Cuentos Argentinos - Fútbol

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TAPA

Cuentos de Fútbol Argentino


Selección y prólogo de Roberto Fontanarrosa
Editorial Alfaguara

Contratapa

A pedido del público se reúnen en este volumen todos los cuentos relacionados con el
fútbol escritos hasta ahora por Fontanarrosa e incluidos en sus libros ya publicados.
Flechado por la ¨pasión de multitudes desde siempre y para siempre, Fontanarrosa no
sólo es capaz de quedarse en su habitación de hotel en una soleada tarde en París porque
televisan un partido entre Galatasaray y el Feyenoord (además amistoso), sino que
practicó el fútbol amateur en ligas barriales de su Rosario natal. Y, como rosarino, hizo
su opción: entre leprosos y canallas, eligió a estos como una instancia vital. Pocos
ignoran que es hincha de Rosario Central, pero esta devoción no le impide disfrutar con
las artes futbolísticas de cualquier tipo que las exhiba, así fuere parándose ante un
baldío donde los arcos están marcados por los bolsos.
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PORTADA

Cuentos de Fútbol Argentino


Selección y prólogo de Roberto Fontanarrosa
Editorial Alfaguara
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CRÉDITOS Y LEGALES

Cuentos de Fútbol Argentino


©1993, Editorial Alfaguara S.A

Diseño de tapa: Nombre y Apellido del Alumno

La presente edición es propiedad de Editorial Alfaguara, S.A.


Honorio Pueyrredón 571 (1405)
Ciudad de Buenos Aires Argentina

ISBN 950-511-297-1
Depósito legal: B. 4.772-1975

Este libro se terminó de imprimir en el mes de abril de 2016 en impresiones SUD


AMERICA, Andres Ferreyra 3769, Bs.As, Argentina

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


Impreso en Argentina-Printed in Argentina.
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ÍNDICE

Esse est percipi 11


Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges
Fantasía española 15
Marcelo Cohen
Insai derecho 27
Humberto Costantini
Apuntes del fútbol en Flores 39
Alejandro Dolina
Dieguito 47
José Pablo Feinmann
Milagro en Parque Chas 51
Inés Fernández Moreno
Escenas de la vida deportiva 57
Roberto Fontanarrosa
Final 71
Rodrigo Fresán
El visitante 75
Elvio E. Gandolfo
La música de los domingos 85
Liliana Heker
La cifra redonda 91
Héctor Libertella
Hoy comienza el campeonato y habrá fiesta para rato 95
Diego Lucero
Ver o jugar 101
Marcos Mayer
Falucho 109
Pacho O’Donnell
Tránsito 145
Guillermo Saccomanno
Campitos 149
Juan Sasturain
Gallardo Pérez, referí 185
Osvaldo Soriano
El mundo es de los inocentes 193
Luisa Valenzuela

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PRÓLOGO

No crecí queriendo ser como Julio Cortázar. Crecí queriendo ser como Ermindo Onega.
Por eso llegué a la literatura por la puerta de atrás, con los botines embarrados
y repitiendo siempre el viejo chiste: “Mi fracaso en el fútbol obedece a dos motivos.
Primero: mi pierna derecha. Segundo: mi pierna izquierda”. Tal vez por eso, todo
prolegómeno que demore un partido de fútbol, me molesta.
La ceremonia de los himnos, las fotografías previas, la entrega de alguna plaqueta, los
proyectiles que caen sobre el arco de los visitantes dilatando el inicio del encuentro,
me sacan de quicio. Y algo de eso se trasunta en el cuento mío que integra este libro.
Conocedor de esa ansiedad por el pitazo inicial, sabiendo la expectativa que a uno lo
carcome hasta el momento en que empieza a correr la pelota, abreviaré en lo posible
este dichoso prólogo. Entiendo largamente el deseo imperioso del amigo lector por
deleitarse con un Juan Sasturain, un Pacho O’Donnell, un Negro Dolina o un Gordo
Soriano. Figuras que quizás, caprichosamente —junto con Costantini, Fernández
Moreno y quien esto escribe—, pueden ir al banco de suplentes si el primer equipo
forma, como se anuncia, con Saccomanno, Cohen o Lucero, Fresán, Borges y
Valenzuela; Gandolfo, Heker y Bioy Casares; Feinmann, Mayer
y Libertella. Pero es bueno aclarar que, en esta lista de buena fe y mejor letra, no hay
titulares ni suplentes. La editorial nos ha prometido que todos podremos lucirnos, ya
que este maravilloso grupo humano es como si fuera una gran familia. Tanto que, vale
consignarlo para evitar sorpresas, queridos aficionados al viril deporte del balompié,
Inés Fernández Moreno, Liliana Heker y Luisa Valenzuela han sido aceptadas en el
plantel siendo, como sus nombres lo indican, mujeres. Bellas literatas que acceden a
este mundillo supuestamente de hombres cabalgando en el crecimiento del fútbol
femenino y en la innegable pasión que alberga en el corazón de toda niña argentina.
Y basta de palabras. Señores, a lo nuestro. Que la pelota está en el centro del campo, el
árbitro consulta con sus asistentes y ya damos vuelta la primera página de este partido
para gozar del juego que los argentinos, como diría el Serrat, mejor jugamos y más nos
gusta.

