El Crecimiento de La Mente - Stanley Greenspan PDF
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El Crecimiento de La Mente - Stanley Greenspan PDF
GREENSPAN
Beryl Lieff Benderly
EL CRECIMIENTO
DE LA MENTE
PAIDÓS
Barcelona
Buenos Aires
México
Introducción
LOS PROCESOS
QUE CONSTRUYEN LA
MENTE
Capítulo 1
La construcción emocional
de la mente
Los conocimientos extraídos de nuestro trabajo con niños autísticos nos han
permitido comprender el desarrollo intelectual de otra manera. Nos preguntamos cómo
surgen, en circunstancias normales y en ausencia de dificultades biológicas, estas
capacidades que los niños autísticos únicamente desarrollan tras horas v horas de
terapia y de intenso trabajo con sus padres. ¿Cómo aprenden la mayoría de los niños a
pensar? A partir de nuestras observaciones de bebés v niños hemos delimitado una
serie de etapas que esbozaremos aquí brevemente v desarrollaremos con mas detalle
en los siguientes capítulos.
Un bebé comienza la tarea inacabable del aprendizaje del mundo que le rodea a
través de los medios que están a su disposición, que, en esta etapa de la vida, son las
sensaciones más elementales, como, por ejemplo, el tacto y el sonido. La forma en que
los bebes aprenden a atender, a discriminar y a integrar estas sensaciones, es conocida
desde hace bastantes años. Las emociones de los niños, cada vez más complejas,
están, a su vez, bien descritas en otros estudios. En estas investigaciones sobre las
percepciones iniciales y la cognición, por un lado, y el desarrollo emocional, por otro,
no se ha tenido en cuenta, en cierta medida, una observación aparentemente obvia
cuya importancia no debe infravalorarse. En circunstancias normales, cada sensación,
cuando es registrada por el niño, también origina algún afecto o una emoción. De esta
forma, el niño responde según el efecto físico y emocional que se ejerce sobre su per -
sona. Así, una sabana puede tener un tacto suave y agradable o áspero y molesto; un
juguete puede tener un color rojo brillante y resultar estimulante o aburrido; una voz
puede sonar fuerte y ser atractiva o poner los nervios de punta; la mejilla de mamá
puede tener un tacto suave y maravilloso o áspero y desagradable. El niño puede
sentirse seguro cuando mama le abraza o sentir miedo cuando se lo quita de encima. A
medida que la experiencia del bebé va evolucionando, las impresiones sensoriales se
van asociando, progresivamente, a los sentimientos. Esta codificación dual de la
experiencia constituye la clave para comprender la forma en que las emociones
organizan las capacidades intelectuales y crean, realmente, un sentido del sí mismo.
Los seres humanos ya comienzan a asociar los fenómenos y los sentimientos al
principio de su existencia. Incluso bebes de escasos días de vida reaccionan ya
emocionalmente ante las sensaciones, prefiriendo, por ejemplo, la voz o el perfume de
mamá a otros sonidos u olores. Succionan de forma más vigorosa cuando les ofrecemos
líquidos dulces de buen sabor. Bebés ya algo mayores se mostrarán alegres y dedicarán
mayor atención a determinadas personas, las «favoritas», mien tras que ignorarán a
otras. A la edad de cuatro meses, los niños pueden reaccionar con miedo ante la
presencia o la voz de determinada persona.
Un hecho recientemente descubierto constituye otro aspecto de esta nueva manera
de entender el pensamiento y la emoción: una determinada sensación no produce
necesariamente la misma respuesta en cada individuo. Las diferencias congénitas de las
características sensoriales, por ejemplo un sonido de determinada frecuencia o volumen
- imaginemos una voz extremadamente aguda-, pueden resultar estimulantes v
tonificantes para una persona mientras que, para otra, pueden resultar penetrantes e
hirientes como una sirena. Una luz de determinada intensidad puede parecer alegre a
una persona pero irritante v deslumbrante a otra. Una caricia amable puede resultar
tranquilizadora o terriblemente dolorosa - como cuando rozarlos la piel quemada por el
sol -según las características del niño. A pesar de las creencias, largamente asumidas,
de que todos experimentamos sensaciones, como los sonidos y el tacto, de forma más o
menos similar, ahora sabemos que existen variaciones sig nificativas en la forma en que
los individuos procesan la información sensorial, por sencilla que ésta sea. Una
determinada sensación puede tener, así, muchas repercusiones emocionales distintas en
diferentes personas: placer, por ejemplo, en un caso, pero ansiedad en otro. Cada uno
de nosotros recopila inconscientemente su personal y, a veces, bastante idiosincrásico
fichero de reacciones afectivas ante las experiencias sensoriales.
Las primeras experiencias sensoriales que tiene un bebé se presentan en un
contexto relacional que le otorga un especial significado emoci onal.
Independientemente de que sean positivos o negativos, prácticamente todos los afectos
iniciales de los niños implican a las personas de las que depende, íntegramente, su
supervivencia y que desempeñan sus responsabilidades de una forma que va desde una
educación sobreprotectora en exceso hasta una desatención casi total. La toma del
biberón puede significar la bendición del amor y de la saciedad en el caso de una madre
dulce y generosa, o temor si la cuidadora se muestra autoritaria y le arrebata la tetina
siguiendo un esquema rígido. El jugueteo con el pelo de mamá puede dar pie a risas o a
una reprimenda encolerizada.
A medida que los niños van creciendo y exploran, cada vez más, el mundo que les
rodea, las emociones les ayudan a comprender incluso lo que parecen relaciones físicas
y matemáticas. Nociones tan sencillas como caliente o frío, por ejemplo, puede que sólo
parezcan sensaciones puramente físicas, pero el niño aprende «demasiado caliente»,
«demasiado frío» y «temperatura correcta‖ a través de baños placenteros o baños
desagradables, biberones fríos o «en su punto» y demasiada o muy poca ropa, en otras
palabras, a través de sensaciones codificadas por sus respuestas emocionales.
Percepciones algo más complejas, como grande o pequeño, más o menos, aquí o allá,
tienen un origen similar. «Mucho» es algo más de lo que hace feliz a un niño.
«Demasiado pequeño» es menos de lo esperado. «Más» constituye otra dosis de placer
o, a veces, de malestar. «Cerca» significa estar acurrucado junto a mamá e n la cama.
Después, un frustrante compás de espera.
Los conceptos abstractos y, aparentemente, independientes, incluso aquellos que
constituyen la base de las hipótesis científicas más teóricas, también reflejan, en el
fondo, las vivencias que experimenta un niño. Los matemáticos y físicos manejan
complicados símbolos para representar el espacio, el tiempo y la cantidad, pero antes
tuvieron que comprender el sentido de estas entidades: cuando, de pequeños, gateaban
hacia la esquina opuesta de la sala en busca de un juguete, o esperaban a su madre
para que les llenara el vaso de zumo, o se imaginaban cuántas galletas po drían comer
hasta que les doliera el estómago. Einstein y otros pensadores, como Schrodinger,
desarrollaron sus ideas más revolucionarias me diante «experimentos cognitivos». El
genio adulto, al igual que el niño aventurero, sigue realizando viajes imaginarios en
propulsores intergalácticos, en haces de luz o en cápsulas que arrasan el espacio. Las
ideas se van elaborando a partir de exploraciones lúdicas de la imaginación para, poste-
riormente, traducirse al riguroso lenguaje matemático. Einstein describió este proceso
de la siguiente forma:
Las palabras del lenguaje, tanto escritas como habladas, no parecen desempeñar
papel alguno en mi mecanismo de pensamiento. Las entidades físicas que parecen servir
como elementos del pensamiento son ciertas señales e imágenes más o menos definidas
que pueden reproducirse y combinarse «voluntariamente».
Existe, por supuesto, determinada conexión entre estos elementos y los pertinentes
conceptos lógicos. Parece claro, del mismo modo, que la voluntad de desarrollar, para
finalizar, conceptos relacionados lógicamente, constituye la base emocional de este
juego bastante aleatorio con los elementos antes mencionados. Desde el punto de
vista psicológico, sin embargo, este juego de combinaciones parece constituir el rasgo
esencial del pensamiento productivo, antes de existir relación alguna con una
construcción lógica mediante palabras u otros signos que pueden transmitirse a los
demás.
El código dual
Cada percepción sensorial forma parte, así, de un código dual . La calificamos tanto
por sus características físicas (luminosa, grande, ruidosa, suave y otras parecidas) como
por las experiencias emocionales asociadas a ella (podem os percibirla como
tranquilizadora o enervante o puede hacernos sentir felices o tensos). Esta codificación
doble permite que el niño pueda referirse transversalmente a cada recuerdo o
experiencia en un ―fichero‖ mental de fenómenos y sentimientos y pueda reconstruirlos
en caso de necesidad. Archivado tanto en ―comer‖ como en ―sentirme cerca de mamá‖,
por ejemplo, cada comida se asocia, finalmente, con otras experiencias para crear una
descripción rica y detallada, pero inherentemente subjetiva, del mundo emocional y
sensorial del niño. Posteriormente, veremos como la organización emocional de la
experiencia orienta el acceso al ―fichero‖ y, al establecer significados y pertinencias,
sustenta el desarrollo del pensamiento lógico.
Pero ¿cómo puede un puñado de emociones organizar una provisión de información
tan inmensa como la que se aloja en el cerebro humano? Para afinar nuestro proceso
de selección, modulamos nuestras emociones con el fin de registrar una cantidad
prácticamente infinita de sutiles variaciones y combinaciones de tristeza, alegría,
curiosidad, rabia, miedo, celos, esperanza y remordimiento. Poseemos un ―medidor‖
extraordinariamente sensible con el que calibramos nuestras reacciones que, en cierta
medida, casi se apoderan de nosotros. Todo aquel que preste atención al estado
subjetivo de su cuerpo casi siempre percibirá, dentro de él, una tonalidad emocional, si
bien le puede parecer fugaz o difícil de describir. Uno puede sentirse tenso o relajado,
esperanzado o resignado, sereno o desmoralizado. Este tono emocional interno se
reconstruye constantemente a sí mismo en las incontables variaciones que empleamos
para clasificar y organizar, o almacenar y recobrar, y, lo más importante de todo,
otorga sentido a nuestra experiencia.
Nuestros cuerpos están involucrados en su totalidad. Nuestras emociones son
generadas y puestas en escena por medio de las expre siones y los gestos que llevamos
a cabo con los sistemas musculares voluntarios de nuestras caras, brazos y piernas:
sonrisas, fruncimiento del entrecejo, caídas, señales con la mano, entre otras. La
musculatura involuntaria de nuestros intestinos y de nuestros órganos internos también
desempeña un papel importante; nuestros corazones parecen golpear nuestro pecho, o
nuestros estómagos parecen registrar esa sensación de «mariposa» propia de los
estados de ansiedad. Los afectos tales corno el entusiasmo, el deleite y la ira están
controlados, básicamente, por el sistema voluntario. Otros, que incluyen el miedo, el
placer sexual, la añoranza y el duelo son, en gran medida, involuntarios. Algunas
respuestas, como el poderoso estado de alerta ante la lu cha o la huida, estimulado por
la adrenalina, nos afectan de una forma más global y pertenecen a aquellas partes del
sistema nervioso formadas en fases precoces de la evolución. Aquellas que conllevan
una reciprocidad social, las que transmiten reacciones y negocian el grado de
aceptación, rechazo, consentimiento o fastidio, entre otras, pertenecen a aquellas
partes del cerebro de evolución más reciente y dependen de las capacidades superiores
del córtex.
Cada vez que nos encontramos con una persona o situación descono cida, tanto si
ello ocurre de noche, en un callejón oscuro o en una recep ción, la estructura de las
categorías afectivas que hemos elaborado a par tir de la experiencia pasada sirve de
punto de referencia para percibir las resonancias sociales y emocionales y el significado
del acontecimiento. Nuestra capacidad para llevar a cabo estas discriminaciones nos
indica si decir «Hola» o no, si entablar una conversación o avanzar, si salir co rriendo al
instante y gritar a pleno pulmón en busca de la policía o exten der la mano y hacer un
comentario sobre la perspicacia de las normativas administrativas vigentes. Cada una
de estas acciones es apropiada y útil en algunas circunstancias e inapropiada, incluso
acaso desastrosa, en otras.
Al establecer semejantes discriminaciones, dependemos de estas ca tegorías
afectivas para funcionar, básicamente, como un órgano sensorial, tal como dependemos
de nuestros ojos para percibir la luz v de nuestros oídos para percibir sonidos. Son
nuestros ojos los que nos informan, en primer lugar, de que un peatón está situado
enfrente de nuestro coche en movimiento, y son nuestros oídos los que nos informan,
antes que nada, de que un trueno retumba en el cielo. Si realizamos una selección
entre las diferentes categorías codificadas emocionalmente en las que nuestras mentes
han ido almacenando nuestras experiencias previas, este sentido afectivo nos indicará,
mucho antes de que lo podamos analizar de forma consciente, que aquel individuo que
se nos esta aproximando en un callejón escasamente iluminado no pretende nada
bueno. Nuestras mentes reparan entonces, de forma inmediata, en toda aquella
información codificada de forma similar que puede hacer referencia a situaciones de
riesgo v a la manera en que supimos resolverlas con anterioridad.
Podemos tener un acceso tan rápido y fiable a nuestra experiencia al macenada
gracias a que nuestra capacidad afectiva organiza la información de manera
particularmente funcional y lógica. Pongamos por caso que nos encontramos en un
lugar desconocido y que detectamos la presencia de alguien. Casi de forma simultánea
al registro de esta imagen v formando parte del sentido que le otorgamos a lo que
vemos, se produce una reacción emocional inmediata que, a menudo, precede a una
reacción exclusivamente cognitiva. Antes de identificar a la persona, de calibrar si la
hemos conocido antes y dónde ha ocurrido eso, reaccionaremos ante su presencia con
amabilidad y empatía o con miedo y rechazo.
Las reacciones emocionales han sido consideradas, a menudo, secun darias respecto
a las percepciones cognitivas pero, de hecho, en muchas circunstancias pueden tener
un carácter primario. Sólo hace falta que re flexione sobre su experiencia cotidiana, en
la oficina o en casa, para darse cuenta de cómo su sistema emocional cumple la función
de Un «sensor» competente. La percepción que usted tiene de la amabilidad u
hostilidad, aceptación o rechazo, cariño o distanciamiento de las demás personas,
difícilmente constituye una deducción lógica que realiza según las fac ciones de su cara
o la tonalidad de su voz. Posteriormente, es posible que usted reflexione sobre estas
impresiones rápidas para averiguar si «tienen sentido». En una situación amenazadora
que requiere una decisión rápida, habitualmente nos fiamos de nuestros sensores
emocionales más que de nuestros procesos deductivos más lentos. Los ni ños que tienen
problemas a la hora de utilizar estos sensores emocionales también tienen, a menudo,
dificultades de comprensión. Los niños que se fían de la cogni ción y del pensamiento -
por ejemplo: «Humm, está cabizbaja v cada vez que la miro, gira su cara, así que quiza
no le caigo bien»- tardan tanto en formarse una opinión que se les escapan las
restantes señales que provienen de su entorno.
¿Qué significado tiene este tipo de reacción emocional ante la expe riencia respecto
de cómo almacenarnos, organizamos v recobramos la información? Si la información, tal
como estoy indicando, está codificada de forma dual, de acuerdo con sus características
afectivas y sensoriales, entonces disponemos en nuestra mente de una estructura o de
un sistema circular que nos permite retornarla sin demora. Imagínese una gran
biblioteca, con diferentes salas y pasillos para almacenar diferentes tipos de
información. ¿Se basa la calificación de estas áreas en nuestras impre siones sensoriales
de la información almacenada: forma, tamaño, color, olor o sonido? ¿O están las salas y
los pasillos calificados de acuerdo con las emociones que acompañaron la incorporación
de estas experiencias: placer, displacer, enojo, consuelo, gratitud? ¿O están
categorizados, acaso, según las características tanto físicas como afectivas, a modo de
una referencia transversal, por llamarlo de alguna forma? En este caso, ¿a qué opción
recurriríamos en primer lugar?.
Cuando intentan encontrar la solución a un problema, ¿evocan las personas todas
las posibles soluciones lógicas para seleccionar, entonces, la más adecuada? ¿O sienten,
antes que nada, un tono emocional en sus cuerpos, frecuentemente en alguna zona del
pecho o del abdomen, que aporta indicios sobre alguna estrategia pertinente que
permita manejar la situación de forma exitosa? En mi opinión, a menudo se trata de
esto último. Después de llegar a lo que podríamos llamar una respuesta intuiti va (a
saber, mediada emocionalmente), exponemos la estrategia que conlleva el análisis
lógico para ver si se ajusta al problema en cuestión. Dicho en otras palabras, las
primeras ideas que tenemos sobre cualquier tema en particular proceden de las
categorías afectivas que forman el armazón organizativo de nuestra mente. Sólo
entonces analizamos estas respuestas iniciales según nuestros criterios lógicos.
También categorizamos las ideas y la información con arreglo a las características
físicas registradas por nuestros sentidos. Pero éste es, a menudo, un proceso más
lento, más premeditado. Las personas que padecen una lesión cerebral orgánica debida
a tumores, apoplejía, ciertas sustancias tóxicas o algún tipo de psicosis, frecuentemente
retroceden y pierden la capacidad organizativa relacionada con los afectos. Ellos ope -
ran, entonces, de forma muy concreta, mecánica, basando su pensamiento en una o
dos impresiones sensoriales aisladas, sin capacidad al guna para evaluar el significado
real de una situación. Una persona que se encontrara en una de las circunstancias
mencionadas, podría realizar la siguiente deducción: «Eres malvado porque vistes de
negro, y el demonio viste de negro». Este tipo de respuestas entendidas, a menudo,
como un fracaso del pensamiento lógico pueden interpretarse, de forma mucho más
precisa, como un fallo en la organización emo cional del pensamiento.
Las directrices emocionales de nuestro pensamiento también nos pueden llevar por
mal camino en caso de estados extremos de ansiedad, depresión, miedo, rabia u otros
estados anímicos parecidos. En momentos como éstos, nuestras emociones nos
desbordan de tal forma que somos incapaces de afinar nuestras ideas. Nuestros
pensamientos se polarizan, se vuelven rígidos, inamovibles, mientras creencias infle -
xibles dominan nuestra mente. Un hombre convencido, por ejemplo, de ser una persona
desgraciada, o de que todo el mundo le odia, o de que no hay esperanza alguna en su
vida, interpreta la información nueva a través de las lentes oscurecidas por su estado
emocional límite, antes de acogerse a cualquiera de las diferentes perspectivas qu e
puede aportar una gama sensible de afectos. «Este hombre, al que me acabo de
encontrar, sólo fue agradable conmigo porque se ha dado cuenta de que soy un infeliz
y se quiere burlar de mí.» Estos estados extremos, o trastornos del procesamiento, que
distorsionan o interfieren en la capacidad reguladora de los sentimientos, pueden
dificultar, así, seriamente, el proceso de aprendizaje. Tenemos, sin embargo, la
capacidad de codificar, almacenar y organizar, a la vez que de recuperar eficazmente,
gran cantidad de información en virtud de su significado emo cional para nosotros y de
analizarla racionalmente para dar sentido a nuestras vidas.
LENGUAJE Y EMOCIÓN
Junto con las nuevas teorías sobre la adquisición del lenguaje y el de sarrollo
cognitivo, así como sobre el tratamiento de los trastornos autís ticos, el concepto de la
experiencia emocional como base de la inteligencia permite una mejor comprensión de
la naturaleza y de las relaciones del ser humano. Si bien esta teoría contradice la visión
predominante del ser humano como compendio de rasgos y habilidades básicamente
racionales, por un lado, y emociones, por el otro --una visión que ha impregnado
nuestra cultura y nuestras instituciones sociales — también abre las puertas a nuevos
caminos en el manejo de circunstancias tales como la atención a la infancia, la
educación, la resolución de conflictos, la desintegración familiar y la violencia. En la
segunda parte de este libro analizaremos estos asuntos con más detalle.
El trabajo de los científicos informáticos que intentan sintetizar la inteligencia
ilustra, de forma especialmente precisa, las limitaciones de una teoría que separa la
cognición de la emoción. Sin lugar a dudas, los investigadores que han intentado copiar
el pensamiento humano han tenido, también, muchos éxitos y han planteado
interrogantes de gran interés. Han empleado, por ejemplo, ordenadores para traducir
imágenes de vídeo en estímulos táctiles que, aplicados a la espalda de una persona
ciega, le permiten a ésta identificar objetos. Han defendido la existencia de diferentes
tipos de percepción y de diferentes variantes del conoci miento.
Han diseñado circuitos cerrados neuronales, equipados con vías de
retroalimentación, imitando al cerebro. Pero aun dispon iendo de ordenadores
programados para superar, con creces, a los seres humanos en su capacidad de cálculo y
otras tareas mecanizadas, no han tenido éxito en la construcción de computadoras
capaces de alcanzar las percepciones complejas y los juicios inteligentes que los seres
humanos, incluso los niños pequeños, realizan sin apenas esfuerzo.
Aquellos que defienden como finalidad última del ordenador la de competir con la
mente humana proclaman que sólo su insuficiente capa cidad explica el fracaso de la
tecnología para reproducir la inteligencia humana hasta el momento presente. Pero no
suelen tener en cuenta la limitación más importante de la inteligencia artificial: la
incapacidad del ordenador para experimentar la emoción y hacer uso de la misma para
organizar y dar un significado a la sensación, que permanece como sim ple input de
datos informativos. Independientemente del grado de sofis ticación que pueda alcanzar
la tecnología, parece poco probable que una máquina pueda adquirir, alguna vez, el
software emocional del que dispone un niño pequeño. Incluso un perrito doméstico, al
margen de que su sistema nervioso sea, en algunos aspectos, bastante diferente del
nuestro, puede responder de una forma más «humana» que el ordenador más
brillantemente diseñado, debido a que puede sentir afecto y, dentro de los límites de su
capacidad, puede aprender a partir de lo que siente. Probablemente, ningún ordenador
disponga nunca de algo parecido al «sistema operativo» humano compuesto por
sentimientos y de reacciones que le permitirían «pensar» como una persona. El
elemento básico del pensamiento —el verdadero corazón de la creatividad que
constituye el epicentro de la vida humana — requiere de la experiencia vivida, sensa ción
filtrada por una estructura emocional que nos permite comprender tanto lo que nos
llega a través de nuestros sentidos, y lo que sentimos y pensamos acerca de ello, como
lo que podríamos hacer con ello.
La comprensión de este hecho nos obliga a reconsiderar nuestras prioridades
sociales. Si nuestra sociedad decidiera apreciar realmente el significado de los
vínculos emocionales de los niños a lo largo de los primero s años de vida, no
toleraría que los niños crecieran, o que los padres tengan que luchar, en
circunstancias que posiblemente no favorecen un crecimiento sano. La superación de
nuestros actuales retos en política social requiere descartar aquellas teorías, ya
superadas, que dividen la mente en diferentes segmentos y que consideran que la
emoción y el intelecto son entidades diferentes, incluso contradictorias. Estas
distinciones anticuadas nos han llevado, durante demasiado tiempo, a ignorar la
necesidad que cada niño tiene de disfrutar, en sus primeros años, de un marco
estable y afectuoso, ese entorno único que aquellas familias nu cleares y extensas
que f un c io na n bien parecen ser capaces de crear a la medida de cada niño. La s
capacidades mentales básicas que se desarrollan en la intimida d que arropa al niño
en su primer hogar son, posterior mente, mantenidas, reforzadas y plenamente
desarrolladas mediante intercambios emocionales, igualmente comprometedores, que
se van repitiendo, en el mejor de los casos, en otros lugares y con otras personas a
lo largo de todas las etapas evolutivas. Co m o veremos en los próximos capítulos, la
emoción no sólo configura la inteligencia humana, sino también las defensas
psicológicas y las estrategias de superación de cada in dividuo, es decir, toda la
estructura de la personalidad.
No podemos permitirnos por más tiempo ignorar los orígenes emo cionales de la
inteligencia. Las teorías sobre, digamos, inteligencia cogni tiva versus inteligencia
emocional, si bien han sido útiles en la medida que han puesto el énfasis en la
importancia del hecho emocional, desgra ciadamente nos han transmitido un
concepto de la naturaleza humana que separa dos de nuestras capacidades más
relevantes. Los orígenes comunes de la inteligencia y de las emociones exigen una
teoría de la inteligencia que integre aquellos procesos mentales tradicionalmente
descritos como cognitivos y las características descritas como emocionales,
incluyendo el sentido del sí mismo o el ego, el conocimiento de la realidad, la
conciencia v la capacidad de reflexionar, entre otras. Las facultades mentales más
importantes están enraizadas en las experiencias e mocionales de las etapas más
precoces de la vida, antes, incluso, de tener la primera noción, consciente o
inconsciente, de los símbolos.
Freud, más que ningún otro investigador, centró la atención del pensamiento
occidental en las emociones como agentes m otivadores de la conducta. Cualquier
intento de comprender los orígenes de nuestras ha habilidades mentales más
notorias debe partir, por lo tanto, de sus conceptos revolucionarios. En los tres
siguientes capítulos veremos, no obstan te, que las observaciones realizadas en
bebés y en niños pequeños mientras aprendían a expresar emociones por medio de
anhelos y deseos, a la vez que a desarrollar pensamientos conscientes e
inconscientes, indican que las emociones contribuyen a la formación de la mente y
del intelecto mucho antes de lo que pensaba Freud, algunos de sus discípulos u
otras escuelas de psicología profunda.
Capítulo 2
Para que el bebé recién nacido, desbordado por una marea incontrolable de
estímulos sensoriales rudimentarios, pueda convertirse en un niño capaz, de
transformar sus sentimientos v sus experiencias en deseos y pensamientos, sea de
forma consciente o inconsciente, evidentemente requiere un aprendizaje intenso en
las primeras etapas de su vida. Este proceso consiste en seis etapas específicas que,
en su conjunto, preparan al bebé para traducir la información no elaborada de sus
sentidos y de sus sentimientos internos en imágenes que representan a ambos ante
él y ante los demás. El dominio de las materias de aprendizaje de cada una de estas
etapas forma la estructura mental v constituye, finalmente, la base para el
pensamiento simbólico consciente e inconsciente.
Las conceptualizaciones clásicas de la mente, en términos de diferentes tipos de
intereses psicosexuales y psicosociales (como los describen Freud y Erikson ), las
diferentes etapas de la cognición (descritas por Piaget v sus discípulos) y las
hipotéticas estructuras innatas subyacentes al lenguaje (descritas por Chomsky y
otros lingüistas), pueden concebirse como sobreañadidas a estos procesos más
elementales. Así, por ejemplo, cuando un niño no supera el nivel que denominamos
comunicación intencional en doble sentido —lo que suele ocurrir, habitualmente,
hacia los ocho meses de edad — sus patrones lingüísticos, cognitivos, psicosexuales
v sociales, se desarrollarán, a la larga, de forma idiosincrásica, incoherente y
desorganizada. Las palabras, en caso de que el niño hable, carecen de sentido, son
poco claras y no persiguen finalidad alguna. Se confunden los pronombres.
Predomina el aprendizaje mecanizado como, por ejemplo, canciones repetidas hasta
la saciedad sin saber por qué. Las interacciones emocionales y sociales permanecen
desvinculadas entre sí y centradas en el propio cuerpo del niño o en objetos
inanimados.
Los diferentes niveles mentales descritos en los si guientes tres capítulos podrían
considerarse como los componentes estructurales mas profundos de la mente sobre
los que recae todo el desarrollo posterior, al igual que los pilares y las vigas de la
base de un rascacielos permiten rozar las nubes a los pisos más altos. Requieren
tanto de la naturaleza como de la educación para poderse desarrollar
correctamente. Aquellas capacidades consideradas propias de la naturaleza humana
- incluso las hipotéticamente innatas o biológicas, cono el lenguaje - deben estar
ancladas en estos niveles más profundos para adquirir una función . Sin esta
estructura, la mente no puede funcionar de forma coherente sino, exclusivamente,
de modo fragmentario y confuso. Con estos niveles evolutivos firmemente anclados
en su sitio, la mente puede, entonces, operar con intencionalidad y de acuerdo con
unos propósitos en busca de soluciones creativas para los problemas, asimilando las
interacciones complejas de forma intuitiva y empática y permitiendo que surja la
acogedora intimidad que hace que la vida relacional y familiar sea no sólo posible,
sino también placentera.
Esta interpretación de los niveles mentales más primarios proviene de nuestros
estudios con diferentes grupos de bebés y niños, no sólo de aquellos con patrones
fisiológicos y familiares relativamente sanos, sino también de los que padecen
graves problemas biológicos o ambientales.
En este estudio y en nuestro intenso trabajo clínico con muchos bebés, niños
pequeños y adultos, hemos observado que los bebés que no tienen un ambiente
familiar problemático ni trastorno físico alguno, ha bitualmente progresan, sin
cortapisas, a lo largo de estas diferentes etapas. En situaciones familiares
estresantes, los padres a menudo requieren ayuda para aportar las experiencias que
posibiliten al niño superar los hi tos emocionales previstos.
Muchos bebés con graves trastornos fisiológicos, como pueden ser los síntomas
autísticos, también pueden alcanzar la salud emocional, pero únicamente con la
ayuda de intensas e innovadoras estrategias terapéuticas. En todos y cada unos de
los casos, los niños autistas que pro gresivamente van desarrollando la capacidad de
asumir la intimidad, la expresión emocional, el lenguaje, la creatividad, el
pensamiento abstracto, la resolución de problemas y el establecimiento de
relaciones maduras con sus iguales, han de pasar por las mismas etapas
emocionales que los niños que no tienen estos problemas, si bien lo hacen a un
ritmo más lento. Aunque la relación entre las emociones y la inteligencia no ha sido
explorada a fondo con anterioridad, sí existen numerosos estudios sobre el
desarrollo emocional precoz que coinciden con estas observaciones clínicas sobre las
primeras fases del desarrollo mental (véase «Otras fuentes bibliográficas», en la
parte final del libro).
EL SEGUNDO NIVEL: I N T I M I D A D Y R E L A C I O N
El sí mismo intencional
Cuando las emociones se pueden expresar mediante acciones con fi nalidad propia,
anuncian el tercer nivel cognitivo y del sí mismo. El bebé ya no sólo se recrea en las
sonrisas que reflejan su imagen de una etapa anterior. Ahora in teractúa de forma
recíproca y contingente; es decir, quiere que le devuelvan algo por lo que da, y sus
acciones responden a las de otras personas. En un reciente trabajo de investigación
llevado a cabo con Stephen Porges, mi colaborador y yo detectamos que esta nueva or-
ganización del sí mismo coincide con un importante cambio neurológi co. La reciprocidad
intencional anuncia la puesta en marcha de un nivel superior del sistema nervioso
central, a medida que se trazan nuevas vías cerebrales para las claves sociales y sus
respuestas.
Como indicamos anteriormente, estas conductas voluntarias estable cen los primeros
circuitos comunicacionales del niño: el bebé gorjea, papá levanta sus cejas, el bebé
sonríe, papá coge al bebé en brazos, el bebé da una palmada a papá. Ahora intenta una
sonrisa para obtener otra a cambio; cada mirada seria, sonrisa de satisfacción, gorjeo o
mirada, obtiene el reconocimiento por medio de un gesto como respuesta. A lo lar go del
tiempo, los gestos se vuelven progresivamente más sut iles y más elegantes a medida
que el bebé comienza a dar, tomar y devolver y a pronunciar los más diversos sonidos.
Las emociones y las sensaciones llevan a unos diálogos cada vez más ricos y
diferenciados, a medida que el bebé aprende maneras cada vez más expresivas y
originales para comunicarse con el mundo que le rodea. Veinte, treinta e incluso
cuarenta circuitos comunicacionales se enlazan ahora de forma rutinaria, en tanto que
caricias, ademanes, sonrisas, guiños, risas, movimientos de cabeza y mira das serias se
multiplican y constituyen largas conversaciones gestuales que relacionan al bebé con
las personas significativas de su entorno.
En esta época el bebé comienza a esbozar un sentido de sí mismo como ser
diferencial: no, claro esta, un sí mismo en su totalidad, integrado u organizado, pero sí
un sí mismo ya no del todo incapaz de distinguirse de los demás. Al principio, el bebé
experimenta pequeñas partes del sí mismo: felicidad, rabia, temor. Percibe diferentes
tonalidades emocionales en su cuerpo cuando alarga su mano para alcanzar una pelota
o arrebata una galleta de la boca de mamá para introducírsela en la suya. Su primer
sentido de intencionalidad y deseo coincide con —y da pie a la definición de— lo que
denominamos sí mismo intencional o deliberado. Ahora ya no existe sólo un deseo de
hacer algo, sino un «yo» —o, al menos, la fracción de un «yo»— que lo ejecuta. Al
combinar el pensamiento intencional y la acción, el bebé comienza a experimentar estas
parcelas rudimentarias de sí mismo.
Este sentido del yo no existe porque, de hecho, no puede existir de forma abstracta
o en ausencia de otras personas. El sistema nervioso ha madurado en grado suficiente,
sin embargo, para que el niño pueda mostrar las emociones, a la vez que percibirlas y
responder ante las mismas, capaz de convertir estas experiencias en un intercambio.
Gracias a las iniciativas y a las respuestas de sus padres, el bebé experimenta la iniciativa
y la respuesta en sí mismo: en otras palabras, un sentido del «yo» inter activo. Lo que
hace y cómo reacciona definen las piezas inseparables de esta intencionalidad recién
adquirida.
Al principio, no había un sí mismo intencional o deliberado sino, únicamente, un
sentido de unión con la persona que se hacía cargo de él. D.W. Winnicott lo describió
enfáticamente: «Un bebé solo no existe». A partir de este núcleo amorfo comienzan a
crecer los primeros y diminutos vástagos de un sentido del sí mismo si —y únicamente
si— el niño, que dispone ahora de la capacidad física para interactu ar, vive en un
entorno que responde a sus propuestas relacionales y le estimula a usar ese nuevo
potencial. Los primeros límites psicológicos entre el bebé y su mundo exterior, el primer
esbozo de un sí mismo complejo, surge a partir de las acciones impuls ivas de un niño
en confrontación con las reacciones de un adulto. La respuesta a estas interacciones
precoces y deliberadas comienza a dibujar un límite entre lo subjetivo y lo objetivo. Así
nace un sentido de la realidad fuera de nosotros mismos. Nuestro sentido de la realidad
es un producto de ambos procesos, los subjetivos y los objetivos. Comienza, sin
embargo, con la fijación de este límite tan precoz.
A partir de las señales de la conducta intencional, como tocar la na riz de papá o
tirar comida al suelo, desciframos anhelos, deseos e intenciones. Llegados a este punto,
la conducta motriz evidencia el deseo y la motivación. Resulta interesante constatar
que, en ausencia de la creciente capacidad para coordinar su musculatura gracias al
desarrollo de su sistema nervioso, el niño no sería capaz de construir algo tan
elaborado como un deseo o anhelo. En otras palabras, un deseo o una exigencia muy
probablemente no puedan existir, todavía, como ideas por derecho propio. Deben estar
ligados a una conducta que los defina. Una acción define un deseo de la misma manera
en que un símbolo verbal definirá una idea más adelante; aporta la forma o estructura
necesaria para trasladar la intencionalidad de la vida interior subjetiva del bebé a la
vida exterior de la objetividad interpersonal. En ausencia de estas acciones defini torias,
el deseo potencial no acabaría siendo un deseo o una exigencia independiente.
El niño no tiene todavía la capacidad para crear símbolos o ideas con el fin de
representar deseos o anhelos. La principal vía para adquirir conocimientos y
comunicarse es a través del sistema motor. Por este moti vo, animamos a niños con
graves afecciones motrices o retrasos en su de sarrollo a que utilicen cualquier parte de
su sistema motor hábil, como pueden ser sus lenguas o la musculatura del cuello, para
transmitir el sentido de la intencionalidad. Cuando un niño es incapaz de expresar
intencionalidad en esta fase inicial de su evolución, el desarrollo intelectual y emocional
puede estar en peligro. Niños que padecen importantes retrasos motores y que han
evolucionado de forma satisfactoria, incluso cuando la intervención ha sido tardía,
frecuentemente desarrollan vías de comunicación a través de miradas, sonidos o
movimientos parciales.
Mientras que el sistema motor constituye un medio para definir y ex presar deseos y
anhelos, la combinación de afecto y conducta motriz intencional define su carácter
proposicional. En una etapa anterior, el bebé tenía necesidades —se le debía alimentar,
cambiar, sujetar— pero no las expresaba en forma intencional alguna. Su hambre,
malestar, o regocijo comportaban cambios en su expresión facial, sonidos, postura
corporal y similares. Estos cambios eran, sin embargo, exclusivamente reactivos a las
sensaciones y emociones que estaba experimentando. La capacidad actual de utilizar
sus brazos para alcanzar, agarrar o tirar; su capacidad para gritar de rabia debido a una
molestia fisiológica (o para reírse subrepticiamente, con el fin de obtener otra risa en
respuesta, por una ventosidad) anuncian la voluntad del bebe. Un «yo» curioso, un
«yo» temeroso, un «yo» furioso --todos ellos gérmenes del sí mismo— no están todavía
unificados. Inicialmente, sólo existen como pequeños islotes aisla dos; es más adelante
cuando forman un todo. El sí mismo que, en un principio, no era más que un estado
general de alerta, evolucionó hacia un sí mismo relacionado y comprometido con el
mundo. Es ahora cuando brota un sí mismo nuevo, intencional. En esta fase evolutiva,
la conciencia consiste en un creciente sentido de la intencionalidad, en ser agente de
una conducta premeditada.
Una vez que el niño asocia las sensaciones y emociones a una acción voluntaria,
puede avanzar hacia el cuarto nivel de desarrollo, en el que la comunicación
crecientemente compleja, presimbólica, le dota de recursos para encontrar su camino
en el mundo de la interacción social.
Este paso también es asumido gradualmente. Cuando una madre sonríe a su bebé
porque éste le sonrió a ella, o cuando mueve su cabeza y dice «No, eso no lo hagas»,
cuando el bebé aparta su plato mientras ella intenta darle su puré de zanahorias, el
bebé comienza a aprender cosas de su madre y acerca de sí mismo. Él es alguien capaz
de generar afecto y cariño en los demás. Ella es alguien que, con toda probabilidad,
insiste en que él haga lo que ella le dice. Y de esta forma, habiéndose esbozado,
previamente, los límites entre él y las personas que le rodean, el pequeño comienza,
entre los doce y los dieciocho meses, a perfilar los detalles de ese amago imperfecto de
proyecto.
El proceso avanza de forma titubeante. El primer sentido de identi dad del niño es
muy precario, un mapa con grandes espacios en blanco. Si posiblemente ya ha
superado la etapa caracterizada por las respuestas que su propia sonrisa o su sentido
del placer desencadenan en mamá, y ya ha ensayado reacciones ante sus miradas
serias o sus gritos, todavía existen amplios territorios no reconocidos en su relación con
ella.
A medida que la gesticulación recíproca se vuelve más compleja, el cuadro se define
con mucha mayor claridad. Un niño pequeño mira a su madre como si quisiera
preguntarle algo. Ella le devuelve su mirada inquisidora y pregunta «¿Qué?». El la coge
de la mano y la empuja en dirección a la nevera mientras parlotea entusiasmado.
Después de cincuenta interacciones comunicacionales circulares, todas ellas no verbales
por su parte —cincuenta episodios en los que se señala con el dedo y se inte rroga, se
dirige a sí mismo y se ríe, levanta las cejas y asiente, feliz, con la cabeza— gorjea
satisfecho mientras ayuda a su madre a abrir el yogur de su sabor favorito, que tanto
deseaba desde un principio.
A medida que el repertorio gestual del niño se va enriqueciendo, co mienza a
discernir diferentes patrones en su conducta y en la de los demás. Mamá suele
responder cuando le pide algo de forma amable, pero no cuando está de mal humor.
Papá es muy alegre, pero no le gusta cantar nanas. La abuela es bastante menos
severa que mamá o papá. Poco a poco va anotando estos datos en su mapa interior,
perfilándose a sí mismo como persona y, en la medida en que los demás inciden sobre
él, profundizando en su noción, cada ver más extensa, de cómo sus conductas,
intenciones y expectativas encajan con aquellas de las personas que le rodean. ¿Qué
conductas le aportan afecto y aprobación? ¿Cuáles producen sólo rechazo o enfado? ¿Es
merecedor de los cuidados, las atenciones y el respeto que le profesan? ¿ Merecen,
también, consideración las personas de su entorno? De forma similar está descubriendo,
igualmente, el funcionamiento del mundo físico: dándole la vuelta a esa pequeña cosa
de plástico consigue que aparezca, por sorpresa, un divertido animalito, o empujando
ese objeto grande, de tacto suave y a través del cual se puede mirar, genera un ruido
ensordecedor, o produce, incluso, una salpicadura de pequeñas piezas y gritos por
parte de mamá.
Inspeccionar este terreno desconocido y situarse a sí mismo en rela ción con aquél,
constituye la tarea apremiante en esta primera etapa del niño pequeño, un proyecto
ingente que comienza mucho antes de que un niño pueda construir frases o saltar a la
pata coja. En esta fase crucial el individuo, o bien puede alcanzar el más importante
reto emocional de su vida y configurar, así, los elementos básicos de su carácter, o bien
fracasar en ello. De hecho, mucho antes de que un niño pueda hablar, la personalidad
ya se ha ido moldeando mediante las incontables interac ciones que se suceden entre
los padres y el niño.
Jason, por ejemplo, de doce meses de edad, pide reiteradamente po der disfrutar de
una relación próxima a su madre, que se siente tensa y abrumada cada vez que el niño
manifiesta ese deseo y que, lentamente, se ha ido apartando de él. Este niño, activo y
rebosante de energía, rápidamente aprende a buscar en su conducta nerviosa la
satisfacción que no puede encontrar en la intimidad. Cada vez se vuelve más agresivo,
más y mas impulsivo. A medida que va creciendo, responde de forma belige rante cada
vez que siente la soledad, la tristeza y la vulnerabilidad que ex perimentó, por primera
vez, cuando su madre le rechazó. Cuando un amigo se traslada a otro lugar, su profesor
preferido falta algunos días a clase o sus padres no le tienen en consideración, Jason
no se pone a reflexionar sobre su tristeza y soledad, sino que más bien aplica la
solución aprendida de bebé: agresividad, rechazo y una actitud que, posteriormente,
viene a decir «No necesito a nadie».
Al mismo tiempo, la pequeña Emma emprende, precavida, sus primeras
exploraciones. A pesar de ser extremadamente sensible al sonido comienza a
experimentar con su propia voz hasta que un día, mientras par lotea incesantemente,
intenta, atrevida, explorar la nariz de mamá con sus pequeños dedos. Su madre, no
obstante, se pone tensa mientras Emma cultiva su curiosidad y teme que estas
propuestas infantiles sean señal de una agresividad inapropiada y no, simplemente, un
deseo de autoafirmación. En respuesta, da un golpecito en la nariz de Emma y ahoga
las señales de protesta de la niña con la advertencia: «No está bien tocarle la cara a las
personas mayores». Este patrón se repite con pequeñas varian tes cada vez que Emma
se muestra asertiva. Antes de haber cumplido los diez meses, ha aprendido los riesgos
que comporta la autoexpresión. Progresivamente, abandona sus conductas exploratorias
para dar paso al llanto, mostrando una creciente pasividad en su lucha contra el miedo.
Más adelante, cuando otros niños más atrevidos la dejan de lado, esta niña tan alegre y
activa puede sentirse culpable, permaneciendo pasiva todo el tiempo, insegura y
temerosa. Es posible, igualmente, que elija amigos dominantes para que la guíen por la
vida.
Tanto Jason como Emma no llegaron a estas conclusiones tan deter minantes acerca
de sí mismos según una deliberación racional, sino a partir de su experiencia emocional
de cómo actúan las demás personas. Basaron sus conclusiones acerca de cómo se
ajustan sus propias conductas con las de los demás, principalmente en las reacciones
de sus padres. Desgraciadamente, ambos niños aprendieron unas lecciones que com -
prometen su futuro. A lo largo del tiempo, las reacciones que un niño lo gra obtener por
parte de los demás corresponden a sus propios deseos y a sus expectativas para formar
un patrón característico de su actitud y capacidad de respuesta.
Como cualquier ser humano en evolución que trabaja sobre el mapa de su propia
naturaleza y de la de los demás, lógicamente pondrá más é nfasis en algunas áreas que
en otras. Ningún ámbito familiar proporciona al niño la misma oportunidad de vivir todo
tipo de experiencias. No hay niño que pueda prestar la misma atención a cada una de
las posibles temáticas. En el momento en que cada niño aprende una o, como máximo,
dos lenguas maternas y cada familia únicam ente come determinados tipos de alimentos,
o profesa una determinada religión, o comparte su tiempo con determinados amigos en
determinadas actividades recreativas, el re pertorio emocional inicial del individuo
destaca algunas áreas en detrimento de otras. El entorno de cierto niño puede ofrecer
la lengua española que se habla en México, tortitas y catolicismo, mientras que el
contexto de otro le aportará el inglés que se habla en Estados Unidos, pollo frito y la
Ciencia Cristiana. De la misma manera, una familia puede estar impregnada de sentido
del humor y de bromas constantes, con lo que el niño aprende, rápidamente, a reírse
de los problemas que puedan ir surgiendo, mientras que otro aprenderá a responder a
las situaciones difíciles con agresividad, ansiedad o pasividad. Cada individuo desa rrolla
áreas emocionalmente fuertes o débiles, expansivas o constrictivas.
En las áreas constrictivas, tal como hemos visto, quizá se forman los cimientos para
la posterior capacidad de hacer frente a las dificultades. Una persona puede no haber
aprendido a flexibilizar sus respuestas en determinado ámbito emocional. La rabia, la
ansiedad, la intimidad o una separación no generan, así, una respuesta adecuada a las
circunstancias, ni pueden aportar una salida a la situación. Desencadenan, más bien,
una respuesta precaria, estereotipada, ritualizada, una reacción tipo «talla úni ca» que
no acaba de ajustar perfectamente a ninguna situación: la intimi dad siempre genera
una reacción de huida, la ansiedad siempre desem boca en la histeria, la separación
siempre culmina en reacciones de pánico. La constricción emocional puede producir,
igualmente, reacciones extremas y polarizadas. Una persona puede alternar entre
estados anímicos y actitudes de alegría o malhumor, pasividad y antagonismo,
admiración y desprecio.
Estas constricciones ocurren, incluso, en niños óptimamente dotados y educados por
unos padres lo más afectuosos y responsables posible. Si la esencia de la condición
humana radica en la capacidad de experimentar emociones, entonces su destino
consiste en ser imperfecta. La emoción real, espontánea, es impredecible, y a veces,
incluso, incontrolable. Cuanto más sensible y sutil sea una persona, emocionalmente
hablando, tanto más le costará, de hecho, poder controlar sus reacciones sentimentales
y emocionales. Absolutamente nadie, por muy equilibrado y flexible que sea, puede ser
siempre del todo ecuánime. En un momento u otro, todo el mundo se da por vencido,
alguna vez, por sentimientos desproporcionados a lo que es, realmente, la situación. Y
lo que es más importante, dado que estos patrones se van formando en épocas de
desarrollo, nos sentimos más cómodos con unas emociones que con otras. Posiblemente
tengamos cinco mil respuestas diferentes ante el amor o el placer, y únicamente dos
ante la rabia, o viceversa. Quizás evitemos, por completo, determinadas emociones. No
existe interacción alguna y, por lo tanto, ningún sentido del dar y del recibir en estas
áreas omitidas. Ningún ambiente en el que se desenvuelve un niño es perfecto y
aquellos padres que se esfuerzan en demasía en ofrecérselo, a menudo anulan esa
espontaneidad emocional tan importante para el proceso glo bal de desarrollo. Aun
siendo esto así, la forma en que transcurre este pe ríodo formativo, si bien tiene su
influencia, no es del todo definitiva. Muchos elementos de la personalidad se forman
precozmente en la vida, pero son las interacciones diarias las que los van redefiniendo
continuamente. Como niños ya mayores o, incluso, como adultos, e l agresivo Jason o la
acobardada y pasiva Emma pueden tener la oportunidad de reela borar estos patrones
de conducta. Posiblemente elijan amigos y cónyuges que mantengan el statu quo, pero
es igualmente posible que tengan la suer te de comprometerse con alguien en aquel
ámbito que, originariamente, debían abandonar: la inseguridad en el caso de Jason, la
capacidad de autoafirmación en el de Emma.
A medida que el niño pequeño avanza a lo largo de esta cuarta etapa evolutiva y va
siendo capaz de distinguir las diferentes expresiones faciales y posturas corporales,
puede ya discriminar las diversas emociones básicas, distinguir aquellas que
representan seguridad y bienestar de aquellas que significan peligro. Puede distinguir la
aprobación de la desaprobación, la aceptación del rechazo. Se identifican los aspectos
emocionales más importantes de la vida y se elaboran los patrones para hacer les
frente. El niño también comienza a usar esa nueva habilidad, recién adquirida, en
situaciones cada vez más comprometidas. Ya no sólo registra las conductas de las
personas de su entorno, sino que comienza a medir las situaciones según sutiles
indicios comportamentales. ¿Estaban abrazándose o discutiendo aquellas dos personas
que callaron, repentinamente, cuando él se dispuso a entrar en la habitación? ¿Teme su
madre a ese hombre que se le acaba de acercar? El niño comienza a emplear sus
conocimientos para responder de forma diferente a las personas en fun ción de su
conducta, a desconfiar de alguien que le parece no se r merecedor de confianza, a
alejarse de una situación que parece amenazadora.
Esta capacidad le servirá, para el resto de su vida, a modo de radar que puede
poner en marcha para navegar a través del universo social, permitiéndole elaborar esas
impresiones personales, no verbalizadas, que proporcionan nuestra primera y a menudo
muy fiable evaluación de los sentimientos y de las intenciones de los demás y que nos
permiten mirar, más allá de las palabras, al fondo del significado emocional de una
relación. La habilidad intuitiva de descifrar los intercambios relacionales humanos, de
recoger las claves afectivas antes de haberse intercambiado palabra alguna y entender
su significado, acaba funcionando, finalmente, de modo similar a un órgano sensorial.
Constituye, de hecho, algo similar a un «supersentido» que abarca elementos de todos
los demás sub-sentidos, permitiéndonos realizar, al momento, evaluaciones y ajustes de
nuestras propias reacciones. Es esto, ciertamente, lo que hace posible la vida social.
El niño tipo ha desarrollado, así, mucho antes de haber adquirido el lenguaje
simbólico, la habilidad básica que le permitirá aprender valores, normas y actitudes
características de la cultura a la que pertenecen sus padres o cuidadores. La utilización
de este supersentido, cuando observa cómo se desenvuelven las personas de su
entorno en la vida cotidiana, le permite descifrar la letra pequeña de sus reacciones
emocionales ante los acontecimientos de cada día. Sus conductas constituyen un relato
continuo, no verbalizado pero absolutamente franco, que transcurre a lo largo de la
escala de aprobación, desaprobación, rabia, entusiasmo, feli cidad y miedo. Ir
recogiendo pistas de esta letra menuda permite al niño aprender, de forma más intensa
y precisa que mediante cualquier lenguaje hablado, lo que está bien y lo que está mal,
qué se ha hecho, qué no se ha hecho, qué es aceptable e inaceptable en el mundo
social del que forma parte.
Una vez más, nuestro trabajo con niños autistas nos sirve para dilu cidar un aspecto
crucial del desarrollo en niños sanos. Nuestras observa ciones indican que el autismo
resulta de un hándicap primario de mayor peso específico que los déficit lingüísticos,
cognitivos o sociales habitualmente descritos, y que se sitúa, precisamente, e n ese nivel
evolutivo que acabamos de describir. Al revisar más de doscientos casos detecta mos
que, en el momento de realizar el diagnóstico, el 68% de los niños con diferentes
subtipos de trastorno autístico no habían alcanzado el nivel de la conducta in tencional
compleja, en comparación con únicamente el 4% de niños sin síntomas autísticos, si
bien muchos mostraban un lenguaje repetitivo o automatizado. Tal como hemos visto,
la mayoría de los niños adquieren la capacidad de descifrar los mensajes emocio nales
de forma espontánea a lo largo de su desarrollo. Es esta ca pacidad la que les permite
comportarse de forma intencional. La capa cidad de asociar la conducta motriz a los
deseos e intereses conduce, posteriormente, a la aparición de la expresión simb ólica a
lo largo de las interacciones cotidianas. Los niños autistas son incapaces, sin embargo,
de asociar el afecto a las conductas o a los pensamientos. Pero cuando les hemos
podido ayudar a superar este escollo, estos niños pueden pro gresar.
La relación entre afectos, conducta y el empleo de símbolos quizás explique la
sorprendente observación de que muchos niños que se rela cionaban un poco y
mostraban conductas intencionales en las primeras fases de su desarrollo, comenzasen
a mostrar síntomas autísticos únicamente entre los dieciocho y los treinta meses de
vida, con conductas repetitivas y autoestimulantes, como girar sobre sí mismos, alinear
juguetes o abrir y cerrar puertas. En su segundo año de vida, el niño aprende a ir más
allá de las interacciones sencillas, como jugar al veo-veo, para pasar a secuencias en
las que, digamos, coge a su padre de la mano y lo conduce hacia el armario, hacia la
puerta principal o hacia el televisor. Estas interacciones complejas, claramente dirigidas
hacia un objetivo, requieren de un sentido de la finalidad y direccionalidad, un sentido
transmitido por la respuesta emocional del niño hacia los demás. Por otra parte y a
medida que el sistema nervioso va madurando, el uso de los símbolos (por ejemplo, la
capacidad de emparejar una imagen con un objeto o de repetir palabras) comienza a
ser posible. Una vez más, es el afecto el que da un sentido intencional y direccional a
esta nueva adquisición. Es el afecto el que hace que el «zumo» sea algo que sabe bien
y que otorga a la palabra «más» el significado de obtener experiencias adicionales del
tipo que sea. En ausencia de afecto, no obstante, la conducta y la capacidad cognitiva
emergentes se vuelven idiosincrásicas y desorganizadas, como los miembros de una
orquesta tocando sin director. El afecto es el que organiza, por contraste, la conducta y
el pensamiento para poder funcionar de forma armoniosa y concertada.
Los posibles fallos en las conexiones neuronales entre funciones lle vadas a cabo,
habitualmente, por diferentes partes del cerebro, pueden causar dificultades a la hora
de relacionar el afecto con la conducta y la cognición. En la mayoría de las personas
diestras, la parte derecha del cerebro se relaciona más con el afecto y la intencionalidad
que la parte izquierda, en gran medida responsable de la secuenciación lingüística, sim -
bólica y conductual. Es interesante constatar que muchos niños con trastornos de tipo
autístico a menudo prefieran mirar los objetos con el rabillo del ojo y eviten el contacto
visual directo, incluso cuando se muestran afectuosos. Pueden estar abrazando y
besando a sus padres sin que sus ojos transmitan mirada amorosa alguna. Los padres,
comprensiblemente, se quedan perplejos ante esta conducta. «Me abraza pero no me
mira», explicaba un padre amargado. Al mirar de soslayo, estos niños sólo utilizan una
parte del cerebro mientras que, cuando miramos direc tamente de frente, debemos
utilizar ambos hemisferios cerebrales de for ma integrada.
Es posible que las conductas aprendidas en las primera etapas de la vida, como la
de tranquilizarse, atender a las impresiones sensoriales, mostrarse afectuoso e incluso
la ejecución de sencillas interacciones ges tuales, puedan llevarlas a cabo partes del
cerebro no del todo integradas entre ellas, e incluso uno u otro hemisferio
independientemente, y que aparezcan los primeros síntomas autísticos únicamente
cuando diferentes áreas tengan que realizar un trabajo más conjuntado y debido a
trastornos específicos del sistema nervioso. La maduración qu e tiene lugar durante el
segundo año de vida permite planificar las conductas y, con el tiempo, un empleo
inteligente de las palabras, requiriendo, así, la coordi nación de diferentes áreas
cerebrales, incluyendo funciones asociadas a los hemisferios derecho e izquierdo. Una
línea de investigación llevada a cabo en animales y en seres humanos, intentando ver
qué ocurre cuando una parte del cerebro funciona sola, confirma esta tesis. La acción
compleja, catalizada por el afecto, parece necesitar que ambos h emisferios trabajen en
tándem.
Parece, por lo tanto, que el déficit primario del autismo tiene que ver con la relación
que se establece entre el afecto y la planificación de se cuencias conductuales y entre el
afecto y la creciente capacidad para emplear símbolos. Los problemas del desarrollo de
la empatía o en la elaboración de una teoría de la comprensión (por ejemplo, la
capacidad de captar las actitudes y las intenciones de los demás), que algunos investi -
gadores destacan como parte del trastorno autí stico, son, con toda probabilidad,
dificultades secundarias que tienen como base este déficit más primario.
Los hallazgos neurológicos en el autismo son, en el momento pre sente, poco
concluyentes. Mientras que los niños afectados evidencian grandes difer encias
fisiológicas, no hemos identificado todavía ni un solo déficit o conjunto de déficit. Las
observaciones evolutivas sobre el vínculo entre el afecto y la conducta quizá nos
ayuden a identificar los patrones biológicos más relevantes. Entre tanto, los enfoques
terapéuticos que mejores resultados nos han dado consisten, antes que nada, en
ayudar a los niños con síntomas de tipo autístico a que establezcan estas conexiones
afectivas. Cuando han sido capaces de establecer estos víncu los, su uso del lenguaje,
de las capacidades cognitivas y de la conducta social adquieren un carácter mucho más
espontáneo. Cuando no hemos podido ayudar a los niños a establecer estas relaciones,
o cuando se han empleado unos enfoques conductuales más mecanicistas, hemos
podido observar progresos en alguna ocasión, pero de otro calibre. El lenguaje y la
cognición tienden a permanecer estereotipados, rígidos y repetitivos. Incluso niños con
excelente capacidad para la lectura y el cálculo tienen dificultades cuando se requiere el
pensamiento abstracto. La formación de amistades y el desarrollo de la capacidad
creativa resultan problemáticos.
En todos los niños, incluso en aquellos que padecen trastornos fisio lógicos poco
frecuentes, la interacción emocional desempeña un papel trascendental en el proceso
de aprendizaje. Si bien es demasiado pronto para poder saber, a ciencia cierta, si la
terapia corrige este hándicap neurológico de base o elabora recursos compensatorios,
parece que ambos factores están entrando en juego. La m ejora observada en niños
autistas que han ido pasando, progresivamente, a través de las diferentes etapas del
desarrollo afectivo, subraya la importancia que tiene la comprensión de la estructura
mental basada en las emociones que sirve de base a la in teligencia.
A medida que el mundo interaccional del niño se vuelve más com plejo y abarca los
intercambios presimbólicos, su sentido del sí mismo permite una mayor organización y
el niño puede desempeñar, así, un papel activo en su mundo ingeniando planes y
objetivos concretos. Su tendido neurológico abarca, ahora, unidades mucho más
largas: para el niño, el «yo» feliz y el «yo» que desea la manzana y el «yo» que recibe
un beso, pueden combinarse en el «yo» que es feliz cua ndo obtiene una manzana o
un beso. La felicidad ya no constituye una serie de sensaciones fragmentadas sino
diferentes experiencias entrelazadas que pueden incluir un paseo con mamá para
visitar a la abuela y jugar con el perro. Este sentido del sí mismo presimbólico, pero
coherente, surge a medida que las emociones, la intencionalidad y la motivación que,
de forma aislada, definían ese sí mismo inicial, fragmentado, se funden ahora en un
«yo» más complejo, más unificado. El pequeño puede coger a mamá de la mano con la
finalidad de obtener la recompensa que desea y, si pone pegas, intentar persuadir o
seducirla. Aparte de estas secuencias largas de insinuaciones afectivas, desarrolla un
sentido del sí mismo que le permite satisfacer sus necesidades por diferentes vías.
A los doce o trece meses este sí mismo está todavía dividido en dife rentes
fragmentos de tamaño, eso sí, considerable. El «yo» feliz ha en globado al «yo»
deseoso de saber, al «yo» explorador y al «yo» autoafirmativo, pero está todavía a
gran distancia del «yo» enfadado o triste. Cuando un niño de doce a catorce meses se
enfada con alguien, es posible que no perciba que, hace tan sólo unos momentos,
había estado jugando, tan feliz, con esa misma persona. Uno sospecha que, en caso de
haber dispuesto de un rifle, no habría dudado en disparar sin remordi miento alguno.
Sin embargo, hacia los quince meses, más o menos, la in cipiente toma de conciencia
de que una relación fiable y protectora pue de coexistir con la sensación de rabia, ha
comenzado, a menudo, a templar su estado de ánimo. El sentido del sí mismo consiste,
ahora, en fracciones cada vez más largas y unificadas, si bien persisten, todavía,
considerables brechas. En algunos adultos, de hecho, la vertiente feliz. desconoce la
vertiente crispada; el doctor jekyll y Mr. Hyde viven bajo la misma piel pero no se
encuentran nunca.
Hacia los dieciocho o veinte meses, un niño que se haya enfadado con una persona
querida utilizaría una escopeta a modo de amenaza, pero no dispararía. Su rabia tiene,
ahora, un significado diferente; parece más madura, más compleja, como el enfado de
una pareja, casada hace muchos años, que sabe que ninguna disputa, por agria que
sea, puede cortar el vínculo que les une. El niño ha conseguido unir dos « yoes» cier -
tamente diferentes, un «yo» enfadado con uno amoroso, en un sí mismo único,
superior.
Cuando el niño unifica en su sentido del sí mismo afectos diferentes e, incluso,
contradictorios, también crea unos vínculos emocionales a través del espacio y
finalmente, a través del tiempo. Anteriormente, sólo sentía el afecto de su madre cuando
descansaba en sus brazos, o las ganas de jugar de su padre cuando permanecía
sentado en su regazo. Ahora, sin embargo, puede levantar la vista de sus cubos, echar
un vistazo a su madre a través de la habitación, ver cómo sonríe y sentir la seguridad
de su cercanía. O le puede balbucear algo a su padre, escuchar un soni do-respuesta
procedente de la habitación contigua y sentirse más tran quilo gracias a esta
comunicación. Hacia mediados del segundo año, el niño es capaz de comunicarse a
través del espacio, lo que le posibilita realizar sus conductas exploradoras en un radio
cada vez más distante de sus padres sin renunciar, por ello, al placer que significa
constatar su proximidad.
Cuando hablan por teléfono con una persona del otro lado del continente o, incluso,
cuando leen una carta de ultramar, la mayoría de adultos pueden lograr este sentido
comunicacional a través del espacio. Algunos, sin embargo, no pueden. El desarrollo de
este logro constituye un paso decisivo para el niño pequeño, tal como señaló Margaret
Mahler. Observó que para un bebé temeroso, el alejamiento de su madre puede ser
equivalente a su pérdida. El deseo simultáneo de independencia y de pendencia constituye
un dilema de «separación-individuación».
