Misión en Ultramar
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MISIÓN EN
ULTRAMAR
SERIE RICHARD BOLITHO 06
Argumento
Spithead (Inglaterra), 1784. La fragata de Su Majestad Undine se hace a la
mar rumbo a la India y otros territorios de ultramar (Mar de la China, entre
Borneo y Ceilán).
GEORGE H. GRANT
I
Bolitho también conocía esa sensación, pese a que se había dicho a sí mismo
muy a menudo que se encontraba en mejor situación que la mayoría. Con el
país en paz, las ciudades y los pueblos comenzaban a llenarse de marineros y
soldados cuyo servicio nadie requería, pero él había regresado a Inglaterra
hacía un año, y con su casa en Falmouth, una finca propia y su bien ganada
recompensa, sabía que podía sentirse afortunado.
Las voces familiares y las historias sobre barcos y campañas se habían vuelto
forzadas, menos confiadas, después del continuado rechazo. Los barcos se
alineaban junto al muelle, y cada puerto de mar había superado ya el límite de
desechos humanos que podía absorber: lisiados, hombres sordos o ciegos
debido al fuego de cañón, otros medio enloquecidos por lo que habían
presenciado y soportado. Con la firma de la paz del año anterior, esas escenas
se habían hecho demasiado habituales como para que fueran dignas de
mención, o demasiado desesperadas para albergar alguna esperanza.
Se puso en tensión cuando dos figuras doblaron una esquina bajo la ventana.
Incluso sin ver las ajadas casacas rojas, sabía que habían sido soldados. Un
carruaje esperaba junto al camino; los caballos movían la cabeza como si
exploraran el contenido de sus bolsas de forraje. El cochero charlaba con un
criado elegantemente vestido de una casa cercana, y ninguno de los dos prestó
la menor atención a los dos harapientos veteranos.
En ese momento, otra figura avanzó rápidamente y abrió la puerta del coche.
Estaba bien equipado contra el frío, y las hebillas de sus zapatos reflejaban la
lluviosa luz del sol como si fueran de diamante. Contempló al soldado y luego
dio una furiosa palmada para llamar a su cochero. El criado corrió hacia los
caballos y en unos segundos el coche se perdía entre el torbellino de carros y
carruajes. El soldado permaneció en pie, mirándole, y luego se encogió de
hombros con desgana. Volvió al lado de su compañero, y, cogidos del brazo, se
encaminaron muy despacio hacia la siguiente esquina.
—Yo no.
Regateó, amenazó y se enfrentó casi a todos los hombres del puerto hasta
que hubo conseguido más o menos lo que necesitaba. Parecía que veían su
marcha como el único modo de regresar a sus propios asuntos.
—Se lo puedo revelar ahora. Le mando a la India. Eso es todo cuanto puedo
revelarle por el momento. —Sus ojos habían recorrido el escaso número de
hombres que trabajaban en las jarcias y los obenques, y había añadido con
sequedad—: Solo espero que, por su bien, esté preparado a tiempo.
Lo que Winslade había apuntado lo decía todo. Era fácil obtener oficiales a
media paga, pero reunir la tripulación de un barco del rey sin la urgencia de
una guerra o una leva era algo completamente distinto. Si la Undine fuera a
navegar por aguas más conocidas, las cosas podrían ser distintas. Y de haber
sido Bolitho otro tipo de hombre, quizá hubiera sentido la tentación de ocultar
su destino hasta que hubiera logrado suficientes hombres y fuera demasiado
tarde para que escaparan.
Bolitho había sido más afortunado en algún otro aspecto. El anterior capitán
de la Undine había tenido buen ojo para escoger a sus marineros. Bolitho había
tenido ocasión de descubrir que la Undine aún conservaba el núcleo de
veteranos, los oficiales, un maestro velero de primera clase, y uno de los
carpinteros más frugales que jamás él hubiera visto. Su predecesor acababa de
abandonar la armada para hacer carrera en el Parlamento, o, como él mismo
había dicho:
Winslade dejó caer sus faldones, y esperó a que Bolitho estuviera a su lado.
Le tendió la mano.
—Es usted puntual —le dijo—. Eso está bien, tenemos mucho que discutir —
se movió hasta una pequeña mesa lacada—. Querrá un clarete, supongo. —
Sonrió por primera vez. Fue como la luz del sol en Whitehall. Frágil y pronta a
desaparecer. Sacó una silla para Bolitho—. A su salud, comandante —y
añadió—: Supongo que sabrá por qué he solicitado que se le encomendara el
mando.
—Aún andamos faltos de tripulación, señor, pero el barco está tan preparado
como debe. Hace dos días que ordené que dejara los astilleros, y ahora se
encuentra fondeada en Spithead, esperando que lleguen las últimas
provisiones.
—¿Cuántas os faltan?
—Nos faltan unos cincuenta, señor, pero mis tenientes intentan conseguir
más.
El almirante no parpadeó.
—Ya veo. Bueno, eso es asunto suyo. Mientras tanto, le conseguiré una
autorización para que pueda aprovisionarse de... «voluntarios» en los buques
prisión del puerto de Portsmouth.
—Es muy triste que tengamos que depender de los presos —dijo Bolitho.
—Sí, señor.
Recordó a su padre, tal y como lo había visto la última vez, el mismo día en
que había partido para las Indias en la Phalarope. Un hombre cansado, roto,
amargado por la traición de su otro hijo. Hugh Bolitho había sido su mano
derecha. Cuatro años mayor que Richard, era un jugador incorregible, y había
terminado por matar en duelo a un oficial de su mismo rango. Y lo que era
peor, había huido a América para unirse a las fuerzas revolucionarias, y más
tarde capitaneó un barco pirata contra los ingleses. Fue esa noticia lo que mató
realmente al padre de Bolitho, dijera lo que dijera el doctor.
Apretó el vaso con más fuerza aún. Bolitho destinó gran parte de su
recompensa a comprar de nuevo las tierras que su padre había vendido para
pagar las deudas de Hugh, pero nada podía devolverle el honor. Era una suerte
que Hugh hubiera muerto. Bolitho imaginaba que si se hubieran encontrado de
nuevo lo hubiera matado por lo que había hecho.
—Durante la campaña americana sin duda notó que hubo poca colaboración
entre el gobierno militar y el civil. Tampoco las fuerzas que entraron en
combate confiaban las unas en las otras. Eso no debe repetirse. La tarea que le
encomiendo sería más propia de un escuadrón, dirigido por un almirante, por
si acaso. Pero eso llamaría la atención, cosa que el Parlamento no piensa tolerar
mientras nos encontremos en esta difícil paz. ¿Dónde reside en Londres? —
preguntó de pronto.
—Muy bien, el señor Herrick, entonces. Puede hacerse cargo de los asuntos
locales. Le necesito en Londres durante cuatro días. —Su tono se endureció
cuando Bolitho pareció protestar—. Como mínimo.
—Váyase y haga los preparativos para mudarse ala dirección que le daré.
Tengo mucho que hacer, de modo que puede divertirse mientras pueda.
—La espada de su padre, ¿eh? —La tocó con la punta de los dedos. Era muy
suave, gastada, y mucho más ligera que la mayoría de las espadas modernas.
Bolitho sonrió.
Una mano le tocó el brazo, y se volvió para ver a un joven con una casaca
azul y andrajosa, que le estudiaba con ansiedad.
Vio cómo la desilusión invadía el rostro del hombre. El viejo Warrior siempre
había estado en vanguardia. Raramente se perdía una batalla, y sus hombres
mencionaban su nombre con orgullo. Ahora su segundo teniente esperaba
como un mendigo.
—Si puedo ayudarle... —dijo, en voz baja. Se llevó la mano al bolsillo—. Para
que continúe a flote un tiempo...
—Gracias, pero no, señor —forzó una sonrisa—. Al menos, no aún. —Se
subió el cuello de la casaca, y cuando se alejaba, gritó—: ¡Buena suerte,
comandante!
El teniente Herrick alzó el cuello de su pesado capote, y se dio otro paseo por
el alcázar, con los ojos entrecerrados para evitar la mezcla de lluvia y espuma,
que hacía que las tensas jarcias brillaran bajo la pobre luz como si fueran cristal
negro.
Entró en la Armada cuando aún le faltaban unas semanas para los doce años,
y esos largos meses que siguieron a la firma de la paz con Francia y el
reconocimiento de la independencia americana había sido su primera
experiencia lejos de la única vida que había comprendido y en la que había
confiado.
Era pequeño y estaba aterido de frío. Apenas llevaba a bordo tres semanas.
—Gracias, señor Penn. Eso significará unos cuantos hombres más, espero —
miró al muchacho sin mucha simpatía—. Ahora, arréglese. Puede que el
comandante regrese hoy.
Observó cómo el cúter ascendía y descendía sobre las olas, con los remos
moviéndose lánguidamente pese a los esfuerzos del timonel del bote. Vio el
tricornio de John Soames, el tercer teniente, en la chupeta, y se preguntó si
habría tenido alguna suerte con los reclutas.
—Un día de perros, señor Herrick. —Hizo un gesto hacia los botes del
costado—. Dios maldiga a esos ladrones. Robarían a un ciego, vaya que sí.
Herrick se inclinó sobre las redes que colgaban para observar cómo el cúter
se enganchaba a las cadenas. Por Dios que sus remeros eran malos. Bolitho
confiaría en que mejoraran, y que lo hicieran pronto. Dio una palmada.
—¿Qué pasó?
—El capitán Bolitho le hizo pagar carne fresca de su propio bolsillo. Barril
sano por barril podrido. —Sonrió—. De modo que manténgase alerta, amigo.
—No tendrá ninguna razón para quejarse de mí, señor Herrick. —Se alejó, y
su voz carecía de convicción cuando añadió—: Puede estar seguro de ello.
—Opino que los de tierra se sentirán aliviados —dijo Soames—. Las calles
están llenas de borrachos, hombres de primera, que nos hacen tanta falta. —
Dudó—. Con su permiso, podría llevarme un bote esta noche y capturar unos
cuantos mientras abandonan las tabernas, ¿eh?
—¡Dígale a esa perra que baje! —ladró Herrick—. ¡O la arrojaré por la borda!
—Vio cómo el atónito guardiamarina observaba el espectáculo con los ojos
abiertos de par en par por la sorpresa, y añadió secamente—: ¡Señor Penn!
¡Apresúrese!
Soames suspiró.
—Lo olvidé. Estuvieron en el mismo barco. Hubo un motín —sonó como una
acusación.
—No fue culpa suya. —Se volvió a él furioso—. Sea tan amable de
suministrar comida y ropa adecuada a los nuevos hombres. —Esperó, viendo el
resentimiento en los ojos del hombretón. Añadió—: Otra de las peticiones de
nuestro comandante. Le sugiero que se adapte a sus demandas. Vivirá mejor.
Echó un vistazo a la costa sobre las redes y vio los muros de la batería del
puerto brillando como plomo bajo la lluvia. Más allá del cabo de Portsmouth la
tierra aparecía oculta en la oscuridad. Estaría bien marchar. Su paga subiría, y
serviría de ayuda en casa. Con su parte de la recompensa obtenida bajo el
mando de Bolitho en las Indias Occidentales se había podido permitir pequeños
lujos que facilitarían mucho la vida a su familia hasta su regreso. ¿Cuándo sería
eso? ¿Dos años? Lo mejor era ni siquiera pensar en el tema.
Vio a un grumete que inclinaba la cabeza bajo la lluvia para dar la vuelta al
reloj de arena junto al desierto timón, y esperó a que anunciara la hora con la
campana. Era el momento de enviar abajo a parte de la guardia. Hizo una
mueca. En el camarote de oficiales tal vez no se estuviera mucho mejor.
Whitmarsh era un borracho. Cuando Herrick echó una ojeada al bote que se
balanceaba en las cadenas, vio al segundo contramaestre y a dos marineros
luchando con el cirujano para que pudiera subir por el costado. Era un hombre
inmenso, casi tan grande como Soames, y bajo la luz grisácea sus rasgos
brillaban con el resplandor de un abrigo de infante de marina.
—Que bajen una red de carga, señor Penn —dijo Herrick, dando una
palmada—. No es muy digno, pero su situación tampoco lo es, Dios es testigo.
Herrick asintió.
—Muy bien.
Eso significaba que habría órdenes para la Undine. Dejó que su vista se
perdiera entre los altos mástiles en espiral, con sus tensos obenques, y aparejos,
las velas cuidadosamente aferradas y el bauprés, bajo el que el mascarón de
proa, una hermosa ninfa acuática de grandes pechos, contemplaba impasible el
horizonte. También significaba que Bolitho regresaba. Ese mismo día. Y para
Thomas Herrick, eso era más que suficiente.
II
EN ALTA MAR
Pero aquello había quedado atrás. Bolitho había regresado. Sus órdenes le
estarían esperando, y solo quedaba confirmar el momento exacto en el que levar
anclas.
Miró hacia la estrecha calleja, donde algunos criados del mesón George, el fin
del trayecto del coche, custodiaban su equipaje. Pensó en las compras
personales que había hecho. Quizá Londres también se hubiera aferrado a él,
después de todo.
Bolitho avanzó contra el viento, con el sombrero bien calado sobre la frente.
Era la lancha de la Undine, el bote más amplio, y sus remos ascendían y
descendían como alas de gaviotas mientras se dirigía directamente al muelle.
Debían de tener malos remeros. De otro modo, Allday habría traído la canoa.
Se dio cuenta de que estaba temblando, e hizo todo lo que pudo para evitar
que la sonrisa le partiera la cara en dos. La lancha verde oscuro, los marineros
con sus chaquetas a cuadros y sus pantalones blancos... todo listo, como una
bienvenida.
Era el guardiamarina Valentine Keen, un joven muy elegante del que Bolitho
sospechaba que había sido destinado a la Undine más para mantenerlo alejado
de Inglaterra que para mejorar sus conocimientos navales. Era el guardiamarina
de mayor edad, y si sobrevivía a todo el viaje, posiblemente regresara como
teniente. O, en cualquier caso, como un hombre.
La suya era una relación extraña. Allday había llegado a bordo del último
barco de Bolitho como un hombre angustiado. Incluso cuando el barco había
repartido la paga, al terminar la guerra, Allday había permanecido con él en
Falmouth. Criado, guardián y amigo fiel. Ahora, como su timonel, se
encontraría aún más cercano. En algunas ocasiones sería el único contacto que
tendría con aquel otro mundo, tan remoto, más allá de los mamparos de la
cámara.
Allday había sido marinero toda su vida, salvo durante un período en el que
trabajó como pastor en Cornwell, donde el grupo de reclutamiento de Bolitho lo
había encontrado. Un comienzo extraño. Bolitho pensó en su anterior timonel,
Mark Stockdale: un antiguo boxeador malparado que apenas podía hablar
debido a sus destrozadas cuerdas vocales. Había muerto protegiendo la espalda
de Bolitho en Saintes. El pobre Stockdale. Bolitho ni siquiera lo vio caer.
Las nubes se separaron por unos momentos, y una luz turbia jugueteó sobre
los cañones y la pulcra cubierta de la Undine, mientras cabeceaba inquieta sobre
el oleaje. El mejor cobre de Anglesey, lo suficientemente recio como para
soportar cualquier envite. Bolitho recordó lo que el anterior comandante,
Stewart, le había confiado. Durante una furiosa escaramuza en la costa de
Ushant había sido atacada por los pesados cañones de un barco francés de
setenta y cuatro cañones. La Undine había recibido cuatro balas en la línea de
flotación, y había tenido suerte de llegar a Inglaterra sin irse a pique. Las
fragatas estaban concebidas para la velocidad y para los ataques rápidos
seguidos de huidas igualmente rápidas, no para recibir el metal en primera
línea de batalla. Bolitho sabía por propia y amarga experiencia lo que algo así
podía afectar a un casco tan grácil.
Entonces, sin apenas dar tiempo a que la espuma le salpicara las piernas, se
encontraba izado y a bordo, y en sus oídos resonaba el silbido de las llamadas y
los golpes de los mosquetes de los infantes mientras presentaban armas. Dirigió
su sombrero hacia el alcázar y saludó con una inclinación de cabeza a Herrick y
a los otros.
—Me alegro de estar de vuelta, señor Herrick. —Su tono era cortante.
Resultaba obvio por su voz formal y plana, que Herrick se moría por
preguntar, pero sus ojos, aquellos ojos tan azules y que podían parecer tan
heridos, desmentían esa rigidez.
—Sí, señor. —Davy le dedicó una mirada furtiva a través de la ligera lluvia, y
su atractivo rostro esbozó una sonrisa confiada—. Estoy a punto de lograr que
firmen.
—¡Eh, tú! —dijo Davy dando una palmada—. Contén esas ansias.
—¿Tu nombre?
El hombre dudó.
—Turpin, señor.
Turpin asintió.
—Soy marinero, señor. —Miró a su alrededor con ira cuando uno de los
hombres reclutados dio un codazo a uno de sus compañeros—. No como otros.
—Se volvió a Bolitho y su voz se desvaneció—. Puedo hacer lo que haga falta,
señor.
Caminó hacia la popa bajo el alcázar, enfadado consigo mismo, y con Davy,
por no tener la compasión suficiente para comprender nada. Había hecho algo
estúpido, sin sentido. Allday llevaba uno de los cofres a la cámara de popa,
donde un infante de marina permanecía en pie como un soldadito de juguete
bajo la linterna que se balanceaba del techo.
—No sea estúpido, Allday. —Le adelantó y retrocedió cuando su cabeza rozó
la viga del techo. Cuando miró de nuevo a Allday los rasgos familiares de su
timonel habían perdido la expresión—. Posiblemente haga tu trabajo.
—Sí, señor. La verdad es que tengo más del que puedo hacer.
—¡Maldita sea tu impertinencia! —No merecía la pena discutir con Allday—.
No sé por qué te soporto.
—Siéntate, Thomas.
Herrick sonrió.
Herrick asintió.
Bolitho miró el sobre plegado de sus órdenes. —Aún sé muy poco, pero he
podido deducir bastante leyendo entre líneas.
Bolitho recordó a los hombres del carruaje, y a otros que había conocido en
Londres.
—Son los que están en el poder los que ven eso como la base esencial de
nuestra superioridad nacional. La riqueza comercial como un instrumento para
ese poder. —Echó una ojeada al cañón del doce que se encontraba en el extremo
de su cámara, con su rechoncha silueta cubierta por una funda de lona—. Y la
guerra como un instrumento de todo ello.
—Puedo equivocarme, Thomas, pero debes saber lo que pienso, por si acaso
las cosas van mal dadas.
Bolitho asintió.
Bolitho asintió.
Cuatro días después de que hubiera llegado a bordo con su uniforme nuevo
y brillante y su daga bruñida, su madre, nada menos, había acudido a
Portsmouth a visitarle. Su marido era un hombre de cierta influencia, y había
pasado por el muelle en un carruaje fastuoso, como si fuera una duquesa de
visita. Bolitho la había saludado brevemente, y había permitido que se
encontraran en la intimidad del camarote de oficiales. Si hubiera visto el
dormitorio donde «su niño» iba a pasar los siguientes meses en la mar, se
habría desmayado.
Finalmente, tuvo que enviar a Herrick para que interrumpiera los abrazos y
los lastimeros lloros de la madre con la frágil excusa de que Armitage debía
regresar a su puesto. ¡Su puesto! El pobre apenas podía moverse por el barco
sin caerse sobre un cuadernal o un perno.
Sabía muy bien que Bolitho permanecería despierto durante varias horas.
Pasearía y planearía buscando fallos de última hora, posibles errores en la
organización de las listas de guardias y de asignación de deberes. Y Bolitho
también sabía que él lo sabía.
La puerta se cerró y Bolitho caminó hacia la popa y posó las manos sobre el
marco central. Podía sentir las vibraciones de la talla bajo sus palmas, el casco
temblando en torno a él, al mismo tiempo que el silbido de los estayes, el
golpeteo de las drizas y el crujido de las cuadernas. ¿Quién los vería marchar?
¿Le importaría a alguien? Una vez más, el barco se deslizaría por el Canal, como
habían hecho cientos de veces.
—Gracias.
Bolitho no conocía el nombre del hombre. Todavía no. En los siguientes cien
días, sabría de ellos algo más que sus nombres. También lo sabrían de él. Con
un suspiro regresó a su cámara, con el pelo pegado a la cabeza y las mejillas
sonrojadas por el frío. No vio a Noddall, pero la cama estaba lista, y había algo
caliente en la jarra cercana. Un minuto después de posar su cabeza en la
almohada, se durmió.
El siguiente día amaneció tan gris como el anterior, pero durante la noche la
lluvia había cesado y el viento se mantenía firme del sudeste. Durante toda la
mañana, el trabajo continuó sin descanso. Los oficiales revisaron una y otra vez
sus listas de nombres, asociándolos a caras y asegurándose de que los hombres
con experiencia estuvieran repartidos entre los novatos y los inexpertos.
—Muy bien. Haga que firmen, pero no les busque nada que hacer todavía.
Dudo de que tengan fuerzas para levantar una espina de pez después del
maltrato recibido.
—Con los saludos del señor Davy, señor. —Sus ojos recorrieron la cámara sin
perder detalle—. Estamos levando anclas.
—Sí, señor. —Herrick asintió con firmeza—. Estoy preparado. Ha sido una
larga espera.
Bolitho miró la desmañada figura del piloto sobre la doble rueda del timón.
Tenía cuatro timoneles. Parecía no querer correr riesgos, fuera con el timón o
con las habilidades del nuevo comandante.
Bolitho se relajó un poco cuando los gavieros de ágiles pies treparon por los
flechastes de cada banda. No tenía sentido acalorarse la primera vez. Que los
ojos que los observaban desde la costa pensaran lo que quisieran. Nadie le
agradecería que volviera.
Cuando Bolitho se volvió para contestarle, vio que el piloto asintió con algo
similar a la aprobación.
—Estoy de acuerdo, señor Herrick. —No pudo ocultar una sonrisa—. Pero
mejoraremos, ¿no?
UN GRUPO VARIOPINTO
En la mañana del día que hacía catorce desde que zarparon de Spithead,
Bolitho estaba en su cámara bebiendo una taza de café y meditando sobre el
tiempo extra que podría haber conseguido. La tarde anterior habían avistado la
joroba de la isla de Tenerife, que se extendía como una nube en el horizonte, y
habían decidido fondear y evitar los riesgos de aproximarse durante la noche.
Catorce días. Le había parecido una eternidad. El mal tiempo les había
torturado la mayor parte de los días. Revisando las páginas de su diario
personal, podía ver las incontables y frustrantes anotaciones. Vientos contrarios,
galernas escasas pero intensas y la constante necesidad de acortar vela, de
arrizar y fondear de la mejor manera posible.
El temido golfo de Vizcaya les había sido propicio, lo que, al menos, era un
alivio. De otro modo, con casi la mitad de los hombres del barco demasiado
mareados como para trepar a la arboladura o demasiado aterrorizados para
abrirse paso con dificultad por las vertiginosas vergas en movimiento, era
posible que la Undine no hubiera avanzado sin haber empleado la violencia
física con ellos.
Bolitho tenía en cuenta lo que aquello debía de significar para muchos de sus
hombres. Vientos ululantes, el hacinamiento en un casco en movimiento y lleno
de ruidos, donde su comida, si podían ingerirla, terminaba muchas veces en
una mezcla de vómito y agua corrompida. Aquello producía una especie de
aturdimiento, como el de un hombre abandonado en la mar: durante algún
tiempo lucha bravamente, nada sin saber hacia dónde, hasta que se encuentra
demasiado cansado y atontado como para preocuparse. No tiene ninguna
seguridad, ningún tipo de guía. Ese es el momento clave.
Entonces, sentado con la taza entre las manos, encontró cierta satisfacción
rencorosa en lo que habían logrado, en lo que, juntos, habían conseguido,
voluntariamente o por otros medios. Cuando la Undine arrojó el ancla ese día en
aguas de Santa Cruz, los españoles que les observaran verían una apariencia de
orden y disciplina o de eficiencia como la que ya habían llegado a conocer y
temer en tiempos de guerra.
Incluso se habían dado dos castigos públicos, algo que él confiaba poder
evitar. Ambos casos tenían relación con el mundo privado de la cubierta
inferior. El primero era un sencillo caso de robo del pequeño tesoro de un
marinero. El segundo, bastante más serio, había sido una salvaje lucha a
cuchillo que terminó con la cara abierta desde la oreja a la mandíbula. Aún no
sabían si el herido sobreviviría.
Fue una pelea provocada por el odio, un estallido momentáneo de furia
causado por la fatiga y el constante trabajo... Él no lo sabía. En un barco de
guerra organizado, posiblemente ni se hubiera enterado de ninguno de los dos
casos. La justicia de la cubierta inferior era bastante más drástica y rápida
cuando su propio mundo era amenazado por un ladrón o por alguien
demasiado amigo de usar el cuchillo.
Herrick conocía mejor que la mayoría todo aquello, y, aun así, había
intervenido personalmente en un intento de persuadir a Bolitho para que el
castigo no tuviera lugar. Había sido su primera disputa seria, y Bolitho detestó
ver el súbito dolor en los ojos de Herrick.
El ladrón recibió su castigo sin una queja. Una docena de azotes mientras la
Undine avanzaba bajo un cielo despejado y algunas gaviotas arrojaban sus
sombras una y otra vez sobre el tenso drama que se desarrollaba más abajo.
Mientras leía en voz alta los artículos del Código, Bolitho observaba cómo los
hombres le miraban desde los obenques y el cordaje, las estrechas líneas rojas
de los infantes de Bellairs, a Herrick y al resto. El otro implicado culpable era
una bestia llamada Sullivan. Se había presentado voluntario ante la patrulla de
reclutamiento en Portsmouth, y tenía todo el aspecto de un criminal
reincidente, pero había servido con anterioridad en un barco del rey, y eso
debería de ser una ventaja.
Pero ese castigo menor ya era terrible. Sullivan se había desmoronado por
completo en cuanto el primer golpe rasgó su espalda desnuda, y mientras los
timoneles se turnaban para hacer caer los latigazos sobre sus hombros y su
espina dorsal, se había retorcido y gritado como un loco, con la boca llena de
espuma y los ojos petrificados en un rostro desfigurado. Él guardiamarina
Armitage casi se había desmayado, y algunos de los que acababan de
recuperarse de su mareo volvieron a vomitar, pese a los alaridos de sus
oficiales. Pero el castigo terminó, y los hombres que lo presenciaban casi
suspiraron de alivio cuando se les envió abajo.
—Falta casi una hora, señor. Con su permiso, daré la orden de cargar todas
las velas exceptuando las gavias y el contrafoque. Nos facilitará la entrada.
—Sí, lo siento por mucha de nuestra gente. Algunos jamás habían visto el
mar, y mucho menos habían salido de Inglaterra. Ahora saben que África se
extiende en algún lugar por la regala de babor, que nos vamos a la otra punta
del mundo. Algunos incluso comienzan a considerarse marineros, cuando hace
unas semanas no sabían ni cómo moverse por el barco.
—Es uno de sus logros, señor. —La sonrisa de Herrick se amplió—. A veces
doy gracias por no estar al mando, y por no tener la menor posibilidad de
estarlo alguna vez.
—Me temo que esa elección no es tuya, Thomas. —Se puso en pie—. En
efecto, me temo que aceptarás un puesto de mando en cuanto se te ofrezca la
oportunidad, aunque no sea más que para convertir en realidad parte de tus
desaforados ideales.
Tras poco más de una hora, desplazándose sobre su propio reflejo, la Undine
avanzó despacio hacia el fondeadero. Bajo la brillante luz del sol, la isla de
Tenerife mostraba su exuberante colorido, y Bolitho escuchó cómo varios de sus
marineros prorrumpían en exclamaciones de aprobación. Las colinas ya no
permanecían escondidas en la oscuridad, sino que mostraban, con la luz, sus
brillos y sus sombras, y todo era más brillante y de mayor tamaño, o al menos
eso les parecía a los hombres recién reclutados. Había edificios blancos y
brillantes, un mar azul luminoso con playas y olas suficientes como para hacer
que un hombre contuviera el aliento y observara atónito. Allday se puso en pie
junto a la escotilla.
El viejo Mudge se encontraba junto al timón, con las manos en los bolsillos
de su chaquetón. Parecía vestir la misma ropa fuera cual fuera el clima. Con frío
Elevó la mirada hasta el estandarte del calcés, que colgaba medio desmayado
en la brisa. Muy pronto, más órdenes, una pieza más que encajar en el puzzle.
Mudge resopló ruidosamente por su gran nariz, algo que hacía siempre antes
de llevar a cabo su labor.
—Preparados, señor.
—Muy bien. Que los hombres acudan a las brazas. Que viren en redondo, si
le parece.
Sobre las cubiertas recién fregadas se escuchó el ruido de los pies descalzos,
que se apresuraban, con medida celeridad, a obedecer la orden una y otra vez
repetida, y Bolitho espiró muy despacio el aire cuando cada hombre ocupó su
puesto sin contratiempos.
—¡Escotín de gavia!
La bandera, sobre la batería, onduló bajo la luz y luego regresó a su lugar.
Algunos botes zarpaban, y Bolitho vio que muchos de ellos estaban cargados
con frutas y otros productos comercializables. Con todo el pan que se había
echado a perder en la primera tormenta y poca fruta fresca que rivalizara con la
que llegaba en los botes, Triphook, el contador, estaría muy ocupado.
—Chafaldete de gavia.
—¡Tú, torpe! ¡Vuelve a sostenerte solo con una mano y ya verás cómo no
regresas a tu pueblo con vida!
Bolitho observó la corriente de agua que disminuía con los ojos medio
cerrados por la luz que le deslumbraba.
—¡Timón a sotavento!
Esperó mientras la Undine giraba silenciosa y con gran dignidad y las velas
que aún tenía se agitaban violentamente.
—¡Ahora!
Corrió a contarle a Davy su buena suerte. Bolitho sonrió. Con tantos botes
alrededor y otras tentaciones, harían falta todas las habilidades de Herrick para
evitar que el barco fuera invadido por mercaderes y otros visitantes menos
respetables.
—De modo que usted acompañará al capitán, señor Davy —escuchó que
decía Herrick.
Entonces, mientras los muchachos de la banda iniciaban con sus flautas y sus
tambores el Hearts of Oak, y la sudorosa guardia de Bellairs presentaba armas,
Bolitho avanzó para agasajar a sus visitantes.
—Por Dios que viven bien los españoles, señor —susurró Davy, que no era
un hombre que se dejara impresionar fácilmente—. No me extraña que los
barcos del tesoro paren aquí de camino a España. Un mercado preparado para
ellos, a mi entender.
Bolitho miró al otro hombre. Era muy anciano. Debía de serlo para ostentar
el mando de la gran fragata fondeada. Devolvió el examen a Bolitho sin
Solo Puigserver continuó de pie. Observó cómo los criados llenaban las copas
de vino espumoso, y su rostro no había cambiado, pero cuando Bolitho bajó la
mirada vio que uno de sus pies golpeaba insistentemente el suelo embaldosado.
Elevó su copa.
Bolitho echó una rápida mirada a los demás. Raymond se reclinó en la silla,
intentando parecer relajado, pero tan tenso como un muelle. El comandante
español miraba su vino con la mirada perdida. La mayor parte de los otros
mantenían la expresión vacía de los que fingen comprender cuando en realidad
no entienden nada. Bolitho tenía la sensación efe ser el único que entendía una
palabra de cada diez.
Por supuesto. Parecía tan simple. Otras dos mil o tres mil millas que añadir a
su viaje. Por el modo en que Raymond hablaba, podía haber sido Plymouth.
—No estoy muy seguro de entender el propósito de todo esto —dijo Bolitho
suavemente.
—Ya veo, señor 3 —asintió Bolitho. Ni siquiera había oído mencionar alguna
vez aquel lugar.
Bolitho se podía imaginar la escena. Tres barcos en mar abierto. Los países
por fin en paz, pero sus comandantes ansiosos por luchar, tal como les habían
enseñado.
