David J. Skal-Algo en La Sangre
David J. Skal-Algo en La Sangre
David J. Skal-Algo en La Sangre
SANGRE
La bio grafía secreta de Bram Stoker,
el hombre que escribió Drácula
DAVID J. SKAL
Traducción: Óscar Palmer Yáñez
Es Pop Ensayo
ES POP EDICIONES
INDICE
´
I NT R OD UC C I ÓN
Bram Stoker: ¿Abajo el telón?
11
C A P Í T U LO UNO
El niño que se fue con las hadas
19
C A P Í T U LO DOS
Influencias mesméricas
63
C A P Í T U LO T RE S
Canciones de Cálamo, canciones de Safo
103
C A P Í T U LO C UAT RO
Noviazgos y compromisos
159
C A P Í T U LO C INC O
Londinenses
211
C A P Í T U LO SE I S
Pantomimas infernales
259
C A P Í T U LO S I E T E
La isla de los hombres
293
C A P Í T U LO O C H O
Un país más allá del bosque
325
C A P Í T U LO NU E V E
Oscar redivivo
401
C A P Í T U LO DI E Z
Restos mortales
445
C A P Í T U LO O NC E
La maldición de Drácula
523
Agradecimientos
607
Notas
611
Bibliografía
639
Índice onomástico
649
8 ALGO EN L A SANGRE
I NT ROD UC C I Ó N
BRAM STOKER:
¿ABAJO EL TELÓN?
¿Qué clase de hombre es éste?
— Bram Stoker, Drácula
INTRODUCCIÓN 11
que se espera de él. Muestra una expresión característicamente angustiada que se
repetiría numerosas veces a lo largo de su vida, cada vez que le rondaba una cá-
mara. «Angustiado» es una palabra particularmente apropiada para un jovenzuelo
cuyos recuerdos anteriores a los ocho años giraban en torno a la enfermedad y la
inminencia de la muerte, y cuyo legado quedaría consolidado por un fantástico
redivivo inmune a ambas cosas.
Un biógrafo anterior se quejó de que «Stoker compartía recuerdos con el mismo
egoísmo que una vieja al servir la sopa». Y es cierto. No dejó a su paso una crónica
de su vida y apenas ningún texto personal o íntimo. Como resultado, gran parte
de lo que se ha escrito sobre Stoker se ha centrado en los detalles ampliamente
documentados de su prolongado empleo como gerente del gran actor y productor
teatral victoriano Sir Henry Irving, lo cual desvía la atención de la pregunta que
siempre ha interesado en mayor medida a los lectores: ¿qué era exactamente lo
que tenía en la cabeza el hombre que escribió Drácula?
La prodigiosa capacidad de trabajo de Stoker (por ejemplo, escribir hasta cin-
cuenta cartas al día para que Irving las rubricara) y las reservas de energía añadida
que impulsaban la frenética producción de novelas folletinescas en su supuesto
«tiempo libre» han sido tratadas principalmente con pasmada admiración. Aun-
que el concepto actual del estajanovismo aún no había sido reconocido ni nom-
brado en tiempos de Stoker, éste encarnaba por completo el modelo victoriano
de compensar las inseguridades por la vía del exceso. La ética laboral protestante
siempre ha tenido un problemático lado oscuro, uno en el que Stoker habitó con
aterrador brío.
Las crónicas sobre Stoker han adolecido también de un deplorable efecto de cá-
mara de resonancia, a medida que ciertas asunciones y pormenores se iban repitien-
do con tanta frecuencia que han acabado aceptándose como hechos irrebatibles. Por
ejemplo, ¿hasta qué punto se inspiró Stoker en la leyenda del cacique valaco Vlad el
Empalador, aparte de tomar prestado su apodo histórico de «Drácula»? La respuesta
es que no demasiado… por mucho que la idea haya dado pie a una pequeña y en-
dogámica industria de comentarios, ensayos y películas. ¿Y qué hay de la idea am-
pliamente aceptada de que Irving en persona fue el modelo directo para Drácula?
En este caso, la verdad tiene más matices. Ciertamente, la celebrada interpretación
de Mefistófeles realizada por Irving en Fausto muestra un parecido familiar con el
señor de los vampiros o por lo menos con los Dráculas sardónicos y sugestivos sur-
gidos en el siglo XX, que poco tienen que ver con el personaje original de Stoker. Es
cierto que Drácula tiene influencias teatrales, pero las raíces esenciales del conde
tienen un origen más identificable en los monarcas del averno de las pantomimas
12 ALGO EN L A SANGRE
navideñas que prendieron la chispa en la imaginación de Stoker cuando éste aún era
un muchacho. Sus entusiastas —y recientemente descubiertos— escritos sobre estos
tradicionales relatos fantásticos teatrales son una revelación y podrá usted encon-
trarlos reproducidos en este libro por primera vez desde que Stoker los consignara
al papel. Igual que Drácula acabaría convirtiéndose en un aterrador cuento de hadas
para adultos, el Fausto de Irving, con no poca contribución de Stoker, halló el éxito
como una especie de diabólica pantomima para adultos.
