Cuentos Argentinos - Fútbol
Cuentos Argentinos - Fútbol
Cuentos Argentinos - Fútbol
TAPA
Contratapa
A pedido del público se reúnen en este volumen todos los cuentos relacionados con el
fútbol escritos hasta ahora por Fontanarrosa e incluidos en sus libros ya publicados.
Flechado por la ¨pasión de multitudes desde siempre y para siempre, Fontanarrosa no
sólo es capaz de quedarse en su habitación de hotel en una soleada tarde en París porque
televisan un partido entre Galatasaray y el Feyenoord (además amistoso), sino que
practicó el fútbol amateur en ligas barriales de su Rosario natal. Y, como rosarino, hizo
su opción: entre leprosos y canallas, eligió a estos como una instancia vital. Pocos
ignoran que es hincha de Rosario Central, pero esta devoción no le impide disfrutar con
las artes futbolísticas de cualquier tipo que las exhiba, así fuere parándose ante un
baldío donde los arcos están marcados por los bolsos.
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PORTADA
CRÉDITOS Y LEGALES
ISBN 950-511-297-1
Depósito legal: B. 4.772-1975
ÍNDICE
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PRÓLOGO
No crecí queriendo ser como Julio Cortázar. Crecí queriendo ser como Ermindo Onega.
Por eso llegué a la literatura por la puerta de atrás, con los botines embarrados
y repitiendo siempre el viejo chiste: “Mi fracaso en el fútbol obedece a dos motivos.
Primero: mi pierna derecha. Segundo: mi pierna izquierda”. Tal vez por eso, todo
prolegómeno que demore un partido de fútbol, me molesta.
La ceremonia de los himnos, las fotografías previas, la entrega de alguna plaqueta, los
proyectiles que caen sobre el arco de los visitantes dilatando el inicio del encuentro,
me sacan de quicio. Y algo de eso se trasunta en el cuento mío que integra este libro.
Conocedor de esa ansiedad por el pitazo inicial, sabiendo la expectativa que a uno lo
carcome hasta el momento en que empieza a correr la pelota, abreviaré en lo posible
este dichoso prólogo. Entiendo largamente el deseo imperioso del amigo lector por
deleitarse con un Juan Sasturain, un Pacho O’Donnell, un Negro Dolina o un Gordo
Soriano. Figuras que quizás, caprichosamente —junto con Costantini, Fernández
Moreno y quien esto escribe—, pueden ir al banco de suplentes si el primer equipo
forma, como se anuncia, con Saccomanno, Cohen o Lucero, Fresán, Borges y
Valenzuela; Gandolfo, Heker y Bioy Casares; Feinmann, Mayer
y Libertella. Pero es bueno aclarar que, en esta lista de buena fe y mejor letra, no hay
titulares ni suplentes. La editorial nos ha prometido que todos podremos lucirnos, ya
que este maravilloso grupo humano es como si fuera una gran familia. Tanto que, vale
consignarlo para evitar sorpresas, queridos aficionados al viril deporte del balompié,
Inés Fernández Moreno, Liliana Heker y Luisa Valenzuela han sido aceptadas en el
plantel siendo, como sus nombres lo indican, mujeres. Bellas literatas que acceden a
este mundillo supuestamente de hombres cabalgando en el crecimiento del fútbol
femenino y en la innegable pasión que alberga en el corazón de toda niña argentina.
Y basta de palabras. Señores, a lo nuestro. Que la pelota está en el centro del campo, el
árbitro consulta con sus asistentes y ya damos vuelta la primera página de este partido
para gozar del juego que los argentinos, como diría el Serrat, mejor jugamos y más nos
gusta.
Roberto Fontanarrosa
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TEXTO
Viejo turista de la zona de Nuñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su
lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al
amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina
de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por
aquel entonces una a modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena
de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo
habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo,
me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de
cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado.
Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino
doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último
triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió,
mate va, mate viene, pormenores de bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete.
Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis
mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de
romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de
la intervención de Zarlenga y Parodi, conviertiera el centrohalf Renovales, tras aquel
pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto, el prohombre dio
una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel
que sueña en voz alta:
-Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres.