—Sí, estoy seguro de ello. Bien, se cree que Francia, por medio de Le
Chaumareys, conoce ahora el acuerdo que estamos firmando con España. Si eso
es así, Francia se sentirá amenazada con la idea de que podamos recuperar otra
posesión, una por la que ellos lucharon cuando eran aliados de España.
Puigserver les sonrió, y sus cejas negras se elevaron como grandes arcos.
Bolitho suspiró muy despacio. Hasta aquel momento, era un buen plan. Una
escuadra inglesa hubiera podido provocar un enfrentamiento abierto antes o
después, pero dos fragatas, una de cada nación, serían la horma del zapato para
la pesada Argus, tanto en las negociaciones como en artillería.
—Un largo viaje, señores, pero espero que nos compense. —Se volvió hacia
Bolitho, aunque su rostro cuadrado permaneció en la sombra—. ¿Dispuestos a
para zarpar de nuevo?
—Sí, señor. Mis hombres están listos para aprovisionarse de agua y fruta
fresca, si eso es posible.
—Subiré a su barco, y dispondré las cosas desde allí, donde no hay paredes
que le oigan a uno respirar.
—Llegó con su señora hace justo una hora, señor. Tenía derecho a ello. —
Parecía preocupado—. Yo poco podía hacer.
—Ya veo.
Bolitho caminó hacia la popa. Todos aquellos miles de millas en un barco de
guerra pequeño y abarrotado. Ya era malo tener que llevar a Raymond, pero su
mujer y una doncella eran demasiado. Vio cómo algunos hombres se daban
codazos. Sin duda, estaban esperando a ver su reacción.
—Quizá quiera usted... eh... presentarnos, señor Raymond —dijo, con mucha
calma.
Herrick le miró.
—Un poco de vino... buena compañía... —Sofocó una risita—. Pero me acordé
mucho de usted, señor. Herrick sonrió.
—¡Váyase al diablo! Cámbiese y eche una mano con la carga. Hoy debemos
tener mil ojos.
—¿Señuelos?
—¿Señor?
Bolitho suspiró.
—Con las cartas de navegación. —Miró a los otros—. Cenaremos juntos aquí
esta noche, si les parece.
—Con los saludos del señor Soames, señor, el comandante del Nervión está a
punto de subir a bordo.
—Nos las arreglaremos para ser hospitalarios, señor Herrick —dijo entre
dientes.
Herrick no cambió de expresión.
Con las primeras luces, estaba en pie y preparado, ansioso por lograr que el
trabajo estuviera hecho antes de que el calor del día dificultara incluso pensar.
Por la tarde, con los distantes sones de una banda militar y los vítores de la
multitud congregada junto al muelle, la Undine levó anclas y, con el Nervión en
cabeza, que había desplegado su enorme trinquete con una brillante cruz
escarlata y oro, se alejó antes de soltar más velas al viento.
LA MUERTE DE UN BARCO
Bolitho caminó hasta las ventanas de popa y apoyó las manos sobre el
alféizar. Lo notó caliente, como madera retirada de una hoguera, y más allá del
cabeceo espumeante de la pequeña fragata, la mar ofrecía un brillo
deslumbrante. Tenía la camisa abierta hasta la cintura, y podía notar el sudor
que corría por sus hombros y la garganta seca, como si tragara polvo.
—Te dejas pisotear, James —le había oído decir en una ocasión, muy
acalorada—. ¿Cómo puedo caminar por Londres con la cabeza alta mientras tú
sufres tantos insultos? ¡Por Dios, el marido de Margaret ha sido nombrado
caballero por sus servicios, y es cinco años más joven que tú!
Y así siempre.
Entonces, cuando Bolitho se volvió para mirar a Mudge, se preguntó qué era
lo que pensarían los otros de su comandante, que les obligaba a trabajar tan
duramente sin un propósito claro. Les hacía esforzarse y disparar con aquellos
desagradecidos cañones mientras a bordo del barco español los hombres
ociosos disfrutaban de su tiempo durmiendo o bebiendo vino como si fueran
pasajeros. Mudge pareció leer sus pensamientos.
—No se preocupe por lo que alguno de esos imbéciles diga, señor. Es usted
joven, pero sabe lo que hay que hacer, si me perdona la libertad. —Se cogió la
nariz—. He visto a demasiados comandantes venirse abajo porque no estaban
preparados llegado el momento. —Reprimió una risita y sus ojos pequeños se
perdieron entre las arrugas—. Y como usted sabe muy bien, señor, cuando las
cosas van mal no sirve de nada dar golpes y maldecir y culpar a los demás. —
Extrajo un reloj del tamaño de un nabo de un bolsillo interior—. Si usted puede
prescindir de mí, yo debo permanecer en cubierta. El señor Herrick quiere que
esté allí cuando ambos comparemos nuestras estimas. —Aquello parecía
divertirle—. Como he dicho, señor, usted manténgase firme. A uno no tiene por
qué gustarle su comandante, pero Dios es testigo de que tiene que confiar en él.
—Salió de la cámara, y sus zapatos hicieron crujir la cubierta mientras
caminaba.
Bolitho sonrió.
—Muy bien.
Era una estupidez permitir que las pequeñas tonterías ocuparan su mente,
pero con Mudge era distinto. Importante. Posiblemente había navegado con
más comandantes de los que Bolitho se había encontrado en toda su vida.
Ambos se volvieron cuando el guardiamarina Keen apareció en la puerta. Ya
estaba bronceado y parecía tan saludable y fresco como un marinero veterano.
—Con los saludos del señor Herrick, señor. Acaban de informar desde la cofa
que han avistado otro velero por delante del español. En una ruta convergente.
Pequeño, puede que un bergantín.
—Subiré ahora mismo. —Bolitho sonrió—. El viaje parece sentarle bien, señor
Keen.
—Sí, señor. —El joven sonrió—. Pero me temo que mi padre me mandó fuera
por otras razones, aparte de por mi salud.
Soames parecía sofocado por él calor, con el pelo pegado a la frente como si
hubiera estado nadando.
—Sí, señor.
—¡Señor!
—Ha sido culpa mía, señor —dijo Herrick—. Debí haber ordenado al señor
Keen que le pasara una descripción completa.
Bolitho vio que los dos timoneles se ponían en tensión cuando se acercaba al
compás. La aguja apenas se movía. Sudoeste, y el mar entero para maniobrar.
La costa africana se extendía en algún lugar más allá del través de babor, a unas
treinta leguas de distancia. No había nada más en el océano aparte de esos tres
barcos. ¿Coincidencia? ¿O quizá la necesidad de entablar contacto? La
indiferencia de Soames le molestaba como un zumbido.
—Va a dar igual, señor —dijo Mudge, que se había acercado a él y gruñía—.
Cabo Blanco debe de quedar más o menos a la altura del través. —Se frotó la
barbilla—. Es el punto más occidental de todo ese continente salvaje, y a mi
entender está bastante cerca.
—¿Muestra alguna señal? —dijo Herrick, haciendo bocina con las manos.
—¡Ninguna, señor!
—Caiga una cuarta, señor Mudge —dijo Bolitho—. Será mejor que hagamos
compañía a nuestro compañero.
—¡Los de cubierta! —la voz de Keen les hizo mirar a lo alto—. ¡El otro velero
está virando, señor!
—Déjeme ver.
Cogió el gran catalejo y lo dirigió hacia los dos barcos. La forma del
bergantín era ahora más breve, y les presentaba la popa, incluso cuando cruzó
por la parte más ancha de la fragata. Aun a esa distancia era posible comprobar
la confusión a bordo de la fragata española, el resplandor del sol sobre las
armas cuando la dotación corría a sus puestos.
—El comandante de ese bergantín debe de estar loco —dijo roncamente
Herrick—. Nadie, salvo alguien que haya perdido el juicio, se atrevería con una
fragata.
—El Nervión le alcanzará en una hora —dijo—. Ambos viran por avante
ahora.
—Quizá el muy estúpido creyó que el Nervión era uno de esos pesados
mercantes, ¿no? —Davy acababa de llegar a la cubierta—. Pero no, no es posible.
—Largue los sobrejuanetes, señor Herrick. Dese prisa. —Caminó a toda prisa
hasta el timón—. Debemos darnos prisa.
—A lo que parece, los españoles han virado otra cuarta, señor —gritó
Soames.
—El Nervión avanza aún más, señor Mudge —añadió Bolitho, cortante. No
pudo esconder la angustia en su corazón. ¿Cómo podía ocurrir aquello? El mar
era inmenso, tan vacío, y aun así el arrecife estaba allí. Había oído hablar de ello
antes a hombres que habían recorrido aquella ruta. Muchos barcos buenos
habían naufragado en su cresta.
—¡Fuego!
—No. Yo lo seré.
Bolitho le miró.
—Imposible, señor
Un gran grito surgió entre los marineros que observaban la escena en las
amuras. Cuando Bolitho se volvió, presenció con horror que la fragata española
tomaba impulso, avanzaba aún más y luego chocaba contra el arrecife oculto.
Sobre ella, y a su alrededor, todos sus palos y vergas, el cordaje y las velas al
viento, se derrumbaron y cayeron en un caos que resultaba terrible observar. El
impacto fue terrible, porque había presentado su costado de babor al arrecife, y
a través de las portas abiertas, el agua debía de surgir ahora en una pujante
riada, mientras los hombres, atrapados en las jarcias caídas y las vergas rotas
luchaban por mantenerse a flote o eran aplastados por los cañones cuando
rompían sus topes. El bergantín había virado. Ni siquiera se detuvo para
observar el éxito de su labor.
—Disminuya el paño, señor Herrick —dijo Bolitho con voz ronca—. Nos
pondremos en facha por ahora y botaremos todas las lanchas. Debemos hacer
todo lo que podamos para salvarlos.
Vio que algunos de los hombres próximos a los cañones de las amuras
apuntaban y hablaban mientras el Nervión volcaba aún más de costado,
esparciendo más maderas rotas y tablazón desprendido en el remolino sobre el
arrecife.
Se obligó a cruzar una vez más la cubierta, y cuando miró hacia el arrecife
casi esperaba ver la orgullosa silueta del Nervión firme frente al viento. Aquello
era un mal sueño, una pesadilla. Pero, ¿por qué?, ¿por qué? La pregunta parecía
reírse de él, martillear en su cerebro. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello?
—No avanzaré más, señor. —Mudge le observaba adustamente—. Si se
levanta un poco de viento, nos iríamos de lleno al arrecife.
—No ha sido culpa suya —dijo Mudge en voz baja—. Lía hecho todo lo que
ha podido.
—Lo haré.
—Avise al cirujano para que esté listo, señor Herrick. —Vio el rápido
intercambio de miradas, y añadió fríamente—: Y si está borracho, haré que lo
azoten.
Todos los botes habían partido ya, mientras más allá de sus remos podía ver
los restos del otro barco encallado en el arrecife invisible, el gran trinquete con
su cruz roja y dorada aún flotando sobre el naufragio como un hermoso
sudario. Bolitho comenzó a recorrer arriba y abajo el barco junto a los coyes, con
las manos a la espalda, y su cuerpo moviéndose con la oscilación irregular
mientras el barco se balanceaba a cada ondulación.
Pero nadie le miró. Herrick observaba los paseos de Bolitho y deseó decir
algo para calmar su desesperación, pero él sabía mejor que muchos otros que en
esos momentos Bolitho era el único que podía ayudarse a sí mismo.
Bolitho caminó con calma hasta las redes y se inclinó para observar el primer
bote, la canoa, mientras la enganchaban a las cadenas. Un hombre, reclinado
contra las piernas de Allday, y sostenido firmemente por dos marineros, se
estremecía como una mujer torturada. Un tiburón le había arrancado un pedazo
de carne del hombro, lo suficientemente grande como para que una bala de
cañón pasara por él. Se volvió, marcado.
—En nombre de Dios, Thomas. Envía más hombres para ayudar a esos
pobres diablos.
—Por todos los santos... Si así es como nos comportamos en paz, prefiero
estar en guerra.
Observó a algunos de los marineros que escalaban a bordo, con las manos
llenas de ampollas, las espaldas y los rostros quemados por el sol. Hablaron
muy poco mientras bajaban a la cubierta. Quizá lo que habían visto en el
arrecife les había enseñado más que cualquier maniobra, y les serviría como
aviso a todos ellos. Reemprendió el paseo. También para él era un aviso.
Bolitho entró en la cámara y se detuvo bajo la lumbrera. Se avecinaba la
puesta de sol, y las escotillas abiertas de la popa brillaban como cobre bruñido
en la claridad que se desvanecía. Dentro de la cámara, las sombras encontraron
su lugar y ondularon siguiendo el tranquilo cabrilleo de la fragata al unísono
con las linternas oscilantes del techo, y observó con algo similar a la
incredulidad al pequeño grupo que se encontraba junto al ventanal.
Cuando los botes de la Undine llegaron ya era demasiado tarde. Unos pocos
hombres habían nadado desesperadamente de vuelta a la fragata zozobrada,
solo para ser arrastrados con ella cuando resbaló por el arrecife para hundirse
definitivamente. Otros se habían aferrado a las maderas que flotaban y a los
botes volcados, y habían observado con terror cómo uno de sus grises atacantes
tiraban de ellos; se hundían gritando en las revueltas aguas de color escarlata.
Y ahora Puigserver estaba sentado allí, en la cámara, con el rostro casi sereno
mientras sorbía sin prisa una copa de vino. Estaba desnudo hasta la cintura, y
Bolitho pudo ver parte de los moratones en su cuerpo, evidencia de su voluntad
por sobrevivir.
—Me alegro de que se encuentre mejor, señor 4 —dijo suavemente.
—Ha sido espantoso. —Bolitho tomó otro sorbo. Sus ojos oscuros se
endurecieron—. El comandante Iriarte estaba tan furioso por el ataque del otro
barco que fue tras él como un poseso. Tenía la sangre demasiado caliente.
—Don Luis no tendrá molestias por un rato —dijo—. Quisiera regresar a mis
otras labores.
—Tal vez la de Dios. —El cirujano tocó las vendas del español muy
suavemente. Sonrió un poco—. Aparte de eso, no tenemos mucho más.
Allday doblaba una toalla y alguna ropa que no había sido usada.
—¿Qué quería?
Bolitho se sentía tan débil que casi no le importaba. Había visto poco a
Raymond desde que los supervivientes habían sido llevados a bordo, y había
oído que estaba en el camarote de oficiales.
Recogió sus cosas y salió por la puerta. Puigserver se reclinó y cerró los ojos.
Sin la presencia de los otros, parecía deseoso de revelar el dolor que sufría.
—Su Allday es un tipo notable, ¿no? —dijo—. Con unos centenares de ellos,
creo que me pensaría de nuevo una campaña en Sudamérica.
Cuando miró de nuevo al español vio que se había dejado caer sobre su
asiento, y su pecho se agitaba como si mantuviera una lucha.
—Exactamente, capitán.
Observó a Bolitho por encima del borde de su copa, y sus ojos brillaban como
piedras talladas.
Bolitho le observó.
—Con los saludos del señor Herrick, señor. El viento sopla del nordeste —
recitó, como un niño repitiendo una lección ante su maestro.
—Entonces que lo diga, señor Herrick —dijo Bolitho, y continuó con sus
paseos—. Y cuando lo haga, le explicaré lo que pienso de una mujer tan
consentida que no es capaz de levantar un dedo para ayudar a un moribundo.
—Muy bien, señor Fowler. Largue los juanetes. Si el tiempo refresca, puede
que tengamos que arrizar antes de que termine la noche.
—El tiempo está loco —dijo Mudge, frotándose la espalda enferma—. Pero
nadie le hace caso.
Bolitho vio a los gavieros deslizándose hasta la cubierta, sin apenas hablar
entre ellos, como si estuvieran de nuevo bajo la supervisión de sus oficiales. En
torno al vibrante bauprés, las salpicaduras saltaban en el aire como flechas
pálidas. Y muy arriba, sobre la cubierta, vio que los juanetes se hinchaban y
redondeaban su vientre con un coro combinado de aparejos y cuadernales.
Bolitho pensó en que los últimos días habían sido los peores. Durante algún
tiempo, sus hombres se habían sentido emocionados al cruzar el Ecuador, con
todos sus misterios y mitos. Les había asignado una ración extra de ron, y
durante un tiempo observó que el cambio les había beneficiado. Los nuevos
habían contemplado el paso del ecuador como una especie de prueba que, de
algún modo, habían superado. Los viejos marineros se pavoneaban mientras
contaban o mentían acerca de las otras ocasiones en las que habían navegado en
otros barcos por esas aguas. Entre ellos surgió un violinista, y después de una
obertura descuidada aportó algo de música y una alegría chirriante a la
cotidianidad.
Ahora, ante el crujido del aparejo y los obenques, se extendía el vacío azul
del océano Índico y, como muchos de los marineros inexpertos, que habían
contemplado el paso del ecuador, también él comenzaba a darse cuenta deque
juntos se las habían arreglado para llegar hasta allí. El cabo de Buena Esperanza
era, de todos modos, el punto central de su viaje, y hasta aquel día Bolitho había
mantenido su palabra de no parar si no era necesario. Milla tras milla, día tras
día, sin importar el calor, navegando salvajemente contra ráfagas tempestuosas
o en calma chicha, con todas las velas colgando sin vida, había empleado todos
sus métodos para mantener el ánimo de sus marineros. Cuando titubeaban,
aceleraba la rutina diaria: maniobras de navegación y artillería, y competiciones
entre grupos para la tripulación que no estuviera de guardia.
El calor, los días monótonos y sin descanso eran ya suficiente prueba, pero
Bolitho sabía que con solo una insinuación de corrupción, un atisbo de que la
dotación del barco estaba siendo estafada por sus oficiales, todo el viaje
estallaría entre sus manos. Se había preguntado una y otra vez si se estaba
dejando influir por su última experiencia en otro barco. Incluso la simple
mención de la palabra motín infundía pánico en el corazón de más de un
comandante, especialmente entre los que se encontraban lejos de la compañía
de sus amigos y de una autoridad superior.
Vio a dos marineros negros junto al corredor de babor. En verdad era una
dotación variopinta. Cuando partieron de Spithead ya se lo parecía, pero ahora,
con la pequeña lista de supervivientes españoles, aún resultaba más pintoresca.
Aparte del único oficial español, un teniente de ojos tristes llamado Rojas, había
diez marineros, dos chicos que eran poco más que niños y cinco soldados. Los
últimos, al principio agradecidos por haber sobrevivido, se mostraban ahora
abiertamente resentidos por su nueva situación. Habían sido llevados al Nervión
como parte de la guardia personal de Puigserver, y ahora no eran ni carne ni
pescado, y mientras trataban de conducirse como marineros, se les solía
encontrar contemplando a los sudorosos infantes de marina de la Undine con
tanta envidia como desdén.
—Si piensa cambiar de rumbo, señor —dijo. Sacó el pañuelo—, ahora es tan
buen momento como cualquier otro. —Se sonó violentamente.
Vio una hilera de humo procedente de la cocina. Muy pronto, los hombres
que no estuvieran de guardia comerían en el agobiante calor de sus comedores.
Los restos de la carne salada de ayer —Skillygolee, como ellos la llamaban—, una
mezcla de pasta hecha con harina de avena, galletas desmigadas y pedazos de
carne cocida, regado con una buena ración de cerveza. Esta última estaba rancia
y sin vida, pero todo era mejor que la escasa ración de agua. Irritado se volvió a
Herrick, súbitamente.
—¿Y quién le ha sugerido esa gran idea? —Vio que el rostro de Herrick se
nublaba, pero añadió—: Aprecio en ella un tono que no me es familiar.
—Quizá, señor.
—Yo también, señor Herrick —Le miró con frialdad—. Y eso es lo que haré,
en cuanto pueda, sin despertar el interés de nadie. Tengo unas órdenes.
Pretendo cumplirlas lo mejor que pueda. ¿Lo comprende?
—Muy bien, señor. —Herrick retrocedió, guiñando los ojos por el sol—.
Puede confiar en mí.
—¡Qué galante de su parte! —exclamó ella—. Lamento que sea tan solo el
cansancio lo que le haga mirarme. —Aferró el abanico y dijo—: Me estoy
burlando de usted, comandante, no se ponga tan mustio.
Recordó súbitamente otra época, en Nueva York, hacía tres años. Otro barco,
su primer puesto de mando, y el mundo que se abría ante él. Una mujer le había
enseñado que la vida no era tan amable ni tan fácil.
—Tengo muchas cosas en la cabeza —admitió él—. Durante gran parte de mi
vida me he acostumbrado a la acción y a tomar decisiones rápidas. La simple
acción de largar vela y enfrentarme a un mar vacío día tras día se me hace
extraña. A veces me siento más un capitán mercante que un hombre de guerra.
—Le creo. Debí haberlo comprendido antes. —Le ofreció una leve sonrisa, y
sus pestañas sombrearon sus ojos—. Entonces, quizá, no le hubiera ofendido.
—En gran parte fue culpa mía. Llevo tanto tiempo en barcos de guerra que
me he acostumbrado a esperar que los otros compartan mis tareas. Si hay fuego,
espero que a mi alrededor todos lo sofoquen. Si un hombre intenta enfrentarse a
la autoridad en un motín, o en el nombre del enemigo, aviso para que se le
someta o lo hago yo mismo. —La miró, muy serio—. Esa es la razón por la que
esperaba que usted ayudara a los hombres heridos en el naufragio. —Se
encogió de hombros—. De nuevo lo esperaba. No se lo pregunté.
Bolitho salió de la cámara y cerró la puerta tras él. Vio que le esperaba un
grupito en el pasillo que daba al camarote de oficiales. Parecían confundidos,
afectados, como si fueran extraños. Estaba Bellairs, acompañado por su enorme
sargento, Triphook, con los dientes de caballo a la vista, dispuesto a saltar sobre
un atacante invisible y, haciendo cola tras él, un oficial llamado Joseph Duff, el
tonelero del barco. Era el segundo hombre más viejo de a bordo, y lucía lentes
ribeteadas de acero en su trabajo, aunque se las arreglaba para ocultarlas a sus
compañeros durante la mayor parte del tiempo.
—Duff nos ha informado de que la mayor parte del agua dulce no es potable,
señor —dijo Herrick, en voz baja. Tragó saliva ante la mirada de Bolitho—.
Llevaba a cabo su inspección habitual y acaba de informar a los oficiales.
Duff parpadeó detrás de los cristales ovalados. Parecía una mole de pelo gris.
—Ábralo.
—Están en todos ellos, señor —dijo en voz baja Duff—. Excepto en los dos
últimos barriles junto a la amurada.
—Traigan al cirujano.
Se relajaron un poco.
—Puede significar que tengamos que regresar, señor —dijo Soames. Pensó
sobre ello—. O acercarnos a la costa africana, quizá.
—Vino del Rin, señor. —Herrick le tendió un vaso. No sonrió, pero sus ojos
se habían calmado. Casi suplicaban—. Creo que aún está fresco.
—¿Y bien?
—Ya que los barriles con agua parecían estar en buen estado cuando fueron
traídos a bordo en Spithead, parece posible que esos miembros humanos
procedan de su enfermería. —Esperó, sintiendo pena por el hombre, pero
sabiendo que era necesario apresurarse—. ¿Está usted de acuerdo?
—Eso creo.
—Yo tenía mucho trabajo. Estaban muy graves, señor. Solo tenía a mis
ayudantes y a mi enfermero para ayudarme. —Contrajo su cara sonrojada en
un esfuerzo por recordar, y el sudor resbalaba por su barbilla como si fuera
lluvia—. Fue Sullivan. Le asigné la tarea de sacar los miembros amputados y
cosas parecidas de mi enfermería. Me fue de gran utilidad. —Asintió
débilmente—. Ahora lo recuerdo. Sullivan. —Se volvió y miró fijamente a
Bolitho—. El hombre al que usted azotó.
—En su opinión, señor Whitmarsh, ¿podrán utilizarse para algo los toneles
después de esto?
Bolitho colocó su vaso sobre la mesa muy despacio. Dio tiempo a que su
mente se calmara.
—No sé qué hacer, señor —dijo Davy, devorado por el ansia—. El hombre
está trastornado, o algo peor.
Sullivan echó atrás la cabeza y rió. Era un sonido chirriante, que ponía
nervioso a cualquiera.
—¡Vamos, Sullivan! —Estaba de pie bajo la luz del sol, sin la sombra de las
velas que se hinchaban sobre su cabeza. Sintió que el sudor manaba de su pecho
y sus muslos, del mismo modo en que podía sentir el odio del otro hombre—.
¡Ya has hecho bastante por hoy!
—¿Habéis oído eso, muchachos? —rió Sullivan—. ¡Ya he hecho bastante! —Se
retorció en la verga, y la claridad ribeteó las cicatrices de su espalda, muy
pálidas sobre la piel bronceada—. ¡Usted me ha hecho más a mí, maldito
comandante Bolitho!
Bolitho apenas vio el movimiento de su mano, solo el breve reflejo del sol en
la cuchilla, y después gimió cuando el cuchillo cortó su manga antes de clavarse
en la cubierta junto a su zapato derecho. La fuerza había sido tan grande que la
cuchilla había penetrado casi una pulgada en la cubierta. Sullivan estaba
transfigurado, y escupió una larga estela de saliva al viento cuando miró hacia
Bolitho al pie del mástil. Bolitho continuó sin moverse y sintió que la sangre
corría por su codo y su brazo hasta la cubierta. No dejó de mirar a Sullivan; la
concentración le ayudaba a soportar el agudo dolor de la cuchillada.
Sullivan se puso en pie con furia salvaje y comenzó a deslizarse por la verga.
Todo el mundo aulló al mismo tiempo, y Bolitho sintió que Herrick le cogía del
brazo y que alguien envolvía un trapo a su alrededor, amortiguando el dolor.
Whitmarsh había aparecido bajo las redes, y él también gritaba contra el
hombre que se recortaba contra el cielo. Sullivan se volvió y habló en un tono
normal por primera vez.
Bolitho no sabía con quién estaba hablando. Quizá, consigo mismo. Caminó
hasta la escotilla, apretando su manga rota y ensangrentada con una mano. Vio
al ayudante del timonel, Roskilly, arrancando el cuchillo de la cubierta. Era un
hombre fuerte, pero necesitó dos intentos para lograrlo. Puigserver le siguió
abajo y luego paseó delante de él.
—Ha sido un gesto osado. Pudo haber puesto fin a su vida, y todo por un
loco.
Herrick corrió tras él, y cuando entraron en la cámara, Bolitho vio que había
una silla bajo la lumbrera. Raymond debía de haber permanecido allí,
observando sin moverse el drama que se desarrollaba en cubierta. La señora
Raymond estaba en la popa junto a los ventanales. Parecía muy pálida, pero
aun así se acercó a él.
—¿Y bien?
—Creo que estoy en buenas manos —dijo—. Decidiré algo sobre el señor
Whitmarsh cuando tenga más tiempo —añadió, sombríamente—. Y en este
momento, el tiempo es lo más preciado del mundo.
Hacía una semana desde que Sullivan había saltado a la muerte, siete largos
días durante los cuales había guiado el barco hacia tierra una y otra ve/, solo
para alejarse ante el avistamiento de una vela o del inexplicable encuentro con
un barco nativo. No, ya no podía retrasarlo más. Whitmarsh le había visitado
esa tarde, un hombre tan torturado por sus propias penas que la entrevista
había sido difícil. Whitmarsh le dejó claro que no se liaría responsable si Bolitho
insistía en permanecer lejos de la costa. Los dos barriles de agua que quedaban
casi estaban vacíos, y los restos no eran más que verdín. Había más hombres
enfermos sobre la cubierta, y los que estaban suficientemente sanos como para
trabajar debían ser visitados minuto a minuto. La crispación iba en aumento, y
los oficiales atendían a sus deberes con un ojo en el cogote, temiendo una
cuchillada en un momento de locura.
—Todo listo, señor —informó Herrick. Estaba tenso y alerta como los otros.
Bolitho se volvió y echó un vistazo a sus oficiales. Todos menos Soames, que
estaba de guardia, se alinearon allí. Incluso los tres guardiamarinas. Los
observó con seriedad. Pensó que aquello podía enseñarles algo.
—Si le damos a nuestra gente más ron en vez de agua, estaremos todos
demasiado borrachos para hacer nada. —Forzó una sonrisa—. Estaría bien.
—Solo he estado en este lugar una vez. Cuando era segundo piloto en el
Windsor, un indiaman. Teníamos un problema similar. Sin agua, con calma
chicha durante semanas y la mitad de la dotación enloqueciendo por la sed.
—Claro, capitán Bellairs —dijo Mudge, mirándole con desprecio—. Con sus
preciosas casacas, sus flautas y sus tambores. Me lo imagino perfectamente —
añadió hoscamente—. Se los merendarán antes de que puedan sacar brillo a sus
botas.
Bolitho asintió.
—Sí. —Bolitho miró a Davy—. Puede hablar de la dotación de cada bote con
el artillero. Cañones giratorios para la lancha y el cúter. Mosquetones para el
resto. —Echó una ojeada a sus rostros concentrados—. Quiero un oficial con
cada grupo. Algunos de nuestros hombres necesitarán atención, aunque no sea
más que por su propia seguridad. —Dejó que las palabras se ahogaran—.
Recuérdenlo bien. Muchos de ellos no están hechos para este tipo de trabajo,
pese a que, como llevamos juntos dos meses, ustedes puedan verlos como a
veteranos. No lo son, de modo que trátenlos en consecuencia. Guíenlos, no se
conformen con dejar su trabajo a otros de menor rango.
Miró la carta. De no haber sido por Sullivan, hubieran podido hacer el viaje
entero hasta Madrás sin interrupciones, pese al racionamiento. Herrick había
intentado arreglarlo atribuyéndolo todo a la mala suerte. Puigserver había
declarado que él le apoyaba, y que cualquier cosa que decidiera era lo mejor
para el barco, pero aun así, la decisión era suya, y eso nadie podría cambiarlo.
Algunos de los presentes en la cámara habían dejado de hablarse con el
cirujano, y quizá por esa sola razón Bolitho no había comentado nada más
acerca de la elección de Sullivan como ayudante, dándole la oportunidad,
estuviera o no loco, de corromper las reservas de agua. Solo se veían para
comentar los informes sobre los enfermos, y cada vez le sorprendía más su
aspecto. E] hombre ardía por dentro, lleno de amargura, y aun así era incapaz
de compartir sus problemas. Ni siquiera quería hacerlo.
Escuchó la voz de una mujer, y vio que los otros dirigían la mirada hacia la
lumbrera cuando los pasos resonaron sobre su cabeza. La señora Raymond y su
doncella cumplían con su habitual paseo bajo las estrellas. Esperaba que
Soames se asegurara de que no vagaran por el alcázar. No podía responder por
su seguridad si caían en manos de algunos de los marineros. Podía comprender
cómo se sentían algunos de ellos.
Vio que Raymond se mordía los labios, y sus ojos seguían los pasos como si
viera a través de la cubierta. El y su mujer se alejaban más cuanto más tiempo
permanecían confinados en aquel barco. Era una relación extraña. Pensó de
nuevo en los días pasados y en un incidente en especial.
Ella había continuado de pie, con los labios ligeramente abiertos, mientras le
observaba. Pero ¿cómo podría comprender ella lo que Bolitho pensaba? Que la
bala había sido disparada por uno de los oficiales de su propio hermano, un
traidor. Un renegado en busca y captura, ahora muerto y olvidado por la
mayoría. Pero no por él.
ATAQUE EN TIERRA
—Bien, Thomas. Dinos qué ves. —La voz de Bolitho sonaba apagada y, como
los otros que lo rodeaban, miró hacia la orilla.
Bolitho se detuvo junto a una bita, y echó un vistazo a las redes. La Undine
había fondeado finalmente a unos cuatro cables de la orilla para permitirle
espacio de maniobra y una profundidad prudente al mismo tiempo. Sin
embargo, parecía muy poco profundo, e incluso podía ver la gran sombra del
casco de cobre de la Undine en el fondo. Arena pálida, como la de las pequeñas
playas, cada vez mayores, que habían visto en su cauteloso acercamiento.