Un niño, no obstante, capaz de llevar imaginariamente a su madre a través del
espacio, puede resolver este dilema. Puede realizar sus actividades exploratorias en su
sala de juegos mientras mamá trajina en la cocina y, aun así, sentirse cerca mientras la
observa desde la distancia.
Un pequeño gesto suyo de consentimiento con la cabeza puede ex perimentarse
como el más cálido de los abrazos. Si se encuentra fuera de su campo visual, escuchar
la respuesta que su madre da a sus voces puede transmitir la misma sensación de
seguridad y de afecto. La capacidad del niño de descifrar los gestos y sonidos de su
madre le otorga una seguridad psicológica, aunque deba retroceder y abrazarse a ella
durante un rato si ésta ignora sus miradas o sus llamadas de atención. Más ade lante,
ya podrá llevar consigo la imagen mental de su madre a través del tiempo y del
espacio. Puede imaginársela ahora tal como era hace unos pocos minutos. Al
desarrollar la capacidad de comunicarse con las personas queridas incluso cuando no
están, físicamente, a su alcance, el niño pequeño adquiere una considerable seguridad
emocional.
La consolidación plena de esta cuarta etapa implica la unión de frac ciones cada vez
más extensas del sí mismo al ir juntando diferentes propósitos y afectos. Esta
organización conduce a la acción. El niño puede vincular su rabia con su alegría si
experimenta ambas en un mismo contexto relacional. Mientras juega con mamá, por
ejemplo, se siente molesto porque ella no le deja quitarle las gafas de un tirón. Ella le
dice que no y, cuando intenta agarrárselas de nuevo, le dice, nuevamente, que no.
Quizá lo tiene cogido a cierta distancia y le dedica una de sus miradas del tipo «Déjalo
estar, hablo en serio». Cuando frunce el ceño, ella le imita a modo de juego. « Sé que
estás enfadado», le dice, « pero no puedo permitir que juegues con mis gafas. Las
necesito.» Después de alguna que otra muestra de malhumor, vuelve a lo que estaba
jugando anteriormente. De la felicidad al enfado y, de vuelta, nuevamente a la
felicidad. Siente que tanto la rabia como la alegría le pertenecen y su sentido del sí
mismo comienza a integrar un «yo» que puede estar enfadado y alegre de forma casi
simultánea. La integración tiene lugar porque experimenta una amplia gama de
sentimientos que sus padres toleran.
Esta integración se presenta a medida que transcurre el tiempo. Cuando juego con
niños pequeños de diferentes edades y me las arreglo para que se enfaden conmigo,
observo reacciones muy diversas. La rabia de un niño de doce meses parece suceder al
margen de cualquier toma de conciencia de que soy aquella persona por la que sentía
afecto o a la que, incluso, quería hace tan sólo unos minutos. Siento que este niño
acabaría, finalmente, apretando el gatillo. A los dieciocho meses, sin embargo, su enfado
tiene otro carácter. Puede ser igualmente intenso, pero subya ce la certeza de que soy la
misma persona con la que se lo había estado pasando bien jugando hace unos pocos
minutos.
Esta integración podría no haber ocurrido si, cada vez que un niño mostrara un
estado de frustración, por ejemplo, uno de los padres le hu biera impuesto un período de
aislamiento mientras él desaparecía. No tendría, así, la oportunidad de experimentar la
secuencia de emociones que va desde el fastidio y la rabia hasta el bienestar. En este
contexto, el enfado permanece separado de - - y constituye una amenaza para— la fe-
licidad: se convierte en algo que hace desaparecer a mamá. La felicidad se convierte,
así, en un sentimiento que únicamente puede existir en ausencia de la rabia. No resulta
sorprendente, por lo tanto, que los hijos de padres severamente deprimidos, que no
pueden tolerar las más mínimas tensiones, a menudo aprendan a asociar su enfado con
sentimientos de abandono, vacío interior e incluso desesperación. Más que la posibilidad
de volver al estado de felicidad es la amenaza de que los dejen solos lo que acaba
asociándose a la sensación de rabia.
El sentido del sí mismo de un niño también se desarrolla a parti r de la imitación de
movimientos, gestos, expresiones y tonos de voz de las personas a las que quiere. Es
el momento, ahora, de ponerse el sombrero de papá y de imitar su forma de caminar,
de regañar a la muñeca con una réplica perfecta de la expresión crispada de mamá y de
otras payasadas elaboradas a partir de lo que ven. Cuando lleva el sombrero de papá y
camina hacia la puerta como si fuera al trabajo, es papá. Cuando da vueltas a la olla en
su horno de juguete mientras mamá da vueltas a una olla más grande al preparar la
comida, es mamá. Ya no aprende de forma fraccionada lo que hacen mamá y papá,
ahora puede imitar todo un conjunto de patrones conductuales. Lo integra todo de una
vez, de la misma forma en la que un deportista habilidoso, que observa có mo un profe-
sional juega al tenis, puede salir a la pista y darle a la pelota con golpes improvisados.
Intentar ser como otras personas remedando su forma de actuar también tiene otra
finalidad importante, más allá de erigir un sentido de sí mismo. Experimentarse uno
mismo como si fuera otro le sirve al niño de pequeña preparación para desarrollar su
empatía en cuanto alcance un nivel de conocimiento más avanzado.
Si bien en esta etapa evolutiva la imitación viene motivada por los sentimientos, se
basa en la aparición de la capacidad cerebral, fuertemente arraigada, de ver, escuchar y
reproducir patrones completos y no sólo fracciones o trozos. ' Gracias a esta nueva
adquisición, los niños aprenden conducta social, lenguaje y habilidades cognitivas, entre
otras cosas, con gran facilidad. Sin embargo, para el niño que ha sufrido importantes
frustraciones o miedos, la conducta imitativa no constituye un medio para ampliar sus
conocimientos y su sentido de la identidad, sino más bien para aferrarse a aquello que
se ha perdido. La reproducción de la situación traumática intenta reconquistar lo que un
día fue suyo. Usada de este modo, como defensa ante el miedo, la imitación pierde su
flexibilidad emocional. En lugar de incorporar los roles y los rasgos de los demás a su sí
mismo en crecimiento, comienza a incorporar unas facetas que no puede digerir. Sonreír
a papá mientras se pone su sombrero permite al niño obtener una sonrisa como
respuesta; la imitación y la sonrisa se convierten en la misma cosa y le pert enecen.
Pero cuando un niño camina como papá para exorcizar el miedo de ser agredido por él,
la imitación queda como un fenómeno aislado, como un cuerpo extraño en su psique.
Los niños que alcanzan una falsa madurez a través de los traumatismos psicológico s y
en ausencia de una educación interactiva, a menudo se vuelven adultos que no saben,
a ciencia cierta, qué aspectos de su personalidad son realmente suyos, qué acciones
suyas expresan, realmente, sus propios sí mismos.
Los rituales rígidos e inamovibles también constituyen una característica típica de
un sentido constrictivo del sí mismo. Los rituales que contienen un significado simbólico
pueden, en última instancia, elaborarse mediante dramatizaciones, por ejemplo. Estos
son claramente diferentes de los rituales puestos en práctica, exclusivamente, para
adquirir seguridad y confianza. Estos últimos constituyen a menudo un mal sustituto de
la interacción humana y del sosiego que le falta.
Para el niño que evoluciona favorablemente, estas nuevas adqui siciones de base
neurológica, como son el reconocimiento y la imitación de patrones conductuales, le
permiten poner en práctica patrones interactivos cada vez más largos. Es ahora cuando
aprende a hacer frente a los sentimientos humanos más profundos y má s
trascendentales. Rabia, amor, proximidad, autoafirmación, curiosidad, dependencia se
integran en la experiencia del niño a medida que pone en práctica las reacciones
emocionales de sus padres y las hace suyas. A través de la conducta imi tativa, la cara
seria, de fastidio, que pone papá y sus impacientes idas y venidas, la mirada de
sorpresa de mamá y los nerviosos golpecitos que da con los dedos en la mesa, adquieren
para el niño un significado emocional que va haciendo suyo. Si sonreír igual que mama
se asocia con un sentimiento de cariño y amor y conduce a estar cerca de sus padres,
ello acabará formando parte, realmente, de su personalidad en evolución. De la misma
manera, si las regañinas de papá van asociadas a un estado de enfado y sirven para
ahuyentar a un hermano, eso también quedará inte grado en su sí mismo en evolución.
No obstante, si el patrón conductual no lleva asociado ningún afecto ni sirve a finalidad
alguna, carecerá de sentido. Si va asociado a determinadas emociones negativas, se
puede volver rígidamente repetitivo.
Cuando la capacidad de reconocer patrones conductuales más com plejos surge
alrededor de los dieciocho meses, el niño pequeño será cada vez más capaz, de leer los
sentimientos de los demás y de hacerles frente de forma cada vez, más efectiva. Ahora el
niño se puede dar cuenta, a partir de la posición de la cabeza o la tensión en los
hombros de papá cuando entra en la habitación, que esta tarde está malhumorado y
que no se encuentra con ánimos para jugar con é l . Es mejor no enseñarle,
precisamente ahora, esa nueva pelota o intentar hacerle partícipe de un juego. Este
nivel perceptivo únicamente se alcanza a través de la interacción: a través de las
incontables oportunidades de haber descifrado la configu ración que toma la boca de
mamá, las arrugas que surgen en las cejas de papá. La realización de estas
interpretaciones puede resultar dificultosa en el niño pequeño que carece de suficientes
interacciones. La falta de práctica en la comunicación preverbal compleja puede lleva r
al niño a malinterpretar la señal de silencio por parte del profesor, de que ahora va en
serio, o a acercarse demasiado a otro niño sin haber preparado pre viamente el terreno
para tal muestra de confianza.
Todas estas habilidades ya han ido construyendo, ahora, algo que va más allá de los
patrones conductuales propiamente dichos. Llegados a este punto, podemos comenzar a
hablar del sí mismo infantil como de su estructura caracterial o su personalidad, su
manera particular de vivir el mundo. Formado por sus expectativas y respuestas más
habituales, de los vínculos que ha ido estableciendo con su vertiente emocional, no tie ne
nada que ver, todavía, con el uso de símbolos. ¿Espera el niño que los demás le quieran o
que le rechacen, que toleren su rabia o que le abandonen cuando la muestra
abiertamente, que estimulen sus ganas de saber o que le exijan permanecer pasivo, que
le permitan descubrir el mundo sintiéndose protegido o le condenen a la soledad cuando
se lanza a la aventura? Estas primeras presuposiciones conductuales y emocionales no
dependen, como pensaba Freud, de determinados conflictos relacionados con cierto
miedo simbólico a la ira, sino de las lecciones aprendidas, directamente, de los
incontables intercambios relacionales con otras personas significativas. Estos intercambios
forman una parte significativa del carácter antes, incluso, de que los símbolos
inconscientes tengan un mínimo grado de relevancia. Un niño pequeño sabe cómo van a
reaccionar los demás respecto de él, no porque sepa pensar sobre ello de forma lógica,
sino debido a que sus emociones, engarzadas en patrones am plios basados en la
experiencia, le informan sobre el grado de intimidad, sobre la capacidad autoafirmativa,
sobre la sexualidad, sobre la no satisfacción de algunos deseos, sobre todo aquello que
conlleva ser aceptado y lo que conduce al miedo o al dolor.
Los valores y las actitudes tienen su origen aquí, mucho antes de que sean
representados en forma de símbolos. Las emociones del niño ligadas, ahora, a patrones
reactivos, aportan información continua, incesante, sobre su conducta. Deseos, ilusiones
y propósitos se transforman en patrones significativos y la emoción interpreta el papel de
guía en vista de los desafíos, cada vez mayores, que ofrece la vida. En esta etap a evo-
lutiva, la conciencia consiste en un mayor conocimiento de las emocio nes, de la conducta
y de las acciones: de los patrones que constituyen la base del sentido del sí mismo.
Igualmente importante es la constatación de los demás como seres interactiv os
intencionales e incluso con cierto grado de predictibilidad. El mundo de las unidades
interactivas aisladas es, ahora, un mundo formado por patrones relacionales. Y el conoci -
miento del sí mismo y de los demás comprende, por primera vez, unas expectativ as
emocionales y sociales complejas.
Capítulo 4
El sí mismo simbólico
Cuando el niño aprende a usar símbolos para crear un estado interno de seguridad y para
poder pensar en su mundo interior y en su entorno, comienza a experimentarse, en un
principio, tal como observó Freud, a través de la representación consciente o inconsciente de
deseos y emociones. Comienza a experimentarse a sí mismo, en parte, como lo hacen los
adultos, a través de representaciones internas de sí mismo. Las demás personas y las
relaciones que establece con ellas también adquieren un carácter simbólico. A través de estas
imágenes, el niño puede percibir su forma de actuar, cómo siente, qué desea. La suma de
imágenes mentales constituye lo que la gente, comúnmente, entiende como sentido del sí
mismo. Su grado de definición, organización e intencionalidad determina la madurez del sentido
del sí mismo. Algunos aspectos de este sí mismo en evolución serán conscientes, y otros
inconscientes o fuera del alcance de la percepción diaria. Posteriormente, hablamos de la
«identidad» del individuo, un concepto estrechamente vinculado al anterior que comprende el
espacio que este sí mismo simbólico ocupa en el mundo de los seres humanos, en el pasado y
en el futuro, en los propósitos de más largo alcance de la vida.
El sentido del sí mismo organiza el inundo interno de las personas de muy diferentes
maneras. Para algunos, esta organización aporta un panorama detallado, equilibrado y flexible
de los sentimientos y de los propósitos, mientras que, para otros, el sentido del sí mismo está
más polarizado o es más rígido.
En cierto nivel, se encuentran las personas que no desarrollan la capacidad de usar
imágenes e ideas internas para regular las emociones y que permanecen en la actitud de
expresar sus sentimientos a través de la conducta. En otro nivel, se encuentran aquellos que
son capaces de usar imágenes, si bien son recapitulaciones y variaciones de sus propias
acciones. Estas personas no piensan en sus sentimientos de enfado, tristeza o alegría, pero, en
su lugar, ejecutan mentalmente acciones tales como pegar, patear, escupir, chillar, abrazar o
besar. El contenido de sus vidas internas, un paso más allá de la acción, permanece muy
próximo a la misma. Cuando se le pregunta cómo se siente, una persona de estas caracte-
rísticas contestará «Quiero pegarle», o «Quiero abrazarle», más que dar fe, simplemente, de
sus sentimientos.
En el tercer nivel de organización, las imágenes internas se asocian a sensaciones físicas.
«Cómo te sientes?» logra una respuesta del tipo «Mis nervios están a punto de estallan» en
lugar de «Estoy furioso»; «La sangre me está golpeando las sienes» más que «Estoy
terriblemente desconcertado».
En el siguiente nivel, algunas personas acaban atrapadas en formas muy polarizadas de
entender la vida; las cosas o bien son maravillosas o bien terribles, del todo positivas o
negativas. Observamos estos patrones en las racionalizaciones de prejuicios y discriminaciones
de cualquier grupo caracterizado por unos rasgos extremadamente negativos. Los matices, el
equilibrio y la apreciación de las diferencias individuales no desempeñan papel alguno al valorar
a los demás.
Estas imágenes polarizadas también se observan, frecuentemente, en adultos que padecen
estados anímicos extremos. Bastante a menudo, los niños tienen visiones polarizadas que
oscilan de un extremo al otro, especialmente en edades preescolares. También los adultos
acaban atrapados en visiones extremas de sus propios sentimientos o de las motivaciones de
las demás personas. La esposa de una persona está siempre equivocada, o las personas
siempre lo critican o nada le sale bien.
En otro nivel, incluso, si bien las actitudes no están tan extremada-mente polarizadas, el
individuo todavía parece estar rígidamente sometido a unas pocas maneras de entender el
mundo. Un puñado de temas repetitivos caracteriza los conflictos generados en la vida interior:
rivalidad, éxito, rabia respecto de los demás. Se presta relativamente poca atención a temas
tales como la ternura, la dependencia o la alegría. Cuando la sexualidad comienza a aflorar, se
practica en forma de competición y victoria y no de intimidad y de placer.
La razón de que algunas personas ejecuten únicamente un número limitado de
escenificaciones mientras que otras tienen acceso a una amplia variedad, es de fácil
comprensión. Tal como hemos visto, los adultos participan de forma variable en las escenas
que forman la vida interna del niño. Algunos padres se muestran indiferentes cuando el
lenguaje del niño, su juego imitativo u otros actos simbólicos hacen referencia a temas de
agresividad o, incluso, autoafirmación. Otros se vuelven ansiosos, cambian de tema o se retiran
cuando la temática alcanza las partes del cuerpo y la sexualidad. Otros, todavía, pasan un mal
rato cuando la escena hace referencia a la ansiedad de separación. Algunas familias evitan
determinadas escenas a lo largo de diversas generaciones.
El niño puede desarrollar una vida interior rica únicamente si tiene experiencias a partir de
las cuales puede derivar y perfilar las imágenes internas. Mientras que la propia constitución
física del niño tendrá una influencia decisiva en la forma en que sus padres le respondan y
contribuyan, de hecho, a su mundo experiencial, las personalidades, preferencias y limitaciones
de los adultos de su entorno también marcarán, inevitablemente, su carácter. Una persona que
tenga la gran suerte de no quedar atrapada en unos pocos temas inamovibles, puede avanzar
hasta alcanzar un nivel que acarree una amplia gama de vivencias estimulantes.
Ello le permitirá experimentar sensaciones de afecto y dependencia, placer y sexualidad,
autoafirmación y curiosidad, rabia y reproche, amor y empatía, a la vez que los miedos y las
angustias que cabe esperar por ser propios de la edad. Disponiendo de una gran variedad de
argumentos, puede embarcarse en relaciones que comprendan la intimidad con declaraciones
de voluntad y permitir, a su vez, la expresión de rabia.
Cuando un individuo va constituyendo una vida interna, el sentido del sí mismo alcanza uno
u otro de estos diferentes niveles organizativos. Si bien el nivel que podamos alcanzar depende,
en gran medida, del tipo de experiencias que pudimos disfrutar a lo largo de nuestra primera
infancia, como adultos no estamos del todo limitados por los logros alcanzados en estos años
de formación. Determinados patrones de sentimientos, percepciones y expectativas pueden
perpetuar cierto tipo de interacciones y relaciones, como cuando alguien se implica
reiteradamente con personas que le rechazan o abusan de su confianza. Aun así, la suerte de
poder disfrutar de una amistad especial o de una experiencia terapéutica puede abrir las
puertas a experimentar relaciones no determinadas por los esquemas anteriores. Estas
relaciones pueden ayudar a ampliar y perfeccionar el sentido del sí mismo. Aunque a menudo
resulte difícil e incluso doloroso, un crecimiento emocional, significativo, en la edad adulta sigue
siendo una posibilidad real para muchas personas.
Las primeras ideas del niño surgen en forma de pequeños islotes de pensamiento
escasamente relacionados entre sí. Un niño de dos años de edad puede decir «Zumo»,
«Quiero libro», «Tu GI Joe» (queriendo decir «Yo»), etcétera. A medida que los padres y
educadores responden a las ex-presiones simbólicas a través del juego imitativo y los
intercambios relacionales de la vida cotidiana, al tercero cuarto año el niño comienza a esta -
blecer puentes entre sus ideas y entre sus propios pensamientos y los pensamientos de los
demás. Las preguntas del «qué» o del «porqué» comienzan a obtener respuestas en lugar
de ser ignoradas. La muñeca ha pegado o abrazado porque alguien ha sido malo o bueno.
«No ira dormir, no sueño», pospone un poco más la hora de irse a la cama. Al igual que las
ideas se amplifican para abarcar emociones tan diversas como son el amor y la rivalidad,
también ocurre así con los enlaces que se forman entre las ideas. Pero también aquí las
conexiones que realice un niño dependen de la capacidad de los padres para descifrar y
responder a sus ideas, permitiéndole contestar a toda la amplia gama de emociones sin
tensión ni ansiedad.
Una vez que el niño ha aprendido a enlazar los diferentes símbolos, ha alc anzado un
logro tan maravilloso que puede comenzar a construir, por sí solo, un mundo interno
cohesionado. En el mejor de los casos, este esfuerzo tiene continuidad a lo largo de toda
la vida, a medida que el individuo hace uso de su capacidad para percibir conexiones para,
así, perfilar, enriquecer, corregir, elaborar y amplificar su mapa de la realidad a medida
que afronta nuevas experiencias.
Incluso antes de poder pronunciar frases enteras, el niño está capacitado para asociar
diferentes partes de su mundo experiencial. Las ideas pueden enlazarse y establecer
secuencias de imágenes internas que le permitan considerar las acciones antes de llevarlas
a cabo. La razón puede suplantar al miedo, a las inhibiciones o a la obediencia. Las ideas
pueden enlazarse con las emociones: «Estoy triste porque no puedo ver a la abuela». El
tiempo adquiere un carácter comprensible, dividido en pasa -do, presente y futuro. El
espacio también alcanza su ordenamiento y es percibido como aquí, allá o en cualquier
otro sitio. La imaginación y la realidad también son categorías en alza. La tira de cómics
Calvin y Hobbes retrata, de forma inteligente, la comprensión doble de un niño que per cibe
a su tigre de peluche como mero juguete mientras que, en su imaginación, se convierte en
un compañero leal y fuente de intensas emociones. Ser capaz de comprender cómo los
acontecimientos del presente se relacionan con el futuro constituye la base del control de
los impulsos, más que una fuente de temor. Contribuye, igualmente, al des arrollo de
habilidades tales como concentrarse, planificar y perseguir objetivos importantes para el
éxito escolar.
Junto con la capacidad de evaluarse uno mismo de forma precisa, todos estos logros
forman lo que, a veces, llamamos personalidad de base o funciones del ego. Incluyen la
comprobación de la realidad, el control de los impulsos y la capacidad de concentración, y
constituyen el elemento esencial de la salud mental y de los logros cognitivos. Todo tipo de
pensamiento y de esfuerzo derivan, así, en última instancia, de la capacidad de elaborar
símbolos y de formar conexiones entre ellos.
La representación simbólica realmente eficaz requiere la capacidad de detectar
vínculos entre muchas emociones e ideas diferentes. «La muñeca está contenta» acaba
siendo «La muñeca está contenta porque la quiero»; «El oso de peluche dice adiós» se
convertirá en «El oso de peluche dice adiós porque me voy»; «Me siento triste» será «Me
siento triste porque echo de menos al abuelo». El niño ya no pregunta únicamente
¿Qué?», sino que siente fascinación por «¿Por qué?».
Tanto en el juego simbólico como en la vida real, cada vez surgen áreas de intereses y
motivaciones más complejas. La acción se convierte en pelea por pura incompatibilidad. Mamá
está disgustada porque Johnnie ha ensuciado los pantalones de vestir después de haberle pedido
que tuviera cuidado de mantenerlos limpios. Ciare está celosa porque su hermana está
celebrando su fiesta de cumpleaños.
La capacidad de relacionar afectos e ideas va creciendo a medida que d niño madura,
pudiendo, finalmente, retroceder y reflexionar sobre sus propias emociones y manejarlas en
función de su significado, más que por a conducta que las caracteriza. «Chocó contra mi coche y
deseaba pegar-e» puede derivar en «Estaba extremadamente furioso cuando chocó contra mi
coche y le dije que le consideraba responsable del daño causado». :He fracasado como padre
porque mi hijo va mal en el colegio» puede evolucionar a «Estoy muy decepcionado y
preocupado porque mi hijo no vaya tan bien en el colegio como yo esperaba». Las reacciones
concretas que hacen referencia, únicamente, al nivel conductual de la experiencia, fue intentan
explicar o incluso modificar las circunstancias, se transforman en representaciones simbólicas
que analizan las raíces de una situación y las vinculan con una realidad exterior. Estas
representaciones aportan, así, un elemento controlador de la lógica y de la validez de nuestras
construcciones mentales. ¿Implican necesariamente las dificultades de un niño, respecto al hecho
de estar a la altura de las exigencias parentales, una parentalidad fallida, de la misma manera en
que una buena educación de-cría garantizar obligatoriamente el éxito escolar? ¿O son las
expectativas arenales acerca del rendimiento escolar poco realistas en vistas de las facultades y
los intereses del niño? Únicamente una formulación simbólica os permite desenmarañar las
verdaderas conexiones emocionales.
El fracaso a la hora de desarrollar la capacidad de representación puede atrapar a las
personas en esquemas rígidos y poco productivos. En lugar de poder hacer uso de su capacidad
ideativa para llegar a las raíces emocionales de un problema intentan, reiterada e inútilmente,
obligar a los demás a comportarse como ellos quieren.'
Joan, por ejemplo, consideraba que su matrimonio era totalmente satisfactorio desde
cualquier punto de vista racional. Su marido era atento, afectuoso, buen padre y buen amante.
Su único defecto, constataba, era un cierto grado de aburrimiento. A pesar de no querer
comprometer a su familia, estaba coqueteando con la idea de tener una aventura con un
hombre al que consideraba más romántico y apasionante. Cuando el terapeuta le comentó
que, de forma ciertamente ilógica, deseaba tanto la estabilidad del matrimonio como la intriga
de una relación extramarital, reaccionó de forma tan exagerada, mostrando rabia y dolor, que
pensó en abandonar la terapia.
Las indagaciones del terapeuta pusieron de relieve, al instante, su queja de que no estaba
actuando como un buen terapeuta. Después de una larga conversación, descubrió una «herida
profunda» en ella, infligida por una madre colérica y deprimida que, bruscamente, abandonaba
a la pequeña Joan siempre que su relación le causaba una profunda exasperación. Para
amortiguar este dolor, Joan comenzó a fantasear acerca de una persona perfecta, un caballero
con armadura resplandeciente, que la protegería tanto de la ira y la depresión de su madre,
como de su propia angustia interna. Incluso como adulta, no podía tolerar un sentimiento de
decepción, ni en ella misma, ni en la persona que, habitualmente, interpretaba el papel del
perfecto caballero.
Tanto su padre como la vertiente no depresiva de su madre habían interpretado el papel
del caballero, pero ella no era capaz de unir las dos partes de su madre en una única imagen.
Una persona buena, dedujo, no podía ser, también, imperfecta; cuando una buena persona
actuaba de forma imperfecta Joan se sentía en cierto modo culpable de ello. Siempre que alguna
persona de su entorno no se comportaba como un buen «caballero», sentía la necesidad de
huir, dado que su maldad parecía contaminar la perfección de esa persona.
Durante algunos meses, el terapeuta intentó ayudar a loan a relacionar sus sentimientos
de ira y decepción con el guión repetitivo y autodestructivo que interpretaba delante de toda
persona que tuviera cerca. Pocas veces hablaba de estas emociones, prefiriendo, sin embargo,
explayarse sobre cómo se deberían comportar las demás personas y qué haría ella en caso de
que no fuera así. El terapeuta decidió, finalmente, analizar el mismo el guión y ella respondió,
inmediatamente, con gran intensidad emocional. Comenzó a preguntarse, a viva voz, cuáles
eran sus senté-Tientos auténticos, los sentimientos que la llevaron a repetir su guión in-
cesantemente. Pero no podía expresarlo, le dijo al terapeuta, dado que 510 percibía su cuerpo
como insensible. Posteriormente, describió diferentes variantes de insensibilidad que
acompañaban sus deseos de huida. De forma lenta y al cabo de mucho tiempo, llegó a
comprender, y así lo Tuso, que no podía soportar que las personas no actuaran de la forma en
que ella necesitaba que lo hicieran. Finalmente, fue capaz de excavar estratos emocionales
situados a espaldas de su insensibilidad: en primer lugar, las sensaciones físicas que sugerían
rabia; a continuación, la rabia que ella podía simbolizar; y, posteriormente, decepción, dolor y
tristeza. Al establecer estas conexiones, comenzó a comprender que podía tolerar sus
sentimientos, incluso cuando las personas actuaban de forma diferente a la deseada, y que su
fracaso para estar a la altura de sus exigencias era, en gran medida, el resultado de la propia
necesidad que sentía de que ellos fueran perfectos para poderla proteger. Cuando, finalmente,
pudo representar y reflexionar sobre sus sentimientos, fue capaz de interrumpir su expresión
por medio de la conducta.
El sí mismo pensante
Una vez alcanzado el nivel en el que podamos relacionar los símbolos 'ternos, el sí mismo
está cada vez mejor articulado y definido. Regiones no vinculadas entre ellas anteriormente
forman una red de conocimientos cada vez más densa. El niño sabe que no puede coger la
pelota de su amigo porque éste se enfadará, o que no desea ir a la cama porque no tic-sueño,
o que no quiere esperar hasta que llegue el día de su cumpleaños para abrir sus regalos.
Preguntar «¿Por qué?», «¿Cómo?» y «¿Qué?» permite crear, conscientemente, conexiones
entre las diferentes partes a su sí mismo simbólico que han ido surgiendo. Un sentido de
causalidad interno aporta la fuerza propulsora; la acción y la gratificación tic-en lugar,
totalmente, en el nivel interno. Es capaz de decir «Mamá estará aquí dentro de poco» o «Ayer
vi a la abuela».
Incluso el diálogo tiene lugar en el nivel interno, en cuanto la costumbre de relacionarse
con los demás se prolonga, incluso, más allá de su esencia. Las personas existen tanto en la
vida real como en la conciencia del niño, en forma de presencia externa y en forma de
representación terna. Los mundos internos y externos del niño se van relacionando de forma
creciente y su sentido de la realidad se fortalece. Es el propio niño el que va poniendo, cada
vez más, los límites a su propia conducta. Sus estados anímicos fluctúan menos. Todos los
elementos básicos de un sentido del sí mismo diferenciado se han ido perfilando.
Para que ello pueda tener lugar el niño debe ser estimulado, natural-mente, a través de
muchos años de relación estrecha, por medio de in-contables conversaciones, discusiones,
negociaciones, respuestas, pr-testas y juegos. Debe haber aprendido a argumentar, negociar,
discutir y proponer para construir esos vínculos internos entre sus diferentes ideas. Los niños
que carecen de una interacción dinámica en esta etapa, cuyos padres los van dejando a
merced de su propia imaginación o su juego imitativo, tienden a idear unas imágenes
simbólicas detalladas y creativas, pero probablemente no aprendan a ponerlas a prueba frente
a un sentido de la realidad interno y firme. Ante cualquier desafío emocional, a menudo se
refugian en su mundo fantástico o permanecen escindidos, viviendo en un mundo
desestructurado de imágenes cambiantes, más que en un mundo en el que las cosas tienen un
significado estable y coherente.
Esta capacidad de establecer enlaces entre diferentes ideas o imágenes sólo se desarrolla
de forma paulatina. El trabajo con niños que muestran dificultades de esta índole nos ha
enseñado mucho acerca de las características de este proceso. Cuando se expresa de forma
más acusada de lo habitual, obtenemos una visión más detallada de sus orígenes y, en caso de
que fuera necesario, de cómo se puede ayudar a progresar.
Linda, por ejemplo, una niña de nueve años de edad, podía participar, de forma
entusiasta, en diversos juegos imitativos y con diálogos complejos. Sin embargo, cambiaba
bruscamente de una a otra escena, de una representación a otra, como si estuviera apretando
el mando a distancia de un televisor sin comunicar a los demás sus cambios de canal. Podía
comenzar anunciando a su padre o a su madre «Voy a ser Cenicienta» para, después de
recitar unos pocos versos a su hada madrina, saltar, repentinamente, a una escena de
Blancanieves.
En lugar de escuchar las hazañas del hada madrina para conseguir que Cenicienta pudiera
acudir al baile, el oyente se veía sorprendido por imitaciones certeras de los siete enanitos,
incluyendo su repertorio de estornudos, quejidos y risitas. La desconcertada audiencia no
podía saber, de entrada, de dónde surgían estos versos aparentemente irrelevantes.
Con estos cambios, también se modificaron el tono de voz de Linda, su expresión
emocional y sus reacciones. Su mirada inteligente se fue apagando; la reciprocidad de su
actuación, en sintonía con los asentimientos y las observaciones de sus oyentes, cesó, y sus
ritmos vocales se volvieron monótonos. En estos momentos, Linda parecía haberse perdido en
su propio paisaje interno. Lo que había comenzado como una experiencia recíproca, plena de
conexiones emocionales a través de la complicidad de gestos e ideas, acababa siendo un
monólogo desajustado y centrado en sí mismo.
En resumidas cuentas, los puentes emocionales que sujetaban los diferentes elementos de
la personalidad de Linda parecían derrumbarse, llevándose consigo los vínculos que
conectaban a la niña con las demás personas. Era como si operara con pedazos de imágenes e
ideas parcialmente organizadas que no se habían unido en un sí mismo coherente. Ciertos
grupos de símbolos e imágenes permanecían juntos, pero flotaban por allí de forma
independiente unos de otros. Aquellos que conservaban cierta carga emocional tenían la
sensibilidad de la auténtica Linda, mientras que otros parecían repetirse con indiferencia,
carentes de sentido.
A menudo, en los casos parecidos al de Linda, un problema de procesamiento auditivo,
solo o en combinación con problemas motores y de secuenciación verbal, complica, en
gran medida, la tarea de establecer una red de conexiones lógicas entre las diferentes
imágenes. Para ayudar a es-tos niños a adquirir estos logros, intentamos acentuar un
proceso que tiene lugar en el desarrollo normal pero que fácilmente pasa desapercibido.
Los padres de Linda habían caído en la trampa de apoyar los lazos de unión entre sus
pensamientos confusos, en lugar de ayudarla a aprender a facilitárselos ella misma.
Cuando Linda saltaba, de repente, de su papel de «Cenicienta» al de «Blancanieves», sus
padres no le manifestaron su confusión acerca de este cambio. En su lugar, se unían a ella
imitando el sonido de los cerditos o preguntaban a Linda cuántos nombres de cerditos
podía recordar. Entonces daba una respuesta confusa para cambiar, nuevamente, su dial
interno e interpretar, por ejemplo, un anuncio televisivo sobre GI Joe. Sus padres
intervenían, entonces, recitando la rima infantil o haciendo preguntas acerca del uniforme
de Joe, su equipo y similares.
Lo que no hacían estos padres, preocupados y amorosos, era ayudar a Linda a
encontrarse a sí misma. Hicieron frente a un problema doble. Linda se estaba perdiendo
con sus propias ideas pero, a su vez, estaba perdiendo los vínculos emocionales con sus
padres. La gesticulación recíproca, las sonrisas, los asentimientos con la cabeza —es
decir, los signos afectivos entre individuos que valoran su relación— se desvanecieron
rápidamente.
Antes de que pudiéramos ayudar a sus padres a retomar el flujo de ideas de Linda,
tenían que comprender que era esta conexión emocional la que se había perdido cada vez
que la voz de Lindase volvía monótona y su mirada mostraba una menor carga afectiva.
Posteriormente, les ayudamos a restablecer el contacto emocional con la niña haciendo que
sus propias caras y voces acapararan al máximo su interés y mostrando su desorientación
cuando Linda confundía el hilo de las historias mediante sus gestos y sus posturas. Al
participar de forma más animada y con mayor intensidad, dicho en otras palabras, se
esforzaban en mantener el toma y daca emocional con su hija. Estas tácticas a menudo
pueden hacer retroceder a un niño hacia el mundo exterior de las demás personas.
Los padres de Linda también aprendieron a usar muñecas para hacerlas partícipes de
sus ensueños incoherentes. Su padre podía sentar la muñeca, que estaba sujetando, sobre
la muñeca Cenicienta sujetada por Linda, y decir con insistencia: «¡Para! ¡Tengo una
pregunta que hacer!» o «¡Espera! ¡No entiendo lo que está pasando!», hasta que Linda
levan-taba la mirada y retomaba el contacto. A continuación, comunicaba que había
perdido el hilo de la historia. En lugar de unirse a la nueva escena o realizar preguntas
acerca de la misma, sus padres insistieron en querer saber qué había ocurrido: «¿Adónde
fue Cenicienta?», «¿Cómo entra-ron en acción los cerditos?». O también podían señalar
que Linda había pasado de «Cenicienta» a «Blancanieves» sin que mediara una explica -
ción de cómo se relacionaban ambas historias. Si Linda no respondía, ellos le podían
ofrecer algunas alternativas a elegir. ¿Se debía este misterioso cambio, acaso, a algo que
hubiera visto en la televisión o en una película? Si esto tampoco funcionaba, lo podían
intentar mediante preguntas más sencillas que se podían responder con un «Sí» o con
un «No». ¿Estaba Cenicienta de vuelta o había ido en busca de mercancía? El objetivo
consistía en trabajar con Linda para que se «encontrara» a sí misma y mantuviera viva la
relación con sus padres. Era menos importante que volviera a la historia original o que
explicara el desenlace de una nueva escena que el hecho de que respondiera a sus dudas.
Esto restablecería la relación emocional con ellos y, con el paso del tiempo, con ella
misma.
Estos métodos han ayudado a niños como Linda a evolucionar, de las ideas y líneas de
pensamiento desorganizadas, hacia un esquema de pensamiento y, por lo tanto, hacia un
sentido del sí unificados. Compartiendo y discutiendo imágenes y símbolos, y buscando,
sin cesar, a la Linda real, permitieron a sus padres ayudarla a relacionar las diferentes
panes de su incipiente sí mismo. Cuanto más dejemos que niños como Linda cambien,
súbitamente, de rumbo, cuanto más estructuremos el lenguaje en su nombre o cuanto
más énfasis pongamos en el aprendizaje mecanizado para mantenerlos organizados, tanto
más fragmentado y concreto permanecerá su sentido del sí mismo.
En los niños que no tienen dificultades de procesamiento, el progre so hacia la
integración del sí mismo ocurre de forma más fácil y rápida. Los padres, habitualmente,
manifiestan su confusión sobre el significado de algo que dice d niño, o preguntan cuál es
su intención o por qué está haciendo algo, especialmente cuando están relaj ados y
hablan con el niño tal como lo harían con cualquier persona o con un buen amigo. En el
desarrollo normal de un niño, una cantidad enorme de interacciones simbólicas tienen
lugar simultáneamente. Las emociones vinculadas a es-tos intercambios relacionales
refuerzan el contenido de los símbolos y les otorgan, finalmente, un sentido unitario.
Cuando los padres se comprometen a abrir y cerrar los lazos simbólicos en diferentes
áreas emocionales —amor y dependencia, autoafirmación y agresividad— el niño organiza
su vida interna de ideas v significados. Cuando este proceso no tiene lugar, sea debido a
graves problemas de procesamiento o a un esta-do de ansiedad severo o a un trauma
psicológico, el niño acabará siendo un adulto que funciona de forma dispersa con un
sentido del sí mismo interior fragmentado.
Mientras que las dificultades en el procesamiento mental obviamente dificultan que el
niño establezca conexiones entre las diferentes ideas, las relaciones familiares que
confunden los significados también pueden constituir un obstáculo. Si el niño dice, por
ejemplo «Me siento triste» v su padre sencillamente le ignora para comentar, al cabo de
un instante, «Hay que cortar el césped y estoy cansado», ¿qué ideas se formará el niño?
¿Asociará tristeza con segar el césped, con ser ignorado o con un sentimiento de vacío o
rabia? ¿Permanecerán sus pensamientos, simplemente, aislados y desconectados entre sí?
¿Qué pasaría si dijera «Estoy triste» y papá le contestara «No, no lo estás, tienes de todo
para poder estar contento»? ¿Qué pasaría si la expresión de su sentimiento de tristeza de -
sencadenara discusiones entre sus padres, culpándose uno al otro por de satenderle?
Hemos detectado que los problemas de procesamiento y las distorsiones relacionales
pueden, ambos, conducir a una forma de pensar desorganizada y confusa. Cuando ambas
circunstancias se presentan con-juntamente, como ocurre con cierta frecuencia, es
probable que surjan problemas graves de pensamiento.
Este pensamiento escindido puede verse, en su presentación más extrema, en diversos
cuadros clínicos. En mi labor clínica, observo estos trastornos del pensamiento en sus
diferentes grados de afectación. Los mismos principios terapéuticos expuestos en el caso
de Linda son aplicables, también, en adultos que tienden a la fragmentación. El núcleo
emocional que modela las intenciones y los deseos se debe constituir en el punto de
referencia para las imágenes y los símbolos que, por múltiples razones, nunca se han
fundido en un sentido del sí mismo global y unificado.
A menudo, una única relación emocional fiable y estable, en la que una persona puede
reconocer significados diferentes, puede posibilitar este paso evolutivo. Con los adultos no
siempre resulta fácil encontrar los afectos clave en los que basarse pero, de vez en cuando,
los argumentos traspasarán los aspectos desajustados del sí mismo o determinados
componentes parecerán más anclados en dificultades emocionales.
Incluso cuando sus pensamientos están ciertamente desconectados, un paciente puede
comunicar, en forma de unidades aisladas o fragmentadas, diferentes vertientes de sus
dificultades con, por ejemplo, la de-pendencia. Soledad, rabia, negación de necesitar a los
demás, imágenes exageradas de poder o de atracción sexual que le hacen invulnerable: to-
das ellas son piezas de un mismo puzzle. El insight clásico sobre «necesidades de
dependencia» no es suficiente para juntar todas estas piezas. Una persona de estas
características debería, quizá, establecer un vínculo emocional con su terapeuta y, por su
asequibilidad emocional y el rechazo a que sus palabras o sentimientos caigan en saco
roto, dejar que le ayude a establecer enlaces entre sus pensamientos desconectados.
Si todo marcha de forma satisfactoria, los niños y las niñas en fas e de crecimiento
serán capaces de crear, en su infancia, una autoimagen sólida, consistente en
representaciones, palabras, sentimientos y otras sensaciones (por ejemplo, «Soy
simpática, guapa, cariñosa y alegre»; «Soy delgado, obstinado y me gusta hacer las cosas
a mi manera»). Esta imagen del propio sí mismo, pictórica y verbalmente accesible, es
posible gracias a la capacidad del cerebro de conectar las ideas tanto en el tiempo como
en el espacio. Puede, por ejemplo, sintetizar las diferentes imágenes desorganizadas que
podemos tener de nosotros mismos respecto del pasa-do inmediato, del presente y del
futuro y en diferentes contextos (con la madre, con amigos, con los abuelos, etcétera).
Esta imagen integrada denominada, a veces, «narrativa personal», no aparece, de
repente, de la nada. No es más que la representación superficial de patrones
conductuales, emocionales y simbólicos profundos que se han ido formando a lo largo del
tiempo. Tampoco es inamovible. Sigue evolucionando a través de las posteriores
experiencias vitales.
Lo que resulta especialmente interesante es su aspecto retrospectivo. No refleja,
únicamente, los patrones preverbales y presimbólicos que le precedieron, sino que sirve
para interpretarlos y explicarlos. El contenido de la propia autoimagen no tiene por qué
reflejar, de forma precisa, los esquemas anteriores. Está construida así para ayudarnos a
dar un significado a nuestros deseos y sentimientos, y también a nuestros pensa mientos
y a nuestra conducta. Así, por ejemplo, una persona puede evitar rápidamente las
expresiones abiertas de rabia y de autoafirmación, dado que evocan reacciones
temerosas de su madre. Mucho antes de que pueda reflexionar sobre ello, adopta una
conducta pasiva y distante, como una solución segura para muchos de los conflictos que
plantea la vida. En cuanto ha podido elaborar una autoimagen, puede persuadirse a sí
misma de ser una persona tranquila, cariñosa, que aborrece la rivalidad, la violencia y
todo tipo de agresiones. Puede hacer suyos los valores e incluso ciertas ideas políticas
para mantener viva esta autoimagen. Los orígenes de esta filosofía de la vida —evitar la
ira prácticamente a cualquier precio— nunca asoman a la superficie. La ira ni siquiera
puede considerarse parte de lo que denominamos el inconsciente, dado que el patrón
de la conducta pasiva fue acogido antes de que se formaran los símbolos inconscientes.
Las imágenes que todos tenemos de nosotros mismos explican tanto lo que somos
como lo que no somos. Sin una intensa labor autorre flexiva o terapéutica resulta
imposible, en un principio, que conozcamos aquello de lo que carecemos. Supongamos,
por ejemplo, que alguien que careció de una buena educación en su primera infancia —
cuyos padres no repartieron equitativamente los garbanzos emocionales— adopta una
imagen de sí mismo que hace hincapié en cosas como: «Me gusta hacer que la gente se
sienta a gusto. Tengo facilidad para hacer feliz a las per sonas. Hacerlas feliz me hace ser
feliz. Les diré cualquier cosa, incluso endulzaré los hechos, porque así ambos nos
sentiremos a gusto y eso es lo que importa. Actúo de esta forma con personas a las que
apenas conozco, dado que es importante para las personas relacionarse». Es posi ble que
atribuya un valor positivo a esta actitud, que la considere una forma de ser deseable más
que una reacción ante la privación.
Por muy evidentes que sean para un terapeuta, o incluso para un buen amigo, las
necesidades subyacentes de esta persona, le resultará difícil conocer los aspectos ocultos
de su historia personal, en un nivel inferior, incluso, que sus símbolos inconscientes más
profundos. Elaboramos una definición inicial de qué somos en función de lo que queremos
y deseamos. Al igual que sería imposible conocer la televisión si lo único que hubié ramos
escuchado fuera la radio, es imposible suponer lo que pudiéramos ser sin haber tenido las
experiencias que nos hubieran servido de aprendizaje.
Un ejemplo evidente es aquella persona cuyas experiencias previas no consiguieron
hacerle comprender la diferencia entre lo que es real v lo que no lo es. Es posible que
piense que las demás personas tienen la intención de fastidiarle y que debe permanecer
constantemente precavido y atento. Ayudar a esta persona a comprender que el sentido de
la amenaza es únicamente un sentimiento, es prácticamente imposible. Un pro-fundo
abismo separa a esta persona, ciegamente suspicaz, de aquella que dice: «No sé por qué,
de repente, siento que no puedo confiar en las personas. Me pregunto por qué tendré este
estado de ánimo». Esta persona no sólo aprecia la diferencia entre lo que es real y lo que
no, sino que puede observarse a sí misma, con sus sentimientos, y valorar hasta qué punto
tienen o no sentido. Oportunidades desperdiciadas y logros no alcanzados sirven, así, de
base y ponen ciertos límites a las imágenes, al hilo conductor de nuestras historias y a los
valores que alimentan nuestras construcciones de quiénes somos. Si somos capaces de
fomentar la capacidad de observarnos a nosotros mismos, podremos comenzar a explorar
los límites de las imágenes que, conscientemente, hemos elabora -do e incluso de los
símbolos que prevalecen en nuestra mente inconsciente. Como veremos en el capítulo 9, la
terapia con pacientes que no han alcanzado estos niveles de experiencia emocional se debe
centrar en ayudarles a desarrollar habilidades tales como la verificación de la realidad y la
capacidad de observarse a uno mismo, antes de que puedan averiguar los límites de sus
propias historias personales.
Uno de los misterios más fascinantes de la vida intrapsíquica hace re ferencia a la forma
en que algunas experiencias y recuerdos permanecen conscientes, mientras que otros son
relativamente inaccesibles a la conciencia. Freud defendía, inicialmente, que determinadas
experiencias y recuerdos eran activamente reprimidos debido a los conflictos con otros
aspectos de nuestra personalidad. Así, por ejemplo, muchos de los rasgos de la
originariamente denominada sexualidad infantil se mantenían fuera de nuestra conciencia
por entrar en conflicto con el emergente superego, la conciencia. Anna Freud añadió a esta
forma de entender el Inconsciente una explicación de las experiencias de las que nunca
somos conscientes de entrada, pero que forman parte de la formación precoz de la mente.
Estas teorías fundamentales tienen todavía, en términos generales, plena aceptación en el
campo psicoanalítico. Sin embargo, no explican del todo nuestros diferentes grados de
acceso a la experiencia pasada.
Nuestras observaciones realizadas en niños pequeños y mayores en la etapa en la que
desarrollan las representaciones internas y los símbolos y los organizan de la manera más
diversa, nos han proporcionado cierto conocimiento adicional de cómo acontece esta
división entre la experiencia consciente y la inconsciente. Parece que los niños tienen
acceso a los recuerdos v a las experiencias de la etapa de desarrollo por la que están
pasando en este preciso momento pero, frecuentemente, pierden esta vía de acceso
cuando entran en la siguiente fase. Hasta qué punto pierden el acceso parece
determinado, en parte, por las formas de pensamiento características de la etapa anterior
y de la etapa recién iniciada. Cuando los niños, por ejemplo, están aprendiendo a
establecer conexiones entre las diferentes experiencias, el recuerdo que tienen de las
mismas es muy preciso. Hablan, a menudo, de un juguete especialmente diverti do o de
algo que ocurrió mientras jugaban con otro niño. No obstante, en cuanto su pensamiento
va evolucionando hacia una mayor complejidad lógica —hacia un nivel propio de un niño
de ocho o nueve años, en el que las ideas nuevas pueden clasificarse en muy diferentes
categorías—el acceso a las experiencias anteriores, organizadas de forma menos rígida, es
significativamente menor. En general, el tiempo que ha transcurrido no parece ser el factor
principal para que una persona pueda, o no, recordar experiencias pasadas. Todos
sabemos, por supuesto, que una mujer de 65 años de edad es capaz de recordar los más
mínimos detalles de su adolescencia, mientras que los propios adolescentes tienen serias
dificultades en recordar experiencias de cuando iban a la escuela prima ria, hace tan sólo
unos años. Más difícil les resulta todavía recordar anécdotas de su etapa preescolar.
¿Cómo es posible que una persona pueda recordar fácilmente aque llo que ocurrió
hace cincuenta años y, sin embargo, otra tenga grandes dificultades para recordar
acontecimientos mucho más cercanos en el tiempo? Nuestras observaciones parecen
indicar que puede influir la forma en que se organiza la experiencia. La organización mental
se asemeja más a los diecisiete y a los sesenta y cinco años que, digamos, a los dieci siete y
los tres o cuatro años de edad.
Estos resultados coinciden con lo que, hace unos cuantos años, fue descrito como
aprendizaje estado-dependiente».' Se detectó que aquellas personas que habían
aprendido algo bajo la influencia de determina-das drogas eran más capaces de recordar
estos aprendizajes en estado de drogadicción que cuando no estaban drogadas. Dicho en
otras palabras, las experiencias se recuerdan mejor en el mismo estado mental en el que
tuvieron lugar.
A medida que los niños van creciendo, su estado mental cambia en función de su
desarrollo. En las primeras etapas de la formación de símbolos, todavía no se han
formado muchos enlaces entre las diferentes ideas. En la fase de pensamiento emocional,
los puentes lógicos son los que comienzan a conectar las ideas entre sí. Por consiguiente,
estas ideas se organizan de forma diferente, en parte debido a la capacidad del niño de
clasificar, además, las imágenes y las ideas y de estrechar la relación entre las mismas.
Durante la adolescencia y la edad adulta, todavía pueden surgir otros tipos de organización
a medida que vamos aprendiendo a anticipar las posibilidades hipotéticas de nuestras
conductas y ampliamos el margen de aplicación de nuestras ideas.
La diferenciación entre los símbolos conscientes y los inconscientes es posible que
refleje, así, la estructura mental predominante cuando se formaron estos símbolos.
Aquellos formados cuando el cerebro está a punto de alcanzar un nivel organizativo
maduro probablemente se incorporen al estado de conciencia del adulto, mientras que
aquellos formados en etapas organizativas más precoces serían menos conscientes.
Una diferenciación similar puede tener lugar con lo que llamamos recuerdos
reprimidos, o la evitación de ciertos recuerdos asociados a aun trauma psicológico.
Cuando las personas se vuelven ansiosas su pensamiento, a menudo, retrocede a un
nivel anterior. En estado de extrema ansiedad, las personas rara vez son capaces de
pensar de forma tan abstracta y diferenciada como cuando están tranquilas. Esta
ansiedad desestructurante a menudo conduce a un estado de ánimo uno o dos escalones
por debajo de lo que sería habitual. Un niño que está aprendiendo a construir puentes
entre sus ideas y a responder a preguntas sobre sus intenciones y sentimientos, puede
perder esta capacidad cuando está ansioso y hablar de forma aparentemente inconexa.
Adultos habitualmente capaces de ver los diferentes matices de cualquier asunto, pueden
volverse en exceso concretos o desorganizados en su forma de pensar.
Traumas psicológicos graves que producen un estado de ansiedad desestructurante
suelen vivirse en este estado mental regresivo. La experiencia traumática se asociaría,
por lo tanto, con aquellas que tuvieron lugar en esa fase precoz de la organización
mental. Es interesante señalar las dos técnicas psicoterapéuticas utilizadas para
recuperar los recuerdos traumáticos. Una de las técnicas pretende ayudar al individuo a
volver a experimentar ese estado de ansiedad tan desorganizador y, de esta forma, el
estado mental en el que se registró la experiencia. La otra se refiere a la libre asociación, donde
se ayuda a los pacientes a liberar algunas de las conexiones lógicas que organizan la
información para adentrarse en estados mentales propios de etapas evolutivas anteriores.
Ambas estrategias ayudan a las personas a recuperar experiencias muy precoces o sen-
timientos traumáticos ansiosos o generadores de miedo, inaccesibles al estado consciente, por
medio de la recreación de aquellos estados mentales en los que estas experiencias o
emociones tuvieron lugar. Una vez se ha abierto la vía de acceso, las experiencias se evalúan
desde la perspectiva del contexto terapéutico, utilizando los recursos analíticos del estado
mental más maduro o reflexivo de la persona.
Aparte del concepto de represión, Freud ideó una teoría de las defensas a través de las
cuales tanto la mente consciente como el superego mantienen ciertas ideas o deseos en un
nivel inconsciente, describiendo muchos de estos mecanismos en su trabajo sobre los sueños.
Posterior-mente, su hija Anna describió estas defensas, de forma especialmente elocuente, a lo
largo de todo el desarrollo infantil. En una de ellas, denominada formación reactiva, una
persona que, en el nivel inconsciente, abriga odio y deseos agresivos, puede manifestar afectos
opuestos en el nivel consciente y expresar exclusivamente pensamientos agradables para
mantener ocultos los pensamientos prohibidos de venganza. Otra defensa, conocida como
desplazamiento, implica transferir los pensamientos dirigidos a una persona hacia otra: en lugar
de ser consciente de la rabia que siente hacia su padre, exterioriza su cólera con su hermano
más pequeño. Freud pensaba que estas defensas estaban influidas por cierta energía interna
que fluía de una imagen a otra y que también podían transformar formas más instintivas en
otras menos instintivas o neutralizadas.
Nuestra perspectiva evolutiva de la vida interior nos hace pensar en otra teoría sobre estas
formas tan frecuentes de manejar pensamientos y deseos indeseables.
En este capítulo, hemos analizado la forma en que los niños aprenden a establecer
conexiones entre diferentes ideas y sentimientos. Los padres, a veces, responden de forma
precisa y sugestiva a estos pensamientos pero, en otras ocasiones, debido a sus propias
ansiedades o a su estructura caracterial, pueden malinterpretarlos, condenarlos o intentar
modificarlos. Imaginémonos, por ejemplo, que tanto en el juego de imitación como en los
sutiles intercambios relacionales que tienen lugar entre padres e hijos, un padre responde a la
expresión de enfado o de «mal-dad» de su hijo como si nunca hubiera tenido lugar o como si
cualquier cosa que hiciera el niño fuera siempre agradable y placentera. Imaginé-monos a su
vez que, temporalmente, se desentiende, muestra una expresión de enfado o comunica, de
cualquier otra forma, que la expresión de rabia o de maldad es peligrosa. En muchos casos, estas
dos comunicaciones contradictorias llevarán al niño, al cabo de cierto tiempo, a establecer
conexiones entre ambas reacciones. Un niño que crece en una familia más flexible y
comprensiva puede asociar el pensamiento «Estoy enfada-do» o «Soy malo porque tengo
ganas de darle en la cabeza a alguien», con la reflexión «Seré castigado si lo hago, pero lo
puedo decir». El primer niño, sin embargo, puede relacionar «Estoy furioso» o «Soy malo» con
«Soy bueno y cariñoso». El niño ha elaborado una reacción basada en la negación de cualquier
tipo de sentimiento negativo y reconociendo únicamente las emociones «buenas».
Se presenta, así, la existencia simultánea de dos condiciones opuestas. La ansiedad
asociada a sentimientos negativos, con lo que éstos se registrarán en un nivel organizativo, en
cierta medida, más bajo y, así, menos accesible, y, al mismo tiempo, la idea relacionada con el
deseo de ser bueno. Cada vez que le asaltan sentimientos potencialmente malos o de rabia,
el niño únicamente dispone de una clase de ideas enlazadas que puede exteriorizar sin sentir
el pánico del alejamiento de su padre o su mirada furiosa.
Recuerde: el niño depende de las demás personas (habitualmente, sus padres o sus
educadores) para que le ayuden a elaborar una amplia red de conexiones entre las ideas y los
deseos. En la medida en que los padres comprendan con exactitud los mensajes que emite el
niño y los vayan elaborando de acuerdo con su desarrollo, su vida interior se irá enrique-
ciendo formando un entramado cada vez más lógico y sutil de pensamientos e imágenes que
le otorgarán una estructura y un significado. A modo de advertencia, habría que decir que
ayudar a los niños a elaborar sus ideas y deseos no es sinónimo de ceder o evitar fijar
límites.
Pongamos el caso de un niño que está a punto de pegar a su hermano y su madre le dice:
«Con lo furioso que estás, si le pegas, serás castigado». Si, más adelante, coge al niño aparte
y le ayuda a hablar sobre su rabia, no sólo habrá impuesto un límite, sino que se habrá unido a
él en su propio territorio. Agresividad, límites, castigo y aliento forman todos parte de una
única y compleja puesta en escena. Por el contrario, si modifica el significado del guión y
acoge la agresión con una mirada que dice «Mejor no me hables de esto» o «Sólo quiero
escuchar cosas bonitas», el niño no puede explorar ni expandir su propio espacio emocional.
En ocasiones, no hay mecanismos defensivos disponibles para mantener las ideas fuera del
nivel consciente. Únicamente existe una falta de conexión entre el nivel en el que se sienten y
experimentan las ideas y el siguiente nivel, en el que las ideas se relacionan con otras ideas. Si
diversos ámbitos emocionales se fragmentan de esta manera, la persona se ve muy limitada en
sus manifestaciones impregnadas de cualquier tonalidad emocional v parece no estar en
contacto consigo misma. Su discurso suena, a menudo, como el guión de un serial radiofónico
superpuesto a un drama más profundo.
La existencia de este drama es, frecuentemente, más evidente para los demás que para la
propia persona. Estos individuos pueden experimentar imágenes o impulsos fugaces y realizar
actos totalmente opuestos a la visión que tienen de sí mismos. Si ceden ante estos impulsos,
rápidamente se disocian a sí mismos de sus acciones, como si creyeran realmente que no han
tenido lugar.
Como analizaremos con más detalle en el capítulo 6, la disposición propia del individuo —la
tendencia, por ejemplo, a dejarse inundar fácil-mente por sensaciones o aparentar cierta
insensibilidad y requerir gran cantidad de estímulos— también puede determinar, en parte, lo
que permanece consciente o lo que queda relegado en el nivel inconsciente. Una persona muy
comprometida que se desborda fácilmente tenderá a culparse a sí misma si algo funciona mal,
mientras que un individuo hiporreactivo que reclama constantemente que los demás se
muevan, probablemente culpe a otros en situaciones conflictivas o ansiógenas. De esta forma,
ambos crean unos significados conscientes e interconectados para manejar una sensación de
sobrecarga o de fragmentación interna. Estas distorsiones surgen, en parte, por el
funcionamiento de sus sistemas nerviosos, pero también dependen del grado de dominio de la
capacidad para establecer conexiones. Aquellos que no han logrado establecer en-laces entre
diferentes ideas parecen más propensos a proyectar sus deseos en los demás o a internalizar los
pensamientos y anhelos de otros.
Por lo tanto, cuando hablamos sobre el papel que juegan la represión o los mecanismos
defensivos en la diferenciación entre la experiencia consciente e inconsciente, podemos
analizar estos fenómenos sobre b base del crecimiento y el desarrollo cerebral. Esta perspectiva
aporta teorías adicionales, a la vez que una alternativa a algunos de los constructos hipotéticos
que hemos estado utilizando para explicar los hechos.
Analizar el mecanismo con que el cerebro separa las ideas conscientes de las inconscientes
nos ayuda a apreciar, de forma más detallada, la importancia de la etapa evolutiva en la que se
formaron los enlaces entre las diferentes ideas. Nuestros primeros recuerdos proceden de la
fase evolutiva en la que se comienza a formar la futura organización mental adulta, dado que
las ideas interconectadas son más fáciles de retomar que aquellas que permanecen libres o que
los significados o las sensaciones somáticas que preceden a la formación de las ideas. En esta
fase evolutiva, el sentido del sí mismo va más allá de los meros símbolos para experimentar la
realidad del mundo, el placer de la fantasía y los vínculos entre diferentes propósitos y
sentimientos. Incluso en estos niveles tan elementales estos cambios constituyen, sin duda
alguna, un progreso enorme en la evolución del ser humano.
Al analizar los tipos de experiencias que estimulan el desarrollo de cada una de las
fases de la organización mental, es importante tener en cuenta los diversos patrones
culturales y familiares. Existen muchos caminos para poder llegar a los diferentes niveles
madurativos, y cada cultura tiene su propia manera de estimular el desarrollo. En
determinado ámbito cultural, por ejemplo, un padre puede responder a las señales no
verbales de un niño que desea coger un cubo con una serena mirada de aprobación y un
sutil movimiento de cabeza mientras que, en otro en-torno, el deseo de coger un cubo
puede acarrear una alabanza desproporcionada y el ofrecimiento de otros dieciséis cubos.
En ambos casos, el niño adquiere la noción de la intencionalidad y está constituyendo
una organización mental en la que las emociones y los deseos más profundos están
integrados en un sentido intencional del sí mismo. De forma parecida, los niños de
diferentes culturas representan escenas muy diferentes en su juego imitativo y en sus
conversaciones cotidianas, y todas ellas fomentan el desarrollo del uso de las ideas y de
los símbolos. Es importan-te no confundir patrones culturales sanos con un
entorpecimiento del proceso de organización mental.
En términos generales, la mayoría de culturas estimulan tanto el de sarrollo de los
diferentes niveles organizativos como determinados te -mas emocionales básicos, como
son la dependencia, la sexualidad y la autoafirmación, que, habitualmente, se manejan en
cada una de las etapas. La forma en que se estimulan estas etapas evolutivas y el
contenido de las interacciones o escenificaciones que otorgan a la experiencia de cada per-
sona su sello particular es lo que suele diferenciar unas culturas de otras y una familia de
las demás. Mientras que las cartas de amor difieren de una a otra cultura, las personas
impregnadas de las más diversas tradiciones comparten la capacidad de experimentar
amor a través de gestos, ideas o símbolos.
