Comedias - Publio Terencio Africano PDF
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Comedias - Publio Terencio Africano PDF
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Publio Terencio Africano
Comedias
La Andriana * El eunuco * El atormentador de sí mismo *
Los hermanos * La suegra * Formión
ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019
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Títulos originales: Andria, Eunuchus, Heautontimorumenos, Adelphoe, Hecyra, Phormio
Publio Terencio Africano, 1470
Estudio preliminar: Francisco Montes de Oca
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Cubierta
Comedias
Estudio preliminar
Cronología
La Andriana
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto
El eunuco
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto
El atormentador de sí mismo
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto
Los hermanos
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
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Acto quinto
La suegra
Primer prólogo
Segundo prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto
Formión
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Acto tercero
Acto cuarto
Acto quinto
Notas
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ESTUDIO PRELIMINAR
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TERENCIO Y LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA
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como era costumbre, el nombre gentilicio del patrono, convirtiéndose así en
Terencio Afro.
Mantuvo relaciones de amistad con las más cultas y aristocráticas familias
de la Urbe, en particular con Escipión Emiliano, con Cayo Lelio y con
L. Furio Filo. Difícil sería precisar cómo se orientó hacia el teatro. Su patrono
T. Lucano era un apasionado de los juegos de gladiadores, pero no tenían
éstos gran cosa que ver con el oficio que cultivara nuestro vate. Tal vez
disfrutase la comedia de especial favor en el círculo de Escipión y de Lelio,
quienes llegaron a ser considerados autores o colaboradores de Terencio en la
elaboración de sus comedias. A este rumor alude el propio comediógrafo sin
intentar defenderse con firmeza; acaso no le disgustara pasar por ser el
portavoz y el intérprete de aquellas tan nobles amistades.
Al ofrecer a los ediles su primera producción, Andria, se le indicó que la
mostrara a Cecilio, el más grande comediógrafo latino en opinión de algunos
críticos. Estaba cenando el anciano dramaturgo cuando llegó su visitante,
pobremente vestido. Sentóse Terencio en un banco y comenzó a leer. Apenas
oyó los versos iniciales, lo invitó Cecilio a sentarse a la mesa y, luego de
cenar, escuchó con admiración el resto de la obra. De este modo inició
Terencio una breve carrera dramática, que iba a depararle grandes desazones,
así como un éxito rotundo y sin precedentes.
Sus inclinaciones literarias, su gusto refinado, su estilo elegante, su
urbanitas tan distante de cualquier vulgaridad, su humanitas, correspondían
justamente a todo lo que era propio del así llamado «Círculo de los
Escipiones». De aquel Emiliano que, siendo todavía un joven de dieciocho
años, manifestaba, a decir de Polibio, una gran alteza de ánimo y desusado
entusiasmo por la cultura griega, y era, como atestigua Cicerón, fino
conversador, aficionadísimo a Jenofonte e inclinado a la ironía socrática. De
aquel Lelio, que a tal grado cultivaba la sabiduría, que era llamado sapiens
por antonomasia. De aquel Furio, cuyo cognomen mismo, Philus, denuncia al
helenizante. La peculiar manera con que acostumbra Terencio a pintar en sus
comedias la sociedad y las costumbres de los griegos, orlándolas de
honestidad, de decoro y de gentileza —muy al contrario de Plauto, que había
hecho de ellas un mundo de corrupción y de vicios— no dimana únicamente
de su espíritu sino que era, más bien, un reflejo del filohelenismo de aquellos
personajes públicos, que lo habían tomado bajo su tutela.
De los cordiales lazos que unían a aquel joven, menudo y de color oscuro,
con el círculo de los Escipiones hay numerosos testimonios. Entre otros el de
que dos de sus comedias, Adelphoe y Hecyra, fueran representadas el año
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160, en los juegos fúnebres en honor del padre de Emiliano, L. Emilio Paulo,
el vencedor de la batalla de Pidna. Se sabe que de Pella, capital de
Macedonia, había traído consigo Emilio Paulo, como botín de guerra, la
biblioteca del derrotado rey Perseo, y no es descabellado suponer que entre
los primeros en hacer uso de ella figurase Terencio, siempre ávido de conocer
cosas griegas, hasta el punto de que no tardará en partir a Grecia con el
propósito de procurarse ejemplares de todas las obras de Menandro.
Pese a que estuvo apoyada por personajes tan conspicuos, no se vio exenta
de dificultades y contrastes la actividad de nuestro dramaturgo. Irrumpiendo
tan joven en la palestra teatral, por fuerza debía tropezar con la enemiga de
los más maduros, de aquéllos que habían sido, en el campo de la comedia,
colegas o seguidores de Cecilio y que ahora, muerto el maestro, pretendían
ocupar su puesto, bien por razones de edad, bien por una pedisecua adhesión a
sus principios.
Tal el viejo Luscio de Lanuvio, a quien Terencio se refiere con frecuencia
como al «viejo poeta» o al «malévolo poeta», y otros colegas que le acusaban
de debilidad de estilo, de aceptar ayuda literaria de otros, de haber
emprendido su profesión de dramaturgo sin la preparación adecuada, de
plagiar personajes y trozos de antiguas obras teatrales latinas, de contaminar
sus originales griegos y de tomarse con ellos indebidas libertades. De todos
estos cargos se exculpó en alguna ocasión el africano.
En primer lugar del de contaminación. El sentido normal de la palabra
contaminare es el de manchar, ensuciar. Sería, pues, una palabra de uso
apropiado si el cargo que se formulaba a Terencio consistiera en que había
«echado a perder» el original griego al alterarlo. La dificultad reside en que el
autor parece admitir la verdad de la acusación y, como es increíble que
confiese haber echado a perder el original, se supone que utiliza el término en
un sentido especial, técnico: el de «combinar» dos originales. Sin embargo,
este aserto implica otro absurdo. Si contaminare significa «combinar dos
originales griegos», y si tal combinación había sido la práctica normal de los
dramaturgos latinos, desde los días de Nevio hasta los de Ennio, muerto sólo
tres años antes de la representación de Andria, la acusación contra Terencio
implicaba que estaba siguiendo una práctica establecida. Para dar a la
acusación el imprescindible asomo de malignidad se supone que los críticos
del comediógrafo empleaban el vocablo contaminare, no meramente como
término técnico, sino también en su sentido habitual de «echar a perder», que
en ellos significaba «echar a perder combinando». Terencio, venían a decir
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sus detractores, es un corruptor; para hacer una comedia latina necesita echar
a perder dos o más griegas.
El africano no toca en su respuesta la cuestión doctrinal, si era o no
conveniente contaminar las comedias griegas. Se remonta a la tradición de la
palliata: «Si eso han hecho otros grandes poetas antes que yo, sin que fueran
censurados, también yo puedo hacerlo. Si se me censura a mí, censúrese
también a Nevio, a Plauto y a Ennio.» «Ellos son mis maestros, mis autores;
prefiero emular su negligencia a seguir la anodina diligencia de mis
adversarios.» «Eso acostumbro a hacer y no me pesa; eso seguiré haciendo,
pues tengo preclaros ejemplos que me estimulan a continuar por ese camino.»
Fue acusado también de plagio. Había presentado Terencio el Eunuco,
tratado anteriormente por Menandro. Ya habían aceptado los ediles la
comedia y se iba a efectuar ante el magistrado el ensayo general. Luscio
obtuvo permiso para asistir a él y, en un momento determinado, prorrumpió
indignado: «Éste no es un poeta, es un ladrón; los personajes del parásito y
del soldado están tomados de una vieja comedia, del Colax de Nevio y de
Plauto.» No había ley de derechos de autor en Roma; con todo, el cargo de
robo era muy feo y la acusación resultaba embarazosa no sólo para el poeta,
sino también para quienes habían aceptado la comedia y se disponían a
representarla. Terencio replicó que si había pecado lo había hecho por
ignorancia. Había tomado realmente del Colax los personajes del parásito y
del soldado, pero del Colax griego de Menandro, no de las réplicas latinas de
Nevio y de Plauto, que le eran desconocidas. No es muy gallarda que digamos
esta excusa de ignorancia. Mayor valor tiene su razonamiento de que «nada se
dice que no haya sido ya dicho; está permitido tratar lo que otros
anteriormente trataron, siempre que se haga con cierta novedad».
En otra ocasión le echaron imprudentemente en cara el haber explotado en
Adelphoe los Commorientes de Plauto, obra basada en los Synapothnescontes
de Dífilo. Terencio rechaza esta vez la imputación de plagio, afirmando con
precisión que había tomado de la comedia de Dífilo precisamente lo que había
omitido Plauto.
Sorprendidos por las geniales cualidades que mostraba un autor tan joven,
sus adversarios intentaron regatearle el mérito atribuyéndoselo a sus
protectores, que habrían colaborado con él en la composición de las comedias,
bien revisando y corrigiendo sus esbozos, bien entregándole, para que se
representara amparado con su nombre, lo que era fruto del ingenio de ellos.
Terencio no rechaza de una manera demasiado contundente semejante
afirmación. En dos de sus prólogos responde mesurada y finamente: «El
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malévolo viejo poeta repite a los cuatro vientos que me he entregado de
improviso al arte de las Musas, fiado en las cualidades de mis amigos y no en
mi propio ingenio. En vosotros está juzgar.» «Dicen esos malvados que me
ayudan y colaboran conmigo unos nobles personajes. Mas lo que ellos
estiman terrible injuria yo lo considero máxima alabanza, ya que eso supone
que caigo bien a aquellos que a todos vosotros y al pueblo entero caen bien; a
aquellos de cuyas obras se ha aprovechado todo el mundo en guerra y en paz,
en público y en privado.»
No se nos dice quiénes fuesen aquellos homines nobiles. Se han
identificado generalmente con Escipión, Lelio y Fuño, de quienes sabemos
que mantenían estrechas relaciones con Terencio. Pero ya un gramático de la
época de Augusto, Santra, observaba que tales amigos eran demasiado
jóvenes por entonces para que pudiesen ser tomados en cuenta; de ahí que se
pensara, entre otros, en los poetas Q. Labeón y M. Popilio.
Desaparecido Terencio continuó tomando cuerpo la leyenda: Escipión y
Lelio, de colaboradores pasaron a convertirse en autores de las comedias.
Cicerón escribía a Atico que las comedias terencianas, a causa de la elegancia
que mostraban, se consideraban compuestas por C. Lelio, y Quintiliano
recordaba que eran atribuidas a Escipión. C. Memmio, el pretor de Bitinia
amigo de Lucrecio, no dudaba en afirmar que «Escipión había tomado la
persona y el nombre de Terencio, a fin de llevar a la escena lo que escribía
para su particular entretenimiento». De Cornelio Nepote ha salido la conocida
anécdota de que un día, en su villa de Puzzuoli, tardó mucho Cayo Lelio en
acudir a la mesa, donde le esperaba su esposa, porque estaba dando remate a
unos versos de su cosecha. Cuando entró en el comedor le pidieron que leyese
lo que había escrito y recitó toda una escena del Heautontimorumenos.
Estos testimonios, referidos por Suetonio a una distancia en que se había
desvanecido por completo el calor de la polémica, no dejan de tener su peso.
La propia refutación de Terencio, tan tenue y comedida, no parece desvirtuar
por entero las sospechas de que hubiese intrusiones extrañas en sus piezas.
Era un poeta de cenáculo; no pertenecía al Collegium poetarum, sino a la
aristocracia helenizante de Roma. Hasta sin las calumnias de los malivoli se
hubiera podido sospechar que le llegaron influencias de la autoridad y de la
intervención de sus nobles amigos y protectores. No despliega la amplia y
salvaje libertad de Plauto; es mucho más mesurado. Tampoco tiene, cuando
escribe, los cincuenta años del de Sársina, sino únicamente veinte. Es muy
joven, y en la obra de arte literaria la juventud impone sujeciones: se sujeta a
los consejos y al mejoramiento, A su edad no tenía por qué escuchar Plauto a
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nadie que no fuera su parecer o su capricho, mientras que Terencio debía
atender, por sus cortos años, a llamamientos externos. Precisamente su
juventud era uno de los blancos de los ataques: se había improvisado poeta,
había hecho una aparición meteórica en un género que requiere larga
experiencia y tenacidad en el trabajo.
Terencio es el autor de las comedias. Mas no hay inconveniente en
considerarlas elaboradas en un círculo de hombres doctos y aristocráticos. Las
comedias de Plauto tuvieron su origen entre las compañías de cómicos y las
vicisitudes de una vida azarosa y traqueteada. Las de Terencio nacieron en las
mansiones del patriciado romano más culto y refinado. El tono comedido y
gentil de las comedias terencianas depende primordialmente de la índole del
poeta, pero aquella disciplina artística y moral —en abierto contraste con la
viveza itálica plautina—, que frena en sus comedias la fantasía del africano y
rige con educada uniformidad los caracteres de los personajes, revela más
bien el influjo de una tendencia literaria que una vigorosa individualidad
poética.
A los rumores sobre la colaboración literaria y el plagio se sumaron otros
que atañían a la naturaleza moral de las relaciones entre el joven poeta y sus
protectores. Pérfidas insinuaciones, provenientes acaso de aquellos que veían
en la sociedad filohelénica gente corrompida a la manera griega. Suetonio,
siempre proclive a dar cabida en las biografías de los poetas a los aspectos
equívocos, no se abstuvo de prestar atención a éste. Se atiene especialmente a
Porcio Licino, conocido escritor de fines del siglo II, quien en su De Poetis
desahoga, a propósito de Terencio, sus sentimientos antiaristocráticos. Ataca
a Escipión, a Lelio y a Furio como si hubiesen tenido por pasatiempo al
africano mientras era adolescente para dejarlo después abandonado: «Cuando
se vio sin recursos el joven poeta, se marchó lejos de todos, a la extrema
región de Grecia; murió en Estinfalo, ciudad de la Arcadia. De nada le sirvió
entonces Escipión, de nada Lelio, de nada Furio, los tres nobles que tanto
gozaron de la vida con él en otro tiempo.»
Es verdad que la rapidísima carrera de este comediógrafo y,
particularmente, su imprevisto final son un misterio. Pasó como un meteoro
por la escena romana. En el espacio de siete años, del 166 al 160, produjo seis
comedias. Después partió hacia Grecia y el Oriente en circunstancias que ya a
los antiguos brindaron ocasión para formular las más peregrinas hipótesis.
Pensaron algunos que quiso sustraerse al ambiente hostil de la crítica.
Otros, en cambio, consignaron que se propuso recoger ejemplares de su autor
predilecto, Menandro, y adquirir un conocimiento más directo del mundo
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helénico y de sus instituciones y costumbres. Esta segunda hipótesis, que no
excluye, por supuesto, la primera, tiene muchos visos de probabilidad: el
escrúpulo de alcanzar una fiel representación del ambiente ateniense es
patente en el poeta; una de las muchas pruebas del mismo la tenemos en un
pasaje del prólogo del Eunuco, donde censura a Luscio Lanuvino algunos
errores en la materia.
Al trasladarse a Grecia o a alguna de las regiones del Asia helenística por
motivos de estudio, manifestábase Terencio fiel intérprete o más bien un
pionero de aquella nueva corriente cultural, que trataba de sacar partido de las
cada día más directas e intensas relaciones entre romanos y griegos. Los
comediógrafos precedentes, como Plauto, por más que se remontaran a
modelos helénicos, no habían experimentado la necesidad de conocer de visu
la patria de sus autores. Habían suministrado de las cosas griegas y orientales
una representación fantástica, como si fuese producto de sueños o del
capricho. Terencio, en cambio, formado en una atmósfera en la que
comenzaban a afirmarse los derechos de la filología y en una sociedad que
concentraba en Grecia toda su atención política y literaria; Terencio, el amigo
de Escipión Emiliano y del vencedor de Pidna, L. Emilio Paulo, no podía
menos de visitar aquella tierra de la poesía y de la ciencia, para darse cuenta
de la realidad remontándose a las fuentes.
Con ese ánimo se dirigió a la patria de Menandro y parece que llegó a
reunir copioso material que debería servirle para el ulterior desarrollo de su
obra. Decíase que había recogido y llevaba consigo las ciento ocho comedias
que constituían la producción de Menandro. Sino que, sorprendido por la
enfermedad en el viaje de retorno, o víctima de un naufragio, murió en 159 a.
C. Las circunstancias de su muerte permanecieron oscuras; de ahí que
brotaran diversas versiones, que lo hacían morir en diferentes lugares.
Lo cierto es que, una vez que partió para el Oriente, nadie volvió a verlo
ya en Italia. «Después de dar al público seis comedias, tomó el rumbo del
Oriente. Después que subió a la nave no volvió a ser jamás visto. Así
desapareció del mundo de los vivos.» Son versos de Volcacio Sedigito, el
conocido poeta y crítico de fines del siglo II a. C., que expresan, mejor que
cualquier otro testimonio, el verdadero estado de las cosas y, al mismo
tiempo, el sentido del rápido y luminoso paso de este astro por el firmamento
de la literatura latina.
La única inferencia que brota espontánea y clara de la Vida de este vate es
que los romanos de época posterior se mostraron sumamente interesados en la
carrera de Terencio e intrigados por su abrupto y misterioso fin.
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LOS PRÓLOGOS DE TERENCIO
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crítico y buscan despejar momentáneamente sus sospechas, de suerte que se
aseguren un auditorio atento a la obra que se va a representar. Sirven
exclusivamente al autor y constituyen una novedad en la historia del teatro
antiguo.
Terencio elimina por completo el prólogo explicativo. Tal vez piense que
es preferible que la situación se revele por sí misma en el curso de los
diálogos a dar al auditorio una explicación directa. Escribe los suyos un poco
al redopelo, como contra su voluntad, para defenderse de las impugnaciones
que le lanzaban sus rivales. Todos encierran enorme interés personal y
constituyen otros tantos libelos literarios.
¿Por qué renunció Terencio a las ventajas de las explicaciones
preliminares, tan útiles para seguir peripecias muchas veces bien complejas?
No sería, ni mucho menos, porque el público romano del año 160 a. C.
poseyese una mente más despierta que los espectadores atenienses a los que
se dirigió Menandro. Si Terencio corrió el riesgo de la incomprensión es
porque obedecía a un motivo más poderoso que el afán de claridad.
El interés de una comedia no radica esencialmente, para el comediógrafo
latino, en el desarrollo material y en las peripecias de la intriga, sino en el
diálogo entablado en torno a una situación psicológica. Lo que él ofrece al
público no es una anécdota, rica en situaciones cómicas, abocada a un
desenlace imprevisto a lo largo de muchas gesticulaciones e intermedios de
opereta —para esto sí que hubiese sido necesario proporcionar al espectador
un hilo conductor—, sino un problema en el que se encuentran
comprometidas las almas. Los prólogos de Terencio admiten, de ordinario,
que sus comedias son «estáticas» y no participan del movido ritmo de las
«motoriae» a la manera de Plauto. Desde Nevio hasta Terencio había sido la
intriga el objeto de la preocupación del dramaturgo. Con Terencio lo son las
situaciones.
En conjunto constituyen estos prólogos un excelente material de estudio.
Nos informan acerca de casi todo lo que nos importa de la carrera teatral de
nuestro autor. Por ejemplo, de que, no obstante que se servía de un eminente
actor, Ambivio Turpión, que ya se había consagrado representando las obras
de Cecilio, no siempre tuvo éxito con el público: la Hecyra fracasó en dos
ocasiones y fue profundamente reelaborada en la forma en que ha llegado
hasta nosotros. Por otra parte, los contrastes y las discusiones de que fue
objeto Terencio demuestran que su obra aportaba algo propio y significativo.
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LAS SEIS COMEDIAS DE TERENCIO
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ANDRIA (LA MUJER DE ANDROS). En el escenario aparecen las casas del viejo
Simón, de la muchacha Gliceria y del joven Carino. Simón planea que su hijo
Pánfilo se case con Filomena, hija de Cremes. Mas Pánfilo mantiene secretas
relaciones con Gliceria, pobre y modesta muchacha llegada poco antes de
Andros a Atenas con su supuesta hermana Crises. Ésta, a quien la pobreza
lanzó a la vida alegre, acaba de morir.
En la escena inicial confía Simón a su liberto Sosia la noticia de que
Cremes, al enterarse del enredo con Gliceria se negó a entregar a su hija a
Pánfilo, quien debía haberla desposado en ese mismo día. Sin embargo,
Simón no ha avisado de esto a Pánfilo porque desea probar su obediencia
filial. Pero Davo, el esclavo de Pánfilo, que ha adivinado la cancelación de la
boda, aconseja a éste que responda al engaño de Simón manifestando su
disposición a cumplir la voluntad de su padre.
Para complicar las cosas, Carino, que está enamorado de Filomena, pide
previamente a Pánfilo que desista de la boda. Pero Simón se las arregla para
envolver a Cremes, y Pánfilo se encuentra enfrentado con el casamiento
inmediato con Filomena, mientras se oyen los gritos de Gliceria por los
dolores del alumbramiento. Davo repara su error consiguiendo que Misis, la
asombrada doncella de Gliceria, ponga al niño frente a la puerta de Simón
justamente en el instante en que entra Cremes en la escena. Éste, a quien
asaltan redobladas sospechas, niega de nuevo su consentimiento. Aparece
ahora un nuevo personaje, Critón, primo de Crises, que busca a Gliceria, la
cual resulta ser no la hermana de Crises, sino la hija perdida de Cremes. Por
consiguiente, Pánfilo puede casarse con ella, y en la escena final promete a
Carino que interpondrá sus buenos oficios por él ante Cremes.
Andria, la primera comedia de Terencio en el orden cronológico, fue
representada en los juegos Megalenses del 166. El argumento está tomado en
su mayor parte de una comedia homónima de Menandro, pero el latino
intercala elementos de otra obra menandrea, la Perinthia. Ni aquí ni en
ninguna otra parte practica nuestro autor la contaminación como un
procedimiento mecánico y caprichoso, sino como una manera de renovar los
modelos aconsejada por su modo de ser. En el presente caso, su inclinación a
la delicadeza y a la justicia no le permitía soportar que de la felicidad de
Pánfilo y de Gliceria derivase sufrimiento para otros. Todos habían de
sentirse satisfechos.
Donato afirma que Terencio introdujo ciertas alteraciones al traducir la
Andria de Menandro. La obra de éste comenzaba con un monólogo del padre;
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Terencio lo transformó en un diálogo mediante el agregado de Sosia,
personaje que no volverá a aparecer de nuevo luego de la escena inicial.
Además Terencio agregó a Carino y a su siervo Birria, que no figuran en
Menandro. Estos dos personajes no tienen influencia sobre la trama central y
las escenas en que aparecen podrían eliminarse sin dificultad. Pero el motivo
por el que Terencio introdujo a Carino no debe haber sido, como sugiere
Donato, proporcionar un marido a Filomena, sino presentar un contraste
interesante en carácter y situación con Pánfilo.
De todos modos, por éstos y otros cambios incurrió Terencio, como
vimos, en la hostilidad de Luscio Lanuvino, el viejo dramaturgo de quizá no
mucho éxito, que vio amenazada su subsistencia por este protegido de los
grandes. Cualquier calumnia que eliminara a Terencio de su profesión era
suficiente para él. Enterado de que el africano se había apartado del original
en que se basaba, pensó Luscio que al referir este procedimiento, pese a que
no existía ley que lo prohibiera, en los términos más maliciosos posibles
lograría dañar su reputación, calumniándolo insistentemente con verdades a
medias. Así fue como comenzó a protestar ante quien quisiera oírlo de que las
obras griegas no debían ser «echadas a perder».
