Comedias - Publio Terencio Africano PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 375

Terencio

es el primer escritor que la tierra de África, aún no provincia romana


mas sujeta ya a la influencia y a la expansión de Roma, daba a las letras
latinas no muchos años después de la batalla de Zama, en el intervalo entre la
segunda y la tercera guerra púnica.
La literatura de este escritor se singulariza por el gusto refinado, el estilo
elegante y su humanitas. Sus obras conservan un atractivo inmarcesible,
porque pasan revista a los temas de la vida diaria siempre con cierta nobleza.
Terencio tenía una peculiar manera para pintar en sus comedias la sociedad y
las costumbres de los griegos, orlándolas de honestidad, de decoro y de
gentileza.
Este dramaturgo ayudó a fundar el teatro cómico regular moderno. Es el padre
indiscutido de nuestra comedia de carácter y de nuestro drama intimista, el
ejemplo hacia el que, explícita y conscientemente miran todos aquellos que
quieren volver a una concepción severa y serena del drama, impregnada de
experiencia humana.

www.lectulandia.com - Página 2
Publio Terencio Africano

Comedias
La Andriana * El eunuco * El atormentador de sí mismo *
Los hermanos * La suegra * Formión

ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019

www.lectulandia.com - Página 3
Títulos originales: Andria, Eunuchus, Heautontimorumenos, Adelphoe, Hecyra, Phormio
Publio Terencio Africano, 1470
Estudio preliminar: Francisco Montes de Oca

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

www.lectulandia.com - Página 4
Índice de contenido

Cubierta

Comedias

Estudio preliminar

Cronología

La Andriana
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto

El eunuco
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto

El atormentador de sí mismo
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto

Los hermanos
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto

www.lectulandia.com - Página 5
Acto quinto

La suegra
Primer prólogo
Segundo prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto

Formión
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto

Notas

www.lectulandia.com - Página 6
ESTUDIO PRELIMINAR

www.lectulandia.com - Página 7
TERENCIO Y LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA

De Publio Terencio Afro poseemos la biografía escrita por Suetonio en el


De Poetis; la misma que fue utilizada por Elio Donato como prefacio a su
comentario de las comedias. El gramático la transcribe íntegra y le añade al
final un manojo de noticias, que figuran bajo el rubro de Auctarium
Donatianum. La biografía suetoniano-donatiana y las «didascalias» de las
comedias, citadas en los manuscritos de las obras y en el comentario de
Donato, acumulan un acervo de noticias como de ningún otro autor latino
anterior a Cicerón fuera dado reunir. No obstante eso —y acaso precisamente
por eso— la biografía de Terencio está erizada de problemas. El propio
Suetonio admite que, ya en su tiempo, se discutían no pocos detalles de su
relato.
Nacido en Cartago, Publio Terencio Afro, perteneciente a una de las tribus
norafricanas, era de origen libio, que no cartaginés. Así parece indicarlo su
cognomen: de haber sido semita de estirpe, le hubiesen llamado Poenus y no
Afer. Como quiera que fuese, se trata del primer escritor que la tierra de
África, aún no provincia romana mas sujeta ya a la influencia y a la expansión
de Roma, daba a las letras latinas, no muchos años después de la batalla de
Zama, en el intervalo entre la segunda y la tercera guerra púnica. La fecha de
su nacimiento podría situarse alrededor del 190 a. C.
Nada sabemos con seguridad acerca de su primera educación ni de las
circunstancias de su venida a Roma. En Cartago, o donde quiera que fuese,
debió crecer en un ambiente saturado de cultura griega y latina; sin eso no
hubiera podido dar, en una tan corta edad, los frutos que dio. Adolescente
todavía pasó a ser esclavo del senador romano Terencio Lucano —
identificado, parece, con C. Terentius Lucanus, de quien se conservan
monedas que atestiguan una victoria militar. Por su apostura e inteligencia no
sólo recibió una educación liberal sino que pronto fue manumitido. Tomó,

www.lectulandia.com - Página 8
como era costumbre, el nombre gentilicio del patrono, convirtiéndose así en
Terencio Afro.
Mantuvo relaciones de amistad con las más cultas y aristocráticas familias
de la Urbe, en particular con Escipión Emiliano, con Cayo Lelio y con
L. Furio Filo. Difícil sería precisar cómo se orientó hacia el teatro. Su patrono
T. Lucano era un apasionado de los juegos de gladiadores, pero no tenían
éstos gran cosa que ver con el oficio que cultivara nuestro vate. Tal vez
disfrutase la comedia de especial favor en el círculo de Escipión y de Lelio,
quienes llegaron a ser considerados autores o colaboradores de Terencio en la
elaboración de sus comedias. A este rumor alude el propio comediógrafo sin
intentar defenderse con firmeza; acaso no le disgustara pasar por ser el
portavoz y el intérprete de aquellas tan nobles amistades.
Al ofrecer a los ediles su primera producción, Andria, se le indicó que la
mostrara a Cecilio, el más grande comediógrafo latino en opinión de algunos
críticos. Estaba cenando el anciano dramaturgo cuando llegó su visitante,
pobremente vestido. Sentóse Terencio en un banco y comenzó a leer. Apenas
oyó los versos iniciales, lo invitó Cecilio a sentarse a la mesa y, luego de
cenar, escuchó con admiración el resto de la obra. De este modo inició
Terencio una breve carrera dramática, que iba a depararle grandes desazones,
así como un éxito rotundo y sin precedentes.
Sus inclinaciones literarias, su gusto refinado, su estilo elegante, su
urbanitas tan distante de cualquier vulgaridad, su humanitas, correspondían
justamente a todo lo que era propio del así llamado «Círculo de los
Escipiones». De aquel Emiliano que, siendo todavía un joven de dieciocho
años, manifestaba, a decir de Polibio, una gran alteza de ánimo y desusado
entusiasmo por la cultura griega, y era, como atestigua Cicerón, fino
conversador, aficionadísimo a Jenofonte e inclinado a la ironía socrática. De
aquel Lelio, que a tal grado cultivaba la sabiduría, que era llamado sapiens
por antonomasia. De aquel Furio, cuyo cognomen mismo, Philus, denuncia al
helenizante. La peculiar manera con que acostumbra Terencio a pintar en sus
comedias la sociedad y las costumbres de los griegos, orlándolas de
honestidad, de decoro y de gentileza —muy al contrario de Plauto, que había
hecho de ellas un mundo de corrupción y de vicios— no dimana únicamente
de su espíritu sino que era, más bien, un reflejo del filohelenismo de aquellos
personajes públicos, que lo habían tomado bajo su tutela.
De los cordiales lazos que unían a aquel joven, menudo y de color oscuro,
con el círculo de los Escipiones hay numerosos testimonios. Entre otros el de
que dos de sus comedias, Adelphoe y Hecyra, fueran representadas el año

www.lectulandia.com - Página 9
160, en los juegos fúnebres en honor del padre de Emiliano, L. Emilio Paulo,
el vencedor de la batalla de Pidna. Se sabe que de Pella, capital de
Macedonia, había traído consigo Emilio Paulo, como botín de guerra, la
biblioteca del derrotado rey Perseo, y no es descabellado suponer que entre
los primeros en hacer uso de ella figurase Terencio, siempre ávido de conocer
cosas griegas, hasta el punto de que no tardará en partir a Grecia con el
propósito de procurarse ejemplares de todas las obras de Menandro.
Pese a que estuvo apoyada por personajes tan conspicuos, no se vio exenta
de dificultades y contrastes la actividad de nuestro dramaturgo. Irrumpiendo
tan joven en la palestra teatral, por fuerza debía tropezar con la enemiga de
los más maduros, de aquéllos que habían sido, en el campo de la comedia,
colegas o seguidores de Cecilio y que ahora, muerto el maestro, pretendían
ocupar su puesto, bien por razones de edad, bien por una pedisecua adhesión a
sus principios.
Tal el viejo Luscio de Lanuvio, a quien Terencio se refiere con frecuencia
como al «viejo poeta» o al «malévolo poeta», y otros colegas que le acusaban
de debilidad de estilo, de aceptar ayuda literaria de otros, de haber
emprendido su profesión de dramaturgo sin la preparación adecuada, de
plagiar personajes y trozos de antiguas obras teatrales latinas, de contaminar
sus originales griegos y de tomarse con ellos indebidas libertades. De todos
estos cargos se exculpó en alguna ocasión el africano.
En primer lugar del de contaminación. El sentido normal de la palabra
contaminare es el de manchar, ensuciar. Sería, pues, una palabra de uso
apropiado si el cargo que se formulaba a Terencio consistiera en que había
«echado a perder» el original griego al alterarlo. La dificultad reside en que el
autor parece admitir la verdad de la acusación y, como es increíble que
confiese haber echado a perder el original, se supone que utiliza el término en
un sentido especial, técnico: el de «combinar» dos originales. Sin embargo,
este aserto implica otro absurdo. Si contaminare significa «combinar dos
originales griegos», y si tal combinación había sido la práctica normal de los
dramaturgos latinos, desde los días de Nevio hasta los de Ennio, muerto sólo
tres años antes de la representación de Andria, la acusación contra Terencio
implicaba que estaba siguiendo una práctica establecida. Para dar a la
acusación el imprescindible asomo de malignidad se supone que los críticos
del comediógrafo empleaban el vocablo contaminare, no meramente como
término técnico, sino también en su sentido habitual de «echar a perder», que
en ellos significaba «echar a perder combinando». Terencio, venían a decir

www.lectulandia.com - Página 10
sus detractores, es un corruptor; para hacer una comedia latina necesita echar
a perder dos o más griegas.
El africano no toca en su respuesta la cuestión doctrinal, si era o no
conveniente contaminar las comedias griegas. Se remonta a la tradición de la
palliata: «Si eso han hecho otros grandes poetas antes que yo, sin que fueran
censurados, también yo puedo hacerlo. Si se me censura a mí, censúrese
también a Nevio, a Plauto y a Ennio.» «Ellos son mis maestros, mis autores;
prefiero emular su negligencia a seguir la anodina diligencia de mis
adversarios.» «Eso acostumbro a hacer y no me pesa; eso seguiré haciendo,
pues tengo preclaros ejemplos que me estimulan a continuar por ese camino.»
Fue acusado también de plagio. Había presentado Terencio el Eunuco,
tratado anteriormente por Menandro. Ya habían aceptado los ediles la
comedia y se iba a efectuar ante el magistrado el ensayo general. Luscio
obtuvo permiso para asistir a él y, en un momento determinado, prorrumpió
indignado: «Éste no es un poeta, es un ladrón; los personajes del parásito y
del soldado están tomados de una vieja comedia, del Colax de Nevio y de
Plauto.» No había ley de derechos de autor en Roma; con todo, el cargo de
robo era muy feo y la acusación resultaba embarazosa no sólo para el poeta,
sino también para quienes habían aceptado la comedia y se disponían a
representarla. Terencio replicó que si había pecado lo había hecho por
ignorancia. Había tomado realmente del Colax los personajes del parásito y
del soldado, pero del Colax griego de Menandro, no de las réplicas latinas de
Nevio y de Plauto, que le eran desconocidas. No es muy gallarda que digamos
esta excusa de ignorancia. Mayor valor tiene su razonamiento de que «nada se
dice que no haya sido ya dicho; está permitido tratar lo que otros
anteriormente trataron, siempre que se haga con cierta novedad».
En otra ocasión le echaron imprudentemente en cara el haber explotado en
Adelphoe los Commorientes de Plauto, obra basada en los Synapothnescontes
de Dífilo. Terencio rechaza esta vez la imputación de plagio, afirmando con
precisión que había tomado de la comedia de Dífilo precisamente lo que había
omitido Plauto.
Sorprendidos por las geniales cualidades que mostraba un autor tan joven,
sus adversarios intentaron regatearle el mérito atribuyéndoselo a sus
protectores, que habrían colaborado con él en la composición de las comedias,
bien revisando y corrigiendo sus esbozos, bien entregándole, para que se
representara amparado con su nombre, lo que era fruto del ingenio de ellos.
Terencio no rechaza de una manera demasiado contundente semejante
afirmación. En dos de sus prólogos responde mesurada y finamente: «El

www.lectulandia.com - Página 11
malévolo viejo poeta repite a los cuatro vientos que me he entregado de
improviso al arte de las Musas, fiado en las cualidades de mis amigos y no en
mi propio ingenio. En vosotros está juzgar.» «Dicen esos malvados que me
ayudan y colaboran conmigo unos nobles personajes. Mas lo que ellos
estiman terrible injuria yo lo considero máxima alabanza, ya que eso supone
que caigo bien a aquellos que a todos vosotros y al pueblo entero caen bien; a
aquellos de cuyas obras se ha aprovechado todo el mundo en guerra y en paz,
en público y en privado.»
No se nos dice quiénes fuesen aquellos homines nobiles. Se han
identificado generalmente con Escipión, Lelio y Fuño, de quienes sabemos
que mantenían estrechas relaciones con Terencio. Pero ya un gramático de la
época de Augusto, Santra, observaba que tales amigos eran demasiado
jóvenes por entonces para que pudiesen ser tomados en cuenta; de ahí que se
pensara, entre otros, en los poetas Q. Labeón y M. Popilio.
Desaparecido Terencio continuó tomando cuerpo la leyenda: Escipión y
Lelio, de colaboradores pasaron a convertirse en autores de las comedias.
Cicerón escribía a Atico que las comedias terencianas, a causa de la elegancia
que mostraban, se consideraban compuestas por C. Lelio, y Quintiliano
recordaba que eran atribuidas a Escipión. C. Memmio, el pretor de Bitinia
amigo de Lucrecio, no dudaba en afirmar que «Escipión había tomado la
persona y el nombre de Terencio, a fin de llevar a la escena lo que escribía
para su particular entretenimiento». De Cornelio Nepote ha salido la conocida
anécdota de que un día, en su villa de Puzzuoli, tardó mucho Cayo Lelio en
acudir a la mesa, donde le esperaba su esposa, porque estaba dando remate a
unos versos de su cosecha. Cuando entró en el comedor le pidieron que leyese
lo que había escrito y recitó toda una escena del Heautontimorumenos.
Estos testimonios, referidos por Suetonio a una distancia en que se había
desvanecido por completo el calor de la polémica, no dejan de tener su peso.
La propia refutación de Terencio, tan tenue y comedida, no parece desvirtuar
por entero las sospechas de que hubiese intrusiones extrañas en sus piezas.
Era un poeta de cenáculo; no pertenecía al Collegium poetarum, sino a la
aristocracia helenizante de Roma. Hasta sin las calumnias de los malivoli se
hubiera podido sospechar que le llegaron influencias de la autoridad y de la
intervención de sus nobles amigos y protectores. No despliega la amplia y
salvaje libertad de Plauto; es mucho más mesurado. Tampoco tiene, cuando
escribe, los cincuenta años del de Sársina, sino únicamente veinte. Es muy
joven, y en la obra de arte literaria la juventud impone sujeciones: se sujeta a
los consejos y al mejoramiento, A su edad no tenía por qué escuchar Plauto a

www.lectulandia.com - Página 12
nadie que no fuera su parecer o su capricho, mientras que Terencio debía
atender, por sus cortos años, a llamamientos externos. Precisamente su
juventud era uno de los blancos de los ataques: se había improvisado poeta,
había hecho una aparición meteórica en un género que requiere larga
experiencia y tenacidad en el trabajo.
Terencio es el autor de las comedias. Mas no hay inconveniente en
considerarlas elaboradas en un círculo de hombres doctos y aristocráticos. Las
comedias de Plauto tuvieron su origen entre las compañías de cómicos y las
vicisitudes de una vida azarosa y traqueteada. Las de Terencio nacieron en las
mansiones del patriciado romano más culto y refinado. El tono comedido y
gentil de las comedias terencianas depende primordialmente de la índole del
poeta, pero aquella disciplina artística y moral —en abierto contraste con la
viveza itálica plautina—, que frena en sus comedias la fantasía del africano y
rige con educada uniformidad los caracteres de los personajes, revela más
bien el influjo de una tendencia literaria que una vigorosa individualidad
poética.
A los rumores sobre la colaboración literaria y el plagio se sumaron otros
que atañían a la naturaleza moral de las relaciones entre el joven poeta y sus
protectores. Pérfidas insinuaciones, provenientes acaso de aquellos que veían
en la sociedad filohelénica gente corrompida a la manera griega. Suetonio,
siempre proclive a dar cabida en las biografías de los poetas a los aspectos
equívocos, no se abstuvo de prestar atención a éste. Se atiene especialmente a
Porcio Licino, conocido escritor de fines del siglo II, quien en su De Poetis
desahoga, a propósito de Terencio, sus sentimientos antiaristocráticos. Ataca
a Escipión, a Lelio y a Furio como si hubiesen tenido por pasatiempo al
africano mientras era adolescente para dejarlo después abandonado: «Cuando
se vio sin recursos el joven poeta, se marchó lejos de todos, a la extrema
región de Grecia; murió en Estinfalo, ciudad de la Arcadia. De nada le sirvió
entonces Escipión, de nada Lelio, de nada Furio, los tres nobles que tanto
gozaron de la vida con él en otro tiempo.»
Es verdad que la rapidísima carrera de este comediógrafo y,
particularmente, su imprevisto final son un misterio. Pasó como un meteoro
por la escena romana. En el espacio de siete años, del 166 al 160, produjo seis
comedias. Después partió hacia Grecia y el Oriente en circunstancias que ya a
los antiguos brindaron ocasión para formular las más peregrinas hipótesis.
Pensaron algunos que quiso sustraerse al ambiente hostil de la crítica.
Otros, en cambio, consignaron que se propuso recoger ejemplares de su autor
predilecto, Menandro, y adquirir un conocimiento más directo del mundo

www.lectulandia.com - Página 13
helénico y de sus instituciones y costumbres. Esta segunda hipótesis, que no
excluye, por supuesto, la primera, tiene muchos visos de probabilidad: el
escrúpulo de alcanzar una fiel representación del ambiente ateniense es
patente en el poeta; una de las muchas pruebas del mismo la tenemos en un
pasaje del prólogo del Eunuco, donde censura a Luscio Lanuvino algunos
errores en la materia.
Al trasladarse a Grecia o a alguna de las regiones del Asia helenística por
motivos de estudio, manifestábase Terencio fiel intérprete o más bien un
pionero de aquella nueva corriente cultural, que trataba de sacar partido de las
cada día más directas e intensas relaciones entre romanos y griegos. Los
comediógrafos precedentes, como Plauto, por más que se remontaran a
modelos helénicos, no habían experimentado la necesidad de conocer de visu
la patria de sus autores. Habían suministrado de las cosas griegas y orientales
una representación fantástica, como si fuese producto de sueños o del
capricho. Terencio, en cambio, formado en una atmósfera en la que
comenzaban a afirmarse los derechos de la filología y en una sociedad que
concentraba en Grecia toda su atención política y literaria; Terencio, el amigo
de Escipión Emiliano y del vencedor de Pidna, L. Emilio Paulo, no podía
menos de visitar aquella tierra de la poesía y de la ciencia, para darse cuenta
de la realidad remontándose a las fuentes.
Con ese ánimo se dirigió a la patria de Menandro y parece que llegó a
reunir copioso material que debería servirle para el ulterior desarrollo de su
obra. Decíase que había recogido y llevaba consigo las ciento ocho comedias
que constituían la producción de Menandro. Sino que, sorprendido por la
enfermedad en el viaje de retorno, o víctima de un naufragio, murió en 159 a.
C. Las circunstancias de su muerte permanecieron oscuras; de ahí que
brotaran diversas versiones, que lo hacían morir en diferentes lugares.
Lo cierto es que, una vez que partió para el Oriente, nadie volvió a verlo
ya en Italia. «Después de dar al público seis comedias, tomó el rumbo del
Oriente. Después que subió a la nave no volvió a ser jamás visto. Así
desapareció del mundo de los vivos.» Son versos de Volcacio Sedigito, el
conocido poeta y crítico de fines del siglo II a. C., que expresan, mejor que
cualquier otro testimonio, el verdadero estado de las cosas y, al mismo
tiempo, el sentido del rápido y luminoso paso de este astro por el firmamento
de la literatura latina.
La única inferencia que brota espontánea y clara de la Vida de este vate es
que los romanos de época posterior se mostraron sumamente interesados en la
carrera de Terencio e intrigados por su abrupto y misterioso fin.

www.lectulandia.com - Página 14
LOS PRÓLOGOS DE TERENCIO

El eco genuino y directo de las enemistades, de las disputas, de los altercados


literarios, en que se vio envuelto nuestro vate, lo sentimos en los «prólogos»
de sus comedias. Son verdaderamente característicos, porque, a diferencia de
los de Plauto y de los correspondientes de las comedias griegas, revisten
interés personal. No se enderezan a ilustrar el contenido del drama, sino a
reflexionar sobre acontecimientos e ideas del autor y constituyen, de
ordinario, el vehículo de su defensa.
Han llegado a nosotros casi en su totalidad, pero los que poseemos no
siempre fueron compuestos para la primera representación de la comedia a
que se refieren.
Disponemos de muy poca documentación directa respecto de los prólogos
de la Comedia Nueva griega. La función principal del prólogo, al menos tal
como lo encontramos en Eurípides y en Menandro, consistía en explicar la
situación dramática; era un prólogo meramente informativo, que exponía la
intriga en sus líneas generales. Nos consta que, raras veces, comparecía algún
dios para proporcionar al auditorio la necesaria información.
La mayoría de las obras de Plauto y todas las de Terencio comienzan con
un prólogo. El origen de los pertenecientes al de Sársina no es muy claro.
Casi ninguno de los prólogos plautinos nos permite asegurar que haya en ellos
referencias contemporáneas demostrativas de que fueran redactados por su
propia pluma. Son presumiblemente obra de los empresarios y anteriores a la
época en que los editores establecieron el texto para ofrecerlo a un público
lector.
Los prólogos de Plauto son propagandísticos y ostentan un aire jovial. Se
proponían primordialmente divertir y no siempre hay que tomarlos al pie de la
letra. Quien los pronuncia acepta a sus oyentes tales como son y se propone
darles lo que ellos demandan. Para los romanos el teatro, antes que otra cosa,
era un lugar de entretenimiento; esperaban que la comedia los divirtiera. El
espectáculo teatral veíase obligado a competir con otras formas de
esparcimiento. Si no lograba producir un impacto inmediato se corría el
riesgo de que quedaran vacíos los asientos. Enfrentado con tal posibilidad,
vese forzado el dramaturgo a pregonar su mercancía, a fin de asegurarse el
silencio y la atención necesarios.
Muy otros son los prólogos de Terencio, serios, adustos, desconfiados,
quejumbrosos. Se proponen brindar al auditorio no lo que a éste le gusta, sino
lo que debería gustarle. Van destinados a una multitud carente de sentido

www.lectulandia.com - Página 15
crítico y buscan despejar momentáneamente sus sospechas, de suerte que se
aseguren un auditorio atento a la obra que se va a representar. Sirven
exclusivamente al autor y constituyen una novedad en la historia del teatro
antiguo.
Terencio elimina por completo el prólogo explicativo. Tal vez piense que
es preferible que la situación se revele por sí misma en el curso de los
diálogos a dar al auditorio una explicación directa. Escribe los suyos un poco
al redopelo, como contra su voluntad, para defenderse de las impugnaciones
que le lanzaban sus rivales. Todos encierran enorme interés personal y
constituyen otros tantos libelos literarios.
¿Por qué renunció Terencio a las ventajas de las explicaciones
preliminares, tan útiles para seguir peripecias muchas veces bien complejas?
No sería, ni mucho menos, porque el público romano del año 160 a. C.
poseyese una mente más despierta que los espectadores atenienses a los que
se dirigió Menandro. Si Terencio corrió el riesgo de la incomprensión es
porque obedecía a un motivo más poderoso que el afán de claridad.
El interés de una comedia no radica esencialmente, para el comediógrafo
latino, en el desarrollo material y en las peripecias de la intriga, sino en el
diálogo entablado en torno a una situación psicológica. Lo que él ofrece al
público no es una anécdota, rica en situaciones cómicas, abocada a un
desenlace imprevisto a lo largo de muchas gesticulaciones e intermedios de
opereta —para esto sí que hubiese sido necesario proporcionar al espectador
un hilo conductor—, sino un problema en el que se encuentran
comprometidas las almas. Los prólogos de Terencio admiten, de ordinario,
que sus comedias son «estáticas» y no participan del movido ritmo de las
«motoriae» a la manera de Plauto. Desde Nevio hasta Terencio había sido la
intriga el objeto de la preocupación del dramaturgo. Con Terencio lo son las
situaciones.
En conjunto constituyen estos prólogos un excelente material de estudio.
Nos informan acerca de casi todo lo que nos importa de la carrera teatral de
nuestro autor. Por ejemplo, de que, no obstante que se servía de un eminente
actor, Ambivio Turpión, que ya se había consagrado representando las obras
de Cecilio, no siempre tuvo éxito con el público: la Hecyra fracasó en dos
ocasiones y fue profundamente reelaborada en la forma en que ha llegado
hasta nosotros. Por otra parte, los contrastes y las discusiones de que fue
objeto Terencio demuestran que su obra aportaba algo propio y significativo.

www.lectulandia.com - Página 16
LAS SEIS COMEDIAS DE TERENCIO

En el prólogo de su primera comedia declaraba Terencio que prefería la


neglegentia de los antiguos a la obscura diligentia de sus adversarios, que
buscaban la reproducción exacta y servil y, por ende, oscura e incomprensible
a veces a los espectadores romanos, de los originales griegos. Era lo que hacía
Luscio, quien «traduciendo bien y escribiendo mal, de buenas comedias
griegas sacaba pésimas comedias latinas».
Terencio intentó adaptar lo más posible la comedia griega al público
romano. Para ello sustituyó o trasladó aquella porción del universo heleno que
el espectador romano no habría comprendido fácilmente e infundió en el
diálogo, mediante juegos de palabras, proverbios y locuciones latinas, una
frescura de frase hablada y viva indispensable al lenguaje dramático, sobre
todo al cómico.
Han llegado a nuestros días las seis comedias escritas por el africano en el
curso de su breve carrera. Y se han conservado por la misma razón que se
conservaron las veintiuna de Plauto: porque estas obras fueron consideradas
en épocas posteriores, lectura de muy buena calidad. Cada uno a su modo era,
por consenso universal, maestro de estilo. Si Plauto resultaba más divertido,
Terencio se mantiene más pulido y más filósofo sin detrimento de su fácil
comprensión. La excelencia de la tradición manuscrita demuestra su
popularidad en los postreros días de la Antigüedad clásica y en la Edad
Media. Pocos autores latinos padecen menos necesidad de comentario. Libres
de expresiones enigmáticas y de alusiones tópicas, escritas en el latín fácil y
elegante de la Roma aristocrática, las obras del africano conservan su
atractivo inmarcesible porque pasan revista a los temas de la vida diaria
siempre con cierta nobleza.
Las seis comedias se conservan, por fortuna, acompañadas de las
respectivas didascalias, indicadoras de la fecha y demás circunstancias de la
representación. Además de esto, y además del importante comentario del
gramático Elio Donato, poseemos, atesorados en algunos de los más
autorizados manuscritos, las ilustraciones o representaciones figuradas de las
más señaladas escenas, que se remontan sin duda a muy antigua tradición.
Todo lo cual sirve para confirmar cómo efectivamente se mantuvo viva a
través de los tiempos la obra de este poeta y cómo fue objeto de atención y de
estudio en sus más variados aspectos.
Las seis ostentan título griego, siguiendo la tendencia que había
comenzado a prevalecer con Cecilio.

www.lectulandia.com - Página 17
ANDRIA (LA MUJER DE ANDROS). En el escenario aparecen las casas del viejo
Simón, de la muchacha Gliceria y del joven Carino. Simón planea que su hijo
Pánfilo se case con Filomena, hija de Cremes. Mas Pánfilo mantiene secretas
relaciones con Gliceria, pobre y modesta muchacha llegada poco antes de
Andros a Atenas con su supuesta hermana Crises. Ésta, a quien la pobreza
lanzó a la vida alegre, acaba de morir.
En la escena inicial confía Simón a su liberto Sosia la noticia de que
Cremes, al enterarse del enredo con Gliceria se negó a entregar a su hija a
Pánfilo, quien debía haberla desposado en ese mismo día. Sin embargo,
Simón no ha avisado de esto a Pánfilo porque desea probar su obediencia
filial. Pero Davo, el esclavo de Pánfilo, que ha adivinado la cancelación de la
boda, aconseja a éste que responda al engaño de Simón manifestando su
disposición a cumplir la voluntad de su padre.
Para complicar las cosas, Carino, que está enamorado de Filomena, pide
previamente a Pánfilo que desista de la boda. Pero Simón se las arregla para
envolver a Cremes, y Pánfilo se encuentra enfrentado con el casamiento
inmediato con Filomena, mientras se oyen los gritos de Gliceria por los
dolores del alumbramiento. Davo repara su error consiguiendo que Misis, la
asombrada doncella de Gliceria, ponga al niño frente a la puerta de Simón
justamente en el instante en que entra Cremes en la escena. Éste, a quien
asaltan redobladas sospechas, niega de nuevo su consentimiento. Aparece
ahora un nuevo personaje, Critón, primo de Crises, que busca a Gliceria, la
cual resulta ser no la hermana de Crises, sino la hija perdida de Cremes. Por
consiguiente, Pánfilo puede casarse con ella, y en la escena final promete a
Carino que interpondrá sus buenos oficios por él ante Cremes.
Andria, la primera comedia de Terencio en el orden cronológico, fue
representada en los juegos Megalenses del 166. El argumento está tomado en
su mayor parte de una comedia homónima de Menandro, pero el latino
intercala elementos de otra obra menandrea, la Perinthia. Ni aquí ni en
ninguna otra parte practica nuestro autor la contaminación como un
procedimiento mecánico y caprichoso, sino como una manera de renovar los
modelos aconsejada por su modo de ser. En el presente caso, su inclinación a
la delicadeza y a la justicia no le permitía soportar que de la felicidad de
Pánfilo y de Gliceria derivase sufrimiento para otros. Todos habían de
sentirse satisfechos.
Donato afirma que Terencio introdujo ciertas alteraciones al traducir la
Andria de Menandro. La obra de éste comenzaba con un monólogo del padre;

www.lectulandia.com - Página 18
Terencio lo transformó en un diálogo mediante el agregado de Sosia,
personaje que no volverá a aparecer de nuevo luego de la escena inicial.
Además Terencio agregó a Carino y a su siervo Birria, que no figuran en
Menandro. Estos dos personajes no tienen influencia sobre la trama central y
las escenas en que aparecen podrían eliminarse sin dificultad. Pero el motivo
por el que Terencio introdujo a Carino no debe haber sido, como sugiere
Donato, proporcionar un marido a Filomena, sino presentar un contraste
interesante en carácter y situación con Pánfilo.
De todos modos, por éstos y otros cambios incurrió Terencio, como
vimos, en la hostilidad de Luscio Lanuvino, el viejo dramaturgo de quizá no
mucho éxito, que vio amenazada su subsistencia por este protegido de los
grandes. Cualquier calumnia que eliminara a Terencio de su profesión era
suficiente para él. Enterado de que el africano se había apartado del original
en que se basaba, pensó Luscio que al referir este procedimiento, pese a que
no existía ley que lo prohibiera, en los términos más maliciosos posibles
lograría dañar su reputación, calumniándolo insistentemente con verdades a
medias. Así fue como comenzó a protestar ante quien quisiera oírlo de que las
obras griegas no debían ser «echadas a perder».

HECYRA (LA SUEGRA). La protagonista es una suegra ideal, Sóstrata, que tiene
un hijo, Pánfilo, casado por voluntad de su padre con Filomena, pero
enamorado de la cortesana Baquis. En ausencia de su esposo, Filomena, que
ha quedado en compañía de su suegra, abandona el domicilio conyugal y
regresa a casa de sus padres, sin que se sepa la causa. Entre las más
verosímiles hipótesis cuenta la de que hayan reñido suegra y nuera. Tal es la
situación familiar que encuentra Pánfilo a su regreso.
Aunque enamorado todavía de Baquis, siente por Filomena una ternura
que se está convirtiendo en verdadera pasión, y no se resigna a quedarse sin
su esposa. Pero cuando va a visitarla se entera de que está a punto de ser
madre; un desconocido la había violado antes de que ella se casase y le había
quitado del dedo una sortija. El futuro niño, pues, es hijo de una culpa,
aunque involuntaria.
Pánfilo, dispuesto a perdonarla, comprende el recato de su esposa y le
promete guardar el secreto para bien de ambos. Pero esta solución no logra
convencer a sus padres, los cuales, en el fondo, consideran que la causa de
todo está en la hostilidad de la suegra Sóstrata. Ésta se halla dispuesta a dejar
la casa de su hijo y habitar en el campo, pero Pánfilo se opone. La situación

www.lectulandia.com - Página 19
se toma más grave cuando vienen a anunciarle que su esposa ha dado a luz y
que ahora es necesario que vuelvan a unirse los cónyuges. Nueva y más
rotunda negativa de Pánfilo.
Los padres creen haber descubierto la verdad: el joven está enamorado de
Baquis y por causa de ella no puede ya convivir con Filomena. Y he aquí que
Baquis es invitada a aclarar sus relaciones, en verdad ya rotas hace tiempo.
Los familiares no saben qué hacer y casi renuncian a reconciliar a los dos
jóvenes, cuando Mirrina, la madre de Filomena, observa en el dedo de Baquis
la sortija que llevaba su hija la noche en que fuera violada. Si a Baquis le ha
sido regalada por Pánfilo, éste será el autor del estupro; el niño es hijo del
amor de entrambos.
La Hecyra experimentó un sonado fracaso al ser estrenada en 155; el
público abandonó el teatro entre gritos y protestas para ir a ver a gladiadores,
púgiles o saltimbanquis. El fracaso volvió a repetirse en 160, cuando la
repuso en escena con motivo de los juegos fúnebres en honor de L. Emilio
Paulo. Todavía no se dio el poeta por vencido, sino que la reformó antes de
reponerla por tercera vez en los juegos Romanos del mismo año, poco antes
de partir a Grecia. Esta vez no fue tan desafortunada la representación.
Terencio estaba persuadido, no obstante la hostilidad del público, de que
había escrito una obra valiosa y digna; sentía predilección por ella ya que
respondía a la más genuina inclinación de su genio. Se trata, en realidad, de
una comedia singular, de una especie de drama doméstico de fondo
sentimental, desarrollado con austera atención psicológica sin verdaderos
rasgos de comicidad: no hay en ella una sola palabra que se haya escrito para
hacer reír. Eso explica que no encontrara aceptación entre los espectadores,
mientras que suscita especial interés en nosotros.
Sirvióle de modelo una comedia del mismo título de Apolodoro Caristio,
pero intercala elementos del Epitrepontes de Menandro y acaso también de
otras comedias.

HEAUTONTIMORUMENOS (EL QUE SE ATORMENTA A SÍ MISMO). La obra comienza


con una escena vespertina; una de las más delicadas de la comedia latina. Los
dos viejos, Cremes y Menedemo, vuelven a su casa juntos por la entrada
lateral «que da al campo». Las preguntas de Cremes suscitan la confesión de
Menedemo, quien manifiesta que se ha estado «castigando a sí mismo» con el
pesado trabajo de su granja por haber obligado con sus reprensiones a huir de
su casa y hacerse soldado a su hijo Clinias, enamorado de una joven sin dote.

www.lectulandia.com - Página 20
Menedemo entra en su casa y Cremes está por entrar a la suya, cuando sale su
hijo Clitifón y nos enteramos de que está alojando a Clinias, que ha vuelto del
extranjero.
En casa de Cremes se están haciendo preparativos para la comida y
enseguida llegan allí dos huéspedes que Cremes no esperaba: Baquis, la
extravagante querida de Clitifón, y su amiga Antifila, la humilde muchacha a
la que ama Clinias. El esclavo Siro persuade a Baquis de que se finja amante
de Clinias, a fin de engañar a Cremes e inducirlo a que la reciba en su casa.
Pasa una noche. A la mañana siguiente Cremes refiere a Menedemo la
presencia de Clinias y de su mercenaria amante Baquis. Menedemo,
transportado de alegría por la vuelta de su hijo, está dispuesto a soportar todas
sus extravagancias con tal de conservarlo en su casa. Hay mucha
mixtificación, pero en el momento oportuno se descubre que Antifila es la
hija de Cremes y la suficiencia de éste se desinfla cuando descubre que
Baquis es la amante no del hijo de Menedemo, sino del suyo.
En esta comedia se repite el tema predilecto de Terencio de las relaciones
entre la vieja y la nueva generación. Tampoco esta vez toma partido el autor:
la misma duplicidad de los personajes —dos viejos, dos jóvenes, dos amigas,
dos criados— parece querer compensar, intencionadamente, el pro y el contra.
El protagonista, estudiado con introspección psicológica que casi llega al
drama, vacila entre la austeridad tradicional y una comprensión nueva y siente
la crisis del contraste. El viejo amigo intenta ponerse de parte del joven, pero
crea nuevos embrollos y descubre los antiguos. También multiplican enredos
los jóvenes en sus amores, aunque éstos sean diferentes; y las dos muchachas
sienten de modo diverso una sustancial identidad de sentimientos. En esta
incierta oscilación de valores, entre el viejo y el joven, entre lo austero y lo
despreocupado, lo único seguro es el sentido de una transición, de un lento
turbarse las verdades tradicionales sobre un fondo de buena voluntad humana.
No es fácil seguir en la escena las complicaciones de la trama, pero hay
pruebas de que esta comedia fue representada repetidas veces.
Está inspirada en el Heautontimorumenos de Menandro, obra de la que
aún no tenía noticia el público romano. Pese a la complicación que en ella
priva, es una de las comedias que los antiguos técnicos del teatro
consideraban «statariae», es decir «comedia de reposo», y así la ha definido
Terencio mismo en el prólogo, contraponiéndola a las «motoriae» o
«comedias de movimiento», a las que era común un gran bullir de personajes.

www.lectulandia.com - Página 21
EUNUCHUS (EL EUNUCO). La cortesana Tais tiene dos pretendientes: Fedria y el
capitán fanfarrón Trasón, a quien acompaña su parásito Gnatón. Trasón ha
ofrecido obsequiar a Tais una muchacha virtuosa y bella, Pánfila, huérfana
que había sido educada junto con Tais y luego vendida por un tío miserable.
Fedria se propone regalar a Tais un eunuco, Dorio. Querea, hermano menor
de Fedria, ve a Pánfila cuando Gnatón la lleva a la casa de Tais, se enamora
de ella y, por sugerencia del esclavo Parmenón, se viste con las ropas del
eunuco y entra en la casa de Tais, mientras ésta ha salido para ir a una fiesta
dada por Trasón.
Aparece un nuevo personaje, Cremes, joven cauteloso que ha recibido un
misterioso llamado de Tais; lo despiden indicándole que vaya a buscarla a la
casa de Trasón. Querea sale de la casa de Tais y relata su aventura a su amigo
Antifón, que ha venido a buscarlo. Se marchan para que aquél pueda
cambiarse de ropa en casa de Antifón. La doncella de Tais vuelve del
domicilio de Trasón con la noticia de que la llegada de Cremes allí ha
provocado una tempestad de celos por parte del soldado, mientras que el
descubrimiento de la violación de Panfila llena de agitación la casa de Tais.
En seguida aparece Cremes, levemente bebido, seguido pronto por Tais.
Ella le dice que Panfila es hermana suya y que Trasón intenta llevarse a la
muchacha por la fuerza. Defienden la casa contra un asalto por parte de
Trasón y sus secuaces. En esto vuelve Querea, se entera de que la joven a la
que ha violado es libre de nacimiento y promete hacer la reparación a su
alcance casándose con ella. Gnatón induce a Fedria a consentir en un arreglo
por el cual compartirá a Tais con Trasón, y así quedan al final satisfechas
todas las partes.
Hemos dicho en otro lugar que, luego que los ediles compraron esta obra,
se dio una representación preliminar en su presencia a la que asistió también
Luscio Lanuvino. Y hemos visto cómo el de Lanuvio acusó al autor de robo y
cómo se defendió Terencio alegando que había tomado los personajes del
capitán y del parásito, no de una obra de Nevio o de Plauto, sino del original
griego de Menandro.
La réplica de Terencio, puesto que desconocemos el original heleno,
plantea un intrincado problema, cuya solución más simple consiste en suponer
que el Eunuchus de Menandro tenía su propio capitán y su parásito, y que
todo lo que hizo el africano fue agregar ciertos toques que caracterizaban a los
mismos personajes del Colax de Menandro. El monólogo de aparición de
Gnatón y el diálogo de Trasón con éste nos dan los toques que necesitamos.
Gnatón se describe a sí mismo como un nuevo tipo de parásito, que se pega a

www.lectulandia.com - Página 22
quienes se hacen los listos y saca partido de su vanidad; el soldado aparece en
el diálogo justamente como ese pretendido listo, que se jacta, no tanto de sus
hazañas en la guerra o en el amor como de su habilidad para la réplica. Pero
en el resto de la obra, Trasón sigue siendo en gran medida el tipo habitual del
capitán y Gnatón el parásito tradicional. De modo que los préstamos que
Terencio tomó del Colax griego se reducen a unos pocos versos
desvinculados de la trama de su Eunuchus. Ignoramos por qué razón no
explicaría todo esto a su auditorio.
Lo cierto es que, estrenada en los juegos Megalenses de 161, alcanzó un
éxito tan estrepitoso que hubo de ser representada dos veces el mismo día y le
granjeó a su autor una compensación de ocho mil sestercios.

PHORMIO (FORMIÓN). Fedria y Antifón son primos, hijos de dos hermanos,


Cremes y Demifón. Éstos, antes de salir de viaje, habían confiado los dos
jóvenes a su esclavo Getas, el cual ha intentado en vano procurar a Fedria las
treinta minas que necesitaba para rescatar a una flautista a quien ama, y ha
conseguido hacer casar a Antifón con la bella Fanio, muchacha sin dote. El
parásito Formión, entendido en leyes, ha descubierto una por la cual Antifón,
unido a Fanio por lazos de parentesco, debe o dotarla o casarse con ella. Y
Antifón ha optado por lo último entusiasmado.
Regresa su padre. El matrimonio de su hijo con una muchacha sin dote
escandaliza a Demifón, que está dispuesto a pagar a Formión lo que quiera
con tal de que se calle. Pero el capcioso parásito amenaza con un nuevo
proceso en el momento en que Demifón eche de su casa a los jóvenes
esposos. Regresa también Cremes, al cual su hijo Fedria, respaldado por
Getas y por el inagotable Formión, preparan una trampa para sacarle las
treinta minas que necesita. Cremes ignora que había tenido en Lemnos una
hija natural, Fanio, la misma que se había casado con su sobrino Antifón y,
debido a esa ignorancia, interviene para que se disuelva un matrimonio que a
él no le disgustaba. Formión acepta con tal de que se paguen como dote de la
muchacha treinta minas, que servirán para el rescate de la flautista. Cerrado el
trato, se entera Cremes de que Fanio es su hija y, cambiados los papeles, se
opone ahora a la disolución del matrimonio y exige que se le devuelvan las
treinta minas.
Por medio de Getas ha logrado enterarse Formión del verdadero origen de
Fanio y de la infidelidad de Cremes. Se lo comunica a la celosa esposa de
éste, Nausistrata, y estalla un escándalo familiar. Calmada la cólera de la

www.lectulandia.com - Página 23
esposa, todo termina bien: se reconcilian los cónyuges; Antifón se casará con
Fanio; Fedria tendrá las treinta minas para su flautista; Getas será perdonado
y Formión se sentará a un opíparo banquete.
Esta comedia de Terencio, que gira también en torno a las recíprocas
relaciones entre el mundo de los jóvenes y el de los ancianos, se inspira en el
Marido adjudicado del griego Apolodoro.

ADELPHOE (LOS HERMANOS). Dos parejas de hermanos, una de viejos y otra de


jóvenes, ofrecen ejemplos de lo que pueden influir en el ánimo del hombre el
temperamento personal y la educación social.
Demeas y Mición son dos hermanos viejos: éste es un solterón jovial y
aquél el solícito padre de dos hijos, Esquino y Ctesifón. Al primero lo adoptó
su tío, quien le concedió toda clase de libertades, esperando con la
indulgencia ganar su confianza. Ctesifón fue mantenido bajo estricta
vigilancia por su severo padre. De modo que en la obra campea una nota
moderna, al proporcionarnos un estudio comparativo de dos métodos de
educación.
Ninguno de los dos sistemas tiene éxito; ambos jóvenes se procuran
amantes por sí mismos sin consultar a sus mayores. Esquino, que es el más
fuerte, allana la casa de una alcahueta, y se lleva a la joven cortesana Baquis
para entregarla a su tímido hermano, del cual ella es amante. Mas esta acción
provoca un equívoco, y la noticia aflige a Panfila, la muchacha pobre pero
virtuosa a la que ama Esquino. Cuando Mición se entera del secreto de
Esquino consiente en que éste se case con Panfila, pero cuando Demeas
descubre que Ctesifón lo ha engañado, comprende que han fracasado sus
severos métodos, cambia su papel por el de Mición y hace que todos se
regocijen a sus expensas.
Terencio lleva a su punto culminante, en esta su última comedia, lo que
había sido siempre tema fundamental de su teatro: las relaciones entre los
padres y los hijos, que se resuelve en el conflicto entre las exigencias de una
generación nueva y la experiencia de la antigua. Aquí la tesis se hace más
explícita y el diálogo se aproxima por momentos a la forma de conversación
filosófica tan grata a la antigüedad. Por eso la estructura de la comedia está
planeada con particular cuidado del equilibrio entre los diversos elementos; y
los motivos bufonescos, más numerosos que en otras piezas de Terencio,
parecen querer reanimar la lentitud de algunas escenas.

www.lectulandia.com - Página 24
Pero aun presentado en forma de tesis, el problema no interesa a) autor
tanto por sí mismo como por los aspectos dramáticos que de él derivan. A
Terencio no le preocupa establecer cuál pueda ser el mejor de los dos diversos
métodos de educación, ni si corresponde a la juventud o a la madurez el
dirigir una vida. En realidad piensa que entre jóvenes y viejos no hay
comprensión posible, y que los sistemas educativos, cualesquiera que sean, no
consiguen nunca sujetar la generación que crece a la que se extingue. El
verdadero motivo que anima la comedia es el contraste entre la preocupación
de Demeas y Mición con la instintiva independencia de los dos jóvenes.
Esta comedia fue representada en los juegos fúnebres en honor de
L. Emilio Paulo, junto con la segunda redacción de la Hecyra, en el 160. Está
basada en la homónima de Menandro, pero el poeta latino inserta en ella una
escena del Synapothnescontes de Dífilo, que ya había imitado Plauto en su
Commorientes.
Es ésta una de las piezas más alabadas de Terencio; no pocos la
consideran como su obra maestra por la coherencia de la acción y la
rotundidad de los caracteres. El tono es serio y elevado; sólo hacia el final se
introducen algunos rasgos cómicos, especialmente a propósito de la boda
entre el anciano Mición y la viuda Sóstrata. Y es aquí donde tenemos manera
de observar una diferencia respecto a su modelo: en Menandro —de ello nos
informa el gramático Donato— el viejo aceptaba sin protestas el tomar como
mujer a la madre de Pánfila. Terencio, en cambio, introduce una serie de
ruegos y de insistencias de una parte y de oposiciones y dificultades de la otra
que raya en lo grotesco. Acaso una concesión más a los gustos y a las
exigencias del público.

ORIGINALIDAD DE TERENCIO

Se ha intentado descubrir con la mayor acuciosidad, detrás de sus comedias,


los modelos griegos en que se inspiró Terencio. Tentativas vanas, autorizadas
únicamente por nuestra casi total ignorancia de la producción helenística
posterior al siglo IV. También Plauto imitó la Comedia Nueva y, sin embargo,
su obra resulta muy diferente de la de Terencio. Éste es un romano no de la
Roma estrecha y encerrada, como quería Catón, en los límites de Italia y aun
del Lacio, sino de la Roma ya imperial —imperialista, por lo menos— en que
se estaba fraguando la síntesis de culturas. El tono menor que aportan sus

www.lectulandia.com - Página 25
comedias a la escena romana da testimonio de la revolución espiritual de que
fue testigo su época.
En conjunto, las piezas de Terencio permanecen fieles a la técnica latina
que instauraran Livio y Nevio y desarrollara Plauto. Contienen partes
habladas y partes salmodiadas. Pero no tarda Terencio en abandonar los
«cantica» en metros muy variados, que Plauto utilizara tan sin tasa. Al obrar
así se acercaba más a la Comedia Nueva, que tendió también a la unidad
métrica y prescindió del coro, reduciendo la pieza a sus elementos más
puramente dramáticos. Mas la comedia de Terencio, lejos de aparecer,
también en este aspecto técnico, como un calco de los originales griegos, se
sitúa a mitad de camino entre la comedia romana tradicional y los modelos
antiguos. El análisis métrico muestra que el paso de los versos recitados a los
salmodiados responde siempre a un movimiento dramático; no que estén más
cargados de emoción los cantica que los simples diálogos hablados, diverbia,
pero sí traducen un cambio en la actitud o situación respectiva de los
personajes. De suerte que su aparición preludia el nacimiento de una
estratagema en la imaginación de un esclavo, prepara una peripecia; en suma,
el paso de un metro a otro tiene por efecto iluminar la acción y el diálogo con
luces diferentes. La introducción de los cantica servía en Plauto para romper
la monotonía del diálogo, para introducir danzas e intermedios. En Terencio
el procedimiento tiene por objeto subrayar las articulaciones psicológicas del
texto, los movimientos interiores del drama.
En esta interiorización del espectáculo ha desempeñado un papel
innegable la comedia griega. Pero su acción hubiera podido ejercerse ya en
tiempos de Plauto, puesto que tanto él como Terencio recurrieron a modelos
semejantes. De hecho, el influjo de la Comedia Nueva no pudo dejarse sentir
hasta el momento en que la conciencia romana, preparada por factores
espirituales, económicos y sociales, estuvo ya como sensibilizada y presta a
recibirlo. Mas ni siquiera entonces se trató de una imitación servil que
impusiera nuevas formas y préstamos directos. Terencio imitó a los griegos,
por supuesto, pero también continuó la obra de sus predecesores romanos.
Sino que Menandro y la Comedia Nueva no son para él un punto de partida,
antes el coronamiento de una larga evolución. No se olvide que,
paralelamente a Terencio, el teatro latino conoció otras creaciones; la comedia
perdía una buena parte de su espectáculo, pero a su lado se desarrollaba el
mimo, que terminará por reemplazar en la época clásica a la comedia regular.
Y uno y otro género, por diferentes que sean sus formas últimas, están ligados

www.lectulandia.com - Página 26
por un profundo parentesco, una comunidad de origen que nos da la
explicación de uno y de otro.
Otro aspecto de la novedad aportada por Terencio lo encontramos en su
peculiar manera de usar la «contaminatio». Ya sabemos que los autores
cómicos latinos recurrían a la contaminación de varias comedias griegas, lo
que les permitía añadir episodios y renovar los temas. En manos de Terencio
este procedimiento se endereza a otros fines y no es ya la intriga sino los
caracteres los que salen con ello transformados.
Un buen ejemplo de esto nos lo brinda el estudio de una pieza como el
Eunuchus, para el que sabemos con certeza que utilizó dos comedias de
Menandro. La primera, del mismo título, era, por supuesto, la fuente
principal; la segunda, el Colax, le prestó dos personajes, el del soldado
enamorado y el del parásito: dos «máscaras» bien conocidas de la Comedia
Nueva. Pero lo que Terencio tomó más particularmente de la última no era
tanto dos personajes, cuanto dos personajes comprometidos en una situación
determinada. Se sirvió de ella no para reforzar la intriga de la otra comedia,
mas para transformar a fondo el argumento. Merced a esa transformación es
considerado el amor, por vez primera en el teatro cómico, en el interior de las
almas y no en sus efectos anárquicos y destructores. No es que creamos ya
por eso en una «reivindicación de los derechos del amor» frente a una
jerarquía social hostil. Las cortesanas y los amantes de Terencio están muy
lejos de ser unos enamorados románticos. Un azar feliz logra generalmente
que un reconocimiento oportuno reconcilie la pasión y el buen sentido
burgués. En todo caso la «vida griega» deja de ser el símbolo de toda suerte
de relajamiento, del libertinaje que amenaza la pureza romana. La vida griega,
tal como Terencio la presenta, se convierte en el modelo de toda
«humanidad».
El poeta latino se esfuerza por revelar, detrás de la máscara que le
proporcionan sus modelos, una persona real y palpitante. Un verso de la
primera escena del Heautontimoroumenos nos da en alguna forma la fórmula
de este arte: «Soy hombre, y pienso que nada de lo que es humano me es
ajeno.» Por más que los comentarios, de que tanto se ha abusado con relación
a esta frase, rebasen con frecuencia su significado en el interior de la pieza, no
deja de ser cierto que, ya desde muy antiguo, se la viene considerando
aisladamente y ha servido para definir una actitud moral opuesta a la estricta
observancia del mos maiorum. El hombre ya no es considerado solamente en
lo que representa en el seno de la ciudad, sino como una persona. Por
supuesto que no desaparecen en Terencio los imperativos sociales, pero se

www.lectulandia.com - Página 27
topa con ellos por otro camino que el de la moral tradicional. Por eso, uno de
los problemas más frecuentemente debatidos en la escena es el de la
educación.
El «adulescens» era una máscara tradicional y sus calaveradas amorosas
constituían la esencia de las intrigas cómicas. Terencio no se limita a
constatar el hecho; investiga las razones profundas de este desorden de los
jóvenes y trata de comprender las dificultades en que se debaten los
muchachos. Los adolescentes de Terencio reflejan bien la inquietud de una
generación que busca luces y soluciones nuevas. El malestar viene de que los
romanos viven de prejuicios y no de la realidad. El pensamiento griego
proporciona los medios para alcanzar la verdad; ofrece todo lo que puede
desear un alma bien nacida y apasionada por la verdadera grandeza. La «vida
griega» no consiste, como propendía a hacer creer la pésima imitación de
algunos de sus paisanos, en una larga cadena de desenfrenos, sino en
desarrollar paralelamente las actividades del espíritu y las actividades útiles a
la ciudad: el otium al lado del negotium.
No ha llevado Terencio a sus últimas consecuencias la reconciliación de
Grecia y de Roma, pero ha demostrado que era posible resolver
definitivamente, y sin sacrificar nada, el conflicto entre la persona y la ciudad.
Sus comedias prueban, por lo menos, que la persona no es forzosamente
anárquica, sino que puede encontrar en la verdad, vale decir en el desarrollo y
cultivo del espíritu, los medios de salvaguardar lo que de valor existe en la
tradición nacional. Optimismo de una generación que tenía fe en el destino de
Roma y que había crecido entre victorias. Mas no basta a explicarlo todo el
entusiasmo de las conquistas. En el fondo de ese optimismo se adivina esa
confianza en la naturaleza del hombre que es el gran mensaje del socratismo.
Por el teatro de Terencio desfilan recuerdos de Aristóteles, de Crisipo y de
otros filósofos. No son, por lo general, las fórmulas escolares de una doctrina
sabia, sino los ecos de un pensamiento que Roma está cada día más dispuesta
a escuchar y que terminará por hacer suyo.

VALOR ARTÍSTICO

Al considerar en su conjunto la obra de Terencio se advierte una oscilación


entre la índole propia del autor, que lo empujaba hacia una forma de drama
burgués puramente sentimental, y la tradición cómica romana conforme a la
cual tenía que tratar de divertir al público. La balanza, en esta oscilación, se

www.lectulandia.com - Página 28
inclina más hacia lo serio que hacia lo jocoso, hacia el espíritu reflexivo que
hacia la tendencia caricatural. La piedad, la conmiseración, la ternura, la
melancolía, que no la burla, son las notas dominantes. Aquí se compadece, se
ama, se es bueno y cortés uno con otro.
Los enamorados se guardan, por lo común, fidelidad y a veces se aman
hasta el sacrificio. Los hijos son respetuosos y sumisos, no insolentes y
altaneros como en Plauto. Tampoco a los padres falta comprensión e
indulgencia no sólo para con sus hijos, sino hasta para con las amigas de sus
hijos aunque sean cortesanas. Éstas, por su parte, no suelen carecer de
gentileza y de virtud. Hasta las relaciones entre siervos y amos se han
humanizado en sumo grado.
La liberalitas, lo que nosotros llamaríamos «comprensión», hecha de
inteligencia y de bondad, era el signo distintivo de la elegante sociedad vívida
y descrita por Terencio. A conseguir esa cualidad aspiran todos los personajes
de su obra.
Por lo que a la trama y a los modelos se refiere, las comedias del latino se
asemejan mucho unas a otras. Su argumento deriva del repertorio común y se
fundan todas o casi todas en las acostumbradas aventuras de amor y de bodas
precedidas de feroz oposición, que suelen resolverse por el manido expediente
del «reconocimiento».
Sino que los argumentos y los expedientes técnicos poco cuentan por sí
solos; especialmente para este escritor, cuyo máximo valor estriba en la
caracterización de los personajes y en el sentimiento con que son tratados.
Ahí hay que buscar la originalidad de Terencio: en la penetración psicológica
con que contempla los caracteres que saltan a la escena. La cual se destaca
aún más si se compara a nuestro autor con sus modelos griegos o con sus
predecesores latinos.
La mayor parte de las comedias de Terencio derivan de modelos de
Menandro. Esta predilección por el más «clásico» de los autores de la
Comedia Nueva ya la heredaba de Cecilio, pero es muy significativa para
determinar el rumbo de su arte dramático. Ésta buscaba el refinamiento
literario y el refinamiento moral: la gentileza en las palabras y en las
costumbres. Por eso se iba alejando cada vez más de la antigua tradición del
«itálico aceto», de la comicidad brillante, impetuosa, burlesca de Plauto y de
Nevio. Sustituía el desvergonzado lenguaje popular por el muy urbano de los
círculos cultos. La representación extravagante y fantástica se transformaba
en fino juego coloquial. Semejantes disposiciones no venían del todo
sugeridas por Menandro; las llevaba consigo el intrínseco desenvolvimiento

www.lectulandia.com - Página 29
de la sociedad romana y culminaban en la elegancia del círculo escipiónico.
El joven Terencio las tenía algo en común con su directo predecesor Cecilio.
Empero difería profundamente de Cecilio. Y es tanto más significativa la
diferencia cuanto que ambos trabajaban sobre el mismo modelo, lo que
demuestra que uno y otro gozaban de personalidad propia y que jugaban un
papel muy relativo los modelos. Cecilio ponía el énfasis en la marcha de la
acción, en el desarrollo de los hechos; tal vez por no descomponer la línea de
los hechos evitó recurrir a la contaminación, de que otros tanto se sirvieron.
Terencio afronta la crítica de sus adversarios cecilianos y no duda en
contaminar escenas de varios ejemplares griegos, con tal que el todo resulte
coherente. Y no duda porque su mira estaba puesta, repetimos, más en los
caracteres que en los hechos.
El estudio de los caracteres, como ya reconocían los críticos antiguos —
por lo menos Varrón: in ethesin poscit palmam Terentius—, constituye el
mérito principal de sus comedias, a las cuales, en cambio, les faltaba vis o
virtus cómica, tensión y fuerza dramática; así lo vio ya el propio Julio César
en un famoso juicio epigramático cuando se refirió a él como a «medio
Menandro», dimidiatus Menander.
Fue ese estudio de los caracteres lo que llevó a Terencio a aproximarse
cada vez más al tipo ideal de drama sobre el que habían teorizado los
filósofos griegos, inspiradores o maestros de Menandro, no sólo como
«imitación de la vida», sino como «análisis de cualidades morales». Los
personajes de nuestro autor están elaborados de manera que llevan por delante
la impronta de su ethos.
No cabe la menor duda de que Terencio debe mucho a sus modelos. Pero
tampoco de que, en lo esencial, él es Terencio y no Menandro, porque ha
reelaborado cada acto y cada escena de sus obras infundiendo en ellas su
sentido de la vida, su delicada afectividad, sus aspiraciones y las de la
sociedad en que vivía. De un drama que, pese a todo, tenía aún mucho de
«ático», de provinciano, ha hecho algo ampliamente humano, «universal», de
acuerdo con el significado que la política romana imprimía entonces a este
concepto.
Para este cometido gozaba de ciertas ventajas nuestro vate, por el hecho
de que, dado su origen africano, no había echado raíces en ningún terreno de
provincia, en ningún estrato popular. Su lengua y su mente eran las de las
personas cultas de la Urbe, las de aquellos que trataban de colocarse a la
altura de su dominio sobre la oekumene. No es de maravillar, pues, que en su
obra de comediógrafo haya introducido Terencio aquel espíritu nuevo de la

www.lectulandia.com - Página 30
humanitas: espíritu que emanaba de Roma y del que se iban a hacer
portaestandartes, pocos años después de la prematura muerte del poeta,
filósofos griegos de la talla de Panecio, el fundador del estoicismo medio.

LA HERENCIA DE TERENCIO

Muerto el africano, costó todavía largos decenios reconocer sus méritos en la


escena. Una enconada hostilidad llevó a Volcado Sedigito a reservarle un
sexto lugar en su canon, y dictó a Cicerón y a César aquellos juicios que
comportaban una atenuación de sus méritos frente a los de Menandro. Fue
menester atravesar los umbrales de la época de Augusto para que fuera mejor
apreciado. Horacio proclamó que Terencio superaba en arte a todos y más
tarde Quintiliano le concederá la palma en competencia con la técnica
plautina de la comedia, lamentando únicamente que no se hubiese ceñido más
al empleo del diálogo en trímetros. Lo comentaron Probo, Emilio Aspro,
Arruncio Celso, Acrón y Evancio, en comentarios que se han perdido; y
Donato y Eugrafio, en exégesis que aún se leen hoy.
La Edad Media sintió por él un verdadero culto, gracias al reconocimiento
agustiniano de aquella aura precristiana que aletea en la mayor parte de sus
dramas. Su ejemplo provocó en el siglo X el renacimiento de un teatro
literario latino, por obra de la monja Hroswitha de Gandersheim. Deploraba
que Terencio fuese leído tan apasionadamente no obstante sus pecaminosas
historias de amor y se propuso contraponerles un teatro cristiano, nutrido de
leyendas de santos. Para lo cual compuso seis dramas en prosa rítmica latina,
creyendo rivalizar por ello con el poeta africano.
No decreció su favor durante el Renacimiento. Boccaccio lo anteponía a
Plauto y otro tanto hacía Montaigne. Las disputas sobre la preeminencia de
uno u otro caracterizaron una época que solía caldearse con tales cuestiones.
El siglo de oro francés se rindió, por supuesto ante él, pese a que Boileau
repitió la especie de que Escipión Emiliano era el verdadero autor de sus
comedias: creencia que, por lo demás, debía hacer más estimable el teatro
terenciano a aquellos literatos cortesanos y más explicable su refinamiento.
El siglo XVIII y buena parte del XIX vivieron bajo la magia de Terencio,
cuyo influjo no fue ajeno al nacimiento de la comédie larmoyante. En la
dulzura, en el ambiente doméstico, en los tonos amortiguados y reflexivos, en
el cuidado por la caracterización de muchas comedias de Goldoni se aprecia

www.lectulandia.com - Página 31
un eco pálido de Terencio, que debió de servir al veneciano de punto de
apoyo para su reforma del teatro.
Si la verdadera herencia de Plauto han sido la ópera bufa, la opereta y la
revista, Terencio ayudó a fundar el teatro cómico regular moderno, que puso
en él sus ojos por los caracteres de su dramaturgia. Es el padre indiscutido de
nuestra comedia de carácter y de nuestro drama intimista, el ejemplo hacia el
que, más o menos explícita y conscientemente, miran todos aquellos que, tras
peligrosas aventuras, quieren volver a una concepción severa y serena del
drama, impregnada de experiencia humana.

FRANCISCO MONTES DE OCA.

www.lectulandia.com - Página 32
CRONOLOGÍA

196. Proclamación de la libertad de Grecia en los Juegos Ístmicos.


195. Consulado de Catón. Aníbal expulsado de Cartago.
194. Catón vencedor en España. Cecilio Estacio en Roma. Los romanos se
retiran de Grecia.
192. Roma declara la guerra a Antíoco.
191. Antíoco derrotado en las Termopilas. Institución de los Juegos
Megalenses.
190. Nacimiento de Terencio. Consulado de L. Cornelio Escipión.
189. Batalla de Magnesia. Reparto de Asia Menor. Nacimiento de Panecio.
188. Paz de Apamea.
186. Muerte de Antíoco. Últimas comedias de Plauto. Senado-consulto de
las Bacanales.
184. Muerte de Plauto. Ennio ciudadano romano. Construcción de la
Basílica Porcia en Roma. Fin de la dinastía Maurya en la India.
183. Muerte de Cn. Escipión. Suicidio de Aníbal refugiado en la corte de
Bitinia.
181. Fundación de la colonia de Aquilea.
180 Lex Villia Annalis. Nacimiento de Lucilio. Gran Altar de Zeus en
Pérgamo. Florece Aristarco de Samos.
179 Perseo sucede a Filipo en Macedonia. Se comienza la construcción de
la Basílica Emilia.
175. Antíoco IV Epífanes, rey seléucida.
174. Comienza el reinado de Mitrídates, rey de los partos.
173. Expulsan de Roma a los epicúreos Aldo y Filisco.
172. Embajada de Perseo a Cartago.
171. Guerra contra Perseo. Embajada de Eumenes a Roma.
170. Toma de Abdera. Nacimiento de Accio.

www.lectulandia.com - Página 33
169. Campaña de Q. Marcio Filipo en Macedonia. Reposición de Thyestes
de Ennio. Muerte de Ennio. Construcción de la Basílica Sempronia.
168. Consulado de Paulo Emilio. Victoria de Pidna. Muerte de Cecilio.
Crates de Malo en Roma. Represión de los judíos en Jerusalén por
Antíoco.
167. Discursos de Catón. Llega a Roma Polibio con los mil rehenes aqueos.
Levantamiento de los judíos acaudillados por Judas Macabeo.
166. Estreno de Andria de Terencio. Delos puerto franco. Fin de la
hegemonía de Rodas en el Egeo. Comienzan en China las invasiones de
los hunos.
165. Estreno de Hecyra. Judas Macabeo gobernador de Palestina.
164. Muerte de Antíoco en guerra con los partos.
163. Representación del Heautontimorumenos. Nacimiento de Tiberio
Graco.
162. Comienzan las luchas dinásticas entre los seléucidas. Demetrio I Soter,
rey.
161. Estreno de Phormion y del Eunuchus. Son expulsados de Roma los
filósofos griegos.
160. Estreno de Adelphoe. Muerte de Paulo Emilio. Derrota y muerte de
Judas Macabeo. Biblioteca de Pérgamo.
159. Muerte de Terencio. Censura de Escipión Nasica. Enseñanza de Crates
de Malos. Muerte de Eumenes, rey de Pérgamo.
156. Embajada de filósofos griegos en Roma: Diógenes de Babilonia,
Carnéades de Cirene y Critolao.
154. Nacimiento de Cayo Graco. El Senado prohíbe un teatro permanente.
Revuelta de los celtíberos en España.
151. Panecio en Roma. Escipión Emiliano tribuno militar en España.
150. Discurso de Catón contra Cartago. Guerra entre Cartago y Masinisa.
149. Muerte de Catón. Primer sitio de Cartago. Publicación de los Orígenes
de Catón.
148. Macedonia provincia romana.
146. Celebración de los Juegos Seculares. Toma y destrucción de Cartago.
Destrucción de Corinto. Grecia anexada a la provincia romana de
Macedonia.

www.lectulandia.com - Página 34
LA ANDRIANA

www.lectulandia.com - Página 35
PERSONAS

SIMÓN, viejo, padre de Pánfilo.


PÁNFILO, mancebo, hijo de Simón.
DAVO, esclavo de Simón.
DROMÓN, esclavo encargado de castigar a los otros.
SOSIA, liberto de Simón.
CARINO, mancebo, amante de Filomena.
BIRRIA, esclavo de Carino.
CRITÓN, vecino de Andros.
CREMES, viejo, padre de Filomena.
GLICERA, llamada también Pasíbula, hija de Cremes.
MISIS, criada de Glicera.
LESBIA, partera.

PERSONAS QUE NO HABLAN

ARQUILIS, criada de Glicera.


CRISIS, cortesana, que pasa por hermana de Glicera.

www.lectulandia.com - Página 36
PRÓLOGO[1]

Cuando el poeta se decidió a escribir comedias, sólo esta empresa creyó echar
sobre sí: la de componer sus fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas
ahora advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado a forjar
prólogos, no para declarar el argumento, sino en respuesta a las malévolas
censuras de un poeta rancio.[2] Suplicóos, pues, que oigáis con atención de
qué le reprenden.
Menandro compuso La Andriana y La Perintia.[3] Quien la una de ellas
conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de argumento semejante,
aunque por el diálogo y el estilo diferentes. Todo lo que de La Perintia
cuadraba para La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado, sirviéndose
de ello cual si fuese de su propia invención. Y esto es lo que sus enemigos le
censuran. Porque dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula.[4]
Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de esto,
acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes nuestro poeta tiene por
maestros,[5] y cuya libertad más precia él imitar que no la oscura exactitud de
esos censores. Les aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de
murmurar, si no quieren oír sus defectos.
Prestadle vuestro favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para
que sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo serán dignas o no de ser
representadas.

www.lectulandia.com - Página 37
ACTO PRIMERO

ESCENA I
SIMÓN, SOSIA, esclavos cargados de provisiones

SIMÓN.—Llevad vosotros esas viandas allá dentro, caminad. Tú, Sosia,


llégate acá; que te quiero decir dos palabras,
SOSIA.—Dalas por dichas: que se aderece bien todo esto.
SIMÓN.—Muy diferente cosa es.
SOSIA.—¿En qué más puedo yo serte útil con mi arte?
SIMÓN.—No hay necesidad de ese arte para lo que yo pretendo, sino de
aquellas virtudes que yo en ti siempre he conocido, que son fidelidad y
silencio.
SOSIA.—Suspenso estoy aguardando qué me quieres.
SIMÓN.—Ya sabes cómo después que te compré has tenido en mi casa desde
pequeño una moderada y benigna servidumbre. Hícete de esclavo mi
liberto, porque me servías hidalgamente: te di la mayor recompensa que
pude.
SOSIA.—No lo he olvidado yo.
SIMÓN.—Ni yo tampoco estoy de ello arrepentido,
SOSIA.—Huélgome, Simón, de haber hecho o hacer en tu servicio algo que
te agrade: y en haberte dado gusto recibo gran merced. Pero ese
recuerdo me da pena; porque traerlo a mi memoria, es como
reprenderme de olvidado de las mercedes recibidas. Di, pues, en pocas
palabras, qué me quieres.
SIMÓN.—Así lo haré. En primer lugar, te advierto que estas que tú crees
verdaderas bodas no son tales bodas.
SOSIA.—¿Por qué, pues, las finges?
SIMÓN.—Yo te lo contaré todo desde su principio, y así conocerás la vida de
mi hijo y mi intento, y también qué es lo que yo quiero en este caso que

www.lectulandia.com - Página 38
tú hagas. Porque después que mi hijo salió de la niñez, amigo Sosia,
tuvo ocasión para vivir más libremente; que hasta entonces ¿quién
pudiera saber ni entender su condición, mientras la edad, el miedo y el
maestro lo estorbaban?
SOSIA.—Así es,
SIMÓN.—Al revés de lo que hacen casi todos los mancebos, que es inclinar
su voluntad a alguna manera de ejercicios, como a criar caballos o
perros para caza, o darse a los estudios, él en nada se ejercitaba por
extremo, aunque en todo ello moderadamente se empleaba. Yo gustaba
de ello.
SOSIA.—Y con razón, porque me parece muy útil en la vida no hacer cosa
ninguna con exceso.
SIMÓN.—Su manera de vivir era sufrir y comportar fácilmente a todos
aquellos con quien comunicaba, hacerse a su condición, complacerles
en sus deseos, no porfiar con nadie, nunca preferirse a otro; de tal
suerte, que sin pesadumbre ni enojo ganase honra y granjease amigos.
SOSIA.—Discretamente ordenó su vida; porque hoy día el complacer gana
amigos, y el decir las verdades enemigos.
SIMÓN.—En esto, habrá tres años que arribó aquí, a nuestro barrio una
mujer de Andros, forzada de necesidad y abandonada de sus deudos;
mujer de muy buen rostro y moza.
SOSIA.—¡Ay! recelo tengo no nos traiga esta Andriana algún daño.
SIMÓN.—Al principio vivía castamente, con regla y aspereza, ganando la
vida con telas e hilazas; pero como se le allegaron, uno tras otro,
galanes prometiéndole dinero, y como la naturaleza humana desvara tan
fácilmente del trabajo al deleite, aceptó el partido, y de allí adelante
comenzó a granjear con su hermosura. Sus amantes entonces llevaron
por casualidad, como suele acaecer, a mi hijo a comer con ellos en casa
de la moza. Yo luego dije entre mí: «No hay duda que me le han
cazado; herido está.» Aguardaba por las mañanas a sus criados cuando
iban o venían, y preguntábales: «Di, mozo, por tu vida, ¿quién tuvo ayer
a Crisis?» Porque así se llamaba la Andriana.
SOSIA.—Entiendo.
SIMÓN.—«Fedro, decían, o Clinia o Nicerato.» Porque estos tres la tenían
entonces a la vez.—«Y Pánfilo ¿qué hace?»—«¿Qué? Pagó su escote y
cenó.» Holgaba yo de ello. Preguntábales otro día lo mismo, y hallaba
por verdad no tocarle nada a Pánfilo, y realmente me parecía ésta una
grande y clara muestra de virtud. Porque quien anda revuelto con

www.lectulandia.com - Página 39
semejantes condiciones, y en ello no se le altera la voluntad, sábete que
puede ya tener manera y asiento de vivir. Alegrábame yo de esto, y
todos por una boca me daban parabienes y alababan mi ventura, pues
tenía un hijo de tan buena inclinación. ¿Qué es menester palabras?
Cremes, inducido de esta fama, vino a mí voluntariamente a ofrecerme
para él la mano de su hija única, y muy bien dotada. Parecióme bien,
acepté el partido y concerté las bodas para hoy.
SOSIA.—¿Qué impedimento, pues, hay para que de veras no se hagan?
SIMÓN.—Yo te lo diré. Pocos días después, muere nuestra vecina Crisis.
SOSIA.—¡Oh, qué bien! ¡La vida me has dado! Llegué a temer que la tal
Crisis…
SIMÓN.—En aquel trance mi hijo no salía de la casa, y juntamente con los
amantes de Crisis, se ocupaba en disponer el funeral, mostrándose a las
veces triste, y aun llorando a veces. Yo aplaudía esta conducta, pues
pensaba para mí: «Si este muchacho, por un poquillo de trato que con
ella tuvo, siente con tan tierno corazón su muerte, ¿qué hiciera si él
fuera su amante? ¿Qué no hará por mí, que soy su padre?» Todos éstos
me parecían cumplimientos de condición afable y ánimo benigno. ¿Qué
es menester razones? Yo mismo, por amor de Pánfilo, fui también al
entierro, no sospechando mal ninguno.
SOSIA.—¿Qué mal hay, pues?
SIMÓN.—Ya lo sabrás. Sácanla: echamos a andar. ¡En esto, entre las
mujeres del cortejo veo por casualidad una mozuela de una estampa!…
SOSIA.—¿Buena, eh?
SIMÓN.—Y de un aire, Sosia, tan modesto y gracioso, que no había más allá.
Y porque me pareció que lloraba más que las otras, y también porque
era de rostro muy honesto y más ahidalgado que las otras, llégome a las
criadas y pregúntoles quién era: dícenme que era una hermana de Crisis.
Luego al punto me enclavó el alma. «¡Ta!, ¡ta! —dije— éste es el caso:
de aquí nacen las lágrimas; ¡ésta es aquella compasión!»
SOSIA.—¡Qué temeroso estoy en qué has de parar!
SIMÓN.—Entre tanto, sigue avanzando el fúnebre cortejo, y andando,
andando llegamos a la sepultura; pónenla en la hoguera,[6] llóranla. En
esto, aquella hermana que te he dicho, llégase al fuego indiscretamente
con harto peligro. Pánfilo, alterado, descubre entonces sus amores bien
disimulados y secretos; corre, abraza por la cintura a la mujer,
diciéndole: «Glicera mía, ¿qué haces? ¿Por qué vas a perderte?» Y ella

www.lectulandia.com - Página 40
echósele llorando en los brazos con familiar abandono, de manera que
quien quiso pudo fácilmente ver que sus amores eran viejos.
SOSIA.—¿Qué me dices?
SIMÓN.—Vuelvo de allí enojado y muy picado, y con todo eso no había
bastante razón para reñirle. Porque dijera: «¿Qué he yo hecho? ¿O qué
he merecido, padre? ¿O en qué he pecado? Detuve a la que se quiso
echar en el fuego, libréla»: palabras son honestas.
SOSIA.—Cierto. Porque si al que dio socorro a la vida, reprendes, ¿qué
dejarás para el que hiciere mal o daño?
SIMÓN.—Viene Cremes el día siguiente a mi casa, diciendo a voces, que
había sabido un caso vergonzoso; que Pánfilo tenía por mujer aquella
forastera. Niego yo el hecho; él porfía que es verdad. Finalmente se
despide de mí, jurando que no daría su hija.
SOSIA.—¿Y tú entonces a tu hijo no le…?
SIMÓN.—Ni aun ésta me pareció bastante razón para reñir con él.
SOSIA.—¿Cómo no?
SIMÓN.—Dijérame: Ya tú, padre, has puesto término a mi libertad; ya se
acerca el tiempo en que he de vivir a sabor de ajeno arbitrio; déjame
ahora, entretanto, vivir a mi gusto.
SOSIA.—¿Qué motivo, pues, te queda para reprenderle?
SIMÓN.—Si por esa mujer rechazase el casamiento, éste es el primer agravio
que yo en él he de castigar. Y en esto entiendo ahora: en procurar por
medio de casamiento fingido verdadera ocasión para reñir con él, si me
dijere que no, y también para que el bellaco de Davo, si algún consejo
tiene, lo gaste ahora que sus enredos no pueden perjudicarme. Yo creo
que Davo de pies y de cabeza buscará todos los medios, más por
hacerme a mí pesar, que por complacer a mi hijo.
SOSIA.—¿Por qué?
SIMÓN.—¿Eso me preguntas? Es bellaco de malas intenciones y de mala
entraña. Mas, como yo le pille… y no digo más. Si, por el contrario,
sucediere lo que yo deseo, que en Pánfilo no haya resistencia, quédame
el recabar el sí de Cremes; lo cual confío que se logrará. Ahora lo que tú
has de hacer es fingir muy bien estas bodas, atemorizar a Davo,[7] ver
qué determina mi hijo, y qué consultas hace con él.
SOSIA.—Basta. Yo lo haré. Entrémonos ya.
SIMÓN.—Anda delante, que ya voy.

www.lectulandia.com - Página 41
ESCENA II
SIMÓN, solo.

SIMÓN.—Averiguada cosa es que mi hijo no quiere casarse, según entendí


que Davo se alteró cuando oyó decir que pasaba adelante el casamiento.
Pero aquí viene Davo.

ESCENA III
DAVO, SIMÓN

DAVO.— (Aparte.) Ya me maravillaba yo que esto se pasase así por alto; y


aquella perpetua mansedumbre de mi amo temía en qué había de parar.
Pues aunque entendió que no le habían de dar a su hijo la mujer, nunca a
ninguno de nosotros nos dijo palabra ni se le dio nada por ello.
SIMÓN.— (Aparte.) Ahora la dirá, y aun muy a tu costa, según pienso.
DAVO.— (Aparte.) Él quiso realmente entretenernos con este falso gozo, y
asegurarnos, quitándonos el miedo, para después saltearnos
descuidados, de manera que no tuviésemos lugar de buscar traza con
que estorbar el casamiento. ¡Astuto!
SIMÓN.— (Aparte.) ¿Qué dice el verdugo?
DAVO.— (Aparte.) Mi amo es: ¡y yo que no le había visto!…
SIMÓN.— (Alto.) Davo.
DAVO.—¿Qué mandas?
SIMÓN.—Llégate acá.
DAVO.— (Aparte.) ¿Qué me querrá éste?
SIMÓN.—¿Qué dices tú?…
DAVO.—¿Sobre qué?
SIMÓN.—¿Eso me preguntas? Mira que se corre por ahí que mi hijo tiene
amiga.
DAVO.—¡Esos cuidados, por cierto, tiene el pueblo!
SIMÓN.—¿Estás conmigo o no?
DAVO.—Ya te entiendo.
SIMÓN.—Pero de fuerte padre sería ponerme yo ahora a hacer en eso
inquisición. Porque lo que hasta aquí él ha hecho no me toca nada.
Mientras su edad para ello dio lugar, yo ya le he permitido que
satisficiese sus caprichos; pero este tiempo ya trae otra vida, ya requiere

www.lectulandia.com - Página 42
otras costumbres. De hoy más te pido, Davo, y, si es justo, te lo suplico,
que hagas por que vuelva al buen camino.
DAVO.—¿Qué quieres decir?
SIMÓN.—Todos los que tienen amiga sienten mucho que los casen.
DAVO.—Así lo dicen,
SIMÓN.—Y si alguno toma para esto un mal maestro, las más veces tuerce a
la peor parte la flaca voluntad.
DAVO.—En verdud que no te entiendo.
SIMÓN.—Que no, ¿eh?
DAVO.—No; que soy Davo y no Edipo.[8]
SIMÓN.—En ese caso holgarás que te diga rasamente lo que me queda por
decir.
DAVO.—Sí holgaré.
SIMÓN.—Si yo entendiere hoy que tú me urdes algún enredo por donde no
se hagan estas bodas, o que quieres que se vea en esto cuán astuto eres,
te juro, Davo, que, después de bien azotado, he de dar contigo en la
tahona hasta que mueras, con pleito homenaje que si yo de allí te sacare,
quede yo a moler en tu lugar. Y, pues, ¿hazlo entendido ahora, o ni aun
esto tampoco?…
DAVO.—A maravilla, porque ahora me has dicho el negocio muy a la rasa,
sin rodeos.
SIMÓN.—En cualquier otro caso sentiré menos que me engañes que no en
éste.
DAVO.— (Irónico.) ¡Vaya, no hay que enojarse![9]
SIMÓN.—¿Burlaste? Pues no me engañarás. Mira, te digo que no seas loco,
ni me vengas después con que no te lo avisaron. ¡Ojo! (Vase.)