EL PROCESO DE LA MENTE
Después de muchos meses de enormes progresos, allá entre el tercer o cuarto año de
vida, si todo marcha bien, se deberían haber consolida-do, firmemente, los seis niveles que
constituyen la base de la inteligencia humana. En este punto comienzan las tentativas de
la psicología profunda respecto a comprender los orígenes de la vida interior. Quede claro,
no obstante, que éste no es el comienzo del desarrollo, sino la culmi nación de un inmenso
crecimiento mental.
En su camino hacia la madurez el niño pasa, sin embargo, a través de otras etapas
evolutivas adicionales basadas, todas ellas, en los cimientos dejados por las seis fases
iniciales. Alcanzar las metas de cada una de las etapas vitales requiere una organización
mental incluso más compleja. A medida que el individuo se va haciendo mayor, se va
adentrando en situaciones y responsabilidades sociales nuevas, cada una de ellas con sus
propios matices, tanto relacionales como emocionales. A medida que se van alcanzando los
logros y se van integrando las ideas y los sentimientos que van surgiendo, se construye un
nuevo escalafón mental. Atender a los niños y ganarse un sueldo, por ejemplo, requiere,
obviamente, una organización mental más compleja que maniobrar por los bancos de are-
na sociales de la escuela primaria.
Si bien las metas que se pretenden alcanzar en las etapas posteriores difieren de los
objetivos de los primeros años de vida, los lazos emocionales y relacionales permanecen
en el epicentro del desarrollo mental. Aproximadamente en la época en la que un niño
asiste a la guardería o al primer curso de primaria, es capaz de relacionarse, comunicar,
imaginar y pensar, capacidades, todas ellas, desarrolladas en las primeras etapas
evolutivas. Se adentra, ahora, en una fase de espontaneidad, expresividad y expansividad
cuyo lema podría ser «El mundo en mis manos».' Está deslumbrado por las maravillosas
posibilidades que le ofrece el mundo y sus propios recursos. Los niños de esta edad
exploran estas posibilidades en el juego, en las aventuras imaginarias y a través de las
relaciones personales más complejas. Es ahora cuando el niño comienza a percibir las
relaciones triangulares, no sólo entre mamá v él o papá y él, sino también entre los tres.
El niño se muestra interesado, algo engreído o, a veces, temeroso y está sembrando
los fundamentos de la creatividad a medida que va observando la vida desde perspectivas
cada vez más diferentes. Delante de él se expanden, ahora, los innumerables hechos
extraordinarios que ofrece el mundo, sus deseos y los miedos de sus más terribles
pesadillas, junto con la amplia gama de soluciones posibles que puede poner en práctica
ante los inevitables conflictos y las paradojas inherente s a la vida. El peligro de esta
etapa consiste en que se sienta abrumado por todas estas posibilidades y que pierda su
contacto con la realidad. Por otro lado podría, prematuramente, estrechar el cerco de su
curiosidad y su creatividad y volverse excesivamente rígido y centrado en unas pocas
tareas. Puede, igualmente, encontrar un equilibrio que le permita ser cu rioso y creativo,
analizar las cosas desde múltiples perspectivas y comprender el contexto, a la vez que
desarrollar un sentido de la responsabilidad y una adecuada noción del riesgo que le
darán la seguridad necesaria para emprender las aventuras que se avecinan. En el mejor
de los casos, un niño supera esta fase con una comprensión más sólida de la realidad, un
sentido más dinámico de su potencial, una vida fantasiosa muy rica y un repertorio
mucho más variado de percepciones y res-puestas sociales.
Estas habilidades entran en juego hacia los siete u ocho años, cuando las reglas que se
establecen en el patio y la ley del más fuerte en clase do-minan la vida social del niño y su
propio concepto de maduración. En las trifulcas de su grupo social aprenden a afinar su
percepción de las reacciones respecto de los demás niños. Durante un tiempo, estas
reacciones conformarán, de hecho, la autoimagen del niño. Cualquier niño de segundo o
tercer grado sabe, con absoluta precisión, qué lugar ocupa en el ranking de popularidad,
atractivo físico, deseo de que forme parte de un equipo deportivo, capacidad de escribir,
sumar o leer, estar a la moda, talento musical o cualquiera de los centenares de criterios a
través de los cuales los niños de esta edad se evalúan a sí mismos y a los demás.
Mientras la complejidad de las relaciones entre iguales les va sirviendo de fuente de
aprendizaje, los niños también profundizan en los procesos grupales de su propio
microcosmos social. El niño queda definido así, en parte, por ser miembro de la sociedad en
la que vive. Con un pie todavía en la familia se ha adentrado, con el otro, en un grupo más
complejo y combativo y, por medio de su identidad social, logra percibirse a sí mismo
como otro tipo de persona. Como miembro de un grupo, aprende que el todo es más que
la suma de las partes; es, de hecho, una parte que define quién es él. Su grupo de iguales
constituye un punto de partida importante, no sólo para comprender los patrones sociales
y la realidad social, sino también para verificar su calidad de miembro en diversos grupos y
su grado de identificación con los mismos: con su familia y sus amigos v, finalmente, con su
comunidad y la sociedad en la que vive.
Entre los diez y los doce años, muchos niños comienzan a desarrollar una autoimagen
interna que refleja, en mayor grado, sus propias necesidades, sus deseos más íntimos, sus
aspiraciones v valores, más que las reacciones de los demás. Sus capacidades cognitivas,
cada vez mayores, también les permiten actuar de acuerdo con su propia conciencia, más
que por miedo al castigo. El niño mayor ya ha elaborado dos mundos, uno cotidiano,
cambiante, de relaciones entre iguales, y un mundo más estable, caracterizado por las
percepciones de sí mismo y sus crecientes valores internos. Estos dos mundos aportan los
cimientos para hacer frente a los problemas que caracterizan la adolescencia y la edad
adulta. Los nuevos patrones relacionales seguirán perfilando el emergente sentido del sí
mismo, que aporta un sentido básico de seguridad y estabilidad durante este período de
crecimiento.
Cuando los niños inician su adolescencia, su universo se sigue ex pandiendo, abarcando
una comunidad más extensa, más allá del grupo formado por los compañeros más
próximos. Durante esta fase, tienen que afrontar asuntos tan complejos como los diferentes
valores de los padres y de los compañeros mientras que, al mismo tiempo, comienzan a
mostrar otros campos de intereses mucho más amplios, sea en asuntos políticos, morales o
religiosos, movimientos sociales o similares. La maduración cerebral también les permite
considerar posibilidades futuras e imaginar mundos hipotéticos: «¿Qué pasaría si Jane
aceptara ser mi novia?», »¿Debería matricularme en la universidad pública o intentar entrar
en una universidad de mayor prestigio?», Cuando sea mayor, ¿me gustaría ser médico/a,
piloto, profesor/a?».
Cambios físicos muy evidentes se presentan también en esta etapa de la vida. El cuerpo
infantil se desvanece, ocupando su lugar un cuerpo de hombre o mujer absolutamente
desconocido. También desaparece la voz de niño junto con toda su apariencia externa. La
nueva talla, el nuevo tipo, los músculos, los pechos y la distribución del vello se acompañan
de sentimientos nuevos e inquietantes y de nuevas realidades en el grupo de amigos. Las
amistades son, ahora, más profundas, y las que se establecen con el sexo contrario, más
problemáticas. Para el adolescente, las posibles identidades se diversifican más y la
necesidad de definirse a sí mismo es cada vez más apremiante: ¿es él un necio, un inútil,
un tonto, un estúpido? ¿Es popular, atractivo, simpático? ¿Qué desea ser? ¿Quién es él
realmente?
Mientras transcurre la ingente demolición y reconstrucción de la adolescencia,
únicamente una base bien sólida permite al joven conservar un sentido de la identidad
equilibrado. Pero si los pilares de los puentes, construidos en esta etapa, se erigieron sobre
cimientos poco sólidos, el niño no será capaz de dominar los poderosos sentimientos —
sexualidad, pérdida de la infancia, otro tipo de humillaciones— a los que tendrá que hacer
frente.
La primera edad adulta viene apuntalada por nuevas experiencias: dejar su casa para ir
ala universidad o al servicio militar, unas relaciones sentimentales probablemente más
íntimas y estables, quizá la necesidad de ganar dinero para poder pagar al menos una parte
de sus gastos... El mundo se abre más allá del contexto relacional formado por los grup os
de secundaria para abarcar el campus, las comunidades de base o un equipo de
colaboradores. Más adelante, aparece la necesidad de elegir una carrera, la complejidad de
un matrimonio y la nueva intimidad que comporta. El individuo se aleja ahora de casa,
tanto física como emocionalmente, aspirando a satisfacer sus necesidades básicas de las que
había disfrutado, anteriormente, a través de la relación con sus padres. Todos los viejos
temas de dependencia, deseos de intimidad, necesidad de un entorno segur o, y- otros
similares, persisten, pero el individuo debe encontrar patrones alternativos para poderlos
satisfacer.
La condición parental aporta una marca repentina de emociones des -conocidas y
hacerse con ellas constituye un reto difícil. Para poder ser un buen padre o una buena
madre, una persona debe aprender a satisfacer muchas de sus propias necesidades
emocionales a través de dar satisfacción a las necesidades de otra persona. Ello requiere
una empatía mucho más sutil y una capacidad de entrega a los demás mucho mayor de lo
que la mayoría de las personas han conocido hasta ese momento. Para salir airosa, una
persona necesita tanto una definición sólida de sí misma como la capacidad de tolerar una
amplia gama de sentimientos intensos a medida que se constituyen docenas de
constelaciones interpersonales. Ante la rivalidad, frustración, incertidumbre, rabia,
responsabilidad, ansiedad, cansancio o resentimiento, el amor paterno o materno y todo lo
demás, los padres deben mantener una posición de líderes de sus familias y atender las
realidades laborales y financieras para poder pagar las facturas.
La edad intermedia aporta responsabilidades todavía mayores mientras que,
simultáneamente, la pérdida de la juventud y de sus utópicos sueños y ambiciones se
tornan realidad. La persona, probablemente, no haya encontrado la pareja ideal, no tenga
los hijos perfectos ni la carrera brillante que cierto día le parecieron seguros. Tampoco
dispone del tiempo que tuvo, en su día, para poder lograr todo ello. Desde la cú spide de la
montaña vemos el camino de bajada y el tiempo comienza, ahora, a percibirse como
limitado. Cuando una persona se confronta con los primeros indicios de su condición de ser
mortal, sus hijos están pasando por las primeras etapas de su propia vida personal. Este
período requiere un equilibrio perfecto entre la empatía, que permite comprender su
situación, y cierta sobre identificación que los utiliza para satisfacer las propias
satisfacciones no alcanzadas.
En la edad intermedia tardía, muchas personas observan cómo su perspectiva se
desplaza, nuevamente, hacia una consideración más amplia, más altruista del mundo
entendido como un todo, concibiendo a todos los niños como niños del mundo y
considerando el legado que dejarán a su paso. Los asuntos que ocupan a la persona se
relacionan con un sentido colectivo de la responsabilidad adulta: por ejemplo, preocupa ción
sobre cómo la balanza comercial con el Japón afectará al nivel de vida de la siguiente
generación. Sin embargo, muchas personas no acaban de realizar esta transición debido a
sus propios problemas actuales con los hijos, el trabajo, la pareja, la salud delicada de los
padres o cualquier otro asunto que les abrume y agote.
El sistema nervioso central continúa creciendo hasta los cuarenta y cinco o cincuenta
años de edad. Así, por ejemplo, las vías nerviosas relacionadas con la capacidad de juicio y
reflexión continúan absorbiendo mielina hasta la edad intermedia de la vida.' Si bien la
memoria y la capacidad física han dejado atrás sus momentos culminantes, la capacidad de
juicio y la sabiduría bien pueden incrementarse. La experiencia, obvia-mente, constituye un
factor básico para el juicio sensato y la sapiencia, pero resulta reconfortante saber que
puede encontrar cobijo en un sistema nervioso central en desarrollo.
El envejecimiento comporta cambios corporales similares a los de la adolescencia, pero
al revés. Simultáneamente con el declive de la persona mayor, sus hijos van camino de la
fortaleza y belleza adultas. La madre atraviesa la menopausia, mientras que su hija se
vuelve sexualmente activa. El padre es intervenido de la próstata mientras que su hijo lleva
una intensa vida amorosa. Adiós a la vista, a la cintura, a gran parte de la belleza física de la
juventud: el pelo precioso del que una estaba orgullosa, la piel suave, la musculatura
fuerte. Los sentimientos de competencia, pérdida, desencanto y la toma de conciencia de
que el tiempo se va acortando, se vuelven más apremiantes.
Muchas personas se dan cuenta, cada vez más, del lugar que ocupan en el desfile de
generaciones, formando parte del ciclo de la naturaleza v de la vida. A medida que el
tiempo y, quizá, el espacio del que uno dispone se van constriñendo, el sentido temporal-
espacial, en el nivel cósmico, se puede expandir de la mano de un sentido unitario con la
naturaleza o con Dios.
Cada una de las etapas de la vida es, así, una consecuencia de las etapas anteriores,
mientras se van presentando nuevos temas emocionales. En el caso de que una persona
no pueda hacer suyos los desafíos de una nueva etapa, se puede limitar o hacer rígido
emocionalmente. Estas posibilidades se analizan en los capítulos 9 y 10 al estudiar las
ramificaciones del modelo evolutivo de cara a la salud mental. Si todo marcha correcta -
mente, la tendencia va hacia una conducta cada vez más generosa, más integrada y más
sutil.
Acabamos de ver cómo las capacidades mentales superiores, desde la conciencia hasta la
inteligencia, se forman a partir de ciertos «bloques» constituyentes básicos. Cada uno de
estos bloques se basa, a su vez, en la capacidad del ser humano de experimentar
emociones. Antes que nada, a capacidad de prestar atención es la capacidad de mostrar
un interés emocional ante diversas imágenes, sonidos y otras características del en -torno.
La capacidad de relacionarse hace referencia a la capacidad de experimentar alegría,
placer y calor afectivo en presencia de otra persona. Con el paso del tiempo incluye,
también, la posibilidad de incorporar otros sentimientos adicionales a nuestro mundo
relacional, entre otros la capacidad de autoafirmarse, la rabia, el desencanto y la
compasión.
La capacidad de mostrarse como una persona intencional significa crear y encauzar un
deseo, lo que, por su propia naturaleza, es experimentado como un sentido proposicional
afectivo o emocional. La capacidad de elaborar patrones intencionales interactivos
complejos refleja la capacidad de sintonizar las propias señales emocionales con las de
otras personas a través de la interacción. Las grandes negociaciones sobre seguridad,
aceptación, consentimiento, orgullo y otros temas importantes son intercambios
emocionales con una finalidad emocional. La capacidad de crear imágenes, símbolos e
ideas, la base del razonamiento y de la vida emocional, depende de la capacidad de investir
esos constructos mentales de significado emocional. En ausencia de esta investidura,
permanecerán como pequeños islotes fragmentados de la actividad mental. La capacidad
de relacionar imágenes y símbolos para formar lo que se podría entender co mo
infraestructura mental supone la habilidad no sólo de ilustrar los propios sentimiento s y
deseos, sino también de captar de forma intuitiva los sentimientos y deseos de otra
persona, comprendiendo siempre las señales emocionales que emite el otro. Esta habilidad
posibilita la comprobación de la realidad y otras formas de pensamiento lógico.
El esquema del desarrollo mental que hemos presentado aquí conduce a algunas
conclusiones muy originales y bastante novedosas sobre el desarrollo de los niños. Así, por
ejemplo, únicamente aquellos padres que han profundizado en el estudio de las diferentes
etapas de su propio crecimiento emocional hacia la edad adulta pueden acompañar exitosa -
mente a su hijo a través de estas etapas. Cuando un niño supera la etapa del aprendizaje
presimbólico y simbólico inicial y se adentra en el mundo de los símbolos inconscientes, ya
ha dejado atrás un proceso largo y complejo que se caracteriza por clasificar, sopesar, juzgar
y discernir. El adulto ha invertido una enorme cantidad de tiempo e interés en responder a
sus sonrisas, expresiones, palabras y gestos, ayudándole a mejorar su nivel de atención, a
disfrutar de lo placentera que resulta la reciprocidad, a sentir el poder comunicativo de los
gestos y a otorgarle una forma simbólica a sus sensaciones emocionales y corporales. Estos
procesos y la mutualidad que los hace posibles son los que llevan al niño desde el caos
sensorial de las primeras horas extrauterinas hacia la plena conciencia humana.
Esta visión de la mente pone de relieve su profundo sentido unitario, los lazos
indestructibles entre pensamiento y sentimiento. Pone al descubierto mecanismos
largamente buscados por los sociólogos, que permiten que las familias y las sociedades
transmitan estructuras de personalidad, valores y significados culturales a lo largo de las
generaciones. Si, tal como hemos indicado, las cualidades más elevadas del espíritu humano
únicamente pueden florecer al sol de unos vínculos genuinamente personales, entonces
únicamente una sociedad que favorezca el desarrollo de estos vínculos puede obtener la
plena cosecha de una ciudadanía creativa y humana.
Capitulo 5
EL DESARROLLO DE LA CONCIENCIA
La conciencia, un concepto que se sitúa a caballo entre la psicología la filosofía, aúna las
perspectivas y tradiciones de cada una de estas disciplinas. Por muchas razones, ha
constituido un enigma para ambas.
Implica la estructura física del cerebro y experiencias tan subjetivas orno la conciencia
de uno mismo y la consideración de determinadas mociones e ideas. No es de extrañar que
las primeras teorías comprendieran explicaciones tanto físicas u objetivas, como espirituales
o subjetivas, de la conciencia y de los fenómenos mentales del ser humano. El filósofo
Bertrand Russell postuló que el dualismo entre las teorías materialistas objetivas e
individualistas subjetivas constituye un tema sempiterno, no resuelto, en la historia del
pensamiento occidental, con importantes connotaciones sociopolíticas.'
Filósofos contemporáneos como Daniel Dennett, junto con otras muchas personas sensatas,
desearían pensar que todos los fenómenos mentales, incluyendo la conciencia, deben explicarse
mediante la actividad física del cerebro.' Sin embargo, tal como hemos podido ver, el cerebro se
desarrolla gracias a su constante interacción con la experiencia afectiva. Las dificultades que se
puedan presentar a lo largo de estas interacciones experienciales conducen, a su vez, a
dificultades en el nivel de la conciencia. Niños que carecen de determinadas experiencias
interactivas, por ejemplo, como ocurre en el caso de hijos de familias multiproblemáticas o
disfuncionales, pueden no haber adquirido la capacidad autorreflexiva aun en el caso de un
funcionamiento cerebral absolutamente normal. De forma parecida, los niños que padecen
problemas físicos relacionados con el funcionamiento del sistema nervioso también muestran
problemas de conciencia. Los niños que muestran patrones autísticos, pocas veces alcanzan
algún grado de conciencia de sí mismos y de capacidad autorreflexiva hasta bien iniciada la
terapia.
Tal como indicamos con anterioridad, cuando se planifican las interacciones para corregir
los déficit de niños discapacitados, sean experienciales o físicos, se atraviesa una serie de
etapas de niveles crecientes de conciencia y autorreflexión. Los niños que se desarrollan
normal-mente también pasan por estas mismas etapas, comenzando con la inicial conciencia de
sí mismos como seres sensoriales y emocionales, hasta la capacidad de reflexionar,
simbólicamente, sobre sus propios sentimientos y deseos, si bien con un esfuerzo mucho
menor.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿cómo se integra la experiencia en la actividad física
cerebral para dar lugar a esos niveles de conciencia? Creo, sinceramente, que una parte de la
respuesta a esta pregunta reside en la capacidad del cerebro de experimentar y organizar
emociones.
A partir de la observación de niños pequeños y mayores parece plausible pensar que el
desarrollo del nivel de conciencia esté relacionado con la creciente consideración de nuestros
propios afectos o de nuestras emociones. Los afectos que surgen a partir de los procesos físicos
y que, progresivamente, adquieren un significado subjetivo, tienen la capacidad única de unir
aquello que consideramos los aspectos objetivos del cerebro con la experiencia subjetiva. Dan
lugar a unos patrones fisiológicos que podemos observar y medir. Así, por ejemplo, muchos
procesos diferentes de los sistemas nerviosos simpático y parasimpático están relacionados con
diversos estados afectivos.' La mayoría de personas experimentan enseguida estos estados
físicos en forma de constricción de los músculos pectorales, palpitaciones cardíacas y la
sensación de estómago
vacío que acompaña al miedo. Las emociones, sin embargo, también llegan a tener unas
características subjetivas y, finalmente, un significado. Alegría, tristeza, odio, amor: todos ellos
denotan un estado anímico o mental, una característica de la experiencia consciente. El hecho de
tener conciencia de estos estados anímicos fue atribuido, tradicionalmente, a la vertiente
subjetiva y espiritual de la vida mental.
¿Cómo adquieren los procesos fisiológicos esta tonalidad y este significado subjetivo? ¿Qué
papel desempeñan en la elaboración de la conciencia? Como hemos expuesto con anterioridad,
el niño experimenta, en un principio, estados anímicos muy genéricos, como son el sosiego, la
excitabilidad y la angustia que parecen, en gran medida, ser de naturaleza física. A medida que
el sistema nervioso va madurando, los bebés son capaces de experimentar y expresar su estado
de ánimo de forma más sutil: una sonrisa especial dedicada a mamá, una mirada de enfado
para papá, una reacción alegre de sorpresa ante una imagen o un so-nido agradable pero
inesperado. Para que se puedan presentar estos estados mentales más sutiles un niño debe
tener, sin embargo, experiencias interactivas con sus padres; los niños privados de estos
estímulos tienden a seguir mostrando expresiones emocionales más genéricas. La experiencia
va perfeccionando, así, la expresión fisiológica, y la creciente regulación fisiológica cumple, a su
vez, funciones organizativas y expresivas de experiencias emocionales interactivas mucho más
complejas. Si los músculos se ponen tensos, acompañándose de una sensación de malestar o
de estrés, y la experiencia sigue perfilando este estado anímico, entonces puede surgir una
sensación diferenciada de rabia. Esta sensación puede servir, posteriormente, para organizar y
dar significado a ejemplo, muchos procesos diferentes de los sistemas nerviosos simpático y
parasimpático están relacionados con diversos estados afectivos.' La mayoría de personas
experimentan enseguida estos estados físicos en forma de constricción de los músculos
pectorales, palpitaciones cardíacas y la sensación de estómago vacío que acompaña al
miedo. Las emociones, sin embargo, también llegan a tener unas características subjetivas
y, finalmente, un significado. Alegría, tristeza, odio, amor: todos ellos denotan un estado
anímico o mental, una característica de la experiencia consciente. El hecho de tener
conciencia de estos estados anímicos fue atribuido, tradicionalmente, a la vertiente subjetiva
y espiritual de la vida mental.
¿Cómo adquieren los procesos fisiológicos esta tonalidad y este significado subjetivo? ¿Qué
papel desempeñan en la elaboración de la conciencia? Como hemos expuesto con anterioridad,
el niño experimenta, en un principio, estados anímicos muy genéricos, como son el sosiego, la
excitabilidad y la angustia que parecen, en gran medida, ser de naturaleza física. A medida que
el sistema nervioso va madurando, los bebés son capaces de experimentar y expresar su estado
de ánimo de forma más sutil: una sonrisa especial dedicada a mamá, una mirada de enfado
para papá, una reacción alegre de sorpresa ante una imagen o un so-nido agradable pero
inesperado. Para que se puedan presentar estos estados mentales más sutiles un niño debe
tener, sin embargo, experiencias interactivas con sus padres; los niños privados de estos
estímulos tienden a seguir mostrando expresiones emocionales más genéricas. La experiencia
va perfeccionando, así, la expresión fisiológica, y la creciente regulación fisiológica cumple, a su
vez, funciones organizativas y expresivas de experiencias emocionales interactivas mucho más
complejas. Si los músculos se ponen tensos, acompañándose de una sensación de malestar o
de estrés, y la experiencia sigue perfilando este estado anímico, entonces puede surgir una
sensación diferenciada de rabia. Esta sensación puede servir, posteriormente, para organizar v
dar significado a una gama de experiencias interactivas caracterizadas por un estado de
frustración o de malestar.
En la segunda mitad del primer año de vida, los bebés manifiestan, habitualmente, una sutil
expresión de afectos muy diferentes, como son la rabia, el enfado, el estado de sorpresa,
desesperación, felicidad, entre ,otros, que sirven, entonces, para categorizar y atribuir un
significado a experiencias interactivas posteriores.' Con el paso del tiempo, y a medida que las
experiencias se van organizando de forma circular, gracias a un número creciente de estados
afectivos, se elabora un mundo interno subjetivo. Entretanto, también se está creando una
categoría experiencial denominada «realidad externa». Tanto el mundo subjetivo interno como
la toma de conciencia de una realidad exterior surgen, gradualmente, del circuito interaccional,
retroactivo, entre el afecto y la experiencia.
Las emociones, por lo tanto, no sólo se constituyen en los mediadores complejos de la
experiencia, sino que cumplen, a su vez, un papel organizativo y diferenciador interno. Lo que
comienza como un sistema ilógico que recibe el input de los sentidos se torna, a través de los
resultados de la experiencia evolutiva, en un instrumento social complejo y en un medio para
estructurar la vida mental interna.
El creciente ciclo de experimentación y categorización acaba influyendo en la fisiología
cerebral, más que a la inversa, constituyendo una danza íntima entre la naturaleza v los
estímulos externos.' Resulta engañozo intentar separar las contribuciones de ambos, dado que
uno sólo puede definirse en el contexto del otro. La conciencia surge de estas interacciones
continuas en las que la biología organiza la experiencia y la experiencia la biología.
Los procesos que posibilitan la experiencia y la expresión afectiva tienen lugar en las células
vivas que, a su vez, comprenden procesos fisiológicos sólo parcialmente conocidos, pero que
parecen diferenciarse, aun y así, de los sistemas no vivos como los que operan en los
ordenadores. Determinados paralelismos, sin embargo, aportan indicios útiles de cómo un
fenómeno de origen físico puede llegar a adquirir un matiz y un significado subjetivo y
contribuir, de esta forma, al desarrollo de la conciencia.
La palabra que utilizamos para definir las emociones indica su naturaleza dual: lo que
denominamos «sensaciones» no sólo comprende diferentes estados psicológicos sino, a su vez,
sensaciones viscerales concretas. La ansiedad se puede presentar en forma de una aceleración
del pulso, un desencanto como un dolor abdominal agudo, la tristeza como obstrucción de la
garganta, el estrés como pulsaciones en las sienes.
A muchas personas que han padecido una desgracia importante no sólo se les ha «roto el
corazón», a modo de metáfora de un estado de desolación, sino que han experimentado un
dolor manifiesto en la parte superior del tórax. Muchas personas que han sentido un miedo
intenso han temblado, físicamente, por un sudor frío.
El lazo de unión entre la sensación física y la emocional no es, por lo tanto, ni circunstancial
ni simbólico. Está, de hecho, arraigado en nuestra neurología y en nuestra musculatura.
Únicamente mostrando la cara externa de una emoción se puede representar parte del afecto
original. Si se le ocurre adoptar una sonrisa de felicidad de forma deliberada, tendrá ocasión de
sentir una oleada de buen humor. Si aprieta los labios y frunce el ceño poniendo cara de muy
enfadado, sentirá un instante de irritación. Arrugar la frente con expresión de angustia
conllevará una ligera sensación de pesar. Percibimos nuestras emociones, literalmente, en
nuestros cuerpos e, inversamente, nuestras caras y nuestros cuerpos expresan lo que sentimos.
Además, cada expresión facial o corporal de una emoción —cada sonrisa, mueca o expresión de
rabia, cada espalda rígida, hombro caído o brazo que pega— tiene su propia y sutil gradación
en lo referente al sentimiento y la tonalidad emocional interna.
Las emociones solas no crean la conciencia si bien, más que la experiencia sensorial por sí
misma, sí forman la mente. Más bien se da el caso de que una creciente gama de emociones es
gradualmente recogida por la capacidad del sistema nervioso encargada de elaborar pautas. El
aspecto afectivo del código dual genera un sentido de vitalidad muy elemental a partir de las
experiencias del bebé. La sensación, la reactividad, las características decisivas de ciertas
neuronas, siguen aportando la base fisiológica de la vida afectiva y emocional. A medida que
estas experiencias emocionales aumentan en número y complejidad, son abstraídas y se
forman patrones. El cerebro, en plena fase de desarrollo y bien estimulado, acaba siendo un
detector de patrones cada vez más elaborado. Estos patrones ganan en intencionalidad y
complejidad y se organizan en los seis niveles descritos en los capítulos 3 y 4. Tal como dijimos,
en los niveles cinco y seis son traducidos en imágenes y surge un sentido del sí mismo
representativo o conciencia.
Se pueden concebir, así, dos componentes de la conciencia. Uno es de naturaleza
generativa e implica la reactividad de las células nerviosas y la actividad fisiológica y afectiva
concomitante (por ejemplo, un sentido agradable al tacto). El otro es de naturaleza
organizativa. El hardware del. sistema nervioso nos permite abstraer y organizar patrones
sensoriales y afectivos, a medida que interactúa con un determinado tipo de experienc ias.
Ambos componentes trabajan conjuntamente para generar conciencia.
Lo que habitualmente entendemos por «conciencia» es, de hecho, capacidad
autorreflexiva, lo que constituye un estadio evolutivo relativamente tardío. En esta etapa, la
mente puede tener conciencia de sus propios sentimientos y deseos —«Soy feliz», «Estoy
molesto», «Estoy Piste», «Quiero pegarte», «Quiero amarte»—. Esta capacidad de
concienciación reflexiva atraviesa diferentes etapas, tal como indica-los en el capítulo
anterior. En el niño de cuatro a cinco años, la expresión de un deseo —«Quiero salir afuera
ahora»— sustituye a las exigencias del niño de tres años —«Afuera» o «Abre puerta»—. A lo
largo e su etapa escolar, observamos un nivel de reflexión incluso superior: n sentido de l sí
mismo crecientemente fortalecido por la experiencia el día a día.
El adolescente muestra unos niveles superiores todavía: es capaz de flexionar no sólo
acerca de lo que está pasando en el presente sino, a su vez, sobre lo que podría pasar en el
futuro. El adulto joven puede comprender su propio pasado, prever su futuro y reflexionar,
con cierta perspectiva, sobre los acontecimientos de su entorno. En las siguientes tapas de la
vida, niveles de conciencia incluso superiores dependen del conocimiento má s profundo de la
propia personalidad del individuo respecto de la familia que ha formado, su comunidad y, en
última instancia, 1 mundo como un todo y los ciclos de la naturaleza.
Generalmente pensamos que el conocimiento consciente es un fenómeno propio de las
etapas autorreflexivas tardías, cuando esta capacidad constituye, de hecho, el legado del
largo proceso evolutivo esbozado en as capítulos 2-4. El primer signo de conciencia es,
sencillamente, la noción de ser vivo que adquiere el bebé: el borboteo de sus sentimientos en
expuesta a las sensaciones en una época en la que todavía no puede difer enciarse a sí mismo
del mundo que le rodea. Este sentido precoz de vialidad afectiva no está ligado a símbolo o
conducta intencional alguna. '.n lugar de denominarlo arousal, sería más apropiado
denominarlo sendo de vitalidad afectiva. Cuando el niño pequeño comienza a mostrar
referencias por las personas más próximas y un interés inusitado y ale -re por el mundo de los
seres humanos, comienza la segunda fase de la conciencia. Aunque todavía no se asocien
símbolos o conductas intencionales a sus sentimientos, su conciencia abarca, ahora, a otro
ser humano con el que comparte un sentido de felicidad indiferenciado. La conciencia se
expande rápidamente, incluyendo otro tipo de deseos y sentimientos, como la dependencia,
el placer y la rabia.
Una vez alcanzado el siguiente hito, cuando el niño desarrolla patrones de conducta
intencionales (alzar los brazos para que le levanten v otros similares), comienza a florecer
un nuevo tipo de conciencia, diferenciando crecientes parcelas del «yo» definidas por estas
conductas intencionales de las demás personas. A continuación, aparece la conciencia de
pautas complejas haciendo referencia a muchas conductas intencionales propias y ajenas.
Un «yo» más integrado, formado por muchos deseos, sustituye aquellos islotes del «yo»
precoces e incluye la comprensión de tener que debatir con otros sobre seguridad,
protección, dependencia, consentimiento, desaprobación, aceptación, rechazo,
autoafirmación, rabia y otros contenidos emocionales cotidianos. Incluso antes de la
formación de símbolos, existe un sentido de unidad, intencionalidad y cierto tipo de
significado. Una vez podamos abstraer nuestras emociones simbólicamente, a través de la
palabra y las imágenes, comenzamos el periplo de la conciencia simbólica, descrita
anteriormente.
Es difícil, para un adulto, imaginar cómo se percibe un bebé o un niño pequeño a sí
mismo a lo largo de las diferentes etapas de este pro-ceso. Por muy fidedignamente que
intentemos recrear estas sensaciones a través de diferentes técnicas —relajación profunda,
hipnosis, ejercicios espirituales— estas etapas de conciencia precoz parecen fuera de
nuestro alcance. Incluso si pudiéramos, realmente, contactar con estos estadios mentales
iniciales, no seríamos capaces de recordarlos en cuanto estuviéramos de vuelta en nuestro
estado simbólico habitual. Quizás únicamente en ciertas facetas de la expresión artística se
puede tomar contacto con formas precoces de la conciencia. La psicoanalista Marion Milner
parece sugerirlo en On not being able to paint: «La experiencia de la coincidencia interna y
externa que experimentamos ciegamente cuando nos enamoramos emerge
conscientemente a la superficie en las artesa
Aparte del nivel evolutivo, el grado de conciencia varía, claramente, de una persona a
otra, en función del contenido emocional que la en-vuelve. Un nivel de conciencia
reflexivo y de amplia base comprende múltiples sentimientos, como la alegría y el placer,
la dependencia, la autoafirmación y la rabia. Nos permite apreciar los sentimientos de las
de-más personas y colaborar con otros de cara a determinadas iniciativas, en el nivel
político, religioso, filantrópico o de conservación del medio ambiente. Un menor índice de
conciencia y de capacidad reflexiva se relaciona con haber experimentado únicamente unos
pocos y repetitivos contenidos emocionales (por ejemplo, siempre enfadado o receloso) y
unas actitudes rígidas y centradas en sí mismas. Cuando hablarnos de una conciencia de-
sarrollada no nos referimos, por ejemplo, a cierta habilidad etérea para proyectarnos a
nosotros mismos a través del espacio y del tiempo. Nos referíamos, de hecho, a la
capacidad de experimentar las emociones humanas más ;mentales en nosotros mismos y
en los demás, y reflexionar sobre ellas en ¡estro contexto familiar, social, cultural y
ambiental.
Las emociones que desempeñan un papel central respecto del sentido 1 sí mismo
posiblemente constituyan el nexo de unión, el enlace , entre la ente y el cuerpo, cuya
polaridad ha fascinado a filósofos y científicos de conducta humana durante milenios. El
sistema nervioso conduce las sensaciones procedentes de todos los órganos del cuerpo a
aquellas regiones cerebrales que organizan y abstraen los patrones de conducta,
conectando los sistemas fisiológicos con los emocionales. Este lazo de unión funciona en
ambas direcciones.' En caso de lesión o de enfermedad, sobre todo si es dolorosa,
puede, al menos de forma temporal, limitar el sent ido del sí mismo al simple deseo de
poderse levantar de la cama e ir solo al baño o, sencillamente, a que cese el dolor. Los
estados afectivos intensos y generalizados, relacionados con las necesidades básicas,
pueden redefinir quiénes somos, qué querernos y qué pensamos, disminuyendo nuestra
capacidad reflexiva y devolviéndonos a una forma de proceder en la que el alcance de
estos logros absorbe completamente nuestra conciencia.
La conservación de niveles superiores de conciencia depende de que necesidade s
físicas más elementales estén cubiertas y las emociones guiadas, de tal manera que los
afectos intensos no eclipsen los patrones las variantes más sutiles que sostienen las
capacidades mentales superiores. A una persona atemorizada, hambrienta o enferma le
resulta difícil adoptar una actitud filosófica. «Debo estudiar ciencias políticas y militares
para que mis hijos tengan libertad para poder estudiar matemáticas y filosofía», escribió
John Adams a su mujer, Abigail, durante la revolución. «Mis hijos deb erían estudiar
matemáticas y filosofía, geografía, historia de las ciencias naturales, arquitectura naval,
navegación, comercio y agricultura, para darles a sus hijos el derecho de poder estu diar
pintura, poesía, música, arquitectura, escultura, tapicería y cerámica. Sólo es posible
alcanzar los niveles superiores de conciencia cuando las necesidades materiales y de
seguridad están garantizadas.
El concepto evolutivo de la relación mente-cuerpo parte de la convicción de que las
emociones no se deben asociar a las partes menos evolucionadas del sistema nervioso,
como es el sistema límbico; al contrario, los niveles más altos del córtex cerebral
implican la experiencia afectiva, no exclusivamente cognitiva.
En un reciente trabajo de investigación llevado a cabo con Stephen Porges, hemos
demostrado cómo la mente y el organismo trabajan juntos en la resolución de
problemas. Porges ha demostrado que la resolución de problemas complejos que
comprende una comunicación afectiva bidireccional depende, en parte, de una faceta del
sistema nervioso para-simpático evolutivamente avanzado y relacionado con el córtex
cerebral.' Es ésta la capacidad de realizar cambios fisiológicos rápidos en res -puesta a
interacciones afectivas con objetos y personas de cara a la resoluc ión de problemas.
Hemos detectado que niños con riesgo de sufrir problemas de aprendizaje o de conducta
eran vulnerables en lo referente a esa capacidad y la estamos investigando, actualmente,
en niños con importantes problemas de relación v comunicación . Porges ha indicado,
además, que existen dos niveles más precoces en la organización neurológica del
sistema nervioso central, uno basado en las reacciones de lucha o huida descritas hace
décadas por Cannon, y otro, más primario, basado en un componente del sistema
nervioso parasimpático, asociado a un bloqueo y una inhibición generalizada ante el
miedo o la ansiedad.' Estos niveles organizativos coinciden con nuestras observaciones
sobre los primeros niveles de la organización afectiva. Una manera en la que se expresa
la mala adaptación en el nivel autorregulativo y comunicacional consiste en un bloqueo
generalizado de las importantes funciones perceptivas y de soporte vital. En la
comunicación afectiva intencional, reacciones inflexibles de lucha o huid a pueden
reemplazar a las sutiles señales afectivas recíprocas. Estudios fisiológicos y
observaciones de la organización emocional precoz convergen, hasta cierto punto, al
explicar el papel de la regulación c interacción afectiva en la conducta inteli gente. En
términos tanto de los niveles de desarrollo observados en la mente humana (descritos en
los capítulos 3 y 4), como de los niveles de regulación neurona], los patrones afectivos
primarios, de origen somático y globalmente polarizados, están relacionados con
patrones simbólicos y sociales más avanzados.
La capacidad más importante del ser humano es, entonces, la capaci dad no medible
de registrar el mundo a través de los afectos, integrarlos en un estado de conciencia
creciente y expresar a través del cuerpo, con palabras y con símbolos, una amplia gama
de sentimientos. Esta capacidad, situada a caballo entre lo mental y lo físico, la psique y
el sistema nervioso, la mente y el cerebro, es una función que pertenece a ambas
vertientes, agrupándolas en un todo indisoluble.
Estas elucubraciones sobre la relación entre cuerpo y mente no son exclusivamente
académicas. Lo que ha impulsado la búsqueda de las res-puestas a estas cuestiones a lo
largo de los siglos es la enorme influencia que han tenido sobre la vida humana. Los
orígenes atribuidos a nuestras cualidades más relevantes nos ayudan a determinar cómo
nos tratamos unos a otros y qué soluciones abrigamos para resolver los problemas so -
ciales. Si se considera que la mente se va perfilando exclusivamente por procesos
biológicos, entonces deben prevalecer las soluciones biológicas ante los problemas humanos.
Pero si el desarrollo afectivo, tal como analizaremos de forma más detallada en la segunda
parte del libro, resulta desempeñar un papel fundamental en la configuración de la mente,
habrá que tener este factor en cuenta a la hora de idear soluciones para los en fermos,
tanto en el nivel individual como en el social.
Tanto en la vida pública como en la privada existe, hoy en día, una preocupación
generalizada sobre un evidente descenso del sentido de la responsabilidad individual. Las
soluciones que se han intentado poner en marcha son diversas. Recientemente, se ha hecho
énfasis en que los padres sean menos condescendientes, que las instituciones como los
colegios exijan más a los niños y que los programas de gobierno asignen menos recursos a
la asistencia social e inviertan más en política preventiva.
Detrás de este enfoque de tenaz endurecimiento para reforzar la ética y los valores
morales, tanto de jóvenes como de adultos, yace la suposición implícita de que, en el
momento en que los padres perjudican a los hijos al dar demasiado y exigir demasiado poco,
los Estados Unidos también mimen en exceso a sus ciudadanos, especialmente a los menos
favorecidos.
Para comenzar a comprender cómo se fomenta el sentido de la responsabilidad en las
personas y se inculca el interés y la preocupación por las demás, debemos comprender
cómo se aprenden estas características tan deseables en circunstancias normales. El
respeto por los demás se de-arrolla a partir de un sentido de la humanidad compartida.
Esta capacidad sólo se desarrolla en un bebé que tiene la oportunidad de interactuar, de
forma habitual y continuada, con unos padres entregados y estimulantes en una relación
que aporta seguridad e intimidad. Niños que constantemente cambian de un hogar de
acogida a otro; niños maltratados o desatendidos; niños cuyos padres están tan obcecados
en satisfacer sus propias necesidades que son incapaces de entregarse a sus hijos; incluso
niños cuyos padres les quieren y protegen pero que están tan ocupados te no disponen de
tiempo para intercambios emocionales... todos ellos buen un grave riesgo de no desarrollar
plenamente su humanidad.
Mientras que, en un principio, siente pasivamente alegría, afecto y seguridad al ser
querido y cuidado, rápidamente es capaz de extender es-tos sentimientos hacia unos
padres queridos; poco a poco, a otras personas de la familia; y, más adelante, a profesores
y compañeros. El sentimiento de ser atendido y de atender a los demás constituirá,
finalmente, la base de la empatía. Si bien el comienzo del interés por los demás pue de
observarse en ciertas conductas efímeras de los niños hacia el final del segundo año de vida
cuando, por ejemplo, pasan la mano por el brazo dolorido de mamá o por la nariz lesionada
de papá, la empatía auténtica —la capacidad de ponerse uno mismo en el lugar de los
demás y de sentir preocupación por esa persona pensando en cómo se sentiría uno en su
circunstancia— requiere una organización psicológica más evoluciona-da. Los primeros
signos de este tipo de conductas los podemos observar al final de la etapa preescolar y, de
forma más acusada, en la etapa escolar, cuando los niños son capaces de crear dos
mundos interiores diferenciados, uno que reacciona ante los vaivenes cotidianos de las
relaciones entre iguales, y otro que comienza a desarrollar un sentido estable de la identidad.
En edad escolar, los niños pueden mostrar interés auténtico por los demás porque se
sienten lo suficientemente seguros de quiénes son como para prestar una parte de sí mismos
y experimentar lo que otra persona puede sentir. El adolescente y el adulto pueden
imaginar las múltiples maneras de llegar a sentir a otra persona en un grado muy superior
a un niño de diez o doce años, si bien, para estar seguros, durante estos años se seguirá
investigando y evaluando este aspecto. La capacidad de tener en cuenta los sentimientos
de los demás de una forma solícita y compasiva procede, sin embargo, y en sus orígenes,
del sentido del niño de haber sido querido y atendido. Si ése no fue el caso, ningún
esfuerzo por ponerse a sí mismo en el lugar del otro derivará necesariamente en un
comportamiento empático. Una persona podría, por ejemplo, adentrarse en el mundo de
otro para imaginarse cómo engañar o manipular a esa persona, pero no sentirá compasión
a no ser que la haya experimentado ella misma. Aprendemos la lección de la conducta
solidaria y humanitaria no de lo que se nos dice, sino de cómo se nos trata. Nos pueden
decir centena-res de veces al día que seamos bondadosos y altruistas. Los padres pueden
presentarse a sí mismos como modelos de rol y hacer hincapié en su entrega a los demás,
pero sus palabras estarán vacías de contenido a menos que sus hijos hayan experimentado
su preocupación y sus cuidados.
Otra de las importantes raíces evolutivas de la moralidad se sitúa en la participación del
niño en las interacciones preverbales. La toma de conciencia de las intenciones propias y
ajenas, que hacen referencia a aspectos tan elementales como seguridad versus peligro,
aceptación versus rechazo, aprobación versus desaprobación, orgullo y respeto versus
humillación, se asimila inicialmente a través de estos intercambios afec tivos entre padres e
hijos. Las posibles actitudes ante la conducta agresiva se aprenden antes de que el niño
pueda pronunciar la primera palabra de enfado. Cuando el pequeño de dieciséis meses
levanta la voz, señala con el dedo, echa una mirada furiosa o derriba un plato de ver-dura
no deseado, normalmente se produce una respuesta de un padre vigilante y tenaz. Estas
primeras comunicaciones reflejan muchos de los patrones personales y culturales de la
familia. En una familia, la muestra de rabia o fastidio puede valorarse positivamente como
señal auto-afirmativa: mediante una risa disimulada o una sonrisa abierta un padre puede
fantasear sobre el político, alto cargo militar o atleta que su hijo podría ser en un futuro. En
otra familia, idéntica expresión de un sentimiento probablemente sea recibida con silencio,
rechazo, insistencia o castigo, acompañándose de pensamientos temerosos de corte
negativo: ¡Por Dios, estoy creando un monstruo!, ¡no sé qué hará cuando se haga mayor!
Dado que existen diferentes reacciones, en diferentes familias, a la misma expresión
emocional de un niño, a la exploración de su cuerpo o a sus primeras inclinaciones
altruistas, la modificación de las expectativas parte de la consideración de lo que está bien
y de lo que está mal, qué es correcto y qué equivocado. Estas expectativas configuran el
nivel más profundo de la mente en desarrollo, por debajo de las palabras o incluso de las
imágenes visuales. Las podemos sentir en nuestros abismos más profundos, en el núcleo
de nuestra identidad. Parecen eludir cualquier tipo de expresión verbal o simbólica,
menos, quizá, en algunos individuos creativos, por medio del arte o de la poesía. La
experiencia posterior puede fortalecer o debilitar estas creencias primarias. Las experiencias
tempranas pueden dar lugar, por un lado, a prejuicios, a una soberbia va nidosa o a una
racionalización de las opiniones polarizadas. Por otro lado, pueden constituir el primer
paso hacia el desarrollo de un sentido humanitario y de una moralidad basada en el
interés por el prójimo y el respeto.
Al analizar el desarrollo de la moralidad, es importante diferenciar la ternura y la
sensibilidad hacia los demás de la adquisición de complejas habilidades sociales que implican
asumir las intenciones de otras personas, comprender sus sentimientos e incluso comportarse
de forma pro-social y altruista. Robert Emde ha escrito sobre los remotos orígenes de la
moralidad basados en determinado conocimiento procesual, como por ejemplo las reglas que
subyacen al toma y daca y a la reciprocidad» Lawrence Kohlberg ha investigado estrategias
de razonamiento tales como la capacidad de analizar todas las vertientes de un problema,
una habilidad' sumamente compleja e imprescindible para realizar valoraciones morales.!! Sin
embargo, la interpretación de las señales sociales y la capacidad superior para proceder a la
abstracción cognitiva no constituyen la esencia del desarrollo de la conciencia moral; después
de todo, el vendedor de aceite de serpiente, el sociópata, el demagogo fraudule nto, todos
ellos hacen uso de sofisticadas habilidades sociales y de la lógica para engañar y manipular a
los demás. Estas habilidades, que constituyen la base para el desarrollo intelectual y social
elemental, son imprescindibles para que se puedan adquirir otras muchas habilidades sociales
y cognitivas superiores, entre otros determinados aspectos del razonamiento moral. El
componente clave que determina cómo un individuo utiliza estas habilidades radica, sin
embargo, en la categoría de su sentido humanitario y de entrega. La moralidad se define por
sus características cualitativas basadas en la experiencia emocional.
Tanto los niños pequeños que se desarrollan correctamente como aquellos que pasan por
diferentes etapas de sufrimiento físico o emocional, muestran unos patrones preverbales
relacionados con el posterior desarrollo del sentido humanitario. Unos patrones interactivos
plenamente satisfactorios entre padres e hijos, en los que los primeros interpretan y
reaccionan a las señales y los gestos del niño, permiten a éstos experimentar una amplia
gama de sentimientos v elaborar expectativas basadas en una selección de las diferentes
opciones. Por contraste, en el caso de niños abandonados, atormentados punitivamente u
oprimidos, o cuyos padres ignoran selectivamente sus expresiones de agresividad,
competitividad, curiosidad, etcétera, se establecen unas expectativas polarizadas.
Las percepciones del niño se formulan en términos de todo o nada: «Me odian» o «Soy
malo».!
Cuando el niño pasa de la etapa preverbal a la fase ideativa se enriquecen
considerablemente su visión de sus propias intenciones y sus expectativas respecto de los
demás. Es capaz, ahora, de evocar mentalmente la imagen de otras personas, establecer
distinciones entre ellas y explorar sus propios sentimientos y los de los demás. De la mano de
su sentido humanitario, la capacidad para comprender una amplia gama de sentimientos
propios y ajenos posibilita la maduración paulatina de su sentido de la moralidad. Una
experiencia dolorosa puede, sin embargo, acentuar los patrones polarizados. La proyección
de los propios deseos íntimos en los demás puede dar pie a una actitud rígida ante el
funcionamiento del mundo, una actitud que puede volverse autocomplaciente. Una actitud
recelosa de cara a las demás personas, por ejemplo, conduce a actitudes de enfado por parte
de éstas, lo que, a su vez, confirma el criterio inicial de que no hay que fiarse de nadie. Las
creencias rígidas tienen su origen en necesidades personales rígidas que no permiten una
comprensión sensible de las peculiaridades de las vidas de las demás personas.
Una moralidad y un altruismo plenamente maduros únicamente son posibles cuando la
persona desarrolla la capacidad de relacionar emociones e ideas, de reflexionar acerca de sí
misma y de sus acciones y, finalmente, de construir un mundo interior de valores estables al
margen de las nuevas experiencias de un mundo cambiante. En el mejor de los casos, la
capacidad de crear este mundo interior florece con el inicio de la pubertad y co ntinúa
creciendo a lo largo de toda la adolescencia, hacia la edad adulta.
Como hemos indicado anteriormente, la dimensión moral ha sido evaluada, a veces, de
acuerdo con unas directrices básicamente cognitivas. ¿Puede una persona considerar diversas
alternativas o sólo una? ¿Es capaz de afrontar circunstancias ambiguas y matices, o
únicamente ve las cosas. en blanco o negro? Lo que muchas veces no se comprende del todo
es la importancia del bagaje y de la flexibilidad emocional de la persona para el desar rollo de
su sensibilidad moral. Las personas no son igualmente reflexivas en áreas tan diversas como
la dependencia, la sexualidad, la agresividad, la rabia, el miedo y la pasión. En aquellas áreas
en las que nos sentimos ansiosos y violentos, a menudo tendemos hacia unos criterios
excesivamente concisos, rígidos o polarizados. La mayoría de nosotros somos, por lo tanto,
más o menos sensibles hacia las causas ajenas y moralmente selectivos en función del área
emocional. Sirva, a modo de ejemplo, la diversidad de criterios entre los nueve jueces de la
Corte Suprema estadounidense ante cualquier toma de decisión intensamente debatida .
Como otras muchas facultades ancladas en nuestra propia experiencia emocional, también
nuestro sentido de la moralidad sigue desarrollándose a lo largo de toda nuestra vida. Cuanto
mayor sea nuestra experiencia, tanto en los momentos alegres y placenteros como en los
momentos adversos de la vida, tanto más sólidos serán los fundamentos de nuestra
capacidad para ponernos en el lugar del otro, de nuestro bagaje moral y de la sabiduría
subyacente. No se puede desarrollar una perspectiva ética equilibrada cuando la experiencia
personal no permite abstraer los principios de la conducta humana. La sabiduría y la
moralidad son hermanas, ambas son el resultado de un largo proceso evolutivo enriquecido
por la experiencia afectiva.
Pero ¿qué decir de aquellas personas que alcanzan un elevado nivel en su desarrollo ético
a pesar de haber padecido múltiples circunstancias adversas? ¿Cómo es posible que existan
personas con una infancia llena de carencias que acaban ejerciendo de líderes morales y
fundando, quizá, instituciones que pueden ayudar a otros miles de personas? Ciertas
personas parecen ser capaces de echarse sus propios traumas emocionales a la espalda
intentando prevenir a otros del sufrimiento que ellos padecieron. Sin embargo, si analizamos
de cerca los primeros años de vida de estas personas observamos que habitualmente podían
contar, al menos, con una persona adulta que los trataba con amor y consideración. Este
amor no fue, a lo mejor, un amor habitual, transmitido en el hogar por un padre o una
madre; probablemente la persona que cuidaba del niño sólo fue un pariente lejano o un
profesor. En un famoso estudio llevado a cabo en una de las islas hawaianas, algunos niños
criados en condiciones de extrema pobreza y adversidad parecieron desplegar una cierta
resistencia, un poder natural de recuperación, y algunos de ellos desarrollaron cualidades de
entrega y de dedicación a los demás» Estos niños invulnerables no eran, sin embargo, menos
susceptibles, por naturaleza, a las privaciones que los demás niños. Muchos de ellos tuvieron
la suerte, o la suficiente habilidad, de haberse beneficiado de una o más relaciones
significativas durante sus años de formación, que les aportaron afecto, cuidados esmerados y
orientación. Estas relaciones no siempre eran evidentes para un observador externo. El afecto
de una tía o de un vecino, por ejemplo, podría considerarse el factor decisivo que diferenc ió
al niño que evolucionaba de forma positiva, a pesar de la adversidad, de aquel que mostraba
dificultades. Según mi experiencia clínica, aquellas personas que carecieron de cualquier
relación positiva en los primeros años de su vida, a menudo no son capaces de utilizar sus
propias dificultades como un factor motivacional para intentar mejorar las situaciones difíciles
de los demás.
Si bien algunos profesionales de la salud mental sostienen que la oposición a los
problemas puede generar conductas bondadosas y una actitud de entrega a los demás,
parece sumamente extraño que ello sea cierto para todo aquel que no haya tenido la
suficiente suerte como para haber experimentado afecto y sentido humanitario en su infancia.
Aun así, puede pensar el lector, una educación llena de afecto, por sí misma, seguramente
no puede inculcar los parámetros éticos y el sentido de la responsabilidad que deseamos que
adquiera nuestra juventud. ¿Qué ocurre con aquellos niños a los que se les ha dado todo,
pero que se revelan como adolescentes egocéntricos y mimados, y como adultos con
abundantes problemas, como, por ejemplo, el abuso de alcohol u otras sustancias adictivas y
la depresión?
En primer lugar, es importante diferenciar entre los niños que han dispuesto de todas las
gratificaciones materiales y de todas las oportunidades posibles, y aquellos niños que han
recibido auténtico amor y entrega. Mientras que la mayoría de los padres atienden a su hijo
de forma cariñosa e incondicional, no todos son capaces de ello. Quizá sea la propia
educación recibida la que les impide cuidar de los demás. Pautas educativas severas o
condescendientes pueden traspasarse familiarmente de generación en generación.
Incluso cuando se ofrece este tipo de educación estamos, aun así, únicamente a mita d de
camino de lo que se requiere para desarrollar un sentido moral. El resto está relacionado con
la estructura y los límites. Todos los niños necesitan cierto grado de ayuda en el control de su
codicia y de su rabia, tan arraigados en la condición humana como el amor y la ternura. Un
niño que carece de una estructura y de unos límites adecuados desarrolla, a menudo, una
mala autoimagen al no sentirse seguro en el manejo de sus propios sentimientos. La clave
para crear una estructura y unos límites consiste en introducirlos en la experiencia cotidiana
del niño. Deben ser firmes pero tolerantes, consecuentes pero flexibles. El niño necesita que
se le ayude a prevenir sus propios sentimientos de rabia o avaricia para que, en cuanto se
vuelva más verbal, pueda colaborar en el proceso de fijación de límites.
Los niños que requieren unos límites especialmente estrictos, debido a problemas en las
primeras etapas de la vida o a su propia constitución física, también necesitan un afecto y
una entrega adicionales. Cuanto más difícil resulta un niño, mayor es la tendencia de padres
y cuidadores a fortalecer los límites de forma reflexiva, quizá punitiva, sin incrementar
simultáneamente su soporte emocional. La imposición de límites exclusivamente a través del
castigo acaba generando miedo o agresividad y oposición. Unos límites firmes pero
tolerantes, junto con una sensación de seguridad, contribuyen a la formación de un sentido
interno de la responsabilidad.
La responsabilidad se fomentará posteriormente por medio de las exigencias escolares,
adaptadas a las características del niño, y de las actividades extraescolares, retos que tienen
un significado en el contexto cultural creciente del niño: realizar tareas en casa o, en caso de
un adolescente, tener un trabajo remunerado, o quizá colaborar en un centro de día, en un
programa de actividades deportivas para niños o en una residencia para personas mayores.
Un tutor que establezca una relación duradera con un joven contribuirá al desarrollo de su
sentido de la responsabilidad y, además, a su respeto por los derechos de los demás.
Los valores morales tienen un carácter marcadamente personal, configurándose a partir
de la confluencia inequívoca del trasfondo religioso v cultural de cada persona, de sus
creencias y experiencias. Personas con principios de buena voluntad pueden estar en
desacuerdo en temas tales como el derecho al aborto, a la eutanasia, o sobre el papel que el
gobierno debería desempeñar en nuestras vidas. Aun así, comparten determinadas
características. Luchan en defensa de sus puntos de vista mientras mantienen una actitud de
respeto, tolerancia y responsabilidad respecto de los demás. Mientras las buenas personas
pueden tener puntos de vista diferentes sobre los temas más diversos y complejos, coinciden
en la necesidad básica de implicarse solidariamente por el bien de los demás seres humanos.
Hemos observado cómo surgen las nuevas capacidades en cada una de las etapas del
desarrollo inicial de un niño, una progresión de habilidades como son la atención y la
autorregulación, el compromiso relacional, la intencionalidad y la elaboración de patrones
conductuales complejos que subyacen al sentido del sí mismo, a la conciencia y a la
moralidad.
A continuación, nos ocuparemos de un tema de máxima importancia: el de perfilar lo que
entendemos por inteligencia a la luz de nuestra interpretación del concepto de desarrollo. La
capacidad intelectual es algo más que la superación de tareas cognitivas impersonales,
rompecabezas, problemas aritméticos, ejercicios memorísticos o motrices, o incluso que el
pensamiento analítico. Tampoco parece razonable considerar cada facultad o habilidad, por sí
misma, como un tipo particular de inteligencia. Nuestra definición de inteligencia, si bien
puede incluir muchas de estas aptitudes, debería profundizar en el proceso global gracias al
cual las personas razonan, reflexionan y comprenden el mundo.
La inteligencia representa dos capacidades interrelacionadas: la capacidad de generar
conductas intencionales e ideas, y la capacidad de ubicar los elementos resultantes en un
marco lógico o analítico. Estas dos capacidades surgen a partir de la superación exitosa de las
diferentes etapas evolutivas que hemos esbozado. El grado de aplicación de estas habil idades
en diferentes ámbitos de la vida determina la amplitud de la inteligencia de una persona. A
través de la literatura, las observaciones científicas y el arte, la experiencia vivida se amplía
más allá de nuestro entorno personal más inmediato. No hay medio que pueda transmitir
toda la experiencia, pero sí expansionar nuestro bagaje emocional para abarcar aquellas
experiencias que sólo hemos vivido en nuestras mentes.
La inteligencia —la capacidad de crear ideas a partir de la experiencia emocional vivida,
para reflexionar sobre ellas y comprenderlas en el contexto de otra información — quizá nunca
pueda reproducirse artificialmente. Los ordenadores pueden ser capaces de ejecutar
determinadas operaciones cognitivas, a menudo incluso de forma más efectiva y ciertamente
más rápida que los seres humanos. Pero hasta que no sean capaces de experimentar y
reaccionar ante las emociones, los chips de silicio no podrán realizar un juicio inteligente. Si
alguna vez se ha peleado con un ordenador para convencerle de que ha cometido un error
infantil, sabrá en qué medida un cerebro electrónico es esencialmente estúpido, incapaz de
discernir y comprender. Aunque vuele a través de los datos a la velocidad de la luz, no puede
realizar la más sencilla deducción intuitiva o abstracción, ni siquiera ese salto de categoría
lógica que incluso los niños muy pequeños pueden ejecutar.
Es interesante constatar que dos métodos diferentes en la educación de los ordenadores,
y que se corresponden hasta cierto punto con las diversas filosofías del aprendizaje, están
experimentando un éxito muy limitado. Un método, el de Douglas Lenat, de la Universidad de
Texas, Austin, intenta introducir en el programa de un enorme ordenador todo el
conocimiento objetivo y las pautas comportamentales y conductuales humanas, con la
esperanza de generar una inteligencia superior. Rodney Brooks, del M1T, aplicando un
método que, en su esencia, está más cerca de la tradición humanística sin dejar por ello de
ser materialista, diseña ordenadores capaces de aprender de la experiencia. Hasta el
momento presente, ambos métodos han fracasado en su intento de alcanzar los niveles
proyectados para ellos y, en el nivel del razonamiento creativo, puede ridiculizarlos incluso un
niño pequeño.
Lo que separa la inteligencia humana de la de los ordenadores, robots, androides y
cualquier otra criatura cibernética que podamos imaginar, es el hecho de que poseemos un
sistema nervioso capaz de (epecíficamente diseñado para) generar y evaluar el afecto. Así,
aunque las máquinas aparenten ver, en el sentido de responder a los estímulos visuales, u oír
estímulos auditivos o pensar en el sentido de manipular símbolos, no tienen capacidad para la
conciencia reflexiva, en oposición al simple registro físico de luz, ondas sonoras u otras
señales. La conciencia, y todo el poder que genera, resulta de la reactividad de nuestras
células, de los innumerables afectos que genera esta reactividad y de su integración por parte
del sistema nervioso. Hasta que no resolvamos el problema de crear una reactividad celular
viva y afectos, junto con la capacidad de abstraer los patrones afectivos de forma artificial, no
habrá máquina que piense de forma realmente humana.
Tanto en la teoría como en la práctica, hemos tendido a infravalorar el aspect o productivo
de la inteligencia, la creación de significados y de ideas, centrándonos más en el modo en
que estos significados e ideas se encuadran dentro de un marco referencial. Tal como
expusimos en el capítulo 1 y de acuerdo con Piaget, la mayoría de los teóricos contemporá-
neos de la cognición han hecho especial hincapié en los aspectos analíticos de la inteligencia,
más que en los aspectos productivos.