HECYRA (LA SUEGRA). La protagonista es una suegra ideal, Sóstrata, que tiene
un hijo, Pánfilo, casado por voluntad de su padre con Filomena, pero
enamorado de la cortesana Baquis. En ausencia de su esposo, Filomena, que
ha quedado en compañía de su suegra, abandona el domicilio conyugal y
regresa a casa de sus padres, sin que se sepa la causa. Entre las más
verosímiles hipótesis cuenta la de que hayan reñido suegra y nuera. Tal es la
situación familiar que encuentra Pánfilo a su regreso.
Aunque enamorado todavía de Baquis, siente por Filomena una ternura
que se está convirtiendo en verdadera pasión, y no se resigna a quedarse sin
su esposa. Pero cuando va a visitarla se entera de que está a punto de ser
madre; un desconocido la había violado antes de que ella se casase y le había
quitado del dedo una sortija. El futuro niño, pues, es hijo de una culpa,
aunque involuntaria.
Pánfilo, dispuesto a perdonarla, comprende el recato de su esposa y le
promete guardar el secreto para bien de ambos. Pero esta solución no logra
convencer a sus padres, los cuales, en el fondo, consideran que la causa de
todo está en la hostilidad de la suegra Sóstrata. Ésta se halla dispuesta a dejar
la casa de su hijo y habitar en el campo, pero Pánfilo se opone. La situación
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se toma más grave cuando vienen a anunciarle que su esposa ha dado a luz y
que ahora es necesario que vuelvan a unirse los cónyuges. Nueva y más
rotunda negativa de Pánfilo.
Los padres creen haber descubierto la verdad: el joven está enamorado de
Baquis y por causa de ella no puede ya convivir con Filomena. Y he aquí que
Baquis es invitada a aclarar sus relaciones, en verdad ya rotas hace tiempo.
Los familiares no saben qué hacer y casi renuncian a reconciliar a los dos
jóvenes, cuando Mirrina, la madre de Filomena, observa en el dedo de Baquis
la sortija que llevaba su hija la noche en que fuera violada. Si a Baquis le ha
sido regalada por Pánfilo, éste será el autor del estupro; el niño es hijo del
amor de entrambos.
La Hecyra experimentó un sonado fracaso al ser estrenada en 155; el
público abandonó el teatro entre gritos y protestas para ir a ver a gladiadores,
púgiles o saltimbanquis. El fracaso volvió a repetirse en 160, cuando la
repuso en escena con motivo de los juegos fúnebres en honor de L. Emilio
Paulo. Todavía no se dio el poeta por vencido, sino que la reformó antes de
reponerla por tercera vez en los juegos Romanos del mismo año, poco antes
de partir a Grecia. Esta vez no fue tan desafortunada la representación.
Terencio estaba persuadido, no obstante la hostilidad del público, de que
había escrito una obra valiosa y digna; sentía predilección por ella ya que
respondía a la más genuina inclinación de su genio. Se trata, en realidad, de
una comedia singular, de una especie de drama doméstico de fondo
sentimental, desarrollado con austera atención psicológica sin verdaderos
rasgos de comicidad: no hay en ella una sola palabra que se haya escrito para
hacer reír. Eso explica que no encontrara aceptación entre los espectadores,
mientras que suscita especial interés en nosotros.
Sirvióle de modelo una comedia del mismo título de Apolodoro Caristio,
pero intercala elementos del Epitrepontes de Menandro y acaso también de
otras comedias.
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Menedemo entra en su casa y Cremes está por entrar a la suya, cuando sale su
hijo Clitifón y nos enteramos de que está alojando a Clinias, que ha vuelto del
extranjero.
En casa de Cremes se están haciendo preparativos para la comida y
enseguida llegan allí dos huéspedes que Cremes no esperaba: Baquis, la
extravagante querida de Clitifón, y su amiga Antifila, la humilde muchacha a
la que ama Clinias. El esclavo Siro persuade a Baquis de que se finja amante
de Clinias, a fin de engañar a Cremes e inducirlo a que la reciba en su casa.
Pasa una noche. A la mañana siguiente Cremes refiere a Menedemo la
presencia de Clinias y de su mercenaria amante Baquis. Menedemo,
transportado de alegría por la vuelta de su hijo, está dispuesto a soportar todas
sus extravagancias con tal de conservarlo en su casa. Hay mucha
mixtificación, pero en el momento oportuno se descubre que Antifila es la
hija de Cremes y la suficiencia de éste se desinfla cuando descubre que
Baquis es la amante no del hijo de Menedemo, sino del suyo.
En esta comedia se repite el tema predilecto de Terencio de las relaciones
entre la vieja y la nueva generación. Tampoco esta vez toma partido el autor:
la misma duplicidad de los personajes —dos viejos, dos jóvenes, dos amigas,
dos criados— parece querer compensar, intencionadamente, el pro y el contra.
El protagonista, estudiado con introspección psicológica que casi llega al
drama, vacila entre la austeridad tradicional y una comprensión nueva y siente
la crisis del contraste. El viejo amigo intenta ponerse de parte del joven, pero
crea nuevos embrollos y descubre los antiguos. También multiplican enredos
los jóvenes en sus amores, aunque éstos sean diferentes; y las dos muchachas
sienten de modo diverso una sustancial identidad de sentimientos. En esta
incierta oscilación de valores, entre el viejo y el joven, entre lo austero y lo
despreocupado, lo único seguro es el sentido de una transición, de un lento
turbarse las verdades tradicionales sobre un fondo de buena voluntad humana.
No es fácil seguir en la escena las complicaciones de la trama, pero hay
pruebas de que esta comedia fue representada repetidas veces.
Está inspirada en el Heautontimorumenos de Menandro, obra de la que
aún no tenía noticia el público romano. Pese a la complicación que en ella
priva, es una de las comedias que los antiguos técnicos del teatro
consideraban «statariae», es decir «comedia de reposo», y así la ha definido
Terencio mismo en el prólogo, contraponiéndola a las «motoriae» o
«comedias de movimiento», a las que era común un gran bullir de personajes.
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EUNUCHUS (EL EUNUCO). La cortesana Tais tiene dos pretendientes: Fedria y el
capitán fanfarrón Trasón, a quien acompaña su parásito Gnatón. Trasón ha
ofrecido obsequiar a Tais una muchacha virtuosa y bella, Pánfila, huérfana
que había sido educada junto con Tais y luego vendida por un tío miserable.
Fedria se propone regalar a Tais un eunuco, Dorio. Querea, hermano menor
de Fedria, ve a Pánfila cuando Gnatón la lleva a la casa de Tais, se enamora
de ella y, por sugerencia del esclavo Parmenón, se viste con las ropas del
eunuco y entra en la casa de Tais, mientras ésta ha salido para ir a una fiesta
dada por Trasón.
Aparece un nuevo personaje, Cremes, joven cauteloso que ha recibido un
misterioso llamado de Tais; lo despiden indicándole que vaya a buscarla a la
casa de Trasón. Querea sale de la casa de Tais y relata su aventura a su amigo
Antifón, que ha venido a buscarlo. Se marchan para que aquél pueda
cambiarse de ropa en casa de Antifón. La doncella de Tais vuelve del
domicilio de Trasón con la noticia de que la llegada de Cremes allí ha
provocado una tempestad de celos por parte del soldado, mientras que el
descubrimiento de la violación de Panfila llena de agitación la casa de Tais.
En seguida aparece Cremes, levemente bebido, seguido pronto por Tais.
Ella le dice que Panfila es hermana suya y que Trasón intenta llevarse a la
muchacha por la fuerza. Defienden la casa contra un asalto por parte de
Trasón y sus secuaces. En esto vuelve Querea, se entera de que la joven a la
que ha violado es libre de nacimiento y promete hacer la reparación a su
alcance casándose con ella. Gnatón induce a Fedria a consentir en un arreglo
por el cual compartirá a Tais con Trasón, y así quedan al final satisfechas
todas las partes.
Hemos dicho en otro lugar que, luego que los ediles compraron esta obra,
se dio una representación preliminar en su presencia a la que asistió también
Luscio Lanuvino. Y hemos visto cómo el de Lanuvio acusó al autor de robo y
cómo se defendió Terencio alegando que había tomado los personajes del
capitán y del parásito, no de una obra de Nevio o de Plauto, sino del original
griego de Menandro.
La réplica de Terencio, puesto que desconocemos el original heleno,
plantea un intrincado problema, cuya solución más simple consiste en suponer
que el Eunuchus de Menandro tenía su propio capitán y su parásito, y que
todo lo que hizo el africano fue agregar ciertos toques que caracterizaban a los
mismos personajes del Colax de Menandro. El monólogo de aparición de
Gnatón y el diálogo de Trasón con éste nos dan los toques que necesitamos.
Gnatón se describe a sí mismo como un nuevo tipo de parásito, que se pega a
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quienes se hacen los listos y saca partido de su vanidad; el soldado aparece en
el diálogo justamente como ese pretendido listo, que se jacta, no tanto de sus
hazañas en la guerra o en el amor como de su habilidad para la réplica. Pero
en el resto de la obra, Trasón sigue siendo en gran medida el tipo habitual del
capitán y Gnatón el parásito tradicional. De modo que los préstamos que
Terencio tomó del Colax griego se reducen a unos pocos versos
desvinculados de la trama de su Eunuchus. Ignoramos por qué razón no
explicaría todo esto a su auditorio.
Lo cierto es que, estrenada en los juegos Megalenses de 161, alcanzó un
éxito tan estrepitoso que hubo de ser representada dos veces el mismo día y le
granjeó a su autor una compensación de ocho mil sestercios.
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esposa, todo termina bien: se reconcilian los cónyuges; Antifón se casará con
Fanio; Fedria tendrá las treinta minas para su flautista; Getas será perdonado
y Formión se sentará a un opíparo banquete.
Esta comedia de Terencio, que gira también en torno a las recíprocas
relaciones entre el mundo de los jóvenes y el de los ancianos, se inspira en el
Marido adjudicado del griego Apolodoro.
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Pero aun presentado en forma de tesis, el problema no interesa a) autor
tanto por sí mismo como por los aspectos dramáticos que de él derivan. A
Terencio no le preocupa establecer cuál pueda ser el mejor de los dos diversos
métodos de educación, ni si corresponde a la juventud o a la madurez el
dirigir una vida. En realidad piensa que entre jóvenes y viejos no hay
comprensión posible, y que los sistemas educativos, cualesquiera que sean, no
consiguen nunca sujetar la generación que crece a la que se extingue. El
verdadero motivo que anima la comedia es el contraste entre la preocupación
de Demeas y Mición con la instintiva independencia de los dos jóvenes.
Esta comedia fue representada en los juegos fúnebres en honor de
L. Emilio Paulo, junto con la segunda redacción de la Hecyra, en el 160. Está
basada en la homónima de Menandro, pero el poeta latino inserta en ella una
escena del Synapothnescontes de Dífilo, que ya había imitado Plauto en su
Commorientes.
Es ésta una de las piezas más alabadas de Terencio; no pocos la
consideran como su obra maestra por la coherencia de la acción y la
rotundidad de los caracteres. El tono es serio y elevado; sólo hacia el final se
introducen algunos rasgos cómicos, especialmente a propósito de la boda
entre el anciano Mición y la viuda Sóstrata. Y es aquí donde tenemos manera
de observar una diferencia respecto a su modelo: en Menandro —de ello nos
informa el gramático Donato— el viejo aceptaba sin protestas el tomar como
mujer a la madre de Pánfila. Terencio, en cambio, introduce una serie de
ruegos y de insistencias de una parte y de oposiciones y dificultades de la otra
que raya en lo grotesco. Acaso una concesión más a los gustos y a las
exigencias del público.
ORIGINALIDAD DE TERENCIO
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comedias a la escena romana da testimonio de la revolución espiritual de que
fue testigo su época.
En conjunto, las piezas de Terencio permanecen fieles a la técnica latina
que instauraran Livio y Nevio y desarrollara Plauto. Contienen partes
habladas y partes salmodiadas. Pero no tarda Terencio en abandonar los
«cantica» en metros muy variados, que Plauto utilizara tan sin tasa. Al obrar
así se acercaba más a la Comedia Nueva, que tendió también a la unidad
métrica y prescindió del coro, reduciendo la pieza a sus elementos más
puramente dramáticos. Mas la comedia de Terencio, lejos de aparecer,
también en este aspecto técnico, como un calco de los originales griegos, se
sitúa a mitad de camino entre la comedia romana tradicional y los modelos
antiguos. El análisis métrico muestra que el paso de los versos recitados a los
salmodiados responde siempre a un movimiento dramático; no que estén más
cargados de emoción los cantica que los simples diálogos hablados, diverbia,
pero sí traducen un cambio en la actitud o situación respectiva de los
personajes. De suerte que su aparición preludia el nacimiento de una
estratagema en la imaginación de un esclavo, prepara una peripecia; en suma,
el paso de un metro a otro tiene por efecto iluminar la acción y el diálogo con
luces diferentes. La introducción de los cantica servía en Plauto para romper
la monotonía del diálogo, para introducir danzas e intermedios. En Terencio
el procedimiento tiene por objeto subrayar las articulaciones psicológicas del
texto, los movimientos interiores del drama.
En esta interiorización del espectáculo ha desempeñado un papel
innegable la comedia griega. Pero su acción hubiera podido ejercerse ya en
tiempos de Plauto, puesto que tanto él como Terencio recurrieron a modelos
semejantes. De hecho, el influjo de la Comedia Nueva no pudo dejarse sentir
hasta el momento en que la conciencia romana, preparada por factores
espirituales, económicos y sociales, estuvo ya como sensibilizada y presta a
recibirlo. Mas ni siquiera entonces se trató de una imitación servil que
impusiera nuevas formas y préstamos directos. Terencio imitó a los griegos,
por supuesto, pero también continuó la obra de sus predecesores romanos.
Sino que Menandro y la Comedia Nueva no son para él un punto de partida,
antes el coronamiento de una larga evolución. No se olvide que,
paralelamente a Terencio, el teatro latino conoció otras creaciones; la comedia
perdía una buena parte de su espectáculo, pero a su lado se desarrollaba el
mimo, que terminará por reemplazar en la época clásica a la comedia regular.
Y uno y otro género, por diferentes que sean sus formas últimas, están ligados
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por un profundo parentesco, una comunidad de origen que nos da la
explicación de uno y de otro.
Otro aspecto de la novedad aportada por Terencio lo encontramos en su
peculiar manera de usar la «contaminatio». Ya sabemos que los autores
cómicos latinos recurrían a la contaminación de varias comedias griegas, lo
que les permitía añadir episodios y renovar los temas. En manos de Terencio
este procedimiento se endereza a otros fines y no es ya la intriga sino los
caracteres los que salen con ello transformados.
Un buen ejemplo de esto nos lo brinda el estudio de una pieza como el
Eunuchus, para el que sabemos con certeza que utilizó dos comedias de
Menandro. La primera, del mismo título, era, por supuesto, la fuente
principal; la segunda, el Colax, le prestó dos personajes, el del soldado
enamorado y el del parásito: dos «máscaras» bien conocidas de la Comedia
Nueva. Pero lo que Terencio tomó más particularmente de la última no era
tanto dos personajes, cuanto dos personajes comprometidos en una situación
determinada. Se sirvió de ella no para reforzar la intriga de la otra comedia,
mas para transformar a fondo el argumento. Merced a esa transformación es
considerado el amor, por vez primera en el teatro cómico, en el interior de las
almas y no en sus efectos anárquicos y destructores. No es que creamos ya
por eso en una «reivindicación de los derechos del amor» frente a una
jerarquía social hostil. Las cortesanas y los amantes de Terencio están muy
lejos de ser unos enamorados románticos. Un azar feliz logra generalmente
que un reconocimiento oportuno reconcilie la pasión y el buen sentido
burgués. En todo caso la «vida griega» deja de ser el símbolo de toda suerte
de relajamiento, del libertinaje que amenaza la pureza romana. La vida griega,
tal como Terencio la presenta, se convierte en el modelo de toda
«humanidad».
El poeta latino se esfuerza por revelar, detrás de la máscara que le
proporcionan sus modelos, una persona real y palpitante. Un verso de la
primera escena del Heautontimoroumenos nos da en alguna forma la fórmula
de este arte: «Soy hombre, y pienso que nada de lo que es humano me es
ajeno.» Por más que los comentarios, de que tanto se ha abusado con relación
a esta frase, rebasen con frecuencia su significado en el interior de la pieza, no
deja de ser cierto que, ya desde muy antiguo, se la viene considerando
aisladamente y ha servido para definir una actitud moral opuesta a la estricta
observancia del mos maiorum. El hombre ya no es considerado solamente en
lo que representa en el seno de la ciudad, sino como una persona. Por
supuesto que no desaparecen en Terencio los imperativos sociales, pero se
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topa con ellos por otro camino que el de la moral tradicional. Por eso, uno de
los problemas más frecuentemente debatidos en la escena es el de la
educación.
El «adulescens» era una máscara tradicional y sus calaveradas amorosas
constituían la esencia de las intrigas cómicas. Terencio no se limita a
constatar el hecho; investiga las razones profundas de este desorden de los
jóvenes y trata de comprender las dificultades en que se debaten los
muchachos. Los adolescentes de Terencio reflejan bien la inquietud de una
generación que busca luces y soluciones nuevas. El malestar viene de que los
romanos viven de prejuicios y no de la realidad. El pensamiento griego
proporciona los medios para alcanzar la verdad; ofrece todo lo que puede
desear un alma bien nacida y apasionada por la verdadera grandeza. La «vida
griega» no consiste, como propendía a hacer creer la pésima imitación de
algunos de sus paisanos, en una larga cadena de desenfrenos, sino en
desarrollar paralelamente las actividades del espíritu y las actividades útiles a
la ciudad: el otium al lado del negotium.
No ha llevado Terencio a sus últimas consecuencias la reconciliación de
Grecia y de Roma, pero ha demostrado que era posible resolver
definitivamente, y sin sacrificar nada, el conflicto entre la persona y la ciudad.
Sus comedias prueban, por lo menos, que la persona no es forzosamente
anárquica, sino que puede encontrar en la verdad, vale decir en el desarrollo y
cultivo del espíritu, los medios de salvaguardar lo que de valor existe en la
tradición nacional. Optimismo de una generación que tenía fe en el destino de
Roma y que había crecido entre victorias. Mas no basta a explicarlo todo el
entusiasmo de las conquistas. En el fondo de ese optimismo se adivina esa
confianza en la naturaleza del hombre que es el gran mensaje del socratismo.
Por el teatro de Terencio desfilan recuerdos de Aristóteles, de Crisipo y de
otros filósofos. No son, por lo general, las fórmulas escolares de una doctrina
sabia, sino los ecos de un pensamiento que Roma está cada día más dispuesta
a escuchar y que terminará por hacer suyo.
VALOR ARTÍSTICO
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inclina más hacia lo serio que hacia lo jocoso, hacia el espíritu reflexivo que
hacia la tendencia caricatural. La piedad, la conmiseración, la ternura, la
melancolía, que no la burla, son las notas dominantes. Aquí se compadece, se
ama, se es bueno y cortés uno con otro.
Los enamorados se guardan, por lo común, fidelidad y a veces se aman
hasta el sacrificio. Los hijos son respetuosos y sumisos, no insolentes y
altaneros como en Plauto. Tampoco a los padres falta comprensión e
indulgencia no sólo para con sus hijos, sino hasta para con las amigas de sus
hijos aunque sean cortesanas. Éstas, por su parte, no suelen carecer de
gentileza y de virtud. Hasta las relaciones entre siervos y amos se han
humanizado en sumo grado.
La liberalitas, lo que nosotros llamaríamos «comprensión», hecha de
inteligencia y de bondad, era el signo distintivo de la elegante sociedad vívida
y descrita por Terencio. A conseguir esa cualidad aspiran todos los personajes
de su obra.
Por lo que a la trama y a los modelos se refiere, las comedias del latino se
asemejan mucho unas a otras. Su argumento deriva del repertorio común y se
fundan todas o casi todas en las acostumbradas aventuras de amor y de bodas
precedidas de feroz oposición, que suelen resolverse por el manido expediente
del «reconocimiento».
Sino que los argumentos y los expedientes técnicos poco cuentan por sí
solos; especialmente para este escritor, cuyo máximo valor estriba en la
caracterización de los personajes y en el sentimiento con que son tratados.
Ahí hay que buscar la originalidad de Terencio: en la penetración psicológica
con que contempla los caracteres que saltan a la escena. La cual se destaca
aún más si se compara a nuestro autor con sus modelos griegos o con sus
predecesores latinos.
La mayor parte de las comedias de Terencio derivan de modelos de
Menandro. Esta predilección por el más «clásico» de los autores de la
Comedia Nueva ya la heredaba de Cecilio, pero es muy significativa para
determinar el rumbo de su arte dramático. Ésta buscaba el refinamiento
literario y el refinamiento moral: la gentileza en las palabras y en las
costumbres. Por eso se iba alejando cada vez más de la antigua tradición del
«itálico aceto», de la comicidad brillante, impetuosa, burlesca de Plauto y de
Nevio. Sustituía el desvergonzado lenguaje popular por el muy urbano de los
círculos cultos. La representación extravagante y fantástica se transformaba
en fino juego coloquial. Semejantes disposiciones no venían del todo
sugeridas por Menandro; las llevaba consigo el intrínseco desenvolvimiento
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de la sociedad romana y culminaban en la elegancia del círculo escipiónico.
El joven Terencio las tenía algo en común con su directo predecesor Cecilio.
Empero difería profundamente de Cecilio. Y es tanto más significativa la
diferencia cuanto que ambos trabajaban sobre el mismo modelo, lo que
demuestra que uno y otro gozaban de personalidad propia y que jugaban un
papel muy relativo los modelos. Cecilio ponía el énfasis en la marcha de la
acción, en el desarrollo de los hechos; tal vez por no descomponer la línea de
los hechos evitó recurrir a la contaminación, de que otros tanto se sirvieron.
Terencio afronta la crítica de sus adversarios cecilianos y no duda en
contaminar escenas de varios ejemplares griegos, con tal que el todo resulte
coherente. Y no duda porque su mira estaba puesta, repetimos, más en los
caracteres que en los hechos.
El estudio de los caracteres, como ya reconocían los críticos antiguos —
por lo menos Varrón: in ethesin poscit palmam Terentius—, constituye el
mérito principal de sus comedias, a las cuales, en cambio, les faltaba vis o
virtus cómica, tensión y fuerza dramática; así lo vio ya el propio Julio César
en un famoso juicio epigramático cuando se refirió a él como a «medio
Menandro», dimidiatus Menander.
Fue ese estudio de los caracteres lo que llevó a Terencio a aproximarse
cada vez más al tipo ideal de drama sobre el que habían teorizado los
filósofos griegos, inspiradores o maestros de Menandro, no sólo como
«imitación de la vida», sino como «análisis de cualidades morales». Los
personajes de nuestro autor están elaborados de manera que llevan por delante
la impronta de su ethos.
