló un amplio
sistema público de bienestar y seguridad social, regulación del mercado de trabajo,
regulación de precios salarios y rentabilidad empresaria, sistema impositivo progresivo,
etc. Estas nuevas responsabilidades públicas estimularon el desarrollo de la planificación
económica y social, tanto en el nivel nacional como en el regional y el local. La
universalización del sufragio y la libertad de organización sindical ampliaron los alcances
de la democracia política y enfatizaron su eficacia social.
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promover el desarrollo económico capitalista, sino ampliar las fronteras de la democracia
desde lo político-institucional a lo económico y lo social.
Como toda fórmula de compromiso, la del Estado de bienestar estuvo sacudida por agudas
contradicciones. La viabilidad política y fiscal del Estado de bienestar está condicionada
por la capacidad del sector público para captar y movilizar los recursos necesarios para su
financiamiento, y al mismo tiempo garantizar una adecuada tasa de ganancia al capital. Se
requiere, como mínimo, una presión tributaria que aporte recursos para el financiamiento
del bienestar, sin que esa carga genere desestímulos a la inversión de capital (es decir, que
los impuestos que deben pagar los capitalistas por las ganancias que obtienen no sean tan
altos que les quiten incentivos a la inversión), y el auspicio y promoción de sistemas de
innovación técnica y científica que garanticen la elevación sostenida de la productividad
del trabajo y de la eficiencia de la gestión pública de la expandida burocracia demandada
por la administración del ampliado aparato estatal. Llega un momento sin embargo en que
este equilibrio solo puede ser mantenido con costos crecientes (reducción de la tasa de
acumulación y de crecimiento por caída de la rentabilidad del capital, deterioro de la
productividad, pérdida de mercados externos, inflación, caída de los niveles de bienestar,
crecimiento del desempleo, entre otros). En estas condiciones, las empresas buscan
instalarse en países menos desarrollados donde los costos de producción (impuestos,
salarios, seguridad social) son más bajos, lo cual alimenta la protesta de los trabajadores
que ven perder puestos de trabajo en sus propios países. Los costos también son de índole
política: por ejemplo, reducción de la base electoral de los partidos que apoyan este tipo de
equilibrios, pérdida de legitimidad, xenofobia, búsqueda de soluciones alternativas por
derecha y por izquierda.
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países menos desarrollados, entre ellos los de América Latina, tomar empréstitos y
endeudarse más allá de toda prudencia. En algunos casos ese endeudamiento se destinó a
sostener el ritmo de crecimiento económico, ampliar o modernizar infraestructura y
financiar el desarrollo a pesar de la exigüidad de los recursos propios; en otros tuvo como
finalidad principal financiar la carrera armamentista de algunos regímenes militares; en
otros más, fue un mecanismo de enriquecimiento de los grupos de poder y de transferencia
de recursos hacia los llamados “paraísos fiscales”. Las tasas de interés eran bajas, los
plazos extensos, los requisitos muy flexibles.
Contraer deuda en el exterior fue visto también como una alternativa a modernizar y dotar
de más eficiencia a los sistemas tributarios internos e imprimirles un sesgo más progresivo
(es decir, gravar proporcionalmente más al capital que al trabajo, al consumo suntuario que
al consumo básico, a los más ricos que a los sectores medios o a los más pobres). En vez
de presionar sobre los grupos de más poder económico en el país de uno –grupos que
además tenían influencia fuerte en los gobiernos— los gobiernos consideraron más
conveniente tomar prestado de los bancos internacionales, que preguntaban poco y tenían
dinero de sobra. Pero cuando las condiciones del mercado financiero internacional
cambiaron y, sobre todo, cuando la Reserva Federal de Estados Unidos elevó las tasas de
interés en respuesta a los propios problemas internos de la economía de ese país, los países
del “Tercer mundo” se encontraron con que no podían pagar sus deudas y nadie quería
prestarles fondos frescos.
La “crisis de la deuda” que así estalló en la segunda mitad de 1982 proyectó sus efectos
nocivos durante toda la década, que se convirtió en “la década perdida” para el desarrollo
de América Latina.