En la mayoría de los colegios, asimismo, se pone especial énfasis en enseñar a los niños a
organizarse y a ordenar sus ideas. Se da por sentado que los niños, intuitivamente y no se
sabe bien cómo, producirán ideas, y se les enseñará entonces a ubicarlas en el marco
referencial. La importancia de los aspectos generativos de la inteligencia se resaltó por prime-
ra vez al observar a niños con y sin alteraciones en su desarrollo. En niños que presentaban
síntomas autísticos o criados en circunstancias ambientales desventajosas, mis colegas y yo
vimos que, hasta que no estimuláramos esas capacidades productivas y ayudáramos a los
niños a aprender a crear significados e ideas, su pensamiento permanecería exce sivamente
concreto, estereotipado y repetitivo. Cuando creamos situaciones naturales de intenso afecto,
los niños fueron capaces de producir deseos e imágenes, de ser creativos, a la vez que
lógicos y reflexivos." A los niños que no habían padecido dificultades en su proceso
madurativo, les resultó más fácil generar significados e ideas y, por lo tanto, aprender, si bien
observamos, igualmente, que unos estilos interactivos más emocionales tendían a producir un
tipo de pensamiento más creativo a la vez que más abstracto. Entre los adultos, son aquellos
que combinan una forma de pensar analítica y productiva los que realizan las contribucio nes
más fructíferas en sus respectivos campos de acción.
Quizá hayamos prestado menos atención a los aspectos generativos de la inteligencia por
no haber comprendido los procesos involucrados en su puesta en marcha. Dado que las ideas
surgen de los afectos y de las intencionalidades, es bastante probable que la dicotomía entre
razón y emoción sea, al menos en parte, la responsable de nuestro error. En el modelo aquí
presentado, estoy intentando reparar este error y otorgar un mayor peso específico al
componente generativo de la inteligencia.
La capacidad, sutilmente diferenciada, de elaborar ideas a partir de la experiencia y de
reflexionar sobre ellas en un contexto más amplio o de analizarlas de forma lógica,
evidentemente funciona mejor en aquellas áreas en las que el individuo disfruta de amplia
experiencia. Las personas, frecuentemente, contrastan la inteligencia, refiriéndose con ello
aun elevado nivel de capacidad cognitiva, con el talento, comúnmente definido como una
facilidad excepcional en determinada área de expresión. No obstante, y hasta cierto punto,
ambos aspectos se solapan. Un con-sumado músico, escritor o artista plástico puede ser tan
inteligente en su campo de acción--es decir, tan capaz de comprender y reflexionar sobre
música, poesía o pintura como un matemático brillante lo puede ser en las matemáticas. La
diferenciación sutil y el dominio de unas cuantas interrelaciones constituyen la esencia de la
inteligencia, independiente-mente del campo de expresión. Tanto la inteligencia como el
talento dan a entender que un individuo es experto en determinadas áreas. Pero la in-
teligencia requiere algo más. Va más allá del talento, dado que implica una comprensión
sistemática de por qué y cómo funcionan las cosas: de por qué un determinado color es el
adecuado, o por qué una determina-da ecuación describe un fenómeno, o por qué una
determinada nota produce el efecto emocional deseado.
La inteligencia también requiere la capacidad de expresar estos conocimientos de forma
simbólica. Así, la persona no sólo puede desempeñar sus funciones de forma correcta; es
capaz de explicar cómo y por qué hace lo que hace. Puede ver los diferentes elementos y sus
interrelaciones, reordenarlos en combinaciones originales para encontrarse con problemas
imprevistos, concebir opciones inusuales y sintetizarlas en términos que otros puedan
comprender. El cirujano que puede explicar las razones por las cuales una nueva intervención
resolverá el problema, o el fontanero que puede explicar por qué el proyecto del arquitecto
no funcionará, muestran inteligencia.
Una explicación inteligente no debe ser necesariamente verbal. Imaginémonos, por
ejemplo, a un jugador de baloncesto explicando a sus compañeros de juego las
características de un lanzamiento realmente decisivo. Cabe suponer que en su memoria
permanecen almacenadas las miles de canastas que ha colado a través del aro. A lo largo de
los años, es posible que haya analizado todas estas jugadas clasificándolas, según di ferentes
criterios, en varias categorías de efectividad. Intentar explicar estas observaciones
comportaría muchísimas palabras y aportaría a los aspirantes a estrellas de] baloncesto
mucha menos información que una auténtica demostración en vivo, por parte del mismo
maestro, de unas cuantas canastas. Una demostración de estas características —como la
oportunidad de observar a un brillante cirujano— constituiría una lección brillante si estuviera
organizada de acuerdo a un esquema analítico inteligente.
Los tests estándares del Cl miden la capacidad intelectual a través de limitadas tareas
lingüísticas, matemáticas y espaciales. Muchas facetas de una actividad inteligente no están
representadas. Un diseñador, un negociador o un músico con talento —que ofrecen un alto
rendimiento en múltiples facetas que no tienen en cuenta aquellos que cuantifican el in-
telecto— poseen y despliegan, sin embargo, los dos rasgos de la inteligencia superior: la
capacidad para crear ideas y percibir relaciones, y la capacidad para reflexionar sobre ellas de
forma sistemática.
Prácticamente cualquier campo en el que el ser humano proyecta sus esfuerzos ofrece,
así, una oportunidad para ejercitar la inteligencia, aunque no todos de la misma manera.
Algunas áreas, como las matemáticas superiores, el derecho y la filosofía, proporcionan
posibilidades enormes para la abstracción simbólica. Otras, como la ingeniería o la ciencia,
permiten la exploración de relaciones extremadamente complejas. Algunas, como la li-
teratura, la música y las artes visuales e interpretativas, permiten una s utileza exquisita
respecto a la expresión emocional. Incluso muchas actividades no consideradas
habitualmente como intelectuales o creativas —actividades cotidianas como la carpintería, el
cuidado de los niños o la jardinería—constituyen, sin embargo, el punto en el que confluyen
importantes niveles intelectuales por parte de personas expertas. Una inteligencia auténtica
en cualquier campo requiere un profundo v vasto conocimiento y gran experiencia. Si bien las
ideas creativas pueden surgir en las primeras etapas del aprendizaje, cuando una persona
está comenzando a asimilar el lenguaje de su campo v anda a tientas en el manejo de los
conceptos, no pueden perfeccionarse hasta etapas posteriores. Los diversos campos de
expresión difieren en sus exigencias. Algunas pueden satisfacerse en los primeros años de la
vida; otras requieren décadas de aprendizaje. En el caso del ajedrez, los adolescentes
superdotados no son una excepción; un rendimiento brillante en matemáticas alcanza, a
menudo, su punto álgido en épocas de relativa juventud. La sabiduría de un clínico que debe
realizar diagnósticos médicos, por ejemplo, requiere una experiencia de tal envergadura que
sólo puede alcanzarla una persona ya entrada en la madurez.
Algunos campos, sin duda, proporcionan oportunidades mínimas para el desarrollo de la
inteligencia. Si alguien tuviera que resolver cómo manejar una sierra de la manera más
inteligente posible, así como desarrollar o reflexionar sobre el conocimiento sistemático de
esta actividad, descubriría, al poco tiempo, el escaso margen de opciones posibles. Para
poner en práctica una inteligencia superior en un terreno tan exiguo quizá debería salirse
totalmente fuera de sus límites y acceder a un territorio más prometedor, conviniéndose en
inventor o ingeniero e ideando un filo de mayor calidad.
Las personas que evalúan la inteligencia suelen hacer hincapié en las habilidades
cognitivas en determinados ámbitos simbólicos. Las evaluaciones convencionales equiparan,
así, la inteligencia superior con la capacidad de acertar en la manipulación de palabras,
números o figuras.
A lo largo de los años, los investigadores han acumulado una ingente cantidad de datos
sobre determinadas habilidades. Lo que justifica la existencia de los tests clásicos es la
finalidad comparativa de esta base de datos, más que la consistencia teórica que respalda las
habilidades medidas. Los expertos confían en ellos no porque reflejen las últimas teorías
sobre la inteligencia, sino porque están ahí. Pero, dado que la inteligencia parte del afecto v
no únicamente de la cognición, ninguna definición certera puede restringirla a una gama tan
exigua de habilidades.
La persona genuinamente inteligente tiene amplitud a la vez que pro fundidad: es
inteligente a lo largo de una amplia gama de actividades e intereses. Los estereotipos
populares del científico loco, la persona inteligente carente de sentido moral y el fanático del
ordenador, triunfador que carece de las más elementales habilidades interpersonales, reflejan
una comprensión intuitiva de este hecho. Un individuo que muestre habilidades excepcionales
en un campo muy restringido y, a menudo, extremadamente simbólico, pero con grandes
carencias en aquellas áreas que impliquen capacidad de juicio, relaciones personales, sen tido
estético y otras similares, obtiene puntuaciones muy altas en los tests de inteligencia
estándares. Pero una persona de estas características no encarna ni la amplia gama de
inteligencias, o sus puntuaciones máximas, ni el abanico de habilidades que una sociedad
civilizada debería fomentar.
La definición de inteligencia que prevalece en la actualidad, y todas las decisiones
determinantes para la vida de las personas basadas en ella, reclama a gritos una revisión
radical. Teóricos como Howard Gardner y Roben Sternberg han defendido, en los últimos
años, el criterio de que las personas poseen múltiples formas de inteligencia: musical,
quinestésica, social, entre otras, junto con las habilidades cognitivas evaluadas
tradicionalmente en los tests de inteligencia." Prometedora en un principio, su propuesta
marca la esencia de la inteligencia, independientemente del campo en el que ésta se
manifieste.
Más que medir la inteligencia según un único criterio, debemos encontrar caminos para
evaluarla en términos de profundidad y de amplitud. Algunas personas evidencian una
habilidad analítica creativa a lo largo de una amplia gama de actividades intelectuales. Uno
piensa en J. Roben Oppenheimer, cabeza visible del Proyecto Manhattan sobre la bomba
atómica, que llevó a cabo una brillante carrera científica y superó las complicaciones
inherentes a la dirección de una instancia oficial se-creta, mientras conservaba un interés
erudito por las lenguas orientales y la filosofía clásica. Otras personas únicamente des tacan
en un solo campo, como las matemáticas o la música.
Una descripción completa de la inteligencia también tendría en cuenta la profundidad de
las capacidades creativas y reflexivas de una persona. La capacidad de generar o crear ideas,
reflexionar sobre ellas a continuación, y organizarlas en un marco lógico constituye, a nuestro
entender, una parte esencial de la definición de inteligencia. Una persona que abre nuevos
horizontes en una especialidad compleja —alguien que puede explicar, evaluar y analizar, de
forma crítica, sus propias contribuciones v las de los demás— muestra un tipo de inteligencia
diferente a la de una persona que se está iniciando en este campo. Dominar el contenido de
una especialidad, junto con la enorme experiencia que comporta su aplicación práctica, da la
oportunidad de alcanzar una profundidad intelectual mucho más acusada en esa disciplina de
lo que cualquier persona que acaba de comenzar puede soñar.
Según nuestra definición, por lo tanto, un aficionado con talento no puede alcanzar, al
margen de las puntuaciones de su Cl, un elevado nivel de inteligencia en una determinada
disciplina. Únicamente un conocimiento profundo y extenso de una materia permite un
máximo nivel de abstracción. En Creative experience, M. P. Follett escribe: «No se me pueden
exponer los conceptos sin más, deben formar parte de la estructura de mi ser, y ello sólo
puede ocurrir a través de mi propia actividad».
La inteligencia también abarca la comprensión de la realidad. Ya hemos aludido al hecho
paradójico de que un proceso basado en la emoción sirva para ayudarnos a separar lo
relativamente objetivo de lo relativamente subjetivo. Si tenemos en cuenta que la mayoría de
seres humanos tienen sistemas nerviosos centrales similares, esto ya no resulta tan
sorprendente. Si bien existen enormes variaciones inducidas por la personalidad, la familia, el
entorno y la cultura, también comparten muchas experiencias similares durante las etapas
iniciales de su desarrollo De estas experiencias surge un sentido de la realidad compartido, no
preferencias a la hora de elegir alimentos, juguetes o determinado tipo de juegos, sino
procesos interactivos absolutamente trascendentales. Estos' procesos tan comunes sientan la
base para separar lo que está dentro de uno mismo de lo que está fuera y, finalmente, la
fantasía de la realidad. La formación de un sentido de la realidad y la habilidad de razonar de
forma lógica es, así, básicamente, un proceso más emocional que cognitivo. Piaget identificó
la primera conciencia de causalidad del niño pequeño en el uso que hace de su sistema motor
para alcanzar determinado objetivo (por ejemplo, tirar de una cuerda para que suene una
campana), sin tornar nota, según parece, de un ejemplo incluso más fundamental, de un
sentido de causalidad precoz: la sonrisa que provoca una sonrisa, o la mirada furiosa que
genera una mirada perpleja. El hecho de que los afectos y los propósitos internos pueden
generar afectos y propósitos en los demás es lo que establece los vínculos psicol ógicos
necesarios para el sentido de la causalidad y, posteriormente, la comprobación de la rea lidad.
Cuando las personas muestran importantes disfunciones constitucionales de sus sistemas
nerviosos, en sus familias o en sus pautas interactivas, existe mayor probabilidad de que
aparezcan dificultades en su verificación del mundo real. A menudo observarnos niños
psicóticos, por ejemplo, que padecen delirios y alucinaciones, con importantes déficit en su
capacidad de evaluar la realidad, y que, sin embargo, tienen un sentido de la causalidad
motriz bien desarrollado (por ejemplo, golpear un tambor para generar un sonido o la
resolución, incluso, de un complicado juego mecánico).
Nuestra apreciación de la realidad es, por lo tanto, y en parte, una operación emocional
subjetiva en la que echamos mano de nuestra biología común y de nuestro bagaje de
experiencias para descubrir un sentido de la realidad compartido. Este sentido, respaldado
por determinadas experiencias fundamentales, como la de formar parte de varios grupos,
respalda, a su vez, nuestras instituciones políticas v sociales. Si demasiadas personas llegasen
a la edad adulta con disfunciones neurológicas, o familias y pautas relacionales
extremadamente perturbadas, el consenso social de lo que constituye la realidad podría
fácilmente desaparecer en la medida en que nuestra capacidad de razonamiento fuera
perdiendo sus cimientos estabilizadores.
La inteligencia entendida en sentido más amplio se basa en nuestra habilidad para
relacionar el afecto o el propósito con nuestra creciente
capacidad para ordenar las conductas y los símbolos, tanto verbal como espacialmente. La
podemos observar, en sus inicios, en las reacciones programadas (preinstaladas) de niños
pequeños y de determinados animales. Vernos cómo progresa a través de patrones de
respuesta globales hasta alcanzar intercambios interactivos que comprenden las señales
afectivas. Cuando nuestros afectos se relacionan con habilidades más complejas para ordenar
los símbolos en situaciones dinámicas con la finalidad de resolver problemas, observamos la
inteligencia en su vertiente más evolucionada. El uso de esta definición genérica nos debe
permitir observar, de forma más evidente, las variaciones de la inteligencia en el reino animal
y, a su vez, en los seres humanos.
La inteligencia refleja el trabajo mental más importante. Junto con la conciencia reflexiva y
el sentido de la moralidad, se va desarrollando a lo largo del proceso de crear y abstraer a
partir de la experiencia emocional.
Como veremos en la segunda parte del libro, la comprensión de los orígenes comunes de
las habilidades mentales básicas aporta una forma alternativa de entender muchas de las
dificultades que afronta nuestra sociedad.
Capítulo 6
Adaptar la educación
a las leyes de la naturaleza:
la cerradura y su llave
PATRONES DE RELACION
A pesar de que la herencia genética de los niños varía enormemente, no lo hace de forma
aleatoria. Al igual que el índice de variabilidad de la naturaleza, entendida como un todo, la
variación de los rasgos humanos es también enorme, pero no infinita. El pelo humano tiene,
por ejemplo, una banda de colores que va desde el blanco albino, pasando por los di ferentes
rubios, rojos y marrones, hasta el negro más oscuro. No incluye, sin embargo, el verde o el
morado. Miles de diferentes especies de aves habitan nuestro planeta, pero ninguna tiene
pelo. Las variaciones se producen dentro de determinados patrones. Ello no sólo es cierto
para los rasgos físicos, como el color de la piel o la configuración de los ojos, sino también
para las características psicosociales y conductuales que forman la personalidad.
En qué medida los temperamentos de los niños son innatos o no es algo que ha
promovido múltiples investigaciones a lo largo de los años. Los padres recalcan a menudo
que, desde el primer momento, cada uno de sus hijos tenía una personalidad muy
diferenciada de los demás. Algunos parecen llegar con una disposición alegre, mientras que
otros se muestran melancólicos; algunos están tensos, otros relajados; algunos responden a
los estímulos, otros se retraen. Muchos investigadores sostienen que el temperamento básico
de una persona, o su manera de afrontar el mundo, permanece absolutamente consecuente a
lo largo de toda su vida. El estudio que realizaron los pioneros Stella Chess y Alexander
Thomas y sus discípulos sobre el temperamento, basado, en gran medida, en informes de los
padres sobre extroversión o introversión, irritabilidad o tranquilidad, temeridad o precaución,
capacidad de atención o dispersión en los jóvenes, ha ayudado a que las familias y los ex-
pertos en desarrollo infantil pudieran darse cuenta de que no existe un método asistencial,
disciplinario o educativo único, que se ajuste a las necesidades de todos o, al menos, la
mayoría de niños.
Algunos investigadores han ido más allá en este planteamiento. Jerome Kagan postula que
las tendencias hacia la inhibición, timidez y pre-caución, por un lado, y la sociabilidad y la
conducta expansiva, por otro, tienen su origen en los genes.' Los patrones interactivos que
un niño muestra en su primera infancia son, pues, innatos, según esta teoría. Tan to si un
niño busca corno si evita la compañía, se hace notar o se retrae, todo ello son rasgos
hereditarios que perdurarán toda la vida, como el color de los ojos o el grupo sanguíneo. Los
padres o los terapeutas pueden, en el mejor de los casos, suavizar esta tendencia. Pero,
aunque ayuden, digamos, a un animalito acobardado a coger confianza en sí mismo,
actuando sobre el entorno familiar y escolar para que no lo atosiguen en exceso, la timidez
esencial del niño perdurará al margen de esta intervención. De una u otra forma, esta teoría
representa una poderosa corriente de opinión que considera el temperamento como una
característica relativamente inamovible y que define toda la estructura de la personalidad del
individuo.
Sin embargo, el trabajo que mis colegas y yo hemos estado realizan-do con niños sanos y
con niños con dificultades, como puede ser el autismo, apoya firmemente la idea de que las
inclinaciones iniciales de una persona hacia la extroversión o hacia la timidez no proceden de
una única característica genética dominante, sino de un complejo juego interre1acional en el
que intervienen múltiples factores. Los bebés recién nacidos no muestran rasgos caracteriales
innatos corno la introversión o la extroversión. Basándonos en las observaciones realizadas
por profesionales de diversas disciplinas relacionadas con los problemas del desarrollo infantil
—fisioterapeutas y terapeutas ocupacionales, logopedas, psicólogos del desarrollo y
pediatras— hemos encontrado que tanto los bebés que evolucionan normalmente como
aquellos que presentan problemas muestran una gran variedad de rasgos fisiológicos, como
la sensibilidad al sonido o al tacto o la capacidad de planificar o de organizar sus
movimientos." ¿Le resulta fácil a un niño alcanzar la boca con su mano cuando desea
succionar? Ya de mayor, ¿es capaz de copiar figuras corno el triángulo o el rombo? ¿Se aleja
bruscamente a poco que le rocemos, se tapa los oídos cuando el aspirador se pone en
marcha, o cierra los ojos cuando mamá enciende la luz? Estos patrones reactivos pueden va -
riar de un sentido a otro; algunos niños reaccionan exageradamente al tacto, pero
infrarreaccionan al sonido. Otros reclaman sensaciones más fuertes.
Los niños también se diferencian en su manera de comprender su mundo. Uno parece
tener un oído tan duro que confunde sonidos, pero una vista de lince para imaginarse cómo
se relacionan las cosas, espacial-mente, entre ellas. Otro podría ser justamente lo contrario,
un oyente agudo y perceptivo que tiende a sentirse aturdido por las relaciones es paciales.
Algunos niños tienen un tono muscular bajo, de tal manera que mantener sus cabezas
erguidas o mirar en una u otra dirección requiere en ellos un gran esfuerzo, mientras que
otros pueden golpear a su padre en la nariz cuando lo único que intentan es acariciarlo
suavemente.
Estos patrones fisiológicos parecen estar influidos por factores hereditarios y del entorno
prenatal, como cuando la madre toma medicamentos durante el embarazo. A pesar de que
puedan influir en el temperamento, en la personalidad o en una predisposición a padecer una
enfermedad, constituyen influencias intermediarias que pueden expresarse de diferentes
maneras. Memos observado que algunos niños con una predisposición genética a la depresión
son más reactivos al tacto y al sonido, por ejemplo, si bien estos patrones de reactividad
también los muestran a menudo niños sin ninguna tendencia de este tipo. Los niños con
riesgo de padecer autismo parecen, a menudo, ensimismados e hipo reactivos a las
sensaciones, si bien se pueden observar los mismos rasgos en muchos niños sanos.
Resulta fácil confundir las características físicas subyacentes con el temperamento o la
personalidad. Muchos equipos de profesionales e investigadores han estado trabajando para
comprender estos fundamentos de la conducta. La investigación de la personalidad, basada
en el trabajo de Chess y Thomas, ha dado por supuesto que los niños pequeños muestran
tendencias generales hacia la conducta precavida o impulsiva, por ejemplo, y que los padres
deberían adaptar sus pautas educativas a estos patrones. Según esta teoría, estos patrones
persistirán en mayor o menor grado, pero se puede evitar que se constituyan en problemas.
Aquellos profesionales que trabajan con niños con trastornos del desarrollo, entre ellos
terapeutas ocupacionales, fisioterapeutas y logopedas, han centrado su atención en el
desarrollo de determinadas capacidades físicas: por ejemplo, fortalecer el tono muscular o
estimular la capacidad de planificar conductas motrices, procesar sonidos y palabras o
reaccionar a diferentes sensaciones. Estas capacidades, a pesar de solaparse con las
tendencias temperamentales de un niño, van más allá de lo que comúnmente entendemos
como temperamento. Los campos de la asistencia neonatal, la neuropsicología y la
neurología, también tienen en cuenta estas capacidades físicas y su misión de registrar,
comprender, almacenar, recordar y usar sensaciones para resolver problemas.
Todas estas disciplinas aspiran a comprender los orígenes del modo en que pensamos,
sentimos y aprendemos y, a su vez, de cómo se forman los patrones de conducta y de
personalidad. En nuestro trabajo con niños pequeños y mayores y con sus familias, he
intentado seguir esta tradición interdisciplinaria al estudiar las diferentes formas de registro y
procesamiento de la información visual y auditiva y la planificación de la conducta en las
primeras etapas de la vida." Los niños normales —no sólo aquellos con dificultades o
retrasos— se diferencian, considerable-mente, en su reactividad sensitiva v en su modo de
planificar las conductas. Además, aquellos niños pequeños que, al nacer, tienen una
capacidad fisiológica óptima para procesar sus sensaciones, después de pasar un mes en un
entorno caótico apenas se pueden distinguir de aquellos niños que habían nacido con
problemas motores, o que eran hipo o hiper reactivos a los sonidos y a las imágenes. Una de
nuestras observaciones más interesantes es que, a menudo, los niños con determinados
rasgos físicos no necesariamente padecen limitaciones por ese motivo. La manera en que las
personas que se hacen cargo del niño responden a las dificultades físicas del mismo parece
tener una importancia mayor de lo que se pensaba hasta el momento. Los niños
hipersensitivos, por ejemplo, pueden volverse extrovertidos y seguros de sí mismos con una
adecuada estimulación por parte de los padres. Los niños que muestran un mal proce-
samiento auditivo y un retraso del lenguaje pueden llegar a tener una buena capacidad
verbal. Los padres pueden aspirar a una mejora simple-mente encontrando un punto de
«enganche» en sus hijos. Pueden usar unos métodos asistenciales específicos para ayudarles
a cambiar la forma en que trabajan sus sistemas nerviosos y, por lo tanto, sus respectivas
personalidades. Dado que existen unas tendencias generales de la personalidad
determinadas, en parte, por las características fisiológicas, éstas pueden adoptar cualquier
estado, desde la patología hasta la salud, en función del modo en que los padres interactúen
con el niño.
A través de un incesante juego interaccional, la manera en que un niño procesa las
sensaciones y organiza las respuestas motrices ayuda a modelar las reacciones del padre, lo
que, a su vez, da inicio a un nuevo circuito de procesamiento-respuesta por parte del niño.
Un niño vital y bien coordinado puede intentar coger un juguete de la mano de su padre,
iniciando un juego de lucha, mientras que los padres de un bebé hipotónico o fláccido tienden
a abandonar cuando apenas ron una pelota o un osito de peluche que se le ofrece. Un niño
que se anima cuando oye la voz de su madre probablemente incite a ésta a cantar y a
arrullarle, a diferencia del niño que presta escasa atención a los sonidos y, en cambio, sí a los
colores y a las formas. Cada niño estimula, así, a las personas que le rodean a responder de
determinada manera. Dado que los padres, a través de múltiples pequeñas acciones, se
constituyen en mediadores principales entre la mente de un bebé en pleno desarrollo y el
entorno que le envuelve, es la propia conducta del bebé la que ayuda a configurar el mundo
que pretende conocer.
Al mismo tiempo, las respuestas parentales a determinados tipos de conducta también
pueden variar. Algunos padres tienden a anticiparse a sus hijos, mientras que otros esperan a
que sus hijos actúen. Algunos no paran de hablar, mientras que otros utilizan sus expresiones
faciales para transmitir significados. Algunos son alegres, otros más serios; algunos
conquistan a sus hijos vigorosamente, mientras que otros se muestran más pasivos y se
desaniman fácilmente. Estas pautas parentales ejercen, por supuesto, su propia influencia
sobre los bebés. Un padre muy persistente e implicado puede conseguir que su hija
hiporreactiva intercambie muestras de afecto y las reclame. Una madre sumamente enérgica
pero capaz, también, de transmitir tranquilidad, puede ayudar a su hijo hiperreactivo y
temerario a volverse más organizado, disciplinado y razonable. Por el contrario, una madre
que se siente insegura sobre si es querida o no, puede tener dificultades con un hijo
hipotónico e hiporreactivo al sonido. Si da por sentado que no la quiere y que ella no es una
buena madre, lo dejará solo en su cuna sin darse cuenta de que un niño de sus
características necesita una cierta seducción para iniciar sus relaciones, antes de poder
mostrar afecto. Un niño como éste corre el riesgo de quedarse progresivamente ensimismado
en su mundo. Otro padre puede sobreproteger a un niño sensible y prudente, aunque bas -
tante reactivo, contribuyendo a que se vuelva pasivo, «pegajoso» y temeroso.
Mientras un niño hipersensitivo puede preferir conductas prudentes, y uno h iporreactivo e
hipotónico quizá tienda a encerrarse en sí mismo, la clave está en que las pautas que
establezcan los padres pueden modificar considerablemente estas tendencias. Los bebés
ensimismados pueden ser encantadores y extrovertidos a la edad de dos años, y los bebés
precavidos unos líderes desenvueltos en cuanto comienzan a caminar. Existen diferentes
pasos a lo largo de este camino: las influencias genéticas e intrauterinas se expresan a través
de los patrones fisiológicos del niño, la reactividad, el procesamiento y la organización. A
través de las interacciones entre estos rasgos fisiológicos y las conductas de los padres sur-
gen las características de la personalidad. En estas primeras interacciones también se observa
una posible tendencia correctora hacia la salud o una evolución hacia la enfermedad mental.
La metáfora de la cerradura y la llave nos ayuda a comprender la relación que se
establece entre lo biológico y lo educacional. Los puntos fuertes o débiles de la personalidad
del bebé son como una cerradura que únicamente se abrirá si encaja la llave
correspondiente. Un cierto número de llaves funcionará, pero un número incluso superior no
lo hará. Para ayudar a un niño pequeño a progresar a lo largo de las diferentes etapas
evolutivas, el educador debe encontrar llaves —es decir, patrones de interacción y de
respuesta— que ayuden al niño a emplear sus recursos biológicos para asimilar las tareas de
la etapa a la que ha llegado. Cada niño complica, por supuesto, la ya difícil tarea de se r
padres, cambiando la cerradura cada vez que alcanza una nueva etapa evolutiva. En función
de que sus padres puedan encontrar, una y otra vez, las llaves que darán rienda suelta a su
potencial y según el momento en que eso ocurra, ello influirá decisivamente en el desarrollo
de la personalidad del niño.
Mi trabajo de investigación ha identificado, junto con el de otros, un determinado número
de características de la personalidad, condiciones y métodos que pueden conseguir o no
descubrir los talentos y los puntos fuertes de cada uno de los niños.° Este trabajo demuestra
que los rasgos fisiológicos, por sí mismos, no necesariamente limitan o determinan el
potencial de un niño. Además, cuanto más comprometida esté la capacidad de un niño,
limitada por el carácter genérico y discapacitador de la alteración, tanto más decisiva y
poderosa resultará la influencia de la educación que reciba. Un niño bien dotado
fisiológicamente para asimilar cierta tarea propia de su etapa evolutiva probablemente lo
consiga a pesar de una educación mediocre, mientras que otro niño con dudosas aptitudes no
las acabará de asimilar a no ser que su entorno le aporte justamente la ayuda que necesita.
Como indicarnos en el capítulo 1, cuando la educación se ajusta a las diferencias indiv iduales,
muchos niños nacidos con deficiencias real-mente serias pueden alcanzar y alcanzan un
desarrollo mental sano. Como hemos señalado con anterioridad, en una reciente revisión de
más de dos-cientos niños diagnosticados como autistas con los que nuestro grupo ha
trabajado durante los últimos años, la mayoría han evidenciado una mejoría en su
funcionamiento mental y emocional cuando sus padres y un equipo terapéutico fueron
capaces de encontrar las «llaves» apropiadas. Entre un 58% y un 78% mostraron unas
mejoras considerables. Eran tan pocos los niños que crecieron en ambientes verdaderamente
óptimos que no tenemos una idea exacta de cuáles son realmente los parámetros evolutivos.
En nuestra práctica clínica y en la investigación llevada a cabo a lo largo de los últimos
cinco años, hemos detectado unos estilos educativos que pueden apoyar o contrarrestar
determinados patrones fisiológicos. Hemos intentado ir más allá de conceptos genéricos como
educación o flexibilidad para describir de forma detallada los diferentes elementos que
requiere cada tipología fisiológica. Los métodos que se deben poner en práctica ante
problemas tales como ]a conducta antisocial, la depresión, la ansiedad, los trastornos del
pensamiento y el trastorno por déficit de atención ilustran esta nueva especificidad. La misma
combinación de rasgos biológicos puede encarnar unas cualidades tan valiosas corno son el
interés por los demás, el valor, el sentido del liderazgo, la curiosidad, la creatividad, la
determinación, la autodisciplina, la confianza en uno mismo, la perseverancia y la
originalidad; por otro lado, puede servir de base para el desarrollo de la autocompasión, la
imprudencia, la crueldad, la hostilidad, la rigidez, el desapego, la irracionalidad y la timi dez. Si
estos rasgos acaban descubriendo talentoso problemas dependerá, dicho brevemente, de
cómo se eduque la naturaleza del niño.
Tanto en The challenging child como en lnfancy and early childhood, hablé de cinco
patrones de reactividad, procesamiento y organización y de las diferentes formas por las que
pueden exacerbarse o convertirse en recursos poderosos a través de los diferentes tipos de
interacciones que se establecen entre el educador y el niño." Aquí me gustaría ofrecer
únicamente unos pocos ejemplos de cómo estos patrones y la educación que conllevan
afectan al desarrollo de la mente.
La sociedad siente una creciente preocupación por los niños, adolescentes y adultos
antisociales y violentos, que tratan a los demás como objetos más que como a seres
humanos. La pobreza, el maltrato y- la privación emocional son, en gran medida, los
responsables de este patrón de conducta preocupante y peligroso. El artículo «Forty Four
Juvenile Thieves», un clásico de John Bowlby, describía la vida de unos niños abando nados
en su infancia y que se volvieron altamente antisociales» La relación, intuitivamente obvia,
entre una falta de afecto hacia un niño y su consecuente incapacidad de sentir ese afecto
hacia los demás con-venció a muchos, en la época en la que fue publicado el artículo, en
1944, de que las influencias ambientales eran importantes, tanto en la génesis como en la
prevención de la delincuencia.
El tema es, por supuesto, mucho más complejo. Entre los niños privados de una educación
afectiva en los primeros años de su vida, incluyendo a aquellos atendidos en instituciones, se
han observado dos tendencias. Un grupo de niños se volvió retraído, deprimido y apático.
Algunos dejaron de crecer, no aumentaron de peso, e incluso cayeron gravemente enfermos
y no sobrevivieron. Los niños pertenecientes al otro grupo fueron en busca de sensaciones,
se volvieron agresivos, promiscuos e indiferentes a los demás, relacionándose con ellos
únicamente para satisfacer sus específicas necesidades personales." Otros investig a-dores
encontraron sutiles disfunciones en el funcionamiento del sistema nervioso central, en una
medida superior a lo que cabía esperar en niños y adultos antisociales que mostraban
problemas de percepción, de pro-cesamiento de la información y de funcionamiento motor,
secundarias a aquellas."
Ni el modelo carencial de la conducta antisocial, que hace referencia a las causas sociales
como la pobreza, la desestructuración familiar, los traumatismos psicológicos, la decadencia
moral y la falta de autoridad, ni el modelo fisiológico, que resalta las diferencias congénitas
en el funcionamiento del sistema nervioso, explican, en su más amplio sentido, este
fenómeno tan preocupante. Más bien es la interacción de los déficit neu rológicos con los
factores ambientales que producen estrés, que, a su vez, coinciden con unas relaciones
iniciales entre padres e hijos de determinadas características, lo que aumenta la probabilidad
de la conducta antisocial. Así, por ejemplo, algunos niños reclaman sensaciones por ser
hiporreactivos al tacto y al sonido e insensibles al dolor. Si, además, disponen de una
coordinación física y de un equilibrio relativamente bueno, a la vez que de una tendencia
hacia el movimiento y la acción, buscarán estímulos a través de las conductas de riesgo y de
aventura. Si estas emociones tornan formas positivas, corno explorar el Ártico o nuevas
técnicas quirúrgicas, o negativas, como hacerse miembro de una pandilla o tomar parte en un
robo a mano armada dependerá, en gran medida, de la familia y del entorno social que rodee
al niño.
Si el entorno inmediato no proporciona unos límites firmes y coherentes, o si los límites
son impuestos de forma abusiva, la tendencia a ir en busca de sensaciones puede tomar un
cariz exacerbado, con conductas abierta e indiscriminadamente violentas. Incluso a tina edad
muy temprana, un niño de estas características puede provocar incendios, destrozar
propiedades o torturar animales. Más adelante, es posible que inflija daño o incluso mate
fríamente a otras personas.
Estos niños violentos y antisociales necesitan el mismo tipo de educación que el niño
activo agresivo, mucho más frecuente. Ambos necesitan un afecto adicional para despertar
en ellos un sentido de humanidad compartido al que otros niños llegan con más facilidad. Las
relaciones que va estableciendo ayudan al niño agresivo a desarrollar un interés real por los
demás y un deseo de utilizar sus recursos para un buen fin. Unos límites muy firmes,
impuestos con mucho cariño, constituyen, a su vez, un factor crucial para enseñarle a
controlar sus necesidades de autoafirmación. La práctica de la capacidad para definir
emociones y el juego simbólico le ayudan a desarrollar una vida interior más rica. Los padres
le deben ayudar, también, a encontrar maneras de encauzar su energía. Los juegos en los
que el niño debe aprender a cambiar de velocidad mientras corre, por ejemplo, enseñan a
modular el control. Los padres pueden favorecer la práctica de actividades físicas
constructivas y seguras, corno son los de-portes de gran desgaste físico. También le pueden
involucrar en estrechas comunicaciones relacionales que le permitan mesurar y calificar sus
sentimientos, considerar sus consecuencias y, lo más importante de todo, de sarrollar una
sensibilidad humana hacia los demás. Un niño que disponga de estas relaciones precoces y
estimulantes tendrá la oportunidad de llegar a ser un niño desenvuelto, imaginativo y con
dotes de mando.
La conducta antisocial parece surgir de toda una serie de factores in-fluyentes. Ni un «gen
alterado« o la biología, ni una falta de autoridad o de educación, por sí solos, pueden ser las
causas únicas, si bien esto último puede causar serios problemas a cualquier niño. Los
principales factores que contribuyen a la conducta antisocial son, más bien, un tipo específico
de reactividad fisiológica en combinación con un entorno familiar que no satisface las
necesidades del niño en las diferentes etapas evolutivas (incluyendo aquellas en las que se
establecen las relaciones que posibilitan los cuidados del niño, aquellas en las que aprende a
regular su conducta, a representar sus propósitos y sentimientos y a ponerse límites por
respeto a los demás), a la vez que los factores de tipo social que producen estrés, como la
pobreza, que privará al niño de su posterior educación. También pueden intervenir otros
factores —traumatismos emocionales, disfunciones familiares, factores genéticos o
bioquímicos— pero la conjunción de factores esbozada anteriormente es tanto la más
frecuente como la más evitable.
El niño extremadamente sensible presenta otro patrón genérico. Esta persona llega al
mundo con una perceptividad superior en algunos de sus sentidos de lo que suele ser
habitual en una persona. Sonidos que parecen moderados a los demás, le resuenan con
estrépito: el maullido de un gato, por ejemplo, le parece un rugido amenazador. El
relampagueo que fascina a muchos le resulta deslumbrante; un tacto tranquilizador le so -
brecoge; ser lanzado al aire, lo que tanto gusta a la mayoría de los niños, le desorienta. El
mundo parece un lugar que genera pavor, repleto de acontecimientos desconcertantes que
no puede controlar y a duras penas soportar. A medida que va creciendo, percibe sus propias
emociones con excepcional profundidad, y a menudo muestra también una gran sensibilidad
por los sentimientos ajenos. Desde el punto de vista psicológico, destaca una gran
susceptibilidad, a la vez que sensibilidad, pudiendo, de repente, mostrarse propenso tanto a
herir sentimientos como, a su vez, a captar perfectamente las sutiles señales de los demás.
Tiene la capacidad potencial para llegar a ser una persona enormemente observadora e in -
formada de todo, con las cualidades propias de un escritor, un crítico de arte, un profesor o
un psicoterapeuta; pero si la educación que recibe no le da la oportunidad de aprovechar
estos puntos fuertes y, en su lugar, acentúa sus debilidades, puede acabar siendo un niño
miedoso, tímido e huidizo, y un adulto propenso a la ansiedad, a las fobias, a los cambios de
humor y a la depresión.
Algunos padres reaccionan ante la timidez y el apego excesivo del niño hipersensitivo con
una conducta que oscila entre la sobreprotección y la rabia, lo que únicamente empeora el
problema. Aquellos que reaccionan de forma determinada en lugar de a yudar al niño a
reflexionar sobre sus sentimientos también tienen un efecto negativo. Un niño sensible
necesita relaciones tranquilizadoras y educativas, que le estimulen a definir sus sentimientos
para que éstos no le lleguen a abrumar en exceso. Cuando un niño se adentra en la fase
simbólica y del pensamiento emocional, se puede beneficiar de su nueva perspectiva respecto
de sus afectos y de sus reacciones. También necesita una ayuda progresiva y constante para
desarrollar su confianza en sí mismo y su iniciativa. Los límites deben imponerse muy
lentamente.
A partir de la observación del desarrollo de niños extremadamente sensibles, el
componente genético o fisiológico parece ponerse de manifiesto en las reacciones
intensificadas a las sensaciones y al afecto, y no en los problemas posteriores que puedan
surgir, o no, de esta predisposición. La depresión, por ejemplo, puede constituir el resultado
del modo en que se manejan estas sensibilidades. Una persona muy sensible al so-nido, al
tacto y a sus propias emociones, y que se perturba con facilidad, será especialmente
vulnerable a los cambios de humor. Si la educaron unos padres a los que, a su vez, les
resultaba difícil ponerse en el lugar del otro, que no fomentaron su autoestima y cuya
conducta oscilaba entre la rabia y la sobreprotección, probablemente habrá crecido ansiosa,
insegura de sí misma y con tendencia hacia la tristeza y la depresión. Si los padres alternan
las conductas tranquilizadoras y sensitivas con una actitud de aproximación afectiva, el
fomento de la autoestima y la capacidad de representar sentimientos, entonces pueden
ayudar a alguien que muestre estas tendencias a adquirir una personalidad estable y unas
reacciones sensitivas que constituyan la base de un agudo sentido humanitario e intuitivo.
En el niño ensimismado y replegado sobre sí mismo, las dificultades en el procesamiento
de la información, especialmente de sonidos y palabras, junto con una baja reactividad a
determinadas sensaciones, pueden conducir aun anclaje mucho menos firme en la realidad
del que puedan tener otros. Un niño de estas características puede tender a perderse en
mundos imaginarios, manteniendo unas creencias idiosincrásicas como, por ejemplo, sentirse
desorientado acerca de si una voz procede de su interior o de su exterior.
En su expresión más radical, algunos de estos problemas han sido calificados de
esquizofrenia. Durante muchos años, el pensamiento delirante que caracteriza esta
enfermedad se atribuyó a unos patrones comunicacionales irracionalmente sesgados en el
seno de las familias.
La investigación iniciada, hace ya más de una generación, por pione ros en el estudio de
las dinámicas familiares como Lyman Wynne, Don Jackson y Ted Lidz sugerían que estos
patrones comunicacionales desorganizados constituían el factor clave para la comprensión de
la esquizofrenia." El modelo contextual cayó en desgracia, sin embargo, cuando estudios
realizados con gemelos mostraron la implicación de determina-dos factores genéticos. Los
factores biológicos tampoco son, de todos modos, los únicos responsables de esta
enfermedad tan compleja. Wynne descubrió que las personas predispuestas genéticamente a
padecer esquizofrenia únicamente desarrollan la enfermedad cuando viven en familias donde
imperan determinados patrones relacionales desorganizados." Otros estudios confirman que
los factores genéticos, por sí mismos, no explican la existencia de las enfermedades mentales
graves y que los factores emocionales deben tenerse en cuenta.
¿Cómo interactúan los factores genéticos y ambientales en el desarrollo de la
esquizofrenia? Posiblemente, el factor genético se exprese a través de una combinación de
dificultades en el registro y procesamiento auditivo y en la planificación motriz, dificultando,
así, la comunicación.
Hemos observado que los niños que muestran estas diferencias físicas son especialmente
sensibles a los patrones comunicacionales desorganizados en sus familias.
La persona centrada en sí misma constituye, en muchos sentidos, el caso inverso a la
persona hipersensitiva. El mundo externo, más que invadir o excitar su estado de conciencia,
parece distante y confuso. Puede oír y ver normalmente, pero necesita estar ((agarrada» a su
atención antes de poder responder. A pesar de que sus sentidos funcionan correcta-mente,
se muestran menos agudos y con menos matices emocionales que en la mayoría de las
personas.
La creatividad y la imaginación pueden estar muy desarrolladas en una persona que vive
en ese mundo interior. Una persona que muestre estas tendencias y que tenga, además, una
buena percepción espacial, puede llegar a ser, por ejemplo, arquitecto o diseñador de juegos
de ordenador, o de modelos matemáticos, o puede desarrollar habilidades verbales, siempre
que se le hayan fomentado las relaciones con los de-más. En otras circunstancias, sin
embargo, esta misma persona se puede volver tan ensimismada que no pueda llegar a
adquirir un sentido de la realidad ni las habilidades sociales pertinentes. Sus peculiaridades se
acentuarán cada vez más, hasta quedarse aislada en su propio mundo fantástico.
Un paciente adulto con el que tuve la oportunidad de trabajar, George, mostraba las
características de un niño replegado sobre sí mismo. No obstante, cl hecho de ser el quinto y
último hijo de una familia bulliciosa, vital y divertida, impidió que se adentrara demasiado en
su particular mundo interno. Uno u otro de sus hermanos mayores siempre estaba
sosteniendo, zarandeando, columpiando, haciendo cosquillas o lanzan-do al aire al «bebé»;
posteriormente, sus hermanos y hermanas siguieron impulsándolo a realizar actividades —ir
en bicicleta, patinar; esquiar— e incluso se subían con él a las montañas rusas y a la noria.
Sus padres eran unas personas amables e implicadas en la educación del niño, aparte de
sociables, que acaparaban la atención de los demás con sus voces anima-das v sus gestos
expresivos y amistosos. Mantener a George activamente ocupado costó un esfuerzo mucho
mayor que con cualquiera de sus otros hijos, pero en su familia no había lugar para e l
ensimismamiento.
George conserva, aún hoy en día y ya como esposo y padre, la reputación de ser el
soñador de la familia. Cuando se junta todo el clan, él es el último en subirse al carro del
jolgorio. Es feliz escuchando a los amigos contar sus aventuras, mientras disfruta de sus
propios viajes imaginarios al estilo de Walter Mitty. En sus años adolescentes, destacaba en
los juegos de imaginación donde los participantes debían elaborar y desarrollar sus mundos
imaginarios. Desde el desarrollo de las redes informáticas, éstas han desempeñado un papel
importante en su vida social. En la universidad en la que ejerce como docente, tiene fama de
ser un profesor algo distraído, si bien los colegas de su especialidad le tienen por un
pensador original capaz de desarrollar, mentalmente y en su ordenador, modelos que han
resuelto diferentes interrogantes teóricos.
Los padres de un niño con una vida interior tan rica como ésta que le hablen en voz baja,
le dejen jugar casi siempre solo, o le permitan evitar ese grado de interacción que le ayudaría
a relacionarse con otros niños, corren el riesgo de que no desarrolle esos hábitos sociales, ni
se sienta motivado a interpretar las señales que le llegan desde su entorno para po ner a
prueba sus propias creaciones respecto de aquéllas. Un esfuerzo común para atraerle hacia el
amplio mundo exterior a través de una forma de expresión vigorosa, actividades interesantes,
ambientes luminosos e interacciones estimulantes, le permitirá desarrollarse social e intelec -
tualmente y aprovechar, así, su rica vida interior.
Niños excesivamente testarudos o provocativos constituyen otro grupo y pueden compartir
también determinados patrones reactivos. El niño obstinado se siente a menudo inundado por
sensaciones indeseadas y desconcertantes. En lugar de volverse pasivo o dependiente, como
el niño altamente sensitivo, capacidades de coordinación y planificación motrices
relativamente buenas le permiten intentar controlar el mundo que le rodea en lugar de
aislarse de él. Más que rendirse o volverse hiperemotivo, intenta imponer su propio sentido
del orden a su entorno. Los padres que insisten para que haga las cosas a su manera o que
interceden en su esfuerzo de hacer las cosas bien, únicamente refuerzan su testarudez y su
necesidad de control. Incluso una ayuda bienintencionada puede convertir un intercambio en
una lucha por el poder. Con el tiempo, la costumbre de discutir y enfrentarse puede acabar
siendo tan arraigada que el niño responda negativamente a cualquier propuesta v acab e
percibiendo hostilidad por parte de los demás hacia su persona.
Con paciencia y una actitud estimulante para lograr una postura colaborativa, los niños
obstinados pueden acabar siendo unos pensadores que probablemente aspiren al máximo,
personas con predilección por el liderazgo y talento para la planificación. Políticos, generales,
abogados, fundadores de movimientos y organizaciones, suelen proceder de esta categoría
de niños resueltos y pertinaces. Sin embargo, las luchas por el poder sostenidas desde la
primera infancia los pueden convertir en adultos tercos, de miras estrechas, tiránicos,
siempre con ganas de pelea, in-capaces de aceptar la autoridad de otro o de mantener
relaciones estables. Cuando los intentos de control fracasan, tienen una tendencia superior a
la media a volverse compulsivos, huidizos, pasivos y depresivos. Sometidos a una presión
extrema, pueden mostrar una peligrosa tendencia suicida.
El último grupo de patrones reactivos que voy a describir de esta lista, en absoluto
exhaustiva, hace referencia a las frecuentes dificultades de atención. Hay un número cada
vez mayor de niños y adultos a los que se les diagnostica un trastorno por déficit de atención
(ADD); los modelos fisiológicos son los que, indudablemente, llevan la voz canta nte en el
momento actual. Ciertos estudios han detectado, de hecho, anomalías en la metabolización
de la glucosa en los cerebros de las personas afectadas por este trastorno. No obstante, un
conjunto creciente de voces críticas se cuestionan hasta qué punto se está abusando de los
remedios bioquímicos, de las medicaciones tipo Ritalin. Una polémica continuamente aireada
en la prensa, los debates televisivos y las reuniones de la PTA es si un mal rendimiento
escolar o un comportamiento desorganizado necesariamente implican ADD.
Si bien es evidente que determinados factores neurológicos intervienen en ADD, la
experiencia individual de cada niño influye poderosa-mente para que una predisposición
fisiológica acabe o no constituyendo un problema serio que interfiera en el logro de
determinadas metas, como obtener una formación o hacer una carrera. Dándoles una
educación apropiada, muchos niños que padecen este problema no necesitarían medicación.
En nuestro trabajo con niños que padecen un trastorno por déficit de atención, hemos
observado que muchos son, de hecho, sorprendentemente capaces de prestar atención a
tareas difíciles durante extensos períodos de tiempo: por ejemplo, pueden mantener largas
conversaciones o trabajar de forma ininterrumpida en un rompecabezas, o cantar varias
canciones de memoria. Para muchos de ellos, el problema no constituye un fracaso de su
nivel de atención global, sino una dificultad en determinadas e importantes capacidades
específicas, a menudo relacionadas entre ellas: procesar o reaccionar a determinados
estímulos sensoriales, por ejemplo, o actuar con arreglo a una serie de instrucciones' Hay
ocasiones en las que un niño no puede organizar sus movimientos. La sencilla tarea de atarse
los zapatos le distrae de la tarea principal que tiene que afrontar: prepararse para ir al
colegio. Se dispersa, entonces, pensando en la cantidad de nudos que debe atar.
La dificultad en mantener la atención surge a partir de cada una de las múltiples
características diferentes, necesitando cada una de ellas un tipo de intervención
cuidadosamente elegida para ayudar al niño a sacar partido de sus puntos fuertes. Aparte de
los problemas de organización, una hipersensibilidad a los sonidos o a las imágenes visuales,
una regulación insuficiente de las sensaciones y problemas relacionados con el procesa-
miento de sonidos o imágenes, todos ellos pueden ser motivo de desatención. Muchos
adultos que presentan este tipo de dificultades se vuelven ansiosos o se deprimen por
problemas laborales o matrimoniales y no se dan cuenta de por qué les resulta tan difícil
hacer determinadas cosas.
Las personas que tienen un nivel de atención fluctuante muestran también, a menudo,
una buena aptitud para los sentidos y las capacidades que no constituyen un reto para ellas.
El niño que no puede evitar que el papel se manche con tinta comenzará, inmediatamente, a
tararear una canción. El niño que no se aclara con un laberinto, podrá centrarse en un punto
de la historia. Si los educadores instan al niño a centrar su atención en tareas que le resultan
difíciles, el problema comienza a retro-alimentarse, dada su escasa motivación para
esforzarse en tareas poco agradables o que carecen de un interés intrínseco (imagínese tener
que escribir con su mano no dominante, por ejemplo). Por el contrario, trabajar con los
puntos fuertes de estos niños puede generar motivación. Un niño que tiene problemas
escolares por costarle comprender con rapidez lo que lee, puede tener una gran imaginación
visual y disfrutar dibujando, construyendo cosas y elaborando imágenes en su mente. Con la
ayuda de un profesor experto, puede adquirir la habilidad de visualizar lo que lee. Más que
pretender asimilar los conceptos de forma verbal, abstracta, podría concebir el argumento
como un hilo temporal sembrado de imágenes de acción, novelas que, a modo de películas,
transcurren delante de su ojo interno, problemas físicos que incluyen movimientos de objetos
a través del espacio.
Una educación o un aprendizaje adaptado a los puntos fuertes de cada niño también
puede ayudar a aquellos considerados comúnmente como autistas o retrasados mentales. El
retraso es considerado habitual-mente secundario a una alteración biológica profunda tan
grave que los niños, inevitablemente, obtendrán puntuaciones situadas en los porcentajes
bajos en todas sus capacidades mentales, entre otras, las habilidades motrices, espaciales y
verbales. Si profundizamos un poco más, detecta-remos, sin embargo, que también estos
niños muestran muchas diferencias entre ellos, descubriendo puntos fuertes y puntos débiles
en capacidades verbales versus capacidades espaciales o motrices, etcétera. Utilizan-do estas
diferencias, jugando a favor de los puntos fuertes específicos del niño mientras que,
lentamente, se van corrigiendo sus defectos, muchos niños han podido progresar mucho más
de lo que cabía esperar en un principio.
Como referimos anteriormente, un determinado número de niños diagnosticados de
trastornos autísticos, con los que hemos trabajado, han desarrollado finalmente u nas
habilidades cognitivas, emocionales y sociales normales o incluso superiores. El hecho de que
al menos unos cuantos hayan respondido de forma tan positiva, permite efectuar un
pronóstico mucho más esperanzador de lo que nunca se hubiera creído posible.
LA MENTE COMPROMETIDA
Capítulo 7
El peligro y su pronóstico
La primera parte de este libro ha expuesto, a grandes rasgos, los procesos que llevan de
la confusión floreciente y cimbreante» del recién nacido, tal corno la describió William james,
a la mentalidad flexible y adaptativa del adulto maduro. En esta segunda parte del libro,
ampliaremos nuestra área de acción para analizar las aportaciones de la perspecti va evolutiva
en algunos de los problemas que afectan a las personas, a los grupos humanos y a las
comunidades hoy en día. Esta interpretación de los orígenes de la inteligencia y de la
moralidad, aparte de permitir introducirnos por arriesgados derroteros, ofrece nuevas y
esperanzadoras perspectivas para las ciencias de la educación, la psicoterapia, la resolución
de conflictos y la prevención de la violencia.
NIVELES DE IMPERFECCIÓN
UN EXPERIMENTO ARRIESGADO
Desde la historia de Adán y Eva, pasando por la leyenda de Fausto, hasta las modernas
parábolas de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú y Parque jurásico, el terna de la pérdida
de los valores básicos en el intento de la humanidad por alcanzar la totalidad del saber y el
poder, ha impregnado el pensamiento occidental. Sea resignándose al destierro del paraíso,
vendiendo su alma al diablo, poniendo en marcha la maquinaria del Apocalipsis o
combatiendo a los resucitados monstruos prehistóricos, los seres humanos se han visto
obligados a elegir entre seguir el dictado del intelecto o defender sus valores y creencias
básicas.
Este conflicto tan antiguo alcanza un nuevo matiz irónico, dado que podemos correr el
peligro, actualmente, de perder tanto el intelecto como esos inestimables valores humanos,
de forma simultánea y a través del mismo proceso. Corno vimos en la primera parte del libro,
cl dilema que se nos presenta no es un debate entre alma e intelecto, entre las emociones y
la razón. En su lugar, las modernas instituciones sociales y gran parte de la tecnología que las
sustenta, han llegado a constituir una amenaza para las condiciones que nutren a la
inteligencia, al sentido humanitario, a la moralidad y a la creatividad.
Tanto los rasgos intelectuales como emocionales de la mente humana proceden de una
misma fuente, a saber, la interacción emocional compleja.
Al favorecer cl rápido y creciente carácter impersonal de las cosas en cualquier aspecto de
la vida, la estructura de la sociedad moderna socava, sin embargo, los fundamentos de la
mente humana. Las sociedades avanzadas corren el peligro de destrozar, así, la base de sus
propios logros. Si ciertas tendencias no varían, la sociedad se arriesga a perder no sólo su
espíritu sino también el precio que Fausto pagó por su propia alma, la capacidad de adquirir v
usar el conocimiento. Existe, por supuesto, des-de hace centenares de años, una gran
desconfianza hacia el cambio tecnológico y social. La hipertrofia del intelecto y el genio como
amenaza de peligro, representada por el doctor Frankenstein, todavía configura la visión que
muchas personas tienen de la ciencia v de la tecnología. Las armas nucleares y biológicas, la
tecnología de los ordenadores, los proyectos del genoma humano, todo ello ha encumbrado
al conocimiento en su globalidad hasta convertirlo en suicida y, a su vez, al intelecto para
agredir activamente la integridad e incluso la continuidad de la vida. Pero el peligro que
hemos expuesto asoma en un nivel mucho más elemental. Más allá de constituir una
amenaza para la supervivencia humana, el carácter impersonal de nuestras vidas, debido a
los cambios tecnológicos y sociales, amenaza el potencial intelectual que ha hecho posible el
progre-so, capacidad que nace de las primeras interacciones íntimas que surgen entre los
niños y los adultos que más se ocupan de ellos. Las cualidades más estrechamente vinculadas
a nuestra condición de seres humanos —razonamiento, sentido humanitario, amor, intuición,
inteligencia, creatividad, valor, moralidad, espiritualidad— se desarrollan a partir de la
interacción entre el sistema nervioso del individuo y la experiencia emocional que deriva de
las relaciones recíprocas del día a día. Deben reconocerse estos orígenes comunes antes de
que podamos comprender el grado de peligro que amenaza a nuestra sociedad.
Hace más de doscientos años, Thomas Jefferson expuso su postura contraria al incipiente
proceso de industrialización de la joven nación americana, pensando que debilitaría la vida de
las diferentes comunidades. Siguiendo a Michael Sandel, autor de Democracy's -Discontent
resaltó los peligros de la industrialización y puso cl énfasis no en las conse cuencias
económicas, sino en las consecuencias sociales e individuales. De forma notable, anticipó
muchos de los tenias que debatimos en la actualidad, por ejemplo cómo los patrones
económicos influyen en aspectos eco básicos como la forma en que una familia educa a sus
hijos.
Para la mayor parte de la humanidad, las rutinas de la vida cotidiana han permitido, hasta
ahora, que los niños crecieran rodeados por una red de estrechas interacciones con los
adultos. Tanto en las tribus como en los poblados o en las pequeñas ciudades de provincia;
tanto practicando la caza, trasladándose con sus rebaños, o dedicándose a la agricultura o al
comercio, los niños vivían con sus padres rodeados por personas a las que conocían y por las
que eran conocidas íntimamente. Hace no mucho tiempo, e incluso en las grandes ciudades,
las familias organizaban su vida dentro de los confines de un vecindario que uno podía
atravesar fácilmente a pie. No fue hasta el siglo XIX, con la llegada del ferrocarril, cuando el
inglés medio, cuyo país era, entonces, el más rico del planeta, comenzó a tener la
oportunidad de viajar unos pocos kilómetros más allá del lugar en el que nació.
A lo largo de la primera era moderna, los niños aprendían sus roles de adulto, o bien de
sus padres y de otros parientes cercanos, o bien como aprendices, compartiendo su vida con
las familias de sus maestros. Frecuentemente, las familias permanecían asentadas en un
mismo lugar durante muchas generaciones, de tal manera que los parientes solían, a su vez,
ser vecinos.
En una sociedad así configurada, las relaciones íntimas no sólo eran frecuentes, sino
inevitables. La vida común aportaba, así, de forma rutinaria y natural, las condiciones
necesarias que un sistema nervioso tan complejo como el humano necesitaba para poder
desarrollar todo su potencial, una estrecha complementariedad que resulta, sin lugar a dudas,
de miles de años de evolución social.
Evidentemente, la 'enfermedad, la pobreza o la mala suerte privaron muchas veces a las
personas de las relaciones familiares íntimas necesarias para alcanzar un elevado nivel de
desarrollo. Dado que solían vivir en comunidades comprometidas por un profundo consenso
social y organizadas por medio de unas reglas de conducta muy claras y específicas, incluso
aquellas personas que operaban en niveles limitados se mantenían, la mayor parte de las
veces, al margen de las dificultades.
A medida que los medios de producción de los requisitos básicos para la vida fueron
volviéndose cada vez más eficientes, una gran cantidad de tiempo y de talento quedó
liberado para poder dedicarse a otros objetivos. Fue así como se fomentaron los avances
generadores de riqueza, los que, por su parte, facilitaron la adaptación social de mucha gente
dando pie, a su vez, a posteriores innovaciones económicas. Cada uno de estos factore s—los
patrones mediante los cuales las personas se relacionan entre ellas, las diferentes formas de
ganarse cada uno su sustento y el desarrollo de sus capacidades creativas— evidentemente
pesan sobre la conciencia individual de las personas. La vida de las personas no se puede
desarrollar de forma satisfactoria si falta uno de estos factores, y cualquier aspecto que
amenace su capacidad para trabajar de forma coordinada entre ellos debe, pues,
necesariamente, trastocarlos en su totalidad.
Debido a los cambios que ha experimentado la sociedad a lo largo de las últimas décadas,
han surgido nuevos patrones que modifican las relaciones en las que se basan los patrones
evolutivos. Tanto en nuestra vida familiar como en la laboral —ámbitos casi plenamente
diferenciados para la mayoría de personas—, la relación personal íntima es cada vez menos
frecuente mientras se impone un estilo impersonal. En primer lugar la radio, después el cine,
la televisión y, finalmente, los juegos de ordenador han tomado el lugar de los antiguos
pasatiempos, como eran las tertulias, los cuentos, la lectura en voz alta, cantar en grupo y
tocar instrumentos musicales. Las noches ante el televisor han usurpado el sitio de los paseos
por el barrio y las charlas a las puertas de las casas. Los juegos «interactivos» de ordenador
han suplantado a los juegos de salón, a las escenificaciones teatrales domésticas y a los
detallados juegos de ficción.
La estructura de nuestras familias impide ahora estas relaciones íntimas. Con ambos
padres trabajando fuera de casa, o padres o madres viviendo solos, intentando cumplimentar
todos los papeles adultos de la familia, cada vez hay más bebés y niños pequeños que pasan
gran parte de su tiempo en guarderías, donde las oportunidades de poder disfrut ar de una
relación cara a cara con un adulto son mucho menores. Existen cada vez más personas
jóvenes que se encuentran, a la vuelta del colegio, con casas vacías e incluso con unos
vecindarios con escasa presencia adulta, al servir únicamente de dormitori o para las personas
que trabajan lejos de allí. Unos índices de divorcio elevados, unos índices crecientes de niños
nacidos fuera del matrimonio, menor presencia de familias ex-tensas y padres
pluriempleados, hacen que los niños cada vez tengan un menor acceso continuado a las
personas adultas. Estas tendencias también comprometen las oportunidades posteriores de
poder disfrutar de las relaciones íntimas que faciliten alcanzar las etapas evolutivas adultas.