No cabe la menor duda de que Terencio debe mucho a sus modelos. Pero
tampoco de que, en lo esencial, él es Terencio y no Menandro, porque ha
reelaborado cada acto y cada escena de sus obras infundiendo en ellas su
sentido de la vida, su delicada afectividad, sus aspiraciones y las de la
sociedad en que vivía. De un drama que, pese a todo, tenía aún mucho de
«ático», de provinciano, ha hecho algo ampliamente humano, «universal», de
acuerdo con el significado que la política romana imprimía entonces a este
concepto.
Para este cometido gozaba de ciertas ventajas nuestro vate, por el hecho
de que, dado su origen africano, no había echado raíces en ningún terreno de
provincia, en ningún estrato popular. Su lengua y su mente eran las de las
personas cultas de la Urbe, las de aquellos que trataban de colocarse a la
altura de su dominio sobre la oekumene. No es de maravillar, pues, que en su
obra de comediógrafo haya introducido Terencio aquel espíritu nuevo de la
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humanitas: espíritu que emanaba de Roma y del que se iban a hacer
portaestandartes, pocos años después de la prematura muerte del poeta,
filósofos griegos de la talla de Panecio, el fundador del estoicismo medio.
LA HERENCIA DE TERENCIO
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un eco pálido de Terencio, que debió de servir al veneciano de punto de
apoyo para su reforma del teatro.
Si la verdadera herencia de Plauto han sido la ópera bufa, la opereta y la
revista, Terencio ayudó a fundar el teatro cómico regular moderno, que puso
en él sus ojos por los caracteres de su dramaturgia. Es el padre indiscutido de
nuestra comedia de carácter y de nuestro drama intimista, el ejemplo hacia el
que, más o menos explícita y conscientemente, miran todos aquellos que, tras
peligrosas aventuras, quieren volver a una concepción severa y serena del
drama, impregnada de experiencia humana.
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CRONOLOGÍA
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169. Campaña de Q. Marcio Filipo en Macedonia. Reposición de Thyestes
de Ennio. Muerte de Ennio. Construcción de la Basílica Sempronia.
168. Consulado de Paulo Emilio. Victoria de Pidna. Muerte de Cecilio.
Crates de Malo en Roma. Represión de los judíos en Jerusalén por
Antíoco.
167. Discursos de Catón. Llega a Roma Polibio con los mil rehenes aqueos.
Levantamiento de los judíos acaudillados por Judas Macabeo.
166. Estreno de Andria de Terencio. Delos puerto franco. Fin de la
hegemonía de Rodas en el Egeo. Comienzan en China las invasiones de
los hunos.
165. Estreno de Hecyra. Judas Macabeo gobernador de Palestina.
164. Muerte de Antíoco en guerra con los partos.
163. Representación del Heautontimorumenos. Nacimiento de Tiberio
Graco.
162. Comienzan las luchas dinásticas entre los seléucidas. Demetrio I Soter,
rey.
161. Estreno de Phormion y del Eunuchus. Son expulsados de Roma los
filósofos griegos.
160. Estreno de Adelphoe. Muerte de Paulo Emilio. Derrota y muerte de
Judas Macabeo. Biblioteca de Pérgamo.
159. Muerte de Terencio. Censura de Escipión Nasica. Enseñanza de Crates
de Malos. Muerte de Eumenes, rey de Pérgamo.
156. Embajada de filósofos griegos en Roma: Diógenes de Babilonia,
Carnéades de Cirene y Critolao.
154. Nacimiento de Cayo Graco. El Senado prohíbe un teatro permanente.
Revuelta de los celtíberos en España.
151. Panecio en Roma. Escipión Emiliano tribuno militar en España.
150. Discurso de Catón contra Cartago. Guerra entre Cartago y Masinisa.
149. Muerte de Catón. Primer sitio de Cartago. Publicación de los Orígenes
de Catón.
148. Macedonia provincia romana.
146. Celebración de los Juegos Seculares. Toma y destrucción de Cartago.
Destrucción de Corinto. Grecia anexada a la provincia romana de
Macedonia.
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LA ANDRIANA
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PERSONAS
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PRÓLOGO[1]
Cuando el poeta se decidió a escribir comedias, sólo esta empresa creyó echar
sobre sí: la de componer sus fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas
ahora advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado a forjar
prólogos, no para declarar el argumento, sino en respuesta a las malévolas
censuras de un poeta rancio.[2] Suplicóos, pues, que oigáis con atención de
qué le reprenden.
Menandro compuso La Andriana y La Perintia.[3] Quien la una de ellas
conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de argumento semejante,
aunque por el diálogo y el estilo diferentes. Todo lo que de La Perintia
cuadraba para La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado, sirviéndose
de ello cual si fuese de su propia invención. Y esto es lo que sus enemigos le
censuran. Porque dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula.[4]
Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de esto,
acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes nuestro poeta tiene por
maestros,[5] y cuya libertad más precia él imitar que no la oscura exactitud de
esos censores. Les aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de
murmurar, si no quieren oír sus defectos.
Prestadle vuestro favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para
que sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo serán dignas o no de ser
representadas.
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ACTO PRIMERO
ESCENA I
SIMÓN, SOSIA, esclavos cargados de provisiones
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tú hagas. Porque después que mi hijo salió de la niñez, amigo Sosia,
tuvo ocasión para vivir más libremente; que hasta entonces ¿quién
pudiera saber ni entender su condición, mientras la edad, el miedo y el
maestro lo estorbaban?
SOSIA.—Así es,
SIMÓN.—Al revés de lo que hacen casi todos los mancebos, que es inclinar
su voluntad a alguna manera de ejercicios, como a criar caballos o
perros para caza, o darse a los estudios, él en nada se ejercitaba por
extremo, aunque en todo ello moderadamente se empleaba. Yo gustaba
de ello.
SOSIA.—Y con razón, porque me parece muy útil en la vida no hacer cosa
ninguna con exceso.
SIMÓN.—Su manera de vivir era sufrir y comportar fácilmente a todos
aquellos con quien comunicaba, hacerse a su condición, complacerles
en sus deseos, no porfiar con nadie, nunca preferirse a otro; de tal
suerte, que sin pesadumbre ni enojo ganase honra y granjease amigos.
SOSIA.—Discretamente ordenó su vida; porque hoy día el complacer gana
amigos, y el decir las verdades enemigos.
SIMÓN.—En esto, habrá tres años que arribó aquí, a nuestro barrio una
mujer de Andros, forzada de necesidad y abandonada de sus deudos;
mujer de muy buen rostro y moza.
SOSIA.—¡Ay! recelo tengo no nos traiga esta Andriana algún daño.
SIMÓN.—Al principio vivía castamente, con regla y aspereza, ganando la
vida con telas e hilazas; pero como se le allegaron, uno tras otro,
galanes prometiéndole dinero, y como la naturaleza humana desvara tan
fácilmente del trabajo al deleite, aceptó el partido, y de allí adelante
comenzó a granjear con su hermosura. Sus amantes entonces llevaron
por casualidad, como suele acaecer, a mi hijo a comer con ellos en casa
de la moza. Yo luego dije entre mí: «No hay duda que me le han
cazado; herido está.» Aguardaba por las mañanas a sus criados cuando
iban o venían, y preguntábales: «Di, mozo, por tu vida, ¿quién tuvo ayer
a Crisis?» Porque así se llamaba la Andriana.
SOSIA.—Entiendo.
SIMÓN.—«Fedro, decían, o Clinia o Nicerato.» Porque estos tres la tenían
entonces a la vez.—«Y Pánfilo ¿qué hace?»—«¿Qué? Pagó su escote y
cenó.» Holgaba yo de ello. Preguntábales otro día lo mismo, y hallaba
por verdad no tocarle nada a Pánfilo, y realmente me parecía ésta una
grande y clara muestra de virtud. Porque quien anda revuelto con
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semejantes condiciones, y en ello no se le altera la voluntad, sábete que
puede ya tener manera y asiento de vivir. Alegrábame yo de esto, y
todos por una boca me daban parabienes y alababan mi ventura, pues
tenía un hijo de tan buena inclinación. ¿Qué es menester palabras?
Cremes, inducido de esta fama, vino a mí voluntariamente a ofrecerme
para él la mano de su hija única, y muy bien dotada. Parecióme bien,
acepté el partido y concerté las bodas para hoy.
SOSIA.—¿Qué impedimento, pues, hay para que de veras no se hagan?
SIMÓN.—Yo te lo diré. Pocos días después, muere nuestra vecina Crisis.
SOSIA.—¡Oh, qué bien! ¡La vida me has dado! Llegué a temer que la tal
Crisis…
SIMÓN.—En aquel trance mi hijo no salía de la casa, y juntamente con los
amantes de Crisis, se ocupaba en disponer el funeral, mostrándose a las
veces triste, y aun llorando a veces. Yo aplaudía esta conducta, pues
pensaba para mí: «Si este muchacho, por un poquillo de trato que con
ella tuvo, siente con tan tierno corazón su muerte, ¿qué hiciera si él
fuera su amante? ¿Qué no hará por mí, que soy su padre?» Todos éstos
me parecían cumplimientos de condición afable y ánimo benigno. ¿Qué
es menester razones? Yo mismo, por amor de Pánfilo, fui también al
entierro, no sospechando mal ninguno.
SOSIA.—¿Qué mal hay, pues?
SIMÓN.—Ya lo sabrás. Sácanla: echamos a andar. ¡En esto, entre las
mujeres del cortejo veo por casualidad una mozuela de una estampa!…
SOSIA.—¿Buena, eh?
SIMÓN.—Y de un aire, Sosia, tan modesto y gracioso, que no había más allá.
Y porque me pareció que lloraba más que las otras, y también porque
era de rostro muy honesto y más ahidalgado que las otras, llégome a las
criadas y pregúntoles quién era: dícenme que era una hermana de Crisis.
Luego al punto me enclavó el alma. «¡Ta!, ¡ta! —dije— éste es el caso:
de aquí nacen las lágrimas; ¡ésta es aquella compasión!»
SOSIA.—¡Qué temeroso estoy en qué has de parar!
SIMÓN.—Entre tanto, sigue avanzando el fúnebre cortejo, y andando,
andando llegamos a la sepultura; pónenla en la hoguera,[6] llóranla. En
esto, aquella hermana que te he dicho, llégase al fuego indiscretamente
con harto peligro. Pánfilo, alterado, descubre entonces sus amores bien
disimulados y secretos; corre, abraza por la cintura a la mujer,
diciéndole: «Glicera mía, ¿qué haces? ¿Por qué vas a perderte?» Y ella
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echósele llorando en los brazos con familiar abandono, de manera que
quien quiso pudo fácilmente ver que sus amores eran viejos.
SOSIA.—¿Qué me dices?
SIMÓN.—Vuelvo de allí enojado y muy picado, y con todo eso no había
bastante razón para reñirle. Porque dijera: «¿Qué he yo hecho? ¿O qué
he merecido, padre? ¿O en qué he pecado? Detuve a la que se quiso
echar en el fuego, libréla»: palabras son honestas.
SOSIA.—Cierto. Porque si al que dio socorro a la vida, reprendes, ¿qué
dejarás para el que hiciere mal o daño?
SIMÓN.—Viene Cremes el día siguiente a mi casa, diciendo a voces, que
había sabido un caso vergonzoso; que Pánfilo tenía por mujer aquella
forastera. Niego yo el hecho; él porfía que es verdad. Finalmente se
despide de mí, jurando que no daría su hija.
SOSIA.—¿Y tú entonces a tu hijo no le…?
SIMÓN.—Ni aun ésta me pareció bastante razón para reñir con él.
SOSIA.—¿Cómo no?
SIMÓN.—Dijérame: Ya tú, padre, has puesto término a mi libertad; ya se
acerca el tiempo en que he de vivir a sabor de ajeno arbitrio; déjame
ahora, entretanto, vivir a mi gusto.
SOSIA.—¿Qué motivo, pues, te queda para reprenderle?
SIMÓN.—Si por esa mujer rechazase el casamiento, éste es el primer agravio
que yo en él he de castigar. Y en esto entiendo ahora: en procurar por
medio de casamiento fingido verdadera ocasión para reñir con él, si me
dijere que no, y también para que el bellaco de Davo, si algún consejo
tiene, lo gaste ahora que sus enredos no pueden perjudicarme. Yo creo
que Davo de pies y de cabeza buscará todos los medios, más por
hacerme a mí pesar, que por complacer a mi hijo.
SOSIA.—¿Por qué?
SIMÓN.—¿Eso me preguntas? Es bellaco de malas intenciones y de mala
entraña. Mas, como yo le pille… y no digo más. Si, por el contrario,
sucediere lo que yo deseo, que en Pánfilo no haya resistencia, quédame
el recabar el sí de Cremes; lo cual confío que se logrará. Ahora lo que tú
has de hacer es fingir muy bien estas bodas, atemorizar a Davo,[7] ver
qué determina mi hijo, y qué consultas hace con él.
SOSIA.—Basta. Yo lo haré. Entrémonos ya.
SIMÓN.—Anda delante, que ya voy.
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ESCENA II
SIMÓN, solo.
ESCENA III
DAVO, SIMÓN
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otras costumbres. De hoy más te pido, Davo, y, si es justo, te lo suplico,
que hagas por que vuelva al buen camino.
DAVO.—¿Qué quieres decir?
SIMÓN.—Todos los que tienen amiga sienten mucho que los casen.
DAVO.—Así lo dicen,
SIMÓN.—Y si alguno toma para esto un mal maestro, las más veces tuerce a
la peor parte la flaca voluntad.
DAVO.—En verdud que no te entiendo.
SIMÓN.—Que no, ¿eh?
DAVO.—No; que soy Davo y no Edipo.[8]
SIMÓN.—En ese caso holgarás que te diga rasamente lo que me queda por
decir.
DAVO.—Sí holgaré.
SIMÓN.—Si yo entendiere hoy que tú me urdes algún enredo por donde no
se hagan estas bodas, o que quieres que se vea en esto cuán astuto eres,
te juro, Davo, que, después de bien azotado, he de dar contigo en la
tahona hasta que mueras, con pleito homenaje que si yo de allí te sacare,
quede yo a moler en tu lugar. Y, pues, ¿hazlo entendido ahora, o ni aun
esto tampoco?…
DAVO.—A maravilla, porque ahora me has dicho el negocio muy a la rasa,
sin rodeos.
SIMÓN.—En cualquier otro caso sentiré menos que me engañes que no en
éste.
DAVO.— (Irónico.) ¡Vaya, no hay que enojarse![9]
SIMÓN.—¿Burlaste? Pues no me engañarás. Mira, te digo que no seas loco,
ni me vengas después con que no te lo avisaron. ¡Ojo! (Vase.)
ESCENA IV
DAVO, solo
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si lo siente, soy perdido, o si le parece tomará achaque para con razón o
sin razón dar conmigo en la tahona. A estos males allégaseme este otro
también: que esta Andriana, ora sea su mujer, ora su amiga, está de
Pánfilo preñada. ¡Y es cosa de ver su atrevimiento! Porque es más
empresa de locos que de enamorados. Están determinados a criar lo que
pariere, y allá entre ellos urden no sé qué maraña: que ésta es ciudadana
de Atenas; que hubo un tiempo un viejo mercader, el cual naufragó junto
a la isla de Andros, y que murió; y que el padre de Crisis la recogió
escapada, huérfana, pequeña… ¡Todo mentiras! Lo que es a mí no me
parece conforme a verdad. Y ellos están contentos con la maraña. Pero
Misis sale de su casa. Yo me voy de aquí a la plaza para verme con
Pánfilo, porque no le coja su padre desapercibido en este caso.
ESCENA V
MISIS
ESCENA VI
PÁNFILO, MISIS
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PÁNFILO.—¿Y Cremes, que había dicho que no me daría su hija por mujer,
ha mudado de propósito porque me ve a mí estar firme en el mío? ¿Con
tanta porfía procura apartarme de Glicera? ¡Mísero de mí! ¡Si esto
sucede, perdido soy sin remedio! ¿Es posible que haya hombre tan
desgraciado ni tan infeliz como yo? ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y que
de ninguna manera he de poder yo librarme del parentesco de Cremes?
¿De cuántos modos no fui yo despreciado, desechado, después de todo
hecho y concertado? ¿Otra vez, después de repudiado, me tornan a
pedir? ¿A qué fin, si no es lo que sospecho, que ellos crían algún
culebrón,[11] y como no le pueden encajar a nadie acuden a mí?
MISIS.— (Aparte.) Esas palabras, ¡ay de mí!, me llenan de terror.
PÁNFILO.—Porque, ¿qué diré yo ahora de mi padre? ¡Ah!, ¿un negocio tan
grave había él de tratar con tanto descuido? Díceme ahora, al pasar por
la plaza: «Mira, Pánfilo, que te has de casar hoy. Prepárate: vete a
casa.» Parecióme que me había dicho: «Ve de presto y ahórcate.»
Pasmado quedé. ¿Pensáis que yo le pude responder, o darle alguna
excusa, siquiera necia, o falsa, o injusta? La palabra se me heló. Porque
si yo lo hubiera sabido antes… si me preguntase ahora alguno qué
hiciera, algo hiciera por donde esto no hiciera. Pero ahora, ¿a qué mano
me volveré primero? Tantos cuidados me cercan, que me tiran la
voluntad a muchas partes: el amor, la lástima que tengo de Glicera, la
congoja de este casamiento; además el empacho que tengo de
desobedecer a mi padre, el cual, hasta ahora, con tanta mansedumbre me
ha sufrido hacer todo lo que me ha dado gusto. ¿Y que le contradiga
yo?… ¡Ay de mí! ¡No sé qué me haga!
MISIS.— (Aparte.) ¡Ay, mísera de mí! ¡Cuánto me temo que se incline a
mala parte aquel no sé qué me haga!… Pero ahora conviene mucho que,
o éste hable con ella, o yo le diga alguna cosa de ella; que cuando la
voluntad vacila, un pelillo la arrastra a uno u otro lado.
PÁNFILO.—¿Quién habla aquí?… ¡Salud, Misis!
MISIS.—¡Oh, Pánfilo, salud!
PÁNFILO.—¿Qué hace tu señora?
MISIS.—¿Eso me preguntas? Está fatigada de sus dolores, y afligida la
cuitada de ver que para hoy está concertado días ha tu casamiento.
Teme que la desampares.
PÁNFILO.—¡Cómo! ¿Podría yo intentar tal cosa? ¿He yo de consentir que la
infeliz quede por mí engañada, habiendo ella confiado de mí su corazón
y vida, y habiéndola yo tenido en mi corazón en cuenta de mujer
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propia? ¿He de permitir que su buena inclinación, enseñada y criada
bien y castamente, se tuerza ahora constreñida de necesidad? No haré tal
cosa.
MISIS.—Bien cierta estoy, si estuviese en sola tu mano; pero temo que no
podrás resistir.
PÁNFILO.—¿Por tan follón me tienes, o por tan desagradecido o cruel o
brutal, que ni la conversación, ni el amor, ni la vergüenza me mueva ni
exhorte a que le guarde la fe?
MISIS.—Esto, a lo menos, sé que ha merecido: que te acuerdes de ella.
PÁNFILO.—¿Que me acuerde? ¡Oh Misis, Misis, aún tengo escritas en el
alma aquellas palabras que Crisis me dijo de Glicera estando ya casi
muriéndose! Llamóme, acerquéme; os salisteis vosotras, quedámonos
solos; comiénzame a decir: «Amigo Pánfilo, bien ves el rostro y pocos
años de ésta, y también entiendes cuán contrarias le son ambas cosas
para conservar su honestidad y su hacienda. Suplícote, pues, por esta tu
mano derecha y por tu noble condición; por tu fe y por la soledad de
ésta te encargo que no la apartes de ti ni la desampares, pues ves que
siempre te he amado como a mi hermano propio, y que ésta a ti solo
siempre te ha tenido en mucho y en todas las cosas te ha sido obediente.
Yo te le doy por marido, por amigo, por tutor, por padre; estos nuestros
bienes a ti te los entrego y a tu fidelidad los encomiendo.» Dámela
entonces por la mano y tómale luego la muerte. Yo me encargué de ella;
y pues me encargué, yo la conservaré.
MISIS.—Así lo espero, ciertamente.
PÁNFILO.—Pero ¿por qué la dejas sola?
MISIS.—Voy a llamar a la partera.
PÁNFILO.—Corre; y, mira, del casamiento, ni palabra: no sea que su mal…
MISIS.—Entiendo.
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ACTO SEGUNDO
ESCENA I
CARINO, BIRRIA
CARINO.—¿Qué me dices, Birria? ¿Es posible que Panfilo se case hoy con
Filomena?
BIRRIA,—Sí.
CARINO.—¿Cómo lo sabes?
BIRRIA.—Davo me lo dijo poco ha en la plaza.
CARINO.—¡Oh, desdichado de mí! Que así como mi alma ha estado hasta
aquí suspensa entre el temor y la esperanza, así después de perdida la
esperanza, tras el cansancio y la congoja, está como pasmada.
BIRRIA.—Suplícote, Carino, por los dioses, que pues no es posible lo que tú
quieres, quieras tú lo que es posible.
CARINO.—Yo no quiero más que a Filomena.
BIRRIA.—¡Oh, cuánto mejor te sería procurar cómo despidieses ese amor de
tu corazón, que hablar de cosas con que más atices en vano tu deseo!
CARINO.—Todos, cuando estamos sanos, damos fácilmente buen consejo a
los enfermos. Si tú en mi lugar estuvieses, de otro modo sentirías.
BIRRIA.—Bueno, bueno; como quieras.
CARINO.—Pero allá veo a Pánfilo.
ESCENA II
CARINO, BIRRIA, PÁNFILO
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CARINO.—Yo le suplicaré, yo me echaré a sus pies; le contaré mi pasión;
recabaré siquiera, yo lo espero, que aplace por algunos días este
casamiento. Entretanto, ¿quién sabe lo que puede suceder?
BIRRIA.— (Aparte.) Lo que puede suceder es nada entre dos platos.
CARINO.—Birria, ¿qué te parece?, ¿le hablaré?
BIRRIA.—Sí, a fe; porque ya que no recabes nada, entenderá que le has de
poner los cuernos si con ella se casare.
CARINO.—¡En la horca te veas, ladrón, con tus sospechas!
PÁNFILO.—A Carino veo… Estés enhorabuena.
CARINO.—¡Oh, Pánfilo! seas bien venido. Aquí vengo a pedirte esperanza,
salud, socorro y consejo.
PÁNFILO.—Bueno estoy yo para dar consejos ni socorro. Pero, en fin, ¿qué
es ello?
CARINO.—¿Conque te casas hoy?
PÁNFILO.—Eso dicen.
CARINO.—Pánfilo, si tal haces, hoy verás el fin de mis días.
PÁNFILO.—¿Cómo así?
CARINO.—¡Ay de mí! ¡No me atrevo a decírtelo! Díselo tú, Birria, por tu
vida.
BIRRIA.—Yo lo diré.
PÁNFILO.—¿Qué es ello?
BIRRIA.—Éste está enamorado de tu esposa.
PÁNFILO.—No tenemos, pues, el mismo gusto. Pero dime, por tu vida,
Carino, ¿has tenido algo más que eso con ella?
CARINO.—¡Ah, Pánfilo! ¡Nada!
PÁNFILO.—¡Cuánto lo quisiera!
CARINO.—Yo ahora, por nuestra amistad y por mi amor, primeramente te
suplico que no te cases con ella.
PÁNFILO.—Yo te prometo procurarlo.
CARINO.—Y ya que eso no fuere posible, o si este casamiento, a ti te da
gusto…
PÁNFILO.—¿A mí gusto?