Largas hilachas de algas extrañas se retorcían por la corriente muy por debajo
del barco, como si bailaran una danza extraña y cansada, pero a babor, cuando
el barco tiraba de su cable, vio otras sombras pardas y verdes, como manchas en
el agua. Arrecifes. Tenía razón al mostrarse tan cauto. Nadie necesitaba
recordarles el final del Nervión.
—Iré con los botes —dijo, ausente—. Y usted mantendrá una nutrida
guardia, por si hay problemas. —Casi pudo escuchar la muda protesta de
Herrick, pero añadió—: Si algo va mal en tierra, nos será de alguna ayuda a
nuestra gente si ven que estoy con ellos. —Se volvió y palmeó el hombro de
Herrick—. Además, tengo las piernas anquilosadas. Es mi prerrogativa.
Todo parecía muy seguro. Durante todo el camino por la costa, cuando
habían pasado una bahía o una cala tras otra, y todas parecían idénticas a todos
salvo a Mudge, Bolitho había esperado alguna señal o insinuación de peligro,
pero ningún bote se deslizó sobre la arena, ni observaron una hilera de humo
de un fuego, ni siquiera un pájaro había roto el silencio.
—Y aún le quedaba tiempo para llevarse a la cama a una buena moza, seguro
—sonrió Herrick.
Mudge le miró.
—Le necesitamos aquí. —Bolitho sonrió. Y dijo a Herrick—: Prepare las redes
de abordaje durante nuestra estancia. Con solo el vigilante del ancla y los
infantes de marina para respaldarle, podría encontrarse en dificultades si
alguien trata de sorprenderle. —Tocó su brazo—. Lo sé. Soy demasiado
precavido. Puedo leer en su cara como en un mapa, pero mejor eso que estar
muerto. —Miró a la costa—. Especialmente aquí. —Caminó hacia el portalón de
entrada—. Los botes regresarán de dos en dos. Envíe al resto de los hombres en
cuanto pueda. Se cansarán pronto, con este calor.
—¡Partamos!
Después venía el cúter, también cargado hasta los topes, con Davy al mando,
y su figura parecía muy esbelta al lado de la del señor Pryke, el carpintero de la
Undine. Como cabía esperar, Pryke iba a tierra con la esperanza de encontrar
madera adecuada para las pequeñas reparaciones a bordo. El guardiamarina
Keen, acompañado del pequeño Penn, guiaba el bote y Bolitho les podía ver
inclinarse con evidente alegría mientras navegaban sin contratiempos. Bolitho
miró la popa de su barco, viendo cómo las figuras sobre la cubierta
empequeñecían y perdían entidad. Alguien estaba en la cámara, y adivinó que
era la señora Raymond, que observaba los botes, o evitaba a su marido, o
ninguna de las dos cosas.
—Lo hizo el artillero para mí, señor —gritó. Sonreía—. Mejor que el original.
Bolitho le sonrió. Él, al menos, parecía de buen humor. Observó las suaves
colinas. Eran unos ochenta entre oficiales y hombres, y les seguirían más en
cuanto dejaran libres los botes. Se sentó y se hizo sombra con el sombrero.
Cuando lo hizo, se tocó la cicatriz sobre el ojo, recordando aquella otra
expedición a por agua en la que había participado, hacía tanto tiempo: el súbito
ataque, todo el griterío, el inmenso salvaje que blandía un alfanje que acababa
de coger a un marinero moribundo. Solo lo había visto por un segundo, y luego
había caído sin sentido, con el rostro cubierto de sangre. De no haber sido por
su contramaestre, hubiera sido su final.
La Undine quedaba muy lejos ahora. Un precioso juguete. Mientras que justo
frente a las amuras y rodeándola por ambos lados como inmensos brazos
verdes, estaba la tierra.
Una vez más, la memoria de Mudge demostró ser firme y digna de
confianza. A las dos horas de abandonar los botes y repartir a los hombres en
grupos de trabajo, el ayudante del piloto, Fowlar, informó finalmente de que
habían encontrado un riachuelo, y que el agua era la más fresca que había
probado desde hacía años. El trabajo comenzó inmediatamente. Los piquetes
armados se colocaron en puntos estratégicos cuidadosamente escogidos, y los
vigías fueron enviados a la cima de la pequeña colina bajo la cual el riachuelo
de Mudge se perdía gorgoteando en la densa jungla.
Levantó la vista hacia un trozo de cielo azul cuando los árboles se agitaron.
Bajo las enmarañadas ramas, el aire permanecía inmóvil, pero más arriba, y en
dirección al mar, el viento soplaba con fuerza.
Era un paseo largo y duro, y cuando se alejó de los árboles para la escalada
final hasta el promontorio, Bolitho sintió que el sol le abrasaba los hombros, y
notó, a través de sus zapatos, que las piedras hervían como yescas. Pero los dos
vigías parecían contentos. Con sus pantalones y camisas manchadas, con los
rostros bronceados y casi ocultos por sombreros de paja, más parecían
náufragos que marineros británicos. Habían improvisado un pequeño refugio
con un trozo de lona, bajo el cual yacían sus armas, una provisión de agua y un
largo catalejo. Uno de ellos frunció el ceño.
Bolitho inclinó el sombrero sobre sus ojos mientras miraba la colina. La línea
de costa era más irregular de lo que había imaginado, y el agua brillaba bajo las
espesas capas de árboles para mostrar una ensenada que no aparecía en
ninguna carta de navegación. Tierra adentro, y hacia una barrera distante de
montañas, no había nada salvo un ondulante mar de árboles, tan densos que
parecía posible caminar por las copas. Cogió el catalejo y lo dirigió hacia el
barco. La Undine se balanceaba en el resplandor de la superficie, y vio que los
botes iban y venían muy despacio, como pulgas de agua cansadas. Notó tierra y
polvo bajo sus dedos, y adivinó que el catalejo había estado más tiempo en el
suelo de la colina que siendo usado.
Escuchó cómo Penn bebía ruidosamente agua, y notó que los vigías estaban
deseosos de que los dejara en paz. Debía de ser un trabajo desagradable, pero
no tanto como acarrear barriles a través del bosque. De nuevo, movió el
catalejo. Allí estaban todos aquellos hombres con las almadías y los barriles, y
aun así desde allí no podía ver nada. Incluso la playa estaba cubierta. Los botes,
cuando se acercaban a la orilla, parecían desaparecer entre los árboles, como si
éstos se los tragaran.
Lo contempló hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas tan dolorosas que
no pudo continuar. Entonces, cerró el cristal con una palmada.
—Hay un barco más allá. —Vio que Penn le contemplaba con los ojos
abiertos de par en par—. Hacia el sur. Debe de haber algún tipo de cala que no
hemos observado antes.
Hizo sombra sobre sus ojos, tratando de calcular la distancia a la que estaba
en relación con la Undine y la playa donde habían fondeado.
—Nosotros no hemos visto nada, señor —exclamó uno de los vigías. Parecía
más que asustado.
—Sí, señor. —El hombre se inclinó. Parecía muy infeliz—. Hay un mástil.
Penn dejó caer el frasco y corrió tras él mientras avanzaba colina abajo.
—Varias cosas. —Sintió que los árboles se cernían, sobre él, un pequeño
alivio después del tormento del sol—. Puede que nos hayan avistado y
permanezcan ocultos hasta que zarpemos. Quizá estén preparando cualquier
fechoría.
Aceleró su paso, sin atender a las espinas que le pinchaban. De no haber sido
por aquel breve reflejo en las lentes, no hubiera visto nada, no sabría nada del
otro velero. Quizá hubiera sido mejor así. Puede que se estuviera preocupando
por nada. Encontró a Davy como antes, bajo la sombra de la colina, más
relajado mientras observaba a sus hombres llenando los barriles.
—Maldita sea.
Otra milla antes de que pudiera examinar el mapa de Fowlar y las notas de
Mudge. Miró el cielo. Aún faltaban horas para que anocheciera, pero cuando lo
hiciera, sería rápido. Caería como un telón.
—He descubierto un barco, señor Davy. Bien escondido, hacia el sur. —Vio
al carpintero, que surgía de las profundidades con una sierra en una mano—.
Tome el mando, señor Pryke. —Hizo una seña a Davy—. Vamos a la playa.
—Sí, señor. —Miró a Duff—. Creo que solo nos quedan cinco barriles más.
—Intento descubrirlo.
Continuaron el viaje en silencio, y Bolitho supo que Davy, como los vigías,
pensaba que estaba preocupándose por nada. Fowlar le escuchó con calma y
después examinó su mapa.
—Si es donde yo creo, aquí no está marcado, de modo que debe de estar en
algún sitio entre esta playa y la próxima bahía. —Hizo una marca—. Más o
menos aquí, diría yo, señor.
Los ojos de Fowlar se abrieron, pero respondió: —Parece estar muy cerca,
señor. A no más de tres
usted lo logre.
encontrado.
—Sí, señor.
Otro pesado barril llegó a la playa, y los hombres resoplaron como animales
que huyeran ante perros de caza.
Vio a Keen, que surgía de entre los árboles, con una pistola colgando
descuidadamente de su cinturón. Cuando se volvió hacia el mar, saludó y elevó
un brazo hasta determinada altura. Era el chinchorro, que atravesaba el mar a
toda velocidad, con los remos relucientes bajo el sol como si fueran de plata.
Entonces el chinchorro alcanzó la playa, y, sin esperar más, el guardiamarina
Armitage saltó sobre la borda y cayó de bruces sobre la arena.
—Con los saludos del señor Herrick —murmuró. Hizo una pausa para
limpiarse la arena de la barbilla—. Liemos avistado una embarcación nativa al
norte. —Apuntó de cualquier modo hacia los árboles—. Un grupo entero de
ellas. El señor Herrick cree que pueden venir hacia aquí, aunque... —Se
interrumpió, retorciendo el rostro como solía hacer cuando pasaba un
mensaje—. Aunque de momento han desaparecido —asintió, aliviado, cuando
recordó la última parte—. El señor Herrick opina que pueden haberse dirigido a
otra playa por alguna razón.
Bolitho se volvió. En una lucha cuerpo a cuerpo, Soames sería el mejor. Si las
cosas se volvieran contra ellos, Herrick necesitaría más maña que fuerza si
debía continuar el viaje contando únicamente con sus recursos.
—Usted regresará al barco con el último de los grupos. —Garabateó una nota
en el cuaderno de Fowlar—. Y transmitirá mis... —dudó, sin ver la
desesperación que cubría el rostro de Davy— ideas al señor Herrick lo mejor
que pueda.
—Yo decidiré cuál es su deber —dijo Bolitho, y le miró con calma—. Doy por
supuesta su lealtad. —Observó a Soames, que recorría arriba y abajo una doble
hilera de hombres—. Ya le llegará el turno, no se preocupe.
Una sombra cayó sobre el mapa de Fowlar, y Bolitho vio que Rojas, el
teniente español, le observaba, tan triste como siempre.
—¿Sí, teniente?
—He venido a ofrecerle mis servicios, capitán —dijo Rojas. Miró orgulloso a
Davy y a Allday—. Don Luis me ha dado instrucciones de hacer todo lo que
pueda para ayudarle.
—¿No lo ve? —le dijo a Davy—. El señor Herrick necesita sus servicios ahora
más que nunca. —Luego se dirigió a Rojas—. Acepto su oferta, teniente. Gracias.
Otro barril estaba siendo trasladado a la playa por los hombres, y Duff
asomó entre los árboles sosteniendo su catalejo.
—Suerte, señor.
Entonces, dio la espalda al mar y avanzó por la playa hacia los árboles.
—Ahora descansaremos.
—He enviado a los exploradores por delante, señor. —Una botella de agua
golpeó contra la boca de un hombre—. Despacio, imbécil. Nos debe durar
bastante.
Bolitho lo vio con otros ojos. Como a los hombres que Soames había escogido
como exploradores. No eran ni los más duros ni los marineros más veteranos,
como se esperaba que escogiera un teniente con su pasado. Ambos
exploradores eran de los últimos tripulantes llegados a bordo de la Undine, y
nunca habían estado antes en el mar. Uno de ellos trabajaba en una granja, y el
otro había sido cazador en Norfolk. Pensó que en ambos casos eran una
elección excelente. Se habían escabullido entre los árboles sin un ruido.
—¿Qué más?
Hodges se encogió de hombros. Era un hombre pequeño, y Bolitho se lo
podía imaginar perfectamente como cazador de gansos, rastreando en las
marismas de Norfolk.
—Se deshacen del resto. Les cortan la garganta para ahorrar pólvora y balas.
—He visto dos, señor. Pero parecen sentirse seguros. El barco tiene dos
cañones preparados.
Soames se volvió sin decir nada, pero Bolitho adivinó que, como a la mayor
parte de los marineros, le asqueaba que Rojas pudiera aceptar la esclavitud
como algo natural.
Bolitho le tomó la palabra, aunque no pudo ver marcas en ninguna parte. Era
sorprendente lo cerca que estaban. Pareció que no había transcurrido el tiempo
antes de que Hodges golpeara su brazo e hiciera un gesto para que se cubriera
entre algunos arbustos de hojas afiladas, y allí, abriéndose como un teatro,
estaba la ensenada. Había mucha más luz, porque el sol todavía colgaba sobre
los árboles, y pintaba de reflejos oscilantes el agua en lento movimiento. Se
tranquilizó, tratando de olvidarse de los dolorosos pinchazos en las manos y en
el pecho. Entonces se paralizó, y la incomodidad y la incertidumbre
desaparecieron cuando vio el barco por primera vez. Tras él, escuchó cómo
Allday enunciaba sus pensamientos.
—¡Por Dios, comandante! ¡Es el barco que condujo a los españoles contra el
arrecife!
—Se llevan a los esclavos a bordo. —Allday apretó los dientes—. Zarparán
pronto. Eso creo yo. Bolitho estuvo de acuerdo.
—Vaya a por los otros —le dijo a Keen—. Dígales que tengan cuidado. —
Descubrió la sombra agazapada del segundo explorador—. Vaya usted con él —
le dijo en voz baja a Allday—. Si podemos atraparla, sabremos con seguridad
quién está tras la destrucción del Nervión.
Allday sostenía el alfanje con ambas manos.
—Entonces, el joven Keen tenía razón. Es el mismo velero. —Echó una ojeada
a los tres promontorios más allá del bergantín—. No nos queda mucho tiempo,
señor. En una hora, o quizá antes, esto estará oscuro como la boca de un lobo.
—Entonces, en marcha. Diga a Rojas que conserve a unos hombres aquí para
proteger nuestro flanco. Por aquí debemos subir si todo falla.
—¿Nuestro grupo?
Bolitho recorrió una a una sus caras. Había llegado a reconocer muy bien
muchas de ellas. Lo comprobó en esos últimos momentos. Mostraban miedo,
ansiedad y furia. Comparable a la suya. Incluso, una inquietud brutal.
—¡Ahora!
Más allá, y todavía más allá, hasta que sobrepasaron la mitad del trayecto;
Bolitho sabía que si en ese momento eran descubiertos, estaban listos. Los
mástiles y las vergas se elevaban sobre su cabeza. Las velas aferradas se
recortaban contra el cielo, y la luz de la linterna brillaba con más fuerza a
medida que aumentaban las sombras. Escuchó pasos en la cubierta, y un
hombre rió salvajemente. La risa de un borracho. Pensó que quizá hacía falta
una ración extra de ron para un trabajo así. Y entonces, como por arte de magia,
ya se encontraban escalando el casco bajo la serviola de estribor, todos juntos,
con la corriente golpeándoles los pies contra las ásperas maderas, mientras
luchaban por permanecer ocultos.
—Los botes nunca nos verán, desde aquí —susurró Allday—. Por el
momento estamos a salvo.
—Nadie le dijo a Rojas que este era el barco que hundió el Nervión —dijo con
voz entrecortada—. Sin duda lo ha descubierto ahora.
LA DECISIÓN DE HERRICK
Los gritos y los aullidos de los aterrorizados esclavos casi ahogaron el ruido
del fuego de mosquete. Bolitho escuchó cómo varios hombres caían en un bote
en el costado opuesto del bergantín, y oyó también varios chillidos confusos,
posiblemente con la intención de infundir valor a sus compañeros del
campamento. Hizo un gesto a Allday.
Una chica desnuda, con el cuerpo reluciente de sudor, intentaba llegar hasta
uno de los esclavos caídos, pero sus brazos estaban aprisionados por una
cadena que le quedaba corta. ¿Marido, hermano? Bolitho ni siquiera tuvo
tiempo para adivinarlo cuando uno de la tripulación la destrozó con su alfanje
de camino hacia la popa. La espada dio una sacudida en su mano cuando la
cruzó con la del asesino de la chica. Vio el odio en el rostro barbudo del
hombre, la locura en sus ojos, mientras ambos hacían fuerza atrás y adelante;
sus pies resbalaron en la sangre derramada, y los cuerpos se esforzaban en
mantener el equilibrio tras parar cada estocada.
—¡Bien hecho, comandante! —Hizo rodar lejos al hombre con el pie. Luego
gruñó—: ¡Y ahí viene otro, por vida de Dios!
El marinero saltó desde los obenques, Bolitho no supo si para cogerles por
sorpresa desde lo alto o para escapar de un ataque inesperado. Todo lo que oyó
fue la respiración agitada de Allday, y el restallar de su espada cuando
acuchilló al hombre. Terminó con él con un tajo espantoso.
Alguien se escabulló junto a él, disparando una pistola mientras huía del
alfanje de Allday. Bolitho giró en redondo y dio un respingo cuando el dolor
atravesó su muslo, pero cuando se tocó la pierna y el rasgón de sus pantalones,
no había sangre ni el doloroso calor de un hueso roto. El hombre que disparó
había corrido, sin darse cuenta, demasiado cerca de los esclavos. Las cadenas
ondularon como serpientes y el hombre se desvaneció bajo la pirámide de
cuerpos brillantes que no cesaban de gritar. Allday rodeó la cintura de Bolitho
con un brazo.
Bolitho echó una ojeada a lo que había quedado del hombre después del
ataque de los esclavos. Literalmente, lo habían despedazado.
—¡Perros desagradecidos!
Tiró del cordón, sintiendo el calor de la boca del cañón cuando la carga
explotó contra los botes atiborrados. Se oyeron gritos y maldiciones, cuerpos
que caían en el agua y otros disparando desde la chupeta de popa.
Se retorció, intentando ver dónde había atacado Soames en la orilla, pero era
imposible estar seguro. Los disparos resonaban por toda la ensenada, y una vez
creyó oír ruido de espadas. Entonces se volvió y miró a bordo.
—Podemos sacar uno de los cañones fuera de su soporte y disparar una bala
para atravesar el fondo. Si nosotros podemos mantenernos en la popa
mientras...
—Están atrapados por más de una cadena. Se irían a pique con el barco.
Podía presenciar la lucha a muerte con los hombres supervivientes, con tan
pocas esperanzas como una fogata bajo la intensa lluvia. Muchos de ellos
miraban a popa, y ninguno deseaba ser el primero en enfrentarse al nuevo
ataque. No tuvieron que esperar mucho. De pronto, las puertas de la popa se
abrieron y un grupo de hombres irrumpió en la cubierta; sus voces aullaban,
salvajes, en lo que parecía ser una docena de idiomas distintos. Bolitho recuperó
el equilibrio y cruzó la espada sobre su cuerpo.
Una bala silbó sobre su cabeza y se volvió para ver a otro de sus hombres
destrozado; la sangre brotaba de su garganta. Había sido alcanzado por un
tirador oculto en algún lugar de los obenques.
Pero daba igual. Los marineros que quedaban trepaban de nuevo arrojando
sus armas en su frenética prisa por escapar. Solo Keen permanecía entre él y el
saltillo de proa, con los brazos a los costados, y su joven cuerpo debilitado por
el esfuerzo.
Disparó una pistola hacia las sombras que avanzaban, y gruñó con
satisfacción cuando un hombre gritó de dolor.
—Solo pude conseguir un bote, señor —dijo Soames con voz ronca—. El
barco negrero tenía un buen grupo en tierra. —Sonaba enfadado, desesperado—
. Cuando dispararon a aquel maldito español, mis muchachos comenzaron a
hacer fuego. Era demasiado pronto. Lo siento, señor.
—No ha sido culpa suya. —Bolitho caminó pesadamente junto al borde del
agua, buscando a algún nadador más—. ¿Cuántos ha perdido?
Se volvió cuando un nuevo sonido le sobresaltó entre los árboles. Era como
una inmensa bestia que moviera los pies, un coro combinado de aullidos que
resonaban. La ensenada devolvía el eco de las voces.
El ayudante del piloto echó una ojeada al bote con evidente pesadumbre.
Allday cogió la caña del timón y comprobó el estado de cada hombre cuando
subieron al bote. De alguna manera, todos cupieron, sin dejar apenas espacio
para que los remeros se movieran, y con el casco tan hundido, que la borda
apenas asomaba tres pulgadas.
—¡Bogad!
Se inclinó cuando un cañón abrió fuego; la larga llama naranja brotó del
costado del velero como una lengua malvada. La bala siseó a la proa del bote y
se hundió en la arena.
—Uno acaba de morir, señor —susurró Keen—. Hodges —añadió con voz
ronca.
—Posiblemente.
—Muy bien. —Bolitho vio cómo un grupo de árboles colgaba sobre el agua
como un puente medio derribado—. Haremos un alto aquí. Que los hombres
descansen. Y reparta lo que quede del agua y la comida.
—Diríjase allí, Allday —dijo Bolitho. Se libró de sus otros pensamientos con
algo similar a un esfuerzo físico—. Estableceremos tres guardias, de dos horas
cada una. —Lo intentó de nuevo—. Colocaremos centinelas y un buen vigía.
El proel saltó sobre la roda y se perdió en las sombras, con un cabo como un
cabestro sobre sus hombros. El bote golpeó contra la arena, inclinándose como
si estuviera borracho por la corriente y por el súbito empuje de los hombres
cuando lo llevaron a tierra. Bolitho escuchó a Soames mientras elegía a los
centinelas para la primera guardia. De haber estado a cargo del grupo de
abordaje, ¿hubiera vacilado? Lo dudaba.
Bolitho le miró con expresión ausente, pero no pudo ver sus rasgos.
—¿Cómo?
Bolitho se reclinó contra un árbol y cerró los ojos, escuchando cómo la jungla
renacía por la noche. Ruidos, crujidos, rugidos y rumores.
Cuando se alejó, Fowlar, que se había estado lavando el rostro y las manos en
el agua, regresó al bote.
Keen asintió.
—Lo sé. Espero ser como él algún día. Fowlar rió, y el sonido despertó más
aullidos en el bosque.
—Dios le bendiga, señor Keen. Estoy seguro de que le halagaría saber eso.
Keen estaba delante de él, a horcajadas sobre la parte superior de la roda, con
los pies desnudos y las piernas colgando sobre el agua mientras observaba el
siguiente banco, su cuerpo inclinado como si arrastrara un gran peso. El casco
se elevó y se inclinó cuando la primera ola entró en la cala. Algunos de los
hombres gritaron con alarma, pero la mayor parte de ellos se limitó a mirar al
frente sin preocuparse.
Soames le miró.
—Pueden pasar horas antes de que lleguen, y, a mi entender, hoy esto será
un horno.
El bote se inclinó, se oyeron protestas, y vio que Keen retrocedía dentro del
casco con el rostro contraído.
—¡Por los clavos de Cristo! Debe de haber treinta hombres en cada una.
—¡A popa! —gritó otro hombre— ¡Puedo ver las gavias del bergantín!
—Muy bien. Envíe a los dos mejores tiradores a proa. Déles toda la pólvora
que tengan —añadió suavemente, dirigiéndose a Soames—. Puede que
logremos rechazarlos hasta que nuestros botes lleguen en nuestra ayuda.
—Por estribor, Allday. —Le sorprendió lo fría que sonaba su voz—. Tendrán
que moverse pronto.
Disparó su pistola y juró, satisfecho, cuando otra figura negra cayó al agua.
Ambas canoas giraban en un amplio arco para continuar a popa. Cada una a un
costado. Ahora se encontraban aislados de cada lado de la ensenada, y,
enfrente, el mar se abría para recibirlos, burlándose de ellos con su vacío.
Fowlar disparó de nuevo, y tuvo mejor suerte, porque derribó una figura
emplumada que aparentemente marcaba el ritmo de los remos. Los marineros
estaban todos tan ocupados en los remos u observando temerosos la popa, que
casi ninguno de ellos vio la amenaza real hasta que ya era demasiado tarde.
—¡Esta es mi última bala, señor! —aulló Fowlar. Maldijo cuando una piedra
pesada, arrojada desde una gran distancia por una honda, golpeó el fusil y le
hizo un corte en la mano. La canoa que iba en cabeza se acercaba, y el ruido de
los cantos y el tambor era casi ensordecedor.
Cuando miró de nuevo a popa, vio que el hombre aún estaba vivo, aullando
como un alma en pena, mientras el cuchillo seguía su trazado. El mosquete
retrocedió contra el hombro del tirador, y Bolitho se volvió, luchando por
contener las náuseas.
El negrero había alcanzado aguas más profundas casi sin que nadie se diera
cuenta de ello. Los botes habían regresado a bordo y, con su trinquete
desplegado y flameando, se alejaba de la tierra protectora. De nuevo, las canoas
formaron dos líneas, y los tambores parecieron enloquecer mientras
maniobraban para el ataque final. Bolitho empuñó su espada contra el
horizonte neblinoso.
No tenía mucho sentido decir aquello, pero era mejor que permanecer en pie
y observar cómo los capturaban, torturaban y asesinaban sin levantar un dedo.
—Aquí llegan —susurró Allday. Sostuvo la caña del timón entre sus piernas
y aferró el alfanje—. No se aleje, capitán. Les enseñaremos a esos bastardos lo
que es bueno.
—Va detrás del negrero —dijo Fowlar, con incredulidad—. Deben de estar
locos.
Bolitho luchó por un instante, mientras miraba las velas que flameaban
libremente, a los infantes de marina que le observaban, a la tripulación de
artillería, que había cesado su ataque para mirarle y sonreír. Herrick había
corrido un terrible riesgo. Había sido claramente una locura, y podía decir, por
la expresión de Mudge, que se inclinaba y asentía junto a la brújula, que
también él compartía la responsabilidad. Pero allí había algo nuevo, algo que
faltaba hasta entonces. Trató de darle nombre.
—No lo olvidaré.
Bolitho se recostó contra el tronco del palo de mesana, y lo sintió vibrar bajo
la presión del viento y las velas que se encontraban muy por encima.
—¿Sabes, Allday? Creo que después de todo el trabajo que nos ha costado
conseguirla, prefiero un vaso de agua.
VIII
MADRÁS
—Lo logramos.
—¡Ciña una cuarta más! —dijo Mudge. Luego también él calló, mientras el
timón crujía.
Bolitho pensó que quizá estuviera satisfecho; así debía ser. Madrás: solo su
nombre suponía un gran hito que habían conseguido juntos. Tres meses y dos
días después de levar anclas en Spithead. Allí Bolitho había observado la
incredulidad en el pesado rostro de Mudge cuando le había sugerido que
debían rematar el viaje en cien días.
—Sí, señor —dijo Herrick, en voz baja—. Desde que abandonamos la costa
africana, la suerte nos ha acompañado, eso seguro. —Sonrió ampliamente.
Orientales, y hacía tres meses Bolitho hubiera dado su brazo derecho por un
puñado de sus marineros. Bien instruidos y disciplinados, en muchos aspectos
eran superiores a los de la armada. La Compañía podía permitirse mejores
pagas y óptimas condiciones para su gente, y se las daban, mientras que la
armada aún tenía que depender de lo que podía conseguir por otros medios, y
en tiempo de guerra aquello significaba que debían supeditarse a lo que
lograran los grupos de alistamiento.
Bolitho elevó la mano y vio al ayudante del piloto con el grupo del ancla. Era
Fowlar. Un hombre que había probado su valor y su lealtad, y que ya se había
ganado un ascenso en cuanto la ocasión se presentara.
—Sí, señora —señaló hacia las amuras—. Pronto podrá despedirse de los
olores y los ruidos de una pequeña fragata. No me cabe la menor duda de que
una dama inglesa será tratada como una reina aquí.
—No estoy herido —dijo Bolitho, con voz ronca—. La bala dio en mi reloj.
Ella entonces había echado la cabeza hacia atrás, y había comenzado a reír.
La inesperada reacción le había enfurecido, pero entonces, mientras ella le
apretaba la mano, incapaz de cesar su risa, se había encontrado también riendo.
Quizá aquello, más que cualquier otra cosa, le había librado de la ansiedad que
se había visto obligado a esconder hasta el momento. Algo de ese día debió de
asomar a su rostro mientras recordaba.
Vio que de nuevo sus labios temblaban, y se preguntó por qué no había
reparado hasta entonces en el fino moldeado de su barbilla y su garganta.
Ahora ya era demasiado tarde. Notó que enrojecía. ¿Por qué?
Ella asintió.
—Fue cruel por mi parte reírme así, pero usted parecía tan enfadado, cuando
todo el mundo salvo usted se hubiera mostrado satisfecho con su suerte...
—Preparado, señor.
—Sí, señor. —Pero sus ojos permanecían fijos en la mujer. Luego corrió hasta
la batayola gritando—. ¡Hombres a las brazas de sotavento! ¡Preparados para
virar!
En esos momentos era un hombre distinto. Con ojos de acero, impaciente por
moverse de nuevo, por convertir sus planes en órdenes. Tras él, Raymond
observaba los botes que se acercaban con una expresión en su rostro más
similar a la aprensión que a la emoción. Después de arrojar el ancla, y con todas
las velas cuidadosamente aferradas, las cubiertas de la Undine rebosaban de
vida; su dotación se preparó para subir a bordo mercancías, pasajeros, o
cualquier cosa que les ordenaran. Sobre todo, era posible que les exigieran estar
preparados para partir de nuevo en unas horas. Bolitho sabía que se le
requeriría para hacer una docena de cosas al mismo tiempo. Incluso ahora,
podía ver que el contador se esforzaba por captar su mirada, y que Mudge
esperaba para sugerirle o preguntarle algo.
El tomó su mano y rozó el dorso con sus labios. Sintió que sus dedos le
devolvían un ligero apretón, y cuando observó su rostro vio que no había sido
por accidente. Entonces todo terminó, y él se vio atrapado en el alboroto de
recibir a los enviados del gobernador y repartir sus despachos al oficial del bote.
Cuando una lancha con un brillante dosel se alejó de la negra sombra de la
Undine, vio que los pasajeros miraban a la popa hacia él, y que empequeñecían
con cada golpe de remo.
—Imagino que se sentirá a gusto por tener la cámara de nuevo para usted,
señor —dijo Herrick alegremente—. Ha esperado demasiado tiempo.
Herrick había visto la mentira en los ojos grises de Bolitho, y decidió que era
prudente cambiar de tema inmediatamente.
Eran las últimas horas de la tarde cuando Bolitho recibió la orden de
presentarse ante el gobernador. Comenzaba a pensar que la última parte de su
misión se había cancelado, o que en Madrás su estatus había cambiado tanto
que se limitaría a permanecer a distancia y a hacer lo que se esperaba de él
cuando lo considerara necesario la autoridad. Fue llevado a tierra acompañado
por Herrick y el guardiamarina Keen en la canoa de la Undine, pese a la
insistencia de un altanero oficial de enlace que porfiaba indicando que un bote
local sería más adecuado y confortable.
Sus pieles eran muy diferentes, y oscilaban desde el marrón claro, no más
oscuro que el bronceado del joven Keen, a aquellos casi tan negros como los
guerreros que había visto en África. Turbantes y túnicas flotantes, ganado y
cabras cabizbajas, todo ello conducido por calles serpenteantes al interior de las
tiendas hechas con lonas, formaban un incesante panorama de ruido y
movimiento.
La residencia del gobernador más parecía un fuerte que una casa, con
troneras para armas en los muros, y estaba bien custodiada por tropas indias.