El gráfico siguiente muestra uno de los efectos más notorios de la crisis y de las medidas
que los países adoptaron en respuesta a las recomendaciones recién señaladas. El
crecimiento de la pobreza y la indigencia fue vertiginoso durante toda la década de 1980 y
continuó, aunque desacelerado, a lo largo del periodo posterior. En el origen de este
masivo deterioro de la calidad de vida de entre la mitad y dos tercios de la población
latinoamericana se encuentran la pérdida de empleos por la crisis y luego por la
privatización de empresas estatales, el crecimiento del trabajo “en negro”, el deterioro de
los salarios reales.
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América Latina: Población pobre e indigente, 1970-2002 (en millones)
250
200
150
Población
Pobreza
Indigentes
100
50
0
1970 1980 1990 1997 1999 2000 2001 2002
Año
Fuente: CEPAL
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El conjunto de políticas recomendadas o impuestas desde los centros del poder
financiero internacional es conocido como “Consenso de Washington”, en alusión a la
coincidencia de enfoque y objetivos de tres organismos que tienen sede en esa ciudad de
Estados Unidos: el departamento del Tesoro del gobierno estadounidense, el Fondo
Monetario Internacional, y el Banco Mundial. Más allá de recomendaciones específicas
y de acciones puntuales, el “Consenso de Washington” se asentó sobre tres premisas
básicas: 1) la reactivación económica de América Latina, y su crecimiento sostenido,
dependen de un fluido ingreso de inversiones extranjeras; 2) para atraer esas inversiones
los gobiernos deben dar la más amplia libertad a los mercados absteniéndose de
intervenciones estatales puesto que éstas distorsionan los incentivos, desvían recursos e
introducen irracionalidad; 3) los gobiernos deben ejecutar amplias reformas político-
institucionales “de libre mercado” eliminado controles, restricciones, subsidios y
regulaciones. Asentados en estas tres premisas figuran dos supuestos que, lo mismo que
aquéllas, fueron asumidos como verdades autoevidentes: i) el Estado y la política
generan distorsiones e irracionalidades en la vida económica, de ahí la necesidad de
reducir al mínimo su intervención en ese terreno; ii) la dinámica inmanente de los
mercados genera un efecto de “derrame” (spill over) de sus beneficios al conjunto de la
sociedad. Desde el punto de la teoría, se trató de una adaptación, o actualización, de las
viejas premisas del liberalismo económico del siglo XIX a los escenarios y los actores
de fines del siglo XX; de ahí la denominación de neoliberalismo asignada a este
conjunto de premisas y recomendaciones.
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de artículos en determinadas revistas profesionales, la vinculación laboral a empresas de
consultoría y a organismos internacionales, contribuyen decisivamente a la formación
de paradigmas, teorías y modas intelectuales. La rotación de los economistas entre
universidades, asesorías a gobiernos, contrataciones con consultoras e investigaciones
promovidas por organismos financieros multilaterales, son factores determinantes en la
instalación de una especie de sentido común de la profesión. De la mano de una nueva
generación de economistas formados en algunas universidades de Estados Unidos, o
vinculados a los proyectos promovidos por el Banco Mundial y organismos similares,
las premisas de la economía neoclásica encontraron nuevo vigor en América Latina
(Bouzas y Ffrench-Davis 2005). Debe mencionarse, en este mismo sentido, una
interpretación de los procesos económicos y financieros transnacionales, que dio por
sentada la incompatibilidad entre ellos y el Estado, anticipando el supuestamente
inevitable “fin del Estado-nación” (Ohmae 1997; Hardt y Negri 2000) por efecto de la
globalización. El Estado fue presentado ya como un obstáculo (por lo tanto, algo que
debía ser reducido a sus dimensiones y acciones mínimas), ya como una víctima de la
globalización (en consecuencia, un inevitable perdedor). En el primer caso, la tesis del
“fin del Estado” reflejaba el interés de los actores que más ganancias sacaban de los
procesos de globalización de reducir a un mínimo la gestión estatal y sobre todo acotar
las intervenciones estatales que de alguna manera se hicieran cargo de las demandas de
las clases trabajadoras. En el segundo caso, la tesis del “fin del Estado” presentó como
algo inevitable, ajeno a la voluntad de los hombres y producto de la dinámica
ideológicamente neutra de la ciencia y la técnica lo que en verdad era el producto de
decisiones racionales adoptadas por actores específicos en situaciones concretas y en
función de determinados intereses políticos económicos. Es decir, se dejó de lado el
análisis del modo en que la promoción política de la globalización contribuyó a ahondar
las asimetrías de poder y las desigualdades sociales, científicas y económicas
características del orden internacional. Este enfoque ideológicamente sesgado dejó de
lado la amplia evidencia que destacaba el papel activo del Estado en la promoción de la
globalización, a través de una variedad importante de acciones: eliminación de barreras
aduaneras, devaluación de la moneda local, desmantelamiento de las instituciones de
regulación y control, privatización de servicios públicos, subsidios a la inversión
extranjera, etc. (Panitch 1997; Jameson 2000; Vilas 2005a).