CARINO.—… que a lo menos lo demores por algunos días, mientras yo me
voy a alguna parte do mis ojos tal no vean.
PÁNFILO.—Óyeme ya, Carino: yo no tengo por hecho de hidalgo pedir uno
que le agradezcan aquello en que el no merece nada. Más deseo yo
librarme de este casamiento, que tú alcanzarlo.
CARINO.—La vida me has dado.
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PÁNFILO.—Así, pues, si tú y tu criado Birria podéis hacer algo, hacedlo;
inventad, rebuscad, procurad los medios para que te la den; que yo, de
mi parte, haré por que a mí no me la den.
CARINO.—Esto me basta.
PÁNFILO.—A Davo veo a buen tiempo, en cuyo consejo estoy muy
confiado.
CARINO.— (A Birria.) Por cierto que tú a mí nunca me dices nada, sino lo
que no me importa saber. ¿Huyes de aquí? (Amenazándole.)
BIRRIA.—¿Yo? sí, en verdad, y de buena gana.
ESCENA III
DAVO. CARINO, PÁNFILO
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DAVO.—¡Dale! ¡Si lo sé todo!…[12] Tú temes que te casarán con ella, y tú
(a Carino) que no te casarán.
CARINO.—En el caso estás.
PÁNFILO.—Eso mismo es.
DAVO.—Pues en eso mismo no hay peligro ninguno: mírame al rostro.[13]
PÁNFILO.—Davo, por favor, líbrame ya de estos temores.
DAVO.—Yo te libro, ¡ea! Ya Cremes no te da su hija por mujer.
PÁNFILO.—¿Cómo lo sabes?
DAVO.—Yo lo sé. Tu padre habló conmigo a solas poco ha, y me dijo que te
había de casar hoy, con otras muchas cosas que ahora no hay tiempo de
contarte. Yo me fui corriendo en seguida hacia la plaza, para llevarte
esta noticia. Como no te hallé, súbome luego en un lugar alto; miro a la
redonda; no parecías. Por casualidad topéme allí con Birria; preguntóle
por ti; díceme que no te había visto. ¡Por vida…! Póngome a pensar qué
haría. En esto, al volver, cruza por mi magín una sospecha. ¡Cómo! —
me digo— ¡tan poco gasto!… el padre triste… las bodas tan de presto…
¡Esto no pega![14]
PÁNFILO.—¿Y a qué viene todo eso?
DAVO.—Voyme luego a casa de Cremes; cuando llego no veo a nadie a la
puerta. Holguéme de ello.
CARINO.—Bien dices.
PÁNFILO.—Prosigue.
DAVO.—Párome allí, y no veo entrar a nadie ni salir a nadie, ni a ninguna
mujer. En la casa, nada de preparativos ni bullicio. Alleguéme, miré
adentro…
PÁNFILO.—Buenas señales son ésas.
DAVO.—¿Te parece a ti que éstas son señales de boda?
PÁNFILO.—Pienso que no.
DAVO.—¿«Pienso que», me dices? ¡Bah! no lo entiendes. La cosa está bien
clara. Además: viniendo de allí topé al criado de Cremes, que llevaba
seis maravedís de verdura y pescadillos menudos para cena del viejo.
CARINO.—¡Davo, tú eres hoy mi salvador!
DAVO.—No hay nada de eso.
CARINO.—¿Cómo no, pues es cosa cierta que no se la da a éste?
DAVO.—¡Donosa necedad! ¡Como si se siguiese de necesidad que no
dándola a éste te la han de dar a ti, si no lo procuras; si con ruegos y
dádivas no pones por terceros los amigos del viejo!
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CARINO.—Bien me aconsejas. Iré; aunque esta esperanza ya me ha burlado
muchas veces. Adiós.
ESCENA IV
PÁNFILO, DAVO
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«No habrá —dices— quien quiera casar su hija con hombre de tales
costumbres.» Y yo te digo que tu padre más querrá casarte con una
mujer pobre, que dejarte perder de esa manera. Pero si él entiende que
tomas estas bodas con paciencia, se descuidará, se pondrá muy despacio
a buscarte otra; entretanto, Dios hará merced.
PÁNFILO.—¿Eso te parece?
DAVO.—No hay que dudar en ello.
PÁNFILO.—Mira en lo que me pones.
DAVO.—¿Quieres callar?
PÁNFILO.—Bueno; le diré que sí. Pero mira no sepa mi padre que he tenido
un hijo de ella, porque he prometido criarle.
DAVO.—¡Qué locura!
PÁNFILO.—Rogóme Glicera que le diese esta palabra como prenda de que
no la dejaría.
DAVO.—Se procurará. Pero… cata que viene tu padre. Mira que no conozca
que estás triste.
ESCENA V
SIMÓN, DAVO, PÁNFILO
ESCENA VI
BIRRIA, SIMÓN, DAVO, PÁNFILO
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casamiento. Por eso vengo aquí tras él. Allá le veo con Davo; manos a
la obra.
SIMÓN.— (Aparte.) Aquí están los dos.
DAVO.— (A Pánfilo.) ¡Ea, ten cuenta!
SIMÓN.—¡Pánfilo!
DAVO.— (A Pánfilo.) Vuélvete hacia él como sorprendido.
PÁNFILO.—¡Ah, padre mío!
DAVO.— (A Pánfilo.) ¡Muy bien!
SIMÓN.—Como ya te he dicho, quiero que hoy te cases.
BIRRIA.— (Aparte.) Nuestro bien o nuestro mal está ahora en lo que éste
respondiere.
PÁNFILO.—Ni en eso ni en nada hallarás en mí resistencia, padre mío.
BIRRIA.— (Aparte.) ¡Ah!…
DAVO.— (A Pánfilo.) Mudo quedó.
BIRRIA.— (Aparte.) ¿Qué dijo?
SIMÓN.—Haces lo que debes, pues me otorgas con amor lo que te pido.
DAVO.— (A Pánfilo.) ¿No te decía yo…?
BIRRIA.— (Aparte.) Mi amo, a lo que entiendo, se ha quedado sin mujer.
SIMÓN.—Ve, pues, a casa ya, porque no nos hagas detener cuando fueres
necesario.
PÁNFILO.—Voyme.
BIRRIA.— (Aparte.) ¡Que no haya un hombre de quien fiar en cosa alguna!
Verdadero es aquel refrán que dice: «Todos quieren más para sus
dientes, que no para sus parientes.» Yo vi a esa moza, y me acuerdo que
la vi doncella de buen rostro: y así no me maravilla que Pánfilo haya
querido más abrazarse con ella entre sueños, que no que Carino la
abrazase. Vamos con estas buenas nuevas a mi amo; que en pago no me
dará malas albricias.
ESCENA VII
DAVO, SIMÓN
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DAVO.—Ninguna cosa.
SIMÓN.—Pues yo esperaba que sí.
DAVO.— (Aparte.) Hále burlado su esperanza, ya lo veo: esto le da pena al
hombre.
SIMÓN.—¿Podrías decirme, Davo, la verdad?
DAVO.—Nada más fácil.
SIMÓN.—¿Siente por ventura mucho mi hijo este casamiento, por los
amores que tiene con esta forastera?
DAVO.—No en verdad, o cuando mucho será pena de dos o de tres días,
¿entiéndesme? Que después él la dejará. Porque él mismo ha
considerado ya entre sí este caso con buen uso de razón.
SIMÓN.—Bien está.
DAVO.—Mientras le fue lícito, y mientras dieron lugar sus años para ello,
tuvo amiga, y esto con mucho secreto, procurando siempre no le fuese
afrenta, como lo han de hacer los hombres de su pro. Ahora que es
menester que tome esposa, sólo piensa en casarse.
SIMÓN.—Algo triste me pareció que estaba.
DAVO.—No por eso; sino que tiene de ti no sé qué queja.
SIMÓN.—¿De qué?
DAVO.—De una niñería.
SIMÓN.—¿Qué es ello?
DAVO.—¡Si no es nada!
SIMÓN.—Acaba ya de decir lo que es.
DAVO.—Dice que haces muy corto gasto.
SIMÓN.—¿Yo?
DAVO.—Tú. Apenas ha hecho, dice, de gasto diez reales. ¿Esto le parece
que es casar un hijo? ¿A quién de mis amigos, dice, osaré ahora traer a
mis bodas convidado? Y a la verdad, aquí, inter nos, me parece que has
estado muy tacaño. Yo no lo apruebo.
SIMÓN.—Cállate.
DAVO.— (Aparte.) Picóle.
SIMÓN.—Yo veré de que todo se haga como cumple. (Aparte.) ¿Qué enredo
será éste? ¿Qué pretenderá el bellaco? Porque, si aquí hay alguna
trampa, éste es en ella el tramoyista.
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ACTO TERCERO
ESCENA I
MISIS, SIMÓN, DAVO, LESBIA
MISIS.— (A Lesbia.) Por mi vida, que tienes razón, Lesbia, en lo que has
dicho; apenas hallarás un hombre fiel a una mujer.
SIMÓN.— (A Davo.) ¿De casa de la Andriana es esta moza, eh, Davo?
DAVO.—Sí.
MISIS.— (A Lesbia.) Pero nuestro Pánfilo…
SIMÓN.—¿Qué dice?
MISIS.—… dio una prenda de su fidelidad…
SIMÓN.— (Sobresaltado.) ¿Eh?
DAVO.— (Aparte.) ¡Que no se tornase éste sordo o ella muda!
MISIS.—… porque ha mandado criar lo que naciere.
SIMÓN.—¡Oh, Júpiter! ¿Qué escucho? Perdido soy, si ésta dice verdad.
LESBIA.—Por lo que me cuentas, de buena condición es el mancebo.
MISIS.—Excelente. Pero entremos, no sea que lleguemos tarde.
LESBIA.—Ya te sigo.
ESCENA II
DAVO, SIMÓN, GLICERA[16]
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SIMÓN.—Primer enredo que éste me urde: fingen un parto, para espantar a
Cremes.
GLICERA.— (Dentro de su casa.) ¡Juno Lucina, acódeme, ampárame, por
favor!
SIMÓN.—¡Hola, hola! ¡Y cuán presto! ¡Donosa invención! Después que le
han dicho que yo estaba a la puerta, se da prisa. ¡Mal repartidas tienes
las escenas, Davo amigo!
DAVO.—¿Yoo?
SIMÓN.—¿Olvidaron, por ventura, tus actores el papel?
DAVO.—Yo no sé lo que te dices.
SIMÓN.—Si éste me hubiera cogido en bodas verdaderas desapercibido,
¡qué burla me hubiera hecho! Ahora a su riesgo lo hace; que yo en
puerto navego.[17]
ESCENA III
LESBIA, SIMÓN, DAVO[18]
ESCENA IV
SIMÓN, DAVO
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menos con tal recato, que pareciera que tenías temor de que yo lo
supiese.
DAVO.— (Aparte.) Realmente que ahora éste se engaña a sí mismo, que no
le engaño yo.
SIMÓN.—¿No te lo previne? ¿No te amenacé, si lo hacías? ¿Hasme temido?
¿Qué me aprovechó el mandarlo? ¿Cómo he de creer yo de ti que ésta
ha parido de Pánfilo?
DAVO.— (Aparte.) Ya sé por dónde yerra, y lo que tengo de hacer.
SIMÓN.—¿Por qué callas?
DAVO.—¿Qué has de creer? ¡Como si ya no te hubiesen avisado que esto
había de suceder de esta manera!
SIMÓN.—¿A mí? ¿Quién?
DAVO.—¡Bah! ¡Si querrás hacerme creer que tú solo has descubierto esta
farsa!
SIMÓN.—Burlándose está de mí.
DAVO.—A ti alguno te lo ha dicho, porque si no, ¿cómo hubieras tú tenido
esta sospecha?
SIMÓN.—¿Cómo? porque sé quién eres tú.
DAVO.—Eso es como decirme que yo soy el tramoyista.
SIMÓN.—Y lo sé de cierto.
DAVO.—Aún no conoces bien quién soy, Simón.
SIMÓN.—¿Qué yo no te…?
DAVO.—Sino que, si comienzo a contarte algo, al punto crees que te estoy
engañando…
SIMÓN.— (Irónico.) Y no hay tal.
DAVO.—Y así realmente que no oso ya chistar.
SIMÓN.—Esto sólo sé: que aquí nadie ha parido.
DAVO.—Acertaste. Pues verás, con todo esto, cómo antes de mucho rato te
traen el muchacho aquí delante de la puerta. Yo, señor, desde luego te
aviso que lo han de hacer así; para que lo sepas, y no me digas después
que son consejos ni trazas de Davo. Yo tengo empeño en que deseches
esa mala opinión que de mí tienes.
SIMÓN.—¿Cómo lo sabes tú eso?
DAVO.—Helo oído y lo creo. Ofrécenseme a una muchas cosas de que hago
yo esta conjetura. Cuanto a lo primero, ésta ha dicho que estaba de
Pánfilo preñada: ha salido mentira. Hoy, al ver que se aparejan ya las
bodas en casa, ha enviado a toda prisa la criada con encargo de llamar a
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la partera y de traerse juntamente un niño. Porque, si no te dan con el
niño en las narices, el casamiento no se estorba.
SIMÓN.—¿Qué me dices? Cuando entendiste que tomaban ese medio, ¿por
qué no se lo dijiste luego a Pánfilo?
DAVO.—¿Pues quién le ha apartado de ella, sino yo? Porque bien sabemos
todos cuán grande afición le haya tenido. Ahora ya desea casarse.
Finalmente, esto déjamelo tú a mi cargo. Y pasa adelante, como lo
haces, en tratar del casamiento; que yo confío que los dioses nos
favorecerán.
SIMÓN.—Vete, pues, tú allá dentro, y espérame allá, y prepara todo lo
necesario.
ESCENA V
SIMÓN, solo
ESCENA VI
SIMÓN, CREMES
SIMÓN.—¡Salud, Cremes!
CREMES.—¡Hola! precisamente te buscaba.
SIMÓN.—Y yo a ti.
CREMES.—A muy buen punto te he topado. Ciertas gentes me han dicho que
han entendido de ti que mi hija se casa hoy con tu hijo, y así vengo a ver
si estás tú loco, o si lo están ellos.
SIMÓN.—Óyeme, y en breves razones sabrás lo que yo te quiero y lo que tú
preguntas.
CREMES.—Ya te oigo: di lo que quisieres.
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SIMÓN.—Suplícote, Cremes, por los dioses y por nuestra amistad, la cual
comenzando desde la niñez, ha crecido siempre con los años, y por una
sola hija que tienes, y por mi hijo, cuyo total remedio está en tu mano,
que me favorezcas en esta ocasión, y que el casamiento se haga, como
estaba tratado.
CREMES.—No uses conmigo de ruegos, pues para recabar eso de mí, no son
menester. ¿Piensas que soy otro del que era los días pasados cuando te
la daba? Si cosa es que a los dos conviene, manda por la moza; pero si
en ello hay para los dos más daño que provecho, te ruego que lo mires
bien por ambos, como si ella fuese tu hija y yo padre de Pánfilo.
SIMÓN.—Eso es precisamente lo que quiero, Cremes, y eso te suplico que se
haga. Ni yo te lo pediría si el caso mismo no lo aconsejase.
CREMES.—¿Y qué es ello?
SIMÓN.—Entre mi hijo y Glicera hay muchos enojos.
CREMES.—Óigolo.
SIMÓN.—Tan grandes, que confío que se le podremos arrancar.
CREMES.—¡Bah, cuentos!
SIMÓN.—Realmente pasa así.
CREMES.—Lo que pasa en realidad es lo que te voy a decir: que las riñas de
los enamorados son nuevo refresco del amor.
SIMÓN.—¡Oh!, ¡yo te ruego que lo prevengamos todo ahora que es sazón,
mientras su apetito está con las palabras injuriosas embotado, antes que
las maldades de éstas y sus lágrimas fingidas con engaños muevan a
compasión la enferma voluntad! Casémosle: que yo confío que él,
enamorado del buen trato y ahidalgada compañía de tu hija, se desligará
desde hoy muy fácilmente de estos males.
CREMES.—Eso te parece a ti; pero yo creo que ni él podrá unirse para
siempre con mi hija, ni menos yo sufrirlo.
SIMÓN.—¿Y cómo lo sabes tú, sin hacer la prueba?
CREMES.—Fuerte cosa es hacer en la hija propia semejantes experiencias.
SIMÓN.—Todo el inconveniente se reduce, en fin, a esto: a que venga ¡lo
que los dioses no permitan! el divorcio. Pero si Pánfilo se enmienda,
mira qué de bienes: primeramente restituirás un hijo a tu amigo; para ti
hallarás un yerno seguro y para tu hija marido.
CREMES.—No gastes razones: si te parece que eso es cosa que conviene, no
quiero yo que por mí se estorbe tu provecho.
SIMÓN.—¡Con razón te he querido siempre mucho, Cremes!
CREMES.—Pero, ¿qué me dices…?
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SIMÓN.—¿De qué?
CREMES.—¿Cómo sabes que ellos están ahora discordes entre sí?
SIMÓN.—Davo, que es su secretario, me lo ha dicho; y él me incita a
apresurar cuanto pueda el casamiento. ¿Piensas tú que lo haría él, si no
supiese que es del gusto de mi hijo? Tú mismo lo oirás de su boca. (A
sus esclavos.) ¡Hola! que venga Davo. Pero hele aquí; ya le veo salir.
ESCENA VII
DAVO, SIMÓN, CREMES
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DAVO.—Que está muy bien hecho.
SIMÓN.—Ya, por lo que toca a Cremes, no hay que detenernos.
CREMES.—Ahora voy a casa; les diré que se aderecen, y luego soy aquí con
la respuesta.
ESCENA VIII
SIMÓN, DAVO
ESCENA IX
DAVO, solo
ESCENA X
PÁNFILO, DAVO
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PÁNFILO.—Yo confieso que con razón me ha sucedido este mal, pues soy
tan follón y de tan poco consejo. ¿Yo había de confiar todo mi bien de
un vil esclavo? ¡Yo tengo, pues, el pago de mi necedad; pero él no se
me irá con ella!
DAVO.— (Aparte.) Bien sé que después estaré libre, si de este primer
encuentro me escapo.
PÁNFILO.—¿Qué le diré, pues, ahora yo a mi padre? ¿Le diré que no quiero
casarme, habiéndole prometido antes que sí? ¿Qué osadía tendré para
hacerlo? ¡No sé realmente qué me haga de mí mismo!
DAVO.— (Aparte.) Ni menos yo de mí, aunque lo procuro mucho. Decirle
he que buscaré algún medio, por poner siquiera alguna dilación en este
mal.
PÁNFILO.— (Con enojo.) ¡Hola!…
DAVO.— (Bajo.) ¡Me ha visto!
PÁNFILO.—¡Ven acá, hombre de bien!… ¿Qué te parece…? ¿Ves en qué lío
estoy ¡pobre de mí! con tus buenos consejos?
DAVO.—Yo te desliaré.
PÁNFILO.—¿Que tú me desliarás?
DAVO.—Sí, Pánfilo.
PÁNFILO.—¡Como antes!
DAVO.—No; sino mucho mejor, según confío.
PÁNFILO.—¡Ah, ladrón! ¿Y de ti he de confiar yo ya cosa ninguna? ¿Tú
bastarás a volver en su estado un negocio tan revuelto y tan perdido?
¡Mira de quién me fío yo! ¡De quien de un negocio muy pacífico y
quieto me ha enlazado hoy en casamiento! ¿No te dije yo lo que
sucedería?
DAVO.—Sí.
PÁNFILO.—¿Qué merecías tú ahora?
DAVO.—La horca. Pero déjame volver un poco en mí; que yo miraré algún
remedio.
PÁNFILO.—¡Ay de mí! ¿Por qué no tengo lugar para darte el castigo que
deseo? Que esta coyuntura más me obliga a que mire por mí, que no a
que me vengue de ti.
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ACTO CUARTO
ESCENA I
CARINO, PÁNFILO, DAVO
CARINO.— (Aparte.) ¿Es esto cosa de creer, ni de decir? ¿Que haya gentes
de tan malas entrañas, que hallen gusto en hacer mal y en procurar el
daño ajeno por buscar provechos para sí? ¡Ah!, ¿es esto posible? Pues
existe realmente una casta de hombres que para decir un «no», tienen un
poco de empacho; pero cuando viene el tiempo de cumplir lo prometido,
entonces forzosamente se descubren y temen, y la necesidad les fuerza a
volverse atrás de su palabra. Entonces les oiréis decir sin pizca de
pudor: «¿Quién eres tú? ¿Qué tengo yo que ver contigo? ¿Que yo te
ceda a ti mi…? ¡Bah! mi pariente más próximo soy yo mismo.» Y si les
preguntáis qué fue de su palabra, ¡como si no!… ¡no tienen ni asomo de
vergüenza! Aquí, donde era menester, no tienen reparo, y tiénenlo
acullá, donde no es menester. ¿Pero qué haré? ¿Iré a buscarle, para
pedirle cuenta de este agravio y acabarle a pesadumbres? Pero diráme
alguno: ¿De qué te servirá? De mucho. Porque a lo menos le daré pena,
y yo quebraré mi enojo.
PÁNFILO.—Carino, ambos estamos perdidos por mi imprudencia, si los
dioses no nos dan algún remedio.
CARINO.—¿Conque por tu imprudencia? Presto has hallado la excusa. ¡Bien
me has tenido la palabra!
PÁNFILO.—¿Pues qué…?
CARINO.—¿Aun piensas engañarme con esas disculpas?
PÁNFILO.—¿Qué es ello?
CARINO.—Después que yo te dije que la quería mucho, te ha caído en gusto.
¡Ah, desdichado de mí, que juzgué tu corazón por el mío!
PÁNFILO.—Muy equivocado estás.
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CARINO.—¿Te pareció que no sería colmada tu ventura sin cebar al pobre
enamorado y entretenerle con falsas esperanzas? (En tono de amarga
concesión.) ¡Cásate!
PÁNFILO.—¿Que me case? ¡Ah, no sabes bien en cuán grandes males estoy
puesto, cuitado de mí, y cuán grandes congojas me ha causado con sus
consejos éste mi verdugo! (Señalando a Davo.)
CARINO.—¿Qué maravilla, pues toma de ti ejemplo?
PÁNFILO.—No dirías eso si conocieses bien mi corazón y mi voluntad.
CARINO.— (Con ironía.) ¡Ya sé que no ha mucho que altercaste con tu
padre, y que por eso está enojado contigo y no te ha podido obligar hoy
a que con ella te casases!
PÁNFILO.—Antes te hago saber, para que mejor entiendas mis trabajos, que
estas bodas no se aparejaban para mí, ni pensaba nadie ahora en darme a
mi mujer.
CARINO.—Ya sé que te dejaste obligar… de tu propia voluntad. (Quiere irse
y Pánfilo le detiene.)
PÁNFILO.—Espera; que aún no sabes…
CARINO.—Ya sé que te has de casar con ella.
PÁNFILO.—¿Por qué me matas? Escucha esto. No paró de instarme; no cesó
de aconsejarme y de rogarme que le dijese a mi padre que me casaría,
hasta tanto que me indujo.
CARINO.—¿Quién hizo eso?
PÁNFILO.—Davo.
CARINO.—¿Davo?
PÁNFILO.—Él lo revuelve todo.
CARINO.—¿Por qué?