Por supuesto, todo en Drácula nos conduce inexorablemente al sexo. ¿Tuvo
Stoker un matrimonio asexuado? ¿Tuvo la sífilis algo que ver en su fallecimiento?
¿Fue gay o bisexual? Durante la mayor parte de su vida tales categorías no existieron,
no se tenía un concepto de la orientación sexual como una condición fija e inmuta-
ble y es dudoso que Stoker hubiera entendido siquiera tales etiquetas. Pero varios de
sus amigos más íntimos —el novelista Hall Caine, la actriz Genevieve Ward y el dra-
maturgo W. G. Wills— llevaron vidas personales fascinantemente veladas que ape-
nas fueron escrutadas en una época que reverenciaba la «amistad romántica» entre
hombres o entre mujeres. Stoker prosperó en un mundo viril en el que la homoso-
ciabilidad generalizada permitía que las relaciones masculinas íntimas se ocultaran
a plena vista… al menos hasta el escándalo provocado por la caída de Oscar Wilde,
cuando (parafraseando al crítico cultural Mark Dery) los perímetros de la sexuali-
dad masculina quedaron culturalmente electrificados. A finales de la era victoriana,
los perímetros estaban electrificados e iluminados por lámparas de gas.
Dublineses ambos, Wilde y Stoker mantuvieron una relación de familiaridad
mutua —aunque no fueran completamente amigos— desde los años setenta del
siglo XIX hasta el juicio y el encarcelamiento de Oscar en 1895. Tal como escribí
hace casi un cuarto de siglo, «Wilde y Stoker presentan un fascinante juego de ex-
tremos victorianos, sombras espejo en incómodas órbitas recíprocas». Las décadas
transcurridas desde entonces sólo han reforzado mi observación. Ambos estuvie-
ron profundamente influidos por madres inteligentes y de mucho carácter (aun-
que de temperamentos diametralmente opuestos); ambos estudiaron en el Trinity
College; ambos se sintieron atraídos por el teatro y fascinados por el folclore y
los cuentos de hadas, admiraron a Walt Whitman y a Henry Irving y mostraron
interés romántico por la misma bella muchacha de Dublín, Florence Balcombe.
Oscar, quizás, cortejó a su «Florrie» movido por el ardor estético; Stoker acabó ca-
sándose con ella, si bien su matrimonio sería descrito como carente de pasión.
Ambos escribieron obras maestras de la ficción macabra sobre monstruos victoria-
nos que consumen y destruyen. Y ambos expresaron una fascinación perdurable
por los enigmas del sexo y el género; Bram en sus escritos y Oscar, de manera
INTRODUCCIÓN 13
más desastrosa, en su vida. También resulta fascinante que Stoker se viera atraído
por los padres de Wilde como extravagantes sustitutos de su familia, mucho más
convencional y recatada. Mientras que una de las frases más famosas de Drácula
—«Los hijos de la noche… ¡qué música hacen!»— nos trae inmediatamente a la
cabeza la característica pronunciación de Bela Lugosi, fue la estrambótica y teatral
madre de Oscar Wilde quien proporcionó la inspiración original. Como si de un
personaje de una novela gótica clásica se tratara, el hijo de Lady Wilde fue un dop-
pelgänger que rondó continuamente la vida de Stoker tanto a nivel creativo como
psicosexual, del mismo modo que El retrato de Dorian Gray oscurece e ilumina
Drácula. No es una coincidencia que Wilde fuese perseguido como una amenaza
sexual para el Londres victoriano en el mismo momento cultural en el que Stoker
creaba al mayor monstruo sexual de todos los tiempos.
Este libro aborda cuestiones de identidad e inquietud sexual dentro de un con-
texto más amplio de trastornos existenciales científicos, religiosos y personales
propios del siglo XIX. La apasionada correspondencia juvenil de Stoker con Walt
Whitman y su declaración de camaradería entre personas del mismo sexo aparece
aquí reproducida por primera vez en su totalidad (los textos completos de sus car-
tas nunca habían sido incluidos en ninguna de sus biografías), al igual que su hasta
ahora desconocida intervención autoral en una dificultosa producción de Safo en
Dublín en 1875, sus poemas recientemente hallados y sexualmente ambiguos y,
por último, un fragmento de una novela inconclusa y sutilmente homoerótica ti-
tulada The Russian Professor, de descubrimiento también reciente.
El reflejo instintivo de Stoker en busca de la privacidad, su reticencia automática
a revelar demasiado sobre sí mismo o sobre Henry Irving, les hizo un buen servi-
cio a ambos. Irving y su primera actriz, Ellen Terry, fueron reverenciados como el
benevolente rey lagarto y la hada madrina de la escena británica, pero los dos lle-
varon tortuosas vidas privadas y es dudoso que Irving hubiera sido tan ensalzado o
incluso nombrado caballero si el público hubiera sabido que abandonó impulsiva-
mente a su esposa y a sus dos hijos o que Terry dio a luz dos veces fuera del matri-
monio. Entre las responsabilidades de Stoker estaba la de organizar sus viajes y sus
alojamientos, desviando la atención de una relación adúltera que se desarrolló a
plena vista. Resulta irónico a más no poder que Irving y Terry elevasen de manera
extraordinaria la reputación del teatro, teniendo en cuenta lo fácilmente que se
les habría podido acusar de los rasgos estereotípicos de inmoralidad que llevaban
persiguiendo a los actores desde los tiempos de Shakespeare. Gracias a la siempre
atenta discreción de Stoker en todo lo concerniente a las relaciones públicas, eso
es algo que nunca sucedió.