ESCENA IV
DAVO, solo

DAVO.—A buena fe, Davo, que no cumple aquí emperezar ni descuidar, a lo


que tengo entendido, del propósito del viejo acerca de este casamiento;
el cual, si con maña no se lleva, dará al través conmigo o con mi amo. Ni
sé qué me haga, si complazca a Pánfilo o si crea el viejo. Si a Pánfilo
dejo, temo que se pierda; si le ayudo, las amenazas de éste, el cual es
malo de burlar. Cuanto a lo primero, ya tiene él noticia de estos amores;
a mí me tiene sobre ojos, no desbarate el casamiento con algún engaño;

www.lectulandia.com - Página 43
si lo siente, soy perdido, o si le parece tomará achaque para con razón o
sin razón dar conmigo en la tahona. A estos males allégaseme este otro
también: que esta Andriana, ora sea su mujer, ora su amiga, está de
Pánfilo preñada. ¡Y es cosa de ver su atrevimiento! Porque es más
empresa de locos que de enamorados. Están determinados a criar lo que
pariere, y allá entre ellos urden no sé qué maraña: que ésta es ciudadana
de Atenas; que hubo un tiempo un viejo mercader, el cual naufragó junto
a la isla de Andros, y que murió; y que el padre de Crisis la recogió
escapada, huérfana, pequeña… ¡Todo mentiras! Lo que es a mí no me
parece conforme a verdad. Y ellos están contentos con la maraña. Pero
Misis sale de su casa. Yo me voy de aquí a la plaza para verme con
Pánfilo, porque no le coja su padre desapercibido en este caso.

ESCENA V
MISIS

MISIS.—Ya te he entendido, Arquilis, rato ha:[10] mandas llamar a Lesbia.


¡Por mi vida, que es una mujer borracha y arriscada, y nada diestra para
encomendarle primerizas! Pero, en fin, la traeré. (A los espectadores.)
Notad bien la porfía de esta vejezuela, porque es su comadre de jarro.
¡Oh dioses, suplicóos le deis a ésta (aludiendo a Glicera) esfuerzo en
este parto, y a Lesbia lugar de que con otras parturientas desatine! Pero
¿qué ocurre, que veo venir a Pánfilo alterado? Temo no sea algo.
Aguardaré por saber qué tristeza nos trae esta revuelta.

ESCENA VI
PÁNFILO, MISIS

PÁNFILO.—¿Es ésta acción ni empresa de hombre? ¿Éste es oficio de padre?


MISIS.— (Aparte.) ¿Qué es aquello?
PÁNFILO.—¡Fe de dioses y de hombres!, ¿cuál es afrenta, si ésta no lo es? Si
tenía determinado casarme hoy, ¿no fuera justo que lo supiera yo
primero? ¿No fuera bien que lo tratara antes conmigo?
MISIS.— (Aparte.) ¡Desdichada de mí!, ¿qué escucho?

www.lectulandia.com - Página 44
PÁNFILO.—¿Y Cremes, que había dicho que no me daría su hija por mujer,
ha mudado de propósito porque me ve a mí estar firme en el mío? ¿Con
tanta porfía procura apartarme de Glicera? ¡Mísero de mí! ¡Si esto
sucede, perdido soy sin remedio! ¿Es posible que haya hombre tan
desgraciado ni tan infeliz como yo? ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y que
de ninguna manera he de poder yo librarme del parentesco de Cremes?
¿De cuántos modos no fui yo despreciado, desechado, después de todo
hecho y concertado? ¿Otra vez, después de repudiado, me tornan a
pedir? ¿A qué fin, si no es lo que sospecho, que ellos crían algún
culebrón,[11] y como no le pueden encajar a nadie acuden a mí?
MISIS.— (Aparte.) Esas palabras, ¡ay de mí!, me llenan de terror.
PÁNFILO.—Porque, ¿qué diré yo ahora de mi padre? ¡Ah!, ¿un negocio tan
grave había él de tratar con tanto descuido? Díceme ahora, al pasar por
la plaza: «Mira, Pánfilo, que te has de casar hoy. Prepárate: vete a
casa.» Parecióme que me había dicho: «Ve de presto y ahórcate.»
Pasmado quedé. ¿Pensáis que yo le pude responder, o darle alguna
excusa, siquiera necia, o falsa, o injusta? La palabra se me heló. Porque
si yo lo hubiera sabido antes… si me preguntase ahora alguno qué
hiciera, algo hiciera por donde esto no hiciera. Pero ahora, ¿a qué mano
me volveré primero? Tantos cuidados me cercan, que me tiran la
voluntad a muchas partes: el amor, la lástima que tengo de Glicera, la
congoja de este casamiento; además el empacho que tengo de
desobedecer a mi padre, el cual, hasta ahora, con tanta mansedumbre me
ha sufrido hacer todo lo que me ha dado gusto. ¿Y que le contradiga
yo?… ¡Ay de mí! ¡No sé qué me haga!
MISIS.— (Aparte.) ¡Ay, mísera de mí! ¡Cuánto me temo que se incline a
mala parte aquel no sé qué me haga!… Pero ahora conviene mucho que,
o éste hable con ella, o yo le diga alguna cosa de ella; que cuando la
voluntad vacila, un pelillo la arrastra a uno u otro lado.
PÁNFILO.—¿Quién habla aquí?… ¡Salud, Misis!
MISIS.—¡Oh, Pánfilo, salud!
PÁNFILO.—¿Qué hace tu señora?
MISIS.—¿Eso me preguntas? Está fatigada de sus dolores, y afligida la
cuitada de ver que para hoy está concertado días ha tu casamiento.
Teme que la desampares.
PÁNFILO.—¡Cómo! ¿Podría yo intentar tal cosa? ¿He yo de consentir que la
infeliz quede por mí engañada, habiendo ella confiado de mí su corazón
y vida, y habiéndola yo tenido en mi corazón en cuenta de mujer

www.lectulandia.com - Página 45
propia? ¿He de permitir que su buena inclinación, enseñada y criada
bien y castamente, se tuerza ahora constreñida de necesidad? No haré tal
cosa.
MISIS.—Bien cierta estoy, si estuviese en sola tu mano; pero temo que no
podrás resistir.
PÁNFILO.—¿Por tan follón me tienes, o por tan desagradecido o cruel o
brutal, que ni la conversación, ni el amor, ni la vergüenza me mueva ni
exhorte a que le guarde la fe?
MISIS.—Esto, a lo menos, sé que ha merecido: que te acuerdes de ella.
PÁNFILO.—¿Que me acuerde? ¡Oh Misis, Misis, aún tengo escritas en el
alma aquellas palabras que Crisis me dijo de Glicera estando ya casi
muriéndose! Llamóme, acerquéme; os salisteis vosotras, quedámonos
solos; comiénzame a decir: «Amigo Pánfilo, bien ves el rostro y pocos
años de ésta, y también entiendes cuán contrarias le son ambas cosas
para conservar su honestidad y su hacienda. Suplícote, pues, por esta tu
mano derecha y por tu noble condición; por tu fe y por la soledad de
ésta te encargo que no la apartes de ti ni la desampares, pues ves que
siempre te he amado como a mi hermano propio, y que ésta a ti solo
siempre te ha tenido en mucho y en todas las cosas te ha sido obediente.
Yo te le doy por marido, por amigo, por tutor, por padre; estos nuestros
bienes a ti te los entrego y a tu fidelidad los encomiendo.» Dámela
entonces por la mano y tómale luego la muerte. Yo me encargué de ella;
y pues me encargué, yo la conservaré.
MISIS.—Así lo espero, ciertamente.
PÁNFILO.—Pero ¿por qué la dejas sola?
MISIS.—Voy a llamar a la partera.
PÁNFILO.—Corre; y, mira, del casamiento, ni palabra: no sea que su mal…
MISIS.—Entiendo.

www.lectulandia.com - Página 46
ACTO SEGUNDO

ESCENA I
CARINO, BIRRIA

CARINO.—¿Qué me dices, Birria? ¿Es posible que Panfilo se case hoy con
Filomena?
BIRRIA,—Sí.
CARINO.—¿Cómo lo sabes?
BIRRIA.—Davo me lo dijo poco ha en la plaza.
CARINO.—¡Oh, desdichado de mí! Que así como mi alma ha estado hasta
aquí suspensa entre el temor y la esperanza, así después de perdida la
esperanza, tras el cansancio y la congoja, está como pasmada.
BIRRIA.—Suplícote, Carino, por los dioses, que pues no es posible lo que tú
quieres, quieras tú lo que es posible.
CARINO.—Yo no quiero más que a Filomena.
BIRRIA.—¡Oh, cuánto mejor te sería procurar cómo despidieses ese amor de
tu corazón, que hablar de cosas con que más atices en vano tu deseo!
CARINO.—Todos, cuando estamos sanos, damos fácilmente buen consejo a
los enfermos. Si tú en mi lugar estuvieses, de otro modo sentirías.
BIRRIA.—Bueno, bueno; como quieras.
CARINO.—Pero allá veo a Pánfilo.

ESCENA II
CARINO, BIRRIA, PÁNFILO

CARINO.—Resuelto estoy a tentarlo todo, antes de perderme.


BIRRIA.— (Aparte.) ¿Qué intenta?

www.lectulandia.com - Página 47
CARINO.—Yo le suplicaré, yo me echaré a sus pies; le contaré mi pasión;
recabaré siquiera, yo lo espero, que aplace por algunos días este
casamiento. Entretanto, ¿quién sabe lo que puede suceder?
BIRRIA.— (Aparte.) Lo que puede suceder es nada entre dos platos.
CARINO.—Birria, ¿qué te parece?, ¿le hablaré?
BIRRIA.—Sí, a fe; porque ya que no recabes nada, entenderá que le has de
poner los cuernos si con ella se casare.
CARINO.—¡En la horca te veas, ladrón, con tus sospechas!
PÁNFILO.—A Carino veo… Estés enhorabuena.
CARINO.—¡Oh, Pánfilo! seas bien venido. Aquí vengo a pedirte esperanza,
salud, socorro y consejo.
PÁNFILO.—Bueno estoy yo para dar consejos ni socorro. Pero, en fin, ¿qué
es ello?
CARINO.—¿Conque te casas hoy?
PÁNFILO.—Eso dicen.
CARINO.—Pánfilo, si tal haces, hoy verás el fin de mis días.
PÁNFILO.—¿Cómo así?
CARINO.—¡Ay de mí! ¡No me atrevo a decírtelo! Díselo tú, Birria, por tu
vida.
BIRRIA.—Yo lo diré.
PÁNFILO.—¿Qué es ello?
BIRRIA.—Éste está enamorado de tu esposa.
PÁNFILO.—No tenemos, pues, el mismo gusto. Pero dime, por tu vida,
Carino, ¿has tenido algo más que eso con ella?
CARINO.—¡Ah, Pánfilo! ¡Nada!
PÁNFILO.—¡Cuánto lo quisiera!
CARINO.—Yo ahora, por nuestra amistad y por mi amor, primeramente te
suplico que no te cases con ella.
PÁNFILO.—Yo te prometo procurarlo.
CARINO.—Y ya que eso no fuere posible, o si este casamiento, a ti te da
gusto…
PÁNFILO.—¿A mí gusto?
CARINO.—… que a lo menos lo demores por algunos días, mientras yo me
voy a alguna parte do mis ojos tal no vean.
PÁNFILO.—Óyeme ya, Carino: yo no tengo por hecho de hidalgo pedir uno
que le agradezcan aquello en que el no merece nada. Más deseo yo
librarme de este casamiento, que tú alcanzarlo.
CARINO.—La vida me has dado.

www.lectulandia.com - Página 48
PÁNFILO.—Así, pues, si tú y tu criado Birria podéis hacer algo, hacedlo;
inventad, rebuscad, procurad los medios para que te la den; que yo, de
mi parte, haré por que a mí no me la den.
CARINO.—Esto me basta.
PÁNFILO.—A Davo veo a buen tiempo, en cuyo consejo estoy muy
confiado.
CARINO.— (A Birria.) Por cierto que tú a mí nunca me dices nada, sino lo
que no me importa saber. ¿Huyes de aquí? (Amenazándole.)
BIRRIA.—¿Yo? sí, en verdad, y de buena gana.

ESCENA III
DAVO. CARINO, PÁNFILO

DAVO.—¡Oh, dioses buenos, y qué nuevas traigo! Pero ¿dónde hallaría yo a


Pánfilo, para quitarle el miedo que tiene y henchirle el alma de
contentos?
CARINO.—(A Pánfilo.) Alegre viene, no sé de qué.
PÁNFILO.—No es nada. No debe haber tenido noticia de estos males.
DAVO.— (Aparte.) El cual creo yo que, si ha entendido que está a punto su
casamiento…
CARINO.— (A Pánfilo.) ¿Oyes lo que dice?
DAVO.—… andará desalentado buscándome por toda la ciudad. Pero
¿dónde le podré encontrar?, ¿qué rumbo tomaré?
CARINO.— (A Pánfilo.) ¿Por qué no le hablas?
DAVO.—Voyme.
PÁNFILO.—Davo, ven acá, detente.
DAVO.—¿Quién es el que me…? ¡Oh, Pánfilo, en tu busca vengo! ¡Oh,
Carino, a buen tiempo ambos; que a los dos os busco!
PÁNFILO.—¡Davo, perdido soy!
DAVO.—Oye lo que digo.
PÁNFILO.—¡Muerto soy!
DAVO.—Ya sé lo que temes.
CARINO.—Mi vida realmente está en peligro.
DAVO.—También sé lo que tú…
PÁNFILO.—Mis bodas…
DAVO.—¡Ya, ya lo sé!
PÁNFILO.—Hoy…

www.lectulandia.com - Página 49
DAVO.—¡Dale! ¡Si lo sé todo!…[12] Tú temes que te casarán con ella, y tú
(a Carino) que no te casarán.
CARINO.—En el caso estás.
PÁNFILO.—Eso mismo es.
DAVO.—Pues en eso mismo no hay peligro ninguno: mírame al rostro.[13]
PÁNFILO.—Davo, por favor, líbrame ya de estos temores.
DAVO.—Yo te libro, ¡ea! Ya Cremes no te da su hija por mujer.
PÁNFILO.—¿Cómo lo sabes?
DAVO.—Yo lo sé. Tu padre habló conmigo a solas poco ha, y me dijo que te
había de casar hoy, con otras muchas cosas que ahora no hay tiempo de
contarte. Yo me fui corriendo en seguida hacia la plaza, para llevarte
esta noticia. Como no te hallé, súbome luego en un lugar alto; miro a la
redonda; no parecías. Por casualidad topéme allí con Birria; preguntóle
por ti; díceme que no te había visto. ¡Por vida…! Póngome a pensar qué
haría. En esto, al volver, cruza por mi magín una sospecha. ¡Cómo! —
me digo— ¡tan poco gasto!… el padre triste… las bodas tan de presto…
¡Esto no pega![14]
PÁNFILO.—¿Y a qué viene todo eso?
DAVO.—Voyme luego a casa de Cremes; cuando llego no veo a nadie a la
puerta. Holguéme de ello.
CARINO.—Bien dices.
PÁNFILO.—Prosigue.
DAVO.—Párome allí, y no veo entrar a nadie ni salir a nadie, ni a ninguna
mujer. En la casa, nada de preparativos ni bullicio. Alleguéme, miré
adentro…
PÁNFILO.—Buenas señales son ésas.
DAVO.—¿Te parece a ti que éstas son señales de boda?
PÁNFILO.—Pienso que no.
DAVO.—¿«Pienso que», me dices? ¡Bah! no lo entiendes. La cosa está bien
clara. Además: viniendo de allí topé al criado de Cremes, que llevaba
seis maravedís de verdura y pescadillos menudos para cena del viejo.
CARINO.—¡Davo, tú eres hoy mi salvador!
DAVO.—No hay nada de eso.
CARINO.—¿Cómo no, pues es cosa cierta que no se la da a éste?
DAVO.—¡Donosa necedad! ¡Como si se siguiese de necesidad que no
dándola a éste te la han de dar a ti, si no lo procuras; si con ruegos y
dádivas no pones por terceros los amigos del viejo!

www.lectulandia.com - Página 50
CARINO.—Bien me aconsejas. Iré; aunque esta esperanza ya me ha burlado
muchas veces. Adiós.

ESCENA IV
PÁNFILO, DAVO

PÁNFILO.—¿Qué pretende, pues, mi padre? ¿A qué propósito finge…?


DAVO.—Yo te lo diré. Si él te riñese ahora porque Cremes no te da la hija,
pareceríale que a sí mismo se hace agravio, y con razón, hasta entender
cómo sea tu voluntad en este casamiento; pero si tú le dices que no
quieres casarte, toda la culpa te cargará entonces a ti, y allí serán las
riñas.
PÁNFILO.—A todo me pondré.
DAVO.—Mira, Pánfilo, que es tu padre, y es fuerte cosa eso. Además, esa
mujer está sola. En sus dichos o en sus hechos hallará tu padre algún
pretexto por donde la haga desterrar de la ciudad.
PÁNFILO.—¿Desterrar?
DAVO.—Y pronto.
PÁNFILO.—Dime pues, Davo, ¿qué tengo que hacer?
DAVO.—Dile que te casarás.
PÁNFILO.—¿Cómo?
DAVO.—¿Qué es?
PÁNFILO.—¿Que yo le diga…?
DAVO.—¿Por qué no?
PÁNFILO.—¡Eso, jamás!
DAVO.—Haz lo que te digo.
PÁNFILO.—No me des tal consejo.
DAVO.—Mira lo que de ello redundará.
PÁNFILO.—Apartarme de aquélla y encerrarme con esta otra.
DAVO.—Nada de eso. Yo creo que tu padre te dirá de esta manera: «Hijo,
yo quiero que hoy te cases.» Tú le responderás: «Me casaré, padre.»
Dime, ¿cómo podrá reñir contigo? Todos los consejos que él tiene por
muy ciertos, sin peligro ninguno se los tornarás inciertos, pues es cosa
llana que Cremes no te da su hija. Y tú no dejes por eso de ir a casa de
Glicera, porque no mude Cremes de propósito. Y a tu padre dile que
huelgas de casarte, para que, aunque quiera, no pueda enojarse contigo
con razón. Porque eso en que tú fundas tu esperanza, fácil es de refutar:

www.lectulandia.com - Página 51
«No habrá —dices— quien quiera casar su hija con hombre de tales
costumbres.» Y yo te digo que tu padre más querrá casarte con una
mujer pobre, que dejarte perder de esa manera. Pero si él entiende que
tomas estas bodas con paciencia, se descuidará, se pondrá muy despacio
a buscarte otra; entretanto, Dios hará merced.
PÁNFILO.—¿Eso te parece?
DAVO.—No hay que dudar en ello.
PÁNFILO.—Mira en lo que me pones.
DAVO.—¿Quieres callar?
PÁNFILO.—Bueno; le diré que sí. Pero mira no sepa mi padre que he tenido
un hijo de ella, porque he prometido criarle.
DAVO.—¡Qué locura!
PÁNFILO.—Rogóme Glicera que le diese esta palabra como prenda de que
no la dejaría.
DAVO.—Se procurará. Pero… cata que viene tu padre. Mira que no conozca
que estás triste.

ESCENA V
SIMÓN, DAVO, PÁNFILO

SIMÓN.— (Aparte.) A ver vuelvo en qué entienden o qué consejo toman.


DAVO.— (A Pánfilo.) Éste por cosa llana tiene que has de decir que no
quieres casarte. Viene muy apercibido de algún lugar solitario; piensa
que trae ya trazado algún razonamiento con que te confunda. Por tanto,
tú mira que estés muy en ti.
PÁNFILO.—Todo cuanto pueda, Davo.
DAVO.—Fía de mí, te digo, Pánfilo, que tu padre no atravesará hoy contigo
una palabra, si le dices que te casarás.

ESCENA VI
BIRRIA, SIMÓN, DAVO, PÁNFILO

BIRRIA.— (Aparte.) Mi amo me mandó que, dejando otros negocios,[15]


siguiese hoy de cerca a Pánfilo, para ver qué determinaba de este

www.lectulandia.com - Página 52
casamiento. Por eso vengo aquí tras él. Allá le veo con Davo; manos a
la obra.
SIMÓN.— (Aparte.) Aquí están los dos.
DAVO.— (A Pánfilo.) ¡Ea, ten cuenta!
SIMÓN.—¡Pánfilo!
DAVO.— (A Pánfilo.) Vuélvete hacia él como sorprendido.
PÁNFILO.—¡Ah, padre mío!
DAVO.— (A Pánfilo.) ¡Muy bien!
SIMÓN.—Como ya te he dicho, quiero que hoy te cases.
BIRRIA.— (Aparte.) Nuestro bien o nuestro mal está ahora en lo que éste
respondiere.
PÁNFILO.—Ni en eso ni en nada hallarás en mí resistencia, padre mío.
BIRRIA.— (Aparte.) ¡Ah!…
DAVO.— (A Pánfilo.) Mudo quedó.
BIRRIA.— (Aparte.) ¿Qué dijo?
SIMÓN.—Haces lo que debes, pues me otorgas con amor lo que te pido.
DAVO.— (A Pánfilo.) ¿No te decía yo…?
BIRRIA.— (Aparte.) Mi amo, a lo que entiendo, se ha quedado sin mujer.
SIMÓN.—Ve, pues, a casa ya, porque no nos hagas detener cuando fueres
necesario.
PÁNFILO.—Voyme.
BIRRIA.— (Aparte.) ¡Que no haya un hombre de quien fiar en cosa alguna!
Verdadero es aquel refrán que dice: «Todos quieren más para sus
dientes, que no para sus parientes.» Yo vi a esa moza, y me acuerdo que
la vi doncella de buen rostro: y así no me maravilla que Pánfilo haya
querido más abrazarse con ella entre sueños, que no que Carino la
abrazase. Vamos con estas buenas nuevas a mi amo; que en pago no me
dará malas albricias.

ESCENA VII
DAVO, SIMÓN

DAVO.— (Aparte y señalando a Simón.) Éste piensa ahora que yo le traigo


algún engaño y que por esto me he quedado aquí.
SIMÓN.—¿Qué cuenta Davo?
DAVO.—Nada por ahora.
SIMÓN.—Con que nada, ¿eh?

www.lectulandia.com - Página 53
DAVO.—Ninguna cosa.
SIMÓN.—Pues yo esperaba que sí.
DAVO.— (Aparte.) Hále burlado su esperanza, ya lo veo: esto le da pena al
hombre.
SIMÓN.—¿Podrías decirme, Davo, la verdad?
DAVO.—Nada más fácil.
SIMÓN.—¿Siente por ventura mucho mi hijo este casamiento, por los
amores que tiene con esta forastera?
DAVO.—No en verdad, o cuando mucho será pena de dos o de tres días,
¿entiéndesme? Que después él la dejará. Porque él mismo ha
considerado ya entre sí este caso con buen uso de razón.
SIMÓN.—Bien está.
DAVO.—Mientras le fue lícito, y mientras dieron lugar sus años para ello,
tuvo amiga, y esto con mucho secreto, procurando siempre no le fuese
afrenta, como lo han de hacer los hombres de su pro. Ahora que es
menester que tome esposa, sólo piensa en casarse.
SIMÓN.—Algo triste me pareció que estaba.
DAVO.—No por eso; sino que tiene de ti no sé qué queja.
SIMÓN.—¿De qué?
DAVO.—De una niñería.
SIMÓN.—¿Qué es ello?
DAVO.—¡Si no es nada!
SIMÓN.—Acaba ya de decir lo que es.
DAVO.—Dice que haces muy corto gasto.
SIMÓN.—¿Yo?
DAVO.—Tú. Apenas ha hecho, dice, de gasto diez reales. ¿Esto le parece
que es casar un hijo? ¿A quién de mis amigos, dice, osaré ahora traer a
mis bodas convidado? Y a la verdad, aquí, inter nos, me parece que has
estado muy tacaño. Yo no lo apruebo.
SIMÓN.—Cállate.
DAVO.— (Aparte.) Picóle.
SIMÓN.—Yo veré de que todo se haga como cumple. (Aparte.) ¿Qué enredo
será éste? ¿Qué pretenderá el bellaco? Porque, si aquí hay alguna
trampa, éste es en ella el tramoyista.

www.lectulandia.com - Página 54
ACTO TERCERO

ESCENA I
MISIS, SIMÓN, DAVO, LESBIA

MISIS.— (A Lesbia.) Por mi vida, que tienes razón, Lesbia, en lo que has
dicho; apenas hallarás un hombre fiel a una mujer.
SIMÓN.— (A Davo.) ¿De casa de la Andriana es esta moza, eh, Davo?
DAVO.—Sí.
MISIS.— (A Lesbia.) Pero nuestro Pánfilo…
SIMÓN.—¿Qué dice?
MISIS.—… dio una prenda de su fidelidad…
SIMÓN.— (Sobresaltado.) ¿Eh?
DAVO.— (Aparte.) ¡Que no se tornase éste sordo o ella muda!
MISIS.—… porque ha mandado criar lo que naciere.
SIMÓN.—¡Oh, Júpiter! ¿Qué escucho? Perdido soy, si ésta dice verdad.
LESBIA.—Por lo que me cuentas, de buena condición es el mancebo.
MISIS.—Excelente. Pero entremos, no sea que lleguemos tarde.
LESBIA.—Ya te sigo.

ESCENA II
DAVO, SIMÓN, GLICERA[16]

DAVO.— (Aparte.) ¿Qué remedio encontraré yo ahora en semejante aprieto?


SIMÓN.—¿Qué es esto, cielos? ¿Tan loco está…? ¿De una forastera…? ¡Ah,
ya entiendo! ¡Necio de mí, que apenas había dado en la cuenta!
DAVO.— (Aparte.) ¿Qué cuenta será esa que dice?

www.lectulandia.com - Página 55
SIMÓN.—Primer enredo que éste me urde: fingen un parto, para espantar a
Cremes.
GLICERA.— (Dentro de su casa.) ¡Juno Lucina, acódeme, ampárame, por
favor!
SIMÓN.—¡Hola, hola! ¡Y cuán presto! ¡Donosa invención! Después que le
han dicho que yo estaba a la puerta, se da prisa. ¡Mal repartidas tienes
las escenas, Davo amigo!
DAVO.—¿Yoo?
SIMÓN.—¿Olvidaron, por ventura, tus actores el papel?
DAVO.—Yo no sé lo que te dices.
SIMÓN.—Si éste me hubiera cogido en bodas verdaderas desapercibido,
¡qué burla me hubiera hecho! Ahora a su riesgo lo hace; que yo en
puerto navego.[17]

ESCENA III
LESBIA, SIMÓN, DAVO[18]

LESBIA.—Hasta ahora, Arquilis, todas las señales que suele haber, y


convienen para la salud, todas veo que las tiene esta parida. Ahora,
cuanto a lo primero, haced que se lave; después dadle de beber lo que
mandé, y cuanto he ordenado: que luego yo daré una vuelta por acá.
(Aparte.) En buena fe que le ha nacido a Pánfilo un hijo muy hermoso.
Los dioses lo dejen lograr, pues Pánfilo es de tan buena entraña, y no ha
querido hacerle agravio a esta honrada moza.

ESCENA IV
SIMÓN, DAVO

SIMÓN.—Esto a lo menos, ¿quién que te conozca, no creerá que nace de ti?


DAVO.—¿Pues qué es ello?
SIMÓN.—No les mandaba allá dentro lo que se le había de hacer a la parida,
sino que, después de salir afuera, les grita desde la calle a los que están
dentro. ¡Oh Davo!, ¿y en tan poco me tienes, o tan aparejado te parezco,
para que tan a la descubierta emprendas de engañarme? Hiciéraslo a lo

www.lectulandia.com - Página 56
menos con tal recato, que pareciera que tenías temor de que yo lo
supiese.
DAVO.— (Aparte.) Realmente que ahora éste se engaña a sí mismo, que no
le engaño yo.
SIMÓN.—¿No te lo previne? ¿No te amenacé, si lo hacías? ¿Hasme temido?
¿Qué me aprovechó el mandarlo? ¿Cómo he de creer yo de ti que ésta
ha parido de Pánfilo?
DAVO.— (Aparte.) Ya sé por dónde yerra, y lo que tengo de hacer.
SIMÓN.—¿Por qué callas?
DAVO.—¿Qué has de creer? ¡Como si ya no te hubiesen avisado que esto
había de suceder de esta manera!
SIMÓN.—¿A mí? ¿Quién?
DAVO.—¡Bah! ¡Si querrás hacerme creer que tú solo has descubierto esta
farsa!
SIMÓN.—Burlándose está de mí.
DAVO.—A ti alguno te lo ha dicho, porque si no, ¿cómo hubieras tú tenido
esta sospecha?
SIMÓN.—¿Cómo? porque sé quién eres tú.
DAVO.—Eso es como decirme que yo soy el tramoyista.
SIMÓN.—Y lo sé de cierto.
DAVO.—Aún no conoces bien quién soy, Simón.
SIMÓN.—¿Qué yo no te…?
DAVO.—Sino que, si comienzo a contarte algo, al punto crees que te estoy
engañando…
SIMÓN.— (Irónico.) Y no hay tal.
DAVO.—Y así realmente que no oso ya chistar.
SIMÓN.—Esto sólo sé: que aquí nadie ha parido.
DAVO.—Acertaste. Pues verás, con todo esto, cómo antes de mucho rato te
traen el muchacho aquí delante de la puerta. Yo, señor, desde luego te
aviso que lo han de hacer así; para que lo sepas, y no me digas después
que son consejos ni trazas de Davo. Yo tengo empeño en que deseches
esa mala opinión que de mí tienes.
SIMÓN.—¿Cómo lo sabes tú eso?
DAVO.—Helo oído y lo creo. Ofrécenseme a una muchas cosas de que hago
yo esta conjetura. Cuanto a lo primero, ésta ha dicho que estaba de
Pánfilo preñada: ha salido mentira. Hoy, al ver que se aparejan ya las
bodas en casa, ha enviado a toda prisa la criada con encargo de llamar a

www.lectulandia.com - Página 57
la partera y de traerse juntamente un niño. Porque, si no te dan con el
niño en las narices, el casamiento no se estorba.
SIMÓN.—¿Qué me dices? Cuando entendiste que tomaban ese medio, ¿por
qué no se lo dijiste luego a Pánfilo?
DAVO.—¿Pues quién le ha apartado de ella, sino yo? Porque bien sabemos
todos cuán grande afición le haya tenido. Ahora ya desea casarse.
Finalmente, esto déjamelo tú a mi cargo. Y pasa adelante, como lo
haces, en tratar del casamiento; que yo confío que los dioses nos
favorecerán.
SIMÓN.—Vete, pues, tú allá dentro, y espérame allá, y prepara todo lo
necesario.

ESCENA V
SIMÓN, solo

SIMÓN.—Éste no me ha inducido aún a darle entero crédito; así que no sé si


será verdad todo lo que me ha dicho… Pero me importa poco. Lo que yo
más precio es la palabra que me dio mi mismo hijo. Ahora, yo me veré
con Cremes, y le pediré la mano de su hija para Pánfilo. Si lo recabo,
¿qué más quisiera yo que hacer hoy este casamiento? Porque en lo que
mi hijo me ha ofrecido, llana cosa es que le podré obligar con razón, si
se me volviere atrás. Y a propósito, aquí viene Cremes.

ESCENA VI
SIMÓN, CREMES

SIMÓN.—¡Salud, Cremes!
CREMES.—¡Hola! precisamente te buscaba.
SIMÓN.—Y yo a ti.
CREMES.—A muy buen punto te he topado. Ciertas gentes me han dicho que
han entendido de ti que mi hija se casa hoy con tu hijo, y así vengo a ver
si estás tú loco, o si lo están ellos.
SIMÓN.—Óyeme, y en breves razones sabrás lo que yo te quiero y lo que tú
preguntas.
CREMES.—Ya te oigo: di lo que quisieres.

www.lectulandia.com - Página 58
SIMÓN.—Suplícote, Cremes, por los dioses y por nuestra amistad, la cual
comenzando desde la niñez, ha crecido siempre con los años, y por una
sola hija que tienes, y por mi hijo, cuyo total remedio está en tu mano,
que me favorezcas en esta ocasión, y que el casamiento se haga, como
estaba tratado.
CREMES.—No uses conmigo de ruegos, pues para recabar eso de mí, no son
menester. ¿Piensas que soy otro del que era los días pasados cuando te
la daba? Si cosa es que a los dos conviene, manda por la moza; pero si
en ello hay para los dos más daño que provecho, te ruego que lo mires
bien por ambos, como si ella fuese tu hija y yo padre de Pánfilo.
SIMÓN.—Eso es precisamente lo que quiero, Cremes, y eso te suplico que se
haga. Ni yo te lo pediría si el caso mismo no lo aconsejase.
CREMES.—¿Y qué es ello?
SIMÓN.—Entre mi hijo y Glicera hay muchos enojos.
CREMES.—Óigolo.
SIMÓN.—Tan grandes, que confío que se le podremos arrancar.
CREMES.—¡Bah, cuentos!
SIMÓN.—Realmente pasa así.
CREMES.—Lo que pasa en realidad es lo que te voy a decir: que las riñas de
los enamorados son nuevo refresco del amor.
SIMÓN.—¡Oh!, ¡yo te ruego que lo prevengamos todo ahora que es sazón,
mientras su apetito está con las palabras injuriosas embotado, antes que
las maldades de éstas y sus lágrimas fingidas con engaños muevan a
compasión la enferma voluntad! Casémosle: que yo confío que él,
enamorado del buen trato y ahidalgada compañía de tu hija, se desligará
desde hoy muy fácilmente de estos males.
CREMES.—Eso te parece a ti; pero yo creo que ni él podrá unirse para
siempre con mi hija, ni menos yo sufrirlo.
SIMÓN.—¿Y cómo lo sabes tú, sin hacer la prueba?
CREMES.—Fuerte cosa es hacer en la hija propia semejantes experiencias.
SIMÓN.—Todo el inconveniente se reduce, en fin, a esto: a que venga ¡lo
que los dioses no permitan! el divorcio. Pero si Pánfilo se enmienda,
mira qué de bienes: primeramente restituirás un hijo a tu amigo; para ti
hallarás un yerno seguro y para tu hija marido.
CREMES.—No gastes razones: si te parece que eso es cosa que conviene, no
quiero yo que por mí se estorbe tu provecho.
SIMÓN.—¡Con razón te he querido siempre mucho, Cremes!
CREMES.—Pero, ¿qué me dices…?

www.lectulandia.com - Página 59
SIMÓN.—¿De qué?
CREMES.—¿Cómo sabes que ellos están ahora discordes entre sí?
SIMÓN.—Davo, que es su secretario, me lo ha dicho; y él me incita a
apresurar cuanto pueda el casamiento. ¿Piensas tú que lo haría él, si no
supiese que es del gusto de mi hijo? Tú mismo lo oirás de su boca. (A
sus esclavos.) ¡Hola! que venga Davo. Pero hele aquí; ya le veo salir.

ESCENA VII
DAVO, SIMÓN, CREMES

DAVO.—A buscarte iba.


SIMÓN.—¿Qué hay de nuevo?
DAVO.—¿Por qué no haces traer la mujer? Cata que se hace tarde.
SIMÓN.— (A Cremes.) ¿Oyes lo que dice? Yo, Davo, he andado rato ha con
recelo de ti, no hicieses lo que suelen los criados de ordinario y me
urdieses algún engaño por los amores de mi hijo.
DAVO.—¿Yo había de hacer eso?
SIMÓN.—Creílo; y así, recelándome de esto, os encubrí lo que ahora te diré.
DAVO.—¿Qué?
SIMÓN.—Vas a saberlo; porque ya, casi, casi, me fío de ti.
DAVO.—¡Al fin me has conocido!
SIMÓN.—Este casamiento no era de veras.
DAVO.—¿Qué…? ¿Que no…?
SIMÓN.—Sino que lo había fingido por probaros.
DAVO.—¿Es posible?
SIMÓN.—Como lo oyes.
DAVO.—¡Mira, mira!, ¡nunca yo he podido dar en esa cuenta! ¡Oh qué
consejo tan sagaz!
SIMÓN.—Escucha. Después que te mandé entrar en casa, topóme aquí a muy
buen punto con Cremes…
DAVO.— (Aparte.) ¡Ah!, ¿estamos, por acaso, perdidos?
SIMÓN.—Y hele contado lo que tú me dijiste rato ha.
DAVO.— (Aparte.) ¿Qué oigo?
SIMÓN.—Hele rogado que me dé su hija, y, aunque con dificultad, hámela
otorgado.
DAVO.— (Aparte.) ¡Muerto soy!
SIMÓN.—¿Qüé has dicho?

www.lectulandia.com - Página 60
DAVO.—Que está muy bien hecho.
SIMÓN.—Ya, por lo que toca a Cremes, no hay que detenernos.
CREMES.—Ahora voy a casa; les diré que se aderecen, y luego soy aquí con
la respuesta.

ESCENA VIII
SIMÓN, DAVO

SIMÓN.—Ahora, Davo, yo te suplico que, pues tú solo me has concertado


este casamiento…
DAVO.— (Increpándose.) ¡Sí a fe, yo solo!
SIMÓN.—… procures que mi hijo vuelva al buen camino.
DAVO.—Lo haré, yo te lo juro, con mucha diligencia.
SIMÓN.—Puedes aprovechar estos momentos en que tiene el ánimo irritado.
DAVO.—Descuida.
SIMÓN.—Dime, pues, ¿dónde está él ahora?
DAVO.—¡Milagro será que no esté en casa![19]
SIMÓN.—Yo me voy a buscarle y a decirle lo mismo que te he dicho.

ESCENA IX
DAVO, solo

DAVO.—¡Perdido soy!… ¿Qué excusa tengo para no ir de vuelo a la tahona?


No hay lugar de ruegos. Ya lo he revuelto todo: a mi amo he engañado;
he enredado en bodas al hijo de mi amo; he hecho que se hiciesen hoy,
sin esperarlo el viejo y a pesar de Pánfilo. ¡Oh, astucias!, ¡que si yo me
hubiera estado quedo, no hubiera mal ninguno! Pero aquí viene. ¡Muerto
soy! ¡Oh!, ¡si hubiera aquí una sima donde despeñarme!…

ESCENA X
PÁNFILO, DAVO

PÁNFILO.—¿Qué es de aquel malvado que me ha echado a perder?


DAVO.— (Aparte.) ¡Muerto soy!

www.lectulandia.com - Página 61
PÁNFILO.—Yo confieso que con razón me ha sucedido este mal, pues soy
tan follón y de tan poco consejo. ¿Yo había de confiar todo mi bien de
un vil esclavo? ¡Yo tengo, pues, el pago de mi necedad; pero él no se
me irá con ella!
DAVO.— (Aparte.) Bien sé que después estaré libre, si de este primer
encuentro me escapo.
PÁNFILO.—¿Qué le diré, pues, ahora yo a mi padre? ¿Le diré que no quiero
casarme, habiéndole prometido antes que sí? ¿Qué osadía tendré para
hacerlo? ¡No sé realmente qué me haga de mí mismo!
DAVO.— (Aparte.) Ni menos yo de mí, aunque lo procuro mucho. Decirle
he que buscaré algún medio, por poner siquiera alguna dilación en este
mal.
PÁNFILO.— (Con enojo.) ¡Hola!…
DAVO.— (Bajo.) ¡Me ha visto!
PÁNFILO.—¡Ven acá, hombre de bien!… ¿Qué te parece…? ¿Ves en qué lío
estoy ¡pobre de mí! con tus buenos consejos?
DAVO.—Yo te desliaré.
PÁNFILO.—¿Que tú me desliarás?
DAVO.—Sí, Pánfilo.
PÁNFILO.—¡Como antes!
DAVO.—No; sino mucho mejor, según confío.
PÁNFILO.—¡Ah, ladrón! ¿Y de ti he de confiar yo ya cosa ninguna? ¿Tú
bastarás a volver en su estado un negocio tan revuelto y tan perdido?
¡Mira de quién me fío yo! ¡De quien de un negocio muy pacífico y
quieto me ha enlazado hoy en casamiento! ¿No te dije yo lo que
sucedería?
DAVO.—Sí.
PÁNFILO.—¿Qué merecías tú ahora?
DAVO.—La horca. Pero déjame volver un poco en mí; que yo miraré algún
remedio.
PÁNFILO.—¡Ay de mí! ¿Por qué no tengo lugar para darte el castigo que
deseo? Que esta coyuntura más me obliga a que mire por mí, que no a
que me vengue de ti.

www.lectulandia.com - Página 62
ACTO CUARTO

ESCENA I
CARINO, PÁNFILO, DAVO

CARINO.— (Aparte.) ¿Es esto cosa de creer, ni de decir? ¿Que haya gentes
de tan malas entrañas, que hallen gusto en hacer mal y en procurar el
daño ajeno por buscar provechos para sí? ¡Ah!, ¿es esto posible? Pues
existe realmente una casta de hombres que para decir un «no», tienen un
poco de empacho; pero cuando viene el tiempo de cumplir lo prometido,
entonces forzosamente se descubren y temen, y la necesidad les fuerza a
volverse atrás de su palabra. Entonces les oiréis decir sin pizca de
pudor: «¿Quién eres tú? ¿Qué tengo yo que ver contigo? ¿Que yo te
ceda a ti mi…? ¡Bah! mi pariente más próximo soy yo mismo.» Y si les
preguntáis qué fue de su palabra, ¡como si no!… ¡no tienen ni asomo de
vergüenza! Aquí, donde era menester, no tienen reparo, y tiénenlo
acullá, donde no es menester. ¿Pero qué haré? ¿Iré a buscarle, para
pedirle cuenta de este agravio y acabarle a pesadumbres? Pero diráme
alguno: ¿De qué te servirá? De mucho. Porque a lo menos le daré pena,
y yo quebraré mi enojo.
PÁNFILO.—Carino, ambos estamos perdidos por mi imprudencia, si los
dioses no nos dan algún remedio.
CARINO.—¿Conque por tu imprudencia? Presto has hallado la excusa. ¡Bien
me has tenido la palabra!
PÁNFILO.—¿Pues qué…?
CARINO.—¿Aun piensas engañarme con esas disculpas?
PÁNFILO.—¿Qué es ello?
CARINO.—Después que yo te dije que la quería mucho, te ha caído en gusto.
¡Ah, desdichado de mí, que juzgué tu corazón por el mío!
PÁNFILO.—Muy equivocado estás.

www.lectulandia.com - Página 63
CARINO.—¿Te pareció que no sería colmada tu ventura sin cebar al pobre
enamorado y entretenerle con falsas esperanzas? (En tono de amarga
concesión.) ¡Cásate!
PÁNFILO.—¿Que me case? ¡Ah, no sabes bien en cuán grandes males estoy
puesto, cuitado de mí, y cuán grandes congojas me ha causado con sus
consejos éste mi verdugo! (Señalando a Davo.)
CARINO.—¿Qué maravilla, pues toma de ti ejemplo?
PÁNFILO.—No dirías eso si conocieses bien mi corazón y mi voluntad.
CARINO.— (Con ironía.) ¡Ya sé que no ha mucho que altercaste con tu
padre, y que por eso está enojado contigo y no te ha podido obligar hoy
a que con ella te casases!
PÁNFILO.—Antes te hago saber, para que mejor entiendas mis trabajos, que
estas bodas no se aparejaban para mí, ni pensaba nadie ahora en darme a
mi mujer.
CARINO.—Ya sé que te dejaste obligar… de tu propia voluntad. (Quiere irse
y Pánfilo le detiene.)
PÁNFILO.—Espera; que aún no sabes…
CARINO.—Ya sé que te has de casar con ella.
PÁNFILO.—¿Por qué me matas? Escucha esto. No paró de instarme; no cesó
de aconsejarme y de rogarme que le dijese a mi padre que me casaría,
hasta tanto que me indujo.
CARINO.—¿Quién hizo eso?
PÁNFILO.—Davo.
CARINO.—¿Davo?
PÁNFILO.—Él lo revuelve todo.
CARINO.—¿Por qué?
PÁNFILO.—No lo sé: sino que sé que los dioses estaban airados contra mí,
pues le di oídos.
CARINO.—¿Es verdad esto, Davo?
DAVO.—Verdad.
CARINO.—¡Ah!, ¿qué dices, malvado? Los dioses te den el castigo que
merecen tales hechos. Dime: si todos sus enemigos le quisieran ver a
éste enredado en casamiento, ¿qué otro consejo le dieran, sino ése?
DAVO.—Erréla: pero aún no me doy por vencido.
CARINO.—Harto lo sé.
DAVO.—¿No nos ha ido bien por aquí? Emprenderémosla por otra vía. Si ya
no es que pienses que por habernos al principio sucedido mal, no se nos
puede ya trocar el mal en bien.

www.lectulandia.com - Página 64
PÁNFILO.—Al contrario: yo creo que si te desvelas, de un casamiento
harásme dos.
DAVO.—Yo, Pánfilo, esto te debo por razón de ser tu siervo: procurar, de
pies y manos, de día y de noche, tu provecho con riesgo de mi vida. Lo
que a ti te toca es perdonarme, si algo sucede al revés de mi esperanza.
¿No sale bien lo que hago? A lo menos hágolo con diligencia: si no,
busca tú mejor remedio y no hagas caso de mí.
PÁNFILO.—Eso quiero: tórname al punto en que me tomaste.
DAVO.—Sí haré.
PÁNFILO.—¡Pero de presto!
DAVO.—¡Chist!… ¡quieto; que ha sonado la puerta de Glicera!

ESCENA II
MISIS, PÁNFILO, CARINO, DAVO

MISIS.— (Saliendo de casa de Glicera, y hablando con ésta.) Doquiera que


estuviere, yo procuraré hallarle en seguida, y traérmele conmigo a tu
querido Pánfilo. Sólo tú, alma mía, no te me fatigues.
PÁNFILO.—¿Qué es eso, Misis?
MISIS.—¡Ah, Pánfilo! a buen tiempo te topo.
PÁNFILO.—¿Qué hay?
MISIS.—Mi señora me ha mandado que te suplique te llegues a verla, si la
quieres bien; porque dice que está con gran deseo de verte.
PÁNFILO.—Perdido soy; este mal se refresca. (A Davo.) ¡Y que por tu causa
ella y yo, cuitados, hayamos de estar en tal congoja! Porque ella me
envía a llamar por haber entendido que se aparejan ya mis bodas.
CARINO.—Las cuales bien quedas se estaban, si éste (Señalando a Davo.) lo
estuviera.
DAVO.—¡Así, así! Por si él de suyo no se está harto loco, atízale tú más.
MISIS.— (A Pánfilo.) Ésa es, en verdad, la causa; y eso es lo que tiene
afligida a la cuitada.
PÁNFILO.—Misis, yo te hago juramento, por todos los dioses, de jamás
desampararla, aunque sepa romper por esa razón con todo el mundo.
Ésta he deseado; hela alcanzado; cuádranme sus costumbres; vayan con
Dios los que quieren hacer divorcio entre nosotros. Porque otra que la
muerte no me ha de apartar de ella.
CARINO.—¡Respiro!

www.lectulandia.com - Página 65
PÁNFILO.—Esto es tan cierto como el Oráculo de Apolo.[20] Si ello se
pudiere hacer de manera que mi padre no entienda que por mí ha dejado
de celebrarse el casamiento, bien está. Pero si no fuere posible, correré
hasta el riesgo de que entienda haber quedado por mí. (A Carino.) ¿Qué
tal te parezco?
CARINO.—Tan desdichado como yo.
DAVO.—Yo trazo un buen medio.
CARINO.—Hombre eres de valor.
PÁNFILO.— (A Davo con desdén.) Ya ¡proyectos…![21]
DAVO.—Yo te lo daré en verdad puesto por obra.
PÁNFILO.—Pues eso es menester.
DAVO.—Pues ya lo tengo.
CARINO.—¿Qué es ello?
DAVO.— (A Carino.) Para éste lo tengo, no para ti. No vale equivocarse.
CARINO.—Bástame eso.
PÁNFILO.—¿Qué vas a hacer, dime?
DAVO.—Todo el día temo que no me bastará para ponerlo por obra. Por eso
no pienses que estoy tan despacio ahora, para haberlo de contar. Por
tanto, idos vosotros de aquí; que me estáis estorbando.
PÁNFILO.—Yo voy a ver a Glicera.
DAVO.—¿Y tú?, ¿adónde te vas tú?
CARINO.—¿Quieres que te diga la verdad?
DAVO.—¡Vaya si lo quiero! (Aparte.) ¡Cuentecito tenemos!
CARINO.—¿Qué será de mí?
DAVO.—Dime, desvergonzado; ¿no te basta con ese poquillo de respiro que
te doy, entreteniéndole a este otro el casamiento?
CARINO.—Empero, Davo…
DAVO.—¿Qué empero?
CARINO.—Que la goce yo.
DAVO.—¡Donosa ocurrencia!
CARINO.—Procura venir a mi casa, si pudieres hacer algo.
DAVO.—¿A qué he de ir, si contigo nada tengo que…?
CARINO.—Pero, si algo…
DAVO.—¡Hala, que ya iré!
CARINO.—Si algo hubiere, en casa estaré.

ESCENA III

www.lectulandia.com - Página 66
DAVO, MISIS

DAVO.—Tú, Misis, aguárdame aquí un poco, mientras salgo.


MISIS.—¿A qué fin?
DAVO.—Porque así cumple.
MISIS.—Pues ven presto.
DAVO.—Luego soy aquí. (Entra en casa de Glicera.)

ESCENA IV
MISIS, sola

MISIS.—¡Oh, soberanos dioses! ¡Y que sea verdad que no hay bien que dure
a nadie! ¡Parecíame a mí que este Pánfilo era el supremo bien de mi
señora, amigo, enamorado, marido aparejado para todo tiempo; y ahora,
mira qué disgustos tiene por él! Realmente que hay en esto más mal, que
bien en lo otro. Pero Davo sale. ¡Qué es esto, amigo, por tu vida! ¿Dó
vas con la criatura?

ESCENA V
DAVO, MISIS

DAVO.—Misis, para lo que ahora emprendo, necesito que me tengas a punto


tu memoria y tu astucia.
MISIS.—¿Qué pretendes?
DAVO.—Toma de presto este muchacho de mis manos y ponle delante de
nuestra puerta.
MISIS.—¿Así, en el suelo? dime.
DAVO.—Toma de ese altar unas verbenas,[22] y pónselas debajo.
MISIS.—¿Por qué no lo haces tú mismo?
DAVO.—Porque si fuere menester jurar a mi amo que no le he puesto, pueda
jurarlo con verdad.
MISIS.—Ya entiendo: ésos son escrúpulos de conciencia que te han nacido
ahora.—Dámele acá.
DAVO.—Date prisa: que yo te diré luego lo que voy a hacer. (Viendo a
Cremes.) ¡Oh, Júpiter!

www.lectulandia.com - Página 67
MISIS.—¿Qué es?
DAVO.—El padre de la desposada viene. Dejo el intento que tenía primero.
MISIS.—No sé qué te dices.
DAVO.—Yo también fingiré que vengo de hacia la mano derecha. Tú
procura corresponderme con tus palabras a las mías donde fuere
menester.
MISIS.—Yo no te entiendo lo que haces; pero si algo hay en que tengáis
necesidad de mi ayuda, o si tú más ves que yo, aguardaré, por no
estorbar vuestro provecho.

ESCENA VI
CREMES, MISIS, DAVO

CREMES.— (Aparte.) Vuelvo, pues he ya apercibido todo lo que era


menester para las bodas de mi hija, a decirles que la traigan. Pero ¿qué
es esto? (Viendo al niño.) ¡Una criatura, en verdad! ¿Hasla puesto tú,
mujer?
MISIS.— (Aparte.) ¿Dónde está aquél?
CREMES.—¿No me respondes nada?
MISIS.— (Aparte.) No parece… ¡Ay, cuitada de mí, que el hombre me dejó
y se fue!
DAVO.— (Entrando.) ¡Oh, soberanos dioses, y qué de bullicio hay en la
plaza!, ¡qué de gente litiga allí!… y ¡qué caro está el pan! (Aparte.) ¡No
sé qué más me diga!
MISIS.—¿Por qué, di, me has dejado aquí sola?
DAVO.— (Viendo al niño.) ¿Qué tramoya es ésta? Di, Misis, ¿de dónde es
este niño, y quién le ha traído aquí?
MISIS.—Tú no debes estar bueno, pues eso me preguntas.
DAVO.—¿A quién lo he de preguntar, pues no veo aquí a otro?
CREMES.— (Aparte.) ¡Maravillado estoy! ¿De dónde será?
DAVO.—¿No me responderás a lo que te pregunto?
MISIS.— (Asustada.) ¡Ah!
DAVO.— (En voz baja.) Pasa a la derecha.
MISIS.—¿Desvarías? ¿Tú mismo no le…?
DAVO.— (En voz baja.) ¡Si palabra me dices fuera de lo que te pregunto…
pobre de ti!
MISIS.—¿Amenazas?

www.lectulandia.com - Página 68
DAVO.—¿De dónde es? (Bajo.) Responde en alta voz, habla claro.
MISIS.—De nuestra casa.
DAVO.—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Qué maravilla que una ramera haga estas
desenvolturas?
CREMES.— (Aparte.) Criada de la Andriana debe ser ésta, a lo que entiendo.
DAVO.— (A Misis.) ¿Tan aparejados os parece que somos, para que así os
burléis de nosotros?
CREMES.— (Aparte.) A buen tiempo he venido.
DAVO.—¡Quítame de presto ese niño de la puerta! (Bajo.) ¡Quieta ahí, no te
muevas!
MISIS.—Los dioses te destruyan; que así me haces temblar cuitada.
DAVO.— (Alto a Misis.) ¿Hablo contigo, o con quién?
MISIS.—¿Qué quieres?
DAVO.—¿Eso me preguntas? Dime: ¿cuyo es este muchacho que aquí has
puesto? Acaba.
MISIS.—¿No lo sabes tú cuyo es?
DAVO.—Deja estar lo que yo sé, y respóndeme a lo que te pregunto.
MISIS.—Vuestro.
DAVO.—¿Cómo nuestro?
MISIS.—De Pánfilo.
DAVO.—¿Cómo es eso?, ¿de Pánfilo?
MISIS.—¡Qué!, ¿no lo es?
CREMES.— (Aparte.) Con razón he rehusado siempre yo este casamiento.
DAVO.—¡Oh infamia!
MISIS.—¿Por qué gritas?
DAVO.—¿No es éste el niño que yo vi traer ayer tarde a vuestra casa?
MISIS.—¡Hombre más atrevido!…
DAVO.—Sí; que yo vi venir a Cantara con un bulto.
MISIS.—Gracias a los dioses, pues se hallaron algunas matronas honradas
en el parto.
DAVO.—Pues no conoce ella bien a aquel, por quien urde todo esto. Sin
duda que diría: «Si Cremes viere el niño puesto delante de la puerta, no
dará su hija.» ¡Pues en verdad que la dará de mejor gana!
CREMES.— (Aparte.) En verdad que tal no hará.
DAVO.—Pues porque lo sepas, si no quitas de aquí este niño, yo le echaré en
mitad de la calle, y a ti con él te revolveré en el lodo.
MISIS.—¡Bah!, ¡tú no estás bueno!

www.lectulandia.com - Página 69
DAVO.—Un embuste de otro tira. Ya oigo susurrar que esta mujer
(Aludiendo a Glicera.) es ciudadana de Atenas.
CREMES.— (Aparte.) ¿Eh?
DAVO.—Y qué las leyes le obligarán a casarse con ella.
MISIS.—¡Ay, ay!, ¿pues no lo es?
CREMES.— (Aparte.) En un caso de reír he dado sin pensar.
DAVO.—¿Quién habla aquí? ¡Oh, Cremes: a tiempo llegas! Escucha.
CREMES.—Todo lo he ya oído.
DAVO.—¿Todo, todo?
CREMES.—Dígote que todo lo he oído desde el principio.
DAVO.—¿Que lo has oído, por tu vida? ¡Ah, cuánta maldad! Esta mujer
merece un gran castigo. (A Misis y señalando a Cremes.) Aquí tienes el
señor que yo te decía. No pienses que has de jugar con Davo.
MISIS.—¡Ay de mí, pobre! Te juro, buen anciano, que en todo dije la
verdad.
CREMES.—Ya sé todo el caso. ¿Está en casa Simón?
DAVO.—Sí.

ESCENA VII
DAVO, MISIS

MISIS.— (A Davo, que quiere cogerla de la mano.) No me toques, malvado.


¡Si no le digo todo esto a Glicera!…
DAVO.—¡Ah, necia!, ¿no sabes lo que hemos hecho?
MISIS.—¿Qué he de saber?
DAVO.—Éste es el suegro. De otra manera no era posible que él supiese lo
que deseábamos.
MISIS.—¿Por qué no me avisabas?
DAVO.—¿Piensas que hay poca diferencia de hacer una cosa como de suyo
y como la naturaleza la dicta, a hacerla sobre pensado?

ESCENA VIII
CRITÓN, MISIS, DAVO

www.lectulandia.com - Página 70
CRITÓN.— (Aparte.) En esta plaza me dijeron que moraba Crisis: la que
quiso más ganar aquí hacienda con infamia, que vivir en su tierra
honradamente con pobreza. Sus bienes me pertenecen a mí por ley de
parentesco.—Pero allá veo unos de quien podré informarme.—Estéis en
buena hora.
MISIS.—¡Cielos, qué veo! ¿No es éste Critón, el primo de Crisis? Él es.
CRITÓN.—¡Hola, Misis!, ¡salud!
MISIS.—¡Bien venido, Critón!
CRITÓN.—¿Conque la pobre Crisis…? ¡Ah!
MISIS.—¡Más cuitadas nosotras, que la hemos perdido!
CRITÓN.—¿Y vosotras?, ¿cómo lo pasáis por acá?, ¿os va bien?
MISIS.—¿Nosotras? según suele decirse, lo pasamos como podemos, ya que
no podemos como queremos.
CRITÓN.—¿Y Glicera? ¿Encontró al fin a sus padres?
MISIS.—Ojalá.
CRITÓN.—¡Qué!, ¿no aún? No he venido yo acá con buena estrella. Por mi
vida, que si tal supiese no pusiera jamás los pies en esta tierra. Porque
siempre esa muchacha ha sido tenida y reputada por hermana de Crisis;
los bienes de Crisis ella los posee: y que yo, forastero, me ponga ahora a
pleitear, cuán fácil y cuán provechoso me sea, por ejemplo de otros
puedo verlo. Fuera de que entiendo que ella tendrá ya a algún amigo y
valedor; porque ya era grandecilla cuando de allá vino. Daránme la
vaya, diciendo que soy un picapleitos, y que voy buscando herencias
con aire de mendigo. Además, yo no querría despojarla…
MISIS.—¡Oh, qué hermoso corazón el tuyo! ¡El mismo eres de siempre!
CRITÓN.—Llévame a su casa: ya que estoy aquí, quiero verla.
MISIS.—De muy buena voluntad.
DAVO.—Seguirélos. No quiero que en esta sazón me vea el viejo.

www.lectulandia.com - Página 71
ACTO QUINTO

ESCENA I
CREMES, SIMÓN

CREMES.—Basta, basta ya, Simón: harta experiencia has hecho ya de mi


amistad; en harto peligro me he puesto; déjate de más rogarme. Por
desear complacerte, casi he comprometido la felicidad de mi hija.
SIMÓN.—Antes ahora más que nunca te suplico y pido muy
encarecidamente, Cremes, que la merced que poco ha me prometiste de
palabra, me la cumplas ya por obra.
CREMES.—Mira cuán terrible eres con tu deseo de salir con lo que quieres,
que ni adviertes el modo de la benignidad, ni qué es lo que me ruegas;
porque si lo advirtieses, dejaríaste ya de fatigarme con tus injustas
pretensiones.
SIMÓN.—¿Con cuáles?
CREMES.—¿Eso me preguntas? Forzásteme que a un chicuelo empleado en
otros amores, muy ajeno de la voluntad de casarse, le diese mi hija, para
discordias y tal vez para un divorcio, y que a costa de su fatiga y pena
sanase yo a tu hijo. Recabástelo; emprendílo, mientras el caso lo sufrió.
Ahora que no lo sufre, súfrete tú. Dicen que la moza es ciudadana y ha
tenido ya un muchacho; déjanos en paz.
SIMÓN.—Por los dioses te suplico no quieras dar crédito a aquellos cuyo
provecho es que mi hijo sea un perdido. Todo esto lo han fingido y
emprendido por estorbar el casamiento: quitada la causa por que lo
hacen, desistirán de tal empresa.
CREMES.—Engañado vives. Yo mismo vi altercar con Davo a la criada.
SIMÓN.—Ya lo sé.
CREMES.—Y con la sinceridad pintada en su rostro y antes de haber sentido
ninguno de ellos mi presencia.

www.lectulandia.com - Página 72
SIMÓN.—¡Yo lo creo! ¡Como que Davo me había ya anunciado que iban a
hacer esa comedia! Quise decírtelo hoy, y no sé cómo se me fue de la
memoria.

ESCENA II
DAVO, CREMES, SIMÓN, DROMÓN

DAVO.— (Saliendo de casa de Glicera, sin ver a Simón ni a Cremes.) Ya


podéis estar tranquilas…
CREMES.— (A Simón.) Cátate allí a Davo.
SIMÓN.—¿De dó sale?
DAVO.— (Continuando.)… con mi favor y con el del forastero.
SIMÓN.— (Aparte.) ¿Qué nueva calamidad es ella?
DAVO.— (Continuando.) Yo no he visto hombre, ni venida, ni sazón más a
propósito.
SIMÓN.—¿A quién alaba aquel bellaco?
DAVO.—Todo el negocio está ya en salvo.
SIMÓN.—Hablarle quiero.
DAVO.— (Aparte.) ¡Mi amo! ¿Qué haré?
SIMÓN.—¡Oh, bien venido, buena pieza!
DAVO.—¡Hola, Simón! ¡Oh, amado Cremes! Todo está ya allá dentro
aparejado.
SIMÓN.— (Con ironía.) ¡Diligente has sido!
DAVO.—Cuando quieras, manda traer la desposada.
SIMÓN.—Está bien; eso es, cierto, lo único que falta aquí. Pero ¿no me dirás
qué tienes tú que hacer en esa casa?
DAVO.—¿Yo?
SIMÓN.—Sí.
DAVO.—¿Yo?
SIMÓN.—Sí, tú.
DAVO.—En este punto había entrado…
SIMÓN.—¡Como si yo te preguntase cuánto ha!
DAVO.— (Terminando la frase.)… a una con tu hijo.
SIMÓN.—¿Y allá dentro está Pánfilo? ¡Oh, pobre de mí! ¿Pues no me dijiste
tú que estaban reñidos, perro?
DAVO.—Y lo están.
SIMÓN.—¿Qué hace, pues, aquí?

www.lectulandia.com - Página 73
CREMES.—¿Qué piensas que ha de hacer? Reñir con ella.
DAVO.—Antes, Cremes, quiero que entiendas de mí un caso extraño. No sé
qué viejo se ha venido ahora en este punto… (Indicando la casa de
Glicera.) Allí está, firme, resuelto. Si le miras al rostro, te parecerá
hombre de mucha cuenta, hombre severo y grave, y muy sincero en todo
lo que dice.
SIMÓN.—¿Qué historias nos traes tú?
DAVO.—¿Yo? ningunas más de lo que le he oído decir.
SIMÓN.—¿Qué dice, pues?
DAVO.—Que sabe que Glicera es natural de esta ciudad.
SIMÓN.— (Llamando a un siervo.) ¡Hola! ¡Dromón! ¡Dromón!
DAVO.—¿Qué vas…?
SIMÓN.—¡Dromón!
DAVO.—Óyeme.
SIMÓN.—¡Si añades una sola palabra…!—¡Dromón!
DAVO.—¡Óyeme, por merced!
DROMÓN.—¿Qué mandas?
SIMÓN.—Arrebátame a ése en un vuelo allá dentro, cuan ligero puedas.
DROMÓN.—¿A quién?
SIMÓN.—A Davo.
DAVO.—¿Por qué?
SIMÓN.—Porque quiero. Arrebátale digo.
DAVO.—¿Qué he yo hecho?
SIMÓN.—Arrebátale.
DAVO.—Si en cosa alguna hallares que he mentido, mátame.
SIMÓN.—No escucho razones. Yo te haré sudar.
DAVO.—¿Aunque esto sea verdad?
SIMÓN.—Aunque sea.—Tú procura tenerle bien atado: y ¿óyesme? átamele
de pies y de manos. ¡Hala! que yo te mostraré a ti, si no me muero, cuán
peligroso es engañar al amo, y a él el engañar a su padre.
CREMES.—¡Ah, no estés tan colérico!
SIMÓN.—¿Qué te parece, Cremes, del respeto de mi hijo? ¿No tienes
compasión de mí? ¡Que por un tal hijo pase yo tanto trabajo! ¡Ea,
Pánfilo! ¡Sal, Pánfilo! ¿De qué tienes empacho?

ESCENA III
PÁNFILO, SIMÓN, CREMES

www.lectulandia.com - Página 74
PÁNFILO.— (Saliendo de casa de Glicera.) ¿Quién me llama? (Viendo a
Simón.)—¡Perdido soy! ¡Mi padre!
SIMÓN.—¿Qué dices tú, el más…?
CREMES.—¡Ah! dile lo que hace al caso y deja aparte pesadumbres.
SIMÓN.—¿Qué se le puede a éste decir que sea pesadumbre? En fin, ¿qué
dices?, ¿que Glicera es ciudadana?
PÁNFILO.—Así lo dicen.
SIMÓN.—¿Así lo dicen? ¡Oh atrevimiento! ¡Mira si se para a pensar qué
responderá! ¡Mira si se corre del caso! ¡Mira si en su rostro hay siquiera
un leve signo de vergüenza! ¡Y que sea de tan abatidos pensamientos,
que contra la costumbre y ley de la ciudad, y contra la voluntad de su
padre, con todo eso desee tenerla a ésta (Alude a Glicera.) con tan gran
infamia!
PÁNFILO.—¡Pobre de mí!
SIMÓN.—¿Ahora, tan tarde, das en la cuenta de eso, Pánfilo? Entonces,
entonces lo habías tú de mirar, cuando inclinaste tu voluntad a hacer de
cualquier modo lo que te diese gusto: aquel día te cuadró
verdaderamente ese vocablo. Pero ¿qué hago yo? ¿Por qué me
atormento? ¿Por qué me aflijo? ¿Por qué fatigo mis canas por este loco?
¿Para qué lloro yo los daños de sus yerros? Pero, en fin, que la tenga y
se huelgue y viva con ella.
PÁNFILO.—¡Padre mío!
SIMÓN.—¿Qué padre mío? ¡Cómo si tú tuvieses necesidad de este padre! Ya
tú te has hallado casa, mujer e hijos, a pesar de tu padre, y has traído
quien diga que es hija de esta ciudad: buen provecho te haga.
PÁNFILO.—Padre, ¿me darás licencia para decir dos palabras?
SIMÓN.—¿Qué me has de decir tú a mí?
CREMES.—Óyele con todo eso, Simón.
SIMÓN.—¿Que yo le oiga? ¿Qué le tengo yo de oír, Cremes?
CREMES.—Déjale, en fin, que hable.
SIMÓN.—Hable, yo le dejo.
PÁNFILO.—Yo, padre mío, confieso que amo a esta mujer; y si esto es errar,
también confieso mi yerro. En tus manos, padre, me entrego; échame
cualquier carga, mándame. ¿Quieres que me case? ¿Quieres que deje a
esa mujer? Sufrirélo como pueda. Sólo esto te pido de merced: que no
creas que yo he traído aquí este viejo: déjame disculparme y traerle aquí
delante.
SIMÓN.—¿Traerle?

www.lectulandia.com - Página 75
PÁNFILO.—¡Dame licencia, padre!
CREMES.—Lo justo pide: dásela.
PÁNFILO.—Hazme esta merced.
SIMÓN.—Concedida. Por todo paso, Cremes; sólo yo no entienda que éste
me engaña.
CREMES.—A un padre, por un grave delito, bástele un castigo moderado.

ESCENA IV
CRITÓN, CREMES, SIMÓN, PÁNFILO

CRITÓN.— (Saliendo de casa de Glicera.) No me lo ruegues, que cualquiera


causa de estas me obliga a que lo haga: el rogármelo tú, el ser ello
verdad y el bien que deseo a Glicera.
CREMES.—¿No es Critón, el Andriano, éste que veo? Realmente que es él.
CRITÓN.—Salud, Cremes.
CREMES.—¿Qué novedad es ésta de venir tú a Atenas?
CRITÓN.—Háseme ofrecido causa. Pero… ¿es éste Simón?
CREMES.—Éste es.
SIMÓN.—¿Por mí preguntas? ¿Eres tú el que dices que Glicera es natural de
esta ciudad?
CRITÓN.—¿Y tú lo niegas?
SIMÓN.—¿Tan apercibido vienes a esta tierra…?
CRITÓN.—¿Yo? ¿Para qué?
SIMÓN.—¿Para qué? ¿Tú te has de atrever a hacer cosas semejantes? ¿Tú
has de engañar aquí a mozuelos sin experiencia del mundo, criados
como hidalgos, y cebarles sus apetitos con estímulos y promesas…?
CRITÓN.—¿Estás en tu juicio?
SIMÓN.—… ¿y enredar con casamientos los amores de las rameras?
PÁNFILO.— (Aparte.) ¡Perdido soy! Temo que el forastero desmaye.
CREMES.—Si conocieses bien, Simón, quién es éste, no le tendrías en tan
mala opinión; porque es muy hombre de bien.
SIMÓN.—¿Éste hombre de bien? ¿Tan al punto hubo de venir hoy en las
bodas, sin haber estado por acá en toda su vida? ¿A éste le has de dar
crédito, Cremes?
PÁNFILO.— (Aparte.) Si yo no temiese a mi padre, bien podría advertirle de
su error.
SIMÓN.—¡Picapleitos!

www.lectulandia.com - Página 76
CRITÓN.— (Enojado.) ¡Cómo!
CREMES.—Éste siempre fue así, Critón; no le hagas caso.
CRITÓN.—Séase quien se quisiere; que si él prosigue a decirme lo que
quiere, él oirá de mí lo que no quiera. ¿Yo trato de eso, ni tengo cuenta
con ello? ¿Por qué no tomarás tú tu daño con paciencia? Porque si lo
que yo digo es verdad o mentira, presto se puede saber. Habrá años que
un vecino de esta ciudad naufragó junto de Andros, y a par de él esa
tierna doncella. Entonces el náufrago recogióse por casualidad en casa
del padre de Crisis.
SIMÓN.—El cuento comienza.
CREMES.—Calla.
CRITÓN.—¿De esa manera se atraviesa?
CREMES.—Prosigue.
CRITÓN.—El que entonces le recogió en su casa era deudo mío, y allí oí yo
decir al náufrago, que era ciudadano de Atenas. El cual murió en
Andros.
CREMES.—¿Su nombre?
CRITÓN.—¿Tan presto su nombre? Fania.
CREMES.—¡Ay de mí!
CRITÓN.—Fania se llamaba, si no estoy equivocado. Lo que sé de cierto es
que decía ser del barrio Ramnusio.
CREMES.—¡Oh, Júpiter!
CRITÓN.—Esto mismo, Cremes, oyeron entonces otros muchos en Andros.
CREMES.—Ojalá sea lo que yo confío. Dime por tu vida, Critón, ¿decía él
entonces si era hija suya la doncella?
CRITÓN.—No era suya.
CREMES.—¿Cúya, pues?
CRITÓN.—De un hermano suyo.
CREMES.—No hay duda; ¡es mi hija!
CRITÓN.—¿Qué me dices?
SIMÓN.—¿Es posible…?
PÁNFILO.— (Aparte.) ¡Aplica el oído. Pánfilo!
SIMÓN.—¿Por dónde lo crees?
CREMES.—Aquel Fania fue hermano mío.
SIMÓN.—Muy bien le conocí, y lo sé.
CREMES.—El cual, huyendo de aquí por miedo de la guerra, fueme a buscar
al Asia. Entonces no se atrevió a dejar la niña aquí. Después acá, éstas
son las primeras nuevas que tengo. ¿Qué se hizo de él?

www.lectulandia.com - Página 77
PÁNFILO.—Apenas estoy en mí, según fue grande la alteración que me
causó en el alma temor, esperanza, gozo, por una maravilla tan grande,
por un bien tan repentino.
SIMÓN.—Por muchas razones me huelgo ciertamente de que esta moza
resulte ser tu hija.
PÁNFILO.—Bien lo creo, padre.
CREMES.—Pero aun me queda una duda, que me da harta pena.
PÁNFILO.—Digno eres de ser aborrecido con tantos escrúpulos: ¿en el junco
buscas nudo?
CRITÓN.—¿Y qué es la duda?
CREMES.—Que el nombre de la moza no concuerda.
CRITÓN.—Otro tuvo, siendo niña.
CREMES.—¿Cuál, Critón? ¿No te acuerdas?
CRITÓN.—Pensándolo estoy.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¿Por qué he yo de permitir que la poca memoria de
este hombre estorbe mi contento, pues que yo puedo en esto dar
remedio? No lo permitiré. (Alto.) Cremes, el nombre que tú pides es
Pasíbula.
CRITÓN.—¡Ésa, ésa es!
CREMES.— ¡Ésa es!
PÁNFILO.—Mil veces se lo he oído decir a ella misma.
SIMÓN.—Debes creer, Cremes, que todos nos holgamos de esto.
CREMES.—Así los dioses me sean propicios, como yo lo creo.
PÁNFILO.—¿Pues qué falta ya, padre?
SIMÓN.—Rato ha que el caso mismo me ha reconciliado.
PÁNFILO.—¡Oh, padre excelente! Cuanto a la mujer, Cremes gusta que yo la
tenga, como la he tenido.
CREMES.—Harta razón hay, si tu padre no dice otra cosa.
PÁNFILO.—Lo mismo.
SIMÓN.—Sí, por cierto.
CREMES.—En dote, Pánfilo, te prometo diez talentos.
PÁNFILO.—Acepto.
CREMES.—Yo corro a abrazar a mi hija. ¡Eh, Critón! ven conmigo, porque
entiendo que ella no me debe conocer.
SIMÓN.—¿Por qué no la mandas pasar a nuestra casa?
PÁNFILO.—Bien dices; a Davo le daré ese cargo.
SIMÓN.—No puede.
PÁNFILO.—¿Cómo no?

www.lectulandia.com - Página 78
SIMÓN.—Porque tiene otra cosa que hacer que más le toca y pesa más.
PÁNFILO.—¿Y qué es ella?
SIMÓN.—Que está atado.
PÁNFILO.— (En tono suplicante.) ¡Padre, no está bien atado![23]
SIMÓN.—Pues no es eso lo que yo mandé.
PÁNFILO.—Hazme merced de mandarle soltar.
SIMÓN.—Sea.
PÁNFILO.—Ve de presto.
SIMÓN.—Voy allá.
PÁNFILO.—¡Oh día próspero y alegre!

ESCENA V
CARINO, PÁNFILO

CARINO.— (Aparte.) A ver vengo qué hace Pánfilo. Hele aquí.


PÁNFILO.— (Aparte.) Alguno, por ventura, pensará que esto que ahora voy a
decir yo no lo creo; pero digan lo que quieran, yo tengo para mí, que la
vida de los dioses es inmortal, porque les son propios los contentos.
Porque si a mí con este gozo ninguna pesadumbre se me mezcla,
inmortal quedo. ¿Pero con quién holgaría yo más ahora de toparme,
para contarle todo esto?
CARINO.— (Aparte.) ¿Qué gozo será ése?
PÁNFILO.—Allá veo a Davo: ninguno mejor que él: porque sé que es el
único que de veras se holgará de mi ventura.

ESCENA VI
DAVO, PÁNFILO, CARINO

DAVO.—¿Dónde estará ese Pánfilo?


PÁNFILO.—¡Davo!
DAVO.—¿Quién me llama?
PÁNFILO.—Yo soy.
DAVO.—¡Oh, Pánfilo!
PÁNFILO.—¿No sabes lo que me ha pasado?
DAVO.—No; pero lo que a mí me ha sucedido, harto lo sé.

www.lectulandia.com - Página 79
PÁNFILO.—Y yo también.
DAVO.—Como suele acaecer de ordinario, primero supiste tú mi mal que yo
el bien que a ti te ha sucedido.
PÁNFILO.—Mi Glicera ha encontrado ya sus padres.
DAVO.—¡Oh, qué bien!
CARINO.— (Aparte.) ¿Eh?
PÁNFILO.—Su padre es muy grande amigo nuestro.
DAVO.—¿Quién…?
PÁNFILO.—Cremes.
DAVO.—¡Oh, qué bien te explicas!
PÁNFILO.—Y presto, en la hora, heme de casar con ella.
CARINO.— (Aparte.) ¿Es que sueña lo que deseó despierto?
PÁNFILO.—¿Y el niño, Davo?
DAVO.—No pienses en él; que él solo es a quien quieren bien los dioses.
CARINO.— (Aparte.) Salvo soy, si esto es verdad: hablarle quiero.
PÁNFILO.—¿Quién es?—¡Oh, Carino, vienes al mejor tiempo del mundo!
CARINO.—¡Oh, qué buen suceso!
PÁNFILO.—¿Cómo?, ¿ya has oído…?
CARINO.—Todo. ¡Ea! acuérdate de mí en la prosperidad. Tú tienes ahora a
Cremes de tu mano: yo sé que él hará todo lo que tú quisieres.
PÁNFILO.—Ya estoy en el caso. Pero hay para rato, si esperamos a que él
salga. Vente conmigo por aquí; que está ahora allá dentro con Glicera.
Tú, Davo, ve a casa; corre y llama quien la lleve de aquí. (Indicando la
casa de Glicera.) ¿Por qué te paras?, ¿por qué te detienes?
DAVO.—Ya voy. (A los espectadores.) No aguardéis que salgan acá fuera:
dentro se harán los desposorios. Si algo hay que quede por hacer, dentro
se concluirá.— ¡Aplaudid!

FIN DE
«LA ANDRIANA»

www.lectulandia.com - Página 80
EL EUNUCO

www.lectulandia.com - Página 81
PERSONAS

FEDRO, joven, amante de Tais.


PARMENÓN, esclavo de Fedro.
TAIS, cortesana.
GNATÓN, parásito de Trasón.[24]
QUEREA, joven, amante de Pánfila.
TRASÓN, soldado, rival de Fedro.
PITIAS, criada de Tais.
CREMES, joven, hermano de Pánfila.
ANTIFÓN, joven.
DORIAS, criada de Pánfila.
DORO, eunuco.
SANGA, centurión.
SOFRONA, nodriza de Pánfila.
LAQUES, viejo, padre de Fedro y de Querea.

PERSONAS QUE NO HABLAN

ESTRATÓN.
SIMALIÓN.
DONACE.
SIRISCO.

www.lectulandia.com - Página 82
PRÓLOGO

Si hay quienes deseen complacer a muchos varones principales sin ofender a


nadie, el poeta mándase contar por uno de ellos. Y si alguno hubiere a quien
le parezca que le han ofendido gravemente de palabra, téngalo por respuesta y
no por ofensa, pues él picó primero. El cual, trasladando muchas y
zurciéndolas mal, de buenas comedias griegas hizo malas latinas. Ese mismo
dio a la escena no ha mucho El Fantasma, de Menandro,[25] y en la comedia
El Tesoro representó que aquel a quien le pedían el oro había de probar cómo
era suyo, antes que el demandante mostrase de dónde tenía aquel tesoro, o
quién lo había puesto en la sepultura de su padre.[26]
De hoy más, no se engañe a sí mismo, ni diga entre sí: «Yo ya estoy bien
acreditado; sus críticas no me alcanzan.» Que no se engañe, le digo; y deje ya
de provocar a Terencio. Muchas más cosas podría decirle, que por ahora
callaré; mas si persevera en herir, como lo viene haciendo, las descubriré
después.
No bien los ediles compraron[27] esta comedia que vamos a representar,
que es El Eunuco, de Menandro, el poeta rancio recabó de ellos que se la
dejasen ver. Comienza a representarse en presencia de los magistrados, y alza
la voz diciendo que Terencio era ladrón y no poeta, y que había dado a luz
una fábula en que ni aun palabras había puesto, porque era la antigua comedia
El Adulador, de Nevio y Plauto, de donde había tomado las personas del
truhán y del soldado. Si esto es falta, lo será por inadvertencia, no porque el
poeta haya querido cometer hurto. Y que esto es así, vosotros mismos lo vais
a sentenciar ahora.
Hay una comedia de Menandro, nominada El Adulador, en la cual entran
un truhán, llamado Colace, y un soldado fanfarrón. El poeta confiesa haber
tomado estas dos personas para su Eunuco; pero que las fábulas estuviesen ya
hechas[28] en latín, declara que no lo sabía. Y si no es lícito usar de unas
mismas personas, ¿qué más lo será representar esclavos intrigantes, mujeres

www.lectulandia.com - Página 83
honradas, malas rameras, un truhán comilón, un soldado fanfarrón, niños
sustituidos, esclavos que engañan a los viejos, el amor, el odio, la sospecha?
En fin, nada hay ya que primero no esté dicho. Por lo cual es bien que
vosotros atendáis estas razones y permitáis que los poetas noveles hagan lo
que hicieron los antiguos. Dadnos favor y oídnos con silencio, para que
entendáis qué os representa El Eunuco.

www.lectulandia.com - Página 84
ACTO PRIMERO

ESCENA I
FEDRO, PARMENÓN

FEDRO.—¿Pues qué haré? ¿Será bien que vaya ahora que ella de su voluntad
me llama, o será mejor que me esfuerce a no sufrir afrentas de rameras?
Echóme y ahora me torna a llamar: ¿volveré? No, así me lo ruegue.
PARMENÓN.—A fe, a fe que si tú pudieses hacer eso, nada mejor ni más
propio de un hombre. Pero si lo emprendes y no perseveras en ello
firmemente, cuando no pudiéndolo tú sufrir, sin llamarte nadie y sin
hacer las paces, vinieres a su casa mostrando que la amas y que no
puedes soportar su ausencia, acabado has, no hay más que hacer,
perdido eres. Burlarse ha de ti cuando te sintiere rendido.
FEDRO.—Por tanto, tú, ahora que es tiempo, míralo muy bien.
PARMENÓN.—Señor, cuando la cosa en sí no tiene consejo, ni manera
ninguna, nadie puede regirla ni tratarla con consejo. En el amor hay
todas estas faltas: agravios, sospechas, enemistades, treguas, guerras,
luego paces. Quien cosas tan inciertas pretendiese regirlas con razón
cierta, sería como quien quisiese hacer el loco con buen seso. Y todo
eso que tú ahora piensas entre ti, muy colérico y airado: «¿Yo… a una
mujer que al otro… que a mí… que no…? ¡Poco a poco; más quiero
morir! Ya verá quién soy yo»; todas estas palabras las pagará ella, a
buena fe, con una falsa lagrimilla, que, a fuerza de restregarse los ojos,
hará ella salir por fuerza, y te acusarás a ti mismo, y tú voluntariamente
le darás de ti entera venganza.
FEDRO.—¡Oh, qué, indignidad! Ahora entiendo yo cuán gran bellaca es ella,
y yo cuán mísero; y me enfado, y me abraso en su amor, y a sabiendas,
en mi juicio, vivo, y viéndolo yo, me pierdo, y no sé qué me haga.

www.lectulandia.com - Página 85
PARMENÓN.—¿Qué has de hacer, sino, pues estás cautivo, rescatarte por lo
menos que pudieres; y si no pudieres por poco, por lo que pudieres, y no
afligirte?
FEDRO.—¿Eso me aconsejas?
PARMENÓN.—Sí, si eres cuerdo. Y que no añadas más pesadumbres a las
que el mismo amor se trae consigo, y que las que él trae, las sufras con
valor. (Indicando a Tais, que en este momento sale de su casa.) Pero
hela dónde sale la piedra de nuestra granja; pues lo que nosotros
habíamos de medrar ella lo rapa.