Estas últimas eran francamente impresionantes. Lucían turbante y barba,
aunque vestían la familiar casaca roja de la infantería británica, combinada con
pantalones azules muy flojos y polainas blancas altas. Herrick señaló la bandera
que colgaba casi sin moverse de un palo alto.
—El gobernador le verá ahora mismo —dijo el oficial de enlace. Miró a los
otros sin entusiasmo—. Solo.
—El señor Keen permanecerá aquí por si necesito enviar un mensaje al barco
—dijo Bolitho, mirando a Herrick—. Usted puede disponer de su tiempo como
le plazca. —Se volvió para esconder el rostro al oficial de enlace—. No olvide
abrir bien los ojos por si encuentra hombres de refresco.
Herrick sonrió, quizá aliviado por librarse de otra lista de preguntas y
respuestas. Los visitantes del barco lo habían mantenido en pie y activo desde
que habían fondeado. El avistamiento de una fragata inglesa parecía atraer más
interés que las idas y venidas de un mercante. Un vínculo con el hogar. Alguna
palabra o pista de aquella gente que habían dejado atrás, en pos de su ideal de
imperio.
Bolitho sonrió.
Bolitho se volvió.
El oficial de enlace no dijo más, pero les guió hasta el pasillo más ancho.
Abrió algunas puertas dobles y anunció con tanta dignidad como le fue posible.
Bolitho ya conocía el nombre del gobernador, pero poco más. Sir Montagu
Strang permanecía casi oculto tras un inmenso escritorio cuyos costados
parecían construidos con ébano, y con los pies tallados como inmensas zarpas
de plata. Era un hombre frágil y de pelo gris, con una complexión pálida que
delataba que había sufrido fiebres, ojos profundos y una boca estrecha y severa.
Observaba cómo Bolitho se aproximaba sobre una hilera de alfombras azules
como un cazador podría examinar una posible víctima.
—Gracias, señor.
Bolitho intentó no mostrar sorpresa, o lo que era peor, pena. De cintura para
arriba, sir Montagu era una persona normal, aunque delgada. De cintura para
abajo, sus piernas eran diminutas, como si pertenecieran a un duende, y sus
manitas colgaban a la altura de las rodillas.
—Eso creo, señor. —Bolitho frunció el entrecejo—. Recae sobre usted una
gran responsabilidad.
—No estoy muy seguro de lo que se espera de mí, señor. Yo hubiera pensado
que una nueva guarnición de soldados sería una fuerza mejor que la mía.
—Yo sé que no es así. —Su voz era mordaz cuando añadió—: Por ser nativa
la mayor parte de la tropa, con oficiales británicos con los cerebros inutilizados
por el calor, y... esto unido a ciertas atracciones locales... Necesitamos
movilidad. Su barco. Ya sabemos que los franceses están muy interesados en
esto. Tienen una fragata en algún lugar de estas aguas, cosa que usted también
sabe. Esa es la razón por la que no puedo exponerme a un conflicto abierto. Si
queremos triunfar, debemos hacerlo bien.
—Eh... sí, señor. —La memoria de Bolitho estalló de pronto con una docena
de recuerdos—. Estaba al mando del Gorgon, de setenta y cuatro cañones. Mi
segundo barco. —Sonrió, pese a la expresión de Strang—. Yo tenía dieciséis
años.
—Entonces será sin duda una reunión muy interesante. —Strang miró hacia
la puerta abierta, donde un criado permanecía en pie observándole inquieto—.
Lleve al comandante a la cámara. Y la siguiente vez que esta campana suene, le
quiero aquí inmediatamente. ¿Vio que hoy, cuando usted llegaba, salía un barco
de la Compañía? —añadió Strang cuando Bolitho hizo amago de marchar.
—Sí, señor.
—Me uniré a ustedes en un momento. Ahora vaya y tome un vino con mis
hombres.
Conway había estado espalda con espalda junto a Bolitho. Vestía una pesada
casaca verde botella, y tenía los hombros caídos, de modo que parecía que se
inclinaba hacia delante. Se volvió para enfrentarse a Bolitho y sus ojos se
movieron rápidamente, anotando todo lo que veían.
—Richard Bolitho, ¿eh? —El apretón de manos era seco, como su tono—. Y
convertido en comandante, nada menos. Bien, bien.
Bolitho intentó relajarse. Era como ver a alguien mirando a través de una
máscara. Un contraalmirante, pero salvo por la antigüedad, solo era un rango
superior a él. Y sin título, sin haber sido nombrado caballero, para intensificar
de algún modo su éxito.
—¿Siempre tienes que montar una escena, Viola? ¡En el nombre de Dios,
Conway puede llegar a ser muy importante para mí...! ¡Para nosotros!
—Es tan pomposo y... —buscó la palabra— tan aburrido —añadió para su
marido—. Y me pone enferma cómo te humillas ante ellos. Siempre te arrojas a
los pies de todos los fracasados.
—¡Ah, es eso! Pensé que habías oído algo. —Miró a Conway—. Mejor me voy
con él. Sir Montagu Strang me ha dado instrucciones de utilizar toda mi
experiencia para ayudarle.
—Bueno... no.
Ella asintió.
—No como un típico oficial del rey. —Parecía muy divertido—. La mayor
parte de ellos hubieran preferido hundirse antes que pedir ayuda a otro.
Bolitho se preguntó por cuál hubiera sido su actitud de haber sabido que
habían «robado» veinte hombres a la todopoderosa Compañía de las Indias
Orientales. Antes de abandonar el transporte, había tenido ocasión de observar
por primera vez a las tropas que estaban siendo enviadas a la guarnición
española. Parecía como si pretendieran convertir su nuevo destino en un hogar
permanente, porque les acompañaban una gran cantidad de mujeres y niños,
muchos útiles y una inmensa cantidad de sartenes y pucheros; que hacía que
uno se preguntara de dónde los habrían sacado. El comandante del Bedford no
parecía impresionado, de modo que supuso que aquel sería el método habitual
allí.
Para su sorpresa, vio que Conway aún vestía su casaca verde, sin
condecoraciones ni espada. Ni siquiera llevaba el sombrero cuando avanzó a
través del portalón de entrada y se inclinó cortésmente ante la guardia de honor
de Bellairs y ante el alcázar en general.
Sus ojos miraban a uno y otro lado, y Bolitho trató de librarse de su súbito
resentimiento ante la actitud de Conway. Quizá él siempre había sido así,
incluso en el Gorgon, cuando Bolitho había observado sus regulares apariciones
en la popa o el alcázar en una actitud similar al sobrecogimiento.
Conway caminó hasta un cañón del seis y pasó la mano sobre él. Entonces,
miró a la arboladura, donde algunos hombres embreaban el cordaje, haciéndolo
brillar como el ébano.
Bolitho vio cómo su camarote volvía a dejar de serlo. Había pensado en ello
varias veces desde que llegó a Madrás. Necesitaba algún lugar privado desde
donde poder evaluar sus errores y asegurar sus ventajas. Puigserver era una
cosa, pero Conway otra totalmente distinta. Sería como convertirse de nuevo en
el oficial de Conway.
—Muy amable de su parte. —Se miró las manos, y luego las cruzó a su
espalda—. ¿Podemos ir abajo?
En la cámara se movió sin descanso, tocando los muebles y atisbando por los
rincones sin decir nada. Entonces miró uno de los paneles de madera, y lo
golpeó.
—Sí, señor. Pero me encargaré de que permanezca así hasta que usted llegue
a su nuevo puesto de mando. —Quería decir residencia, pero la palabra se le
escapó.
—¿Señor?
—Comprendo, señor.
—No, señor. —Sonrió—. He estado esperando para abrir un vino que traje de
Londres...
—La gente no cambia, Bolitho. —Se tocó el pecho—. No aquí dentro. Y usted,
más que el resto de la gente, debería saberlo. Cuando supe quién mandaba mi
transporte, supe que usted sería como es. Quizá no demasiado optimista ni
confiado, pero no es eso lo que necesitamos.
—Parece que lo del Gorgon sucedió hace una eternidad. Allí viví los
momentos más felices de mi vida, aunque entonces no comprendí que lo eran.
—Mi timonel, señor. —Bolitho tuvo que sonreír ante la expresión incrédula
del rostro de Allday.
—Ya veo.
—Con los saludos del señor Herrick, señor —dijo Allday—. ¿Puede usted
subir a cubierta para recibir al comandante del Bedford?
Ella había escrito al dorso: a las ocho, venga, por favor. Bolitho observó el rostro
de Allday, que parecía una máscara.
—Gracias.
Una hora antes del relevo de la mañana, Bolitho subió a cubierta para
disfrutar de la hora más tranquila del día. Cruzó hacia barlovento con la camisa
abierta hasta la cintura, y estudió con atención la disposición de cada vela por
separado antes de dirigirse hacia la popa para consultar el compás. Madrás se
extendía a doce días por la popa, pero el viento, que había comenzado siendo
tan favorable, se había reducido a una ligera brisa, de modo que aunque todas
las velas estuvieran desplegadas, no parecía posible que pudiesen mantener
más de cuatro nudos. Fowlar garabateaba sobre la pizarra junto al timón, pero
enderezó la espalda cuando Bolitho se aproximó. Se llevó la mano a la frente.
Bolitho asintió y se hizo sombra para observar de nuevo las velas. El viento
venía del este cuarta al sudeste, como con anterioridad, y las vergas de la
Undine estaban bien orientadas, amuradas a estribor. Más o menos a una milla,
el bergantín Rosalind no tenía dificultades para mantener la posición respecto de
su pesado consorte, y Bolitho se vio tentado de coger un catalejo y examinarlo
más de cerca. Fowlar parecía pensar que se esperaba de él que añadiera algo a
su informe.
—Quizá icemos velas antes de que llegue la noche, señor. El señor Mudge
cree que el viento aumentará una vez lleguemos al estrecho de Malaca.
—Eh... Sí.
—Le pido disculpas por no haberle visto subir a cubierta, señor —dijo,
frunciendo el entrecejo. Hizo una seña hacia el palo mayor—. Me estaba
ocupando de la queja de un infante de marina —añadió rápidamente—. Nada
importante.
Davy siguió su mirada sobre las redes. La mar parecía muy azul, y aparte del
bergantín con su casco bajo, no había ni una mancha de tierra, ni otro barco que
rompiera la sensación de vacío y de vastedad.
—Lo siento, señor. —Davy se mordió los labios. Luego asintió firmemente—.
Sí, trataré de explicarme. —Bajó los ojos—. ¿Me permite que le hable de su
hermano, señor?
Bolitho se puso tenso.
—No pretendía ofenderle. —Davy elevó la mirada y dejó que las palabras
brotaran como un aluvión—. Oí en alguna parte que abandonó la armada.
—Fue porque apostaba, según me han dicho, ¿no, señor? —dijo Davy en voz
baja.
—Veinte, señor.
Davy sonrió.
—Sabe usted, señor, pensé que en un viaje como el nuestro, tal vez yo podría
conseguir cierto prestigio.
El pasado de las familias de Davy y Keen era similar. Ambos tenían padres
ricos que habían ascendido más debido al comercio que a su servicio al rey. El
padre de Davy había muerto, y había dejado a su hijo y heredero totalmente
desvalido ante las tentaciones que le acechaban. Keen, por su parte, había sido
enviado a la mar debido a la influencia y a las riquezas de su padre. Herrick le
había dicho que Keen le había confiado durante una guardia nocturna en el
océano Indico que lo que su padre buscaba era «hacerle un hombre». Aquello
parecía divertirle, pero Bolitho pensó que el padre de Keen debía de ser un
hombre notable. No había muchos que arriesgaran la vida de un hijo o su
mutilación para conseguir hacerle un hombre.
Una vez, cuando llevaban medio día con calma chicha, los marineros habían
arrojado una red de cerco con la esperanza de conseguir pescado fresco.
Después de arrojarla varias veces, consiguieron como único resultado de sus
esfuerzos unos peces con la cabeza plana que Mudge había llamado zorros, pero
Conway no se hubiera mostrado más satisfecho si hubieran capturado una
ballena. Era como si exprimiera cada hora, como un prisionero a la espera de
sentencia. No era agradable presenciarlo.
Bolitho aún no había cumplido veintiocho años, pero como comandante con
dos experiencias previas a sus espaldas, había aprendido a aceptar, aunque no
las compartiera, gran parte de los juicios de la armada. La experiencia de
Conway se le reveló durante una cena, una noche en la cabina. Era el segundo
día desde que dejaron Madrás, y Bolitho le había mandado a Noddall que
sirviera parte del vino especial para celebrarlo. Madeira, el más caro que había
comprado jamás. Conway apenas pareció enterarse. Si le hubiera ofrecido sidra,
Bolitho dudaba de que se hubiera dado cuenta; pero se había emborrachado
profundamente. Conway no se expresó con calma, ni por accidente, ni siquiera
con bravatas, sino con la firme determinación de quien permanece solo
demasiado a menudo y desea que esa sensación desaparezca sin tardar.
Todo había ocurrido hacía dos años, en esas mismas aguas, cuando el
almirante francés Suffren había capturado Trincomalee y casi había derrocado
el poder británico en la India. Conway había comenzado a contar la historia
como si Bolitho no estuviera presente, como si tan solo quisiera asegurarse de
que aún podía recordarlo. Estaba al mando de un escuadrón de tierra, ocupado
en la protección de barcos de abastecimiento y convoyes militares. Una corbeta
había traído noticias de que un escuadrón francés había sido avistado en las
costas de Ceilán, y sin demora partió a capturar o destrozar los barcos enemigos
hasta que llegara la ayuda para completar la victoria.
Sin saberlo Conway, otra corbeta le estaba buscando: había sido enviada por
el comandante en jefe, con nuevas órdenes para la defensa de Trincomalee.
Conway llegó a la zona donde los franceses habían sido avistados, solo para
encontrar que ya se habían marchado. Los pescadores le informaron de que
había partido hacia la posición que él acababa de dejar, y con la ansiedad que
Bolitho podía imaginar, había hecho virar sus barcos una vez más.
—¡Un día más, y los hubiera reducido a despojos! ¡Ni Suffren, ni ninguno de
los otros almirantes nos hubieran expulsado entonces de Ceilán!
Bolitho elevó la mirada cuando los primeros grupos de hombres treparon a
la arboladura en la constante ronda de reparaciones; cosían y remendaban.
Aquello era demasiado monótono. Conway podría haber destacado como un
héroe. En vez de eso, lo habían elegido como chivo expiatorio. De todos modos,
pensó que aún debía conservar algunas influencias. Un puesto de gobernador,
sin importar de dónde, significaba más una recompensa que un paso más en
una cadena de desgracias.
—El desayuno está preparado, comandante. —Guiñó los ojos y miró hacia el
bergantín—. Entonces, ¿aún sigue con nosotros? —Sonrió con calma ante la
serena mirada de Bolitho—. Eso está bien.
Aún no sabía a ciencia cierta lo que ella pensaba en realidad de él, o si veía su
atracción por ella como un juego. Se habían sucedido un montón de visitantes
en la residencia, militares, oficiales de la Compañía, pero ella parecía decidida a
reservárselo para ella sola. No podía deducirlo por nada que ella hubiera dicho,
sino más bien por la emoción, por una sensación de temeridad entre ambos. Un
reto que a él le resultaba imposible de evitar.
Cuando Bolitho había iniciado su regreso al barco, ella le había seguido a una
terraza cobijada a la sombra, y le había tendido una cajita.
—Para usted.
Mientras le daba vueltas entre las manos, ella le había cogido del brazo.
—Es un alivio que usted navegue ahora en otro barco, comandante. —Rió
ella, y posó la mano de él sobre su pecho—. Mire cómo late mi corazón. Una
semana, un día más, y quién sabe lo que podría ocurrir.
—¿Hora, señor?
—Sí, le creo.
Y ahora, apenas visible por el resplandor del cielo y el mar, podía distinguir
una mancha verde en el costado de estribor, y sentía una nueva agitación
mezclada con la satisfacción. La parte más angosta del estrecho de Malaca. A
estribor, oculta incluso para el vigía, se extendía la isla de Sumatra, que
adoptaba la forma de una gran cimitarra; parecía como si pretendiera cerrar el
estrecho y les dejara luego partir a tierras salvajes para no regresar jamás.
—Es un poco estrecho para maniobrar con comodidad, señor —dijo Herrick.
Bolitho le sonrió.
—Quizá. —Herrick protegió de nuevo sus ojos de la luz—. De modo que eso
es Malaca, ¿eh? Resulta difícil creer que hayamos llegado tan lejos.
—Ya lo veo.
Herrick no se acobardó.
—Gracias por tu preocupación. —Miró hacia el horizonte, donde más allá del
bauprés se veía el Rosalind, que se abría camino a través de los bancos y los
arrecifes, como sin duda había hecho muchas veces antes—. Pero no deseo
hablar de eso, ni siquiera contigo, si vas a estar en contra de todo lo que diga.
Bolitho le miró.
—Borracho, imagino.
—Eso parece. Pero no tiene nada que hacer, señor, y nuestra dotación se ha
mantenido excepcionalmente sana todo este tiempo.
—En Madrás. Llegó borracho a bordo. Me mostré bastante duro con él, y
comenzó a contarlo todo. Está destrozado.
Herrick no pestañeó.
Bolitho suspiró.
—Tiene razón. Pero, en un futuro, quiero saberlo todo. La mayor parte de los
cirujanos de los barcos no son mejores que carniceros. Whitmarsh los supera,
pero borracho supone una amenaza para todos. Lo siento por su hermano, y le
aseguro que yo puedo comprender lo que siente. —Miró con calma a Herrick—.
Tendremos que ver lo que hacemos para enderezarle, le guste a él o no.
Herrick asintió.
Hacía cinco días que habían hablado de Viola Raymond y sus problemas
personales, y en ese tiempo Bolitho no podía haberse sentido mejor. El barco se
había instalado en una rutina regular y calmosa, e incluso las maniobras habían
transcurrido sin quejas. La tripulación de la Undine aún tenía mucho que
aprender sobre artillería, pero al menos se movían como un equipo, y no como
una muchedumbre confusa y desorientada.
Alzó el catalejo y estudió las formas y los contornos nuevos que separaban el
mar del cielo. Mudge le había asegurado que la bahía de Pendang distaba unas
cinco millas, pero resultaba difícil de aceptar que casi hubieran llegado a su
destino final. Casi quince mil millas. Otro mundo. Una vida diferente.
Los pies resonaron sobre las cubiertas, y Bolitho se volvió para estudiar la
reacción de Conway cuando subió a cubierta. Era por la mañana temprano, y
por unos segundos pensó que se estaba imaginando lo que veía.
Vio cómo Herrick se les quedaba mirando, con la bocina a medio camino de
la boca. Conway se le unió junto a la batayola, y levantó la cabeza para observar
las grandes vergas que crujían al unísono a su alrededor, mientras los
marineros trepaban y se apresuraban en las brazas.
Vio la rápida tensión en la boca de Conway, y que las arrugas que bordeaban
su boca se hacían más profundas. Era conmovedor, aunque patético, presenciar
el agradecimiento de Conway, porque eso era lo que demostraba.
—Está un poco arrugado, claro. Solo me lo estaba probando por si hacía falta
algún arreglo —añadió secamente—. ¡Si voy a ser gobernador, desembarcaré
como si fuera a quedarme para siempre, maldita sea!
OTRA BANDERA
—El barco está preparado para el combate, señor. —Herrick observó el rostro
de Bolitho con cierta ansia.
—Me gustaría que el español estuviera aquí con nosotros —dijo, sin
intención de hablar en alto—. Creo que ahora precisaremos combinar
pensamientos y acción.
—Creo que eso es lo que dijo el pobre capitán Cook —susurró Herrick, que
estaba junto a Mudge.
—¿No tiene nada que hacer, más que esos estúpidos comentarios? —Se alejó
y añadió—: Quiero a dos buenos sondadores en las cadenas inmediatamente.
Que comiencen a sondar —añadió para Mudge—. Haga que arribemos una
cuarta.
El cambio de tono tuvo el efecto esperado. Los hombres, que segundos antes
habían estado charlando y cotilleando acerca de lo que podría estar sucediendo
en tierra, permanecían ahora callados y alerta, en pie junto a sus cañones o
agrupados en las drizas y las brazas a la espera de la siguiente orden. El timón
crujió, y el sonido atronó entre la súbita calma.
—Muy bien.
Bolitho observó a Mudge, pero los pesados rasgos del piloto no revelaban
ninguna expresión. Posiblemente pensaba que tomar medidas con la sonda era
una pérdida de tiempo. La carta de navegación y el resto de la información
disponible les revelaba que el agua tenía suficiente profundidad hasta más o
menos a un cable de la costa. O quizá pensaba que su comandante estaba tan
nervioso que le preocupaba dejar nada a la improvisación. Otro crujido resonó
desde los obenques perdidos en la niebla, y se desvaneció muy lentamente.
Bolitho extrajo su reloj nuevo y lo consultó. A esa velocidad, les llevaría casi
una hora acercarse a tierra, pero no quedaba más remedio.
—No importa, señor —sonrió Herrick—. Tenía usted razón. Esta historia nos
ha cogido de improviso. Los problemas no se desvanecerán únicamente porque
les demos la espalda.
—¡Por Dios! Los españoles intentan dirigirnos hacia la costa. ¡Malditos sean!
—exclamó Conway.
—Pase la voz. Una bala. Pero cuide de que caiga bien alejada del bergantín.
Bolitho se tapó los oídos ante el crujido de las ruedas cuando el cañón del
doce fue extraído. El capitán de artillería observaba la boca, y cuando la luz le
alcanzó, Bolitho vio que en una mano tenía un garfio de metal. Turpin.
El cañón disparó, y unos segundos más tarde, una fina salpicadura se alzó
como una cortina mucho más allá del bauprés del bergantín.
—Señor Mudge, me han dicho que usted conoce muy bien este lugar.
—¡Marca diez!
Era fácil comprender por qué los españoles habían perdido coraje, y aún más
fácil de entender por qué el enclave resultaba mucho más importante para los
ingleses. Situada en el área tanto de la India como del mar de la China, con sus
vastos recursos aún sin explotar, con el tiempo y una gestión hábil sería un
enlace vital. Si los españoles y los franceses abandonaban aquel territorio, solo
competirían con el poder de los holandeses. Echó una rápida ojeada a los
rígidos rasgos de Conway. Se preguntó si Conway era el que debía comenzar
todo aquello.
Los hombres que luchan ven poco más allá de la estrategia y las tácticas del
momento. Y uno amargado y desesperado por los errores pasados se sentiría
menos inclinado a comprometerse.
—¿Qué esperaba, señor Herrick? —Sin ser visto ni oído, el cirujano había
aparecido en el alcázar con el rostro y el cuello del color de la carne cruda, y
Bolitho le miró impasible—. Parece que ya se ha recuperado, señor Whitmarsh.
—Lo siento, créame. Lo siento por usted, señor, a quien han encargado esta
misión ruinosa. —Se inclinó hacia Bolitho—. Por el bueno del comandante, que
permanecerá por algún tiempo debatiéndose entre la justicia y la tiranía, y
quizá aún lo siento más... —Tropezó con un bulto y permaneció completamente
inmóvil.
Bolitho corrió a la batayola del alcázar, aliviado al verse libre del humor de
Conway. Estudió la línea descendente del promontorio más pequeño a babor; el
mayor se extendía al este, en la banda opuesta, retorciéndose hasta la mar,,y
mostraba ya un verde delicado bajo la temprana luz del sol.
Por un momento, vio el miedo en los ojos de Herrick. Como la mayor parte
de los marineros, podía aceptar la sangre y los disparos, y la exigente disciplina
que guiaba su vida cotidiana, pero lo desconocido, el terror de una plaga que
pudiera convertir un barco en una cosa inútil, transformarlo en una tumba
flotante, era algo muy distinto.
—Lo descubriremos enseguida.
—¡Virad!
Bolitho vio cómo el timón giraba, y avanzó hasta situarse al lado de Conway,
para evitar ser arrollado por los hombres junto al alcázar cuando la fragata giró
muy despacio.
—Supongo que sí. —Miró hacia el bergantín que tiraba ya suavemente del
cable—. Deseo que usted me acompañe, Bolitho.
Bolitho no le escuchó. Vio a los infantes de marina subiendo a los botes, con
las casacas muy rojas, las botas brillantes y el mismo alboroto de siempre. El
capitán Bellairs observaba con detenimiento a todos y cada uno de ellos,
especialmente al joven cabo que portaba la bandera de la Unión, que pronto
sería plantada en suelo extranjero.
—Bien, mejor que empecemos —dijo Conway—. Veo que los españoles están
ya en camino.
Los botes del bergantín se movían, en efecto, en dirección a la costa, uno con
la bandera española, y los otros con la de la Compañía. Bolitho dio
mentalmente las gracias porque Viola Raymond aún permaneciera a bordo del
Rosalind. Conway le siguió a la canoa, y, con los botes armados y atiborrados
desplegándose a cada banda, se dirigieron hacia la playa más cercana. Bolitho
pudo oler el aroma a jungla en la espuma que se elevaba como incienso,
todopoderosa, mucho antes de que se encontrara con el saludo de la gente.
Apretó el puño de su espada y trató de mantener la dignidad. Era un momento
que debía tratar de recordar siempre. Lanzó una rápida mirada a Conway,
buscando alguna reacción. Parecía muy lejano y triste en la popa. El nuevo
gobernador de Teluk Pendang había llegado.
Tirando sin cesar de su cable, la Undine había vuelto su popa hacia la playa
larga y pálida, y, con buena visibilidad, era fácil contemplar las dimensiones del
nuevo territorio de Conway. Era mayor de lo que había imaginado en un
principio, y, obviamente, había sido planeado y construido por un ingeniero
militar. Incluso el muelle de madera, sin terminar, parecía fuerte y sólido, pero,
como el resto del lugar, se encontraba en un estado de gran abandono.
—¿Debo retirar a los hombres de los cañones? Parece que aquí no hay mucho
que haga pensar en un ataque.
—No. Solo hay unos cinco alerta. Reemplácelos y mande a los otros abajo por
un tiempo.
—Ha sido botado uno de los botes, señor —gritó el guardiamarina Penn, con
su voz aguda.
Herrick sintió que su corazón se aligeraba cuando una figura distante arrojó
la canoa pintada de verde de la Undine al agua poco profunda. Vio la alta
silueta de Bolitho bajando a la playa, deteniéndose para decirle algo a Davy
antes de superar la regala. Al fin. Pronto sabría lo que estaba ocurriendo. Solo
habían sido cuatro horas, pero para Herrick había parecido una eternidad.
—Siéntate, Thomas.
—Sí, por supuesto, aunque no más de las que se podría esperar en un sitio
como este. —Estudió a Herrick durante varios segundos, y sus ojos parecían
muy grises bajo la luz que se reflejaba—. El asentamiento ha permanecido bajo
un acoso casi constante durante más o menos un año. Al principio pensaron
que era debido a los grupos de maleantes, quizá piratas dyak que comenzaban
a preocuparse por el despliegue de la influencia española en su territorio. El
coronel Pastor había fundado una misión católica más allá del asentamiento.
Los frailes fueron encontrados decapitados y terriblemente mutilados. —No vio
la expresión de horror de Herrick—. Entonces, más hombres murieron cuando
los manantiales de agua dulce fueron envenenados. La guarnición tuvo que
depender de un riachuelo que manaba dentro de sus murallas. De no ser por
eso, la lucha hubiera terminado hace mucho tiempo. Piense en ello, Thomas;
imagínese que es usted oficial aquí, tratando de mantener alta la moral,
luchando con un enemigo invisible mientras día tras día, su fuerza se debilita...
Cada amanecer, sus hombres estarían observando el horizonte, rezando por que
un barco, cualquier velero, le trajera cierto alivio. Durante todo ese tiempo,
solamente uno llegó, pero no dejó que su gente bajara a tierra por miedo a la
epidemia. Se limitó a dejar los despachos y partir. Sabe Dios que puedo
entenderlo. Parecen esqueletos vivientes. —Miró a su alrededor cuando un bote
se alejó del casco—. Esperemos que nuestro cirujano encuentre a otros a quienes
ayudar y que piense menos en sí mismo.
—Están en el estrecho entre Borneo y las islas de Sumatra y Java. —Su tono
se endureció—. El príncipe, por llamarlo de alguna manera, Muljadi, tiene allí
su fortaleza. Los holandeses construyeron una fortaleza en una de esas islas
hace muchos años, pero la abandonaron cuando la enfermedad mató a gran
parte de la guarnición. —Miró a través de las escotillas de popa, con los ojos
tristes—. No es como el nuevo dominio de Conway, Thomas. Es de piedra.
—¿Qué fue del coronel Pastor? —dijo Herrick, mirándole—. ¿Lo han matado
también?
Bolitho se sentó y masajeó la cicatriz blanca que tenía sobre las costillas.
—Estoy llegando a esa parte. Hace unas semanas, al fin, llegó un barco, pero
no para traer ayuda o para ofrecer alivio a esta gente desde su país. Era el
Argus, Thomas. —Se volvió, notando que la debilidad caía sobre él como un
manto—. De cuarenta y cuatro cañones, bajo el mando del capitaine Le
Chaumareys. El mismo desembarcó y mantuvo una reunión con el coronel
Pastor. Trajo personalmente un mensaje de Muljadi —aferró el borde del
escritorio con ambas manos— en el que le exigía rendir la bandera y renunciar a
todos los derechos sobre el asentamiento en nombre de España.
—Dios mío.
Herrick pensó en su lento avance esa mañana, en la niebla sobre el agua que
distorsionaba el sonido del fuego de cañón. No era de extrañar que los
defensores que quedaban no hubieran sido capaces de saludarles o recibirles.
La Undine les debía de haber parecido un milagro.
—El señor Puigserver es nuestra baza capital —dijo Bolitho—. Puede actuar
en el nombre de España, y asegura a Conway la confianza de su país.
Como Raymond había explicado más de una vez, los holandeses estaban
demasiado ocupados recuperándose de las pérdidas causadas por la guerra
como para querer otro conflicto en su territorio. Si Francia enviaba más fuerza
naval a la zona, entonces también España podría cambiar su opinión sobre la
alianza con Inglaterra, que, al fin y al cabo, no había sido amenazada. Aquello
podría significar de nuevo la guerra. Solo cuando Bolitho hizo un intento de
regresar a su barco, el contraalmirante había salido de un rincón.
—¡Pero eso no significa que haya una guerra, señor! —exclamó Herrick—
Ningún francés levantaría la espada por miedo a desencadenarla.
Herrick asintió.
—¿Y qué haremos ahora, señor? Bolitho se puso la camisa, la misma que
estaba ya sucia antes.
Empujó a Herrick hacia los ventanales de popa cuando una corneta resonó
tristemente sobre las aguas resplandecientes. Sobre el fuerte ondeaba la nueva
bandera de Conway, y el grupito de los infantes de marina bajo ella brillaba
como pequeños insectos rojos.
—Sin duda, será mejor que esperemos, al Bedford. Con tropas, y más cañones,
podremos tener una mejor oportunidad.
—A la mitad de ellos. Queda mucho por hacer. Con todos aquellos cadáveres
sin enterrar, el lugar es un estercolero. Las defensas son fuertes, pero necesitan
hombres que las patrullen. El Rosalind permanecerá también bajo la protección
de la batería, como está ahora. Creo que su piloto está ansioso por abandonar
este lugar, pero con Conway se ha encontrado la horma de su zapato.
—Ni yo. Pero nos guste o no, tenemos un deber que cumplir. Si hemos de
terminar con Muljadi y la amenaza que supone, entonces debemos verlo como a
un pirata más. —Sus manos recorrieron el escritorio—. Con el Argus o sin él.
Bolitho observó con atención el gallardete del calcés y luego caminó hacia la
popa en dirección al compás. Noroeste cuarta al oeste. Era media tarde, y, pese
al cielo despejado, con una claridad deslumbrante, había suficiente viento como
para facilitar el viaje. La Undine había, permanecido fondeada en la bahía de
Pendang hasta casi el anochecer del día anterior, a causa de las corrientes y la
persistencia del viento que soplaba del sudoeste, lo que dificultaba proyectar
una travesía nocturna. Pero en los últimos momentos, el viento había cambiado
considerablemente, y con el esbelto casco escorado por su presión, la Undine
había abandonado la bahía, dejando atrás el asentamiento y sus tristes
recuerdos en una oscuridad purpúrea.