14 ALGO EN L A SANGRE
El buen tino de Stoker como gerente, brillantemente explotado por Irving,
transformó de manera radical el teatro victoriano. Pero Stoker, trabajando por su
cuenta, transformó el futuro de la cultura popular creando a la superestrella más
multimediática de todos los tiempos, una criatura nacida en las tradiciones orales
del folclore, gestada en la palabra escrita e inmortalizada en la era de la imagen en
movimiento. A pesar de su talento, Irving simplemente no tenía tanto alcance ni
variedad de registros. Drácula sí.
El título provisional de este libro fue durante un tiempo Bram Stoker: The Fi-
nal Courtain (Abajo el telón). Pretendidamente, el «telón» iba a subir y bajar a
tres niveles. En primer lugar, es una referencia adecuada para un maestro de la
literatura macabra que también fue consumado hombre de teatro. En segundo,
porque, aunque éste no será ni mucho menos el último libro que se publique
sobre Stoker (el volumen de material publicado, tanto para el mundo académico
como para el público generalista, continúa creciendo de manera exponencial), el
descubrimiento de nuevos documentos que arrojen nueva luz sobre su figura es
altamente improbable. A un tercer nivel mucho más personal, el título original
describía la que será mi última incursión prolongada en el reino de Bram Stoker
y la perdurable fascinación de Drácula.
Pero, al final, he llegado a la conclusión de que Drácula no tiene finales, ni
puede tenerlos. Drácula nunca termina. No lo hará en mi vida ni tampoco en la
suya, querido lector. Su inmortalidad y su omnipresencia cultural dependen por
completo de la magia de la sangre, el más antiguo, profundo y paradójico de los
símbolos humanos. Tan mutable como el propio Drácula, con el increíble poder
de asumir interminables formas metafóricas, la sangre es la medida de todo y la
esencia que todo lo envuelve: la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la ira,
la pasión y el deseo; todo ello se ve impulsado por la sangre y conceptualizado
por ella. Los lazos de sangre nos atan a nuestras familias. Los linajes sanguíneos
nos proporcionan un vínculo con el pasado atávico al tiempo que nos sirven como
principal conexión con el futuro. La visión de la sangre aterra a unos y es consi-
derada erótica por otros, pero nunca deja de llamar la atención. Pensamos en la
sangre de continuo, tanto si somos conscientes de ello como si no.
Stoker comprendió todas estas dimensiones y significados de la sangre o,
como mínimo, las intuyó con fuerza, particularmente en todo lo relacionado con
las cuestiones del sexo, la masculinidad y el mordiente temor victoriano a la co-
rrupción de la sangre, el contagio y la extraña doctrina hematógena de la «de-
generación» evolutiva. Pugnó con todas ellas en Drácula del mismo modo que
pugnó con ellas en su vida real. Al final, parece decirnos Stoker, los significados
INTRODUCCIÓN 15
fundamentales giran inevitablemente en torno a algo en la sangre. Secretos en la
sangre. Revelaciones en la sangre. Misterios en la sangre.
Por tomar prestadas las palabras de un admirador declarado de Drácula, Sir
Winston Churchill, sobre la naturaleza desconcertante de Rusia (histórica e inci-
dentalmente una gran fuente de tradiciones populares sobre los no-muertos), el
propio Bram Stoker equivale a «un acertijo envuelto en un misterio encerrado en
un enigma; pero quizás haya una llave».
Espero que Algo en la sangre proporcione al fin un llavero perdido para el cas-
tillo vampírico en el interior de Stoker o, al menos, un medio para penetrar en
algunas de sus estancias previamente inaccesibles.
DAVID J. SKAL
Los Ángeles, 2016
16 ALGO EN L A SANGRE
CAPÍT ULO UNO
«En mi infancia», escribió Bram Stoker sobre sus primeros años en el Dublín
victoriano, «nunca supe lo que era estar de pie». Misteriosamente postrado en la
cama «hasta poco antes de cumplir los siete años», acabaría creciendo hasta con-
vertirse en un robusto gigante y un victorioso atleta, más alto y corpulento que su
padre y sus hermanos, alzándose por encima de su familia con su metro ochenta
y ocho de altura en una época en la que la estatura media de los hombres de vein-
tiún años en Gran Bretaña era de sólo un metro sesenta y cinco. Según escribió su
hijo con motivo del centenario de su nacimiento en 1947, Stoker atribuía directa-
mente su increíble estirón a «una prolongada enfermedad infantil». Pero eso sólo
añade otro misterio, ya que las estadísticas médicas establecen una correlación di-
recta entre la altura de los adultos y su salud durante la infancia, siendo este factor
igual de decisivo que la genética.