ESCENA II
TAIS, FEDRO, PARMENÓN

TAIS.— (Sin verlos.) ¡Desdichada de mí! ¡Qué recelo tengo no haya sentido
mucho Fedro el no haberle ayer dejado entrar en casa, y no lo haya
tomado a otro fin del que yo lo hice!
FEDRO.— (A Parmenón.) Todo estoy temblando, Parmenón, y erizado
después que he visto a ésta.
PARMENÓN.—Ten buen corazón, y allégate a este fuego, que tú te calentarás
más de la cuenta.
TAIS.—¿Quién habla aquí? ¡Ay, Fedro, alma mía!, ¿aquí estabas tú?, ¿por
qué te parabas?, ¿por qué no entrabas sin llamar?
PARMENÓN.— (Aparte.) Pero del no haberle admitido, ni palabra.
TAIS.—¿Por qué no me respondes?
FEDRO.— (Con ironía.) Sí, por cierto;[29] pues tu puerta me está siempre
abierta; en tu casa yo soy el más cabido.
TAIS.—Déjate ahora de eso.
FEDRO.—¿Qué dejar? ¡Oh Tais, Tais!, ¡ojalá tú y yo corriésemos parejas en
el amor, y fuésemos iguales en que, o tú sintieses esto como yo lo
siento, o a mí no se me diese nada de lo que tú has hecho!
TAIS.—¡No te atormentes, te ruego, alma mía, mi Fedro! que, en buena fe,
no lo hice por amar ni querer a otro más que a ti, sino que se ofreció así
el caso y no se pudo evitar.
PARMENÓN.—Yo creo que de tanto quererle, como sueles, le echaste a la
calle. ¡Pobrecita!
TAIS.—¡Ay, Parmenón!, ¿y con ésas me vienes? ¡Corriente! (A Fedro.) Pero
óyeme a qué fin te mandé llamar aquí.

www.lectulandia.com - Página 86
FEDRO.—Sea.
TAIS.—Dime, cuanto a lo primero, ¿este mozo puede callar?
PARMENÓN.—¿Yo? Muy bien. Pero mira, con tal condición te lo prometo,
que lo que entiendo ser verdad lo callo y lo retengo muy bien; pero si es
cosa falsa o vana o fingida, luego la digo. Por tanto, si tú quieres que yo
calle, di verdad.
TAIS.—Mi madre era de Samos y vivía en Rodas.
PARMENÓN.—Callarse puede esto.
TAIS.—Un mercader regalóle allí una muchacha que había sido robada en
tierra de Atenas.
FEDRO.—¿Ciudadana?
TAIS.—Pienso que sí: cosa cierta no sabemos. A su padre y a su madre ella
nombrábalos; mas su tierra y las demás señas, ni las sabía, ni tenía aún
años para ello. Decía el mercader que de los corsarios de quien la había
comprado, había entendido que la habían robado de Sunio. Mi madre,
así que la recibió, comenzó a enseñarle cuidadosamente toda cosa y
criarla con la misma diligencia que si fuera su hija propia. Los más
creían que era hermana mía. Yo, con aquel con quien sólo tenía
entonces amores, que era un forastero, víneme aquí; el cual me dejó
todo esto que poseo.
PARMENÓN.—Lo uno y lo otro es mentira: fuera saldrá.
TAIS.—¿Cómo mentira?
PARMENÓN.—Porque ni tú te tenías por contenta con uno, ni él solo te lo
dio; que mi amo ha traído también a tu casa buena y grande parte.
TAIS.—Así es; pero déjame venir a lo que quiero. En esto, el soldado, que
había comenzado a ser mi galán, fuese a Caria. Entonces te conocí, y
bien sabes tú después acá cuán en mis entrañas te tengo, y cómo fío de ti
todos mis secretos.
FEDRO.—Tampoco lo callará eso Parmenón.
PARMENÓN.—¿Qué hay que dudar en ello?
TAIS.—Óyeme, por mi amor. Mi madre murió allí poco ha. Su hermano es
algo codicioso del dinero; y como vio la moza de buena gracia, y que
sabía tañer, confiando sacar de ella dinero, pónela luego en venta, y
véndela. Por fortuna estaba casualmente allí mi amigo el capitán, y
compróla para regalármela, sin saber nada de estas cosas y sin tener de
ello noticia. Ahora ha venido, y como ha sentido que también contigo
tengo trato, busca muy de veras achaques para no dármela. Dice que si
él estuviese seguro de que yo le querré más que a ti, y no temiese que en

www.lectulandia.com - Página 87
teniéndola en mi poder, le deje, holgaría de dármela; pero que se recela
de esto. Aunque, a lo que yo sospecho, él ha puesto su afición en la
doncella.
FEDRO.—¿Ha pasado más adelante?
TAIS.—No; estoy bien informada. Ahora, amor mío, hay muchas razones
por donde yo deseo atrapársela. Primeramente, por haber sido tenida por
hermana mía. Además, por restituirla y volverla a sus deudos. Soy
mujer sola; no tengo aquí ni amigo ni pariente, y por esto, Fedro, querría
con esta buena obra ganar algunos amigos. Ayúdame tú, por mi amor,
para que mejor se haga. Deja que por unos pocos días sean del capitán
las primeras veces en mi casa. ¿No me respondes?
FEDRO.—¡Malvada!, ¿qué he de responderte yo con esos hechos?
PARMENÓN.—¡Oh, mi señor, muy bien! Al fin escocióte; eres todo un
hombre.
FEDRO.—¡Como si yo no supiera dónde ibas a parar! Robáronla de aquí
pequeña; crióla mi madre como hija propia; fue tenida por hermana
mía; deseo quitársela por volverla a sus deudos… Todas tus razones
vienen a parar en que yo soy el despedido, y el otro el recogido. ¿Y por
qué, si no porque le quieres más que a mí, y te recelas que esa que ha
traído te quite un tal amigo?
TAIS.—¿Yo me recelo de eso?
FEDRO.—¿Pues qué otra cosa te da pena? Di, ¿por ventura sólo él te hace
presentes? ¿Has visto jamás que en cosa que a ti te tocase haya sido
escasa mi liberalidad? Cuando me dijiste que deseabas una negra de
Etiopía, ¿no lo dejé todo y la busqué? Dijísteme luego que querías un
eunuco, porque no le tienen sino las reinas; hele habido. Ayer di por
ambos esclavos veinte minas.[30] Y con haberme tú tenido en poco, no
me he olvidado de ti; y en pago de todo esto me desdeñas.
TAIS.—No más, amor mío, Fedro; que, aunque deseo quitársela, y por esta
vía entiendo que se pudiera hacer fácilmente, con todo eso, por no
enojarte, haré lo que tú mandes.
FEDRO.—Ojalá tú dijeses de corazón y con verdad eso de por no enojarte;
que si yo creyese que lo dices con llaneza, a todo me pondría.
PARMENÓN.— (Aparte.) Ya cae; ¡qué presto le ha vencido con una
palabrilla!
TAIS.—¡Ay, triste de mí!, ¿y no lo digo yo de corazón? ¿Qué cosa me has
pedido, aun en burlas, que no la hayas alcanzado? Y yo no puedo
recabar de ti que me concedas siquiera dos días.

www.lectulandia.com - Página 88
FEDRO.—¡Si no fuesen más de dos!… Pero temo que esos dos días se me
vuelvan veinte.
TAIS.—No serán en buena fe más de dos, o…
FEDRO.—¿O…? no escucho más.
TAIS.—No serán más; hazme solamente esta merced.
FEDRO.—En fin, ha de ser lo que tú quieres.
TAIS.—Con razón te quiero mucho. Muy bien haces.
FEDRO.—Yo me iré a la granja, y me afligiré estos dos días. Resuelto estoy.
Debemos complacer a Tais. Tú, Parmenón, haz que aquéllos (Aludiendo
a los dos esclavos.) se traigan.
PARMENÓN.—¡A maravilla!
FEDRO.—Tais, pásalo bien estos dos días.
TAIS.—Y tú, mi Fedro. ¿Mandas otra cosa?
FEDRO.—Lo que yo quiero es que estando presente con ese soldado, estés
ausente de él; de día y de noche me ames; me desees, me sueñes, me
aguardes, pienses en mí, en mí confíes, conmigo te huelgues, toda estés
conmigo; finalmente, haz que tu corazón sea todo él mío, pues el mío es
todo tuyo.

ESCENA III
TAIS

TAIS.—¡Cuitada de mí! éste por ventura fía poco de mí, y me juzga por las
condiciones de las demás. Mas yo, que me conozco, sé de cierto que en
nada le he mentido, y que en mi corazón no hay cosa más querida que
mi Fedro, y que lo que he hecho, lo he hecho por la doncella. Porque
casi casi pienso que he hallado ya a su hermano, que es un mancebo muy
principal, el cual me ha prometido venir hoy a verme. Voyme, pues, a
casa, y allí le aguardaré hasta que venga.

www.lectulandia.com - Página 89
ACTO SEGUNDO

ESCENA I
FEDRO, PARMENÓN

FEDRO.—Haz lo que te dije; llevad esos esclavos.


PARMENÓN.—Se hará.
FEDRO.—Con diligencia.
PARMENÓN.—Se hará.
FEDRO—Mas ha de ser presto.
PARMENÓN.—Todo se hará.
FEDRO.—¿Basta habértelo encargado así?
PARMENÓN.—¡Vaya una pregunta! ¡Como si fuese cosa muy difícil! ¡Ojalá
tan presto, Fedro, pudieses hallar algo, como este dinero será perdido!
FEDRO.—También me pierdo yo con ello, que es cosa que me importa más.
No te dé eso tanta pena.
PARMENÓN.—No a fe; sino que al punto cumpliré tus órdenes. ¿Mandas otra
cosa?
FEDRO.—Adornarás nuestro presente con palabras lo mejor que puedas; y
cuanto pudieres, apartarás de su cariño a mi rival.
PARMENÓN.—Por dicho me lo tengo, aunque no me lo adviertas.
FEDRO.—Yo me iré a la granja, y allí me estaré.
PARMENÓN.— (Con ironía.) Bien me parece.
FEDRO.—Pero, ¡hola, Parmenón!
PARMENÓN.—¿Qué quieres?
FEDRO.—¿Entiendes que me podré sufrir, y estar estos días sin venir acá?
PARMENÓN.—¿Tú? No creo tal. Porque, o te tornarás luego, o antes del
amanecer te hará volver acá el insomnio.
FEDRO.—Haré algún ejercicio, hasta que me canse tanto, que duerma
aunque me pese.

www.lectulandia.com - Página 90
PARMENÓN.—Velarás cansado, y será mayor el daño.
FEDRO.—¡Bah! tú no sabes lo que dices, Parmenón. En verdad que tengo de
echar de mí esta flaqueza de ánimo: gran regalón soy. ¡Cómo! ¿No me
pasaré yo sin ella, si es menester, aun tres días enteros?
PARMENÓN.—¡Huy! ¡Tres días enteros! Mira lo que dices.
FEDRO.—Resuelto estoy.

ESCENA II
PARMENÓN

PARMENÓN.—¡Soberanos dioses!, ¿y qué manera de enfermedad es ésta?


¿Que es posible que haga tanta mudanza en los hombres el amor, que
diréis que uno no es el mismo? No había hombre más avisado que éste,
ni más grave, ni más reglado en su vivir.—Pero ¿quién es éste que viene
hacia acá? ¡Ta, ta! Es Gnatón, el parásito del soldado.[31] Y trae consigo
la doncella para presentarla a Tais. ¡Oh, qué hermoso rostro de mujer!
¡Harto será que no quede yo hoy corrido con mi viejo eunuco! ¡Más
hermosa es ésta que la misma Tais!

ESCENA III
GNATÓN con una esclava, PARMENÓN

GNATÓN.—¡Soberanos dioses, lo que va de un hombre a otro! ¡Cuánta


diferencia hay del sabio al necio! Estp se me ocurre ahora por lo que
vais a oír. Hoy, viniendo, me topé con un hombre, así, de mi estado y
calidad, buen hombre realmente, que también había consumido los
bienes paternos, como yo. Véole maltratado, sucio, enfermo, cargado de
años y remiendos, y dígole: «¿Qué facha es esa, amigo?» Díceme:
«Mira a qué he venido, por haber perdido lo que tenía. Todos mis
conocidos y amigos me abandonan.» Entonces yo, respecto de mí, le
tuve en poco: «¿Qué es esto, digo, hombre follón?, ¿de tal manera has
ordenado tu vivir, que no te quede en ti esperanza alguna?, ¿consejo y
hacienda has perdido juntamente? ¿No me ves a mí, que soy de tu
mismo estado? Mira qué color que tengo, qué lustre, qué traje, qué
garbo de cuerpo: no tengo nada, y soy señor de todo; aunque no poseo

www.lectulandia.com - Página 91
nada, nada me falta.—Pero yo, cuitado, dice él, ni puedo sufrir que se
rían de mí, ni que me den palos.—¿Cuánto piensas tú, le digo, que se
gana por ahí de esa manera? Muy engañado estás. Un tiempo, los
parásitos tenían de comer por esos medios: allá en los siglos pasados.
Pero ésta es una nueva manera de cazar. Yo soy el primero que he
hallado este camino. Hay una casta de gentes que presumen de ser en
todo los principales, aunque no lo son. Éstos son muy hombres: a éstos
no les doy yo lugar que se rían de mí; pero complázcoles
voluntariamente y precio mucho sus habilidades; alabo cuanto dicen, y
si lo contradicen, alábolo también. Si dice uno no, yo digo también no; y
si dice sí, digo sí. Finalmente, heme propuesto lisonjearlos en todo; que
esto es hoy día lo que da más ganancia.»
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Qué hombre tan donoso! Éste realmente hace de
un necio un loco rematado.
GNATÓN.—Yendo así parlando, llegamos a la carnicería. Sálenme a recibir
muy alegres todos los pasteleros, los atuneros, los carniceros, los
cocineros, los morcilleros, los pescadores, los cazadores, a quienes yo
en mi prosperidad, y aun después de ella, he valido y valgo muchas
veces. Salúdanme, convídanme a cenar, danme la bienvenida. Cuando
aquel pobre hambriento me vio puesto en tanta honra y que con tanta
facilidad ganaba de comer, comienza a suplicarme que le diese licencia
para aprender de mí aquella habilidad. Mandéle que me siguiese, por
ver si así como las sectas de los filósofos toman de ellos los nombres y
apellidos, así también habría truhanes que se llamasen los Gnatónicos.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Miren lo que hace la ociosidad y el comer a costa
ajena!
GNATÓN.—Pero mucho me detengo en llevar esta moza a casa de Tais y
rogarle que se venga a cenar. Mas a Parmenón, el criado de nuestro
competidor, veo triste delante de la puerta de Tais. Salvos somos: mal
les va aquí a éstos. Cierto que he de burlarme un poco de este fanfarrón.
PARMENÓN.— (Aparte.) Éstos, con el agasajo, piensan que queda ya por
suya Tais.
GNATÓN.—Gnatón besa las manos de su muy gran señor y amigo
Parmenón. ¿De qué se trata?
PARMENÓN.—De estar aquí.
GNATÓN.—Ya lo veo; ¿pero ves algo aquí que no quisieras?
PARMENÓN.—A ti.
GNATÓN.—Lo creo. ¿Pero ves otra cosa?

www.lectulandia.com - Página 92
PARMENÓN.—¿Por qué lo dices?
GNATÓN.—Porque estás triste.
PARMENÓN.—No, por cierto.
GNATÓN.—Ni lo estés. ¿Qué te parece esta esclava? (Mostrándola.)
PARMENÓN.—No es mala, en verdad.
GNATÓN.— (Aparte.) El hombre se quema.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Cómo se engaña!
GNATÓN.— (Con sorna.) ¡Pues qué!, ¿tan agradable piensas tú que le será a
Tais este presente? (Aludiendo a la esclava.)
PARMENÓN.—Lo que con eso me dices, es que ya nosotros estamos fuera de
esta casa. ¡Mira, Gnatón, que todas las cosas tienen su mudanza!
GNATÓN.—En todos estos seis meses, Parmenón, te haré que descanses, y
que no andes corriendo de acá para allá, ni hayas de estar despierto
hasta que amanezca. ¿No te parece que te hago dichoso?
PARMENÓN.—¿A mí? (Irónico.) ¡Oh!
GNATÓN.—Así me porto yo con los amigos.
PARMENÓN.—Muchas gracias.
GNATÓN.—Tal vez te detengo. ¿Ibas por ventura a alguna parte?
PARMENÓN.—¿Yo? a ninguna.
GNATÓN.—Entonces préstame un pequeño servicio: haz que me dejen entrar
allá. (Indicando la casa de Tais.)
PARMENÓN.—¡Bah, bah! Tú tienes ahora franca la puerta, porque traes a
ésa.
GNATÓN.— (Con ironía.) ¿Quieres llamar a alguno? Yo le mandaré salir
acá. (Éntrase en casa de tais.)
PARMENÓN.— (Continuando.) Deja tú pasar estos dos días; que yo haré que
tú, que ahora muy triunfante abres esas puertas con un dedo, las quieras
abrir a coces y no puedas.
GNATÓN.— (Saliendo de casa de Tais.) ¿Aun estás aquí, Parmenón? ¿Has
quedado acaso por guarda, porque no venga algún alcahuete de secreto a
Tais de parte del soldado, eh?
PARMENÓN.— (Irónico.) ¡Agudo dicho!, ¿qué extraño es que al soldado le
guste tanta sal?—Mas hacia acá veo venir al hijo menor de mi amo.
Maravíllame cómo se ha venido de Pireo, estando allí por mandado de
la ciudad de centinela. Algo pasa. Y viene corriendo; no sé qué mira a la
redonda.

www.lectulandia.com - Página 93
ESCENA IV
QUEREA, PARMENÓN

QUEREA.— (Sin ver a Parmenón.) ¡Muerto soy! Ni la doncella está en parte


ninguna, ni aun yo tampoco, que la he perdido de vista. ¿Dó la iré a
buscar? ¿Por qué rastro la sacaré? ¿A quién preguntaré? ¿Qué camino
tomaré? Suspenso estoy. Sola esta esperanza tengo: que doquiera que
esté, no se puede ocultar mucho. ¡Oh, rostro hermoso! De hoy más,
borro de mi memoria todas las demás mujeres; me apestan esas bellezas
ordinarias.
PARMENÓN.— (A los espectadores.) Cataos aquí otro. No sé qué habla de
amores. ¡Oh, desdichado viejo! Éste es realmente un mozo que si
comienza a enamorarse, diréis que todo lo del otro (Alude a Fedro,
hermano de Querea.) fue juego y donaire en comparación de lo que
hará la furia de éste.
QUEREA.— (Sin ver a Parmenón.) ¡Los dioses y diosas destruyan a aquel
viejo que me hizo detener hoy; y aun a mí también quisiera, porque me
paré, y más aún, porque hice caso de él!—Pero he aquí a Parmenón.
¡Salud!
PARMENÓN.—¿Por qué estás triste, o de qué tan agitado? ¿De dó vienes?
QUEREA.—Ni sé realmente de dó vengo, ni menos dónde voy; tan fuera
estoy de mí.
PARMENÓN.—¿Cómo así?
QUEREA.—Estoy enamorado.
PARMENÓN.—¡Hum!
QUEREA.—Ahora, Parmenón, has de mostrar quién eres. Ya sabes me tienes
dicho muchas veces: «Querea, busca tú algo a que te aficiones; que yo
haré que entiendas en esto cuánto valgo», cuando yo robaba de secreto
toda la despensa de mi padre, para llevar a tu aposento.
PARMENÓN.—¡Taday, tonto!
QUEREA.—Ello es como te he dicho; cúmpleme ahora la palabra, si quieres.
Especialmente que la cosa merece que tú emplees en ella toda tu
habilidad. Porque no es la moza como las doncellas de nuestra tierra, a
quienes las madres hacen ir con los hombros caídos, con el pecho
apretado, porque sean delicadas. En cuanto una engorda un poco, dicen
que es un gladiador; acórtanle la ración.[32] Aunque ellas sean de buen
natural, con este régimen las vuelven como juncos; que así las quieren.
PARMENÓN.—¿Y ésta tuya?

www.lectulandia.com - Página 94
QUEREA.—Tiene un rostro peregrino.
PARMENÓN.—¡Hola!
QUEREA.—Un color sano, un cuerpo macizo y lleno de vida.
PARMENÓN.—¿Qué años?
QUEREA.—¿Años? diez y seis.
PARMENÓN.—La misma flor.
QUEREA.—Ésta me la has de haber tú, o por fuerza o por maña o por dinero;
que a mí todo me es uno con tal que yo la goce.
PARMENÓN.—¿Y la doncella, cúya es?
QUEREA.—No sé en verdad.
PARMENÓN.—¿De dónde es?
QUEREA.—Tampoco lo sé.
PARMENÓN.—¿Dónde mora?
QUEREA.—Ni eso sé.
PARMENÓN.—¿Dó la viste?
QUEREA.—En la calle.
PARMENÓN.—¿Cómo la perdiste de vista?
QUEREA.—De eso, cabalmente, venía ahora mohino conmigo mismo; que
no creo que hay hombre a quien más contrarias les sean todas las buenas
venturas.
PARMENÓN.—¿Qué desgracia es ésa?
QUEREA.—¡Perdido soy!
PARMENÓN.—¿Pues qué te pasa?
QUEREA.—¿Qué? ¿Conoces a Arquidémides pariente de mi padre, y de sus
años?
PARMENÓN.—¿Cómo no?
QUEREA.—Éste, viniendo yo tras la doncella, se topó conmigo.
PARMENÓN.—Fue un contratiempo, en verdad.
QUEREA.—No, sino desgracia; que contratiempos, Parmenón, otras cosas
son las que se han de llamar. Juramento podría hacer que ha bien seis
meses o siete que yo no le había visto hasta ahora, cuando menos lo
quisiera y menos lo había menester. (Indignado.) ¡Ah! ¿No te parece
esto increíble? ¿Qué me dices?
PARMENÓN.—¡Increíble!
QUEREA.—Al verme, desde lejos viénese hacia mí corcovado, temblando,
con los labios caídos, gimiendo, y díceme: «¡Hola!, ¡hola, Querea! ¡A ti
digo!» Paréme. «¿Sabes lo que te quiero?—Di.— Que tengo mañana un
pleito.— ¿Qué más?—Que le digas sin falta a tu padre que se acuerde

www.lectulandia.com - Página 95
de venir mañana a ser mi valedor.» El decirme esto le costó una hora.
Pregúntole si mandaba otra cosa: «No más», dice, y yo voyme. Cuando
miré por mi doncella, ella, entretanto, habíase entrado aquí, en nuestra
plaza.
PARMENÓN.— (Aparte.) Milagro será que no hable de ésta que ahora le han
presentado a Tais.
QUEREA.—Cuando llego aquí, ya no estaba.
PARMENÓN.—¿Llevaba la doncella alguna compañía?
QUEREA.—Sí; un truhán con una moza.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Ella es! (A Querea.) Descuidar puedes. No te
fatigues; es negocio concluido.
QUEREA.—Tú no estás en lo que digo.
PARMENÓN.—Sí estoy, en verdad.
QUEREA.—¿Sabes quién es? Dímelo, o si la has visto.
PARMENÓN.—La he visto y la conozco y sé dónde la han llevado.
QUEREA.—¡Oh, hermano Parmenón!, ¿que la conoces?
PARMENÓN.—Sí.
QUEREA.—¿Y sabes dónde está?
PARMENÓN.—A casa de la ramera Tais la han traído, y a ella se la han
regalado.
QUEREA.—¿Quién es tan poderoso para hacer un tal presente?
PARMENÓN.—El soldado Trasón, el rival de Fedro.
QUEREA.—Mal competidor tiene mi hermano.
PARMENÓN.—Pues si supieses qué presente tiene él en contra de ése, mejor
lo dirías.
QUEREA.—¿Cuál, por tu vida?
PARMENÓN.—Un eunuco.
QUEREA.—¿Cuál? ¿Aquel hombre feo que ayer compró, viejo y mujer?
PARMENÓN.—Ese mismo.
QUEREA.—A él y a su presente les darán con la puerta en las narices. Pero
no sabía yo que esa Tais era vecina nuestra.
PARMENÓN.—Ha poco que lo es.
QUEREA.—¡Oh, pobre de mí! ¡Y que yo no la haya visto nunca…! Pero
dime, ¿es tan hermosa como dicen?
PARMENÓN.—Sí.
QUEREA.—¡Pero no tendrá que ver con ésta mía! (Alude a la doncella que
se le ha perdido de vista.)
PARMENÓN.—Otra cosa es.

www.lectulandia.com - Página 96
QUEREA.—Parmenón amigo, ruégote que hagas cómo yo goce de ella.
PARMENÓN.—Lo haré con diligencia: yo lo procuraré, y te ayudaré.
¿Mandas algo más?
QUEREA.—¿Dónde vas ahora?
PARMENÓN.—A casa: a llevar a Tais esos esclavos (El eunuco y la negra.)
como tu hermano lo mandó.
QUEREA.—¡Oh!, ¡dichoso eunuco, que en tal casa va a entrar!
PARMENÓN.—¿Cómo así?
QUEREA.—¿Eso me preguntas? Verá siempre en casa una compañera de
muy hermoso rostro; hablará con ella; estará en una misma casa; comerá
algunas veces con ella, y aun algunas veces dormirá cabe ella.
PARMENÓN.—¿Y si fueses tú el afortunado?
QUEREA.—¿De qué manera, Parmenón? Dímelo.
PARMENÓN.—Vistiéndote tú las ropas del eunuco.
QUEREA.—¿Sus ropas? ¿Y qué más?
PARMENÓN.—Yo te llevaré en su lugar.
QUEREA.—¡Ya!
PARMENÓN.—Y diré que eres él.
QUEREA.—Entiendo.
PARMENÓN.—De suerte que goces tú de aquellos bienes que decías ahora
que él gozaría; comas con ella, estés, juegues con ella, la toques,
duermas cerca de ella: pues allí nadie te conoce, ni sabe quién tú eres.
Además de esto, tu rostro y años son tales, que pasarás fácilmente por
eunuco.
QUEREA.—Muy bien has dicho: en mi vida vi dar mejor consejo. ¡Ea!
vamos allá dentro. Vísteme luego; llévame de aquí; llévame lo más
presto que puedas. (Empuja a Parmenón.)
PARMENÓN.—¿Qué haces? Que burlando lo decía.
QUEREA.—¿Burlaste de mí? (Ase de Parmenón con violencia.)
PARMENÓN.—¡Perdido soy! ¡Pobre de mí!, ¿qué hice yo? ¿A dó me
empujas? ¡Cata que me vas a derribar! ¡A ti digo! ¡Espera!
QUEREA.—Vamos.
PARMENÓN.—¿Aún prosigues?
QUEREA.—Estoy decidido.
PARMENÓN.—Cata que es negocio demasiado caliente.
QUEREA.—No, en verdad: déjame hacer.
PARMENÓN.—Al cabo sobre mis costillas molerán el trigo.[33]
QUEREA.—¡Bah!

www.lectulandia.com - Página 97
PARMENÓN.—Gran bellaquería hacemos.
QUEREA.—¿Bellaquería es ir a casa de una ramera, y darles el pago a
aquellas que son nuestros verdugos, y nos tienen en poco a nosotros y a
nuestros pocos años, y nos dan mil maneras de tormentos; y engañarlas
como ellas nos engañan? ¿Parécete que sería mejor urdir engaños a mi
padre? Esto lo tendrán por malo todos los que lo sepan, y esotro lo
darán por muy bien hecho.
PARMENÓN.— (Accediendo a duras penas.) ¡Corriente! Si determinado estás
a hacerlo, hazlo; pero después no me cargues a mí la culpa.
QUEREA.—No.
PARMENÓN.—¿Mándasmelo?
QUEREA.—Yo te lo mando, te lo ordeno y te obligo. Nunca me retractaré de
haber usado de esta autoridad. Sígueme.
PARMENÓN.—Los dioses nos den próspero suceso.

www.lectulandia.com - Página 98
ACTO TERCERO

ESCENA I
GNATÓN, TRASÓN, PARMENÓN

TRASÓN.—¿Conque Tais me mandaba muchas gracias?


GNATÓN.—Muy grandes.
TRASÓN.—¿De veras está alegre?
GNATÓN.—No tanto en verdad por el valor del presente, cuanto por
habérselo tú dado: de esto está ella más ufana.
PARMENÓN.— (Saliendo de casa de su amo.) A ver vengo cuándo será
tiempo de traerlos. Pero he aquí al soldado.
TRASÓN.—Cierto que es buen hado mío, que todo cuanto yo hago se me
agradece.
GNATÓN.—Así lo he echado de ver.
TRASÓN.—Hasta el mismo rey, por la menor cosa que yo hacía me daba
siempre las gracias. No se portaba así con los demás.
GNATÓN.—La gloria ajena a costa de grandes trabajos adquirida, con una
palabra hácela suya muchas veces el que tiene la sal que tú.
TRASÓN.—En el caso estás.
GNATÓN.—El rey, pues, a ti sobre las niñas de sus ojos…
TRASÓN.—Cabal.
GNATÓN.—… te llevaba.
TRASÓN.—Sí. Y confiaba de mí todo su campo, y todos sus secretos.
GNATÓN.—Admirable.
TRASÓN.—Y si alguna vez los hombres o los negocios le cansaban o
enfadaban, cuando él quería descansar, como… ¿ya me entiendes?
GNATÓN.—Sí: como quien quiere escupir del alma aquella fatiga.
TRASÓN.—Cabal. Entonces a mí solo me llevaba por su convidado.
GNATÓN.—¡Huy!, ¡qué rey tan discreto me cuentas!

www.lectulandia.com - Página 99
TRASÓN.—¡Oh! él es así, un hombre que trata con muy pocos.
GNATÓN.—Mejor dirás con ninguno, a mi parecer, si sólo contigo vive.
TRASÓN.—Todos me tenían envidia, y me roían en secreto; pero yo no los
estimaba a todos en un pelo. Y ellos, a tenerme extraña envidia; pero
sobre todos uno, a quien el rey había hecho coronel de los elefantes de
la India. Como este comenzó a serme más pesado, díjele: —Dime,
Estratón, ¿haces tanto del bravo porque tienes mando sobre las bestias?
GNATÓN.—Gracioso dicho en verdad, y sabiamente dicho: ¡oh!,
¡degollástele!, ¿y él que te respondió?
TRASÓN.—Quedó mudo.
GNATÓN.—¿Cómo no?
PARMENÓN.— (Aparte y aludiendo a Trasón.) ¡Soberanos dioses!, ¡qué
cabeza tan miserable y tan perdida! (Indicando a Gnatón.) Y aquel otro
¡cuán gran bellaco!
TRASÓN.—Y bien: ¿nunca te he contado, Gnatón, cómo te toqué a uno de
Rodas en un convite?
GNATÓN.—Nunca. Pero cuéntamelo, por tu vida. (Aparte.) Más se lo he
oído de mil veces.
TRASÓN.—Estaba este mancebillo de Rodas que te digo juntamente
conmigo en el convite, y yo por casualidad tenía allí una pendanga. Él
comenzó a burlar con ella y mofar de mí. Dígole yo:—¿Qué es eso,
sinvergüenza? ¿Siendo tú la misma liebre, buscas carne de la pulpa?
GNATÓN.—¡Ja, ja, je!
TRASÓN.—¿Qué tal?
GNATÓN.—Gracioso, gustoso, delicado dicho: no hubo más que pedir. ¿Y
tuyo era, por tu vida? Yo por más antiguo lo tenía.
TRASÓN.—¿Habíaslo oído?
GNATÓN.—Muchas veces, y es muy preciado.
TRASÓN.—Pues mío es.
GNATÓN.—¡Lástima que lo empleases en un mancebillo indiscreto e
hidalgo!
PARMENÓN.— (Aparte.) Los dioses te destruyan.
GNATÓN.—¿Y él, dime, qué…?
TRASÓN.—Quedó corrido; y los que estaban allí, muertos de risa. En fin, ya
todos me tenían miedo.
GNATÓN.—Con razón.
TRASÓN.—Pero oye, Gnatón, ¿parécete que yo me disculpe con Tais, pues
sospecha que esta esclava (Alude a Pánfila.) es mi amiga?

www.lectulandia.com - Página 100


GNATÓN.—En ninguna manera: antes has de acrecentarle más esa sospecha.
TRASÓN.—¿Por qué?
GNATÓN.—¿Y lo preguntas? ¿Sabes por qué? Si ella alguna vez hiciere
mención de Fedro o le alabare por darte tormento…
TRASÓN.—Entiendo.
GNATÓN.—… para que esto no acaezca, sólo hay un remedio. Cuando ella
nombre a Fedro, tú a Pánfila en la hora. Si ella dijere: «Traigamos a
Fedro a comer», tú «llamemos a Pánfila a cantar». Si ella alabare el
buen parecer de Fedro, tú, por el contrario, el de Pánfila. Finalmente,
ajo por ajo y que la pique.[34]
TRASÓN.—Buen remedio sería éste, Gnatón, si ella me amase.
GNATÓN.—Pues recibe y precia lo que tú le envías, no es nuevo el tenerte
ella amor, ni es nuevo el poder tú hacer algo que le duela. Siempre
estará con miedo de que el provecho que ella ahora recibe, le des a otra
si te enojas.
TRASÓN.—Bien dices: no había yo caído en la cuenta.
GNATÓN.—¡Qué gracia! porque no te habías puesto a pensarlo; que si lo
pensaras, ¡cuánto mejor que yo lo trazaras tú, Trasón!

ESCENA II
TAIS, TRASÓN, PARMENÓN, GNATÓN

TAIS.—La voz del capitán me parece que he oído. Y hele aquí. ¡Bienvenido,
Trasón, amor mío!
TRASÓN.—¡Oh, mi señora Tais, dulce beso mío!, ¿qué se hace? ¿Quiéresme
mucho por esta tañedora?
PARMENÓN.— (Oculto para los demás personajes.) ¡Qué discreto es!, ¡qué
buena entrada ha tenido por llegar!
TAIS.—Muy mucho por tu merecimiento.
GNATÓN.—Vamos, pues, a cenar. ¿Por qué te detienes?
PARMENÓN.— (Aparte.) Cata aquí al otro: diréis que ha nacido para servir a
su vientre.[35]
TAIS.—Cuando quisieres: no estéis por mí.
PARMENÓN.— (Aparte.) Iré y haré como que salgo ahora. Tais, ¿has de ir a
alguna parte?
TAIS.—¡Ah, Parmenón! Bien has hecho: sí, ir tengo…
PARMENÓN.—¿Adónde?

www.lectulandia.com - Página 101


TAIS.— (Bajo y aludiendo por señas a Trasón.) ¿No ves aquí a éste?
PARMENÓN.— (Bajo a Tais.) Ya le veo, y me enfada. Cuando quieras, aquí
están los presentes de Fedro a tu servicio.
TRASÓN.—¿Por qué nos detenemos? ¡Ea! vamos de aquí.
PARMENÓN.— (A Trasón.) Suplicóte que con tu licencia podamos darle a
ésta lo que queremos, verla y hablar con ella.
TRASÓN.— (Irónico.) ¡Hermosos presentes por cierto!, ¡no se parecen a los
nuestros!
PARMENÓN.—Por la obra se verá. (A un siervo.) ¡Hola! haz que salgan acá
esos que mandé traer: ¡presto! Pasa tú acá. (Preséntase una negra.) Ésta
ha venido desde Etiopía.
TRASÓN.—Ésta valdrá tres minas.
GNATÓN.—Apenas.
PARMENÓN.—¿Dó estás tú, Doro? Llégate acá. (A Tais.) Cata aquí el
eunuco. ¡Mira qué cara de hidalgo y qué años tan tiernos!
TAIS.—Así los dioses me amen, como él es hermoso.
PARMENÓN.—¿Qué dices tú, Gnatón? ¿Tienes algo aquí que despreciar? ¿Y
tú, Trasón, qué dices? Harto le alaban, pues que callan. Pues examínale
en cosa de letras, en la lucha, en la música; que yo te le doy por hábil en
todo lo que le está bien saber a un hidalgo mozo.
TRASÓN.— (Aparte a Gnatón.) Yo a ese eunuco… si menester fuese, sin
beber mucho…
PARMENÓN.— (A Tais.) Y el que esto te envía, no te pide que estés por solo
él, ni que por él eches de tu casa a los demás. Ni te cuenta sus batallas;
ni muestra sus señales de heridas; ni te va a la mano, como algún otro lo
hace; sino que, cuando te diere gusto, cuando tú quisieres, cuando
tuvieres lugar, entonces se dará por contento, si le recibieres.
TRASÓN.— (A Gnatón.) Este siervo parece ser de algún amo pobre y
miserable.
GNATÓN.—Bien creo yo que el que tuviera con qué comprar otro, no
sufriría a éste.
PARMENÓN.—Calla tú, que eres el más abatido de los abatidos; porque un
hombre que se pone a lisonjear a éste (Señalando a Trasón.), creo que
se pondrá también a sacar la comida del fuego con la boca.[36]
TRASÓN.— (A Tais.) ¿Vámonos ya?
TAIS.—Haré entrar primero a estos esclavos, y juntamente mandaré lo que
quiero que se haga, y luego saldré. (Éntrase en casa.)
TRASÓN.— (A Gnatón.) Yo me voy: aguarda tú a Tais.

www.lectulandia.com - Página 102


PARMENÓN.— (En tono zumbón.) ¡No es bien que un General vaya por la
calle con su amiga!
TRASÓN.—¿Qué quieres que te diga? Te pareces a tu amo.
GNATÓN.—¡Ja!, ¡ja!, ¡je!
TRASÓN.—¿De qué te ríes?
GNATÓN.—De eso que ahora dijiste, y también cuando me acuerdo de aquel
dicho del de Rodas. Pero Tais sale.
TRASÓN.—Ve delante, corre; para que todo esté a punto en casa.
GNATÓN.—Sea.
TAIS.— (Saliendo de su casa y hablando con Pitias, que está dentro.) Mira,
Pitias, que procures con diligencia, si Cremes por casualidad viniere
aquí, rogarle sobre todo que me espere; y si esto no le acomoda, que
vuelva, y si no pudiere, llévamele allá.
PITIAS.—Así lo haré.
TAIS.—¿Qué?… ¿Qué otra cosa tenía que decirte? ¡Ah! mucho cuidado con
esa doncella: y mira, que me estéis en casa.
TRASÓN.—Vamos.
TAIS.— (A sus doncellas.) Seguidme vosotras.

ESCENA III
CREMES

CREMES.—Realmente que cuanto más y más lo pienso, creo que me ha de


causar esta Tais algún gran daño, según veo que me va cascando
astutamente desde la primera vez que me mandó que me llegase hasta su
casa. Alguno me preguntará: «¿Qué tenías tú con ella?» Cierto que ni la
conocía. Cuando vine, halló achaque para hacerme quedar allí. Díceme
que había ofrecido un sacrificio y que tenía que tratar conmigo un
negocio de importancia. Ya yo estaba con sospecha que todo esto lo
hacía con engaño. Arrimábaseme, entrometíase conmigo, buscaba
ocasión de conversación. Cuando vio que yo le respondía fríamente,
vino a dar en esto: Cuánto hacía que se habían muerto mis padres: «Ya
ha mucho», le digo; si tenía alguna granja en Sunio, y si estaba lejos de
la mar. Yo creo le debe haber parecido bien, y que piensa si me la podrá
rapar. Finalmente, si se me había perdido allí alguna hermana pequeña, y
quién con ella juntamente, y si habría quién la pudiese conocer. ¿A qué
fin estas preguntas, si no pretende, según la mujer es de atrevida, darme

www.lectulandia.com - Página 103


a entender que es ella la hermana que se me perdió? Pero aquélla, si es
viva, tiene diez y seis años, y no más. Tais es de algo más tiempo que no
yo. Segunda vez me ruega por un siervo que venga. Diga, pues, lo que
quiere o no me dé más fatiga; que a buena fe que no vuelva acá la
tercera vez. (Llamando a la puerta de Tais.) ¡Ah de casa!

ESCENA IV
PITIAS, CREMES

PITIAS.— (Dentro.) ¿Quién está ahí?


CREMES.—Yo soy. Cremes.
PITIAS.— (Saliendo.) ¡Oh, mancebo gallardísimo!
CREMES.— (Aparte.) ¡Lo dicho: aquí quieren cazarme!
PITIAS.—Tais te pide por merced que vuelvas mañana.
CREMES.—A mi alquería me voy.
PITIAS.—Hazlo por mi amor.
CREMES.—Digo que no puedo.
PITIAS.—Estáte a lo menos aquí con nosotras hasta que ella vuelva.
CREMES.—Ni eso tampoco.
PITIAS.—¿Por qué no, Cremes de mi alma?
CREMES.—Quítateme allá en mal hora.
PITIAS.—Si así lo determinas, ve a lo menos, por mi amor, donde ella está.
CREMES.—Sea.
PITIAS.—Ve, Dorias; lleva de presto a éste a casa del soldado.

ESCENA V
ANTIFÓN, solo

ANTIFÓN.—Ayer algunos mancebos en Pireo[37] convinimos en comer juntos


hoy, a escote. Dímosle a Querea el encargo, depositamos nuestras
sortijas, señalamos lugar y hora: la hora ya es pasada, en el lugar donde
concertamos no hay cosa aparejada, el hombre no parece. Ni sé qué me
diga, ni sé qué me piense. Ahora todos los otros me han encargado que
le busque. Voy a ver si está en su casa. (Aparece Querea vestido con la
ropa del eunuco.) ¿Quién es éste que sale de la de Tais? ¿Es él o no es

www.lectulandia.com - Página 104


él? Realmente que es él. ¿Qué facha de hombre es éste? ¿Qué manera de
traje? ¿Qué desgracia es ésta? No salgo de mi asombro; todo me vuelvo
conjeturas. Ante todo, apartaréme, para averiguar lo que es.

ESCENA VI
QUEREA, ANTIFÓN

QUEREA.—¿Hay alguno aquí? No hay nadie. ¿Sígueme alguno de la casa?


(Mirando a la de Tais.) Nadie. ¿Puedo ya hacer que reviente este mi
contento? ¡Oh Júpiter! Ésta es realmente la hora en que te podría tomar
con paciencia que me matasen, porque el resto de mi vida no me agüe
con alguna pesadumbre este mi gozo. Pero ¿no me toparía yo ahora con
un amigo curioso que me siguiera por doquiera que fuese y me moliese
y me matase a poder de preguntarme qué regocijo es éste, o qué alegría,
a dónde voy, o de dó me escapo, de dónde he habido este vestido, qué
pretendo con él, si estoy en mi seso o si estoy loco?
ANTIFÓN.— (Aparte.) Voy a darle ese contento que desea. (Alto.) ¿Qué es
esto, Querea?, ¿de qué estás así regocijado?, ¿qué vestido es éste?, ¿de
qué vienes tan alegre?, ¿qué pretendes?, ¿estás en tu seso?, ¿qué me
miras?, ¿por qué no me respondes?
QUEREA.—¡Oh, encuentro apacible al presente para mí! Amigo, bienvenido
seas. Con ninguno me pudiera yo ahora topar que más placer me diese,
que contigo.
ANTIFÓN.—Cuéntame, por tu vida, lo que te pasa.
QUEREA.—Antes yo, en verdad, te suplico que me oigas. ¿Conoces a ésta
que es amiga de mi hermano?
ANTIFÓN.—Sí, creo que es Tais.
QUEREA.—Esa misma.
ANTIFÓN.—Así lo tenía entendido.
QUEREA.—Hanle hoy regalado una doncella, cuyo gracioso rostro no hay
para qué yo te lo diga, Antifón, ni te lo alabe, pues ya tú sabes cuán
buen juez de rostros soy. Heme aficionado a ella.
ANTIFÓN.—¿De veras?
QUEREA.—Yo sé que si tú la ves, dirás que es la primera. ¿Que es menester
rodeos? Comencé a amarla. Había casualmente en nuestra casa un
eunuco que mi hermano había mercado para Tais, y aún no se le habían

www.lectulandia.com - Página 105


llevado. Aconsejóme entonces mi criado Parmenón una traza que yo al
punto hice mía.
ANTIFÓN.—¿Cuál?
QUEREA.—Callando lo entenderás más presto: que yo trocase con él las
ropas, y me hiciese presentar en lugar de él.
ANTIFÓN.—¿En lugar del eunuco?
QUEREA.—Sí.
ANTIFÓN.—¿Y qué provecho habías de sacar de eso?
QUEREA.—¡Vaya una pregunta…! Verla, oírla, estar en compañía de aquella
que deseaba, Antifón. ¿No te parece bastante causa y razón para
hacerlo? Entréganme, en fin, a la mujer. Ella me recibe muy alegre, me
lleva a su casa, encomiéndame la doncella.
ANTIFÓN.—¿A quién?, ¿a ti?
QUEREA.—A mí.
ANTIFÓN.—A buen seguro, cierto.
QUEREA.—Manda que varón ninguno se llegue a ella, y a mí encárgame que
no me aparte de ella, sino que en lo más secreto de la casa me esté con
ella sola. Acéptolo, puestos mis ojos en el suelo de vergüenza.
ANTIFÓN.—¡Cuitado!
QUEREA.—«Yo, dice, me voy convidada a cenar.» Y llévase consigo sus
criadas. Quedan unas pocas para estar con ella; criadas bisoñas.
Aparéjanle luego el baño; dígoles que se den prisa. Mientras lo
aparejaban, la doncella estaba sentada en su cámara, mirando una
pintura en la cual estaba dibujado como dicen que un tiempo Júpiter
había descargado en el regazo de Danae una lluvia de oro.[38] Comencé
yo tambien a mirarla. Y como él antaño había hecho otra burla
semejante, tanto más yo en mi alma me alegraba viendo que un dios se
había transformado en hombre y venido a casa ajena escondida mente
por el tejado a engañar a una mujer. ¿Y qué dios, sino aquel que con sus
truenos hace temblar a los más altos alcázares del cielo? ¿Y yo,
hombrecillo, no lo había de hacer? ¡Pardiez, que lo hice; y aun de buena
gana! Mientras yo estaba en estos pensamientos, llaman a la doncella,
para que vaya al baño. Va, báñase, y vuelve. Después ellas échanla en la
cama. Yo me estaba de pies, aguardando si me mandarían algo. Viene
una y díceme: «¡Hola, Doro! toma este abanico y hazle a ésta viento así
(Imitando la acción de abanicar.) mientras nosotras nos bañamos.
Cuando nosotras nos hayamos bañado, te bañarás tú, si quieres.» Tomo
el abanico con aire de tristeza.

www.lectulandia.com - Página 106


ANTIFÓN.—¡Oh, quién viera allí esa tu cara desvergonzada! ¡Qué facha
tendría un tan grande asno como tú con el abanico en la mano!
QUEREA.—Apenas la criada me hubo dicho esto, cuando botan todas afuera,
vanse a bañar, triscan como lo suelen hacer cuando están fuera los
señores. En esto quédase dormida la doncella. Yo cautamente miro de
tras ojo, así (Mirando.), por el abanico, y reconozco juntamente si todo
lo demás estaba seguro. Veo que lo estaba; echo el cerrojo a la puerta.
ANTIFÓN.—¿Qué más?
QUEREA.—¿Cómo qué más, simple?
ANTIFÓN.—Tienes razón.
QUEREA.—¿Y había yo de dejar pasar una ocasión tan grande, tan breve, tan
deseada y que tan sin pensar se me ofrecía? Entonces fuera yo de veras
el que me fingía ser.
ANTIFÓN.—Dices muy gran verdad. Pero ¿qué hay de la comida?
QUEREA.—Todo está a punto.
ANTIFÓN.—Hombre de recado eres. ¿En dónde?, ¿en tu casa?
QUEREA.—No; en la del liberto Disco.
ANTIFÓN.—¡Qué lejos…! Pero tanto mayor prisa nos demos. Muda de
ropas.
QUEREA.—¿Dónde me mudaré, pobre de mí? Porque a casa no puedo ir
ahora. Temo que esté allí mi hermano, y también que haya vuelto ya mi
padre de la granja.
ANTIFÓN.—Vamos a mi casa; que esto es lo más cerca donde te mudes.
QUEREA.—Bien dices. Vamos. Y de paso quiero consultar contigo acerca de
esta moza cómo la podré gozar en adelante.
ANTIFÓN.—Sea.

www.lectulandia.com - Página 107


ACTO CUARTO

ESCENA I
DORIAS

DORIAS.—Así me amen los dioses, como yo, cuitada, según vi al soldado,


temo no haga hoy aquel loco a Tais alguna revuelta o alguna fuerza.
Porque en cuanto llegó allá ese mancebo Cremes, hermano de la
doncella, ruégale al soldado que le mande entrar. El soldado puso al
instante mala cara; pero no osaba decirle que no. Tais comienza a
porfiarle que convide al hombre. Esto hacíalo ella por entretener a
Cremes; porque entonces no era ocasión para decirle lo que le quería
descubrir acerca de su hermana. Convidóle de mala gana. Quédase
Cremes. Ella comienza a trabar con él conversación. El soldado entiende
que le ha metido a su competidor por los ojos, y quiere también él a ella
darle pena. «¡Hola, mozo! dice; llámanos aquí a Pánfila para que nos
regocije.—¡De ninguna manera! grita Tais. ¿Ella al convite?» El soldado
rompe a reñir con Tais. Y mi señora quítase secretamente los anillos y
dámelos a guardar. Señal de que en pudiendo se escabullirá de sus
manos: yo lo sé.

ESCENA II
FEDRO

FEDRO.—Yendo a la granja, comencé por el camino a discurrir entre mí de


una cosa en otra, como suele acaecer cuando alguna pasión hay en el
alma, y a pensar en todas lo peor. ¿Que es menester razones? Yendo en
esto pensativo, sin caer en la cuenta, me pasé de largo de la granja;

www.lectulandia.com - Página 108


cuando di en la cuenta, ya me había alejado mucho. Vuelvo atrás harto
mohino. Paréme, y comencé a pensar entre mí mismo: ¡Ah!, ¿dos días he
de estar aquí, solo, sin ella? ¿No hay algún remedio? Ninguno.—¿Eh?
¿Ninguno? ¿Ya que no tenga lugar de tocarla, no le tendré siquiera de
verla? ¡Oh! «si aquello no es posible, esto a lo menos lo será; que
todavía es algo gozar siquiera de la última raya del amor.» Y así me pasé
a sabiendas de la granja.—Pero ¿qué ocurre, que Pitias sale de casa tan
alterada y tan de prisa?

ESCENA III
PITIAS, DORIAS, FEDRO

PITIAS.—¿Dónde hallaría yo, cuitada, a aquel malvado y descomedido, o


dónde le iría yo a buscar? ¡Y que haya tenido semejante atrevimiento!
FEDRO.— (Aparte.) ¡Pobre de mí! ¡Qué habrá sido esto!
PITIAS.— (Aparte.) Y el muy bribón, después de haber escarnecido a la
doncella, le rasgó a la infeliz toda la ropa y le deshizo todo su peinado.
FEDRO.— (Aparte, con indignación y asombro.) ¡Eh!
PITIAS.—¡Oh, quién le tuviera ahora aquí! ¡Cómo le arremetiera
prestamente a los ojos con mis uñas al hechicero!
FEDRO.—(Aparte.) No sé qué revuelta ha habido en casa en mi ausencia.
Acercaréme.—¿Qué es eso, Pitias? ¿A dó corres? ¿A quién buscas?
PITIAS.—¡Ah, Fedro! ¿Que a quién busco…? ¡Véteme de aquí donde
mereces con tus presentes tan donosos!
FEDRO.—¿Qué es ello?
PITIAS.—¿Y lo preguntas? El eunuco que nos diste, ¿qué escándalos piensas
nos ha hecho? Ha seducido a la doncella que el soldado había regalado a
mi señora.
FEDRO.—¿Qué me dices?
PITIAS.—¡Ay, cuitada de mí!
FEDRO.—Borracha estás.
PITIAS.—¡Así se vean los que mal me quieren!
DORIAS.—¡Ay, Pitias mía! dime por tu vida: ¿qué monstruo era ése?
FEDRO.—Tú estás loca. ¿Cómo pudo un eunuco hacer cosa semejante?
PITIAS.—Yo no sé quien él es; pero lo que él ha hecho, por la obra se ve. La
pobre doncella está llorando, y si le preguntan qué ha, no lo osa decir. Y

www.lectulandia.com - Página 109


a todo esto, el hombre de bien no parece por ninguna parte, y aun
sospecho, cuitada, no se me haya llevado algo de casa a la partida.
FEDRO.—No sé yo que se pueda haber ido muy lejos el follón, si ya no se
nos ha vuelto a nuestra casa.
PITIAS.—¡Mira, por mi amor, si está!
FEDRO.—Yo haré presto que lo sepas.
DORIAS.—¡Ay, cuitada de mí! Te digo, hija, que en mi vida he oído tan gran
bellaquería.
PITIAS.—Yo bien había oído decir, en buena fe, que los eunucos eran muy
aficionados a las mujeres, pero que no podían hacer nada. Pero yo no
pensé en ello, cuitada de mí; que le hubiera encerrado en alguna parte, y
nunca le hubiera encomendado la doncella.

ESCENA IV
FEDRO, DORO, PITIAS, DORIAS

FEDRO.— (A la puerta de su casa.) ¡Sal acá fuera, bribón! ¿Aun te detienes,


fugitivo? ¡Ven acá, eunuco de perdición!
DORO.— (En ademán suplicante.) ¡Por lo más sagrado!…
FEDRO.—¡Oh, mira cómo tuerce la boca el bellaco verdugo! ¿Qué vuelta es
ésta por acá? ¿Qué mudanza de traje es ésta? ¿Qué dices? Si un poco me
descuido, Pitias, no le atrapo en casa, según había aparejado ya su fuga.
PITIAS.—¿Tienes el hombre por tu vida?
FEDRO.—¿Pues no le había de tener?
PITIAS.—¡Oh, qué bien lo has hecho!
DORIAS.—¡Vaya si estuvo bien!
PITIAS.—¿Dónde está?
FEDRO.—¿Eso preguntas? ¿No le ves ahí?
PITIAS.—¿Que si le veo? ¿Quién es?
FEDRO.—Éste.
PITIAS.—¿Quién es este hombre?
FEDRO.—El que os llevaron hoy a vuestra casa.
PITIAS.—A éste, Fedro, ninguna de nosotras jamás le ha visto de sus ojos.
FEDRO.—¿Que no le ha visto?
PITIAS.—¿Éste creiste tú de veras que nos habían traído a nuestra casa?
FEDRO.—¿Pues cuál…? Otro ninguno yo no he tenido.

www.lectulandia.com - Página 110


PITIAS.—¡Bah!, ¡qué tiene que ver éste con el otro! Aquél era de rostro
hermoso y ahidalgado.
FEDRO.—Pareciótelo entonces así, porque estaba vestido de colores; y como
ahora no los lleva, te parece feo.
PITIAS.—¡Calla, por tu vida! ¡Como si fuese poca la diferencia! El que
trajeron a nuestra casa es un mancebillo que tú holgaras, Fedro, de
verle. Éste está marchito, viejo, dormidor, arrugado, de color de
comadreja.
FEDRO.—¿Qué cuentos son éstos? A punto me traes, que yo mismo no sepa
lo que he hecho. (A Doro.) Dime tú, ¿no te compré yo a ti?
DORO.—Me compraste.
PITIAS.—Mándale que me responda a mí ahora.
FEDRO.—Pregúntale.
PITIAS.—¿Has venido tú hoy a nuestra casa? (Doro hace un signo negativo.)
Mira cómo dice que no. El que vino sería de diez y seis años, y
Parmenón le trajo consigo.
FEDRO.—Ea, pues, declárame ya esta maraña primeramente: ¿esas ropas
que tienes, de dónde las has habido? ¿Y aún callas? ¡Monstruo de natura
humana!, ¿no hablarás?
DORO.—Vino Querea…
FEDRO.—¿Mi hermano?
DORO.—Sí.
FEDRO.—¿Cuándo?
DORO.—Hoy.
FEDRO.—¿Cuánto ha?
DORO.—Poco.
FEDRO.—¿Con quién?
DORO.—Con Parmenón.
FEDRO.—¿Conocíasle tú antes de ahora?
DORO.—No. Ni quién fuese había oído.
FEDRO.—¿De dónde, pues, sabías que él era mi hermano?
DORO.—Parmenón decía que lo era. (Continuando su declaración.) Me dio
este vestido…
FEDRO.—Perdido soy.
DORO.— (Terminando.) Y él se puso el mío. Después se salieron juntos de
casa.
PITIAS.—Bien a la clara ves ya que yo no estoy borracha, y que no te he
mentido en nada; bien notoria está la seducción de la doncella.

www.lectulandia.com - Página 111


FEDRO.—¡Calla, bestia!, ¿a éste das tú crédito?
PITIAS.—¿Qué necesidad tengo yo de creer a ése? Ello mismo lo dice.
FEDRO.— (A Doro.) Hazte hacia allá un poco: ¿entiendes? Otro poco más.
Basta. Dime ahora de nuevo: ¿Querea te quitó a ti tu vestido?
DORO.—Sí.
FEDRO.—¿Y él se lo puso?
DORO.—Sí.
FEDRO.—¿Y en tu lugar fue traído a esta casa? (Indicando la de Tais.)
DORO.—Sí.
FEDRO.— (Con ironía.) ¡Oh, soberano Júpiter, y qué hombre tan bellaco y
atrevido!
PITIAS.— ¡Ay de mí! ¿Todavía no crees las fuertes burlas que nos han
hecho?
FEDRO.—Ya me maravillaba yo que tú no creyeses lo que ése dice.
(Aparte.) No sé qué me haga. (A Doro, en voz baja.) ¡Hola, tú! Niégalo
ahora todo. (Alto.) ¿No he de poder yo sacar de ti hoy en limpio la
verdad? ¿Has visto a mi hermano Querea?
DORO.—No.
FEDRO.—No puede éste, según veo, confesar sin tormento la verdad. Ora
dice sí, ora no. (Bajo, a Doro.) Pídeme perdón.
DORO.—De veras te suplico, Fedro.
FEDRO.—¡Acaba: entra ya! (Le golpea.)
DORO.—¡Ay, ay!
FEDRO.— (Aparte.) De otra manera no sé cómo desenredarme honestamente
de este lío. (Alto, a Doro, que ya ha entrado en casa.) He de acabar
contigo, bribón, si pretendes burlarte de mí.

ESCENA V
PITIAS, DORIAS

PITIAS.—Tan cierto sé que ésta ha sido traza de Parmenón, como que tengo
de morir.
DORIAS.—Realmente es así.
PITIAS.—Pues a fe que yo halle hoy con qué pagarle en lo mismo. Pero ¿qué
te parece ahora, Dorias, que yo haga?
DORIAS.—¿En lo de la doncella dices?
PITIAS.—Sí; ¿será bien que lo calle, o que lo descubra?

www.lectulandia.com - Página 112


DORIAS.—Tú, hija, si eres cuerda, haz del ignorante, así en lo del eunuco,
como en lo de la violación de la doncella. Porque con eso tú te librarás
de todo enojo, y a la doncella le harás placer. Solamente di cómo se ha
ido Doro.
PITIAS.—Así lo haré.
DORIAS.—Pero ¿no es Cremes el que veo? Presto estará aquí Tais.
PITIAS.—¿Por qué?
DORIAS.—Porque cuando yo salí de allá, ya entre ella y Trasón quedaba la
riña comenzada.
PITIAS.—Mete allá dentro este oro (Entrégale los anillos.) yo sabré de éste
(Señalando a Cremes.) lo que pasa.

ESCENA VI
CREMES, PITIAS

CREMES.— (Sin ver a Pitias.) ¡Ta!, ¡ta! Realmente que he sido engañado;
hame volcado el vino que bebí. Cuando estaba sentado; ¡cuán en mi
seso me parecía que estaba! Y después que me he levantado, ni los pies
ni la cabeza hacen bien su oficio.
PITIAS.— (Llamándole.) ¡Cremes!
CREMES.—¿Quién va? ¡Hola, Pitias! ¡Bah!, ¡cuánto más hermosa me
pareces ahora, que antes!
PITIAS.—Y tú a mi harto más regocijado, por cierto.
CREMES.—Realmente que es verdadero aquel dicho: «Sin el bien comer y
bien beber, son cosa muy fría los amores.» Pero ¿ha mucho que ha
venido Tais?
PITIAS.—¡Cómo!, ¿salió ya de casa del soldado?
CREMES.—Rato ha: un siglo. Ha habido entre ellos grandes riñas.
PITIAS.—¿No te dijo que vinieses con ella?
CREMES.—No; pero al salir me hizo señas.
PITIAS.—Y qué, ¿no te bastaba?
CREMES.—No entendía que me decía eso, si no la reprendiera el soldado; lo
cual mucho menos lo entendí, porque me echó a la calle.—Pero hela
aquí dó viene. Maravillóme dónde la he podido yo pasar delante.

ESCENA VII

www.lectulandia.com - Página 113


TAIS, CREMES, PITIAS

TAIS.—Bien creo yo que él vendrá ahora a quitarme por fuerza la doncella.


Pero déjale tú; que si él ni aun con solo un dedo me la toca, yo le sacaré
luego aquellos ojos. Yo hasta tanto podré sufrir su necedad y palabras
fanfarronas, mientras no fueren más que palabras; pero si las pone por
obra, él llevará en la cabeza.
CREMES.—Tais, rato ha ya que yo estoy aquí.
TAIS.—¡Oh, mi Cremes! a ti mismo esperaba. ¿No sabes cómo por ti han
sucedido todas estas riñas? ¿Y cómo todo este negocio te interesa a ti?
CREMES.—¿A mí?, ¿por qué?, ¡como si eso…!
TAIS.—¿Por qué? Por procurar yo devolverte y restituirte tu hermana, he
pasado estas cosas, y otras muchas como éstas.
CREMES.—¿Dónde está ella?
TAIS.—En mi casa.
CREMES.— (Con temor.) ¡Oh!
TAIS.—¿De qué te alteras? Criada como a ti y a ella es debido.
CREMES.—¡Ah!, ¿qué me dices?
TAIS.—La realidad de la verdad. Yo te la doy graciosamente: no te pido por
ella ni una blanca.
CREMES.—Yo te lo agradezco, Tais, y te lo pagaré como tú lo has merecido.
TAIS.—Pero mira, Cremes, no la pierdas antes de recibirla de mi mano;
porque ella es la que el soldado me viene a quitar por fuerza. Corre tú,
Pitias; saca de casa la cestilla con los documentos.
CREMES.— (Viendo a lo lejos a Trasón con acompañamiento.) Tais, ¿no ves
tú aquel…?, ¿no ves el soldado, Tais?
PITIAS.— (Preguntando por la cestilla.) ¿En qué parte está?
TAIS.—En el baúl: ¡enemiga, camina!
CREMES.—¡Es el soldado! ¡Qué de gente trae consigo! ¡Tate!
TAIS.—¡Ay, amigo mío! ¿Y tan cobarde eres, por tu vida?
CREMES.—¡Eso no! ¿Yo cobarde? No hay hombre que lo sea menos.
TAIS.—Pues eso habemos menester.
CREMES.—¡Ah, temo que aún no sabes bien qué hombre soy yo!
TAIS.—Sobre todo, considera que el sujeto con quien has de habértelas es
forastero, menos poderoso que tú, menos conocido y tiene aquí menos
amigos.
CREMES.—Ya lo veo eso. Pero cuando se puede evitar el peligro, necedad es
ponerse en él. Mas quiero yo que lo proveamos con tiempo, que no

www.lectulandia.com - Página 114


tomar venganza del agravio después de recibido. Ve tú y cierra tu puerta
por dentro, mientras yo corro a la plaza. Quiero que en esta brega
tengamos algunos valedores.
TAIS.—Espera.
CREMES.—Es lo mejor.
TAIS.—Espera.
CREMES.—Déjame, que ya vuelvo.
TAIS.—Que no hay necesidad de esos valedores, Cremes. Di solamente que
ella es tu hermana, que te la hurtaron siendo niña pequeña y que ahora
la has conocido, y muéstrales las pruebas.
PITIAS.— (Entrando con la cestilla.) Helas aquí.
TAIS.— (A Cremes.) Tómalas. Si te hiciere el hombre fuerza, llévale delante
de la justicia. ¿Hasme entendido?
CREMES.—Muy bien.
TAIS.—Procura decirle todo esto con ánimo esforzado.
CREMES.—Así lo haré.
TAIS.—Álzate esa capa. (Aparte.) ¡Pobre de mí! ¡Él se ha menester padrino
y tómole yo por mi amparo!

ESCENA VIII
TRASÓN, GNATÓN, SANGA, con sus camaradas; CREMES, TAIS

TRASÓN.—¡Que haya yo de sufrir una tan grande afrenta, Gnatón! ¡Más


vale morir! Simalión, Donace, Sirisco, seguidme. Lo primero de todo he
de combatir la casa.
GNATÓN.—Muy bien.
TRASÓN.—Y quitarle por fuerza la doncella.
GNATÓN.—Bien dices.
TRASÓN.—A ella darle una buena mano.
GNATÓN.—Al caso.
TRASÓN.—Donace, al centro del escuadrón con la barra: tú, Simalión, en el
ala izquierda, y tú, Sirisco, a la derecha. Vengan los otros. ¿Qué es del
centurión Sanga y toda aquella manada de ladrones?
SANGA.—¡Presente!
TRASÓN.—¡Don… cobarde! ¿Haces cuenta de pelear con la esponja, pues la
traes acá?

www.lectulandia.com - Página 115


SANCA.—¿Yo? Como conozco el valor del General y el empuje de las
tropas, entendí que esto no se podía hacer sin derramar sangre. ¿Con
qué, pues, había de limpiar las heridas?
TRASÓN.—¿Qué es de los otros?
SANGA.—¿Cuáles otros, mala peste?… Sólo Sannión guarda la casa.
TRASÓN.— (A Gnatón.) Tú ponlos a estos en orden de batalla: yo aquí
detrás de los primeros; desde allí haré a todos la señal.
GNATÓN.— (A los espectadores.) Aquello es ser cuerdo: mirad cómo los ha
ordenado y tomado el lugar más seguro para sí.
TRASÓN.—Esto mismo, ya antes de ahora, lo hizo Pirro muchas veces.[39]
CREMES.— (En casa de Tais.) ¿No ves tú, Tais, lo que ése hace? Realmente
que fue bueno aquel consejo de cerrar las puertas.
TAIS.—Sábete que ése, que te parece ser algún hombre de valor, es un
fanfarria: no le tengas miedo.
TRASÓN.— (A los suyos.) ¿Qué os parece?
GNATÓN.—Una honda quisiera yo ahora que tuvieras, para que les
sacudieras desde aquí, de lejos, encubierto: luego huyeran.
TRASÓN.— (En actitud bélica.) Pero allá veo a la misma Tais.
GNATÓN.—¿Por qué no arremetemos ya?
TRASÓN.—Detente: que el hombre cuerdo primero ha de procurarlo todo,
que venir a las manos: ¿qué sabes tú si ella hará sin violencia lo que yo
le mande?
GNATÓN.—¡Oh soberanos dioses, qué cosa tan grande es el saber! Jamás me
allego a ti, que no me despida más sabio.
TRASÓN.—Tais, cuanto a lo primero, respóndeme a esto: cuando yo te di esa
doncella, ¿no me prometiste que estarías por mí solo todos estos días?
TAIS.—Bien, ¿y qué?…
TRASÓN.—¿Eso me preguntas, habiéndome traído a tu amigo delante de mis
ojos…?
TAIS.—¿Qué tienes tú que ver con él?
TRASÓN.—… ¿Y venídote con él escondidamente?
TAIS.—¡Me dio la gana!
TRASÓN.—Vuélveme, pues, a Pánfila aquí, si no quieres más que te la quite
por fuerza.
CREMES.—¿Ella que te la vuelva, o tú que la toques? ¡El muy…!
GNATÓN.— (A Cremes, intimidándole.) ¡Ah!, ¿qué haces? ¡Calla!
TRASÓN.—¿Qué buscas tú aquí? ¿Por qué no he de tocar yo la que es mía?
CREMES.—¿Tuya, ladrón?

www.lectulandia.com - Página 116


GNATÓN.—Mira, por tu vida, que no sabes a cuán principal varón afrentas.
CREMES.— (A Gnatón.) Quítateme de aquí. (A Trasón.) ¿Sabes cómo te va
en el negocio? Si tú aquí movieses ningún alboroto, yo haré que para
siempre te acuerdes de este lugar y día, y aun de mí.
GNATÓN.— (Burlándose de Cremes y de Trasón.) Duelo tengo de ti, que
con un hombre tan principal tomas enemistad.
CREMES.—Hacerte he pedazos la cabeza, si de aquí no te me quitas.
GNATÓN.—¿Díceslo de veras, perro? ¿Así nos tratas?
TRASÓN.—¿Quién eres tú?, ¿qué pretendes aquí?, ¿qué tienes tú que ver con
ella?
CREMES.—Vas a saberlo. Cuanto a lo primero, digo que ella es libre.
TRASÓN.—¡Je, je!
CREMES.—Ciudadana de Atenas.
TRASÓN.—¡Huy!
CREMES.—Hermana mía.
TRASÓN.—¡Habrá cara dura!
CREMES.—Y desde ahora, soldado, te requiero que no le hagas ninguna
fuerza. Tais, yo me voy a casa de Sofrona, su nodriza: yo la traeré aquí
y le mostraré estos documentos.
TRASÓN.—¿Tú has de prohibirme que yo toque la que es mía?
CREMES.—Digo que te lo prohibiré.
GNATÓN.— (A Trasón.) ¿Le entiendes? Éste en pleito de hurto se enreda, y
para ti esto te basta.
TRASÓN.—Tais, ¿dices tú lo mismo?
TAIS.—Busca quien te responda.
TRASÓN.— (Pausa.) Y ahora ¿qué hacemos?
GNATÓN.—Volvámonos; que ella vendrá luego a rogar de su propia
voluntad.
TRASÓN.—¿Así lo crees?
GNATÓN.—¡Como si lo viera! Yo conozco la condición de las mujeres;
cuando las quieren, no quieren, y cuando no las quieren, ellas ruegan.
TRASÓN.—Bien dices.
GNATÓN.—¿Despido ya el ejército?
TRASÓN.—Cuando quieras.
GNATÓN.—Sanga amigo: acuérdate también de la casa y de la cocina, como
cumple a los soldados valerosos.
SANGA.—Rato ha que en los platos tengo puesto el pensamiento.
GNATÓN.—Hombre eres de provecho.

www.lectulandia.com - Página 117


TRASÓN.—Seguidme vosotros por aquí.

www.lectulandia.com - Página 118


ACTO QUINTO

ESCENA I
TAIS, PITIAS

TAIS.—¿No acabarás, malvada, de hablarme por cifras? Si sé… No lo sé…


Fuese… Helo oído… Yo no estuve allí… ¿No me dirás claramente lo
que pasa? La doncella tiene sus ropas rasgadas; está llorando, sin hablar
palabra; el eunuco escapó, ¿por qué?, ¿qué ha sucedido aquí?, ¿aun
callas?
PITIAS.—¿Qué quieres que te diga, cuitada de mí? Dicen que aquél no era
eunuco.
TAIS.—¿Quién era, pues?
PITIAS.—Querea.
TAIS.—¿Cuál Querea?
PITIAS.—Ese mozo hermano de Fedro.
TAIS.—¿Qué dices, hechicera?
PITIAS.—Yo lo he sabido de cierto.
TAIS.—¿Y a qué fin vino a nuestra casa? ¿Por qué le trajeron?
PITIAS.—No lo sé; sino que creo debía estar enamorado de Pánfila.
TAIS.—¡Ay, cuitada de mí, perdida soy! ¡Desdichada de mí, si tú verdad me
dices! ¿Y de eso llora la doncella?
PITIAS.—Sospecho que sí.
TAIS.—¿Qué dices, sacrílega? ¿Y eso es lo que yo te encargué cuando me
fui?
PITIAS.—¿Qué querías que hiciese? Encomendésela a él solo, como tú me lo
mandaste.
TAIS.—¡Malvada!, ¡la oveja confiaste al lobo! Corrida estoy de que así me
hayan hecho esta burla. (Viendo a Querea con el traje del eunuco.)
¿Qué hombre es aquél?

www.lectulandia.com - Página 119


PITIAS.—¡Señora mía, calla, calla por tu vida; que salvas somos! ¡Aquí
tenemos al hombre!
TAIS.—¿Dónde está?
PITIAS.—Cátale ahí, a la mano izquierda; ¿no le ves?
TAIS.—Ya le veo.
PITIAS.—Manda que le prendan al punto.
TAIS.—¿Y qué haremos con él, necia?
PITIAS.—¿Qué harás, me preguntas? ¡Mira por mi amor, si no tiene cara de
desvergonzado!, ¿no? Además, ¡qué audacia la suya!

ESCENA II
QUEREA en traje de eunuco, TAIS, PITIAS

QUEREA.— (Sin verlas.) En casa de Antifón estaban como aposta el padre y


la madre, de manera que yo no podía entrar sin que me viesen. En esto,
estando yo allí a la puerta, venía hacia mí un conocido mío. Cuando le
vi, dime a correr lo más presto que pude hacia un callejón desierto, y de
allí a otro, y de aquél después a otro, y así he andado, pobre de mí,
huyendo porque nadie me conociese.—Pero ¿es por ventura Tais ésta
que veo? La misma. Perplejo estoy. ¿Qué haré? ¡Pero a mí qué!… ¿qué
me ha de hacer?
TAIS.— (A Pitias.) Lleguémonos a él. (A Querea.) Doro, hombre de bien,
estés en hora buena. Dime, ¿has huido?
QUEREA.—Señora, sí.
TAIS.—¿Y parécete bien eso?
QUEREA.—No.
TAIS.—¿Y piensas salirte sin castigo?
QUEREA.—Perdóname este yerro, y si otra vez lo cometiere, mátame.
TAIS.—¿Temiste, por ventura, mi cólera?
QUEREA.—No.
TAIS.—¿Pues qué…?
QUEREA.—Temí que ésta me acusara ante ti.
TAIS.—¿Qué habías hecho tú?
QUEREA.—Poca cosa.
PITIAS.—¡Ah, desvergonzado! ¡Poca cosa! ¿Y poca cosa te parece
deshonrar una doncella ciudadana?
QUEREA.—Creí que era esclava como yo.

www.lectulandia.com - Página 120


PITIAS.—¿Esclava? No sé quién me detiene que no le asga de los cabellos.
¡El monstruo aun viene con ganas de mofarse de nosotras!
TAIS.—Quítate de ahí, loca.
PITIAS.—¿Por qué? ¿A qué pena le quedaré yo obligada a este ladrón, si se
los arrancare, mayormente pues él confiesa ser tu esclavo?
TAIS.—Dejemos ahora todo eso. Lo que nos has hecho, Querea, no es digno
de ti. Porque ya que yo mereciera una afrenta como ésta, a lo menos el
hacerla no te estaba bien a ti. Y realmente que no sé qué partido tome
con esta doncella, según tú me has revuelto todos mis consejos para no
poderla entregar a sus parientes, como era razón y yo lo deseaba, para
granjear yo, Querea, esta buena obra.
QUEREA.—Pues aún confío, Tais, que de hoy más ha de haber amor
perpetuo entre nosotros. Porque muchas veces, de cosas semejantes y de
malos principios ha procedido gran familiaridad. ¿Qué sabes si algún
dios lo ha querido así?
TAIS.—En tal caso, por mi vida que yo también lo admito y lo quiero.
QUEREA.—Y así te lo suplico. Sabe que si lo hice no fue por afrentarla, sino
por amor.
TAIS.—Ya lo sé; y por esto, en verdad, de buena gana te lo perdono; que no
soy yo, Querea, de tan cruel condición, ni tan novicia, que no sepa
cuánto puede el amor.
QUEREA.—Así los dioses me amen, Tais, como yo también a ti te quiero
mucho.
PITIAS.—Señora, en buena fe que me parece que te debes guardar de éste.
QUEREA.—No tendría yo tal atrevimiento.
PITIAS.—No fío nada de ti.
TAIS.— (A Pitias, imponiéndole silencio.) Basta ya.
QUEREA.—Yo ahora te suplico que seas mi valedora en esto. Yo me
encomiendo y entrego a tu fidelidad, y te tomo por mi patrona: pídotelo
por merced: moriré si con ella no me caso.
TAIS.—¿Y si tu padre…?
QUEREA.—¿Mi padre? Yo sé de cierto que querrá, con tal que ella sea
ciudadana.
TAIS.—Si quieres aguardar un poco, el mismo hermano de la doncella será
luego aquí; que ha ido a llamar al ama que la crió desde pequeña. Tú
mismo, Querea, podrás presenciar su reconocimiento.
QUEREA.—Pues me quedo.

www.lectulandia.com - Página 121


TAIS.—¿Quieres que, mientras viene, la esperemos en casa, y no aquí a la
puerta?
QUEREA.—Y aun lo deseo mucho.
PITIAS.—Señora, ¿qué vas a hacer?
TAIS.—¿Qué es ello?
PITIAS.—¿Y lo preguntas? ¿A éste piensas tú recibir en tu casa, después de
lo ocurrido?
TAIS.—¿Y por qué no?
PITIAS.—Fía de mí, que él buscará de nuevo alguna revuelta.
TAIS.—¡Ah, calla, por tu vida!
PITIAS.—Parece que no has visto bien su atrevimiento.
QUEREA.—No haré nada, Pitias.
PITIAS.—Lo creo en buena fe, Querea, si no nos fiamos de ti.
QUEREA.—Pues guárdame tú, Pitias.
PITIAS.—¿Yo? Ni yo osaría darte a guardar nada, ni menos guardarle.
¡Taday!
TAIS.—Aquí viene el hermano: a buen tiempo.
QUEREA.—¡Perdido soy! Tais, por lo más sagrado, entremos en casa; que no
quiero que me vea en la calle con este vestido.
TAIS.—¿Y por qué? ¿Porque tienes vergüenza…?
QUEREA.—Por eso mismo.
PITIAS.—¿Por eso mismo? ¿Y la doncella?
TAIS.— (A Querea.) Anda, que ya te sigo. Tú, Pitias, quédate ahí para
introducir a Cremes.

ESCENA III
PITIAS, CREMES, SOFRONA

PITIAS.—¿Qué podría yo ahora imaginar? ¿Qué? ¿Con qué darle el galardón


a aquel sacrílego que nos ha hecho esta burla?
CREMES.—Camina más aprisa, nodriza.
SOFRONA.—Ya camino.
CREMES.—Ya lo veo; pero no adelantas un paso.
PITIAS.—¿Hasle ya mostrado al ama los indicios?
CREMES.—Todos.
PITIAS.—¿Y qué dice por tu vida? ¿Conócelos?
CREMES.—Muy bien se acuerda de todo.

www.lectulandia.com - Página 122


PITIAS.—¡Oh, bien haya fu pico; porque deseo toda ventura a esa doncella!
Entraos; que mi señora ha rato que os espera en casa. (Sola.) Aquí veo
venir al honrado de Parmenón. ¡Mira qué tranquilo viene! Los dioses
me perdonen; mas yo espero que he de hallar con qué atormentarle a mi
sabor. Voyme allá dentro a ver en qué ha parado lo del reconocimiento,
y luego saldré y espantaré a este bellaco.

ESCENA IV
PARMENÓN

PARMENÓN.—Vuelvo a ver cómo lleva su negocio aquí Querea. Porque si él


ha hecho la cosa con astucia, ¡oh soberanos dioses, cuán grande y cuán
verdadera honra ganará Parmenón! Pues además de que sin pesadumbre,
sin gasto, sin trabajo le he logrado de una ramera avarienta, un amor
muy dificultoso y muy costoso, que es la doncella de quien él estaba
enamorado, hay también otro muy grande provecho que me hace digno
de la palma: que es haber hallado manera como este mozuelo pudiese
entender las condiciones y costumbres de las rameras, para que,
conociéndolas con tiempo, las aborrezca para siempre. Las cuales,
cuando salen fuera, parecen la cosa más limpia, más compuesta y más
hermosa del mundo. Cuando comen con su amigo, hacen de las
delicadas. Ver, pues, cuán sucias, cuán viles, cuán pobres son, y cuán
deshonestas cuando están solas en casa, y cuán glotonas, y cómo con el
caldo del día pasado comen pan de moyuelo; tener noticia de todo esto,
es total remedio para los mancebos.