PÁNFILO.—No lo sé: sino que sé que los dioses estaban airados contra mí,
pues le di oídos.
CARINO.—¿Es verdad esto, Davo?
DAVO.—Verdad.
CARINO.—¡Ah!, ¿qué dices, malvado? Los dioses te den el castigo que
merecen tales hechos. Dime: si todos sus enemigos le quisieran ver a
éste enredado en casamiento, ¿qué otro consejo le dieran, sino ése?
DAVO.—Erréla: pero aún no me doy por vencido.
CARINO.—Harto lo sé.
DAVO.—¿No nos ha ido bien por aquí? Emprenderémosla por otra vía. Si ya
no es que pienses que por habernos al principio sucedido mal, no se nos
puede ya trocar el mal en bien.
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PÁNFILO.—Al contrario: yo creo que si te desvelas, de un casamiento
harásme dos.
DAVO.—Yo, Pánfilo, esto te debo por razón de ser tu siervo: procurar, de
pies y manos, de día y de noche, tu provecho con riesgo de mi vida. Lo
que a ti te toca es perdonarme, si algo sucede al revés de mi esperanza.
¿No sale bien lo que hago? A lo menos hágolo con diligencia: si no,
busca tú mejor remedio y no hagas caso de mí.
PÁNFILO.—Eso quiero: tórname al punto en que me tomaste.
DAVO.—Sí haré.
PÁNFILO.—¡Pero de presto!
DAVO.—¡Chist!… ¡quieto; que ha sonado la puerta de Glicera!
ESCENA II
MISIS, PÁNFILO, CARINO, DAVO
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PÁNFILO.—Esto es tan cierto como el Oráculo de Apolo.[20] Si ello se
pudiere hacer de manera que mi padre no entienda que por mí ha dejado
de celebrarse el casamiento, bien está. Pero si no fuere posible, correré
hasta el riesgo de que entienda haber quedado por mí. (A Carino.) ¿Qué
tal te parezco?
CARINO.—Tan desdichado como yo.
DAVO.—Yo trazo un buen medio.
CARINO.—Hombre eres de valor.
PÁNFILO.— (A Davo con desdén.) Ya ¡proyectos…![21]
DAVO.—Yo te lo daré en verdad puesto por obra.
PÁNFILO.—Pues eso es menester.
DAVO.—Pues ya lo tengo.
CARINO.—¿Qué es ello?
DAVO.— (A Carino.) Para éste lo tengo, no para ti. No vale equivocarse.
CARINO.—Bástame eso.
PÁNFILO.—¿Qué vas a hacer, dime?
DAVO.—Todo el día temo que no me bastará para ponerlo por obra. Por eso
no pienses que estoy tan despacio ahora, para haberlo de contar. Por
tanto, idos vosotros de aquí; que me estáis estorbando.
PÁNFILO.—Yo voy a ver a Glicera.
DAVO.—¿Y tú?, ¿adónde te vas tú?
CARINO.—¿Quieres que te diga la verdad?
DAVO.—¡Vaya si lo quiero! (Aparte.) ¡Cuentecito tenemos!
CARINO.—¿Qué será de mí?
DAVO.—Dime, desvergonzado; ¿no te basta con ese poquillo de respiro que
te doy, entreteniéndole a este otro el casamiento?
CARINO.—Empero, Davo…
DAVO.—¿Qué empero?
CARINO.—Que la goce yo.
DAVO.—¡Donosa ocurrencia!
CARINO.—Procura venir a mi casa, si pudieres hacer algo.
DAVO.—¿A qué he de ir, si contigo nada tengo que…?
CARINO.—Pero, si algo…
DAVO.—¡Hala, que ya iré!
CARINO.—Si algo hubiere, en casa estaré.
ESCENA III
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DAVO, MISIS
ESCENA IV
MISIS, sola
MISIS.—¡Oh, soberanos dioses! ¡Y que sea verdad que no hay bien que dure
a nadie! ¡Parecíame a mí que este Pánfilo era el supremo bien de mi
señora, amigo, enamorado, marido aparejado para todo tiempo; y ahora,
mira qué disgustos tiene por él! Realmente que hay en esto más mal, que
bien en lo otro. Pero Davo sale. ¡Qué es esto, amigo, por tu vida! ¿Dó
vas con la criatura?
ESCENA V
DAVO, MISIS
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MISIS.—¿Qué es?
DAVO.—El padre de la desposada viene. Dejo el intento que tenía primero.
MISIS.—No sé qué te dices.
DAVO.—Yo también fingiré que vengo de hacia la mano derecha. Tú
procura corresponderme con tus palabras a las mías donde fuere
menester.
MISIS.—Yo no te entiendo lo que haces; pero si algo hay en que tengáis
necesidad de mi ayuda, o si tú más ves que yo, aguardaré, por no
estorbar vuestro provecho.
ESCENA VI
CREMES, MISIS, DAVO
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DAVO.—¿De dónde es? (Bajo.) Responde en alta voz, habla claro.
MISIS.—De nuestra casa.
DAVO.—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Qué maravilla que una ramera haga estas
desenvolturas?
CREMES.— (Aparte.) Criada de la Andriana debe ser ésta, a lo que entiendo.
DAVO.— (A Misis.) ¿Tan aparejados os parece que somos, para que así os
burléis de nosotros?
CREMES.— (Aparte.) A buen tiempo he venido.
DAVO.—¡Quítame de presto ese niño de la puerta! (Bajo.) ¡Quieta ahí, no te
muevas!
MISIS.—Los dioses te destruyan; que así me haces temblar cuitada.
DAVO.— (Alto a Misis.) ¿Hablo contigo, o con quién?
MISIS.—¿Qué quieres?
DAVO.—¿Eso me preguntas? Dime: ¿cuyo es este muchacho que aquí has
puesto? Acaba.
MISIS.—¿No lo sabes tú cuyo es?
DAVO.—Deja estar lo que yo sé, y respóndeme a lo que te pregunto.
MISIS.—Vuestro.
DAVO.—¿Cómo nuestro?
MISIS.—De Pánfilo.
DAVO.—¿Cómo es eso?, ¿de Pánfilo?
MISIS.—¡Qué!, ¿no lo es?
CREMES.— (Aparte.) Con razón he rehusado siempre yo este casamiento.
DAVO.—¡Oh infamia!
MISIS.—¿Por qué gritas?
DAVO.—¿No es éste el niño que yo vi traer ayer tarde a vuestra casa?
MISIS.—¡Hombre más atrevido!…
DAVO.—Sí; que yo vi venir a Cantara con un bulto.
MISIS.—Gracias a los dioses, pues se hallaron algunas matronas honradas
en el parto.
DAVO.—Pues no conoce ella bien a aquel, por quien urde todo esto. Sin
duda que diría: «Si Cremes viere el niño puesto delante de la puerta, no
dará su hija.» ¡Pues en verdad que la dará de mejor gana!
CREMES.— (Aparte.) En verdad que tal no hará.
DAVO.—Pues porque lo sepas, si no quitas de aquí este niño, yo le echaré en
mitad de la calle, y a ti con él te revolveré en el lodo.
MISIS.—¡Bah!, ¡tú no estás bueno!
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DAVO.—Un embuste de otro tira. Ya oigo susurrar que esta mujer
(Aludiendo a Glicera.) es ciudadana de Atenas.
CREMES.— (Aparte.) ¿Eh?
DAVO.—Y qué las leyes le obligarán a casarse con ella.
MISIS.—¡Ay, ay!, ¿pues no lo es?
CREMES.— (Aparte.) En un caso de reír he dado sin pensar.
DAVO.—¿Quién habla aquí? ¡Oh, Cremes: a tiempo llegas! Escucha.
CREMES.—Todo lo he ya oído.
DAVO.—¿Todo, todo?
CREMES.—Dígote que todo lo he oído desde el principio.
DAVO.—¿Que lo has oído, por tu vida? ¡Ah, cuánta maldad! Esta mujer
merece un gran castigo. (A Misis y señalando a Cremes.) Aquí tienes el
señor que yo te decía. No pienses que has de jugar con Davo.
MISIS.—¡Ay de mí, pobre! Te juro, buen anciano, que en todo dije la
verdad.
CREMES.—Ya sé todo el caso. ¿Está en casa Simón?
DAVO.—Sí.
ESCENA VII
DAVO, MISIS
ESCENA VIII
CRITÓN, MISIS, DAVO
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CRITÓN.— (Aparte.) En esta plaza me dijeron que moraba Crisis: la que
quiso más ganar aquí hacienda con infamia, que vivir en su tierra
honradamente con pobreza. Sus bienes me pertenecen a mí por ley de
parentesco.—Pero allá veo unos de quien podré informarme.—Estéis en
buena hora.
MISIS.—¡Cielos, qué veo! ¿No es éste Critón, el primo de Crisis? Él es.
CRITÓN.—¡Hola, Misis!, ¡salud!
MISIS.—¡Bien venido, Critón!
CRITÓN.—¿Conque la pobre Crisis…? ¡Ah!
MISIS.—¡Más cuitadas nosotras, que la hemos perdido!
CRITÓN.—¿Y vosotras?, ¿cómo lo pasáis por acá?, ¿os va bien?
MISIS.—¿Nosotras? según suele decirse, lo pasamos como podemos, ya que
no podemos como queremos.
CRITÓN.—¿Y Glicera? ¿Encontró al fin a sus padres?
MISIS.—Ojalá.
CRITÓN.—¡Qué!, ¿no aún? No he venido yo acá con buena estrella. Por mi
vida, que si tal supiese no pusiera jamás los pies en esta tierra. Porque
siempre esa muchacha ha sido tenida y reputada por hermana de Crisis;
los bienes de Crisis ella los posee: y que yo, forastero, me ponga ahora a
pleitear, cuán fácil y cuán provechoso me sea, por ejemplo de otros
puedo verlo. Fuera de que entiendo que ella tendrá ya a algún amigo y
valedor; porque ya era grandecilla cuando de allá vino. Daránme la
vaya, diciendo que soy un picapleitos, y que voy buscando herencias
con aire de mendigo. Además, yo no querría despojarla…
MISIS.—¡Oh, qué hermoso corazón el tuyo! ¡El mismo eres de siempre!
CRITÓN.—Llévame a su casa: ya que estoy aquí, quiero verla.
MISIS.—De muy buena voluntad.
DAVO.—Seguirélos. No quiero que en esta sazón me vea el viejo.
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ACTO QUINTO
ESCENA I
CREMES, SIMÓN
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SIMÓN.—¡Yo lo creo! ¡Como que Davo me había ya anunciado que iban a
hacer esa comedia! Quise decírtelo hoy, y no sé cómo se me fue de la
memoria.
ESCENA II
DAVO, CREMES, SIMÓN, DROMÓN
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CREMES.—¿Qué piensas que ha de hacer? Reñir con ella.
DAVO.—Antes, Cremes, quiero que entiendas de mí un caso extraño. No sé
qué viejo se ha venido ahora en este punto… (Indicando la casa de
Glicera.) Allí está, firme, resuelto. Si le miras al rostro, te parecerá
hombre de mucha cuenta, hombre severo y grave, y muy sincero en todo
lo que dice.
SIMÓN.—¿Qué historias nos traes tú?
DAVO.—¿Yo? ningunas más de lo que le he oído decir.
SIMÓN.—¿Qué dice, pues?
DAVO.—Que sabe que Glicera es natural de esta ciudad.
SIMÓN.— (Llamando a un siervo.) ¡Hola! ¡Dromón! ¡Dromón!
DAVO.—¿Qué vas…?
SIMÓN.—¡Dromón!
DAVO.—Óyeme.
SIMÓN.—¡Si añades una sola palabra…!—¡Dromón!
DAVO.—¡Óyeme, por merced!
DROMÓN.—¿Qué mandas?
SIMÓN.—Arrebátame a ése en un vuelo allá dentro, cuan ligero puedas.
DROMÓN.—¿A quién?
SIMÓN.—A Davo.
DAVO.—¿Por qué?
SIMÓN.—Porque quiero. Arrebátale digo.
DAVO.—¿Qué he yo hecho?
SIMÓN.—Arrebátale.
DAVO.—Si en cosa alguna hallares que he mentido, mátame.
SIMÓN.—No escucho razones. Yo te haré sudar.
DAVO.—¿Aunque esto sea verdad?
SIMÓN.—Aunque sea.—Tú procura tenerle bien atado: y ¿óyesme? átamele
de pies y de manos. ¡Hala! que yo te mostraré a ti, si no me muero, cuán
peligroso es engañar al amo, y a él el engañar a su padre.
CREMES.—¡Ah, no estés tan colérico!
SIMÓN.—¿Qué te parece, Cremes, del respeto de mi hijo? ¿No tienes
compasión de mí? ¡Que por un tal hijo pase yo tanto trabajo! ¡Ea,
Pánfilo! ¡Sal, Pánfilo! ¿De qué tienes empacho?
ESCENA III
PÁNFILO, SIMÓN, CREMES
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PÁNFILO.— (Saliendo de casa de Glicera.) ¿Quién me llama? (Viendo a
Simón.)—¡Perdido soy! ¡Mi padre!
SIMÓN.—¿Qué dices tú, el más…?
CREMES.—¡Ah! dile lo que hace al caso y deja aparte pesadumbres.
SIMÓN.—¿Qué se le puede a éste decir que sea pesadumbre? En fin, ¿qué
dices?, ¿que Glicera es ciudadana?
PÁNFILO.—Así lo dicen.
SIMÓN.—¿Así lo dicen? ¡Oh atrevimiento! ¡Mira si se para a pensar qué
responderá! ¡Mira si se corre del caso! ¡Mira si en su rostro hay siquiera
un leve signo de vergüenza! ¡Y que sea de tan abatidos pensamientos,
que contra la costumbre y ley de la ciudad, y contra la voluntad de su
padre, con todo eso desee tenerla a ésta (Alude a Glicera.) con tan gran
infamia!
PÁNFILO.—¡Pobre de mí!
SIMÓN.—¿Ahora, tan tarde, das en la cuenta de eso, Pánfilo? Entonces,
entonces lo habías tú de mirar, cuando inclinaste tu voluntad a hacer de
cualquier modo lo que te diese gusto: aquel día te cuadró
verdaderamente ese vocablo. Pero ¿qué hago yo? ¿Por qué me
atormento? ¿Por qué me aflijo? ¿Por qué fatigo mis canas por este loco?
¿Para qué lloro yo los daños de sus yerros? Pero, en fin, que la tenga y
se huelgue y viva con ella.
PÁNFILO.—¡Padre mío!
SIMÓN.—¿Qué padre mío? ¡Cómo si tú tuvieses necesidad de este padre! Ya
tú te has hallado casa, mujer e hijos, a pesar de tu padre, y has traído
quien diga que es hija de esta ciudad: buen provecho te haga.
PÁNFILO.—Padre, ¿me darás licencia para decir dos palabras?
SIMÓN.—¿Qué me has de decir tú a mí?
CREMES.—Óyele con todo eso, Simón.
SIMÓN.—¿Que yo le oiga? ¿Qué le tengo yo de oír, Cremes?
CREMES.—Déjale, en fin, que hable.
SIMÓN.—Hable, yo le dejo.
PÁNFILO.—Yo, padre mío, confieso que amo a esta mujer; y si esto es errar,
también confieso mi yerro. En tus manos, padre, me entrego; échame
cualquier carga, mándame. ¿Quieres que me case? ¿Quieres que deje a
esa mujer? Sufrirélo como pueda. Sólo esto te pido de merced: que no
creas que yo he traído aquí este viejo: déjame disculparme y traerle aquí
delante.
SIMÓN.—¿Traerle?
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PÁNFILO.—¡Dame licencia, padre!
CREMES.—Lo justo pide: dásela.
PÁNFILO.—Hazme esta merced.
SIMÓN.—Concedida. Por todo paso, Cremes; sólo yo no entienda que éste
me engaña.
CREMES.—A un padre, por un grave delito, bástele un castigo moderado.
ESCENA IV
CRITÓN, CREMES, SIMÓN, PÁNFILO
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CRITÓN.— (Enojado.) ¡Cómo!
CREMES.—Éste siempre fue así, Critón; no le hagas caso.
CRITÓN.—Séase quien se quisiere; que si él prosigue a decirme lo que
quiere, él oirá de mí lo que no quiera. ¿Yo trato de eso, ni tengo cuenta
con ello? ¿Por qué no tomarás tú tu daño con paciencia? Porque si lo
que yo digo es verdad o mentira, presto se puede saber. Habrá años que
un vecino de esta ciudad naufragó junto de Andros, y a par de él esa
tierna doncella. Entonces el náufrago recogióse por casualidad en casa
del padre de Crisis.
SIMÓN.—El cuento comienza.
CREMES.—Calla.
CRITÓN.—¿De esa manera se atraviesa?
CREMES.—Prosigue.
CRITÓN.—El que entonces le recogió en su casa era deudo mío, y allí oí yo
decir al náufrago, que era ciudadano de Atenas. El cual murió en
Andros.
CREMES.—¿Su nombre?
CRITÓN.—¿Tan presto su nombre? Fania.
CREMES.—¡Ay de mí!
CRITÓN.—Fania se llamaba, si no estoy equivocado. Lo que sé de cierto es
que decía ser del barrio Ramnusio.
CREMES.—¡Oh, Júpiter!
CRITÓN.—Esto mismo, Cremes, oyeron entonces otros muchos en Andros.
CREMES.—Ojalá sea lo que yo confío. Dime por tu vida, Critón, ¿decía él
entonces si era hija suya la doncella?
CRITÓN.—No era suya.
CREMES.—¿Cúya, pues?
CRITÓN.—De un hermano suyo.
CREMES.—No hay duda; ¡es mi hija!
CRITÓN.—¿Qué me dices?
SIMÓN.—¿Es posible…?
PÁNFILO.— (Aparte.) ¡Aplica el oído. Pánfilo!
SIMÓN.—¿Por dónde lo crees?
CREMES.—Aquel Fania fue hermano mío.
SIMÓN.—Muy bien le conocí, y lo sé.
CREMES.—El cual, huyendo de aquí por miedo de la guerra, fueme a buscar
al Asia. Entonces no se atrevió a dejar la niña aquí. Después acá, éstas
son las primeras nuevas que tengo. ¿Qué se hizo de él?
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PÁNFILO.—Apenas estoy en mí, según fue grande la alteración que me
causó en el alma temor, esperanza, gozo, por una maravilla tan grande,
por un bien tan repentino.
SIMÓN.—Por muchas razones me huelgo ciertamente de que esta moza
resulte ser tu hija.
PÁNFILO.—Bien lo creo, padre.
CREMES.—Pero aun me queda una duda, que me da harta pena.
PÁNFILO.—Digno eres de ser aborrecido con tantos escrúpulos: ¿en el junco
buscas nudo?
CRITÓN.—¿Y qué es la duda?
CREMES.—Que el nombre de la moza no concuerda.
CRITÓN.—Otro tuvo, siendo niña.
CREMES.—¿Cuál, Critón? ¿No te acuerdas?
CRITÓN.—Pensándolo estoy.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¿Por qué he yo de permitir que la poca memoria de
este hombre estorbe mi contento, pues que yo puedo en esto dar
remedio? No lo permitiré. (Alto.) Cremes, el nombre que tú pides es
Pasíbula.
CRITÓN.—¡Ésa, ésa es!
CREMES.— ¡Ésa es!
PÁNFILO.—Mil veces se lo he oído decir a ella misma.
SIMÓN.—Debes creer, Cremes, que todos nos holgamos de esto.
CREMES.—Así los dioses me sean propicios, como yo lo creo.
PÁNFILO.—¿Pues qué falta ya, padre?
SIMÓN.—Rato ha que el caso mismo me ha reconciliado.
PÁNFILO.—¡Oh, padre excelente! Cuanto a la mujer, Cremes gusta que yo la
tenga, como la he tenido.
CREMES.—Harta razón hay, si tu padre no dice otra cosa.
PÁNFILO.—Lo mismo.
SIMÓN.—Sí, por cierto.
CREMES.—En dote, Pánfilo, te prometo diez talentos.
PÁNFILO.—Acepto.
CREMES.—Yo corro a abrazar a mi hija. ¡Eh, Critón! ven conmigo, porque
entiendo que ella no me debe conocer.
SIMÓN.—¿Por qué no la mandas pasar a nuestra casa?
PÁNFILO.—Bien dices; a Davo le daré ese cargo.
SIMÓN.—No puede.
PÁNFILO.—¿Cómo no?
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SIMÓN.—Porque tiene otra cosa que hacer que más le toca y pesa más.
PÁNFILO.—¿Y qué es ella?
SIMÓN.—Que está atado.
PÁNFILO.— (En tono suplicante.) ¡Padre, no está bien atado![23]
SIMÓN.—Pues no es eso lo que yo mandé.
PÁNFILO.—Hazme merced de mandarle soltar.
SIMÓN.—Sea.
PÁNFILO.—Ve de presto.
SIMÓN.—Voy allá.
PÁNFILO.—¡Oh día próspero y alegre!
ESCENA V
CARINO, PÁNFILO
ESCENA VI
DAVO, PÁNFILO, CARINO
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PÁNFILO.—Y yo también.
DAVO.—Como suele acaecer de ordinario, primero supiste tú mi mal que yo
el bien que a ti te ha sucedido.
PÁNFILO.—Mi Glicera ha encontrado ya sus padres.
DAVO.—¡Oh, qué bien!
CARINO.— (Aparte.) ¿Eh?
PÁNFILO.—Su padre es muy grande amigo nuestro.
DAVO.—¿Quién…?
PÁNFILO.—Cremes.
DAVO.—¡Oh, qué bien te explicas!
PÁNFILO.—Y presto, en la hora, heme de casar con ella.
CARINO.— (Aparte.) ¿Es que sueña lo que deseó despierto?
PÁNFILO.—¿Y el niño, Davo?
DAVO.—No pienses en él; que él solo es a quien quieren bien los dioses.
CARINO.— (Aparte.) Salvo soy, si esto es verdad: hablarle quiero.
PÁNFILO.—¿Quién es?—¡Oh, Carino, vienes al mejor tiempo del mundo!
CARINO.—¡Oh, qué buen suceso!
PÁNFILO.—¿Cómo?, ¿ya has oído…?
CARINO.—Todo. ¡Ea! acuérdate de mí en la prosperidad. Tú tienes ahora a
Cremes de tu mano: yo sé que él hará todo lo que tú quisieres.
PÁNFILO.—Ya estoy en el caso. Pero hay para rato, si esperamos a que él
salga. Vente conmigo por aquí; que está ahora allá dentro con Glicera.
Tú, Davo, ve a casa; corre y llama quien la lleve de aquí. (Indicando la
casa de Glicera.) ¿Por qué te paras?, ¿por qué te detienes?
DAVO.—Ya voy. (A los espectadores.) No aguardéis que salgan acá fuera:
dentro se harán los desposorios. Si algo hay que quede por hacer, dentro
se concluirá.— ¡Aplaudid!
FIN DE
«LA ANDRIANA»
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EL EUNUCO
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PERSONAS
ESTRATÓN.
SIMALIÓN.
DONACE.
SIRISCO.
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PRÓLOGO
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honradas, malas rameras, un truhán comilón, un soldado fanfarrón, niños
sustituidos, esclavos que engañan a los viejos, el amor, el odio, la sospecha?
En fin, nada hay ya que primero no esté dicho. Por lo cual es bien que
vosotros atendáis estas razones y permitáis que los poetas noveles hagan lo
que hicieron los antiguos. Dadnos favor y oídnos con silencio, para que
entendáis qué os representa El Eunuco.