Incluso los padres con ingresos relativamente altos encuentran, a menudo, dificultades
para dar a sus hijos esa relación intensa y estrecha que tanto ayuda a evolucionar en los
niveles de desarrollo superiores. Entre aquellos que no padecen una pobreza o dificultades
extremas, en las clases medias que, tradicionalmente, llevan a cabo gran parte del trabajo
más elemental de la sociedad y que transmiten, de una generación a la siguiente, gran parte
de los valores y de las pautas de funcionamiento que vertebran las sociedades, las
posibilidades parentales para educar a los hijos se están viendo comprometidas. La necesidad
creciente de que ambos padres trabajen por un sueldo lejos de casa reduce, a veces de for -
ma importante, el tiempo que pueden pasar con sus hijos. A pesar de la tendencia a que
muchos trabajadores freelance ejerciten su profesión en sus hogares, la calidad de las
interacciones entre padres e hijos puede, aun así, ser escasa.
Los Estados Unidos han sido, a la fuerza, los conejillos de Indias de un amplio
experimento social. Mientras esperamos el resultado final, los primeros datos no parecen
excesivamente esperanzadores. El recurso moderno de la asistencia diurna, masificada y
comercial, difiere en muchos aspectos básicos tanto de la tradición de la clase privilegiada en
lo referente a delegar en el servicio muchas de las tareas asistenciales de los niños pequeños,
como de alternativas colectivizadas de la educación infantil, como es el caso de los kibbutz
israelíes. En ambos casos, los niños crecen al cuidado de adultos que permanecen en sus
vidas durante un largo período de tiempo y que se implican personalmente en su destino. En
el primer caso, las niñeras y las tatas solían ser criadas que llevaban mucho tiempo en las
familias, ligadas emocionalmente, por orgullo o incluso por identidad pe rsonal, a sus señores,
que las admitían para que tuvieran una presencia estable en la vida cotidiana, a la vez que
asumían de cara a ellas una responsabilidad para toda la vida. En el segundo caso, los
adultos que están a cargo de la supervisión de los «hogares infantiles» son miembros
permanentes y generosos de una comunidad voluntaria e igualitaria, basada en objetivos y
valores comunes. Los niños pasan, además, un considerable espacio de tiempo con sus
padres.
Por contraste, en los centros de asistencia diurna de los Estados Unidos y en muchas
situaciones familiares que recurren a este tipo de atenciones, los cuidadores cambian
frecuentemente, están a menudo considerablemente agobiados por sus propios problemas
familiares y económicos y, con gran frecuencia, proceden de unos ambientes culturales
notoriamente diferentes a los de sus cargos. Empleados muy competentes a la hora de
establecer unas relaciones cercanas y estrechas con los niños que están a su cargo, a
menudo son ascendidos a puestos administrativos o directivos donde sus habilidades lucen
mucho menos.
Se han realizado diferentes estudios sobre los efectos de la asistencia diurna extrafamiliar
respecto al desarrollo de los niños.' Los estudios más completos plantean serias dudas sobre
la conveniencia de los cuida-dos que los niños reciben durante el día, tal corno se concibe en
la mayoría de los centros asistenciales. Estos son algunos de los hallazgos:
El estudio concluye que ―únicamente uno de cada siete centros ofrece un nivel de calidad
asistencial a los niños que estimula el aprendizaje y un desarrollo sano», y que «la calidad de
la atención infantil afecta a los niños en todos los niveles de la educación maternal». Otro
estudio comprobó que los cuidados aportados por uno de los padres o por parte de un
pariente cercano eran claramente superiores a cualquiera de las diferentes formas de
asistencia ofrecida por los centros de día.'
Un ambicioso proyecto de investigación conjunta, actualmente en curso y financiado por el
National Institute of Child Health and Human Development, está verificando que los niños que
pasan gran parte del día en centros asistenciales originariamente suelen mostrar un apego
deficiente respecto a sus padres, a no ser que éstos sean especialmente sensi bles a las
señales afectivas de sus hijos.' Este estudio indica que la asistencia extrafamiliar durante gran
parte del día puede constituir un factor de riesgo de cara a la adquisición de los primeros
patrones emocionales y sociales por parte de los niños. Se debe tener en cuenta que, hasta el
momento presente, únicamente se han comunicado los resultados de la evaluación de los
niños de quince meses de edad. El informe preliminar es difícil de interpretar: la asistencia
exclusiva a la guardería no genera un apego deficiente hacia los padres, pero sí supone un
riesgo para los niños cuando coincide con cualquier grado de insensibilidad parental. Cuando
la calidad de la asistencia, el índice de rotación de las cuidadoras de la guardería y la edad
extremadamente corta de los niños coinciden, además, con la falta de sensibilidad hacia sus
necesidades emocionales, se producen efectos negativos en los niños. Algunos interpretan el
hecho de que la asistencia a la guardería de bebés y niños pequeños, por sí misma, no tenga
efectos negativos sobre el desarrollo infantil, como que no constituye un factor de riesgo.
Posiblemente un ejemplo nos ayude a clarificar este hecho. Supongamos que los niños
que asisten a las guarderías son propensos a coger infecciones si la nutrición que reciben en
sus casas es inadecuada; sin embargo, si están muy bien nutridos, su índice de infecciones
no difiere del de los niños que no asisten a la guardería. ¿Llegaríamos a la conclusión,
entonces, de que la asistencia a la guardería no plantea problema alguno? La mayoría de las
personas, creo, estarían de acuerdo en que sí comporta cierto riesgo, pero que otros aspectos
positivos lo compensan. El hecho de que se requieran dos factores para generar el problema
no nos debería llevar a ignorar la conclusión de que la asistencia a la guardería durante gr an
parte del día parece constituir un factor de riesgo cuando coincide con una escasa
sensibilidad hacia las necesidades afectivas del niño en su familia.
En 1990, en los Estados Unidos, el 23% de los niños con una edad inferior al año, un 33
% de los de un año de edad, un 38% de los de dos años de edad y un 50% de los de tres
años de edad, asistían a alguna guardería o servicio asistencial similar.' Un estudio realizado
en 1994 por la Carnegie Corporation informa de que más del 53 % de las ma dres vuelven al
trabajo dentro del primer año de vida de su bebé, y de que muchos niños pequeños pasan
más de treinta y cinco horas a la se-mana insuficientemente atendidos.` Según Ronald Lally,
este hecho constituye un cambio radical respecto de los años cincuenta y sesenta, en los que
la mayoría de niños eran atendidos, durante su infancia, por familiares, presentándose,
además, esos índices en claro ascenso. «Nunca, a lo largo de la historia, tantos niños de tan
corta edad han pasado tanto tiempo» en presencia de otras personas que no son miembros
de su familia.'
En unos ejercicios de observación llevados a cabo en diversas guarderías de primerísimo
nivel, detecté que la mayoría de educadoras intentan relacionarse estrechamente con todos
los niños que están a su cargo. Pero al cuidar de tres o cuatro niños, un índice normal para
muchos centros, se encuentran con que deben dedicar gran parte de su atención, a resolver
los problemas inmediatos del niño que está llorando. Lo que ocurre frecuentemente es que
otro niño, con un carácter quizás algo menos sensible, más apacible, puede estar
tranquilamente tumbado en su cuna y captar la mirada y sonreír a la educadora cuando pasa
por su lado, dispuesto a establecer con ella una breve relación cariñosa: un intercambio
gestual, por ejemplo. A menudo, la educadora se para durante un instan-te, observa al niño
que está a punto de extenderle la mano o de emitir algún sonido de placer, para acabar
decidiendo que no requiere un cambio de pañal o un biberón y continuar su camino c on el fin
de resolver algún asunto más urgente en el otro extremo de la habitación.
El bebé tranquilo pierde, así, la oportunidad de un pequeño intercambio relacional que
estimularía su crecimiento emocional y, por lo tanto, mental. Un lapsus de estas
características no constituye, casi nunca, una forma de dejadez o de maltrato y, por sí
mismo, tiene un efecto escasamente duradero. En caso de repetirse docenas o centenares de
veces durante los primeros meses de vida, esta sutil privación de intercambios gestuales y
emocionales más prolongados, tan necesarios para un niño, sí podría entorpecer su evolución
de cara a una experiencia emocional rica y matizada, piedra angular de nuestras capacidades
mentales superiores. Frecuentemente, el personal responsable de la guardería da por
sentado, además, que los niños disfrutan de una auténtica relación íntima con sus padres
antes y después de su estancia en el centro. Atosigados por los horarios laborales, los medios
de transporte para llegar al trabajo, la preparación de las comidas y las tareas domésticas, la
mayoría de los padres responsables y encariñados con sus hijos a menudo no con -siguen, sin
embargo, prestarles esa estrecha atención por las mañanas y por las tardes de los días
laborables, tal como sería de su agrado, consolándose con una suposición similar de lo que
ocurrirá con el niño duran-te su asistencia a la guardería. Debido a esta inadvertencia mutua,
el niño puede perderse, así, ambas experiencias afectivas.
No quiero dar a entender con ello que la asistencia institucional carezca de todo mérito y
no ofrezca beneficio alguno. La asistencia a la guardería ha demostrado favorecer el
desarrollo de determinadas habilidades motrices y cognitivas. Pero, por muy importantes que
éstas sean, no se deberían confundir, sin embargo, con la experiencia emocional que se
origina a partir de las relaciones íntimas, constituyendo la base del desarrollo mental durante
los primeros años de vida.
Debo insistir una vez más en que los centros que tuve ocasión de observar disponían de
unas instalaciones y de unos medios excepcionales; los problemas que allí surgían eran
inherentes a la estructura asistencial propiamente dicha, tal como está organizada en el
momento actual (a diferencia de otros centros, que presentan múltiples dificultades atribui-
bles a una gestión errónea, o a una deficiente elección o formación del personal). Las
observaciones realizadas respecto al personal de diversas guarderías de alta cualificación
muestran el mismo patrón de «amor institucional» impersonal aportado por las personas que
trabajan en la primera línea de la asistencia infantil. Tal como constató un crítico avispado,
cuando los miembros de la actual generación de niños crezcan y decidan, acaso, inspeccionar
por sí mismos los centros asistenciales, sabrán exactamente con qué se van a encontrar.
Otro ejemplo del carácter cada vez más impersonal que impregna las experiencias de un
número progresivamente mayor de niños norteamericanos constituye el abandono de
verdaderas pautas interactivas en los métodos de enseñanza practicados en muchas escuelas.
Pretender asentar los conocimientos básicos por medio de un aprendizaje mecanizado, con
perseverancia machacona y con unos métodos de evaluación estandarizados, impide tomar
en consideración las diferencias individuales. En muchas aulas se padece, además, una gran
dependencia de la enseñanza llamada interactiva, informatizada, que no aporta una relación
auténtica, sino una mera respuesta mecánica a los esfuerzos del estudiante.
Si la asistencia a los niños en las guardería y en los colegios, promovida por las familias de
clase media capaces de costearla, ha disminuido su nivel educativo a lo largo de los últimos
años, los problemas que afrontan las clases menos favorecidas de los Estados Unidos para
criar a sus hijos están alcanzando unos niveles críticos. Las ciudades norteamericanas
albergan, hoy en día, un considerable número de personas que carecen de los recursos
materiales o personales necesarios para realizar un buen trabajo educativo con sus hijos. En
esta época, en la que los gobiernos cada vez se comprometen menos a conservar el nivel de
vida de los ciudadanos, no parece probable que los programas políticos puedan poner freno a
este deterioro. Las dificultades económicas y las presiones sociales constituyen una amenaza
psicológica, impidiendo una concienciación reflexiva y limitando el espíritu de solidaridad. A
pesar de sus buenas intenciones los padres también asumen, por lo tanto, un modo de hacer
que les permite «sobrevivir» a los temas acuciantes del aquí y ahora, lo que les impide
mantener unas relaciones emocionales estables con sus hijos. Si estas tendencias persisten
en un futuro, nuestra sociedad se encontrará con una situación realmente desastrosa. Dado
que los niños de todos los niveles sociales crecen con una educación personal más deficiente
—a medida que los hijos y las hijas, tanto de los ricos como de los pobres, se vuelven más
irreflexivos y más insensibles hacia la vida de los demás—podemos esperar encontrarnos con
unos niveles crecientes de violencia y de conductas extremistas, así como con actitudes cada
vez menos colaborativas y sensibles hacia los problemas del prójimo.
También los profesionales de la salud mental, durante largo tiempo pioneros de la más
estrecha comunicación interpersonal, se están alejan-do de su tradicional compromiso
respecto del poder terapéutico de las relaciones humanas. Disponemos ahora de
medicaciones que controlan un número cada vez mayor de síntomas de las enfermedades
mentales; al mismo tiempo, los resultados del control del coste de este tipo de trata -miento
resultan cada vez más favorables en estos enfoques clínicos. Muchos médicos se van
decantando a favor de los métodos psicofarmacológicos y conductuales de tratamiento. De
esta forma, una de las pocas áreas en la vida de las personas en la que los seres solitarios,
perturbados o angustiados se pueden beneficiar de la atención estrecha y enriquece -dora
para evolucionar hacia un mayor grado de salud mental, está tomando el camino de unas
estrategias impersonales que tienen como última finalidad el beneficio económico y no la
salud. Terapeutas, clínicos y hospitales de toda Norteamérica, progresivamente forzados a
tener en cuenta unas estadísticas puntuales y superficiales, encuentran cada vez más
dificultades a la hora de justificar unos planteamientos terapéuticos ajustados a las
necesidades individuales.
Por contraste, nuestros nuevos conocimientos sobre los orígenes de la mente reclaman un
concepto más amplio, y no más estrecho, de lo que es la salud mental v la enfermedad
mental, así como unos enfoques terapéuticos más centrados en las emociones que basados
en un reduccionismo biológico. Las medicaciones modernas alivian, por supuesto, gran parte
del sufrimiento v permiten que muchas personas funcionen de forma mucho más efectiva de
lo que sería posible sin su ayuda. Pero la psicofarmacología, por sí misma, no puede corregir
las carencias del proceso-evolutivo en las que se basan las alteraciones mentales. Las
personas que necesitan una relación terapéutica continuada para reelaborar determinados
patrones evolutivos tienen, así, menos oportunidades para satisfacer esta necesidad. A la
larga, esto resultará mucho más costoso para la sociedad que facilitar, ya de entrada, un
amplio servicio asistencial individualizado.
En el lugar de trabajo se observa, a su vez, una cierta tendencia hacia una creciente
despersonalización. El trabajo ante la pantalla del ordenador, comunicándonos por llamadas a
larga distancia o por aparatos electrónicos, lleva a las personas a relacionarse cada vez
menos cara a cara. La oportunidad de poder crecer emocionalmente gracias a una intensa
interrelación humana es ahora mucho menor. No se trata de que los ordenadores, aparatos
de fax, etcétera, tengan, en sí mismos, un carácter despersonalizador. El e-mail, por ejemplo,
ha hecho renacer el arte, caso extinguido, de escribir cartas, pero con la característica
adicional de la inmediatez de la respuesta. Muchas personas reticentes a sacar papel para
escribir, ir en busca de un sello y esperar una o dos semanas hasta obtener una respuesta,
están ahora en estrecho contacto entre ellas. Aquellas personas separadas por largas
distancias conversan de forma mucho más íntima de lo que se puede plasmar en fol ios de
papel, viajando de una ciudad a otra, o de un país a otro. Internet y los servicios on-line
permiten que las personas que comparten los mismos intereses se encuentren unas con
otras, independientemente de donde vivan.
Aun así, la tecnología se usa cada vez más de tal forma que reduce los contactos
personales en aras de un mayor rendimiento o de una reducción de costes. Los contestadores
automáticos sustituyen a las caras que nos eran familiares; los «buzones de voz» evitan la
necesidad de tener que hablar con un operador o recepcionista, o incluso con la persona a la
que se desea transmitir la información. Encargar la lista de la compra por teléfono, fax o e -
mail reduce los paseos hacia la tienda y la posibilidad de que surjan encuentros inesperados
que favorecen las relaciones entre vecinos. Los faxes v correos electrónicos han sustituido,
incluso, a las charlas con el compañero de oficina. El entretenimiento ofrecido por la
televisión, por los juegos electrónicos domésticos y los ordenadores personales, supone
menos escapadas hacia los espacios públicos llenos de gente. Sin lugar a dudas, las miles de
pequeñas oportunidades que permiten a la gente compartir su tiempo relacionándose,
individualmente, con personas conocidas, están desapareciendo.
¿Qué trecho hemos recorrido de este camino? ¿Con qué grado de perfección pueden
funcionar los procesos interactivos que estimulan nuestro desarrollo mental? ¿Qué efectos
sobre la sociedad tiene el nivel de desarrollo alcanzado por las personas? Responderemos a
estas preguntas en los siguientes capítulos. Analizaremos, en primer lugar, los conceptos que
definen la salud mental, la enfermedad y su tratamiento, lo que nos ayudará a determinar
nuestra visión de quiénes somos y qué queremos llegar a ser. A continuación, estudiaremos
diferentes modelos del campo educativo donde se fijan las metas que deben alcanzar nuestro
intelecto y nuestro carácter. Observando las parejas, las familias y las diferentes formas de
manejar los conflictos, podemos evaluar el grado desestabilidad de nuestro núcleo social más
importante. El problema de la violencia y las dificultades que comporta vivir en cl centro de
las grandes ciudades, por mucho que intentemos ignorarlo, dan mucha información sobre las
corrientes imperantes en nuestra sociedad. Veremos, finalmente, que tanto las naciones
como las personas únicamente pueden coexistir en un mundo en el que éstas se conozcan
bien unas a otras y sean conscientes de las necesidades, motivaciones e intenciones
particulares de los demás. La falta de esta comprensión profunda del otro comporta
necesariamente peligro. En los siguientes capítulos, espero poder de-mostrar que la
perspectiva evolutiva puede abrir caminos para atenuar este peligro. Y en cualquier lugar,
desde la guardería hasta la cumbre de países líderes.
Capítulo 8
La salud mental:
una teoría de la evolución
Tal como muestran las vidas de Paul y Sylvia, necesitamos una descripción de la salud
mental que reste importancia a las definiciones está-ticas y mecánicas y resalte el proceso de
desarrollar y perfeccionar las capacidades críticas. Esta visión se puede aplicar a una amplia
gama de circunstancias sociales y culturales. Considera el curso del desarrollo, más que
determinados estados inamovibles o logros pasados, y tiene en cuenta una gran variedad de
capacidades potenciales y de experiencias. Desde la perspectiva evolutiva, el desarrollo sano
lleva a un modo de ser tolerante, flexible y suficientemente diferenciado como para permitir
que las personas puedan establecer relaciones entre ellas según las necesidades de su etapa
vital, para experimentar las más diversas y sutiles emociones y para reflexionar sobre esta
experiencia, con el fin de ampliar y profundizar en su pensamiento y en sus conocimientos a
lo largo de toda su vida. No puede existir un modelo único de salud mental. Los ejemplos
comprenden a un niño que muestra una curiosidad sin límites y un sentido creciente de la
relación y de la eficiencia; un joven con la suficiente seguridad en sí mismo, sensibilidad ,v
determinación como para crecer más allá de la protección afectiva de sus padres; un adulto
con el suficiente conocimiento de sí mismo, capacidad de responder emocionalmente v de
recuperarse de los golpes bajos como para alcanzar objetivos realmente valiosos, mantener
relaciones íntimas, cumplimentar responsabilidades serias, aceptar las pérdidas y las
decepciones y abrigar una rica vida interior. Un niño sano de tres años de edad no mue stra la
misma capacidad para ponerse en el lugar de otro que cabe esperar de una persona de
veintitrés años, ni tampoco asume un adulto joven, habitualmente, las complejas obligaciones
familiares y laborales que corresponden a la etapa intermedia de la vida. Cada edad y cada
circunstancia crean sus propias necesidades; cada etapa de crecimiento se basa en la anterior
y requiere un nuevo ramillete de respuestas adaptativas.
El desarrollo sano también implica la adquisición de la capacidad de razonamiento, de la
comprobación de la realidad y de la resolución de problemas que dependen de la edad del
individuo. Estas habilidades cognitivas no implican, sin embargo, un determinado índice de Cl.
Una persona con una puntuación alta en el Stanford-Binet no necesariamente disfruta de una
mejor salud mental que alguien que consigue unos resultados más modestos. No se trata de
alcanzar unas habilidades cognitivas de tal o cual nivel, sino la capacidad global para
reflexionar sobre las exigencias de una determinada etapa de la vida y para dar cumplida res-
puesta a las mismas. Un profesor de física teórica puede ser capaz de aplicar el mejor
razonamiento abstracto a los fenómenos físicos pero, al mismo tiempo, ser muy ingenuo en
sus relaciones personales o en sus criterios políticos. Alguien que nunca pasó de secundaria,
por el contrario, puede tener una comprensión mucho más profunda de la política, de cómo
tratar al jefe, superar un estado de ánimo alicaído, inspirar con-fianza en sus amigos, resolver
conflictos familiares o relacionarse con sus hijos. La cuestión radica en la capacidad de
resolver, sobrevivir y continuar creciendo a través de los problemas de la vida real.
La salud mental no debería confundirse, tampoco, con la presentación de unas
determinadas habilidades emocionales y sociales. Reciente-mente, se ha propuesto el término
«inteligencia emocional» para describir, por ejemplo, la capacidad perceptiva implicada en la
interpretación de las señales emocionales que emiten las demás personas.' No se ha tenido
en cuenta, sin embargo, cómo se maneja esta capacidad, sea «sintonizando» con un amigo
perturbado, motivando aun grupo de investigación o vendiéndole a alguien el puente de
Brooklyn. La esencia de la salud mental radica en la integración de estas habilidades en los
proyectos, objetivos, relaciones íntimas y el sentido de un significado más ex-tenso en la vida
de una persona. Una persona que tiene dificultades para establecer relaciones sociales, capaz
de expresar cariño v de preocuparse de los demás, y de experimentar tanto la felicidad corno
la tristeza, y que preserva un sentido de la identidad moral en los momentos críticos y en las
perdidas, puede tener una salud mental más intacta que una persona muy sociable pero
irreflexiva y con tendencia a manipular a los demás.
La salud mental es, por lo tanto, un despliegue ininterrumpido de las más diversas
capacidades, comenzando por la adquisición de los niveles básicos del desarrollo mental
expuestos en la primera parte del libro. La superación de estos niveles se puede realizar a
diferentes ritmos y con un amplio margen de variabilidad. Los seres humanos se pueden
diferenciar en los más diversos talentos, en sus capacidades, puntos de vista, tempe -
ramentos, tendencias e inclinaciones y, aun así, estar dentro de los parámetros de un
desarrollo sano. Ya sea tímida o extrovertida, deportista o artista, espiritual o práctica,
emprendedora o cautelosa, idealista o conservadora, cualquier combinación de estas y de
otras innumerables características pueden conseguir que una persona siga manteniendo un
desarrollo emocional sano.
Las limitaciones o desviaciones del crecimiento emocional que dificultan o incluso
inhabilitan la capacidad de una persona para comportarse y relacionarse con otras de forma
apropiada para su edad, pueden constituir una personalidad que se sitúe fuera de los
parámetros de lo que consideramos un desarrollo sano. Esta definición deja fuera a un
hombre intelectualmente brillante con un carácter indomable, o a una mujer profunda -mente
sensible hacia las causas ajenas pero que permanece encerrada en su casa debido a unos
temores irracionales. Un adolescente con reacciones emocionales propias de un escolar, o un
adulto joven con las de un ciudadano mayor muestran, asimismo, signos de un desarrollo
problemático.
La salud mental es, ineludiblemente, una cuestión de matices. En la vida real, no hay
persona alguna que encarne la perfección, no existe un bagaje emocional idóneo, nadie
muestra intuiciones intachables o una fortaleza inexpugnable. Las mismas emociones que dan
pie al intelecto y a la creatividad, pueden derivar en una gran inestabilidad y, a veces, in -
cluso, en reacciones aparentemente patológicas.
Un desarrollo equilibrado fortalece v flexibiliza unas áreas más que otras en las personas.
Algunas pueden reaccionar a la sexualidad de manera muy diferente: una madre que cría a
su hijo, por ejemplo, puede diferenciar los sentimientos relacionados con el hecho de darle el
pecho a su bebé, con su compañero sexual y con sus propias fantasías internas. Es capaz de
manejar las emociones, relacionadas con su sexualidad, de forma reflexiva, y tiene conciencia
de cómo se relacionan con su persona y con los demás a lo largo de su vida. Sin embargo,
esta misma mujer puede reaccionar a los sentimientos de enfado de forma mucho más ruda,
considerándolos erróneos, prohibidos o poco femeninos, e intentando reprimirlos. Por otro
lado, una persona puede tener dificultades con su sexualidad, percibiendo todos o casi todos
los sentimientos sexuales como perversos o prohibidos y reaccionando con conductas burdas
que oscilen entre la represión total y la entrega incondicional. Pero esta mis ma persona
puede manejar los sentimientos de enfado de modo reflexivo, reconociendo muchos matices
diferentes que van desde el ligero fastidio hasta la rabia más atroz, calibrando si estos
sentimientos se adaptan a las situaciones diversas y afrontando las situaciones conflictivas y
las confrontaciones con tacto, criterio v autocontrol.
Si consideramos el desarrollo mental como un proceso en evolución, podemos discernir las
características de un individuo mentalmente sano y observar los niveles mentales de los que
surgen. Desde el nivel evolutivo más precoz de los primeros meses de vida, nace la capacidad
de organizar la atención y de permanecer tranquilo, junto con el profundo sentido de
seguridad que le acompaña. A partir del segundo nivel, y junto a otros, se desarrolla la
capacidad de percibir afecto e intimidad, que perdura incluso cuando una persona está
enfadada, desilusionada o triste. Del tercer y cuarto nivel surge la capacidad de comprender
las claves no verbales simples y, posteriormente, las más complejas. Esto posibilita al
individuo responder a los deseos propios y de las demás personas y calibrar las diversas
situaciones según su seguridad o su peligro, aceptación o rechazo y otros rasgos importantes,
sin que se presenten distorsiones significativas. El quinto nivel evolutivo aporta la capacidad
de expresión simbólica para todo un ramillete de ideas v de sentimientos. Del sexto, procede
la capacidad de organizar estos pensamientos, sentimientos e ideas de forma lógica,
reflexionar sobre ellos v ponerlos en práctica para afrontar los problemas del mundo real.
Esta habilidad que posibilita, a su vez, el desarrollo de la moralidad y de la ética, se
enriquece, adquiere mayor sutileza v se amplifica a medida que una persona va madurando, v
se aplica, finalmente, en otros ámbitos del desarrollo humano, como son las relaciones
amorosas, la formación de una familia, la elección de los estudios universitarios y la res-
ponsabilidad que se contrae hacia una comunidad más extensa.
La asimilación de cada uno de estos niveles evolutivos puede abarcar un amplio período
de tiempo. La edad precisa en la que un niño balbucea su primera palabra, emite su primer
¿Por qué?» o pronuncia su primera frase no es, en sí misma, decisiva. Que un niño pregunte
por primera vez «¿Por qué?» a la edad de cuatro o de seis, o que escriba caligrafía a los ocho
o a los diez, importa muchísimo menos que sentar las bases que respalden estos y futuros
logros. Una vez ha comprendido que al preguntar «¿Por qué?» puede ampliar sus
conocimientos a través de su relación con los demás, tendrá décadas por delante para
estrujarse el cerebro o para meditar sobre ello. En cuanto percibe que las letras corresponden
a de-terminados sonidos, tiene toda su vida por delante para expresar sus pensamientos y
sus sentimientos a través de la palabra escrita. Cuarenta años después, poca importancia
tiene la fecha exacta en la que estableció esta relación. Pero sí repercute para siempre, y de
forma decisiva, si no desarrolla nunca la capacidad de experimentar una vida interior prolífica,
una riqueza emocional, una relación con cl mundo que va más allá de uno mis mo y una
personalidad firme y sólida. En ausencia de estas capacidades mucho más elementales, este
primer «¿Por qué?» puede no venir nunca, estas primeras palabras no ser descifradas jamás.
Cuando trabajo con niños con serias dificultades emocionales, físicas o cognitivas, siempre
me alegra saber que evolucionan respetando las etapas evolutivas normales. Pueden llevar un
retraso de varios años respecto de su edad cronológica, pero los pasos que han ido dando
posibilitan un crecimiento continuado. Resulta alentador observar, por ejemplo, cómo las
emociones ordenan los pensamientos, la imaginación sigue rebosando, las relaciones se
vuelven más estrechas y se equilibran con sentimientos diversos y el pensamiento se vuelve
más lógico e incluye cada vez más símbolos.
Concebir la salud mental de forma evolutiva tiene cuatro ventajas. En primer lugar, impide
los malentendidos que surgen cuando se pone excesivo énfasis en una determinada
conducta, que puede ser diferente de una cultura a otra. En segundo lugar, explica por qué
los síntomas no reflejan en y por sí mismos el estado de una persona. En tercer lugar, re -
salta la importancia de un aspecto de la salud mental que se pasa por alto frecuentemente: la
capacidad de tolerar las emociones angustiosas, dolo-rosas y amargas propias de la vida.
Pone al descubierto, finalmente, lo inadecuados que resultan los enfoques más superficiales
que únicamente valoran las habilidades de adaptación social, los logros en determinadas
áreas o la ausencia de conflictos y de desequilibrios. En su lugar, sitúa en el centro de la
salud mental el proceso del crecimiento continuado, la profundización de las relaciones más
estrechas y el desarrollo de una capacidad autorreflexiva cada vez más significativa.
CRECIMIENTO COMPROMETIDO
Al analizar las definiciones de salud mental, hemos comenzado a apreciar el perfil del
enfoque evolutivo respecto de los trastornos menta-les. La presencia de síntomas —miedo de
subir a los ascensores, por ejemplo— no es, en sí mismo, suficiente para definir la
enfermedad. Una persona puede tener fobia a los ascensores y, por lo demás, disfrutar de
sus relaciones íntimas, ser capaz de reflexionar y de mostrar delicadeza hacia los demás y de
experimentar una amplia gama de sentimientos apropiados para su edad, mientras que otra
persona, libre de síntomas, puede tener una vida interior pobre y estar siempre pendiente de
asuntos que atañen a su persona. El concepto evolutivo nos aporta una perspectiva más
amplia a la hora de evaluar los trastornos más importantes.
Los trastornos surgen cuando uno o varios niveles mentales no fun cionan de forma
adecuada. Ello puede deberse aun desarrollo incompleto de ese nivel o a la interferencia de
algún factor después de haberse desarrollado perfectamente. Por otro lado, los problemas
pueden comenzar muy precozmente: un bagaje neurológico deficiente o una educación
inadecuada pueden impedir el desarrollo mental de un niño, como cuando un niño autista
tiene dificultades a la hora de aprender a comunicarse o un bebé muy sensib le
emocionalmente reacciona ante el alejamiento de su madre con desesperación y aislamiento.
Por otro lado, las dificultades pueden surgir a partir de las experiencias en las etapas
posteriores de la vida, cuando los factores físicos o emocionales desestabilizan a una persona
que, hasta entonces, no tenía problema alguno. Un accidente de tráfico espantoso puede
echar por tierra la capacidad de un niño de ocho años de diferenciar la realidad, un paisaje
horroroso y de-solado en ese momento, de sus fantasías menos tristes. Las causas físicas que
influyen en el deterioro del funcionamiento de los diferentes niveles mentales incluyen el
abuso de esteroides y las alteraciones bioquímicas propias de los cambios madurativos, como
son la pubertad y la menopausia. Los fármacos, las lesiones, incluso los efectos causados por
el estrés agudo, pueden desencadenar reacciones que a veces desbordan las habilidades
características de los diferentes niveles del desarrollo mental.
Independientemente del trastorno que sea, es conveniente preguntarnos qué niveles
mentales están afectados. ¿Puede el individuo prestar atención y sentirse seguro? ¿Puede
relacionarse y comunicarse con otras personas? ¿Puede atenerse a los límites y comprender
los patrones comunicacional es no verbales para descifrar sus propias intenciones e in-
terpretar las de los demás? ¿Puede elaborar ideas e imágenes a partir de sus sentimientos?
¿Puede establecer conexiones entre diferentes imágenes v utilizarlas para razonar
emocionalmente y resolver los problemas? ¿Puede generalizar la capacidad de reflexionar
sobre sus emociones y hacerla extensiva a nuevas áreas experienciales, nuevas tareas y
retos?'
Muchas personas que funcionan satisfactoriamente en los niveles mentales superiores
pueden, sin embargo, albergar áreas menos desarrolladas que únicamente se ponen de
manifiesto en situaciones muy concretas o cuando aluden a determinados temas. Una
persona de estas características puede temer someterse a pruebas, por así decir, o tener
problemas con la autoridad. Las limitaciones emocionales pueden ser, sin embargo, mucho
más generalizadas. Una persona, por ejemplo, puede no ser consciente de determinadas
emociones debido a sus dificultades en el nivel de la formación de los símbolos emocionales.
Puede sentir rabia v actuar de acuerdo con ello pero no reconocer las razones de su enfado ni
ser capaz de decir «Estoy enfadado». En un sentido estrictamente real no sabe que está
furioso: sólo sabe que está experimentando sensaciones que le incitan a chillar o tirar los
platos al suelo. Quizá tuvo un padre o una madre que toleraban muy mal los sentimientos de
rabia, de tal manera que, cualquier asomo de los mismos, incluso un enfado moderado o una
ligera señal de protesta, le llevaba a ser rechazado e ignorado.
Unas dificultades incluso más profundas se presentan cuando la desorganización ocurre en
el nivel de la interpretación de los gestos no verbales, lo que puede conducir a expectativas
distorsionadas y a la tendencia a adoptar unas creencias rígidas e inamovibles. »No te puedes
fiar de nadie», puede creer una persona, o .Todo el mundo me quiere fastidiar. Estas
percepciones pueden «congelar» las actitudes de una persona e imposibilitar las relaciones
íntimas.
Los problemas también pueden afectar a su sentido de la lógica y su anclaje en la
realidad. Cuando son las ideas las que se desorganizan, el pensamiento y el razonamiento se
vuelven confusos, mientras la conducta permanece en un nivel bastante racional. las
fantasías inundan la mente; los pensamientos y los sentimientos flotan libremente. Una
alteración más grave en la comprobación de la realidad tiene lugar cuando una persona tiene
dificultades en un nivel más profundo, responsable de la organización de la conducta
intencional y de la determinación de dónde empiezan y dónde acaban sus propios límites.
Habitualmente, se adquiere esta capacidad en el primer año o a principios del segundo año
de vida, y nos permite distinguir nuestras propias acciones y conductas de las de los demás.
Sin esta conciencia rudimentaria del mundo que se encuentra más allá del sí mismo, una
persona puede vivir en su universo particular, desconectada de la realidad. Para las personas
que se encuentran atrapadas por un tras-torno como éste, v al margen de los factores
causales, no existe un sentido del sí mismo coherente que separe las experiencias de las
demás personas de aquellas que se originan en su interior. Los pensamientos pueden per -
cibirse como voces provenientes del exterior, o seis propias percepciones o intenciones
pueden atribuirse a otras personas. Esta confusión difiere de la proyección de los propios
sentimientos en los demás, normal hasta cierto punto; es, más bien, una incapacidad
auténtica para percibir la diferencia entre lo que se genera en el interior del s í mismo y fuera
de él.
En otro nivel mental, se encuentran las dificultades en la organización y regulación de las
sensaciones, percepciones y emociones. En las alteraciones severas del estado anímico son
las emociones las que fracasan, más que los pensamientos v las ideas, a la hora de
organizarse en unos patrones fácilmente comprensibles. Intensas tempestades emocio nales
sacuden el cerebro, levantando enormes olas de afecto que vuelcan v hacen naufragar el
pensamiento, la lógica v el sentido de la realidad. Alentado por su euforia, la persona cree
que todo es posible; sumergido en la más profunda desesperación, teme no poder conseguir
nada. Una persona puede creerse millonaria v realizar donaciones que están fuera de su
alcance o intentar quitarse la vida en un momento de desesperación por algún contratiempo
intrascendente desde el punto de vista objetivo. Dado que la emoción no refleja nunca la
realidad ni responde proporcionalmente a la misma, el intelecto tampoco puede funcionar,
así, de forma clara. Una persona sana, que tiende a ser optimista, mide las posibilidades
objetivas de éxito en sus tareas de acuerdo con su perspectiva color de rosa; el pesimista
habitual hace lo mismo con sus expectativas más negras. Pero en una mente que padece un
trastorno importante en este nivel, la capacidad de estructurar los sentimientos se derrumba,
destrozando el dique que contiene mareas emocionales devastadoras. Tanto los trastornos
del pensamiento como los trastornos afectivos graves, perturban el funcionamient o mental
hasta tal punto que la frontera entre el sí mismo y los demás o el mundo exterior se va
desdibujando. La manera en que las personas responden al estrés v a los traumas
psicológicos refleja las alteraciones en determinados niveles de la mente huma na. En función
del grado de estrés, se pueden presentar desde alteraciones relativamente poco importantes
hasta un fracaso total. Una persona que ha sido atracada alguna vez, por ejemplo, puede
formarse un pequeño «quiste» volviéndose ansioso en situaciones que le recuerden el
suceso. O puede evitar cualquier posibilidad de volver a experimentar algo ni siquiera remota -
mente parecido al trauma resistiéndose, quizá, a abandonar su casa. Una persona que
padezca una alteración más grave puede perder, parcialmente, la capacidad de diferenciar
sus propios pensamientos de los de las demás personas, volviéndose desproporcionadamente
suspicaz y deprimiéndose sin necesidad alguna. Puede presentarse una fragmentación incluso
más acusada, cuando las diferentes partes del sí mismo ya no se relacionan entre ellas. La
depresión se puede alternar con los estados de euforia; la agresividad, con la dependencia.
La estructura que organizó estas áreas mentales en su día ya no parece existir. En las
disfunciones incluso más graves, las personas pueden retirarse por completo de cualquier
relación, quedando ensimismadas en su propio mundo interno.
Estas diferentes reacciones ante un traumatismo emocional o un factor de estrés revelan
que niveles mentales se han visto dañados y que el alcance de la lesión no sólo sine para
indicar la naturaleza del problema, sino también para sugerir lo que se debe hacer para
ayudar a la persona a recuperar su momento evolutivo. El trabajo terapéutico más importante
con personas afectadas por el estrés o por un acontecimiento traumático es, a menudo,
ayudarles a reconstruir, desde la base, las experiencias tempranas que, originariamente,
dieron forma a su mente. En primer lugar, los pacientes deben restablecer el sentido de
protección y de seguridad a través de las diferentes relaciones formativas que se
establecieron en las fases iniciales de la vida. Acto seguido, necesitan reconstruir,
lentamente, la capacidad de comunicar intenciones y sentimientos, de forma no verbal en un
principio, y verbalmente después. A través de este enfoque lentamente progresivo, la
seguridad y las relaciones ocupan el primer lugar, por delante de las ideas y de la comunica -
ción, a diferencia de las terapias para el estrés y los sucesos traumáticos, en las que se a nima
a las personas a hablar sobre cuestiones dolorosas o a revivir el acontecimiento traumático
demasiado pronto. El pensamiento puede permanecer fragmentado y la capacidad para
relacionarse puede no haberse recuperado todavía o estar presente, únicament e, en sus
formas más inmaduras. La reconstrucción desde los inicios permite a un individuo
traumatizado reagrupar y, finalmente, asumir el reto de reorganizar el nivel mental
perturbado. En el siguiente capítulo veremos ejemplos al respecto.
Las tablas de las páginas 225-228 resumen el enfoque evolutivo de la salud y la
enfermedad mental. Para cada una de las capacidades básicas existe una amplia gama de
posibles desarrollos, desde los muy adaptativos y sanos hasta los desadaptativos y
desorganizados. El progreso transcurre tanto en el paso de un nivel al siguiente —desde la
autorregulación hasta el pensamiento emocional— como hacia una mayor complejidad y
amplitud dentro de cada uno de los niveles.
En algunos juicios ampliamente difundidos en la opinión pública, los acusados por haber
perpetrado crímenes violentos han sido absueltos, considerados «no culpables por razones de
perturbación mental». En es-tos casos, las personas contrarias a estas medidas han
denunciado que el diagnóstico de enfermedad mental es utilizado para eximir a las personas
de su responsabilidad moral. Este argumento ha enfrentado a muchas personas de sólidos
compromisos morales con gran parte del pensamiento psiquiátrico y psicológico.
AUTORREGULACIÓN
INTENCIONALIDAD
Expresa sus deseos y Usa las ideas de A menudo utiliza las Utiliza sus ideas
sus sentimientos por forma concreta ideas de forma para expresar una
medio de la para transmitir el imaginativa y amplia gama de
conducta, pero es deseo de acción o creativa para emociones;
incapaz de usar ideas para ver expresar las más habitualmente se
para expresar deseos satisfechas sus diversas emociones, muestra
y sentimientos (por necesidades excepto cuando imaginativo y
ejemplo, golpea básicas, pero no experimenta creativo, incluso en
cuando está furioso, elabora la idea de emociones condiciones de
abraza o pide sentimiento por problemáticas o estrés.
contacto físico derecho propio sufre estrés (por
estrecho cuando (pro ejemplo, ejemplo, no puede
desea algo, más que desea pegar introducir la rabia o
experimentar la idea cuando está furioso la desesperación en
de enfado o expresar pero no lo hace la discusión verbal o
el deseo de porque alguien está en el juego
intimidad). mirando, más que imitativo).
sentir rabia como si
deseara pegar).
PENSAMIENTO EMOCIONAL
Comprimidos y conversaciones
para levantar el ánimo y la auténtica
experiencia terapéutica
El desarrollo emocional de una persona, tan anhelado, se ve, sin embargo, desbaratado
muchas veces por un hecho paradójico: la terapia elegida puede ser un síntoma del
problema, más que su solución. Muchas personas angustiadas han huido de sus problemas
referentes a la intimidad y la dependencia, por ejemplo, creando, a su vez, una relación de
de-pendencia con un terapeuta carismático o con un monitor de fin de semana. Esta relación
les aporta un gran sentido de omnipotencia, mientras siguen ignorando la naturaleza
auténtica del problema. La psicoterapia puede constituir, muchas veces, una vía no
reconocida para perpetuar el mismo nivel mental, más que una oportunidad auténtica para
progresar. Inmovilizados en una de las etapas del crecimiento emocional, las personas
agudizan cada vez más su ingenio para seguir estancados en esa fase.
El hecho de que los problemas que llevan a la gente a buscar ayuda sean de naturaleza
tan diversa contribuye a dificultar el intento de alcanzar un crecimiento emocional. Los
siguientes ejemplos dan una idea de los diversos temas que son objeto de consulta.
EN BUSCA DE AYUDA
Una de cada seis personas forma parte de los millones de seres humanos cuyos
problemas, en mayor o menor grado, se podrían beneficiar de una ayuda profesional. Pero
¿en qué consiste, exactamente, un trata-miento adecuado para la salud mental? ¿Qué
métodos son los más idóneos para proporcionar un crecimiento auténtico? ¿Qué tipo de
«ayuda» ayuda realmente? Debido a lo confuso de la situación, algunos servicios asistenciales
a los que acuden las personas no sólo no les ayudan sino que, de hecho, les pueden
perjudicar.
Cada año, millones de norteamericanos se someten a tratamiento por parte de
profesionales de la salud mental y muchísimos más se podrían beneficiar de esta oportunidad.
Pero aun así, muchos clientes potenciales no saben qué servicios necesitan y qué experto
atesora los conocimientos idóneos para ayudarles a resolver sus problemas particulares o,
simplemente, a incrementar su grado de felicidad y su satisfacción por la vida. Para el
hombre de la calle, el mundo de la terapia psicológica es un laberinto desconcertante, con
sus facultativos luciendo docenas de títulos y de credenciales y proponiendo aún más teorías
y técnicas, todas ellas enmascaradas tras una terminología indescifrable.
La confusión ya surge de entrada, cuando el futuro cliente considera las diversas
profesiones que, a primera vista, parecen rivalizar entre ellas, incluyendo los psiquiatras,
psicólogos, asistentes sociales, psicoterapeutas y consejeros, que ofrecen un abanico
sorprendente de servicios, aparentemente muy similares. A continuación, tropieza con un
número incomprensible de métodos que se aplican a lo largo de todos estos esta mentos
profesionales. Muchos miembros de la misma profesión discrepan entre ellos en sus enfoques
terapéuticos, mientras que algunos miembros, de diferentes profesiones, concuerdan entre
ellos. Múltiples sistemas espirituales, emocionales y filosóficos, cada uno de ellos defen dido
por su propio gurí o guía carismático, también proclaman ser capaces de mejorar la salud
mental de las personas. Además, las diferentes áreas técnicas como el psicoanálisis, o los
diferentes tipos de psicoterapia individual o grupal, terapia familiar, psicofarmacología,
terapia conductual o terapia cognitiva, difieren en los objetivos, en las teorías y en los
métodos. Una persona que reclama ayuda profesional debe adivinar, por lo tanto, de qué
manera podría obtener mayor beneficio: hablando pro-fundamente acerca del problema, en
unas pocas sesiones, cara a cara con el terapeuta; tumbándose en un sofá para pra cticar la
asociación libre varias veces por semana y a lo largo de varios años; tomando medicación;
aprendiendo técnicas cognitivas o conductuales para cambiar sus pensamientos, sentimientos
o acciones; o apuntándose a uno de los múltiples «talleres» o «seminarios» cuyos programas
se llevan a cabo, de forma intensiva, a lo largo de un fin de semana o de una semana entera,
y que hacen especial hincapié en algunos de los componentes clave de la persona lidad de los
asistentes.
¿Cómo elige una persona? ¿Requiere el desasosiego incipiente e in-definido que presenta
Mark, realmente, de una ayuda profesional, por ejemplo? ¿Necesitan las dificultades que
presentan Tom y Mehssa en la vida cotidiana —que, como piensan muchos de sus amigos y
familiares, se podrían superar con alguna lectura estimulante o dejando pasar cl tiempo—
iniciar una terapia? ¿Cuántos arranques violentos harán falta para que Derek se pueda
beneficiar de la atención profesional? En aquellos casos en los que un intento de solución
está claramente indicado, como en personas tan perturbadas como Henry y lisa, ¿qué
esperanza podemos albergar, realmente, de que se arreglen unos trastornos que pa -recen
tan arraigados? Y, finalmente, ¿cuáles son los criterios que permiten juzgar si los
tratamientos elegidos ayudan o no suficientemente?
Una contradicción parecida afecta a muchos tratamientos que gozan de gran popularidad
en el momento actual. Estos modelos pueden afrontar los problemas de una persona de tal
manera que los pueda comprender en su actual estadio evolutivo. No obstante, dado que no
aportan las experiencias que permiten a una persona acceder a unos niveles desconocidos de
su desarrollo mental, el problema principal permanece intacto.
La cuestión decisiva que confunde a alguien incapaz de distinguir la fantasía de la
realidad, refrenar sus impulsos destructivos o controlar su reacciones emocionales no consiste
precisamente en una idiosincrasia conflictiva, sino en algo mucho más básico. Una persona de
estas características no es capaz de percibir las conexiones entre las diferentes emo ciones ni
de reflexionar sobre ellas. Las terapias que únicamente tienen en cuenta los síntomas más
inmediatos dejan el desarrollo tal como estaba. Así, aunque los problemas predominantes se
puedan ir solucionando —la persona aprende a auto convencerse para salir de los estados
anímicos pesimistas mediante el «pensamiento positivo», o supera la costumbre de golpear a
aquellos que no coinciden con sus criterios— el paciente pierde la oportunidad de
evolucionaren unas áreas que se encuentran infradesarrolladas o bloqueadas.
Otro tipo de problema que se suele abordar, frecuentemente, más desde el punto de vista
sintomático que del crecimiento emocional, es el psicosomático. Las reacciones emocionales
se expresan mediante síntomas físicos como son el ardor de estómago, los dolores de cabeza,
el vértigo, el insomnio o la rigidez de nuca. Los médicos nunca encuentran una razón física
que justifique estas enfermedades, y la persona que las padece nunca las relaciona con las
emociones, la ansiedad, la tensión, la tristeza o la rabia. Su conciencia está tan
estrechamente ligada a su cuerpo que concibe su problema y su solución exclusivamente en
términos de malestar físico.
A los pacientes que tienen este tipo de problema, les suelen recomendar tratamientos
farmacológicos y, como segunda opción, una terapia centrada en la exploración de sus
emociones o en la modificación de su conducta. Se les prescriben antidepresivos o
tranquilizantes c, inmediatamente, se encuentran mejor. La nuca duele menos, la digestión
mejora, el sueño se presenta sin demora. El problema inmediato desaparece, al igual que la
oportunidad de alcanzar un nivel de desarrollo más elaborado.
Las medicaciones psicótropas, si se emplean de forma correcta, pueden favorecer
considerablemente las posibilidades de una persona de progresar en la terapia. Al ayudar a
una persona deprimida o hiper emotiva a adquirir cierto control sobre su estado anímico, o al
aportarle cierta claridad mental a alguien que piensa de forma desorganizada, pueden
conducir a personas enfermas a un grado de bienestar que les permita participar en las
psicoterapias. Entendidas de esta forma, constituyen un elemento muy valioso en un
programa terapéutico global. Empleadas sin soporte psicoterapéutico alguno pueden, sin
embargo, producir cambios de conducta, de funcionamiento cerebral e, incluso, en la auto
imagen y la conciencia que el individuo puede no ser capaz de asimilar y que, en
determinadas circunstancias, quizá desestabilicen aún más una estructura de personalidad ya
afectada.
Resulta interesante reflexionar un momento sobre por qué las personas piensan que
determinadas medicaciones les ayudan más que otras o, en otras circunstancias, seleccionan
fármacos diferentes para automedicarse. Podría pensarse, quizá, que el estado anímico
inducido por el agente biológico es similar a uno experimentado anteriormente en la vida de
la persona. A lo mejor, la respuesta ansiada parece reproducir un estado de bienestar
anterior (por ejemplo, un estado de alerta, lleno de vitalidad, o un estado relajado, sosegado)
o de una armonía descubierta en la relación con los padres.'
El creciente uso de medicaciones sin más constituye una tendencia preocupante. Mientras
cada vez hay más personas que se tratan con Prozac o Ritalin, para estar más animadas o
menos dispersas, también son más las que están modificando sus estados anímicos sin
comprender lo que les está ocurriendo o qué relación tiene con el núcleo de su persona lidad.
Matthew, por ejemplo, un buen estudiante de secundaria, ha esta-do tomando Ritalin durante
cuatro años para mejorar su capacidad de concentración. Está satisfecho de poder atender
mejor en clase, pero cuando sale con los amigos o va a jugar a baloncesto, le gustaría
sentirse más «suelto» mentalmente, más espontáneo y menos coartado por su «camisa de
fuerza» farmacológica, así que deja de tomar la medicación en cuanto la dosis del mediodía
ya no hace efecto. Durante los exámenes finales, sin embargo, toma una dosis extra para la
cena para poder estudiar mejor de noche.
En otros momentos, echa mano de diferentes productos químicos —todos ellos de fácil
adquisición en los alrededores de su colegio, situado en las afueras de la ciudad— para que le
ayuden a sentirse como él desea, un proceso que compara con el ajuste de un dial de
televisor para seleccionar un «programa» que le apetece en ese momento. La marihuana le
relaja y le hace sentirse eufórico. La cocaína realza la cita con una amiga. De hecho, se está
empezando a preocupar un poco de su uso cada vez más frecuente de cocaína y piensa que
debería intentar salirse de ello. Pero un amigo vendrá a pasar las vacaciones de Navidad en
su casa y un poco de cocaína animará la visita. Lo dejará después de vacaciones, le promete
aun asesor. Este seda cuenta de que Matthew va camino de tener serios problemas y le
procura ayuda para hacer frente a su creciente dependencia de la cocaína.
Pero la posible toxicomanía no constituye el único aspecto preocupante de la tendencia de
Matthew a «sintonizar» su mente, lo que ha estado haciendo esencialmente desde que
comenzó a tomar Ritalin (Rubifen). En una etapa de su vida en la que debería construir un sí
mismo uniforme, ha encontrado una manera de elegir entre una gran variedad de ellos:
aquellos que se ajustan más a sus necesidades.
Durante la adolescencia, el joven intenta agrupar todas las diferentes vertientes de su
personalidad. Paradójicamente, se siente atraído por experiencias que llevan a todo lo
contrario y que fragmentan su incipiente sentido del sí mismo. Mientras estas experiencias
aportan, ocasional-mente, una ilusión de identidad o de integración, apenas aportan cohe sión
en los niveles más profundos de la mente. Es, por lo tanto, una época especialmente delicada
para tomar medicaciones que modifican el estado anímico o el proceso de pensamiento, dado
que pueden obstaculizar el objetivo del adolescente, a largo plazo, de formar un sentido del sí
mismo equilibrado. Si la medicación es imprescindible, se debe acompañar de una terapia que
posibilite la comprensión del sí mismo.
Las psicoterapias, por sí mismas, también pueden conducir a cambios no integrados de la
personalidad. Las terapias que pretenden modificar los patrones de pensamiento en
determinada dirección, por ejemplo, pueden fomentar un pensamiento polarizado, más que el
desarrollo de formas más sutiles y elaboradas del modo de pensar. Un terapeuta puede
intentar enseñarle a una persona a superar la depresión o el estado de ansiedad viéndose a sí
mismo de manera más positiva que negativa: poderosa, adorable o competent e, más que
débil, solitaria y temerosa; o destinada al éxito, más que condenada al fracaso. Este enfoque
atrae, frecuentemente, a aquellas personas que tienen una personalidad muy es tructurada,
incluso rígida, y que afrontan la vida siguiendo reglas y pautas, en lugar de abordar los
problemas con flexibilidad y creatividad. También seducen a individuos que se sienten
emocionalmente desborda-dos y fragmentados y que buscan mensajes positivos para poderse
organizar alrededor de los mismos.
Algunos de estos modelos detienen, efectivamente, la caída en la de-presión, al enseñar a
las personas a detenerse y considerar la racionalidad de sus pensamientos. Los pacientes
aprenden a preguntarse si resulta razonable basar sus reacciones emocionales en creencias
tales como «Mi situación no tiene arreglo» o «Soy una mala persona». ¿Es razonable que
alguien piense que nunca nadie se querrá casar con él y que esté seguro de suspender el
examen por mucho que estudie? En muchas ocasiones, por supuesto, estas creencias
tergiversan la realidad objetiva. Pero, además, representan unos puntos de vista
extremadamente polarizados. Así, la simple sustitución de una creencia negativa por una
positiva pero igualmente polarizada («Soy una buena persona y todo irá bien»), no ayud a ala
persona a pasar de un punto de vista emocional limitado a uno más extenso, más flexible y
con infinidad de grises.
Una persona de estas características puede no diferenciar sentimientos tales como enfado,
decepción, aflicción, remordimiento e inutilidad para experimentar, en su lugar, algo parecido
aun «bajón» global. No ser seleccionado para un puesto de trabajo después de una
entrevista, por ejemplo, no le hace sentirse desanimado, frustrado, apesadumbrado por
quedarse bloqueado ante una pregunta crucial, molesto por la actitud antipática del
entrevistador o convencido de hacerlo mejor la siguiente vez. En su lugar, siente una
depresión generalizada y la certeza de ser una persona absolutamente incompetente.
Reemplazarla por la creencia «Soy una persona competente» puede modificar su estado afec-
tivo inmediato, pero no le ayudará a analizar la circunstancia de una for ma más diferenciada
y razonable, evaluando lo que realmente ocurrió, ni a expresar los sentimientos concretos de
tristeza o frustración. Las terapias que intentan reelaborar las imágenes internas en lugar de
sustituir, simplemente, una creencia polarizada por otra, capacitan a los pacientes a explorar
sus sentimientos de inutilidad y decepción y a profundizar en las áreas grises del
pensamiento, siempre que todo ello corra a cargo de terapeutas especializados.
En algunas personas, la rigidez se expresa a través de imágenes idealizadas de las
personas significativas de su vida. Un jefe, profesor o amigo íntimo no aparece como una
persona multidimensional, con sus virtudes y sus defectos, sino como una imagen idealizada,
la caricatura de un ser humano del todo bueno o del todo malo. Ello puede conducir a
dificultades interpersonales y al desencanto. Esta persona necesita ayuda terapéut ica para
poder percibir tanto las características positivas como las negativas en los demás: afecto,
inteligencia y capacidad reflexiva, por ejemplo, junto con pereza, intransigencia o mal genio.
Poseer algunas de estas cualidades no impide que ostente algunas o todas las restantes,
como erróneamente puede pensar alguien que tenga una personalidad rígida. Tener unos
rasgos indeseables rara vez excluye la existencia de características positivas ni las convierte
todas en negativas.
Un individuo emocionalmente inflexible necesita un terapeuta que le pueda ayudar a
armonizar los sentimientos aparentemente contrapuestos. No obstante, al buscar orientación,
una persona propensa a idealizar a los demás puede, debido a una admiración desmesurada
hacia su terapeuta, tentarle a no afrontar la difícil tarea encomendada. Un terapeuta que
tiende, igualmente, a tener ideas de grandeza, puede ayudar al paciente a sentirse
momentáneamente mejor sin guiarle en el trabajo emocional necesario para un desarrollo
más satisfactorio.
Las psicoterapias que exploran los niveles simbólicos más profundos no garantizan por sí
mismas un progreso evolutivo. Algunos pacientes muy locuaces únicamente se regocijan en
las gratificaciones verbales que comporta la introspección. Julián, por ejemplo, se comunica
fácilmente v con fluidez durante sus sesiones de terapia, contando los más mínimos detalles
de sus agravios respecto de aquellas personas que le han perjudicado reiteradamente. Su
terapeuta alienta sus asociaciones libres y colabora en sus análisis emocionales cuando Julián
describe su dolor, su rabia, su fastidio, pero nunca se pronuncia acerca de su falta de
sensibilidad de preocupación por las necesidades y los deseos de los demás. Al haber
construido su vida alrededor de su capacidad para manipular palabras, Julián supone que la
solución a su problema radica en dar con la construcción verbal precisa y en confeccionar la
explicación teórica más sofisticada. Entretanto, sigue sin ver más allá de su propia piel, y su
terapeuta no le estimula a hacer lo contrario.
Un enfoque estrictamente verbal, que resalte el análisis de las relaciones y reflexione
sobre los motivos subyacentes, se ajusta a las preferencias y a las habilidades de una
persona como Julián, y le permite prodigarse mucho más de lo que ya de por sí haría. Pero
no satisface sus auténticas necesidades. Dados su rico vocabulario emocional y su capa cidad
contrastada para convertir su experiencia en palabras, este trata-miento le podría acercar
más a las diferentes facetas de sus sentimientos. Pero, a no ser que se le obligue a ampliar
su centro de atención, una terapia basada en las palabras no le conducirá a desarrollar un
interés auténtico por los sentimientos ajenos. De esta forma, Julián continuará igual,
saboreando la elaboración de sus propios sentimientos, ya de por sí exquisitamente
representados.
Un terapeuta que toma el modelo evolutivo como punto de referencia repararía en lo que
Julián no dice, ni hace; detectaría que apenas toma en consideración los sentim ientos de los
demás y que necesita experimentar cómo discernirlos y qué actitud tomar ante ellos. Bajo la
supervisión del terapeuta, Julián podría explorar los orígenes de sus dificultades para percibir
las emociones e intenciones ajenas, volviendo quizás atrás, hacia las primeras etapas de su
desarrollo mental. La relación terapéutica podría ser, así, un campo de entrenamiento para
despertar su interés por relacionarse más estrechamente con otras personas, corregir las
distorsiones respecto de sus intenciones e interesarse por sus sentimientos.
GURÚS
Las personas que tienden hacia la idealización, a menudo se dejan atraer por un gurú o
guía espiritual, aparentemente sabio, un líder que ofrece unas pautas muy precisas para la
vida cotidiana, quizás en auditorios públicos, talleres o seminarios. Este dechado de intuición
puede aleccionar a los devotos a recitar o meditar sobre unas doctrinas «de talla únicas
procedentes de diversas tradiciones espirituales. Si bien tienen un valor potencial como
componentes de una disciplina genuinamente espiritual, estos mensajes, habitualmente
intachables y que promueven la armonía y la globalidad, también pueden constituir, de la
mano de algunos maestros, soluciones excesivamente simples para problemas mucho más
complejos. Una persona puede llegar a creer que sus pensamientos y sus sentimientos, al
margen de su contenido, reflejan un estado de armonía auténtica con los demás si bien, en
realidad, únicamente es menos consciente de lo que las personas que le rodean piensan y
sienten de verdad. Las proclamas falsas de los gurús le han aportado una más bien escasa
capacidad para sentir y sintonizar sinceramente con las intenciones y emo ciones de las demás
personas, excepto de una forma muy elaborada.
En este nivel, también existen programas que ofrecen experiencias de grupo que, aun sin
tener un efecto genuinamente terapéutico, generan la ilusión de una mayor autoestima,
tranquilidad v bienestar. Lo que real-mente sucede, sin embargo, es que el líder del grupo
explota una situación intensa, duradera y diseñada para derrumbar los límites de la perso-
nalidad de los participantes. La presentación muchas veces rítmica del orden del día y de las
ideas del programa, puede tener un efecto excitan-te para cada una de las personas que
forman parte de una multitud congregada en una sala a rebosar, lo que, por sí mismo, ya
ejerce una dinámica poderosa que comienza a erosionar la individualidad. La persona se
puede integrar en el grupo, formar parte del mismo y asumir sus propósitos como si fueran
propios. Esta pérdida de los límites individuales 'produce una regresión hacia unos niveles de
funcionamiento emocional mucho más elementales y menos diferenciados. También puede
incrementar la susceptibilidad a los efectos hipnóticos. Estos resultados, bien conocidos de las
grandes reuniones de masas, han sido ampliamente aprovechados por demagogos y
promotores para canalizar esta marca de sí mismos fusionados y servirse de ellos para sus
propios propósitos.
Presentándose a sí mismo como plenamente convencido de las creencias que promulga, el
líder promete resolver los problemas que inquietan a sus oyentes. Su convicción ofrece una
ilusión de seguridad que muchas personas encuentran muy atrayente, especialmente aquellas
con un sentido muy frágil de su propia identidad. Cuanto más débil es el sentido de identidad
del individuo, tanto mayor es la atracción casi hipnótica de un guía tan universal. De hecho,
aquellas personas que se levantan de las sesiones de grupo compulsivamente ansiosas por
repetir el mensaje y hacer proselitismo con otros para que se unan a la secta, a menudo
realizan esta labor en un estado similar al trance post hipnótico.