La historia de Stoker, por lo tanto, desafía a la ciencia médica en la misma
medida en la que desafía al sentido común. No obstante, su familia insistía en que
era cierta. En cualquier caso, tal como opinó en más de una ocasión Sir Arthur
Conan Doyle —amigo de Stoker durante la última etapa de su vida— a través de
20 ALGO EN L A SANGRE
El festival de la cosecha más importante de los celtas era el samhain o Víspera de
Noviembre, momento en el que el mundo de los vivos y el de los muertos tenían per-
mitido interactuar. Durante la cosecha, se realizaban sacrificios a los dioses paganos
para asegurar la supervivencia durante el invierno. Con la llegada del cristianismo a
Irlanda a partir del siglo V a través de san Patricio y otros misioneros, las festividades
paganas comenzaron a fundirse con las cristianas, y en el siglo IX, para fomentar las
conversiones, el calendario del papa Gregorio desplazó las fiestas de la Iglesia para
que coincidieran con los viejos festivales paganos. Las Navidades dejaron de cele-
brarse en primavera para hacerlas coincidir con las saturnales romanas, y el Día de
Todos los Santos pasó al uno de noviembre para alentar otro tipo de comunión con
los muertos capaz de competir con el samhain, el cual, en cualquier caso, no llegó a
ser suprimido del todo y sobrevive en la actualidad convertido en Halloween.
El folclore irlandés no se vio en modo alguno limitado por las enseñanzas del
cristianismo, del que a menudo extrajo considerables fuentes de inspiración. An-
tiguos dioses paganos se vieron metamorfoseados en una delirante variedad de
hadas y trasgos, mientras que el dios cristiano y el diablo intervenían con no poca
frecuencia en los relatos como observadores. La Iglesia católica no realizó ningún
esfuerzo serio por desalentar las creencias populares irlandesas y el populacho
tampoco tuvo ningún problema para equilibrar dos sistemas de creencias sobre-
naturales. Como resultado, su tradición oral acabó siendo una de las más ricas y
complejas del mundo.
Los monasterios católicos de Irlanda introdujeron el alfabeto romano y man-
tuvieron vivos el conocimiento y la escritura durante la Edad Media —algunos han
llegado hasta el extremo de afirmar que salvaron la civilización—, y su transcrip-
ción y preservación de las sagas y leyendas irlandesas, así como la producción de
Evangelios en latín extraordinariamente ilustrados, como el Libro de Kells (en tor-
no al año 800), revela un profundo amor por el lenguaje considerado a menudo el
manantial del que fluye una interminable capacidad irlandesa para la narración.
Ningún otro país del tamaño de Irlanda ha realizado semejante contribución a la
literatura mundial y tampoco hay otro que pueda presumir de tener cuatro pre-
mios Nobel de literatura, todos en el siglo XX: W. B. Yeats, George Bernard Shaw,
Samuel Beckett y Seamus Heaney. El logro de los escribas medievales resulta más
impresionante aún teniendo en cuenta que coincidió, a partir del siglo IX, con más
de cien años de incursiones vikingas durante las cuales los monasterios fueron
saqueados con regularidad. Antes de ser asimilados por la sociedad irlandesa, los
vikingos construyeron asentamientos que acabarían evolucionando en ciudades
relevantes, entre ellas Dublín, Wexford, Limerick y Cork.
He celebrado funerales en los que los restos de siete cadáveres fueron exhumados
para hacer sitio y que un octavo pudiera ser enterrado; le preguntaría a cualquier
hombre racional si podría esperar que una ciudad en la que tales escenas se repiten
con frecuencia puede mantenerse sana. En ningún país, salvo en Gran Bretaña e
Irlanda, se realizan enterramientos dentro de los límites de las ciudades o pueblos.
[…] En el continente de Europa tal ofensa contra la propiedad resulta inaudita.
Entre los nativos bárbaros, tal como se les denomina, los muertos son consumidos
por el fuego o enterrados a una distancia prudencial de sus moradas; pero en la
refinada y civilizada Inglaterra se sigue tolerando este pernicioso sistema.
22 ALGO EN L A SANGRE
producía un terrible hedor que a principios del siglo XIX preocupó sobremanera
a los promulgadores de la «teoría de la miasma», siempre ansiosos por encontrar
motivos ambientales —e incluso meteorológicos— para desconcertantes problemas
sanitarios en centros urbanos congestionados. La enfermedad, desde el punto de
vista miasmático, era en esencia entendida como la acción misteriosa de fantasmas
vaporosos. En el caso de los cementerios, esta analogía fantasmal resulta particu-
larmente apta, ya que por debajo de la superficie pseudocientífica de la teoría de la
miasma bullían antiguas y pertinaces supersticiones sobre el temible poder de los
muertos para ejercer influencia desde la tumba y debilitar a los vivos.