Roberto Fontanarrosa

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TEXTO

ESSE EST PERCIPI

Viejo turista de la zona de Nuñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su
lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al
amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina
de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por
aquel entonces una a modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena
de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo
habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo,
me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de
cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado.
Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino
doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último
triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió,
mate va, mate viene, pormenores de bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete.
Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis
mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de
romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de
la intervención de Zarlenga y Parodi, conviertiera el centrohalf Renovales, tras aquel
pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto, el prohombre dio
una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel
que sueña en voz alta:
-Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres.
-¿Alias? -pregunté, gemebundo-. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es
Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?
La respuesta me aflojó todos los miembros.
-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don
Domecq?
En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería
hablarle al señor.
-¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? -exclamé- ¿El animador de la sobremesa
cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De
verás que se llama Ferrabás?
-Que espere -ordenó el señor Savastano.
-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? - aduje con
sincera abnegación.
-Ni se le ocurra -contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da…
Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el
bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar.
La voz presidencial dictaminó:
-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto,
por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de
Musante a Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación,
imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.
Junté fuerzas para aventurar la pregunta:
-¿Debo deducir que el score se digita?
Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.
-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a
pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los
locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se
jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al
igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo
hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
-Señor, ¿quién inventó las cosas? -atiné a preguntar.
-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las
inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no
existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la
publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos.
-¿Y la conquista del espacio? -gemí.
-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no
lo neguemos, del espectáculo cientifista.
-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces
en el mundo no pasa nada?
-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género
humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa
amarilla. ¿Qué mas quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del
progreso que se impone.
-¿Y si se rompe la ilusión? -dije con un hilo de voz.
-Qué se va a romper -me tarnquilizó. -Por si acaso, seré una tumba -le prometí-. Lo juro
por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por
Renovales.
-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer. Sonó el teléfono. El presidente portó el
tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.

_______________________
[1] Significa “Existir es ser percibido” según el idealismo subjetivo de Berkeley. Este cuento,
pertenece a los los relatos detectivescos Seis problemas para don Isidro Parodi (publicada en 1942)
escritos a la limón entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Tienen como autor imaginario a
Honorio Bustos Domecq, quien supuestamente fue un escritor precoz que publicó a la edad de 10 años,
polígrafo, inspector de enseñanza y defensor de pobres. Posteriormente, Borges y Bioy Casares
publicaron con el mismo seudónimo Crónicas de Bustos Domecq (1967), de donde se extrae este cuento.
[2] Gervasio Montenegro es colega imaginario de Honorio Bustos Domecq, y también aparece en los
relatos, como un célebre actor acusado de asesinato en algunos realtos.

[3] Meollo, Quid del asunto

[4] Situado

[5] Hoy mas que nunca, apoyado por los medios de comunicación a su servicio ¿o al revés?, el
gobierno de la República intenta conseguir, y mucho ha logrado, que la afición siga creyendo en los
partidos que transmiten. Mucho han de deberle a Ferrarás y don Tulio Savastano.

APUNTE DE FÚTBOL EN FLORES

En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios.


Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el
engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas
que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios. La
lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona.
La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia,
la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el
llanto.
Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a
los cracks tanto como a los artistas o a los héroes.
Se asegura que los muchachos del Angel Gris tenían un equipo. La opinión general
suele identificarlo con el legendario Empalme San Vicente, conocido también como el
Cuadro de las Mil Derrotas.
Según parece, a través de modestas giras, anduvieron por barriadas hostiles, como
Temperley, Caseros, Saavedra, San Miguel, Florencio Varela, San Isidro, Barracas,
Liniers, Nuñez, Palermo, Hurlingham o Villa Real.
El célebre puntero Héctor Ferrarotti llevó durante muchos años un cuaderno de
anotaciones en el que, además de datos estadísticos, hay noticias muy curiosas que vale
la pena conocer.
En Villa Rizzo, todos los partidos terminan con la aniquilación del equipo visitante.
Si un cuadro tiene la mala ocurrencia de ganar, su destrucción se concreta a modo de
venganza. Si el resultado es una igualdad, la biaba obra como desempate. Y si, como
ocurre casi siempre, los visitantes pierden, la violencia toma el nombre de castigo a la
torpeza.
En ciertas ocasiones, los partidos deben suspenderse por la lluvia u otras
circunstancias. En ningún caso se extrañara la estrolada, que llegara sin fútbol previo,
pura, ayuna de pretextos.
En Caseros hubo una cancha entrañable que tenía un árbol en el medio y que estaba
en los terrenos de una casa abandonada.
En un potrero de Palermo, había oculta entre los yuyos una canilla petisa que
malograba a los delanteros veloces.
Cierto equipo de Merlo jugaba con una pelota tan pesada que nadie se atrevió nunca
a cabecearla.
En un lugar preciso de la cancha de Piraña acecha el demonio. A veces los jugadores
pisan el sector infernal, adquieren habilidades secretas, convierten muchos goles,
triunfan en Italia, se entregan al lujo y se destruyen.
Otras veces los jugadores pisan al revés y se entorpecen, juegan mal, son excluidos
del equipo, abandonan el deporte, se entregan al vicio y se destruyen.
Hay quienes no pisan jamás el coto del diablo y prosiguen oscuramente sus vidas,
padecen desengaños, pierden la fe y se destruyen.
Conviene no jugar en la cancha de Piraña.
Las últimas páginas del cuaderno de Ferrarotti contienen historias ajenas. Algunas de
ellas muestran un conmovedor afán literario. Veamos.

EL TIPO QUE PASABA POR AHÍ


Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno
o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la
vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar
en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como
Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el
jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su
existencia.
Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron
su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un
genio. Jugaba y hacia jugar. Convirtió seis goles y realizo hazañas inolvidables. Nunca
nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros
desafíos ajenos.
Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños,
pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo.
Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera
división, pero nadie se contenta con este juicio. La mayoría ha preferido sospechar que
era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más
cariño a los comedidos que juegan de relleno.

EL JUEZ DEMASIADO JUSTO


El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un
bombero de cartel quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más
justo. Tal vez era demasiado justo.
De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver que sancionaba alguna inacción:
sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias
personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y
siempre procuraría favorecer a los buenos y castigar a los canallas.
Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre
tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o
alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio
del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a
un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los
cancheros y los compadrones se van al descenso.
Parece increíble. Sin embargo, todos hemos conocido árbitros de locura inversa,
amigos o lacayos de los sobradores, por temor a ser sus víctimas, inflexibles con los
débiles y condescendientes con los matones.
Una tarde casi lo matan en Ciudadela. Los Hombres Sensibles de Flores se
lamentaron no haber estado ahí para hacerse dar una piña en su homenaje.

EL PATIO DE LAS PELOTAS PERDIDAS


Los demonios ladrones andan merodeando cerca de las canchas. Cuando la pelota se
va lejos, la ocultan entre los yuyales o en las zanjas para que los jugadores no puedan
encontrarla. Ya en la noche, llevan las pelotas perdidas a un patio secreto.
Los demonios realizan además acuerdos infames con vecinos chúcaros. Y en las
madrugadas recorren techos, canaletas y terrazas para comprobar su despojo.
Nadie lo sabe, pero en el patio están todas las pelotas perdidas: duras reliquias con
tiento, flamantes cueros profesionales, humildes "Pulpo' de goma, infames bolas de
plástico que doblan en el aire, ásperas veteranas que han conocido mil costurones.
Un día entre los días vendrá del sur un duende bienhechor que ha de sacar las pelotas
cautivas para devolverlas a sus dueños Y todos sentirán la emoción de revivir viejos
piques olvidados.

INSTRUCCIONES PARA ELEGIR EN UN PICADO


Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen para jugar,
tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quienes integrarán los dos
bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada
uno de ellos elige alternativamente a sus futuros compañeros.
Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos, quedando para el
final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances.
El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la
vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin
eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años,
muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más
demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que las decisiones no
siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a
saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían
ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más
queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran
tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno
juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo
alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es
invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria
con los extraños o los indeseables.