Un sentido del sí mismo claramente definido, desarrollado en los primeros años de vida,
constituye la mejor protección contra la capacidad de seducción de las experiencias de grupo
bajo el mando de un líder carismático. Algunas personas, sin embargo, no pueden tolerar
estas experiencias. No es raro que estas personas se desintegren sometidas a esa tensión,
pierdan su sentido de la realidad, se vuelvan perspicaces o se de-priman, y duden acerca de
sus límites, tanto físicos como psicológicos. Con cierta frecuencia, no pueden llevar a cabo
sus actividades normales.
Otros participantes en estas sesiones tienen unas personalidades lo suficientemente
estables como para coger de la experiencia y del mensaje del gurú aquellos elementos que se
ajusten a su modo de ver las cosas, integrarlos y descartar el resto. Las limitaciones de las
jornadas de fin de semana no impiden que una relación profunda y recíproca con un guía
espiritual o un maestro pueda contribuir a un auténtico crecimiento emocional. Pero ninguna
relación que carezca de intimidad y de reciprocidad puede conducir a una persona más allá
del ámbito de las emociones polarizadas o construir un sentido del sí mismo más elaborado.
Un cambio de estas características requiere que las nuevas ideas y experiencias emocionales
se pongan a prueba y, posteriormente, se integren en contraposición al conjunto de ideas y
relaciones ya existentes. Ello re-quiere tiempo y una sincera implicación emocional como la
que sólo puede tener lugar, habitualmente, en una relación duradera con un ami go,
compañero, tutor, terapeuta o consejero espiritual.
PRESUNCIONES PELIGROSAS
LA REFORMA EFECTIVA
La manera de ayudar mejor a más niños a tener éxito en la escuela es una cuestión tan
importante para el bienestar de los Estados Unidos que ha sido objeto, durante décadas, de
un apasionado debate. Todo tipo de propuestas saturan el ciberespacio, los artículos
periodísticos y los órdenes del día de los consejos escolares y de las cámaras legislativas.
Unos parámetros más estrictos, planes de estudio que vuelvan a los orígenes, un año escolar
más largo, un certificado de garantía de enseñanza, privatización, pruebas para profesores de
ámbito nacional: cada una de éstas y de otras docenas de propuestas será la solución, según
prometen sus defensores. El modelo evolutivo indica, sin embargo, que estas medidas sólo
producirán los mismos resultados decepcionantes y, en muchos casos, a un coste superior.
La reforma educativa se debe basar en los conocimientos del funcionamiento de la mente
humana, puestos al descubierto por la investigación más reciente. Tres aspectos, de
importancia capital, deben tenerse en cuenta a la hora de abordar este tema. El primero y
más importante hace referencia al hecho de que el afecto y la interacción constituyen la base
del aprendizaje de cualquier niño, no así la adquisición de determinados cono -cimientos o
habilidades. Para la mayoría de los estudiantes, la mejor manera de aprender es la que se
basa en la experiencia, en la interacción con los demás: por ejemplo, a través de un trabajo
en grupos pequeños o cara a cara con un profesor o tutor, o, digamos, en forma de
seminario, en el que los estudiantes hablan sobre su trabajo individual bajo la dirección de un
profesor. Otro modelo queda reflejado en la asociación de estudiantes de la clásica yeshiva
judía, en la que una pareja de alumnos, habitualmente, pero no siempre, supervisados por un
profesor, examinan detenidamente y debaten la interpretación de textos. «El estudiante q ue
no pregunta, no aprende», decían los sabios del Talmud. Por consiguiente, el profesor que no
consigue que los estudiantes se introduzcan activamente en la materia, no enseña de verdad.
En el diálogo socrático, modelo de enseñanza, todavía, en las facultades de derecho más
relevantes, el profesor no ofrece información a los estudiantes, formulándoles, en su lugar,
preguntas que les conducen, a través de los diversos pasos del razonamiento, a producir
ideas propias. Efectivamente, el estudiante descubre ideas y conocimientos por sí mismo y
adquiere, de esta forma, su propio método de estudio.
Muchos programas innovadores que se basan en uno o más de estos modelos permiten
intercambios responsables entre los estudiantes o entre los estudiantes y el profesor. Sin
embargo, este tipo de enseñanza personalizada habitualmente sólo se ofrece en programas
honoríficos para estudiantes muy brillantes o capacitados. Si se pusiera a disposición de
aquellos que rinden a un nivel medio o por debajo de la media, esta oportunidad tendría
efectos muy positivos. De hecho, cuando niños procedentes de familias problemáticas, con
problemas relacionados con el nivel de atención y la capacidad organizativa, se introducen en
este tipo de enseñanza dinámica, evolucionan extraordinariamente bien. Los observadores
han atribuido las mejoras, casi siempre, a la novedad de la atención y a la preocupación,
desacostumbradas, por parte de aquellas personas que se hacen cargo de ellos. Pero su
mejor rendimiento refleja, de hecho, algo que va más allá de un incremento motivacional:
demuestra cambios en el mismo proceso de aprendizaje.
Un segundo punto esencial de la reforma educativa está en consonancia con los últimos
avances y es tan conocido como el refrán «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy».
Sise espera que el niño llegue a la edad preescolar, o incluso a la edad escolar, para
comenzar a prepararlo para el trabajo académico, desaprovechamos los años más impor-
tantes para el aprendizaje de toda su vida. Cuando está a punto de comenzar la etapa
preescolar, a los tres años de edad, su cerebro ya ha alcanzado de dos terceras a tres cuartas
partes de su tamaño adulto. A la edad de cinco años, cuando entra en preescolar, el cerebro
se ha desarrollado de tal manera, que el niño que no ha estado trabajando durante años los
abecés» básicos del aprendizaje se encuentra manifiesta si no irremediablemente retrasado
respecto de los demás niños. Un programa de reformas efectivo debería asegurarse, por lo
tanto, como primer objetivo, que todo niño que comience primaria tenga el imprescindible
nivel de atención y de comunicación y, a su vez, la capacidad de participar en las relaciones
con los demás. En el caso de las familias disfuncionales, este principio implica una
intervención precoz e intensiva. Para aquellos que afrontan importantes dificultades
perceptivas o procesuales, una evaluación precisa y la consiguiente terapia sería lo más
adecuado.
Esto nos conduce al tercer requisito para una reforma eficaz: el reconocimiento de que las
diferencias individuales son reales, existen y tienen gran importancia. Esto no significa que
algunos niños son normales, mientras que otros tienen una discapacidad para el aprendizaje.
Significa, más bien, que cada niño tiene una forma particular de integrar las sensaciones y la
información propias de su particular nivel evolutivo. Como hemos visto, los niños cambian sus
sensibilidades, sus disposiciones y sus actitudes de tal forma que, indudablemente, está
afectará a su disposición ante la escuela. El niño hipersensitivo, el niño ensimismado, el niño
provocativo, entre otros, cada uno de ellos afronta sus propias dificultades para satisfacer las
exigencias de la clase. Los niños también inician la escolaridad en unos niveles muy
diferentes en su proceso evolutivo. Algunos ya son capaces, entonces, de regular sus
conductas e incluso de reflexionar sobre sus pensamientos y sentimientos. Otros no alcanzan
es-tos logros hasta al cabo de algunos años o acaso nunca. Para lograr el máximo progreso,
cada niño necesita un aprendizaje que tenga en cuenta su nivel evolutivo.
Si los niños que han sido privados de las necesarias experiencias propias de su etapa
evolutiva deben tener una oportunidad para desarrollarse intelectual y emocionalmente,
tenemos que encontrarla forma para proporcionarles estas experiencias. Mantener junto un
pequeño grupo de niños, con el mismo profesor, durante unos cuantos años—un modelo
empleado, ahora, en algunos colegios privados— constituye una manera de construir unos
vínculos estrechos entre los niños y los adultos que se hacen cargo de ellos. Los entrenadores
de deportistas que trabajan estrechamente con jóvenes durante un largo período de tiempo
desarrollan unas relaciones similares. Los programas de tutoría serios en los que los adultos
se emparejan con niños individualmente o en pequeños grupos a los que ven, al menos, unas
cuantas veces por semana y, en el mejor de los casos, a diario, también han resultado
exitosos de cara a ese objetivo.` Al estar al frente de las vidas de estos jóvenes, ayudándoles
a hablar sobre los problemas cotidianos y a resolverlos, supervisando el rendimiento escolar,
introduciéndolos en nuevas y saludables experiencias y en las provechosas actividades
recreativas que ofrece la comunidad, haciendo gala habitualmente de una actitud interesada
y estimulante, estos mentores han ayudado a estimular el desarrollo de los niños.
Relaciones como éstas pueden surgir en las más diversas esferas organizativas, incluyendo
los programas extraescolares que compaginan la supervisión de los deberes con el ocio,
programas de radio para gente joven y grupos de jóvenes en el ámbito parroquial. Algunos
colegios que se especializan en el trabajo con niños de alto riesgo, asignan a cada alumno un
profesor o miembro del personal docente que pasa entonces, cada día, determinado tiempo
con él. Los colegios son, realmente, las instituciones mejor equipadas para llevar a cabo unos
programas de tutoría eficaces, por el papel tan central que desempeñan en la vida de los
niños.
Las relaciones de tutela funcionan mejor cuando se basan en compromisos formales que
los adultos aceptan a sabiendas. Si se sustentan exclusivamente en un gesto de buena
voluntad, los mentores podrían claudicar demasiado pronto si el niño se mete en pr oblemas
serios.
Como ocurre en cualquier relación educativa, el mentor necesita sintonizar con el nivel de
desarrollo del niño, seguir su pauta, implicarle en temas y actividades de interés y, quizá lo
más importante, perseverar incluso cuando el niño se vuelve agresivo o se retrae.
Los niños acogidos en programas de educación especial también necesitan estas
relaciones intensas y duraderas con personas adultas. De todas las áreas del ámbito
pedagógico, la educación especial ha sido la que, desde el punto de vista histórico, ha
mostrado un mayor conocimiento de la realidad y más ha resaltado la importancia de las
diferencias individuales. Como hemos visto, una labor experta por parte de unos profesores
formados para trabajar con estos hechos diferenciales a menudo permite que niños con
problemas tan serios como el autismo puedan tener éxitos académicos. A pesar de su interés
por satisfacer las necesidades de cada niño, el campo de la educación especial todavía resalta
poco la importancia de las relaciones afectivas en el proceso de aprendizaje. Se deben
rediseñar los programas para incorporar el enfoque evolutivo, requiriendo una interacción
muy intensa en grupos muy reducidos de niños. Describiré un programa de estas
características en un próximo libro.
También se debe revisar la vigencia de otros programas educativos. En los programas
actuales de educación especial, los niños que presentan deficiencias similares son a menudo
agrupados o bien dentro de su propia clase o, transversalmente, a través de todos los cursos.
Si bien constituye una forma eficaz para ofrecer unos servicios especializados, puede excluir a
los niños del aspecto más importante del desarrollo intelectual: la interacción con personas
diferentes.
Una disposición que tenga éxito en la integración de los niños con necesidades especiales
requiere, antes que nada, más recursos económicos, clases más reducidas y un
asesoramiento especializado para el profesor, que debe manejar una gama incluso más
amplia de habilidades, recursos y sensibilidades. Utilizar la integración únicamente como un
medio para ahorrar el dinero de la educación especial, convierte este objetivo tan loable en
una mera burla. En lugar de que los niños con experiencias y potenciales diferentes estén
todavía más juntos, sus padres se enfrentan entre ellos en un intento de obtener plenas
garantías de que sus hijos obtienen todo lo que necesitan de un fondo común insatisfactorio.
Si se llevaran a cabo estas reformas, los colegios serían unos lugares muy diferentes.
Pero, después de todo, ¿qué aspectos incitarían a una persona sensible a pensar que un niño
humano —descendiente de decenas de miles de generaciones de personas que pasaron sus
días trabajan-do, de forma activa, para garantizar su subsistencia— podría encontrar
apetecible estar sentado en una habitación con un adulto y con otros veinticinco niños o más,
durante seis horas al día, a lo largo de doce, dieciséis o dieciocho años? Nuestros
predecesores aprendieron actuando, asumiendo responsabilidades bajo la supervi sión estricta
de personas más experimentadas que podían impartir conceptos, conocimientos y
habilidades.
Una escuela estructurada de acuerdo con el modelo evolutivo haría trabajar a los niños en
estrecho contacto con los adultos, durante todo el día, con los profesores durante las clases
académicas y con tutores el resto del tiempo. En muchos casos, los profesores trabajarían
con los niños individualmente, o en grupos de dos o de tres. Actualmente, el sistema
educativo califica a menudo a aquellos niños que no pueden trabajar en grupo como
irrecuperables para la educación.
Pero ¿cómo se las arreglarán nuestros sistemas escolares, tan amordazados
económicamente, para reclutar a tantos adultos dispuestos a hacerse cargo de los niños,
como requiere el modelo evolutivo aplicado al campo de la educación? Si cada niño que lo
necesita dispone de un mentor, si cada niño que lo necesita trabaja en un grupo reducido con
un profesor, entonces la proporción entre niños y adultos debe cambiar radicalmente. No
obstante, como han mostrado muchos programas exitosos, muchos de los adultos no
necesitan ser especialistas en pedagogía. Los colegios pueden incorporar a padres, abuelos,
vecinos, personas jubiladas v otros miembros de la comunidad que pueden contribuir, du-
rante cierto tiempo, como voluntarios, haciendo las funciones de tutores o de ayudantes.
No obstante, incluso con la incorporación masiva de voluntarios, los extensos sistemas de
enseñanza públicos probablemente no puedan ofrecer a todos los niños un día entero de
instrucción intensa, unipersonal o en grupos reducidos, como la que se ofrece habitualmente
en los mejores colegios privados. Pero incluso los colegios con serios problemas económicos
podrían conseguir que cada niño pudiera recibir la atención plena de un adulto —un auxiliar o
quizá, incluso, un voluntario con formación, acaso un profesor— para una hora, más o
menos, de instrucción cada día. En estas circunstancias, incluso un niño como Henry acabaría
descubriendo cómo leer, calcular, escribir y, lo más importante, cómo aprender.
Unas actividades de grupo bien supervisadas podrían ocupar el resto del tiempo. Una
oferta de actividades constructivas y no gravosas darían a cada niño la oportunidad de tener
éxito en algo (o en muchas cosas) cada día. Música, teatro, deportes, ajedrez, artes plásticas,
grupos de de-bate, conversación en lenguas extranjeras, narración creativa, servicios
comunitarios, montar un pequeño negocio: cualquier tipo de actividad aportaría a los niños
experiencias que les ayudarían a adquirir las habilidades básicas del aprendizaje. En este
marco educativo, a los seis años de edad prácticamente todos los niños sabrían leer, muchos
de ellos franca-mente bien, muy al contrario del fracaso escolar tan común hoy en día. Todos
ellos habrían explorado nuevos ámbitos estimulantes. Ninguno habría padecido la angustiosa
amargura y la humillación que ahora alejan a tantos niños de las aulas. Si bien una escuela
de estas características, basada en unos principios procedentes del modelo evolut ivo,
transgrediría todos los criterios de normalidad que actualmente esclavizan tanto a los
profesores como a los alumnos, los rescataría para el auténtico aprendizaje.
Tenemos que afrontar, por lo tanto, una decisión muy clara. Podemos comenzar a
desarrollar todo el potencial de nuestros niños o continuar desechándolo en gran medida.
Podemos ofrecer una educación que respete y estimule las aptitudes de los niños o que las
rechace, y de paso también a ellos. Conceptos equivocados sobre el funcionamiento men tal
nos han avalado en la anterior trayectoria. Dados los resultados de las investigaciones más
recientes sobre la inteligencia humana, ya no tenemos excusa alguna para dejar que continúe
este despilfarro.
Para dar lugar a un cambio, tenemos que ofrecer algo más que un programa modelo aquí
y allá, dado que muchas de estas iniciativas innovadoras, especialmente en parvularios y en
los primeros cursos de primaria, han sido dignas de elogio. Los textos de Reuven Feuerstein,
Howard Gardner y Jim Comer, al igual que los consejos sobre los planes de estudio de
orientación evolutiva de la National Association for the Education of Young Children,
constituyen unos pocos ejemplos de modelos bien desarrollados E Pero este tipo de enfoques
dinámicos no han sido aprovechados por la inmensa mayoría de los colegios en los diferentes
ciclos.
Parte de la impenetrabilidad del statu quo se debe a los obstáculos administrativos,
burocráticos, políticos y financieros. En un nivel más profundo que estos problemas,
potencialmente solventables, se sitúa la persistente pero errónea creencia de que la
inteligencia y el afecto constituyen dos ámbitos separados de la experiencia. Por mucho que
los investigadores hayan acumulado datos irrevocables sobre el carácter adaptativo de los
sentimientos durante más de cien años, la escisión dualística entre la inteligencia y la
emoción, que se remonta, casi, a los orígenes de nuestra civilización, probablemente continúe
prevaleciendo hasta que la perspectiva evolutiva se comprenda y acepte plenam ente.
Un sistema educativo que se ajuste a las necesidades de nuestra sociedad está obligado a
reconocer los niveles evolutivos de los niños, a trabajar con las diferencias individuales y a
estimular las interacciones afectivas dinámicas. No necesitamos justificar estas interacciones
diciendo que forman parte de una instrucción en habilidades sociales, o de otros objetivos
deseables, que deberían permanecer, como sostienen algunos, dentro de la esfera familiar.
Su importancia ha quedado demostrada más bien por el hecho de estar estrechamente
entrelazadas con el proceso de aprendizaje.
Capítulo 1 1
Resolución de conflictos
y diferentes niveles mentales
Los niños nos pueden enseñar mucho sobre cómo no solucionar los conflictos. Mientras la
resolución de conflictos constituye una fuente inagotable de trabajo para la policía, abogados,
jueces, consejeros matrimoniales y diplomáticos, la mayoría de las personas la experimentan
por primera vez en la sala de juegos o en el patio del colegio. Después de todo, mu chos
contendientes, sean miembros de bandas, de bufetes de abogados, grupos étnicos o naciones
rivales, se siguen comportando como los niños que fueron en su día. Dos hombres maduros a
punto de perder los estribos por quién divisó en primer lugar el único taburete va-cío de la
barra del bar se parecen enormemente aun par de párvulos empujándose uno a otro por la
posesión de un coche de juguete. Un atleta profesional que se niega a ponerse su uniforme
de equipo si no igualan su sueldo al de un compañero de equipo actúa de forma tan
envidiosa como un niño de siete años que se queja de que otro niño ha disfrutado del mismo
juego más tiempo que él. Un delincuente juvenil que le propina un puñetazo a un transeúnte
cuya expresión juzga como irrespetuosa actúa, ante lo que le parece una humillación, de la
misma forma que un niño de tres años que le pone la zancadilla a un compañero de clase por
insultarle. Si bien otras emociones también encienden la discordia, esta tríada —avaricia,
envidia y humillación— da pie ala mayoría de los conflictos, sean riñas por la zona de juego o
guerras.
NIVELES DE DESACUERDO
No sólo las emociones implicadas, sino también las diferentes mane-ras de manejar los
conflictos tienen su origen en la infancia. Cuando los conflictos permanecen irresueltos, a
menudo calificamos la conducta in-transigente y mezquina del adversario como infantil. Quizá
la característica que diferencia de forma más evidente el planteamiento del niño —y de una
persona de cualquier edad que tiene dificultades para manejar los conflictos— del tipo de
actitud que consideramos madura es el recurso a la acción impulsiva, o a lo que
denominamos acción «concreta», más que a la capacidad reflexiva.
La conducta concreta tiene su origen en unos sentimientos traducidos, de forma
inmediata, en acción. Cuando una persona que ansía de ese modo desea algo, siente su
deseo como una realidad con derecho propio que le incita a actuar. Si ansía una golosina de
color rojo la coge, sin más. Un amigo o su marido la hacen enfadar, y p or lo tanto lo golpea
furiosamente. La promoción de un socio la hace sentirse celosa, por lo que difunde una
historia maliciosa sobre su rival. Para una persona estancada en este nivel, las emociones
fuertes no ofrecen otra alternativa que la búsqueda de la gratificación inmediata.
Una persona que actúa de modo reflexivo, por el contrario, se da cuenta de que sus
reacciones emocionales no existen de forma independiente, fuera de su cabeza. Sus
sentimientos carecen de poder, por sí mismos, para forzar cualquier acción concreta. Es
posible que desee una golosina pero, sabiendo que tiene que controlar su nivel de colesterol,
reflexiona sobre su deseo, lo modera y, en su lugar, elige una manzana. Un amigo o su
marido la hacen enfadar, ella expresa sus sentimientos de forma no amenazadora y restaura
la amistad. Los sentimientos de envidia aparecen cuando observa el éxito ajeno para, acto
seguido, entrevistarse con su superior para ver qué méritos puede hacer para ser ascendida.
Los sentimientos de una persona reflexiva indican la necesidad de reconocer una situación y
de modificarla, en lugar de desencadenar una acción concreta. No niega la existencia de sus
emociones, las utiliza corno punto de partida para enjuiciar los hechos. Más que conducirla a
la acción inmediata, los sentimientos ponen en marcha un proceso mental que evalúa la
mejor forma de actuar. Cuando dos personas que están seriamente enfrentadas entre ellas
acaban estallando, las posibilidades de restablecer su relación quedan mermadas. Esta
posibilidad únicamente existe cuando los debatientes pueden reaccionar de forma reflexiva
más que impulsiva, apreciar las necesidades y los deseos del otro y sopesar el curso más
álgido de la acción.
Las personas que tienen dificultades para resolver problemas también se parecen en otros
aspectos a los niños pequeños. Su tendencia a polarizar los asuntos, por ejemplo, les lleva a
distorsionar las experiencias y expresar sus puntos de vista mediante exigencias inflexibles,
eslóganes y rituales. Se ven a sí mismos como los buenos de la película, los defensores leales
de criterios justos. Sus adversarios, por definición, unos malvados que sólo piensan en sí
mismos, deben defender, por lo tanto, unos principios que encarnan el mal. Todo lo bueno
está de un lado, todo lo malo del otro. Esta actitud se puede observar en niños de tres años,
la edad en la que empiezan a echarle la culpa a los demás. «¡Él me pegó primero!», exclama
un pequeño entre sollozos olvidándose, oportunamente, de la «broma» que ocasionó el
primer puñetazo. Los hermanos más pequeños provocan con gran astucia a los mayores...
siempre que sus padres no los vean, por supuesto. Mientras la víctima inocente se desgañita,
el hermano o la hermana mayor es castigado por golpear primero.
En cuanto los contendientes de cualquier edad polarizan la situación, las posiciones se
endurecen y ofuscan cualquier percepción de que la otra persona también puede tener un
motivo de queja legítimo. Cada uno pasa por alto su propia contribución al incremento del
conflicto y se cree su propia versión vanidosa de los acontecimientos. La interpretación que
sobre las causas de la segunda guerra mundial se escucharon en Japón, por ejemplo, dejó
anonadados a los norteamericanos con sus proclamas victimistas y su desestimaci ón de lo
ocurrido en Pearl Harbor. El conflicto del Oriente Medio tiene su origen en una pasión vivida
de forma similar en ambos bandos y de la convicción respectiva de ostentar la verdad
absoluta. En los conflictos de pareja, ambos cónyuges olvidan su propio papel de
instigadores. Los padres, furiosos con sus hijos rebeldes y desagradecidos, a menudo se
olvidan de su propia contribución al conflicto familiar.
La polarización no sólo estimula la distorsión sino que, de hecho, la requiere. ¿Cómo, si
no, podría alguien que hubiera sopesado los argumentos de cada parte dejar de ver las
múltiples causas del conflicto? ¿Cómo podría alguien que tuviera alguna experiencia en la
vida pensar que una regla o determinado principio sigue estando vigente en cual -quiera de
las diferentes circunstancias posibles? ¿O que los motivos esgrimidos por alguien reflejan
siempre toda la verdad? ¿O que todo un colectivo repudiado de personas actúa siempre de
forma especialmente detestable? Este tipo de distorsiones y de visiones estereotipadas de la
realidad son fomentadas por lemas simplistas como el «Antes muertos que rojos» de los
partidarios de Mc Carthy y pueden dar lugar a terribles actos de terror ritualista, como los
llevados a cabo por hombres anónimos, vestidos con capuchas blancas, quemando, a
medianoche, una cruz en una pradera.
El pensamiento polarizado es propio de la expresión de odio hacia toda aquella persona
que pertenece a determinado grupo racial, nacional o religioso por razones de nacimiento.
Tanto las bandas juveniles como los ideólogos dividen el mundo en «nosotros» y «ellos».
Esta forma de pensar alienta creencias anquilosadas que cierran las puertas aun análisis
objetivo. «Todas las niñas son unas tontas», gritan los niños de tercero de primaria mientras
lanzan globos de agua a través del patio del colegio. Las frases hechas y los epitafios
abundan: «Yanquis, iros a casa», la noción del «peligro amarillo», la idea de que los policías
son unos «cerdos»... la lista es interminable. Los eslóganes borran todas las tonalidades
grises, los matices que se requieren para una valoración precisa de un individuo o de una
situación. Las respuestas ritualizadas impiden a las personas darse cuenta de que lo ven todo
en blanco o negro.
La polarización también alimenta la necesidad de ganar incondicionalmente. La única
solución satisfactoria consiste en la plena consecución de las exigencias más importantes. El
grupo A, por ejemplo, debe poseer toda la tierra prometida por Dios, conquistada para ellos
por su héroe legendario o habitada originariamente por sus gentes. El grupo B debe controlar
totalmente el gobierno, negando a sus adversarios la ocasión de ejercer el poder.
En las negociaciones, los partidos son capaces, a veces, de clasificar sus objetivos por
orden de prioridades, y descubren que ambas partes pueden alcanzar las metas más
ansiadas. Más a menudo, sin embargo, la resolución de conflictos implica algún tipo de
compromiso, dejando de lado cada partido alguno de los objetivos anteriormente calificados
de decisivos. En las negociaciones entabladas entre Israel y sus vecinos árabes, por ejemplo,
Israel puede estar dispuesta a devolver territorios conquistados en pasadas guerras de cara a
un acuerdo de paz y garantías de seguridad. Cada una de las partes obtiene algo y renuncia a
algo. Una resolución de estas características únicamente se puede presentar cuando las
personas responsables pueden dejar de lado la conducta impulsiva y la polarización. La
relación que establecen dos personas que están negociando un contrato, o dos vecinos con
ideas diferentes sobre la altura de la valla que debe separar ambas propiedades o qué tipo de
abono utilizar en sus campos, requiere tiempo para que ambas partes puedan reflexio nar y
comprender qué quiere alcanzar realmente cada uno de ellos.
La resolución de conflictos no es, sin embargo, una tarea exclusiva-mente cognitiva o un
cálculo racional de las diferentes opciones. También implica otras capacidades: tanto el
intento de comprender al otro como la sensibilidad moral tienen su origen en la superación de
los diferentes niveles del desarrollo emocional. La capacidad de una persona para manejar
conflictos es, en muchos aspectos, una variante natural de su conciencia ética o moral. La
resolución exitosa de conflictos requiere la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de
reconocer y asumir con delicadeza los objetivos de la otra parte. Resulta difícil ceder en
alguno de los objetivos si no se es capaz de comprender intuitivamente las razo nes por las
cuales la otra persona defiende sus intereses de forma tan intensa.
La capacidad para comprender a los demás, comparar su punto de vista con el propio y,
posteriormente, considerar diferentes vías de negociación, requiere algo más que perspicacia.
Muchas personas analizan a los demás y sus intenciones para intentarlos engañar. Este tipo
de manipulaciones perpetúan, más que resuelven, los conflictos. Un niño que compite con
otro por determinado regalo bajo el árbol de Navidad de la escuela puede poner una caja
vacía con preciosos lazos de adorno en el montón de regalos. Cuando regatea con el otro
niño, destaca el tamaño enorme de la caja que él ha aportado y sus llamativos lazos rojos.
Incluso le puede convencer de que no está permitido abrir su regalo hasta el final. No hace
falta decir que cuando el otro niño abre su caja y única-mente ve papel de seda, la tregua,
momentáneamente conquistada, habrá llegado a su final. Por absurdo que parezca este
ejemplo, el comportamiento descarado del niño es similar al de muchas negociacione s del
mundo empresarial o de las relaciones laborales.
Una resolución duradera de conflictos requiere un elevado desarrollo moral. Implica una
negociación delicada y equitativa de las necesidades reales de ambas partes. Una resolución
en la que ambos bandos ce-den un poco y obtienen algo a cambio requiere un considerable
grado de madurez por ambas partes. Individuos inmaduros pero codiciosos, por su parte,
pueden negociar, simplemente, para obtener mayores ventajas y no para resolver los
problemas de verdad. Estas «resoluciones» pocas veces perduran. El conflicto queda
apaciguado, temporalmente, hasta que una de las partes descubre que la caja está vacía.
Otro error común en la resolución de conflictos parte de la suposición de que las partes
implicadas tienen la capacidad de representar sus propios intereses a la vez que, de forma
simbólica, los intereses de los de-más. Las personas que no tienen esta capacidad
únicamente pueden expresar sus intenciones y sus deseos. Un niño que piensa que puede
obtener todo aquello que desea simplemente cogiéndolo, a menudo apenas puede imaginar
sus propias necesidades y sus deseos a través de un esta-do emocional abstracto, una
necesidad imperiosa, un anhelo o un deseo. Simplemente, se imagina lo que quiere. Aborda
el conflicto con la única preocupación de incrementar la probabilidad inmediata de obtener lo
que desea, no de reflexionar o de identificarse con las necesidades de los demás, lo que
podría llevar a una resolución duradera.
La tendencia a la polarización, la incapacidad de manejar los diferentes matices de grises y
las emociones sutiles o ambivalentes crean, en par-te, una dificultad adicional a la hora de
resolver conflictos. Los sentimientos de tristeza y de desorientación acompañan, a menudo, a
la sensación de alivio y de satisfacción por haber completado de forma exitosa las
negociaciones.
Aquellos que actúan según la ley del todo o nada tienen grandes dificultades para aceptar
estas áreas grises, por cuanto el alcance de algún acuerdo otorga a ambas partes al menos
algo de lo que deseaban pero, al mismo tiempo, deja también a ambos un regusto
ciertamente amargo. El hecho de que una salida del conflicto es mejor para ambos que la
continuidad del mismo se pasa completamente por alto. La capacidad de tolerar la pérdida y
el desencanto sin coger un berrinche ni caer en la depresión constituye una capacidad mental
evolucionada. Esta capacidad tiene sus raíces en los primeros cinco años de vida, si bien no
se desarrolla plenamente, ni en el mejor de los casos, antes de los nueve, los diez o incluso
los doce años. Muchas personas se esfuerzan toda su vida por adquirirla.
Matrimonio
EL CONTRATO OCULTO
El PAQUETE SORPRESA
El vínculo que mantiene unidas a las parejas en la primera fase de su relación amorosa
suele ser un sentido del bienestar y la seguridad que cada uno siente en presencia del otro,
una sensación que recuerda aquellos sentimientos que ambos pueden haber experimentado
de pequeños y que, consciente o inconscientemente, desean recuperar. En su paso a través
del noviazgo hacia el matrimonio, la pareja codifica este intercambio de satisfacciones y
gratificaciones en un contrato no oficializado. Las razones que, en un principio, les hicieron
fijarse el uno en el otro, constituyen expectativas implícitas grabadas en la psicología de
ambos.
Como otras muchas parejas, George y Atice alcanzaron durante su noviazgo, sin saberlo,
un equilibrio entre la necesidad de atención por parte de él y la de protección por parte de
ella. Cuando comenzaron a vivir juntos después de la boda experimentaron, no obstante, un
pequeño cambio. Ambos comenzaron a darse cuenta de las condiciones asociadas al
intercambio. El deseaba que ella aportara afecto y atenciones, pero sin lo que le parecían
intrusiones emocionales. Ella deseaba seguridad y la valoración de sus esfuerzos, pero no una
relación en la que las atenciones transcurrieran siempre de forma unidireccional.
Todo ser humano tiene rasgos al margen de los que cautivan a un compañe ro romántico.
Todos somos un complejo conjunto de atributos y de propiedades —deseos, creencias,
hábitos y recuerdos—, algunos de los cuales serán compatibles con los del compañero, pero
otros no. Junto con los rasgos que se compaginan perfectamente, los individuos aportan a la
relación otros que se ajustan menos o que incluso chocan frontalmente. Es absurdo que
alguien piense que otra persona debería encarnar únicamente aquellas características que él
o ella desea o necesita. Y, sin embargo, bajo la poderosa mitificación del amor romántico, eso
es justamente lo que muchos de nosotros hacemos. El deseo de George de sentirse apoyado
emocionalmente se vio acompañado por el resentimiento de una intromisión vivida como
controladora. Junto con el placer de Alice por mostrar interés y consideración, apareció el
sentimiento de que, a veces, ella también merecía que la tuvieran en cuenta. Pero ni George
ni Atice estaban dispuestos a aceptar tanto lo bueno como lo malo. La convivencia diaria les
hizo ser más conscientes todavía de los factores menos deseables de todo el paquete que
inicialmente habían ignorado. Comenzaron las peleas. ¿Por qué tenía que saber ella todos los
sitios a los que iba él? ¿Por qué no se podía mostrar él más cariñoso con ella? Olvidándose de
las características positivas que les habían llevado a estar juntos, comenzaron a dar éstas por
sentado para quejarse de los supuestos defectos del otro, los cuales, más que importantes
deficiencias caracteriales, eran aquellos aspectos de la personalidad que habían quedado
fuera del contrato original. Y el malestar de la pareja inició su andadura.
Cuando, primero un hijo, y posteriormente un segundo, ampliaron la familia, las fricciones
se intensificaron cada vez más. Los niños y sus exigencias modifican la naturaleza y el
equilibrio de cualquier pareja. Un cambio de estas características requiere una renegociación
completa de los diferentes roles y las responsabilidades. George y Alice, no obstante, se
tambalearon en busca de un nuevo equilibrio sin saber lo que les esperaba. La educación de
los chicos satisfizo ampliamente la naturaleza esencialmente maternal de Alice, pero la
agotaba, tanto física como mentalmente, de tal manera que las atenciones para con George
fueron cada vez menos frecuentes. Mientras tanto, cuando uno de los niños, hambriento o
espantado por una pesadilla, comenzaba a gritar a las tres de la madrugada y Alice acudía
para tranquilizarlo, se dio cuenta de que también ella deseaba a alguien que la cuidara.
George también constató que el contrato inicial comportaba limitaciones. Su función de
hombre arreglalotodo, que aportaba decisión y seguridad, era cada vez menos fiable al
asumir nuevas responsabilidades, incluyendo las horas extra para pagar el incremento de los
gastos familiares y para compensar la disminución de ingresos al trabajar Alice, únicamente,
media jornada. Nadie cambiaba las bombillas y el coche permanecía estropeado más tiempo
del habitual. Más ocupado y más cansado, obteniendo menos apoyo emocional y mayores
exigencias por parte de Alice, George la deseaba cada vez menos y estaba cada vez más
resentido con ella. Sus relaciones sexuales fueron disminuyendo a medida que él se fue
retirando emocionalmente de su esposa y comenzó a satisfacer parte de sus necesidades
afectivas pasando más tiempo con sus hijos.
Las parejas que realizan la transición hacia la parentalidad de forma satisfactoria alcanzan
un nuevo equilibrio entre sus necesidades y sus satisfacciones. Incapaces de dar y de recibir
la misma atención conyugal que antes, los miembros de la pareja satisfacen a menudo sus
necesidades de bienestar, de sentirse competentes y realizados, observándose mutua -mente
en el amor y en las atenciones que profesan a los niños o disfrutando del desarrollo saludable
de los mismos. El nuevo equilibrio amplía su rol y la definición de su persona, pasando de ser
simplemente esposos a compañeros que comparten las responsabilidades parentales.
George y Alice, por su parte, no llegaron a establecer un nuevo con-trato que resultara
satisfactorio para ambos. En su lugar, cada uno de ellos fue acumulando quejas a título
personal. Más que darse cuenta de que su mutuo malestar estaba relacionado con los
cambios propios de la transición de una pareja de novios, en primer lugar, a pare ja casada y,
posteriormente, a una familia con hijos, cada uno echaba la culpa de su propio dolor a los
defectos del otro. Atice se sentía desatendida, y no sólo echaba de menos la protección que
necesitaba para sentirse segura sino también, ocasionalmente, la intimidad propia de la vida
sexual. George se sentía desconsolado, abandonado incluso. La insatisfacción y la crispación
crónica fueron en aumento. Tanto George como Alice dieron por sentado que, al haberse
desvanecido los sentimientos amorosos del inicio, otro tanto había ocurrido con el cariño y el
interés que sentían el uno por el otro. Se declaró la guerra fría, salpicada con puntuales
batallas cada vez más frecuentes.
La triste trayectoria descendente que experimentan George y Alice es compartida por
innumerables hogares norteamericanos cada año. De forma parecida, millones de parejas se
encuentran a sí mismas atrapadas por el conflicto en cuanto cambian sus circunstancias y sus
contratos no explícitos, en un principio, quedan desfasados. Si el destino añade a estas
tensiones normales otras de mayor gravedad —un niño con una importante discapacidad
física o con un retraso evolutivo, una enfermedad grave o un fallecimiento en la familia,
descalabros económicos, desastres naturales, un traslado lejos de la familia y de los amigos,
o cualquier otra de las múltiples dificultades o desgracias que pueden afectar a las personas —
entonces la posibilidad de malentendidos y de conflictos puede aumentar. La probabilidad de
que una pareja enfrentada pueda recuperar el acuerdo tácito al que llegaron en su día
disminuye de forma proporcional.
¿Por qué personas sinceras y preocupadas fracasan cuando se trata de revisar sus roles y
sus expectativas? En el capítulo anterior, anticipamos los motivos por los que los conflictos
permanecen irresueltos. La resolución satisfactoria de los mismos requiere que ambas panes
sean capaces de comprender las necesidades propias y las de la otra persona, que puedan
expresar estas necesidades a la vez que tolerar los sentimientos de pérdida y de desencanto.
Muy pocas resoluciones de conflictos satisfacen todas las de-mandas de ambas partes. Las
resoluciones que perduran satisfacen, sin embargo, los deseos y las necesidades de ambos
bandos en grado suficiente para poder ver las renuncias y las ganancias como un intercambio
equitativo. Elaborar un convenio de estas características, especialmente en la carga -da
atmósfera emocional de un matrimonio, requiere que los dos miembros de la pareja sean
capaces de sintonizar entre ellos v de reflexionar sobre sus sentimientos, habilidad de la que
muchas personas pueden carecer.
Cuando no se alcanza un acuerdo nuevo en el que basar el matrimonio, el conflicto
polarizado, como el que se desarrolló entre George y Atice, resulta inevitable. En su
matrimonio, la hostilidad y las tensiones se fueron acumulando. A Alice la traicionaba su
habitual templanza y gritaba a George cuando la decepcionaba. Él respondía retirándose, a
veces literalmente, abandonando las conversaciones. Ninguno de los dos podía aventurarse a
ceder ni siquiera un poco de terreno. Cada uno culpaba al otro de la ruptura comunicacional.
A la luz del modelo evolutivo, el triste rompecabezas de George y Ali ce resulta mucho
menos enigmático. No consiguieron llevar a cabo la re-negociación que hubiera sido necesaria
para salvar su matrimonio, dado que no alcanzaron el nivel emocional necesario para resolver
sus conflictos. Como les ocurre a muchas personas que se encuentran atrapadas en disputas
dominadas por el rencor, nadie tuvo en cuenta una posibilidad evidente: que el compañero
enfurecido e inflexible no carece del deseo, sino de los medios para actuar de una forma que
facilite la reconciliación.
Cuando los contendientes no pueden llegar a un acuerdo, los observadores suponen a
menudo que una simple predisposición negativa obstruye el camino. Creen, ciertamente, que
al menos una de las partes (si no ambas) no quiere ponerse de acuerdo; al menos una carece
del interés, de la motivación o de la voluntad necesarios para encontrar puntos en común. A
los participantes, convencidos todos ellos de su deseo de querer salvar la situación, les
parece lógico constatar que es la otra parte la que se muestra intencionadamente terca y
poco razonable. Estas sospechas, sin embargo, únicamente hicieron más profundo el
desencanto de George y de Alice.
Cada uno sabía que el otro había crecido en una «buena» familia. Cada uno sabía que el
otro había disfrutado de una relación responsable y- amorosa. Lo que no sabían George y
Alice es que no les faltaba honestidad ni interés por su familia, sino las habilidades reflexivas
de alto nivel requeridas para llevar a cabo la deseada renegociación. Durante su infan cia,
ninguno de los dos había experimentado esa clase de interacciones que les hubieran
permitido adquirir estas habilidades. Ambos provenían de familias unidas, no gracias a un
esfuerzo continuado por encontrar una nueva estabilidad, sino por las rígidas medidas
disuasorias y sancionado-ras del divorcio, tanto religiosas como sociales. Ambos, realmente,
se habían criado entre adultos que, aun siendo personas buenas y cariñosas, no habían
superado apenas el nivel del pensamiento emocional polarizado. En el contexto actual, en el
que los roles de género son enormemente cambiantes, la reestructuración que necesitaba la
relación de George y Alice requería la capacidad natural de aceptar el compromiso y, por
consiguiente, los diferentes matices y tonalidades de su matrimonio.
A medida que se van acumulando las frustraciones, otro tanto ocurre con los signos
externos de una situación cargada de tensiones irresueltas. Las peleas y las discusiones se
multiplican. Aumentan la pasividad y el retraimiento, al igual que el negativismo y el
ensimismamiento. Ambos miembros de la pareja pueden aturdirse o volverse temerosos, o
incluso experimentar ciertas dolencias físicas, como irritación de garganta o abdominalgias.
Cada parte hace todo lo posible para avanzar su propia posición, y prácticamente nada para
que la pareja pueda avanzar hacia la reconciliación.
George y Alice no pudieron sobrevivir como pareja, a pesar de lo in-tenso de su primer
amor, a pesar de todas las satisfacciones que les comportó su relación y a pesar de todas las
buenas intenciones que ambos trajeron al matrimonio, por encontrarse atascados en un nivel
del desarrollo emocional que imposibilita un tratamiento maduro del conflicto. Ninguno podía
expresar o tolerar sus sentimientos de dolor, pérdida o decepción, de tal manera que ambos
actuaban ante sí mismos sin pararse a reflexionar. Ninguno era capaz de ver las virtudes y los
defectos del otro simultáneamente. A medida que las imágenes que tenían uno del otro se
fueron polarizando, comenzaron a acusarse mutuamente de malicia y de traición. Ni el uno ni
el otro se dieron cuenta de que los motivos de queja del compañero tenían cierto punto de
razón y herían tanto como los propios. Aun siendo adultos, desde el punto de vista emocional
ambos funcionaban de forma más parecida a los niños.
Los problemas que tuvieron George y Alice, tan frecuentes entre las parejas hoy en día,
tienen su origen en otra circunstancia interesan-te: las personas tienden a elegir compañeros
sentimentales de su mismo nivel evolutivo. Una vez han comenzado las dificultades mar itales,
a me-nudo se sienten superiores al cónyuge, quejándose de su patanería e in-sensibilidad, o
de que ella es insoportablemente emotiva y entrometida. La experiencia clínica sugiere, sin
embargo, que las parejas interactúan, habitualmente, en un nivel evolutivo compartido por
ambos.
Imaginemos una escena familiar en la que el marido que llega del trabajo a casa se
encuentra con que la cena no está preparada y su esposa está colgada del teléfono. El la
insta a darse prisa; ella cuelga y estalla en lágrimas. Cansado y en espera de alguna
justificación, se retira a la sala de estar, pone en marcha el televisor y se instala ante el
mismo, ignorando las peticiones de ella respecto a que la escuche. Ella vuelve a la cocina y,
finalmente, llama a la familia para la cena. El comienza a comer y, a mitad del plato, intenta
romper el asfixiante silencio. «Muy buenas estas albóndigas», comenta.
Alentada por ello, su esposa contesta «Gracias» y comienza a contarle que se había
retrasado por la llamada de una amiga íntima, desesperada, que se acababa de enterar de
que podía tener cáncer de mama.
«Eso es horrible», dice él.
«Lo sé», contesta ella. «Lo siento por ella. ¿Y si me pasara a mí?»
A continuación eluden este tema tan inquietante y hablan sobre asuntos más cotidianos.
En la puerta contigua, el marido también vuelve a casa y se encuentra a su esposa
telefoneando y con la cena por hacer. Ella detecta su mirada de fastidio cuando entra en la
cocina y le dice, mientras tapa el micrófono del auricular con la mano: «Lo siento, las cosas
van un poco desorganiza-das esta noche. Sé que tienes hambre, pero esto es importante.
¿Por qué no coges algo de queso, unos cuantos crackers y te vas a ver las noticias?».
Dándose cuenta del tono serio de su voz, su esposo asiente y se dirige a la cocina.
Posteriormente, durante la cena, explica: «A Betty le acaban de decir que puede tener cáncer
de mama. Está desesperada. Estuve con ella al teléfono durante casi una hora. Es realmente
espantoso. Tiene aproximadamente mi edad y, al parecer, ¡le ocurre a tantas personas! Sin
darme cuenta, me olvidé de la cena».
«No es de extrañar que estés preocupada. A mí también me aterroriza escuchar estas
cosas. Betty es muy joven para algo así. Puedo fregarlos platos si quieres ir a verla.» El
marido se da cuenta de que el tema central no es únicamente su preocupación por la amiga,
sino su ansiedad al tomar conciencia de que también ella podría padecer la enfermedad.
La primera pareja comparte su vida, evidentemente, en un nivel en el que impe ra la
acción concreta; la segunda, en un nivel donde predomina el razonamiento emocional
reflexivo. Cuesta imaginar la convivencia duradera de un miembro de una de estas parejas
con otro de la otra: sus estilos comunicacionales, tan extremadamente difere ntes, esta-
blecerían un margen muy escaso sobre el que construir su mutuo entendimiento emocional.
Las respuestas reflexivas, razonadas y sensibles de uno, desconcertarían a alguien
acostumbrado a las respuestas comportamentales, mientras que las acciones concretas,
impulsivas, de este último, pondrían furiosa a una persona acostumbrada a razonar las si -
tuaciones emocionales.
Las personas tienden a escogerse unas a las otras según los respectivos niveles de su
desarrollo emocional, por muchos motivos que van más allá del matrimonio, dado que las
personas que operan en diferentes niveles es como si hablaran idiomas extraños. Mucho se
ha escrito a lo largo de los últimos años sobre las diferencias emocionales y comu nicacionales
entre los dos sexos, pero los efectos debidos a las diferencias en los niveles evolutivos son
considerablemente mayores. Las personas que se encuentran muy alejadas desde el punto de
vista evolutivo tienen, de hecho, muy poco que decirse. Una persona que se encuentra en el
nivel de la conducta concreta no piensa en términos de cómo se siente, sino de qué hace.
Una esposa preocupada, o una cena retrasada, no le llevan a expresar sentimientos de
decepción, desaprobación o en-fado; en su lugar, pone mala cara, contraataca o niega las
muestras de afecto. Una persona con ideas emocionales, por su parte, puede captar las
señales no verbales e imaginarse lo que la esposa angustiada puede estar sintiendo.
Múltiples razones explican por qué las personas se sienten atraídas por las de su mismo
nivel de desarrollo emocional, Conocer a alguien que opera en nuestro mismo nivel despierta,
a menudo, un sentido de complicidad y de entendimiento profundo que contribuye a
fomentar la amistad o la relación amorosa. La otra persona comprende intuitivamente sus
señales y referencias. Su compañero considera su tendencia a pasar a la acción, o a buscar
significados y relaciones entre los diferentes motivos e ideas, como la cosa más natural del
mundo. Muy al principio de su relación, tanto George como Atice se sintieron muy a gusto
con la pre-dilección del otro por la acción y el pensamiento polarizado: irónicamente, justo las
mismas cualidades que, finalmente, echaron a perder su matrimonio.
La tendencia de los cónyuges a compartir similares niveles emocionales no significa que
tengan personalidades parecidas. De hecho, ocurre más bien todo lo contrario. La inmensa
mayoría de nosotros elegimos parejas cuyas personalidades complementen las nuestras.
Tanto la cariñosa y atenta Alice como el reservado y competente George tenían rasgos
emocionales de los que carecía el otro. Dos personas tímidas, o dos personas
extremadamente sociables, dos personas pasivas o dos acusada-mente competitivas, a
menudo acaban interrumpiendo su relación afectiva antes de llegar a pensar en el
matrimonio. Una pareja de parlanchines alegres y extrovertidos competirían sin cesar por el
mismo escenario y cada uno de ellos echaría de menos un público entregado que convir tiera
el arte de hablar en una diversión. En el caso de dos personas silenciosas y competitivas,
ninguna dará los pasos sociales y emocionales necesarios para confirmar su relación. Dos
compañeros exageradamente pulidos y meticulosos pueden iniciar una carrera frenética hacia
el perfeccionamismo extremo. Una pareja en la que ambos tienden al desorden y a la
desorganización descubrirán que las pequeñas cosas de su vida se acabarán desvaneciendo
en el caos.
Realmente, la felicidad de encontrar a alguien que complemente la propia forma de ser,
que aporte esa pieza que le falta a la vida y a la personalidad propia y que confiera, así,
renovado placer y seguridad, forma parte de la «química» de la pasión amorosa. La relación
nueva re-memora, por lo general, una relación mantenida anteriormente con un padre o una
madre que también aportaba aquellos rasgos emocionales de los que carecía el individuo,
recreando, así, un estilo interactivo familiar.
Una relación amorosa perdura raras veces cuando ambos miembros de la pareja se
parecen mucho; no pueden darse uno al otro ese sentido fascinante de la plenitud emocional.
La emotividad de Atice permitía a George sentirse vivo; la impasibilidad de George hacía que
Alice se sintiera protegida. Pero el hecho de que las personalidades de dos indivi duos tengan
una estructura diferente no implica que funcionen, también, en diferentes niveles
emocionales. Como vimos anteriormente, la organización mental de George y Alice estaba
centrada, básicamente, en los aspectos conductuales y en una forma de pensar polarizada,
más que en ideas abstractas o en la costumbre de reflexionar sobre sus sentimientos.
Violencia y privación
De todos los temas que nos preocupan actualmente, no hay ninguno que constituya una
amenaza mayor para nuestra tranquilidad doméstica que el ingente sufrimiento que afecta a
las familias más pobres de nuestras principales ciudades. Los norteamericanos conocen este
problema lamentable por diferentes nombres, todos ellos familiares desde hace años por las
diferentes portadas de los periódicos, las noticias emitidas por la radio y el miedo que
experimentan las personas que habitan en ciudad en sus vidas cotidianas. Lo vemos en las
estadísticas sobre violencia, crímenes, adicción a las drogas, índices de abandono es colar,
desempleo crónico, el desmoronamiento del centro de las ciudades, la crisis c la asistencia
social, los embarazos entre adolescentes, la desintegración familiar. Fundamentalmente,
todos estos problemas proceden de un único mal: el amplio número de familias
absolutamente incapaces de forro, a sus hijos emocional e intelectualmente para que lleguen
a ser miembros productivos de la sociedad.
En cualquier nivel socioeconómico, se observan disfunciones grave No obstante, en una
pequeña proporción de las familias más pobre de los Estados Unidos las desventajas
inherentes a la pobreza se puede unir a otras dificultades para crear un entorno en el que los
niños tienen escasas posibilidades de adquirir las habilidades emocionales e intelec tuales
necesarias para tener éxito en la vida. Los resultados son sorprendentemente
desproporcionados: la mayoría de los jóvenes que abandonan el colegio y son incapaces de
obtener un empleo estable proceden de tal vez sólo un cinco por ciento de familias pobres. Y
así también los hombres despiadados que siembran el terror en nuestras calles; los toxi -
cómanos enganchados que alimentan, a menudo a través del crimen o la prostitución, una
amplia y sangrienta industria; las adolescentes solteras que traen al mundo bebés a los q ue
no pueden atender en absoluto; los niños maltratados y abandonados que repiten su
recorrido entre familias caóticas, instituciones públicas y hogares de acogida; los padres que
atormentan a estos desgraciados jóvenes; los residentes de nuestras prisiones y de nuestros
hospitales mentales.
La gran mayoría de las familias que luchan contra la pobreza, sea con o sin ayuda social,
consiguen transmitir valores positivos a través de una educación llena de afecto. Pero un
pequeño porcentaje continúa, gene-ración tras generación, llenando la vida de sus hijos de
privaciones y de dolor y vertiendo sobre la sociedad otra oleada de jóvenes amorales, de -
sarraigados, condenados a seguir poblando una clase social que se autoperpetúa.
La finalización de este ciclo de desolación y desesperación, y las terribles consecuencias
que acarrea, es uno de los asuntos políticos más importantes de nuestra época. El miedo a la
delincuencia condiciona la vida de muchas comunidades, convirtiendo a ciudadanos honrados,
especialmente los de mayor edad, en prisioneros recluidos detrás de puertas blindadas y
ventanas reforzadas Cada vez más ciudadanos normales reclaman el derecho a llevar armas
reglamentarias. Un número relativa-mente pequeño de hombres jóvenes y asociales,
responsables de desmanes pandilleros, homicidios por atropello, navajazos mortales por una
cazadora o unas zapatillas deportivas, robo de coches y vagabundeo, ha privado realmente a
los demás conciudadanos de la libertad y del sentido de la seguridad que hacen posible la
vida urbana.
Dado que esto no siempre ha sido así en nuestras poblaciones y ciudades, y dado que en
la mayoría de ciudades europeas, incluso canadienses, no existe un nivel parecido de
violencia, debemos suponer que las soluciones existen. De hecho, desde todos los puntos del
espectro político llueven propuestas que garantizan el éxito: leyes más estrictas, demandas
de puestos de trabajo, orfanatos, formación laboral, campamentos de trabajo, asistencia
social, limitación de horarios, custodia subvencionada... Es bastante improbable, no obstante,
que cualquier pro-grama de gobierno pueda curar una patología tan hondamente arraigada e
intratable como ésta. El individuo violentamente antisocial no surge del vacío, sino que
representa únicamente el síntoma más notorio de la gravísima penuria social responsable de
otros muchos problemas: gente joven que no puede estudiar ni trabajar, deprimida, pasiva,
potencial-mente suicida o con alguna otra enfermedad mental, o que se destruye a sí misma
y a su futuro a base de alcohol o drogas. Sólo la comprensión profunda de las raíces de una
patología tan grave nos puede llevar hacia las soluciones. Existe, por supuesto, una extensa
bibliografía sobre los factores evolutivos, familiares y comunitarios, asociados a la violencia y
al crimen. La perspectiva evolutiva aporta su visión esclarecedora.
Se solía pensar que era el nivel educativo de los padres, más que sus aptitudes
emocionales, lo que mejor predecía la inteligencia de un niño. Las pruebas no podían
desgranar si las puntuaciones del Cl reflejaban la predisposición genética, los hábitos de
lectura y de conversación en casa, el grado de tensión económica entre los miembros de una
familia, el acceso a las fuentes educacionales o culturales, la capacidad de satisfacer ne-
cesidades emocionales o una combinación de todo ello. No obstante, en una investigación en
la que participamos Arnold Sameroff, de la Universidad de Michigan, y yo, junto a otros
colaboradores, se llegó a la conclusión de que los factores de riesgo emocionales,
independientemente de la clase social o de la educación de los padres, se correlacionan con
los resultados cognitivos a lo largo de la infancia: Además, cuando los facto-res de riesgo
emocionales se añaden a otros de tipo económico o social, detectamos que niños
procedentes de familias con cuatro o más factores adversos, como padres deprimidos o
drogodependientes, un clima emocional tenso, nivel cultural bajo, escasos medios económicos
y un bajo nivel social u ocupacional, tienen veinticuatro veces más probabilidades de obtener
unas puntuaciones inferiores a 85 en su CI que los niños provenientes de familias con sólo un
factor desfavorable. Hijos de familias más favorecidas puntuaron, de forma casi generalizada,
en los niveles normales y superiores. Tal como cabía esperar, los niños procedentes de
familias plagadas de dificultades mostraron, asimismo, un mayor núme ro de problemas
comportamentales. Los estudios de seguimiento de es-tos niños a la edad de trece años
confirmaron estos hallazgos.
En un estudio destinado a diferenciar aquellos aspectos de las acciones y actitudes de
educadores o familias que marcan la diferencia, la manera en que los adultos responden a las
señales emocionales y sociales del niño resultó ser decisiva.' Los adultos que participan en
exploraciones conjuntas y que interpretan bien las intenciones y los deseos del niño tie nen
mayor capacidad para estimular la inteligencia que aquellos que se muestran pasivos o
excesivamente directivos. Dejar que el niño lleve la iniciativa, interpretar y responder a sus
expresiones emocionales, más que ignorarlas o responder de forma negativa, también son
cosas que se correlacionaron con la inteligencia.
Déjenme resaltar, una vez más, que la pobreza por sí misma no explica las ruinas
humanas de las clases más bajas; innumerables personas que han crecido en condiciones de
pobreza llevan unas vidas satisfactorias y responsables. Tampoco lo explica la
monoparentalidad, una conmoción social, el racismo o cualquiera de los muchos fact ores
comúnmente responsabilizados de ello. Las víctimas de estas desgracias han conseguido, casi
siempre, actuar como ciudadanos honrados y productivos.
Los niños gravemente dañados que están causando actualmente tan-tos problemas
proceden de familias atrapadas en una tupida red de complicaciones. En estas familias
multiproblemáticas, los padres no con-siguen llevar a cabo sus más elementales obligaciones.
Las realidades cotidianas con las que se encuentran los niños de estas familias incluyen unas
madres muy jóvenes e incompetentes, adictas muchas veces al alcohol o a las drogas,
gravemente deprimidas, o todo ala vez; un trato vio-lento, abusivo e inconstante; carencias
materiales y privación emocional; padres ausentes o parejas conflictivas y opresivas;
inestabilidad social y peligro físico.
La combinación de estas condiciones multiplica, en gran medida, la posibilidad de que el
niño crezca sin que pueda abarcar las complejidades de nuestra sociedad, cada vez más
tecnificada, encontrar y mantener un empleo o educar a sus propios hijos de forma
responsable. En esta fracción problemática de la población, que acabamos de describir, mu -
chas familias padecen más de una de estas carencias. La mitad de todas las mujeres
encarceladas, por ejemplo, no son los únicos miembros de su familia que están entre rejas.
Una tercera parte tiene unos padres con problemas de abuso de alcohol o drogas. Un estudio
longitudinal sobre madres de alto riesgo y sus hijos puso al descubierto que dos terceras
partes de las mujeres habían sufrido maltrato físico o sexual o abandono manifiesto durante
su propia infancia; para la mitad, el abuso por parte de los miembros de la familia o de los
compañeros sexuales tuvo continuidad en la vida adulta.
Es lógico que niños con estos antecedentes muestren déficit en cualquier etapa y en todos
los aspectos de su desarrollo, lo que crea seres in-competentes para aprovechar las
oportunidades que ofrece la sociedad. Como vimos en el capítulo 10, estos jóvenes fracasan
precozmente en el aprendizaje académico, basado en la lectoescritura, y abandonan la es-
cuela. No aprenden las habilidades más elementales —puntualidad, gratificación no
inmediata, modales convencionales— necesarias para obtener trabajo. A medida que avanzan
hacia la edad adulta, les van faltando los títulos y los documentos necesarios para poder
seguir los cauces correspondientes que permiten una progresión ascendente, como son el
servicio militar o una formación profesional. Dado que los caminos que permiten alcanzar
normalmente el estatus de adulto independiente que-dan excluidos, tienen que volver a echar
mano de los recursos insuficientes de sus vecindarios: actividades delictivas, tráfico de
drogas, prostitución, dependencia de la asistencia social.
Todas las derrotas posteriores surgen de estas carencias tempranas, que, a su vez,
derivan de la privación y desolación emocional de sus primeros años. Dado que no tuvieron
un adulto competente que les aten-diera o que estuviera en disposición de educarles, estos
niños no pudieron superar los niveles evolutivos de la organización mental. Muy frecuente -
mente, no son capaces de regular su atención. No tienen confianza en sí mismos y
únicamente se relacionan superficialmente con las demás personas. Comunican sus
sentimientos y sus deseos de forma muy precaria, tanto verbal como no verbalmente, y
actúan de forma impulsiva. Sus vidas interiores son pobres, desprovistas de imaginación. No
saben cómo interpretar las señales emocionales de los demás, ni tienen capacidad para
soportar pérdidas o frustraciones.
En resumen, estos niños han sido privados de los aprendizajes que resultan de las
relaciones emocionalmente intensas de la infancia. Sus familias caóticas no han sabido
cumplir con sus obligaciones más elementales: aportar protección física, estabilidad
emocional, un afecto y unos cuidados persistentes. Sin una intervención drástica, el tipo de
educación que podría satisfacer sus crecientes necesidades evolutivas constituye un lujo
inasequible, incluso inimaginable.
ENGENDRANDO VIOLENCIA
Los requisitos para un desarrollo sano no son nada misterioso ni complicado. En 1993,
tuve el privilegio de presidir un debate entre un grupo de destacados clínicos c investigadores
para ver si, a pesar de nuestros diferentes intereses y nuestras orientaciones teóricas
discrepantes, podíamos consensuar un conjunto de principios básicos con el fin de orientar
las iniciativas que aportan ayuda a los niños de alto riesgo, para la década de los noventa y
posteriores. Tomaron parte en la reunión Kathryn Barnard, T. Berry Brazclton, Urie
Bronfenbrenner, Eugene Garcia, Irving Harris, Asa Hilliard, Sheila Walker y Barry Zuckerman.
Para nuestra agradable sorpresa, convinimos, de forma bastante rápida, en sie te principios
que reflejan los requisitos necesarios para una adquisición bien fundada de las etapas
evolutivas descritas en la primera parte del libro.
En primer lugar, los niños necesitan un entorno seguro y digno de confianza que incluya,
al menos, una relación estable, predecible, tranquilizadora y protectora con un adulto, no
necesariamente un padre biológico, que haya asumido un compromiso personal, a largo
plazo, de cara al bienestar del niño en la vida cotidiana, y que tenga medios, tiem po y
cualidades personales para llevarlo a cabo. La riqueza y una buena formación académica no
se encuentran entre estas cualidades; los facto-res esenciales son madurez, responsabilidad,
capacidad de reacción, una actitud comprensiva y dedicación.