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Gráfico 2. América Latina y Argentina: PIB por habitante (Tasas anuales de variación)
10
0
83
84
85
86
87
88
89
90
91
02
93
94
95
96
97
98
99
00
01
02
03
04
05
19
19
19
19
19
19
19
19
19
10
19
19
19
19
19
19
19
20
20
20
20
20
20
América Latina
%
Argentina
-5
-10
-15
Fuente: CEPAL
Años
Este conjunto de factores limitó los resultados de las políticas de combate a la pobreza y
la indigencia, que, ya se vio, siguieron creciendo durante todo el periodo, alimentando
el ahondamiento de la desigualdad social. A fines de la década de 1990 y principios de
la actual varios organismos internacionales y especialistas reconocieron que, después de
más de una década de aplicación del “Consenso de Washington” en América Latina,
ésta era la región del mundo que presentaba las mayores desigualdades sociales,
mayores y más profundas incluso que las que existían en países y continentes mucho
menos desarrollados (por ejemplo BID 1998; Portes y Hoffman 2003; United Nations
2005).
4. Argentina
Argentina siguió en estos asuntos, en líneas generales, un recorrido similar al del
conjunto de América Latina. La crisis de 1929-30 creó condiciones para que, mediante
un golpe de Estado, la oligarquía agroexportadora regresara al ejercicio directo del
gobierno; forzada por la crisis recurrió a ampliar los instrumentos y los alcances de
intervención del Estado en la economía en su propio beneficio, para proteger la
estructura agroexportadora, hasta donde fuera posible, del impacto del descalabro
internacional. La caída de las importaciones y de las exportaciones abrió la oportunidad
para ampliar el abastecimiento del mercado nacional con bienes producidos localmente,
dando lugar a un proceso de sustitución de importaciones que databa de antes de la
crisis pero que ahora, por la fuerza de las circunstancias, alcanzó nuevo vigor. El Estado
oligárquico no estimuló este proceso mediante políticas activas (por ejemplo, créditos,
regímenes de promoción, incentivos impositivos u otros), porque el pensamiento
dominante entendía, erróneamente, que después de la crisis, la economía internacional
volvería a ser como antes de ella. Sin embargo la industrialización provocó la
progresiva diferenciación de la estructura social argentina, sobre todo en las ciudades.
Favoreció el surgimiento de una nueva clase empresaria industrial, en parte de origen
inmigratorio europeo, y el crecimiento de la clase obrera y sus organizaciones
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sindicales, como resultado de las migraciones de trabajadores expulsados por la crisis
agrícola de los campos y los pueblos y atraídos por las nuevas perspectivas de empleo
en las ciudades. El interés en la industrialización y en un involucramiento activo del
Estado en el desarrollo económico también existía en sectores de las Fuerzas Armadas;
en la década de 1920 habían impulsado, con el gobierno de Hipólito Yrigoyen, la
creación de la empresa estatal petrolera YPF, y la experiencia de la guerra de 1939-45
enseñaba que el potencial bélico de un Estado requiere que éste cuente con una base
económica y social sólida e integrada en torno a una definición soberana de los intereses
nacionales. Por diferentes caminos, todos estos actores concluían que para que tal cosa
fuera posible era imprescindible alcanzar el poder político, reduciendo drásticamente la
gravitación de los grupos tradicionales y de los intereses externos. En síntesis: un
Estado que institucionalizara las nuevas relaciones de poder en las que la coalición
industrialista, democratizadora y nacionalista expresada políticamente en el peronismo,
se hiciera cargo del Estado y lo rediseñara y reorientara en función de objetivos de
soberanía, desarrollo independiente y justicia social. La Constitución reformada en 1949
fue la expresión jurídica de esta nueva estructura de poder. Se nacionalizaron las fuentes
de energía, el Estado se hizo cargo del comercio exterior y, a través de un número
importante de empresas estatales, de la generación y distribución de bienes y servicios
estratégicos para el crecimiento y el bienestar; se declaró la función social de la
propiedad privada; la cultura nacional y los derechos de los trabajadores alcanzaron
jerarquía constitucional.