De hecho, no era poco habitual que los cadáveres abandonaran sus tumbas en
el Dublín victoriano. Bram Stoker nació apenas quince años después de que la Ley
de Anatomía se aprobase en Gran Bretaña, permitiendo la donación de cadáveres
para la disección médica. Hasta entonces los cirujanos habían dependido de los «re-
surreccionistas» —es decir, ladrones de tumbas— para que les proporcionasen los
cadáveres necesarios para el estudio y la enseñanza. El cementerio de Glasnevin en
Dublín, el mayor de Irlanda, había sido un objetivo habitual. Sobre sus muros se
levantaron dos atalayas para facilitar la vigilancia nocturna y allí siguen en la actua-
lidad, si bien su propósito ya había quedado engarzado en la memoria de Irlanda
cuando Stoker era niño. La Ley de Anatomía fue ferozmente debatida durante años
antes de ser promulgada. En última instancia los cuerpos liberados para los labo-
ratorios procedían en su gran mayoría de hospitales, cárceles y asilos, al igual que
sucedía en Inglaterra (el relato «El ladrón de cadáveres», escrito por Robert Louis
Stevenson en 1884 y basado en los célebres crímenes de Burke y Hare en los años
veinte de aquel mismo siglo, estaba ambientado en Escocia). Gran parte de la oposi-
ción a la Ley de Anatomía seguía las divisiones de clase. El renombrado periodista y
panfletista William Cobbett puso en duda que la ley fuera realmente necesaria para
los propósitos de la ciencia médica. «¿Ciencia? ¿Por qué, para quién es la ciencia?
No para los pobres. Por lo tanto, si realmente es necesario para los propósitos de la
ciencia, que se queden con los cadáveres de los ricos, en cuyo beneficio es cultiva-
da dicha ciencia». No hará falta decir que la modesta propuesta de Cobbett jamás
fue considerada y mucho menos adoptada. El miedo y las preocupaciones sobre la
ciencia del siglo XIX persistirían como ingrediente esencial de las energías literarias
góticas que acabarían catapultando el nombre de Bram Stoker a la fama mundial.
Se dice a menudo que la muerte es una parte normal de la vida y esto era particu-
larmente cierto en la Irlanda victoriana. En su gran mayoría la gente moría tal como
había nacido: en su casa, rodeada de su entorno y personas familiares. El proceso de
la muerte no había quedado secuestrado por las clínicas; de hecho, existía un claro
24 ALGO EN L A SANGRE
estigma social unido a la idea misma de morir «en el hospital». No sin motivo, las
instituciones médicas eran a menudo temidas y consideradas poco menos que ta-
natorios, refugio para los desesperados y auténtico último recurso. La esperanza de
vida en Dublín a mediados del siglo XIX era miserablemente corta; vivir más allá de
lo que en la actualidad consideramos la mediana edad podía resultar una agradable
sorpresa incluso en los hogares de la clase media, y un sueño imposible para los
trabajadores y los pobres. Más siniestros aún eran los índices de mortalidad infantil.
Casi una cuarta parte de todos los niños nacidos fallecían antes de alcanzar los cinco
años y entre los más pobres el índice de mortalidad podía aproximarse al cincuenta
por ciento. Aunque la mortandad infantil contribuía a bajar notablemente las esta-
dísticas de la esperanza media de vida, los números globales eran terribles se mire
como se mire. Muchos hijos de clase trabajadora en Gran Bretaña eran inscritos al
nacer en los llamados «clubes de enterramiento», con los que las familias se prote-
gían frente a gastos fúnebres ruinosos o la vergüenza de la fosa común.
A los veintinueve años, Charlotte Matilda Blake Stoker (nacida Thornley) era
una mujer inteligente, ilustrada y progresista procedente de una familia de milita-
res del noroeste de Irlanda. En 1844 se casó con Abraham Stoker, un funcionario
dublinés que le sacaba dieciocho años, y para 1847 la pareja ya tenía dos hijos:
William Thornley (nacido en 1845 y conocido como Thornley) y Charlotte Ma-
tilda (nacida en 1846, conocida como Matilda). El tercero, Abraham Junior, fami-
liarmente conocido y posteriormente célebre como Bram, llegó el 8 de noviembre
de 1847 en el nº 15 de la calle Crescent (en la actualidad Marino Crescent), en
Clontarf, una parroquia costera situada al norte de Dublín. Les seguirían otros
cuatro hijos más: Thomas (1849), Richard (1851), Margaret (1853) y George (1854).
Los Stoker eran grandes partidarios del Dominio Protestante, si bien lo lejos que
pudo llevarles tal dominio durante los años formativos de sus hijos es harina de otro
costal. Abraham provenía de la clase artesana y comercial (su padre manufacturaba
corsés) y fue el primer miembro de su familia que logró acceder a la clase media du-
blinesa o por lo menos metió el pie en sus inferiores y más precarios peldaños como
funcionario público. No obstante, su progreso quedó entorpecido, debido quizás a
cierta carencia de brío personal y profesional, pero también a causa de la presen-
cia cada vez más numerosa de católicos romanos en las esferas pública y comercial.
Bram Stoker llegó al mundo a mediados de un siglo de cambios científicos y
tecnológicos más acelerados y desestabilizadores que todos los experimentados
hasta entonces por los seres humanos. La tensión entre los puntos de vista reli-
giosos y científicos era particularmente pronunciada, y el desarrollo intelectual
y literario del propio Stoker le condujo a toda una vida de malabarismos entre el
1. Publicadas originalmente con los seudónimos de Ellis Bell y Currer Bell, respectivamente.
26 ALGO EN L A SANGRE
Izquierda: Retrato sin fechar de la madre de Bram, Charlotte Stoker. Fotógrafo desconocido.