Pero el viento aún continuaba, y era necesario navegar de bolina, con las
vergas arrizadas en cruz para orientar cada vela desplegada y dirigir la Undine
lejos de tierra. Si el viento rolara de improviso y el barco permaneciera
demasiado cercano a aquella ondulante silueta de costa verde, la Undine se
encontraría con la costa a sotavento, y en grave peligro.
—Nos encontramos cerca del cabo del suroeste —dijo—. O, al menos, tan
cerca como puedo calcular. Hay muchas marismas y pantanos, o eso dicen el
señor Mudge y Fowlar. Si la información del capitán Vega es correcta, los
veleros de Muljadi pueden estar muy cerca.
Volvió su rostro al viento, mientras notaba cómo el sudor se secaba en su
frente y en el cuello.
—Las islas Benua quedan a unas cien millas al oeste. Una inmensa porción
de mar abierto, si tenemos la oportunidad de acabar con esos piratas.
—Muy poco. Casi nada. Procede de algún lugar del norte de África. De
Marruecos, se dice. Fue capturado como esclavo por los españoles y
encadenado a una de sus galeras. Escapó y fue capturado de nuevo.
—Supongo que los españoles fueron bastante duros con él —susurró Herrick
en voz baja.
—Pero, de alguna manera, consiguió llegar hasta las Indias y ahora siembra
el terror entre sus antiguos amos.
—Entre ellos o entre quien se interponga entre él y su meta final, sea quien
sea.
—¡Los de cubierta! Recibimos señales del cúter, señor. El señor Davy nos
señala hacia el norte.
Herrick esperó hasta que Keen hubo bajado de la burda para reunir a su
grupo.
Un único tamborilero hizo lo que pudo. Sus palillos golpearon hasta que el
redoble atrajo a los hombres que surgían de las escotillas y enjaretados.
—No lo creo.
—No se habrán encontrado con muchas fragatas hasta ahora, creo yo. Su jefe
tratará de alcanzar mar abierto y dejarnos atrás más que enfrentarse a que los
acorralemos o al riesgo de encontrarse con nuestros infantes de marina en tierra
a sus espaldas. —Tocó el brazo de Mudge con ímpetu—. No sabrá lo poco
habituados que estamos a estas misiones, ¿verdad?
—Espero que ese cretino de Muljadi también esté ahí —exclamó Mudge—.
Necesita que le den una lección.
—¡Los de cubierta! —El vigía en el calcés esperó hasta que cesó el ruido en la
cubierta de artillería—. ¡Una vela en la amura de sotavento!
—¡Cielo santo! De modo que está ahí. —El guardiamarina Keen se aferró al
brazo de un marinero y añadió, emocionado—: y aparentemente es una goleta.
Caminó por la cubierta inclinada y dirigió su catalejo más allá de las redes.
Dos mástiles inclinados, con grandes velas oscuras como alas. Parecían
inmóviles, con el casco aún escondido más allá de un saliente de tierra. Era una
ilusión. Se acercaba al borde del último tramo peligroso. Después de eso, se
daría prisa y desaparecería, pero aún necesitaba un buen rato. Se giró.
—Bueno. Pues haga una señal al señor Davy para que acelere. De otro modo,
tendremos que dejarle a popa.
Herrick observó en silencio hasta que descubrió el segundo par de velas con
su catalejo.
Bolitho se volvió para observar cómo el cúter giraba para dirigirse hacia las
cadenas principales con un súbito estruendo. Maldiciones y ruido de remos
fueron finalmente silenciados por la furiosa voz de Davy y la más paciente de
Shellabeer, el timonel, que estudiaba toda la maniobra desde el corredor con un
disgusto evidente. Allday estaba en pie detrás de Bolitho.
—Quizá.
—Solo las dos goletas. Nada más a la vista —dijo entonces. Se frotó las
manos ruidosamente.
—Muy bien, señor Herrick. Puede cargar y sacar los cañones ahora. —Echó
una ojeada al gallardete del calcés por centésima vez—. Desplegaremos más
velas ahora mismo, y les enseñaremos a esos piratas con quiénes se las tienen
que ver.
—Las dos goletas continúan junto a la costa, señor. —Herrick bajó el catalejo
y se volvió para observar la reacción de Bolitho—. Con ese aparejo, pueden
ceñir mucho.
—Dé los juanetes —dijo, con firmeza—. Y cambie el rumbo dos cuartas a
estribor.
Desde más allá, en la popa, los timoneles hacían girar las cabillas de la caña;
el mayor de ellos guiñando los ojos para observar las lonas al viento y la aguja
oscilante del compás hasta que incluso Mudge se dio por satisfecho.
—Muy bien.
Observó la cubierta de artillería y las figuras junto a cada uno de los cañones
del doce. Una buena descarga sería más que suficiente para cualquier goleta. La
segunda podría desaparecer sin arriesgarse a un destino similar. Lo apartó de
su mente. La lucha ni siquiera había comenzado. Se imaginó a Conway en su
remoto reino. El hubiera sabido mejor que Puigserver o Raymond lo que estaba
en juego. Con un poco de suerte, la Undine aseguraría a Conway durante
tiempo suficiente como para demostrar lo que era capaz de hacer. Se escuchó
un lejano crujido a través del agua, y durante unos segundos una cortina de
espuma se elevó muy alejada de la amura de estribor. Despertó un coro de
burlas entre la tripulación de artillería, que esperaba el momento.
—¡Por vida de Cristo, está perdido! —aulló alguien—. ¡Mira ese desgraciado!
Vio cómo Soames corría hacia la línea de cañones. Los capitanes, agachados
como atletas detrás de cada boca, con las cuerdas de los gatillos tensas,
atisbaban a través de las portas abiertas en espera de la primera señal de ataque.
Bolitho separó las piernas e intentó dirigir el catalejo hacia el velero más
cercano, que se inclinaba de modo lastimoso, y su estrecha cubierta era
claramente visible mientras su tripulación luchaba por controlarla de nuevo. La
Undine le estaba dando alcance tan rápidamente que se encontraba ya a dos
cables de la amura de babor, y parecía aumentar en tamaño mientras la
observaba. Vio la extraña bandera en el mástil, negra con un emblema rojo en el
centro. Algún tipo de bestia rampante. Cerró el catalejo con una palmada y vio
que Keen se sobresaltaba por el sonido. Allday sonrió.
Soames atisbaba por la popa, y su puñal curvado brillaba bajo la brillante luz
del sol cuando lo elevó despacio sobre su cabeza. El calor le hacía gesticular tan
acusadamente, que parecía estar sonriendo como un loco. Bolitho miró a
Mudge.
Bolitho le observó con seriedad. Más tarde, hablarían sobre ello, pero
mientras estaba ocurriendo, a ellos, a los que le rodeaban, era inútil discutir
nada. Uno no llegaba nunca a conocer a un hombre durante una batalla. Allí
surgía el orgullo, la furia, la locura y muchas cosas más, incluso en el rostro
familiar de Herrick y, sin duda, también en el suyo.
—Ese piloto está loco —dijo Mudge—. Debía haber virado antes. Yo lo
hubiera hecho. Hubiera cruzado pollas amuras de la Undine antes de que
pudiéramos alcanzarle —suspiró—. Me temo que no tendrá una segunda
oportunidad.
—¿Cuál es? —dijo Herrick, con voz ahogada. Miró a Bolitho—. ¿El Argus?
Bolitho miró más allá. El Argus avanzaba por su aleta de babor, con el viento
a su favor, haciendo exactamente lo que él había intentado con las goletas.
Ahora, la Undine había caído en la trampa. ¿Debía varar o tratar de ganar
barlovento? Vio cómo la luz del sol reflejaba en el costado expuesto de la gran
fragata, las pequeñas sombras que se movían sobre el agua mientras desplegaba
su batería. Pensó en los hombres tras los cañones. ¿Cómo se sentirían aquellos
hombres tras los cañones?
—¿Son cañones del dieciocho, como nos han dicho? —dijo Herrick, en voz
baja.
—Sí.
Tornó aire cuando una bandera se elevó sobre los mástiles del barco francés.
Negra y roja, como la que había ondeado sobre las goletas. Patente de corso.
Protegida por un poder extranjero, la bandera únicamente mantenía una
apariencia de legalidad. Keen bajó el catalejo.
Bolitho asintió.
—Le diré lo que pienso cuando crea que todo esto ha terminado, señor.
—¡Oesnoroeste, señor! —gritó Mudge—. ¡Bolina franca! —Se secaba los ojos
con el pañuelo, que colgaba luengo de un gancho en el palo de mesana. Señaló
hacia el garfio cuando la enseña roja onduló casi sobre el través—. Estamos lo
más cerca que podemos, señor.
Bolitho se inclinó cuando los cañones del seis ladraron de nuevo, y vio que el
más cercano avanzaba por la borda hasta que de nuevo lo cogieron y lo fijaron
de nuevo a su soporte. Su tripulación se encontraba atareada y buscando nueva
carga y balas del estante de municiones, con los ojos en blanco, mientras
intentaban ver algo a través del humo. Las voces se perdían entre el ruido y el
estruendo de los cañonazos, el crujido de las ruedas les ensordecía mientras,
como si fueran cerdos enfadados, los pesados cañones eran dirigidos hacia el
enemigo.
Un golpe de viento dispersó el humo, y Bolitho vio las Vergas y las velas
destrozadas de la otra fragata a unas cincuenta yardas. Vio que la luz del sol se
reflejaba en las picas y los alfanjes mientras el enemigo se preparaba para el
abordaje... o para evitar un intento de abordaje. Contuvo la respiración cuando
otra hilera de lenguas brillantes resplandecieron a través del humo, y sintió que
las cuadernas saltaban bajo sus pies, el estallido y el golpe de un cañón que
había volcado o volado en pedazos.
Cuando miró hacia arriba, vio que la gavia de mayor era poco más que un
harapo, pero que los palos continuaban intactos. Un marinero herido colgaba de
la verga de la gavia, y su sangre corría por una pierna hasta la cubierta más
abajo. Otro marinero se las arregló para alcanzarle y ponerle a salvo, y juntos
corrieron bajo la cofa de mayor, atrapados entre los flechastes destrozados
como dos pájaros heridos.
Herrick apuntó a través del humo, donde el sol se abría espacio entre la
oscuridad.
—¡El vigía, señor! Acaba de informar de que ve una vela al oeste —sus ojos
brillaban esperanzados—. ¡El francés escapa!
Bolitho le miraba atontado. Era cierto, y no había oído nada. Ensordecido por
los cañonazos, o atrapado en su propia desesperación, no lo sabía, pero el Argus
desplegaba ya su vela mayor y se dejaba conducir por el viento hacia el estrecho
que se abría ante ella.
—No sobrevivirá sin ayuda, señor —dijo uno de los marineros—. Avisaré a
uno de los ayudantes del cirujano.
—El vigía ha informado que el otro barco es el Bedford, señor. El francés debe
de haber pensado que era un navío de guerra. —Vio la herida de Keen y dijo
con voz ronca—: ¡Dios mío!
Bolitho se puso en pie muy despacio, mientras observaba cómo los dedos del
guardiamarina se abrían y se cerraban como animales atrapados bajo la fuerte
presión del otro marinero.
—Si el Argus hubiera sabido eso, nos hubiera destrozado a ambos —vio la
sorpresa y la repentina preocupación, y añadió, simplemente—: Pero antes, la
habríamos destrozado nosotros.
Elevó la mirada hacia el gallardete del calcés. ¿Cuántas veces lo había hecho
ya? Extrajo su reloj, y lo abrió, sumido en los recuerdos. Toda la batalla había
durado menos de dos horas y el Argus ya se perdía en la niebla de la costa, que
indicaba que caía la tarde. Hizo sombra a los ojos para mirar al Bedford, y vio
sus gavias, como Conchitas amarillas, en el horizonte.
Bolitho vio el rostro ceniciento de Keen. Había sangre en sus labios, donde
uno de los marineros había puesto una mordaza entre los dientes para impedir
que se mordiera la lengua. Noddall y los otros marineros terminaban de vendar
la herida, y en el aire flotaba un denso olor a ron.
—Se lo hice una vez a una oveja —dijo Allday, sacudiendo la cabeza—. La
pobre cayó por un barranco sobre un árbol joven roto. En realidad, dos casos
muy similares.
Bolitho caminó hasta las ventanas de popa, y aspiró una bocanada de aire.
—Ahora subo. —Hizo una pausa y miró a Keen. Incluso a primera vista su
respiración era tranquila y regular—. ¿Bajas?
—Ya sé. Pero se ha tomado muy mal este contratiempo. Aunque no conozco
a otro comandante que lo hubiera resuelto mejor.
—Pero hay un comandante que todavía lo ha hecho mejor hoy —dijo Allday,
bajando la voz—. Y creo que el nuestro no descansará hasta que lo encuentre de
nuevo.
—¡Vamos, perezosos, llevadle una vasija! Le he metido tanto ron dentro que
nos pondrá perdida la cámara en cuanto se reponga un poco.
—Le hemos dado una lección a esos bastardos, ¿eh, señor? —dijo uno de
ellos.
Herrick se detuvo.
Herrick subió hacia la luz del sol y contempló las velas destrozadas. «Si tú
supieras», pensó tristemente. Encontró a los otros tenientes y a los oficiales de
menor graduación ya reunidos en el alcázar; presentaban distintos informes
mientras Bolitho se reclinaba contra el tronco del palo mayor.
—Aún nos quedan unas cuantas horas de luz —dijo, cuando vio a Herrick—.
Haremos que los hombres reparen las velas y el cordaje mientras podamos ver.
He ordenado que se encienda el fuego de la cocina, y nos aseguraremos de que
los hombres comen bien. —Señaló hacia el mercante, que se encontraba ahora a
menos de una milla—. Incluso, podremos pedirles prestados unos cuantos
hombres.
Herrick vio cómo los otros observaban a Bolitho aturdidos; casi cojeaban por
el cansancio y la tensión que habían soportado. Supuso que ese otro Bolitho,
frío, confiado, lleno de ideas, era el que el marinero de artillería había avistado
durante la batalla. Saber que él conocía al auténtico Bolitho que se ocultaba tras
el escudo le hizo sentirse súbitamente aliviado, un privilegiado.
XII
UN POCO DE VIENTO
De vez en cuando, cuando las voces se acallaban, Bolitho oía el eco de los
martillos que golpeaban, el raspar de los serruchos que demostraban que solo la
distancia desmentía la ordenada apariencia de la Undine. En la gran habitación
revestida de madera, el aire era fresco y se abría sobre la bahía, y pese a que las
figuras que se sentaban alrededor parecían no haberse movido desde su última
visita, Bolitho se dio cuenta de que el lugar había cambiado mucho en un
tiempo tan corto. Más muebles, algunas alfombras, y todo un juego de jarras y
vasos brillantes que demostraban que aquello era una vivienda y no una
fortaleza asediada.
Conway giró sobre sus talones, y su pelo pareció amarillo a la luz del sol.
—Creo, señor, que debíamos enviar el bergantín a Madrás sin demora. Sir
Montagu Strang puede considerar que sería imprudente continuar nuestras
operaciones aquí. —Pasó por alto el movimiento de hombros de Conway—. Tal
vez, con el tiempo, se conciba un nuevo plan, pero, hasta entonces, debemos
tomar este asunto como una advertencia.
—¿Una advertencia? —dijo Conway con aspereza—. ¿Se imagina que por un
instante permitiré que unos malditos piratas desaten su ira sobre mí y pongan
así en peligro la responsabilidad que acabo de asumir? —Se acercó a él—. ¿Eso
cree?
—No, señor. Eso significaría la guerra. El Argus está protegido por su patente
de corso. Muljadi se cobija bajo su propio poder y el respaldo de sus amigos
franceses. Hay miles de Muljadis en las Indias, algunos auténticos reyes y otros
que mandan sobre menos gente que sobre las que Bolitho tiene a su cargo.
Todos queremos ampliar nuestro comercio e influencia. Hasta China, y más
allá, si fuera posible. Hay riquezas con las que solo hemos soñado, tierras donde
la gente ni siquiera ha oído hablar del rey Jorge ni del rey Luis.
—Por Dios, ese no es un argumento muy convincente, ¿no? —oyó que decía
con su vocecita el capitán Strype.
No dio las gracias ni mostró admiración por lo que el capitán Bellairs y sus
infantes de marina habían logrado en tan poco tiempo. Bolitho echó una ojeada
de nuevo por la ventana. Los arbustos que se cernían sobre ellos habían
desaparecido, y los cadáveres fueron enterrados. El lugar empleado como
hospital había sido limpiado y pintado, e incluso Whitmarsh se había deshecho
en elogios por sus esfuerzos. Conway asintió.
—No le ha gustado nada su frase acerca de empuñar las armas, ¿sabe? —dijo
Conway suavemente. Contuvo una sonrisa—. Durante su ausencia, su mujer se
ha pasado el tiempo cantando las alabanzas de los oficiales en general y las
suyas en particular. —Frunció el ceño—. Parece que no cesan de acecharme los
problemas.
—¿Está ella bien, señor? —No pudo mirarle—. No la he visto desde que he
llegado.
—Estuvo ayudando a ese borracho de cirujano que tiene con los enfermos y
los heridos. —Elevó las cejas—. ¿Sorprendido? Por Dios, Bolitho, le queda
mucho que aprender sobre las mujeres. —Asintió—. Pero ya aprenderá a su
debido tiempo.
Bolitho recordó el rechazo de Viola a ayudar a los heridos a bordo de la
Undine después de que Puigserver había sido llevado a bordo, más muerto que
vivo. ¿Y sus razones? Suspiró. Quizá Puigserver y Conway tuvieran razón, y le
quedara mucho que aprender.
Bolitho recogió su sombrero. Uno nunca podía sentirse seguro con Conway.
No se sabía dónde terminaba el cariño y dónde comenzaba el reproche.
—Por favor, venga a tierra esta noche y cene con el resto de... —Conway
movió una mano alrededor de la habitación— los desterrados.
—¿Solo a la dotación?
Allday sonrió.
—Bueno...
—Su timonel hizo una buena operación, por cierto —dijo Whitmarsh—. El
chico hubiera muerto, casi seguro —miró a Allday—. Se está usted
desaprovechando. Debería hacer algo con su vida.
—Me alegro de que le agradezca sus esfuerzos en nombre del señor Keen —
dijo Bolitho, en voz baja—. Pero estoy seguro de que sabrá decidir su propio
futuro.
Allday prestaba tanta atención a los comentarios como si hubiera sido sordo.
—¿Por supuesto?
—Le agradezco mucho lo que ha hecho usted aquí, señora —replicó él.
Whitmarsh asintió.
—Es la que se hizo cargo de todo. Organizó el hospital de arriba abajo. —Su
admiración era sincera.
—Diga Viola.
Sonrió.
—Viola.
—Mucho mejor.
—Vi que su barco fondeaba, y casi me vuelvo loca con la ansiedad. Quería
que James me llevara allí en bote, pero no quiso. Ya sabía que no querría.
Entonces le vi por el catalejo. Fue como estar allí con usted. Y hoy he pasado un
poco de tiempo con Valentine.
Ella rió.
—Por supuesto, usted no se para a recordar una cosa tan nimia como un
nombre. Estoy hablando de su señor Keen. —Cambió de tono de nuevo—.
Pobre chico. Parecía tan enfermo... pero no dejaba de hablar de usted. —Le
oprimió el brazo—. ¡Casi me puse celosa!
Bolitho miró más allá, donde la canoa permanecía sobre la arena, con las
olitas golpeando a su alrededor. La dotación del bote estaba enzarzada en una
ruidosa discusión con unos marineros del bergantín, y estaba claro que
describían, lo que ellos veían como una victoria sobre el Argus y las goletas.
Sonrió, pese a la amargura y el desencanto anterior. Quizá tenían razón.
Permanecer vivos en aquellas circunstancias podía considerarse una victoria.
Ella le miraba; permaneció en pie un poco aparte, como si buscara algo.
—¿Todo bien?
Bolitho echó una ojeada al compás y luego a la disposición de cada vela por
separado. Ya se había percatado del movimiento cambiante y brusco, pero aún
era demasiado pronto para evaluar su importancia. El barómetro variaba, pero
era lo normal en aquellas latitudes, y cuando consultó a Mudge, este eligió
cuidadosamente sus palabras.
—Puede que se prepare una tormenta, señor. En estas aguas nunca se sabe.
Asintió ante las palabras de Fowlar y caminó hasta la batayola del alcázar. El
sol le daba en los hombros y el rostro. Pensó que había bastante viento, pero
bochornoso y, de alguna manera, deprimente.
Vio a Herrick hablando con Soames junto a los cañones del doce de estribor.
El timonel también estaba allí, anotando diversas reparaciones que aún faltaban
por hacer, y a través de la escotilla principal escuchó el agudo chirriar del
violinista del barco. Los ruidos y la apariencia normal de un barco. Se encogió
de hombros levemente y comenzó a recorrer la banda de barlovento.
Por el rabillo del ojo vio cómo Soames subía al alcázar, hacía ademán de
acercarse a él y luego regresaba al costado opuesto de la cubierta. Bolitho se
sintió aliviado. Soames había demostrado ser un bastión en medio de la
refriega, pero como conversador era más bien pesado, y bastante limitado.
Y Bolitho necesitaba estar solo para pensar, para examinar los pros y los
contras de lo que había hecho. La tierra quedaba a la derecha de la popa, lejos, y
abandonado a sus propias fuerzas una vez más, podría analizar todo con mayor
claridad. Ahora, mientras su sombra oscilaba sobre los negros cañones del seis,
decidió que había muchos más contras que pros.
—Quiero que se quede esta noche en tierra —había dicho ella, sin mirarle—.
¿Lo hará?
—El viento arrecia, señor. ¿Ordeno a los hombres que arricen las gavias? —
Su mirada recorrió el barco—. Por cómo suenan, las jarcias están muy tensas...
—¿Algo va mal?
—Ya lo sabe, señor —dijo Herrick en voz baja—. Ya dije lo que tenía que
decir. Lo que está hecho, hecho está.
Herrick suspiró.
—Muy bien, señor. —Miró a los timoneles—. Lo único que siento es no haber
conseguido más que cuatro hombres de refresco. Ni el Bedford ni el Rosalind
parecían deseosos de dejarnos más. Y los que he conseguido son, por la pinta,
hombres conflictivos. —Sonrió—. Pese a que el señor Shellabeer me asegura que
cambiarán de actitud antes de que pase otro día.
—Con los saludos del señor Tapril, señor —tartamudeó ante Herrick—.
¿Puede venir a la santabárbara?
—¡Señor Fowlar, sus timoneles se están desviando una cuarta, o más! —dijo
Soames—. Maldita sea, no esperaba eso de usted.
La guardia continuó.
Antes de que la última guardia hubiera terminado, era obvio que el viento
que iba en aumento hacía necesario arrizar las gavias. Bolitho se aferró a las
redes de los coyes y levantó el rostro hacia su barco mientras observaba cómo
los oficiales comprobaban que sus hombres estuvieran preparados para subir a
la arboladura, mientras Shellabeer y sus propios hombres ya estaban ocupados
amarrando los botes con más fuerza.
Les llevó casi una hora disponer las velas al gusto de Herrick, y para
entonces ya era hora de arrizar de nuevo. La espuma y el agua empaparon el
costado de barlovento, y todas las cuadernas y los estayes parecían quejarse en
un coro de protestas.
Bolitho sonrió.
—Mande a los hombres abajo. Pero dígale al timonel que haga inspecciones
regulares. No podemos permitirnos perder cargas que nos serán muy
necesarias solo por no amarrar bien las cosas. —Se volvió a Herrick—. Venga
abajo conmigo.
Pese al estrépito del mar y a las crujientes cuadernas, la cámara parecía cálida
y acogedora. Bolitho observó las líneas diagonales que la espuma trazaba contra
las escotillas de la popa, y escuchó crujir y rechinar la roda mientras los
timoneles dirigían la fragata a su nuevo rumbo. Noddall entró en la cámara, e
inclinó violentamente el cuerpo mientras servía dos copas a los dos oficiales.
—Es posible. —Esperó hasta que ambos tuvieran las copas, y dijo—: ¡Por los
logros que vamos a conseguir, Thomas!
Herrick le observó.
—Eso es arriesgarse un poco, ¿no, señor? Teniendo aún por ahí al Argus...
—No lo creo. Estoy seguro de que los franceses o Muljadi tendrán agentes
controlando el asentamiento de Conway. Nos habrán visto levar anclas. El
Argus sabrá de sobra que nos acercamos.
—Puede que a este no le importe. Creo que lleva demasiado tiempo en estas
aguas. No es del tipo que ataca y huye, como los que solíamos encontrarnos en
Brest o Lorient, dispuestos a regresar a casa en cuanto avistaran una vela
inglesa. —Se frotó la barbilla—. Me interesa este tal Le Chaumareys. Me
gustaría saber de él algo más que su comportamiento en batalla.
Herrick asintió.
—Demasiado bien.
Una gran ola recorrió el costado, elevando el barco e inclinándolo aún más
hacia delante, en ángulo agudo, antes de liberarlo y dejarlo preparado para el
siguiente golpe de mar. Más allá de la puerta cerrada escuchó cómo el centinela
resbalaba y caía, y su mosquete golpeaba contra el suelo mientras él maldecía y
luchaba por recuperar la compostura.
—Es hora de que vaya a hacer la ronda, señor. —Inclinó la cabeza para
escuchar cómo el agua gorgoteaba por las compuertas y los imbornales de la
cubierta—. Me toca la guardia de media, y puede que me eche una siesta antes
de enfrentarme al viento.
En efecto, le pareció que solo hacía unos minutos que había posado la cabeza
sobre la almohada cuando alguien se reclinó sobre el lecho y le golpeó en el
hombro. Era Allday, y su sombra oscilaba como un negro espectro cuando las
linternas de la cámara se balancearon violentamente bajo la cubierta.
Allday tuvo que gritar cuando el mar golpeó el casco e invadió furioso la
cubierta superior.
—¡Dígale al señor Herrick que los llame ahora mismo! —Apretó su brazo y
juntos recorrieron la cámara como dos marineros borrachos—. ¡Quiero ahora
mismo a todos los hombres aquí! ¡Voy a la caseta de derrota!
Encontró a Mudge allí, con su gran figura reclinada sobre la mesa mientras
observaba la carta, maldiciendo en voz baja cuando la linterna parecía volverse
loca sobre su cabeza.
—Mal, señor. Nos destrozará las velas a menos que hagamos algo.
Bolitho echó un vistazo a la carta. Había suficiente espacio. Era el único
consuelo. Corrió hacia la escala del alcázar y casi se cayó cuando el barco osciló
y sufrió de nuevo otro vaivén en dos movimientos distintos y muy acusados. Se
abrió camino hasta el timón, donde cuatro timoneles, con los cuerpos bien
amarrados para evitar que una ola les pillara de improviso, luchaban con sus
cabillas, y sus ojos brillaban bajo la luz de la aguja, que no cesaba de parpadear.
—Muy bien. Ahora tomaremos rizos a las gavias. Dígale a Davy que envíe
ahora mismo a sus mejores hombres a la jarcia.
Podía escuchar el ruido de las bombas, los gritos ásperos mientras los
hombres se dirigían a sus puestos, inclinándose bajo las pasarelas cuando el
agua inundaba los corredores y pasaba entre ellos.
—¡El maestro velero acababa de reparar esa vela, señor! —gritó Fowlar.
Sonreía, pese a la confusión que le rodeaba—. No le va a hacer ni pizca de
gracia.
Bolitho observaba las formas negras de los gavieros mientras escalaban con.
todo cuidado por los vibrantes flechastes. El viento los abatía de vez en cuando
contra los obenques, de modo que colgaban por un instante inmóviles, antes de
recuperarse y trepar de nuevo hacia las vergas de las gavias.
—Ahí van los juaneteros, señor. Los muchachos lo están haciendo bien.
Alguien resbaló hacia las tensas jarcias antes de caer a la cubierta de artillería
con un ruido que no presagiaba nada bueno.
Luchando por cada yarda, la Undine viró, mientras el casco era golpeado
desde el alcázar al saltillo de proa; los hombres se aferraban a los cañones
atados, o a los candeleras, cuando las olas surgían y atravesaban la cubierta
tambaleante.
—Daremos la cangreja si se nos lleva las gavias. Dígale al timonel que tenga a
los hombres preparados, porque no habrá tiempo para lamentarse si eso pasa.
Notó cómo una bolina le rodeaba la cintura, y vio los dientes de Allday
descubiertos por una sonrisa.
Bolitho asintió, casi sin aliento. Entonces se aferró a las redes empapadas,
atisbando a través de las dolorosas agujas de la espuma por si desde allí podía
distinguir la superficie a su mando. ¿Un barco con suerte? Quizá había hablado
demasiado pronto, y había tentado al destino.
Pero cuando llegó la aurora y Bolitho vio el intenso color cobre de las nubes,
que se reflejaban sobre las inacabables olas enfurecidas, supo que aquello no iba
a terminar tan fácilmente. Sobre la cubierta, el cordaje roto y destrozado colgaba
al viento como si fuera enredadera, y la solitaria gavia braceada parecía tan
tensa que de un momento a otro podía seguir el destino de las otras.
Miró a Herrick y vio que las marcas en su cuello y sus manos se debían a la
sal. Las otras siluetas maltratadas y acurrucadas no tenían mejor aspecto. Pensó
en la otra fragata, posiblemente protegida en un varadero seguro, y sintió que la
furia le invadía.
—¡Envíe a varios hombres a la jarcia, señor Herrick! ¡Hay trabajo por hacer!
Herrick se estaba abriendo camino entre las redes hacia la batayola. Bolitho
se enjugó el rostro y la boca con el brazo. Pensó que si podían superar esto,
estarían preparados para cualquier cosa.
XIII
SIN CUARTEL
—Según creo, señor, hemos dejado bastante atrás el grupo de las Benua.
Cuando comprobemos la situación de mediodía me sentiré más tranquilo. —
Guiñó los ojos al mirar hacia el gallardete que flameaba y que había perdido
casi la mitad de su longitud durante la tormenta—. Pero el viento cambió, tal y
como yo pensé que haría. Le sugiero que mantenga el nuevo rumbo, hacia el
nornoreste, hasta que podamos fijar mejor nuestra posición. —Se sonó
ruidosamente—. Y me atrevo a decirle que ha manejado muy bien la situación.
—Hinchó los carrillos—. En un par de ocasiones pensé que nos íbamos a pique.
—Gracias.
Pensaba en los hombres que habían tenido menos suerte. Uno se había ido en
la segunda noche. Resbaló sin un ruido. Nadie le vio morir. El otro había caído
por la serviola de babor, donde trabajaba desesperadamente para reparar los
cabos desgastados que sujetaban el cepo del ancla. Una ola le había arrancado
de su percha, sin demasiada fuerza, de modo que por un momento pensó que
aún podrían rescatarle. Varias manos se habían tendido hacia él, pero otra ola le
había levantado para llevarle más allá, hacia lo alto, como un muñeco, antes de
arrojarle con fuerza brutal hacia la inmensa ancla. Roskilly, un ayudante de
timonel, insistía en que había escuchado cómo las costillas del hombre se
hundían antes de sumergirse gritando en el agua espumeante.
Bolitho le miró.
—No cambiarás.
Herrick sonrió.
Parecía mayor, menos seguro de lo que había parecido antes de la batalla con
la fragata. Se había comportado tal y como se esperaba de él durante la
tormenta, de modo que quizá aún creía que el único peligro real provenía de
una boca de cañón. Bolitho se detuvo a pensar la respuesta.
Sonrió, y el esfuerzo que tuvo que hacer para ello le hizo más consciente de
la tensión que había soportado.
Sintió que el cansancio acrecentaba su ira. Si los políticos estuvieran allí para
ver lo que significaban de verdad sus ideas de estrategia mundial, la sangre, las
bajas, la madera y las velas que costaban, otro gallo les cantaría.