ESCENA V
PITIAS, PARMENÓN

PITIAS.— (Aparte.) ¡Ah, tú me pagarás, bellaco, todos esos dichos y todos


tus hechos, porque no mofes impunemente de nosotras! (Alto y
simulando que no ha visto a Parmenón.) ¡Qh, dioses, y qué acción tan
fea! ¡Pobre mozo…! ¡Oh, malvado de Parmenón, que a esta casa le
trajo!
PARMENÓN.— (Aparte.) ¿Qué pasará?

www.lectulandia.com - Página 123


PITIAS.—En verdad que me da lástima, ¡y así huyo acá fuera por no verle!
¡Qué ejemplar castigo dicen que le van a dar!
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Oh Júpiter! ¿Qué revuelta es aquélla? ¿Soy por
ventura perdido? Llegarme quiero allá. (Alto.)—¿Qué es eso, Pitias?,
¿qué dices?, ¿a quién van a castigar?
PITIAS.—¿Eso me preguntas, atrevidísimo? Por querer burlarte de nosotras
has echado a perder a ese mozuelo que trajiste en cuenta del eunuco.
PARMENÓN.—¿Cómo es eso?, ¿qué ha sucedido? Dímelo.
PITIAS.—Yo te lo diré. ¿Sabes como esa doncella que hoy le han presentado
a Tais es natural de esta ciudad, y su hermano es un hombre muy
principal?
PARMENÓN.—No.
PITIAS.—Pues así resulta. Ese infeliz hala deshonrado, y aquel furioso de su
hermano, como ha sabido el caso…
PARMENÓN.—¿Qué ha hecho?
PITIAS.—Primeramente le ha echado extrañas prisiones.
PARMENÓN.—¿Prisiones?
PITIAS.—Sí, y aun con suplicarle Tais que no lo hiciese.
PARMENÓN.—¿Qué me dices?
PITIAS.—Y ahora le amenaza que le ha de hacer lo que suelen hacer a los
adúlteros,[40] lo cual ni yo jamás he visto, ni aun querría.
PARMENÓN.—¿Y con qué atrevimiento osa él hacer una maldad tan grande?
PITIAS.—¿Cómo tan grande?
PARMENÓN.—¿Pues no es la mayor del mundo ésta? ¿Quién ha visto jamás
en casa de ramera ser prendido nadie por adúltero?[41]
PITIAS.—No sé.
PARMENÓN.—Pues porque no aleguéis ignorancia, Pitias, os digo y notifico
que éste es el hijo de mi amo.
PITIAS.—¡Cómo! ¿Y él es?
PARMENÓN.—… Y que no consienta Tais que se le atropelle. Mas ¿por qué
no me entro allá yo mismo?
PITIAS.—Mira, Parmenón, lo que haces; que tú te perderás y a él no le
valdrás, porque tienen por entendido que todo lo que se ha hecho es
obra tuya.
PARMENÓN.—¡Pobre de mí!, ¿qué haré? (Viendo a Laques.) Pero allá veo a
nuestro viejo, que viene de la granja. ¿Se lo diré, o no? En verdad que se
lo he de decir, aunque sé que me espera mala ventura; pero ello es
menester, para que le socorra.

www.lectulandia.com - Página 124


PITIAS.—Cuerdo eres. Yo me entro en casa. Tú cuéntale bien al viejo todo
el hecho tal como ha sucedido.

ESCENA VI
LAQUES, PARMENÓN

LAQUES.— (Sin ver a Parmenón.) De esta mi alquería cercana saco este


provecho: que ni me hastía jamás el campo, ni tampoco la ciudad.
Porque, cuando comienzo a cansarme, mudo de lugar. (Viéndole.) Pero
¿no es aquél mi criado Parmenón? Realmente que es él. ¿A quién
aguardas, Parmenón, aquí delante de la puerta?
PARMENÓN.—¿Quién va? ¡Oh, señor, huélgome de verte venir bueno!
LAQUES.—¿A quién aguardas?
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Oh, pobre de mí! del temor se me pega la lengua al
paladar.
LAOUES.—¡Hola!, ¿qué es eso?, ¿por qué tiemblas?, ¿hay algún mal?
Dímelo.
PARMENÓN.—Señor, cuanto a lo primero, querría tuvieses por cierto, como
lo es, que de todo lo que aquí ha pasado la culpa no es mía.
LAOUES.—¿Qué es ello?
PARMENÓN.—Discretamente has preguntado, porque yo debí contar primero
el caso. Compró Fedro un eunuco para regalársele a ésta.
LAOUES.—¿A quién?
PARMENÓN.—A Tais.
LAQUES.—¿Que le compró? ¡Ah, pobre de mí! ¿En cuánto?
PARMENÓN.—En veinte minas,
LAQUES.—¡Esto fue el acabóse!
PARMENÓN.—Además, Querea está enamorado aquí (indicando la casa de
Tais.) de una tañedora.
LAOUES.—¿Cómo dices?, ¿enamorado?… ¿Y ya sabe aquél qué cosa es
ramera? ¿Y ya es venido a la ciudad? Un mal tras de otro.
PARMENÓN.—Señor, no me mires a mí; que él no hace nada de esto por mi
consejo.
LAOUES.—¡Deja de tratar de ti; que si no me muero, Don… ahorcado, yo
te…! Pero dime de presto a la clara lo que pasa.
PARMENÓN.—A éste hanle traído a casa de Tais en lugar del eunuco.
LAQUES.—¿Del eunuco?

www.lectulandia.com - Página 125


PARMENÓN.—Sí; después hanle prendido dentro por adúltero, y le han
aprisionado.
LAQUES.—¡Muerto soy!
PARMENÓN.—Mira el atrevimiento de las rameras.
LAQUES.—¿Hay por ventura otra desgracia que no me hayas contado?
PARMENÓN.—No hay más.
LAQUES.—¿Por qué me detengo en arremeter aquí adentro? (Entra en casa
de Tais.)
PARMENÓN.— (Solo.) No dudo que de este enredo ha de venirme alguna
calamidad; mas, puesto que me fue forzoso hacerlo así, huélgome de
que por mi causa les suceda a estas bribonas algún mal. Porque días ha
que buscaba el viejo una ocasión para sentarles la mano, y ya la tiene.

ESCENA VII
PITIAS, PARMENÓN

PITIAS.— (Sin ver a Parmenón.) Nunca, en buena fe, me ha sucedido cosa


que yo más desease, que ver al viejo cual entró ahora en nuestra casa tan
engañado. A mí sola me dio que reír, porque yo sola sabía el temor que
traía.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¿Qué es esto?
PITIAS.—Ahora voy a verme con Parmenón. Mas ¿dónde está él?
PARMENÓN.— (Aparte.) A mí me busca.
PITIAS.—Hele aquí; voy a él. (Se acerca a Parmenón riendo a carcajadas.)
PARMENÓN.—¿Qué es eso, necia?, ¿qué quieres?, ¿de qué te ríes?, ¿no
paras?
PITIAS.—¡Oh pobre de mí! Ya estoy, cuitada, cansada de reírme de ti.
PARMENÓN.—¿Por qué?
PITIAS.—¿Y lo preguntas? No he visto, en buena fe, en mi vida, ni aun
espero ver hombre más necio que tú. Apenas te podría contar lo mucho
que has dado allá dentro que reír. Realmente que hasta aquí te había
tenido por hombre sagaz y discreto. ¡Cómo! ¿Y tan presto te habías de
creer lo que te dije? ¿Parecíate, por ventura, poca la bellaquería que el
mozuelo, por tu consejo, había hecho, sin que al cuitado le descubrieras
a su padre? Porque ¿qué corazón crees tú que él tendría, cuando su
padre le vio vestido de aquel traje? ¡Qué tal! ¿No ves cómo estás
perdido?

www.lectulandia.com - Página 126


PARMENÓN.—¡Cómo! malvada, ¿qué has dicho?, ¿conque has mentido? ¿Y
aún te ríes, bellaca?, ¿tan graciosa cosa te ha parecido burlarte de
nosotros?
PITIAS.—Y mucho.
PARMENÓN.—Sí, si con ello te salieres.
PITIAS.— (Con ironía.) ¿De veras?
PARMENÓN.—Yo te daré el pago: te lo juro.
PITIAS.—Bien lo creo. Pero tus amenazas, Parmenón, serán por ventura para
adelante; que ahora a ti han de colgarte, pues a un imbécil mozuelo
haces famoso por sus bellaquerías y luego descúbresle a su padre.
Ambos a dos te darán el castigo que mereces.
PARMENÓN.—¡Perdido soy!
PITIAS.—Esta recompensa se te ha dado por aquel presente. Voyme.
PARMENÓN.—¡Pobre de mí; que yo mismo me he perdido hoy con mi propia
boca, como el ratón!

ESCENA VIII
GNATÓN, TRASÓN

GNATÓN.—Y ahora, Trasón, ¿con qué esperanza o con qué consejo venimos
aquí? ¿Qué emprendes?
TRASÓN.—¿Yo? Entregarme a Tais y hacer lo que ella mande.
GNATÓN.—¿Qué es eso?
TRASÓN.—¿Por qué no la serviré yo como Hércules a Omfale?
GNATÓN.—Bien me parece el ejemplo. (Aparte.) Así te vea yo hecha una
levadura la cabeza a chapinazos. (Alto.) Pero su puerta ha sonado.
¡Muerto soy!
TRASÓN.—¿Qué nuevo lío es éste? A ese hombre (Por Querea que aparece
en la puerta de Tais.) nunca yo le había visto antes de ahora. ¿Por qué
saldrá tan de prisa?

ESCENA IX
QUEREA, PARMENÓN, GNATÓN, TRASÓN

www.lectulandia.com - Página 127


QUEREA.—¡Oh, amigos míos! ¿Hay alguien que hoy sea más dichoso que
yo? Ninguno realmente; porque todos los dioses han mostrado de plano
su poder en mi favor, pues en un instante se me han juntado tantos
bienes.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¿De qué viene tan alegre?
QUEREA.—¡Oh, hermano Parmenón, hallador, muñidor, concluidor de todos
mis contentos!, ¿no sabes en qué gozos estoy puesto?, ¿no sabes cómo
ha resultado que mi Pánfila es ciudadana de Atenas?
PARMENÓN.—Helo oído.
QUEREA.—¿No sabes cómo ya estoy desposado con ella?
PARMENÓN.—Así los dioses me amen, como ello está bien hecho.
GNATÓN.— (A Trasón.) ¿Oyes tú lo que dice?
QUEREA.—Además de esto, me huelgo de que los amores de mi hermano ya
están a buen seguro. Toda es ya una casa. Tais se ha puesto bajo el
amparo y fe de mi padre: ya es nuestra.
PARMENÓN.—¿De esta manera Tais ya es toda de tu hermano?
QUEREA.—Cabal.
PARMENÓN.—Otra razón, pues, para que nos alegremos, es ésta: que el
soldado queda en la calle.
QUEREA.—Tú procura que mi hermano, doquiera que esté, tenga aviso de
todo esto en seguida.
PARMENÓN.—Iré a ver si está en casa. (Vase.)
TRASÓN.—Gnatón, ¿dudarás ya que estoy perdido para siempre?
GNATÓN.—Ya no lo dudo.
QUEREA.—¿A quién alabaré primero o más de veras?, ¿a quien me aconsejó
la aventura, o a mí que tuve ánimo para emprenderla? ¿Alabaré a la
fortuna, que ha sido nuestra gobernadora y tantas y tan grandes cosas ha
tenido a punto para un día, o la complacencia y benignidad de mi padre?
¡Oh, Júpiter! ¡Suplícote que nos conserves por largos años estos bienes!

ESCENA X
FEDRO, QUEREA, TRASÓN, GNATÓN

FEDRO.—¡Soberanos dioses, y qué cosas tan increíbles acaba de contarme


Parmenón! ¿Pero dónde está mi hermano?
QUEREA.—Aquí le tienes.
FEDRO.—¡Qué dicha!…

www.lectulandia.com - Página 128


QUEREA.—Bien lo creo. No hay cosa, hermano, más digna de ser amada que
tu Tais, según ella se muestra favorable a toda nuestra casa.
FEDRO.—¿A mí me la alabas?
TRASÓN.—¡Ay de mí! Cuanto menos esperanza veo, tanto más la amo. ¡Por
lo más sagrado, Gnatón…; que en ti está mi esperanza!
GNATÓN.—¿Qué quieres que yo haga?
TRASÓN.—Que recabes con ruegos, con dinero, que tenga yo, siquiera
alguna vez, entrada en casa de Tais.
GNATÓN.—Difícil es.
TRASÓN.—Te conozco muy bien, y sé que si tú quieres… Si esto me logras,
pídeme cualquier merced y cualquier premio; que todo lo que me
pidieres alcanzarás.
GNATÓN.—¿De veras?
TRASÓN.—Sí.
GNATÓN.—Pues si esto recabo, yo te pido que en tu presencia y ausencia tu
casa esté siempre abierta para mí, y que, aunque no me conviden, tenga
siempre un puesto a la mesa.
TRASÓN.—Y yo te juro hacerlo así.
GNATÓN.—Pues manos a la obra.
FEDRO.—¿A quién oigo yo aquí? ¡Oh Trasón!
TRASÓN.—Estéis en buen hora.
FEDRO.—Tú sin duda no sabes lo que aquí ha sucedido.
TRASÓN.—Ya lo sé.
FEDRO.—¿Cómo, pues, te veo yo aún por estos barrios?
TRASÓN.—Porque me fío de vosotros.
FEDRO.—¿Sabes cuán confiado puedes estar? Capitán, desde ahora te lo
aviso: si de hoy más te viere en esta plaza, no te valdrá el decirme: «A
otro buscaba», «Por aquí pasaba», ¡que morirás!
GNATÓN.— (En tono de ruego.) ¡Ea! que no se ha de hacer así.
FEDRO.—Lo dicho, dicho.
GNATÓN.—No os tengo yo por tan altivos.
FEDRO.—Ello será así.
GNATÓN.—Oídme primero dos palabras; y si lo que hubiere dicho os
pareciere bien, hacedlo.
FEDRO.—Oigamos.
GNATÓN.—Tú, Trasón, hazte allá un poco. (A Fedro y Querea.) Cuanto a lo
primero, yo querría que ambos a dos me dieseis en esto muy gran
crédito, que todo lo que yo acerca de esto hago, lo hago particularmente

www.lectulandia.com - Página 129


por mi provecho. Pero si también os es útil a vosotros, sería necedad
que vosotros no lo hicieseis.
FEDRO.—¿Y qué es ello?
GNATÓN.—Yo os aconsejo que aceptéis al soldado por competidor.
FEDRO.—¿Cómo aceptar?
GNATÓN.—Considéralo bien ahora. Tú, Fedro, vives realmente con Tais
muy a gusto; y comes y bebes en su casa. Tú tienes muy poco que darle,
y Tais no puede pasar sin que le den mucho: para que sin mucha costa
puedas conservarla en tus amores, para todo esto no hay hombre más a
propósito ni que a ti más te convenga. Cuanto a lo primero, él tiene que
dar, y no hay hombre más liberal; es un tonto, sin gusto, perezoso; de
día y de noche duerme; no tienes de qué recelarte que la mujer se le
aficione; en tu mano estará echarle siempre que quisieres.
FEDRO.— (A Querea.) ¿Qué hacemos?
GNATÓN.—Además, tiene una cosa que yo creo la primera de todas: que no
hay hombre que mejor ni más largamente dé de comer.
FEDRO.—Cierto que un hombre como ése, en todas maneras es menester.
QUEREA.—Lo mismo digo.
GNATÓN.—Muy bien hacéis. Otra cosa también os pido de merced: que me
recibáis de aquí adelante por uno de vuestros familiares; que hartos días
ha que ando revolviendo esta peña.
FEDRO.—Recibido.
QUEREA.—Y de muy buena gana.
GNATÓN.—Pues en pago de eso, Fedro, y tú, Querea, yo os le entrego
(Aludiendo a Trasón.) para que os le comáis y os burléis de él.
QUEREA.—¡Que nos place!
FEDRO.—Lo merece muy bien.
GNATÓN.—Trasón, cuando quieras, te puedes acercar.
TRASÓN.—¿Qué has negociado, dime, por tu vida?
GNATÓN.—¿Qué? Estos señores no sabían quien tú eres; pero después que
les he dado a entender tus costumbres, y te he alabado conforme a tus
hechos y virtudes, helo recabado.
TRASÓN.—Muy bien. En muy gran merced se lo tengo. Jamás he estado en
parte ninguna donde no me quisiesen todos mucho.
GNATÓN.—¿No os lo dije yo, que resplandecía en él la gracia y elegancia de
Atenas?
FEDRO.—Ya no queda nada por hacer; caminad vosotros por aquí, (A los
espectadores.) ¡Vosotros, quedad en buen hora, y aplaudid!

www.lectulandia.com - Página 130


FIN DE
«EL EUNUCO»

www.lectulandia.com - Página 131


EL ATORMENTADOR DE SÍ MISMO

www.lectulandia.com - Página 132


PERSONAS

CREMES, viejo, padre de Clitifón.


CLITIFÓN, joven, hijo de Cremes.
SIRO, preceptor de Clitifón.
MENEDEMO, viejo, padre de Clinia.
CLINIA, joven, hijo de Menedemo.
DROMÓN, esclavo de Menedemo.
SOSTRATA, mujer de Cremes.
BAQUIS, cortesana.
ANTÍFILA, amiga de Clinia.
Una esclava frigia.
Una nodriza.

PERSONAS QUE NO HABLAN

ARCÓNIDES.
CRITÓN.
FANIA, viejo.
FANÓCRATES, viejo.
FILTERA, vieja.
SIMO, viejo.

La acción pasa en una villa cerca de Atenas.[42]

www.lectulandia.com - Página 133


PRÓLOGO

Porque ninguno de vosotros se maraville de que el poeta ha dado a un viejo el


papel que es propio de mancebos, diré primero la razón, y después os diré a lo
que vengo.
Tengo de representaros hoy una comedia nueva, llamada El Atormentador
de sí mismo, sacada de una sola comedia griega. La intriga, simple en el
original, es aquí doble. Ya os he dicho cómo es nueva, y su título. Quién sea
su autor y el nombre del poeta griego, también os lo dijera, si no entendiese
que casi todos lo sabéis. Ahora, en dos palabras, os declararé por qué he
tomado yo este cargo. El poeta ha querido que yo hiciese oficio de orador y
no de prólogo. A vosotros os ha nombrado por jueces y a mí por su abogado.
Sólo que este abogado no lucirá más elocuencia que la que pudo bien trazar el
autor de esta oración que vais a oír.
Cuanto al rumor que gentes maliciosas han hecho circular, de que el poeta
compiló muchas comedias griegas, para componer pocas latinas, él confiesa
ser verdad, y no está de ello arrepentido; antes pretende hacer lo propio en
adelante. Tiene el ejemplo de buenos escritores, y entiende que le es lícito
hacer lo que ellos hicieron antes que él. Y cuanto a lo que el malévolo poeta
rancio va diciendo, que nuestro autor, confiado más de la habilidad de sus
amigos que de la suya, se ha lanzado de repente a componer para el teatro,
todo lo remite él a vuestro juicio: sentenciad. Y así, os pido por merced que
no puedan más los discursos de los envidiosos que los de los buenos.
Procurad ser justos: alentad a los que os dan ocasión de ver comedias nuevas
sin defectos; porque no entienda que habéis sentenciado en favor de aquel que
representó no ha mucho un esclavo corriendo por la calle y el pueblo
haciéndole paso. ¿Por qué se había de sujetar a un loco? Pero de sus defectos
tratará más largamente, cuando representare nuevas comedias, si él no deja de
injuriar.

www.lectulandia.com - Página 134


Asistid con ánimo imparcial; dadme ocasión de representar con silencio
una comedia sosegada. No siempre os he de representar un esclavo que corre,
un viejo colérico, un truhán comilón, un calumniador desvergonzado, un
mercader de esclavos avariento, con grandes gritos y muy gran fatiga.
Persuadios, por favor, de que mi causa es justa, para que se me aligere en
buena parte mi trabajo; porque los que ahora escriben comedias nuevas no
tienen lástima de este pobre viejo. Si es comedia fatigosa, acuden a mí con
ella, y si quieta, danla a otra compañía.
En ésta es de notar la pureza del estilo: probad mi habilidad en ambos
géneros. Si jamás he puesto a precio mi arte, y siempre he tenido por mi
principal ganancia emplearme cuanto pude en vuestro servicio, sea yo
muestra ejemplar de vuestra benevolencia, para que los noveles autores
deseen más divertiros a vosotros, que labrar su fortuna.[43]

www.lectulandia.com - Página 135


ACTO PRIMERO

ESCENA I
CREMES, MENEDEMO

CREMES.—Aunque el conocimiento que hay entre nosotros es muy fresco


—que es desde que aquí compraste esta heredad— y no ha habido entre
nosotros más particular trato; con todo esto, tu mucha honradez, y
también la vecindad, la cual yo la tengo por una muy cercana manera de
amistad, es razón bastante para que yo me atreva a exhortarte con
franqueza; porque me parece que te tratas más duramente de lo que tu
edad requiere y aun de lo que te pide tu hacienda. Porque ¡fe de dioses y
de hombres!, ¿qué pretendes?, ¿o qué piensas hacer? Sesenta años llevas
ya a cuestas, y aun algo más, a lo que entiendo; mejor heredad ni de
mayor valor no la tiene nadie en toda esta partida; gran número de
esclavos, y como si no tuvieses ninguno: con tanto afán haces tú el
oficio de ellos. Jamás salgo de mi casa tan de mañana ni vuelvo a ella
tan tarde, que no te vea en la huerta, o cavar, o arar, o finalmente llevar
alguna carga. Jamás estás ocioso, ni miras por tu salud. Y que esto no te
sirva de placer, téngolo por cosa llana. Pero dirás que te parece poca la
labor que hacen tus esclavos. Si la diligencia que tú pones en trabajar la
empleases en vigilarlos, más ahorrarías.
MENEDEMO.—¿Tan desocupado estás, Cremes, de tus cosas, que te vaga
pensar en las ajenas, y mayormente en las que no te importan nada?
CREMES.—Hombre soy, y no tengo por ajenas las cosas de los hombres.
Haz cuenta que te lo amonesto, o si no, que te lo pregunto, para que si
ello es bueno, yo también lo haga, y si no, te lo desaconseje.
MENEDEMO.—Yo ya estoy vezado a esto; tú haz como más te cumpla.
CREMES.—¿Es posible que hombre ninguno esté vezado a darse pena?
MENEDEMO.—Yo lo estoy.

www.lectulandia.com - Página 136


CREMES.—Si algún trabajo tienes, pésame de ello; pero dime, por tu vida,
¿qué trabajo es ése?, ¿qué mal tan grande has cometido contra ti?
MENEDEMO.—¡Ay!
CREMES.—No llores; sino dame noticia de ello, sea lo que fuere; no lo
calles, ni tengas empacho. Créeme, te digo, que, o con el consuelo o con
el consejo o con mi hacienda, yo te ayudaré.
MENEDEMO.—¿Saberlo quieres?
CREMES.—Sí, por el motivo que te he dicho.
MENEDEMO.—Yo te lo diré.
CREMES.—Pues deja entretanto ese rastrillo: no trabajes.
MENEDEMO.—De ninguna manera.
CREMES.—¿Qué quieres hacer?
MENEDEMO.—Déjame: que no quiero tener hora libre de faena.
CREMES.—Digo que no lo consentiré.
MENEDEMO.—¡Ah, qué mal haces!
CREMES.— (Tomando en sus manos el rastrillo.) ¡Oh, y qué pesado!
MENEDEMO.—Así lo merezco yo.
CREMES.—Ahora di.
MENEDEMO.—Yo tengo un hijo mozo… ¡Ay!, ¿por qué dije que le tengo?
No, sino que le tuve, Cremes; que ahora si le tengo, o si no, no lo sé.
CREMES.—¿Cómo así?
MENEDEMO.—Escucha. Hay aquí una vieja pobre, forastera, natural de
Corinto.[44] Mi hijo se enamoró perdidamente de una hija de ésta, tanto,
que ya casi la tenía en cuenta de legítima mujer: todo ello sin saber yo
nada. Cuando supe el caso, comencé, no con benignidad, ni como fuera
razón, a tratar el alma enferma del mancebo, sino con rigor, y por la vía
ordinaria de los padres. Cada día le reñía: «¡Cómo! ¿Y haces cuenta tú
que se te ha de permitir por mucho tiempo, viviendo yo, que soy tu
padre, que tengas esa amiga ya casi como legítima mujer? Engañado
vives, Clinia, si tal piensas; no me conoces bien. Yo entretanto holgaré
que te digas hijo mío, mientras tú hicieres lo que debes; pero si no lo
haces, yo veré lo que me estará bien hacer contra ti. Esto no nace de otra
cosa sino de la demasiada ociosidad. Yo, cuando era de tu tiempo, no
andaba en amores, sino que me fui de aquí al Asia por mi pobreza, y allí
gané juntamente honra y hacienda, por las armas.» Finalmente, la cosa
vino a tanto, que el mozuelo, oyendo de ordinario unas mismas razones,
y con aspereza, se rindió. Creyó que yo por mis años, y por el amor que

www.lectulandia.com - Página 137


le tenía, sabía y veía, mejor que él mismo, lo que le cumplía. Y así, se
me fue, Cremes, al Asia, a ser soldado del rey.
CREMES.—¿Qué me dices?
MENEDEMO.—Sin yo saberlo se partió; y ya ha tres meses que está ausente.
CREMES.—Ambos sois dignos de reprensión; aunque la empresa del mozo
señal es de hombre de vergüenza y de valor.
MENEDEMO.—Cuando yo lo supe de aquellos a quien él dio parte, vuelvo a
casa triste y con el ánimo alterado y casi atónito de la aflicción.
Asiéntome, acuden los criados, descálzanme, veo a otros darse prisa en
poner la mesa y aparejar la cena. Cada uno procuraba hacer lo que podía
por aliviar mi desventura. Cuando yo vi esto, comencé a pensar entre
mí: «¡Cómo! ¿Tantos han de desvelarse por mí solo, y por sólo darme a
mí contento? ¿Tantas criadas me han de aparejar a mí vestidos? ¿Yo
solo he de hacer en casa tantos gastos, y a un solo hijo que tengo, el cual
se había de servir de todo esto tan bien como yo, y aun mejor, por
cuanto su edad es más apta para gozar de todo ello, yo al cuitado, con
mi aspereza, le he hecho irse de aquí? Pues yo me tendré en verdad por
digno de cualquier castigo, si tal hago. Porque mientras él anduviere en
aquella vida pobre, fuera de su tierra por mis crueldades, entretanto le
he de dar de mí entera venganza, trabajando, adquiriendo, endurando,
ganando para él.» En fin, hágolo así: no dejo nada en casa, ni un vaso,
ni un vestido; todo lo barrí. Esclavas, esclavos, salvo los que podían
ganar la vida trabajando en la heredad, todos los saqué al mercado y los
vendí. Puse luego cédula de alquiler a mis casas; recogí al pie de quince
talentos, compré esta heredad, y aquí trabajo. Hame parecido, Cremes,
que tanto menor agravio le haré a mi hijo, cuanto con mayor miseria
pasare yo mi vida, y que no es razón que yo aquí goce de ningún
contento, hasta que aquel mi heredero vuelva acá sano y salvo.
CREMES.—Hombre me pareces de tierna condición para con tus hijos, y el
mozo harto obediente, si le trataran bien y como convenía. Pero ni tú le
conocías a él bien, ni él a ti; y donde esto pasa, no se vive verdadera
vida. Tú nunca le diste a entender cuánto le preciabas, ni él osó confiar
de ti lo que es justo confiar de un padre. Lo cual si se hiciera, nunca esto
te hubiera sucedido.
MENEDEMO.—Así es realmente, lo confieso: muy grande fue mi yerro.
CREMES.—¡Bah! Menedemo, yo confío que él estará aquí sano y salvo antes
de muchos días.
MENEDEMO.—Los dioses lo hagan así.

www.lectulandia.com - Página 138


CREMES.—Sí harán. Ahora, si te parece, pues son fiestas de Baco, querría
fueses hoy mi convidado.
MENEDEMO.—No lo puedo aceptar
CREMES.—¿Por qué no? Por tu vida, que te des ya algún alivio. Mira que tu
hijo donde está gusta que hagas lo que digo.
MENEDEMO.—No es justo que, habiéndole yo hecho ir a ver trabajos, yo
huya ahora de ellos.
CREMES.—¿Ésa es tu determinación?
MENEDEMO.—Ésa.
CREMES.—Pásalo bien.
MENEDEMO.—Y tú.

ESCENA II
CREMES, solo

CREMES.—Lágrimas me hizo verter; en verdad que me da lástima del viejo.


Pero ya se hace tarde, y será bien decir a mi vecino Fania que venga a
cenar. Veré si está en su casa. (Llama en casa de Fania.) No era
menester el aviso, que ya ha rato, según dicen, que está en la mía. Yo
soy quien detiene a mis convidados. Adentro, pues. Pero la puerta ha
sonado; ¿quién saldrá de mi casa? Hagámonos acá. (Retrocediendo.)

ESCENA III
CLITIFÓN, CREMES

CLITIFÓN.— (A la puerta de casa de su padre, y hablando con Clinia, que


está dentro.) No hay hasta ahora por qué recelarte de eso, Clinia, que
aun no tardan; y yo sé que ella estará hoy aquí con el mensajero. Por
tanto, despide de ti esa congoja inmotivada que así te atormenta.
CREMES.— (Aparte.) ¿Con quién habla mi hijo?
CLITIFÓN.— (Aparte.) Aquí está mi padre, a quien buscaba. Acercaréme.
(Alto.) Padre, vienes al mejor tiempo del mundo.
CREMES.—¿Qué es ello?
CLITIFÓN.—¿Conoces, por dicha, a nuestro vecino Menedemo?
CREMES.—Mucho.

www.lectulandia.com - Página 139


CLITIFÓN.—¿Sabes como tiene un hijo?
CREMES.—He oído que está en Asia.
CLITIFÓN.—No, padre: está en nuestra casa.
CREMES.—¿Qué me dices?
CLITIFÓN.—En cuanto llegó y saltó a tierra, le traje conmigo convidado a
cenar; porque desde la niñez hemos sido siempre muy amigos.
CREMES.—¡Oh, qué nuevas tan alegres me cuentas! ¡Cómo quisiera haber
convidado a Menedemo con más insistencia, para que hoy estuviera con
nosotros! Porque fuera yo el primero que le diera en mi casa esta alegría
inesperada. Pero aún es tiempo.
CLITIFÓN.—No hagas tal, padre; porque no es cosa que cumple.
CREMES.—¿Por qué no?
CLITIFÓN.—Porque aún no sabe qué hará de su persona. Acaba de llegar.
Teme de todo; de la cólera del padre y de cómo estará para con él la
voluntad de su amiga. Quiérela con locura: por ella han sido estos
enojos y esta partida.
CREMES.—Ya lo sé.
CLITIFÓN.—Ahora hale enviado su criado a la ciudad, y yo he mandado con
él a nuestro Siro.
CREMES.—Y el mancebo ¿qué dice?
CLITIFÓN.—¿Él? Que es muy desdichado.
CREMES.—¿Desdichado? ¿Quién es de creer que lo es menos? ¿Qué le falta
a él? ¿No tiene de todo lo que se dice bienes del hombre: padres, tierra
libre, amigos, nobleza, deudos, riquezas?… Pero todo esto es como el
alma de quien lo tiene: para quien sabe emplearlo bien, es bueno; para el
que abusa de ello, malo.
CLITIFÓN.—Mas el viejo ha sido siempre muy terrible, y lo que yo ahora
más temo, padre, es que con la cólera haga contra él algún exceso.
CREMES.—¿Él exceso? (Bajo.) Pero quiero callar, porque a Menedemo le
conviene que su hijo le tenga miedo.
CLITIFÓN.—¿Qué dices entre ti?
CREMES.—Digo que, por más terrible que fuera Menedemo, estuviérase el
mozo quedo en su casa. ¿Era, por ventura, algo más duro de lo que
quisiera su apetito? Sufriérale. Porque ¿a quién sufrirá el que no sufre a
su padre? ¿Cuál era más razón: que el hijo viviera a voluntad del padre,
o el padre a voluntad del hijo? Porque en lo que se queja de su dureza,
no tiene razón. Los agravios de los padres todos son casi los mismos:
hablo de los que son tolerables. No gustan que sus hijos tengan mucho

www.lectulandia.com - Página 140


trato con rameras, ni anden a menudo en convites; dan muy por tasa el
gasto; pero todo esto va enderezado a la virtud. Y mira, Clitifón: cuando
la voluntad en algún mal deseo está enzarzada, de necesidad ha de
seguir consejos conformes al deseo. Esto es gran cordura: escarmentar
en cabeza ajena, de manera que te aproveche.
CLITIFÓN.— (Con frialdad.) Así lo creo.
CREMES.—Yo me entro en casa a ver qué cena tenemos. Tú, pues que es
tarde, mira no te vayas lejos.

ESCENA IV
CLITIFÓN, solo

CLITIFÓN.—¡Cuán injustos jueces son los padres para con todos los
mancebos! Pues les parece de razón que nosotros seamos viejos desde
que nacemos y que no participemos de los gustos que la mocedad trae
consigo. Todo quieren que vaya conforme a su apetito; conforme al que
ahora tienen, no al de antaño. Si yo algún día vengo a tener un hijo, ¡oh,
qué benigno padre verá en mí! Porque le haré conocer su yerro y le
perdonaré. Y no como este mío, que por tercera persona me da sus
lecciones de moral. ¡Triste de mí! Cuando él ha bebido algo más de lo
ordinario ¡qué cosas suyas me cuenta! Y ahora díceme: «Escarmienta en
cabeza ajena, de manera que te aproveche.» ¡Astuto!… Pero no sabe él
que venirme a mí con ésas es como contar cuentos a un sordo. Más me
apenan ahora las palabras de mi amiga: «Dame esto, tráeme lo otro», a la
cual no sé qué responderle. ¡No hay hombre más desdichado que yo!
Porque este Clinia, aunque él también esté con cuidado de sus cosas, con
todo eso tiene una mujer criada bien y castamente, ignorante en las artes
y mañas de rameras. Pero esta mía es gran señora, pedigüeña, mujer de
punto, gastadora y de mucho fausto. Y sin remedio hay que darle cuanto
pide, porque decirle que no tengo, es como tocar en la religión. Esta
calamidad es muy reciente, y mi padre nada sabe aún.

www.lectulandia.com - Página 141


ACTO SEGUNDO

ESCENA I
CLINIA, CLITIFÓN

CLINIA.—Si las cosas de mi amor me fueran favorables, yo sé que ha rato


que hubieran ya venido; pero temo no se me haya gastado aquí la mujer
en mi ausencia. Acúdenme muchas razones que me hacen acrecentar
esta sospecha: la ocasión, el lugar, sus pocos años, esa pícara de madre
en cuyo poder está, la cual de nada gusta ya, fuera del dinero.
CLITIFÓN.—¡Clinia!
CLINIA.—¡Ay de mí!
CLITIFÓN.—¿No mirarás, no te vea acaso alguno que salga de casa de tu
padre?
CLINIA.—Sí haré. Pero en verdad que no sé qué mal me adivina el
pensamiento.
CLITIFÓN.—¿Por qué te pones a juzgar eso antes de saber lo que haya?
CLINIA.—Si no hubiese algún mal, ya estaría aquí.
CLITIFÓN.—Pronto vendrán.
CLINIA.—¡Cuándo será ese pronto!
CLITIFÓN.—¿No consideras tú que mora lejos? Ya tú conoces la condición
de las mujeres: mientras se aderezan y se componen pasa un año.
CLINIA.—¡Oh, Clitifón, temblando estoy!
CLITIFÓN.—Respira. Cata a Dromón y Siro dónde vienen.

ESCENA II
SIRO, DROMÓN, CLINIA, CLITIFÓN

www.lectulandia.com - Página 142


SIRO.— (En segundo término y hablando con Dromón.) ¿De veras?…
DROMÓN.—Como lo oyes.
SIRO.—Pero, mientras nosotros venimos platicando, las mujeres se nos han
quedado atrás.
CLITIFÓN.— (Aparte a Clinia.) Que viene tu mujer: ¿óyeslo, Clinia?
CLINIA.—Ya lo oigo, Clitifón, y lo veo; al fin respiro.
SIRO.— (Continuando.) ¿Qué maravilla?… ¡Vienen con tanta
impedimenta!… ¡Un rebaño de criadas traen consigo!
CLINIA.—¡Ah, pobre de mí! ¿Y de dónde tiene ella criadas?
CLITIFÓN.—¿A mí me lo preguntas?
SIRO.— (Aparte a Dromón.) No hemos debido dejarlas; que traen cosas de
precio.
CLINIA.— (Aparte.) ¡Ay de mí!
SIRO.— (Continuando.) Oro y vestidos: y se hace tarde, y no saben el
camino. Neciamente lo hemos hecho. Corre tú, Dromón, a recibirlas;
camina. ¿Por qué te detienes?
CLINIA.—¡Ay cuitado de mí, y de cuán gran esperanza he caído!
CLITIFÓN.—¿Qué es eso?, ¿qué es lo que te da pena?
CLINIA.—¿Y me preguntas qué es?, ¿no ves tú las criadas, el oro, las ropas?
Habiéndola yo dejado aquí con una zagaleja, ¿de dónde crees tú que las
ha habido?
CLITIFÓN.—¡Bah!… ¡Ya doy en la cuenta!
SIRO.—¡Oh soberanos dioses, y la canalla que viene! Apenas cabrán en
nuestra casa, a lo que entiendo. ¿Qué no comerán?, ¿qué no beberán?
¡Qué mohino estará nuestro viejo! Pero aquí veo a los que busco.
CLINIA.—¡Oh Júpiter! ¡Ya no hay en quien fiar! ¡Mientras yo por ti,
Antífila, ando fuera de mi tierra como un loco, tú entretanto hásteme
enriquecido, y hasme dejado en estos trabajos, por los cuales estoy yo
puesto en tanta afrenta, y fuera de la obediencia de mi padre! Lástima
tengo de él, y me avergüenzo de mí mismo. ¡Que tantas veces me
avisara de las costumbres de estas mujeres, y que yo aprovechara tan
poco sus consejos, que no haya podido apartarme de ésta! Lo cual será
preciso hacer ahora, ya que no quise cuando me lo agradecieran. No hay
hombre más desventurado que yo.
SIRO.— (Aparte.) Éste ha interpretado mal lo que hemos dicho. (Alto.)
Clinia, muy al revés entiendes las cosas de tus amores de lo que
realmente pasan. Porqué su vida es la misma, y su voluntad la misma
que para contigo siempre tuvo, a lo que por la obra hemos visto.

www.lectulandia.com - Página 143


CLINIA.—Dímelo, pues, por tu vida; porque no hay ahora cosa que yo más
desee, que errar en mis sospechas.
SIRO.—Cuanto a lo primero, porque tú conozcas bien sus cosas, la vieja,
que hasta ahora se decía ser su madre, no lo era: su madre murió ya.
Esto se lo oí yo por casualidad a Antífila, viniéndoselo ella contando a
la otra por el camino.
CLITIFÓN.—¿Quién es la otra?
SIRO.—Déjame contar primero, Clitifón, lo que he comenzado; que luego
yo vendré a eso.
CLITIFÓN.—Date prisa.
SIRO.—Cuanto a lo primero, así como llegamos a la casa, Dromón llama a
la puerta. Sale una vieja; y así como abrió la puerta, éste al punto saltó
dentro: yo seguíle. La vieja echa la aldaba a la puerta, y vuélvese a su
rueca. De aquí se pudo entender, si de parte alguna, Clinia, en qué
ejercicios ha pasado su vida en tu ausencia, pues cogimos desapercibida
a la mujer. Porque esto nos dio entonces lugar de juzgar la ordinaria
costumbre de su vida, la cual muestra claramente qué tal es la condición
de cada uno. Hallámosla tejiendo su tela con mucha diligencia, vestida
así, sencillamente, con una ropa de luto —creo que por la vieja que
había muerto— sin dijes ningunos de oro, ataviada como las que para sí
solas se aderezan, sin afeite ninguno en el rostro; sus cabellos tendidos,
sueltos, rodeados a la cabeza con descuido… (A Clinia, que quiere
interrumpirle.) ¡Chist!
CLINIA.—Hermano Siro, ¡por tu vida, que no quieras darme alguna falsa
alegría!
SIRO.—La vieja hilaba trama: a su lado estaba una zagaleja que tejía con
ella, remendada, desgreñada, llena de barro.
CLITIFÓN.—Si todo esto es verdad, como creo que lo es, Clinia, ¿quién hay
más dichoso que tú? ¿Ves tú ésta que dice que estaba mal vestida y
sucia? También es gran señal que su señora está sin culpa, pues sus
medianeros van tan mal medrados. Porque los que quieren tener entrada
con las señoras, ya tienen por regla ordinaria dar preseas a las criadas.
CLINIA.—Pasa adelante, por tu vida, y mira que no quieras ganar albricias
con embustes. ¿Qué dijo cuando me nombraste?
SIRO.—Cuando le dijimos que eras vuelto, y que le rogabas que viniese a
verte, la mujer deja la tela al punto, y comienza a destilar lágrimas de
sus ojos, de tal manera, que quienquiera pudiera echar de ver que lo
hacía de amor que te tenía.

www.lectulandia.com - Página 144


CLINIA.—Así me amen los dioses, como de puro contento no sé dónde me
estoy, según fue grande mi temor.
CLITIFÓN.—Pues yo, Clinia, bien sabía que no había de qué temer. ¡Ea,
pues! ahora, Siro, dinos quién es la otra.
SIRO.—Traemos a tu Baquis.
CLITIFÓN.—¡Cómo!, ¿qué dices?, ¿a Baquis? ¡Oh, malvado! ¿Y a dó la
traes?
SIRO.—¿A dó la traigo? A nuestra casa.
CLITIFÓN.—¿A casa de mi padre?
SIRO.—Allá mismo.
CLITIFÓN.—¡Oh, desvergonzado atrevimiento de hombre!
SIRO.—Mira, Clitifón, que no se toman truchas a bragas enjutas.
CLITIFÓN.— (A Clinia.) ¡Nota el caso! (A Siro.) ¿Y a riesgo de mi vida vas
tú a ganar honra, bellaco, donde por pequeño descuido que tengas
quedaré yo perdido? (A Clinia.) ¿Qué harás tú con éste?
SIRO.—¡Empero…!
CLITIFÓN.—¿Qué empero?
SIRO.—Si me das licencia, lo diré.
CLINIA.—Dásela.
CLITIFÓN.—Yo te la doy.
SIRO.—El negocio va de esta manera: como si con…
CLITIFÓN.—¡Mala peste…! (A Clinia.) ¿No ves con qué rodeos me
comienza a contar…?
CLINIA.—Siro, razón tiene tu señor; déjate de palique, y al caso.
SIRO.—Realmente que ya no me basta la paciencia. De muchas maneras es
terrible Clitifón, y no hay quien le pueda sufrir.
CLINIA.—Calla, que te oiremos.
SIRO.—Tú quieres amiga; tú quieres gozar de ella; tú quieres que se procure
qué darle, y no quieres que el gozarla sea a costa de tu riesgo: cuerdo
eres, si ser cuerdo es querer lo que no es posible que suceda. O has de
tomar esto con aquello, o aquello lo has de dejar con esto. De los dos
partidos mira cuál quieres más ahora. Aunque bien sé yo que el consejo
que he tomado es bueno y seguro. Porque hay manera para que sin
temor ninguno tengas tu amiga en casa de tu padre. Y además de esto, el
dinero que le prometiste, por la misma vía lo hallaré. Por cierto que, a
poder de rogarme que lo hiciese, me habías vuelto sordos mis oídos.
¿Qué más quieres?
CLINIA.—¡Con tal que ello sea así…!

www.lectulandia.com - Página 145


SIRO.—¡Con tal que…! Por la obra lo verás.
CLITIFÓN.—¡Ea, ea! Dinos ese tu consejo; veamos qué tal es.
SIRO.—Fingiremos que tu amiga es amiga de éste. (Señalando a Clinia.)
CLITIFÓN.— (Irónico.) ¡Bien, pór cierto! ¿Y éste qué hará, dime, de la suya?
¿Diremos también que Antífila es suya, si el tener una no le es harta
infamia?
SIRO.—No, sino que allá la pondremos en compañía de tu madre.
CLITIFÓN.—¿Para qué con ella?
SIRO.—Serían largos los cuentos, Clitifón, si yo ahora te hubiese de contar
por qué lo hago; pero bastante razón hay.
CLITIFÓN.—¡Coplas! No veo cosa cierta por la cual me cumpla ponerme a
ese peligro.
SIRO.—Pues no te fatigues; que, si eso temes, yo tengo otro plan con que
me confeséis ambos que estaréis fuera de peligro.
CLITIFÓN.—Algo así procura, por tu vida.
SIRO.—Corriente: saldré al camino, y les diré que se vuelvan a su casa.
CLITIFÓN.— (Indignado.) ¡Eh!, ¿qué has dicho?
SIRO.—Yo haré que pierdas todo el temor, para que de ambas orejas
duermas a pierna suelta.
CLITIFÓN.— (A Clinia.) ¿Qué te parece que yo haga?
CLINIA.—¿Tú? lo que más conviene.
CLITIFÓN.—Siro, dime la verdad.
SIRO.—Déjate estar ahora; que tú la querrás luego, y será tarde.
CLINIA.— (A Clitifón.) Pues te la dan (alusión a Baquis), goza de ella
mientras puedes. ¿Qué sabes tú…[45]
CLITIFÓN.— (A Siro, que se va alejando.) Oye, Siro.
SIRO.— (Aparte.) Quiébrate la cabeza; que yo haré eso que he dicho.
CLINIA.— (Continuando)… si nunca más tendrás lugar para gozarla?
CLITIFÓN.—Bien dices. ¡Siro, Siro escucha…! ¡Hola, hola, Siro!
SIRO.— (Aparte.) Calentóse. (Alto.) ¿Qué quieres?
CLITIFÓN.—Vuelve, vuelve.
SIRO.—Heme aquí: di, ¿qué quieres? ¿Dirás aún que ese consejo no te
agrada?
CLITIFÓN.—No, Siro, sino que dejo en tus manos mi persona, mis amores y
mi honra. Tú eres el juez; mira no haya de qué quejarse de ti.
SIRO.—Ridículo es encargarme a mí eso, Clitifón. ¡Como si en ello me
fuese a mí menos interés que a ti! Porque si aquí alguna desgracia
acaeciese, para ti habría aparejadas riñas, y para Siro muy buenos

www.lectulandia.com - Página 146


azotes. De manera, que no es negocio de descuido. Pero ruégale a éste
(Señalando a Clinia.) que finja que Baquis es su amiga.
CLINIA.—Sí que lo fingiré. Las cosas han venido a punto, que ello es
necesario.
CLITIFÓN.—Con razón te quiero, Clinia.
CLINIA.—Pero que ella no titubee.
SIRO.—Está bien aleccionada.
CLITIFÓN.—Mucho me maravillo cómo pudiste tan fácilmente persuadir a
Baquis; que suele por mí despreciar a los más principales.
SIRO.—Llegué a su casa en muy buena coyuntura, que en todas las cosas es
la principal. Porque hallé a un pobre soldado que la rogaba por aquella
noche; y ella tratábale sagazmente, para incitarle más la deseosa
voluntad, diciéndole que no, y también por caerte más en gracia con
esto. Pero mira, por tu vida, Clitifón, que estés en ti; no te descubras por
descuido. Ya sabes cuán sagaz es tu padre en estas cosas, y a ti yo te
conozco cuán aturdido sueles ser. Guárdate de palabras trastrocadas, de
un volver de cabeza, de un suspirar, de un escupir, de un toser, de un
reír.
CLITIFÓN.—Tú mismo me alabarás.
SIRO.—Míralo bien.
CLITIFÓN.—Tú mismo estarás atónito.
SIRO.—¡Pero cuán presto que han llegado las mujeres!
CLITIFÓN.—¿Dónde están? ¿Por qué me detienes?
SIRO.—Ésta (Por Baquis, que con Antífila aparece por el fondo.) ya no es
tuya.[46]
CLITIFÓN.—En casa de mi padre, no; pero entretanto… (Intentando
acercarse a Baquis.)
SIRO.— (Deteniéndole.) Ni más, ni menos.
CLITIFÓN.—¡Déjame…!
SIRO.—¡Digo que no!
CLITIFÓN.—¡Un poquillo siquiera!
SIRO.—No quiero.
CLITIFÓN.—¡Siquiera saludarla!
SIRO.—Vete de aquí, si buen seso tienes.
CLITIFÓN.—Me voy. ¿Y ése?
SIRO.—Aquí se quedará.
CLITIFÓN.—¡Oh, dichoso mortal!
SIRO.—Camina.

www.lectulandia.com - Página 147


ESCENA III
BAQUIS, ANTÍFILA, acompañadas de esclavas, CLINIA, SIRO

BAOUIS.—En buena fe, amiga Antífila, que te precio mucho y te tengo por
dichosa, pues has procurado que tus costumbres fuesen conformes a tu
buen rostro. Y así los dioses me quieran bien, como no me maravillo
que todos te codicien para sí; porque de tus palabras he entendido tu
buena condición. Y cuando yo ahora en mi pensamiento considero tu
vida, y las de todas las demás que no queréis nada con muchos, no me
maravillo que vosotras seáis tan honestas y nosotras no lo seamos.
Porque a vosotras cúmpleos ser buenas, mas a nosotras no nos lo dejan
ser aquellos con quienes tenemos trato. Y es que a nosotras nuestros
galanes préciannos cebados de nuestra buena gracia, y estragada ésta,
ellos ponen su afición en otra parte. Si entretanto no hemos mirado algo
por nosotras, quedámonos en blanco. Pero vosotras, cuando os
determináis a pasar la vida con un varón solo, cuya condición es muy
conforme a la vuestra, ellos aficiónanse a vosotras; y con esta buena
obra estáis realmente unidos los unos con los otros, de manera que en
vuestros amores no puede haber ninguna quiebra.
ANTÍFILA.—De las otras no sé nada; de mí sé que siempre he procurado
medir mi provecho con el de mi Clinia.
CLINIA.— (Aparte a Siro.) ¡Ay, Antífila mía, que tú sola me haces ahora
volver a mi tierra! Porque mientras yo de ti he estado ausente, todos los
trabajos que he padecido me han parecido ligeros, salvo el estar lejos de
ti.
SIRO.—Lo creo.
CLINIA.—Siro, no sé cómo me detengo. ¡Pobre de mí! ¡Que no pueda yo
gozar a mi gusto de una semejante condición!
SIRO.—Antes, según yo he visto el ánimo de tu padre, él te dará mucho
tiempo en qué entender.
BAQUIS.— (A Antífila.) ¿Quién es este mancebo que nos está mirando?
ANTÍFILA.—¡Ah! ¡Tenme, por tu vida!
BAQUIS.—¿Qué tienes, amor mío?
ANTÍFILA.—¡Muerta soy!
BAQUIS.—¡Ay, cuitada de mí! ¿De qué palideces, Antífila?
ANTÍFILA.—¿Es mi Clinia el que veo, o no es él?
BAQUIS.—¿A quién ves?

www.lectulandia.com - Página 148


CLINIA.— (Adelantándose.) Bienvenida seas, alma mía.
ANTÍFILA.—Amor mío, Clinia, seas bienvenido.
CLINIA.—¿Cómo estás?
ANTÍFILA.—Gozosa, por verte llegar bueno.
CLINIA.—¡Es posible que te tenga en mis brazos, Antífila, tan deseada de mi
alma!
SIRO.—Entraos dentro; que ha rato que os espera el viejo.

www.lectulandia.com - Página 149


ACTO TERCERO

ESCENA I
CREMES, solo; después MENEDEMO

CREMES.—Ya amanece. Mucho me detengo en llamar a la puerta del


vecino, para ser el primero que le dé las buenas nuevas de como ha
vuelto su hijo; aunque entiendo que el mancebo no lo quiere así. Pero,
pues veo que tanto se aflige ese cuitado por su ausencia, ¿por qué le he
yo de encubrir un gozo tan inesperado, mayormente, pues de descubrirlo
ningún peligro viene? No lo haré, sino que en lo que pueda ayudaré al
viejo, pues veo que mi hijo a su amigo y compañero le sirve y favorece
en sus negocios. También es razón que los que somos viejos
complazcamos a los viejos.
MENEDEMO.— (Aparte.) Realmente que, o yo he nacido con hado aposta
para padecer trabajos, o es falso aquello que dice el vulgar dicho: que el
tiempo mitiga las penas a los hombres. Porque a mí cada día se me
acrecienta más la que siento por mi hijo, y cuanto él más está ausente,
tanto más yo le codicio y más deseo verle.
CREMES.— (Viendo a Menedemo.) Pero hele aquí fuera ya; voy a hablarle.
(Alto.) Estés en hora buena, Menedemo; unas nuevas te traigo que tú
deseas mucho recibir.
MENEDEMO.—¿Has, por dicha, sabido algo de mi hijo, Cremes?
CREMES.—Que está vivo y sano.
MENEDEMO.—¿En dónde, por tu vida?
CREMES.—En mi casa.
MENEDEMO.—¿Mi hijo…?
CREMES.—Sí.
MENEDEMO.—¿Que ha venido…?
CREMES.—Sí.

www.lectulandia.com - Página 150


MENEDEMO.—¿Mi Clinia ha venido?
CREMES,—Ya te he dicho que sí.
MENEDEMO.—¡Vamos, llévame a do está, por tu vida!
CREMES.—No quiere que sepas que ha venido, y no osa parecer delante de
ti, por su pecado. Está con recelo no se haya acrecentado más aquella tu
aspereza antigua.
MENEDEMO.—¿Y no le has dicho tú cuán afligido estoy?
CREMES.—No.
MENEDEMO.—¿Por qué no, Cremes?
CREMES.—Porque miras mal por tu provecho y por el suyo, si le das a
entender que tienes el alma tan tierna y tan rendida.
MENEDEMO.—¡Ya no puedo más; harto ya, harto he sido padre rigoroso!
CREMES.—¡Ah! extremado eres, Menedemo, en lo uno y en lo otro; o en
demasiada largueza, o por demás escaso. En el mismo yerro darás por la
una vía, que por la otra. Primero, por no consentir a tu hijo que fuese a
casa de una mujercilla que entonces se contentaba con muy poco y
cualquier cosa agradecía, le espantaste de aquí. Ella, después,
constreñida de necesidad, ha comenzado a ganar la vida, dándose a
todos. Ahora que no la puede sostener sin gran dispendio de tu bolsa,
deseas darle cuanto hay. Pues para que entiendas cuán bien apercibida
viene para tu perdición, sabe, ante todo, que ella ha traído consigo más
de diez criadas muy cargadas de oro y seda. Aunque su amigo fuese un
sátrapa, no bastaría a cubrir sus gastos; mucho menos podrás tú.
MENEDEMO.—¡Cómo!, ¿ya está ella en casa?
CREMES.—¿Si está, me preguntas? Bien lo he sentido; porque una cena le he
dado a ella y a sus compañeras, que si otra le he de dar, quedo pobre.
Porque, dejando aparte otros gastos, en solas gustaduras, ¿cuánto vino
piensas me ha gastado? A cada paso me decía: «Padre, este vino áspero
es: mira, por tu vida, si hay otro más suave.» Todas mis tinajas empecé,
grandes y chicas; a toda mi gente tuve en danza. Y esto en sola una
noche. ¿Qué piensas que será de ti, cuando coman a la continua? ¡Así
los dioses me amen, Menedemo, como yo he lástima de tu hacienda!
MENEDEMO.—Haga lo que quiera: tome, gaste, destruya; determinado estoy
a sufrirle, con tal que yo le tenga conmigo.
CREMES.—Si estás determinado a hacerlo así, paréceme que te importa
mucho que él no entienda que tú mismo se lo das.
MENEDEMO.—¿Qué haré, pues?

www.lectulandia.com - Página 151


CREMES.—Todo, menos lo que has pensado. Dáselo por segunda mano;
déjate engañar por las astucias del criado; que ya yo he olido que ellos
andan en eso y lo tratan de secreto. Mi Siro y tu criado cuchichean, los
mancebos tienen sus consultas, y a ti más te vale perder por esta vía
ciento, que por la otra diez. Pues aquí no se trata del dinero, sino de
cómo con menos peligro le demos al mancebo lo que pida. Porque si él
una vez te entiende el flaco y que antes perderás la vida y toda tu
hacienda, que le eches de tu casa, ¡huy, qué puerta le abrirás para los
vicios! Tanto, que a ti te será la vida muy pesada. Porque todos somos
peores con la excesiva libertad. Él querrá hacer cuanto le pidiere su
apetito: no se parará a pensar si es bueno o malo lo que pide; tú no
podrás sufrir su perdición y la ruina de tu hacienda; no querrás darle; él
acudirá luego a aquel medio con que sabe puede dominarte, y te
amenazará con irse de tu casa.
MENEDEMO.—Paréceme que dices la verdad y lo que es llano.
CREMES.—Cierto que en toda esta noche no he pegado mis ojos, pensando
cómo podría hacer que tu hijo volviese a tu poder.
MENEDEMO.—Dame acá esa mano. Yo te suplico, Cremes, que me ayudes
en lo sucesivo.
CREMES.—Pronto estoy.
MENEDEMO.—¿Sabes qué querría que hicieses?
CREMES.—Di.
MENEDEMO.—Que, pues has entendido que ellos comienzan a urdirme
algún engaño, les des prisa para que lo hagan. Deseo ya darle cuanto él
quiera; deseo verle ya.
CREMES.—Yo lo procuraré. Yo tengo un negocillo que hacer. Simo y
Critón, nuestros vecinos, andan en ciertas diferencias sobre unos
mojones, y hanme nombrado árbitro. Iré a decirles que por hoy no
puedo entender en ello como les había prometido. Luego estoy aquí.
(Vase.)
MENEDEMO.—Así te lo suplico.— ¡Oh, soberanos dioses! ¡Y es posible que
sea tal la condición natural de todos los hombres, que vean y juzguen
mejor las cosas ajenas que las propias! ¿Es, por ventura, porque en
nuestras cosas, o el mucho contento o la mucha tristeza nos lo estorba?
¡Mira éste ahora cuánto más sabio es para mí, que yo mismo!
CREMES.— (Entrando.) ¡Ea! ya estoy libre y puedo entender despacio en tu
negocio. Ahora es menester llamar aparte a Siro y prepararle. No sé

www.lectulandia.com - Página 152


quién sale de mi casa. Recógete tú a la tuya, porque no sospechen que
hacemos liga entre nosotros.

ESCENA II
SIRO, CREMES

SIRO.— (Aparte.) Revuelve por acá o por allá, Siro; que hallarse tiene el
dinero y urdírsele tiene al viejo algún engaño.
CREMES.— (Aparte.) ¡Mira si di bien en la cuenta de lo que éstos trataban!
Aquel criado de Clinia (Alude a Dromón.) es algo bobo, y por esto han
dado el cargo a mi criado.
SIRO.—¿Quién habla aquí? (Viendo a Cremes.) ¡Ah, pobre de mí! ¿Me
habrá oído?
CREMES.—¡Siro!
SIRO.—¿Qué?…
CREMES.—¿Qué haces ahí?
SIRO.—Nada. Pero de ti, Cremes, estoy maravillado cómo te has levantado
tan de mañana, habiendo ayer bebido tanto.
CREMES.—No mucho.
SIRO.—¿No mucho, dices? ¡Pardiez, que me pareció lo que suelen decir de
la vejez del águila!
CREMES.— ¡Ea, basta!
SIRO.—Gustosa y regocijada mujer es esta cortesana. (Alude a Baquis, que
está en casa de Clinia.)
CREMES.—Cierto; lo mismo me ha parecido a mí.
SIRO.—¡Y qué belleza la suya!
CREMES.— (Con frialdad.) ¡Así, así!
SIRO.—No digo que para las de tu tiempo… mas comparada con las de
ahora, es buena de veras. No me maravillo que Clinia se pierda por ella.
Pero tiene un padre avaro, miserable y roñoso. ¿No conoces tú a nuestro
vecino? Pues como si fuera el más pobre del mundo, su hijo se fue de
aquí por penuria. ¿No sabes que pasa como digo?
CREMES.—¿Qué tengo de ignorarlo yo? ¡Hombre que merecía estar en una
tahona!
SIRO.—¿Quién?
CREMES.—Ese criado del mancebo…
SIRO.— (Aparte.) ¡Ay, Siro, y cómo temí no lo dijese por ti!

www.lectulandia.com - Página 153


CREMES.—… que tal consintió que sucediese.
SIRO.—Pues ¿qué había de hacer?
CREMES.—¿Eso me preguntas? Buscar algún medio, urdir algún enredo por
donde el mozo tuviese qué darle a su amiga, y procurar darle la tostada
a este viejo terrible a su pesar.
SIRO.—¿Búrlaste?
CREMES.—Esto es, Siro, lo que él hubo de hacer.
SIRO.—¡Cómo! ¿Alabas tú a los que engañan a sus amos?
CREMES.—En su tiempo y lugar, sí los alabo.
SIRO.—Está bien.
CREMES.—Porque con esto se suelen remediar grandes enojos muchas
veces. Ya ves cómo a éste se le hubiera estado quieto en casa el único
hijo que tiene.
SIRO.— (Aparte.) No sé si se burla o si habla de veras, si ya no lo hace por
darme a mí alas, con que más me atreva.
CREMES.—Y bien, Siro: ¿qué aguarda ahora Dromón?, ¿a que de nuevo se
vaya Clinia de aquí, cuando vea que no puede sustentar los gastos de
ésta? ¿Por qué no le urde al viejo algún engaño?
SIRO.—Es un bobo.
CREMES.—Pues razón es que tú le ayudes, por amor del mancebo.
SIRO.—Eso fácil es, si me lo mandas; porque ya yo entiendo cómo suele
hacerse.
CREMES.—¡Pues tanto mejor!
SIRO.—Y yo no suelo mentir.
CREMES.—Hazlo, pues.
SIRO.—Pero mira, que te acuerdes de esto, si acaso algún día acaeciere,
según son las cosas de los hombres, que tu hijo haga alguna semejante.
CREMES.—No sucederá tal; yo lo espero.
SIRO.—Y yo también, en verdad, lo confío. Y no lo digo ahora porque yo de
él haya sabido nada. Pero por sí o por no… ya ves que es mozo. Y, si a
mano viene, bien será que pueda yo, Cremes, tratarte a mi sabor.
CREMES.—De eso, cuando el caso se ofrezca, hablaremos; ahora haz lo que
te digo. (Entra Cremes en su casa.)
SIRO.— (Solo.) En toda mi vida no he visto a mi amo hablar más a
propósito. Ni jamás hubiera creído que con tanta seguridad pudiera yo
hacer mal.—¿Quién sale de nuestra casa?

www.lectulandia.com - Página 154


ESCENA III
CREMES, CLITIFÓN, SIRO

CREMES.— (Saliendo de su casa con Clitifón.) ¡Cómo es eso, por tu vida!


¿Qué costumbres son esas, Clitifón? ¿Y esto se ha de hacer?
CLITIFÓN.—¿Qué he yo hecho?
CREMES.—¿No te vi yo ahora meterle la mano en el seno a esta ramera?
SIRO.— (Aparte.) ¡Esto es acabado, no hay remedio!
CLITIFÓN.—¿A mí?
CREMES.—Por mis propios ojos. No lo niegues. Y haces muy grande
agravio a tu amigo con esos tocamientos. Porque realmente es afrentoso
recoger a tu amigo en tu casa y retozar con su amiga. Y aun ayer, en el
convite, ¡cuán descompuesto estuviste!
SIRO.—Cierto.
CREMES.—¡Y cuán pesado!… ¡Que así los dioses me amen, como me
temblaba el corazón de temer no sucediese algún escándalo! Yo sé bien
la condición de los enamorados: que muchas veces tienen sospecha de
lo que tú menos piensas.
CLITIFÓN.—Mas él, padre, confía que no haré yo nada que le enoje.
CREMES.—Sea: pero, a lo menos, apártateles un poco de los ojos; porque
muchas cosas trae consigo el apetito, las cuales no pueden hacer en tu
presencia. Yo por mí lo veo. No tengo yo hoy día amigo ninguno
delante de quien yo me atreviese, Clitifón, a descubrir todas mis
flaquezas. Delante de unos, me lo impide su dignidad; delante de otros,
el hecho mismo me da empacho, por no parecer grosero o necio. Lo
mismo has de creer tú que hace él. Pero a nosotros toca el considerar
cómo y en qué sazón conviene dar gusto a los amigos.
SIRO.— (A Clitifón, amonestándole.) ¿Oyes lo que te dice?
CLITIFÓN.—¡Perdido soy!
SIRO.—Clitifón, yo, a fuer de hombre de bien y comedido, te digo lo mismo
que tu padre.
CLITIFÓN.—¡Calla, si puedes!
SIRO.—Sí a fe.
CREMES.—¡Siro…, que estoy corrido!
SIRO.—¡Que lo creo! Y con razón; que aun a mí también me da eso pena.
CLITIFÓN.—¿Aún prosigues?
SIRO.—Sí, y digo lo que siento.
CLITIFÓN.—Pues, ¿no he de acercarme a ellos? (Alude a Clinia y Baquis.)

www.lectulandia.com - Página 155


CREMES.—¿Y te parece que es esa la única manera de acercarte? di.
SIRO.— (Aparte.) Esto acabóse. Antes se descubrirá éste, que yo le pesque
el dinero al viejo. (Alto.) Cremes, ¿quiéresme tú creer, aunque loco?
CREMES.—¿Qué debo hacer?
SIRO.—Mandarle a éste que se vaya de aquí a cualquier parte.
CLITIFÓN.—¿Irme yo?, ¿adónde?
SIRO.—A do quisieres. Déjalos en paz. (Alude a Clinia y Baquis.) ¡Vete a
paseo!
CLITIFÓN.—¿A pasear?, ¿adónde?
SIRO.—¡Bah! como si faltase lugar… Vete por aquí, hacia allá, do quisieres.
CREMES.—Muy bien dice. Camina.
CLITIFÓN.—¡Los dioses te destruyan, Siro, pues me echas de aquí!
SIRO.—Y tú, de hoy más, en buena fe, que has de comedir esas manos.

ESCENA IV
CREMES, SIRO

SIRO.—¿Qué tal? ¿Qué piensas, Cremes, que hará de aquí adelante, si no le


guardas, corriges y amonestas con las fuerzas y poder que te dan los
dioses?
CREMES.—Yo tendré cuidado de eso.
SIRO.—Pues ahora, señor, es cuando más le has de guardar.
CREMES.—Así se hará.
SIRO.—Sí, si eres cuerdo; porque de mí menos se le da ya cada día.
CREMES.—¿Y tú? ¿Lías hecho algo acerca de aquello que traté contigo poco
ha, Siro?, ¿has hallado alguna traza que te agrade, o todavía no…?
SIRO.—¿Dices en lo del engaño? Chito: que no ha mucho que he hallado
uno.
CREMES.—Hombre eres de cuenta. Dime, ¿qué es?
SIRO.—Sí diré: pero así como viene una cosa tras de otra.
CREMES.—¿Y qué es ello, Siro?
SIRO.— (Aludiendo a fíaquis.) Esta ramera es una mala cría.
CREMES.—Así parece.
SIRO.—¡Pues si lo supieses bien!… ¡Bah! mira qué maldad emprende.
Hubo aquí una vieja natural de Corinto, a quien ella le había prestado
mil dracmas de plata.
CREMES.—¿Qué más?

www.lectulandia.com - Página 156


SIRO.—Ha muerto la vieja, y ha dejado una hija mozuela, la cual le ha
quedado por prenda de aquel dinero.
CREMES.—Entiendo.
SIRO.—Hala traído aquí consigo: es la que ahora está con tu mujer.
CREMES.—¿Y qué más?
SIRO.—Ella le ruega a Clinia que le dé las mil dracmas, con promesa que la
mozuela se las dará después. Y Clinia me pide esas mil dracmas.[47]
CREMES.—¡Que te las pide!
SIRO.—¡Sí!, ¿qué hay que dudar?
CREMES.—Yo creí que había. Y pues ahora ¿qué piensas hacer?
SIRO.—¿Yo? Irme a Menedemo, y decirle que ésta es una cautiva de Caria,
rica y de linaje, y que si la rescata ganará en ello mucho.
CREMES.—Engañado vas.
SIRO.—¿Cómo así?
CREMES.—Haz cuenta que te respondo yo por Menedemo: «No quiero
comprarla.»
SIRO.—¿Qué me dices? ¡Ponte más en la razón!
CREMES.—«Es que no lo he menester.»
SIRO.—¿Que no lo has menester?
CREMES.—«No, en verdad.»
SIRO.—¿Cómo es eso? ¡Cierto que me maravilla!
CREMES.—Yo te lo diré.
SIRO.—Espera, espera. ¿Qué es esto, que tan gran golpe han dado nuestras
puertas?

www.lectulandia.com - Página 157


ACTO CUARTO

ESCENA I
CREMES, SIRO, SOSTRATA, LA NODRIZA

SOSTRATA.— (Hablando con la nodriza.) Si el corazón no me encaña, éste


es realmente el anillo que yo me sospecho; aquel con que fue expuesta
mi hija.
CREMES.— (Aparte a Siro.) ¿Qué significan, Siro, estas palabras?
SOSTRATA.— (A la nodriza.) ¿Qué dices?, ¿parécete que es él?
LA NODRIZA.—Ya te dije, en cuanto me le mostraste, que era él.
SOSTRATA.—Pero mira, nodriza, que le hayas mirado bien.
LA NODRIZA.—Muy bien.
SOSTRATA.—Pues ve allá dentro, y dime si se ha bañado ya la doncella. Yo,
entretanto, esperaré aquí a mi marido.
SIRO.— (Aparte a Cremes.) A ti te busca: mira lo que quiere. No sé de qué
está triste; no es sin causa; temo no sea algo.
CREMES.—¿Qué ha de ser? Realmente que ésa, con gran aparato, vendrá a
decirnos grandes niñerías.
SOSTRATA.—¡Oh marido mío!
CREMES.—¡Oh mujer mía!
SOSTRATA.—En tu busca vengo.
CREMES.—Di lo que me quieres.
SOSTRATA.—Cuanto a lo primero, te suplico que no creas que yo haya
osado hacer cosa ninguna contra tu mandamiento.
CREMES.—¿Quieres que yo te crea eso, aunque es increíble? Yo lo creo.
SIRO.— (Aparte y refiriéndose a las palabras de Sostrata.) No sé qué culpa
trae consigo esta disculpa.
SOSTRATA.—¿Acuérdaste cuando estaba encinta, y cómo me dijiste
encarecidamente que si paría hija no querías que se criase?

www.lectulandia.com - Página 158


CREMES.—Ya sé lo que has hecho: hasla criado.
SIRO.—¿Es ello verdad, señora? ¡Pues entonces una nueva carga para mi
amo!
SOSTRATA.— (Contestando a Cremes.) Nada de eso. Había aquí una vieja
natural de Corinto, buena mujer; a ella le di la criatura, para que la
echase a alguna puerta.
CREMES.—¡Oh Júpiter!, ¿y tanta necedad había de caber en ti?
SOSTRATA.—¡Triste de mí! ¿Qué hice yo?
CREMES.—¿Y lo preguntas?
SOSTRATA.—Si yo he errado, Cremes mío, de necia he errado.
CREMES.—Eso ya me lo sé yo, aunque tú lo niegues; que tú lo haces y lo
dices todo a necias y tontamente, según los muchos yerros que en esto
muestras. Porque, cuanto a lo primero, si tú quisieras hacer lo que yo
mandé, debiste matarla, y no fingirla muerta de palabra, y por la obra
darle esperanza de vida. Pero, en fin, no hago caso de eso; la lástima, el
amor maternal… En hora buena. Pero ¡cuán bien miraste por ella! ¿Qué
te propusiste? Piénsalo bien. Porque es llano que tú le entregaste tu hija
a aquella vieja, para que, o fuese mala mujer, o fuese vendida
públicamente por esclava. Yo creo que debiste de pensar: «Cualquier
estado le basta, con tal que viva.» ¿Qué dirás de aquellos que ni saben
qué es razón, ni cuál es lo bueno ni lo justo, ni miran lo que es mejor o
peor, lo que aprovecha o perjudica, sino lo que les da gusto?
SOSTRATA.—Cremes mío, pequé; yo te lo confieso, a ti me rindo. Mas lo
que yo ahora te suplico es que cuanto es mayor tu experiencia, tanto
más benigno seas, para que mi poco saber tenga algún refugio en tu
justicia.
CREMES.—Bueno, esta falta te la perdonaré; pero mira, Sostrata, que te
aprovechas mal de mi demasiada benignidad. Acaba ya de decirme a
qué fin has comenzado a darme esa noticia: habla.
SOSTRATA.—Como las pobres mujeres somos de puro necias tan
supersticiosas, cuando le di a la vieja la criatura, para que la expusiera,
quitéme un anillo de mi dedo, y díjela que lo echase juntamente con la
niña; para que si ésta moría, no muriese sin alcanzar parte en nuestros
bienes.
CREMES.— (Con ironía.) ¡Oh, qué bien estuvo eso: tu vida y la suya
conservaste!
SOSTRATA.—El anillo es éste.
CREMES.—¿De dónde lo has habido?

www.lectulandia.com - Página 159


SOSTRATA.—La mozuela que Baquis trajo consigo…
SIRO.— (Con temor.) ¡Eh!
CREMES.—¿Qué dice esa mozuela?
SOSTRATA.—Diómelo a guardar mientras se iba al baño. Al pronto no caí en
la cuenta; mas después que me fijé en él, luego lo conocí, y vine a ti
corriendo.
CREMES.—¿Qué sospechas tú ahora o qué hallas acerca de esto?
SOSTRATA.—Yo, nada. Pero tú puedes preguntarle de dónde ha habido este
anillo. Acaso pudiésemos dar con algún rastro.
SIRO.— (Aparte.) ¡Perdido soy! Más esperanza veo de la que quisiera; hija
de casa es, si ello pasa así.
CREMES.—¿Vive aquella vieja a quien se la diste?
SOSTRATA.—No sé.
CREMES.—¿Qué te dijo entonces?
SOSTRATA.—Que había hecho lo que yo le había mandado.
CREMES.—Dime cómo se llamaba la mujer, para que la busquemos.
SOSTRATA.—Filtera.
SIRO.— (Aparte.) Ella misma es. Harto será que ella (Alude a Antífila.) no
esté en salvo, y yo perdido.
CREMES.—Sostrata, ven conmigo a casa.
SOSTRATA.—¡Cómo me ha sucedido mejor que yo pensaba! ¡Qué temor
tuve no estuvieses ahora con la voluntad tan obstinada como entonces
para no criarla, Cremes!
CREMES.—No puede el hombre estar siempre del mismo parecer, aunque él
quiera, si los tiempos no lo permiten. Ahora mis cosas van de manera
que deseo tener una hija; entonces, todo menos eso.

ESCENA II
SIRO, solo

SIRO.—Si el alma no me engaña, no está lejos de mí alguna desventura,


según que en este negocio mis cosas vienen en estrecho, si no busco
algún remedio para que el viejo no entienda que ésta (Alude a Baquis.)
es amiga de su hijo. Porque en lo del dinero no hay para qué tener
esperanza, ni pretender que habrá manera de engañarle. Con harta honra
saldré, si de aquí me puedo escapar sin perder pieza de mi arnés. ¡Qué
picado quedo de ver que tan repentinamente se me haya ido de la

www.lectulandia.com - Página 160


garganta un tan buen bocado! ¿Qué haré, o qué traza daré? De nuevo he
menester buscar algún buen medio. No hay cosa tan dificultosa que con
la diligencia no se pueda rastrear. ¿Qué será si por aquí lo emprendo?…
¡Nada! ¿Y si por aquí…? Menos. ¿Y así?… Así, creo que… ¡Imposible!
¿Cómo imposible? ¡Victoria! ¡Ésta es la traza! ¡Pardiez, que, a lo que
entiendo, tengo de hacer volver a mi poder este dinero fugitivo!

ESCENA III
CLINIA, SIRO

CLINIA.—Ya, de hoy más, ninguna cosa tan grave me puede suceder, que
me dé pena, según es grande esta felicidad inesperada. Desde luego me
entrego a mi padre para ser mejor de lo que él quiere.
SIRO.— (Aparte.) Mira si me engañé: hanla reconocido, a lo que entiendo
de lo que éste dice. (A Clinia.) Mucho me alegro de que todo haya
sucedido conforme a tu deseo.
CLINIA.—¡Oh, hermano Siro!, ¿haslo oído, por tu vida?
SIRO.—¿Cómo no, si estuve allí presente?
CLINIA.—¿A quién has oído jamás haberle sucedido tal ventura?
SIRO.—A nadie.
CLINIA.—Y así los dioses me amen, como yo me alegro, no tanto por mí
como por ella; porque sé que es mujer que merece toda honra.
SIRO.—Así lo creo. Pero ahora, Clinia, me toca a mí la vez: dame tu favor.
Porque también hemos de procurar cómo se ponga en salvo tu amigo;
que si el viejo llega a sospechar que la tal amiga…
CLINIA.— (Regocijado.) ¡Oh Júpiter!
SIRO.—Sosiégate.
CLINIA.—¡Mi Antífila se casará conmigo!
SIRO.—¿Así te me atraviesas?
CLINIA.—¿Pues qué quieres que haga, hermanó Siro? Estoy alegre; súfreme
un poco.
SIRO.—¡Vaya si te sufro!
CIINIA.—Vida de dioses hemos alcanzado.
SIRO.—Por demás me tomo este trabajo: ya lo veo.
CLINIA.—Di; que ya te escucho.
SIRO.—No estarás en lo que digo.
CLINIA.—Sí estaré.

www.lectulandia.com - Página 161


SIRO.—Digo que hemos de mirar, Clinia, cómo también se ponga en salvo
tu amigo. Porque si tú ahora te nos vas de casa y dejas aquí a Baquis,
luego nuestro viejo entenderá que ésta es amiga de Clitifón; pero si
contigo te la llevas, oculto quedará como hasta aquí.
CLINIA.—¿No ves, Siro, que ése es el mayor estorbo para mi casamiento?
Porque ¿con qué cara se lo osaré decir a mi padre? ¿Estás en lo que
digo?
SIRO.—Muy bien.
CLINIA.—¿Qué le diré, pues? ¿Qué razón le daré?
SIRO.—No quiero que mientas. Cuéntale el negocio llanamente como pasa.
CLINIA.—¿Qué dices?
SIRO.—Así te lo mando. Dile que tú amas a Antífila y que deseas casarte
con ella, y que Baquis es amiga de Clitifón.
CLINIA.—(Con ironía.) ¡En verdad que tú me mandas una cosa buena y
justa, y harto fácil de hacer! Y también querrás que le ruegue yo a mi
padre que no le dé noticia de esto a vuestro viejo.
SIRO.—Al contrario: que llanamente le cuente todo el negocio como pasa.
CLINIA.— (Indignado.) ¡Oh!, ¿estás en tu seso, o estás borracho? ¿No ves
que manifiestamente le descubres? Porque, dime, ¿cómo podrá él
tenerse por seguro?
SIRO.—A este consejo le doy yo el premio: de esto me jacto, y presumo de
tener en mí tanto poder y tanta sagacidad, que, diciéndoles a entrambos
la verdad, venga a engañarlos a los dos, y que cuando vuestro viejo le
diga al nuestro que Baquis es amiga de su hijo, con todo eso, no lo crea.
CLINIA.—Pero ¿tú no ves que de esa manera me tornas a quitar la esperanza
de mi casamiento? Porque, si él cree que ésta es mi amiga, no me querrá
dar su hija por mujer. Sin duda que te importa poco lo que será de mí, a
trueque de servir a tu señor.
SIRO.— ¿Lo que será…? ¡Mala peste…! ¿Piensas tú que ha de ser un siglo
el tiempo que yo quiero que lo encubras? No es más de un día, mientras
le pesco el dinero, y acabóse; que no he menester más.
CLINIA.—¿Y con eso tienes harto? ¿Y qué será, por tu vida, si esto viene a
noticia de mi padre?
SIRO.—¡Qué será…! Esto es como los que dicen: ¿Y si se cae el cielo?
CLINIA.—Miedo me da lo que voy a hacer.
SIRO.—¿Miedo? ¡Como si no estuviese en tu mano, siempre que quisieres,
salirte del juego y descubrir la verdad!
CLINIA.—¡Ea, ea; pase Baquis!

www.lectulandia.com - Página 162


SIRO.—A buen tiempo; hela dónde sale.