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ACTO PRIMERO
ESCENA I
FEDRO, PARMENÓN
FEDRO.—¿Pues qué haré? ¿Será bien que vaya ahora que ella de su voluntad
me llama, o será mejor que me esfuerce a no sufrir afrentas de rameras?
Echóme y ahora me torna a llamar: ¿volveré? No, así me lo ruegue.
PARMENÓN.—A fe, a fe que si tú pudieses hacer eso, nada mejor ni más
propio de un hombre. Pero si lo emprendes y no perseveras en ello
firmemente, cuando no pudiéndolo tú sufrir, sin llamarte nadie y sin
hacer las paces, vinieres a su casa mostrando que la amas y que no
puedes soportar su ausencia, acabado has, no hay más que hacer,
perdido eres. Burlarse ha de ti cuando te sintiere rendido.
FEDRO.—Por tanto, tú, ahora que es tiempo, míralo muy bien.
PARMENÓN.—Señor, cuando la cosa en sí no tiene consejo, ni manera
ninguna, nadie puede regirla ni tratarla con consejo. En el amor hay
todas estas faltas: agravios, sospechas, enemistades, treguas, guerras,
luego paces. Quien cosas tan inciertas pretendiese regirlas con razón
cierta, sería como quien quisiese hacer el loco con buen seso. Y todo
eso que tú ahora piensas entre ti, muy colérico y airado: «¿Yo… a una
mujer que al otro… que a mí… que no…? ¡Poco a poco; más quiero
morir! Ya verá quién soy yo»; todas estas palabras las pagará ella, a
buena fe, con una falsa lagrimilla, que, a fuerza de restregarse los ojos,
hará ella salir por fuerza, y te acusarás a ti mismo, y tú voluntariamente
le darás de ti entera venganza.
FEDRO.—¡Oh, qué, indignidad! Ahora entiendo yo cuán gran bellaca es ella,
y yo cuán mísero; y me enfado, y me abraso en su amor, y a sabiendas,
en mi juicio, vivo, y viéndolo yo, me pierdo, y no sé qué me haga.
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PARMENÓN.—¿Qué has de hacer, sino, pues estás cautivo, rescatarte por lo
menos que pudieres; y si no pudieres por poco, por lo que pudieres, y no
afligirte?
FEDRO.—¿Eso me aconsejas?
PARMENÓN.—Sí, si eres cuerdo. Y que no añadas más pesadumbres a las
que el mismo amor se trae consigo, y que las que él trae, las sufras con
valor. (Indicando a Tais, que en este momento sale de su casa.) Pero
hela dónde sale la piedra de nuestra granja; pues lo que nosotros
habíamos de medrar ella lo rapa.
ESCENA II
TAIS, FEDRO, PARMENÓN
TAIS.— (Sin verlos.) ¡Desdichada de mí! ¡Qué recelo tengo no haya sentido
mucho Fedro el no haberle ayer dejado entrar en casa, y no lo haya
tomado a otro fin del que yo lo hice!
FEDRO.— (A Parmenón.) Todo estoy temblando, Parmenón, y erizado
después que he visto a ésta.
PARMENÓN.—Ten buen corazón, y allégate a este fuego, que tú te calentarás
más de la cuenta.
TAIS.—¿Quién habla aquí? ¡Ay, Fedro, alma mía!, ¿aquí estabas tú?, ¿por
qué te parabas?, ¿por qué no entrabas sin llamar?
PARMENÓN.— (Aparte.) Pero del no haberle admitido, ni palabra.
TAIS.—¿Por qué no me respondes?
FEDRO.— (Con ironía.) Sí, por cierto;[29] pues tu puerta me está siempre
abierta; en tu casa yo soy el más cabido.
TAIS.—Déjate ahora de eso.
FEDRO.—¿Qué dejar? ¡Oh Tais, Tais!, ¡ojalá tú y yo corriésemos parejas en
el amor, y fuésemos iguales en que, o tú sintieses esto como yo lo
siento, o a mí no se me diese nada de lo que tú has hecho!
TAIS.—¡No te atormentes, te ruego, alma mía, mi Fedro! que, en buena fe,
no lo hice por amar ni querer a otro más que a ti, sino que se ofreció así
el caso y no se pudo evitar.
PARMENÓN.—Yo creo que de tanto quererle, como sueles, le echaste a la
calle. ¡Pobrecita!
TAIS.—¡Ay, Parmenón!, ¿y con ésas me vienes? ¡Corriente! (A Fedro.) Pero
óyeme a qué fin te mandé llamar aquí.
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FEDRO.—Sea.
TAIS.—Dime, cuanto a lo primero, ¿este mozo puede callar?
PARMENÓN.—¿Yo? Muy bien. Pero mira, con tal condición te lo prometo,
que lo que entiendo ser verdad lo callo y lo retengo muy bien; pero si es
cosa falsa o vana o fingida, luego la digo. Por tanto, si tú quieres que yo
calle, di verdad.
TAIS.—Mi madre era de Samos y vivía en Rodas.
PARMENÓN.—Callarse puede esto.
TAIS.—Un mercader regalóle allí una muchacha que había sido robada en
tierra de Atenas.
FEDRO.—¿Ciudadana?
TAIS.—Pienso que sí: cosa cierta no sabemos. A su padre y a su madre ella
nombrábalos; mas su tierra y las demás señas, ni las sabía, ni tenía aún
años para ello. Decía el mercader que de los corsarios de quien la había
comprado, había entendido que la habían robado de Sunio. Mi madre,
así que la recibió, comenzó a enseñarle cuidadosamente toda cosa y
criarla con la misma diligencia que si fuera su hija propia. Los más
creían que era hermana mía. Yo, con aquel con quien sólo tenía
entonces amores, que era un forastero, víneme aquí; el cual me dejó
todo esto que poseo.
PARMENÓN.—Lo uno y lo otro es mentira: fuera saldrá.
TAIS.—¿Cómo mentira?
PARMENÓN.—Porque ni tú te tenías por contenta con uno, ni él solo te lo
dio; que mi amo ha traído también a tu casa buena y grande parte.
TAIS.—Así es; pero déjame venir a lo que quiero. En esto, el soldado, que
había comenzado a ser mi galán, fuese a Caria. Entonces te conocí, y
bien sabes tú después acá cuán en mis entrañas te tengo, y cómo fío de ti
todos mis secretos.
FEDRO.—Tampoco lo callará eso Parmenón.
PARMENÓN.—¿Qué hay que dudar en ello?
TAIS.—Óyeme, por mi amor. Mi madre murió allí poco ha. Su hermano es
algo codicioso del dinero; y como vio la moza de buena gracia, y que
sabía tañer, confiando sacar de ella dinero, pónela luego en venta, y
véndela. Por fortuna estaba casualmente allí mi amigo el capitán, y
compróla para regalármela, sin saber nada de estas cosas y sin tener de
ello noticia. Ahora ha venido, y como ha sentido que también contigo
tengo trato, busca muy de veras achaques para no dármela. Dice que si
él estuviese seguro de que yo le querré más que a ti, y no temiese que en
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teniéndola en mi poder, le deje, holgaría de dármela; pero que se recela
de esto. Aunque, a lo que yo sospecho, él ha puesto su afición en la
doncella.
FEDRO.—¿Ha pasado más adelante?
TAIS.—No; estoy bien informada. Ahora, amor mío, hay muchas razones
por donde yo deseo atrapársela. Primeramente, por haber sido tenida por
hermana mía. Además, por restituirla y volverla a sus deudos. Soy
mujer sola; no tengo aquí ni amigo ni pariente, y por esto, Fedro, querría
con esta buena obra ganar algunos amigos. Ayúdame tú, por mi amor,
para que mejor se haga. Deja que por unos pocos días sean del capitán
las primeras veces en mi casa. ¿No me respondes?
FEDRO.—¡Malvada!, ¿qué he de responderte yo con esos hechos?
PARMENÓN.—¡Oh, mi señor, muy bien! Al fin escocióte; eres todo un
hombre.
FEDRO.—¡Como si yo no supiera dónde ibas a parar! Robáronla de aquí
pequeña; crióla mi madre como hija propia; fue tenida por hermana
mía; deseo quitársela por volverla a sus deudos… Todas tus razones
vienen a parar en que yo soy el despedido, y el otro el recogido. ¿Y por
qué, si no porque le quieres más que a mí, y te recelas que esa que ha
traído te quite un tal amigo?
TAIS.—¿Yo me recelo de eso?
FEDRO.—¿Pues qué otra cosa te da pena? Di, ¿por ventura sólo él te hace
presentes? ¿Has visto jamás que en cosa que a ti te tocase haya sido
escasa mi liberalidad? Cuando me dijiste que deseabas una negra de
Etiopía, ¿no lo dejé todo y la busqué? Dijísteme luego que querías un
eunuco, porque no le tienen sino las reinas; hele habido. Ayer di por
ambos esclavos veinte minas.[30] Y con haberme tú tenido en poco, no
me he olvidado de ti; y en pago de todo esto me desdeñas.
TAIS.—No más, amor mío, Fedro; que, aunque deseo quitársela, y por esta
vía entiendo que se pudiera hacer fácilmente, con todo eso, por no
enojarte, haré lo que tú mandes.
FEDRO.—Ojalá tú dijeses de corazón y con verdad eso de por no enojarte;
que si yo creyese que lo dices con llaneza, a todo me pondría.
PARMENÓN.— (Aparte.) Ya cae; ¡qué presto le ha vencido con una
palabrilla!
TAIS.—¡Ay, triste de mí!, ¿y no lo digo yo de corazón? ¿Qué cosa me has
pedido, aun en burlas, que no la hayas alcanzado? Y yo no puedo
recabar de ti que me concedas siquiera dos días.
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FEDRO.—¡Si no fuesen más de dos!… Pero temo que esos dos días se me
vuelvan veinte.
TAIS.—No serán en buena fe más de dos, o…
FEDRO.—¿O…? no escucho más.
TAIS.—No serán más; hazme solamente esta merced.
FEDRO.—En fin, ha de ser lo que tú quieres.
TAIS.—Con razón te quiero mucho. Muy bien haces.
FEDRO.—Yo me iré a la granja, y me afligiré estos dos días. Resuelto estoy.
Debemos complacer a Tais. Tú, Parmenón, haz que aquéllos (Aludiendo
a los dos esclavos.) se traigan.
PARMENÓN.—¡A maravilla!
FEDRO.—Tais, pásalo bien estos dos días.
TAIS.—Y tú, mi Fedro. ¿Mandas otra cosa?
FEDRO.—Lo que yo quiero es que estando presente con ese soldado, estés
ausente de él; de día y de noche me ames; me desees, me sueñes, me
aguardes, pienses en mí, en mí confíes, conmigo te huelgues, toda estés
conmigo; finalmente, haz que tu corazón sea todo él mío, pues el mío es
todo tuyo.
ESCENA III
TAIS
TAIS.—¡Cuitada de mí! éste por ventura fía poco de mí, y me juzga por las
condiciones de las demás. Mas yo, que me conozco, sé de cierto que en
nada le he mentido, y que en mi corazón no hay cosa más querida que
mi Fedro, y que lo que he hecho, lo he hecho por la doncella. Porque
casi casi pienso que he hallado ya a su hermano, que es un mancebo muy
principal, el cual me ha prometido venir hoy a verme. Voyme, pues, a
casa, y allí le aguardaré hasta que venga.
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ACTO SEGUNDO
ESCENA I
FEDRO, PARMENÓN
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PARMENÓN.—Velarás cansado, y será mayor el daño.
FEDRO.—¡Bah! tú no sabes lo que dices, Parmenón. En verdad que tengo de
echar de mí esta flaqueza de ánimo: gran regalón soy. ¡Cómo! ¿No me
pasaré yo sin ella, si es menester, aun tres días enteros?
PARMENÓN.—¡Huy! ¡Tres días enteros! Mira lo que dices.
FEDRO.—Resuelto estoy.
ESCENA II
PARMENÓN
ESCENA III
GNATÓN con una esclava, PARMENÓN
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nada, nada me falta.—Pero yo, cuitado, dice él, ni puedo sufrir que se
rían de mí, ni que me den palos.—¿Cuánto piensas tú, le digo, que se
gana por ahí de esa manera? Muy engañado estás. Un tiempo, los
parásitos tenían de comer por esos medios: allá en los siglos pasados.
Pero ésta es una nueva manera de cazar. Yo soy el primero que he
hallado este camino. Hay una casta de gentes que presumen de ser en
todo los principales, aunque no lo son. Éstos son muy hombres: a éstos
no les doy yo lugar que se rían de mí; pero complázcoles
voluntariamente y precio mucho sus habilidades; alabo cuanto dicen, y
si lo contradicen, alábolo también. Si dice uno no, yo digo también no; y
si dice sí, digo sí. Finalmente, heme propuesto lisonjearlos en todo; que
esto es hoy día lo que da más ganancia.»
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Qué hombre tan donoso! Éste realmente hace de
un necio un loco rematado.
GNATÓN.—Yendo así parlando, llegamos a la carnicería. Sálenme a recibir
muy alegres todos los pasteleros, los atuneros, los carniceros, los
cocineros, los morcilleros, los pescadores, los cazadores, a quienes yo
en mi prosperidad, y aun después de ella, he valido y valgo muchas
veces. Salúdanme, convídanme a cenar, danme la bienvenida. Cuando
aquel pobre hambriento me vio puesto en tanta honra y que con tanta
facilidad ganaba de comer, comienza a suplicarme que le diese licencia
para aprender de mí aquella habilidad. Mandéle que me siguiese, por
ver si así como las sectas de los filósofos toman de ellos los nombres y
apellidos, así también habría truhanes que se llamasen los Gnatónicos.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Miren lo que hace la ociosidad y el comer a costa
ajena!
GNATÓN.—Pero mucho me detengo en llevar esta moza a casa de Tais y
rogarle que se venga a cenar. Mas a Parmenón, el criado de nuestro
competidor, veo triste delante de la puerta de Tais. Salvos somos: mal
les va aquí a éstos. Cierto que he de burlarme un poco de este fanfarrón.
PARMENÓN.— (Aparte.) Éstos, con el agasajo, piensan que queda ya por
suya Tais.
GNATÓN.—Gnatón besa las manos de su muy gran señor y amigo
Parmenón. ¿De qué se trata?
PARMENÓN.—De estar aquí.
GNATÓN.—Ya lo veo; ¿pero ves algo aquí que no quisieras?
PARMENÓN.—A ti.
GNATÓN.—Lo creo. ¿Pero ves otra cosa?
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PARMENÓN.—¿Por qué lo dices?
GNATÓN.—Porque estás triste.
PARMENÓN.—No, por cierto.
GNATÓN.—Ni lo estés. ¿Qué te parece esta esclava? (Mostrándola.)
PARMENÓN.—No es mala, en verdad.
GNATÓN.— (Aparte.) El hombre se quema.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Cómo se engaña!
GNATÓN.— (Con sorna.) ¡Pues qué!, ¿tan agradable piensas tú que le será a
Tais este presente? (Aludiendo a la esclava.)
PARMENÓN.—Lo que con eso me dices, es que ya nosotros estamos fuera de
esta casa. ¡Mira, Gnatón, que todas las cosas tienen su mudanza!
GNATÓN.—En todos estos seis meses, Parmenón, te haré que descanses, y
que no andes corriendo de acá para allá, ni hayas de estar despierto
hasta que amanezca. ¿No te parece que te hago dichoso?
PARMENÓN.—¿A mí? (Irónico.) ¡Oh!
GNATÓN.—Así me porto yo con los amigos.
PARMENÓN.—Muchas gracias.
GNATÓN.—Tal vez te detengo. ¿Ibas por ventura a alguna parte?
PARMENÓN.—¿Yo? a ninguna.
GNATÓN.—Entonces préstame un pequeño servicio: haz que me dejen entrar
allá. (Indicando la casa de Tais.)
PARMENÓN.—¡Bah, bah! Tú tienes ahora franca la puerta, porque traes a
ésa.
GNATÓN.— (Con ironía.) ¿Quieres llamar a alguno? Yo le mandaré salir
acá. (Éntrase en casa de tais.)
PARMENÓN.— (Continuando.) Deja tú pasar estos dos días; que yo haré que
tú, que ahora muy triunfante abres esas puertas con un dedo, las quieras
abrir a coces y no puedas.
GNATÓN.— (Saliendo de casa de Tais.) ¿Aun estás aquí, Parmenón? ¿Has
quedado acaso por guarda, porque no venga algún alcahuete de secreto a
Tais de parte del soldado, eh?
PARMENÓN.— (Irónico.) ¡Agudo dicho!, ¿qué extraño es que al soldado le
guste tanta sal?—Mas hacia acá veo venir al hijo menor de mi amo.
Maravíllame cómo se ha venido de Pireo, estando allí por mandado de
la ciudad de centinela. Algo pasa. Y viene corriendo; no sé qué mira a la
redonda.
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ESCENA IV
QUEREA, PARMENÓN
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QUEREA.—Tiene un rostro peregrino.
PARMENÓN.—¡Hola!
QUEREA.—Un color sano, un cuerpo macizo y lleno de vida.
PARMENÓN.—¿Qué años?
QUEREA.—¿Años? diez y seis.
PARMENÓN.—La misma flor.
QUEREA.—Ésta me la has de haber tú, o por fuerza o por maña o por dinero;
que a mí todo me es uno con tal que yo la goce.
PARMENÓN.—¿Y la doncella, cúya es?
QUEREA.—No sé en verdad.
PARMENÓN.—¿De dónde es?
QUEREA.—Tampoco lo sé.
PARMENÓN.—¿Dónde mora?
QUEREA.—Ni eso sé.
PARMENÓN.—¿Dó la viste?
QUEREA.—En la calle.
PARMENÓN.—¿Cómo la perdiste de vista?
QUEREA.—De eso, cabalmente, venía ahora mohino conmigo mismo; que
no creo que hay hombre a quien más contrarias les sean todas las buenas
venturas.
PARMENÓN.—¿Qué desgracia es ésa?
QUEREA.—¡Perdido soy!
PARMENÓN.—¿Pues qué te pasa?
QUEREA.—¿Qué? ¿Conoces a Arquidémides pariente de mi padre, y de sus
años?
PARMENÓN.—¿Cómo no?
QUEREA.—Éste, viniendo yo tras la doncella, se topó conmigo.
PARMENÓN.—Fue un contratiempo, en verdad.
QUEREA.—No, sino desgracia; que contratiempos, Parmenón, otras cosas
son las que se han de llamar. Juramento podría hacer que ha bien seis
meses o siete que yo no le había visto hasta ahora, cuando menos lo
quisiera y menos lo había menester. (Indignado.) ¡Ah! ¿No te parece
esto increíble? ¿Qué me dices?
PARMENÓN.—¡Increíble!
QUEREA.—Al verme, desde lejos viénese hacia mí corcovado, temblando,
con los labios caídos, gimiendo, y díceme: «¡Hola!, ¡hola, Querea! ¡A ti
digo!» Paréme. «¿Sabes lo que te quiero?—Di.— Que tengo mañana un
pleito.— ¿Qué más?—Que le digas sin falta a tu padre que se acuerde
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de venir mañana a ser mi valedor.» El decirme esto le costó una hora.
Pregúntole si mandaba otra cosa: «No más», dice, y yo voyme. Cuando
miré por mi doncella, ella, entretanto, habíase entrado aquí, en nuestra
plaza.
PARMENÓN.— (Aparte.) Milagro será que no hable de ésta que ahora le han
presentado a Tais.
QUEREA.—Cuando llego aquí, ya no estaba.
PARMENÓN.—¿Llevaba la doncella alguna compañía?
QUEREA.—Sí; un truhán con una moza.
PARMENÓN.— (Aparte.) ¡Ella es! (A Querea.) Descuidar puedes. No te
fatigues; es negocio concluido.
QUEREA.—Tú no estás en lo que digo.
PARMENÓN.—Sí estoy, en verdad.
QUEREA.—¿Sabes quién es? Dímelo, o si la has visto.
PARMENÓN.—La he visto y la conozco y sé dónde la han llevado.
QUEREA.—¡Oh, hermano Parmenón!, ¿que la conoces?
PARMENÓN.—Sí.
QUEREA.—¿Y sabes dónde está?
PARMENÓN.—A casa de la ramera Tais la han traído, y a ella se la han
regalado.
QUEREA.—¿Quién es tan poderoso para hacer un tal presente?
PARMENÓN.—El soldado Trasón, el rival de Fedro.
QUEREA.—Mal competidor tiene mi hermano.
PARMENÓN.—Pues si supieses qué presente tiene él en contra de ése, mejor
lo dirías.
QUEREA.—¿Cuál, por tu vida?
PARMENÓN.—Un eunuco.
QUEREA.—¿Cuál? ¿Aquel hombre feo que ayer compró, viejo y mujer?
PARMENÓN.—Ese mismo.
QUEREA.—A él y a su presente les darán con la puerta en las narices. Pero
no sabía yo que esa Tais era vecina nuestra.
PARMENÓN.—Ha poco que lo es.
QUEREA.—¡Oh, pobre de mí! ¡Y que yo no la haya visto nunca…! Pero
dime, ¿es tan hermosa como dicen?
PARMENÓN.—Sí.
QUEREA.—¡Pero no tendrá que ver con ésta mía! (Alude a la doncella que
se le ha perdido de vista.)
PARMENÓN.—Otra cosa es.
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QUEREA.—Parmenón amigo, ruégote que hagas cómo yo goce de ella.
PARMENÓN.—Lo haré con diligencia: yo lo procuraré, y te ayudaré.
¿Mandas algo más?
QUEREA.—¿Dónde vas ahora?
PARMENÓN.—A casa: a llevar a Tais esos esclavos (El eunuco y la negra.)
como tu hermano lo mandó.
QUEREA.—¡Oh!, ¡dichoso eunuco, que en tal casa va a entrar!
PARMENÓN.—¿Cómo así?
QUEREA.—¿Eso me preguntas? Verá siempre en casa una compañera de
muy hermoso rostro; hablará con ella; estará en una misma casa; comerá
algunas veces con ella, y aun algunas veces dormirá cabe ella.
PARMENÓN.—¿Y si fueses tú el afortunado?
QUEREA.—¿De qué manera, Parmenón? Dímelo.
PARMENÓN.—Vistiéndote tú las ropas del eunuco.
QUEREA.—¿Sus ropas? ¿Y qué más?
PARMENÓN.—Yo te llevaré en su lugar.
QUEREA.—¡Ya!
PARMENÓN.—Y diré que eres él.
QUEREA.—Entiendo.
PARMENÓN.—De suerte que goces tú de aquellos bienes que decías ahora
que él gozaría; comas con ella, estés, juegues con ella, la toques,
duermas cerca de ella: pues allí nadie te conoce, ni sabe quién tú eres.
Además de esto, tu rostro y años son tales, que pasarás fácilmente por
eunuco.
QUEREA.—Muy bien has dicho: en mi vida vi dar mejor consejo. ¡Ea!
vamos allá dentro. Vísteme luego; llévame de aquí; llévame lo más
presto que puedas. (Empuja a Parmenón.)
PARMENÓN.—¿Qué haces? Que burlando lo decía.
QUEREA.—¿Burlaste de mí? (Ase de Parmenón con violencia.)