—¡De eso nada! —dijo rápidamente Mudge. Garabateó algo sobre la pizarra,
unos cálculos rápidos—. Hay una isla pequeña, a unas cuarenta millas al sur de
las Benua, señor. —Pareció buscar algo a su alrededor hasta que vio la pequeña
figura del guardiamarina Penn junto a la regala—. Arriba, señor Penn, y llévese
el catalejo grande. —Le miró fijamente—. ¡Eche un vistazo, y haga un dibujo de
todo lo que ve, tal y como le he enseñado!
Esperó hasta que el chico desapareció por los obenques del palo mayor y
reprimió una risita.
—El capitán Cook tenía toda la razón, señor. Hay que dibujar y describir
todo lo que se vea. Ya vendrá el tiempo en el que todos los navíos de línea
tengan un buen fondo de dibujos por los que guiarse. —Observó el avance de
Penn—. Y no quiero decir con eso que todos lo necesiten, por supuesto.
—Es que se parece a una ballena. Muy bien dicho —le dijo a Penn—. Así es
como la recuerdo yo. —Sus ojitos volvieron a posarse en Davy—. Exactamente
igual que una gran ballena de piedra... —hizo una pausa mínima— señor.
—¿Algo más?
—No, señor, por Dios. —Mudge sonrió ante la incomodidad que Davy
revelaba—. Solo un puñado de rocas, como la parte superior de una cresta
submarina, y sin duda lo fue en alguna época. Pero supongo que podríamos
usarlo como refugio si nos sorprende alguna galerna.
Observó cómo los hombres corrían en tropel por las cubiertas; entre ellos,
continuaba ascendiendo el vapor. De la parte delantera provenía un humo
auténtico, porque Bogle, el cocinero, estaba atareado preparando la primera
comida caliente que habían probado desde que había comenzado la tormenta.
Vio cómo las vergas se balanceaban bajo la presión de las brazas.
Quiero que esa isleta esté bien vigilada hasta que lleguemos. —Echó una
ojeada a los cegadores diseños que el sol trazaba más allá del bauprés que se
balanceaba suavemente—. Voy abajo a afeitarme y a sobornar a Noddall para
que me encuentre una camisa nueva.
—Magia, Allday.
—¡Un barco, señor! Con los saludos del señor Davy... Cree que puede ser una
goleta.
—Gracias, señor Penn. —Era todo lo que podía hacer para parecer sereno—.
Subiré cuando haya acabado de vestirme. Envíe mis saludos al primer teniente,
y, por favor, dígale que se reúna conmigo en el alcázar. —Se volvió y vio que
Allday escondía una sonrisa—. ¿Qué es lo que te divierte?
Bolitho observó a Mudge, que había aparecido junto al timón con Fowlar.
—Dé las gavias ahora —dijo Bolitho, inclinándose hacia Davy. Luego
preguntó a Mudge—: ¿Cuánto le llevará, según su opinión?
—Bien. Entonces, una vez que las velas estén dispuestas, podremos enviar a
las dos guardias a comer.
Observó a las figuras que se escurrían por las vergas, y a otras que
permanecían abajo, en cubierta, preparadas para desplegar el gran trinquete y
las gavias mayores.
—Creo que eso puede aplicarse a todos nosotros. —Bolitho se dio cuenta de
que tenía un hambre espantosa. Caminó hacia la escotilla de la cámara sabiendo
que el velero desconocido sería inofensivo o un viejo casco abandonado hacía
tiempo. O un truco más para retrasarle o engañarle.
—¡Marca diecisiete! —El grito del sondador resonó sobre el estruendo de las
lonas cuando la Undine, con las gavias de nuevo arrizadas en las vergas, se
dirigía con calma hacia la isleta. Bolitho vio a Shellabeer, que tocaba el hombro
del sondador y que se inclinaba para tocar el sebo del fondo de la pesada ancla.
Bolitho asintió. La isleta parecía más un montón de roca solitaria que una
parte del lecho marino, tal y como Mudge la había descrito.
Cogió el catalejo que Penn le tendía y lo dirigió con calma sobre la irregular
silueta. Se encontraban a cinco cables de la costa, pero lo suficientemente cerca
como para ver que la primera impresión de una suave superficie en forma de
ballena había variado mucho. Las rocas mostraban un color azul grisáceo, como
la pizarra de Cornualles, y el viento y la marea habían tallado inmensos
barrancos muy agudos, como si algún gigante hubiera partido la isleta en
rodajas. Aparte de unos pocos matojos de tojos y flores de roca, aparecía
desnuda y poco hospitalaria, pero había gran multitud de pájaros marinos
posados sobre pequeños salientes o trazando círculos sobre el punto más alto,
que estimó que debía de elevarse unos trescientos pies sobre el agua.
Escuchó cómo Herrick gritaba sus órdenes, el crujido del aparejo cuando la
Undine se sumergió y ascendió de nuevo por la cresta de una ola inesperada. El
agua parecía profunda, pero era una ilusión. Pudo ver algunas playas estrechas
y pedregosas al pie de los acantilados, y adivinó que el fondeadero más seguro
se encontraba al lado opuesto; era el lugar donde se escondía el otro velero.
También había espuma, que lamía furiosa y chocaba en torno al único lugar
visible adecuado para fondear.
—¡Timón a sotavento!
Movió el catalejo al mismo tiempo que el barco viraba a favor del viento,
esperando algún signo de vida, un mínimo movimiento que demostrara que les
había visto acercarse.
—¡Fondo!
—Sí, señor.
—Parece que estamos a salvo, señor —dijo Herrick, que había regresado
respirando pesadamente—, pero le he pedido a la guardia del ancla que se
mantenga alerta. —Escudriñó hacia la orilla—. Me recuerda un cementerio.
—No. —Sacudió la cabeza con firmeza—. Estará fondeado y a salvo más allá,
en aguas demasiado poco profundas como para que yo pueda acercarme y
dispararle. Una vez fuera, nos podría someter a un baile parecido a esas danzas
de mayo, y me temo que en estas condiciones nunca podremos igualar su
agilidad. —Su tono se endureció—. Además, quiero atraparle intacto.
—Sí. —Bolitho le tocó el brazo y sonrió—. Pero téngalo en cuenta. Si tiene que
hacerlo, actúe de acuerdo a ellas, tal y como considere oportuno.
—Señor, los tiradores no quieren quitarse las casacas, señor. —Se ruborizó
cuando varios de los remeros de los botes se dieron codazos los unos a los otros
y ahogaron la risa.
—No puedo llevar a mis chicos por ahí como si fueran vagabundos, ¿no? —
dijo Bellairs. Vio a Bolitho y añadió rápidamente—: Quiero decir, no debo...
¿verdad?
—Está bien. —Asintió hacia los marineros, que le esperaban con expresión
seria—. Si yo puedo liberarme de mi enseña de autoridad, estoy seguro de que
sus hombres también podrán. —Vio que el sargento reunía las casacas rojas, y
que con ello el honor quedaba aparentemente restaurado. Añadió—: Y será una
dura escalada, y quién sabe lo que nos espera al final de ella.
Se detuvo sobre los botes que se balanceaban, tratando de pensar en algo que
se le hubiera olvidado o que echara de menos.
Bolitho recorrió con la mirada los atestados corredores y luego miró a los
hombres de los obenques.
—Tú también, Thomas. Mantén a la gente alerta. Una guardia tras otra. Ya
sabes qué hacer.
Vio cómo Armitage se tambaleaba entre los remeros de la canoa. Casi era
cruel llevárselo, una responsabilidad añadida, pero tenía que empezar por
algún lado. Era un milagro que se las hubiera arreglado para marchar a la mar
con una madre como la que tenía. Si Keen hubiera estado, lo hubiera preferido.
Vio a Penn, que le miraba desde la cubierta de artillería. Hubiera ido como un
rayo, derecho a los botes. Sonrió para sí. No era de extrañar que los marineros le
llamaran el Tigre. Entonces saltó a la canoa. Sin ceremonias en aquella ocasión.
Cuando los botes se alejaron del costado, pudo sentir la súbita tensión.
Observó los acantilados rocosos, que aumentaban más y más a cada golpe de
los remos, y pudo sentir la fuerte corriente subterránea cuando la marejada de
la costa se agitó e hizo saltar la canoa sobre la hilera de olas. Cuando volvió la
mirada a la popa, vio la roda del cúter subiendo y bajando a través de la
espuma resplandeciente.
—Es una playa muy abrupta, comandante —dijo Allday. Su robusta figura se
movió a tiempo con el casco—. Iremos rápido, nos aproaremos en el último
momento hacia las olas y vararemos de costado. —Le echó una ojeada rápida—.
¿Qué le parece, comandante?
—Muy bien —sonrió Bolitho. Así también les daría tiempo a llegar a tierra y
ayudar al cúter, que seguía su mismo camino. Sintió un repentino escalofrío y
comprendió que las sombras les habían engullido finalmente; escuchó el
chapoteo del agua, el crujido de los remos en los escálamos, resonando sobre los
acantilados como si un tercer bote invisible se aproximara. Casi volaron sobre
las últimas olas, manteniendo el ritmo con el impulso de los remos.
—Ahora —gritó Allday. Cuando se aferró a la caña del timón, añadió—: Cía
sobre babor.
Allday aferró el brazo de Bolitho; recorrió el agua con Armitage y los otros,
se tambaleó y por fin caminaron sobre tierra firme. Bolitho corrió hasta el pie de
los arrecifes, dejando que Allday supervisara la tarea de asegurar la canoa.
Señaló con el brazo a tres infantes de marina.
—Reúna a los hombres y envíe a sus tres infantes de marina tras los otros —
dijo Bolitho. Buscó a Armitage, pero no estaba a la vista.
—Espero que los piratas tengan algo para beber cuando lleguemos al otro
lado —dijo Carwithen.
Bolitho se percató de que casi nadie sonrió ante aquella frase. Carwithen
tenía fama de ser un hombre duro, que tendía a la violencia física si se
presentaba ocasión. De acuerdo con el piloto, era bueno en su trabajo, y poco
más. Bolitho pesó que aquello lo diferenciaba claramente de Fowlar.
—Guíe a su grupo hacia la izquierda, señor Davy, pero permita que sean los
infantes de marina los que abran la senda —miró a Armitage—. Usted, continúe
conmigo.
Vio que un infante de marina hacía señas desde un saliente alto, indicando el
sendero que ascendía por la primera sección del acantilado. Era extraño cómo
los marineros odiaban siempre el momento de alejarse de la mar. Era como si
un cabo atado al cinturón los retuviera. Bolitho colocó la espada más allá en su
cadera y buscó el siguiente saliente, erosionado, manchado con las huellas de
un millón de pájaros marinos.
El recorrido por la pequeña isleta resultó más duro y más agotador de lo que
nadie hubiera podido esperar. Desde el momento en que alcanzaron la cima del
primer acantilado y el sol los bañó con su luz deslumbrante, comprendieron
que debían continuar escalando inmediatamente por un barranco traicionero
antes de poder acceder a la siguiente montaña. Y así continuaron, hasta que al
final se vieron atrapados en una depresión casi circular; Bolitho supuso que era
la parte central de la isla. Conservaba el calor y los resguardaba de cualquier
brisa marina. Su avance se vio aún más retrasado por la alfombra de
excrementos que cubría la pequeña meseta de un lado a otro.
Aquello era como encontrarse en la cima del mundo, porque los picos
redondeados de la meseta lo ocultaban todo salvo el sol y el cielo abierto. Una
de las sombras largas e inclinadas se estremeció y se hundió en varias pulgadas
de excrementos de pájaro; sin mirar supo que había sido Armitage.
—Déme la mano —escuchó que decía un marinero con voz bronca—. Por
Dios, señor, ya puede perdonar, pero está usted hecho un desastre.
Pobre Armitage. Bolitho mantuvo su mirada fija en los pantalones claros del
infante de marina que se encontraba junto a él. Su cuerpo parecía humear por la
claridad y el polvo. Había rocas más allá del camino, que probablemente
marcaban el final de la depresión. Podrían tomarse un respiro, encontrar un
refugio por un momento mientras recuperaban las fuerzas. Se volvió y buscó al
marinero que había ayudado a ponerse en pie a Armitage.
—Lincoln, ¿se encuentra con ánimos como para llevar un mensaje a los
exploradores que están allí delante?
El grupo de Davy llegó a las rocas altas casi al mismo tiempo, y mientras los
hombres se derrumbaban bajo las pequeñas porciones de sombra, gimiendo y
tomando aire como animales enfermos, Bolitho llamó al teniente.
—Están buscando algo en las charcas entre las rocas —dijo Davy—. Marisco,
o algo parecido.
—Aún no van a marcharse, señor —dijo con voz ronca. Hablaba en susurros,
como si la tripulación de la goleta se encontrara a unos pocos pasos—. Los botes
se encuentran en la parte más alta de la playa.
—Espero que se sientan muy seguros —dijo Davy, encogiéndose de
hombros.
Bolitho cogió un pequeño catalejo y lo dirigió con cuidado entre las rocas. Un
movimiento en falso y la luz del sol resplandecería sobre el catalejo con un
resplandor que podría ser visto a millas de distancia.
—Hay un vigía en aquella cresta. La que tiene justamente debajo las charcas,
entre las rocas.
—Es fácil —dijo Carwithen—. No desde el mar, pero puedo sorprenderle por
la espalda sin ningún problema. —Parecía brutalmente ansioso.
Bolitho le miró. Era exactamente lo que estaba pensando. Aquello podía ser
un asalto frontal virtualmente mortífero para todos ellos.
Escuchó otro disparo, amortiguado esta vez por las rocas, pero fue seguido
por un sonido diferente, un golpe sordo y suave.
—Pero... Por todos los infiernos. ¿Cómo...? —dijo Davy con voz ronca.
Pero Bolitho levantó la mano y los hizo callar. Primero desmayado, luego
más insistente, escuchó cómo varias rocas sueltas se deslizaban por la ladera,
mientras alguien trepaba por allí para recoger el pájaro muerto. Se volvió
rápidamente. No podía hacer que treinta hombres se desvanecieran entre las
rocas. Vio que Allday hacía señales a todos para que se mantuvieran inmóviles.
Captó la ansiedad en los ojos de Armitage mientras contemplaba petrificado el
último muro donde el mar brillaba contra el cielo y las rocas parecían la cima de
una gran presa. El sonido aumentaba, y Bolitho pudo escuchar los pesados
jadeos del hombre mientras se apresuraba subiendo el último tramo de la
colina. Nadie se movió, y vio cómo el infante de marina contemplaba el
mosquete, que tenía a dos pies de sus dedos. El más ligero sonido, y estaban
perdidos.
Fue entonces cuando Carwithen actuó. Era el que más cerca se encontraba de
la barrera de rocas y, sin apenas un sonido, se agachó y cogió al pájaro muerto,
sosteniéndolo apenas unas pulgadas bajo la cima de la roca más cercana. Buscó
algo bajo su corta casaca azul con la mano libre, y Bolitho pudo ver que sus
dedos se movían bajo la prenda, intentando liberar algo mientras que durante
todo aquel tiempo sus ojos permanecían fijos y sin parpadear en aquel pájaro.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que algo ocurriera, pero cuando
pasó, fue demasiado rápido para que pudieran seguirlo.
El oscuro rostro del hombre les miró por un instante. Sus ojos fueron del
pájaro a Carwithen, incluso cuando tiró para liberar su presa. El ayudante de
piloto soltó el bobo tan rápidamente que el hombre perdió el equilibrio. Su
mano palpó su cinturón y el extremo brillante de una pistola.
—De eso nada, bonito —murmuró Carwithen. Lo dijo en voz baja, casi
amablemente. Entonces, la otra mano salió de su casaca, con un hacha de
abordaje aferrada en sus dedos, mientras incrustaba uno de los extremos con su
punta corta y salvaje en el cuello del hombre. El tremendo hachazo lo derribó
sobre las rocas. Echó hacia atrás el hacha, y la giró brevemente antes de hacerla
caer de lleno sobre su garganta. Él filo le degolló.
—Ese cerdo ya no saldrá del infierno —susurró Carwithen, con voz ronca.
—Escuche, señor Armitage. —Le sacudió con rudeza, viendo los ojos del
muchacho, que contemplaban la mancha roja que había dejado el cadáver—.
Repóngase. Sé que ha sido algo horrible de presenciar. Pero usted no está aquí
hoy únicamente como mirón, ¿comprende? —Le sacudió de nuevo. Odiaba ver
el dolor y el asco en sus ojos—. Es usted uno de mis oficiales, y tiene que servir
de ejemplo a la dotación.
—¿Te has acostumbrado tú? —dijo Bolitho, mirándole con seriedad—. ¿O yo?
—Quizá. —Vio que Davy esparcía polvo sobre la sangre que se iba secando.
Entonces, miró los oscuros rasgos de Carwithen, que examinaba la pistola del
muerto—. Aunque los hay que no tienen ningún tipo de sentimiento. Siempre
me ha parecido que a esos no se les puede llamar hombres.
—Es hora de moverse, ¿no, señor? —Davy observó a Bolitho cuando este
avanzó sobre las rocas. Su camisa destacó contra el cielo, que oscurecía poco a
poco.
Cuando miró tras él vio el tosco remate de la barrera de roca, donde habían
esperado, ahogando la impaciencia, a que el sol bajara. Las rocas quedaban muy
por encima del grupito, que se movía con cautela. El grupo de Davy se veía
obligado a caminar en la hondonada a su derecha, y esperaba que ninguno de
ellos cayera de cabeza contra una de las charcas, entre las piedras que la marea
alta escondía.
—Uno de ellos está subiendo por el acantilado hacia el vigía —dijo Allday.
Observó a los otros cinco paseándose por la playa, balanceando sus armas
descuidadamente y charlando entre ellos mientras se aproximaban. Bolitho
echó una ojeada tras él. Sus hombres resultaban difíciles de distinguir,
arrodillados o tumbados contra las rocas o agachados en el agua. Se volvió para
estudiar las sombras que se aproximaban. Veinte yardas, quince. Sin duda, uno
de ellos les vería pronto.
Sin un grito ni un hurra se pusieron en pie y corrieron tras las cinco figuras,
que se habían apresurado a regresar hacia las olas. Uno de ellos resbaló y cayó.
Intentó levantarse pero el alfanje de un marinero le alcanzó al pasar junto a él, y
se redujo a un bulto que lloraba y se quejaba.
Los otros habían alcanzado el bote pero, privados de dos de sus hombres, no
eran capaces de ponerlo en movimiento. El acero brilló en las sombras, y
cuando los marineros cargaron contra ellos, la lucha se hizo confusa y mortal.
Un marinero tropezó con el cabo del bote, y antes de que pudiera recuperar el
equilibrio, fue atravesado por una espada larga contra los guijarros. Su asesino
murió casi al mismo tiempo. Los dos que quedaban arrojaron sus armas y los
marineros enloquecidos los dejaron inconscientes a golpes.
—Uno de los nuestros ha muerto, señor —dijo Davy. Volvió al hombre sobre
su espalda y le sacó el alfanje de entre los dedos.
—¡Botes al agua! —dijo Bolitho. Buscó con la mirada a los seis infantes de
marina—. Cojan el segundo. Ya saben qué hacer.
Sintió que la espuma empapaba sus piernas y su cintura, y las regalas llenas
de marcas cuando Allday se inclinó para ayudarle a subir sobre la borda.
—Echad el bote.
Bolitho contuvo su prisa por observar los remos frenéticos, los esfuerzos por
alejar el bote de la rompiente. Una única ráfaga de metralla hubiera bastado
para reducir su endeble plan a la nada. El bote se inclinó y luego se alzó
pesadamente hacia el frente, cuando el casco se vio libre de la corriente de la
costa. Bolitho observó los altos palos de la goleta, que se elevaban para recibirle,
los trazos del aparejo y los obenques que se perdían contra el cielo. Allday se
puso en pie con las piernas muy separadas y un poco inseguro, sosteniendo con
las puntas de los dedos y muy ligeramente la caña del timón.
—¡La mayoría ha ido abajo, capitán! —gritó Allday. Corrió a una escotilla y
disparó allí su pistola—. ¡Esto se les ha escapado de las manos!
Escuchó los pasos sobre las cubiertas, y a Armitage, que llamaba ansioso
desde el bote al costado. Carwithen ya estaba abajo, en la cámara, apartando de
un golpe a un marinero sin darle ni tiempo a acabar con un pirata herido por su
puñal. Bolitho se detuvo en la escala, buscando a Davy; comenzaba a
comprender que Allday acababa de salvarle la vida. De no haber sido por su
aviso, sería él, y no aquel pobre marinero, el que estaría muerto.
—Señor Davy, ice los dos botes a bordo una vez que haya amordazado a
nuestros prisioneros.
—Y póngales cerca un guarda. No quiero que ningún fanático nos abra los
pantoques antes de que podamos hacernos a la mar. —Siguió a Allday escala
abajo, y los ruidos del mar, de pronto, se amortiguaron y se perdieron. Un
marinero abrió de golpe la puerta de la cámara y echó una ojeada dentro con la
pistola preparada.
—Nada, señor. —Se volvió cuando una sombra se movió más allá de una
silla—. ¡Cuidado, señor! Aquí hay otro. Yo me encargo. —Entonces retrocedió
horrorizado—. Por Dios, señor. ¡Es uno de los nuestros!
Bolitho entró en la cámara, bajando la cabeza para no chocar con los baos de
la cubierta. Pudo comprender la sorpresa del marinero. Aquel hombre era
pequeño, apenas un guiñapo encogido. Estaba arrodillado, con los dedos
entrelazados como si rezara mientras se inclinaba hacia delante y hacia atrás,
siguiendo el movimiento del barco. Bolitho enfundó su espada, y avanzó para
interponerse entre el hombre tembloroso y su marinero de ojos fieros.
—¿Quién eres?
—¡En pie! —dijo Allday, bruscamente—. Estás hablando con un oficial del
rey.
—Muljadi.
—¿Qué? ¿Aquí?
—Allí. Su hijo.
—Déjeme acabar con ese bastardo, señor —dijo Carwithen. Casi suplicaba.
Bolitho no le hizo caso. Aquel hombre no pasaba mucho de los veinte, y lucía
en torno al cuello un colgante de oro con la forma de una bestia rampante,
como la de la bandera de Muljadi. Quizá fuera posible.
—Creo que hace un año, señor —cerró los ojos con esfuerzo—. Nos llevaron
al puerto de Muljadi, al menos a los que quedábamos. Los hombres de Muljadi
mataron a la mayor parte. Solo se quedaron conmigo porque yo era maestro
velero. Traté de escapar una vez. No sabía que me tenían en una isla, ¿sabe? Me
capturaron cuando aún no llevaba ni una hora libre, y me torturaron. —
Temblaba con mayor violencia—. Todos se sentaron a verlo. Disfrutaron de ello.
Se reían. —Se puso en pie y se arrojó contra la puerta, aferrándose a un alfanje
mientras gritaba—: ¡Me arrancaron todas las uñas con tenazas, y me hicieron
cosas aún peores, los malditos bastardos!
—Si es realmente el hijo de Muljadi, hemos hecho toda una captura, pero de
todos modos, quiero mantenerlo con vida, de modo que hágaselo saber a todos.
—Pensó en los ojos de Carwithen—. Y quiero decir a todos.
Miró a la pequeña isleta donde habían ocurrido tantas cosas. Sus irregulares
perfiles se perdían en las sombras. De nuevo era una ballena.
—Nos dirigiremos ahora mismo hacia el sudeste, hacia alta mar. Aún no me
siento cómodo en estas aguas. Más o menos al amanecer, deberíamos ser
capaces de alcanzar la Undine y ponernos en contacto con ella. —Miró a los
hombres, que se apresuraban sobre las cubiertas de la goleta—. Esta es una
buena presa.
—Ya veo, señor. Una captura —asintió, lleno de felicidad—. Y que merecerá
una buena recompensa.
—Pensé que eso podría interesarle, señor Davy. —Bolitho caminó hasta el
costado opuesto—. Ahora, que los hombres atiendan el cabrestante, y levemos
anclas mientras dure el viento —añadió. Se acordó de Herrick—. Ya no somos
mendigos.
—Eso me gusta más, señor. Un hombre trabaja mejor con el estómago lleno.
La linterna sobre la mesa parecía mucho más tenue, apagada, y cuando echó
una ojeada a través de las escotillas de popa vio que la aurora ya había dejado
paso a un cielo vacío, y que el horizonte asomaba a través del espeso cristal
manchado de sal como un hilo de oro.
—El viento sopla estable del suroeste, señor. —Parecía alerta y despejado.
—El señor Mudge me informa de que estamos dando unos diez nudos,
señor. —Herrick cogió la taza que el criado le ofrecía y sonrió—. Está ahí arriba,
tan feliz como si acabara de ganar una fortuna en las apuestas.
—Con los saludos del señor Soames, señor. El vigía ha avistado tierra en la
amura de sotavento.
—Gracias, señor Armitage —dijo Bolitho. Vio las profundas cuencas en torno
a sus ojos, el modo nervioso como sus dedos se retorcían contra sus pantalones
remendados. Al contrario de los que habían regresado, era incapaz de ocultar
sus auténticos sentimientos, su miedo, su certeza de que ya no podría
contenerlo—. Presente mis respetos al señor Soames. Dígale que practicaremos
maniobras de tiro con las dos guardias en media hora. —Dudó y añadió—: Si
algo le preocupa, estaría bien que se lo confiara al primer teniente, aquí
presente, o a mí mismo, si cree que eso puede ayudarle.
—Está bastante bien, señor. Pero aún creo, como le dije cuando regresó al
barco, que debería haberlo enviado al asentamiento en la goleta.
—Debe ser usted realista. Si fuera un vulgar pirata, hubiera sido juzgado y
ahorcado, como usted sabe. Pero si es el hijo de Muljadi, es algo más que la cría
del lobo. Podemos emplearlo en una negociación. Hay mucho más en juego,
más vidas en peligro de las que pensaba. No vacilaré por sentimientos
personales.
—Lo dudo. —Bolitho sacudió la cafetera, pero estaba vacía—. Pero tengo la
impresión de que nunca obtendré su confianza, por no hablar ya de su apoyo.
—Sí, pero tengo que tomarlo, Thomas. —Vio cómo Noddall sacaba un largo
cabello de uno de sus botones. Era de ella. Se preguntó si Herrick se había dado
cuenta. Continuó—: Tenemos que confiar en el comandante francés. El resto no
son más que suposiciones.
Noddall había cogido la vieja espada del cabillero junto al mamparo, pero la
mantenía contra su brazo, sabiendo que usurpar el ritual de Allday le saldría
muy caro. Bolitho pensó en la furia de Whitmarsh, y supo que gran parte de ella
tenía una base real.
Bolitho ya les había olvidado. Había visto el oscuro manchón de tierra que
coronaba el horizonte, y se preguntaba qué se ocultaría allí. A aquella distancia
parecía una gran extensión de tierra, pero sabía que estaba compuesta de una
colección de isletas, algunas aún menores que aquella en la que habían
capturado la goleta de Davy.
Allday avanzó por la cubierta inclinada y giró la espada entre sus manos
antes de ajustaría al cinturón de Bolitho.
—Por supuesto, me lleva con usted, señor. —Hablaba con calma, pero
Bolitho vio la ansiedad en sus ojos.
CARA A CARA
Bolitho orientó su catalejo hacia las redes de los coyes y estudió en silencio
las isletas que se divisaban. Durante toda la mañana y hasta la guardia del
mediodía, mientras la Undine había avanzado con calma hacia ellas, había
anotado todas las formas poco comunes y había comparado sus hallazgos con
lo que ya sabía. El canal central entre las isletas se abría al sur, y casi en el centro
había una gran joroba rígida de roca sobre la cual destacaba la vieja fortaleza de
piedra. Incluso ahora, con la franja de tierra más cercana, a menos de dos millas,
era imposible deducir dónde comenzaba la fortaleza y dónde terminaba la
rocosa elevación.
Vio a los hombres junto a los cañones del doce de babor atisbando a través de
las portas abiertas, con los cañones ya reflejando la luz del sol, como si acabaran
de disparar.
Allday no dijo nada. Conocía a Bolitho lo suficiente para saber lo mucho que
le costaba aquello. Potter corrió hacia el alcázar y se llevó los nudillos a la
frente.
—¿Señor?
Su mirada fue de Bolitho al palo mayor, que se estrechaba hacia las alturas y
vibraba por la gran presión de las velas que colgaban de él. Bolitho desenvainó
la espada y se la dio a Allday.
Sintió que sus zapatos arañaban los flechastes mientras se impulsaba por los
obenques de las arraigadas, con el cuerpo colgando en el espacio, sujeto
únicamente por los dedos de los pies y de las manos.
Bolitho llegó hasta él. Le dolía el pecho al respirar. Observó al infante para
ver si ocultaba cierto sarcasmo, pero vio que era el mismo tirador que había
descubierto la goleta anclada hace dos días. Asintió, y se permitió una mirada
hacia el barco, más abajo. Cuerpos empequeñecidos se movían sobre el alcázar,
y cuando miró hacia delante, vio a los sondadores en las cadenas, el manchón
de sus brazos mientras sostenían la pesada sonda más allá de las amuras. Se
relajó, y esperó a que Potter llegara hasta él.
Alcanzó el catalejo que llevaba sujeto al hombro y observó el canal entre las
isletas. En el tiempo que le había llevado escalar desde la cubierta, la Undine
había avanzado un cable, y era posible ver la siguiente isleta tras la colina
central, con su fortaleza disuasoria y el acantilado abrupto y quemado por el
sol.
—Nunca he estado en el lado este, señor —dijo Potter—. Dicen que allí hay
un buen canal. —Se encogió de hombros—. Allí solían enterrar a los muertos, en
los bancos de arena con la marea baja. O al menos, lo que quedaba de ellos.
Bolitho se puso en tensión y olvidó por un momento la cubierta bajo él. Vio
la oscura silueta de los mástiles y las vergas de un barco casi escondido en la
curva del canal interno. Una fragata. Potter captó su interés.
Algo blanco flameó contra la isla más lejana. Un bote pequeño mostraba su
bandera. Bolitho echó una rápida ojeada al palo de trinquete, donde Herrick
había desplegado una gran bandera blanca. Pronto sabrían si era respetada o
no. Se escuchó un profundo disparo, y después de lo que parecía una eternidad,
las salpicaduras de agua se elevaron hacia el cielo más o menos a un cable del
costado de babor.
—Yo diría que es un cañón viejo. Desde aquí, parecía una pieza de bronce.
—Eso mismo pensaba yo —asintió Bolitho—. Creo que aún conservan los
cañones originales. —Se frotó la barbilla pensando en voz alta—. De modo que
no se atreverán a usar munición recalentada por miedo a destrozarlos. —Sonrió
ante la doliente expresión de Mudge—. Aunque me atrevería a decir que eso no
cambia mucho las cosas. Si disparan rocas, difícilmente fallarán si el objetivo es
un barco que intenta atravesar el canal.
—Hay un oficial a bordo del bote, señor —gritó Fowlar. Sonrió—. La mayor
parte de los hombres son de color café, pero este es un gabacho, si alguna vez
he visto alguno.
Fowlar tenía razón. No había posible error; era francés. Se obligó a caminar
unos pasos alejándose del costado, cuando con los trinquetes cargados y las
gavias en alada confusión, la Undine se aproó al viento para esperar a sus
visitantes. Bolitho se aferró a la batayola y observó en silencio cómo el bote se
acercaba y se situaba bajo las cadenas principales, donde algunos de los
marineros de la Undine y el señor Shellabeer aguardaban para asegurarse de
que no existiera ningún riesgo de colisión.
Bolitho saltó los últimos escalones y se apoyó contra una burda sin pulir.
Pronto percibió el hedor acre del sudor y la suciedad que flotaba retenida en los
imbornales.
Maurin hizo una seña para que el bote se separara, con una mano posada
como por casualidad sobre su pistola.