-¿Alias? -pregunté, gemebundo-. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es
Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?
La respuesta me aflojó todos los miembros.
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don
Domecq?
En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería
hablarle al señor.
-¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? -exclamé- ¿El animador de la sobremesa
cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De
verás que se llama Ferrabás?
-Que espere -ordenó el señor Savastano.
-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? - aduje con
sincera abnegación.
-Ni se le ocurra -contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da…
Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el
bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar.
La voz presidencial dictaminó:
-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto,
por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de
Musante a Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación,
imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.
Junté fuerzas para aventurar la pregunta:
-¿Debo deducir que el score se digita?
Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a
pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los
locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se
jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al
igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo
hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
-Señor, ¿quién inventó las cosas? -atiné a preguntar.
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las
inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no
existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la
publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos.
-¿Y la conquista del espacio? -gemí.
-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no
lo neguemos, del espectáculo cientifista.
-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces
en el mundo no pasa nada?
-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género
humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa
amarilla. ¿Qué mas quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del
progreso que se impone.
-¿Y si se rompe la ilusión? -dije con un hilo de voz.
-Qué se va a romper -me tarnquilizó. -Por si acaso, seré una tumba -le prometí-. Lo juro
por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por
Renovales.
-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer. Sonó el teléfono. El presidente portó el
tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.
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[1] Significa “Existir es ser percibido” según el idealismo subjetivo de Berkeley. Este cuento,
pertenece a los los relatos detectivescos Seis problemas para don Isidro Parodi (publicada en 1942)
escritos a la limón entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Tienen como autor imaginario a
Honorio Bustos Domecq, quien supuestamente fue un escritor precoz que publicó a la edad de 10 años,
polígrafo, inspector de enseñanza y defensor de pobres. Posteriormente, Borges y Bioy Casares
publicaron con el mismo seudónimo Crónicas de Bustos Domecq (1967), de donde se extrae este cuento.
[2] Gervasio Montenegro es colega imaginario de Honorio Bustos Domecq, y también aparece en los
relatos, como un célebre actor acusado de asesinato en algunos realtos.
[4] Situado
[5] Hoy mas que nunca, apoyado por los medios de comunicación a su servicio ¿o al revés?, el
gobierno de la República intenta conseguir, y mucho ha logrado, que la afición siga creyendo en los
partidos que transmiten. Mucho han de deberle a Ferrarás y don Tulio Savastano.
DIEGUITO
Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su
madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un
niño de 8 años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido dos
veces el primer grado- taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en
el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía,
vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya
que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para
colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en
seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito:
síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al
padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a
la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo,
precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer
con una pelota?
Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba
temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su
padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de
calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y
jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.
Cierto día, un día en el que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las
calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un
poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así
de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un
descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan
hermoso? Corrió -¿alegremente? - a través del descampado y se detuvo junto al coche.
Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima
sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí
dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.
Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un
suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los
entrenamientos de su equipo. Hubo polémica, reportajes a variadas personalidades
(desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas
perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser
arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A
dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado
Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora,
desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban
en el dolor, en la soledad y en la humillación de no pode mirarse a un espejo. Ellos, en
quienes se había reflejado el gran país del sur.
En el medio de la tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la
alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el
pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, preguntó a la madre. "No sé",
respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -Como si
hubiera, demoradamente, recordado algo inusual- añadió: "Sólo hay algo extraño".
"Qué", preguntó el padre. "No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado,
el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó porque no
iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre
le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni
sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios". La madre fue en busca de Dieguito.
Le preguntó porque hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo
que son gerundios".
Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus
padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota.
Que se pudriera ese infeliz: sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este
mundo.
Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso,
nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones?
¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con
semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el
padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender
la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo
consiguieron: estaba cerrada. "¡Dieguito!", chilló el padre. "¡Abrí la puerta, pequeño
idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la
abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en
que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en
Colombia con Gardel, sino que estaba ahí, sobre la mesa, y el olor era insoportable y
había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito con,
con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la
madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo
idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre
a los dominios de la grandeza) sólo respondió:
-Dieguito armando Maradona.