A lo largo del periodo que corre entre 1955 y 1990 las tensiones así generadas (a las que
hay que agregar las diferentes modalidades de vinculación de la burguesía local con los
actores y mercados extranjeros a partir de la década de 1960) condujeron a dos grandes
rupturas institucionales, en 1966 y en 1976. Ambas significaron un avance político de
los grupos más conservadores y mejor vinculados con el capitalismo transnacional,
sobre todo la de 1976, pero ninguna de ellas significó un cuestionamiento de fondo al
Estado interventor, sino fundamentalmente de aquellos aspectos de su organización y su
funcionamiento que de alguna manera expresaban intereses de sectores sociales más
16
amplios –por ejemplo trabajadores, clases medias, pequeñas y medianas empresas,
industrias orientadas hacia el mercado interno. Con el régimen militar instaurado en
1976 el Estado se convirtió no sólo en una brutal maquinaria represiva, sino también en
una bomba succionadora de ingresos de las clases trabajadoras y medias en beneficio de
los grupos de mayor poder económico, anticipando en esto último el que sería uno de
los aspectos más sobresalientes de la década de 1990.1
Debe señalarse asimismo que el papel estratégico del Estado para que determinados
grupos y sectores pudieran realizar sus intereses, obtener ganancias y alcanzar
posiciones de poder dio pie a que muchos de esos grupos y sectores llegaran a
considerar al Estado como una especie de botín de guerra o, por lo menos, como una
fuente de ganancias y de empleos en detrimento de objetivos colectivos, intereses
nacionales y eficacia institucional. La calidad de los servicios públicos se deterioró, las
empresas estatales fueron desfinanciadas y convertidas en garantes de la toma de
créditos externos, la calidad del empleo público se derrumbó. A la postre, estos factores
habrían de avalar en la década de 1990 las argumentaciones de los organismos
financieros internacionales, el gobierno de Estados Unidos, las grandes corporaciones
transnacionales, y los grupos locales económicamente dominantes más vinculados a
ellos en favor de políticas que favorecieran activamente a los procesos de globalización.
Lo mismo que en otros países de América Latina, el desmanejo económico de la
dictadura y en particular el endeudamiento externo imprudente, y las limitaciones de la
primera generación de gobiernos que protagonizaron la “transición a la democracia” en
la década de 1980, crearon las condiciones para que, también como en otros países de la
región, Argentina ingresara de lleno, a fines de la década de 1980, a la órbita del
neoliberalismo y el “Consenso de Washington”.
1
Basualdo (2006) es el estudio más completo sobre la evolución económica y social, y las políticas
respectivas, de la segunda mitad del siglo XX y los inicios del actual.
17
TAMAÑO RELATIVO DEL ESTADO EN VARIOS PAISES A FINES DE LA DECADA DE 1990
El achicamiento “físico” del Estado implicó además, por el modo en que se llevó a
cabo, una paralela transferencia de facultades políticas de conducción y control, en
beneficio de los grandes grupos económicos. El Estado abdicó soberanía frente a los
actores más poderosos del mercado, nativos y extranjeros. La privatización de empresas
estatales como YPF, Gas del Estado, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Aerolíneas
Argentinas, Obras Sanitarias de la Nación y otras, además de transferir recursos
estratégicos a manos privadas, muchas de ellas filiales o subsidiarias de corporaciones
transnacionales, entregó a los nuevos titulares, en los hechos, el diseño y el manejo de
las políticas de los sectores respectivos. Por lo tanto, subordinó cuestiones del más alto
interés nacional, a las particulares conveniencias e intereses comerciales o financieros
de los nuevos titulares, y a planes de operación formulados, muchas veces, fuera del
país y como parte de una estrategia global de la corporación madre. Las dificultades que
hoy experimenta Argentina en materia energética deben mucho a esta abdicación de
facultades y responsabilidades políticas. Obviamente las empresas prefirieron continuar
con la explotación de las fuentes energéticas previamente desarrolladas por el estado,
que embarcarse en nuevas exploraciones que habrían demandado una inversión
importante y afectado la rentabilidad de corto plazo.