—Si duerme con un perro, uno se despierta con pulgas, señor. Al menos, es
lo habitual.
Bolitho estudió la siniestra fortaleza, que se deslizaba más allá del puerto.
Aún era difícil hacerse idea cierta de las dimensiones del edificio. Un alto muro
ondulaba en la cresta del arrecife. Las ventanas, muy espaciadas, eran poco más
que rendijas negras, como ojos pesarosos, mientras más arriba, en las almenas
desgastadas por la lluvia y la erosión, pudo ver las ánimas de varios cañones
largos, apenas visibles a través de sus troneras individuales.
—Un sitio extraño, ¿verdad? —dijo Maurin—. Pero ellos no son como
nosotros. Viven como cangrejos sobre las rocas. —Su tono de voz expresaba
desdén.
—El mejor —asintió Maurin—. Piemos estado juntos tanto tiempo, que
incluso pensamos de igual manera.
Sus ojos recorrieron la extensión del costado del barco. El Argus, el mensajero
de cien ojos de Hera. Pensó que era muy adecuado para un hombre tan
escurridizo como Le Chaumareys. Estaba construido para ser poderoso, y
mostraba las cicatrices y las manchas de una severa entrega. Bolitho se hubiera
sentido orgulloso de estar al mando de un barco como aquel. Le faltaba la
gracia de la Undine, pero poseía una robustez más profunda que no podía ser
pasada por alto. El bote se había apresurado hacia las cadenas, y la dotación
continuaba agrupada junto al mástil mientras Bolitho trepaba hasta la regala.
Nadie hizo ademán de ayudarle. Entonces, un joven marinero saltó desde las
cadenas y le tendió la mano.
—¡Ah, capitán! —Le Chaumareys avanzó para saludarle, con los ojos fijos en
el rostro de Bolitho. No se parecía en nada a lo que Bolitho hubiera esperado.
Era mayor, bastante mayor. Quizá tuviera unos cuarenta y tantos, y era uno de
los hombres de más envergadura que jamás hubiera visto. Medía más de seis
pies, y tenía los hombros tan anchos, que por comparación su cabeza desnuda
parecía pequeña, especialmente porque la llevaba casi rapada, como un preso—.
Bienvenido a mi barco. —Extendió la mano señalando la cubierta—. A mi
mundo, que eso es lo que ha sido durante tanto tiempo. —Sonrió, lo que tuvo el
efecto de iluminar su rostro por un instante—. De modo que si le parece bajemos
a la cámara. —Hizo un gesto a Maurin—: Le llamaré cuando llegue el momento.
—Sí. Es una de las razones por las que le escogí para mi barco. Está casado
con una inglesa. —Ahogó una risita—. Usted, por supuesto, no está casado, de
modo que ¿por qué no se busca una novia francesa?
—He oído hablar de usted, Bolitho —dijo—. Tiene una buena hoja de
servicios de guerra para ser tan joven. —Sus ojos no pestañearon cuando
añadió—: Fue difícil para usted ese desafortunado asunto de su hermano.
—He venido para hablar con Muljadi. —Apretó con más fuerza el vaso.
—Pero, ¿qué pasa con su almirante Conway? ¿Y sus despachos? ¿No tiene
nada para mí?
Le Chaumareys bebió un largo trago de su vaso y apretó los ojos para evitar
la luz que sé reflejaba en las ventanas.
—Escúcheme —dijo, abruptamente—, contenga su impaciencia, como tuve
que hacer yo cuando tenía su edad. —Echó una ojeada en torno a la cámara—.
Yo tengo mis instrucciones, y las obedezco, como usted obedece las suyas. Pero
he servido bien a Francia, y casi he terminado aquí, en las Indias. Quizá me hice
imprescindible, y no podían permitirse enviarme antes a casa. Pero así debe ser.
Conozco estos mares como mi propio rostro. Durante la guerra tuve que vivir
de estas islas; dependí de ellas para encontrar comida y refugio, para las
reparaciones y para conseguir información sobre sus patrullas y sus convoyes.
Cuando me ordenaron que continuara en estas aguas, tuve una decepción, pero
supongo que también me sentí halagado. Aún me necesitaban, ¿verdad? No
como muchos otros que pelearon con tanta bravura y que no tienen ahora ni
pan que llevarse a la boca. —Miró con dureza a Bolitho y añadió—: Imagino que
esto también pasa en su país.
—Y yo la acepto.
Bolitho trató de mantenerse en calma, pero podía sentir cómo la sangre corría
por sus venas como agua helada. Era exactamente lo que había imaginado. Un
plan calculado y puesto en marcha, que había comenzado quizá en Europa, en
París y Londres, incluso en Madrid, y que habría funcionado de no ser por su
decisión de llevar la Undine y a los pocos supervivientes del Nervión a su
destino. De no ser por la llegada de Puigserver a la bahía de Pendang, el asunto
hubiera sido zanjado, y Le Chaumareys estaría posiblemente de regreso a casa
por fin, con su labor cumplida y bien cumplida.
—He venido a llevarme al comandante de nuevo con los suyos —se oyó
decir—. Don Luis Puigserver, el representante del rey de España, espera su
regreso. —Endureció su tono—. ¿Está el coronel Pastor aún vivo, o es su muerte
una de esas cosas que usted sabe pero no aprueba?
—Soy yo quien teme por usted, Bolitho. Aquí, en mi Argus, soy el brazo de
Muljadi, su soporte. Para él, no soy solamente un oficial de la armada, sino un
símbolo. El hombre que puede hacer realidad sus planes. Pero más allá de estos
mamparos, no puedo responder de su seguridad. —Dudó, sus ojos fijos en el
rostro de Bolitho—. Pero ya veo que estoy perdiendo el tiempo. Está usted
decidido.
Cuando alcanzaron el alcázar, Bolitho vio que ya había allí un bote dispuesto
al costado, y que las cubiertas estaban llenas de silenciosos espectadores. Pensó,
sombrío, que si se había equivocado estaba ante un viaje sin retorno.
El bote se dirigió a través del agua hacia el muelle, bajo la fortaleza, mientras
los marineros franceses no dejaban de observar a Bolitho. ¿Sentían curiosidad, o
sencillamente observaban el rostro de un enemigo?
—No pierda los nervios con Muljadi. Una señal, y le capturarán. No tiene
piedad.
Miró hacia el cielo azul sobre las rampas, y vio los cañones, viejos pero
poderosos, cada uno con balas cerca, y largas cuerdas que pendían
descuidadamente hacia el patio. También había varias cestas que posiblemente
se usaran para transportar pólvora y munición nueva cuando fuera necesario.
Hubo más pasos, el sol que destrozaba sus hombros, y luego la sombra que le
hizo sentir fresco y agotado.
Bolitho sentía cómo su corazón golpeaba contra las costillas, el sudor que
recorría su espina dorsal y bordeaba su cintura como escarcha helada.
Deliberadamente, buscó su bolsillo y sacó el reloj. Mientras abría la tapa,
escuchó cómo Muljadi se ponía en pie, y la exclamación de incredulidad cuando
abandonó el estrado para aferrar la muñeca de Bolitho en un apretón, como una
tenaza.
—¡Mientes!
—¿Oficial del rey? ¿Crees que me preocupas? —Escupió en las piedras junto
a los zapatos de Bolitho—. Sufrirás, te lo prometo.
—Mira ahí abajo, comandante —escupía cada palabra como una bala—. Te
daré a tu coronel, pero ahora es demasiado tarde para salvarte.
—¿Crees que puedes decirme lo que tengo que hacer? ¿Acaso soy un niño?
Ya he esperado bastante tiempo. La espera ha acabado.
Se abrió una puerta y Bolitho vio al coronel español flanqueado por piratas
armados; guiñaba los ojos ante la luz como si casi estuviera ciego. Bolitho dejó a
un lado a Muljadi y a sus hombres.
—He venido a llevarle a casa, señor. —Pudo ver lo sucias que estaban sus
ropas desgarradas, y las marcas de grilletes en sus flacas muñecas—. Fue usted
muy valiente.
Fue como un sueño. Bajaron por la cuesta hasta el muelle, y luego al bote. La
voz de Muljadi les persiguió durante la mayor parte del trayecto; había
cambiado de lengua, pero la amenaza continuaba siendo evidente.
—Iba bien protegido, gracias. —Bolitho sonrió. Echó una ojeada a la escotilla
de la cámara, pero no estaba muy seguro de lo que acababa de decir.
XVI
Bolitho caminó con calma por la rampa superior del lado de tierra del
asentamiento, observando el perezoso resplandor que ascendía de la jungla, el
sol de la tarde jugando sobre las frondas y las hojas caídas más próximas a la
empalizada. La Undine había echado el ancla poco antes del mediodía bajo un
cielo despejado, azul, y aun así, durante su lento acercamiento a la bahía de
Pendang, había visto la tierra muy oscura bajo las nubes de tormenta y casi
había envidiado el chubasco aislado. Suspiró, aspirando los olores pesados e
intensos de la jungla, el perezoso olor de las hojas podridas y las raíces
escondidas bajo la espesa sombra que los árboles arrojaban.
Durante los dos últimos días, la Undine se había visto afectada por vientos
contrarios, y cuando al final habían cambiado a su favor, era poco más que una
brisa que apenas llenaba las velas.
Cuando miró hacia el fondeadero, donde había visto por última vez al
bergantín Rosalind el día en que la Undine había partido hacia la fortaleza de
Muljadi, todo lo que pudo hacer fue no jurar en alto. Se había ido, al igual que
el transporte Bedford, de vuelta a Madrás para llevar allí varios despachos y la
opinión de Raymond sobre la situación para sir Montagu Strang.
Bolitho permaneció inmóvil, con los ojos fijos en los rasgos deformados de
Conway. Había una jarra vacía sobre la mesa, y era obvio que, durante algún
tiempo, había bebido mucho.
—Una fragata se perdió en esas aguas durante los últimos meses de la guerra
—había dicho Bolitho de pronto.
—Sí, sí. —Conway había sido sorprendido con la guardia baja—. La Imogene,
del comandante Balfour. —Guiñó los ojos para protegerse del resplandor del
sol, que entraba por una ventana—. Veintiocho cañones. Había mantenido una
batalla contra los franceses y después le atrapó una galerna. Hizo fondo, y su
gente fue rescatada por una de mis goletas. ¿Qué demonios tiene eso que ver?
—Está allí, señor, reparada y lista, y no me cabe duda de que bien equipada
por los oficiales de Le Chaumareys. —No pudo ocultar su amargura—.
Esperaba que el bergantín aún estuviera aquí. Podría haber llevado un mensaje,
pidiendo ayuda. Ahora no hay elección.
Y también todas las respuestas. —El clarete se vertió sobre su camisa como si
fuera sangre cuando gritó—: ¡No soy más que un peón, una herramienta para
Strang y sus amigos, que me usan como les parece! —Golpeó una copa con la
jarra y buscó otra a toda prisa, añadiendo—:
Y ahora usted, el único hombre en el que confiaba me dice que Muljadi está
preparado para atacar mi asentamiento. No contento con dejarme como
incompetente, Raymond les contará ahora a sus malditos superiores que ni
siquiera soy capaz de mantener este territorio bajo la bandera británica.
—Quise permanecer aquí hasta su regreso —le dijo a Bolitho—. Mis hombres
partieron en el Bedford, pero yo no podía marcharme también sin demostrarle
mi gratitud por asegurar la libertad del señor Pastor. Parece tener la costumbre
de arriesgar su vida por los demás. Confío en que esta vez no quedará sin
recompensa. —Sus ojos negros se volvieron a posar en Conway—. ¿No es cierto,
almirante?
—Todos debemos pensar. —El español se sentó en una silla, con los ojos aún
fijos en Conway—. He oído algo de su conversación a través de la puerta. —Se
encogió de hombros—. No es que estuviera espiando, como comprenderá, pero
su voz era bastante fuerte.
—¡Richard!
—James enviará su informe a sir Montagu —dijo ella, con voz ronca—. Ahora
ya sabe que Conway no es el hombre adecuado para este puesto, y usará esto en
su propio beneficio; pero tú, Richard, mi amor, también apareces en el informe.
Ya verás. Le conozco tan bien... Para atraparte, para llevar a cabo su mezquina
venganza, te acusará de ser incapaz de destruir a un pirata ignorante, sin
importarle si cuenta o no con el respaldo de Francia.
—Es peor que eso —replicó, en voz baja—. Muljadi tiene muchos hombres
bajo su mando. Cuando haya capturado este asentamiento, toda la zona le
apoyará. No tienen elección. Los piratas se convertirán en sus salvadores, en
protectores contra los invasores. No es nada extraño.
—Se lo he contado, Bolitho —dijo Conway con voz cortante—. Como usted
me lo ha descrito, palabra por palabra.
—Si viene, mis hombres pueden rechazarle hasta que llegue la ayuda —dijo
Jardine con voz ronca—. Cuando el bergantín arribe a Madrás, enviarán de
inmediato una fuerza para acabar con ese rufián. Incluso aunque la armada sea
aparentemente incapaz de hacerlo.
—Si queda algo por decir... —El almirante asintió, con su pelo erizado en
desorden.
—Las Benua son muy similares a los dibujos de nuestras cartas, señor, pese a
que sospecho que algunos de los canales menores entre las islas son poco
profundos y cenagosos. La fortaleza se eleva en la isleta central, un promontorio
rocoso, si lo prefiere. —Sus dedos recorrieron con un gesto la parte frontal de
un tintero—. La cara que la isleta presenta al mar es muy abrupta, y lo que en
un principio tomé como arrecifes, a sus pies creo ahora que son fragmentos de
acantilado que cayeron allí después de muchos años de erosión.
—Si atacamos de repente, señor —dijo Bolitho, mirándole con calma. Pasó
por alto las exclamaciones—, antes de que Muljadi esté preparado, podríamos
destrozar todo su plan.
—Cállate —gruñó Jardine—. ¿Qué loco haría algo así, de todos modos?
—Las tropas deben permanecer aquí, por supuesto —dijo Bolitho. Adquirió
cierto alivio en la pesada cara de Jardine, y resentimiento en la de su ayuda de
campo. Pensó que era extraño que aquel que parecía el más débil resultara el
más fuerte. Añadió—: Si este plan falla, y debemos considerar esa posibilidad,
dependerá de los cipayos evacuar el asentamiento lo mejor que puedan. Pero,
por favor, tómense esta frase al pie de la letra: no pacten con Muljadi, porque
para él, la victoria significa solamente una cosa: la extinción de todos los que
han sido sus enemigos a lo largo de toda su vida. —Apuntó hacia la ventana—.
Y una vez que atraviese esa empalizada, no habrá tiempo para lamentaciones.
—Si sobrevivo a esto, aún puede usted compartir las ventajas, si es que hay
alguna —asintió Conway, con los ojos llenos de desdén, su tono se heló—. Si
fracasamos, posiblemente reciba el nombramiento de caballero que tanto ansia.
—Hizo una pausa cuando Raymond avanzó con prisas hacia la puerta—. A
título póstumo, por supuesto. —Cuando se volvió de nuevo a la mesa, Conway
parecía diez años más joven—. Ahora que estoy decidido, Bolitho, no puedo
esperar.
Bolitho asintió. Podía sentir cómo le dolían los músculos y los huesos como
bajo un esfuerzo físico, y apenas podía comprender lo que había hecho, a lo que
se había comprometido, y a su barco con él.
El cuerpo de la mujer temblaba sin control y le apretó los brazos aún con más
fuerza, olvidándose de su doncella y de la posibilidad de que alguien apareciera
en el pasillo en cualquier momento.
Ella intentó sonreír de nuevo, pero las lágrimas corrían libremente por su
mejilla.
—¿Es eso una pregunta? —Le miró, pero el rostro de Allday no se inmutó.
Bolitho se volvió en la chupeta para observar los botes que iban de un lado a
otro hacia la goleta. Todo parecía tan simple, tan claro. Atrapar dos fragatas
fondeadas en un espacio cerrado era mejor que enfrentarse a ellas en alta mar,
pero aun así, muchos maldecirían su nombre al morir. Suspiró cuando la canoa
tomó velocidad hacia la fragata. Puigserver tenía razón. Había aprendido
mucho desde que se encontraron en Santa Cruz, y la mayor parte de las cosas
eran sobre él.
—Todos presentes, señor.
—Les enseñaremos lo que es bueno, señor —dijo Penn, pero se calló ante la
acusadora mirada de Mudge.
—La batería es vieja —dijo Bolitho, sacudiendo la cabeza—. Estoy casi seguro
de que no habrá ningún disparo de fuego por temor a destrozar los cañones.
Normalmente, no lo necesitarían. Con un arco de tiro así, la batería puede
alcanzar a cualquier velero una vez que se encuentre en los dos canales
principales. —Sonrió para ocultar la súbita duda que Bellairs había sembrado
en su mente. ¿Y si había balas ya horneadas sobre brasas? Pero sin duda, de ser
así, las habría visto. Ninguna cesta podía soportar esas balas brillantes en la
rampa elevada—. Y nos aseguraremos de que la mayor parte de esa batería cae
al mar, donde debería estar desde hace años. Zarparemos mañana con el alba.
El viento parece soplar a nuestro favor y, con un poco de suerte, nos ayudará en
nuestros propósitos. Solo falta una cuestión... —Hizo una pausa y vio que
Herrick le observaba desde el otro lado de la cámara. Pero no debía pensar en
su amigo, el mejor y más fiel que había tenido nunca. Era su primer teniente, el
oficial más competente del barco. Nada más contaba. Nada más debía contar.
Continuó—: El señor Herrick mandará la goleta.
—Dejo eso a su elección. Si Potter quiere unirse a usted, lléveselo. —Vio que
Whitmarsh se levantaba para protestar, y añadió, molesto—: Conoce el canal.
Necesitamos todo con lo que podamos contar.
La puerta se abrió un poco y Carwithen asomó la cabeza en el círculo de luz
de la linterna.
—Hágalo, señor Herrick —asintió Bolitho. Sentía que el corazón le latía con
fuerza. Mientras tanto el segundo teniente le relevará. —Cuando Herrick
desapareció en las sombras, Davy cruzó el alcázar y se llevó la mano al
sombrero—. Lamento mucho lo de su goleta —dijo Bolitho—, pero me temo que
no tenemos otra opción en estos momentos.
—Me parece que ya no me importa. —Se encogió de hombros—. Por una vez,
no puedo ver más allá de mañana, ni preocuparme por nada más.
—Lo sentirá si vuelvo a oírle hablar así. Usted debe responder ante mí, ante
el barco y ante la gente a su mando, y no ante sus consideraciones personales.
Cuando un hombre comienza a creer que no existe un mañana, sirve de tanto
como si estuviera derrumbado sobre una res con dos tiros. Piense en el mañana,
crea en él, y los hombres que dependan de su habilidad o de su falta de
habilidad, verán sus oportunidades de sobrevivir en su propio rostro. —Relajó
su apretón, y añadió en un tono más reposado—: Ahora, váyase.
—¡Bote a la vista! —La llamada partió del corredor, donde las linternas se
reflejaban en las bayonetas y los mosquetes. La respuesta a la llamada provino
de la propia bahía.
Puigserver avanzó hasta las redes y contempló una brillante luz a lo lejos.
—Antes del amanecer. Necesita todo el tiempo que pueda para lograr una
posición con las mayores garantías.
—Ya veo. —Puigserver bostezó—. Entonces creo que me uniré a sus oficiales
que no estén de guardia para tomar una copa en la cámara. Creo que necesitará
estar solo esta noche.
Unas horas más tarde, Bolitho despertó al sentir la mano de Allday sobre su
hombro. Se había quedado dormido en la cámara, con la cabeza en el brazo
sobre la carta que había estado estudiando.
—Sí, comandante. —Allday le observó con tristeza—. Pensé que era lo mejor.
—Espero que lo sea —asintió Bolitho. Caminó hasta las escotillas como si
pudiera ver la luz del faro, que parpadeaba sobre el agua—. Es malo estar solo.
Allday echó una ojeada a la desgastada espada que colgaba del cabillero. Por
un momento, pensó en el otro timonel de Bolitho, que había muerto
protegiendo su espalda de los tiradores franceses en el Saintes. Pensó que
habían recorrido un largo camino juntos desde entonces. Muy pronto, todo
podía terminar. Miró los
CUERPO A CUERPO
Bolitho apoyó las manos sobre la batayola del alcázar y lanzó una mirada
inquisitiva al barco que tenía a su mando. En la oscuridad, las cubiertas y los
corredores de combate se recortaban como formas pálidas contra el mar, más
allá de las amuras, y solo el irregular movimiento de la espuma, el ondulante
agitar de la roda, daban una pista fiable de su avance. Se controló para no
caminar de nuevo hacia la popa y para examinar el reloj a la amortiguada luz
del compás. Nada había cambiado desde la última inspección, y se daba muy
buena cuenta del peligro de añadir más tensión a la que ya soportaba.
Escuchó cómo Mudge se movía sin descanso bajo las redes de los coyes,
frotándose las palmas de las manos para mantener el calor. El piloto parecía
inusualmente preocupado; quizá el reumatismo volvía a molestarle, o, como
Bolitho, pensaba en Herrick, que se encontraba en alguna parte, lejos por la
amura de babor de la Undine.
Bolitho irguió la espalda y levantó la mirada hacia las sombras más oscuras
de las vergas y el aparejo. El barco navegaba únicamente con el contrafoque y
los juanetes, y tan solo la gran vela de foque escondía el mar por delante del
bauprés. Extraño sentirse tan destemplado cuando en unas horas el sol
regresaría para atormentarles y para añadir una preocupación más a las que ya
tenían.
—No estoy seguro, señor. —Mudge se alejó de los marineros que esperaban
junto a los cañones del seis del alcázar—. Demasiado movimiento para mi
gusto.
Bolitho se volvió para observar hacia delante de nuevo. El gran foque parecía
repetir las dudas de Mudge. La Undine se dirigía casi sin ninguna duda hacia el
norte, y, con el viento de aleta, debiera haber avanzado sin dificultad. Pero no
era así. El foque se resistía y obligaba a los estayes y los obenques a vibrar y
quejarse, manteniendo el barco firme durante varios minutos. Después, se
agitaba y resonaba en desorden antes de caer sin fuerza contra el palo durante
otro período frustrante.
—En estas aguas, uno nunca sabe —añadió Mudge, lleno de dudas—. Nunca
puede uno estar seguro.
—¡Señor Davy! —llamó—, voy ahora mismo hacia proa. —Vio que la silueta
del teniente salía de las sombras en la batayola—. Dígale al señor Keen que se
una a mí.
Bolitho sonrió. Casi podía sentir el dolor que posiblemente revelara el rostro
de Keen.
Bolitho caminó hacia popa junto a la escotilla principal, y vio la gran figura
de Soames que sobresalía por detrás de Tapril, el artillero. Saludó con la cabeza
a Fowlar, que se encontraba cerca, y a la dotación de babor de los cañones del
doce. Eran sus hombres, su responsabilidad. Se acordó de pronto del
contraalmirante sir John Winslade. Necesitaba un capitán de fragata a quien
conociera y en quien pudiera confiar. Uno cuya mente pudiera leer aunque
estuviera en el otro extremo del mundo. También pensó en los soldados
harapientos bajo la ventana del almirantazgo. Uno ciego, el otro pidiendo por
los dos.
Continuó hacia la popa, casi sin darse cuenta de que el paseo se había
quedado corto, mientras su amargura dejaba paso a la furia. La cubierta parecía
muy espaciosa sin los botes que permanecían siempre atados uno junto al otro.
Todos estaban en ese momento flotando por la popa, esperando el momento de
ser utilizados, espectadores mudos de la batalla que podría avecinarse. Que iba
a avecinarse. Pensó que siempre era mal momento para la guerra. Los botes
eran objetos frágiles, pero en batalla constituían otra amenaza, con sus astillas
volando como dardos salvajes. Pese al peligro, la mayoría de los hombres
hubiera deseado que continuaran a bordo. Eran un enlace, una esperanza de
sobrevivir si las cosas iban mal.
—Todo listo, señor —dijo Keen, que había regresado jadeando con fuerza—.
El señor Triphook se mostró un poco perturbado por esta novedad. —Sus
dientes brillaron en la oscuridad—. ¿Le gustaría tomar un vaso, señor?
A Bolitho no le gustaba el ron, pero vio que los marineros y los soldados le
observaban.
—Por supuesto que sí, señor Keen —exclamó. Se llevó el vaso a la boca y el
poderoso olor del ron invadió su estómago vacío—. ¡Por vosotros, muchachos!
—Se imaginó a Herrick y a Puigserver a bordo de su bomba flotante. Pensó que
el brindis también iba por Thomas. Entonces, le alegró haber aceptado el ron, y
añadió—: Ahora entiendo qué es lo que hace tan fuertes a nuestros muchachos.
—Aquello provocó más risas, como ya preveía. Echó una ojeada al cielo. Aún
no había ninguna luz ni ninguna señal de una estrella—. Voy abajo —dijo. Tocó
el brazo del guardiamarina—. Permanezca aquí, junto a la escotilla. Llámeme si
me necesita.
Una débil luz le mostró el resto del camino hacia la rudimentaria enfermería
de Whitmarsh. Los arcones donde los aterrorizados heridos serían salvados o
abandonados a la desesperación. Mordazas de trapo para morder y vendas para
contener el dolor. La gran sombra del cirujano osciló sobre la cubierta inclinada.
Bolitho le observó con intención. Había un olor más intenso a brandy en el aire
encerrado, para amortiguar el dolor o para preparar a Whitmarsh para su
propio infierno particular. Bolitho no estaba seguro de ello.
—Sí, señor. —El cirujano se reclinó contra los arcones y apoyó una rodilla
contra el más cercano. Con una mano señaló a sus silenciosos ayudantes, los
hombres que sostendrían a las víctimas hasta que el trabajo hubiera terminado,
embrutecidos por el contacto con el dolor, sin oídos para los gritos, más allá de
la piedad—. Todos están esperando lo que usted nos envíe, señor.
—Si eso es cierto, rezo para que no se acerque más. —Bolitho saludó con un
gesto a los otros y avanzó hacia la escala.
—Quizá le estaré saludando desde allí, señor —gritó Whitmarsh tras él.
Pensó de nuevo en Herrick, y rezó por que pudiera alejarse con su bote
cuando la goleta se dirigiera a su destrucción en su último viaje. También él
tenía extraños compañeros. Puigserver y el aterrorizado maestro velero de
Bristol, que buscaba el coraje suficiente para navegar de nuevo a aquel lugar
que había destrozado su cuerpo y su mente.
—¿Qué pasa?
Los hombres se deslizaron alrededor del gran timón doble, y vio que
Carwithen daba un puñetazo a uno de los timoneles cuando se inclinaba bajo la
lluvia que lo cubría todo.
—Manténgalo así.
Bolitho desvió la mirada. Sabía muy bien lo que venía a continuación. Lo más
posible era que una vez que el sol apareciera, el viento aumentara su fuerza. Un
viento que no le haría ningún favor a Herrick y mantendría a Le Chaumareys
en la seguridad de su fondeadero. La Undine estaría indefensa. Tendría que
permanecer lejos de la costa hasta que la fuerza doble del enemigo estuviera
preparada y lista para luchar en su terreno. O tal vez podían regresar y correr a
la bahía de Pendang sin nada que ofrecer salvo una advertencia final.
—La vida es una maldita retirada —dijo Mudge, mirándole—. Y eso, señor
Davy, desde el día en que uno nace.
Bolitho se volvió en redondo para hacerlos callar, y entonces vio que el rostro
del ayudante del piloto se veía con mayor claridad que antes. Incluso, podía ver
a Carwithen frunciendo el ceño ante el timonel desafortunado. El alba le estaba
obligando a que reparara en ella. Sintió que la sangre se le acumulaba en la
cabeza.
—¿Qué haría usted en mi lugar? —Bolitho empezó a sentir que sus hombros
se estremecían bajo la lluvia, y que el súbito estallido de furia le abandonaba.
—Pase la voz al señor Soames. Carguen, y estén dispuestos para sacar los
cañones cuando pase la voz. —Buscó a Keen—. Muestre la bandera, si le parece.
—Tan pronto como haya luz suficiente, señor Keen, haga que su grupo envíe
una señal a la goleta para que interrumpan el ataque. El señor Herrick puede
alejarse y recuperar nuestros botes.
Se volvió, furioso, cuando oyó que una voz murmuraba entre las sombras.
—Tranquilo —dijo Bolitho en voz baja—. Si maldecir les ayuda, deje que lo
hagan.
—Pero no es justo, señor —dijo Keen, y se enfrentó a él, con los puños
apretados en torno a sus costados—. No ha sido culpa suya.
—Será mejor que baje y se quite esas prendas húmedas, señor. —Era la voz
de Allday, firme, serena.
Bolitho miró más allá, recordando otra voz, la del timonel, su otro timonel,
que había muerto aquel día. «Ellos querrán verle.»
—Pero ese es un mal consejo, hombre —dijo Mudge, con voz ronca—. El
comandante será mejor blanco para los tiradores con todo ese encaje dorado.
—Lo sé —dijo Allday, mirándole con furia—. Y él también lo sabe. Pero sabe
también que hoy dependemos de él, y eso significa que lo queremos ver hoy.
Allday estaba en pie, con los brazos cruzados y los ojos fijos en la alfombra
de color que la luz revelaba mientras iluminaba las islas.
—El señor Herrick no las verá.
—Lo sé, señor. —Allday le miró con tristeza—. Pero no las verá. El señor
Herrick no las verá.
A través del amplio hueco dejado por los mamparos, que se encontraban en
la parte inferior de la cubierta, podía ver gran parte de la cubierta de artillería,
las formas y las figuras en incansable movimiento; aún eran unas sombras bajo
la difusa luz. Ni siquiera allí, en la cámara donde había encontrado la paz en
medio de la soledad, o se había sentado con Viola Raymond, o compartido una
pipa con Herrick, podía escapar. Las fundas de lona que ocultaban los cañones
del doce habían seguido a los muebles hasta un lugar más seguro bajo la línea
de flotación, y la tripulación caminaba con desgana entre los cañones de cada
costado, como si fueran estatuas inacabadas; sabían que estaba allí, y querían
verle completamente vestido, pese a que debían mantenerse alejados por lo
imperioso de sus órdenes.
Se quedó atónito cuando vio que Noddall bajaba la cabeza para ocultar las
lágrimas que le rodaban por el rostro.
Bolitho pasó a su lado y corrió a la escala. Siempre había dado por sentado
que Noddall estaría allí. El hombrecito que se preocupaba porque la mesa
estuviera dispuesta y que zurcía sus camisas. Satisfecho con su propio mundo.
Nunca se le había pasado por la mente que se sintiera aterrorizado cada vez que
el barco entrara en una batalla. Saltó los últimos escalones y vio a Davy y a
Keen, que dirigían sus catalejos hacia las amuras.
Davy se volvió y se le quedó mirando. Tragó saliva, con los ojos fijos en la
casaca de Bolitho, guarnecida de oro.
Bolitho desvió la mirada a las banderas, tan brillantes ahora por contraste
con las pesadas velas.
—¿Está seguro?
Bolitho no le hizo caso, y sus ojos exploraron la extensión de tierra más allá
de las amuras. Aún aparecía perdida entre las sombras profundas, con solo un
rayo furtivo de sol que delatara el alba. Pero la goleta se veía con toda claridad,
alineada con el sumergido botalón de foque de la Undine; sus velas casi
parecían blancas contra los acantilados y las colinas puntiagudas. Herrick debía
de haber visto el aviso. Incluso se podría haber anticipado a él en cuanto el
viento cambió. Echó una rápida ojeada al gallardete del calcés. Por Dios, cómo
había cambiado el viento. Ahora debía de soplar del suroeste.
—Eso parece, señor Davy —dijo, en voz baja. Bolitho miró a Allday, y vio el
modo como este observaba la goleta.
Bajo la pesada presión de las velas, la Undine viró sobre el agua con repentina
urgencia, y la espuma ascendió sobre el castillo de proa y las redes en largas
lenguas. El casco chocó y gruñó por la presión, y cuando echó una ojeada a la
arboladura, Bolitho vio cómo las vergas superiores se inclinaban por el viento.