Derecha: Abraham Stoker, padre de Bram, en 1865. Fotógrafo desconocido.
angustioso. William Thornley había nacido durante el primer año de una ominosa
plaga que afectó a los cultivos de patata y Matilda durante el segundo año de la
misma, aún peor. Fue el comienzo de una pesadillesca tragedia nacional que nadie
podría haber anticipado y nadie podría olvidar. El día de Nochebuena de 1846,
cuando Matilda apenas había cumplido los seis meses, se publicó como parte de
los diarios de sesiones de la Cámara de los Comunes un alarmado informe oficial
en el que se detallaban desventuradas escenas irlandesas «que ninguna lengua ni
pluma podrían transmitir», pero que describía en cualquier caso a una familia de
«seis esqueletos famélicos y cadavéricos, en apariencia muertos» que se habían
«acurrucado en un rincón sobre un poco de paja sucia».
La perturbadora crónica en primera persona proseguía con detalles descripti-
vos que evocaban el lenguaje de las novelas góticas, pero basados en hechos reales:
«Me acerqué horrorizado y descubrí gracias a un suave quejido que seguían con
vida, febriles, cuatro niños y lo que en otro tiempo había sido un hombre. Resulta
imposible entrar en detalles. Bastará decir que en escasos minutos me vi rodeado
por al menos doscientos de tales fantasmas, unos espectros tan aterradores, bien
a causa del hambre o bien de las fiebres, que no hay palabras para describirlos.
Sus chillidos demoniacos siguen resonando en mis oídos y sus horribles imágenes
están grabadas en mi cerebro».
Cuando Charlotte se quedó embarazada con Bram, los efectos de la gran ham-
bruna de la patata ya se habían hecho notar a lo largo y ancho de Irlanda; aparceros
hambrientos y desahuciados acudieron en masa a los arrabales y hospicios de las
ciudades, llevando con ellos la disentería, fiebres y el tifus. Relatos aterradores llega-
ron hasta Dublín desde el condado de Mayo, donde los asilos habían iniciado una
transición inexorable hacia tanatorios. Aproximadamente al mismo tiempo que
Bram era concebido, el Mayo Constitution informaba sobre los siniestros efectos de
la fiebre: «En Ballinrobe el hospicio se halla en un estado completamente deplora-
ble, después de que la pestilencia se ensañase con indigentes, funcionarios y todos
los presentes. De hecho, todo el edificio es un horrendo osario. […] El director ha
caído víctima de esta espantosa enfermedad; su adjunto, un joven que dedicaba sus
energías al bienestar de la Unión, se ha sumado a las víctimas; también la matrona
ha fallecido; y el respetado y estimado galeno ha caído presa de los rigores de la pes-
tilencia debido a sus atenciones constantes a los residentes enfermos».
28 ALGO EN L A SANGRE
Los Stoker soportaron la espantosa crisis sanitaria tras el baluarte de su casa
adosada en Clontarf. El edificio, que todavía perdura, tiene una fachada enga-
ñosamente sencilla, pero sus tres plantas están repletas de elegantes molduras
decorativas, chimeneas de mármol y un singular tabique trasero ligeramente per-
pendicular, nada típico de las construcciones victorianas; sus ventanas traseras
dan a un largo patio trasero por debajo del nivel de calle, accesible a través de la
cocina del sótano. Los alimentos infantiles preparados en esta estancia de gran-
des vigas habrían consistido principalmente en gachas y frangollos de cereales
molidos con agua, aderezados en ocasiones con azúcar. Aún faltaban décadas
para la llegada de los potitos e incluso de la pasteurización. La leche, a pesar de
sus beneficios nutritivos, seguía siendo una opción arriesgada. Ni siquiera existía
una comprensión real de las reglas básicas de la nutrición infantil. Las frutas y
verduras, por ejemplo, estaban ampliamente consideradas perjudiciales para los
muy jóvenes. Teniendo en cuenta tal ignorancia, el azote de la mortalidad infantil
y de las enfermedades prematuras resulta mucho menos sorprendente.
Irónicamente, la misma cocina que proporcionó su nada suntuoso sustento a
los tres hermanos Stoker acabaría siendo, a principios del siglo XX, el escondite
fuertemente protegido de un inigualable festín visual: las joyas de la corona rusa,
adquiridas como fianza a cambio de un préstamo de 25.000 $ realizado por la
República Irlandesa a los bolcheviques, que no tenían ningún uso práctico para
tan extravagante recuerdo de los Romanov. En 1920, Catherine Boland, madre
del patriota irlandés Harry Boland (que ayudó a negociar el préstamo) recibió el
encargo de ocultar el tesoro en el nº 15 de Marino Crescent, que había adquirido
hacía poco. No era una casa ostentosa y no llamaría la atención. Entre las joyas se
encontraba la legendaria corona creada en 1762 para Catalina la Grande, adorna-
da con cinco mil diamantes de la India, perlas y la segunda espinela más grande
del mundo. El precioso alijo permaneció oculto en la casa natal de Bram Stoker
hasta 1950, sin que su ubicación le fuera revelada a nadie hasta después de que la
Unión Soviética hubiese devuelto el préstamo original. Esta historia disparatada
pero cierta no habría estado fuera de lugar en alguna de las novelas de aventuras
que Stoker adoró de joven y que acabaría escribiendo con el tiempo.