En segundo lugar, unas relaciones formativas y coherentes con los mismos educadores,
incluyendo al primero de ellos, en las primeras etapas de la vida y a lo largo de toda la
infancia, constituyen las piedras angulares de la capacidad tanto intelectual como emocional,
permitiendo al niño establecer unos vínculos profundos que le llevarán a sentirse parte de la
humanidad y desarrollar, finalmente, un sentido de la comprensión v la consideración del
prójimo. Las relaciones con ambos padres y con el equipo asistencial deben ser estables y
consecuentes. Si estos lazos son interrumpidos en momentos arbitrarios, como al finalizar el
año o semestre fiscal o cuando un niño ha alcanzado determinada edad, se confronta a los
pequeños con nuevas pérdidas, cuando ya están escarmentados por estas y otras
adversidades. Los programas de visitas domiciliarias, por ejemplo, cesan, a menudo, al
cumplir el primer año de vida; las ayudas para madres adolescentes se interrumpen cuando
su hijo cumple dos años, justo cuando el pequeño está construyendo y cimentando las
relaciones que mantiene con los adultos. Los servicios de día se caracterizan,
frecuentemente, por una gran rotación del personal asistencial debido, en parte, a la escasa
remuneración y a las malas condiciones laborales. Por razones burocráticas, muchas veces
empeora el problema al asignársele al niño unos educadores nuevos cada año,
interrumpiendo los lazos afectivos del niño, por un lado, y, por el otro, desanimando a los
educadores a implicarse más a fondo con cualquier joven. Los padres adoptivos, casi siempre,
reciben demasiada poca ayuda y escasos incentivos para convertir a los niños que están a su
cargo en miembros permanentes de sus familias, y no únicamente en unos invitados que
están de paso. Sin la garantía de que el vínculo con determinado niño será duradero, los
educa-dores, comprensiblemente, intentan protegerse a sí mismos del dolor que implica
«enamorarse» sucesivamente de niños a los que dejarán de ver al cabo de cierto tiempo.
Pero sin esa chispa de adoración espontánea que convierte, con el tiempo, a casi todos los
bebés en adultos voluntariosos, el niño no puede disfrutar de un desarrollo pleno y saludable.
En tercer lugar, la necesidad de una interacción rica en matices y duradera. El amor y la
educación, aun siendo esenciales, no lo son todo. Durante los primeros cinco años de vida,
los niños aprenden lo que es el mundo a través de sus propias acciones y las reacciones de
sus padres. No pueden desarrollar un sentido de su propia intencionalidad o de los laz os
entre sus mundos internos y externos si no es a través de los prolongados intercambios
relacionales que establecen con personas a las que conocen bien y en las que confían
plenamente. A medida que avanza su desarrollo, las relaciones con las demás pers onas
también deberían ser cada vez más complejas y sutiles. Esto supone la capacidad del padre,
o de la persona responsable de la educación del niño, para interpretar las señales particulares
del pequeño y responder a las mismas de forma flexible y apropiada. Este tipo de relación es,
por supuesto, especialmente decisiva en la infancia, cuando las iniciativas del niño son de lo
más rudimentarias. Un estudio llevado a cabo recientemente critica a los centros de día en la
medida en que ofrecen, habitualmente, unos niveles relacionales mediocres, a la vez que
destaca las deficiencias generalizadas de las guarderías. Muchos programas que pretenden
ayudar a niños de alto riesgo, comprenden un exceso considerable de actividades de grupo y
unos programas de estudio exageradamente estáticos y formales.
En cuarto lugar, cada niño y cada familia requiere un entorno que le permita progresar a
lo largo de las diferentes etapas evolutivas, a su propio ritmo y con su propio estilo. Sólo de
esta forma los niños pueden desarrollar un sentido de sí mismos como individuos diferentes
que son y corno miembros de determinados grupos. Los programas que pretendan realizar
unas intervenciones eficaces deben tolerar y aprovechar las diferencias individuales.
Demasiados hacen hincapié, sin embargo, en los rasgos comunes de muchas o de la mayoría
de las familias, más que en los particulares rasgos de personalidad que lo diferencian de los
demás. Sin hablar el «lenguaje» específico que tiene cada familia, los profesiona les
implicados pueden, con demasiada facilidad, errar el diagnóstico de las habilidades del niño,
creando profecías autocumplidoras de dificultades y fracasos. Posteriormente, el respeto de la
individualidad constituirá una oportunidad, para los niños mayores y adoles centes, de
desarrollar unas identidades fuertes mientras exploran o profundizan en las mismas.
En quinto lugar, los niños deben tener ocasión de experimentar, encontrar soluciones,
asumir riesgos e incluso de fracasar en el intento de con-sumar determinadas tareas.
Intentándolo de diferentes maneras, buscándose aliados y evaluando todas las opciones,
desarrollan la perseverancia y la confianza en sí mismos necesarias para tener éxito en
cualquier tarea mínimamente seria. La valoración de sí mismo y una buena autoestima tienen
su origen en un contexto relaciona) que apoya su iniciativa y su capacidad de resolver
problemas. La experiencia vivida de implicarse y superar las dificultades confirma la confianza
en sus propias posibilidades. Muchos programas se adhieren a estos valores en un nivel
teórico, mientras que siguen, en la práctica, unos procedimientos que fomentan la pasividad y
la impotencia, al retirar al niño la capacidad de tomar decisiones.
En sexto lugar, los niños necesitan una estructura y unos límites muy claros. Resulta
beneficioso para ellos saber qué pueden esperar y qué esperan los demás de ellos. Aprenden
a construir puentes entre sus pensamientos y sus sentimientos cuando su mundo es
predecible y responde a sus necesidades. Límites firmes y justos, impuestos en un clima de
afecto y consideración, constituyen un elemento crucial de cualquier relación que fomente
realmente el desarrollo de un niño, aparte de permitirle adquirir autodisciplina y sentido de la
responsabilidad. Muchas personas perciben, erróneamente, un conflicto entre estructura y
espontaneidad, entre amor y límites. Si bien todo niño necesita afecto y unas expectati vas
generosas ala vez que coherentes y claras —y el niño que procede de un entorno caótico las
necesita más que ninguno—, pocos programas las integran en un enfoque consecuente y
constructivo.
Y, en séptimo lugar, las familias necesitan unos vecindarios y unas comunidades estables.
La atención apropiada, consecuente y profunda-mente comprometida que necesita un niño
para superar los diferentes ni-veles evolutivos, requiere unos adultos, a su vez, maduros,
sensibles y emocionalmente accesibles. Incluso en ausencia de factores de estrés im -
portantes, muy pocos padres tienen los recursos personales y materiales nece sarios para
educar a sus hijos exclusivamente ellos. Los programas que pretendan ayudar, de forma
efectiva, a los jóvenes de alto riesgo, deben contribuir a que se mantengan todos aquellos
lazos con amigos, familia extensa, hermandades religiosas y con las propias tradiciones cul-
turales que la familia pueda poseer. Los miembros de la familia necesitan encontrar el tiempo
y el grado de compromiso necesarios para cumplir con las labores educativas. Los vecinos se
deben conocer unos a otros, socializarse conjuntamente y estar disponibles para ayudarse
mutuamente en caso de apuro. Los vecindarios necesitan unos residentes que compartan
áreas de interés en la comunidad, en las parroquias, en los colegios, en los negocios yen
organizaciones dispuestas a colaborar por el bien de todos. Las comunidades requieren
ciudadanos e instituciones que fomenten su progreso y garanticen su supervivencia.
Dicho con toda claridad, aquellas áreas en las que se hacinan nuestras familias más
pobres y los programas de apoyo con los que cuentan rara vez satisfacen alguno de estos
parámetros. Sus vecindarios carecen a me-nudo de los servicios más elementales, como un
sistema adecuado de seguridad ciudadana, protección en caso de incendios y servicios
médicos, por no hablar ya de lugares de recreo, como bibliotecas, parques, zonas de juego
para los niños, centros comunitarios y tiendas al por menor. Instancias administrativas
lejanas e impersonales, en lugar de grupos e instituciones locales, toman decisiones clave de
cara al bienestar de la población infantil. Muchos programas ignoran o socavan las redes
familiares, comunitarias y culturales básicas.
Para proteger a los niños de aquellas situaciones de riesgo que engendran violencia, un
programa que quiera tener éxito debe constituirse en sí mismo como una constante infalible
en la vida de una familia. Debe comprometer a los miembros de las familias con personas
dispuestas a permanecer con ellos de forma ininterrumpida —durante años, no sólo meses o
semanas— y debe garantizar que las relaciones personales que se vayan estableciendo entre
el personal y los clientes, sean duraderas y profundas.
La influencia que ejerce un programa no debe limitarse a la familia del niño, sino también
ir más allá, hacia la comunidad de la que forma parte. Siempre que las circunst ancias no sean
calamitosas y con una buena preparación, no desarraigará a los niños de sus vecindarios ni
de sus ámbitos culturales. La meta debe consistir en espolear el propio potencial evolutivo del
niño, interrumpiendo la cadena disfuncional a través de la formación de un miembro
competente y responsable de una sociedad más amplia. Muchos de estos elementos han sido
incorporados a los programas ya existentes, pero ha sido difícil combinarlos de tal manera
que satisfagan las necesidades de las familias más disfuncionales.
Un intento de llevar a cabo un programa realmente integrador partirá de la población
tradicional o del vecindario con el fin de que los vecinos estén al corriente de los hijos de los
demás y cada vecino se interese, con una actitud comprensiva, por los hijos de las otras
familias. Sin vecinos, amigos y parientes que sirvan como sustitutos oculares y auditivos de
los padres y para ayudar en momentos de dificultad, sin un entorno seguro en el que el niño
sea conocido y apreciado, sin un conjunto de adultos que albergue unas cualidades
excelentes y que respalde los valores vigentes en la sociedad, incluso los mejores y más
entregados padres se encontrarán muy presionados para educar a sus hijos de forma ade -
cuada.
Por supuesto, es fácil idealizar un estilo de vida romántico y provinciano al estilo de
Norman Rockwell, pero las características de esta vida ideal satisfacen, sin embargo, las
necesidades básicas de cualquier niño. ¿Qué forma podría adoptar, hoy en día, una población
ideal de estas características? Mi experiencia en el trabajo con familias de alto riesgo y sus
hijos, me induce a pensar que la realización de tal paradigma es factible con los recursos de
los que ya disponemos.
Una población tradicional es un distrito residencial independiente, formado por familias
unidas por intereses comunes que se conocen des-de hace tiempo. La nueva comunidad
también debería tener una unidad geográfica dentro del contexto más amplio de una gran
metrópolis urbana. Más que un conjunto de casas a lo largo de caminos campestres, un
edificio de apartamentos lo suficientemente grandes podría servir, por ejemplo, como marco
físico. Al igual que el pueblo tradicional —pero a diferencia de muchos de los barrios bajos
degradados donde viven nuestras familias más pobres— esta «población» vertical albergaría
una amplia gama de residentes: algunas familias muy disfuncionales; algunas otras, tanto
trabajadoras como dependientes de los servicios de bienestar social, que mostrarían una
mayor competencia en sus vidas; algunas personas mayores, quizá jubiladas, que vivieran
solas o con sus familiares; algunos adultos sin hijos.
Aparte de la ayuda que un complejo como éste podría ofrecer a los padres en apuros,
éstos tendrían a su disposición, dentro del propio edificio, unos servicios destinados a los
niños y a sus padres. Un centro para niños de todas las edades, bien equipado y con personal
cualificado, por ejemplo, atendería a los pequeños prácticamente desde el nacimiento. Tanto
los niños como los adultos acudirían diariamente al centro, los más pequeños ocupando su
tiempo en actividades lúdicas y de aprendizaje, los padres adquiriendo la formación y
orientación ajustadas a sus necesidades.
Miembros expertos del equipo asistencial trabajarían en la formación de unos vínculos
personales y duraderos con cada miembro de la comunidad, ayudando a los adultos a
desarrollar habilidades parentales, mientras que proporcionarían a los niños cuidados
familiares y fiables para descargar a unos padres frecuentemente abrumados por el estrés.
Para cada una de las familias de alto riesgo, un miembro del equipo asumiría el papel de
«pariente» sustituto, en la línea de una tía o de una abuela comprensiva y experimentada.
Este educador experto establecería una relación permanente con la familia, facilitando que los
padres puedan resolver los problemas personales que interfieren en los cuidados que deben
dispensar a sus bebés y que los niños reciban la educación que necesitan en cada una de las
etapas evolutivas, al margen de la capacidad de los padres para proporcionarla.
Acudiendo al centro de forma regular, trabajando con un mismo asistente de su entera
confianza, durante un período de cuatro o cinco años, el niño dispondría de un punto de
estabilidad que perduraría al margen de los altibajos que se puedan presentar en su casa.
Una madre excesivamente deprimida para responder de forma adecuada a su bebé no le
privaría, así, totalmente, de la ayuda y de la interacción necesarias para establecer relaciones
o aprender a comunicarse. Un episodio de borrachera o un tratamiento de desintoxicación
hospitalario no desorganizaría la vida del niño ni dejaría a éste a merced de la incertidumbre
de un hogar de acogida. Un niño podría dormir en su propio apartamento o en el mismo
centro, en función de las circunstancias de cada día. Estaría atendido las veinticuatro horas
del día y el centro sería un refugio seguro a cualquier hora y durante el tiempo que hiciera
falta, evitando drásticamente el caos en la vida de estos jóvenes.
Un recurso tan fiable y próximo también aportaría orden y responsabilidad a la vida de los
padres, ofreciendo, además de la instrucción en habilidades parentales, oportunidades para
obtener consejo personaliza-do, tratamiento farmacológico, educación sanitaria y de
planificación familiar, cursos para poder convalidar los estudios secundarios, formación
laboral o asistencia para la búsqueda de trabajo... Los padres podrían decidir si participar o
no, siempre que cumplieran unas normativas razonables y claramente establecidas —no estar
consumiendo drogas, por ejemplo— y desearan adquirir formación y buscar trabajo. Muchas
madres y muchos padres podrían alcanzar, así, la estabilidad y orientación necesarias para
permitirles influir, de manera más positiva, en la vida de sus hijos. Con el apoyo del centro,
podrían profundizar en su propio desarrollo sin comprometer la evolución de sus hijos.
Un niño puede pasar todo el tiempo en el centro infantil o puede volver, por la noche, al
piso de sus padres. El equipo nocturno estaría formado por personas igualmente conocidas y
fiables, librando a los padres de la presión de ocuparse de los niños cuando no pueden. Un
padre que pasa por una crisis dispone siempre de un lugar al que puede volver para obtener
ayuda y, como contrapartida, el equipo del centro pediría que el padre alcanzara un nivel
mínimo de madurez antes de poder reanudar completamente la vida familiar, haciendo
cumplir, de esta forma, los parámetros de una educación responsable.
Para hacer funcionar este sistema, cada familia perturbada formaría parte de una
comunidad cohesionada, la mayoría de cuyos miembros se desenvolverían de forma bastante
satisfactoria. Las demás familias que vivieran en el edificio, algunas dependientes de los
servicios sociales y otras no, también tendrían acceso al centro, los niños yendo a la guarde -
ría y los adultos participando en las clases, en grupos y en actividades que se ajustaran a sus
circunstancias. Los adultos que buscaran una oportunidad laboral, por ejemplo, podrí an
formarse como monitores de niños y prepararse, así, para optar a puestos remunerados en el
propio centro. Otros adultos, especialmente personas mayores o jubiladas, con experiencia
previa en el campo de la educación y la asistencia infantil, podrían tra bajar en el centro como
voluntarios o como miembros remunerados del equipo. Diversos incentivos económicos —
alquileres bajos, una cuota infantil baja, oportunidades educacionales— atraerían residentes
hacia este «vecindario» variopinto pero equilibrado.
Una población urbana de estas características recibiría respaldo y ayuda por parte de los
estamentos culturales y las instituciones de la comunidad. Iglesias, centros comunitarios,
grupos cívicos y movimientos locales de beneficencia, asociados preferentemente con los
legados culturales o étnicos de los residentes, aportarían recursos sociales, espirituales,
recreativos y educacionales. En lugar de ser un gueto para las personas más desfavorecidas,
al modo de los actuales alojamientos públicos, la comunidad ofrecería unas ventajas no sólo
para los más pobres, sino también para las familias con un estilo de vida alternativo. Como
han de-mostrado los kibbutzim israelitas después de más de un siglo de existencia, familias
no relacionadas entre ellas y fieles al ideal de trabajar con-juntamente para mejorar sus
vidas, pueden crear comunidades sólidas y formar una juventud competente. Incluso sin la
ideología de los kibbutznik y la falta de tradición respecto de la propiedad comunitaria, los
residentes podrían comprometerse, de modo parecido, a crear una institución.
En el mejor de los casos, un niño de alto riesgo formaría parte de la comunidad incluso
antes de nacer. En lugar de no intervenir hasta que el niño haya comenzado a presentar
problemas, el equipo pondría a su disposición toda su ayuda, ya desde un principio, para
aprovechar al máximo las posibilidades evolutivas de cualquier bebé. Una adolescente sin
recursos embarazada por primera vez; una mujer depresiva que espera, sin embargo, otro
hijo; una madre cuyos hijos ya mayores han sido asiduos de los servicios de asistencia
familiar o de los hogares de acogida, serían tuteladas por un ayudante, un trabajador social
titulado o un voluntario formado y experimentado. En caso de que fuera necesario, la futura
madre y su familia se trasladarían al edificio antes del nacimiento del niño.
Desde el momento del nacimiento, el bebé pertenecería, por lo tanto, a su problemática
familia biológica y a una amplia familia comunitaria que aportaría apoyo y cuida dos como
segunda opción. La llave del éxito sería, sin embargo, que el programa intentara ayudar a los
padres y al niño de forma equitativa. Una de esas madres que es también como una niña
necesitada con un cuerpo de adulta podría, de otra manera, arruinar toda la empresa.
A pesar de su elevada rentabilidad a largo plazo, un programa de estas características es
de todo menos barato. La falta de personal para cubrir las veinticuatro horas del día ha
llevado al fracaso a proyectos similares en el pasado. Cuando las familias entran en crisis, se
debe disponer de suficiente personal cualificado para intervenir y apoyar el desarrollo del
niño.
Un programa como éste excede las medidas de intervención más corrientes en beneficio
de todos los implicados. Respeta la necesidad de continuidad que cualquier niño tiene, así
como la necesidad de ayuda y de desarrollo personal de unos padres angustiados por los
problemas. También satisface el interés de la sociedad por garantizar que cada niño tenga
una educación adecuada. Tampoco desarraiga al niño de la única familia a la que conoce, ni
lo abandona dejándolo a merced de una padre que no puede cumplir su papel de forma
responsable. Tampoco segrega a las familias caóticas de la comunidad más amplia, ni tolera
su conducta disfuncional. A través de las estructuras de la comunidad crea, de hecho, la
ayuda que muchas familias obtienen, de forma espontánea, de sus familiares.
Una familia disfuncional carece habitualmente de una familia extensa que pueda aportar
una ayuda eficaz. Requiere varias generaciones de parentalidad incompetente, de
necesidades no satisfechas, de abandono v de maltrato, para producir patologías sociales tan
profundas que aflijan a estas familias y que echen a perder muchos programas que pudieran
serles de ayuda. El pasado doloroso de un padre puede alentar un comprensible
resentimiento, rabia y recelo en las motivaciones de los de-más, así como haberle enseñado
unas estrategias de supervivencia destructivas. Cuando unos adultos tan perturbados acaban
estableciendo unos vínculos de confianza, surgen enormes necesidades de dependencia que
pueden desbordar los recursos del equipo asistencial. Para manejar estos problemas, el
equipo de la comunidad necesitaría consultar con profesionales externos experime ntados y
requeriría formación, supervisión y ayuda interna.
Si bien diversos aspectos del programa tipo esbozado aquí son utó picos, se ha demostrado
que una intervención integral, a largo plazo, es completamente viable. Al final de los años
setenta y al principio de los ochenta, tuve la oportunidad de desarrollar, junto con mis
colegas Serena Wider, el ya fallecido Reginald Lourie, Robert Nover, Alicia Lieberman, Mary
Robinson y un prestigioso grupo de clínicos y de investiga-dores, el Clinical Infant
Development Program (CIDP), un proyecto conjunto del National Institute of Mental Health y
Family Service de Prince Georges County (Maryland). Nos comprometimos a atender a
cuarenta y ocho familias multiproblemáticas. Las mujeres y sus hijos llevaban a sus e spaldas
una larga historia de una vida desorganizada y salpicada de acontecimientos traumáticos,
factor que caracterizaba a todas estas familias. La mitad de las madres habían padecido
nueve o más problemas, como el abandono infantil o el maltrato físico o sexual, la
contemplación de los malos tratos de otros miembros de la familia, tras-tornos psiquiátricos
familiares, hospitalización psiquiátrica, fracaso o expulsión escolar, incapacidad para
mantener un puesto de trabajo, delincuencia juvenil y rechazo por parte de los pares. Incluso
las más afortunadas de estas mujeres llevaban unas vidas caóticas y desesperadas.
Mediante su intervención, el Clinical Infant Development Program tuvo éxito al conseguir
que ciertas madres, algunas gravemente perturbadas, se hicieran cargo eficazmente de sus
hijos. Los bebés que se encontraban en situación de grave riesgo de abandono o maltrato,
con los correspondientes problemas emocionales e intelectuales, fueron rescata -dos, así, de
un destino en principio amenazador. Los padres y sus hijos acudían, a diario, al Project's
Infant Center, provisto de un personal experimentado en la atención a los niños y de
trabajadores familiares. El servicio asistencial excluía, sin embargo, la atención nocturna que,
según mi criterio, es fundamental para garantizar un éxito duradero. Al ser un proyecto de
investigación sometido a un límite temporal, más que una agencia que ofreciera sus servicios
de forma continuada, el programa finalizó tras un período de unos cuantos años. El
seguimiento a largo plazo reveló, sin embargo, que incluso ofreciendo un servicio discontinuo,
el programa había mejorado sustancialmente los resultados tanto de los padres como de sus
hijos de alto riesgo.
Tres ejemplos de casos del CIDP dan una idea de cómo puede funcionar un programa de
estas características. Louise, una mujer soltera, camino de los treinta y que había
experimentado un rechazo continuado en su infancia, carecía de todo recurso o del poder de
adaptación necesario para criar a un bebé, por «fácil» que éste fuera. Las dificultades inhe-
rentes de su hijo Robbie para calmarse y centrar su atención habrían constituido un desafío
incluso para una madre experta. Louise, sin embargo, ya había fracasado anteriormente como
madre; años atrás, había mandado a su hija Terry, de seis años de edad, a vivir con un
familiar. Profundamente deprimida e incapaz de afrontar sus propios problemas, Louise se
sentía desbordada por su segundo hijo hiperactivo.
Louise, fruto no deseado de una relación adúltera, había pasado casi toda su infancia
viviendo lejos de su madre, de los restantes hijos de ésta —a los que había considerado,
durante mucho tiempo, hermanos de pleno derecho— y del marido de su madre. Fue de
adulta cuando se enteró de sus verdaderos orígenes. Pasó sus primeros años al cuidado de
una tía poco cariñosa y punitiva, que falleció cuando Louise tenía ocho años. El compañero de
la tía, si bien nunca se había propasado realmente con Louise, sí transmitía a la niña un cierto
sentido de amenaza sexual. Una tía afectuosa y sensible fue la siguiente en hacerse cargo de
Louise, sien-do su «única madre verdadera». Cuando esta mujer bondadosa falleció, también
prematuramente, Louise quedó desprotegida emocionalmente. Padecía intensos miedos y
pesadillas. Su sentido del rechazo era tan acusado que un estudio psiquiátrico diagnosticó
una personalidad esquizoide. Posteriormente, relaciones abusivas condujeron a los dos
embarazos de Louise.
Las primeras semanas de vida de Robbie mostraron al equipo de intervención el panorama
descorazonador de una madre y su hijo cuyos problemas individuales se potenciaban
mutuamente. Louise había vivido como un rechazo la incapacidad de Robbie para conectar
con las demás personas, incrementando su propia y acuciante necesidad de ser atendida y
alejándose de su hijo, que no la podía satisfacer. A medida que fracasaban sus intentos de
comunicarse con el niño, su estado depresivo se fue agudizando. La afectividad plana,
inexpresiva, de Louise, producto de su desesperación, había llevado a Robbie a
desentenderse aún más del mundo de los seres humanos y de cualquier oportunidad de
relacionarse con su madre. A lo largo de las siguientes semanas y meses, se fue deteriorando
progresivamente, perdiendo esa mínima capacidad de respuesta, de buscar afecto y de
centrar la atención que había mostrado en un inicio. La posibi lidad de que superara, al
menos, el primer nivel evolutivo, parecía dismifluir rápidamente. Louise, entretanto, se volvía
cada vez más perturbada y encerrada en sí misma, a medida que el niño se iba alejando de
ella.
Un equipo relacionado con el CIDP estuvo trabajando con la madre y con su hijo para
recuperarlos el uno para el otro, y para que pudieran hacer frente ala vida. La terapia ayudó
a Louise a enfrentarse con sus demonios largamente reprimidos. Mientras ella luchaba por
alcanzar un mayor equilibrio, el equipo del centro intervino para sacar a Robbie de su
aislamiento. Este enfoque a dos bandas únicamente funcionó porque los miembros del equipo
conocían muy bien, individualmente, tanto a la madre como a su hijo. Una clínica se dio
cuenta, por ejemplo, de que Robbie se fijaba mucho más en los objetos inanimados que en
las caras humanas. Intentando mili-zar sus propios puntos fuertes para atraerlo hacia ella, la
madre se agenció diversas máscaras, que se ponía cada vez que trataba con el niño, escon-
diéndose detrás de uno de los «objetos» inanimados con los que Robbie parecía disfrutar
mientras los seguía con la mirada. Poco a poco, consiguió establecer contacto ocular con el
niño a través de unas pequeñas rendijas realizadas en aquella cara ficticia y después, con el
paso del tiempo, atraer-lo para tomar contacto con su propia cara y la de otras personas.
Cuando Robbie ya había cumplido los ocho meses, estaba ansioso por encontrarse con su
madre, pero Louise necesitaba más tiempo para superar su depresión y su estado de
ansiedad. Durante este tiempo, la relación «maternal» que los miembros del equipo
mantenían con el bebé conservó ese estado evolutivo. Cuando Robbie celebró su primer
cumpleaños, Louise comenzó a ver una salida a sus problemas, a adquirir los conocimientos
básicos de los cuidados de su hijo y a relacionarse con él. A la edad de dieciocho meses, si
bien ambos denotaban todavía una cierta vulnerabilidad, madre e hijo eran capaces de
relacionarse afectuosa y espontáneamente, en actividades gratificantes cada vez más
complejas.
A Louise le gustaba muy especialmente un divertido juego del escondite por medio del
cual parecía elaborar, en su mundo imaginario, los temas de disponibilidad y pérdida tan
reales cieno tiempo atrás. Había aprendido la forma de estimular y relacionarse con Robbie,
que había cumplimentado cada uno de los hitos evolutivos correspondientes a su edad.
Louise ya estaba camino, pues, de poderse hacer cargo de él, de tal forma que su ritmo
evolutivo se mantuviera intacto. Sus progresos incrementaron su entusiasmo para seguir
adelante.
Pero este modelo de intervención abordó casos incluso mucho más complejos que éste.
Cuando el equipo entró en contacto por primera vez con Mary y su hija Amy, de tres meses
de edad, la madre era una toxicómana con tendencia a presentar conductas autodestructivas
y a la fantasía exacerbada, y el bebé era frágil y con escasa capacidad de respuesta, por lo
que estaba perdiendo terreno a marchas forzadas al no poder prosperar. Amy y su hermano
Harold, de dos años de edad, se encontraban en un estado de abandono tal que el equipo
consideró seriamente encontrarles unos hogares de acogida. Mary veía a sus hijos,
básicamente, como un cebo para reclamar la atención de su padre, que la había abandonado.
Ella también había ido en busca de otros hombres y acababa, muchas veces, bebiendo o
drogándose con ellos. Su embriaguez y sus relaciones inestables precipitaron muc has crisis, e
incluso llegó a «perder» a Harold en diversas ocasiones. A través de una labor intensa, los
miembros del equipo asistencial fueron entablando lentamente una relación con Amy y,
durante varios años, ayudaron a Mary a enfrentarse a sus sentimientos sobre el abuso y el
abandono, que constituían la raíz de su conducta impulsiva y autodestructiva. Al congraciarse
con sus complejas emociones hacia un padre al que nunca conoció, pudo hacer frente a su
propia y acusada ambigüedad frente a la sexualidad y la parentalidad. Consiguió, finalmente,
entablar una relación más duradera con otro hombre y ser emocionalmente mucho más
asequible para sus hijos. Al cabo de tres años, cuando Mary dio a luz a un niño vigoroso, Amy
se relacionaba de forma cariñosa y confiada, si bien algo tímida. Mientras que, desde el punto
de vista intelectual, rendía casi de acuerdo con su edad, su desarrollo mostraba un ligero
retraso. Con el soporte emocional del equipo realizó, sin embargo, un considerable avance,
tanto en el nivel relacional, como en su capacidad de reconocer sus sentimientos. Mary había
dado, entretanto, unos pasos importantes de cara a entender mejor su propia vida y
reconstruirla. El nuevo bebé era menos problemático de lo que había sido Amy, más
introvertida e indiferente, y ofrecía recompensas mucho más notorias a sus padres.
Encontrándose ahora a cargo de un bebé vital y reactivo, fortalecida por las orientaciones y la
estrecha implicación del centro, Mary se demostró a sí misma que era capaz de aten derle y
responder a sus demandas de forma responsable.
Un tercer ejemplo, que muestra la necesidad de un modelo flexible, es el de Madeline,
cuya vida caótica casi llegó a desesperar, en un principio, al equipo del CIDP. Madeline, una
mujer de veinte años de edad y madre de cuatro hijos de menos de cuatro años, todos ellos
encaminados a padecer serios problemas emocionales, era el resultado de una infancia llena
de carencias, la única chica de doce hermanos, llena de miedo y de rabia e incapaz de
mantener ningún tipo de relación duradera. Una larga y compleja intervención incluía diversas
crisis acentuadas por una grave depresión y su frecuente incapacidad de funcionar de un
modo que no fuera extremadamente reactivo, sin tener conciencia ni del pasado ni de l futuro.
Desesperada y con grandes necesidades emocionales, apenas podía relacionar sus
conductas con los continuos infortunios que padecían ella y sus hijos. Cuando quedaba
atrapada en un problema, o estallaba en conductas impulsivas o se encerraba en sí misma,
presa de la desesperación.
El equipo ayudó a Madeline a colocar a sus hijos en hogares de acogida, de forma
organizada y bien pensada, y no en las infames condiciones que prevalecen en demasiadas
ocasiones. No obstante, cuando se le ofrecía la posibilidad de visitarlos, Madeline rehuía el
tema, hasta que renunció a ellos, finalmente, para darlos en adopción. Este desenlace
permitía a los niños obtener la educación estable que requerían para poder avan zar en su
problemático proceso evolutivo. El centro prosiguió su trabajo con Madeline durante unos
cuantos años. Pudo, finalmente, aliviarse algo de su estado depresivo y desarrollar cierto
grado de insight respecto de su pasado y su forma de comportarse, lo que le permitió tener
mejor control sobre su vida. Cuando dio a luz a otra hija, ya llevaba varios años en el
programa y había adquirido la madurez necesaria para cuidar de ella de forma responsable.
Estas tres madres, al igual que el 80 % de las que forman parte del estudio CIDP,
incrementaron sus recursos para superar el terrible lastre de su pasado. Aprendieron nuevas
pautas relacionales que mejoraron los _ cuidados que dispensaban a sus hijos. Con un apoyo
solidario, aquellas madres cuyas historias personales y situaciones actuales limitab an en gran
medida su capacidad para hacerse cargo de sus hijos, desarrollaron su potencial y los
pudieron educar de forma sensible y responsable. Incluso niños que presentaban grandes
dificultades, con padres problemáticos, fueron capaces de superar las etapas críticas de su
desarrollo. En cada uno de los puntos clave del desarrollo de un niño, cuando las nece sidades
cambian y las demandas son cada vez más complejas, el equipo del centro estaba al corriente
para orientar a la madre y para ayudar y atender al niño. Después de unos cuantos años, los
niños inicialmente abocados hacia unas vidas llenas de dificultades, de fracaso y dolor, se
encontraban perfectamente encarrilados hacia un futuro esperanzador con el que ningún
miembro de sus familias hubiera soñado jamás a lo largo de las generaciones anteriores.
Todo niño merece la oportunidad que tuvieron éstos, la de crecer en familias capaces de
educarlos satisfactoriamente. No obstante, hasta que no ofrezcamos unos servicios tan
ambiciosos a todos los niños de alto riesgo, el número de familias disfuncionales y de jóvenes
perturbados o violentos únicamente seguirá creciendo. Un segmento pequeño pero te -
rriblemente desestructurado de nuestra sociedad ha crecido sin ser capaz de colaborar, ni
siquiera de arreglárselas mínimamente con ella. Sin ser culpables de ello, estas personas
jóvenes no han adquirido ninguna de las habilidades necesarias para tener éxito en la vida o,
más importante todavía, para formar nuevas familias que puedan disfrutar de algo que se
parezca a la igualdad de oportunidades.
Los niños nacidos en familias disfuncionales seguirán costando miles de millones de
dólares en hogares de acogida, educación especializada, control de la criminalidad, cárceles y
hospitales psiquiátricos. No puede ser más caro dar a los niños de alto riesgo y a sus familias
la ayuda que necesitan. Los problemas de estas familias son conocidos desde hace tiempo.
En 1957, D. W. Winnicott señaló el riesgo y la responsabilidad de la sociedad.
Cuanto más pensamos en estas cosas, tanto mejor comprendernos por qué los niños de todas las
edades necesitan, imprescindiblemente, el respaldo de su propia familia y, a ser posible, también
una estabilidad de su entorno físico; y, a partir de estas consideraciones, vemos que lo s niños
privados de un hogar, por un lado, deben ser provistos de algo personal y estable cuando son
todavía lo suficientemente jóvenes como para aprovecharse de ello en cierta medida, o bien, por
otro, nos deben obligar, posteriormente, a aportar estabilidad en forma de correccional o, como
último recurso, a través de las cuatro paredes de una celda de la prisión.
En este capítulo hemos intentado definir ese «algo personal y estable» y mostrar que
disponemos, dentro de nuestras posibilidades, de soluciones nuevas para los problemas que
presentan estas familias atormentadas.
Capítulo 14
Los peligros de unos niveles de desarrollo inmaduros o bloqueados se extienden más allá
del daño que causan a las mentes de las personas y a los pequeños grupos que moldean
nuestra personalidad, como son la familia o los compañeros del colegio. También se pueden
observar en los comportamientos de los grandes grupos, desde los partidos políticos a los
grupos étnicos o los estados-nación.
La preocupación sobre los conflictos internacionales ha pasado del equilibrio bidireccional
que dominó la esfera mundial durante al menos dos generaciones después de la segunda
guerra mundial, a unos conflictos étnicos más pequeños pero virulentos, como los que tienen
lugar en Somalia, Ruanda, Chechenia y, especialmente, la antigua Yugoslavia. Las dos
grandes potencias enfrentadas de antaño colaboran, actualmente, alguna vez. Pero las
principales causas de la guerra, como son la ambición territorial y el odio racial, no parecen
más sensibles que antes al esfuerzo diplomático y a la razón, ni tampoco menos capaces de
atraer a otros a la lucha armada.
Explicar el comportamiento de los grandes grupos es muy diferente de la interpretación
que hacemos de las acciones individuales. Hace aproximadamente un siglo, por ejemplo, los
sociólogos observaron que las grandes agrupaciones de personas actuaban, a menudo, de
forma mucho más primaria e irreflexiva de lo que harían los hombres y las mujeres que
componen la masa por su propia cuenta. Una amplia bibliografía documenta la aparente
irracionalidad y la pérdida de los límites personales de los miembros de un colectivo
importante.' En estos contextos, los individuos a menudo atribuyen sus propios sentimientos
a los demás, a la vez que adoptan los sentimientos ajenos. Los partidos de fútbol se con -
vierten en un tumulto; sociedades enteras se derrumban en el caos y en la brutalidad, como
ocurre entre las diferentes tribus de Somalia. La comprensión de los niveles evolut ivos de la
mente proporciona una comprensión de cómo o por qué las sociedades se cohesionan o se
desmoronan. También ayuda a explicar cómo cada sociedad en particular impregna con su
experiencia común a los diferentes individuos que la componen.
Estas consideraciones parecen muy lejanas del bebé que intenta alcanzar su sonajero, o
del niño pequeño que muestra a través de su conducta sentimientos de alegría o de envidia.
El estudio del comporta-miento de los grandes grupos ha interesado durante mucho tiempo a
disciplinas tales como las ciencias políticas, la sociología y la antropología, aportando cada
una sus propios métodos y conceptos, a la vez que una amplia documentación propia acerca
de los resultados. Estas observaciones pretenden complementar, más que reemplazar, las
perspectivas de otros campos. Aportan otra forma de pensar sobre la conducta, mu chas
veces sorprendente, de los grandes grupos.
LA EVOLUCIÓN DE LOS GRUPOS
Tanto a título individual como en sus familias, el comportamiento de los sere s humanos
refleja el nivel evolutivo que han alcanzado y las tareas emocionales que han tenido que
afrontar. De forma similar, también el comportamiento grupa) refleja etapas evolutivas. Una
multitud de aficionados al deporte que, enfurecida por una decisión arbitral, in-vade
violentamente el terreno de juego, está actuando, claramente, en el nivel de la descarga
comportamental inmediata. Los manifestantes por una causa política que denuncian a un líder
y, acto seguido, queman su efigie, están simbolizando ideas más que llevarlas directamente a
la práctica, pero lo están haciendo de forma marcadamente polarizada. A pesar del impacto y
del estremecimiento de un crimen tan monstruoso como fue el bombardeo de la ciudad de
Oklahoma, el hecho de que los norteamericanos, aun así, reconocieran que los acusados
tenían derecho a una legítima defensa y a un juicio justo, demuestra la muy difundida
capacidad de reflexionar sobre valores abstractos y la conformidad para hacer uso de ellos a
la hora de tomar decisiones que atañen al bien común.
Las instituciones sociales que intervienen en los conflictos y en la toma de decisiones
también tienen un aspecto evolutivo. Aquellas sociedades, por ejemplo, que cuentan con
instituciones que fomentan el de-bate y la reflexión, como las que diferencian el poder
judicial, el ejecutivo y el legislativo, entre otros, de tal manera que se protegen ante el abuso
de poder, están organizadas en un nivel evolutivo diferente de aquellas cuyas instituciones
permiten las decisiones unilaterales sin tener que rendir cuentas a nadie. Por mucho que los
ciudadanos se sientan frustrados por las ineficacias y los disparates de las democracias
modernas, éstas requieren, básicamente, que todas las decisiones importantes y
controvertidas del ámbito nacional —desplazar tropas del ejército para llevar a cabo una
operación militar, cómo reducir la deuda pública, la autorización del aborto— se sometan
finalmente al criterio de la opinión pública y se proceda a su revisión legal. El complicado
sistema estadounidense, caracterizado por los diferentes departamentos gubernamentales
que pueden ponerse trabas entre sí, el de las campañas electorales excesivamente largas y
confusas a la presidencia y las dos cámaras del congreso, está específicamente diseñado para
garantizar que los asuntos realmente trascendentales sean aprobados, únicamente, tras un
amplio debate y una profunda reflexión. Con todas sus imperfecciones, un aparato
gubernamental tan reflexivo parece más evolucionado que uno que permite que un dictador
tome decisiones y recurra a imágenes y a estereotipos polarizados para defenderlas, o a la
violencia y al terror para ponerlas en práctica. Las instituciones que requieren un
pensamiento y una conducta reflexiva ayudan, así, a refrenar las conductas primitivas que
surgen en la sociedad, y a organizar la toma de decisiones en unos niveles más simbólicos:
debate, negociación y compromiso. Incluso las estructuras que, aparentemente, fomentan la
reflexión pueden, sin embargo, emplearse mal ocasionalmente, al servicio de ideas altamente
polarizadas. Durante el siglo XIX, por ejemplo, la Corte Suprema justificó la segregación racial
en el caso Plessy versus Ferguson. En época de guerra, el proceso reflexivo puede verse
comprometido por decisiones gubernamentales tan irracionales como el internamiento de
norteamericanos japoneses en California.
Aparte de los diferentes niveles de madurez de las instituciones, las sociedades también
son diferentes en función de cómo manejan los te-mas emocionales. Hemos visto que los
individuos difieren en su capacidad de reflexionar y de responder a una amplia gama de
emociones: cómo una persona, por ejemplo, puede tener representaciones y senti mientos
internos sutilmente matizados en lo referente al amor y a la de-pendencia, pero únicamente
unas pocas y toscas reacciones ante la rabia, mientras que otra puede distinguir diferentes
grados de descontento, irritación y rabia, y manejarse en el área afectiva según el criterio del
sí o del no. De forma similar, los miembros de una sociedad pueden reprimir las
manifestaciones de ira, digamos, considerándolas groseras o amenazadoras, mientras otros
aprueban y glorifican, de forma indiscriminada, la agresividad y la ira, o rechazan los criterios
que defienden poner límites a las conductas. En ambos casos, cuando una expresión de rabia
es completamente censurada o completamente aceptada, resulta difícil hacer distinciones,
incluso diferenciar las declaraciones justificadas de dignidad personal de la brutalidad
gratuita.
Las sociedades que piensan que cualquier desaire o afrenta justifica la revancha
considerarán que la confrontación violenta es el método más adecuado para resolver muchos
asuntos. Una sociedad que discrimina sutilmente entre una amplia gama de posibles
respuestas ofrece, a diferencia de aquélla, algo más que una elección entre una rendición
pasiva y la destrucción y la ruina. Tiene, a su vez, mayor capacidad para manejar, de forma
reflexiva y matizada, temas subordinados como el derecho a la autodefensa o a l levar armas.
En los Estados Unidos, donde la confianza en uno mismo es un valor central, el tema del
deber está mucho menos desarrollado que en una sociedad como la japonesa, donde hay
más expectativas referentes a la lealtad y a la conformidad del grupo, sea la familia, los
compañeros del colegio o la empresa. Estas presunciones bastante generalizadas acrecientan,
a su vez, las expectativas de que las organizaciones tienen el deber de cuidar de aquellos que
interpretan los papeles asignados. Junto con el orden institucional, los símbolos visuales y
verbales de una sociedad también dejan entrever cómo hacen frente a determinados temas.
¿Qué grado de riqueza y variedad tiene su vocabulario y, por lo tanto, sus ideas para
expresar sentimientos como amor, rabia, competitividad o deber? ¿Cómo tratan estos temas
la literatura, el arte, la música, el cine, el teatro, los espectáculos televisivos y la cobertura
informativa? Cuando un grupo dispone de gran número de palabras o de imágenes simbólicas
para representar y de-batir un área experiencial, es obvio que puede afrontar ese bagaje de
sentimientos de manera más precisa y probablemente más reflexiva que una sociedad que
únicamente se vale de unos pocos símbolos mal diferencia-dos. En un grupo, por ejemplo,
que conceptualiza la «masculinidad» como un valor que engloba la fortaleza física, la
competitividad feroz y la osadía, las relaciones entre los sexos serán estereotipadas y rígidas,
mientras que un grupo que represente esta idea de forma más flexible, me dian-te palabras y
símbolos, permitirá que tanto hombres como mujeres dispongan de una más amplia gama de
intereses, de personalidades y de formas de relacionarse unos con otros.
La capacidad que tiene un grupo para manejar y simbolizar los temas emociona les es
especialmente importante en su forma de criar y educar a los niños. He observado diferencias
entre varias subculturas americanas a la hora de motivar o no a los niños a expresar
determinados temas' Cuando un niño pequeño juega con muñecos, por ejemp lo, la madre
participará gustosa del juego cuando éstos se abrazan o disfrutan de la merienda con los
amigos. La madre adopta la identidad de uno de los muñecos, habla con «voz de muñeco» y
participa en el desarrollo de la historia. Pero cuando los muñecos se comienzan a pelear, la
madre re-prime, inmediatamente, su imaginación y, en su propia voz adulta —y con su
carácter adulto— critica la forma en que su hijo está sujetando al muñeco o se queja de que
lo va a romper. De forma parecida, si su muñeco critica al suyo, la madre también abandona
la escena imaginaria y discute con su hijo como si el reproche tuviera que ver con ella y no
con el muñeco. En la relación imaginaria, el niño está intentando incorporar la agresión al
mundo de los significados sutiles. En su lugar, su madre insiste, sin querer, en mantener ese
tema en un nivel concreto, literal. Cuan-do éste es el patrón interactivo entre padres e hijos,
el niño tiende a permanecer concreto en aquellas áreas en las que su padre es incapaz de
soportar el empleo de ideas.
Algunas personas pueden relacionarse con sus hijos a través del juego, las discusiones e
incluso debates alrededor de diferentes temas emocionales, como el amor, la dependencia, la
separación, la pérdida, la rabia, la autoafirmación, la curiosidad y diferentes miedos, por
ejemplo, mientras que otros sólo son capaces de manejar uno o dos temas. Los niños que no
aprenden, pues, a conceptualizar sentimientos, los expresan, por lo tanto, a través de la
conducta. A menudo, son niños pasivos, negativistas o impulsivos. Su pensamiento no
evoluciona hacia los niveles abstractos. Estas dificultades pueden atribuirse, erróneamente, a
los factores genéticos, más que a las diferentes formas en las que padres o educado -res se
comunican con sus hijos. Los colegios pueden reforzar estas tendencias según la forma en la
que se aborden los diferentes temas emocionales en clase. ¿Se fomenta el debate, o se pone
énfasis en las reglas estrictas yen el aprendizaje mecanizado?
DIFERENTES NIVELES DE MADUREZ SOCIAL
La idea de que los grandes grupos funcionan de acuerdo con los ni-veles de organización
mental observados en el desarrollo del ser humano tiene un carácter claramente provocativo.
No se trata de decir, por su-puesto, que las sociedades evolucionan realmente a lo largo de
un camino que remeda el curso vital del ser humano, o que cualquier miembro de una
sociedad haya alcanzado más o menos el mismo nivel. Pero el paralelismo sí ofrece una
nueva manera de analizar la conducta de los gran-des colectivos v la actividad mental
subyacente.
Es indiscutible que el acto de pensar y de sentir se desarrolla en el nivel individual. Resulta
igualmente indiscutible que, para fomentar una conducta que sea compatible con una
determinada etapa evolutiva, una sociedad debe contener un número importante de personas
que hayan alcanzado esa misma etapa. Cada sociedad contiene, por supuesto, personas de
cada uno de los niveles de la organización mental, del más elemental al más reflexivo;
nuestra propia sociedad está configurada de esta forma. Los miembros individuales de una
sociedad están más diferenciados respecto de algunos temas emocionales que respecto de
otros.
Aun así, cada sociedad parece organizarse así misma de forma característica. Las
estructuras que utiliza una sociedad para vertebrarse a-sí misma, incluyendo su sistema
político, educacional y económico, determinan en gran medida la forma en que los individuos,
dentro de esta sociedad, hacen uso de sus recursos, y la energía y el ingenio que puedan
proyectar en su arte, literatura, ciencia y tecnología. Algunas estructuras son más propensas
que otras para fomentar los logros que hacen progresar a la civilización.
El nivel evolutivo de una sociedad puede tener, sin embargo, unas consecuencias
antitéticas. La sociedad organizada alrededor de la actitud reflexiva puede aportar un ámbito
humano, refinado, en el que muchas personas, con diferentes formas de pensar, puedan
expresar, libremente, sus pensamientos y sus valores, pero, al mismo tiempo, pueden te ner
serias dificultades si tienen que responder con prontitud ante cualquier emergencia. La
sociedad orientada hacia la acción, por el contrario, puede actuar y reaccionar de forma
dinámica y unitaria. En A History of Western Philosophy, Bertrand Russell planteó esta
realidad como un di-lema histórico. Sostenía que las sociedades que se mantenían unidas por
unas verdades sencillas y absolutas, fueran doctrinas religiosas como las que llevaron a las
cruzadas, o supersticiones y creencias primitivas como la noción de la supremacía aria, que
alentó a la maquinaria guerrera nazi, pueden mantener un nivel de cohesión y de moral
colectiva que les otorga una ventaja decisiva sobre otros grupos competidores. A medida que
las sociedades van madurando se vuelven, sin embargo, más relativistas, más abiertas hacia
las percepciones individuales de la verdad y las expresiones de la experiencia. En esta
atmósfera, cualquier iniciativa que re-quiera cierta agudeza y sutileza mental puede tener
éxito. Esto ocurrió, ciertamente, en los reinos musulmanes, desde Marruecos hasta la India, y
después de sus triunfos militares en los siglos VII y VIII. La poesía, las matemáticas, la
filosofía, la astronomía, la pintura, la medicina, todas las artes de la civilización brotaron en
las ciudades y en las cortes ricas y cosmopolitas del mundo islámico. Estas sociedades
relativistas son, sin embargo, más difíciles de organizar de cara a la acción que aquellas que
defienden una comprensión más simple de la realidad.
El contraste entre estos dos modelos sociales constituyó, para Russell, una paradoja
inquietante: una sociedad crecientemente relativista y tolerante puede hacer grandes cosas
en el ámbito cultural, pero perder, en las largas distancias, su capacidad para reafirmarse
ante la agresión de las sociedades menos deliberativas y vacilantes. No veía cómo la sociedad
podía permanecer culta y segura al mismo tiempo. En el nivel teórico, propuso, el liberalismo
—lo que conocemos como democracia— podría ser la solución. Una sociedad en la que los
individuos configuran las instituciones que les gobiernan debería ser capaz de lograr cohesión
y protección, a la vez que consentir un considerable grado de libertad. En la práctica, sin
embargo, se mostraba escéptico de que hubiera alguna solución.
Quizá podríamos argumentar que algunas sociedades se cohesionan en un nivel evolutivo
relativamente bajo, que se caracteriza por la acción directa y el pensamiento polarizado. En
estas sociedades, las ideas con-cretas gobiernan y dirigen acciones bastante irreflexivas.
Otras se cohesionan en niveles evolutivos superiores y comprenden los matices y la capacidad
reflexiva. En este caso, los procesos más complejos son los que orientan la toma de
decisiones, procesos que pueden abarcar diversos puntos de vista, a la vez que manejar los
conflictos y el cambio. La mayoría de las sociedades ocupan, evidentemente, una situación
intermedia entre estos dos extremos.
Las disciplinas que tradicionalmente estudian las sociedades consideran el comportamiento
de los grandes grupos a la luz de la cultura, la clase social, la estructura, su modo de
funcionar, los sistemas económicos, etcétera. La teoría evolutiva alumbra, sin embargo, otro
aspecto de la organización social que nos permite evaluar el grado en que una de -terminada
sociedad respalda un progreso en las habilidades emocionales e intelectuales. La observación
aproximada respecto a dónde se ubican las instituciones y las costumbres de una sociedad a
lo largo de una escala evolutiva se traduce en una medida algo impresionista de sus rasgos
mentales colectivos. A pesar de que los miembros que conforman los grupos humanos no
están uniformizados, como ya dije con anterioridad, este tipo de análisis ofrece un indicio de
los niveles mentales según los que el grupo más extenso puede estar funcionando.
Lealtad compartida
En el segundo nivel evolutivo, el objetivo consiste en contactar y relacionarse con los
demás, formando unos vínculos en los que se comparte la misma condición humana. En
algunas naciones, los ciudadanos tienen muy arraigado el sentido del compromiso mutuo;
concibiéndose a sí mismos como un pueblo, reconocen un destino compartido y la obligación
de cada individuo de contribuir al mismo y, en caso de necesidad, sacrificarse por él. En otros
países, sin embargo, las personas no desarrollan este sentido de unidad nacional y de
compromiso mutuo. O bien muestran su lealtad a alguna región o subcultura que puede, a su
vez, estar reñida con otras regiones o con toda la nación, o bien funcionan como individuos
atomizados que se preocupan por sí mismos y, quizá, por un pequeño grupo de familiares
cercanos o amigos.
Un sentimiento arraigado de pertenecer a la misma comunidad social no requiere la
uniformidad de la identidad étnica, ni siquiera de la lengua. Suiza es la democracia más
antigua de la tierra y ha mantenido, durante 750 años, un estado pacífico, multilingüe,
defendido por un ejército popular basado en un servicio militar obligatorio. Los ciudadanos
que hablan francés, alemán, italiano y romanche se consideran todos ellos igualmente suizos,
y sus compañeros de lengua, más allá de sus fronteras, no son paisanos, sino miembros de
otras naciones extranjeras que hablan la misma lengua sin más, como los norteamericanos
consideran a los canadienses de habla inglesa, o los suecos consideran a los finlandeses de
habla sueca. Por contraste, personas con unos orígenes étnicos muy similares y que hablan la
misma lengua pueden considerarse enemigos acérrimos durante generaciones, como es el
caso de los irlandeses del norte y del sur y los norcoreanos y surcoreanos.
En aquellos países que se ven sacudidos periódicamente por oleadas de inmigrantes, como
ocurre en tantos del llamado Nuevo Mundo, el concepto de lealtad o apego al grupo más
extenso se debe ampliar continuamente. Hasta el siglo XX, la mayoría de los colonizadores de
América del Norte provenían de los países de Europa Occidental y de los países nórdicos del
mismo continente, incluyendo las Islas Británicas, los reinos escandinavos, los Países Bajos,
diversos estados germánicos y Francia. Con el paso del tiempo, los inmigrantes llegaron a
incluir a los europeos del sur y del este, ciudadanos ibéricos, asiáticos e hispanoamericanos.
Otros grupos, intencionadamente excluidos de su plena participación en gran parte de
nuestra historia, como los afroamericanos y la población nativa de América, no desarrollaron
esta condición hasta hace bien poco. Esta expansión enorme del concepto de nacionalidad —
palabra altisonante que procede de la raíz latina nado, que significa nacimiento o raza, a la
vez que nación— claramente alude a formas de conexión que nada tienen que ver con un
sentido hereditario de la identidad, los vínculos de sangre o la etnicidad. Para que los lazos
de unión perduren entre los cada vez más numerosos norteamericanos nacidos fuera de
Norteamérica, nuestro pueblo debe experimentar y mantener un sentido de la colectividad
más generoso que nunca en la historia de la humanidad.
Presunciones compartidas
La siguiente dimensión para evaluar las entidades nacionales corresponde a dos niveles
evolutivos, la comunicación simple y, posteriormente, la comunicación intencional
presimbólica, y hace referencia a los mensajes afectivos, transmitidos dentro de la sociedad
por medio de las interacciones no verbales. Como vimos, el niño capta las expresione s
faciales, las posturas corporales y los tonos de voz en estas fases evolutivas y, a través de
ellos, toma conciencia de las actitudes no verbales, los valores, las creencias y los
sentimientos de las personas que le rodean, crean-do los fundamentos de un «supersentido»
social que utilizará, entonces, para juzgar sus propias intenciones, afectos y acciones, y para
orientarse entre sus semejantes.
En todo el mundo, la conducta de los padres transmite a los niños, una y otra vez, los
mensajes culturales tácitos. Un padre norteamericano celebra que su hijo se vista solo con
una sonrisa efusiva y estimulante: «Somos norteamericanos, y confiamos en nosotros
mismos». Una madre inglesa mueve su cabeza reprochándole a su hijo sus quejas sobre el
retraso del autobús o lo incómodo del asiento: «Los ingleses no nos quejamos». Un padre
español, que presencia cómo su hijo hace caso omiso a un insulto, le dice con desdén y
mirada seria: «Nosotros, los españoles, defendemos nuestro honor y el de nuestras familias».
Una madre japonesa ignora aun pequeño que se jacta de haber superado a un compañero de
clase: «En Japón, no llamamos la atención hacia nosotros mismos».
Cada sociedad considera muchos de los importantes temas emocionales que son propios
de la vida —amor, añoranza, deber, rabia, pasividad, sexualidad y todos los restantes— de
forma muy diferente. En esta etapa de la comunicación preverbal, intencional, la sociedad
transmite a las nuevas generaciones un sentido firme y duradero de las actitudes
«correctas», traspasando, así, a sus miembros más jóvenes, los rasgos más fundamentales
de su cultura v de sus creencias. El aprendizaje es, real-mente, tan profundo en esta etapa
que resulta ser algo muy parecido a lo que consideramos los «valores». También estructura
en gran parte el sentido del sí mismo del individuo. Somos o no somos, por ejemplo,
personas que mostramos nuestras emociones abiertamente, o que mantenemos una actitud
impasible o una conducta decorosa en aras de la corrección. Somos o no somos personas que
preguntamos por qué las cosas son como son, o quién da lugar a una insinuación de tipo
sexual, o quién antepone las obligaciones filiales a la realización personal. Las personas que
hacen estas cosas de manera diferente son, pues, diferentes de nosotras.
Cuando un niño mete sus dedos en la comida o corre por la habitación o interrumpe una
conversación o llora o patalea o ríe o intenta abrazar a alguien, un padre puede responder
con una sonrisa afectuosa, un levantamiento de cejas, una mirada fría, un guiño, u n
movimiento de cabeza, una señalización con el dedo índice, una palmadita en el trasero, un
cachete en la muñeca... Cada una de estas respuestas comprende, por supuesto, un cariz
emocional. A través de miles de interrelaciones como éstas, el niño aprende lo que es y no es
aceptable, lo que es correcto y lo que no es correcto, lo que es y no es realizado, sentido y
dicho. Los adultos no proyectan estas interacciones gestuales al azar. Más bien basan su
conducta en sus propios valores yen su sentido de la justicia y de la urbanidad, y en lo que
las sonrisas, las miradas ceñudas, los abrazos, los asentimientos con la cabeza y los
encogimientos de hombros como gesto de enfado han significado para ellos en su propia
experiencia.
La comunicación gestual otorga información básica sobre el funcionamiento de una
sociedad. ¿Juzgamos, por ejemplo, nuestras acciones en función de unos criterios fijos e
inamovibles, o las evaluamos con arreglo al contexto? En un grupo, cualquier conducta auto
afirmativa o desobediente por parte de un niño es castigada con una mirada seria y un
movimiento de desaprobación con la cabeza, mientras que en otro grupo los padres que
habitualmente están acostumbrados a ser obedecidos, incluso gratificarán con una sonrisa al
niño que ha inventado una manera ingeniosa para eludir una orden, al igual que al niño
pequeño que echa mano de un taburete para alcanzar la caja de las galletas. En la primera
sociedad, el niño puede aprender la lección de que el derecho de reafirmación en la propia
personalidad pertenece exclusivamente a los adultos y que las personas jóvenes deben
obedecer a sus padres y profesores en las respuestas que dan en los exámenes, en las
carreras profesionales que eligen, c incluso en la elección de la persona con la que se van a
casar. En otra sociedad, el joven puede aprender que los criterios tienen cierta flexibilidad y
que las valoraciones dependen, en gran medida, del contexto.
Las sociedades transmiten a sus miembros rasgos particulares que acaban formando parte
de la personalidad. Un padre norteamericano suele responder de forma diferente al
desamparo de un bebé que un padre japonés. Un apego excesivo, la conducta tímida y la
obediencia inmediata hacen sentirse incómodo a cualquier padre norteamericano; a través del
desarrollo de su comprensión afectiva, el niño se dará cuenta de que dicha conducta resulta
poco satisfactoria. Los despliegues de iniciativa, curiosidad y conductas auto afirmativas, por
el contrario —actitudes de las que cualquier madre y, especialmente, padre norteamericano
se sentiría orgulloso—, crean considerable malestar al padre japonés típico, que considera el
individualismo como una amenaza. En los Estados Unidos, las diferentes facetas en las que
una persona afirma su propia personalidad y su conducta independiente no se fomentan
única y minuciosamente duran-te los primeros meses de vida, con sus padres y en su casa,
sino en el colegio, en el parque infantil, cuando están sentados alrededor de la mesa y en el
puesto de trabajo. En el Japón, los aspectos más relevantes de la dependencia mutua y del
deber se desarrollan en los mismos contextos.
La comunicación gestual también refleja qué temas culturales son lícitos para explorar en
el futuro con mayor detenimiento y cuáles no. Cuando un niño norteamericano se interesa,
por ejemplo, por los pájaros que anidan en los árboles del jardín, o qué pasa en una colmena
que vio en una casa de campo, o quiénes fueron los mejores bateadores loca-les, o cómo
conectarse a Internet, los gestos de asentimiento y sus sonrisas estimulan su interés por la
naturaleza, los depones o la tecnología, lo que, a su vez, genera más sonrisas y más gestos
afirmativos. Si, por ejemplo, ese mismo niño realiza unas preguntas puntuales sobre «los
pájaros y las abejas», un cuerpo tenso, una risa nerviosa o una expresión de disgusto, incluso
un deje de fastidio, pueden indicar que la sexualidad no es un campo apropiado para el afán
explorador del niño, y que cualquier pregunta posterior sólo conllevará más expresiones y
gestos de desaprobación.
A lo largo de la vida, los gestos y las expresiones de los demás en respuesta a nuestra
conducta tienen un poder de comunicación superior al de cualquier palabra acerca de qué
áreas pueden debatirse y cuáles no.
Las sociedades y las subculturas realzan generosamente determinados temas, mientras
que prestan una mínima atención a otros. Las comunidades de habla yiddish, en la Europa
del Este, desarrollaron un amplio vocabulario verbal y gestual para expresar sus quejas y su
repulsa, lo cual permitió que un pueblo oprimido pudiera dar rienda suelta a su rabia,
angustia y desesperación a través del humor, más que a través de la conducta. Las naciones
isleñas de Gran Bretaña y Japón, densamente pobladas, estratificadas en diferentes clases
sociales y relativamente homogéneas, han desarrollado, en cambio, un sistema de protocolo y
de modales sutilmente refinado para suavizar la vida social. La población afroamericana
puede expresar una amplia gama de emociones, desde una tristeza profunda hasta la má xima
exaltación espiritual, por medio de una tradición musical, vocal e instrumental rica y llena de
matices.
Expresión simbólica
Los temas que determinada sociedad elabora en el plano de la expresión no verbal
también predominan en el siguiente nivel verbal. Los símbolos verbales expresan un concepto
o un sentimiento que ya existe, un propósito, una pauta o un afecto que ya se observaba en
su manifestación presimbólica. Para el niño que acaba de iniciar su fase simbólica, «mamá»
hace referencia, así, a una persona conocida y querida; «bibe», en lugar de «biberón», al
ritual familiar de la comida; «fuera», a las experiencias asociadas a los juegos en el jardín. En
el plano social, los símbolos representan conceptos conocidos que la población maneja en el
nivel más elemental de la comprensión gestual.
El nivel evolutivo de una sociedad se refleja en la relación que existe entre sus símbolos y
sus valores más profundos. ¿Existen determinados objetos simbólicos a los que se les
atribuyen unos poderes intrínsecos o que representan unos importantes valores abstractos?
¿Es la bandera de la nación, por ejemplo, sagrada en sí misma o como símbolo de «la
república a la que representa»? La diferencia se ve claramente en el contraste entre el
régimen nazi, que quemaba libros para suprimir aquellas ideas que consideraba ofensivas, y
la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos acerca de que la quema de la bandera
norteamericana constituye un acto de expresión simbólica consentido. Aunque la profanación
de un emblema tan querido ofende, profundamente, a muchos norteamericanos, el Tribunal
insistió, sin embargo, en separar el objeto físico propiamente dicho de las ideas que
representa. Al honrar la bandera, no honramos un trozo de tela, sino los principios que
simboliza. Permitir un acto que muchos consideran un ultraje detestable proclama el principio
abstracto de la libre expresión.