EL ÚLTIMO PARTIDO DE ROSENDO BOTTARO


Había jugado muchos años en primera. Ahora, los muchachos lo habían convencido
para que integrara un cuadro de barrio en un torneo nocturno.
—Con usted Bottaro no podemos perder
Bottaro no era un pibe, pero tenía clase. Confiaba en su toque, en su gambeta corta,
en su tiro certero.
Su aparición en la cancha mereció algún comentario erudito:
—Ese es Bottaro, el que jugó en Ferro, o en Lanús...
Se permitió el lujo de unos malabarismos truncos antes de empezar el partido.
La noche era oscura y fría. Las tristes luces de la cancha de Urquiza dejaban amplias
llanuras de tinieblas donde los wines hacían maniobras invisibles.
En la primera jugada, Bottaro comprendió que estaba viejo. Llegó tarde, y él sabía
que la tardanza es lo que denuncia a los mediocres: los cracks llegan a tiempo o no se
arriesgan.
Pero no se achicó. Fue a buscar juego más atrás y no tuvo suerte. Se mezcló con los
delanteros buscando algún cabezazo y la pelota volaba siempre alto.
Apeló a su pasta de organizador: gritó con firmeza pidiendo calma o preanunciando
jugadas, pero sus vaticinios no se cumplieron. Ya en el segundo tiempo, dejó pasar
magistralmente una pelota entre sus piernas pero el que lo acompañaba no entendió la
agudeza.
Después se sintió cansado. Oyó algunas burlas desde la escasa tribuna. En los
últimos minutos no se vio. A decir verdad, cuando terminó el partido, ya no estaba. Lo
buscaron para que devolviera su camiseta, pero el hombre había desaparecido. Algunos
pensaron que se había extraviado en las sombras del lateral derecho.
Esa noche, unos chicos que vendían caramelos en la estación vieron pasar por el
caminito de carbonilla a un hombre canoso vestido con casaca roja y pantalón corto.
Dicen que iba llorando.
Los Refutadores de Leyendas definen el fútbol como un juego en que veintidós
sujetos corren tras de una pelota. La frase, ya clásica, no dice mucho sobre el fútbol,
pero deschava sin piedad a quien la formula. El mismo criterio permite afirmar que las
novelas de Flaubert son una astuta combinación de papel y tinta. ¡Líbrenos Dios de
percibir el mundo con este simple cinismo!
El fútbol es -yo también lo creo- el juego perfecto.
Hoy que el destino ha querido hacernos campeones mundiales, conviene decirlo
apasionadamente.
Lejos de las metáforas oficiales que nos invitan a seguir el ejemplo de nuestros
futbolistas para encontrar el destino nacional, yo apenas cumplo con homenajear a
Bottaro, a Ferrarotti, a Luciano, a los miles de pioneros atorrantes que impartieron una
ética, una estética, tal vez una cultura, cuyo inapelable resultado son los goles
superiores, memorables, excelentísimos de Diego Maradona.

DIEGUITO

Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su
madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un
niño de 8 años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido dos
veces el primer grado- taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en
el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía,
vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya
que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para
colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en
seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito:
síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al
padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a
la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo,
precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer
con una pelota?
Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba
temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su
padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de
calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y
jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.
Cierto día, un día en el que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las
calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un
poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así
de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un
descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan
hermoso? Corrió -¿alegremente? - a través del descampado y se detuvo junto al coche.
Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima
sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí
dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.
Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un
suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los
entrenamientos de su equipo. Hubo polémica, reportajes a variadas personalidades
(desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas
perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser
arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A
dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado
Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora,
desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban
en el dolor, en la soledad y en la humillación de no pode mirarse a un espejo. Ellos, en
quienes se había reflejado el gran país del sur.
En el medio de la tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la
alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el
pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, preguntó a la madre. "No sé",
respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -Como si
hubiera, demoradamente, recordado algo inusual- añadió: "Sólo hay algo extraño".
"Qué", preguntó el padre. "No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado,
el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó porque no
iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre
le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni
sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios". La madre fue en busca de Dieguito.
Le preguntó porque hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo
que son gerundios".
Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus
padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota.
Que se pudriera ese infeliz: sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este
mundo.
Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso,
nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones?
¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con
semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el
padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender
la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo
consiguieron: estaba cerrada. "¡Dieguito!", chilló el padre. "¡Abrí la puerta, pequeño
idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la
abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en
que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en
Colombia con Gardel, sino que estaba ahí, sobre la mesa, y el olor era insoportable y
había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito con,
con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la
madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo
idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre
a los dominios de la grandeza) sólo respondió:
-Dieguito armando Maradona.

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