Sobre la cocina, la planta baja presume de un largo vestíbulo que conduce has-
ta una antecámara flanqueada por una sala de estar y un salón comedor. Los dos
pisos superiores contienen varios dormitorios, aunque nadie ha conseguido de-
terminar con exactitud cuál era ocupado por cada uno de los hijos de los Stoker.
Bram podría haber compartido una habitación con su hermano o bien podría ha-
ber tenido su propio cuarto de convaleciente. Se ha imaginado que el dormitorio
de Bram podría haber dado a la calle, con vistas al elegante parque con verjas de
hierro que se extiende al otro lado de la calzada y, más allá, un pequeño vislumbre
del mar de Irlanda para alimentar su imaginación soñadora, siendo el parque el
lugar al que posteriormente recordaría haber sido llevado en brazos para yacer
«entre cojines sobre la hierba cuando hacía bueno».
Aunque idílico, también resulta improbable. Los recuerdos episódicos anterio-
res a los dos años (aproximadamente la edad a la que la familia se marchó de Cres-
cent) son universalmente irrecuperables, pues están sometidos al bien estudiado
fenómeno de la amnesia infantil, una parte normal del desarrollo del niño. Los
recuerdos de Bram de cojines y hierba tuvieron que originarse más tarde y en otro
lugar. Además, la costa de Clontarf, que previamente había atraído a nadadores y
bañistas, se estaba convirtiendo en una marisma maloliente en un momento en el
que las «miasmas» y los «vapores» eran responsabilizados de todo tipo de enfer-
medades; en años posteriores, debido a la preocupación originada por la acumu-
lación de aguas fecales, la primera línea de costa quedó completamente enterrada.
A pesar de su cercanía, la desembocadura del Liffey distaba mucho de ser la clase
de sitio a la que unos progenitores preocupados llevarían a un niño enfermo.
El inicio preciso de la dolencia consuntiva de Bram Stoker no quedó registra-
do, pero su bautismo fue pospuesto casi siete semanas, hasta el 30 de diciembre,
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y celebrado en la iglesia protestante de San Juan Bautista, que sigue alzándose en
Clontarf como ruina pintoresca. El lugar resulta apropiadamente sugerente de la
obra maestra gótica publicada por Stoker cincuenta años más tarde. Drácula es,
con diferencia, el principal motivo por el que la mayoría de la gente muestra algún
interés por Stoker en la actualidad, y como éste prefirió no dejar ninguna crónica
detallada de su vida, sólo sus ficciones, no resulta sorprendente que biógrafos, crí-
ticos y ensayistas hayan recurrido desde hace tiempo a imaginativas (y a menudo
forzadas) especulaciones para vincular al rey de los vampiros con una enfermedad
y unos síntomas en principio tan desconcertantes para los testigos como aquellos
padecidos por las víctimas de Drácula.
El vampirismo implica una sangría, una antigua práctica médica todavía am-
pliamente utilizada a mediados del siglo XIX. El doctor Henry Clutterbuck, cuyas
«Conferencias sobre la sangría» aparecieron en la London Medical Gazette en 1838,
les aseguraba a sus lectores que «la sangría es un remedio que, usado con buen juicio,
resulta prácticamente imposible de estimar en demasía. En verdad son pocas las en-
fermedades a las que, en determinados periodos y bajo ciertas circunstancias, no se
les pueda aplicar con gran provecho, con fines paliativos o curativos». El más some-
ro repaso a la literatura médica de la época confirma lo universal de su uso, incluso
para dolencias como el asma infantil y el acné adolescente. Clutterbuck abogaba en
particular por una «aplicación pronta y vigorosa del remedio» a las «afecciones in-
flamatorias del cerebro que tan comunes son durante los primeros años de vida». El
concepto de «fiebre cerebral» en el siglo XIX era notablemente elástico y parece haber
comprendido cualquier síntoma entre la meningitis y los simples cambios de humor.
Un niño afligido de fiebres, «pierde el apetito, se queja de que tiene sed, se muestra
lánguido y carente de espíritu; su sueño es escaso e inquieto», observaba Clutterbuck.
Un niño lánguido como Bram Stoker, que mostraba indicios de debilidad mo-
tora crónica, habría sido un candidato idóneo para la flebotomía. Los médicos
que practicaban las sangrías habían dejado de invocar el principio del equilibrio
humoral, un concepto que se remontaba a la antigüedad; pero otra idea no menos
primitiva, la de la plétora o exceso de sangre como origen de la enfermedad, se-
guía bastante en boga. Si Bram fue tratado por médicos, tuvo que ser en casa. Los
hospitales, particularmente en aquella época de fiebres provocadas por la ham-
bruna, eran un último recurso en el mejor de los casos. Las sangrías se realizaban
de tres maneras: con bisturí, colocando un vaso caliente que creaba un vacío o
recurriendo a sanguijuelas medicinales. En aquel momento, Gran Bretaña impor-
taba anualmente casi cuarenta millones de sanguijuelas medicinales de Francia.