ESCENA IV
BAQUIS, CLINIA, SIRO, DROMÓN, FRIGIA

BAQUIS.— (Aparte a Frigia.) Con harta importunación, en buena fe, me


hicieron venir aquí las ofertas de Siro. Diez minas[48] me ofreció que me
daría. Pues a fe, que si él ahora me engaña, no le cumplirá ir muchas
veces a mi casa a rogarme que venga; porque será por demás. Y si le
diere palabra de venir y lo concertare, cuando él trajere la respuesta,
Clitifón con su esperanza quedará colgado de la agalla, porque le daré la
tostada y no vendré. Las costillas de Siro me lo pagarán.
CLINIA.— (Aparte a Siro.) No es mala oferta la que te hace.
SIRO.—¿Y tú piensas que ésta habla de burlas? Mejor lo hará que lo dice, si
no miro por mí.
BAQUIS.—(A Frigia.) Duermen; pues a buena fe que yo los despierte. (Alto.)
Amiga Frigia, ¿has entendido qué granja es la de Carino, que ese
hombre (Alusión al soldado.) te mostró poco ha?
FRIGIA.—Sí.
BAQUIS.—¿La que está junto a esta heredad, a la mano derecha?
FRIGIA.—Ya me acuerdo.
BAQUIS.—Pues ve allá en un vuelo; allí hallarás al soldado que celebra las
fiestas de Baco.
SIRO.— (Aparte.) ¿Qué emprende ésta?
BAQUIS.— (A Frigia.) Y le dirá: «Como yo estoy aquí detenida muy contra
mi voluntad, y muy guardada. Pero que yo buscaré manera, para darles
esquinazo, y me iré allá».
SIRO.— (Aparte.) ¡Perdido soy! (Alto.) ¡Baquis, espera, espera! ¿A dó la
envías, por tu vida? ¡Mándale que no vaya!
BAQUIS.— (A Frigia.) Camina.
SIRO.— (Persuadiéndola.) ¡Que ya está a punto el dinero!
BAQUIS.—Que ya yo también estoy aquí.
SIRO.—¡Que ahora mismo se te dará!
BAQUIS.—Como quisieres. ¿Por ventura os doy yo prisa?
SIRO.—¿Sabes qué has de hacer, por tu vida?
BAQUIS.—¿Qué?

www.lectulandia.com - Página 163


SIRO.—Que te has de pasar a casa de Menedemo, y todo tu fausto se ha de
pasar también allá.
BAQUIS.—¿Qué pretendes, ladrón?
SIRO.—¿Yo? Acuñar el dinero que he de darte.
BAQUIS.—¿Tiénesme tú por tal, que merezca que tú me andes con burlas?
SIRO.—¡Que va de veras!…
BAQUIS.—¿También en esa casa tengo yo cuenta contigo?
SIRO.—No, sino que te vuelvo lo que es tuyo.
BAQUIS.—Vamos.
SIRO.—Sígueme por aquí.—¡Hola, Dromón!
DROMÓN.—¿Quién me llama?
SIRO.—Siro.
DROMÓN.—¿Qué hay?
SIRO.—Haz que pasen de presto a vuestra casa todas las criadas de Baquis.
DROMÓN.—¿Para qué?
SIRO.—Eso no me lo preguntes. Y lleven todo lo que trajeron consigo a
nuestra casa. Bien pensará el viejo que con la ida de éstas se le ha
aliviado el gasto. ¡Pues no sabe él cuánto daño le ha de causar este
poquillo de ahorro! Tú, Dromón, si eres cuerdo, no sabes una palabra de
lo que aquí lias oído.
DROMÓN.—Dirás que soy mudo.

ESCENA V
CREMES, SIRO

CREMES.— (Aparte.) Así los dioses me amen, como yo he lástima de


Menedemo. ¡Que tal calamidad haya caído sobre su casa! ¡Y que haya
de mantener a aquella mujer con tantas criadas! Aunque bien sé yo que
por algunos días no lo echará de ver, según era grande el deseo que
tenía de abrazar a su hijo. Pero cuando él vea que ha de gastar tan largo
en su casa de ordinario, y que no hay medio de poner en ello tasa,
deseará que su hijo se le vaya otra vez.— Pero aquí viene Siro. ¡A muy
buen tiempo!
SIRO.— (Aparte.) ¿Qué hago que no le acometo?
CREMES.—¡Siro!
SIRO.—¡Señor!
CREMES.—¿Qué hay de nuevo?

www.lectulandia.com - Página 164


SIRO.—Rato ha que deseaba toparme contigo.
CREMES.—Ya me parece que has hecho no sé qué, allá con el viejo.
SIRO.—¿Sobre lo de antes? Dicho y hecho está.
CREMES.—¿De veras?
SIRO.—De veras, de veras.
CREMES.—No puedo dejar de acariciarte esa cabeza. Llégateme acá, Siro;
que en pago de eso te haré alguna merced, y de buena gana.
SIRO.—¡Pues si supieses cuán bien lo tracé…!
CREMES.—¡Bah! ¿Estás ufano porque te ha sucedido a tu sabor?
SIRO.—No, cierto; sino que te digo la verdad.
CREMES.—Dime, ¿qué es ello?
SIRO.—Clinia le ha dado a entender a Menedemo que Baquis es amiga de tu
hijo Clitifón, y que la ha hecho pasar a su casa, porque tú no lo
descubrieses.
CREMES.—Bien.
SIRO.—Hablemos de veras.
CREMES.—Digo que muy bien.
SIRO.—¡Pues si tú supieses…! Pero escucha lo que falta del engaño. Él le
ha de decir cómo ha visto a tu hija; y que desde que la vio, le agradó
mucho su buen rostro, y que desea casarse con ella.
CREMES.—¿Con ésta que ahora he reconocido?
SIRO.—Con esa misma; y mandará a pedírtela.
CREMES.—¿Y a qué fin eso, Siro? Porque realmente que no entiendo nada.
SIRO.—¡Huy, qué tardo eres!
CREMES.—Quizás.
SIRO.—Darále dinero para las bodas, con que oro y ropas… ¿me entiendes?
CREMES.— (Terminando la frase de Siro.) Le compre.
SIRO.—Eso mismo.
CREMES.—Pero yo ni le doy mi hija ni se la prometo.
SIRO.—¿No?, ¿por qué?
CREMES.—¿Por qué me preguntas? ¿A un hombre…?
SIRO.—Como tú quisieres; que yo no decía que se la dieses de veras, sino
que lo fingieses.
CREMES.—No me cumple ese fingir. De tal manera revuelve tú allá tus
cosas, que no me mezcles a mí. ¿Yo he de prometer mi hija a quien no
se la he de dar?
SIRO.—Creíalo yo.
CREMES.—No, a fe.

www.lectulandia.com - Página 165


SIRO.—Bien se pudiera hacer discretamente. Y yo esto helo emprendido,
porque tú me lo habías encargado con tanto empeño.
CREMES.—Lo creo.
SIRO.—Por lo demás, yo eso, Cremes, con buen fin lo hacía.
CREMES.—Y yo también quiero muy de veras que procures hacerlo; pero
por otra vía.
SIRO.—Bueno; búsquese otro medio. Pero en lo que te dije del dinero que tu
hija debe a Baquis, es justo se lo pagues. Ni es razón que tú ahora te
arrimes a aquello de «¿A mí qué?, ¿por ventura prestómelo a mí?,
¿mandéselo yo dar?, ¿cómo pudo ella tomar mi hija por prenda, sin mi
consentimiento?» Mira, Cremes, que es muy gran verdad lo que
comúnmente se dice, que el derecho riguroso, muchas veces es injuria
manifiesta.
CREMES.—No haré yo tal.
SIRO.—Antes, si a otros les está bien portarse así, a ti no te está; porque
todo el mundo te tiene en reputación de muy hombre de bien y rico.
CREMES.—No, sino que yo mismo se lo llevaré ahora mismo.
SIRO.—Más vale que le mandes a tu hijo que se lo lleve.
CREMES.—¿Por qué?
SIRO.—Porque a él le hemos cargado estos amores con Baquis.
CREMES.—¿Y pues?
SIRO.—Porque parecerá más conforme a la verdad el negocio, si él por su
mano se lo da. Con esto yo haré más fácilmente lo que pretendo.—Hele
aquí dó viene. Ve y saca el dinero.
CREMES.—Al punto lo saco.

ESCENA VI
CLITIFÓN, SIRO

CLITIFÓN.—No hay cosa tan fácil, que no sea dificultosa, cuando uno la
hace a su pesar. Este paseo ¡mira qué fácil cosa! me ha traído realmente
a la muerte. Y ahora lo que yo más temo, ¡pobre de mí!, es no me tornen
de nuevo a echar de aquí, porque no me allegue a Baquis. ¡Que los
dioses y las diosas, todos juntos, con su poder, Siro, te destruyan con
aquella tu invención y traza! Siempre has de inventarme alguna cosa
con que me atormentes,

www.lectulandia.com - Página 166


SIRO.—¡Véteme de aquí a do mereces; que casi me ha perdido tu
imprudencia!
CLITIFÓN.—Bien holgara de ello yo, realmente, en pago de tus méritos.
SIRO.—¿Méritos?, ¿cómo es eso? Mucho me huelgo de haberte oído decir
esas palabras, antes de darte el dinero que ya tenía para ti.
CLITIFÓN.—Pero ¿qué quieres tú que yo te diga?… Fuiste y trajísteme la
amiga, para que no me sea lícito el tocarla.
SIRO.—Ya se me pasó el enojo. ¿Sabes dónde está tu Baquis?
CLITIFÓN.—En nuestra casa.
SIRO.—No.
CLITIFÓN.—¿Dónde, pues?
SIRO.—En casa de Clinia.
CLITIFÓN.—¡Oh, pobre de mí!
SIRO.—¡Ánimo; que ahora le llevarás el dinero que le prometiste!
CLITIFÓN.—¿Búrlaste?, ¿y de dónde…?
SIRO.—De mano de tu padre.
CLITIFÓN.—¡Sin duda te burlas de mí!
SIRO.—Por la obra lo verás.
CLITIFÓN.—¡Oh, qué dichoso soy! ¡Siro, mucho te quiero!
SIRO.—Pero tu padre sale; mira no hagas del maravillado, ni preguntes por
qué se hace esto; déjate regir por mí en su tiempo y lugar; haz lo que él
te mande, sin gastar muchas razones.

ESCENA VII
CREMES, CLITIFÓN, SIRO

CREMES.—¿Dónde está ahora Clitifón?


SIRO.— (Bajo a Clitifón.) Di: heme aquí.
CLITIFÓN.—Heme aquí a tu mandado.
CREMES.— (A Siro.) ¿Hasle dicho a éste lo que pasa?
SIRO.—Ya se lo he contado casi todo.
CREMES.— (A Clitifón.) Pues toma este dinero y llévaselo.
SIRO.— (Bajo a Clitifón.) ¡Ve…! ¡Ilum!, ¿de qué te detienes, leño?, ¿por
qué no lo tomas?
CLITIFÓN.—Dámelo.
SIRO.—Vente de presto conmigo por aquí. (A Cremes.) Tú, aguárdanos aquí
mientras salimos; porque no hay para qué detenernos allá mucho.

www.lectulandia.com - Página 167


CREMES.— (Solo.) Ya yo he gastado por mi hija diez minas, las cuales llago
cuenta que las he dado por su costa. Tras de éstas, habré menester otras
diez, para hacerle vestidos. Todo esto pide luego dos talentos para la
dote. ¡Qué de cosas injustas y malas permite la costumbre! He aquí que
yo ahora, dejando todos mis negocios, he de buscar alguno a quien darle
los bienes que he ganado con trabajo.

ESCENA VIII
MENEDEMO, CREMES

MENEDEMO.— (Saliendo de su casa, a su hijo que está dentro.) Por muy


bienaventurado me tengo, hijo mío, ahora que entiendo que lias tomado
asiento en tu vivir.
CREMES.— (Aparte.) ¡Cómo se engaña!
MENEDEMO.—A buscarte venía, Cremes. Pues está en tu mano, sálvanos a
mi hijo y a mí y a toda mi casa.
CREMES.—Di, ¿qué quieres que haga?
MENEDEMO.—¿No has hallado hoy una hija? (Alude a Antífila.)
CREMES.—¿Y pues?…
MENEDEMO.—Clinia desea que le casemos con ella.
CREMES.—Dime, por tu vida, ¿tú tienes memoria de hombre?
MENEDEMO.—¿Pues qué hay?
CREMES.—¿Ya no te acuerdas de lo que tratamos entre nosotros acerca del
engaño, para que por aquella vía te sonsacasen el dinero?
MENEDEMO.—Sí, me acuerdo.
CREMES.—Pues eso es en lo que ahora entienden.
MENEDEMO.—¿Qué me dices, Cremes? Engañéme. Así ha sucedido. ¡Toda
mi confianza cayó!
CREMES.— (Con ironía.) ¿Con que ésta (Alude a Baquis.) que está en tu
casa es amiga de Clitifón?
MENEDEMO.—Ellos así lo dicen.
CREMES.—¿Y tú créeslo?
MENEDEMO.—Yo, todo.
CREMES.—Y dicen que con Antífila quiere casarse tu hijo, para que cuando
yo haya consentido, le des luego con que compre joyas y vestidos y todo
lo demás que fuere menester.
MENEDEMO.—Realmente que ello es así; y ese dinero se lo dará a la amiga.

www.lectulandia.com - Página 168


CREMES.—¿Qué hay que dudar?
MENEDEMO.—¡Oh, cuitado de mí! Luego por demás ha sido mi alegría.
Pero, con todo eso, quiero más cualquiera otra cosa, que verle partir de
mi casa. ¿Qué respuesta, pues, le diré, Cremes, que me has dado, porque
no entienda él que yo estoy en el secreto y se entristezca?
CREMES.—¿Entristezca?… ¡Demasiadamente le regalas, Menedemo!
MENEDEMO.—Déjame. Ya yo lo he emprendido; llévame mi empresa,
Cremes, hasta el cabo.
CREMES.—Dile cómo me has visto, y cómo has tratado del casamiento.
MENEDEMO.—Se lo diré. ¿Y qué más?
CREMES.—Que yo haré todo lo que él quiere; que me parece muy buen
yerno; finalmente, si te pareciere, dile que ya le he prometido mi hija.
MENEDEMO.—¡Oh, eso quería yo!
CREMES.—Para que tanto más presto te pida, y tú le des más presto lo que
deseas darle.
MENEDEMO.—Sí deseo.
CREMES.—Pues yo te ofrezco que, según veo la cosa, tú te hartarás de él
antes de muchos días. Pero, como, quiera que ello vaya, si eres cuerdo,
dáselo con cautela y poco a poco.
MENEDEMO.—Así lo haré.
CREMES.—Pues entra allá (indicando la casa de Menedemo) y mira qué te
pide; que yo en casa estaré, si algo me quisieres.
MENEDEMO.—Sí que te necesito; porque de todo cuanto tratare te daré parte.

www.lectulandia.com - Página 169


ACTO QUINTO

ESCENA I
MENEDEMO, después CREMES

MENEDEMO.— (Solo.) Bien conozco yo de mí que no soy muy sagaz ni muy


avisado; pero este Cremes, mi valedor, mi consejero y mi guía, en esto
me aventaja: que a mí cualquier cosa me cuadra de las que se suelen
atribuir a un necio, leño, tronco, asno, simplón; pero a él no le puede
estar bien ninguna de éstas, porque su necedad es mayor que todas ellas.
CREMES.— (A la puerta de su casa y hablando a su mujer, que está dentro.)
¡Ea! Déjate ya, mujer, de cansar a los dioses a poder de darles gracias
porque tu hija ha parecido, si no crees que son como tú, y que no
entienden nada, si cien veces no les dicen una misma cosa.—¿Pero qué
hace tanto tiempo con Siro detenido allá mi hijo?
MENEDEMO.—¿Quiénes son, Cremes, los que dices que se detienen?
CREMES.—¡Oh, Menedemo! ¡A punto! Dime, ¿hasle dicho a Clinia lo que te
dije?
MENEDEMO.—Todo.
CREMES.—¿Y qué…?
MENEDEMO.—Comenzó realmente a alegrarse como los que desean casarse.
CREMES.—¡Ja!, ¡ja!, ¡je!
MENEDEMO.—¿De qué te has reído?
CREMES.—Viniéronme a las mientes las astucias de mi criado Siro.
MENEDEMO.—¡Qué!, ¿es posible…?
CREMES.—¡Hasta los semblantes de los hombres sabe hacer cambiar el muy
bribón!
MENEDEMO.—¿Díceslo porque mi hijo finge estar alegre?
CREMES.—Sí.
MENEDEMO.—Eso mismo he pensado yo.

www.lectulandia.com - Página 170


CREMES.—¡Pícaro!
MENEDEMO.—Pues más de veras le tendrías por tal, si bien supieses lo que
pasa.
CREMES.—¿Dices tú…?
MENEDEMO.—Escucha, escucha.
CREMES.—Espera; que primero quiero saber de ti cuánto has perdido.
Porque en cuanto le anunciaste a tu hijo que le tenías casado, creo que te
diría Dromón que la desposada había menester vestidos, y oro, y
criadas, y que les dieses dinero.
MENEDEMO.—No.
CREMES.—¡Que no…!
MENEDEMO.—Dígote que no.
CREMES.—¿Ni tampoco tu hijo?
MENEDEMO.—No; ni una palabra, Cremes. Antes me daba gran prisa, para
que se hiciesen hoy las bodas.
CREMES.—Extrañas cosas me cuentas. ¿Y mi criado Siro?, ¿tampoco te dijo
nada?
MENEDEMO.—Ni palabra.
CREMES.—¡Cómo! ¡No me explico…!
MENEDEMO.—Cierto que de ti me maravillo, pues tan bien lo sabes todo.
(En tono zumbón.) Pero vuestro Siro no sé de qué manera ha
aleccionado a tu hijo, que ni aun por el pensamiento no le pasa que
Baquis es amiga de Clinia.
CREMES.—¿Qué me quieres decir…?
MENEDEMO.—Dejo aparte el besarse y abrazarse; que de esto no hago caso.
CREMES.—¿Pues qué más hay, que pueda fingirse?
MENEDEMO.— (En tono ponderativo.) ¡Bah!
CREMES.—¿Qué hay?
MENEDEMO.—Escucha. Yo tengo allá, en lo postrero de mi casa, una
recámara. Allí mandaron llevar una cama y aparejarla de ropa.
CREMES.—¿Qué sucedió después?
MENEDEMO.—Dicho y hecho: Clitifón colóse allá.
CREMES.—¿Solo?
MENEDEMO.—Solo.
CREMES.—¡Malo!
MENEDEMO.—Baquis se fue luego tras de él.
CREMES.—¿Sola?
MENEDEMO.—Sola.

www.lectulandia.com - Página 171


CREMES.—¡Perdido soy!
MENEDEMO.—Dentro ya los dos, cerraron la puerta.
CREMES.— (Indignado.) ¡Oh! ¿Y Clinia veía todo eso?
MENEDEMO.—¡Pues no! ¡A una conmigo!
CREMES.—Manceba de mi hijo es Baquis, Menedemo. ¡Perdido soy!
MENEDEMO.—¿Por qué?
CREMES.—Porque no tengo hacienda para diez días.
MENEDEMO.—¡Cómo! ¿De eso te recelas, porque él da contento a su amigo?
CREMES.—No, sino porque lo da a su amiga.
MENEDEMO.— (Irónico.) ¡Si es que se lo da!
CREMES.—¡Pues qué…!, ¿lo dudas? ¿Qué hombre entiendes tú que habrá de
tan simple y llana condición, que consienta que otro toque a su amiga en
su presencia?
MENEDEMO.—¿Por qué no? Así me pueden engañar más fácilmente.
CREMES.—¿Burlaste de mí? Con razón tengo yo ahora queja de mí mismo.
¡Qué de indicios me dieron con que yo lo pudiera entender, si no fuera
un adoquín! ¡Qué de cosas vi!, ¡oh, cuitado de mí! ¡Pero no se me irán
con ella, si vivo, porque ahora mismo…!
MENEDEMO.—¿Por qué no te refrenas? ¿Por qué no miras por ti? ¿Por qué
no escarmientas en mí?
CREMES.—¡Ah, Menedemo, que depura cólera estoy fuera de juicio!
MENEDEMO.—¿Tú has de decir eso? ¿No ves que es gran flaqueza dar
consejo a otros, ser sabio de fuera de tu casa, y a ti mismo no poder
valerte?
CREMES.—¿Pues qué haré?
MENEDEMO.—Lo que decías que yo no había hecho. Haz que entienda que
eres su padre; haz que tenga ánimo para confiar de ti todas sus cosas y
pedirte y demandarte; porque no busque algún otro refugio y te deje.
CREMES.—No, sino que se vaya si quiere al fin del mundo, antes que con
sus vicios haga venir a su padre a la miseria. Porque si yo persevero en
darle para sus gastos, Menedemo, habré de venir sin remedio a lo del
rastrillo.
MENEDEMO.—¡Qué de daños recibirás en eso, si no lo miras bien!
Muéstraste muy fuerte, y después le habrás de perdonar, y aun sin que te
lo agradezcan.
CREMES.—¡Ah, que no sabes cuán picado estoy!
MENEDEMO.—Como tú quisieres. ¿Pero qué me respondes a mi ruego de
que tu hija case con mi hijo? ¡Digo, si otra cosa no te parece mejor…!

www.lectulandia.com - Página 172


CREMES.—No, sino que el yerno y los deudos me convienen.
MENEDEMO.—¿Qué dote diré que le has mandado a mi hijo? (Pausa.) ¿Por
qué callas?
CREMES.—¿Qué dote?
MENEDEMO.—Eso digo.
CREMES.—¡Ah!
MENEDEMO.—Cremes, no tengas empacho, si no es grande; que nada nos
importa por la dote.
CREMES.—A mí, conforme a mi hacienda, paréceme que bastan dos
talentos. Pero si tú quieres salvarnos a mí, a mi hijo, y a mi hacienda,
conviene que digas de esta manera: que yo le he mandado en dote todos
mis bienes a mi hija.
MENEDEMO.—¿Qué quieres hacer?
CREMES.—Finge que te maravillas de ello, y junto con esto pregúntale a él a
qué fin lo hago.
MENEDEMO.—Y aun yo en verdad no entiendo a qué fin lo dices tú.
CREMES.—¿A qué fin yo…? Para reglarle la voluntad; que la tiene muy
derramada con regalo y lozanía, y traerle a punto que no sepa a qué
mano volverse.
MENEDEMO.—¿Qué pretendes?
CREMES.—Deja, déjame hacer a mi gusto en esto.
MENEDEMO.—Yo te dejo: ¿así lo quieres?
CREMES.—Sí.
MENEDEMO.—Corriente.
CREMES.—Y da luego orden cómo tu hijo lleve a su mujer. Al mío, como es
razón hacer con los hijos, reñiréle. ¡Pero a Siro!…
MENEDEMO.—¿Qué le harás?
CREMES.—¿Yo? Si no me muero, yo te le daré tan afeitado y tan peinado,
que se acuerde de mí para mientras viva. El tal me tiene a mí por su
donaire y por su juguete. Así los dioses me amen, como él no se
atreviera a hacer con una triste viuda lo que conmigo ha hecho.

ESCENA II
CLITIFÓN, MENEDEMO, CREMES, SIRO

CLITIFÓN.— (Sin ver a Cremes.) ¡Qué!, ¿es posible, Menedemo, que mi


padre en tan poco rato haya quitado de mí todo el amor de padre? ¿Por

www.lectulandia.com - Página 173


qué culpa? ¡Pobre de mí! ¿Qué maldad tan grande he cometido yo?
Todos hacen lo mismo.
MENEDEMO.—Bien entiendo yo que esto te parece a ti muy pesado, y más
fuerte, por ser cosa contra ti; pero no menos lo siento yo, que ni lo sé, ni
puedo dar en la cuenta; sino porque te quiero de todo corazón.
CLITIFÓN.—¿No decías que estaba aquí mi padre?
MENEDEMO.—Mírale.
CREMES.—¿De qué me acusas, Clitifón? Lo que yo aquí he hecho ha sido
velar por ti y por tu necedad. Porque como te he visto ser de tan
descuidada condición, y que tenías por principales las cosas que al
presente son gustosas. sin mirar en lo porvenir, busqué manera como ni
tú te vieses en necesidad, ni tampoco pudieses disipar mi patrimonio.
Cuando vi que no era cosa segura el entregártelo a ti, como fuera razón,
heme arrimado a los más cercanos parientes que tenías: a ellos se lo he
encomendado y confiado. En ellos tendrá amparo, Clitifón, tu locura
para siempre; ellos te darán vestido y alimento, y un hogar en donde te
recojas.
CLITIFÓN.—¡Ay de mí!
CREMES.—Más vale así, que no que siendo tú el heredero, sea la señora de
ello Baquis.
SIRO.— (Aparte.) ¡Perdido soy! ¡Oh, bellaco de mí, y qué de revueltas he
forjado sin pensar!
CLITIFÓN.—¡Oh, quién se muriese!
CREMES.—Por tu vida, que aprendas primero qué cosa es vivir. Cuando lo
sepas, si la vida no te diere gusto, acude a ese remedio.
SIRO.—Señor, ¿dasme licencia…?
CREMES.—Habla.
SIRO.—¿Pero con seguro?
CREMES.—Habla.
SIRO.—¿Qué maldad o qué locura es esa de castigar a éste por mis culpas?
CREMES.—Quitáteme de aquí, no te entremetas. Nadie te acusa a ti, Siro, ni
tú tienes necesidad de acogerte a iglesia, ni de buscar rogadores.
SIRO.—¿Qué vas a hacer?
CREMES.—Ni te inculpo a ti ni a éste. Ni es justo que vosotros reprendáis lo
que yo hago por mi cuenta. (Vase.)

ESCENA III

www.lectulandia.com - Página 174


SIRO, CLITIFÓN

SIRO.—¿Fuese? ¡Bah! ¡Y yo que quería preguntarle!…


CLITIFÓN.—¿Qué?
SIRO.—Adónde había yo de ir por mi ración. Porque a todos nos ha
despedido. Tú ya veo que la tienes en casa de tu hermana.
CLITIFÓN.—¿Es posible, Siro, que yo haya venido a tanto mal, que aun corra
peligro de morirme de hambre?
SIRO.—Si vida tenemos, esperanzas hay…
CLITIFÓN.—¿De qué?
SIRO.—De que pasaremos harta.
CLITIFÓN.—¿En negocio tan grave estás de donaires, y no me favoreces con
algún buen consejo?
SIRO.—Antes en eso estoy pensando ahora, y mientras hablaba tu padre, no
pensaba en otra cosa. Y a lo que yo puedo entender…
CLITIFÓN.—¿Qué?
SIRO.—No estoy muy lejos…
CLITIFÓN.—¿De qué?
SIRO.—Lo dicho. Yo creo que tú no eres hijo de éstos.
CLITIFÓN.—¿Qué dices, Siro?, ¿estás loco?
SIRO.—Yo te diré lo que siento, y tú sentenciarás. Mientras éstos no
tuvieron más que a ti, y mientras no tuvieron otro contento que más les
tocase, ellos te regalaban y te daban. Ahora, después que ellos han
hallado su verdadera hija, han buscado achaque para echarte de casa.
CLITIFÓN.—Apariencia tiene eso de verdad.
SIRO.—¿Piensas tú que él por este yerro está airado contra ti?
CLITIFÓN.—No pienso tal.
SIRO.—Pues mira otra cosa. Todas las madres suelen escudar a sus hijos en
los yerros y ayudarles contra el rigor de los padres. Lo cual aquí no se
hace.
CLITIFÓN.—Bien dices. ¿Y qué te parece que yo haga, Siro?
SIRO.—Pregúntales acerca de esta sospecha; háblales a la clara. Si ello no es
verdad, presto les moverás a compasión a entrambos, o sabrás cuyo
eres.
CLITIFÓN.—Bien me aconsejas. Así lo haré.
SIRO.— (Solo.) Buena idea se me vino al magín; porque cuanta menor
esperanza tuviere el mozo, tanto más fácilmente hará a su provecho las
paces con su padre, y por ventura se casará. Y no le darán por ello

www.lectulandia.com - Página 175


ningunas gracias a Siro. (Óyese ruido de puertas.) —¿Pero qué es esto?
El viejo sale de casa. Yo huyo; que, después de lo pasado, aún me
maravillo cómo no mandó en el acto asirme. Voy a buscar a Menedemo.
Quiero ponerle por intercesor; que de nuestro viejo no me fío nada.

ESCENA IV
SOSTRATA, CREMES

SOSTRATA.—Tú, hombre, si no lo miras bien, causarás realmente la


desgracia de tu hijo. Cierto, marido mío, que estoy maravillada, cómo
pudo caber en tu juicio una tan gran simpleza.
CREMES.—¡Oh! ¿Todavía tan pesada, mujer? ¿Qué cosa jamás en toda mi
vida he yo querido, Sostrata, en que tú no me hayas sido contraria? Y si
yo ahora te preguntase en qué lo yerro o a qué fin lo hago, no me sabrías
responder palabra. ¿En qué fundas tú ahora tan atrevidamente tu porfía?
¡Di, necia!
SOSTRATA.—Yo no sé.
CREMES.—Sí, sí lo sabes; porque no volvamos de nuevo a la misma
canción.
SOSTRATA.—¡Ah! ¡Terrible hombre eres, pues en cosa de tanto peso quieres
que me calle!
CREMES.—No quiero tal: habla ya. Con todo eso, yo haré lo que he pensado.
SOSTRATA.—… ¿Que lo harás?
CREMES.—Sí.
SOSTRATA.—¿No ves cuán grande mal despiertas con eso? Sospecha que es
hijo supuesto.
CREMES.—¿Supuesto? ¿Díceslo de veras?
SOSTRATA.—Realmente, marido, que es así.
CREMES.—Pues dile que es verdad.
SOSTRATA.—¡Quita allá, por los dioses! Esa maldición sobre mis enemigos
caiga. ¿Yo tengo de decir que no es mi hijo el que lo es?
CREMES.—¿Y qué? ¿Temes que no podrás, siempre que quisieres,
convencerle de que es hijo tuyo?
SOSTRATA.—¿Porque ha parecido mi hija?
CREMES.—No, sino por otra razón que es más de creer: se te parece mucho
en las costumbres, y fácilmente le persuadirás que es luyo. Porque
realmente se te parece mucho, pues no le ha quedado a él vicio ninguno,

www.lectulandia.com - Página 176


que tú también no tengas. En conclusión: tal hijo como éste no le pariera
otra sino tú. Pero aquí sale él. ¡Cuán grave! Sólo con verle,
comprenderás que recela…

ESCENA V
CLITIFÓN, SOSTRATA, CREMES

CLITIFÓN.—Si tiempo alguno ha habido, madre mía, en que yo te haya dado


contento llamándome tu hijo con tu voluntad, suplícote que te acuerdes
de él, y que tengas ahora lástima de mi pobreza. No te pido ni quiero
otra cosa, sino que me digas quiénes son mis padres.
SOSTRATA.—Hijo mío, por los dioses te ruego que no des en creer eso de
que tú eres hijo de otros padres.
CLITIFÓN.—Y lo soy.
SOSTRATA.—¡Ay, desdichada de mí! (A Cremes.) Cata aquí lo que has
buscado. (A Clitifón.) Así tú cierres mis ojos y los de éste (Señalando a
Cremes.) como tú eres hijo mío y suyo. Y, si bien me quieres, mira que
de hoy más no te oiga yo decir cosa semejante.
CREMES.—Y yo, si me temes, haz que no vea en ti esas costumbres.
CLITIFÓN.—¿Cuáles?
CREMES.—Si saberlas quieres, yo te las diré. Eres un hombre vano, follón,
engañador, tragón, lujurioso; eres un castigo. Créemelo, y cree también
que eres nuestro hijo.
CLITIFÓN.—No son de padre esas palabras.
CREMES.—Aunque hubieras nacido de mi cabeza, como dicen que Minerva
nació de la de Júpiter, no por eso te consintiera, Clitifón, que me echaras
con tus maldades en afrenta.
SOSTRATA.—No lo permitan los dioses.
CREMES.—De los dioses no sé nada: yo, a lo menos, en cuanto pueda, no he
de permitirlo. Buscas tus padres teniéndolos, y no buscas lo que no
tienes, que es cómo obedecerás a tu padre y cómo conservarás lo que él
ha ganado con trabajo. ¡Traerme con engaños delante de mis ojos
una…! Empacho tengo de decir una palabra tan fea en presencia de tu
madre, y tú ninguno tuviste de hacerlo.
CLITIFÓN.— (Aparte.) ¡Oh, cuán descontento estoy de mí mismo! ¡Qué
vergüenza! No sé qué entrada me busque para aplacar a mi padre.

www.lectulandia.com - Página 177


ESCENA VI
MENEDEMO, CREMES, CLITIFÓN, SOSTRATA

MENEDEMO.— (Aparte.) Realmente Cremes trata con demasiado rigor y


crueldad a este mancebo. Y así, salgo a hacer entre ellos las paces.
¡Helos allí: a muy buen tiempo!
CREMES.—¡Hola, Menedemo!, ¿por qué no haces que vengan por mi hija, y
le aseguras con tu aceptación lo que le mandé en dote?
SOSTRATA.—¡Marido mío, suplicóte que no hagas tal cosa!
CLITIFÓN.—¡Padre, suplícote que me perdones!
MENEDEMO.—¡Ea, Cremes, perdónale! ¡Escucha sus ruegos!
CREMES.—¿Que le dé yo a Baquis mi hacienda? A sabiendas, nunca tal
haré.
MENEDEMO.—Ni lo permitiremos nosotros.
CLITIFÓN.—¡Padre, si no me quieres ver morir aquí, perdóname!
SOSTRATA.—¡Ea, Cremes de mi alma!
MENEDEMO.—¡Ea, por tu vida, no estés tan obstinado, Cremes!
CREMES.—¿Qué es esto? Ya veo que no me habéis de dejar llevar a cabo mi
propósito.
MENEDEMO.—Haces lo que debes.
CREMES.—Pero a condición que él haga una cosa que a mí me parece justa.
CLITIFÓN.—Padre, a todo me pondré: mándame.
CREMES.—Que te cases.
CLITIFÓN.—¡Padre…!
CREMES.—Nada me responde.
MENEDEMO.—Yo te prometo que se casará.
CREMES.—Pero él nada dice.
CLITIFÓN.— (Aparte.) ¡Triste de mí!
SOSTRATA.—¿Aun dudas, Clitifón?
CREMES.—¡Que elija…!
MENEDEMO.—Él pasará por todo.
SOSTRATA.—Estas cosas al principio son pesadas, hasta saber lo que son;
pero sabido, son fáciles.
CLITIFÓN.—Yo lo haré, padre.
SOSTRATA.—Hijo mío, en buena fe que yo te dé una moza garrida, y que tú
la quieras mucho; que es la hija de nuestro amigo Fanócrates.

www.lectulandia.com - Página 178


CLITIFÓN.—¿Aquella moza roja, garza, bocuda, de la nariz corva? No puede
ser, padre.
CREMES.—¡Mirad qué delicado! ¿Éste es el que hace ánimo de casarse?
SOSTRATA.—Pues yo te daré otra.
CLITIFÓN.—¿Qué es esto? Pues debo casarme, yo casi tengo ya la que
deseo.
SOSTRATA.—Muy bien, hijo mío.
CLITIFÓN.—La hija de Arcónides.
SOSTRATA.—Muy bien me parece.
CLITIFÓN.—Padre, una cosa falta aquí ahora.
CREMES.—¿Qué?
CLITIFÓN.—Que le perdones a Siro lo que por mí ha hecho.
CREMES.—Sea. (A los espectadores.) Vosotros, quedad en hora buena, y
aplaudid.

FIN DE
«EL ATORMENTADOR DE SÍ MISMO»

www.lectulandia.com - Página 179


LOS HERMANOS

www.lectulandia.com - Página 180


PERSONAS

MICIÓN, viejo, hermano de Demea, padre adoptivo de Esquino.


DEMEA, viejo, hermano de Mición, padre de Esquino y de Tesifón.
SANNIÓN, mercader de esclavos.
ESQUINO, joven, hijo de Demea, adoptado por su tío Mición.
SIRO, esclavo de Esquino.
TESIFÓN, joven, hijo de Demea, hermano de Esquino.
SOSTRATA, madre de Pánfila.
CANTARA, nodriza de Pánfila.
GETA, esclavo de Sostrata.
HEGIÓN, viejo, pariente de Pánfila.
DROMÓN, esclavo de Mición.
PARMENÓN, esclavo de Esquino.
PANFILA, hija de Sostrata.

PERSONAS QUE NO HABLAN

CALIDIA, esclava robada por Esquino.


ESTORAX, esclavo de Mición.

www.lectulandia.com - Página 181


PRÓLOGO

Toda vez que el poeta ha visto que gentes malévolas andan royendo sus
escritos, y que sus enemigos procuran desacreditar la comedia que vamos a
representar, él se denunciará a sí mismo. Vosotros juzgaréis si lo que ha
hecho es digno de aplauso o de censura.
Hay una comedia de Dífilo, llamada Synapashnescontes.[49] Tradújola
Plauto y llamóla Commorientes. En la griega se introduce un mancebo que a
un rufián le quita por fuerza una ramera. Plauto dejó sin traducir este lugar,
que nuestro poeta tomó para Los Hermanos, y tradujo palabra por palabra.
Esta comedia nueva es la que vamos a representar. Vedla y juzgad si aquí
hay hurto, o si el poeta ha utilizado una escena que se omitió por descuido.
Cuanto a lo que esos maliciosos dicen, que ilustres personajes le
ayudan[50] y a la continua son sus colaboradores, eso que a ellos les parece
una gran injuria, el poeta lo tiene a mucha honra, pues agrada a aquellos que a
todos vosotros y al pueblo romano supieron agradar, y que, sin arrogancia,
prestaron sus servicios a quienquiera que los hubo menester en la guerra, en la
administración y en los negocios. Por lo demás, no aguardéis el argumento de
la comedia. Parte de él declaran los viejos que van a aparecer en la primera
escena: la acción mostrará lo demás. Procurad que vuestra benevolencia dé
ánimos al autor para componer otras comedias.

www.lectulandia.com - Página 182


ACTO PRIMERO

ESCENA I
MICIÓN

MICIÓN.— (A la puerta de su casa, hablando a un siervo, que está dentro.)


¡Estorax!… ¿No volvió Esquino anoche de la cena? ¿Ni criado ninguno
de los que fueron por él? Realmente que es verdad lo que dicen
comúnmente: que cuando uno está de alguna parte ausente, o se detiene
allá, le vale más que le acaezca lo que de él dice su mujer, o lo que de él
imagina en su pensamiento muy colérica, que no lo que los padres
amorosos. Tu mujer, si te detienes, o piensa que andas en amores, o en
banquetes, y dándote buena vida; y que para ti solo son los goces y ella
pasa los trabajos. Pero yo, por no haber vuelto mi hijo, ¡qué de
cavilaciones! ¡Qué de cosas ahora me dan congoja! Que se me haya
resfriado; que haya caído en alguna sima; que se haya lisiado en su
persona. ¡Bah!, ¿qué hombre habrá en el mundo que tenga en su
corazón cosa más amada que cada uno es de sí mismo? Además, éste no
es hijo mío, sino de mi hermano. El cual, desde su mocedad, es de
condición muy diferente a la mía. Yo seguí esta vida ociosa y tranquila
de la ciudad, y jamás he sido casado: cosa que por ahí se tiene a dicha.
Él, por el contrario, quiso más vivir en el campo, y darse una vida de
escasez y de trabajos. Casóse; naciéronle dos hijos, de los cuales tomé
yo por adoptivo este mayor. Hele criado desde niño; hele tenido y
querido como si fuera mío; él es todas mis delicias; solo él es mi amor.
Procuro con diligencia que él también me quiera; doyle cuanto necesita,
pásole muchas cosas, pues no tengo para qué tratarle en todo con rigor;
finalmente, las cosas que otros hacen a espaldas de sus padres, que son
aquellas que la mocedad trae, consigo, hele vezado a mi hijo a que no
me las encubra. Porque el que se acostumbrare a mentir, o se atreviese a

www.lectulandia.com - Página 183


engañar a su padre, tanto más se atreverá a todos los demás. Yo creo
que es mejor que los hijos cumplan su deber enfrenados por la
vergüenza y benignidad, que con rigor. Esto no le cuadra a mi hermano,
ni le parece bien. Cien veces me ha venido dando voces: «¿Qué haces,
Mición?, ¿por qué nos echas a perder este mozo?, ¿por qué anda en
amores?, ¿por qué en banquetes?, ¿por qué le das tú para todo esto qué
gastar? Llévasle muy pintado de vestidos: eres demasiadamente
simple.» Y él también es demasiadamente riguroso: más de lo que pide
la razón. Y a mi parecer va muy engañado el que piensa que es más
firme y más seguro el señorío que se administra con rigor, que el que
con amor se atrae. Mi parecer es éste, y yo así lo entiendo: que el que
hace su deber, forzado por castigos, mientras teme que se sabrán sus
culpas, guárdase; pero, si confía que se podrán encubrir, a su condición
se vuelve. Pero el que atraéis por amor, hácelo de voluntad, procura
pagaros en lo mismo: en presencia y en ausencia será el mismo. Éste es
el oficio del padre: antes vezar al hijo a que haga su deber de buena
voluntad, que por temor de nadie. Tal es la diferencia entre el padre y el
señor; y el que no la pueda observar, confiese que no sabe criar hijos.—
(Viendo a Demea.) ¿Pero es por dicha éste el mismo de quien trataba?
Realmente que es él. No sé de qué está triste: creo vendrá ya a reñir
conmigo, como suele.— Huélgome, Demea, de verte con salud.

ESCENA II
DEMEA, MICIÓN

DEMEA.—¡Oh, a buen tiempo! En tu misma busca vengo.


MICIÓN.—¿De qué estás triste?
DEMEA.—¿Donde Esquino está de por medio, me preguntas de qué estoy
triste?
MICIÓN.— (Aparte.) ¿No lo decía yo?… (Alto.) ¿Qué ha hecho Esquino?
DEMEA.—¿Qué ha hecho? Que ni tiene vergüenza de nada, ni temor a nadie,
ni hace cuenta que ha de estar sujeto a ley ninguna. Porque, sin hablar
de sus pasadas picardías, ¿qué piensas que ha hecho ahora?
MICIÓN.—¿Qué es ello?
DEMEA.—Ha quebrado puertas, y ha entrado por fuerza en casa ajena, y al
dueño de ella, y a toda su familia los ha maltratado, hasta dejarlos por
muertos: ha quitado por fuerza una mujer de quien él estaba enamorado:

www.lectulandia.com - Página 184


todos a voces dicen haber sido muy mal hecho. ¿Cuántos piensas,
Mición, que me lo han dicho viniendo? No se habla de otro en toda la
ciudad. Y si compararse puede, ¿no ve a su hermano cuán solícito está
en su hacienda, y cómo se está en su granja reglado y moderado, y cómo
no hace nada de esto? Lo que a él le digo, Mición, a ti te lo digo: que tú
le dejas perderse.
MICIÓN.—La cosa más injusta del mundo es un hombre necio: porque nada
tiene por bueno, salvo lo que él hace.
DEMEA.—¿A qué viene eso?
MICIÓN.—A que tú, Demea, no eres en esto buen juez. Créeme que no es
maldad que un mancebillo ande entre mujeres, ni menos en banquetes,
ni que quiebre las puertas. Y si tú y yo no hicimos travesuras
semejantes, fue porque la pobreza no nos dio lugar de hacerlas. ¿Y tú
ahora alábaste de lo que dejaste de hacer por necesidad? Esto es injusto;
porque si tuviéramos con qué, también lo hiciéramos. Y tú, si fueses
cuerdo, a tu hijo le dejarías ahora hacer todo esto, que a su edad es
lícito, y no le darías ocasión de esperar a que estés bajo de tierra, para
hacerlo entonces, cuando ya no le esté bien.
DEMEA.—¡Oh soberano Júpiter! ¡Tú hombre, vas a volverme loco! ¿Qué, no
es maldad que un mozuelo haga estas cosas?
MICIÓN.—¡Ah! Óyete: no me rompas más sobre esto la cabeza. Tú ya me
diste tu hijo por hijo adoptivo: ya él quedó por mío. Si él en algo yerra,
Demea, a mi daño lo yerra, y de ello a mí me tocará la mayor parte.
¿Gasta?, ¿bebe?, ¿lleva perfumes? De mi hacienda lo hace. ¿Tiene
amiga? Yo le daré para ello dinero, mientras pueda, y cuando no, ya le
echarán ellas de casa.[51] ¿Ha quebrado puertas? Se harán otras. ¿Ha
rasgado ropa? La zurciremos. Gracias a los dioses, hay de qué, y hasta
ahora no me da mucha pena. Finalmente, o déjame hacer, o busca
cualquier árbitro; que yo te probaré que en esto mucho más lo yerras tú
que yo.
DEMEA.—¡Ay de mí! Aprende a ser padre, de aquellos que lo saben ser de
veras.
MICIÓN.—Por naturaleza, su verdadero padre lo eres tú; por los consejos,
yo.
DEMEA.—¿Tú le aconsejas en nada?
MICIÓN.—¡Ah, si perseveras… me iré!
DEMEA.—¿Eso harás?
MICIÓN.—¡Pues qué!, ¿tengo de oír tantas veces una misma cosa?

www.lectulandia.com - Página 185


DEMEA.—Es que me da cuidado.
MICIÓN.—Y a mí también me lo da; pero, Demea, tengamos cada uno
cuenta con su justa parte, tú con el uno y yo con el otro. Porque cuidar
tú de ambos, casi, casi es tornarme a pedir el hijo que me diste.
DEMEA.—¡Ah, Mición!
MICIÓN.—A mí así me parece.
DEMEA.—¿Qué es eso? Si así lo quieres, derrame, destruya, piérdase él; que
no me toca nada. ¡Si de hoy más, palabra ninguna…!
MICIÓN.—¿Colérico otra vez, Demea?
DEMEA.—¿Y aun no lo crees? ¿Pidote por ventura el que te di? Siéntolo, no
soy ningún extraño; pero si estorbo, desde luego me aparto. Quieres que
tenga cuenta con el uno, ya la tengo; y doy gracias a los dioses, pues él
es tal, cual yo le quiero. Ese tuyo, él lo sentirá a la postre. Y no digo
más.

ESCENA III
MICIÓN, solo

MICIÓN.—Aunque no hay para tanto, con todo eso no deja de ser algo lo
que dice, ni deja de darme a mí alguna pesadumbre; pero no he querido
mostrarme pesaroso, porque es un hombre que, con aplacarle y resistirle
de veras, y espantarle con todo eso, apenas lo toma con paciencia. Pues
si yo le atizase su cólera y se la acrecentase, perdería realmente el seso
juntamente con él. Aunque no deja Esquino de hacernos en esto algún
agravio. ¿Qué ramera hay con quien él no haya tenido sus amores o a
quien no le haya dado algo? Finalmente (creo que de aburrido ya de
todas) me dijo poco ha que se quería casar. Confiaba yo que ya se le
había pasado el hervor de la mocedad, holgábame, ¡y heos aquí ahora de
nuevo…! Pero yo quiero saber de cierto lo que pasa, y verme con él, si
está en la plaza.

www.lectulandia.com - Página 186


ACTO SEGUNDO

ESCENA I
SANNIÓN, ESQUINO, PARMENÓN, CALIDIA. (Los dos últimos personajes no
hablan.)

SANNIÓN.— (Corriendo tras Esquino y Parmenón, que se llevan a Calidia.)


¡Suplicóos, vecinos, que favorezcáis a este infeliz, que no hace mal a
nadie! ¡Socorred a este pobre!
ESQUINO.— (A Calidia.) Párate ahí; que ahí bien segura estás. ¿Qué miras?
Nada temas; que éste en mi presencia no te tocará.
SANNIÓN.—¡Yo a esa moza… a pesar de cuantos son…!
ESQUINO.—Aunque es bellaco, no dará hoy ocasión para que le hayan de
sentar la mano otra vez.
SANNIÓN.—Esquino, óyeme; porque no digas después que tú no sabías mis
costumbres. Hágote saber que yo soy mercader de esclavos.
ESQUINO.—Ya lo sé.
SANNIÓN.—Pero de tan buena fe, como otro haya habido donde quiera. No
estimaré ni en esto (Tócase con el pulgar la uña del índice.) que tú
después te me vengas con disculpas, diciendo que te pesa de que se me
haya agraviado. Créemelo: yo pediré mi justicia, y nunca tú me
satisfarás con palabras el daño que me has hecho por la obra. Que yo ya
conozco todas vuestras excusas: «No quisiera que tal hubiera sucedido;
yo juraré que tú no merecías este agravio», después de haberme hecho
tan malos tratamientos.
ESQUINO.— (A Parmenón.) Ve delante, presto, y abre aquellas puertas.
(Indicando la casa de su padre Mición.)
SANNIÓN.—Como si callaras.[52]
ESQUINO.— (A Calidia.) Acaba ya de entrar.
SANNIÓN.—Digo que no lo consentiré.

www.lectulandia.com - Página 187


ESQUINO.—Llégate allá, Parmenón; mucho te has alejado; ponte aquí junto
a éste. ¡Así, así! Mira que no quites tus ojos de los míos, para que sin
tardanza, en cuanto yo te hiciere señas, le sientes el puño en la quijada.
SANNIÓN.—Eso quisiera yo ver. (Parmenón le da una puñada.)
ESQUINO.—¡Ea! guarda; suelta la moza.
SANNIÓN.—¡Oh maldad!
ESQUINO.—Cata que no secunde. (Parmenón le sacude otra puñada.)
SANNIÓN.—¡Ay, cuitado de mí!
ESQUINO.— (A Parmenón.) No te había hecho señas; pero en fin, más vale
que lo yerres por ahí. Éntrate ya. (Parmenón entra en casa con la
esclava.)
SANNIÓN.—¿Qué es esto? ¿Eres tú por dicha, Esquino, el rey de esta
ciudad?
ESQUINO.—Si lo fuera, llevaras el premio que merecen tus virtudes.
SANNIÓN.—¿Qué tienes tú conmigo?
ESQUINO.—Nada.
SANNIÓN.—Dime: ¿sabes quién soy yo?
ESQUINO.—¡Ni falta…!
SANNIÓN.—¿Hete tocado yo en lo tuyo?
ESQUINO.—¡Pobre de ti, sí tal hicieras!
SANNIÓN.—¿Con qué derecho me quitas tú una moza, que a mí me costó mi
dinero? Responde.
ESQUINO.—Mira, Sannión, que no te me vengas con escándalos delante de
la puerta; porque si perseveras en ser pesado, haré que te arrebaten allá
dentro y que te den una de azotes, hasta reventarte.
SANNIÓN.—¿Azotes a un hombre libre?
ESQUINO.—Como lo oyes.
SANNIÓN.—¡Oh desalmado! ¿Y aquí es donde dicen que la libertad es igual
para todos?
ESQUINO.—Si estás ya harto de hacer del borracho, rufián, óyete ya si
quieres.
SANNIÓN.—¿Yo he hecho del borracho, o tú más de veras contra mí?
ESQUINO.—Déjate de eso, y vamos al caso.
SANNIÓN.—¿Al caso?, ¿a qué caso tengo de volver?
ESQUINO.—¿Quieres ya que te diga una cosa que te cumple?
SANNIÓN.—Sí, con tal que ella sea justa.
ESQUINO.—¡Bah!… ¡el rufián no quiere que yo le hable fuera de razón!

www.lectulandia.com - Página 188


SANNIÓN.—Rufián soy, no lo niego; perdición de todos los mancebos, cifra
del perjurio y peste de la ciudad; pero, con todo esto, a ti hasta ahora
ningún agravio te he hecho.
ESQUINO.—¡Pues no faltaba más!
SANNIÓN.—Torna, por favor, Esquino, a lo que comenzabas a decir.
ESQUINO.—A ti te costó la moza veinte minas; ¡que mal provecho te haga!
Eso mismo se te dará por ella.
SANNIÓN.—¿Y si yo no la quiero vender?, ¿me obligarás…?
ESQUINO.—No, por cierto.
SANNIÓN.—(Con ironía.) Temí que sí.
ESQUINO.—Ni me parece que es bien que se venda la que es libre, porque
yo, como a mujer libre, la defenderé en el litigio.[53] Ahora mira cuál
quieres más: si recibir en paz tu dinero o pleitear. Resuélvelo mientras
vuelvo, rufián.

ESCENA II
SANNIÓN, solo

SANNIÓN.—¡Oh soberano Júpiter! No me maravillo de los que pierden el


seso por agravios que les hacen. Hame sacado de mi casa, hame
sacudido, a mi pesar se me ha llevado mi moza, y en pago de todas estas
malas obras, me pide que se la dé por lo que me costó. ¡Cuitado de mí,
que me ha dado más de quinientos bofetones! Pero en fin, pues lo ha
sudado bien, hágase lo que él quiere: su derecho pide. Ya yo deseo
dársela, si me vuelve mi dinero. Pero yo adivino lo que será: así que le
diga que se la doy en tanto, él en seguida hará sus testigos de cómo se la
he vendido. Y lo del dinero… un sueño. Luego dirá: «Vuelve mañana».
Y aun esto lo podría, sufrir, con tal que me lo diese. ¡Aunque es
injusto…! Pero yo pienso lo que es, que pues uno ha tomado este
comercio, ha de aguantar y callar el agravio que le hacen los mancebos.
Pero nadie me dará nada; por demás estoy yo echando entre mí estas
cuentas.

ESCENA III
SIRO, SANNIÓN

www.lectulandia.com - Página 189


SIRO.— (Saliendo de casa y hablando desde la puerta a Esquino.) Calla,
que yo me veré ahora con él (Alude a Sannión.) y haré que lo tome de
buena gana, y aun que diga que los dioses le han hecho merced.—¿Qué
es esto, amigo Sannión, que me dicen que has tenido no sé qué brega
con mi amo?
SANNIÓN.—En mi vida la vi más desigual que la que hoy ha habido entre
nosotros. Yo a recibir y él a sacudir, hasta que los dos nos cansamos.
SIRO.—Por tu culpa.
SANNIÓN.—¿Qué había de hacer yo?
SIRO.—Debiste complacer al mancebo.
SANNIÓN.—¿Qué más pude, pues hasta la cara le entregué?
SIRO.—¡Ea!, ¿sabes lo que te digo? que el no hacer caso del dinero en su
tiempo y lugar, es algunas veces más ganancia.
SANNIÓN.— (Con ironía.) ¡Ya!
SIRO.—¿Temiste tú, necio de toda necedad, que si cedías ahora un poquillo
de tu derecho, y complacías al mancebo, no te cobraras con usura?
SANNIÓN.—Yo no compro esperanza a trueque de dinero.
SIRO.—En tu vida ganarás hacienda. ¡Taday, Sannión, que no sabes cebar la
gente!
SANNIÓN.—Bien creo yo que debe de ser eso lo mejor; pero yo nunca fui en
mi vida tan sagaz, que no quisiese más un «toma», que dos «te daré».
SIRO.—¡Ea! que ya yo sé tu condición ahidalgada, y que no harás caso de
veinte minas, por darle gusto a éste. Además, dicen que estás de partida
para Chipre.
SANNIÓN.— (Sobresaltado.) ¿Eh?
SIRO.—Y que tienes muchas cosas compradas para llevar de aquí a allá. Y
nave fletada: todo esto sé. Y ahora estás como colgado del pensamiento.
Pero yo confío que, cuando vuelvas, arreglarás este negocio.
SANNIÓN.—¡Yo a ninguna parte voy! (Aparte.) ¡Pobre de mí! ¡Con esta
esperanza lo han ellos emprendido!
SIRO.— (Aparte.) Temor tiene: pena le he dado al hombre.
SANNIÓN.—¡Ah, pícaros! ¡Mira cómo me han cogido por las mismas
coyunturas! Tengo preparado un cargamento de mujeres y otras muchas
mercancías que llevo de aquí a Chipre. Si no voy allá a la feria, recibo
muy gran daño. Y si ahora dejo esto, cosa perdida. Cuando de allá
vuelva, todo será viento; ya el negocio se habrá enfriado. «¿Ahora te
acuerdas? ¿Por qué lo has dilatado? ¿Dónde has estado?» De manera

www.lectulandia.com - Página 190


que me vale más perderlo que o detenerme ahora tanto tiempo, o pedirlo
entonces.
SIRO.—¿Has echado bien la cuenta de lo que entiendes que ha de volver a tu
poder?
SANNIÓN.—¿Es ésta acción de un hombre como Esquino? ¿Esto ha de hacer
él?, ¿quitarme la moza por fuerza?
SIRO.— (Aparte.) Ya cae. (Alto.) Sólo tengo que decirte una cosa, Sannión:
mira si te conviene. Antes de ponerte en peligro de cobrarlo o perderlo
todo, pártelo por la mitad. Diez minas él las abarrerá de acá o de allá.
SANNIÓN.—¡Oh cuitado de mí! ¿Y aun mi dinero propio corre riesgo? No
tiene vergüenza: ¿después de haberme crujido todos mis dientes, y
además de haberme hecho toda la cabeza a golpes una levadura, y que
sobre esto me defraude? No voy a ninguna parte.
SIRO.—Como gustes. ¿Mandas algo, antes que me vaya?
SANNIÓN.—Antes, Siro, lo que te suplico es que, como quiera que el caso
haya sucedido, por no ponerme a pleitear, se me vuelva mi dinero.
¡Siquiera lo que me cosió, Siro! Bien veo yo que hasta ahora tú no te
has servido de mi amistad; pero tú dirás que soy hombre de memoria y
agradecimiento.
SIRO.—Yo lo haré con diligencia.— Pero a Tesifón veo: alegre viene por la
amiga.
SANNIÓN.—¿Y lo que te suplico?
SIRO.—Aguarda un poco.

ESCENA IV
TESIFÓN, SIRO

TESIFÓN.— (Sin ver a Siro.) De quienquiera se huelga el hombre de recibir


un beneficio, cuando lo ha menester; pero lo más gustoso realmente es,
cuando lo hace el que es justo que lo haga. ¡Oh hermano, hermano mío!
¿Cómo alabarte yo ahora? Porque de cierto sé que nunca yo diré cosa
tan ilustre que no le haga mucha ventaja tu virtud. Y así entiendo que en
esto aventajo a todos los demás: en que no hay quien tenga un hermano
tan principal en todas las más excelentes virtudes, como el mío.
SIRO.— (Llamándole.) ¡Tesifón!
TESIFÓN.—¡Ah, Siro! ¿Dónde está Esquino?
SIRO.—Ahí le tienes, esperándote en casa.

www.lectulandia.com - Página 191


TESIFÓN.— (Muy alegre.) ¡Oh!
SIRO.—¿Qué es eso?
TESIFÓN.—¡Qué ha de ser! ¡Que le debo la vida, Siro! ¡Bendito mancebo!
Todo lo ha pospuesto en mi provecho: las injurias, la fama, mis amores
y mi yerro, todo lo ha cargado sobre sí. No podía hacer más.—Pero,
¿qué es esto? La puerta ha sonado.
SIRO.—Espera, espera; él es quien sale.

ESCENA V
ESQUINO, SANNIÓN, TESIFÓN, SIRO

ESQUINO.—¿Dó está aquel robaiglesias?


SANNIÓN.— (Aparte.) Por mí pregunta. ¿Traerá algo? ¡Perdido soy!…
¡Nada veo!…
ESQUINO.— (A Tesifón.) ¡Hola!… A propósito: te buscaba. ¿Qué es eso,
Tesifón? Todo está ya en salvo; echa ya de ti esa tristeza.
TESIFÓN.—Sí; realmente la echo, de veras, pues tengo un hermano como tú.
¡Oh Esquino mío! ¡Oh hermano mío! ¡Ah! empacho tengo de alabarte
más en tu presencia, porque no pienses que lo hago más por manera de
lisonja que de agradecimiento.
ESQUINO.—¡Quítate allá, simple! ¡Como si ahora por primera vez nos
conociésemos, Tesifón! Lo que me duele es haberlo yo sabido tan tarde,
y casi haber venido a punto que, aunque todo el mundo quisiera, no te
pudiera remediar.
TESIFÓN.—Dábame vergüenza.
ESQUINO.—¡Ah! no es ésa vergüenza, sino necedad. ¡Por una cosa de tan
poco momento, casi ausentarse de la patria! Vergüenza es decirlo. Yo
suplico a los dioses que nunca tal permitan.
T ESIFÓN.—Errélo.
ESQUINO.— (A Siro.) ¿Y, pues, qué dice el amigo Sannión?
SIRO.—Ya está más manso.
ESQUINO.—Yo me iré a la plaza, a darle a éste (Señalando a Sannión.) su
dinero. Tú, Tesifón, recógete allá dentro con ella.
SANNIÓN.—Siro, dale prisa.
SIRO.— (A Esquino, en tono irónico.) Vamos, porque éste está de partida
para Chipre.
SANNIÓN.—No tanta tampoco; que aquí estoy despacio cuanto quieras.

www.lectulandia.com - Página 192


SIRO.—Se te pagará, no temas.
SANNIÓN.—Pero que me lo pague todo.
SIRO.—Todo te lo pagará; calla ahora, y sígueme por aquí.
SANNIÓN.—Ya te sigo. (Esquino, Sannión y Siro echan a andar en
dirección a la plaza.)
TESIFÓN.—¡Hola, hola, Siro!
SIRO.—¿Eh?, ¿qué quieres?
TESIFÓN.—Por tu vida, que despachéis cuanto antes a ese pícaro, porque si
más se alborota, vendrá esto por alguna vía a oídos de mi padre, y yo
quedaré entonces perdido para siempre.
SIRO.—No sucederá tal: ten buen ánimo. Tú, entretanto, huélgate allá dentro
con ella, y manda que se nos aparejen las mesas y que esté a punto todo
lo demás. Yo, en concluyendo el negocio, me volveré a casa con la
vianda.
TESIFÓN.—Así te lo ruego, y pues todo nos ha salido bien, pasemos este día
en contento y regocijo.

www.lectulandia.com - Página 193


ACTO TERCERO

ESCENA I
SOSTRATA, CANTARA

SOSTRATA.—Dime por tu vida, ama mía, ¿en qué parará esto?


CANTARA.—¿En qué parará? A fe, que confío que tendremos buen suceso.
SOSTRATA.—¡Ay, amiga mía, que ahora la comienzan a tomar los primeros
dolores!
CANTARA.—¿Ya estás con miedo, como si nunca te hubieses hallado en
partos o nunca tú hubieses parido?
SOSTRATA.—¡Desdichada de mí, que no tengo a nadie! Estamos solas; Geta
no está aquí, ni tengo a quien enviar por la partera, ni quien me vaya a
llamar a Esquino.
CANTARA.—En buena fe que él estará luego aquí, porque jamás se pasa día
ninguno sin que venga.
SOSTRATA.—Él solo es el remedio de mis trabajos.
CANTARA.—La cosa no pudo, señora, suceder mejor de lo que sucedió: ya
que hubo deshonra, que tocase precisamente a un hombre como aquél,
tan principal, de tan buena casta y condición, señor de una casa tan rica.
SOSTRATA.—Ello es en verdad como tú lo dices. A los dioses suplico que
nos le tengan de su mano.

ESCENA II
GETA, SOSTRATA, CANTARA

GETA.— (Sin ver a las mujeres.) Éste es ahora un caso que aunque todo el
mundo se ponga a buscar remedio al mal, no podrá hallarle. El cual mal

www.lectulandia.com - Página 194


es para mí y para mi ama y para la hija de mi ama. ¡Oh, cuitado de mí!
¡Qué de cosas nos tienen a la vez cercados, sin que podamos escapar: la
fuerza, la necesidad, la injusticia, el desamparo, la afrenta! ¿Ésta es
vida? ¡Oh maldades! ¡Oh malas castas! ¡Oh hombre desleal…!
SOSTRATA.—¡Cuitada de mí! ¿Qué es esto, que veo venir a Geta tan
alterado y tan de prisa?
GETA.— (Continuando.) Al cual ni la fe, ni el juramento, ni la piedad
detuvo ni dobló; ni aun el ver cuán cerca estaba el parto de la infeliz a
quien él tan sin razón había deshonrado.
SOSTRATA.— (A Cantara.) No oigo bien lo que dice.
CANTARA.—Por tu vida, Sostrata, que nos lleguemos más cerca.
GETA.—¡Ah, pobre de mí, que casi estoy fuera de juicio, según la cólera me
abrasa! No quisiera yo más, sino toparme con toda aquella casa, para
descargar sobre ellos toda esta rabia, ahora que está fresca. Que por bien
satisfecho me tendría, si solamente me viese yo vengado de ellos.
Primeramente, le sacaría el alma al viejo, porque engendró un tan gran
bellaco. Después, a Siro el promovedor, ¡oh, de cuán diferentes maneras
le despedazaría! Yo le arrebataría por medio patas arriba y daría con su
cabeza contra el suelo, para que fuese sembrando los sesos por la calle.
Al mozo le sacaría los ojos, y después daría con él en un despeñadero. A
todos los demás los derribaría, perseguiría, arrebataría, sacudiría, dejaría
hechos una parva. Pero ¿por qué no voy de presto a dar parte a mi ama
de esta mala nueva?
SOSTRATA.— (A Cantara.) Llamémosle. (Alto.) ¡Geta!
GETA.— (Sin ver a Sostrata.) ¡Bah!… Quienquiera que sea, déjame.
SOSTRATA.—Soy yo; Sostrata.
GETA.— (Mirando alrededor.) ¿Qué es de ella? A ti misma te busco, a ti
quiero; ¡oh, cuán a buen tiempo te has encontrado conmigo, señora mía!
SOSTRATA.—¿Qué es esto?, ¿de qué tiemblas?
GETA.—¡Ay de mí!
SOSTRATA.—¿De qué te alteras, amigo Geta? Toma aliento.
GETA.—¡Del todo…!
SOSTRATA.—¿Cómo del todo?, ¿qué es ello?
GETA.—¡Perdidos somos! ¡Acabóse!
SOSTRATA.—¡Habla; dime, por tu vida, lo que es!
GETA.—¡Ya…!
SOSTRATA.—¿Qué ya, Geta?
GETA.—… Esquino…

www.lectulandia.com - Página 195


SOSTRATA.—¿Qué dices de Esquino?
GETA.—… ¡ha perdido el amor a nuestra casa!
SOSTRATA.—¡Ay, desventurada de mí! ¿Por qué?
GETA.—Ha comenzado a enamorarse de otra.
SOSTRATA.—¡Ay, desdichada de mí!
GETA.—Y no lo hace muy de secreto; que él mismo se la ha quitado a un
rufián, por fuerza, públicamente.
SOSTRATA.—¿Estás seguro?
GETA.—Seguro: yo mismo, Sostrata, lo vi por estos ojos.
SOSTRATA.—¡Ah, desventurada de mí! ¿Qué hay ya que creer?, ¿de quién
fiarás? ¿Es posible que nuestro Esquino, el que era la vida de todas
nosotras; de quien colgaban toda nuestra esperanza y salvación; el que
hacía juramento que sin ella no podría vivir ni un solo día; el que decía
que había de poner el niño en el regazo de su padre y pedirle de merced
que le diese licencia para casar con ella…?
GETA.—Señora, deja aparte ahora lágrimas, y mira lo que conviene hacer
para en lo de adelante: si es bien que lo disimulemos, o que demos a
alguno parte de ello.
CANTARA.—¡Ay, amigo!, ¿y estás en tu seso? ¿Una cosa como ésta te
parece a ti que se debe descubrir a nadie?
GETA.—A mí, cierto que no me lo parece; porque, cuanto a lo primero, por
la obra se ve que él ya no nos tiene buena voluntad. Pues si ahora
descubrimos esto, yo sé bien que él negará. Tu honra y la vida de tu hija
andará en lenguas. Además de esto, aunque él lo confiese, pues está
aficionado a otra, no es cosa que conviene darle ésta por mujer, y, por
tanto, en todas maneras es menester que se calle.
SOSTRATA.—¡Ah!, ¡nunca!, ¡no haré tal!
GETA.—¿Qué intentas, pues?
SOSTRATA.—Divulgarlo.
GETA.—¡Oh, señora mía, mira muy bien lo que haces!
SOSTRATA.—Ya no puede ser más negro el cuervo que las alas. Cuanto a lo
primero, ella no tiene dote; además de esto, lo que había de ser su
segunda dote, ya lo ha perdido: ya no puede casarse por doncella. Éste
es el postrer remedio que nos queda, que si negare, aquí tengo conmigo
por testigo la sortija que nos dejó. Finalmente, pues mi conciencia está
segura de que en esto no tengo culpa ninguna, y que no hubo de por
medio dinero ni otra dádiva que a mí ni a ella nos sea afrentosa, Geta,
helo de probar.

www.lectulandia.com - Página 196


GETA.—Corriente. Hágase lo que tú dices, puesto que ello sea lo mejor.[54]
SOSTRATA.—Tú, con toda la diligencia posible, ve, y a Hegión, el lío de mi
hija, dale cuenta de todo lo que pasa, porque éste fue muy grande amigo
de nuestro Simulo, y siempre nos ha querido mucho.
GETA.—Y en verdad que no hay otro que mire por nosotros.
SOSTRATA.—Ve tú, Cantara mía, ve corriendo a llamar a la partera, para
que, cuando sea necesaria, no nos haga esperar.

ESCENA III
DEMEA; después SIRO

DEMEA.—¡Perdido soy; que he entendido que mi hijo Tesifón se ha hallado


con Esquino en el rapto de la moza! ¡Cuitado de mí! ¡No me faltaría ya
más desventura sino que, a éste que tiene algunas virtudes, pudiese el
otro inducírmele a maldades! ¿Dónde le iría yo a buscar? Yo creo que
me le habrá llevado a casa de alguna mala mujer: no hay duda que le
habrá persuadido aquel pícaro. Pero allá veo ir a Siro. Éste me dirá
dónde está. Pero éste es del rebaño; si comprende que ando en busca de
mi hijo, no me lo dirá el verdugo. No le daré a entender que quiero esto.
SIRO.— (Sin ver a Demea.) Todo el caso le habemos contado ahora al viejo
(Alude a Mición), como había pasado. No vi en mi vida cosa más
regocijada.
DEMEA.— (Aparte.) ¡Oh, Júpiter, qué necedad de hombre!
SIRO.—Alabó a su hijo, y a mí, porque le había aconsejado, me dio las
gracias.
DEMEA.— (Aparte.) Reviento de enojo.
SIRO.—Luego nos dio el dinero necesario y además media mina para gastar.
Y a fe que ya la he empleado a mi gusto.
DEMEA.— (A los espectadores.) Vedle. A tal como éste debéis
encomendarle lo que quisiereis que se negocie bien.
SIRO.—¡Oh, Demea, no te había visto! ¿Qué se hace?
DEMEA.—¿Qué se hace, me preguntas? No sé qué me diga de vuestra
manera de vivir.
SIRO.—Realmente que es tonta, lo digo de veras, y ajena de razón. (Vuelto
de espaldas a Demea y dirigiéndose a los criados de la casa.) Dromón,
limpia bien todos los demás pescados, y a ese congrio mayor déjale
nadar un poco en el agua: cuando yo vuelva se abrirá, antes no.

www.lectulandia.com - Página 197


DEMEA.—¡Unas maldades como éstas se han de hacer!
SIRO.—A mí, realmente, no me gustan, y mil veces grito contra ellas. —
¡Hola, Estefanión! haz que se remojen bien esos peces salados.
DEMEA.—¡Válgame la fe de los dioses! ¿Y tiénelo por ventura por deporte,
o piensa que le será gran honra echar a perder a su hijo? ¡Oh, triste de
mí! Ya me parece que estoy viendo el día en que, de pura necesidad, se
ha de ir a alguna parte a servir al rey.
SIRO.—¡Oh Demea! Eso es, a la fe, ser los hombres cuerdos: no solamente
echar de ver lo que está delante de los pies, sino también las cosas por
venir.
DEMEA.—¡Y qué!, ¿está ya en vuestra casa esa tañedora?
SIRO.—Allá está.
DEMEA.—Dime, ¿y hala de tener en casa?
SIRO.—Creo que sí, según es su locura.
DEMEA.—¿Y eso hará?
SIRO.—¡Qué tonta mansedumbre de padre, y qué benignidad tan mala!
DEMEA.—Cierto que me da vergüenza y pena de mi hermano.
SIRO.—Mucha diferencia hay, Demea, de ti a él (y no lo digo porque estás
delante); pero muy mucha. Tú de pies a cabeza no eres nada sino la
misma sabiduría; él un zote. ¿Dejarías tú al tuyo (Alude a Tesifón) hacer
cosas como éstas?
DEMEA.—¡Si le dejaría…! ¿Seis meses antes que él intentase alguna
picardía, no lo olería yo?
SIRO.—¿A mí me cuentas tú lo que es tu diligencia?
DEMEA.—Yo suplico a los dioses me le conserven cual él ahora es.
SIRO.—Según que cada uno quiere que sea su hijo, así lo es.
DEMEA.—¿Y qué…?, ¿hasle visto hoy?
SIRO.—¿A tu hijo? (Aparte.) Echaréle a éste a la granja. (Alto.) Rato ha,
creo yo, que él debe entender en algo en la granja.
DEMEA.—¿Sabes de cierto que está allá?
SIRO.—¡Oh, como que yo mismo le acompañé!
DEMEA.—Muy bien: recelo tuve no se me arrimase por aquí.
SIRO.—Y aun muy airado.
DEMEA.—¿Por qué?
SIRO.—Húbolas malamente con su hermano en la plaza por esta tañedora.
DEMEA.—¿Díceslo de veras?
SIRO.—¡Oh! no se mordió la lengua. Porque casualmente estando contando
el dinero, he aquí donde viene tu hombre de improviso, y comienza a

www.lectulandia.com - Página 198


gritar: «¡Oh Esquino! ¿Y tú has de cometer unas infamias como éstas?
¿Tú has de hacer cosas tan ajenas de nuestro linaje?»
DEMEA.—¡Ah, de puro placer lloro!
SIRO.—«No destruyes tú este dinero, sino tu propia vida.»
DEMEA.—Los dioses me le guarden: yo confío que se ha de parecer a sus
mayores.
SIRO.— (En tono ponderativo.) ¡Oh!
DEMEA.—¡Siro, de tales consejos está él embutido!
SIRO.—¡Bah! ¡Tal maestro se tiene él en casa de quien aprender!
DEMEA.—Yo lo procuro sin descanso: no le paso cosa ninguna, amonéstole,
y, finalmente, yo le mando que se mire en las vidas de todos como en un
espejo, y que de ellos tome ejemplo para sí. «Harás esto, le digo.»
SIRO.—Muy bien.
DEMEA.—«Te guardarás de aquello.»
SIRO.—Astutamente.
DEMEA.—«Eso se tiene por honra.»
SIRO.—Ésa es la cosa.
DEMEA.—«Estotro por afrenta.»
SIRO.—Bien, bien.
DEMEA.—Además…
SIRO.—De veras que no tengo ahora lugar para escucharte. Porque he
comprado unos peces a pedir de boca y he de mirar no se me pudran.
Porque esto, Demea, tan gran falta es en nosotros, como en vosotros el
no hacer lo que ahora decías. Y en cuanto puedo, de la misma manera
les doy lecciones a los mozos de cocina: «Esto está salado; estotro,
quemado; lo otro, mal lavado; aquello bien; acuérdate para otra vez.»
Enséñoles lo que puedo conforme a mi poquillo saber. Finalmente,
Demea, yo les mando que se miren en los platos, como en un espejo, y
les advierto lo que se ha de hacer. Bien entiendo yo que es necedad todo
esto que aquí hacemos; pero ¡qué remedio!… Según que cada uno es,
así le habemos de llevar la condición. ¿Mandas otra cosa?
DEMEA.—Que los dioses os den mejor seso.
SIRO.—¿Tú te vas desde aquí a la granja?
DEM EA.—Derecho.
SIRO.—Porque… tampoco… ¿qué has de hacer tú aquí donde, si das un
buen consejo, nadie te obedece?
DEMEA.—Cierto que de aquí me voy, pues aquel por quien yo había venido
acá, fuese al campo. Con sólo aquél tengo cuenta: aquél me toca a mí.

www.lectulandia.com - Página 199


Pues mi hermano así lo quiere, de este otro él cuidará. ¿Pero quién es
aquel que veo allá lejos? ¿Es, por dicha, Hegión, el de nuestra tribu? Si
la vista no me engaña, realmente que es él. ¡Oh, qué hombre tan mi
amigo desde que éramos niños! ¡Soberanos dioses, y cuán gran falta
tenemos ya de ciudadanos tales como éste! Hombre de antigua virtud y
crédito. Cierto que éste poco mal procure a la ciudad. ¡Cómo me huelgo
de ver que aun hay reliquias de aquella buena raza! ¡Oh! aun da gusto
vivir. Aguardaréle, por saludarle y hablarle.

ESCENA IV
HEGIÓN, GETA, DEMEA, PANFILA

HEGIÓN.— (Sin ver a Demea, hasta que lo indica el diálogo.) ¡Oh


soberanos dioses! ¡Qué infamia, Geta! ¿Qué me dices?
GETA.—Pasa como te he dicho.
HEGIÓN.—¿De una casa tan principal haber nacido un hecho tan villano?
¡Oh, Esquino, cierto que en esto no te pareces a tu padre!
DEMEA.— (Aparte.) Debe haber oído algo de lo de la tañedora, y con ser
extraño le duele, y a este otro, (Alude a Mición.) con ser su padre, no le
da ninguna pena. ¡Oh, triste de mí! ¡Y no estuviera él aquí cerca para
que oyera esto!
HEGIÓN.— (A Geta.) Si no hacen lo que es de razón, no se saldrán así con
ello.
GETA.—Toda nuestra esperanza, Hegión, cuelga de ti: no tenemos otro
amparo. Tú eres nuestro valedor, tú nuestro padre: aquél nuestro viejo a
ti nos dejó encomendados al tiempo de morir. Si tú nos abandonas,
perdidos somos.
HEGIÓN.—No digas tal; que ni lo haré, ni entiendo que podría hacerlo
píamente.
DEMEA.— (Aparte.) Hablarle quiero.—Guárdente los dioses, Hegión.
HEGIÓN.—¡Oh! en tu misma busca venía. Seas bien hallado, Demea.
DEMEA.—¿Sobre qué…?
HEGIÓN.—Tu hijo mayor, Esquino, el que a tu hermano diste por adoptivo,
ha hecho una cosa que no es, en verdad, de hombre de bien ni de
hidalgo.
DEMEA.—¿Qué es ello?

www.lectulandia.com - Página 200


HEGIÓN.—¿Acuérdaste de Simulo, aquel amigo nuestro, de nuestra misma
edad?
DEMEA.—¿Cómo no?
HEGIÓN.—Esquino ha desflorado a una hija de éste.
DEMEA.—¡Oh!
HEGIÓN.—Espera, Demea, que aun no has oído lo peor del caso.
DEMEA.—¿Y aun hay algo peor?
HEGIÓN.—Sí, peor; porque esto, en cierto modo, se pudiera sufrir; indújole
la noche, el amor, el vino, los pocos años… ¡cosas de hombres! Mas
cuando vio lo que había hecho, él, de su propia voluntad, vino a la
madre de la doncella llorando, rogando, suplicando, y dando su palabra
y jurando que se casaría con ella. Perdonósele, callóse, diósele crédito.
La doncella de aquella fuerza quedó encinta; ya ha entrado a los diez
meses, y el muy hombre de bien (los dioses me perdonen), hásenos
habido una tañedora, para pasar la vida con ella y dejar a esta otra
burlada.
DEMEA.—¿Y eso que me dices es cierto?
HEGIÓN.—Ahí está la madre de la doncella, y la doncella misma, y el caso
mismo y, en fin, este Geta, que, para conforme el ser de los esclavos, es
buen siervo y diligente. Él las mantiene, él solo sustenta toda la casa.
Cógele y aprisiónale y haz información del caso.
GETA.—Y ábreme en canal, Demea, si ello no fue así. Finalmente, él no lo
negará; hazle venir a mi presencia.
DEMEA.— (Aparte.) Corrido estoy. Ni sé qué me haga, ni qué respuesta le
dé a éste. (Indicando a Hegión.)
PANFILA.— (Dentro.) ¡Desdichada de mí! ¡Que me parten por medio estos
dolores! ¡Juno Lucina, dame favor! ¡Sálvame, yo te lo ruego!
HEGIÓN.— ¡Oh!… Dime, ¿está ya aquélla de parto?
GETA.—Sí, en verdad, Hegión.
HEGIÓN.—Mira, Demea: aquélla ahora implora vuestra fidelidad; aquello a
que la ley os obliga, otorgádselo de voluntad. Yo. pues, primeramente
suplico a los dioses que esto se haga como a vosotros cumple. Pero si
otra intención tenéis, yo, Demea, no puedo dejar de defender con todas
mis fuerzas esta moza y la honra de aquel muerto. Él era mi deudo:
desde niños nos criamos juntos; en la guerra y en la paz siempre
estuvimos juntos; juntamente padecimos gran pobreza. Por tanto, yo he
de estribar, hacer y probar y, en fin, antes dejar la vida, que
desampararlas. ¿Qué me respondes?

www.lectulandia.com - Página 201


DEMEA.—Hegión, yo me veré con mi hermano: el parecer que él en esto me
diere, aquel seguiré.
HEGIÓN.—Pues mira, Demea, que lo consideres de esta manera: que cuanto
más fácilmente vosotros hacéis las cosas, y cuanto más poderosos, ricos,
prósperos, ilustres sois, tanto más obligación tenéis de hacer de voluntad
lo de razón, si queréis ser tenidos por buenos.
DEMEA.—Vuélvete; que se hará todo lo que fuere de razón.
HEGIÓN.—Esa obligación te queda. Geta, guíame allá dentro a casa de
Sostrata. (Vanse Hegión y Geta.)
DEMEA.— (Solo.) ¡No pasan estas cosas sin haberlas anunciado yo! ¡Plega a
los dioses que en esto pare! Pero aquella manera de vivir tan a rienda
suelta ha de venir a dar realmente en algún grave mal. Voy a buscar a
mi hermano, para descargar sobre él esta cólera.

ESCENA V
HEGIÓN

HEGIÓN.— (A la puerta de la casa de Sostrata.) Procura, Sostrata, tener


buen corazón y dar ánimo a esa moza cuanto puedas. Yo me veré con
Mición, si acaso está en la plaza, y le contaré por extenso el negocio
como pasa, para que si determina hacer en esto lo que debe, lo haga; y si
otro parecer tiene, me lo diga, con que yo sepa luego lo que en ello he
de hacer.

www.lectulandia.com - Página 202


ACTO CUARTO

ESCENA I
TESIFÓN, SIRO

TESIFÓN.—¿Dices tú que mi padre ha ido al campo?