PARMENÓN.—¡Perdido soy! ¡Pobre de mí!, ¿qué hice yo? ¿A dó me
empujas? ¡Cata que me vas a derribar! ¡A ti digo! ¡Espera!
QUEREA.—Vamos.
PARMENÓN.—¿Aún prosigues?
QUEREA.—Estoy decidido.
PARMENÓN.—Cata que es negocio demasiado caliente.
QUEREA.—No, en verdad: déjame hacer.
PARMENÓN.—Al cabo sobre mis costillas molerán el trigo.[33]
QUEREA.—¡Bah!
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PARMENÓN.—Gran bellaquería hacemos.
QUEREA.—¿Bellaquería es ir a casa de una ramera, y darles el pago a
aquellas que son nuestros verdugos, y nos tienen en poco a nosotros y a
nuestros pocos años, y nos dan mil maneras de tormentos; y engañarlas
como ellas nos engañan? ¿Parécete que sería mejor urdir engaños a mi
padre? Esto lo tendrán por malo todos los que lo sepan, y esotro lo
darán por muy bien hecho.
PARMENÓN.— (Accediendo a duras penas.) ¡Corriente! Si determinado estás
a hacerlo, hazlo; pero después no me cargues a mí la culpa.
QUEREA.—No.
PARMENÓN.—¿Mándasmelo?
QUEREA.—Yo te lo mando, te lo ordeno y te obligo. Nunca me retractaré de
haber usado de esta autoridad. Sígueme.
PARMENÓN.—Los dioses nos den próspero suceso.
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ACTO TERCERO
ESCENA I
GNATÓN, TRASÓN, PARMENÓN
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TRASÓN.—¡Oh! él es así, un hombre que trata con muy pocos.
GNATÓN.—Mejor dirás con ninguno, a mi parecer, si sólo contigo vive.
TRASÓN.—Todos me tenían envidia, y me roían en secreto; pero yo no los
estimaba a todos en un pelo. Y ellos, a tenerme extraña envidia; pero
sobre todos uno, a quien el rey había hecho coronel de los elefantes de
la India. Como este comenzó a serme más pesado, díjele: —Dime,
Estratón, ¿haces tanto del bravo porque tienes mando sobre las bestias?
GNATÓN.—Gracioso dicho en verdad, y sabiamente dicho: ¡oh!,
¡degollástele!, ¿y él que te respondió?
TRASÓN.—Quedó mudo.
GNATÓN.—¿Cómo no?
PARMENÓN.— (Aparte y aludiendo a Trasón.) ¡Soberanos dioses!, ¡qué
cabeza tan miserable y tan perdida! (Indicando a Gnatón.) Y aquel otro
¡cuán gran bellaco!
TRASÓN.—Y bien: ¿nunca te he contado, Gnatón, cómo te toqué a uno de
Rodas en un convite?
GNATÓN.—Nunca. Pero cuéntamelo, por tu vida. (Aparte.) Más se lo he
oído de mil veces.
TRASÓN.—Estaba este mancebillo de Rodas que te digo juntamente
conmigo en el convite, y yo por casualidad tenía allí una pendanga. Él
comenzó a burlar con ella y mofar de mí. Dígole yo:—¿Qué es eso,
sinvergüenza? ¿Siendo tú la misma liebre, buscas carne de la pulpa?
GNATÓN.—¡Ja, ja, je!
TRASÓN.—¿Qué tal?
GNATÓN.—Gracioso, gustoso, delicado dicho: no hubo más que pedir. ¿Y
tuyo era, por tu vida? Yo por más antiguo lo tenía.
TRASÓN.—¿Habíaslo oído?
GNATÓN.—Muchas veces, y es muy preciado.
TRASÓN.—Pues mío es.
GNATÓN.—¡Lástima que lo empleases en un mancebillo indiscreto e
hidalgo!
PARMENÓN.— (Aparte.) Los dioses te destruyan.
GNATÓN.—¿Y él, dime, qué…?
TRASÓN.—Quedó corrido; y los que estaban allí, muertos de risa. En fin, ya
todos me tenían miedo.
GNATÓN.—Con razón.
TRASÓN.—Pero oye, Gnatón, ¿parécete que yo me disculpe con Tais, pues
sospecha que esta esclava (Alude a Pánfila.) es mi amiga?
ESCENA II
TAIS, TRASÓN, PARMENÓN, GNATÓN
TAIS.—La voz del capitán me parece que he oído. Y hele aquí. ¡Bienvenido,
Trasón, amor mío!
TRASÓN.—¡Oh, mi señora Tais, dulce beso mío!, ¿qué se hace? ¿Quiéresme
mucho por esta tañedora?
PARMENÓN.— (Oculto para los demás personajes.) ¡Qué discreto es!, ¡qué
buena entrada ha tenido por llegar!
TAIS.—Muy mucho por tu merecimiento.
GNATÓN.—Vamos, pues, a cenar. ¿Por qué te detienes?
PARMENÓN.— (Aparte.) Cata aquí al otro: diréis que ha nacido para servir a
su vientre.[35]
TAIS.—Cuando quisieres: no estéis por mí.
PARMENÓN.— (Aparte.) Iré y haré como que salgo ahora. Tais, ¿has de ir a
alguna parte?
TAIS.—¡Ah, Parmenón! Bien has hecho: sí, ir tengo…
PARMENÓN.—¿Adónde?
ESCENA III
CREMES
ESCENA IV
PITIAS, CREMES
ESCENA V
ANTIFÓN, solo
ESCENA VI
QUEREA, ANTIFÓN
ESCENA I
DORIAS
ESCENA II
FEDRO
ESCENA III
PITIAS, DORIAS, FEDRO
ESCENA IV
FEDRO, DORO, PITIAS, DORIAS
ESCENA V
PITIAS, DORIAS
PITIAS.—Tan cierto sé que ésta ha sido traza de Parmenón, como que tengo
de morir.
DORIAS.—Realmente es así.
PITIAS.—Pues a fe que yo halle hoy con qué pagarle en lo mismo. Pero ¿qué
te parece ahora, Dorias, que yo haga?
DORIAS.—¿En lo de la doncella dices?
PITIAS.—Sí; ¿será bien que lo calle, o que lo descubra?
ESCENA VI
CREMES, PITIAS
CREMES.— (Sin ver a Pitias.) ¡Ta!, ¡ta! Realmente que he sido engañado;
hame volcado el vino que bebí. Cuando estaba sentado; ¡cuán en mi
seso me parecía que estaba! Y después que me he levantado, ni los pies
ni la cabeza hacen bien su oficio.
PITIAS.— (Llamándole.) ¡Cremes!
CREMES.—¿Quién va? ¡Hola, Pitias! ¡Bah!, ¡cuánto más hermosa me
pareces ahora, que antes!
PITIAS.—Y tú a mi harto más regocijado, por cierto.
CREMES.—Realmente que es verdadero aquel dicho: «Sin el bien comer y
bien beber, son cosa muy fría los amores.» Pero ¿ha mucho que ha
venido Tais?
PITIAS.—¡Cómo!, ¿salió ya de casa del soldado?
CREMES.—Rato ha: un siglo. Ha habido entre ellos grandes riñas.
PITIAS.—¿No te dijo que vinieses con ella?
CREMES.—No; pero al salir me hizo señas.
PITIAS.—Y qué, ¿no te bastaba?
CREMES.—No entendía que me decía eso, si no la reprendiera el soldado; lo
cual mucho menos lo entendí, porque me echó a la calle.—Pero hela
aquí dó viene. Maravillóme dónde la he podido yo pasar delante.
ESCENA VII
ESCENA VIII
TRASÓN, GNATÓN, SANGA, con sus camaradas; CREMES, TAIS
ESCENA I
TAIS, PITIAS
ESCENA II
QUEREA en traje de eunuco, TAIS, PITIAS
ESCENA III
PITIAS, CREMES, SOFRONA
ESCENA IV
PARMENÓN
ESCENA V
PITIAS, PARMENÓN
ESCENA VI
LAQUES, PARMENÓN
ESCENA VII
PITIAS, PARMENÓN
ESCENA VIII
GNATÓN, TRASÓN
GNATÓN.—Y ahora, Trasón, ¿con qué esperanza o con qué consejo venimos
aquí? ¿Qué emprendes?
TRASÓN.—¿Yo? Entregarme a Tais y hacer lo que ella mande.
GNATÓN.—¿Qué es eso?
TRASÓN.—¿Por qué no la serviré yo como Hércules a Omfale?
GNATÓN.—Bien me parece el ejemplo. (Aparte.) Así te vea yo hecha una
levadura la cabeza a chapinazos. (Alto.) Pero su puerta ha sonado.
¡Muerto soy!
TRASÓN.—¿Qué nuevo lío es éste? A ese hombre (Por Querea que aparece
en la puerta de Tais.) nunca yo le había visto antes de ahora. ¿Por qué
saldrá tan de prisa?
ESCENA IX
QUEREA, PARMENÓN, GNATÓN, TRASÓN
ESCENA X
FEDRO, QUEREA, TRASÓN, GNATÓN
ARCÓNIDES.
CRITÓN.
FANIA, viejo.
FANÓCRATES, viejo.
FILTERA, vieja.
SIMO, viejo.
ESCENA I
CREMES, MENEDEMO
ESCENA II
CREMES, solo
ESCENA III
CLITIFÓN, CREMES
ESCENA IV
CLITIFÓN, solo
CLITIFÓN.—¡Cuán injustos jueces son los padres para con todos los
mancebos! Pues les parece de razón que nosotros seamos viejos desde
que nacemos y que no participemos de los gustos que la mocedad trae
consigo. Todo quieren que vaya conforme a su apetito; conforme al que
ahora tienen, no al de antaño. Si yo algún día vengo a tener un hijo, ¡oh,
qué benigno padre verá en mí! Porque le haré conocer su yerro y le
perdonaré. Y no como este mío, que por tercera persona me da sus
lecciones de moral. ¡Triste de mí! Cuando él ha bebido algo más de lo
ordinario ¡qué cosas suyas me cuenta! Y ahora díceme: «Escarmienta en
cabeza ajena, de manera que te aproveche.» ¡Astuto!… Pero no sabe él
que venirme a mí con ésas es como contar cuentos a un sordo. Más me
apenan ahora las palabras de mi amiga: «Dame esto, tráeme lo otro», a la
cual no sé qué responderle. ¡No hay hombre más desdichado que yo!
Porque este Clinia, aunque él también esté con cuidado de sus cosas, con
todo eso tiene una mujer criada bien y castamente, ignorante en las artes
y mañas de rameras. Pero esta mía es gran señora, pedigüeña, mujer de
punto, gastadora y de mucho fausto. Y sin remedio hay que darle cuanto
pide, porque decirle que no tengo, es como tocar en la religión. Esta
calamidad es muy reciente, y mi padre nada sabe aún.
ESCENA I
CLINIA, CLITIFÓN
ESCENA II
SIRO, DROMÓN, CLINIA, CLITIFÓN
BAOUIS.—En buena fe, amiga Antífila, que te precio mucho y te tengo por
dichosa, pues has procurado que tus costumbres fuesen conformes a tu
buen rostro. Y así los dioses me quieran bien, como no me maravillo
que todos te codicien para sí; porque de tus palabras he entendido tu
buena condición. Y cuando yo ahora en mi pensamiento considero tu
vida, y las de todas las demás que no queréis nada con muchos, no me
maravillo que vosotras seáis tan honestas y nosotras no lo seamos.
Porque a vosotras cúmpleos ser buenas, mas a nosotras no nos lo dejan
ser aquellos con quienes tenemos trato. Y es que a nosotras nuestros
galanes préciannos cebados de nuestra buena gracia, y estragada ésta,
ellos ponen su afición en otra parte. Si entretanto no hemos mirado algo
por nosotras, quedámonos en blanco. Pero vosotras, cuando os
determináis a pasar la vida con un varón solo, cuya condición es muy
conforme a la vuestra, ellos aficiónanse a vosotras; y con esta buena
obra estáis realmente unidos los unos con los otros, de manera que en
vuestros amores no puede haber ninguna quiebra.
ANTÍFILA.—De las otras no sé nada; de mí sé que siempre he procurado
medir mi provecho con el de mi Clinia.
CLINIA.— (Aparte a Siro.) ¡Ay, Antífila mía, que tú sola me haces ahora
volver a mi tierra! Porque mientras yo de ti he estado ausente, todos los
trabajos que he padecido me han parecido ligeros, salvo el estar lejos de
ti.
SIRO.—Lo creo.
CLINIA.—Siro, no sé cómo me detengo. ¡Pobre de mí! ¡Que no pueda yo
gozar a mi gusto de una semejante condición!
SIRO.—Antes, según yo he visto el ánimo de tu padre, él te dará mucho
tiempo en qué entender.
BAQUIS.— (A Antífila.) ¿Quién es este mancebo que nos está mirando?
ANTÍFILA.—¡Ah! ¡Tenme, por tu vida!
BAQUIS.—¿Qué tienes, amor mío?
ANTÍFILA.—¡Muerta soy!
BAQUIS.—¡Ay, cuitada de mí! ¿De qué palideces, Antífila?
ANTÍFILA.—¿Es mi Clinia el que veo, o no es él?
BAQUIS.—¿A quién ves?
ESCENA I
CREMES, solo; después MENEDEMO
ESCENA II
SIRO, CREMES
SIRO.— (Aparte.) Revuelve por acá o por allá, Siro; que hallarse tiene el
dinero y urdírsele tiene al viejo algún engaño.
CREMES.— (Aparte.) ¡Mira si di bien en la cuenta de lo que éstos trataban!
Aquel criado de Clinia (Alude a Dromón.) es algo bobo, y por esto han
dado el cargo a mi criado.
SIRO.—¿Quién habla aquí? (Viendo a Cremes.) ¡Ah, pobre de mí! ¿Me
habrá oído?
CREMES.—¡Siro!
SIRO.—¿Qué?…
CREMES.—¿Qué haces ahí?
SIRO.—Nada. Pero de ti, Cremes, estoy maravillado cómo te has levantado
tan de mañana, habiendo ayer bebido tanto.
CREMES.—No mucho.
SIRO.—¿No mucho, dices? ¡Pardiez, que me pareció lo que suelen decir de
la vejez del águila!
CREMES.— ¡Ea, basta!
SIRO.—Gustosa y regocijada mujer es esta cortesana. (Alude a Baquis, que
está en casa de Clinia.)
CREMES.—Cierto; lo mismo me ha parecido a mí.
SIRO.—¡Y qué belleza la suya!
CREMES.— (Con frialdad.) ¡Así, así!
SIRO.—No digo que para las de tu tiempo… mas comparada con las de
ahora, es buena de veras. No me maravillo que Clinia se pierda por ella.
Pero tiene un padre avaro, miserable y roñoso. ¿No conoces tú a nuestro
vecino? Pues como si fuera el más pobre del mundo, su hijo se fue de
aquí por penuria. ¿No sabes que pasa como digo?
CREMES.—¿Qué tengo de ignorarlo yo? ¡Hombre que merecía estar en una
tahona!
SIRO.—¿Quién?
CREMES.—Ese criado del mancebo…
SIRO.— (Aparte.) ¡Ay, Siro, y cómo temí no lo dijese por ti!
ESCENA IV
CREMES, SIRO
ESCENA I
CREMES, SIRO, SOSTRATA, LA NODRIZA
ESCENA II
SIRO, solo
ESCENA III
CLINIA, SIRO
CLINIA.—Ya, de hoy más, ninguna cosa tan grave me puede suceder, que
me dé pena, según es grande esta felicidad inesperada. Desde luego me
entrego a mi padre para ser mejor de lo que él quiere.
SIRO.— (Aparte.) Mira si me engañé: hanla reconocido, a lo que entiendo
de lo que éste dice. (A Clinia.) Mucho me alegro de que todo haya
sucedido conforme a tu deseo.
CLINIA.—¡Oh, hermano Siro!, ¿haslo oído, por tu vida?
SIRO.—¿Cómo no, si estuve allí presente?
CLINIA.—¿A quién has oído jamás haberle sucedido tal ventura?
SIRO.—A nadie.
CLINIA.—Y así los dioses me amen, como yo me alegro, no tanto por mí
como por ella; porque sé que es mujer que merece toda honra.
SIRO.—Así lo creo. Pero ahora, Clinia, me toca a mí la vez: dame tu favor.
Porque también hemos de procurar cómo se ponga en salvo tu amigo;
que si el viejo llega a sospechar que la tal amiga…
CLINIA.— (Regocijado.) ¡Oh Júpiter!
SIRO.—Sosiégate.
CLINIA.—¡Mi Antífila se casará conmigo!
SIRO.—¿Así te me atraviesas?
CLINIA.—¿Pues qué quieres que haga, hermanó Siro? Estoy alegre; súfreme
un poco.
SIRO.—¡Vaya si te sufro!
CIINIA.—Vida de dioses hemos alcanzado.
SIRO.—Por demás me tomo este trabajo: ya lo veo.
CLINIA.—Di; que ya te escucho.
SIRO.—No estarás en lo que digo.
CLINIA.—Sí estaré.
ESCENA IV
BAQUIS, CLINIA, SIRO, DROMÓN, FRIGIA
ESCENA V
CREMES, SIRO
ESCENA VI
CLITIFÓN, SIRO
CLITIFÓN.—No hay cosa tan fácil, que no sea dificultosa, cuando uno la
hace a su pesar. Este paseo ¡mira qué fácil cosa! me ha traído realmente
a la muerte. Y ahora lo que yo más temo, ¡pobre de mí!, es no me tornen
de nuevo a echar de aquí, porque no me allegue a Baquis. ¡Que los
dioses y las diosas, todos juntos, con su poder, Siro, te destruyan con
aquella tu invención y traza! Siempre has de inventarme alguna cosa
con que me atormentes,
ESCENA VII
CREMES, CLITIFÓN, SIRO
ESCENA VIII
MENEDEMO, CREMES
ESCENA I
MENEDEMO, después CREMES
ESCENA II
CLITIFÓN, MENEDEMO, CREMES, SIRO
ESCENA III
ESCENA IV
SOSTRATA, CREMES
ESCENA V
CLITIFÓN, SOSTRATA, CREMES
FIN DE
«EL ATORMENTADOR DE SÍ MISMO»
Toda vez que el poeta ha visto que gentes malévolas andan royendo sus
escritos, y que sus enemigos procuran desacreditar la comedia que vamos a
representar, él se denunciará a sí mismo. Vosotros juzgaréis si lo que ha
hecho es digno de aplauso o de censura.
Hay una comedia de Dífilo, llamada Synapashnescontes.[49] Tradújola
Plauto y llamóla Commorientes. En la griega se introduce un mancebo que a
un rufián le quita por fuerza una ramera. Plauto dejó sin traducir este lugar,
que nuestro poeta tomó para Los Hermanos, y tradujo palabra por palabra.
Esta comedia nueva es la que vamos a representar. Vedla y juzgad si aquí
hay hurto, o si el poeta ha utilizado una escena que se omitió por descuido.
Cuanto a lo que esos maliciosos dicen, que ilustres personajes le
ayudan[50] y a la continua son sus colaboradores, eso que a ellos les parece
una gran injuria, el poeta lo tiene a mucha honra, pues agrada a aquellos que a
todos vosotros y al pueblo romano supieron agradar, y que, sin arrogancia,
prestaron sus servicios a quienquiera que los hubo menester en la guerra, en la
administración y en los negocios. Por lo demás, no aguardéis el argumento de
la comedia. Parte de él declaran los viejos que van a aparecer en la primera
escena: la acción mostrará lo demás. Procurad que vuestra benevolencia dé
ánimos al autor para componer otras comedias.
ESCENA I
MICIÓN
ESCENA II
DEMEA, MICIÓN
ESCENA III
MICIÓN, solo
MICIÓN.—Aunque no hay para tanto, con todo eso no deja de ser algo lo
que dice, ni deja de darme a mí alguna pesadumbre; pero no he querido
mostrarme pesaroso, porque es un hombre que, con aplacarle y resistirle
de veras, y espantarle con todo eso, apenas lo toma con paciencia. Pues
si yo le atizase su cólera y se la acrecentase, perdería realmente el seso
juntamente con él. Aunque no deja Esquino de hacernos en esto algún
agravio. ¿Qué ramera hay con quien él no haya tenido sus amores o a
quien no le haya dado algo? Finalmente (creo que de aburrido ya de
todas) me dijo poco ha que se quería casar. Confiaba yo que ya se le
había pasado el hervor de la mocedad, holgábame, ¡y heos aquí ahora de
nuevo…! Pero yo quiero saber de cierto lo que pasa, y verme con él, si
está en la plaza.
ESCENA I
SANNIÓN, ESQUINO, PARMENÓN, CALIDIA. (Los dos últimos personajes no
hablan.)
ESCENA II
SANNIÓN, solo
ESCENA III
SIRO, SANNIÓN
ESCENA IV
TESIFÓN, SIRO
ESCENA V
ESQUINO, SANNIÓN, TESIFÓN, SIRO
ESCENA I
SOSTRATA, CANTARA
ESCENA II
GETA, SOSTRATA, CANTARA
GETA.— (Sin ver a las mujeres.) Éste es ahora un caso que aunque todo el
mundo se ponga a buscar remedio al mal, no podrá hallarle. El cual mal
ESCENA III
DEMEA; después SIRO
ESCENA IV
HEGIÓN, GETA, DEMEA, PANFILA
ESCENA V
HEGIÓN
ESCENA I
TESIFÓN, SIRO
ESCENA II
DEMEA, TESIFÓN, SIRO
ESCENA III
MICIÓN, HEGIÓN
MICIÓN.—Yo, Hegión, no hallo razón ninguna en este caso por qué hayas
de alabarme tanto. Yo hago lo que debo: enmiendo el yerro que los míos
han cometido. Si acaso no me tienes por alguno de aquellos a quienes
les parece que se les hace muy grande agravio con pedirles cuenta del
que ellos voluntariamente han hecho, y se quejan muy de veras de ello.
¿Y porque yo no he hecho lo mismo me das las gracias?
HEGIÓN.—¡Oh, no, en verdad! Nunca en mi pensamiento te tuve en otra
reputación de lo que eres. Pero yo te suplico, Mición, que te vengas
conmigo a casa de la madre de la doncella, y le digas lo mismo que a mí
me has dicho a la mujer; cómo esta sospecha contra Esquino es por
causa de su hermano, y que esa tañedora no es suya.
MICIÓN.—Si eso te parece justo, o si así cumple que se haga, vamos.
HEGIÓN.—Bien haces, porque le aliviarás la pena a la cuitada, que está
deshaciéndose de dolor y desventura, y tú te portarás como quien eres.
Aunque si otra cosa te parece, yo mismo le contaré a la mujer lo que tú
me has dicho.
MICIÓN.—No, sino que yo mismo iré.
HEGIÓN.—Muy bien haces. Porque todos los que son de corta fortuna, yo no
sé por qué son más suspicaces. Todo lo toman por afrenta, y como
pueden poco, piensan que todo el mundo los desprecia. Y por esto,
mejor será que tú mismo cara a cara les des esa satisfacción.
MICIÓN.—Dices muy bien y muy gran verdad.
HEGIÓN.—Sígueme, pues, allá (Indicando la casa de Sostrata.) por aquí.
MICIÓN.—Con mucho gusto.