Los ejemplos podrían sucederse, pero lo dicho es suficiente para ilustrar la dimensión
política y no sólo administrativa del “achicamiento” estatal. Ese achicamiento político
18
implicó la captura del estado por los grupos del poder económico más globalizado. El
estado fue convertido en instrumento estratégico para la fragmentación del mercado de
trabajo, la destrucción de conquistas laborales, el deterioro de la salud y la educación, el
retroceso científico técnico, el incremento exponencial del endeudamiento externo en
condiciones crecientemente onerosas. Al mismo tiempo, la reforma constitucional que
emergió del “pacto de Olivos” le quitó al estado nacional soberanía sobre los recursos
energéticos de la nación, facilitando su control y eventual dilapidación en beneficio de
intereses particulares locales y foráneos.
2
Este coeficiente, llamado así por el apellido de su creador (el matemático italiano Corrado Gini) mide el
conjunto de desigualdades de ingresos en una sociedad en un momento dado. Sus valores oscilan entre 0
y 1: a mayor valor del coeficiente, más desigualdad.
19
Gráfico 3. Pobreza, desempleo y distribución del ingreso en el Gran Buenos Aires
60
50
40
Pobreza
%
30 Desempleo
Índice de Gini
20
10
0
1988 1989 1990 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 1998 1999 2000 2001 2002
Año Fuente: INDEC
El impacto de todo esto en el tejido social fue severo. Entre octubre del 2000 y octubre
del 2001 la pobreza en hogares creció en el área metropolitana casi 25%, y la
concentración del ingreso, medida por el índice de Gini, subió del 41.2% en octubre
2000 a 44.8% en similar mes de 2001. La abierta responsabilidad del gobierno en el
agravamiento de la crisis y el consiguiente aumento de la vulnerabilidad social dieron
nuevos motivos para el repudio popular (cfr. el cuadro siguiente).
20
5. Después el neoliberalismo
El capitalismo avanza de crisis en crisis en un persistente movimiento cíclico;
periodos de extraordinario auge anteceden a devastadores derrumbes; gran parte de los
activos físicos y financieros creados en el ascenso del ciclo se derrumban
estrepitosamente en la crisis. Esto es lo que explica, junto a otros factores, la
pendularidad que se advierte, en el largo plazo, entre permisividad y activismo estatal.
Una y otra son manifestaciones de la permanencia de la misión esencial del Estado por
encima de circunstancias particulares: garantizar las mejores condiciones para la
sustentabilidad del sistema económico que le sirve de base. Lo que hoy estamos viendo
en Estados Unidos y Europa frente a la crisis que estalló en octubre 2008, reproduce, a
grandes rasgos, lo que ya se vio tras la crisis de 1929-30. El Estado abandona su rol de
gendarme y asume un papel activo en una variedad de asuntos económicos –salvamento
de bancos, subsidios a empresas quebradas, programas sociales de emergencia, etc.—
para, como se dice corrientemente, “sacar las papas del fuego”.
Un aspecto relevante de las crisis que a fines de la década de 1990 e inicios de la actual
asolaron a varios países de América del Sur (Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador,
Venezuela entre otros) es que, en virtud de los cambios políticos que han tenido lugar
en ellos, los gobiernos surgidos de elecciones plantean una fuerte asociación del interés
nacional de sus respectivos países con la soberanía y el bienestar de las clases
populares. A diferencia de la notable uniformidad neoliberal de las décadas de 1980 y
1990, predomina hoy una concepción del Estado como instrumento de desarrollo y de
bienestar e inclusión social.
Más allá de las especificidades de cada caso, es posible identificar algunos rasgos
recurrentes en todos ellos:
21
metropolitano de agua y saneamiento en Uruguay se decidió a través de un plebiscito de
amplia participación ciudadana.
22
recursos y el derroche y la chapucería, del mismo modo que la gravitación política de
diferentes actores domésticos y externos plantea prioridades distintas respecto de la
asignación de esos recursos. En desigual medida, la llegada de estos gobiernos
reformistas implica un cambio en las relaciones de poder entre actores sociales y por
consiguiente en el modo en que las prioridades son definidas y los recursos distribuidos.
***
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