SIRO.—Rato ha.
TESIFÓN.—¿De veras?
SIRO.—Dígote que está en la granja. Yo entiendo que él ahora debe de estar
muy ocupado en alguna labor.
TESIFÓN.—¡Ojalá! ¡Sí! Porque como ello fuese sin peligro de su vida, yo
querría que de tal modo se cansase, que en estos tres días no pudiera en
ninguna manera levantarse de la cama.
SIRO.—¡Así sea, y aun mejor que eso, si cabe!
TESIFÓN.—Siquiera porque realmente deseo en extremo pasar todo este día
en alegría, como ya he comenzado. Y aquella granja, no por otra razón
la aborrezco tanto, como porque está tan cerca. Porque si estuviera lejos,
antes le tomara allá la noche, que pudiese volver acá otra vez. Pero
ahora, en cuanto no me vea allí, yo sé bien que él acudirá acá al punto.
Me preguntará que dónde he estado que no le he visto hoy en todo el
día. ¿Qué le diré?
SIRO.—¿No se te ocurre nada?
TESIFÓN.—Nada, nada.
SIRO.—Tanto peor. ¿Algún cliente, amigo o huésped no tenéis?
TESIFÓN.—Sí; ¿y qué…?
SIRO.—Di que has tenido que despachar algunos negocios por ellos.
TESIFÓN.—¿No habiéndolo hecho? No es posible.
SIRO.—Lo es.
TESIFÓN.—Eso será excusa para el día; pero si me quedo aquí esta noche.
Siro, ¿cuál le daré?

www.lectulandia.com - Página 203


SIRO.—¡Oh, cómo quisiera que estuviese en uso también el negociar de
noche por los amigos! Tú sosiega tu corazón, que yo le entiendo muy
bien el genio; cuando más quemado está, te le torno tan manso como
una oveja.
TESIFÓN.—¿De qué manera?
SIRO.—Gusta mucho de oír decir de ti alabanzas; yo te hago delante de él
un dios; cuéntole las virtudes…
TESIFÓN.—¿Mías?
SIRO.—Tuyas. Y en el mismo punto al hombre se le saltan de placer las
lágrimas, como a una criatura. (En voz baja.) Pero ¡hola! ¡Cata…!
TESIFÓN.—¿Qué es ello?
SIRO.—El lobo en la conseja.
TESIFÓN.—¿Mi padre es?
SIRO.—El mismo.
TESIFÓN.—¿Qué hacemos, Siro?
SIRO.—Retírate tú ahora allá dentro; que yo lo remediaré.
TESIFÓN.—Si te preguntare por mí, di que no me has visto; ¿hasme oído?
(Entra en casa de Mición.)
SIRO.—¿Quieres dejarme hacer a mí?

ESCENA II
DEMEA, TESIFÓN, SIRO

DEMEA.— (Sin ver a Tesifón ni a Siro.) ¡Realmente que soy hombre


desdichado! Cuanto a lo primero, no hallo a mi hermano en parte
ninguna; además de esto, yendo a buscarle, veo un peón que venía de mi
granja, el cual me dice que no estaba allí mi hijo. No sé qué me haga.
TESIFÓN.— (Oculto en casa de Mición.) ¡Siro!
SIRO.—¿Qué dices?
TESIFÓN.—¿A mí me busca?
SIRO.—Sí.
TESIFÓN.—¡Perdido soy!
SIRO.—Ten buen corazón.
DEMEA.— (Sin verlos.) ¡Qué desgracia mía es ésta! ¿Pesar de la fortuna?
No lo puedo entender, sino que creo que nací aposta para esto: para
padecer trabajos. Yo soy el primero que siento nuestros males; yo el

www.lectulandia.com - Página 204


primero que lo sé todo; yo el primero que traigo las malas nuevas; yo
solo soy el que, si algún mal sucede, lo padezco.
SIRO.— (Aparte.) Risa me da el viejo: él dice que es el primero que lo sabe,
y él solo es el que todo lo ignora.
DEMEA.—Ahora vengo a ver si acaso ha vuelto mi hermano.
TESIFÓN.— (Bajo.) Siro, por tu vida, que mires no se nos entre acá de
rondón.
SIRO.—¿No callarás? Yo le detendré.
TESIFÓN.—A fe que no lo confíe yo hoy de ti, sino que yo me encierre con
ella (Alusión a Calidia.) en algún aposento luego: esto es lo más seguro.
SIRO.—En buen hora; pero con todo yo le apartaré de aquí.
DEMEA.—Pero he allá el bellaco de Siro.
SIRO.— (Gritando, y como si no hubiera visto a Demea.) Realmente que no
habrá quien pueda durar en esta casa, si esto se ha de sufrir. Yo quiero
saber cuántos amos tengo. ¿Qué desventura es ésta?
DEMEA.— (Aparte.) ¿De qué se queja aquél?, ¿qué quiere? (Alto a Siro.)
¿Qué dices, buen hombre?, ¿está mi hermano en casa?
SIPO.—¡Mala peste…! ¿Por qué me llamas buen hombre? ¿No ves cómo
soy perdido?
DEMEA.—¿Qué tienes?
SIRO.—¿Eso me preguntas? Tesifón, a mí y a esa tañedora, a puñadas nos
ha casi dejado por muertos.
DEMEA.—¿Eh? ¿Qué me cuentas?
SIRO.—Mira cómo me ha rasgado la boca.
DEMEA.—¿Por qué?
SIRO.—Dice que por mi persuasión se ha comprado esta moza.
DEMEA.—¿No me dijiste tú antes que le habías acompañado desde aquí
hasta la granja?
SIRO.—Y es verdad; pero después volvió hecho una fiera; no perdonó cosa.
¿No tuvo empacho de poner las manos en un viejo como yo, habiéndole
yo traído no ha muchos años en mis brazos, siendo él pequeñito?
DEMEA.—¡Bien, Tesifón; a tu padre sales! ¡Adelante; veo que eres un
hombre!
SIRO.—¿Que te parece bien…? Pues a fe que si él es cuerdo, de aquí
adelante se tenga sus manos comedidas.
DEMEA.— (Ponderando a Tesifón.) ¡Eso es valor!
SIRO.— (Con ironía.) ¡Mucho! ¡Porque venció a una triste mujer y a mí,
pobre esclavo que no me le osaba volver! ¡Mucho valor, sí!

www.lectulandia.com - Página 205


DEMEA.—No lo pudo hacer mejor; de mi mismo parecer fue; que tú eres el
autor de todo esto. Pero ¿está mi hermano en casa?
SIRO.—No.
DEMEA.—Pensando estoy dónde le iría yo a buscar.
SIRO.—Yo sé dónde; pero no te lo diré hoy en todo el día.
DEMEA.— (Indignado.) ¿Eh? ¿Qué dices?
SIRO.—Lo que oyes.
DEMEA.—Menudillo he de hacerte la cabeza.
SIRO.—Pero es que no sé el nombre de aquel hombre… aunque sé el lugar
donde está.
DEMEA.—Di, pues, el lugar.
SIRO.—¿Sabes esta lonja… aquí junto a la carnicería… a la parte de abajo?
DEMEA.—¿Pues no he de saber?
SIRO.—Pasa por allí la plaza arriba derecho; cuando llegares al cabo, hay
una cuesta, que tira hacia abajo; derríbate por ella; después hay a esta
mano un oratorio, y junto de él un callejón estrecho.
DEMEA.—¿Hacia qué parte?
SIRO.—Allí donde hay también una gran higuera silvestre.
DEMEA.—¡Ya…!
SIRO.—Pues camina por allí.
DEMEA.—Pero ese callejón no tiene salida.
SIRO.—Realmente que dices la verdad. ¡Bah!, ¿piensas que estaba en mi
juicio? Equivoquéme. Torna otra vez a la lonja; por aquí, en verdad, irás
mucho más pronto y hay menos donde errar. ¿Sabes la casa de Cratino,
éste que es tan rico?
DEMEA.—Sí.
SIRO.—Pues en pasándola, toma a la mano izquierda la plaza adelante por
aquí. Cuando llegares al templo de Diana, tira a la derecha, y antes de
llegar a la puerta de la ciudad, junto al mismo abrevadero, hay un
molino y enfrente una carpintería; allí está.
DEMEA.—¿Y qué hace allí?
SIRO.—Ha dado a hacer unos lechos de campo,[55] con los pies de roble.
DEMEA.—Sí, para vuestras comilonas. Bien, por cierto. Pero ¿qué hago, que
no voy a buscarle? (Vase.)
SIRO.—¡Anda, anda; que yo haré que te canses hoy como tú lo mereces,
viejo caduco! Esquino se detiene mucho, la comida se pierde, y Tesifón
está enredado en sus amores. Pues yo también miraré por mí, porque me

www.lectulandia.com - Página 206


iré ya a la cocina, y echaré mano de lo mejor, y sorbiendo a traguillos,
pasaré este día poquito a poquito.

ESCENA III
MICIÓN, HEGIÓN

MICIÓN.—Yo, Hegión, no hallo razón ninguna en este caso por qué hayas
de alabarme tanto. Yo hago lo que debo: enmiendo el yerro que los míos
han cometido. Si acaso no me tienes por alguno de aquellos a quienes
les parece que se les hace muy grande agravio con pedirles cuenta del
que ellos voluntariamente han hecho, y se quejan muy de veras de ello.
¿Y porque yo no he hecho lo mismo me das las gracias?
HEGIÓN.—¡Oh, no, en verdad! Nunca en mi pensamiento te tuve en otra
reputación de lo que eres. Pero yo te suplico, Mición, que te vengas
conmigo a casa de la madre de la doncella, y le digas lo mismo que a mí
me has dicho a la mujer; cómo esta sospecha contra Esquino es por
causa de su hermano, y que esa tañedora no es suya.
MICIÓN.—Si eso te parece justo, o si así cumple que se haga, vamos.
HEGIÓN.—Bien haces, porque le aliviarás la pena a la cuitada, que está
deshaciéndose de dolor y desventura, y tú te portarás como quien eres.
Aunque si otra cosa te parece, yo mismo le contaré a la mujer lo que tú
me has dicho.
MICIÓN.—No, sino que yo mismo iré.
HEGIÓN.—Muy bien haces. Porque todos los que son de corta fortuna, yo no
sé por qué son más suspicaces. Todo lo toman por afrenta, y como
pueden poco, piensan que todo el mundo los desprecia. Y por esto,
mejor será que tú mismo cara a cara les des esa satisfacción.
MICIÓN.—Dices muy bien y muy gran verdad.
HEGIÓN.—Sígueme, pues, allá (Indicando la casa de Sostrata.) por aquí.
MICIÓN.—Con mucho gusto.

ESCENA IV
ESQUINO, solo

www.lectulandia.com - Página 207


ESQUINO.—Atormentado traigo el corazón. ¡Y que sea posible que así de
súbito me haya sucedido tanto mal, que ni sepa qué haré de mí, ni qué
dispondré! Todos mis miembros me están temblando de miedo; el alma
se me ha pasmado de temor; en mi cabeza ningún consejo puede hacer
asiento. ¡Oh!, ¿cómo me desligaría yo de un enredo tan grande? No lo
sé. ¡Ahora se ha tenido de mí tanta sospecha! ¡Y no realmente sin
ocasión! Sostrata piensa que yo he comprado para mí esta tañedora: esto
me lo ha dicho la vieja. Porque casualmente yendo ella desde aquí a
llamar a la partera, yo la vi y al punto allégomele, y pregúntele qué
hacía Pánfila; si se le había presentado ya el parto; si iba por eso a
llamar a la partera. Ella comienza a decirme a grandes voces: «¡Quita,
quítatenos ya de aquí, Esquino! Harto tiempo nos has traído vendidas y
engañadas. Basta ya la burla que tus buenas promesas nbs han hecho.»
Yo, entonces, dígole: «¡Cómo es eso! ¿Qué dices, por tu vida?—Ve en
buen hora; tente aquella que tanto te agrada.» Luego entendí la sospecha
que tenían; pero detúveme, por no decirle a aquella habladora nada de
mi hermano por donde se viniese a descubrir. Y ahora ¿qué haré? ¿Les
diré que esta tañedora es amiga de mi hermano? Esto en ninguna
manera conviene, que en parte ninguna se diga. Pero de esto no hago
cuenta. Posible es que no se descubra. La misma verdad del caso temo
que no la creerán; tantas razones hay para lo contrario. Yo mismo fui el
que la quité, yo el que pagué el dinero, a mi misma casa vino. Todo esto
bien confieso yo que ha sido por mi culpa, y por no haberle descubierto
yo a mi padre la manera como había este negoció sucedido: que él me
hubiera dado licencia para casarme con Pánfila. Mucho me he dormido
hasta ahora. ¡Ea, Esquino, despiértate! Porque éste es el primer
encuentro: quiero ir a hablarles y darles mi disculpa. Llegaréme a su
puerta. ¡Oh, pobre de mí! Las carnes me tiemblan siempre que llamo
aquí.—¡Hola!, ¡hola! Esquino soy; ábrame alguien esta puerta de presto.
No sé quién sale; apartaréme hacia acá.

ESCENA V
MICIÓN, ESQUINO

MICIÓN.— (Saliendo de casa de Sostrata.) Hacedlo de la manera que os he


dicho, Sostrata; yo me veré con Esquino, para que sepa cómo se ha
tratado este negocio.—Pero ¿quién es el que ha llamado a esta puerta?

www.lectulandia.com - Página 208


ESQUINO.—(Aparte.) Mi padre es realmente. ¡Perdido soy!
MICIÓN.—Esquino.
ESQUINO.— (Aparte.) ¿Qué negocio tiene éste en esta casa?
MICIÓN.—¿Has llamado tú a esta puerta? (Aparte.) Calla. Bien será
burlarme de él un poco, pues jamás ha querido fiar de mí estos amores.
(Alto.) ¿No me respondes nada?
ESQUINO.—Yo no he llamado a esa puerta, que yo sepa.
MICIÓN.— (Con ironía.) ¿No…? Ya me maravillaba yo que tú tuvieses que
hacer aquí. (Aparte.) Colorado se ha puesto; buena señal es.
ESQUINO.—Y tú, padre, por tu vida, ¿qué tienes que hacer aquí, dime?
MICIÓN.—Yo, nada en verdad. Un amigo me ha traído acá ahora desde la
plaza, para que le fuese valedor.
ESQUINO.—¿En qué?
MICIÓN.—Yo te lo diré. Moran aquí unas mujeres pobres… Creo no debes
tener noticia de ellas, y aun lo sé de cierto, porque ha poco que se han
pasado a vivir a este barrio.
ESQUINO.—¿Qué más?
MICIÓN.—Son una doncella y su madre.
ESQUINO.—Sigue.
MICIÓN.—Esta doncella es huérfana de padre; este amigo mío es el pariente
más cercano que ella tiene; las leyes le obligan a que se case con ella.
ESQUINO.— (Aparte.) ¡Perdido soy!
MICIÓN.—¿Qué es eso?
ESQUINO.—No… nada… bien está; pasa adelante.
MICIÓN.—Él ha venido a llevársela consigo, porque mora en Mileto.
IÍSQUINO.—¡Cómo! ¿A llevarse consigo la doncella?
MICIÓN.—Sí.
ESQUINO.—¿Hasta Mileto, por tu vida?
MICIÓN.—Sí.
ESQUINO.— (Aparte.) A mí me va a dar algo. (Alto.) Y ellas ¿qué dicen?
MICIÓN.—¿Qué piensas que han de decir? Haz cuenta que nada. La madre
ha fingido que la doncella ha tenido un muchacho, no sé de quién,
porque ella no le nombra, y que el padre del chico es primero, y que no
conviene casarla con éste de Mileto.
ESQUINO.—¡Y pues! después de todo, ¿no te parece que ello es muy justo?
MICIÓN.—No.
ESQUINO.—¿Que no, por tu vida? ¿Acaso se la llevará de aquí, padre?
MICIÓN.—¿Pues por qué no la ha de llevar?

www.lectulandia.com - Página 209


ESQUINO.—Creo, padre, que lo habéis hecho dura y cruelmente, y aun si se
ha de decir la verdad, villanamente.
MICIÓN.—¿Por qué?
ESQUINO.—¿Por qué, me preguntas? ¿Qué corazón le quedará a aquel
infeliz que primero ha tenido trato y amistad con ella (¡y qué sé yo si el
desdichado aún la quiere locamente!) cuando vea que de su presencia se
la quitan y se la llevan delante de sus ojos? ¡Muy mal hecho, padre!
MICIÓN.—¿Cómo es eso?, ¿quién se la prometió?, ¿quién se la dio?,
¿cuándo casó con él?, ¿quién fue el que lo trató?, ¿por qué tomó él
mujer que no era suya?
ESQUINO.—¿Pues era razón que una moza de sus años se estuviese queda en
su casa, aguardando que un pariente viniese desde Mileto acá por ella?
Esto era justo, padre mío, que tú dijeras, y que defendieras.
MICIÓN.—¡Qué gracia…! ¿Contra el que me había traído por su valedor
había yo de argüir? Pero ¿qué nos va en eso a nosotros, Esquino?, ¿o
qué tenemos que ver con ello? Vámonos. ¿Qué es esto?, ¿por qué
lloras?
ESQUINO.—¡Padre, por mi amor que me oigas!
MICIÓN.—Esquino, todo lo he entendido ya, y lo sé porque te amo, y por
esto cuido más de todo cuanto haces.
ESQUINO.—¡Así plega a los dioses que tú, por merecerlo yo, me ames, padre
mío, mientras vivas, como a mí me pesa en el alma de haber cometido
este yerro y cómo me avergüenzo!
MICIÓN.—En verdad que lo creo, porque conozco tu ahidalgada condición;
pero recelo que eres harto descuidado en ordenar tu vida. Porque ¿en
qué ciudad haces cuenta tú que vives? Desfloraste una doncella, la cual
no fuera razón que la tocaras. Cuanto a lo primero, el delito fue grave,
muy grave, pero, en fin, es de hombres. Otros tan buenos como tú lo han
hecho muchas veces. Pero después de sucedido el caso, dime, ¿has, por
ventura, echado de ver, o has mirado por ti qué es lo que habías de
hacer, o por qué vía se había de hacer? Si tenías empacho de decírmelo
tú mismo, ¿cómo lo iba a saber yo? Mientras has estado perplejo en
esto, se te han pasado diez meses, te has comprometido a ti mismo, y a
esa cuitada, y a tu hijo cuanto ha sido de tu parte. ¡Qué! ¿Pensabas que
mientras tú dormías te habían de arreglar los dioses tus negocios, y que
sin procurarlo tú se te había ella de venir a tu aposento? No quisiera que
mostrases tal indiferencia en lo demás. Anímate; que te casarás con ella.
ESQUINO.— (Muy alegre.) ¡Cómo!

www.lectulandia.com - Página 210


MICIÓN.—Digo que tengas buen ánimo.
ESQUINO.—Padre, dime, por tu vida: ¿búrlaste de mí ahora?
MICIÓN.—¿Yo… de ti? ¿Por qué?
ESQUINO.—No lo sé; sino que como deseo tanto que eso sea verdad, por eso
temo más…
MICIÓN.—Vete a casa y haz oración a los dioses, para que mandes traer a tu
mujer: camina.
ESQUINO.—¿Cómo? ¿Ya mujer?
MICIÓN.—Sí, ya.
ESQUINO.—¿Ya?
MICIÓN.—Ya; ve lo más presto que puedas.
ESQUINO.—Todos los dioses me castiguen, padre mío, si yo no te quiero
más ahora que a mis ojos.
MICIÓN.—¿Y más que a ella?
ESQUINO.—Tanto.
MICIÓN.—Muy bien.
ESQUINO.—Y el de Mileto, ¿qué se ha hecho?
MICIÓN.—Fuese, desapareció, embarcóse. Pero ¿por qué no vas…?
ESQUINO.—Mejor es, padre mío, que tú vayas y hagas oración a los dioses;
porque yo tengo por cierto que cuanto tú eres mejor que yo, tanto ellos
con mayor voluntad oirán tus ruegos.
MICIÓN.—Yo me voy allá dentro a hacer que se apareje todo lo que es
menester; tú, si cuerdo eres, haz como te he dicho.
ESQUINO.— (Solo.) ¿Qué negocio es éste? ¿Esto es ser padre? ¿Esto es ser
hijo? Si mi hermano o mi compañero fuera, ¿qué más me pudiera
complacer? ¿A un padre así no le he yo de amar y traerle metido en mis
entrañas? ¡Ah, de tal manera me ha puesto, con su benignidad, en
perpetua obligación de no hacer a necias cosa que no le dé gusto; que a
sabiendas yo me guardaré! Pero voyme allá dentro, por no ser yo mismo
estorbo de mis bodas.

ESCENA VI
DEMEA, solo

DEMEA.—Molido vengo de andar. ¡Que el gran Júpiter os destruya, Siro, a


ti y a tus indicaciones! He andado rastreando por toda la ciudad, hasta la
puerta, hasta el abrevadero, ¿hasta dónde no…? Y ni allí había casa de

www.lectulandia.com - Página 211


carpintero, ni hombre que dijese que había visto a mi hermano. Ahora
vengo con determinación de esperarle en casa hasta que vuelva.

ESCENA VII
MICIÓN, DEMEA

MICIÓN.— (A su hijo.) Voy a decirles cómo por nosotros no hay demora.


DEMEA.—Pero hele aquí. (Alto.) Rato ha que te busco, Mición.
MICIÓN.—¿Qué me quieres?
DEMEA.—Te traigo noticia de otras grandes maldades de aquel honrado
mozo. (Alude a Esquino.)
MICIÓN.—¡Ya pareció el hombre!
DEMEA.—Inauditas, criminales.
MICIÓN.—Acaba ya.
DEMEA.—¡Ah, tú no sabes qué sujeto es!
MICIÓN.—Lo sé.
DEMEA.—¡Ah, tonto! tú debes de imaginar que yo hablo de la tañedora: este
delito es contra una doncella ciudadana.
MICIÓN.—Ya lo sé.
DEMEA.— (Iracundo.) ¡Oh!, ¿lo sabes y lo sufres?
MICIÓN.—¿Por qué no lo he de sufrir?
DEMEA.—Dime, ¿no clamas…?, ¿no pierdes el juicio?
MICIÓN.—No; yo más quisiera ciertamente…
DEMEA.—Ha nacido ya un muchacho.
MICIÓN.—Los dioses le hagan dichoso.
DEMEA.—La moza no tiene nada.
MICIÓN.—Así me lo han dicho.
DEMEA.—¿Y sin dote se ha de casar con ella?
MICIÓN.—Llana cosa.
DEMEA.—Y ahora, ¿qué haremos?
MICIÓN.—Lo que el mismo caso pide: haremos que pase a nuestra casa la
doncella.
DEMEA.—¡Oh Júpiter! ¿Y eso es lo que cumple…?
MICIÓN.—¿Pues qué otra cosa quieres que yo haga?
DEMEA.—¿Qué…? Ya que en realidad de verdad esto no te apena, a lo
menos es propio de hombre aparentarlo.

www.lectulandia.com - Página 212


MICIÓN.—Pero es que ya tengo prometida la doncella; el negocio está
concertado, y se hace hoy el casamiento, y ya les he quitado todo el
temor: esto sí que es más propio de un hombre.
DEMEA.—¿Y, pues, parécete a ti bien el caso, Mición?
MICIÓN.—No, si yo lo pudiera estorbar; pero, pues no puedo, tómolo con
paciencia. La vida de los hombres es como juego de tablas: que si en el
lance no sale lo que era menester, lo que por azar salió se ha de
enmendar con la prudencia.
DEMEA.—¡Gentil maestro de enmiendas! Con esa tu prudencia se han
perdido las veinte minas que se dieron por la tañedora, la cual, en la
hora se ha de despedir o vendida o de balde.
MICIÓN.—Ni la despediré, ni tengo gana de venderla.
DEMEA.—¿Pues qué harás de ella?
MICIÓN.—En casa quedará.
DEMEA.—¡Oh, fe de dioses! ¿La ramera y la mujer en una misma casa?
MICIÓN.—¿Por qué no?
DEMEA.—¿Tú entiendes que estás en tu seso?
MICIÓN.—Yo entiendo que sí.
DEMEA.—Así los dioses me amen, como creo, según veo tu poco juicio, que
lo harás por tener con quien cantar.
MICIÓN.—¿Qué hay que dudar en eso?
DEMEA.—¿Y la recién casada ha de aprender también esa habilidad?
MICIÓN.—Es llano.
DEMEA.—¿Y tú entre ellas, asido de la cuerda, bailarás?
MICIÓN.—Sí.
DEMEA.—¿Sí?
MICIÓN.—Y tú también, Demea, juntamente con nosotros, si fuere
menester.
DEMEA.—¡Ay de mí! ¿No te avergüenzas de decir cosas semejantes?
MICIÓN.—¡Ea! deja ya estar tu cólera, Demea, y muéstrate, como es razón,
alegre y voluntario en las bodas de tu hijo. Yo voy a hablar con ellos un
momento; luego soy aquí. (Vase.)
DEMEA.—¡Oh Júpiter!, ¿y ésta es vida?, ¿y éstas son costumbres?, ¿esto es
seso de gente? La mujer vendrá sin dote, la tañedora dentro, ¡la gente de
casa gastadora, el mozo regalón, el viejo loco desvariado! Aunque la
misma salvación quiera salvar y conservar esta casa, no podrá de
ninguna manera.

www.lectulandia.com - Página 213


ACTO QUINTO

ESCENA I
SIRO, DEMEA

SIRO.—A buena fe, Sirete, que te has dado buen verde, y has hecho tu deber
muy cumplidamente: ¡jala! Pero, pues he satisfecho bien allá dentro a
mi deseo, hame parecido salirme por acá fuera ahora un poco a pasear.
DEMEA.— (Aparte.) ¡Mirad, si os parece, la muestra de buen gobierno de
casa!
SIRO.— (Aparte.) Pero he aquí do viene nuestro viejo. (Alto.) ¿En qué se
entiende? ¿De qué estás triste?
DEMEA.—¡Ah, bellaco!
SIRO.—¿Ya vienes tú a derramar aquí palabras de sabiduría?
DEMEA.—¡Si fueras siervo mío…!
SIRO.—Fueras rico, Demea, y tuvieras bien segura tu hacienda.
DEMEA.—… ¡yo haría que fueses escarmiento para todos!
SIRO.—¿Por qué?, ¿qué hice yo?
DEMEA.—¿Eso me preguntas? Entre la misma revuelta, y en un delito tan
grave que apenas se ha podido reparar, ¿has comido y bebido, ladrón,
como si hubiera sucedido algún gran bien?
SIRO.— (Aparte.) ¡Pardiez, que me pesa de haber salido acá!

ESCENA II
DROMÓN, SIRO, DEMEA

DROMÓN.— (Saliendo de casa de Mición.) ¡Hola, Siro…!, ¡que te ruega


Tesifón que vuelvas!

www.lectulandia.com - Página 214


SIRO.—Vete de aquí.
DEMEA.—¿Qué dice ese de Tesifón?
SIRO.—No, nada.
DEMEA.— (Indignado.) ¡Ah, verdugo! ¿Y allá dentro está Tesifón?
SIRO.—No.
DEMEA.—¿Cómo, pues, le nombra ése?
SIRO.—Es otro Tesifón, un truhancillo, chiquitín… ¿no le conoces?
DEMEA.—Yo sabré…
SIRO.—¿Qué haces?, ¿a dó vas?
DEMEA.—Déjame.
SIRO.—¡No vayas, por tu vida!
DEMEA.—¿No apartarás la mano, azotado?, ¿o quieres que te haga pedazos
la cabeza?
SIRO.— (Solo.) Fuese. ¡Un convidado, en buena fe no muy conveniente, en
especial para Tesifón! ¿Qué tengo yo ahora de hacer, sino mientras
estos enojos se apaciguan, irme entretanto a un rincón, y allí dormir este
vinillo? Harélo así.

ESCENA III
MICIÓN, DEMEA

MICIÓN.— (Saliendo de casa de Sostrata.) De nuestra parte, Sostrata, todo


está ya a punto; como he dicho, podéis venir cuando quisiereis.—
¿Quién ha dado tan gran golpe en mi puerta?
DEMEA.— (Desde casa de Mición.) ¡Ay de mí! ¿Qué haré?, ¿qué diré?,
¿qué gritos daré o a quién me quejaré? ¡Oh cielo! ¡Oh tierra! ¡Oh mares
de Neptuno!
MICIÓN.— (A un espectador.) Ya ha entendido todo el caso, y de eso da
gritos, no hay duda; riñas tenemos; acudir allá conviene.
DEMEA.—Hele aquí do viene la perdición de mis dos hijos.
MICIÓN.—¡Ea! refrena ya tu cólera y vuelve en ti.
DEMEA.—Ya la he refrenado, ya he vuelto; dejo aparte pesadumbres.
Tratemos sólo del caso. ¿No fue concierto entre nosotros, y aun por ti
mismo propuesto, que ni tú tuvieses cuenta con mi hijo ni yo tampoco
con el tuyo? Responde.
MICIÓN.—Verdad es, no lo niego.

www.lectulandia.com - Página 215


DEMEA.—Pues ¿por qué ahora hace convites en tu casa?, ¿por qué le
recibes?, ¿por qué me le compras amiga, Mición? ¿Qué razón hay para
que yo no haya de tener el mismo derecho contra ti que tú tienes contra
mí? Pues yo no cuido del tuyo, no cuides tú del mío.
MICIÓN.—No tienes razón.
DEMEA.—¿Que no?
MICIÓN.—Porque refrán antiguo es, que entre los amigos todo ha de ser
común.
DEMEA.—¡Guapamente! ¿Ahora salimos con ésas?
MICIÓN.—Óyeme, Demea, dos palabras, si no te es molesto. Cuanto a lo
primero, si el gasto que tus hijos hacen te da pena, por mi amor que lo
consideres entre ti de esta manera: tú, al principio, a tus dos hijos los
criabas conforme a la posibilidad de tu hacienda, porque creías que tus
bienes para entrambos bastarían, y que yo me casaría sin duda. Echa,
pues, ahora aquella misma cuenta antigua: conserva, adquiere, endura, y
procura tú dejarles mucha hacienda; esa honra téntela tú para ti. De mis
bienes, que les han venido sin pensar, déjalos gozarse; del patrimonio
no se te perderá una blanca. Lo que de mis bienes les quedare, haz
cuenta que te lo hallas. Si todo eso, Demea, quieres considerar de veras,
a mí y a ti y a ellos nos librarás de pesadumbre.
DEMEA.—Lo de la hacienda pase; más las costumbres de los mozos…
MICIÓN.—Tente, ya lo entiendo, a eso iba. Muchas señales, Demea, hay en
el hombre por las cuales puede juzgarse fácilmente. Cuando dos hacen
una misma cosa, puedes muchas veces decir: a este se le puede sufrir el
hacer esto, y a estotro no se puede. No porque la cosa sea diferente, sino
porque lo son los que la hacen. Y así, yo veo en ellos señales por donde
confío que serán cuales deseamos. Yo veo que tienen discreción y juicio
y vergüenza donde conviene tenerla, y que se aman. Y es de ver
realmente su condición y voluntad ahidalgada. El día que tú quisieres,
los volverás al buen camino. Pero acaso temas que sean muy
descuidados en conservar sus haciendas. ¡Oh, hermano Demea! Los
viejos para todo lo demás somos más sabios por la edad; sola esta falta
trae consigo a los hombres la vejez: que todos somos más codiciosos del
dinero, de lo que conviene. Y así el tiempo les aguzará el deseo de
adquirir.
DEMEA.—¡Plega a los dioses, Mición, que esas tus buenas razones y esa tu
benignidad no dé con todo al traste!

www.lectulandia.com - Página 216


MICIÓN.—Calla, que no sucederá. Deja ya esos temores, huélgate hoy
conmigo, alegra esa cara.
DEMEA.—Pues el tiempo así lo requiere, habrélo de hacer; pero mañana, en
amaneciendo, me iré de aquí con mi hijo a la alquería.
MICIÓN.—Y aun antes que amanezca: solamente hoy te muestres de buen
humor.
DEMEA.—¿Y tengo de llevar allá conmigo esa tañedora?
MICIÓN.—Procúralo, porque con ella tendrás tu hijo allí como atado a una
estaca. Pero mira que me la guardes bien.
DEMEA.—Eso yo lo procuraré y haré que ande allí llena de hollín, de humo
y de polvo de harina, a poder de cocer y de moler, y tras todo eso, a un
sol de mediodía le haré espigar; más tostada te la tornaré y más negra
que el carbón.
MICIÓN.—Muy bien. Ahora me pareces hombre cuerdo. Y aun si yo fuese
que tú, le haría a mi hijo que, aunque no quisiese, se acostase con ella.
DEMEA.—¿Burlaste de mí? ¡Dichoso tú, que esa alma tienes! Yo siento…
MICIÓN.—¡Ah!, ¿ya vuelves…?
DEMEA.—Ya, ya me callo.
MICIÓN.—Pues éntrate allá. Pasemos este día alegremente en lo que ya está
determinado.

ESCENA IV
DEMEA, solo

DEMEA.—Jamás ninguno echó tan bien la cuenta de su vida, que los


negocios, los años y la experiencia no le enseñasen algo nuevo, y le
avisasen de algo, de manera que lo que él se pensaba saber no lo
supiese, y lo que tenía por mejor lo reprobase. Lo cual ahora a mí me ha
acaecido, porque aquella vida áspera que yo hasta aquí he seguido,
ahora que ya casi estoy al fin de la jornada, la condeno. ¿Y por qué?
Porque la experiencia me ha enseñado que al hombre no hay cosa que le
esté mejor que la benignidad y la clemencia. Que esto es verdad, por mí
y por mi hermano lo puede entender quienquiera fácilmente. Él siempre
ha pasado su vida sin cuidados y en convites; benigno, manso, sin
ofender a nadie, complaciendo a todos, ha vivido a su gusto, gastado a
su gusto; todos le elogian, todos le aman. Yo soy el villano, el cruel, el
triste, el escaso, el terrible, el duro. Caséme: ¡qué desdichas en el

www.lectulandia.com - Página 217


matrimonio! Naciéronme hijos: ¡nuevos cuidados! Pues además de esto,
procurando dejarles mucha hacienda, toda mi vida y mis años he
gastado en adquirir. Y ahora, al cabo de ellos, el galardón de mis
trabajos es ser aborrecido. Mi hermano, sin trabajo ninguno, goza de
todas las ventajas de un padre con mis hijos: a él le aman, de mí huyen;
a él le dan parte de sus consejos; a él le tienen afición; ambos están con
él; a mí me desamparan. A él le desean larga vida; tal vez codician mi
muerte. De manera, que los que yo he criado con gran trabajo, él se los
ha hecho suyos a poca costa. Yo llevo a cuestas todas las fatigas, y él se
goza todos los contentos. ¡Ea, pues, probemos ahora al contrario, si
podré yo decir alguna palabra amorosamente o hacer algo con
benignidad, pues él me obliga a ello! Que también quiero yo ser amado,
y estimado de los míos. Y si esto ha de ser dándoles y complaciéndoles,
no seré yo de los postreros. ¿Y si falta? ¡A mí qué…! Para mí no faltará;
que ya poca vida me queda.

ESCENA V
SIRO, DEMEA

SIRO.—¡Hola, Demea… que te ruega tu hermano que no te vayas lejos!


DEMEA.—¿Quién es…?—¡Oh, amigo Siro, estés en buen hora!, ¿quó se
hace?, ¿cómo va?
SIRO.—Muy bien.
DEMEA.—Huelgo de ello. (Aparte.) Ya ahora he dicho tres palabras fuera de
mi condición: amigo, ¿qué se hace, cómo va? (Alto.) Ahidalgado siervo
te muestras, y así haré por ti de buena gana.
SIRO.—En merced te lo tengo.
DEMEA.—Mira, Siro, que no es donaire esto, y antes de mucho lo verás por
la obra.

ESCENA VI
GETA, DEMEA

GETA.— (Saliendo de casa de Sostrata.) Señora, yo voy a dar aviso a éstos


(Alude a Mición y a Esquino.) para que vengan luego por la doncella.—

www.lectulandia.com - Página 218


Pero he aquí a Demea. ¡Estés en hora buena!
DEMEA.—¡Hola!, ¿cómo te llamas?
GETA.—Geta.
DEMEA.—Geta, yo te he tenido hoy en mi pensamiento en reputación de
hombre de mucho valer; porque aquel siervo es para mí de muy buena
prueba, que tiene cuenta con las cosas de su señor, según he entendido
que tú lo has hecho, Geta. Y por ello, en lo que fuere menester, haré por
ti de buena voluntad. (Aparte.) Busco medios para ser afable, y bien me
sale.
GETA.—Hombre honrado eres en pensar así.
DEMEA.— (Aparte.) Poco a poco voy ganando las voluntades de la gente
baja primeramente.

ESCENA VII
ESQUINO, DEMEA, SIRO, GETA

ESQUINO.— (Sin ver a los demás.) Realmente que me ponen a morir, pues
quieren celebrar las bodas con tanto cumplimiento, que todo el día se les
va en aparejar.
DEMEA.—¿Qué se hace, Esquino?
ESQUINO.—¡Oh padre mío!, ¿y aquí estabas tú?
DEMEA.—Sí por cierto; tuyo de corazón y por naturaleza, y que te quiere
más que a sus propios ojos. Pero ¿por qué no haces traer a casa a tu
mujer?
ESQUINO.—Ya querría, sino que me hacen detener la que ha de tañer la
flauta y los que han de cantar el himeneo.
DEMEA.—¡Quítate allá! ¿Quieres tú creer a este viejo?
ESQUINO.—¿En qué?
DEMEA.—Deja estar todo eso: el himeneo, los convidados, las antorchas y
las músicas; haz que derriben las tapias de esa huerta cuanto antes, y
pasa a tu mujer por ahí; haz de las dos casas una sola, y tráete también
acá la madre y toda la familia.
ESQUINO.—Sí haré, padre gracioso.
DEMEA.— (Aparte.) ¡Ea… ya me llaman gracioso! La casa le abrirán a mi
hermano, traerá mucha gente, gastará largo: mucha cosa es todo esto.
Pero ¿qué se me da a mí? Yo, ya generoso, gano las voluntades. Ahora,

www.lectulandia.com - Página 219


Mición, manda que le dé luego de contado Babilón las veinte minas.[56]
(Alto.) Siro, ¿por qué no vas tú y lo haces?
SIRO.—¿Qué pues?
DEMEA.—Ve y derríbalas. (A Geta.) Y tú, traela.
GETA.—Los dioses te lo paguen, Demea, pues que con tanta voluntad veo
que quieres hacer bien a nuestra casa.
DEMEA.—Entiendo que lo merecéis. (A Esquino.) Y tú, ¿qué dices?
ESQUINO.—Que me parece lo mismo.
DEMEA.—Más vale así, que traerla ahora acá por la calle, parida y enferma.
ESQUINO.—No he visto mayor aviso, padre mío.
DEMEA.—Así las gasto yo. Pero aquí sale Mición.

ESCENA VIII
MICIÓN, DEMEA, ESQUINO

MICIÓN.— (A Siro y Geta, que están dentro.) ¿Mi hermano lo manda?


¿Dónde está él? ¿Tú mandas esto, Demea?
DEMEA.—Sí. Yo mando eso y todo lo demás con que hagamos toda una esta
familia, y que la honremos, favorezcamos y juntemos.
ESQUINO.—Así te lo suplico, padre.
MICIÓN.—Lo mismo me parece a mí.
DEMEA.—Y aun es nuestro deber. Cuanto a lo primero, aquí está la madre
de la mujer de Esquino…
MICIÓN.—¿Y pues?
DEMEA.—Mujer de bien y de buenas costumbres…
MICIÓN.—Así dicen.
DEMEA.—Ya anciana…
MICIÓN.—Ya lo sé.
DEMEA.—A sus años ya no puede concebir. No tiene quien mire por ella:
está sola.
MICIÓN.— (Aparte.) ¿Qué empresa es la de éste?
DEMEA.—Es razón que tú te cases con ella. Y que tú (A Esquino.) procures
que se haga.
MICIÓN.—¿Yo casarme?
DEMEA.—Sí, tú.
MICIÓN.—¿Yo?
DEMEA.—Tú, digo.

www.lectulandia.com - Página 220


MICIÓN.—Deliras.
DEMEA.— (A Esquino.) Si tú eres hombre, él lo hará.
ESQUINO.—¡Padre mío!
MICIÓN.—¡Cómo! ¿Y a éste escuchas tú, asno?
DEMEA.—¡Nada, nada; no hay escape!
MICIÓN.—Desvarías.
ESQUINO.—¡Hazme esta merced, padre mío!
MICIÓN.—¿Estás loco? Quítate de aquí.
DEMEA.—¡Ea! dale a tu hijo ese contento.
MICIÓN.—¿Tú tienes bueno el seso? ¡Al cabo de sesenta y cinco años he yo
de ser novio, y casarme con una vieja consumida!, ¿eso me aconsejáis?
ESQUINO.—¡Anda; que yo se lo he prometido!
MICIÓN.—¿Prometido? A la fe, amigo, haz tú merced de tu persona.
DEMEA.—¿Pues qué dirías, si él te rogase alguna cosa de más importancia?
MICIÓN.—¡Como si ésta no fuese la mayor!
DEMEA.—Accede.
ESQUINO.—No seas pesado.
DEMEA.—Acaba, prométeselo.
MICIÓN.—¿No me dejarás?
ESQUINO.—No, hasta recabar esto de ti.
MICIÓN.—Fuerza es ésta realmente.
DEMEA.—Ea, Mición, hazlo cumplidamente.
MICIÓN.—Aunque ello me parece cosa torpe y tonta, y disparate muy ajeno
a mi manera de vivir, con todo eso, pues vosotros tanto lo queréis, sea.
ESQUINO.—Bien haces: con razón te quiero mucho.
DEMEA.— (Aparte.) ¿Qué diría yo ahora? ¡Todo lo que quiero se hace!
MICIÓN.—¿Hay más todavía?
DEMEA.—Hegión es pariente muy cercano de éstas, deudo nuestro, pobre;
justo será que le hagamos algún bien.
MICIÓN.—¿Qué bien?
DEMEA.—Aquí tienes junto a la ciudad un campillo que arriendas a otro:
démoslo a éste, que lo goce y disfrute.
MICIÓN.—¿Poquillo es eso?
DEMEA.—Aunque sea mucho, con todo eso se ha de hacer. Esta mujer le
tiene en lugar de padre, es hombre de bien, es nuestro deudo: bien dado
está. Finalmente, Mición, yo ahora hago mía aquella sentencia que tú
bien y sabiamente dijiste no ha mucho: vicio común de todos los viejos

www.lectulandia.com - Página 221


es el ser muy codiciosos de la hacienda. Esta falta debemos enmendarla.
Dijiste muy gran verdad, y hase de éumplir por la obra.
MICIÓN.—¿Qué duda hay en eso? Se le dará, pues Demea lo quiere,
ESQUINO.—¡Padre mío!
DEMEA.—Ahora eres tú de veras mi hermano, así en el alma como en el
cuerpo.
MICIÓN.—Huélgome de eso.
DEMEA.— (Aparte.) Con su propia espada le degüello.

ESCENA IX
SIRO, DEMEA, MICIÓN, ESQUINO

SIRO.—Ya está hecho, Demea, lo que mandaste.


DEMEA.—Eres una alhaja. Yo soy de parecer, en verdad, que es justo que
Siro hoy reciba libertad.
MICIÓN.—¿Éste libertad?, ¿por qué merecimientos?
DEMEA,—Por muchos.
SIRO.—¡Oh, señor Demea! ¡En verdad que eres muy bueno! Yo os he
criado estos dos hijos, desde que eran niños, con mucha diligencia, y les
he enseñado, amonestado y aconsejado bien todo lo que he podido.
DEMEA.—A la vista está. Especialmente esto: gastar, robar rameras,
preparar comilonas de día. Servicios como éstos no son propios de un
cualquiera.
SIRO.—¡Oh, qué hombre tan gracioso!
DEMEA.—Finalmente, hoy, en la compra de esa tañedora, éste ha sido el
valedor, éste lo ha tratado; justo es hacerle algún bien. ¿Dónde hallarás
siervos mejores? En fin, Esquino gusta de que se haga.
MICIÓN.—¿Tú gustas de que se haga esto?
ESQUÍ NO.—Deséolo.
MICIÓN.—Pues que tú lo quieres, sea. Siro, allégate a mí: de hoy más, sé
libre.
SIRO.—Gran merced me haces. A todos lo agradezco, pero a ti, Demea, en
particular.
DKMEA.—Huelgo de ello.
ESQUINO.—Y yo también.
SIRO.—Lo creo; ojalá éste se me hiciese un gozo perpetuo, y que viese yo a
mi mujer Frigia libre conmigo juntamente.

www.lectulandia.com - Página 222


DEMEA.—Muy buena mujer en verdad.
SIRO.—Por cierto que a tu nieto, hijo de éste, ella le ha dado hoy la primera
leche.
DEMEA.—Pues en verdad que, hablando de veras, pues ella le ha dado la
primera leche, sin duda es razón que quede libre.
MICIÓN.—¿Por solo eso?
DEMEA.—Por eso. Finalmente, yo te pagaré de mi dinero lo que ella vale.
SIRO.—Los dioses, Demea, te cumplan siempre todos tus deseos.
MICIÓN.—Bien has librado hoy, Siro.
DEMEA.—Especialmente, Mición, si tú haces lo que debes, y le aprontas
algo con que viva; que él te lo volverá luego.
MICIÓN.—No le daré valía de este pelo.
ESQUINO.— (Rogando.) ¡Ea, que es hombre de bien!
SIRO.—Por mi vida que te lo volveré: dámelo.
ESQUINO.—¡Ea, padre!
MICIÓN.—Ya veremos.
DEMEA.—Él lo hará.
SIRO.—¡Oh, que hombre tan bueno!
ESQUINO.—¡Oh padre afabilísimo!
MICIÓN.— (A Demea.) ¿Qué es esto?, ¿qué negocio ha hecho tan
repentinamente mudanza en tus costumbres?, ¿qué prontitud es ésta, o
qué largueza tan repentina?
DEMEA.—Yo te lo diré: para mostrar cómo el tenerte éstos en posesión de
hombre benigno y apacible, no procede de verdadera vida ni de lo que
es justo y bueno, sino de ser lisonjero, del regalar y del dar, Mición. Y si
mi vida, Esquino, os es aborrecible, porque no os complazco en todo,
así en lo justo como en lo injusto, yo alzo mano de ello: derramad,
comprad, haced lo que se os antoje. Pero si gustáis de que lo que
vosotros, por ser mozos, no echáis de ver, y lo deseáis a ciegas y lo
consideráis poco, esto yo os lo reprenda y corrija, y también en su lugar
os complazca, aquí estoy, que por amor de vosotros lo haré.
ESQUINO.—En tu mano, padre, lo dejamos todo: tú sabes mejor lo que nos
cumple. Pero ¿qué harás de mi hermano?
DEMEA.—Yo le doy licencia; que la tenga. Y haga raya en ella.
ESQUINO.—Eso está muy bien. (A los espectadores.) ¡Aplaudid!

FIN DE
«LOS HERMANOS»

www.lectulandia.com - Página 223


LA SUEGRA

www.lectulandia.com - Página 224


PERSONAS

LAQUES, viejo, padre de Pánfilo.


SOSTRATA, madre de Pánfilo,
PÁNFILO, hijo de Laques y de Sostrata.
FIDIPO, viejo, padre de Filomena.
MIRRINA, mujer de Fidipo.
BAQUIS, ramera.
FILOTIS, ramera.
PARMENÓN, esclavo de Sostrata.
SOSÍA, esclava de Pánfilo.
SIRA, vieja.

PERSONAS QUE NO HABLAN

FILOMENA, hija de Fidipo y de Mirrina.


ESCIRTO, esclavo de Pánfilo.
UNA NODRIZA.
Dos CRIADAS de Baquis.

www.lectulandia.com - Página 225


PRIMER PRÓLOGO

Esta comedia se llama La Suegra. A la cual, cuando se representó por primera


vez, sucedióle una gran desventura, tal que ni pudo ser vista ni entendida: tan
embobado estaba el pueblo, y tan puesta tenía su afición en el funámbulo.[57]
Se os representa ahora como nueva, pues el que la ha compuesto no quiso que
se tornase entonces a representar, con el fin de poderla vender para otras
fiestas. Ya conocéis otras comedias del autor: suplícoos que veáis ésta
también.

www.lectulandia.com - Página 226


SEGUNDO PRÓLOGO[58]

Oficio de orador vengo aquí a hacer, y no de prólogo. Otorgadme ahora que


soy viejo el mismo favor que de vosotros recabé de mozo, cuando hice que
comedias rechazadas la primera vez fuesen de nuevo recibidas, con que no
pereciesen juntamente el poeta y sus escritos. De las primeras que aprendí de
Cecilio, en algunas fui silbado,[59] en otras a duras penas me sostuve. Sabía yo
que el éxito en la escena es muy dudoso, y así tomé sobre mis hombros, sin
esperanza cierta, un trabajo seguro. Comencé a repetir aquellas piezas con
diligencia tal, que sirviese a mantener el entusiasmo del autor, a fin de que me
diese a estudiar nuevas comedias. Logré que se escuchasen, y, cuando se
entendieron, agradaron. De esta manera os he restituido un poeta a quien las
intrigas de sus émulos le habían ya casi hecho retirarse del estudio y del
cultivo de la poesía dramática. Si yo entonces hubiese despreciado sus
poemas y querido poner algún empeño en persuadirle que era mejor el ocio
que el trabajo, fácilmente le quitara la gana de componer otras comedias.
Ahora oíd con benevolencia un ruego mío. Vengo a representaros otra vez
La Suegra, que no me fue posible haceros escuchar en silencio: tan grande fue
su desventura. Que vuestro buen juicio repare esa desdicha, ayudando a
nuestra diligencia. La primera vez, apenas había comenzado la
representación, vinieron a estorbarla famosos luchadores y el anuncio de un
funámbulo. Las gentes que los acompañaban, el bullicio, la grita de las
mujeres me hicieron salir de la escena antes de tiempo. Siguiendo mi antigua
costumbre, volví a probar fortuna con La Suegra. Represéntola de nuevo;
apláudenme el primer acto, y heos aquí que llega al teatro el rumor de un
espectáculo de gladiadores. Vuela todo el pueblo, alborótanse, gritan y pelean
las gentes, disputándose los puestos: yo con esto no pude conservar el mío.
Ahora ningún bullicio hay, todo es paz y silencio; a mí se me ofrece favorable
coyuntura para representar y a vosotros para honrar los juegos escénicos. No
permitáis que por vuestra culpa la musa escénica venga a ser regalo de unos

www.lectulandia.com - Página 227


pocos. Procurad que vuestra autoridad dé favor y ayuda a la mía. Si jamás he
mostrado avaricia en pedir precio excesivo por mi trabajo, sino que he tenido
por mayor ganancia emplearme muy de veras en vuestro servicio, dadme que
pueda alcanzar de vosotros que el que ha puesto su talento bajo mi tutela y su
persona bajo vuestra protección, no sea burla de ruines viéndose injustamente
afrentado. Haced esta causa, que es la mía, prestadnos atención, para que
otros poetas se huelguen de escribir y pueda yo estudiar otras comedias
nuevas, compradas según mi tasación.[60]

www.lectulandia.com - Página 228


ACTO PRIMERO

ESCENA I
FILOTIS, SIRA

FILOTIS.—Realmente, Sira, que se hallan pocos amigos que les sean fieles a
las rameras. ¡Mira este Pánfilo qué de veces le hacía a Baquis
juramentos y cuán solemnes (que quien quiera le diera crédito
llanamente) de no casarse mientras ella viviese! ¡Y mira ahora cómo se
ha casado!
SIRA.—Pues por eso, amiga Filotis, te amonesto y encargo yo de continuo
que no te duelas de ninguno; sino que peles, cercenes y despedaces al
que te viniere a las manos.
FILOTIS.—¿Y que no tenga a ninguno afición particular?
SIRA.—A ninguno. Porque has de saber que ninguno de ellos viene a ti que
no venga armado de esta cautela: de granjearte de tal manera con sus
palabras lisonjeras, que a muy poca costa cumpla contigo su apetito. Y
¿no será bien, amor mío, que a una gente como ésta tú también les
prepares tu celada?
FILOTIS.—Pero también es fuerte cosa mostrarse una misma para con todos.
SIRA.—¿Fuerte cosa es vengarse de sus enemigos?, ¿o cazarlos por la
misma vía que ellos quieren cazarte? ¡Ah, pobre de mí! ¡Y no fuera yo
ahora de tus años y rostro, o tú de mi opinión y parecer!

ESCENA II
PARMENÓN, FILOTIS, SIRA

www.lectulandia.com - Página 229


PARMENÓN.— (Saliendo de casa de Laques, a un siervo.) Si preguntare por
mí el viejo, dile que en este punto he ido al puerto a saber de la venida
de Pánfilo. ¿Oyes lo que te digo, Escirto? Que si preguntare por mí, lo
digas; y si no, ni una palabra, porque pueda otra vez valerme de esa
excusa.—Pero ¿es Filotis ésta que veo? ¿De dónde vendrá ahora ésta?
Filotis, seas bienvenida.
FILOTIS.—¡Oh Parmenón! y tú bien hallado.
SIRA.—Los dioses te guarden, Parmenón.
PARMENÓN.—Y a ti también, Sira. Dime, Filotis, ¿dónde te has holgado
tanto tiempo?
FILOTIS.—En buena fe que no me he holgado nada; que me fui de aquí a
Corinto con un soldado muy cruel, y allí le he sufrido cuitada dos años
arreo.
PARMENÓN.—En verdad, Filotis, que creo habrás sentido muchas veces
deseo de volver a Atenas, y que tú misma habrás tenido por malo tu
consejo.
FILOTIS.—Apenas te podría decir, Parmenón, el gran deseo que tenía de
volver acá, de escaparme del soldado, y de veros aquí, por gozar con
libertad de vuestros convites, como solíamos un tiempo; porque allí no
podía hablar sino por tasa, lo que a él le daba gusto.
PARMENÓN.—Yo creo que el soldado no debía de poner buena tasa en tus
conversaciones.
FILOTIS.—Pero ¿qué es esto que ahora me ha contado Baquis aquí dentro?
¿Quién tal creyera, que viviendo ella, pudiera Pánfilo doblar su corazón
a tomar mujer?
PARMENÓN.—¿Tomar?
FILOTIS.—Y pues, dime, ¿no la tiene?
PARMENÓN.—Sí tiene; pero témome que este casamiento no ha de ser firme.
FILOTIS.—Los dioses y diosas lo hagan así, si es cosa que a Baquis le
conviene. Pero ¿cómo creeré yo que eso es así? Cuéntamelo, Parmenón.
PARMENÓN.—No es cosa que se puede decir; no me lo preguntes.
FILOTIS.—¿Es por ventura porque no se divulgue? Pues así los dioses me
amen, como yo no te lo pregunto por divulgarlo, sino por holgarme de
saberlo para mí sola.
PARMENÓN.—Por buen pico que tengas, nunca tú me persuadirás a que fíe
de tu reserva mis espaldas.
FILOTIS.—¡Bah!… ¡No te hagas tanto de rogar, Parmenón! ¡Como sí tú no
tuvieses más gana de contármelo, que yo de saber lo que pregunto!

www.lectulandia.com - Página 230


PARMENÓN.— (Aparte.) La verdad dice ésta. Y esto es en mí una muy grave
falta. (Alto.) Si me das palabra de guardar el secreto, yo te lo diré.
FILOTIS.—A tu condición te vuelves. Yo te la doy; di.
PARMENÓN.—Pues óyeme.
FILOTIS.—En eso estoy.
PARMENÓN.—De esta Baquis estaba Pánfilo más enamorado que nunca,
cuando su padre le comenzó a rogar que se casase y a decirle esto que
suelen decir los padres de ordinario: como ya él era viejo, y que no tenía
otro hijo sino a él, y que quería algún consuelo para su vejez. Él, al
principio, comenzó a hacerse el fuerte; pero como el padre dio en
apretarle, hízole venir a titubear sobre si complacería antes al amor que
a la vergüenza. Finalmente, pudo tanto el viejo machacando y
porfiando, que le vino a desposar con una hija de este nuestro vecino
más cercano. No le pareció a Pánfilo el negocio cosa grave hasta que se
vio en el casamiento. Cuando vio ya que las bodas estaban aparejadas, y
que ya no podía volver atrás, sino que se había de casar; entonces
realmente lo sintió tanto, que la misma Baquis, creo, si estuviera allí, se
doliera de él. Siempre que tenía lugar de verse conmigo y de poderme
hablar a solas, me decía: «¡Perdido soy, Parmenón! ¿Qué es esto que he
hecho? ¿En qué trabajo me he puesto? No podré yo sufrir esta desdicha,
Parmenón. ¡Perdido soy, triste de mí!»
FILOTIS.—Los dioses y diosas te destruyan, Laques, a ti y a tu porfía.
PARMENÓN.—En fin. por acortar razones, trajo la mujer a casa. Aquella
primera noche no tocó a la doncella. Y la siguiente, ni más ni menos.
FILOTIS.—¿Qué dices? ¡Es posible que un hombre mozo, bien comido y
bien bebido, se acostase con una doncella y no la tocase! No es
conforme a verdad lo que me dices, ni yo lo tengo por tal.
PARMENÓN.—Bien creo yo que a ti te lo parece así; porque a ti ninguno se te
allega, si no es deseándote; pero él habíase casado contra su voluntad.
FILOTIS.—¿Y en qué paró la cosa?
PARMENÓN.—Pocos días después Pánfilo me saca afuera a solas, y me
cuenta cómo la doncella por él aun se estaba virgen, y que él, antes de
llevarla a su casa por mujer, había creído que podría soportar aquel
casamiento. «Pero lo que yo entiendo, dice, es que no podré tenerla
conmigo mucho tiempo. Burlarme de ella, Parmenón, y no volverla
intacta a los suyos como la recibí, ni a mí me sería honra, ni a la
doncella provecho.»
FILOTIS.—¡Qué pía y casta condición de mancebo me cuentas!

www.lectulandia.com - Página 231


PARMENÓN.—«Descubrirlo yo esto —continúa— no entiendo que me
cumple, y volvérsela a su padre sin decirle qué falta tiene, es gran
soberbia; pero yo confío que cuando ella diere en la cuenta, no podrá
sufrir mi compañía, y se irá al fin.»
FILOTIS.—¿Y entretanto?, ¿iba a casa de Baquis?
PARMENÓN.—Cada día. Pero, como pasa de ordinario, cuando Baquis le vio
casado con otra, luego se le hizo más insolente y muy más pedigüeña.
FILOTIS.—No me maravillo en buena fe.
PARMENÓN.—Pues eso ha sido lo que más a él le ha hecho retirarse, después
que él vino a reconocerse a sí, y a ella y a la que tenía en casa, poniendo
al parangón las costumbres de entrambas. Porque su mujer era como lo
han de ser las de ahidalgada condición, pudorosa, modesta; sufría los
agravios de su marido, y teníase en secreto las afrentas que le hacía. De
manera que entonces su voluntad. parte convencida de lástima de la
mujer, y parte desabrida de los agravios de Baquis, poco a poco se fue
apartando de ella y aplicando su afición a esta otra, después que halló
condición que conformase con la suya. En este medio murió en Imbro
un viejo, pariente de mis amos, cuya herencia les pertenecía a ellos por
ley. Y Pánfilo, que ya estaba enamorado de su esposa, hubo de ir allá
obligado por su padre. Dejó aquí la mujer en compañía de su madre,
porque el viejo siempre se está retirado en su granja. Muy pocas veces
viene a la ciudad.
FILOTIS.—¿Pues qué dificultad tiene aún el casamiento?
PARMENÓN.—Yo te lo diré. Al principio, por algunos días, muy bien se
llevaban la suegra y la nuera. Pero ésta, a cabo de poco, comenzó a
aborrecer del modo más extraño a Sostrata, pues no había entre ellas
pendencias ni quejas ningunas jamás.
FILOTIS.—¿Qué era pues…?
PARMENÓN.—Si alguna vez la vieja se allegaba a conversar con ella, luego
ella se le quitaba de delante: no quería verla. Finalmente, cuando ya no
la pudo sufrir, finge que su madre la enviaba a llamar para cierto
sacrificio. Y fuese. Después que hubo estado allá algunos días, hizo
Sostrata que la fuesen a llamar. No sé qué excusa le dieron. Manda por
ella otra vez, y no la enviaron. Después que tantas veces enviaba,
fíngenle que estaba enferma. Nuestra vieja va luego allá a verla. No la
dejaron entrar. Supo esto el viejo, y vino ayer de la granja, y habló
luego con el padre de Filomena. No he entendido aún lo que han tratado

www.lectulandia.com - Página 232


entre ellos, sino que estoy en verdad con cuidado en qué ha de parar
todo esto. Ahí tienes todo el caso. Yo me voy a donde iba.
FILOTIS.—Y yo también, porque tengo concierto con un forastero de verme
con él.
PARMENÓN.—Los dioses den buen suceso a lo que hicieres.
FILOTIS.—Ve en buena hora.
PARMENÓN.—Y tú también, ve en la misma, Filotis.

www.lectulandia.com - Página 233


ACTO SEGUNDO

ESCENA I
LAQUES, SOSTRATA

LAQUES.—¡Oh fe de dioses y de hombres! ¿Y qué gente es ésta?, ¿o qué


conjuración? ¿Que sea posible que todas las mujeres por igual quieran
unas mismas cosas, y aborrezcan unas mismas? ¿Y que no halléis una
que discrepe un punto de la condición de las otras? Y así veréis que
todas las suegras de una misma manera aborrecen a sus nueras. Pues en
contradecir a sus maridos, todas son de una misma condición, todas
tienen una misma terquedad, todas parece que han aprendido en una
misma escuela cómo han de hacer maldades. En esta escuela, si tal
escuela hay, bien entendido tengo que ésta es la maestra.
SOSTRATA.—¡Cuitada de mí! Que yo no sé por qué ahora me riñes.
LAQUES.—¡Cómo!, ¿que no lo sabes?
SOSTRATA.—No, así los dioses me amen, Laques mío, y así nos dejen vivir
juntos toda la vida.
LAQUES.—¡Los dioses nos libren de tanto mal!
SOSTRATA.—Y tú verás, antes de mucho, cuán sin razón me has reñido.
LAOUES.—Ya lo sé. ¿A ti sin razón? ¿Hay cosa que conforme a tus hechos
se pueda decir de ti como lo mereces? Porque nos afrentas a mí, y a ti y
a toda la casa, y a tu hijo le buscas enojos, y haces que nuestros deudos,
de amigos se nos vuelvan enemigos habiéndole ellos tenido por digno
de darle su hija. Tú sola te atraviesas a revolvernos todo esto con tu
poca vergüenza.
SOSTRATA.—¿Yo?
LAQUES.—Tú, mujer, tú, que a mí no me tienes en ninguna manera por
hombre, sino por una piedra. ¿Pensáis que porque estoy de ordinario en
la granja, no sé cómo vive aquí cada una de vosotras? Mejor sé todo lo

www.lectulandia.com - Página 234


que aquí pasa, que lo que allí mismo donde estoy a la continua. Porque
de la manera que vosotras os tratareis en casa, así tendré yo la fama por
las plazas. Días ha que he entendido que Filomena está contigo
enfadada, y no me maravillo, antes me maravillara más si ello no fuera
así. Pero no creía que el odio pasase tan adelante, que a toda esta casa
aborreciese. Si yo tal supiera, ella estuviera queda en casa y tú botaras
fuera. Pues mira cuán sin razón me das estos enojos, Sostrata: yo me fui
a la granja, por dejaros vivir en la ciudad, a mirar por la hacienda, para
que ella bastase a sufrir vuestros gastos y descanso, poniéndome al
trabajo más de lo que era razón y mis años requerían. ¿No era bien que
tú, en pago de todo esto, procuraras no buscarme pesadumbres?
SOSTRATA.—Cierto que no ha sucedido ello por mi voluntad ni por mi
culpa.
LAQUES.—Antes sí. Tú sola estuviste aquí; toda la culpa es tuya, Sostrata.
Cuidaras tú de lo de aquí, pues yo os quito todos los demás cuidados.
¿No se avergüenza una vieja como tú de tomar pendencias con una
muchacha? Dirás que ella tiene la culpa.
SOSTRATA.—No digo tal, en buena fe, Laques mío.
LAQUES.—Así los dioses me amen, como me huelgo por mi hijo. Porque de
ti harto sé que aunque más yerres, no puedes ya ser peor de lo que eres.
SOSTRATA.—¿Qué sabes tú, marido mío, si Filomena ha fingido
aborrecerme por poder estarse más tiempo con su madre?
LAQUES.—¿Qué dices? ¿Mayor señal de verdadero enojo quieres, que no
haberte dejado entrar ayer cuando la fuiste a visitar?
SOSTRATA.—Decían que estaba muy fatigada entonces, y por eso no me
dejaron verla.
LAQUES.—Tus costumbres creo yo que son causa de su enfermedad, más
que otra cosa. Y con razón; porque ninguna de vosotras hay que no
huelgue de ver casado a su hijo, y hácese lo que vosotras queréis. Y
después que por vuestra persuasión se han casado, por la misma vienen
a hacer divorcio con sus mujeres.

ESCENA II
FIDIPO, LAQUES, SOSTRATA

FIDIPO.— (Desde la puerta de su casa, a su hija.) Bien sé, Filomena, que


tengo poder para forzarte a que hagas lo que te mando; pero yo, con

www.lectulandia.com - Página 235


todo eso, vencido del paternal amor, haré lo que tú quieres, y no
contradiré a tu voluntad.
LAQUES.—Pero he aquí a Fidipo: a buen tiempo viene. Éste me dirá todo lo
que hay.—Fidipo, aunque sé yo de mí que soy muy aficionado a dar
contento a los míos, con todo eso no de tal manera que mi demasiada
benignidad sea causa de que sus costumbres se estraguen; y si tú lo
mismo hicieses, sería una cosa más conveniente a nuestro provecho y al
vuestro. Pero ya veo que estás a ellas sujeto.
FIDIPO.—¡Sí, a fe!
LAQUES.—Hablóte ayer acerca de esto de tu hija, y despedísteme tan
perplejo como vine. Si tú quieres que esta afinidad nuestra sea durable,
no lo has de hacer así, ni tenernos encubiertos los enojos. Si alguna falta
hay de nuestra parte, dínosla, porque o refutándola o disculpándola, os
satisfaremos a tu albedrío. Pero si la causa de retenérosla en casa es
porque está enferma, paréceme, Fidipo, que me haces grande agravio, si
piensas que en mi casa no se mirará por su salud con toda diligencia.
Porque así los dioses me amen, como no te doy ventaja, aunque eres su
padre, en que tú desees más su salud que yo. Y esto por amor de mi
hijo, el cual tengo entendido la quiere y estima como a sí mismo, y sé
cuánto lo ha de sentir, si esto viene a sus oídos. Por esto deseo que ella
vuelva antes que él a casa.
FIDIPO.—Laques, bien conozco vuestra benignidad y diligencia, y tengo por
muy cierto que todo eso que me dices es como tú lo dices. Y también
deseo que me des crédito en esto: que procuro que ella vuelva a vuestra
casa, si por alguna vía yo lo puedo hacer.
LAQUES.—¿Pues qué te lo estorba? Dime, ¿quéjase, por ventura, de su
marido en algo?
FIDIPO.—No, en verdad; porque después que la comencé a apretar y hacerle
más fuerza para que volviese, me hizo juramento solemne que, estando
ausente Pánfilo, ella no puede permanecer en vuestra casa. Cada cual
tiene por ventura sus faltas; yo soy hombre de tiernas entrañas, y no
puedo contradecir a los míos.
LAOUES.— (Indignado.) ¡Ah, Sostrata!
SOSTRATA.—¡Ay desventurada de mí!
LAQUES.— (A Fidipo.) ¿Y eso es cosa resucita?
FIDIPO.—Por ahora sí, según parece. Mira si mandas otra cosa, porque tengo
necesidad de llegarme hasta la plaza.
LAQUES.—Vámonos juntos.

www.lectulandia.com - Página 236


ESCENA III
SOSTRATA, sola

SOSTRATA.—En buena fe que todas las mujeres somos sin razón aborrecidas
igualmente de nuestros maridos por culpa de algunas, las cuales hacen
que todas parezcamos dignas de castigo. Porque así los dioses me amen,
como yo, en lo que mi marido me riñe, soy inocente. Sino que es cosa
dificultosa el disculparme, según todos tienen por cierto que todas las
suegras son terribles; Mas yo no, a fe. Porque jamás tuve a mi nuera en
otra consideración que si fuera mi propia hija, y no sé de dónde me
viene a mí este trabajo. Cierto que con gran deseo estoy aguardando la
vuelta de mi hijo.

www.lectulandia.com - Página 237


ACTO TERCERO

ESCENA I
PÁNFILO, PARMENÓN; MIRRINA, dentro

PÁNFILO.—No creo que hay hombre en el mundo a quien tantas desgracias


como a mí le hayan sucedido del amor. ¡Oh, desdichado de mí! ¿Y para
esto procuré yo tanto conservar mi vida? ¿Para esto estaba yo tan
deseoso de volver a mi casa? ¿Cuánto mejor me fuera irme a vivir al fin
del mundo, que volver acá, ni tener, cuitado de mí, noticia de estas
cosas? Porque todos aquellos a quien de alguna parte se nos ofrece
algún trabajo, todo el tiempo que pasa de por medio hasta saberse, lo
habemos de tener por ganancia.
PARMENÓN.—Pero así hallarás más presto medio para librarte de estas
fatigas. Si no hubieras vuelto, estos enojos hubieran pasado muy
adelante; mas ahora, Pánfilo, yo sé que ambas a dos tendrán respeto a tu
venida. Entenderás el caso, sacarás los enojos en limpio y harás las
paces. Cosas ligeras son todas éstas que tú en tu pensamiento reputas
por muy graves.
PÁNFILO.—¿Para qué me das consuelos? ¿Hay por ventura en todo el
mundo hombre tan desdichado como yo? Antes que con ella me casase,
tenía yo puesta mi afición y voluntad en otra mujer. En lo cual, sin que
yo lo diga, puede entender quienquiera cuán desventurado fui. Y con
todo, nunca me atreví a rehusar la mujer que me hizo tomar mi padre.
Apenas me hube escapado de la primera y desligado de la afición que la
tenía, y apenas la había aplicado a esta otra, cuando heos aquí
novedades para hacerme retirar de ella mi voluntad. Además, yo
entiendo que en este negocio he de hallar culpada a mi madre o a mi
mujer. Y si esto hallo, ¿qué me queda, sino ser un hombre desdichado?
Porque el amor y el respeto, Parmenón, me obligan a sufrir las injurias

www.lectulandia.com - Página 238


de mi madre. Por otra parte, a mi mujer estoyle en grande obligación,
por haberme comportado un tiempo con su buena condición, y no haber
descubierto en parte ninguna tantas sinrazones como yo le hice. Pero no
es posible, Parmenón, que deje de haber habido alguna ocasión muy
grande por donde hayan nacido entre ellas estos enconos, que tanto
tiempo han durado.
PARMENÓN.—Antes, si bien quieres echar la cuenta, hallarás ser cosa de
poco, y que algunas veces los grandes enojos son indicios de pequeños
agravios; porque muchas veces acontece que en casos donde uno no está
enojado, otro que de suyo es colérico está hecho un león. Mira los niños
por cuán ligeras cosas traban entre sí grandes pendencias. ¿Por qué?
Porque el alma que los rige es de poca firmeza. Y las mujeres casi son
como niños de puro ligeras. Puede que una sola palabra haya causado
entre ellas estas riñas.
PÁNFILO.— (Mostrando la casa de Fidipo.) Entra, Parmenón, y anuncia mi
regreso.
PARMENÓN.— (Cerca de la puerta.) ¡Eh!, ¿qué es esto?
PÁNFILO.— (Aproximándose.) ¡Calla, que siento bullicio y correr de acá
para allá!
PARMENÓN.—Acércate más a la puerta. (Pausa.) ¿Eh? ¿Has oído…?
PÁNFILO.—No alces la voz. ¡Oh Júpiter!… ¡Un grito!…
PARMENÓN.—Hablas tú, y dícesme a mí que calle.
MIRRINA.— (Dentro, a Filomena.) Calla, por tu vida, hija mía.
PÁNFILO.—La voz de la madre de Filomena me ha parecido. ¡Perdido soy!
PARMENÓN.—¿Por qué?
PÁNFILO.—¡Muerto soy!
PARMENÓN.—¿Por qué razón?
PÁNFILO.—Algún grande mal, Parmenón, me tienes tú encubierto, sí.
PARMENÓN.—Tu mujer decían que tenía no se qué desmayos; y si por
ventura es esto, yo no sé.
PÁNFILO.—¡Oh desdichado de mí! Pues ¿por qué no me lo has dicho?
PARMENÓN.—Porque no te lo podía contar todo de una vez.
PÁNFILO.—¿Y qué es su enfermedad?
PARMENÓN.—No lo sé.
PÁNFILO.—¿Y pues?, ¿no ha habido ninguno que trajese al médico?
PARMENÓN.—No sé.
PÁNFILO.—¿Por qué me detengo y no entro allá cuanto antes a saber de
cierto lo que es? ¡Oh Filomena de mi alma!, ¿y cómo te hallaré yo ahora

www.lectulandia.com - Página 239


dispuesta? Porque, si tú algún peligro corres, sin duda pereceré yo
juntamente contigo. (Entra.)
PARMENÓN.—No me cumple a mí seguirle ahora allá dentro; porque
entiendo que nos miran a todos con malos ojos. Ayer ninguno permitió
entrar a Sostrata. Y si la enfermedad va de aumento (lo cual en verdad
no deseo, especialmente por amor de mi amo), luego dirán que entró
allá el siervo de Sostrata, y fingirán que llevó algún maleficio con que
se le acrecentó la enfermedad. A mi ama le echarán la culpa, y yo
llevaré los azotes.

ESCENA II
SOSTRATA, PARMENÓN, PÁNFILO

SOSTRATA.—Rato ha, cuitada de mí, que oigo aquí no sé qué bullicio.


Mucho me temo no se le haya acrecentado más la enfermedad a
Filomena. ¡Yo os suplico, a ti, Esculapio, y a ti, Salud, que no lo
permitáis! Entraré a verla ahora.
PARMENÓN.— (Llamándola.) ¡Hola!… ¡Sostrata!…
SOSTRATA.—¿Quién…?
PARMENÓN.—Otra vez te darán ahí con la puerta en los ojos.
SOSTRATA.—¡Oh Parmenón!, ¿y aquí estabas tú? ¿Pues qué haré, cuitada de
mí? ¿No he de ir a ver a la mujer de Pánfilo, especialmente estando tan
cerca y enferma?
PARMENÓN.—Ni la vayas a ver, ni envíes a nadie a visitarla. Porque quien
quiere bien a quien le aborrece, paréceme a mí que hace una necedad
doble. Que él toma trabajo en vano, y al otro le da muy grande
pesadumbre. Además de esto, tu hijo, en llegando, ha entrado allá a ver
cómo está.
SOSTRATA.—¿Qué me dices? ¿Pánfilo ha venido?
PARMENÓN.—Sí.
SOSTRATA.—Gracias sean dadas a los dioses. ¡Oh! Con esa palabra me has
dado la vida, y me has quitado del corazón todos mis cuidados.
PARMENÓN.—Y aun por eso, particularmente, no quiero que entres allá
ahora. Porque si le alivian a Filomena algo los desmayos, yo sé que
luego ella a solas le contará todo lo que ha habido entre vosotras, y de
dónde han tenido principio vuestros enojos.—Pero hele aquí do sale.
¡Qué triste viene!

www.lectulandia.com - Página 240


SOSTRATA.—¡Ay, hijo de mi corazón!
PÁNFILO.—¡Estés en buena hora, madre mía!
SOSTRATA.—Huélgome de verte venir bueno. ¿Está buena Filomena?
PÁNFILO.—Un poquillo mejor.
SOSTRATA.—¡Los dioses lo hagan así! ¿Por qué, pues, lloras tú?, ¿o de qué
sales tan triste?
PÁNFILO.—No, de nada, madre.
SOSTRATA.—¿Qué alboroto ha sido éste? Dímelo. ¿Hale por ventura tomado
repentinamente algún desmayo?
PÁNFILO.—Sí.
SOSTRATA.—¿Y qué es su enfermedad?
PÁNFILO.—Calentura.
SOSTRATA.—¿Continua?
PÁNFILO.—Dicen que sí. Éntrate allá en casa, madre, por mi amor, que yo
voy luego tras de ti.
SOSTRATA.—En buena hora.
PÁNFILO.—Tú, Parmenón, corre, y sal a recibir a aquellos mozos, y
ayúdales a traer aquellas cargas.
PARMENÓN.—¡Cómo! ¿Y no saben ellos el camino por donde han de venir a
casa?
PÁNFILO.— (Instándole.) ¿Así te estás?

ESCENA III
PÁNFILO, solo

PÁNFILO.—No puedo hallar principio ninguno conveniente por donde


comience a contar las cosas que ahora de improviso me están
sucediendo. Parte de ellas por mis ojos las he visto; parte las he oído.
Por eso de pura alteración me he salido acá fuera de presto. Porque así
como me entré de presto temeroso, pensando hallar a mi mujer enferma
de otra enfermedad de lo que he entendido ¡ay de mí! las criadas al
verme entrar alzan a una muy alegres las voces, diciendo: «¡Ya llegó!»
¡Como me vieron de repente…! Pero luego les vi demudárseles a todas
el rostro, viendo cuán a mal punto las había traído la fortuna mi venida.
En esto, una de ellas va corriendo a decir como yo era venido: yo, con
deseo de ver a mi mujer, voyme tras ella. ¡Por entrar entendí, cuitado, la
enfermedad que tenía! Porque ni el tiempo les daba lugar para

www.lectulandia.com - Página 241


encubrirla, ni ella se podía quejar con otra voz de la que el caso
requería. Al ver esto, «¡oh hecho indigno!» dije. Y salíme luego de allí
llorando, lastimado de un caso tan increíble e infame. La madre viene
tras mí, y cuando salía de la puerta, híncaseme de rodillas, llorando la
cuitada: dióme lástima. Y realmente que ello es a mi parecer de esta
manera: que todos, según que las cosas nos suceden, así somos o
entonados o abatidos. Al principio comiénzame a hacer este
razonamiento: «¡Oh Pánfilo de mi alma! Ya ves la causa por que se
salió ésta de tu casa; porque no sé qué mal hombre la corrompió tiempo
ha siendo ella doncella. Ahora hase acogido aquí por encubrir su parto
de ti y de los demás.» Y realmente que cuando me acuerdo de sus
ruegos no puedo dejar, cuitado, de llorar. «Por aquella ventura, dice,
cualquiera que ella sea, que hoy te nos ha traído aquí, por aquélla ambas
a dos te pedimos por merced, si es cosa justa y lícita, que tengas en
secreto y encubierta a todo el mundo esta su desgracia. Si alguna vez,
Pánfilo mío, has entendido de ella que te ha tenido voluntad, ella te
ruega ahora que en pago le hagas esta merced, pues no te cuesta nada;
que en lo de volvértela a llevar, tú harás lo que mejor te estuviere. Tú
sólo sabes como ella está de parto, y que no está embarazada de ti.
Porque dicen que a cabo de dos meses se juntó contigo. Y ahora ya anda
en los siete meses que ella vino a tu poder; y por la obra se ve que tú
estás bien en la cuenta. Ahora, Pánfilo, si es posible, yo deseo mucho y
procuro que su padre no tenga noticia de este parto, ni aun otra persona
alguna. Pero si no pudiere ocultarse, diré que ha malparido; que bien sé
yo que nadie sospechará de lo contrario, sino que todos, como es de
creer, tendrán por cosa llana que ha parido de ti. La criatura yo la
expondré luego. De aquí a ti ningún mal ni daño te redundará, y le
cubrirás a la cuitada el agravio que, tan sin merecerlo ella, se le hizo.»
Yo se lo prometí, y no puedo menos de cumplir mi palabra. Porque el
tornarla a casa, no entiendo que me será honra, ni haré tal. Aunque
realmente que me hace gran duela su amor y buena compañía. Las
lágrimas se me saltan cuando considero qué vida he de llevar de aquí
adelante, y qué soledad ha de ser la mía. ¡Oh fortuna, y cómo nunca eres
firme en tus favores! Aunque ya mis primeros amores me hicieron
diestro en esto. Los cuales yo olvidé discretamente entonces; y lo
mismo procuraré hacer con ésta. Aquí viene Parmenón con los criados;
en ninguna manera cumple que éste presencie el caso. Porque a éste
sólo le descubrí entonces cómo me abstuve de ella a los primeros meses

www.lectulandia.com - Página 242


de casado. Temo que si éste vuelve a oír aquí sus quejas, entenderá
como está de parto. Menester es despedirle a alguna parte, mientras pare
Filomena.

ESCENA IV
PARMENÓN, SOSIA, PÁNFILO

PARMENÓN.— (A Sosia.) ¿Conque de veras te ha ido mal en este viaje?


SOSIA.—No bastarían las palabras, Parmenón, para contarte cuánto ello es
en sí molesto el navegar.
PARMENÓN.—¿Es posible?
SOSÍA.—¡Oh, dichoso tú! No sabes de qué mal te has escapado con no haber
entrado en tu vida en la mar. Porque dejadas aparte otras desventuras,
escúchame sólo ésta: treinta días o más estuve en el barco aguardando,
pobre de mí, la muerte de hora en hora; tantos temporales nos cogieron.
PARMENÓN.—¡Dura cosa!
SOSÍA.—Bien lo sé yo. Y así real mente que antes me huya, que allá vuelva,
si otra vez sé que tengo de volver.
PARMENÓN.—Ya otras veces por bien ligeras causas te has movido a llevar a
la práctica, Sosía, las amenazas de ahora.—Pero a Pánfilo veo a la
puerta. Entra allá dentro. Yo me llegaré a él, a ver si me quiere algo. (A
Panfilo.) ¿Todavía aquí, señor?
PÁNFILO.—Estoy aguardándote.
PARMENÓN.—¿Qué hay?
PÁNFILO.—Es menester ir corriendo al alcázar.
PARMENÓN.—¿Quién?
PÁNFILO.—Tú.
PARMENÓN.—¡Al alcázar! ¿Y ti qué?
PÁNFILO.—A buscar allí a un forastero, huésped mío de Micona, llamado
Calidémides, que ha venido en el mismo barco que yo.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Perdido soy! Yo creo que éste ha hecho voto que,
si a su casa volvía salvo, me había de reventar a fuerza de hacerme
caminar.
PÁNFILO.—¿Aún estás ahí?
PARMENÓN.—¿Qué quieres que le diga? ¿No tengo de hacer más que
buscarle?

www.lectulandia.com - Página 243


PÁNFILO.—Y decirle que hoy no puedo verme con él, como estaba
concertado, para que no me espere en balde. Vuela.
PARMENÓN.—¡Pero si no le he visto la cara!
PÁNFILO.—Yo te daré las señas. Él es un hombre de grande estatura, color
bermejo, pelo crespo, panzudo, de ojos garzos, rostro cadavérico.
PARMENÓN.— (Bajo.) Que los dioses lo confundan. (Alto.) ¿Y si no le
hallare? ¿Téngome de estar esperándole allí hasta la tarde?
PÁNFILO.—Sí. Corre.
PARMENÓN.—No puedo: ¡tan cansado estoy! (Vase.)
PÁNFILO.—Fuese ya. ¿Qué hacer ahora? Prometíle a Mirrina guardar en
secreto el parto de su hija, y no sé cómo hacer por cumplirlo, pues la
mujer me da lástima. Haré cuanto posible me fuere, pero salvo el
respeto paternal. Porque más razón es obedecer a mi padre, que al amor.
¡Tate! He aquí a Fidipo y a mi padre; los veo venir hacia acá. ¿Qué les
diré a éstos? No sé.