Los símbolos se utilizan en muchos niveles evolutivos. Pueden ser extremadamente
concretos, apenas diferenciados de una reacción directa, física, ante la situación o el estímulo
desencadenante. Un individuo puede murmurar «Cuando dijo esto, le podría haber pegado»,
en lugar de sacudirle realmente, o «Siento tensión en mi estómago», en lugar de huir.
Vociferar insultos contra un médico abortista puede sustituir al deseo de pegarle un tiro. Este
uso de lo simbólico está, sin embargo, tan próximo a la descarga conductual y resulta tan
polarizado, que no puede expresar sutileza alguna.
Los símbolos fragmentados, inconsistentes, idiosincrásicos y discordantes con la realidad,
a la que representan intencionadamente, sólo contribuyen un poco más al pensamiento
abstracto. Estos símbolos no se ajustan a ningún sistema significativo coherente, pero existen
como islotes de significado, al margen de la comprensión que la gente tiene del mundo. Los
regímenes comunistas, al igual que otros, refundieron literalmente la historia —incluyendo las
referencias en los discursos oficiales, en los documentos y en los libros de texto empleados
en las escuelas—para adaptarla a la ideología imperante en detrimento de la memoria
colectiva de aquellas personas que vivieron esos acontecimientos, vulneran-do así claramente
el sentido de la realidad compartido por los ciudadanos. Estas sociedades a menudo actúan
con extremada dureza con aquellos que no consienten la tergiversación de la verdad. Dado
que las familias siguen transmitiendo a sus hijos una «verdad emocional presimbólica», más
elemental y no verbal, estas construcciones simbólicas se desvanecen inmediatamente con el
hundimiento de las dictaduras que las imponen.
Después de tres generaciones de orden soviético, los elementos tradicionales de la cultura
rusa, supuestamente extirpados décadas atrás —la iglesia, por ejemplo, y el nacionalismo—
resurgieron como por arte de magia. Las verdades emocionales más antiguas y más
fundamentales sobrevivieron debajo de toda la manipulación simbólica y resurgieron in-
mediatamente en cuanto ésta hubo desaparecido. Como me explicó hace poco un antiguo
ciudadano ruso: «El derrumbamiento del comunismo no debería haber constituido una
sorpresa en Occidente. Mi padre, que dirigía una fábrica (como todos aquellos que se
encontraban en una posición de dirección intermedia) producía un 50 % de sus productos
para el mercado negro. En los últimos diez a quince años, quizá menos del 2 % de mis
compañeros de estudios creían en la filosofía económica comunista. El sistema se derrumbó
porque no se correspondía con nuestra naturaleza como pueblo. Somos competitivos,
individualistas y ambiciosos».
Este tipo de fragmentación y de cisma contrasta con un sistema de símbolos mucho más
integrado que puede corresponderse tanto con un sistema de valores temprano como con
cualquier otro. En las sociedades en las que los símbolos se imbrican de esta ma nera es
posible enfocar racionalmente los incidentes más controvertidos. El gobierno israelita, por
ejemplo, inició una investigación de las masacres de palestinos en los campos de refugiados
de Sabra y Shatila dentro de un enfoque básica-mente militar del tema. Aunque los atentados
los llevaron a cabo soldados libaneses, el ejército israelí tenía el control efectivo de las
extensas colonias de refugiados. Los investigadores israelitas llegaron a la conclusión,
incómoda desde el punto de vista político, de que Israel era responsable, si no directamente
culpable, de la matanza, debido a que los oficiales responsables no tuvieron la precaución ni
la disciplina necesarias para garantizar la seguridad de los civiles que se encontraban bajo sus
órdenes.
La madurez del sistema de símbolos de una sociedad, al igual que la de un individuo,
también se puede evaluar en función de su grado de polarización y de rigidez, por un lado, y
de flexibilidad y de integración, por el otro. La sociedad sureña, en la que la esclavitud era
una práctica habitual, consideraba a las personas que tuvieran cualquier grado de rasgo
africano como genéticamente inferiores a aquellos de origen cien por cien europeo. Este
pensamiento tan polarizado disocia al propio grupo de determinadas características
indeseables y proyecta estos rasgos en el otro, cuyos miembros los interpretan como
amenazantes, repugnantes, o ambas cosas. Los diferentes prejuicios contra grupos de
personas percibidos como masas indiferenciadas por una única característica ejemplifican
este tipo de pensamiento. Una sociedad más evolucionada percibe a los seres humanos como
individuos a los que debemos juzgar y valorar en su singularidad, con sus puntos fuertes y
sus debilidades. La inclusión formal de dichos grupos, como son las mujeres y los
afroamericanos, en el conjunto de ciudadanos protegidos por la Declaración de Derechos,
representa un distanciamiento considerable de las actitudes polarizadas. Sin embargo, hasta
que la realidad actual no alcance el nivel de la retórica oficial, la polarización continuará
ejerciendo su influencia.
Algo más evolucionados que los sistemas simbólicos polarizados son aquellos que toleran
unas cuantas categorías de pensamiento y de conducta estrictamente definidas. Las
marcadas oscilaciones de los electores norteamericanos respecto de su candidato preferido
reflejan una forma de pensamiento restrictiva. Éstos son percibidos por sus votantes como
modelos idealizados que encarnan determinadas ideas, ideologías y rasgos caracteriales, más
que como seres humanos en un sentido más amplio. No obstante, muy pocos altos cargos —y
ninguno de la historia reciente— pueden satisfacer las expectativas creadas durante sus
campañas.
Los votantes tienden, entonces, a reaccionar de forma extremada-mente sensible a los
errores cometidos por el presidente y eligen a su oponente como sucesor, predisponiéndose a
sí mismos a sufrir otra decepción. Después del astuto y sagaz, pero no siempre honrado,
Nixon (y un breve período del práctico Ford), los votantes dieron su confianza al
escrupulosamente ético pero ocasionalmente indeciso Carter. El liderazgo firme y confiado de
Reagan, junto con una capacidad resolutoria poco crítica y en exceso polarizada, contrastaba,
a su vez, con la indecisión de Carter, pero carecía de su capacidad de juicio y su apreciación
de la complejidad. Bush adoptó la actitud paternalista de su predecesor, pero, aun habiendo
prometido en 1992 una continuidad del estilo Reagan, fue derrotado por la supuesta habilidad
de Clinton para la complejidad política, junto con su toque de cordialidad pseudomaternal. La
insatisfacción de la gente con sus líderes a menudo se debe menos ala imperfección de los
individuos que a la insistencia de la opinión pública en idealizarlos, como cuando un niño
pequeño idealiza a su padre. En lugar de sopesar racionalmente las características positivas y
negativas de los seres humanos que nos dirigen, tendemos a pasar de un líder desgastado y
posteriormente desacreditado a su aparente polo opuesto.
Los medios de comunicación de masas refuerzan estos criterios polarizados al tratar los
asuntos políticos y gubernamentales como sise tratara de una contienda entre rivales, más
que de un conjunto de problemas que requieren una solución.' El debate nacional sobre algún
asunto decisivo es contemplado, a menudo, en términos de quién gana o pierde votos
cruciales. En la cultura de la conquista competitiva de la información, en la que las
organizaciones rivalizan por «arruinar» una historia y los divulgadores se disputan los í ndices
de audiencia, los problemas enfocados en términos de blanco o negro llenan las hojas de los
periódicos, por encima de los estudios detallados sobre las dificultades que atraviesa la
nación y las mejores soluciones para hacerles frente.
Instituciones que alientan la reflexión
Al igual que ocurre con las personas, la expresión simbólica permite a los grupos
reflexionar sobre los problemas y las soluciones. Algunas sociedades desaprueban las
evaluaciones autocríticas, tachándolas, según el contexto, de poco patrióticas, traidoras,
heréticas o contrarrevolucionarias. Tal como hemos visto, otras sociedades han elaborado
procedimientos para abordar temas trascendentales para toda la sociedad: consideremos, por
ejemplo, el informe de la Comisión Koerner, que estudió las causas de los desórdenes raciales
que tuvieron lugar en Norteamérica en los años setenta, o la investigación y el autoexamen
por medio del cual el estado alemán ha intentado limpiar su imagen de los remanentes del
nazismo.
De hecho, el aparato legislativo existe en los estados democráticos justamente para que
las decisiones se tomen por deliberación más que por imposición. El proceso prescrito por
determinados parlamentos europeos o por la constitución de los Estados Unidos está
diseñado explícitamente para obligar a la reflexión, para imposibilitar en la práctica que una
nación pueda tomar una decisión importante sin debate ni compromiso entre los diferentes
centros de poder de la sociedad.
Un funcionamiento consistente en ese nivel resulta complicado en los grandes grupos,
dado que requiere una considerable madurez social. Pero unas estructuras permanentemente
reflexivas conducen a un tratamiento mucho más equilibrado y justo de los problemas, como
se hace patente en el hecho de que las democracias, que requieren un voto mayoritario antes
de poder entrar en acción, casi nunca se declaran la guerra entre ellas. Los votantes
únicamente aceptan con gran renuencia mandar a su juventud hacia zonas de peligro,
haciendo todo lo posible para que sus líderes agoten todas las demás posibilidades antes de
obligar a las Fuerzas Armadas a combatir. Las naciones agresoras suelen ser dictaduras, por
la sencilla razón de que carecen de los mecanismos necesarios para que aquellos que pagan
el coste más alto de la guerra enjuicien las decisiones del grupo dirigente. Nuestro futuro, sin
embargo, depende de la capacidad de las naciones que disponen de estructuras reflexivas
estables para movilizar su voluntad colectiva.
Incluso las tendencias económicas pueden verse influidas por estos modelos políticos.
Expertos innovadores crean nuevas oportunidades económicas por medio de la reflexión y
sopesan cuidadosamente los pormenores de la inversión. No obstante, si los expertos más
conserva-dores actúan de forma más concreta y menos reflexiva pueden tomar de-cisiones
menos «inteligentes» sobre las inversiones a realizar, guiados por un impulso o unas
expectativas mal calculadas. Es posible que los ciclos económicos reflejen la entrada
progresiva de este segundo grupo en los foros de decisión, al ser cada uno de los miembros
menos eficiente que el anterior. Un clima de éxito económico animará a este grupo a entrar
en el mercado conduciendo, finalmente, a un proceso descendente en el ciclo. Cuando una
sociedad se caracteriza en exceso por su falta de capacidad reflexiva, es bastante probable
que la inestabilidad económica vaya en aumento.
La visión evolutiva de las organizaciones sociales realza la enorme importancia del tipo de
argamasa que se usa para mantener a un grupo unido. Una sociedad construida sobre la
capacidad de las personas para manejar símbolos complejos logra la cohesión en un nivel
evolutivo muy superior a una sociedad construida sobre necesidades primitivas, como son el
miedo y el odio, o conceptos salvajemente polarizados del tipo «nosotros» contra «ellos». En
el primer tipo de sociedad, se insta a las personas a invertir su energía en las estructuras y en
los procesos por los que son gobernados, en lugar de hacerlo en postulados personales o
totalitarios.
Determinadas instituciones generan, a su vez, ciudadanos capaces de considerar
alternativas y acordar un plan de acción. Una vez que los niños de primaria han aprendido a
comportarse según el Robert's Rules of Order —el protocolo de mociones, defensas,
proposiciones y refutaciones que estructuran la actividad del congreso estadounidense—, un
en-foque similar, aplicado a las decisiones de grupo, es sólo una consecuencia de lo anterior.
Las personas que toda su vida han organizado grupos, desde los juegos en la playa hasta los
consejos escolares, por el rito familiar de elegir un líder y votar sobre los diferentes temas de
interés, son perfectamente capaces de colaborar en jurados, en los consejos de
administración de las sociedades anónimas o en los ayuntamientos. Una vez que las perso nas
han adquirido la costumbre de velar por la existencia de un fórum en el que se pueden
expresar los diferentes puntos de vista, votar y, lo que es más importante, aceptar el
resultado de la votación como vinculante, la toma de decisiones que se basa en la reflexión
constituye la única alternativa para la regulación de los grupos.
Es así como las democracias fuertes responden al dilema de Russell: imponen la suficiente
disciplina como para organizar unos ejércitos poderosos, a la vez que mantienen un sent ido
de la libertad y de respeto a la individualidad en su interior. En la segunda guerra mundial,
los miembros de las naciones aliadas surgieron en defensa de sus instituciones subordinando,
libre e incluso entusiásticamente, sus deseos personales a los varios años que se tardó en
poder derrotar al Eje.
A primera hora de la mañana del día D, por ejemplo, las tropas norte-americanas fueron
víctimas de una catástrofe en Omaha Beach. Los planes de invasión habían fracasado
estrepitosamente y las pérdidas de soldados y de material eran tan importantes que los
comandantes consideraron retirar las fuerzas supervivientes de la playa y abandonar la
tentativa, lo que habría comprometido seriamente toda la estrategia de Normandía y,
presumiblemente, la posibilidad de abrir el frente occidental contra los alemanes. El
historiador y experto en asuntos militares Stephen Ambrose ha descrito en diversos
documentales cómo los restos de las unidades destrozadas avanzaron, con extrema dificultad
y bajo un fuego mortal, hasta la base de los riscos, en cuya cima se había aposentado la
primera línea de la defensa nazi. Allí, bajo el liderazgo de oficiales y combatientes que
tuvieron la suerte de sobrevivir, grupos de hombres pequeños pero resueltos determinaron
que, antes que morir desamparados en la arena, preferían morir intentando abrir una brecha
tierra adentro y, quizá, arrastrar con ellos a gran parte de los enemigos. Estos grupos de sol -
dados juntados al azar, equipados con cualquier cosa que habían podido salvar o recoger d e
los escombros, comenzaron a alejarse de la playa, dirigiéndose hacia los objetivos asignados
en un principio. Al actuar de esta manera, consiguieron labrarse un camino entre las líneas
enemigas y establecer la cabeza de playa que había sido prevista por los planificadores de la
estrategia. Entretanto, los oficiales alemanes, entrenados para responder sólo a las órdenes,
perdieron el tiempo a la espera de instrucciones mientras los norteamericanos improvisaban.
Lo que explica la habilidad de estos hombres para reunir sus fuerzas en unidades de
combate improvisadas pero efectivas fue su capacidad de reflexión sobre la precariedad de la
situación en la playa, la capacidad individual de cada soldado respecto a utilizar su sentido del
deber y su confianza en sí mismo —realmente, el sentido máximo del sí mismo—para hacer
frente al problema real que tenía que afrontar el grupo, y la capacidad individual de cada
hombre para encontrar un significado personal a la necesidad compartida de alejarse de la
playa de la manera que fuera posible.
El reto estratégico que tuvieron que afrontar las fuerzas norteamericanas en Omaha Beach
constituye un ejemplo de otras tantas situaciones que se presentan en nuestras vidas. Todas
nuestras instituciones sociales y los símbolos culturales que las rodean —el IRS, la infield fly
role en el cricket, los aniversarios de boda, la iglesia católica, el Memorial Day y otros
muchos— son creaciones de la mente humana. También adquieren, sin embargo, una
existencia objetiva. Son algo parecido a una entelequia jurídica, al igual que una sociedad
anónima, que tiene poder y presencia en los tribunales pero no existe más allá de los
conceptos legales que la definen. Lo que otorga un carácter real a estas abstracciones es su
significado, su contenido emocional, venido en ellas por las personas a las que conmueven.
De forma parecida a la Campanilla de Peter Pan, existen porque creemos en ellas. Si nos
pusiéramos de acuerdo en mostrar nuestra indiferencia, dejarían de tener cualquier poder
sobre nosotros. Ello es cierto para una entidad aparentemente tan venerable y poderosa
como el IRS. Las leyes que no se ponen en vigor rápidamente, acaban siendo papel mojado,
sin significado alguno.
Paradójicamente son, por lo tanto, nuestros afectos interiores los que revisten de
significado nuestra realidad externa. Nuestro apego emocional a las costumbres y a las
instituciones de nuestro mundo social les otorga su auténtica identidad. Las emociones
construyen el puente entre la subjetividad del individuo y la objetividad del mundo externo. Al
en-lazar, precisamente, la fisiología individual con la realidad física exhortan a la realidad
simbólica. Únicamente aquellas personas que han evolucionado a través de las etapas
descritas en la primera parte del libro pueden canalizar sus emociones para dar vida a los
ideales abstractos de su sociedad y a las estructuras que las encarnan.
Si una sociedad consiste, en gran medida, en personas capaces de funcionar en un nivel
autorreflexivo y posee instituciones en las que el pueblo deposita su confianza, entonces esa
misma confianza —dicho de otra forma, su respuesta emocional colectiva— da un sentido real
a estas instituciones. La cohesión social resulta de lo que Thomas Jefferson de -nominó «el
consentimiento de los gobernados». Es la resultante de los afectos ampliamente sostenidos
en el interior de un grupo, más que una compulsión o reglamentación.
A diferencia de las sociedades cohesionadas por lealtad a la estirpe, la xenofobia o actos
de fuerza, aquellas cuya unión interna surge del con-sentimiento emocional libremente
otorgado corren dos riesgos de cara a una posible fragmentación. Cuando una institución
traiciona la confianza del pueblo, sólo existen dos opciones: reconstruirla de tal forma que la
gente la apoye, o retirarle la confianza. Las reformas requieren, no obstante, la existencia de
un amplio número de ciudadanos lo suficiente-mente reflexivos como para ver la necesidad
de un cambio, lo suficientemente flexibles como para aceptar esa realidad cuando se
presenta y lo suficientemente comprometidos como para realizar el gran esfuerzo que
requiere el proceso. Si las personas carecen de este grado de madurez, los cambios
requeridos pueden no tener nunca lugar o ser impuestos por un acto de violencia.
Para mantener la estabilidad y la creatividad, la cohesión y la flexibilidad de una sociedad,
se requieren unas estructuras y unos procesos institucionales lo suficientemente sólidos como
para sostenerse a sí mismos en momentos de cambio, así como una población que disponga
de un número sustancial de personas capaces de pensar de forma reflexiva.
Estos procesos mentales de nivel superior apoyan otro aspecto esencial del mundo
moderno. A lo largo de este siglo, la ciencia se ha convertido en nuestro modelo cultural de lo
que constituye la verdad. Aunque parezca un tema independiente de lo emocional, el método
científico y la realidad que describe también dependen de un consentimiento libre -mente
otorgado. La realidad científica, como todo conocimiento humano, evoluciona. Los
instrumentos técnicos y los paradigmas imponen límites a lo que percibimos, medimos y
sabemos. Así, por ejemplo, la física de Einstein sustituyó ala de Newton al dar cuenta de un
conjunto de observaciones que no concordaban con la mecánica newtoniana. El concepto de
Kuhn sobre el paradigma del cambio —la sustitución de una concepción sobredimensionada
de la realidad por otra— es comúnmente aceptado hoy en día.
Sin embargo, dentro de los límites de las formulaciones científicas validadas, los resultados
pueden ser reproducibles y notablemente fiables.
Los cálculos de Newton siguen siendo válidos para las circunstancias en las que fueron
realizados; la contribución de Einstein consistió en expandir los límites de la física y los
fenómenos que describe. Es la aparente «solidez» de los resultados y de los datos científicos,
su carácter aparentemente absoluto y totalmente objetivo, lo que inspira la confianza
subjetiva que los inviste de autoridad. Los sorprendentes logros tecnológicos que los
científicos han sido capaces de alcanzar desempeñan, por supuesto, un papel importante en
la confianza que, como sociedad, otorgamos a las tareas científicas, incluyendo sus símbolos
y su parafernalia. Aun así, multitud de personas que nunca han visto un virus o un gen, no
digamos ya un electrón, creen ciegamente en los poderes atribuidos a estas entidades
misteriosas por parte de reconocidos expertos, con la misma convicción con la que sus
antepasados creían en entidades tan invisibles como los espíritus malignos o los hu mores
corporales.
Realmente, el hecho de que determinados segmentos de nuestra población todavía se
acojan a paradigmas más antiguos que están en conflicto con los descubrimientos de la
ciencia —la interpretación literal de la Biblia, por ejemplo, la astrología o la numerología—
subraya el papel que el asentimiento compartido desempeña en la autoridad que se concede
a la visión científica, aparentemente objetiva, del mundo. Los partidarios de estas creencias,
algunos de los cuales son sumamente inteligentes, tienen una gran facilidad para comunicar
sus creencias y, dentro de su propios marcos de referencia, tienen una buena formación y
capacidad de razonamiento, creen tan firmemente en sus ideas como los científicos que
investigan los agujeros negros y el ADN. Nuestra capacidad de coexistir no depende tanto de
las ideas a las que nos adherimos como de la capacidad que tengamos para reflexionar,
negociar y aprobar. Si, algún día, segmentos cada vez más amplios de la población se
polarizaran del todo y creyeran en una verdad absoluta, se podría perder la estabilidad del
proceso reflexivo.
Las relaciones a menudo problemáticas entre los diferentes países también se pueden
analizar en correspondencia con la conducta de los individuos en los sucesivos niveles
evolutivos. Al utilizar esta metáfora, no quisiera dar a entender que las decisiones políticas de
un gobierno tengan su origen en las mismas motivaciones que las acciones individua -les. Sin
embargo, el nivel en el que las naciones se entienden entre ellas muestra unos interesantes
paralelismos con las etapas del desarrollo humano. ¿Se parecen los conflictos que surgen
entre diferentes países por territorios considerados propios a las riñas de niños de tres años
que quieren jugar con un mismo camión de juguete? ¿O tienen en cuenta las necesidades del
otro al negociar los temas, como dos adultos reflexivos que intentan resolver un
malentendido mutuo? ¿Responden el uno al otro con acciones inmediatas o con respuestas
bien meditadas? ¿Actúan según sentimientos elementales y conceptos polarizados, o debaten
las ventajas de las diferentes opciones?
La mayoría de los niños avanzan, a través de las diferentes etapas, hacia unos niveles de
comunicación realmente racionales y constructivos, si bien probablemente no alcancen los
niveles máximos de capacidad reflexiva.
El grado de madurez, sin embargo, no se evidencia a veces de forma tan clara en los
conflictos internacionales, donde los rivales pueden estar atrapados en conductas circulares
autodestructivas. Ello puede tener unos resultados potencialmente catastróficos en un mundo
en el que se puede disponer, con creciente facilidad, de armas de destrucción masiva,
mientras que la capacidad de la humanidad para comprender y regular su conducta
permanece paralizada.
A lo largo de las últimas décadas diversos estudios, entre ellos un in-forme sobre etnicidad
y nacionalismo realizado por el Group for the Advancement of Psychiatry, han descrito cómo
las naciones tienden a distorsionar las intenciones de los demás y a atribuirles erróneamente
sus propias razones y creencias.' En ocasiones, su conducta se asemeja a la de un niño que
se encuentra en la fase del apego emocional precoz: los contendientes, por ejemplo, pueden
sencillamente retirar el reconocimiento de sus contrincantes. Tras el estallido del avión de la
Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, en 1988, los Estados Unidos decidieron romper relaciones
con Libia y alentaron a sus aliados a hacer lo mismo. Los Estados Unidos siguen intentando
sancionar a los países que negocian con Cuba. En la compleja maraña de atracción, envidia,
respeto y resentimiento que une a los Estados Unidos y al Japón, los primeros han mostrado
una tendencia recurrente hacia la caracterización polarizada. Si bien su economía se ha
beneficiado de las inyecciones de capital japonés, también han objetado a las empresas
japonesas haber «acaparado algunos de los activos de nuestro país de mayor peso
simbólico».
Los diplomáticos ven estas acciones como simples jugadas en un tablero de ajedrez. El
embargo americano a Libia, Serbia o Sudáfrica, forma parte de un intento de modificar las
conductas de los adversarios, a ser posible, a través de una destitución interna del gobierno
transgresor. En la realidad, no obstante, el efecto más importante del ostracismo es el
bloqueo de la comunicación y la imposibilidad de un acuerdo. Un período corto de aislamiento
y la consecuente penuria económica pueden debilitar a los líderes enfrentados con los
intereses de los Estados Unidos, pero décadas ampliando las listas negras también podrían
tener el efecto contrario: fortalecer a los enemigos de los Estados Unidos, tanto en su osadía
por desafiarlos, como en su prestigio entre sus propios allegados por tener el valor de
hacerlo. En los años cincuenta, en lugar de hacer frente a los problemas reales que
mermaban el país, la élite política norteamericana se enzarzó en un debate áspero, perjudicial
y, en última instancia, absurdo, sobre quién había sido exactamente el responsa ble de
«abandonar» China al comunismo. Tuvo que pasar una generación para que el presidente
Nixon, que, en una fase anterior de su carrera política había liderado el ataque contra la
pretendida «deslealtad» de los cuerpos del Departamento de Estado expertos en asuntos
chinos, tuviera éxito en el restablecimiento de una comunicación fluida. En el ínterin, claro
está, los errores de cálculo tanto norteamericanos como chinos sobre las intenciones mutuas
condujeron a las guerras de Corea y Vietnam.
La percepción precisa de lo que un adversario necesita, puede aceptar y hará si no se
satisfacen sus deseos, es vital para negociar cualquier tipo de acuerdo. El reconocimiento de
los gestos, que transmiten intenciones y valores, tiene una importancia decisiva en est e caso.
Este reconocimiento se puede ver perjudicado de cinco maneras diferentes. En primer lugar,
las personas, a menudo, sustituyen prematuramente las palabras por la experiencia, como
cuando los Estados Unidos intentaron repetidamente forzar a Israel y a la OLP a negociar
asuntos trascendentales antes de que hubieran desarrollado cada uno la suficiente
experiencia común como para comprender las intenciones auténticas de cada parte o confiar
en la palabra del otro.
En segundo lugar, los líderes pueden fiarse en exceso de meras declaraciones verbales y
prestar excesivamente pica atención a la conducta efectiva, como a finales de los años
treinta, cuando el primer ministro británico, Neville Chamberlain, malinterpretó
esperanzadamente la anexión de Austria por parte de Hitler y los designios en el Sudetenland
como una mera reacción a la situación que atravesaba la población étnicamente germana de
aquel lugar, en lugar de considerarlo como una prueba de sus ambiciones expansivas.
En tercer lugar, si las personas intentan forzar o elaborar un acuerdo cuando éste no
existe, evitan, en sus interacciones con los demás, que las señales no verbales delaten sus
auténticos sentimientos. Los criados siguen sonriendo, al margen de la conducta atroz de sus
patrones; los niños a los que, tácitamente, se les ha prohibido expresar rabia y hostilidad
contra sus padres, muestran una fachada engañosamente halagadora. La Unión Soviética
supervisó y orquestó cada uno de los aspectos de la vi-sita norteamericana de forma tan
precisa que los visitantes únicamente pudieron detectar unas pocas señales internas del
colapso político y económico que precedió a la caída del sistema comunista.
En cuarto lugar, a medida que se incrementan las tensiones, tanto los individuos como las
naciones tienden a minimizar el contacto y, por lo tanto, la posibilidad de una comunicación
no verbal. Kennedy y Kruchev, por ejemplo, calcularon mal las reacciones mutuas durante su
difícil encuentro en Viena, en el año 1962. La crisis de los misiles cubanos no surgió a partir
del contacto directo entre ambos líderes, sino por maniobras militares con buques de guerra y
cabezas atómicas. Cuando el peligro fue en aumento lo fue, también, la mutua y peligrosa
desorientación sobre lo que haría la otra parte.
Finalmente, los individuos y las naciones intentan a menudo, y habitualmente sin éxito,
poner límites a la conducta del otro sin el beneficio de una relación más profunda en la que
mediar los conflictos y calibrar cuidadosamente los resultados de las diversas opciones.
Los Estados Unidos han intentado infructuosamente presionar a la aislada Libia, por
ejemplo, y lucharon durante décadas para llegar a algún tipo de acuerdo con Vietnam del
Norte.
Una relación continuada y una comprensión de los símbolos y de las expresiones
emocionales ayudan a los países a resolver los conflictos, pero todavía dejan espacio para los
malentendidos. La falta de una identidad estructurada y del complejo pensamiento emocional
que permite analizar la realidad puede introducir importantes distorsiones en los intentos de
comunicación. Yasser Arafat exhibió una habilidosa gimnasia verbal cuando hizo su primer
intento de reconocer el derecho de Israel a existir, dado que simultáneamente debía
garantizar a sus colegas palestinos que no era un renegado.
Estas formulaciones únicamente acrecentaron las sospechas de los israelíes de que Arafat,
al igual que otros que habían traicionado al pueblo judío en el pasado, fuera capaz de poner
una trampa asesina. Las reitera-das invasiones masivas por parte de Rusia obligaron a los
líderes soviéticos a aparentar una invulnerabilidad continua, lo que incrementó con -
siderablemente su intransigencia en la mesa de negociaciones, muy desproporcionada
respecto al alcance de la situación.
La colaboración y el reconocimiento sensible de las necesidades del otro son lo que
permiten a las naciones, al igual que a los individuos, resolver los problemas que los separan.
Únicamente evaluando los matices y las sutilezas, a la vez que los costes y beneficios
relativos, los países pueden determinar el camino que, con mayor probabilidad, permitirá
alcanzar los objetivos marcados sin desencadenar un conflicto. El pensamiento polarizado —
calificando a los contrincantes como «comunistas descreídos» o «capitalistas imperialistas»—
obviamente imposibilita esta comprensión diferenciada. También impide que los adversarios
perciban las intenciones sinceras de unos y otros, sus puntos fuertes y sus debilidades, y las
áreas en las que es posible alcanzar algún acuerdo. En algunas ocasiones, la comprensión
pro-funda conduce a la compasión y al apoyo. Dicho en otras palabras, permite poner los
límites a tiempo, antes de que sea demasiado tarde.
Analizar los conflictos internacionales desde la perspectiva de los ni-veles de desarrollo
ofrece unas directrices útiles para evaluar los diferentes enfoques. Comunicación constructiva
significa a) mantener una relación no amenazadora a través de las organizaciones
internacionales, b) relaciones más fluidas entre ambos líderes y los ciudadanos por medio de
la diplomacia y programas de intercambio, c) establecer sanciones e intervenciones
únicamente para poner límites y no para aislar al rival de la sociedad humana, d) ofrecer
respeto y autonomía a las demás naciones, e) tolerar las distorsiones que realizan los demás
de determinados hechos o situaciones y analizarlas de cara a la comprensión de los objetivos
aje-nos, y f) negociar diferencias utilizando información precisa y una valoración realista de la
otra parte.
La tendencia histórica de los Estados Unidos de retirarse de países enemigos como Libia,
China y Cuba, no ha conseguido obligarles a que acepten su voluntad. En su lugar, les ha
permitido obtener escasa información sobre sus motivaciones e intenciones, conduciendo a
desastres tales como la catástrofe de Lockerbie, la guerra de Corea o el fiasco de Bahía
Cochinos. Mantener abierta la relación les hubiera permitido, en el peor de los casos, obtener
una información más precisa y, a lo mejor, poder influir sobre sus acciones, en ci erta medida.
Claudicar ante la tentación de considerar los puntos de vista de los demás como del todo
buenos o del todo malos nos ha impedido, posteriormente, recabar información realista o
plantear estrategias provechosas. Durante más de cinco décadas, ambos bandos de la guerra
fría se vieron arrastrados hacia unos gastos militares ruinosos y hacia dos guerras reales. Las
relaciones de las superpotencias con los demás países de todo el mundo se vieron
distorsionadas al categorizarlos como aliados o enemigos. Ello impidió el necesario esfuerzo
para comprender las motivaciones de cada bando y poder actuar según esta comprensión.
Así, podríamos haber entendido la objeción soviética a los misiles norteamericanos en Turquía
en vista de los amargos recuerdos rusos de la invasión extranjera. Si hubiéramos reconocido
y, en cierta manera, intentado apaciguar este pánico justificado, es posible que la crisis de los
misiles cubanos se hubiera podido arreglar sin llegar al borde de la guerra nuclear.
Al igual que otras muchas naciones, los Estados Unidos han proyectado reiteradamente
unos criterios demasiado simplistas sobre los demás y han descubierto, reiteradamente
también —en Vietnam, en el Líbano, en Irak y en la antigua Yugoslavia—, que los
planteamientos y las aspiraciones extranjeras eran más complejas de lo que pensaban. La
simplificación excesiva tiene el efecto funesto de debilitar las instituciones internas. Si los
líderes responden a la opinión pública de forma condescendiente y con opciones polarizadas,
que no representan los problemas en toda su complejidad, van minando la confianza de la
gente y su capacidad para pensar de forma reflexiva sobre los asuntos internacionales.
Cuando los líderes políticos utilizan los medios de comunicación de masas para alime ntar
la información polarizada e inexacta, un peligro cuyo ejemplo característico es el período de
McCarthy en los años cincuenta, se pierde la capacidad para efectuar matizaciones sutiles en
el diálogo nacional. La pregunta que se plantea es «¿Quién dejó a China en manos del
comunismo?», en lugar de «¿Cómo podemos establecer unas relaciones más efectivas con las
naciones del bloque comunista?». La meta consiste en buscar supuestos traidores en el
gobierno, en lugar de examinar los puntos de vista de los expertos que están en desacuerdo
con la política que se está llevando a cabo. La distorsión informativa puede favorecer las
aspiraciones políticas a corto plazo de algunos individuos pero, a largo plazo, limita nuestra
capacidad para gobernarnos a nosotros mismos.
Las técnicas actuales para realizar encuestas acentúan esta situación. Una vez que los
políticos han enfocado los temas de una forma polariza-da, los encuestadores realizan
sondeos para determinar qué opiniones son las más populares. Los líderes jus tifican sus
políticas y acciones responsabilizando a la opinión pública de encuestas que en realidad han
provocado ellos mismos con su desinformación. Esta última, así como la polarización, acaban
sustituyendo así al debate bien informado.
La Constitución de los Estados Unidos, como muchos de los documentos en los que se
basan las distintas democracias, asume un cuerpo político capaz de pensar reflexivamente.
Originariamente, los redactores intentaron garantizar las necesarias cualidades de moderación
y reflexión, limitando el derecho de voto a los hombres de prestigio y de bue na posición
económica. A lo largo de los últimos dos siglos, sin embargo, yen consonancia con la genuina
intencionalidad de la Constitución, los Estados Unidos han ampliado el ele ctorado para incluir
diversas clases sociales anteriormente excluidas. La supervivencia de esta democracia
depende, pues, de la capacidad que tengan todos los ciudadanos para demostrar las
cualidades del pensamiento reflexivo, que tanto valoraron los fundadores.
En el contexto de la política exterior actual, la tecnología del presente y la del futuro dejan
pocas opciones. Los sistemas y dispositivos que permiten, actualmente, una comunicación
instantánea y un espionaje sorprendentemente preciso, por no mencionar la destrucción
masiva a escala mundial, han creado normas impregnadas de emociones y contra -
producentes, como el no reconocimiento, la adopción de actitudes poco sinceras y la
representación distorsionada y desleal. Quizá cumplieron su cometido cuando las naciones no
estaban todavía entrelazadas por el poder de una economía y una tecnología globalizadas.
Pero hoy en día, cuando todo el mundo puede presenciar, simultáneamente yen directo,
cualquier acontecimiento en la televisión, cuando las comunicaciones instantáneas pueden
producir subidas o caídas espectaculares en los mercados de valores de todos los
continentes, cuando las economías son cada vez más estrechamente interdependientes; y
cuando las armas nucleares, biológicas y ecológicas amenazan a todo el planeta, únicamente
un planteamiento mucho más reflexivo sobre las relaciones internacionales puede constituir
un punto de referencia para evaluar la seguridad nacional.
Las sociedades organizadas en un nivel evolutivo medianamente alto, por supuesto,
ofrecen a sus ciudadanos una oportunidad de vivir una vida en libertad y de alcanzar un
elevado nivel de conciencia considerablemente mayores que las que están organizadas en un
nivel más primario. Las sociedades reflexivas suelen ser, por mayoría abrumadora,
democracias, con o sin una monarquía residual y representativa. Las autocracias pueden
ofrecer un tipo de seguridad basada en la fuerza y una cohesión interna basada en la
uniformidad, pero la libertad individual y el sentido del significado de cada una de estas vidas
individuales aparecen inhibidos. El pensamiento o la expresión reflexiva en un nivel superior,
que podría desenmascarar las crueldades, ostentaciones e inconsistencias de la sociedad, son
desaconsejados o prohibidos. Al quemar libros, interceptar aviones, prohibir a los ciudadanos
el acceso a los faxes individuales, copiadoras u ordenadores, intervenir teléfonos, censurar
los periódicos, monopolizar los medios de comunicación, dirigir los planes de estudios,
escuchar conversaciones privadas, vigilar las reuniones públicas y castigar la disidencia, estas
sociedades aniquilan todos los esfuerzos para fomentar un libre intercambio de ideas.
Las democracias no sólo fomentan, sino que también requieren unas capacidades
mentales de nivel superior. No pueden sobrevivir sin ciudadanos capaces de reflexionar sobre
diferentes opciones y sacar sus propias conclusiones. En los Estados Unidos, se espera que
todos los ciudadanos adultos sean capaces de formular y expresar opiniones sobre los méritos
de los candidatos que aspiran a un puesto de responsabilidad y sobre los pormenores de los
diferentes temas de interés público. El sistema jurídico de los Estados Unidos asume que doce
ciudadanos elegidos al azar conseguirán comprender los hechos y los principios legales
implica-dos en el más enrevesado de los procesos criminales. No hace falta que los miembros
de un jurado tengan determinadas calificaciones académicas o que los votantes rellenen
cualquier test intelectual. Simplemente se da por supuesto que el norteamericano medio
puede comprender los matices, contrastar las alternativas y llegar a unas sentencias justas y
razonables. Mientras una masa considerable de personas mantenga estas capacidades, las
instituciones estadounidenses perdurarán.
Capítulo 15
La suposición de que habrá suficientes adultos reflexivos para conservar una sociedad en
libertad no se debe dar por sentada. Si la conjetura que he expuesto en este libro es cierta —
si la experiencia emocional es, realmente, la base del desarrollo mental— entonces el carácter
profunda-mente impersonal y el estrés familiar que impregnan nuestra sociedad pueden muy
bien constituir una amenaza para el desarrollo mental en un número significativo de
individuos.
Cabe esperar que personas que, en su infancia, carecieron de oportunidades para
desarrollar unas cualidades mentales superiores y más reflexivas, actúen de forma impulsiva,
piensen de forma inflexible y polarizada, no sean capaces de captar los matices y las
sutilezas, e ignoren los derechos, las necesidades y la dignidad de los demás. Si este tipo de
personas fuera cada vez más numeroso, cabría esperar una sociedad más impredecible y
peligrosa, con crecientes estallidos violentos y conductas antisociales, y una menor tendencia
a la moderación individual y la capacidad de negociación. Personas cada vez más extremistas
y centradas en sí mismas. A largo plazo, disminuiría el pensamiento constructivo y creativo.
Unas pautas cognitivas estandarizadas reemplazarían a la genuina capacidad innovadora.
Estas tendencias ya están, de hecho, tan presentes en nuestra sociedad que han
comenzado a preocupar a muchos ciudadanos reflexivos. Violencia y criminalidad,
aparentemente gratuitas, se han incrementa-do, espectacularmente, en la última generación.
Actos delictivos que hubieran acaparado titulares sensacionalistas hace no más de dos o tres
décadas ocupan, ahora, las páginas interiores de la sección local) Incluso los niños cometen
ya asesinatos, matan despiadadamente, a me-nudo por antecedentes nimios o por la
posesión de determinados bienes que, una o dos generaciones atrás, no hubieran
desencadenado más que una pelea callejera. Todo aquel espíritu, referente a que todos los
miembros de una sociedad asumen una responsabilidad solidaria por el bienestar de los
ciudadanos más desfavorecidos, se ha quebrantado gravemente a medida que los más
favorecidos se van retirando, progresiva-mente, en enclaves residenciales vallados, lujosas
áreas comerciales y colegios privados.
Un número considerable de ciudadanos presenta indicios de estar funcionando muy por
debajo de los niveles evolutivos superiores, bien por-que no han alcanzado importantes
etapas del desarrollo mental, o porque determinados aspectos de su vida les h an hecho
regresar a etapas más ele-mentales. Un número pavorosamente alto de jóvenes actúan como
si su desarrollo emocional llevara un retraso de años, de una década o más, incluso, respecto
de su edad cronológica.
Los ciudadanos responsables y preocupados se dan cuenta, en todas partes, de que se
requieren iniciativas innovadoras para frenar las fuerzas que van minando la capacidad de
nuestra sociedad para fomentar los valores que más apreciamos. Los pasos que se deben dar
no están, sin embargo, definidos con claridad. En este libro, he sugerido unos caminos para
el cambio basados en la perspectiva evolutiva. Algunos de estos pasos pueden suponer un
sacrificio profesional y material. La competitividad, motor del rendimiento, y la expansión de
la burocracia contribuyen a una creciente despersonalización y se han erigido en unas fuerzas
con gran poder. Dar una importancia primordial a la educación de los niños, a las relaciones y
a la calidad de la experiencia emocional, tanto en las familias como en los centros de
enseñanza, a la psicoterapia, el matrimonio y las instituciones de bienestar social, es, a mi
modo de ver, nuestra principal obligación como seres humanos.
Esto no significa la vuelta hacia la familia jerarquizada del pasado. Los genuinos «valor es
familiares», que resaltan la importancia de las relaciones afectivas, no exigen estar adscritos
a unos roles rígidos, sino que presuponen, más bien, la convicción de que el mundo
emocional constituye la base del intelecto, de la capacidad de razonamiento y de la sensi-
bilidad moral requerida en una sociedad democrática.
Los padres que luchan por sacar adelante a sus hijos en un mundo frenético y lleno de
estrés, donde ambos miembros de una pareja trabajan, en familias monoparentales, con
turnos laborales en jornadas de veinticuatro horas, con la ausencia de familias extensas e
inseguridad económica, a menudo se encuentran demasiado cansados o preocupados corno
para dar a sus hijos el tiempo y la atención que requieren las relaciones afectivas más
estrechas. Una cultura que no considerara la parentalidad como un asunto privado y una
distracción al margen del trabajo, sino como la tarea más trascendente, estimulante y de
interés social que un adulto puede llevar a cabo, impulsaría y favorecería una impl icación
parental mucho mayor de la que muchos niños experimentan hoy en día. Para el bienestar a
largo plazo, de cada niño y de toda la sociedad, el provecto exigente de formar a un miembro
de la siguiente generación de adultos requiere el reconocimiento, no sólo de una
responsabilidad asumida en la intimidad de la familia, sino de una labor realizada en beneficio
de todos nosotros.
Los ciudadanos creativos, participativos y solidarios han sido siempre el recurso más
importante de una nación como los Estados Unidos. Aquellas personas que se esfuerzan por
crearlos, necesitan sentirse valoradas y respaldadas.
Las reformas propuestas hace tiempo, como horarios de trabajo más flexibles, mayor
disponibilidad de guarderías o permisos familiares más liberales, aún siendo beneficiosas, sólo
constituyen avances mínimos de cara a la construcción de una sociedad sinceramente
comprometida con el aspecto central del intercambio afectivo durante las etapas de creci -
miento. La reforma auténtica se debe producir en los valores que determinan nuestras
decisiones, es decir, en la concepción de la naturaleza humana a la que nos referimos cuando
centrarnos el debate. La falsa dicotomía entre emoción e intelecto, entre educación e
interacción, subyace a nuestra falta de apoyo social v económico a las familias.
Si la escisión entre una forma de entender la naturaleza humana subjetiva, espiritual y
emocional, por un lado, y objetiva, racional y materialista, por el otro, sigue dividiéndonos
como ha ocurrido desde hace tiempo en la forma de pensar occidental, probablemente
continuemos por el mismo camino. Haremos hincapié en las soluciones mecánicas v
materiales, como son una política social más inflexible y la construcción de más prisiones, en
lugar de aspirar a satisfacer las necesidades emocionales en un marco estructural v
disciplinario adecuado.
Partiendo de la proposición de que la experiencia afectiva constituye la base de la mente
humana, y que de su aportación depende la esencia de la tarea, exigente pero infinitamente
valiosa, de educar a los niños, se deduce que la crianza de los hijos y la vida familiar merecen
un lugar prioritario entre las muchas exigencias, a veces contradictorias, a las que se so -mete
a las personas. Nuestra cultura, altamente competitiva, define a la persona exitosa como
aquella que destaca en el trabajo (a poder ser, en una posición de prestigio y generosamente
remunerada), en el nivel privado (con una esposa igualmente exitosa y unos niños con un
rendimiento brillante) yen el nivel personal (a través de programas de perfeccionamiento y de
mantenimiento físico). De hecho fomenta, a veces, un deseo de realización y gratificación
personales bastante voraz en su intensidad e insaciabilidad.
Cuando resulta imposible aplacar todos los aspectos de esta ansia, como inevitablemente
sucede, las personas ambiciosas, bienpensantes y concienzudas a menudo se sienten
engañadas y decepcionadas. El deseo de quererlo tener todo puede impedir que una persona
disfrute de todo aquello que realmente posee. Ambicionar la satisfacción y el éxito en todos
los ámbitos —trabajo, vida familiar, vida social, ocio, actividades comunitarias, relaciones con
colegas— irónicamente, nos roba el tiempo que necesitamos para las relaciones emocionales
significativas que constituyen la verdadera felicidad. En una sociedad obsesionada por el
trabajo, la expresión individual del adulto y el estatus social, reservar tiempo para una vida
emocional plena y unas relaciones estrechas que la respalden significa, a menudo, tener que
luchar contra los valores imperantes. Puede significar tener que defender ciertos conjuntos de
valores ante las creencias dominantes. Las circunstancias de muchas personas pueden hacer
que ello no sea nada fácil.
En el momento presente, la sociedad no está concienciada de hasta qué punto un niño
necesita relaciones afectivas estrechas, ni fomenta en los futuros padres un sentido realista
de que la educación de los hijos debe ser prioritaria a la hora de tomar decisiones respecto
de los horarios de trabajo y las aspiraciones profesionales. Una visión dualista del desarrollo
mental ensombrece el hecho de que el mejor regalo que los padres pueden dar a sus hijos no
es una buena formación, sofisticados juguetes educativos o colonias de verano, sino tiempo,
considerables espacios de tiempo compartidos, haciendo cosas que, claro está, resulten
atractivas para el niño.
Esta circunstancia no sólo entra en conflicto con muchas creencias intelectuales de los
padres. Pone en entredicho los muchos años de formación que recibieron en el colegio y en el
ejercicio de su profesión. Gran parte de la experiencia inicial de una persona —pasar por las
sucesivas etapas escolares y labrarse un futuro profesional— enseña que ambicionar un
sobresaliente comporta importantes beneficios, sea en el colegio, en el campo de juego o en
la carrera profesional. El profesor, el entrenador, el comité que decide las admisiones en la
universidad o el jefe, pocas veces señalan que destacar en un área de la vida —especial-
mente aquellas que implican un prestigio social, como el buen rendimiento académico y los
títulos universitarios, las medallas en atletismo o un sueldo elevado— puede significar un
nivel mediocre o incluso insuficiente en otras esferas. En última instancia, esta educación
puede no tener en cuenta que un sobresaliente en el trabajo puede comprender un suspenso
en la vida familiar y en la crianza de los hijos. Además, hasta que alguna autoridad otorgue
una calificación tan baja en el que es el compromiso más importante de la vid a, muchos
padres ni siquiera sabrán que la han recibido.
La ilusión de que el intelecto se desarrolla de forma independiente de los afectos permite
a las personas ignorar la importancia de las relaciones afectivas estrechas. Únicamente a
través de esta interacción, los padres pueden percibir las características fisiológicas y
temperamentales de cada niño, empatizar con sus sentimientos a través de los sucesos
cotidianos, establecer responsabilidades y objetivos para alcanzar un equilibrio personal entre
sus puntos fuertes y los menos fuertes, fijar y hacer cumplir los límites y los incentivos
basados en el afecto, la firmeza, la coherencia y el amor, y aportar, por decirlo brevemente,
aquellas experiencias emocionales imprescindibles para desarrollar las capacidades mentales
superiores.
Esto no significa que los niños necesiten unos padres «sobresalientes» para poder
desarrollarse satisfactoriamente, ni que las familias re-quieran un nivel económico
«sobresaliente» para poder llevar un nivel de vida razonable. Unos padres muy ambiciosos
pueden tener que hacer frente a una elección difícil y desacostumbrada: decidir ponerse el
listón algo por debajo de sus posibilidades reales en algún área, con el fin de cumplimentar
las necesidades de otra. Aquellas personas que logran alcanzar una media de «notable» en
ambas áreas —que combinan su compromiso sincero con las relaciones familiares íntimas con
una visión que relativiza la importancia del éxito profesional— pueden aportar habitualmente
todo aquello que requieren sus hijos para desarrollarse de forma saludable.
En el momento presente, los jóvenes aprenden a ser padres en los centros de enseñanza
imperfectos de sus propias familias de origen. Este aprendizaje puede perpetuar la
infravaloración de la experiencia emocional precoz y su separación del desarrollo intelectual.
En la escuela, en los medios de comunicación y, por supuesto, en las familias, se requiere un
nuevo concepto de desarrollo mental. Enseñar la asignatura del desarrollo humano desde la
guardería hasta la universidad como parte integran-te del plan de estudios, como las
matemáticas o la lengua, y proporcionar a los estudiantes una experiencia práctica con niños
pequeños —los de sexto grado ayudando a los de primer grado con los deberes, por ej emplo,
o estudiantes de secundaria o universitarios trabajando en centros de día o debatiendo las
dificultades inherentes al matrimonio v la vida familiar— constituiría una labor muy positiva
para otorgara los futuros padres una mayor comprensión de las necesidades de los niños.
Dado que muchas asignaturas centrales, como son la literatura v la historia, tratan de la
conducta humana, esta comprensión del desarrollo humano también revalorizaría, sin duda
alguna, estas materias a los ojos del niño. La reflexión sobre las emociones y las familias se
podría llevar de casa al colegio. Cuando la vida emocional e intelectual son parte de lo
mismo, el conflicto no existe. Si mantenemos estas esferas separadas, limitamos tanto la
educación como el desarrollo cognitivo.
Ya no nos podemos permitir considerar la formación global de la siguiente generación
como un asunto particular de los padres. La labor de unos padres responsables que se
esfuerzan por dar afecto c dedicación y transmitir unos valores merece reconocers e como una
contribución al bien común. Se requieren nuevos incentivos en el nivel fiscal, en el ámbi to
laboral y en el comunitario, con el fin de equiparar la importancia de la vida familiar a la vida
laboral o la consecución de una carrera. Estos incentivos podrían ayudar a muchos padres a
organizarse la vida de una forma que satisfaga mejor las necesidades afectivas de sus hijos y
las suyas propias.
Este cambio de prioridades no significa obligar a un padre a permanecer en casa durante
los años de crecimiento de sus hijos. La clave está, más bien, en que las necesidades de los
hijos ocupen el lugar central en las decisiones profesionales y económicas de ambos padres.
Un compromiso al que denomino «solución del 75%», y que satisface tanto sus necesidade s
parentales corno las aspiraciones laborales. Si ambos padres estuvieran dispuestos a trabajar
dos terceras partes en lugar de full-time, un niño podría recibir atenciones de sus padres
equivalentes a dos terceras partes de su trabajo semanal. Este plan re-quiere sacrificios en
los principios de la carrera profesional, v no digamos ya en la reeducación de los empresarios,
pero puede aportar unos dividendos enormemente beneficiosos para la vida familiar y el
desarrollo del niño.
En aquellas familias monoparentales en las que un padre, o una madre, deben trabajar la
jornada completa para poder cubrir las necesidades básicas, la solución del 75% no es viable,
por supuesto. Si tampoco existe la posibilidad de una relación satisfactoria, duradera y
afectuosa con una abuela comprometida u otra persona del entorno del niño, entonces es
sumamente importante que la familia torne conciencia de que las atenciones que recibe el
niño en su vida familiar no son las adecuadas para satisfacer las necesidades evolutivas del
mismo. Los cuidados y el afecto que un niño puede recibir en una institución, incluso en los
mejores centros de día, se ven constreñidos por las propias limitaciones del mismo, y el niño
requerirá, así, unas interacciones afectivas y calurosas adicionales. Un padre que viva solo
podría considerar apagar el televisor o el ordenador y compartir con su hijo, o con sus hijos,
de forma interactiva, las tareas domésticas cotidianas, como limpiar, cocinar e ir de compras.
Durante la comida, en el baño o mientras lo arropa en la cama, un padre también puede
dedicarle ese tiempo fundamental, siguiendo las directrices del niño y ayudándole a
desarrollar sus propias inclinaciones naturales:
Para los niños menores de tres años, los cuidados institucionales requieren cambios
sustanciosos para poder dar cumplida respuesta a sus necesidades emocionales. Una
formación dentro del mismo servicio para que los educadores aprendan a fomentar la
interacción en cada uno de los niveles evolutivos, una mayor implicación de los padres
creando algo parecido a una familia extensa, y unas medidas administrativas que per mitan a
los educadores permanecer con el mismo grupo de niños desde el primer hasta el cuarto año,
para que la continuidad emocional se mantenga y fortalezca, tanto para los niños como para
los educadores, son cambios que pueden contribuir a aumentar la calidad de la relación que
se establece entre unos y otros. Aparte de esta consideración primordial, los educadores
también requieren mejores posibilidades de promoción profesional v unos salarios más justos.
Nuestro sistema educativo también debe cambiar. El caduco modelo industrial tiene que
dejar paso a un modelo basado en el desarrollo mental. Los planes de estudio, la
organización del colegio y los métodos de enseñanza deberían reconocer la diversidad de los
perfiles evolutivos de los niños y adecuar la enseñanza a sus particulares puntos fuertes.
Aquellos que tienen dificultades para aprender en grupo necesitan, al menos, una o dos horas
al día de trabajo individualizado con un profesor. Aquellos que necesitan una dosis extra de
estabilidad emocional deberían permanecer con el mismo profesor o tutor al menos durante
la enseñanza primaria, a veces incluso más. Implicarse no sólo con las asignaturas, sino
también con los profesores y los demás estudiantes, permite que los niños asimilen la materia
y adquieran igualmente la experiencia del estudio. A excepción de los niños muy seriamente
dañados, todos pueden aprender las materias que se imparten en primaria y e n el
bachillerato elemental. Si un niño asiste al colegio y no aprende las necesidades bási cas para
una vida productiva, incluyendo el pensamiento lógico y creativo, el fracaso no radica en la
capacidad o en la actitud de ese niño, sino en las limitaciones de los adultos responsables de
su formación.
Otra área en la que la teoría evolutiva nos obliga a replantear nuestras creencias
fundamentales es la relacionada con la asistencia en la salud mental. Nuestra concepción
debe ir más allá de los síntomas y de los síndromes para obtener una visión más amplia de la
enfermedad mental considerándola un fracaso del desarrollo. Las medicaciones para los di -
ferentes trastornos no deberían considerarse curativas en sí mismas, sino como medios que
permitan tener experiencias que fomenten y posibiliten el desarrollo. Enfoques parciales, no
globales, sean arengas de conocidos gurús o las últimas y más poderosas pastillas, no deben
considerar-se terapias legítimas. En su lugar, fomentar el proceso evolutivo, y no
simplemente normalizar la conducta de una persona perturbada, debería constituir el objetivo
de un tratamiento genuinamente efectivo. No se puede consentir que los planes de reducción
de costes, como los que se aplican actualmente en la asistencia en salud men tal, establezcan
las directrices terapéuticas. Junto con los consumidores, los profesionales de la salud mental,
organizados en el ámbito nacional y local, deben idear directrices para un diagnóstico y
tratamiento adecuados que permitan a los pacientes negociar con los estamentos oficiales
que rigen ese plan y, si fuera necesario, tomar medidas legales.
Volviendo al problema del desmoronamiento de la familia, vemos que la mitad de los
matrimonios fracasan, no especialmente porque ambos miembros de la pareja sean egoístas
o irresponsables, sino porque nunca nadie les ha comentado las presiones que surgen en las
relaciones de pareja, ni tampoco les ha ayudado a desarrollar la capacidad de refle xionar
sobre ellos mismos, lo que les llevaría a responder a estas dificultades de forma flexible y
constructiva. Los futuros esposos aprenden lo que es la relación da pareja en sus propias
familias de origen, a menudo poco dispuestas a fomentar la reflexión sobre sus relaciones
afectivas. Si la mitad de todos los médicos, conductores de autobús o controladores aéreos
no fueran capaces, en última instancia, de llevar a cabo sus tareas, la sociedad sería un caos
y exigiría nuevos métodos de formación y de aprendizaje. La situación que expone a un gran
número de jóvenes a las tensiones de un divorcio y a las dificultades de unas familias
monoparentales agobiadas por la falta de tiempo y de recursos económicos constituye una
emergencia muchísimo mayor.
Ninguna sociedad que se tome en serio el origen afectivo de las facultades mentales
puede tolerar el tratamiento que aplican, a los niños más necesitados y más vulnerables de
nuestra sociedad, las instituciones responsables de su bienestar. Las agencias de adopción y
de acogida y el sistema judicial juvenil toman decisiones que no garantizan la estabilidad
emocional que pueda enmendar las privaciones padecidas durante la primera infancia. La
necesidad que cualquier niño tiene de una relación afectiva estrecha se podría saldar de
forma más efectiva acelerando los trámites de adopción, con unos hogares de acogida bien
seleccionados y supervisados y dando incentivos y formación adecuada a todos aquellos
padres adoptivos o de acogida dispuestos a comprometerse, por un largo espacio de tiempo,
con niños con dificultades. Un grupo de trabaja-dores sociales v comunitarios bien preparado
y bien remunerado, tutores v similares, ayudarían a garantizar que cada niño estableciera
relaciones continuadas con personas a las que conoce y que le han esta-do cuidando
personalmente.
Dado que la preservación familiar no constituye el único objetivo posible, quienes se
pudieran beneficiar recibirían servicios exhaustivos y ayuda antes de ser considerados
incapaces de llevar a cabo su tarea. Ignorar las necesidades de las familias
multiproblemáticas constituye, quizá, la forma de rechazo más terrible de la sociedad.
Debemos considerar a cada niño, ya sea rico o pobre, perteneciente a una raza mayoritaria o
minoritaria, nacido en las zonas residenciales más prósperas de la gran ciudad o en los
barrios marginales donde impera la anarquía, como un ser que encarna nuestro futuro
común.
Nuestra forma de abordar el consumo de sustancias tóxicas y otras conductas de alto
riesgo pone al descubierto, de forma harto elocuente, nuestra falta de un concepto global de
lo que es la inteligencia humana. Tendemos a proporcionar una cierta orientación en el nivel
sanitario y educacional pero, en gran medida, dejamos que la familia asuma los aspectos
emocionales de sus miembros. El hecho de no saber hacer frente a las dificultades de la vida
lleva a las toxicomanías y a las conductas de alto riesgo y éstas, a su vez, empeoran la
capacidad de razonamiento y entorpecen el funcionamiento mental, formándose un círculo
vicioso del que no conseguimos salir. ¿Qué costaría situar la prevención de estas conductas,
que socavan a los individuos, a las familias y a sociedades enteras, entre las máximas
prioridades nacionales? Únicamente un concepto del funcionamiento humano que englobe
estos aspectos personales con los objetivos familiares, comunitarios y nacionales, tiene
alguna probabilidad de elevar estos retos al lugar que deben ocupar en el futuro.
Y finalmente, nuestro tratamiento de las relaciones internacionales debe hacer
nuevamente hincapié en querer comprender las intenciones y los valores de nuestros aliados
y de nuestros adversarios. Existe una tendencia, por parte de muchos, a considerarse
expertos en la naturaleza humana cuando simplemente están proyectando su propio marco
referencial en los demás. Roben McNamara, secretario de Estado de la administración
Kennedy, reconoció, hace poco, que él y sus colegas habían malinterpretado gravemente las
intenciones de los norvietnamitas y advirtió que, actualmente, también estamos mal
informados sobre la base emocional de los conflictos que están teniendo lugar en Europa y en
el Oriente Medio.' Comprender las intenciones de los grandes grupos cons tituye una tarea de
suficiente peso y trascendencia como para justificar la existencia de un departamento o una
agencia gubernamental específica, responsable de alcanzar una comprensión minuciosa de las
demás culturas desde su visión de las cosas. En lugar de la práctica habitual, de ir a la
búsqueda de expertos en una zona cuando irrumpe la noticia de que ha estallado una cr isis
en algún lugar lejano y poco conocido, las personas que elaboran y ejecutan nuestra política
exterior deberían desarrollar un criterio fidedigno del estado de cada país en términos
evolutivos, y de los temas c intereses que les mueven. El conocimiento de los demás pueblos
constituye una fuente de poder internacional.
Tanto en los Estados Unidos como en los demás países del mundo, de bemos compaginar
los programas económicos tradicionales, que dan oportunidades y esperanza a gran parte de
la población, con la comprensión y el apoyo de aquellos factores que posibilitan a los
individuos, a las familias y a las sociedades desarrollar plenamente todo su capital humano.
Bajo estas propuestas subyace un cambio filosófico en la esencia de los seres humanos.
Las naciones llevan a cabo unos programas de gobierno que concuerdan con la imagen que
tienen de sí mismas. Si la sociedad sigue considerando el intelecto y las emociones —los
aspectos objetivos y subjetivos de la organización mental— como entidades diferentes e
incluso confrontadas, no tomaremos plenamente en serio el papel central que las relaciones
afectivas profundas desempeñan en el desarrollo mental. Si no reconocemos, finalmente, que
la subjetividad constituye un factor decisivo, tanto en nuestra vertiente intelectual como
creativa y, por lo tanto, para poder competir y colaborar con otras naciones, en el plano
económico y en los conflictos internacionales, no sólo obstaculizaremos nuestro progreso y
nos arriesgaremos a seguir posibles conflictos en el futuro, sino que también podemos acabar
siendo víctimas de una paradoja más peligrosa. A medida que intentamos progresar como
sociedad podemos, involuntariamente, erosionar los fundamentos de nuestras habilidades
mentales superiores.
Si la experiencia emocional precoz es la base de nuestras habilidades intelectuales, de
nuestro sentido de la moralidad y de la creatividad, deberemos tenerla más presente en
nuestra planificación personal, comunitaria y nacional. Los retos que tendremos que afrontar
—ecológicos, económicos y militares— requieren una acción colectiva. Estos desafíos nos
exigen el desarrollo de nuestras mentes individuales y la oportunidad, para todos y cada uno
de nosotros, de alcanzar la plena sensibilidad humana. El interés por la ex periencia subjetiva
ya no constituye, pues, una actividad exclusivamente humanitaria o estética, sino algo
absoluta-mente crucial para la supervivencia humana.