Ya que el propio Drácula es descrito por Stoker como «una asquerosa sanguijuela,
La piel de mi garganta empezó a cosquillear, tal como lo hace la carne de uno cuan-
do la mano que va a hacer las cosquillas se aproxima cada vez más. Pude sentir el
suave, tembloroso roce de los labios sobre la supersensible piel de mi garganta, y
luego los duros picos de dos colmillos puntiagudos, rozándome y deteniéndose ahí.
Cerré los ojos en un lánguido éxtasis y esperé... Esperé con el corazón palpitante.
Existe un viejo dicho, «cuando la sangre fluye, el peligro ha pasado», que explica
en gran medida las antiguas prácticas de los sacrificios humanos y animales, y el ali-
vio de la tensión sexual a través del fetichismo de la sangre. De joven, Stoker se senti-
ría poderosamente atraído por la poesía de Walt Whitman, el cual escribió de manera
casi extática en Hojas de hierba sobre el hecho de sangrar: «¡Gotas fluyen! Abando-
nando mis venas azules / ¡Oh, gotas de mí mismo! Gotas lentamente fluyendo».
Las sangrías, con su inevitable relación con los vampiros, no sólo suponen una
posibilidad en la infancia de Bram Stoker, sino una probabilidad. A pesar de todos
los avances experimentados en el siglo XIX por la cirugía y los estudios anató-
micos (en complicidad con los ladrones de cadáveres), a la hora de curar a los
enfermos los médicos de principios de siglo seguían contando con una serie de
recursos extremadamente limitada. La reputación de un médico bien considerado
dependía por lo general de un trato consolador junto al lecho del enfermo, una
dosis juiciosa de baladronadas y misterio profesional y cierta generosidad con el
opio, por no mencionar una plétora de buena suerte continuada.
Y sanguijuelas.
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normanda sin duda acarreaba consigo asociaciones legendarias para su hijo: la me-
dieval Torre de los Archivos (la parte más antigua que aún perdura como parte de
un complejo repetidas veces renovado desde su construcción en 1204) solía exhibir
en sus almenas las cabezas empaladas de los traidores a Irlanda. Aún vigoroso en la
mediana edad, se cuenta que Stoker padre iba caminando a trabajar todos los días,
un enérgico trayecto de hora y cuarto desde Clontarf, siguiendo la carretera de
North Strand hasta llegar al bullicio comercial de la calle Talbot, para luego des-
cender por la calle Sackville y cruzar el puente de Carlisle (en la actualidad, calle y
puente O’Connell) hasta llegar al centro de la ciudad, en la orilla sur. Bien puede
ser que las crónicas familiares sobre las caminatas diarias de Abraham sean una
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de Udolfo, 1794; El italiano, 1797), Matthew Lewis (el cual apenas había terminado
de madurar cuando publicó El monje a la edad de diecinueve años en 1796), y el
clérigo irlandés Charles Maturin (Melmoth el errabundo, 1820). Para los lectores
irlandeses protestantes, estas novelas destilaban los complicados sentimientos de
una prolongada lucha sectaria. Las novelas góticas representaban el catolicismo
con escabroso —y atrayente— salvajismo. Las crueles depravaciones de villanos
como Ambrosio, el lujurioso capuchino de El monje (parte de cuya descripción y
comportamiento sería apropiada casi al pie de la letra por Stoker para delinear al
conde Drácula), resultaban sensacionalmente atractivas para lectores como Char-
lotte y, más tarde, su hijo, rezumando toda la infalible fascinación de lo prohibido,
una dinámica que el historiador irlandés R. F. Foster describe como «una mezcla
de repulsión y envidia» por la magia del catolicismo.
Charlotte también leyó las obras de Edgar Allan Poe, y cerca del final de su vida
compararía superlativamente a su hijo con el mundialmente famoso autor de los
Cuentos de imaginación y misterio. «Poe ni se te acerca», le escribió en 1897 con mo-
tivo de la publicación de Drácula. Lo cual es mucho decir, ya que los terrores tan-
to de «La máscara de la muerte roja» como de «El entierro prematuro» quedaban
prácticamente eclipsados por los acontecimientos vividos por la propia Charlotte
en su infancia. A los trece años, presenció personalmente en Sligo los horrores de
la epidemia de cólera que en 1832 se llevó más de veinticinco mil vidas. A petición
de Bram, Charlotte escribió la historia en 1873.
En los días lejanos de mi juventud […] nuestro mundo se vio sacudido con el
temor de una nueva y terrible plaga que asolaba todas las tierras por las que iba
pasando. Y tan regular era su avance que los hombres podían adivinar dónde
aparecería a continuación y casi hasta el día en el que podían esperar su llegada.
Era el Cholera, que apareció por primera vez en Europa occidental. Y su completa
rareza, y la falta de experiencia o conocimiento de su naturaleza o de la mejor
manera de resistir su ataque por parte del hombre, acrecentó si cabe sus horrores.