ESCENA V
LAQUES, FIDIPO, PÁNFILO

LAQUES.—¿No me dijiste, rato ha, que tu hija te había dicho que aguardaba
la venida de mi hijo?
FIDIPO.—Sí.
LAQUES.—Pues ya dicen que ha ve nido: vuelva.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¿Qué excusa le daré a mi padre, para que no me
obligue a traerla? No sé.
LAQUES.—¿A quién he oído yo hablar aquí?
PÁNFILO.—Determinado estoy a seguir el camino que he tomado.
LAQUES.—Él mismo es de quien veníamos tratando.
PÁNFILO.—¡Salud, padre mío!
LAQUES.—¡Hijo mío, salud!
FIDIPO.—Huélgome, Pánfilo, de tu regreso; y sobre todo, de verte sano y
salvo.
PÁNFILO.—Así lo creo.
LAQUES.—¿Llegas ahora?
PÁNFILO.—En este punto.
LAQUES.—Dime, ¿qué bienes dejó mi primo Fania?

www.lectulandia.com - Página 244


PÁNFILO.—Aquél fue un hombre amigo de vivir a su gusto toda su vida; y
los que son así, no ayudan mucho a sus herederos. Pero a lo menos para
sí dejó esta fama: «Mientras vivió, vivió bien.»
LAQUES.—¿Es decir que tú no nos has traído acá más que ese dicho?
PÁNFILO.—Sea poco o mucho lo que nos dejó, nos hizo un favor.
LAQUES.—Antes no, sino daño; porque más le quisiera yo vivo y sano.
FIDIPO.—Por demás es ya desear eso. Él ya jamás tornará a vivir. Y con
todo eso comprendo tus deseos.
LAQUES.—Ayer hizo Fidipo que Filomena fuese a su casa. (Bajo a Fidipo,
tocándole con el codo.) Di que la hiciste ir.
FIDIPO.— (Bajo a Laques.) No me zarandees. (Alto.) Sí que la hice ir.
LAQUES.—Pero luego te la volverá.
FIDIPO.—Al instante.
PÁNFILO.—Ya yo sé todo el negocio cómo pasa. Al llegar me lo han
contado todo.
LAQUES.—Los dioses confundan a esos malditos que de tan buena gana van
con estos cuentos.
PÁNFILO.— (A Fidipo.) Yo estoy de mí bien satisfecho, porque siempre he
procurado no daros ocasión de que con razón me pudieseis hacer
ninguna afrenta. Y si yo ahora quisiese decir aquí cuán fiel, benigno y
bondadoso fui para con ella, bien lo podría decir con verdad; pero más
quiero que de esto te informes de ella misma. Porque así más de veras
creerás tú mi buen proceder, viendo que la que ahora se muestra contra
mí tan dura, me hace justicia. ¡Y los dioses me son testigos de que este
divorcio no ha sucedido por mi culpa! Pero pues ella se lo tiene a menos
el ser obediente a mi madre y sufrirle con paciencia su condición, y no
hay otro medio para que ellas vivan en paz, o yo tengo, Fidipo, de echar
de casa a mi madre, o a Filomena. Y el amor filial me obliga a que
precie más el bien de mi madre.
LAQUES.—No me pesa, hijo, de oírte decir esas palabras, pues veo que todo
lo pospones por tu madre. Pero has de mirar, Pánfilo, no te ciegue tanto
el enojo, que te haga errar.
PÁNFILO.—¿Qué enojo me hace ahora a mí ser fuerte contra ella?
Especialmente no habiéndome ella dado nunca a mí un disgusto, padre;
antes sé que en lo que ha podido, ha procurado complacerme. Y así la
quiero bien, y la estimo, y deseo en extremo; y ruego a los dioses le den
ventura para que viva casada con otro marido que más dichoso sea que
yo, pues la necesidad me hace separarme de ella.

www.lectulandia.com - Página 245


FIDIPO.—En tu mano está que esto no suceda.
LAQUES.—Si tú buen seso tienes, haz que vuelva a casa.
PÁNFILO.—No es ése buen consejo, padre. El bien de mi madre he de mirar.
(Vase Pánfilo.)
LAQUES.—¿Dó te vas? Espera: espera digo. ¿Dó vas?
FIDIPO.—(A Laques.) ¿Qué terquedad es ésta?
LAQUES.—¿No te decía yo, Fidipo, que él había de sentir mucho este caso?
Y por esto te rogaba que hicieras volver a tu hija.
FIDIPO.—Nunca creyera, en verdad, que tan cruel fuera. ¿Piensa él que yo le
he de ir a suplicar? Si quiere llevarse a su mujer, véalo, y si otro
propósito tiene, vuelva acá la dote, y vaya en hora buena.
LAQUES.—¡Cataos aquí! También tú estás demasiado colérico.
FIDIPO.—¡Qué porfiado has vuelto acá, Pánfilo!
LAQUES.—Ea, páseseos ya ese enojo. Aunque él no está enojado sin razón.
FIDIPO.—Porque os ha crecido un poquillo la hacienda estáis ya muy
entonados.
LAQUES.—¿También quieres haberlas conmigo?
FIDIPO.—Determínese, pues, y vuélvame hoy por todo el día la respuesta si
quiere o si no; para que sea para otro, si para él no ha de ser. (Vase.)
LAQUES.—Fidipo, ven acá: escucha dos palabras. Fuese. ¿Y a mí qué…?
Allá se las hayan como quisieren, pues ni mi hijo ni él se dejan regir por
mí, ni hacen caso de lo que les digo. Voy a reñir con mi mujer, por cuyo
consejo se hace todo esto, y a descargar sobre ella esta pesadumbre.

www.lectulandia.com - Página 246


ACTO CUARTO

ESCENA I
MIRRINA, FIDIPO

MIRRINA.—¡Cuitada de mí! ¿Qué haré? ¿A qué mano me volveré? ¿Qué le


diré a mi marido, triste de mí? Porque entiendo que ha oído la voz de la
criatura que lloraba: tan de presto se nos entró donde mi hija está, sin
decirnos nada. Y si él sabe que ella ha parido, ¿qué excusa le daré de
habérselo encubierto? ¡Ay, no lo sé! Pero la puerta ha sonado. Yo creo
que él sale a reñir conmigo. ¡Perdida soy!
FIDIPO.—Mi mujer, por verme entrar do mi hija está, botó fuera. ¡Y hela
aquí! ¿Qué dices, Mirrina? (Alzando la voz.) ¡Hola! ¡A ti digo!
MIRRINA.—¿A mí, marido mío?
FIDIPO.—¿Tu marido soy yo? ¿Es posible que tú me tengas en reputación de
marido, ni aun de persona? Porque si cualquiera de estas dos cosas,
mujer, yo te pareciera, jamás te burlaras así de mí con esos tus hechos.
MIRRINA.—¿Con cuáles?
FIDIPO.—¿Eso me preguntas? ¿Ha parido mi hija? ¡Eh! ¿No me respondes?
¿De quién?
MIRRINA.—¿Esa pregunta la ha de hacer un padre? ¡Triste de mí! ¿Y de
quién piensas, por tu vida, que había de parir, sino de aquel con quien la
casamos?
FIDIPO.—Así lo creo yo. Ni sería hecho de padre pensar otra cosa. Pero me
maravilla que hayas puesto tal empeño en ocultarnos a todos el parto,
mayormente habiendo librado bien y a su tiempo. ¿Es posible que hayas
de ser de un ánimo tan terco, que quisieses más que el muchacho
pereciese, por ver que por él había de ser más firme en adelante nuestra
amistad con esta gente, que no que tu hija estuviese casada con Pánfilo

www.lectulandia.com - Página 247


contra tu voluntad? Yo creía que era de ellos toda la culpa, y ahora veo
que la tienes tú.
MIRRINA.—¡Desdichada soy!
FIDIPO.—Ojalá fuese verdad. Pero ahora me acuerdo de lo que me dijiste
una vez, cuando le tomamos por yerno. Porque decías que no
consentirías que tu hija estuviese casada con un hombre que tenía
amores con una ramera y dormía fuera de casa.
MIRRINA.— (Aparte.) Más quiero que sospeche cualquiera otra causa, que
no la verdadera.
FIDIPO.—Mucho antes que tú supe, Mirrina, que él tenía amiga; pero yo
nunca lo tuve eso por vicio en la mocedad, porque eso cosa es natural a
todos. Yo te juro que ya vendrá el día en que aun de sí mismo él se
enfade. Pero tú no has dejado de mostrarte la misma que entonces, y
procurar apartar tu hija de él, porque yo no saliese con la mía. Ahora
veo de qué modo querías conseguirlo.
MIRRINA.—¿Tan terca me crees, que siendo ella mi hija había yo de tener
tan mal propósito, si este casamiento fuera cosa que nos cumpliera?
FIDIPO.—¿Qué juicio tienes tú para prever ni juzgar qué es lo que nos
cumple? ¿Hate dicho alguno, por ventura, que le ha visto salir o entrar
en casa de la amiga? Pero, puesto que ello fuese así, ¿qué cosa tan
grave, si él lo ha hecho recatadamente y pocas veces? ¿No es cosa más
humana disimularlo eso nosotros, que no dar ocasión a que lo sepa
quien mal nos quiere? Porque si él pudiera desatarse de ella tan de
presto, habiendo tenido trato con ella tantos años, no le tuviera yo por
hombre ni aun por marido seguro para mi hija.
MIRRINA.—Por tu vida, que dejes de tratar ahora del mancebo y del yerro
que dices que yo he hecho. Y ve y habla a solas de ti a él. Pregúntale si
quiere recibir a su mujer. Y si te dice que si, vuélvesela; y si es que no
quiere, bien he mirado yo por mi hija.
FIDIPO.—Pues si es verdad que él no quiere, y tú, Mirrina, has visto en él
alguna falta, ¿no estaba yo en el mundo, para que por mi consejo se
mirara todo esto? Y así realmente se me salta el corazón de enojo al ver
que te hayas atrevido a hacer una cosa como ésa sin mi mandamiento.
Te prohíbo que me saques el muchacho de casa a ninguna parte. Pero
más necio soy yo en pensar que ésta ha de hacer lo que yo mando.
Voyme allá dentro, y mandaré a los criados que no me lo dejen llevar a
ninguna parte.

www.lectulandia.com - Página 248


MIRRINA.— (Sola.) A fe que no hay en el mundo mujer más desventurada
que yo. Porque a la clara veo los extremos que éste ha de hacer, si viene
a saber el negocio como pasa, pues esto que es cosa de poco momento
le ha puesto tan colérico. Ni sé qué medio me tome, para que se pueda
mudar su parecer. Y no me faltaba ahora otro trabajo, sino éste sobre
todos los demás, si él me fuerza a criar el muchacho, cuyo padre
nosotras no sabemos quién es. Porque cuando a mi hija se le hizo la
fuerza, con la obscuridad no se le pudo al hombre conocer el rostro, ni
se le quitó prenda ninguna por donde se pudiese después saber quién
era. Él le quitó a la doncella una sortija, que ella tenía en el dedo, a la
despedida, Juntamente con esto, temo que Pánfilo no podrá tener mucho
tiempo en secreto lo que le he rogado, especialmente cuando vea que
crían por suyo el que es hijo ajeno.

ESCENA II
SOSTRATA, PÁNFILO

SOSTRATA.—Bien sé yo, hijo mío, que tú sospechas que tu mujer se ha ido


de casa por mi mal humor, aunque lo disimulas cuerdamente. Pero así
los dioses me amen y así yo vea de ti aquel gozo que deseo, como
nunca, que yo sepa, he merecido que ella me aborreciese con razón. Y
aquel grande amor que yo hasta aquí creía me tenías, ahora por la
experiencia lo has mostrado. Porque tu padre acaba de contarme allá
dentro cómo me has preferido a tu amor, y yo ahora he determinado
darte por ello el galardón, para que sepas, Pánfilo, que tengo con qué
premiarte ese maternal amor. Hijo mío, yo entiendo que esto es lo que a
vosotros cumple y a mi honra: yo estoy resuelta a irme de aquí con tu
padre a la alquería, porque mi presencia no os haga estorbo ni quede
excusa ninguna para que no vuelva a casa tu Filomena.
PÁNFILO.—¿Qué determinación es ésa, madre mía? ¿Por su necedad te has
de ir a morar a la alquería? No harás tal, ni yo daré lugar a que los que
mal nos quieren digan, madre mía, que eso lo ha causado mi porfía y no
tu comedimiento. Además, yo no quiero que tú dejes por mi causa tus
amigas, y tus parientes y tus fiestas.
SOSTRATA.—Nada de eso me da ya contento ninguno: mientras mis años lo
sufrieron, ya yo he gozado harto de eso; ya todos esos placeres me
cansan. Lo que yo ahora más procuro es que mis muchos años no den

www.lectulandia.com - Página 249


pena a nadie, ni que nadie desee ver el fin de mis días. Yo veo que aquí
sin razón soy aborrecida: tiempo es ya de no estorbar. Así entiendo que
quitaré a todos las ocasiones de disgusto, y yo me libraré de esta
sospecha y a ellos les daré contento. Déjame, por favor, librarme de esta
mala fama que tenemos las mujeres.
PÁNFILO.— (Aparte.) Si no fuera por lo que ha sucedido, ¡cuán dichoso
sería yo en todo con una madre como ésta y una mujer como aquélla!
SOSTRATA.—Hijo mío, yo te ruego que no se te haga de mal el sufrir este
inconveniente, como quiera que él sea. Si en todo lo demás ella es a tu
gusto, como yo creo que lo es, hijo mío, dame este placer; hazla volver
a casa.
PÁNFILO.—¡Ay mísero de mí!
SOSTRATA.—¡Y también de mí! Porque este trance no menor pena me da a
mí, que a ti, hijo mío.

ESCENA III
LAQUES, SOSTRATA, PÁNFILO

LAQUES.—Desde aquí aparte he oído, mujer, la plática que has tenido con tu
hijo. Esto es ser las gentes cuerdas; poder, donde fuere menester, doblar
la voluntad, y hacer desde luego lo que después se ha de hacer por
ventura de necesidad.
SOSTRATA.—¡Bien está!
LAQUES.—Vete, pues, a la granja; allí yo te sufriré a ti y tú a mí.
SOSTRATA.—Así lo espero en buena fe.
LAQUES.—Entra, pues, y apareja lo que has de llevar contigo: ya te lo he
dicho.
SOSTRATA.—Como lo mandas lo haré. (Vase.)
PÁNFILO.—¡Padre!
LAQUES.—¿Qué hay, Pánfilo?
PÁNFILO.—¿Mi madre se ha de ir de aquí? No, en ninguna manera.
LAQUES.—¿Pues qué quieres tú?
PÁNFILO.—Porque en lo de mi mujer aún no estoy determinado qué tengo
de hacer.
LAQUES.—¿Qué es eso?, ¿qué has de hacer, sino tornarla a casa?
PÁNFILO.— (Aparte.) Cierto que lo deseo, y con harta pena lo dejo de hacer.
Pero no mudaré de propósito. (Alto.) Yo haré aquello que más nos

www.lectulandia.com - Página 250


convenga. Y entiendo que no trayéndola estarán más en paz.
LAQUES.—¿Qué sabes tú? A ti poco te importan sus enojos, pues tu madre
se va. Esta edad es cosa pesada para gente moza. Justo es quitarse de en
medio. Finalmente, ya nosotros no somos nadie, Pánfilo, un viejo y una
vieja.— Pero a Fidipo veo salir a muy buen tiempo de su casa;
lleguémonos.

ESCENA IV
FIDIPO, LAQUES, PÁNFILO

FIDIPO.— (Saliendo de casa.) También contigo estoy realmente enojado,


Filomena, y muy mucho; porque en verdad que lo has hecho ruinmente.
Aunque en esto tú tienes excusa: tu madre te indujo; pero ésta no la
tiene.
LAQUES.—A buen tiempo nos habemos topado, Fidipo.
FIDIPO.—¿Qué hay de nuevo?
PÁNFILO.— (Aparte.) ¿Qué les responderé a éstos? ¿O cómo descubriré este
caso?
LAQUES.—Dile a tu hija cómo ya Sostrata se retira a la granja, y que ya no
tiene que temer para no volver a casa.
FIDIPO.—¡Ah! ninguna culpa tiene en eso tu mujer: todo esto lo ha urdido la
mía: Mirrina.
PÁNFILO.— (Aparte.) Mudanza hay.
FIDIPO.—Ella es la que nos revuelve, Laques.
PÁNFILO.— (Aparte.) Con tal que yo qo la recobre, revuelvan cuanto
quieran.
FIDIPO.—Yo, Pánfilo, si posible es, deseo que esta afinidad permanezca
para siempre entre nosotros; pero si otro parecer tienes, toma el
muchacho.
PÁNFILO.— (Aparte.) Ha sabido lo del parto. ¡Perdido soy!
LAQUES.—¡Muchacho! ¿Qué muchacho?
FIDIPO.—Un nieto que nos ha nacido. Porque mi hija vino encinta de
vuestra casa, y hasta hoy yo no había sabido que lo estaba.
LAQUES.—Buenas nuevas nos das, así me quieran bien los dioses. Y me
huelgo de que él haya nacido y ella librado bien. (A Pánfilo.) ¿Pero qué
mujer tienes tú?, ¿o a qué costumbres hecha? ¿Una cosa como ésa nos la

www.lectulandia.com - Página 251


había de tener encubierta tanto tiempo? No sé cómo decirte lo mal que
esto me parece.
FIDIPO.—No te parece a ti, Laques, peor que a mí.
PÁNFILO.— (Aparte.) Aunque hasta ahora yo hubiera estado en duda, ya no
hay que dudar, pues ha de venir acompañada de hijo ajeno.
LAQUES.—Pánfilo, ya no hay que vacilar.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¡Muerto soy!
LAQUES.—Este día deseábamos ver todos muchas veces; que naciese de ti
alguno que te llamase padre. Ya ello ha sucedido. Gracias sean dadas a
los dioses.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¡Acabé!
LAQUES.—Haz volver a tu mujer y no me contradigas.
PÁNFILO.—Padre, si ella gustara de tener hijos de mí o de estar casada
conmigo, sé yo bien que no me encubriera lo que me ha encubierto. Y
pues veo que ella no me tiene buena voluntad, tampoco entiendo que
concordaremos para en lo de adelante. ¿Para qué la he de traer?
LAQUES.—Como mujer moza hizo lo que le aconsejó su madre. ¿Qué
maravilla es? ¿Piensas tú poder hallar mujer que no tenga alguna falta?
¡Como si no errasen también en algo los maridos!
FIDIPO.—Ved desde luego tú, La ques, y tú, Pánfilo, si os conviene dejarla o
tornarla a vuestra casa. Lo que mi mujer hace no está en mi mano el
remediarlo; para lo uno y para lo otro me hallaréis aparejado. ¿Pero qué
haremos del muchacho?
LAQUES.—¡Donosa pregunta! Suceda lo que quiera, se le darás a éste, pues
suyo es, para que lo criemos como nuestro.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¿A quien su padre abandonó he yo de criar?
LAQUES.— (Que no ha oído más que las últimas palabras.) ¿Qué has dicho?
¡Pues! ¿No le habemos de criar, Pánfilo? ¿Pues qué habemos de hacer
de él, por tu vida? ¿Habémosle de desamparar? ¿Qué locura es ésta?
Realmente que ya no me basta la paciencia, porque me haces decir
delante de éste lo que yo no querría. ¿Piensas que no entiendo yo tus
lágrimas? ¿O qué es lo que tanto te da pena? Al principio, cuando diste
la excusa que no podías tener esta mujer en casa por amor de tu madre,
ella te prometió que se saldría de casa. Ahora que ves que esta excusa se
te ha quitado, ya te has hallado otra, porque el niño ha nacido sin
saberlo tú. Muy engañado estás, si piensas que yo no sé tus intentos.
Acaba ya de asentar en esto tu voluntad. ¡Mira qué de lugar te he dado
para que cortejases a tu amiga, y con cuánta paciencia he llevado los

www.lectulandia.com - Página 252


gastos que con ella has hecho! Roguéte y supliquéte que te casases.
Díjete que ya era tiempo. Casástete por mi importunación. Hiciste
entonces lo que debías, mostrándoteme obediente, y ahora has tornado a
cautivar otra vez tu voluntad con la ramera, y por darle a ella contento
haces a estotra agravio. Y veo que te has tornado a revolver de nuevo en
aquella misma vida.
PÁNFILO.—¿Yo?
LAQUES.—¡Sí, tú! Y haces muy mal en fingir pretextos para tener con ella
discordia y vivir con tu amiga, después de haber apartado de ti este
testigo. Y bien lo ha entendido esto tu mujer, porque ¿qué otra causa
tuvo ella para salirse de tu casa?
FIDIPO.—Realmente que adivina éste, porque ésa misma es.
PÁNFILO.—Juramento solemne te haré que no pasa nada de eso.
LAQUES.—¡Ea! Haz volver a tu mujer o dinos por qué no te conviene.
PÁNFILO.—No es ahora tiempo de decirlo.
LAQUES.—Pues recoge el muchacho; que él ninguna culpa tiene. Lo de la
madre después lo veremos.
PÁNFILO.— (Aparte.) De cualquier modo es cierta mi desdicha. No sé qué
me haga, según por todas las vías me ataja con razones mi padre, ¡triste
de mí! Marcharéme, pues aquí ya veo que no adelanto nada. Yo creo
que al muchacho no le criarán sin mi licencia, especialmente pues en
esto tengo a mi suegra en mi favor. (Vase.)
LAQUES.—¿Huyes? ¡Eh! ¿Y no me das ninguna respuesta? (A Fidipo.)
¿Parécete que éste está en su seso? Déjame a mí hacer, Fidipo; dame a
mí el muchacho, que yo le criaré.
FIDIPO.—De buena voluntad. No me maravillo de lo que mi mujer ha hecho
ni del gran sentimiento que ha tenido. Son terribles las mujeres, y no
tienen paciencia para estas cosas. De aquí han nacido estos enojos,
porque ella me lo ha contado a mí. Y yo no te lo había querido decir
delante de él, ni a ella le daba crédito al principio; pero ahora manifiesta
está la verdad. Porque yo veo que la voluntad de este mozo rehúsa el
matrimonio.
LAQUES.—¿Pues qué te parece que haga, Fidipo?, ¿qué consejo me das?
FIDIPO.—¿Qué hagas? Paréceme que lo primero hablemos con esta ramera.
Y la roguemos, y la reprendamos con dureza, y finalmente la
amenacemos, para que no tenga con él trato ninguno de aquí adelante.
LAQUES.—Yo lo haré como tú me lo aconsejas. (Llamando a un siervo.)
¡Hola! Muchacho, ve corriendo a casa de Baquis, esta nuestra vecina, y

www.lectulandia.com - Página 253


dile de mi parte que le ruego se llegue aquí. (A Fidipo.) Y tú por tu vida
que me seas también en esto valedor.
FIDIPO.—¡Ah! Ya ha rato que te dije, y ahora también lo digo, Laques, que
yo deseo que esta afinidad permanezca entre nosotros, si en alguna
manera es posible; lo cual confío que será. Pero ¿quieres que yo me
halle presente, mientras hablas con ésa?
LAQUES.—No, sino que vayas y le busques alguna ama al niño.

ESCENA V
BAQUIS y dos criadas, LAQUES

BAQUIS.—No es sin misterio el enviarme ahora Laques a llamar, y no debo


de estar muy lejos de entender qué es lo que él me quiere.
LAQUES.— (Aparte.) Remirarme quiero porque esta mi cólera no sea parte a
que recabe menos de lo que podría, o para que no me haga hacer cosa
que después me pese de haberla hecho. Hablaréle. (Alto.) Baquis, salud.
BAQUIS.—Salud, Laques.
LAQUES.—Bien creo, Baquis, estarás maravillada porque te envié a llamar
con mi criado.
BAQUIS.—Sí, en verdad, y aun temerosa, acordándome quién soy, no me
desacredite contigo el ser mujer de ganancia. Porque las costumbres las
conservo buenas.
LAQUES.—Si verdad dices, mujer, no tienes de qué recelarte de mí, porque
ya a mis años mi yerro no sería digno de perdón. Por lo cual pongo
mayor diligencia en hacer todas mis cosas con recato y no a lo
temerario. Porque si tú haces o determinas hacer lo que todas las buenas
es razón que hagan, villanía sería el agraviarte e injusticia por no
merecerlo tú.
BAQUIS.—En gran merced te lo tengo, Laques, en verdad. Porque el que
uno después de haberme agraviado se me venga con disculpas, muy
poco me aprovecha. Pero ¿qué es ello?
LAQUES.—Tú recibes en tu casa a mi hijo Pánfilo.
BAQUIS.—¡Ah!…
LAQUES.—Déjame decir. Antes que él con esta mujer se casase, ya yo toleré
vuestros amores. (Baquis quiere hablar.) Aguarda, aún no te he dicho lo
que quiero. Él ya tiene su mujer; búscate tú otro amigo más seguro,

www.lectulandia.com - Página 254


mientras estás a tiempo de mirar por ti; porque ni él tendrá toda la vida
esta voluntad, ni tú tampoco, en verdad, esa frescura.
BAQUIS.—¿Quién dice eso?
LAQUES.—Su suegra.
BAQUIS.—¿Que yo…?
LAQUES.—Tú misma. Y se ha llevado consigo la hija, y ha querido ahogar
secretamente un niño que ésta ha parido.
BAQUIS.—Si supiese, Laques, que hay otra cosa más firme que el juramento
con que poderos persuadir que me dieseis crédito, aquella os ofrecería;
que después que Pánfilo se casó no he tenido con él trato ninguno.
LAQUES.—Graciosa eres; pero ¿sabes qué querría que hicieses, si te parece,
por mí?
BAQUIS.—¿Qué quieres? di.
LAQUES.—Que entres allá (Mostrando la casa de Fidipo.) y les repitas a
esas mujeres el mismo juramento. Quítales esa sospecha y líbrate a ti de
ese cargo.
BAQUIS.—Yo lo haré, aunque sé que ninguna que fuera de este trato tal cosa
hiciera, ni pareciera delante de mujer casada sobre tal negocio. Pero no
quiero yo que tu hijo esté infamado falsamente, ni que vosotros, lo que
no es razón, le tengáis por inconstante sin culpa; porque él ha sido tan
bueno para mí, que me ha obligado a que haga por él todo cuanto yo
pueda.
LAQUES.—Tus palabras me han hecho para contigo afable y benigno.
Porque no son estas mujeres solas las que lo han creído; que también lo
he creído yo. Y pues yo te he hallado muy diferente de lo que pensaba,
procura estar siempre en ello firme, y sírvete de mi casa en lo que
mandes. Y si otra cosa hicieres… Pero quiérome refrenar por no decirte
nada que te dé pena. Mas esto sólo te encargo: que quieras antes
experimentar qué tal soy o cuánto valgo para amigo, que no para
enemigo.

ESCENA VI
FIDIPO acompañado de una nodriza, LAQUES, BAQUIS

FIDIPO.— (A la nodriza.) En mi casa no permitiré que a ti te falte nada, sino


que todo cuando fuere menester se te dará liberalmente. Pero cuando tú

www.lectulandia.com - Página 255


estuvieres bien comida y bien bebida, procura que el niño esté bien
harto.
LAQUES.—Ahí viene mi consuegro con el ama para el niño. Fidipo, Baquis
hace juramento solemne…
FIDIPO.—¿Es ésta Baquis?
LAQUES.—Ella misma.
FIDIPO.—A fe que ni éstas temen a los dioses, ni creo que los dioses
tampoco tienen cuenta con ellas.
MAQUIS.—Yo te entrego mis criadas; que declaren con cualquier manera de
tormento. El caso es éste: que yo tengo de recabar que Pánfilo y su
mujer vuelvan en gracia. Y si yo esto negocio no poca fama ganaré,
pues seré yo sola la que habré hecho lo que todas las demás rameras
rehúsan de hacer.
LAQUES.—Fidipo, ya está visto por la experiencia que hemos sospechado en
falso de nuestras mujeres. Probemos, pues, ahora lo que ésta nos
promete, porque si tu mujer halla por verdad que dio crédito a falsa
sospecha, se le pasará el enojo. Y si mi hijo está airado porque su mujer
ha parido de secreto, eso cosa de poco momento es, presto se le pasará
el enojo. Realmente que yo no hallo aquí falta alguna que sea causa de
divorcio.
FIDIPO.—Ojalá que no la haya.
LAQUES.—Infórmate, aquí la tienes; ella te dará entera satisfacción.
FIDIPO.—¿A qué viene todo esto? ¿No te he dicho ya cuál es mi voluntad en
este negocio, Laques? Cumplid solamente con ellas.
LAQUES.—Baquis, yo te ruego por los dioses, que hagas lo que me
prometiste.
BAQUIS.—¿A eso, pues, quieres que entre allá?
LAQUES.—Ve y procura convencer las.
BAQUIS.—Voy, aunque sé, en buena fe, que mi presencia les ha de ser hoy
odiosa. Porque la mujer casada es enemiga de la ramera, cuando está
apartada de su marido.
LAQUES.—Cuando entiendan a lo que vas, yo te ofrezco que ellas te sean
buenas amigas.
FIDIPO.—Y yo también te lo prometo, cuando lo sepan, porque las librarás
de engaño y a ti juntamente de sospecha.
BAQUIS.—¡Triste de mí! Empacho tengo de presentarme a Filomena. (A sus
criadas.) Seguidme las dos. (Vanse.)

www.lectulandia.com - Página 256


LAQUES.—No quisiera yo otro bien para mí sino el que entiendo que a éste
se le ofrece; que es ganar voluntades sin poner nada de su casa, y
hacerme bien a mí. Porque si es verdad que ahora está apartada de
Pánfilo, bien sabe que de ello le ha de redundar honra y hacienda y
fama; a Pánfilo le pagará las buenas obras, y juntamente nos ganará a
todos por amigos.

www.lectulandia.com - Página 257


ACTO QUINTO

ESCENA I
PARMENÓN, y después BAQUIS

PARMENÓN.—Realmente que mi amo tiene mi trabajo en poca estima, pues


por cosa de nonada me envió donde todo el día me he estado sentado
por demás aguardando en el alcázar a Calidémides, forastero, natural de
Micona. Y así como un tonto sentado allí todo el día, en cuanto pasaba
uno, me le allegaba diciéndole: «¡Hola, mozo! Dime, por tu vida, ¿eres
tú de Micona?—No soy.— ¿Llámaste Calidémides?—No.—¿Tienes
aquí algún huésped que se llama Pánfilo?» Todos me decían que no. Ni
creo que hay tal Calidémides. Finalmente ya estaba en realidad de
verdad hecho una mona, y me he venido. Pero ¿qué es esto, que veo
salir a Baquis de casa de nuestro consuegro? ¿Qué negocios tiene ésta
en esta casa?
BAQUIS.—Parmenón, vienes a la mejor sazón del mundo. Ve corriendo de
presto donde está Pánfilo.
PARMENÓN.—¿Para qué?
BAQUIS.—Dile que le ruego yo que venga.
PARMENÓN.—¿A tu casa?
BAQUIS.—No, sino a la de Filomena.
PARMENÓN.—¿Qué hay de nuevo?
BAQUIS.—Lo que a ti nada te importa; déjate de preguntar.
PARMENÓN.—¿Nada más le digo?
BAQUIS.—Sí: que Mirrina ha reconocido por de su hija aquella sortija que
me dio él días pasados.
PARMENÓN.—Entiendo. ¿Sólo eso le digo?
BAQUIS.—Nada más; que él vendrá así que lo oiga. ¿Por qué te detienes?

www.lectulandia.com - Página 258


PARMENÓN.—No me detengo: ni hoy he tenido tal lugar, según que
corriendo y andando he pasado todo el día. (Vase.)
BAQUIS.—¡Qué de alegría le he dado a Pánfilo hoy con mi venida! ¡Qué de
bienes le he acarreado! ¡Qué de congojas le he quitado! Restitúyole el
hijo que por su culpa y la de éstas casi iba a perecer; vuélvole su mujer,
la cual él nunca pensó haber de recobrar en su vida; hele librado de la
sospecha en que su padre y Fidipo le tenían. El principio de
desenmarañarse todo esto ha sido esta sortija. Porque recuerdo que
habrá unos diez meses que vino a mi casa así a primera hora de la noche
sofocado, solo, bien bebido, con esta sortija. Asustéme al pronto.
Dígole: «Alma mía, Pánfilo, por tu vida, ¿de qué vienes alterado? ¿O de
dónde has habido esta sortija? Dímelo.» Él hizo como que no me
entendía. Yo al ver esto comencé a sospechar algo, y a apretarle más,
para que me lo dijese. Y el hombre me confiesa que en la calle había
forzado no sé qué mujer, y díceme cómo luchando con ella le había
quitado aquella sortija. Esta sortija la ha conocido Mirrina, viéndomela
puesta en el dedo. Pregúntame de dónde la había habido. Cuéntoselo
todo. De aquí se ha descubierto como él fue el que forzó a Filomena y
que de allí ha nacido este muchacho. Huélgome que por mí le hayan
venido todos estos contentos, aunque otras rameras no harían lo que yo:
porque no es cosa que esté en nuestro interés que ningún amigo nuestro
guste de casarse. Pero en verdad que por la codicia jamás tengo de
inclinar mi voluntad a lo malo. Ya yo, mientras me fue lícito, gocé de él
benigno, gracioso y amoroso. En mal hora se hizo para mí este
casamiento: lo confieso. Y en verdad no entiendo haber yo hecho nada
por donde mereciese este castigo. Pero cuando la persona ha recibido de
alguno muchos bienes, justo es que sufra los males que de él mismo le
procedan.

ESCENA II
PÁNFILO, PARMENÓN, BAQUIS

PÁNFILO.—Mira, amigo Parmenón, por tu vida, que sean ciertas y claras


estas nuevas que me has dado, y que no me quieras dar falsa alegría
para poco rato y sin provecho.
PARMENÓN.—A mí eso me parece que me dijo.
PÁNFILO.—¿De veras?

www.lectulandia.com - Página 259


PARMENÓN.—De veras.
PÁNFILO.—Dios soy, si eso es verdad.
PARMENÓN.—Por la obra verás cómo lo es.
PÁNFILO.—Espera, por tu vida. Porque me temo no haya yo creído uno y tú
me digas otro.
PARMENÓN.—Espero.
PÁNFILO.—Paréceme que me dijiste de esta manera: que Mirrina había
conocido cómo Baquis tenía su sortija.
PARMENÓN.—Así es.
PÁNFILO.—La misma que yo le di en días pasados; y que te dijo ella que
esto me lo vinieses a decir. ¿Pasa de esta manera?
PARMENÓN.—Digo que sí.
PÁNFILO.—¿Quién hay más dichoso que yo?, ¿quién más lleno de contento?
¿Qué te daría yo por estas nuevas?, ¿qué, qué? No sé.
PARMENÓN.—Yo sé qué.
PÁNFILO.—¿Qué?
PARMENÓN.—Pues nada. Porque ni en las nuevas, ni en mí mismo, no sé
que haya bien ninguno para ti.
PÁNFILO.—¿Habiéndome tú resucitado después de ya muerto y puesto en la
sepultura, había yo de permitir que quedases sin premio? ¡Ah! Por muy
desagradecido me tienes. Pero a Baquis veo parada delante de nuestra
puerta. Debe de estarme aguardando. Llegarme quiero a ella.
BAQUIS.—Bienvenido, Pánfilo.
PÁNFILO.—¡Oh Baquis! ¡Baquis de mi alma! ¡Remedio mío!
BAQUIS.—Todo está muy bien hecho. Y muy a mi gusto.
PÁNFILO.—Con tus obras haces que lo crea. Siempre conservas aquella tu
antigua buena gracia; de tal manera que tu encuentro, tu conversación,
tu venida, donde quiera que llegues, siempre da contento.
BAQUIS.—Y tú también en buena fe conservas tu antigua costumbre y
condición; que no hay hombre de cuantos viven que más dulce que tú
sea.
PÁNFILO.— (Riendo.) ¡Ja, ja, je! ¿Tú a mí con eso, Baquis?
BAQUIS.—Con razón has puesto tu amor en tu mujer, Pánfilo. Yo hasta hoy,
que yo recuerde, nunca la había visto de mis ojos. Muy ahidalgada me
parece.
PÁNFILO.—Dime la verdad.
BAQUIS.—¡Así los dioses me amen, Pánfilo!
PÁNFILO.—Dime ¿hazle dicho por ventura algo de todo esto a mi padre?

www.lectulandia.com - Página 260


BAQUIS.—Nada.
PÁNFILO.—Ni conviene. Cose, cose tu boca; porque no quiero que sea esto
como en las comedias, donde todos vienen a entenderlo todo. Aquí, los
que era razón que lo supiesen ya lo saben, y los que no es bien que lo
sepan, ni lo saben, ni vendrá tampoco a su noticia.
BAQUIS.—Pues te diré una cosa, con que entiendas cuán fácilmente se
encubrirá todo esto. Mirrina le ha dicho a Fidipo que ella ha dado
crédito a mi juramento, y que ya estás disculpado.
PÁNFILO.—Muy bien; y yo confío que este negocio nos ha de suceder a
nuestro gusto.
PARMENÓN.—Señor, ¿no puedo yo saber de ti qué bien es éste que yo hice
hoy, o qué negocio es ése que tratáis vosotros?
PÁNFILO.—No puedes saberlo.
PARMENÓN.—Pues ya yo me lo sospecho. (Aparte, y meditando sobre lo que
le dijo antes Pánfilo.) ¿Yo a éste… muerto… de la sepultura? ¿De qué
manera?
PÁNFILO.—No sabes, Parmenón, cuán gran bien me has hecho hoy, y de
cuántos trabajos me has librado.
PARMENÓN.—¡Vaya si lo sé! No lo hice por casualidad.
PÁNFILO.—Eso ya lo sé yo.
PARMENÓN.—¿Parmenón había do ignorar cosa ninguna de las que
convienen?
PÁNFILO.—Vente acá dentro conmigo, Parmenón.
PARMENÓN.—Ya voy. (A los espectadores.) Realmente que he hecho más
bien hoy casualmente, que toda mi vida a sabiendas, Aplaudid.

FIN DE
«LA SUEGRA»

www.lectulandia.com - Página 261


FORMIÓN

www.lectulandia.com - Página 262


PERSONAS

FORMIÓN, parásito.
DEMIFÓN, viejo, hermano de Cremes.
CREMES, viejo, hermano de Demifón.
ANTIFÓN, mozo, hijo de Demifón.
FEDRO, mozo, hijo de Cremes.
GETA, esclavo de Demifón.
DAVO, esclavo.
DORIÓN, mercader de esclavos.
SOFRONA, nodriza de Fania.
NAUSISTRATA, mujer de Cremes.
CRATINO
HEGIÓN
CRITÓN
} Valedores de Demifón.

PERSONAS QUE NO HABLAN

FANIA, hija de Cremes.


DORCIÓN, esclava, y mujer, según parece, de Geta.
ESTILFÓN, nombre supuesto de Cremes.

www.lectulandia.com - Página 263


PRÓLOGO[61]

Después que el poeta viejo[62] ha visto que no puede apartar del teatro a
nuestro autor, y condenarle a estar ocioso, procura quitarle con palabras
injuriosas la gana de escribir, y anda por ahí diciendo que las comedias que
hasta aquí ha compuesto son de bajo estilo y de argumentos ligeros, porque
nunca ha representado cómo un mozo loco ve ir huyendo una cierva y los
perros en su seguimiento, y cómo llora la cierva y le ruega que la ampare. Y
si él considerase que, cuando esta comedia se estrenó, gustó más por la buena
acción del representante que por la habilidad del autor, no tendría tantos bríos
para ofender como ahora tiene. Y si ahora hay alguno que diga o piense que si
el poeta viejo no le picara primero, el nuevo no hubiese podido escribir
ningún Prólogo por no tener de quien decir mal, ese tal téngase por respuesta
que la victoria brinda a todos los poetas con sus premios. Él ha procurado
hacer morir de hambre a nuestro poeta, apartándole de este ejercicio; estotro
ha procurado responderle, no herirle. Hablara él bien, y respondiéranle bien.
Haga cuenta que como botó, así le restaron. Pero quiero ya dejarme de tratar
de él, pues él no se deja de ofenderse a sí mismo.
Oídme, pues, ahora lo que os vengo a decir. Tráigoos una comedia nueva
que llaman en griego el Epidicazómenos,[63] como si dijéramos, el Juzgado.
En latín llámanla Formión, porque el que en ella hace las primeras partes es el
parásito Formión, el cual representa lo principal de la acción. Si otorgareis
vuestro favor al poeta, hacednos la merced de asistir con buena voluntad y de
guardar silencio, porque no tengamos la misma desgracia que nos acaeció
cuando nuestra compañía fue con grande alboroto echada de la escena. A la
cual volvimos gracias al talento de nuestro primer actor, auxiliado por vuestra
bondad y benignidad.

www.lectulandia.com - Página 264


ACTO PRIMERO

ESCENA I
DAVO, solo

DAVO.—Mi gran amigo y compañero Geta vino ayer a mi casa; le quedaba


en mi poder tiempo ha un poquillo de dinero, resto de una antigua
cuentecilla; así que quería que le arreglara su cuenta. Hésela preparado,
y vengo a traérsela. Porque entiendo que un hijo de su amo se ha
casado, y creo que este dinero se junta para hacerle algún presente a la
mujer. ¡Qué mal ordenado está esto; que los que menos pueden hayan
de hacer presentes a los que son ricos! Lo que el cuitado ha ido
endurando con dificultad de ochavo en ochavo, de su ración,
defraudando a su vientre, con todo arramblará ahora ella, y no
considerará con cuánto trabajo el pobre Geta lo ha adquirido. Y Geta
habrá de aparejar otro presente para cuando dé a luz su señora, y otro
para cuando se celebre el día del nacimiento del niño, y para cuando le
consagren, otro. Todo esto se lo rapará la madre, y el muchacho será la
causa de habérselo de dar.—Pero ¿es Geta éste que veo?

ESCENA II
GETA, DAVO

GETA.— (Hablando a uno de la casa.) Si me viniere a buscar un hombre


rubio…
DAVO.—Aquí está; no pases más adelante.
GETA.—¡Oh! Pues a ti te iba a buscar, Davo.

www.lectulandia.com - Página 265


DAVO.—Toma. ¡Cata ahí! Ya viene contado. La suma cuadra con lo que te
debía.
GETA.—Mucho te quiero, gracias por la diligencia.
DAVO.—Especialmente según hoy día se usa; que habemos venido a
tiempos, que si uno paga lo que debe, le es muy agradecido. Pero ¿de
qué estás triste?
GETA.—¿Yo? No sabes tú bien con qué temor y en qué peligro estoy.
DAVO.—¿Y qué es el caso?
GETA.—Yo te lo diré, con tal que me tengas el secreto.
DAVO.—¡Taday, necio! ¿Habiendo hecho experiencia de mi fe en el dinero,
temes fiar de mí las palabras? En las cuales ¿qué provecho sacaré yo de
engañarte?
GETA.—Óyeme, pues.
DAVO.—Eso yo te lo ofrezco.
GETA.—¿Conoces por ventura, Davo, a Cremes, el hermano mayor de
nuestro viejo?
DAVO.—Mucho.
GETA.—¿Y a su hijo Fedro?
DAVO.—Como a ti.
GETA.—Ofrecióseles a un tiempo a los dos viejos un viaje, a Cremes para
Lemnos, y a nuestro Demifón hasta Cilicia, a casa de un huésped suyo
muy antiguo, el cual había inducido al viejo por cartas, prometiéndole
casi montes de oro.
DAVO.—¿Teniéndose él tanta hacienda y tan sobrada?
GETA.—No hay que tratar de eso, que ya es ésa su condición.
DAVO.—¡Oh, rico había yo de ser!
GETA.—Los viejos, al partir, dejáronme como por guarda de sus hijos.
DAVO.—¡Oh Geta! más fácil te fuera gobernar una provincia.
GETA.—Por la experiencia lo sé. Y que mi dios estaba airado contra mí. Al
principio quise irles a la mano. ¿Qué es menester razones? Por querer
ser fiel al viejo, no me quedó costilla sana.
DAVO.—Ya yo lo pensaba eso, porque grande tontería es tirar coces contra
el aguijón.
GETA.—Y así comencé a hacer por ellos todo lo que querían.
DAVO.—Hiciste cuerdamente.
GETA.—El nuestro al principio no hacía mal ninguno. Pero Fedro luego se
halló una mozuela, tañedora de cítara, y comenzó a aficionársele
mucho. Ésta estaba en poder de un rufián muy gran bellaco; y los viejos

www.lectulandia.com - Página 266


no me habían dejado orden para que les diese un real. De manera, que
no tenía otro entretenimiento sino el apacentar los ojos, acompañarla,
llevarla a la escuela y traerla. Nosotros, bien desocupados, ayudábamos
en lo que podíamos a Fedro. Enfrente de la escuela donde la moza
aprendía, había una tienda de un barbero: allí la solíamos aguardar de
ordinario, cuando volvía a casa. Un día, estando allí sentados, he aquí
que entra un muchacho llorando. Nosotros, maravillados, preguntámosle
qué tenía: «Nunca, dice, en mi vida me ha parecido la pobreza cosa tan
miserable y fuerte como ahora. Acabo de ver aquí en el barrio una
cuitada doncella que está llorando a su madre, que se le ha muerto. Y
ella estaba allí delante del cuerpo, sin tener conocido ninguno ni
pariente que le ayudase en el enterramiento, fuera de una vejezuela.
Movióme a compasión. Y la moza parece una diosa en el rostro. ¿Qué
es menester palabras? A todos nos hizo lástima.» Dice entonces
Antifón: «¿Queréis que vayamos a verla?» Dice el otro: «¡Sí, vamos;
encamínanos allá, por tu vida!» Partimos, llegamos, vémosla. ¡Una
doncella hermosa! Y para mayor testimonio no tenía en su persona
aderezo ninguno que le acrecentase la hermosura. El cabello tendido, los
pies descalzos, ella maltrecha del dolor, llorosa y mal vestida; de suerte
que si de suyo no fuera muy hermosa, todo esto le estragara la
hermosura. Fedro, que estaba enamorado de la tañedora, no dijo más de
«No es fea la mujer»; pero Antifón…
DAVO.—Ya, ya; aficionósele.
GETA.—¿Sabes qué tanto? Mira en qué vino a parar. El día siguiente vase
derecho a la vieja, y ruégale que se la deje gozar. Ella le responde que
no había lugar y que no era justo que él tal intentase, porque la doncella
era ciudadana de Atenas, honrada; hija de buenos padres; que si él
holgaba de casarse con ella, lo podía hacer legítimamente, pero que de
otra manera no había lugar. Nuestro mancebo no sabía qué hacerse. Por
una parte deseaba casarse con ella; por otra temía la vuelta de su padre.
DAVO.—Y el padre, cuando volviera, ¿no le diera licencia…?
GETA.—¿Él le había de dar por mujer una moza sin dote y sin prosapia?
Nunca él tal hiciera.
DAVO.—¿Y, pues, en qué paró el negocio?
GETA.—¿En qué? Hay aquí un truhán que se llama Formión, hombre
atrevido que los dioses confundan.
DAVO.—¿Qué hizo éste?

www.lectulandia.com - Página 267


GETA.—Le dio este consejo que te diré: «Hay una ley que manda que las
huérfanas se casen con los parientes más cercanos, y esta misma ley les
manda a ellos que las tomen por mujeres. Yo diré que tú eres su pariente
y te haré sobre ello proceso. Fingiréme amigo del padre de la moza;
iremos a juicio: quién fue su padre y quién su madre, y por qué vía es tu
parienta; yo me lo urdiré todo como mejor me pareciere, y no
contradiciéndome tú nada, tendré sentencia en favor. Vendrá tu padre,
me armará procesos. ¿Y a mí qué…? Con todo eso, ella quedará por
nuestra.»
DAVO.—¡Donoso atrevimiento!
GETA.—Persuadióselo, hízose así, fuimos a juicio, condenáronnos, casóse.
DAVO.—¿Qué me dices?
GETA.—Esto que oyes.
DAVO.—¡Oh, pobre Geta!, ¿y qué ha de ser de ti?
GETA.—No sé en verdad. Esto sólo sé: que lo que la fortuna nos diere lo
tomaremos con paciencia.
DAVO.—Bien me parece. ¡Ah! Eso es de hombre de valor.
GETA.—Toda mi esperanza cuelga de mí.
DAVO.—¡Muy bien!
GETA.—Sino que eche algún rogador que interceda por mí diciendo:
«Perdónale por esta vez; que si más de aquí adelante te ofendiere, no te
rogaré más por él.» Y menos mal, si no añada tras de esto: «Cuando yo
me haya ido de aquí, mátale, si quieres.»
DAVO.—Y al otro ayo que ha la tañedora, ¿cómo le va?
GETA.—Así, medianamente.
DAVO.—No debe de tener mucho qué darle.
GETA.—Ni aun nada, sino esperanzas vanas.
DAVO.—¿Su padre ha vuelto ya, o no?
GETA.—Aún no.
DAVO.—Y a vuestro viejo, ¿para cuándo le aguardáis?
GETA.—No tengo nueva cierta; aunque ahora me han dicho que ha venido
una carta suya, y que está en poder de los diezmeros. Voy a pedirla.
DAVO.—Y pues, Geta, ¿mandas otra cosa?
GETA.—¡Que te vaya bien! (Llamando a un siervo de la casa.) ¡Hola,
mozo! ¿No sale aquí ninguno? (A un siervo.) Toma, da esto a Dorcia.
(Vanse.)

www.lectulandia.com - Página 268


ESCENA III
ANTIFÓN, FEDRO

ANTIFÓN.—¡Qué!, ¿es posible, Fedro, que haya yo venido a tanto mal, que a
mi padre, que no se desvela en otra cosa sino en mirar por mí, le haya de
temer cuando de su venida me acuerdo? Porque si yo hubiese sido
discreto, aguardara su venida como fuera razón.
FEDRO.—¿Por qué dices eso?
ANTIFÓN.—¿Por qué lo digo, me preguntas, siendo mi cómplice en un
hecho de tanto atrevimiento? ¡Pluguiera a los dioses que nunca Formión
diera en la cuenta de aconsejarme esto, ni me empujara, aprovechando
mi pasión, a una cosa como ésta, que es el principio de mi mal! No
hubiera yo gozado de ella; diérame esto pena por algunos días, pero no
me trajera atormentada el alma este cuidado a la continua…
FEDRO.—¡Bah!
ANTIFÓN.—… mirando cuán presto ha de venir quien me prive de esta
mujer.
FEDRO.—Otros se afligen porque no alcanzan lo que aman, y tú estás
congojado porque lo tienes. El amor, Antifón, te colma tus deseos.
Porque realmente que esta tu vida, es vida de apetecer y de envidiar; así
los dioses me amen, como a trueque de gozar yo otro tanto de quien
bien quiero, tomaría por partido la muerte. Considera tú lo demás; qué
es lo que yo saco de esta privación, y qué lo que tú de esa abundancia.
Dejo aparte el haber tú alcanzado, sin gasto ninguno, una mujer libre,
ahidalgada, y el tener, como tú lo deseabas, una mujer muy bien
reputada: realmente eres dichoso si no te falta una cosa, que es
entendimiento, que sepa llevar esto con buen modo. ¿Qué harías tú, si
las hubieses con un rufián como aquel con quien yo las he? Allí lo
verías. Casi todos somos de esta condición: siempre lo nuestro nos
parece lo peor.
ANTIFÓN.—Mas tú, por el contrario, Fedro, me pareces muy dichoso, pues
tienes aún entera libertad para determinar lo que más quieras: tenerla,
quererla o despedirla. Pero yo cuitado he venido a tal punto, que ni hallo
manera para despedirla, ni menos para conservarla.—Pero, ¿qué es
esto? ¿Es Geta éste que veo venir para acá? El mismo es. ¡Triste de mí,
que temo las nuevas que éste me traerá!

www.lectulandia.com - Página 269


ESCENA IV
GETA, ANTIFÓN, FEDRO

GETA.— (Sin ver a los otros.) Perdido eres, Geta, si no te apercibes presto
de algún buen consejo, según te pillan ahora descuidado unos tan
grandes males. Ni sé cómo me libre, ni cómo salga de ellos. Porque
núestro atrevimiento no puede ya encubrirse mucho tiempo, y si todo
esto no se mira bien, dará al través conmigo o con mi amo.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) ¿De qué viene aquél tan alterado?
GETA.—Además, sólo tengo un punto de tiempo para arreglar el negocio.
Mi amo ha vuelto ya.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) ¿Qué desventura es ésa?
GETA.—Y cuando él venga a saberlo, ¿qué remedio tendré para mitigarle su
cólera? Si le hablo, más le encenderé. Si callo, más le embraveceré. Si
me disculpo, no haré nada. ¡Ay, triste! ¡Por mí tiemblo y por Antifón se
me desgarra el alma! Él me da lástima, de él tengo yo ahora congoja, él
es el que me detiene ahora. Porque, si no fuera por él, yo me pusiera
fácilmente en cobro, y le diera su pago a la cólera del viejo. Yo apañara
uno u otro, y tomara las de Villadiego.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) ¿Qué huida o hurto prepara éste?
GETA.—Pero ¿dónde hallaría yo a Antifón?, ¿o por dónde echaría a
buscarle?
FEDRO.—A ti te nombra.
ANTIFÓN.—Alguna mala nueva me debe éste de traer.
FEDRO.—¡Bah! ¿Estás en tu seso?
GETA.—Voyme a casa, que allí está de ordinario.
FEDRO.—Llamemos al hombre.
ANTIFÓN.—¡Alto ahí!
GETA.— (Sin verle.) ¡Eh! Con harto señorío me llamas, quien quiera que tú
seas.
ANTIFÓN.—¡Geta!
GETA.— (Viéndole.) El mismo que iba a buscar es.
ANTIFÓN.—Dime, por tu vida, qué nuevas me traes. Y dímelo, si puedes, en
una palabra.
GETA.—Sí haré.
ANTIFÓN.—Habla.
GEIA.—Ahora mismo, en el puerto…
ANTIFÓN.—A mi pa…

www.lectulandia.com - Página 270


GETA.—Entendiste.
ANTIFÓN.—¡Muerto soy!
FEDRO.—¡Ah!…
ANTIFÓN.—¿Qué haré?
FEDRO.— (A Geta.) ¿Qué es lo que dices?
GETA.—Que he visto al padre de éste y tío tuyo.
ANTIFÓN.—¡Oh, pobre de mí, y qué remedio hallaría yo ahora para este mal
tan repentino! Porque si tan grande es mi desventura, Fania mía, que me
han de apartar de ti, ¿para qué quiero la vida?
GETA.—Y pues eso así es, Antifón, tanto con mayor diligencia conviene
que te mires en ello. Que a los valientes favorece la fortuna.
ANTIFÓN.—No estoy en mí.
GETA.—Pues ahora, más que nunca, es menester que lo estés, Antifón.
Porque, si tu padre te siente temeroso, tendrá por cierto que eres
culpable.
FEDRO.—Eso es verdad.
ANTIFÓN.—No puedo dominarme.
GETA.—¿Qué sería, si hubieras de hacer ahora otra cosa más difícil?
ANTIFÓN.—Pues ésta no puedo, menos pudiera aquélla.
GETA.—Todo esto es palique, Fedro. Vámonos, que no hay para qué
detenernos más aquí. ¿Qué, es menester aquí gastar el tiempo en balde?
Yo me voy.
FEDRO.—Y yo también.
ANTIFÓN.— (Afectando el aspecto de un hombre tranquilo.) Escucha. ¿Y si
me presento así, será bastante…?
GETA.—¡Coplas!
ANTIFÓN.—Miradme al rostro: ¡Ea!, ¿estará bien así?
GETA.—No.
ANTIFÓN.—¿Y así?
GETA.—Casi, casi.
ANTIFÓN.—¿Y así?
GETA.—Así está bien. ¡Ea! Conserva ese semblante y procura tenérselas
tiesas y volverle razón por razón; de manera que no te confunda con sus
furiosas palabras, por más airado que venga.
ANTIFÓN.—Ya.
GETA.—… Que te hicieron fuerza contra tu voluntad…, que la ley…, que la
sentencia del juez…, ¿estás?—Pero ¿qué viejo es ése que veo al cabo de
la plaza?

www.lectulandia.com - Página 271


ANTIFÓN.— (Viendo a su padre.) ¡Él mismo es! No tengo ánimo para
mirarle cara a cara.
GETA.—¡Ah!, ¿qué haces?, ¿dó vas, Antifón? Aguarda, aguarda digo.
ANTIFÓN.—Yo me conozco a mí, y conozco mi yerro. A vosotros os dejo
encomendada a Fania y mi vida. (Vase huyendo.)
FEDRO.—¿Qué va a pasar aquí, Geta?
GETA.—Que tú tendrás riñas, y yo, si no me engaño, he de pagarlas
colgado. Pero, cumple que nosotros hagamos lo mismo que a Antifón
poco ha le aconsejábamos.
FEDRO.—No me digas cumple, sino mándame lo que tengo de hacer.
GETA.—¿No te acuerdas de la plática que tuviste días pasados, al emprender
el caso, para haberos de librar de culpa? ¿Que aquella causa era justa,
fácil, de buen defender y muy buena?
FEDRO.—Ya me acuerdo.
GETA.—Pues de aquella misma tenemos ahora necesidad, o de otra mejor y
más sagaz, si posible fuere.
FEDRO.—Yo lo procuraré con diligencia.
GETA.—Pues empréndelo tú el primero ahora, que yo estaré aquí de reserva
y como emboscado, para si te fuere mal.
FEDRO.—En buen hora.

www.lectulandia.com - Página 272


ACTO SEGUNDO

ESCENA I
DEMIFÓN, GETA, FEDRO

DEMIFÓN.— (Sin ver a Geta, ni a Fedro, hasta que lo indica el diálogo.)


¡Que es posible que Antifón se me haya casado sin mi licencia! ¡Y que
no haya tenido siquiera respeto a mi autoridad! ¡Y no digo a mi
autoridad, a lo menos a no darme enojo! ¡Ni pizca de pudor! ¡Oh
audacia! ¡Oh Geta, pícaro consejero!
GETA.— (Aparte.) Ya pareció Geta.
DEMIFÓN.—¿Qué me dirán?, ¿o qué excusa hallarán? ¡Maravillado estoy!
GETA.— (Aparte.) Pues ya la tengo hallada; pierde cuidado.
DEMIFÓN.—¿Me dirán, por ventura, «contra mi voluntad lo hice, la ley me
obligó»? Está bien; yo lo confieso.
GETA.— (Aparte.) Bueno va.
DEMIFÓN.—¡Pero a sabiendas, y sin réplica entregar la causa a los
contrarios!… ¿también a esto le obligó la ley?
GETA.— (Bajo a Fedro.) Aquel punto es duro de pelar.
FEDRO.— (Bajo a Geta.) Déjame a mí, que yo lo allanaré.
DEMIFÓN.—Perplejo estoy sin saber qué hacerme. Como el caso me ha
sucedido sin poderlo pensar, ni creer, estoy tan alterado, que no puedo
aplicar mi ánimo a considerar cosa ninguna. Y por tanto todos los
hombres, cuando en mayor prosperidad están, entonces habían de
considerar entre sí cómo se han de regir en las adversidades. Cuando
uno viene de lejanas tierras, siempre ha de pensar en los peligros, daños
y destierros, o en el delito del hijo, o en la muerte de la mujer, o en la
enfermedad de la hija, y cómo todo esto es común y posible, porque al
ánimo ninguna cosa le parezca novedad. Y todo lo que aparte le
sucediere de este tenor, haga cuenta que se lo va ganando.

www.lectulandia.com - Página 273


GETA.— (Bajo a Fedro.) ¡Oh, Fedro, es increíble cuánta ventaja le hago a
mi amo en el saber! Ya yo tengo tragados todos los males que han de
sucederme, si mi amo volviere: ¡moler en una tahona, recibir azotes,
arrastrar el grillete, trabajar en la granja! De todo esto, nada será ya
nuevo para mí. Todo lo que fuera de mi esperanza me sucediere, haré
cuenta que me lo hallo. Pero, ¿qué haces, que no vas a él, procurando
hablarle al principio mansamente?
DEMIFÓN.—A mi sobrino Fedro veo que me viene a hablar.
FEDRO.—¡Salud, querido tío!
DEMIFÓN.—Estés enhorabuena. Pero ¿qué es de Antifón?
FEDRO.—Huélgome de verte venir bueno.
DEMIFÓN.—Créolo; pero respóndeme a lo que te digo.
FEDRO.—Salud tiene, y aquí está. ¡Y qué!, ¿marchan las cosas a tu gusto?
DEMIFÓN.—¡Ojalá!
FEDRO.— (Como sorprendido.) Pues ¿qué es ello?
DEMIFÓN.—¿Y lo preguntas, Fedro? ¡Gentil casamiento habéis aquí hecho
en mi ausencia!
FEDRO.—¡Cómo! ¿Y de eso le culpas tú a él ahora?
GETA.— (Aparte.) ¡Oh, qué discreto abogado!
DEMIFÓN.—¿Pues no le he de culpar? Aquí delante, en mi presencia,
quisiera yo tenerle ahora, para mostrarle cómo ya por su culpa aquel su
padre tan benigno, se le ha vuelto terrible.
FEDRO.—Pues no ha hecho él nada, tío, por qué le hayas de acusar.
DEMIFÓN.—¡Vedlos! Todos son lo mismo, todos hermanos; si conocéis a
uno, los conoceréis a todos.
FEDRO.—No tanto como eso.
DEMIFÓN.—Está éste culpado, aquél viene a defender la causa, y cuando lo
está aquél, éste acude presto: se ayudan mutuamente.
GETA.— (Aparte.) ¡Qué bien que ha pintado el viejo las costumbres de éstos
sin querer!
DEMIFÓN.—Porque si así no fuese, Fedro, no le defenderías tú.
FEDRO.—Sí, es verdad, tío, que Antifón ha cometido algún delito contra sí,
por donde él se haya perjudicado o en su hacienda, o en su honra, yo no
le quiero defender, sino que lleve el castigo que merece. Pero, si acaso
alguno, vencido de malicia, ha echado un lazo a nuestros pocos años y
en él nos ha cogido, ¿será nuestra la culpa, o de los jueces? ¿Los cuales
muchas veces le quitan al rico por envidia, o favorecen al pobre por
misericordia?

www.lectulandia.com - Página 274


GETA.— (Aparte.) Si yo no supiera la verdad, aun creyera que éste la decía.
DEMIFÓN.—¿Cómo puede haber juez que conozca tu derecho, no
respondiendo tú palabra ninguna en tu descargo, como él lo hizo?
FEDRO.—Hízolo él como mancebo ahidalgado. En cuanto se vio delante de
los jueces, no acertó a decir palabra de lo que llevaba pensado, según
que le entontecieron a una el temor y la vergüenza.
GETA.— (Aparte.) ¡Pardiez que lo hace bien! Pero ¿qué me estoy sin ir de
presto al viejo? (Saliendo.) Señor, seas bienvenido: huélgome de verte
llegar bueno.
DEMIFÓN.—¡Oh mi fiel guardián, estés enhorabuena! Pilar eres realmente
de mi casa, a quien, cuando de aquí me partí, dejé mi hijo
encomendado.
GETA.—Rato ha que te estoy escuchando cómo nos culpas a todos sin
razón, y a mí, con menos que a todos los demás. Porque, dime: ¿qué
querías tú que yo hiciese en esto? Las leyes no permiten que el que es
siervo defienda ningún pleito, ni menos le admiten por testigo.
DEMIFÓN.—Dejemos eso. Di que el mozo, a fuer de indiscreto, se turbó;
enhorabuena. Y que tú eras siervo. Pero por más pariente que ella sea,
no estaba él obligado a tomarla por mujer, sino diéraisle su dote, como
la ley manda, y buscárase ella otro marido. ¿Por qué razón había él de
querer más traer a casa una mujer pobre?
GETA.—No nos faltó consejo, sino el vencejo.
DEMIFÓN.—Tomáralo el dinero de doquiera.
GETA.—¡De doquiera! No hay más que llegar y tomarlo.
DEMIFÓN.—Finalmente, si de otra manera no podía, tomáralo prestado.
GETA.—¡Huy, qué bien lo has dicho! ¡Como si hubiera nadie que fíe a tu
hijo, viviendo tú!
DEMIFÓN.—¡No, esto no ha de pasar así, imposible! ¿Yo he de permitir que
ella esté casada con él, ni un solo día? No hay cosa en ello que me dé
gusto. Yo quiero que me mostréis ese hombre o me digáis dónde vive.
GETA.—¿Quién? ¿Formión?
DEMIFÓN.—Ése que es el defensor de la mujer.
GETA.—Yo haré que venga presto aquí.
DEMIFÓN.—¿Dónde anda ahora Antifón?
FEDRO.—Está fuera.
DEMIFÓN.—Ve, pues, Fedro, y búscale, y tráemele.
FEDRO.—Voy sin torcer camino…
GETA.— (Aparte y terminando la frase.) A ver a Pánfila.

www.lectulandia.com - Página 275


DEMIFÓN.—Yo me llego a casa a dar gracias a mis dioses Penates: y desde
allí saldré a la plaza y buscaré algunos amigos que me sean en este
negocio valedores, para que no me halle desapercibido, si viniere
Formión.

ESCENA II
FORMIÓN, GETA

FORMIÓN.—¿Conque Antifón, temiendo la presencia de su padre, se fue


huyendo de aquí?
GETA.—Sí a fe.
FORMIÓN.—¿Y a Fania la dejó sola?
GETA.—Sí.
FORMIÓN.—¿Y el viejo está muy airado?
GETA.—Mucho.
FORMIÓN.— (A sí mismo.) Sobre ti sólo carga todo el caso, Formión; tú has
majado toda esta salsa; tú te la has de comer toda. Aparéjate.
GETA.—Yo te suplico…
FORMIÓN.— (Sin escucharle y meditando un plan de defensa contra
Demifón.) Si él me preguntare…
GETA.—En ti está nuestra esperanza.
FORMIÓN.— (Como si hubiese dado con el plan.) ¡Ésta es la cosa! Pero si él
responde…
GETA.—Tú nos empujaste.
FORMIÓN.— (Sigue deliberando.) Así creo que…
GETA.—Socórrenos.
FORMIÓN.— (A Geta.) ¡Dame acá el viejo! Que ya tengo trazado en mi
pensamiento todo mi plan.
GETA.—¿Qué piensas hacer?
FORMIÓN.—¿Qué quieres que haga, sino que Fania quede en casa y Antifón
libre de esta culpa, y que toda la saña del viejo se vuelva contra mí?
GETA.—¡Oh, qué hombre tan valeroso eres, y qué buen amigo! Pero,
hermano Formión, lo que yo temo es que esa valentía venga al cabo a
parar a la cárcel.
FORMIÓN.—¡Bah! te engañas; ya yo en eso tengo experiencia: ya sé dónde
pongo el pie. ¿A cuántos piensas tú que habré sacudido yo hasta traerlos
a la muerte, así forasteros como ciudadanos? Cuanto más lo gusto, tanto

www.lectulandia.com - Página 276


más me arrimo a ello. ¿Has oído, dime, que jamás hombre del mundo
me haya hecho proceso de agravios?
GETA.—¿Y cómo es eso?
FORMIÓN.—Porque al gavilán ni al milano nadie les para lazos, aunque nos
hacen mal, y páranlos a otros animales, que ningún mal nos hacen. Y es
que en éstos hay algún provecho: mas en aquéllos piérdese el tiempo.
Otros que tienen que perder están sujetos a peligros; pero de mí ya
saben que no tengo nada. Dirásme que por una condena me llevarán a su
casa. No están ellos por cebar a un comilón. Y son cuerdos a mi parecer
en no querer hacer una obra muy buena en pago de una mala.
GETA.—Jamás podrá Antifón pagarte como tú lo mereces.
FORMIÓN.—Antes bien, nadie puede pagar al hombre rico como él se
merece. ¿Piensas tú que nada vale el sentarte a comer sin escote, bien
ungido y bien lavado, tranquilo, mientras el otro se consume con el
cuidado y el gasto, por tener con qué darte gusto? Para él son las riñas,
para ti los placeres; tú bebes el primero y el primero te sientas a la mesa:
¿ponente una cena dudosa?
GETA.—¿Qué quiere decir ese término?
FORMIÓN.—Cena en que estás dudando de qué plato echarás primero mano.
Si tú echas bien cuenta de lo gustosas y caras que son estas cosas, ¿no
tendrás realmente al que te las da por un dios muy favorable?
GETA.—El viejo viene; mira lo que haces. Su primer encuentro es terrible.
Si en él no desmayas, después podrás burlarte de él a tu sabor.

ESCENA III
DEMIFÓN acompañado de sus amigos HEGIÓN, CRATINO y CRITÓN; GETA,
FORMIÓN

DEMIFÓN.— (A sus amigos.) ¡Oh! ¿Habéis oído jamás que se le haya hecho
a nadie un tan afrentoso agravio, como éste que a mí se me ha hecho?
Defendedme; yo os lo ruego.
GETA.— (Bajo a Formión.) Furioso viene.
FORMIÓN.— (Bajo a Geta.) ¡Chito! Que yo le haré sudar. (Alto.) ¡Oh dioses
inmortales! ¿Y Demifón dice que Fania no es su parienta? ¿Que ésta no
es parienta suya, dice Demifón?
GETA.— (Fingiendo que no ha visto a su amo.) Lo dice.
FORMIÓN.—¿Y que no sabe quién fue su padre?

www.lectulandia.com - Página 277


GETA.—Así lo dice.
DEMIFÓN.— (Bajo a sus amigos.) Éste debe de ser aquél de quien os
hablaba. Seguidme.
FORMIÓN.—¿Y que no sabe quién fue Estilfón?
GETA.—Eso dice.
FORMIÓN.—Por haber quedado pobre la cuitada, ignórase quién fue su
padre, y nadie la estima. ¡Mira lo que hace la avaricia!
GETA.— (Fingiéndose enojado.) Como llames avaro a mi señor, vas a oír
cuatro frescas.
DEMIFÓN.— (A sus amigos.) ¡Qué atrevimiento! Aún a mí viene a acusarme.
FORMIÓN.—Porque el mancebo no tengo para qué culparle de que no
conociese al padre de la moza, pues era hombre anciano, pobre, y que
vivía de su trabajo; y así de ordinario estaba en el campo, donde tenía
arrendada una heredad de mi padre. Muchas veces me decía el buen
viejo el poco caso que hacía de él éste su pariente. ¡Y qué hombre! ¡El
mejor que he visto en toda mi vida!
GETA.—Así te veas a ti y a él como tú le pintas.
FORMIÓN.—¡Vete a la horca! Porque si en tal reputación no le tuviera,
nunca tomara yo tanta enemiga contra vuestra casa por amor de esta
pobre Fania, a quien tu amo ahora tan villanamente desprecia.
GETA.—¿Aún prosigues a decir mal de mi amo en su ausencia, ladrón?
FORMIÓN.—¡Porque lo merece!
GETA.—¿Qué dices, encarcelado?
DEMIFÓN.—Geta.
GETA.—Verdugo de buenos, destripa-leyes.
DEMIFÓN.— (Llamando.) ¡Geta!
FORMIÓN.— (Bajo a Geta.) Respóndele.
GETA.—¿Quién es? ¡Ah!…
DEMIFÓN.—Calla.
GETA.—En tu ausencia no ha dejado de decirte hoy palabras injuriosas,
indignas de tu valor y dignas del suyo.
DEMIFÓN.— (A Geta.) ¡Ea! Calla ya. (A Formión.) Mancebo, cuanto a lo
primero, con tu licencia te pido que me respondas a esto, si gustas:
¿Quién dices que fue ese tu amigo? Explícate. ¿Por qué decía él que yo
era su pariente?
FORMIÓN.—Así haces inquisición de ello, como si tú no lo supieses.
DEMIFÓN.—¿Yo saberlo?
FORMIÓN.—Sí.

www.lectulandia.com - Página 278


DEMIFÓN.—Repito que no lo sé; tú que lo afirmas, házmelo recordar.
FORMIÓN.—¡Cómo! ¿Y a tu primo no conocías tú?
DEMIFÓN.—Mátasme con eso; dime su nombre.
FORMIÓN.—¿Su nombre?
DEMIFÓN.—Sí, su nombre. ¿Por qué callas ahora?
FORMIÓN.— (Aparte.) ¡Perdido soy, realmente! Olvidóseme el nombre.
DEMIFÓN.— (Irritado.) ¡Eh!, ¿qué dices?
FORMIÓN.— (Bajo a Geta.) Geta, si te acuerdas del nombre que antes te
dije, apúntamelo. (Alto.) ¡Mira, no te lo quiero decir!
Como si tú no lo supieses, nos vienes aquí a tentar.
DEMIFÓN.—¿Yo vengo a tentar?
GETA.— (Bajo a Formión.) Estilfón.
FORMIÓN.—Pero, ¿qué se me da a mí? Estilfón se llamaba.
DEMIFÓN.—¿Cómo has dicho?
FORMIÓN.—Estilfón digo, ¿le conocías?
DEMIFÓN.—Ni conocí a Estilfón, ni yo he tenido pariente ninguno de ese
nombre.
FORMIÓN.—¿Que no…? ¿No tienes empacho de esto? ¡Ah, si él hubiese
dejado diez talentos de herencia…!
DEMIFÓN.— (Bajo.) ¡Confúndante los dioses!
FORMIÓN.—… ¡tú fueras el primero que vinieras declarando vuestra
genealogía de memoria, relatándola desde los abuelos y bisabuelos!
DEMIFÓN.—Así es: si yo hubiese venido a reclamar la herencia, buen
cuidado tuviera en tal caso de probar el parentesco. Haz tú lo mismo.
Dime cómo soy pariente suyo.
GETA.—¡Ah, señor, muy bien! (A Formión en voz baja.) ¡Oye, tú, no te
descuides!
FORMIÓN.—Ya yo mostré bien claro el hecho a los jueces, a quien tenía
obligación de declararlo. Si así no era, ¿por qué tu hijo no lo refutó?
DEMIFÓN.—¿Mi hijo dices? De su simpleza no se puede hablar como él
merece.
FORMIÓN.—Pues tú que tan sabio eres, acude a los jueces para que te oigan
otra vez sobre este pleito: pues que tú solo eres el rey, y a ti sólo se te
permite aquí hacer dos veces proceso en una misma causa.
DEMIFÓN.—Aunque a mí se me ha hecho injusticia, con todo esto, por no
andar en pleitos y por no litigar contigo, como si realmente fuera
parienta, toma cinco minas, que es el dote que la ley manda que se dé, y
llévatela.

www.lectulandia.com - Página 279


FORMIÓN.— (Riendo a carcajadas.) ¡Ja, ja, ja! ¡Hombre más donoso!…
DEMIFÓN.—¿Qué es eso?, ¿no pido lo justo? ¿Por qué no alcanzaré yo lo
que es derecho común de todos?
FORMIÓN.—¿Eso llamas derecho, por tu vida? Y después de haber tú
abusado de ella, ¿manda la ley que le pagues como a una ramera, y la
eches de tu casa? ¿No manda la ley que case con el pariente más
cercano, porque una ciudadana no haga, constreñida de necesidad,
alguna vileza en su perjuicio, sino que pase su vida con sólo un varón,
lo cual tú no permites?
DEMIFÓN.—Verdad es que con el más cercano; pero nosotros, ¿de dónde…
o por qué…?
FORMIÓN.—¡Oh! La cosa hecha, dicen comúnmente, no la tornes a hacer.
DEMIFÓN.—¿Que no torne? Pues no he de parar hasta salirme con la mía.
FORMIÓN.—Tú chocheas.
DEMIFÓN.—Déjame hacer a mí.
FORMIÓN.—Finalmente, Demifón, aquí no las habemos contigo. Tu hijo fue
el condenado, que no tú; porque tus años ya no eran para el matrimonio.
DEMIFÓN.—Haz cuenta que él dice lo mismo que yo digo, y cuando no, yo
le haré botar de casa con esta su mujer.
GETA.— (Bajo.) Colérico está.
FORMIÓN.—No le harás tal mal como lo dices.
DEMIFÓN.—¿Tan apercibido estás a llevarme la contraria en todo,
miserable?
FORMIÓN.— (Bajo a Geta.) Temor me tiene éste, aunque lo disimula
mucho.
GETA.— (Bajo a Formión.) Hasta ahora la cosa bien va para ti.
FORMIÓN.—¡Ea! lo que por fuerza has de hacer, hazlo de grado. Harás lo
que debes a quien eres, en procurar que seamos amigos.
DEMIFÓN.—¿Yo he de desear tu amistad?, ¿ni aun verte ni oírte?
FORMIÓN.—Si te conformas con la moza, tendrás quien dé contento a tu
vejez. Mira que eres ya viejo.
DEMIFÓN.—¡A ti te dé contento! ¡Téntela tú para ti!
FORMIÓN.—¡Ea, pásesete ya el enojo!
DEMIFÓN.—¡Al caso, y basta ya de palique! Si tú no procuras llevarte esta
mujer de aquí, yo la echaré de casa. ¡Lo dicho, Formión!
FORMIÓN.—Si tú la tratas de otra manera de lo que es razón tratar a una
mujer libre, he de hacerte un gran proceso. ¡Lo dicho, Demifón! (Bajo a
Geta.) Oye, tú, si en algo fuere menester, en casa me…

www.lectulandia.com - Página 280


GETA.—Entiendo.

ESCENA IV
DEMIFÓN, GETA, HEGIÓN, CRATINO, CRITÓN

DEMIFÓN.—¡En cuántos cuidados y congojas me tiene puesto mi hijo con


habernos enredado a mí y a sí mismo en este casamiento! Y no quiere
parecer delante de mí para que siquiera sepa yo qué es lo que él piensa
en este caso. (A Geta.) Vete a casa y mira si ha vuelto o no.
GETA.—Voy.
DEMIFÓN.— (A sus valedores.) Ya veis en qué estado está este negocio.
¿Qué os parece que haga? di, Hegión.
HEGIÓN.—¿Yo? Hable primero Cratino, si te parece.
DEMIFÓN.—Habla, Cratino.
CRATINO.—¿Yo quieres que…?
DEMIFÓN.—Sí.
CRATINO.—Yo querría que hicieses lo que más a ti te cumpla. Pero a mí
esto me parece, que lo que tu hijo en tu ausencia ha hecho, es mucha
razón que se vuelva en su primer estado, y que lo alcanzarás. Ya he
dicho.
DEMIFÓN.—Di tú ahora, Hegión.
HEGIÓN.—Yo creo que éste (Señalando a Cratino.) ha dicho su opinión
como hombre de conciencia. Pero ello es que cuantas cabezas, tantas
sentencias; y cada uno ve las cosas a su modo. A mí no me parece, que
lo que una vez por ley está determinado, se puede deshacer: y es
empresa fea.
DEMIFÓN.—Di, Critón.
CRITÓN.—Yo entiendo que el negocio requiere mayor consulta, porque es
negocio grave.
HEGIÓN.—¿Mandas otra cosa?
DEMIFÓN.— (Con ironía.) Lo mejor del mundo lo habéis hecho. Más
perplejo me dejáis que yo me estaba.
GETA.— (Entrando.) Dicen que no ha vuelto.
DEMIFÓN.—A mi hermano he menester esperar: y el consejo que él en esto
me diere, aquel tomaré. Pero yo voy al puerto a saber cuándo ha de
venir.

www.lectulandia.com - Página 281


GETA.—Yo iré en busca de Antifón para hacerle saber lo que aquí ha
pasado. Pero, hele do le veo venir a buen tiempo.

www.lectulandia.com - Página 282


ACTO TERCERO

ESCENA I
ANTIFÓN, GETA

ANTIFÓN.—(Sin ver a Geta.) Realmente, Antifón, que eres digno de grave


reprensión con tu cobardía. ¿Así te habías de ir de aquí, y dejar a otros
por tutores de tu vida? ¿Quién pensabas tú que había de mirar mejor por
tus cosas, que tú mismo? Porque, como quiera que lo demás fuera,
miraras, a lo menos, por aquélla que tienes ahora en tu casa, de manera
que no padeciera zozobra ninguna, engañada por la fe que en ti tenía.
Especialmente, pues la cuitada toda su esperanza y favor lo tiene puesto
en ti solo.
GETA.—También señor, nosotros ha gran rato que nos estamos quejando de
ti en ausencia, porque te nos fuiste.
ANTIFÓN.—A ti mismo buscaba.
GETA.—Pero no por eso habemos desmayado.
ANTIFÓN.—Dime, por tu vida: ¿En qué estado están mis cosas y fortuna?
¿Huele algo mi padre?
GETA.—Nada hasta ahora.
ANTIFÓN.—¿Quédame, pues, alguna esperanza?
GETA.—No lo sé.
ANTIFÓN.—¡Ah!
GETA.—Lo que sé es que Fedro no ha dejado de defenderse.
ANTIFÓN.—No es nuevo en él eso.
GETA.—Además, Formión en este trance, como en todos, se ha mostrado
hombre de valor.
ANTIFÓN.—¿Qué ha hecho?
GETA.—Ha confundido con palabras a tu padre, que estaba muy colérico.
ANTIFÓN.—¡Oh Formión!

www.lectulandia.com - Página 283


GETA.—Y yo también en lo que he podido.
ANTIFÓN.—¡Amigo Geta, a todos os quiero mucho!
GETA.—Los principios están en el estado que te digo: aún está tranquila la
cosa. Tu padre determina aguardar hasta que tu tío venga.
ANTIFÓN.—¿Para qué a él?
GETA.—A lo que dice, quiere hacer por su consejo lo que cumpla en este
caso.
ANTIFÓN.—¡Cuán gran temor que tengo, Geta, de que mi tío vuelva con
salud acá! Porque, a lo que entiendo, en una palabra suya está mi vida o
mi muerte.
GETA.—Aquí tienes a Fedro.
ANTIFÓN.—¿Qué es de él?
GETA.—Hele aquí do sale de su escuela.