ESCENA IV
ESQUINO, solo
ESCENA V
MICIÓN, ESQUINO
ESCENA VI
DEMEA, solo
ESCENA VII
MICIÓN, DEMEA
ESCENA I
SIRO, DEMEA
SIRO.—A buena fe, Sirete, que te has dado buen verde, y has hecho tu deber
muy cumplidamente: ¡jala! Pero, pues he satisfecho bien allá dentro a
mi deseo, hame parecido salirme por acá fuera ahora un poco a pasear.
DEMEA.— (Aparte.) ¡Mirad, si os parece, la muestra de buen gobierno de
casa!
SIRO.— (Aparte.) Pero he aquí do viene nuestro viejo. (Alto.) ¿En qué se
entiende? ¿De qué estás triste?
DEMEA.—¡Ah, bellaco!
SIRO.—¿Ya vienes tú a derramar aquí palabras de sabiduría?
DEMEA.—¡Si fueras siervo mío…!
SIRO.—Fueras rico, Demea, y tuvieras bien segura tu hacienda.
DEMEA.—… ¡yo haría que fueses escarmiento para todos!
SIRO.—¿Por qué?, ¿qué hice yo?
DEMEA.—¿Eso me preguntas? Entre la misma revuelta, y en un delito tan
grave que apenas se ha podido reparar, ¿has comido y bebido, ladrón,
como si hubiera sucedido algún gran bien?
SIRO.— (Aparte.) ¡Pardiez, que me pesa de haber salido acá!
ESCENA II
DROMÓN, SIRO, DEMEA
ESCENA III
MICIÓN, DEMEA
ESCENA IV
DEMEA, solo
ESCENA V
SIRO, DEMEA
ESCENA VI
GETA, DEMEA
ESCENA VII
ESQUINO, DEMEA, SIRO, GETA
ESQUINO.— (Sin ver a los demás.) Realmente que me ponen a morir, pues
quieren celebrar las bodas con tanto cumplimiento, que todo el día se les
va en aparejar.
DEMEA.—¿Qué se hace, Esquino?
ESQUINO.—¡Oh padre mío!, ¿y aquí estabas tú?
DEMEA.—Sí por cierto; tuyo de corazón y por naturaleza, y que te quiere
más que a sus propios ojos. Pero ¿por qué no haces traer a casa a tu
mujer?
ESQUINO.—Ya querría, sino que me hacen detener la que ha de tañer la
flauta y los que han de cantar el himeneo.
DEMEA.—¡Quítate allá! ¿Quieres tú creer a este viejo?
ESQUINO.—¿En qué?
DEMEA.—Deja estar todo eso: el himeneo, los convidados, las antorchas y
las músicas; haz que derriben las tapias de esa huerta cuanto antes, y
pasa a tu mujer por ahí; haz de las dos casas una sola, y tráete también
acá la madre y toda la familia.
ESQUINO.—Sí haré, padre gracioso.
DEMEA.— (Aparte.) ¡Ea… ya me llaman gracioso! La casa le abrirán a mi
hermano, traerá mucha gente, gastará largo: mucha cosa es todo esto.
Pero ¿qué se me da a mí? Yo, ya generoso, gano las voluntades. Ahora,
ESCENA VIII
MICIÓN, DEMEA, ESQUINO
ESCENA IX
SIRO, DEMEA, MICIÓN, ESQUINO
FIN DE
«LOS HERMANOS»
ESCENA I
FILOTIS, SIRA
FILOTIS.—Realmente, Sira, que se hallan pocos amigos que les sean fieles a
las rameras. ¡Mira este Pánfilo qué de veces le hacía a Baquis
juramentos y cuán solemnes (que quien quiera le diera crédito
llanamente) de no casarse mientras ella viviese! ¡Y mira ahora cómo se
ha casado!
SIRA.—Pues por eso, amiga Filotis, te amonesto y encargo yo de continuo
que no te duelas de ninguno; sino que peles, cercenes y despedaces al
que te viniere a las manos.
FILOTIS.—¿Y que no tenga a ninguno afición particular?
SIRA.—A ninguno. Porque has de saber que ninguno de ellos viene a ti que
no venga armado de esta cautela: de granjearte de tal manera con sus
palabras lisonjeras, que a muy poca costa cumpla contigo su apetito. Y
¿no será bien, amor mío, que a una gente como ésta tú también les
prepares tu celada?
FILOTIS.—Pero también es fuerte cosa mostrarse una misma para con todos.
SIRA.—¿Fuerte cosa es vengarse de sus enemigos?, ¿o cazarlos por la
misma vía que ellos quieren cazarte? ¡Ah, pobre de mí! ¡Y no fuera yo
ahora de tus años y rostro, o tú de mi opinión y parecer!
ESCENA II
PARMENÓN, FILOTIS, SIRA
ESCENA I
LAQUES, SOSTRATA
ESCENA II
FIDIPO, LAQUES, SOSTRATA
SOSTRATA.—En buena fe que todas las mujeres somos sin razón aborrecidas
igualmente de nuestros maridos por culpa de algunas, las cuales hacen
que todas parezcamos dignas de castigo. Porque así los dioses me amen,
como yo, en lo que mi marido me riñe, soy inocente. Sino que es cosa
dificultosa el disculparme, según todos tienen por cierto que todas las
suegras son terribles; Mas yo no, a fe. Porque jamás tuve a mi nuera en
otra consideración que si fuera mi propia hija, y no sé de dónde me
viene a mí este trabajo. Cierto que con gran deseo estoy aguardando la
vuelta de mi hijo.
ESCENA I
PÁNFILO, PARMENÓN; MIRRINA, dentro
ESCENA II
SOSTRATA, PARMENÓN, PÁNFILO
ESCENA III
PÁNFILO, solo
ESCENA IV
PARMENÓN, SOSIA, PÁNFILO
ESCENA V
LAQUES, FIDIPO, PÁNFILO
LAQUES.—¿No me dijiste, rato ha, que tu hija te había dicho que aguardaba
la venida de mi hijo?
FIDIPO.—Sí.
LAQUES.—Pues ya dicen que ha ve nido: vuelva.
PÁNFILO.— (Aparte.) ¿Qué excusa le daré a mi padre, para que no me
obligue a traerla? No sé.
LAQUES.—¿A quién he oído yo hablar aquí?
PÁNFILO.—Determinado estoy a seguir el camino que he tomado.
LAQUES.—Él mismo es de quien veníamos tratando.
PÁNFILO.—¡Salud, padre mío!
LAQUES.—¡Hijo mío, salud!
FIDIPO.—Huélgome, Pánfilo, de tu regreso; y sobre todo, de verte sano y
salvo.
PÁNFILO.—Así lo creo.
LAQUES.—¿Llegas ahora?
PÁNFILO.—En este punto.
LAQUES.—Dime, ¿qué bienes dejó mi primo Fania?
ESCENA I
MIRRINA, FIDIPO
ESCENA II
SOSTRATA, PÁNFILO
ESCENA III
LAQUES, SOSTRATA, PÁNFILO
LAQUES.—Desde aquí aparte he oído, mujer, la plática que has tenido con tu
hijo. Esto es ser las gentes cuerdas; poder, donde fuere menester, doblar
la voluntad, y hacer desde luego lo que después se ha de hacer por
ventura de necesidad.
SOSTRATA.—¡Bien está!
LAQUES.—Vete, pues, a la granja; allí yo te sufriré a ti y tú a mí.
SOSTRATA.—Así lo espero en buena fe.
LAQUES.—Entra, pues, y apareja lo que has de llevar contigo: ya te lo he
dicho.
SOSTRATA.—Como lo mandas lo haré. (Vase.)
PÁNFILO.—¡Padre!
LAQUES.—¿Qué hay, Pánfilo?
PÁNFILO.—¿Mi madre se ha de ir de aquí? No, en ninguna manera.
LAQUES.—¿Pues qué quieres tú?
PÁNFILO.—Porque en lo de mi mujer aún no estoy determinado qué tengo
de hacer.
LAQUES.—¿Qué es eso?, ¿qué has de hacer, sino tornarla a casa?
PÁNFILO.— (Aparte.) Cierto que lo deseo, y con harta pena lo dejo de hacer.
Pero no mudaré de propósito. (Alto.) Yo haré aquello que más nos
ESCENA IV
FIDIPO, LAQUES, PÁNFILO
ESCENA V
BAQUIS y dos criadas, LAQUES
ESCENA VI
FIDIPO acompañado de una nodriza, LAQUES, BAQUIS
ESCENA I
PARMENÓN, y después BAQUIS
ESCENA II
PÁNFILO, PARMENÓN, BAQUIS
FIN DE
«LA SUEGRA»
FORMIÓN, parásito.
DEMIFÓN, viejo, hermano de Cremes.
CREMES, viejo, hermano de Demifón.
ANTIFÓN, mozo, hijo de Demifón.
FEDRO, mozo, hijo de Cremes.
GETA, esclavo de Demifón.
DAVO, esclavo.
DORIÓN, mercader de esclavos.
SOFRONA, nodriza de Fania.
NAUSISTRATA, mujer de Cremes.
CRATINO
HEGIÓN
CRITÓN
} Valedores de Demifón.
Después que el poeta viejo[62] ha visto que no puede apartar del teatro a
nuestro autor, y condenarle a estar ocioso, procura quitarle con palabras
injuriosas la gana de escribir, y anda por ahí diciendo que las comedias que
hasta aquí ha compuesto son de bajo estilo y de argumentos ligeros, porque
nunca ha representado cómo un mozo loco ve ir huyendo una cierva y los
perros en su seguimiento, y cómo llora la cierva y le ruega que la ampare. Y
si él considerase que, cuando esta comedia se estrenó, gustó más por la buena
acción del representante que por la habilidad del autor, no tendría tantos bríos
para ofender como ahora tiene. Y si ahora hay alguno que diga o piense que si
el poeta viejo no le picara primero, el nuevo no hubiese podido escribir
ningún Prólogo por no tener de quien decir mal, ese tal téngase por respuesta
que la victoria brinda a todos los poetas con sus premios. Él ha procurado
hacer morir de hambre a nuestro poeta, apartándole de este ejercicio; estotro
ha procurado responderle, no herirle. Hablara él bien, y respondiéranle bien.
Haga cuenta que como botó, así le restaron. Pero quiero ya dejarme de tratar
de él, pues él no se deja de ofenderse a sí mismo.
Oídme, pues, ahora lo que os vengo a decir. Tráigoos una comedia nueva
que llaman en griego el Epidicazómenos,[63] como si dijéramos, el Juzgado.
En latín llámanla Formión, porque el que en ella hace las primeras partes es el
parásito Formión, el cual representa lo principal de la acción. Si otorgareis
vuestro favor al poeta, hacednos la merced de asistir con buena voluntad y de
guardar silencio, porque no tengamos la misma desgracia que nos acaeció
cuando nuestra compañía fue con grande alboroto echada de la escena. A la
cual volvimos gracias al talento de nuestro primer actor, auxiliado por vuestra
bondad y benignidad.
ESCENA I
DAVO, solo
ESCENA II
GETA, DAVO
ANTIFÓN.—¡Qué!, ¿es posible, Fedro, que haya yo venido a tanto mal, que a
mi padre, que no se desvela en otra cosa sino en mirar por mí, le haya de
temer cuando de su venida me acuerdo? Porque si yo hubiese sido
discreto, aguardara su venida como fuera razón.
FEDRO.—¿Por qué dices eso?
ANTIFÓN.—¿Por qué lo digo, me preguntas, siendo mi cómplice en un
hecho de tanto atrevimiento? ¡Pluguiera a los dioses que nunca Formión
diera en la cuenta de aconsejarme esto, ni me empujara, aprovechando
mi pasión, a una cosa como ésta, que es el principio de mi mal! No
hubiera yo gozado de ella; diérame esto pena por algunos días, pero no
me trajera atormentada el alma este cuidado a la continua…
FEDRO.—¡Bah!
ANTIFÓN.—… mirando cuán presto ha de venir quien me prive de esta
mujer.
FEDRO.—Otros se afligen porque no alcanzan lo que aman, y tú estás
congojado porque lo tienes. El amor, Antifón, te colma tus deseos.
Porque realmente que esta tu vida, es vida de apetecer y de envidiar; así
los dioses me amen, como a trueque de gozar yo otro tanto de quien
bien quiero, tomaría por partido la muerte. Considera tú lo demás; qué
es lo que yo saco de esta privación, y qué lo que tú de esa abundancia.
Dejo aparte el haber tú alcanzado, sin gasto ninguno, una mujer libre,
ahidalgada, y el tener, como tú lo deseabas, una mujer muy bien
reputada: realmente eres dichoso si no te falta una cosa, que es
entendimiento, que sepa llevar esto con buen modo. ¿Qué harías tú, si
las hubieses con un rufián como aquel con quien yo las he? Allí lo
verías. Casi todos somos de esta condición: siempre lo nuestro nos
parece lo peor.
ANTIFÓN.—Mas tú, por el contrario, Fedro, me pareces muy dichoso, pues
tienes aún entera libertad para determinar lo que más quieras: tenerla,
quererla o despedirla. Pero yo cuitado he venido a tal punto, que ni hallo
manera para despedirla, ni menos para conservarla.—Pero, ¿qué es
esto? ¿Es Geta éste que veo venir para acá? El mismo es. ¡Triste de mí,
que temo las nuevas que éste me traerá!
GETA.— (Sin ver a los otros.) Perdido eres, Geta, si no te apercibes presto
de algún buen consejo, según te pillan ahora descuidado unos tan
grandes males. Ni sé cómo me libre, ni cómo salga de ellos. Porque
núestro atrevimiento no puede ya encubrirse mucho tiempo, y si todo
esto no se mira bien, dará al través conmigo o con mi amo.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) ¿De qué viene aquél tan alterado?
GETA.—Además, sólo tengo un punto de tiempo para arreglar el negocio.
Mi amo ha vuelto ya.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) ¿Qué desventura es ésa?
GETA.—Y cuando él venga a saberlo, ¿qué remedio tendré para mitigarle su
cólera? Si le hablo, más le encenderé. Si callo, más le embraveceré. Si
me disculpo, no haré nada. ¡Ay, triste! ¡Por mí tiemblo y por Antifón se
me desgarra el alma! Él me da lástima, de él tengo yo ahora congoja, él
es el que me detiene ahora. Porque, si no fuera por él, yo me pusiera
fácilmente en cobro, y le diera su pago a la cólera del viejo. Yo apañara
uno u otro, y tomara las de Villadiego.
ANTIFÓN.— (A Fedro.) ¿Qué huida o hurto prepara éste?
GETA.—Pero ¿dónde hallaría yo a Antifón?, ¿o por dónde echaría a
buscarle?
FEDRO.—A ti te nombra.
ANTIFÓN.—Alguna mala nueva me debe éste de traer.
FEDRO.—¡Bah! ¿Estás en tu seso?
GETA.—Voyme a casa, que allí está de ordinario.
FEDRO.—Llamemos al hombre.
ANTIFÓN.—¡Alto ahí!
GETA.— (Sin verle.) ¡Eh! Con harto señorío me llamas, quien quiera que tú
seas.
ANTIFÓN.—¡Geta!
GETA.— (Viéndole.) El mismo que iba a buscar es.
ANTIFÓN.—Dime, por tu vida, qué nuevas me traes. Y dímelo, si puedes, en
una palabra.
GETA.—Sí haré.
ANTIFÓN.—Habla.
GEIA.—Ahora mismo, en el puerto…
ANTIFÓN.—A mi pa…
ESCENA I
DEMIFÓN, GETA, FEDRO
ESCENA II
FORMIÓN, GETA
ESCENA III
DEMIFÓN acompañado de sus amigos HEGIÓN, CRATINO y CRITÓN; GETA,
FORMIÓN
DEMIFÓN.— (A sus amigos.) ¡Oh! ¿Habéis oído jamás que se le haya hecho
a nadie un tan afrentoso agravio, como éste que a mí se me ha hecho?
Defendedme; yo os lo ruego.
GETA.— (Bajo a Formión.) Furioso viene.
FORMIÓN.— (Bajo a Geta.) ¡Chito! Que yo le haré sudar. (Alto.) ¡Oh dioses
inmortales! ¿Y Demifón dice que Fania no es su parienta? ¿Que ésta no
es parienta suya, dice Demifón?
GETA.— (Fingiendo que no ha visto a su amo.) Lo dice.
FORMIÓN.—¿Y que no sabe quién fue su padre?
ESCENA IV
DEMIFÓN, GETA, HEGIÓN, CRATINO, CRITÓN
ESCENA I
ANTIFÓN, GETA
ESCENA II
FEDRO, DORIÓN, ANTIFÓN, GETA
ESCENA III
FEDRO, ANTIFÓN, GETA
ESCENA I
DEMIFÓN, CREMES
ESCENA II
GETA
ESCENA III
ANTIFÓN, GETA, CREMES, DEMIFÓN
ESCENA V
DEMIFÓN, GETA, CREMES
ESCENA I
SOFRONA, CREMES
ESCENA II
DEMIFÓN, GETA
ESCENA III
DEMIFÓN, NAUSISTRATA, CREMES
ESCENA IV
ANTIFÓN
ESCENA V
FORMIÓN, ANTIFÓN
ESCENA VI
GETA, FORMIÓN, ANTIFÓN
GETA.— (Sin verlos.) ¡Oh Fortuna! ¡Oh dicha! ¡Qué de bienes, y cuán
presto, le habéis acarreado con vuestro favor a mi señor Antifón el día
de hoy!
ANTIFÓN.— (A Formión.) ¿Qué traerá aquél?
GETA.— (Continuando el apostrofe.) ¡Y a los que le queremos bien nos
habéis librado de temor!—Pero, ¿por qué me detengo en echarme esta
capa al hombro y procurar buscar a ese hombre de presto (Alude a
Antifón.) para hacerle saber todo lo que pasa?
ANTIFÓN.— (A Formión.) ¿Tú entiendes lo que aquél dice?
FORMIÓN.—¿Y tú?
ANTIFÓN.—Nada.
FORMIÓN.—Yo otro tanto.
GETA.—Iréme a casa del rufián; que allí deben de estar ahora. (Echa a
andar a toda prisa.)
ANTIFÓN.— (Llamándole.) ¡Hola, Geta!
GETA.—¡Cataos aquí! ¡Qué ordinaria cosa es que no falte quien le llame a
uno, cuando va corriendo a alguna parte! (Sigue adelante.)
ANTIFÓN.—¡Geta!
ESCENA VII
FORMIÓN, solo
FORMIÓN.—¡Y que sea verdad que tan repentinamente les haya sucedido a
éstos tanta ventura! Ahora tengo yo muy buena ocasión para burlarme
de los viejos, y quitar a Fedro el cuidado de buscar el dinero, porque no
haya de ir a rogar a ninguno de sus amigos. Porque este dinero, así
como lo soltaron a regañadientes, ha de quedar para él, aunque les pese.
Y ya he hallado manera para obligarlos a ello, aunque no quieran. Ahora
he menester de tomar nueva actitud y nuevo semblante. Pero entraréme
en este callejón, y haréme el encontradizo cuando salgan fuera. Ya no
finjo que voy a la feria.
ESCENA VIII
ESCENA IX
NAUSISTRATA, DEMIFÓN, FORMIÓN, CREMES
NAUSISTRATA.—¿Quién me llama?
CREMES.—¡Ah!
NAUSISTRATA.—¿Qué brega es ésa, por tu vida, marido?
FORMIÓN.— (A Cremes.) ¡Ea!, ¿de qué te has ahora pasmado?
NAUSISTRATA.— (A Cremes.) ¿Qué hombre es éste? (Pausa.) ¿No me
respondes?
FORMIÓN.—¿Qué te ha de responder éste, que no sabe realmente dó se está?
CREMES.—Mira, a éste no le creas nada.
FORMIÓN.—Llega y tócale: y si no estuviere hecho un hielo, mátame.
CREMES.—Esto no es nada.
NAUSISTRATA.—¿Y pues?, ¿qué es lo que este hombre dice?
FORMIÓN.—Yo te lo contaré: óyeme.
CREMES.—¿Y aún le crees?
NAUSISTRATA.—¿Qué le he de creer, por tu vida, pues aún no me ha dicho
nada?
FORMIÓN.—Desvaría el cuitado de puro miedo.
NAUSISTRATA.—En buena fe que no es sin misterio el tener tú tanto miedo.
CREMES.—¿Yo miedo?
FORMIÓN.—Está bien: pues tú no tienes miedo y lo que yo digo no es nada,
cuéntaselo tú.
DEMIFÓN.—¿Y a ti te lo ha de contar, bribón?
FIN DE
«FORMIÓN»
nombra, autor de comedias que fueron muy aplaudidas del público romano,
aunque al decir de Terencio, más se debieron los aplausos al talento de los
actores, que al mérito artístico de las piezas. <<
como ejemplo de otras muchas de igual índole, que no registro en estas notas
por no abultar demasiado el tomo. <<
Arquilis saliendo de casa de Glicera. Por eso el viejo Simón dice a Davo al
comenzar la escena tercera: «Esto a lo menos, ¿quién que te conozca, no
creerá que nace de ti?» <<
casa.» <<
«Hœc ex Oraculo Apolonis Pithii reddita tibi puta; nihil potest esse verius»,
dice Cicerón: «Imagínate que esto te lo dice (responde) el oráculo de Apolo
Pithio: nada puede ser más verdadero o cierto.» <<
duda, que aquélla, pues el texto dice: «Scio quid coneris»; pero resulta
obscura, y aun inexplicable. Con efecto; si Panfilo dice aquí «Ya sé lo que
intentas», ¿cómo es que poco más abajo le pregunta al mismo Davo, «qué vas
a hacer, dime»? El verdadero sentido de la frase latina es, dada la situación de
Pánfilo. Ya sé que lo que intentas es tiempo perdido. <<
traducida con toda claridad, sería: «¡Padre, no es bien que esté atado!», y éste
es ciertamente el pensamiento de Pánfilo; pero la anfibología es necesaria, por
lo que contesta Simón: «Pues no es eso lo que yo mandé.» Y, con efecto, el
viejo había mandado (Esc. 2.ª, act. V) «que le ataran bien de pies y de
manos.»
Es éste uno de los pocos chistes con que lo cómico de palabra se manifiesta
en el teatro de Terencio. <<
ellos, las representaciones teatrales (ludi scenici). Los Ediles compraban las
comedias que habían de representarse, asesorados por personas de reconocida
competencia y en vista de un ensayo general previo. <<
motivo de censura el traducir o imitar del griego, pero sí lo era el tomar algún
personaje de los que ya habían pasado al teatro latino. <<
<<
pues no es ésta la tuya? Clitif. Sí, cuando en casa de mi padre; pero después
acá…» La traducción del docto humanista es aquí, como en otros muchos
pasajes de que no doy cuenta, ininteligible. El texto, por lo demás, está bien
claro.
Siro.—fam nunc hœc non est tua.
Clitif. Scio, apud patrem: at nunc interim… <<
fuerzas.»—Texto:
«Neque vendundam censeo. Quӕ libera est: nam ego liberali illam adfero
causa manu». Literalmente: «Ni entiendo que pueda venderse la que es libre;
pues yo la tomo por mi cuenta, o bajo mi protección (adfero illam manu) en el
pleito (que entablaré) sobre su condición de libre (causa liberali)».
Por lo demás, las palabras de Esquino envuelven una amenaza terrible para
Sannión. Con efecto, si la moza no era esclava, el mercader había perdido su
dinero. <<
esta comedia, la primera no les fue posible a los actores hacerse oír, como lo
atestigua el «prólogo» anterior. <<