La enseña era claramente visible, al igual que las casacas de los infantes de
marina, que estaban en pie, alineados junto a las redes de los coyes, o
arrodillados en lo alto con sus mosquetes y cañones giratorios. Parecían gotas
de sangre.
—Repita la señal, señor Keen —se escuchó decir. Apenas pudo reconocer su
propia voz.
—No funcionará —dijo Keen con voz ronca—:. El viento alejará la goleta. En
el mejor de los casos, explotará en el centro del canal.
—He oído una trompeta —dijo Penn, que salió de la cubierta de artillería.
Bolitho se enjugó los ojos, sintiendo la sal, seca y quemante. Una trompeta.
Algún centinela de la fortaleza había dejado la protección del muro para mirar
al mar. Vería inmediatamente la goleta y, en unos minutos, la Undine. Los
ruidos de la mar parecieron más estruendosos que nunca; todo el cordaje y las
velas vibraban y flameaban en un coro mientras el barco avanzaba hacia tierra y
el pálido mojón que marcaba la entrada del canal. Un pesado estallido resonó
sobre el agua.
Incluso Davy tenía los ojos dilatados, indiferente a la lucha que le esperaba,
conmovido por el sacrificio de Herrick. Hubo más disparos de cañón, y pudo
ver los impactos alrededor del casco de la goleta. Posiblemente procedían de la
fragata anclada tan cerca, o de cañones menores en la franja de tierra que
custodiaba la entrada. Bolitho descubrió que apretaba la mandíbula con tanta
fuerza que le dolía.
Los gabachos se daban al fin cuenta de que algo ocurría, pero aún no habrían
averiguado la extensión del peligro. Se escuchó un rugido que procedía de la
dotación que aguardaba. Bolitho elevó el catalejo y vio los juanetes de la goleta
que se retorcían y luego caían en una masa desordenada de velas y cordaje.
—¡Mirad allí, muchachos! —Apenas pudo ver sus rostros vueltos hacia él.
Era como mirar a través de la niebla—. El señor Herrick nos ha mostrado el
camino.
—Arrice el trinquete, señor Davy —dijo con voz ronca. Avanzó hacia la
batayola, y cada paso le causaba un dolor físico—. Señor Shellabeer, ponga al
garete todos los botes excepto el del costado. —Debía continuar hablando,
obligarles a moverse de nuevo, alejar aquella espantosa pira de su mente. Vio
cómo Soames le observaba y gritó—: ¡Cargue y saque los cañones, si le parece!
Sus palabras casi se perdieron bajo el ruido de las rebeldes velas, cuando el
gran trinquete fue arrizado en su verga. Pensó, tristemente, que se parecía a un
telón, un telón que se levantara para la escena final, para que nadie perdiera
detalle de ella. Escuchó cómo las portas crujían al unísono, y entonces, mientras
Soames rugía sus órdenes, la dotación de artillería tiró de sus cordones, y con
una prisa cada vez mayor, las negras bocas avanzaron hacia la luz del día,
abriéndose camino sobre el agua espumosa a cada costado.
—Gracias.
Bolitho mantuvo los ojos sobre la oscura loma, más allá del canal. No había
resplandores en aquellas grandes bocas. Había funcionado. Incluso si la
guarnición se las arreglaba para acondicionar algunos de los cañones del lado
más alejado de la fortaleza, sería demasiado tarde para disparar contra la
Undine cuando surgiera entre la ascendente cortina de humo. Protegió sus ojos
de la luz y miró hacia la franja de tierra, las líneas oscuras que delimitaban los
mástiles y las vergas del primer barco fondeado. Pronto. Pronto.
Aferró la espada hasta que los nudillos se le quedaron blancos. Podía sentir
el dolor y la furia, la locura que solo vengar a Herrick podría calmar. Y allí
llegaba la luz del sol, haciéndose más fuerte a cada minuto. Subió a los
obenques de barlovento, sin reparar en el viento y en la espuma que salpicaba
su casaca como joyas brillantes. Pudo ver la sombra de la Undine oscilando
sobre el agua, su propia silueta borrosa formando parte del propio barco.
—Prepárese para cambiar el rumbo una vez que hayamos pasado aquel
promontorio —dijo, mirando a Mudge.
Esperó hasta que los hombres, en las brazas, recibieran la orden. Cada
hombre había dejado de ser una sombra y recuperaba su identidad ahora que el
sol caía sobre su espalda desnuda, o un tatuaje, o alguna coleta especialmente
larga que delatara a un marinero veterano. Saltó a cubierta, tirándose del
pañuelo del cuello como si fuera a estrangularse.
Como un pura sangre, la Undine viró bajo la presión de las velas y el timón, y
las vergas crujieron mientras se volvía hacia la luz del sol.
Se oyeron varios tiros apagados, y una bala atravesó la vela de trinquete con
el sonido de un latigazo. Pero Bolitho apenas se dio cuenta. Estaba observando
la fragata anclada, y la actividad incesante en las vergas y la cubierta donde la
dotación se prepararía para hacerse a la mar.
Bolitho asintió. Era la otra fragata. La que había sido abandonada por su
dotación. Abrió bien los ojos, intentando no perderse ningún movimiento, aún
intentaba aceptar lo que había ocurrido. Le Chaumareys se había ido. ¿Por
casualidad? ¿O una vez más había probado su superioridad, una astucia que
nadie podía igualar?
Sobre sus cabezas cayó violentamente una lluvia de metralla sobre el canal a
cada banda. Bolitho no supo si procedía de la fortaleza o de la fragata, ni se
preocupó por saberlo. Mientras caminaba a toda prisa a través del alcázar hacia
la batayola no veía nada más que los mástiles desnudos del otro barco, la nota
de color de la bestia rampante en su bandera, las nubes de humo que ascendían
mientras, una y otra vez, las descargas de la Undine le alcanzaban.
Herrick había llegado a saber que el Argus se había ido. Debía de haber visto
el amarradero mucho antes que nadie de la Undine, y no había titubeado.
Bolitho sintió que los ojos le escocían de nuevo, y que el odio hervía dentro
cuando los cañones del alcázar dispararon; su aguda detonación hizo que su
mente se relajara mientras la dotación se apresuraba a girar los cañones con sus
garfios para cargarlos de nuevo.
Bolitho corrió a las redes, y sintió cómo una bala de mosquete se incrustaba
en la cubierta junto a sus pies. Era cierto, la fragata de Muljadi daba guiñadas
con el viento y la corriente, y su popa oscilaba sobre el rastro de la Undine.
Alguien debía de haber perdido los nervios, o quizá en la confusión, entre la
explosión de la goleta y el salvaje ataque de la Undine, alguna orden había sido
malinterpretada.
Mientras los hombres corrían de nuevo a las brazas, las gavias flamearon y
restallaron salvajemente por la repentina libertad. La Undine viró
deliberadamente a babor, el botalón de foque giró hasta que apuntó al distante
muelle y los restos que el barco en llamas había dejado tras la explosión.
Esta vez, toda la batería explotó en una única muralla de fuego; las largas
lenguas estallaron en mitad del humo, obligándolo a ascender y retorcerse
como si también él se encontrara sufriendo y agonizando.
—¡Al abordaje!
Entonces saltó, aferrándose a las redes de abordaje del enemigo, que habían
sido reducidas a inmensos agujeros por las andanadas. Los de Muljadi debían
de estar preparados, porque parecía que cientos de hombres surgieran para
enfrentarse al empuje vigoroso de los entusiasmados abordadores que se
deshacían en vivas y maldiciones.
Bolitho se dio cuenta de que Allday le sacudía por un brazo, intentando que
comprendiera algo.
—¡La bodega, señor! —Señaló hacia la amplia escota con su alfanje—. ¡Esos
bastardos le han prendido fuego!
Era casi tan difícil interrumpir la batalla como abordar la otra fragata. Cada
vez más atrás, un hombre caía aquí y allí, otro era arrastrado y obligado a saltar
al hueco entre los cascos, para evitar que fuera capturado. Los piratas se habían
dado cuenta, al fin, de su propio peligro, y sin el teniente francés al mando
parecían concentrar sus esfuerzos en abandonar el barco tan rápidamente como
fuera posible.
Bolitho se aferró a los flechastes, y echó una última ojeada a sus hombres,
que se arrojaban sobre el corredor de la Undine. En la parte delantera, los
hombres de Shellabeer cortaban las amarras que mantenían unidos a los dos
barcos, y con las gavias arrizadas de nuevo y el timón suelto, la Undine
comenzó a alejarse. El viento alejaba el humo y las chispas de las velas y el
cordaje, tan vulnerables.
Pero ya era demasiado tarde. Una gran llamarada se alzó sobre la cubierta de
artillería del velero y prendió en el palo de proa roto, y en las velas, y se
extendió por las vergas como parte de un fuego forestal.
Caminó hasta la regala para observar el barco; las llamas habían alcanzado
ya la popa. Un barco inglés. Pensó que era mejor así. Se volvió.
—Señor Davy —dijo, con voz ronca—. Quiero un informe completo de daños
—esperó, al ver sus ojos salvajes—. Y la cuenta que nos pasará esto.
Bolitho vio cómo las vergas giraban, las velas salpicadas y ennegrecidas por
el fuego y tensas al viento. El canal parecía lo suficientemente amplio. Casi un
cable a estribor, y más al otro costado. Se había visto en casos peores.
—¡Un bote, señor! —Keen permanecía en los obenques con su catalejo—. Con
solo dos hombres.
—¡Conserve la cabeza, señor Keen! —gritó Davy. Pero Keen no pareció oírle.
Allday había bajado a por algo, pero había regresado. Sus ojos continuaban
tan inquietos como siempre.
Cuando la fragata pasó junto a otra lengua de tierra el sol apareció para
saludarles, para templar sus doloridos miembros, para alejar por un poco más
de tiempo el trauma de la batalla. Una tremenda explosión tuvo lugar en el
canal principal, y más humo ascendió sobre la tierra; el viento que lo alejaba era
el mismo que les esperaba en alta mar y que propagó el estruendo de la
destrucción final del otro barco.
Muljadi podría estar a bordo, o no, y aún les aguardaba la batalla definitiva.
Bolitho escuchó gritos y luego una larga ovación cuando dos marineros
treparon al bote medio hundido y devolvieron a Herrick y su compañero a
bordo. Fuera lo que fuera lo que les esperara más allá de las verdes colinas,
estarían juntos. Y no importaba lo desesperado que su camino pareciera.
Estarían juntos.
XVIII
Todo había sucedido más o menos como Bolitho imaginaba. Herrick había
decidido destrozar la batería hundiendo su goleta sin preocuparse por el riesgo
o por la inevitabilidad de la muerte. En el último momento, con la mecha ya
encendida y el velero en llamas junto a la ladera, a Herrick le había golpeado
una polca que había caído del palo mayor.
—Y allí apareció el señor Pigsliver, tan fresco como una lechuga —había
dicho el marinero en un susurro—. «Llevadlo al bote —gritó—. Tengo todavía
que arreglar algo», aunque río dijo qué quería decir con eso. Para entonces, solo
quedábamos tres, de modo que Jethro y yo bajamos al señor Herrick a la
arenera, pero el otro tipo, aquel maestro velero pequeñito llamado Potter,
decidió permanecer con el español. —Se estremeció—. De modo que nos fuimos.
Cuando la goleta voló como las puertas del infierno, el pobre Jethro cayó por la
borda. Yo me limité a remar y a rezar para que el señor Herrick recuperara el
sentido y me dijera qué hacer. —Había hecho una pausa, sollozando en
silencio—. Entonces, levanté la vista y ahí estaba, tan grande como la vida, la
vieja Undine. Sacudí al señor Herrick y le llamé: «Señor, despierte, el barco
viene a por nosotros», y él, bueno, solo me miró y me dijo: «¿Y qué esperabas?».
Ahora, mientras se movía sin cesar junto a los cañones del seis, donde los
capitanes de artillería estaban arrodillados bajo la luz del sol, comprobando el
equipamiento, los soportes, los cuerpos manchados con humo y sangre seca,
Bolitho se lo recordó.
—No, no lo olvidaré.
—¡Los de cubierta!
—Soy el segundo, señor —replicó Herrick, en voz baja, retirando las manos.
Dedicó una mirada calmosa al alcázar, a las salientes astillas y a los extremos
sueltos de las redes destrozadas por las balas de mosquete—. Mi puesto está
aquí.
—Sí.
—Parece —dijo Davy, mirando a Herrick y sonriendo—, que no ha tenido
usted mejor suerte con la goleta de la que tuve yo. —Y añadió—: Me siento muy
aliviado de que esté usted aquí, de verdad.
—Si no me hubieran jurado que no fue así —dijo Herrick, tocándose las
vendas nuevas de la cabeza—, hubiera dicho que el propio Puigserver me
golpeó. Así de ansioso estaba de terminar lo que habíamos empezado.
La cubierta se inclinó por la primera ola y la espuma saltó sobre las redes.
—Solucionado —dijo Herrick, que se había acercado a la popa. Vio los tensos
rasgos de Bolitho y preguntó, en voz baja—: ¿Algo va mal, señor?
—Caiga dos cuartas a estribor —dijo Bolitho, sonriendo, aunque le dolían los
labios—. Iremos hacia sus amuras.
Allday cruzó los brazos, y observó los hombros de Bolitho, y entonces echó
una ojeada a la bandera que flameaba por el viento.
—Esnordeste, señor.
Carwithen tenía una mano posada sobre las pulidas cabillas cuando los
timoneles se concentraron en la brújula y en las velas desplegadas sobre su
cabeza.
—Está equilibrada.
—Navega bien, señor —dijo Mudge, frotándose las manos contra la casaca.
—Mantiene el rumbo —dijo Herrick con voz ronca—. Puede haberla abatido
una cuarta, pero nada más. —Dejó escapar el aire muy despacio—. Dios la
maldiga, qué hermosa es esa fragata.
Bolitho sonrió, lleno de tensión. El Argus apenas había cambiado su avance,
pero eso era porque la Undine había cambiado el rumbo a estribor. Ahora se
encontraba mucho más cerca, apenas a dos millas, de modo que podía ver el
mascarón de proa rojo y amarillo, el movimiento decidido de las figuras que se
afanaban en su inclinado alcázar. Se escuchó un estallido y segundos más tarde,
el agua salpicó perezosamente entre las ondas, un poco por delante de la proa
de la Undine y apenas a medio cable. Era un disparo de prueba o destinado
únicamente a desatar los nervios de la tripulación de la Undine, otro de los
trucos de Le Chaumareys.
Bolitho observó con intensidad cómo las vergas superiores del Argus
desplegaban las lonas, que flameaban al viento. Pudo ver el efecto instantáneo
que provocó sobre su roda, como si mordiera las olas y se inclinara hacia
delante con repentina furia. A Bolitho le parecía desde su posición tras la
batayola, que el botalón de foque del otro barco casi rozaba el suyo, pese a que
aún se encontraba a una milla de distancia. El humo ascendió sobre su casco, y
contuvo el aliento cuando las brillantes lenguas de fuego surgieron de las
portas abiertas. El mar se agitó cuando las pesadas balas atravesaron el agua
encrespada por el viento o rebotaron muy lejos del costado. Una bala impactó
en el costado, y el golpe se transmitió hasta los mástiles.
—Están tratando de darnos en las tripas. —Herrick sonreía, pero Bolitho vio
la ansiedad que se escondía tras sus ojos.
Le Chaumareys no le había parecido la clase de hombre que desperdiciaba
tiempo y gestos. Estaba preparando su dotación de artillería, mostrándoles la
distancia, posiblemente gritándoles en ese momento con su atronadora voz lo
que esperaba de ellos exactamente.
Bolitho vio cómo las gavias desaparecían de las vergas del Argus y se reclinó
sobre la batayola.
Escuchó el ruido de los pies, los confusos gritos cuando sus órdenes fueron
transmitidas a los marineros que esperaban.
Bolitho esperó hasta que el timón giró, y entonces se volvió para observar el
bauprés, que giraba despacio, y luego más rápidamente a babor, mientras la
otra fragata quedaba por un momento sumergida en el estrépito del cordaje y
los obenques.
—Ahora veremos.
Bolitho no replicó, sino que miró fijamente a través del catalejo al grupo de
figuras reunidas en el alcázar del Argus. Podía ver el inmenso bulto de Le
Chaumareys, su cabecita inclinada mientras gritaba órdenes a sus
subordinados. Pensó por un momento que echaría de menos a su segundo,
como él hubiera echado de menos a Herrick de no ser por aquella reunión
inesperada.
—Ha variado una cuarta, señor. Por el gallardete, yo diría que sopla casi del
suroeste.
Casi sin poder moverse, observó cómo las vergas del Argus giraban, y cómo
se acortaba su silueta mientras se alejaba formando un triángulo entre los dos
barcos convergentes. Aún despidió una lenta andanada, y Bolitho escuchó un
grito en la arboladura, y vio cómo un marinero caía sobre las redes. La sangre
fluía de su boca y caía sobre la tripulación de artillería, que se encontraba bajo
él.
Una pesada bala atravesó la amura de babor, destrozando un cañón del doce
y pintando las cuadernas y las rejillas de un rojo brillante. Las órdenes de
Soames ahogaron los gritos y las maldiciones.
—¡Arriba una cuarta, señor Mudge! —gritó Bolitho sobre el griterío—. ¡Ya
sabe lo que espero hoy!
Varias sombras bailaron sobre las cubiertas cuando los trozos de cordaje roto,
motones, un mosquete y otros pedazos rebotaron sobre las redes tendidas
arriba. Allí estaba el Argus, a estribor, intentando seguir el giro de la Undine;
pero perdió la oportunidad de hacerlo cuando la fragata inglesa se deslizó por
su popa.
—¡Fuego!
—Sí, señor. —Herrick se secó el rostro sudoroso. Sobre las manchas de sus
mejillas y su boca, las vendas brillaban en la luz como un turbante—. Hoy hay
que andar rápido, señor.
Bolitho se limpió los ojos y trató de no toser. Como sus ojos, los pulmones
estaban irritados por la pólvora, el hedor de la batalla. Observó el otro barco
cuando se deslizó sobre la espuma. Lo quisiera o no, Le Chaumareys tenía
ahora el viento a su favor, y su barco se mantenía en la amura de estribor de la
Undine, apenas a un cable de distancia. Si la Undine comenzaba a moverse,
ambos barcos avanzarían paralelos, a un tiro de mosquete. El Argus se vengaría
en ese peligroso intervalo. Observó rápidamente a Mudge. También él
contemplaba el mar y el gallardete del calcés, aunque quizá no fuera por la
misma razón. Pero preguntarle ahora, demostrar que realmente necesitaba un
milagro y no tenía nada para sustituirlo, abatiría tanto el coraje de los hombres
que sería como una derrota instantánea.
Los vio junto a los cañones, gimiendo y aullando, con las manos llenas de
alquitrán, tirando de los soportes y los arietes, los garfios. Sus cuerpos
desnudos estaban veteados con el sudor que atravesaba el tizne de la pólvora
como las marcas de un fino látigo. Sus ojos brillaban a través de los rostros
ennegrecidos. Los infantes de marina cargaban de nuevo sus mosquetes, y
Bellairs recorría la regala con su sargento. Junto al timón, otro hombre había
ocupado el lugar del muerto, y el rostro de Carwithen masticaba una hoja de
tabaco con los ojos fríos, sin expresión.
—Bien. —Bolitho miró a Herrick—. Rezo a Dios para que el piloto conozca
bien su oficio —En un tono más cortante, añadió—: ¡Despliegue el trinquete!
—¡Seguidme! —gritó.
Vio a Herrick caminando entre los marineros franceses, que arrojaban sus
armas a la ensangrentada cubierta. La lucha había terminado. Su fuerza se
había esfumado al observar el último gesto de Maurin. Enfundó su espada y
ascendió los últimos escalones. Sabía que Allday estaba tras él, y Herrick se
colocó a su lado cuando, juntos, permanecieron en silencio observando el
cuerpo de Le Chaumareys, que yacía junto al timón abandonado. Parecía
extrañamente en paz, y entre tanto horror y tanta carnicería, apenas mostraba
heridas. Había una mancha oscura bajo su hombro, y un pequeño surco de
sangre en la esquina de su boca. Bolitho pensó vagamente que posiblemente
fuera uno de los tiradores de Bellairs.
—Bueno. Al fin nos encontramos, capitán —dijo Bolitho en voz baja—. Tal y
como usted dijo.
—Déjesela —dijo Bolitho—. La suya era una mala causa, pero luchó con
honor. —Se volvió, súbitamente asqueado al observar la muerte, ante su
patética quietud—. Y cúbrale con su bandera, la bandera que le corresponde.
No era un pirata. —Vio cómo llevaban al corredor el cuerpo de Davy, y
añadió—: Un momento más, y hubiera visto la captura del Argus. Suficiente
recompensa, incluso, para saldar sus deudas.
Cuando saltaron sobre el agua que quedaba atrapada entre los dos cascos,
Bolitho se volvió sobresaltado cuando varios de los marineros se unieron para
vitorearle. Miró a Herrick, pero él se encogió de hombros y mostró una triste
sonrisa.
—Sé cómo se siente, pero ellos se alegran de estar con vida. Es el modo que
tienen de agradecérselo.
—Supongo que sobrevivir es una buena causa para pelear —dijo Bolitho y
tocó su brazo. Forzó una sonrisa—. Y para ganar.
Bolitho asintió y caminó con calma hacia la popa. Sus zapatos se enredaban
con astillas y cordaje roto. Hizo una pausa junto a la regala, y miró
desmayadamente al barco bajo su mando, las cuadernas destrozadas y las
cubiertas manchadas, las figuras que se abrían camino entre los escombros más
como supervivientes que como vencedores. Entonces, se reclinó; aflojó el
pañuelo de su cuello, y abrió su mejor casaca, que estaba rota y desgarrada en
una docena de puntos. Sobre su cabeza, la bandera ondeaba más fácilmente,
una vez que el súbito golpe de viento había pasado tan rápidamente como
había llegado para salvarles de los enormes cañones del Argus. De no ser por
eso...
—Me temo que no puedo encontrar los vasos, señor. —Mantuvo los ojos fijos
en el rostro de Bolitho, y probablemente los había mantenido cerrados mientras
pasaba junto a los horrores que se extendían por la cubierta. Bolitho se llevó la
jarra a los labios.
—Sí, señor. —Noddall se frotó los ojos y sonrió, nervioso—. Es lo que queda.
El resto está destrozado.
Bolitho dejó que el vino llenara su boca, y lo saboreó cuidadosamente. Lo
necesitaba. Pensó que habían recorrido juntos un largo camino desde aquella
tienda en la calle Saint James. Y en unas semanas estarían de nuevo preparados.
Los rostros que faltaban serían recordados sin el dolor que en aquellos
momentos iba en aumento. El terror se convertiría en valentía, y el coraje sería
recordado como el deber. Sonrió amargamente, recordando las palabras que
había escuchado hace tanto tiempo: «En nombre del rey».
—Me asusté un poco, señor Mudge —escuchó que Penn decía con su voz
aguda. Hubo una pausa pesarosa—. Solo un poco.
—¿Te asustaste, chico? Vaya por Dios. Jamás serás comandante, ¿no cree,
señor?
Bolitho estaba en pie junto a los ventanales abiertos, con las manos posadas
sobre el alféizar, observando la ondulación del mar y los pececitos brillantes
que se arremolinaban en torno al timón inmóvil. Era por la tarde, y a lo largo de
la línea de costa de la bahía de Pendang, los árboles y las frondas verdes se
inclinaban y brillaban en una docena de colores debido a la tranquila brisa.
Pensó, ausente, que el tiempo era bueno para zarpar, pero no para la Undine.
Aún no. Se volvió y señaló una silla.
—Se nos confirma que la bahía de Pendang será entregada a cambio de otro
puerto, actualmente en propiedad de la Compañía Holandesa de las Indias
Orientales. —Levantó la mirada y vio la sorpresa en los ojos de Herrick—.
Ahora que hemos asegurado el asentamiento, los holandeses están más que
ansiosos en hacer el cambio, por lo que parece.
—De modo que todo esto ha sido para nada —dijo con voz ronca.
—No, señor. —Raymond había desviado la mirada—. El otro asentamiento
del norte conviene mucho más a nuestros propósitos. Sir Montagu Strang me lo
ha explicado. Ya verá cómo su participación en todo este asunto será tenida
muy en cuenta.
Bolitho empujó una copa a través de la mesa y se dio cuenta de que Herrick
aún esperaba una respuesta.
—Saludos del señor Davy, señor. El barco indio acaba de zarpar. Dijo que a
usted le gustaría saberlo, señor.
—Gracias.
—El barco indio parte para Madrás, señor —dijo Herrick en voz baja—. Allí,
nuestros heridos recibirán mejor tratamiento.
Desde que la Undine había regresado, solo había podido ver una vez a Viola
Raymond a solas. Bolitho no sabía si se debía a Raymond o a que ella sabía
mejor que él que era inútil añadir más dolor a la separación.
—Si alguna vez pasas por Londres, por favor, ven a visitarme. Mi marido ha
obtenido su ascenso. Lo que él quería. Lo que yo pensé que quería también. —
Le había apretado la mano—. Espero que consiguieras lo que querías de mí.
—Una señal, señor —llamó Penn—. Del Wessex a la Undine. —Cerraba un ojo
para observar por un catalejo las banderas de las vergas del barco mientras
deletreaba el mensaje—: «Que la buena suerte les acompañe».
—Recibido.
Bolitho mantuvo los ojos fijos en la figura de verde pálido. Movía su
sombrero como gesto de despedida, y su cabello otoñal flotaba libremente al
viento.
Bolitho continuó del mismo modo, alejando sus ojos del barco mientras
avanzaba decidido hacia el promontorio.
Allday les vio pasar, y vio que la mano de Bolitho tocaba el bolsillo lateral,
donde llevaba el reloj. Solo fue un gesto rápido, pero a Allday le reveló muchas
cosas. Caminó hasta las redes y siguió con la vista el barco indio, que se alejaba.
—Dibuja una bella estampa, ¿verdad, Allday? —dijo Keen, que se unió a él
junto a la amurada.
Keen se alejó y comenzó a recorrer el alcázar como había visto que Bolitho
hacía más de mil veces. Sabía que Allday se estaba riendo de él, pero no le
importaba. Había sido sometido a examen, y lo había superado. Era más de lo
que se hubiera atrevido a esperar, y le bastaba. Hizo una pausa junto a la
lumbrera, y escuchó la risa de Bolitho y la silenciosa réplica de Herrick. Y había
compartido todo aquello con ellos. Cuando volvió a mirar, el barco había
superado ya el promontorio y había desaparecido de la vista. Comenzó a
recorrer la cubierta una vez más. El teniente en funciones Valentine Keen, de la
fragata de Su Majestad, la Undine, estaba satisfecho.
VOCABULARIO
Abatir: Apartarse un barco hacia sotavento del rumbo que debía seguir.
Aguja magnética: Instrumento que indica el rumbo (la dirección que sigue
un buque). También recibe los nombres de compás, aguja náutica o brújula.
Ala: Pequeña vela trapezoidal que se añadía a los lados de otra para
aumentar la superficie con poco viento.
Bauprés: Palo que sale de la proa y sigue la dirección longitudinal del buque.
Botalón: Palo largo que sirve como alargue del bauprés o de las vergas.
Braza: Cabos que, fijos a los extremos de las vergas, sirven para orientarlas.
Burda: Cabos o cables que, partiendo de los palos, se afirman en una posición
más a popa que aquellos. Sirven para soportar el esfuerzo proa-popa.
Cabilla: Trozo de madera torneada que sirve para amarrar o tomar vuelta a
los cabos.
Cofa: Plataforma colocada en los palos que sirve para afirmar los
obenquillos. Las utilizaba la marinería para maniobrar las velas.
Combés: Espacio entre la cubierta superior, o la de la batería más alta,
situado entre el palo mayor y el trinquete. En algunos casos tiene una gran
escotilla o abertura rectangular, por lo que no llega de lado a lado del buque.
Corbeta: Buque de tres palos con velas cuadras excepto la mayor del mesana,
que es cangreja. Tiene unas dimensiones inferiores a la fragata y, al igual que
aquella, se utilizaba principalmente para misiones de exploración y de escolta.
Hasta mediados del siglo XVIII la corbeta tenía unos veinte metros de eslora y
llevaba unos doce cañones, posteriormente tuvo dimensiones mucho mayores y
fue equipada con más de dieciocho cañones.
Cuaderna: Cada una de las piezas simétricas a banda y banda que partiendo
de la quilla suben hacia arriba formando el costillar del buque.
Cuarta: Cada una de las 32 partes o rumbos en las que se divide la rosa
náutica. Equivale a un ángulo de 11 grados y 1 5 minutos.
Derrota: Camino que debe seguir el buque para trasladarse de un sitio a otro.
Driza: Cabo que se emplea para izar y suspender las velas, vergas o
banderas.
Enjaretado: Rejilla formada por listones cruzados que se coloca en el piso
para permitir su aireación.
Escota: Cabo sujeto a los puños o extremos bajos de las velas y que sirve para
orientarlas.
Fragata: Buque de tres o más palos y velas cuadras en todos ellos. Las
primeras fragatas tenían 24 cañones y una dotación de ciento sesenta hombres,
posteriormente aumentaron sus dimensiones y llegaron a equiparse con más de
40 cañones.
Gallardete: Bandera larga y estrecha de forma triangular.
Gaza: Círculo u óvalo que se hace con un cabo, va sujeto con una costura o
ligada.
Gualdrapazo: Golpe que dan las velas contra los palos y jarcias en ocasiones
de marejada y sin viento.
Imbornal: Agujero practicado en los costados por donde vuelven al mar las
aguas acumuladas en la cubierta por las olas, lluvia, etc.
Jarcia: Conjunto de todos los cabos y cables que sirven para sostener la
arboladura y maniobrar las velas.
Lugre: Embarcación de poco tonelaje equipada con dos o tres palos y velas al
tercio, solía llevar gavias volantes y uno o dos foques.
Marchapié: Cabo que, asegurado por sus extremos a una verga, sirve de
apoyo a los marinos que han de maniobrar las velas.
Mayor: Nombre de la vela del palo mayor, si este tiene varías velas es la más
baja y la de mayor superficie.
Mecha: (Del timón.) Pieza vertical que hace de eje y conecta la pala del timón
con la caña o el mecanismo de la rueda.
Mesana: Palo que está situado más a popa. Vela envergada a este palo.
Motón: Denominación náutica de las poleas por donde pasan los cabos.
Sirven para modificar el ángulo de tiro o para reducir el esfuerzo.
Obenque: Cada uno de los cabos con que se sujeta un palo o mastelero a cada
banda de la cubierta, cofa o mesa de guarnición.
Rada: Paraje cercano a la costa donde los barcos pueden fondear quedando
más o menos resguardados.
Saloma: Canción o voz monótona y cadenciosa con que los marineros solían
acompañar sus faenas para aunar los esfuerzos de todos.
Sentina: Parte inferior del interior de un buque donde van a parar todas las
aguas que se filtran al interior y de donde las extraen las bombas.
Serviola: Pescante, situado en la amura, dotado de un aparejo empleado para
subir el ancla desde que sale del agua. Marinero de vigía que se colocaba cerca
de las amuras. Por extensión pasó a ser sinónimo de vigía.
Sobrejuanetes: Denominación del mastelero, vela y vergas que van sobre los
juanetes.
Trinquete: Palo situado más a proa. Verga y vela más bajas situadas sobre
este palo.
Verga: Perchas colocadas transversalmente sobre los palos y que sirven para
sostener las velas cuadras.
Virar: Cambiar el rumbo de forma que cambie el costado por el que el buque
recibe el viento.
Virar por avante: Virar de forma que, durante la maniobra, la proa del barco
pase por la dirección del viento.
Virar por redondo: Virar de forma que, durante la maniobra, la popa pase
por la dirección del viento.
Yola: Bote ligero que emplea cuatro o seis remos. También puede navegar a
vela.