ESCENA II
FEDRO, DORIÓN, ANTIFÓN, GETA

FEDRO.— (Saliendo de casa de Dorión, y sin ver a Antifón ni a Geta, hasta


que lo indica el diálogo.) Dorión, oye por mi amor.
DORIÓN.—No oigo.
FEDRO.—Una palabra.
DORIÓN.—Déjame ya.
FEDRO.—Oye lo que te diré.
DORIÓN.—Apéstame ya el oír mil veces una misma cosa.
FEDRO.—Pues ahora te diré una que gustes de oírla.
DORIÓN.—Di, que te escucho.
FEDRO.—¿No me quieres hacer merced de aguardarte esos tres días? ¿A dó
vas ahora?
DORIÓN.—Ya yo me maravillaba que tú me dijeses nada nuevo.
ANTIFÓN.— (A Geta.) ¡Ah; temo que el rufián ha de buscarnos algún
quebradero de cabeza… que ojalá se vuelva contra él!
GETA.—Eso mismo me temo yo.
FEDRO.—¿No me das crédito?
DORIÓN.—Tú lo has dicho.
FEDRO.—Si te doy mi palabra.
DORIÓN.—¡Cuentos!
FEDRO.—Tú dirás que me diste a logro esta merced.

www.lectulandia.com - Página 284


DORIÓN.—¡Palique!
FEDRO.—Créeme, que no te pesará de haberlo hecho. Cata, que te digo
verdad.
DORIÓN.—¡Sueños!
FEDRO.—Pruébalo, pues el plazo no es largo.
DORIÓN.—¡Siempre la misma copla!
FEDRO.—Tú serás mi deudo, tú mi padre, tú mi amigo, tú…
DORIÓN.— (Marchándose.) ¡Todo palique!
FEDRO.— ¡Qué!, ¿es posible que tengas una condición tan cruda, y tan
cruel, que no baste lástima ni ruegos a ablandarte?
DORIÓN.—¿Es posible, Fedro, que seas tú tan inconsiderado y tan
descomedido, que me pretendas engañar con tus palabras enjaezadas, de
manera que pienses llevarte mi moza sin soltar dinero?
ANTIFÓN.— (A Geta.) Me da lástima.
FEDRO.— (Aparte.) ¡Ay, con la razón me ataja!
GETA.— (A Antifón.) ¡Cuán bien muestra cada uno de ellos quién es!
FEDRO.—¡Y que me hubiese de suceder este trabajo a tiempo que Antifón
estuviese en otros graves cuidados ocupado!
ANTIFÓN.— (Presentándose.) ¡Hola!, ¿qué es eso, Fedro?
FEDRO.—¡Oh dichosísimo Antifón!
ANTIFÓN.—¿Yo?
FEDRO.—Pues tienes en tu casa tus amores, sin necesidad de lidiar con una
calamidad como ésta. (Señalando a Dorión.)
ANTIFÓN.—¿Yo los tengo en casa? Mas antes entiendo que tengo, como
dicen, el lobo de las orejas: porque ni sé cómo la deje (Alude a su
mujer.) ni menos cómo la conserve.
DORIÓN.—Eso mismo me pasa a mí con éste. (Señalando a Fedro.)
ANTIFÓN.— (A Dorión.) ¡Ea! No seas escasamente rufián. (A Fedro.) ¿Te
hizo algo éste?
FEDRO.—¿Éste? Lo que pudiera el hombre más cruel del mundo: ha
vendido a mi Pánfila.
GETA.—¿Cómo?, ¿que la ha vendido?
ANTIFÓN.—¿De veras que la ha vendido?
FEDRO.—Sí, vendido.
DORIÓN.— (Con ironía.) ¡Qué cosa tan grave! ¡Vender una esclava, que le
costó a uno su dinero!
FEDRO.—Y no puedo recabar de él que quiebre con el otro la palabra, y me
espere tres días mientras cojo el dinero que me han prometido mis

www.lectulandia.com - Página 285


amigos. (A Dorión.) Si para aquel día no te lo diere, no me esperes una
hora más.
DORIÓN.—¡Machaca!
ANTIFÓN.—No es largo el plazo que te ruega, Dorión: otórgaselo: que este
placer que tú le dieres, él te lo pagará con el doblo.
DORIÓN.—Todas ésas son palabras.
ANTIFÓN.—¿Consentirás tú que Pánfila salga de esta ciudad; y podrás tú
sufrir que se rompan los amores de estos mozos?
DORIÓN.— (Afectando, en burla, un tono quejumbroso.) ¡Eso, ni yo ni tú!…
GETA.—¡Todos los dioses te den el castigo que mereces!
DORIÓN.—Ya yo te he comportado muchos meses contra mi condición,
prometiéndome, y nunca trayéndome nada sino lágrimas. Ahora, por el
contrario, he hallado quien me trae, y no me llora. Deja la plaza para los
que más valen.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) Pues en verdad, que si yo bien me acuerdo, plazo te
señaló éste (Indicando a Dorión.) para el cual le habías de dar su dinero.
FEDRO.—Así es.
DORIÓN.—¿Niégolo yo por dicha?
ANTIFÓN.—¿Pues ya es pasado ese día?
DORIÓN.—No; pero hásele anticipado éste.
ANTIFÓN.—¿No tienes empacho de tu poca firmeza?
DORIÓN.—No, si es por ganar hacienda.
GETA.—¡Oh muladar!
FEDRO.—¿Y eso se ha de hacer, Dorión?
DORIÓN.—De esta hechura soy: si así te agrado, manda.
ANTIFÓN.—¿Así engañas a éste?
DORIÓN.—Antes realmente, Antifón, éste me engaña a mí. Porque éste ya
sabía que yo era de esta condición: y yo creí que él era muy de otra
manera. Él me ha engañado a mí: yo para con él el mismo soy que he
sido. Pero como quiera que ello sea, allá va la última: el soldado me dijo
que mañana por la mañana me daría el dinero; si tú, Fedro, me lo
trajeres antes, haré de las mías; que el que antes cayere con el dinero,
aquél será el primero. Adiós.

ESCENA III
FEDRO, ANTIFÓN, GETA

www.lectulandia.com - Página 286


FEDRO.—¿Qué haré? ¿Dónde hallaré ¡cuitado de mí! tan presto el dinero
para éste, que no tiene un real? Porque si de él se pudiera recabar que
aguardara estos tres días, ya me lo habían prometido.
ANTIFÓN.—¿Por qué hemos de permitir, Geta, que éste ande afligido de esta
manera? ¿Especialmente, habiéndome favorecido poco ha, según tú me
dijiste, tan amorosamente? ¿Por qué no probamos a gratificarle esta
buena obra, ahora que lo ha menester?
GETA.—Bien veo yo que eso es cosa justa.
ANTIFÓN.—Procúralo, pues; que tú solo bastas a darle remedio.
GETA.—¿Qué quieres que yo haga?
ANTIFÓN.—Que busques ese dinero.
GETA.—Yo deseo hacerlo, pero dime dónde.
ANTIFÓN.—Aquí está mi padre.
GETA.—Ya lo sé: ¿y qué más?
ANTIFÓN.—¡Oh!… A buen entendedor pocas palabras.
GETA.—¿Sí, eh?
ANTIFÓN.—Sí.
GETA.—¡A fe que me das buenos consejos! ¡Taday! ¿No te parece que
quedaré bien librado, si de tu casamiento escapo con la cabeza sana, sin
que quieras tú ahora que, por amor de éste, busque en esta nueva
picardía la horca?
ANTIFÓN.— (A Fedro.) La verdad dice éste.
FEDRO.—¿Y pues? ¿Yo, Geta, soy algún extraño?
GETA.—No te tengo yo por tal. Pero ¿no te parece que basta la culpa que a
todos nos echa el viejo, sin que le enojemos más, de manera que no
quede lugar de echarle rogadores?
FEDRO.—¿Y ha de ser verdad que otro se la lleve de delante de mis ojos yo
no sé dónde? Ea, pues, Antifón, mientras podéis y mientras me tenéis
presente, hablad conmigo: miradme bien.
ANTIFÓN.—¿A qué fin? ¿Qué vas a hacer? di.
FEDRO.—Determinado estoy a irme tras ella, a cualquier parte del mundo
que la lleven, o morir en la demanda.
GETA.—¡Los dioses den buen suceso a lo que hicieres! Pero ve despacio.
ANTIFÓN.—Mira si le puedes dar a éste algún remedio.
GETA.—¡Remedio! ¿Qué remedio?
ANTIFÓN.—Búscalo, por tu vida: porque no haga algún desconcierto de que
después nos pese, Geta.

www.lectulandia.com - Página 287


GETA.—Buscándolo estoy. (Pausa.) Remediado lo he, si no me engaño:
pero temo que de ello me ha de redundar gran mal.
ANTIFÓN.—No temas: que en el bien y en el mal iremos a una contigo.
GETA.— (A Fedro.) ¿Cuánto dinero es menester? Habla.
FEDRO.—Solas treinta minas.
GETA.—¡Treinta! Muy cara es, Fedro.
FEDRO.— (En tono de ruego.) Para quien ella es, no es nada.
GETA.—¡Ea, ea, que yo te las habré!
FEDRO.—¡Geta hechicero!
GETA.—Quítateme de aquí.
FEDRO.—Pues son menester luego.
GETA.—Luego las llevarás: pero habéis de darme por compañero a
Formión.
ANTIFÓN.—En la mano le tenemos: ponle a cuestas cualquier carga con toda
confianza, que él la llevará: es único como amigo de sus amigos.
GETA.—Vamos, pues, de presto a su casa.
ANTIFÓN.—¿Habéisme menester a mí en algo?
GETA.—No, vete a casa, y consuela a aquella cuitada, la cual entiendo que
debe de estar allá dentro desmayada de temor. ¿No vas?
ANTIFÓN.—No hay cosa que yo de mejor gana que ésa haga. (Vaso.)
FEDRO.—¿Cómo piensas haber este dinero?
GETA.—Por el camino te lo diré: anda ya.

www.lectulandia.com - Página 288


ACTO CUARTO

ESCENA I
DEMIFÓN, CREMES

DEMIFÓN.—Y pues, ¿has traído, Cremes, tu hija, la que fuiste a buscar a


Lemnos?
CREMES.—No.
DEMIFÓN.—¿Cómo no?
CREMES.—Como la madre vio que yo me detenía mucho aquí, y que ya la
edad de la doncella no sufría mi tan gran descuido, dijéronme que ella
con toda la casa había venido acá.
DEMIFÓN.—¿Pues cómo te has estado tanto allá, después que eso supiste?
CREMES.—Hame hecho detener la enfermedad.
DEMIFÓN.—¿De qué? ¿O cuál?
CREMES.—¿Eso me preguntas? Harta enfermedad es la vejez. Pero tengo
entendido del piloto que las trajo, que arribaron con salud.
DEMIFÓN.—¿Has sabido lo que a mi hijo le ha sucedido en mi ausencia,
Cremes?
CREMES.—Sí; y es un caso que me hace estar perplejo. Porque, si propongo
este partido a algún extraño, por fuerza le habré de dar razón de dónde y
cómo tengo yo esta hija. Tú, ya sabía yo que me serías tan fiel como yo
mismo en guardar este secreto; pero un extraño, si aceptare mi afinidad,
tenerme ha el secreto mientras durare nuestra familiaridad; pero si
rompiere conmigo, sabrá más de lo que yo he menester. Y temo no lo
venga a descubrir mi mujer por alguna vía. Si esto sucede, no me queda
otro remedio, si no es sacudirme y salirme de casa. Porque de todos los
míos sólo yo soy mío.
DEMIFÓN.—Ya yo veo que es así; y eso es lo que me da congoja. Sin parar
he de probar todos los medios posibles, hasta cumplir lo que te tengo

www.lectulandia.com - Página 289


prometido.

ESCENA II
GETA

GETA.—Yo no he visto en mi vida hombre más sagaz que Formión. Vine a


su casa a decirle cómo teníamos necesidad de aquel dinero, y por qué
vía lo habíamos de haber. Apenas le había dicho la mitad de mi plan,
cuando ya me había entendido; alegrábase y alabábame, deseaba toparse
con el viejo, daba gracias a los dioses de que se le ofreciese ocasión en
que él pudiese mostrar ser tan amigo de Fedro como de Antifón. Díjele
que me esperase en la plaza, y que yo le daría allí el viejo en las manos.
(Viendo a Demifón.) Pero héle aquí. (Viendo a Cremes.) ¿Quién es el de
más allá? (Reconociéndole.) ¡Ta, ta! El padre de Fedro es venido. Pero,
asno de mí, ¿de qué me recelo?, ¿de que por uno se me ofrecen dos a
quien engañe? Por mejor lo tengo aprovecharme de esperanza doble.
Pediréselo a éste a quien determiné primero, y si él me lo da, básteme; y
si de él no recabo nada, entonces la emprenderé con el recién venido.

ESCENA III
ANTIFÓN, GETA, CREMES, DEMIFÓN

ANTIFÓN.— (Oculto durante toda la escena.) Aguardando estoy que vuelva


Geta. Pero a mi tío veo con mi padre. ¡Ay de mí! ¡Cuanto temo a qué
parte inclinará a mi padre su venida!
GETA.— (Aparte.) Voy a ellos. (Adelantándose.) Bienvenido seas, Cremes.
CREMES.—Estés en hora buena, Geta.
GETA.—Mucho me alegro de verte venir bueno.
CREMES.—Así lo creo.
GETA.—¿En qué se entiende?
CREMES.—Al llegar he hallado aquí, como acaece de ordinario, muchas
novedades.
GETA.—Verdad es. ¿Y de Antifón sabes lo que pasa?
CREMES.—Todo.

www.lectulandia.com - Página 290


GETA.— (A Demifón.) ¿Hazle contado tú…? (A Cremes.) ¡Qué indignidad,
Cremes cogernos así a traición!
DEMIFÓN.—De eso estaba tratando ahora con mi hermano.
GETA.—Pues, cierto que yo también, rumia que rumia el caso, he hallado, si
no me engaño, camino por donde esto se remedie.
DEMIFÓN.—¿Qué camino, Geta, qué remedio?
GETA.—Al partirme de ti, topóme casualmente con Formión.
CREMES.—¿Quién es Formión?
GETA.—El que a esa mujer…
CREMES.—Ya.
GETA.—Parecióme bien tantear su opinión. Tómole al hombre aparte, y
dígole: «¿Por qué no procuras Formión, que este negocio se arregle
entre vosotros por las buenas, que no con enojo? Mi amo es muy liberal
y enemigo de pleitos. Porque todos sus amigos le daban por consejo, de
común parecer, que echase a esa mujer por la ventana».
ANTIFÓN.— (Aparte.) ¿Qué empresa es la de éste? ¿O en qué ha de venir
hoy a parar?
GETA.—«¿Piensas que la justicia le castigaría si la echase de casa? Ya eso
está bien averiguado. ¡Sí! Mucho tendrás que sudar, si con un hombre
como él emprendes pleito; tanta es su elocuencia. Pero pongo por caso
que le condenasen, no corre por eso riesgo su persona, sino su dinero».
Cuando yo vi que el hombre se ablandaba con estas palabras, dígole:
«Aquí no nos oye nadie. Dime por tu vida: ¿con qué holgarías que te
untasen las manos porque mi amo se quite de pleitos, y esta mujer salga
de casa y tú le dejes en paz?»
ANTIFÓN.— (Aparte.) ¿Están bien los dioses con aquél?
GETA.—«Porque yo sé, que si tú te allegas a lo de razón, según que él es
hombre de bien, no atravesaréis hoy entre vosotros tres palabras.»
DEMIFÓN.—¿Quién te manda a ti decir eso?
CREMES.—Antes no podía por mejor medio llegar a lo que deseamos.
ANTIFÓN.— (Aparte.) ¡Perdido soy!
CREMES.—Pasa adelante.
GETA.—A los principios el hombre poníase furioso.
CREMES.—Dime, ¿qué es lo que pide?
GETA.—¿Qué? mucho. Cuanto quiso.
CREMES.—Di.
GETA.—Dice, que si le diesen un buen talento…
CREMES.—¡Antes garrote, sí! ¡Qué poca vergüenza!

www.lectulandia.com - Página 291


GETA.—Lo que yo le dije. «Dime, ¿qué más diera mi amo, si casara una
hija única? De poco le sirvió el no tenerla, pues ha hallado quien le pida
dote.» Finalmente, por acortar razones, y dejar aparte sus necedades,
ésta fue su última resolución: «Yo, dice, desde el principio deseé
casarme con la hija de ese amigo mío (Alude a Fania, hija de Estilfón,
nombre supuesto de Cremes), como fuera razón, porque consideraba
cuán perjudicial le era a ella, una pobre, casarse con un hombre rico
para ser esclava; pero, hablándolo aquí entre los dos sin cifras, yo tenía
necesidad de una mujer que me trajese algo con que pagase lo que debo.
Aun ahora, si quiere Demifón darme lo qüe me dan con otra, que me
está prometida, más querría yo casar con Fania que con otra ninguna.»
ANTIFÓN.— (Aparte.) Ni sé si me diga que esto lo hace de puro tonto o por
bellaco; o si a sabiendas o a necias.
DEMIFÓN.—¿Y si él debe las entrañas?
GETA.—«Un campo, dice, tengo empeñado» diez minas.
DEMIFÓN.—¡Ea, ea, cásese; que yo se las daré!
GETA.—«Unas casuchas también están en otras diez.»
DEMIFÓN.—¡Huy, huy, que es mucho!
CREMES.—No des voces, pídemelas a mí esas diez.
GETA.—«Para la mujer habré de comprarla una esclavilla; además de esto
son menester algunas alhajuelas de casa. También es menester hacer
algún gasto en las bodas; para todo esto, dice, añade otras diez minas.»
DEMIFÓN.—Así puedes hacerme seiscientos procesos. ¡Como yo te dé un
pelo!… ¿Así se ha de burlar de mí aquel bellaco?
CREMES.—Calla que yo las daré. Solamente procura tú que tu hijo se case
con la que nosotros queremos.
ANTIFÓN.— (Aparte.) ¡Ay de mí! ¡Geta, cómo me has perdido con tus
embustes!
CREMES.—Pues por mí sale de casa Fania, justo es que yo lo pierda.
GETA.—«Avísame —dice— lo más presto que puedas, si me la dan, para
que despida a esta otra y no esté perplejo. Porque con la otra me han
ofrecido darme luego el dote.»
CREMES.—Recíbalo luego, y deshaga el contrato con los otros y cásese con
ésta.
DEMIFÓN.—¡Que mal provecho le haga!
CREMES.—A propósito me traje conmigo ahora el dinero que me rentan las
granjas de mi mujer en Lemnos; de allí lo tomaré, y a mi mujer le diré
que tú lo habías menester.

www.lectulandia.com - Página 292


ESCENA IV
ANTIFÓN, GETA

ANTIFÓN.— (Muy enojado.) ¡Geta!


GETA.—¿Qué?
ANTIFÓN.—¿Qué has hecho?
GETA.—Que les he pescado a los viejos el dinero.
ANTIFÓN.—¿Y basta eso?
GETA.—No sé en verdad; esto se me mandó.
ANTIFÓN.—¡Oh… azotado! ¿Al revés de lo que te pregunto me respondes?
GETA.—¿Pues qué dices?
ANTIFÓN.—¡Qué te tengo de decir! Por tu causa llanamente me tengo yo de
echarme un dogal al cuello. Los dioses y diosas, todos, los de arriba y
los de abajo con extremados castigos te confundan. ¡Oh! A tal como
éste le habéis de encomendar lo que quisiereis que se negocie bien; que
él os llevará al mayor peligro, cuando más en paz estéis. ¿Qué mayor
daño me pudiste hacer, que tocar en la llaga y hacer mención de la
mujer? Hazle dado esperanza a mi padre de poderla echar de casa.
Dime, pues, ahora si Formión recibe el dote, de necesidad se habrá de
llevar a su casa la mujer; ¿qué será de mí?
GETA.—No la llevará.
ANTIFÓN.— (Con ironía.) ¡Quiá! Y cuando le pidan el dinero, antes se
dejará llevar a la cárcel por nuestro respeto.
GETA.—Nada hay, Antifón, que no se pueda empeorar, contándolo mal. Tú
callas lo bueno y dices lo malo. Pues óyeme ahora a mí por el contrario.
Si recibiere el dinero, habrá de llevarse la mujer, como tú dices:
concedido. Pero con todo eso, se le ha de dar lugar de aparejar las
bodas, de convidar, de celebrar los sacrificios: entretanto, le darán a
Fedro sus amigos lo que le ofrecieron, con lo cual Formión podrá
devolver a ésos su dinero.
ANTIFÓN.—¿Cómo? ¿Qué excusa les dará?
GETA.—¿Eso me preguntas? Mira qué de excusas: «¡Después acá me han
sucedido prodigios! Un perro negro de un vecino se me ha entrado por
casa; una culebra ha caído del tejado por las canales de mi patio; hame
cantado como gallo una gallina; no me ha consentido casarme un
adivino; un agorero me ha dicho que no emprenda negocio de nuevo

www.lectulandia.com - Página 293


antes del día más corto del invierno.» Ésta no tiene vuelta. Todo esto se
hará así.
ANTIFÓN.—¡Con tal que él lo haga!…
GETA.—Lo hará, yo te lo juro. Tu padre sale. Ve y dile a Fedro cómo ya
tiene el dinero.

ESCENA V
DEMIFÓN, GETA, CREMES

DEMIFÓN.— (A Cremes.) Descuida, te digo, que yo procuraré que él no nos


engañe. Y no dejaré el dinero de mi mano sin presentar testigos de cómo
se lo doy. Y declarar allí la razón por qué se lo doy.
GETA.— (Aparte.) ¡Cuán cauto es donde no es menester!
CREMES.—Así cumple que lo hagas. Y date prisa, mientras está caliente su
afición. Porque, si le urgen con la otra, podría ser que nos dejase en
blanco.
GETA.— (Aparte.) Muy bien has dado en la cuenta.
DEMIFÓN.— (A Geta.) Llévame, pues, donde él está.
GETA.—Andando.
CREMES.—Luego que hayas hecho eso, pásate por casa, y dile a mi mujer
que hable con esta moza (Alude a Fania.) antes que de aquí se nos vaya,
y le diga cómo la hemos casado con Formión, porque no se queje de
nosotros. Y que más le vale casarse con aquél, que le es más conocido;
y que nosotros ya hemos hecho con ella lo que debíamos; y le hemos
dado todo el dote que ha pedido.
DEMIFÓN.— (Indignado.) ¡Peste…! ¿Y a ti qué te importa…?
CREMES.—Mucho, Demifón.
DEMIFÓN.—¿No basta que tú hagas tu deber, sino que por fuerza lo ha de
aprobar la fama?
CREMES.—Deseo que esto también se haga con la voluntad de Fania, porque
no diga después que la echamos a la calle.
DEMIFÓN.—Pues eso yo mismo puedo hacerlo.
CREMES.—Mejor se avendrán mujer con mujer.
DEMIFÓN.—Corriente. (Vase con Geta.)
CREMES.—Pensando estoy dónde las podré yo hallar ahora. (Alude a su hija
Fania y a su segunda mujer, que han venido de Lemnos.)

www.lectulandia.com - Página 294


ACTO QUINTO

ESCENA I
SOFRONA, CREMES

SOFRONA.— (Sin ver a Cremes.) ¿Qué haré? ¿Qué valedor me buscaré,


pobre de mí? ¿O a quién daré parte de esta boda? ¿O a quién pediré
favor? Porque no querría que mi señora por haber oído mi consejo
recibiese algún agravio, según que me dicen que el padre del mancebo
toma fuertemente este negocio.
CREMES.— (Aparte.) ¿Qué vieja es ésta que ha salido tan alterada de casa de
mi hermano?
SOFRONA.— (Sin verle.) Porque la miseria me forzó a hacerlo así; que
aunque bien sabía yo que no era válido este casamiento, se lo aconsejé
porque entretanto asegurase nuestra subsistencia.
CREMES.— (Aparte.) Realmente, que si mi pensamiento no me engaña, o si
no soy corto de vista, que es ésta que veo el ama de mi hija.
SOFRONA.— (Sin verle.) Y no puedo rastrear al que…
CREMES.— (Aparte.) ¿Qué haré?
SOFRONA.— (Sin verle.)… es su padre.
CREMES.— (Aparte.) ¿Iré, o me estaré quedo hasta conocerla mejor por lo
que diga?
SOFRONA.— (Sin verle.) Porque si yo hallarle pudiese, no tenía que temer.
CREMES.— (Aparte.) Ella misma es: hablarle quiero.
SOFRONA.—¿Quién habla aquí?…
CREMES.— (Llamándola.) ¿Sofrona?
SOFRONA.—¿Y me llama por mi nombre?
CREMES.—Mírame, aquí.
SOFRONA.—¡Oh soberanos dioses, valedme! ¿Es este Estilfón?
CREMES.—No.

www.lectulandia.com - Página 295


SOFRONA.—¿Y dices que no?
CREMES.—Apártate un poco de esa puerta, Sofrona, por mi amor. Y de aquí
adelante no me llames más por ese nombre.
SOFRONA.—¡Cómo! ¿Qué no eres tú el que siempre nos dijiste que eras?
CREMES.—¡Chito!
SOFRONA.—¿De qué te recelas de estas puertas?
CREMES.—Tengo aquí encerrada una mujer terrible. Y en lo que a este
nombre toca, engáñeos entonces, porque vosotras acaso indiscretamente
no me descubrieseis, y viniese por alguna vía a saberlo mi mujer.
SOFRONA.—¡Así que no hemos podido hallarte aquí por ese nombre,
cuitadas de nosotras!
CREMES.—Pero dime ¡por tu vida! ¿Qué trato tienes tú con esta casa de dó
sales? ¿Dónde están tus amas?
SOFRONA.—¡Ay, triste de mí!
CREMES.—¡Oh!, ¿qué es eso?, ¿viven?
SOFRONA.—Tu hija viva es: mas su pobre madre ha muerto de pena.
CREMES.—¡Oh desgracia!
SOFRONA.—Y yo como me vi vieja, desamparada, pobre y en tierra ajena,
casé la doncella como pude, con un mancebo que es señor de esta casa.
CREMES.—¿Con Antifón?
SOFRONA.—¡Sí! Con ese mismo.
CREMES.—¡Pues cómo es eso!, ¿dos mujeres tiene?
SOFRONA.—¡No por tu vida; no más de esta sola!
CREMES.—¿Y aquella otra que dicen que es su parienta?
SOFRONA.—Pues ésta es.
CREMES.—¿Qué me dices?
SOFRONA.—Sobre concierto se hizo ya de manera que él, enamorado,
pudiese casarse con ella sin dote.
CREMES.— (Aparte.) ¡Oh soberanos dioses! ¡Qué de veces suceden al acaso
cosas que nadie se atrevería a desear! He aquí, que viniendo he hallado
a mi hija colocada con quien yo quería, y como quería. Y lo que mi
hermano y yo juntos procurábamos hacer con tanta diligencia, ésta lo ha
hecho sin ningún cuidado nuestro, sólo con el suyo.
SOFRONA.—Ahora mira lo que conviene hacer. El padre del mancebo ha
venido, y dicen que toma muy a mal este casamiento.
CREMES.—No hay peligro ninguno. Pero por los dioses y los hombres te
ruego, que procures que no entienda nadie que ésta es hija mía.
SOFRONA.—De mí nadie lo sabrá.

www.lectulandia.com - Página 296


CREMES.—Vente conmigo; que lo demás allá dentro vas a oírlo.

ESCENA II
DEMIFÓN, GETA

DEMIFÓN.—Nosotros mismos nos tenemos la culpa, de que a algunos le sea


útil ser malos, por querer nosotros ser demasiadamente reputados por
buenos y generosos. No tanto correr, que dejes atrás tu casa, suelen
decir. ¿No bastaba haberle sufrido el agravio? ¿También hemos de
meterle nuestro dinero en el bolsillo, para que tenga qué comer mientras
urde otra bellaquería?
GETA.— (Adulándole.) Claro, claro.
DEMIFÓN.—Hoy día el premio es para el malo.
GETA.—Verdad, verdad.
DEMIFÓN.—¡Qué necios hemos sido en hacer su negocio!
GETA.—¡Con tal que por este medio podamos conseguir que se case con
Fania!…
DEMIFÓN.—¿Y aún tenemos duda de eso?
GETA.—¡Qué sé yo, según él es, si mudará de propósito!
DEMIFÓN.—¡Qué!, ¿mudará?
GETA.—No lo sé; pero dígolo, por si acaso.
DEMIFÓN.—Tomaré el consejo de mi hermano, y haré que venga acá su
mujer, para que hable con ésta. Tú, Geta, ve delante, y di como ya va
Nausistrata.
GETA.— (Aparte.) Ya tenemos el dinero para Fedro; de las riñas no se
habla. Ya habemos procurado cómo esta moza por ahora no se vaya de
aquí. Y pues, ahora ¿qué sucederá? ¿Qué? En el mismo lodo pisas,
Geta, ya la pagarás. El daño presente se ha aplazado para otro día: los
azotes crecen, si no miras por ti. Voyme ya a casa: avisaré a Fania, que
no tema a Formión ni lo que va a decirla Nausistrata.

ESCENA III
DEMIFÓN, NAUSISTRATA, CREMES

www.lectulandia.com - Página 297


DEMIFÓN.—Hazme la merced, Nausistrata, como sueles, de procurar que
esta mujer se conforme con nuestra voluntad, y haga de buen grado lo
que, si no, ha de hacer forzosamente.
NAUSISTRATA.—Sí haré.
DEMIFÓN.—Y así como antes me ayudaste con tu hacienda, me ayudes
también ahora con tu industria.
NAUSISTRATA.—Deséolo, cierto: aunque no puedo tanto en buena fe, como
debería, por culpa de mi marido.
DEMIFÓN.—¿Cómo así?
NAUSISTRATA.—Porque conserva mal la hacienda que mi padre ganó bien;
pues de aquellas granjas de ordinario sacaba mi padre dos talentos.
¡Mira que va de hombre a hombre!
DEMIFÓN.—¿Dos?, ¡por tu vida!
NAUSISTRATA.—Y aun con ir las cosas a harto más bajo precio, con todo
eso, dos talentos.
DEMIFÓN.—¡Hola!
NAUSISTRATA.—¿Qué te parece de esto?
DEMIFÓN.—¡Ya, ya!
NAUSISTRATA.—Hombre quisiera yo ser; que yo mostrara…
DEMIFÓN.—Bien lo creo.
NAUSISTRATA.—… de qué manera…
DEMIFÓN.—No grites, por tu vida, porque tengas fuerzas para hablar con la
mujer; que, como es moza, podría ser que te cansase.
NAUSISTRATA.—Lo haré como mandas. Pero a mi marido veo salir de tu
casa.
CREMES.— (Sin ver a su mujer.) ¡Ah, Demifón!, ¿ya le has dado el dinero?
DEMIFÓN.—¡A toca-teja!
CREMES.—No quisiera que se lo hubieses dado. (Viendo a Nausistrata.)
¡Huy, mi mujer! Casi dije más de lo que fuera menester.
DEMIFÓN.—¿Por qué no quisieras, Cremes?
CREMES.— (Eludiendo la contestación.) ¡Bien está!
DEMIFÓN.—¿Y tú? ¿Has hablado ya con esa mujer sobre lo que viene acá la
tuya?
CREMES.—Ya lo he tratado con ella.
DEMIFÓN.—¿Y pues?, ¿qué dice?
CREMES.—No hay quien la persuada.
DEMIFÓN.—¿Cómo no?
CREMES.—Porque él y ella son una sola entraña.

www.lectulandia.com - Página 298


DEMIFÓN.—¿Y eso a nosotros qué…?
CREMES.—Mucho. Además, he sabido que es parienta nuestra.
DEMIFÓN.—¡Qué dices!, ¿desvarías?
CREMES.—Ello es como yo te digo. No hablo sin causa. Refresca conmigo
tu memoria.
DEMIFÓN.—¿Estás en tu seso?
NAUSISTRATA.— (A Demifón.) ¡Mira, por tu vida, no hagas algún yerro
contra tu parienta!
DEMIFÓN.—¡Que no es mi parienta!
CREMES.—No lo niegues. Te ocultaron el verdadero nombre de su padre, y
por ahí la erraste.
DEMIFÓN.—¿Y pues?, ¿no conocía ella a su padre?
CREMES.—Sí le conocía.
DEMIFÓN.—¿Pues por qué le llamó por otro nombre?
CREMES.—¿No me acabarás hoy de creer, ni de entenderme?
DEMIFÓN.—¡Si tú no dices nada!
CREMES.— (Molesto porque Demifón le pone a punto de tener que
descubrir el secreto delante de Nausistrata.) ¿Aún prosigues?…
NAUSISTRATA.— (Aparte.) Pasmada estoy. ¿Qué será esto?
DEMIFÓN.—Realmente que yo no entiendo lo que es.
CREMES.—¿Quieres entenderlo? ¡Pues así Júpiter me salve, como ella no
tiene otro pariente más cercano que a mí y a ti!
DEMIFÓN.—¡Válgame la fe de los dioses! Vamos donde ella: yo quiero, que
así juntos como estamos, sepamos si es o no es…
CREMES.— (En tono de censura.) ¡Ah!
DEMIFÓN.—¿Qué es eso?
CREMES.—¿Tan poco crédito tengo yo contigo?
DEMIFÓN.—¿Quieres que lo dé por creído?, ¿quieres que me tenga por bien
informado? ¡Corriente! ¿Y pues?, ¿de la hija de aquél amigo nuestro,
qué haremos?
CREMES.—Descuida.
DEMIFÓN.—¿Conque la despedimos?
CREMES.—¿Por qué no?
DEMIFÓN.—¿Y queda acá estotra?
CREMES.—Sí.
DEMIFÓN.—Pues bien puedes volverte, Nausistrata.
NAUSISTRATA.—A mi ver, más conviene eso para todos, que ella quede, que
no lo que habíais intentado. Porque me pareció muy ahidalgada cuando

www.lectulandia.com - Página 299


la vi. (Vase.)
DEMIFÓN.—¿Qué negocio es éste?
CREMES.— (Receloso de que pueda oírle Nausistrata.) ¿Ha cerrado ya la
puerta?
DEMIFÓN.—Sí.
CREMES.—¡Oh Júpiter! ¡Los dioses son con nosotros! ¡Mi hija he hallado
casada con tu hijo!
DEMIFÓN.—¡Cómo!, ¿es posible?
CREMES.—No es éste lugar seguro para contártelo.
DEMIFÓN.—Pues éntrate allá. (Indicando su casa.)
CREMES.—¡Hola! Mira que no quiero que sepan esto ni aun nuestros
propios hijos. (Entran en casa de Demifón.)

ESCENA IV
ANTIFÓN

ANTIFÓN.—Huélgome, como quiera que mis cosas sucedan, de que mi


primo haya salido con su intento. ¡Qué bueno es desear aquello que,
aunque a uno le sea contraria la fortuna, se pueda remediar a poca costa!
Mi primo con hallar el dinero está fuera de cuidado; yo, en manera
alguna puedo dar con el remedio por donde sacuda estos enojos, de
suerte que si este casamiento se encubre no esté con temor, y si se
descubre con vergüenza. Ni ahora volviera yo a casa, si no tuviera
esperanza de poder quedar con mi Fania. ¿Pero dónde podría yo ahora
hallar a Geta, para que me diga qué ocasión le parece que espere para
verme con mi padre?

ESCENA V
FORMIÓN, ANTIFÓN

FORMIÓN.— (Sin ver a Antifón.) Recibí el dinero y se lo entregué a Dorión;


me traje la mujer; procuré que Fedro gozase de ella como de propia,
porque la hicimos libre. Ahora sólo me falta una cosa, sacudirme de los
viejos para que me dejen comer y beber a mis anchas; porque tomaré de
huelga unos días.

www.lectulandia.com - Página 300


ANTIFÓN.—Formión es. ¿Qué dices?
FORMIÓN.—¿Sobre qué?
ANTIFÓN.—¿Qué piensa hacer ahora Fedro? ¿Cómo hace cuenta de
satisfacer al deseo de sus amores?
FORMIÓN.—Va a hacer lo mismo que tú.
ANTIFÓN.—¿Qué…?
FORMIÓN.—Huir de la presencia de su padre. Y así me envía a rogarte que
hagas ahora tú por él, como él hizo por ti, y que le defiendas en su
ausencia. Porque quiere comer en mi casa. Yo les diré a los viejos que
me voy a la feria de Sunnio, a comprar la esclavina que antes les dijo
Geta, porque no piensen, en no viéndome aquí, que les hundo su dinero.
Pero la puerta de tu casa ha sonado.
ANTIFÓN.—Mira quién sale.
FORMIÓN.—Geta es.

ESCENA VI
GETA, FORMIÓN, ANTIFÓN

GETA.— (Sin verlos.) ¡Oh Fortuna! ¡Oh dicha! ¡Qué de bienes, y cuán
presto, le habéis acarreado con vuestro favor a mi señor Antifón el día
de hoy!
ANTIFÓN.— (A Formión.) ¿Qué traerá aquél?
GETA.— (Continuando el apostrofe.) ¡Y a los que le queremos bien nos
habéis librado de temor!—Pero, ¿por qué me detengo en echarme esta
capa al hombro y procurar buscar a ese hombre de presto (Alude a
Antifón.) para hacerle saber todo lo que pasa?
ANTIFÓN.— (A Formión.) ¿Tú entiendes lo que aquél dice?
FORMIÓN.—¿Y tú?
ANTIFÓN.—Nada.
FORMIÓN.—Yo otro tanto.
GETA.—Iréme a casa del rufián; que allí deben de estar ahora. (Echa a
andar a toda prisa.)
ANTIFÓN.— (Llamándole.) ¡Hola, Geta!
GETA.—¡Cataos aquí! ¡Qué ordinaria cosa es que no falte quien le llame a
uno, cuando va corriendo a alguna parte! (Sigue adelante.)
ANTIFÓN.—¡Geta!

www.lectulandia.com - Página 301


GETA.— (Sin ver a su amo.) ¿Aún prosigues? Pues no has de poder más que
yo con tu porfía. (Sigue corriendo.)
ANTIFÓN.— (Tras él.) ¿No paras?
GETA.—Azotado seas.
ANTIFÓN.—¡Eso te harán a ti luego, si no te paras, bribón!
GETA.—Muy amigo mío debe de ser éste que así me amenaza.
(Volviéndose.) Pero, ¿es por dicha el propio que busco o no es él? Él es.
FORMIÓN.—Llégate acá presto.
ANTIFÓN.—¿Qué hay?
GETA.—¡Oh Antifón! que eres el hombre más afortunado de cuantos son
hoy en el mundo. Porque sin duda ninguna a ti solo te quieren bien los
dioses.
ANTIFÓN.—¡Ojalá! Mas para creer que eso es así, yo querría que me
dijeses…
GETA.—¿No te tendrás por contento, si te dejo todo embutido de placer?
ANTIFÓN.—¡Que me matas!
FORMIÓN.—Déjate de promesas y dinos qué nuevas nos traes.
GETA.—¡Oh! ¿Y tú también estabas aquí, Formión?
FORMIÓN.—Estaba. Pero, ¿qué te detienes…?
GETA.— (A Antifón.) ¡Escucha pues! Así como te dimos el dinero poco ha
en la plaza, fuímonos derechos a casa. En esto, el viejo envíame a que
hablase con tu mujer.
ANTIFÓN.—¿Sobre qué?
GETA.—No quiero decírtelo, Antifón, porque no hace al caso. Así como iba
a entrar en el cuarto de las mujeres, viénese corriendo para mí el criado
Midas; échame por detrás mano de la capa, que casi me hizo caer de
espaldas; vuelvo, y dígole que por qué me detenía. Díceme que estaba
prohibido ahora entrar a hablar con mi señora. Porque Sofrona, dice, ha
hecho venir aquí a Cremes, el hermano del viejo, y ahora está allá
dentro con ellas. Así como le oí esto, comencé a escurrirme. Alleguéme,
muy a mi paso y secreto hacia la puerta, estúveme quedo, detuve el
aliento, arrimé el oído y comencé a escuchar de esta manera, por si les
podía coger alguna palabra…
ANTIFÓN.—¡Oh Geta!
GETA.—Y oí allí una cosa maravillosa, tanto, que no sé cómo me detuve,
que no di voces de gozo.
ANTIFÓN.—¿Qué…?
GETA.—¿Qué dirás?

www.lectulandia.com - Página 302


ANTIFÓN.—No sé.
GETA.—La mejor del mundo; que se ha hallado que tu tío es padre de Fania,
tu mujer.
ANTIFÓN.—¡Cómo!, ¡qué me dices!
GETA.—En tiempos pasados tuvo trato de secreto en Lemnos con la madre
de Fania.
FORMIÓN.—¡Quimeras! ¿No conociera ella a su padre?
GETA.—Créete, Formión, que alguna causa debe de haber. Pero, ¿piensas
que podía yo entender desde fuera de la puerta todo lo que ellos entre sí
trataban allá dentro?
ANTIFÓN.—Yo también, en verdad, he oído ese cuento.
GETA.—Pues decirte he una cosa, por donde más fácilmente me des crédito.
En esto salió de allá dentro acá fuera tu tío; y a cabo de poco con tu
padre se tornó a entrar dentro: y dicen ambos a dos que te dan licencia
para que te cases con ella. Finalmente, me han enviado a mí, para que te
busque y te lleve allá.
ANTIFÓN.—Pues llévame en un vuelo. ¿Por qué te detienes?
GETA.—Andando.
ANTIFÓN.—Amigo Formión, adiós.
FORMIÓN.—Adiós, Antifón. Así los dioses bien me quieran cómo me huelgo
de lo sucedido.

ESCENA VII
FORMIÓN, solo

FORMIÓN.—¡Y que sea verdad que tan repentinamente les haya sucedido a
éstos tanta ventura! Ahora tengo yo muy buena ocasión para burlarme
de los viejos, y quitar a Fedro el cuidado de buscar el dinero, porque no
haya de ir a rogar a ninguno de sus amigos. Porque este dinero, así
como lo soltaron a regañadientes, ha de quedar para él, aunque les pese.
Y ya he hallado manera para obligarlos a ello, aunque no quieran. Ahora
he menester de tomar nueva actitud y nuevo semblante. Pero entraréme
en este callejón, y haréme el encontradizo cuando salgan fuera. Ya no
finjo que voy a la feria.

ESCENA VIII

www.lectulandia.com - Página 303


DEMIFÓN, FORMIÓN, CREMES

DEMIFÓN.—Con razón doy muchas gracias a los dioses y se lo tengo en gran


merced, hermano mío, pues nos ha salido tan bien este negocio. Lo que
ahora habemos de hacer es buscar luego a Formión y pedirle nuestras
treinta minas, antes que acabe con ellas.
FORMIÓN.— (Fingiendo que no los ve.) A ver voy si está en casa Demifón,
para que lo que…
DEMIFÓN.—Pues nosotros íbamos a buscarte, Formión.
FORMIÓN.—¿Sobre este mismo negocio por ventura?
DEMIFÓN.—Sí, en verdad.
FORMIÓN.—Figurémelo. ¿Y a qué fin me ibais a buscar? ¡Qué ridiculez!
¿Temíais que me había de retirar de la palabra que una vez ya os había
dado? Mirad, señores, que aunque soy un pobre hombre, con todo eso,
siempre hasta aquí he procurado mantener mi crédito.
DEMIFÓN.— (A Cremes.) ¿No están ahidalgado como te dije?
CREMES.—Y mucho, cierto.
FORMIÓN.—Y así vengo a deciros, Demifón, como ya yo estoy aparejado
para recibir la mujer cuando quisiereis dármela. Porque todas mis
conveniencias he dejado, como era razón, por entender que vosotros tan
de veras queríais este casamiento.
DEMIFÓN.—El caso es que éste (Señalando a Cremes.) me ha aconsejado
que no te la diese. ¿Cuál no será, me dice, el clamor de la ciudad, si tal
hicieres? Todos te dirán: «Cuando pudiste dársela con su honra, no se la
diste, y ahora, viuda, la echas de casa, ¡qué vergüenza!» Finalmente, me
ha dicho lo mismo que tú antes me habías dicho quejándote.
FORMIÓN.—Con harta soberbia os burláis de mí.
DEMIFÓN.—¿En qué?
FORMIÓN.—¿Eso me preguntas? En que ya tampoco podré casarme con la
otra. Porque ¿con qué cara tornaré a pedir la mujer que tuve en poco?
CREMES.— (Bajo a Demifón.) Dile también: «Además de esto veo que
Antifón se aparta de ella contra su voluntad.»
DEMIFÓN.—Además de esto veo que mi hijo Antifón la deja muy contra su
voluntad. Así, ve por tu vida a la plaza y vuélveme aquella partida de
dinero, Formión.
FORMIÓN.—¿Cuál dinero? Ya yo lo libré a mis acreedores.
DEMIFÓN.—¿Pues qué haremos?

www.lectulandia.com - Página 304


FORMIÓN.—Si me quieres dar la mujer que me ofreciste, yo me casaré con
ella: y si quieres que ella se quede en tu casa, el dote, Demifón, ha de
quedar en mi poder. Porque no es justo que yo quede burlado por
vosotros, pues yo por cubrir vuestra honra despedí la otra, que me traía
el mismo dote.
DEMIFÓN.—¡Vete a la horca con tu fanfarronería, ladrón! ¿Piensas que no
sabemos aquí quién eres tú y cómo vives?
FORMIÓN.—¡No me queméis!…
DEMIFÓN.—¿Tú te casaras con ella, si te la dieran?
FORM IÓN.—Pruébalo.
DEMIFÓN.—Vuestra pretensión fue ésa, para que mi hijo viviese con ella en
tu casa.
FORMIÓN.—¿Cómo es eso que dices?
DEMIFÓN.—Acaba ya, vuélveme mi dinero.
FORMIÓN.—Antes dame tú mi mujer.
DEMIFÓN.—Acude a la justicia.
FORMIÓN.—¿A la justicia? ¡Pues a buena fe, que si seguís molestándome!…
DEMIFÓN.—¿Qué harás?
FORMIÓN.—¿Qué… yo? ¿Pensáis por ventura vosotros que yo defiendo
solamente a las que no tienen dote? Pues también me precio de sacar la
cara por las que lo tienen.
CREMES.—¿Y eso, a nosotros, qué…?
FORMIÓN.—Nada. Conocía yo aquí cierta mujer… cuyo marido…
CREMES.—¡Ah!
DEMIFÓN.—¿Qué es eso?
FORMIÓN.—… tuvo en Lemnos otra mujer…
CREMES.—Perdido soy.
FORMIÓN.—… y de ella ha habido una hija, y la cría de secreto.
CREMES.—¡Muerto soy!
FORMIÓN.—Todo esto se lo tengo yo de ir a contar a ella.
CREMES.—Por tu vida, que no lo hagas.
FORMIÓN.—¡Oh!, ¿eras tú aquél?
DEMIFÓN.—¡Cómo se está burlando de nosotros!
CREMES.—Por libre te damos.
FORM IÓN.—¡Coplas!
CREMES.—¿Qué más quieres? Del dinero que tienes te hacemos gracia.
FORMIÓN.—Ya lo oigo. Pues, ¿por qué ¡mala peste…! os estáis burlando de
mí como necios con vuestros pareceres de niños? Ahora quiero, ya no

www.lectulandia.com - Página 305


quiero; toma, daca; lo hecho, deshecho; lo que ya estaba tratado, ya no
es nada.
CREMES.— (A Demifón.) ¿Cómo, o de quién ha tenido éste noticia?…
DEMIFÓN.—No sé: lo que yo de cierto sé es que no se lo he dicho a nadie.
CREMES.—¡Así los dioses me amen como parece cosa de prodigio!
FORMIÓN.— (Aparte.) Congoja les he dado.
DEMIFÓN.—(Aparte a Cremes.) ¡Cómo! ¿Y ha de ser verdad que éste se nos
ha de llevar tanto dinero y se ha de ir así tan a la clara burlando de
nosotros? Más vale morir realmente. Procura tener un corazón varonil y
firme. Ya tú ves cómo tu yerro es público y que ya no lo puedes
encubrir a tu mujer. Pues lo que ella por otro ha de saber, Cremes, mejor
es que nosotros se lo digamos. Después podremos vengarnos de este
bellaco a nuestra voluntad.
FORMIÓN.— (Bajo.) ¡Tate! ¡Perdido soy, si no miro por mí! Éstos, con
ánimo de gente desesperada, quieren embestir conmigo.
CREMES.—Temo que no la podremos apaciguar.
DEMIFÓN.—¡Valor, Cremes; que yo os pondré en paz, confiado de que ya es
muerta aquella de quien hubiste la hija!
FORMIÓN.—¿Así os confederáis contra mí? Con harta astucia me acometéis.
No has mirado mucho por el bien de éste, Demifón, en enojarme. (A
Cremes.) ¿Te parece bien eso? ¿Después de haber hecho tú por tierras
extrañas lo que te ha parecido, y no haber tenido vergüenza de hacer una
afrenta tan grande a una mujer tan principal, piensas tú ahora venir a
lavar con lágrimas tu yerro? Con estas razones yo la encenderé tanto en
ira contra ti, que no la bastes a aplacar, aunque todo te derritas en
lágrimas.
DEMIFÓN.—¡Maldito sea semejante bribón de todos los dioses y de todas las
diosas! ¿Que es posible que haya hombre de tanto atrevimiento? ¿No
sería justo que a un monstruo como éste le echasen por vindicta pública
a un destierro?
CREMES.—A punto he venido, que no sé qué me haga con él.
DEMIFÓN.—Yo sí. Vamos a juicio.
FORMIÓN.—¿A juicio? (Indicando la casa de Cremes y Nausistrata.) Aquí,
si algo queréis.
DEMIFÓN.—Ásele y tenle, mientras hago que salgan mis criados.
CREMES.—No puedo a solas, ayúdame.
FORMIÓN.— (A Demifón.) Una injuria me debes.
CREMES.—Pues pídela por justicia.

www.lectulandia.com - Página 306


FORMIÓN.—Y tú otra, Cremes.
DEMIFÓN.— (A un siervo que acude.) Arrebátale a éste.
FORMIÓN.—¿Así va? Menester es realmente dar voces. (Gritando.)
¡Nausistrata!… ¡Nausistrataaa…! Sal aquí.
CREMES.—Tápale la boca.
DEMIFÓN.—El sucio, mira qué fuerza tiene.
FORMIÓN.—¡Hola! ¡Nausistrataaa…!
CREMES.—¿No callarás?
FORMIÓN.—¿Qué callar?
DEMIFÓN.—Si no te sigue, métele los puños en las tripas.
FORMIÓN.—Aunque me saltes un ojo; que yo tengo bien donde vengarme de
vosotros.

ESCENA IX
NAUSISTRATA, DEMIFÓN, FORMIÓN, CREMES

NAUSISTRATA.—¿Quién me llama?
CREMES.—¡Ah!
NAUSISTRATA.—¿Qué brega es ésa, por tu vida, marido?
FORMIÓN.— (A Cremes.) ¡Ea!, ¿de qué te has ahora pasmado?
NAUSISTRATA.— (A Cremes.) ¿Qué hombre es éste? (Pausa.) ¿No me
respondes?
FORMIÓN.—¿Qué te ha de responder éste, que no sabe realmente dó se está?
CREMES.—Mira, a éste no le creas nada.
FORMIÓN.—Llega y tócale: y si no estuviere hecho un hielo, mátame.
CREMES.—Esto no es nada.
NAUSISTRATA.—¿Y pues?, ¿qué es lo que este hombre dice?
FORMIÓN.—Yo te lo contaré: óyeme.
CREMES.—¿Y aún le crees?
NAUSISTRATA.—¿Qué le he de creer, por tu vida, pues aún no me ha dicho
nada?
FORMIÓN.—Desvaría el cuitado de puro miedo.
NAUSISTRATA.—En buena fe que no es sin misterio el tener tú tanto miedo.
CREMES.—¿Yo miedo?
FORMIÓN.—Está bien: pues tú no tienes miedo y lo que yo digo no es nada,
cuéntaselo tú.
DEMIFÓN.—¿Y a ti te lo ha de contar, bribón?

www.lectulandia.com - Página 307


FORMIÓN.— (Con ironía.) ¡Oh! ¡Qué bien le has valido a tu hermano!
NAUSISTRATA.—Marido, ¿no me dices nada?
CREMES.—Pero…
NAUSISTRATA.—¿Qué pero?
CREMES.—No cumple que se diga.
FORMIÓN.—A ti no: pero a ella le cumple que se sepa. En Lemnos…
CREMES.—¡Ah! ¿Qué dices?
DEMIFÓN.—¿No callarás?
FORMIÓN.—… sin saberlo tú…
CREMES.—¡Ay de mí!
FORMIÓN.—… se casó.
NAUSISTRATA.—¡Marido!, ¡los dioses nos den mejor suceso!
FORMIÓN.—Ello pasa así.
NAUSISTRATA.—¡Ay, triste y desventurada de mí!
FORMIÓN.—Y de allí ha habido una hija ya, mientras tú te estás durmiendo.
CREMES.— (A Demifón.) ¿Qué hacemos?
NAUSISTRATA.—¡Oh soberanos dioses; qué indignidad, qué infamia!
FORMIÓN.—Esto es lo que ha hecho.
NAUSISTRATA.—¿Hase hecho jamás tan grande sinrazón? Y cuando vienen a
sus mujeres, entonces hacen muy del viejo. Demifón, contigo quiero
haberlas: porque con éste me apesta el tratar. ¿Éstas eran aquellas idas
tan a menudo a Lemnos, y aquel detenerse tanto allá? ¿Ésta era aquella
tan grande baja, que tanto disminuía nuestras rentas?
DEMIFÓN.—Yo, Nausistrata, no digo que éste no tiene culpa en este caso;
pero que es culpa digna de perdón…
FORMIÓN.—¡La defensa de un muerto!
DEMIFÓN.—Porque ni él lo hizo por menospreciarte a ti, ni por no tenerte
amor. Sino que habrá quince años que, caliente del vino, hubo aquella
mujercilla, cuya hija es ésta: y después acá nunca más tuvo trato con
ella. Ya ella es muerta; ya no está de por medio, que era el azar que
podía haber en esto. Por lo cual te suplico que tengas en esto paciencia,
como la sueles tener en todo lo demás.
NAUSISTRATA.—¿Yo paciencia? ¡Querría, triste de mí, acabar en esto la
vida! Porque, ¿qué hay ya más que aguardar? ¿He de pensar que ya por
los años se enmendará? Ya entonces era viejo, si la vejez basta a hacer a
los hombres vergonzosos. ¿Son por dicha, Demifón, mis años y mi
rostro para enamorar ahora más que entonces? ¿Qué esperanza me darás
tú, para que yo confíe que será mejor de lo que ha sido?

www.lectulandia.com - Página 308


FORMIÓN.—Los que tienen obligación de ir al entierro de Cremes,
apresúrense; ya es tiempo. ¡Yo os le pondré de duelo! ¡Ea, ea; venga
quien quiera a tener pendencias con Formión; que yo os lo dejaré
tendido con tal desgracia, como la que acabó con éste! Ahora, que haga
las paces con su mujer; que ya yo quedo bien satisfecho: ya ésta tiene
con qué romperle los oídos para mientras él viva.
NAUSISTRATA.— (Con amarga ironía.) Es por dicha por merecimientos
míos. ¿Qué es menester, Demifón que yo te diga ahora aquí en
particular lo que yo he hecho por éste?
DEMIFÓN.—Tan bien lo sé todo eso, como tú.
NAUSISTRATA.—¿Parécete, pues, que se lo tenía yo merecido?
DEMIFÓN.—No, por cierto. Pero pues lo pasado, por más que le riñas, no
puede ya dejar de ser pasado, perdónale: él te lo ruega, confiesa su
culpa, y te da la satisfacción. ¿Qué más quieres?
FORMIÓN.— (Aparte.) Realmente que antes que ésta le perdone, conviene
que yo mire por mí, y también por Fedro. (Alto.) Oye, Nausistrata: antes
de responderle a éste palabra inadvertidamente.
NAUSISTRATA.—¿Qué quieres?
FORMIÓN.—Yo le he pescado treinta minas con engaño y se las he dado a tu
hijo, y él las ha dado a un rufián por su amiga.
CREMES.—¡Cómo!, ¿qué dices?
NAUSISTRATA.—¿Tan fuerte cosa te parece a ti que tu hijo, siendo mancebo,
tenga una amiga, teniendo tú dos mujeres? ¿No te avergüenzas? ¿Con
qué cara osarás reprenderle? Responde.
DEMIFÓN.—Él hará todo lo que tú quisieres.
NAUSISTRATA.— (A Demifón.) Pues, porque sepas mi determinación, ni yo
le perdono ni le prometo nada, ni le respondo, hasta verme con mi hijo.
Todo lo dejo yo a su parecer; yo haré todo lo que él mande.
FORMIÓN.—Mujer de seso eres, Nausistrata.
NAUSISTRATA.— (A Cremes.) ¿Estás satisfecho con esto?
CREMES.—Sí, y aún voy muy bien librado; y mejor que yo pensaba.
NAUSISTRATA.— (A Formión.) Dime, ¿cómo te llamas?
FORMIÓN.—¿Yo? Formión, amigo familiar de vuestra casa y muy particular
de tu hijo Fedro.
NAUSISTRATA.—Formión, te juro que, de hoy más, haré y diré por ti cuanto
quisieres.
FORMIÓN.—Eres muy bondadosa.
NAUSISTRATA.—Todo lo mereces tú.

www.lectulandia.com - Página 309


FORMIÓN.—¿Quieres, pues, hacer hoy una cosa, Nausistrata, con que yo me
alegre y de que a tu marido le duelan los ojos?
NAUSISTRATA.—Deséolo.
FORMIÓN.—Pues convídame a cenar.
NAUSISTRATA.—Sí que te convido.
DEMIFÓN.—Entrémonos ya.
CREMES.—Sea. Pero, ¿dónde está Fedro, que ha de ser nuestro juez?
FORMIÓN.—Yo le haré venir aquí ahora mismo. (A los espectadores.)
¡Quedad en hora buena, y aplaudid!

FIN DE
«FORMIÓN»

www.lectulandia.com - Página 310


NOTAS

www.lectulandia.com - Página 311


[1] Recitóse, como los demás, por el primer actor de la compañía. No va

encaminado a declarar el argumento, según era costumbre en el teatro clásico,


sino a defenderse el poeta de los cargos que sus émulos le hacían. <<

www.lectulandia.com - Página 312


[2] Este poeta era Luscio Lavinio, o Lanuvio, que de ambos modos se le

nombra, autor de comedias que fueron muy aplaudidas del público romano,
aunque al decir de Terencio, más se debieron los aplausos al talento de los
actores, que al mérito artístico de las piezas. <<

www.lectulandia.com - Página 313


[3] Menandro, padre de la Comedia nueva, en Grecia, nació por el año 340 a.

C. La Andriana y La Perintia o Perintiana, llamábanse así porque la primera


de estas comedias tenía por protagonista una mujer de Andros, isla del mar
Egeo, y la segunda una mujer de Perintho, ciudad de la Propóntida. <<

www.lectulandia.com - Página 314


[4] Texto: «… Contaminari non decere fabulas». «Contaminare»,
propiamente es, dice Minellio, Polluere aliquid, aut lutosis manibus attingere,
«manchar, tocar algo con las manos enlodadas»; de donde, «echar a perder».
Pero también vale «mezclar»; de suerte que los émulos de Terencio, al
dirigirle el reproche de que mezclaba (amalgamaba) dos piezas griegas para
componer una sola comedia latina, añadían, con la significación propia del
verbo contaminar, más fuerza a la censura, sugiriendo la idea de que enlodaba
las comedias griegas. <<

www.lectulandia.com - Página 315


[5] Terencio se escuda aquí contra la censura de «contaminador», recordando

el ejemplo de aquellos tres poetas cómicos que le precedieron, y que usaron


igual procedimiento de refundición. De Nevio y de Ennio no tenemos ninguna
comedia entera: sólo quedan fragmentos muy importantes para la historia de
la lengua latina en su período arcáico o anteclásico. <<

www.lectulandia.com - Página 316


[6] Alude a la cremación de los cadáveres usada entre los griegos, pues la

acción pasa en Atenas. <<

www.lectulandia.com - Página 317


[7] Es de observar que Sosia, el siervo fiel, a quien Simón da este encargo, no

vuelve a aparecer en escena. Esto induce a sospechar que quizá en la pieza


griega se hacía por medio de monólogo la exposición del argumento, que aquí
se presenta dialogada. <<

www.lectulandia.com - Página 318


[8] Sabida es la trágica historia del infortunado rey de Tebas. Sin conocerlos

mató a su padre y se casó con su madre, ocupando el trono de aquél. En


castigo del parricido y del incesto, declaróse en Tebas una peste asoladora.
Edipo averiguó la causa de aquella calamidad por el adivino Tiresias. Edipo,
para expiar su doble crimen, se sacó los ojos. La frase, pues, «soy Davo y no
Edipo» equivale a «no soy adivino» o «no tengo quien me lo adivine». <<

www.lectulandia.com - Página 319


[9] El texto dice: «Bona verba quœso»; Simón Abril: «Mejor seso me den los

dioses.» Paréceme que el docto humanista no entendió bien el sentido del


original. La versión que doy es, sin duda, libre, pues literalmente el texto
latino dice: «Buenas palabras ruego», es decir, no te incomodes, no te enojes
conmigo. He querido indicar el dejo burlón que sin duda hay en las palabras
de Davo, como se infiere de la pregunta que después hace Simón: «¿Burlaste?
¿Irrides?». <<

www.lectulandia.com - Página 320


[10] Misis, criada de Glicera, dice esto al salir de casa con el encargo de llamar

a la partera Lesbia. Arquilis, a quien habla, es otra criada de Glicera. <<

www.lectulandia.com - Página 321


[11] El texto: «… Aliquid monstri alunt»; literalmente, «crían alguna
monstruosidad, algo monstruoso.» Simón Abril, con buen tino artístico, dio a
esta expresión abstracta una forma pintoresca, que es la adoptada, con la
única variante de «culebrón» en vez de «sierpe». <<

www.lectulandia.com - Página 322


[12] Por la primera palabra traduzco el «Obtundis» del texto, corrigiendo la

versión de Simón Abril, «Porfías». El original es más expresivo; pudiera


traducirse «¡Machaca!» <<

www.lectulandia.com - Página 323


[13] Texto: Me vide. expresión elíptica que quiere decir «mírame al rostro; que

en él verás que no te engaño.» La frase Me vide es de rúbrica en los cómicos


latinos, y sirve para responder de la verdad con que uno afirma o niega alguna
cosa. <<

www.lectulandia.com - Página 324


[14] Texto: Non cohœrent. Simón Abril: «No viene bien.» Cito esta corrección

como ejemplo de otras muchas de igual índole, que no registro en estas notas
por no abultar demasiado el tomo. <<

www.lectulandia.com - Página 325


[15] Davo, siervo de Carino, escucha oculto el diálogo de Simón y Pánfilo, y

cuenta a su señor cómo Pánfilo ha aceptado por esposa a la hija de Cremes, de


la cual Carino está locamente enamorado. Así se explican los reproches que
Carino dirige a su amigo Panfilo en la escena primera del cuarto acto. <<

www.lectulandia.com - Página 326


[16] Esta escena, en la versión de Simón Abril, forma parte de la primera. El

texto de Faerno, que nuestro humanista seguía, le autorizaba a ello: no así el


movimiento escénico de los personajes. Las correcciones de esta especie son
muchas; pero no se registrarán en estas notas. <<

www.lectulandia.com - Página 327


[17] Simón Abril: «Que yo en salvo estoy.» La variante es más gráfica y más

literal. Ego in portu navigo, dice el texto. <<

www.lectulandia.com - Página 328


[18] En esta escena, Simón y Davo, ocultos, escuchan lo que Lesbia dice a

Arquilis saliendo de casa de Glicera. Por eso el viejo Simón dice a Davo al
comenzar la escena tercera: «Esto a lo menos, ¿quién que te conozca, no
creerá que nace de ti?» <<

www.lectulandia.com - Página 329


[19] Texto: Mirum ni domi est. Simón Abril: «Entiendo que debe de estar en

casa.» <<

www.lectulandia.com - Página 330


[20] La veracidad del oráculo consagrado a Apolo en Delfos era proverbial:

«Hœc ex Oraculo Apolonis Pithii reddita tibi puta; nihil potest esse verius»,
dice Cicerón: «Imagínate que esto te lo dice (responde) el oráculo de Apolo
Pithio: nada puede ser más verdadero o cierto.» <<

www.lectulandia.com - Página 331


[21] Simón Abril: «Ya sé lo que intentas.» Esta versión es más literal, sin

duda, que aquélla, pues el texto dice: «Scio quid coneris»; pero resulta
obscura, y aun inexplicable. Con efecto; si Panfilo dice aquí «Ya sé lo que
intentas», ¿cómo es que poco más abajo le pregunta al mismo Davo, «qué vas
a hacer, dime»? El verdadero sentido de la frase latina es, dada la situación de
Pánfilo. Ya sé que lo que intentas es tiempo perdido. <<

www.lectulandia.com - Página 332


[22] Según Evanthio (Prol. in Tereni.), los antiguos solían adornar la escena

con dos aras, o pequeños altares; a la derecha ponían la de Baco, a la


izquierda la del dios en cuyo honor se celebraban los juegos. Minellio
entiende que el altar de que se trata aquí estaba dedicado a Apolo, quien
presidía a la comedia, como Baco a la tragedia. Por último, la nota de la
colección Nisard explica este pasaje diciendo que en Grecia, y
particularmente en Atenas, había un pequeño santuario delante de cada casa,
adornado con verbena, planta sagrada. <<

www.lectulandia.com - Página 333


[23] Texto: «Pater non recte vinctus est.» La expresión resulta anfibológica:

traducida con toda claridad, sería: «¡Padre, no es bien que esté atado!», y éste
es ciertamente el pensamiento de Pánfilo; pero la anfibología es necesaria, por
lo que contesta Simón: «Pues no es eso lo que yo mandé.» Y, con efecto, el
viejo había mandado (Esc. 2.ª, act. V) «que le ataran bien de pies y de
manos.»
Es éste uno de los pocos chistes con que lo cómico de palabra se manifiesta
en el teatro de Terencio. <<

www.lectulandia.com - Página 334


[24] Este nombre daban los cómicos latinos al truhán que se servía de la

adulación para comer en casa ajena. <<

www.lectulandia.com - Página 335


[25] Alude a Lavinio. <<

www.lectulandia.com - Página 336


[26] Para cabal inteligencia de este nuevo cargo que hace aquí Terencio a mi

émulo Lavinio, es preciso conocer el argumento de El Tesoro. Un padre,


temeroso de ver arruinada su hacienda por los despilfarros de su hijo, hace
enterrar un tesoro en su sepultura, disponiendo además por testamento que
aquélla no se pueda abrir hasta diez años después de su muerte. Acaecida ésta,
el hijo pródigo vende la finca en la cual se halla el panteón. Transcurren los
diez años y manda a un esclavo abrir la tumba. Ábrese, en efecto, de acuerdo
con el comprador, y encuentran el tesoro con una carta. El nuevo dueño de la
finca sostiene su derecho de propiedad sobre el hallazgo, y la cuestión pasa a
los tribunales de justicia. Lavinio, según Terencio, cometió una grave
impropiedad al representar el juicio haciendo hablar en primer término al
demandado, cuando lo legal era que el demandante mostrase primero su
derecho. <<

www.lectulandia.com - Página 337


[27] Los ediles, como es sabido, disponían los espectáculos públicos, y entre

ellos, las representaciones teatrales (ludi scenici). Los Ediles compraban las
comedias que habían de representarse, asesorados por personas de reconocida
competencia y en vista de un ensayo general previo. <<

www.lectulandia.com - Página 338


[28] Por la defensa que aquí hace Terencio vemos que entre los latinos no era

motivo de censura el traducir o imitar del griego, pero sí lo era el tomar algún
personaje de los que ya habían pasado al teatro latino. <<

www.lectulandia.com - Página 339


[29] Aquí Fedro responde, no a la pregunta que acaba de hacerle Tais (¿Por

qué no me respondes?), sino a la anterior (¿Por qué no entrabas sin llamar?).


<<

www.lectulandia.com - Página 340


[30] El talento, moneda griega, valía 60 minas; cada mina, 100 dracmas (una

libra romana); la dracma un denario romano. <<

www.lectulandia.com - Página 341


[31] La mejor pintura del parásito es la que hace Gnatón de sí mismo en la

escena siguiente. <<

www.lectulandia.com - Página 342


[32] Simón Abril: «Si hay alguna de buen hábito, dicen que es giganta:
quítanle el comer.» El texto: Si qua est habitior paulo, pugilem esse ajunt, etc.
<<

www.lectulandia.com - Página 343


[33] Simón Abril: «Al cabo yo verné a lavar la lana.»—El texto: At enim isthac

in me cudetur faba. <<

www.lectulandia.com - Página 344


[34] Con esta expresión sustituyo la de Simón Abril: «Finalmente, páguelo en

lo mismo, con que le des pena.» He querido trasladar a nuestra lengua la


fuerza de la expresión original: Denique par pari referto, quod eam mordeat.
<<

www.lectulandia.com - Página 345


[35] Simón Abril: «Cata acá otro; diréis que es un traslado del otro.» La
diferencia de interpretación no puede ser mayor. Mas procede de que Simón
Abril sigue el texto de Faerno (Florencia, 1565):
«Hem alterum: ex homine hunc natum esse dicas.» Yo adopto el de Nisard:
«Hem alterum; abdomini», etc.; lección a todas luces preferible a la primera.
Recuérdese, con efecto, que Parmenón ha llamado discreto a Trasón.
«Tras. (A Tais).—¿Quiéresme mucho por esta tañedora?
Parm. (Aparte).—¡Qué discreto es! (¡Quam venuste!…), etc.».
¿Cómo, pues, Parmenón ha de decir que Gnatón, a quien tiene por mentecato,
es un traslado de Trasón el «discreto»? Por semejante incongruencia sería
menester pasar, si adoptáramos el texto de Faerno. La variante se explica
perfectamente por el carácter de Gnatón y por la situación de los personajes.
A la pregunta de Trasón, responde Tais: «Muy mucho, por tu merecimiento»;
y Gnatón, que no está para perder tiempo, saca en el acto esta consecuencia:
«Vamos, pues, a cenar…» En este punto la observación de Parmenón, «Cata
aquí al otro, diréis que ha nacido para servir a su vientre», no puede ser más
oportuna. <<

www.lectulandia.com - Página 346


[36] El fuego a que aquí alude Parmenón es, sin duda, la hoguera de los

funerales, en la cual, juntamente con el cadáver, se arrojaban viandas con que


aplacar a los dioses. En apoyo de esta interpretación está la expresión del
original: «E flamma petere cibum», que es sinónima de esta otra: «ipso rapere
de rogo cœnam», de Catulo: «Uxor Meneni, sœpe quam in sepulchretis
vidistis ipso rapere de rogo cœnam, etc.» Si esto es así, puede traducirse con
más exactitud: «Creo que se pondrá también a sacar la comida de la hoguera
de un entierro con la boca.» <<

www.lectulandia.com - Página 347


[37] Puerto del Ática, próximo a Atenas. Antifón, en cuya boca se pone este

monólogo, es uno de los personajes debidos a la invención de Terencio, a fin


de que la escena siguiente pase a ser diálogo, de monólogo que era en el
original de Menandro, según sabemos por Elio Donato. <<

www.lectulandia.com - Página 348


[38] Acrisio, rey de los Argivos, fue avisado por el Oráculo de que le
asesinaría un nieto. Para librarse de tan horrible sentencia, Acrisio hizo
encerrar a su hija Danae en una torre, con tales precauciones, que no le fuese
posible a la doncella tener contacto alguno con varón. Mas Júpiter, abrasado
en amores por Danae, transformóse en lluvia de oro y, colándose por el
tejado, cayó en el regazo de la hermosa. De aquella burla nació Perseo. <<

www.lectulandia.com - Página 349


[39] Trasón se escuda aquí con la láctica de Pirro, porque este rey del Épiro,

región situada al NO. de la Grecia, goza entre los antiguos fama de


consumado estratégico, sobre todo en punto a sitiar y tomar ciudades, y
levantar fortalezas, según consta por el testimonio de Tito Livio. (Década 4,
lib. V.) <<

www.lectulandia.com - Página 350


[40] Antes ha dicho Pitias que el hermano de la doncella deshonrada por
Querea estaba muy encolerizado contra éste. Así no era extraño que, cegado
por la ira, pensase, según finge Pitias, extremar el castigo, imponiendo la pena
reservada a los adúlteros, por el delito de violación de una doncella. Por lo
demás, el adulterio se castigó entre los antiguos de diferentes modos: éntre los
Locrenses (habitantes de la Lócrida, región de la Grecia central) al adúltero se
le sacaban los ojos. <<

www.lectulandia.com - Página 351


[41] Según una ley de Solón, no podía ser condenado por adúltero el hombre a

quien se le hubiese sorprendido con una mujer en casa de rameras. <<

www.lectulandia.com - Página 352


[42] Se dice que la acción pasa en una villa cerca de Atenas. Bien puede ser

una casa de campo situada extramuros de Atenas. <<

www.lectulandia.com - Página 353


[43] Simón Abril traduce literalmente: «Para que los mancebos deseen más

daros a vosotros contento que a sí mismos.»—Texto: Ut adolescentuli vobis


placere studeant, potius quam sibi. El segundo término de la comparación,
traducido a la letra, no le entiendo. <<

www.lectulandia.com - Página 354


[44] Ciudad muy célebre del Peloponeso, situada sobre el istmo de su nombre.

<<

www.lectulandia.com - Página 355


[45] Clitifón y Siro cortan la frase de Clinia, que éste termina después…
diciendo: «… si nunca más, etc.» En la versión de Simón Abril, la frase no se
interrumpe, porque el texto que él seguía no le autorizaba a ello. Son
bastantes las correcciones de esta índole; pero no daré cuenta de ellas, en
gracia a la brevedad. <<

www.lectulandia.com - Página 356


[46] Clitif. «En casa de mi padre no; pero entretanto…».—Simón Abril: «¿Y

pues no es ésta la tuya? Clitif. Sí, cuando en casa de mi padre; pero después
acá…» La traducción del docto humanista es aquí, como en otros muchos
pasajes de que no doy cuenta, ininteligible. El texto, por lo demás, está bien
claro.
Siro.—fam nunc hœc non est tua.
Clitif. Scio, apud patrem: at nunc interim… <<

www.lectulandia.com - Página 357


[47] Ya se ha dicho que la dracma ática valía lo que un denario romano. <<

www.lectulandia.com - Página 358


[48] Equivalen a las mil dracmas de que habla la nota precedente. <<

www.lectulandia.com - Página 359


[49] Léase Synapothnescontes, esto es, Los compañeros en la muerte. De la

traducción, o refundición, de Plauto, titulada Commorientes, sólo conocemos


estas palabras: «Saliam in puteum prӕcipes.» Varrón pretende que los
Commorientes no son de Plauto, sino de M. Aquilio. Difilo, poeta griego,
natural de Sinope, floreció en el siglo III a. C. <<

www.lectulandia.com - Página 360


[50] Alude a la supuesta colaboración de Lelio y Escipión, que el poeta rancio,

Lavinio, echaba en rostro a Terencio, regateándole la paternidad de sus


comedias. Terencio parece que da fuerza a este rumor, pues lejos de negar
rotundamente la colaboración de aquéllos, se defiende débilmente diciendo
que la tiene a mucho honor. Suetonio, en la vida de Terencio, erróneamente
atribuida a Elio Donato, dice que Terencio no puso empeño en rechazar aquel
rumor, porque sabía que no disgustaba a Lelio y a Escipión. Este punto de la
colaboración es muy obscuro. <<

www.lectulandia.com - Página 361


[51] P. Simón Abril: «I quando no, por ventura lo echaré de casa.» Desde

luego salta a la vista la incongruencia de este pensamiento con el carácter


afable y por demás benigno de Mición. El texto, ciertamente, es obscuro, pues
dice:
«Dabitur a me argentum dum erit commodum:
Ubi non erit, fortasse excludetur foras».
¿Por quién será echado a la calle? ¿Por Mición? Esto entiende P. Simón
Abril. Pero repito que semejante rasgo contradice al carácter de Mición. Por
eso he corregido la frase en la forma indicada. <<

www.lectulandia.com - Página 362


[52] Es decir, «te empeñas en vano.»— P. Simón Abril: «En fin, que no haces

caso desto.»—El texto:


«Cӕterum, hoc nihil proficis», frase que interpreto con Minelio como
equivalente a esta otra: frustra id conaris, por parecerme más adecuada a la
situación de los personajes y aun a la significación misma de «proficerc», que
propiamente expresa movimiento en el espacio, y por traslación, lo que
nuestro verbo «adelantar» en esta frase: adelantar poco, mucho, nada, etc. <<

www.lectulandia.com - Página 363


[53] P. Simón Abril: «… porque yo, como a mujer libre, la defiendo con mis

fuerzas.»—Texto:
«Neque vendundam censeo. Quӕ libera est: nam ego liberali illam adfero
causa manu». Literalmente: «Ni entiendo que pueda venderse la que es libre;
pues yo la tomo por mi cuenta, o bajo mi protección (adfero illam manu) en el
pleito (que entablaré) sobre su condición de libre (causa liberali)».
Por lo demás, las palabras de Esquino envuelven una amenaza terrible para
Sannión. Con efecto, si la moza no era esclava, el mercader había perdido su
dinero. <<

www.lectulandia.com - Página 364


[54]
P. Simón Abril: «G. ¿Qué me dices? Yo me acerco, para mejor
escucharte.» La variante que introduzco no puede ser más notable: afecta al
fondo y a la forma del pensamiento.— El texto dice:
«G.—¿Quid istue? Accedo ut melius dicas».
P. Simón Abril traduce, pues, el verbo «accedere» en la primera acepción, que
es la de «arrimarse», «acercarse» (appropinquare, advenire, etc.). En este
sentido emplea el mismo Telendo el verbo accedere en otros pasajes, como
accede huc = ven acá; accede proprius = acércate más, etc. Pero en su
acepción translaticia «accedere» expresa movimiento de aproximación moral,
como cuando asentimos al parecer de otra persona. Y entiendo que ésta es la
genuina acepción de «accedere» en la frase de que se trata, como en estas
otras: «Accedam in plerisque Ciceroni», de Quintiliano; «Ad hoc consilium
cum plerique accederent», de Nepote, etc.—Minelio interpreta de igual
modo:
«¿Quid istuc?» (formula est ӕgre eonsentientis).—Accedo (ad tuam
sententiam, id est, assentior tibi hera…) —Ut (hoc loco causam efficientem
denotat, utpote quӕ, vel quia me veris el solidis rationibus vincis…)
Fuera de esto, la interpretación de P. Simón Abril (yo me acerco para mejor
escucharte) es inadmisible, por dos razones, a cual más poderosa, sacadas
ambas del carácter y de la situación de los personajes:
1.ª Geta no es sordo;
2.ª Geta está cerca de Sostrata, antes de revelar los supuestos propósitos de
acercarse a ella, según quiere P. Simón Abril. Todo el diálogo que precede es
prueba evidente de esta segunda afirmación. La frase, pues, de P. Simón Abril
no tiene sentido. <<

www.lectulandia.com - Página 365


[55] Sabido es que los romanos usaban para su mesa, en vez de sillas, lechos o

camas donde se recostaban. <<

www.lectulandia.com - Página 366


[56] Simón Abril: «Haz que le dé luego de contado Babylón docientas
coronas.» Nuestro humanista traduce literalmente y deja obscuro el sentido.
Parece que quien ha de mandar es Esquino, quien ha de dar las doscientas
coronas, Babilón; ¿a quién? Esto es lo que no se dice. Otros traductores
entienden que en la palabra Babilón (Babylo), se alude a Mición el Babilonio,
el rico como un sátrapa. <<

www.lectulandia.com - Página 367


[57] Además de las representaciones escénicas, dábanse al pueblo espectáculos

de volteadores y gladiadores. El pueblo prefería éstos a aquéllas. <<

www.lectulandia.com - Página 368


[58] Es el de la tercera representación. De las tres veces que se llevó al teatro

esta comedia, la primera no les fue posible a los actores hacerse oír, como lo
atestigua el «prólogo» anterior. <<

www.lectulandia.com - Página 369


[59] Literal, fui echado (de la escena), sum… exactus. Cecilio, poeta cómico,

de quien se dice que alentó a Terencio en sus primeros pasos de autor


dramático. <<

www.lectulandia.com - Página 370


[60] El actor encargado de recitar el «Prólogo» era el director de la compañía.

Éste tasaba la comedia; los ediles abonaban al poeta la suma convenida.


P. Simón Abril traduce: «Compradas por mi dinero» (pretio emptas meo). La
traducción de pretium por dinero no me parece autorizada en este caso.
Sabemos, en efecto, que quienes compraban las comedias eran los ediles
(curatores ludorum), y así lo dice expresamente el mismo Terencio en el
«Prólogo» del Eunuco: «… postquam ӕdiles emerunt…». <<

www.lectulandia.com - Página 371


[61] Tanto en esta comedia, como en la anterior, hay muchas variantes, de que

no doy cuenta, por no abultar demasiado este volumen. El curioso puede


conocerlas fácilmente, cotejando nuestra versión con la de P. Simón Abril,
Valencia, 1762. <<

www.lectulandia.com - Página 372


[62] Lucio Lavinio. <<

www.lectulandia.com - Página 373


[63] Original de Apolodoro. <<

www.lectulandia.com - Página 374


www.lectulandia.com - Página 375

También podría gustarte