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Luis Rafael Sánchez (Humacao, Puerto Rico, 1936).

Estrena su pri-
mera obra dramática, La espera, en la Universidad de Puerto Rico en
1958. Ese mismo año viaja a Nueva York a proseguir, mediante una
beca, estudios de dramaturgia y cuentística en la Universidad de Colum­
bia. Después, en la Universidad Complutense de Madrid, obtiene su
doctorado en 1976.
Es autor del libro de cuentos En cuerpo de camisa, de las novelas
La guaracha del Macho Camacho y La importancia de llamarse Daniel
Santos, de los libros de ensayo La guagua aérea y No llores por noso­
tros, Puerto Rico.
Ha estrenado unas doce obras teatrales, entre las cuales destacan La
pasión según Antígona Pérez, La hiel nuestra de cada día y Quíntuples.
Sus artículos periodísticos aparecen con frecuencia en los principales
periódicos de habla española.
Fue galardonado con la beca de la Fundación Guggenheim en
1979, que aprovechó para residir en Río de Janeiro, y en 1985 con la
Academia de Artes y Ciencias de Berlín, en donde residió por un tiem-
po. En 1991 la Universidad de la Ciudad de Nueva York lo invitó a
ocupar la Cátedra de Profesor Distinguido. La Fundación Puertorriqueña
de las Humanidades lo seleccionó Humanista del Año en 1996. Tres
años más tarde, por invitación de Carlos Fuentes y Gabriel García
Márquez, ocupa la Cátedra Julio Cortázar, con sede en la Universidad
de Guadalajara, en México.
Su obra literaria ha sido traducida a idiomas como el inglés, francés,
portugués, alemán, holandés, griego y rumano.

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Tiene la noche una raíz

A Mariano Feliciano

A las siete el dindón. Las tres beatísimas, con unos cuantos peca-
dos a cuestas, marcharon a la iglesia a rezongar el ave nocturnal.
Iban de prisita, todavía el séptimo dindón agobiando, con la sana
esperanza de acabar de prisita el rosario para regresar al beaterío
y echar, ¡ya libres de pecados!, el ojo por las rendijas y saber
quién alquilaba esa noche el colchón de la Gurdelia. ¡La Gurdelia
Grifitos nombrada! ¡La vergüenza de los vergonzosos, el pecado
del pueblo todo!
Gurdelia Grifitos, el escote y el ombligo de manos, al oír el
séptimo dindón, se paró detrás del antepecho con su lindo abanico
de nácar, tris-tras-tris-tras, y empezó a anunciar la mercancía. En
el pueblo el negocio era breve. Uno que otro majadero cosechando
los treinta, algún viejo verdérrimo o un tipitejo quinceañero debu-
tante. Total, ocho o diez pesos por semana que, sacando los tres del
cuarto, los dos de la friambrera y los dos para polvos, meivelines
y lipstis, se venían a quedar en la dichosa porquería que sepultaba
en una alcancía hambrienta.
Gurdelia no era hermosa. Una murallita de dientes le combi-
naba con los ojos saltones y asustados que tenía, ¡menos mal!, en
el sitio en que todos tenemos los ojos. Su nariguda nariz era suma
de muchas narices que podían ser suyas o prestadas. Pero lo que

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redondeaba su encanto de negrita bullanguera era el buen par
de metáforas —princesas cautivas de un sostén cuarenticinco—
que encaramaba en el antepecho y que le hacían un suculento
antecedente. Por eso, a las siete, las mujeres decentes y cotidianas
oscurecían sus balcones y sólo quedaba, como anuncio luminoso,
el foco de la Gurdelia.
Gurdelia se recostaba del antepecho y esperaba. No era a las
siete ni a las ocho que venían sino más tarde. Por eso aquel toc
único en su persiana la asombró. El gato de la vecina, pensó. El
gato maullero encargado de asustarla. Desde su llegada había
empezado la cuestión. Mariposas negras prendidas con un alfiler,
cruces de fósforos sobre el antepecho, el miau en staccato, hechi-
zos, maldiciones y fufús, desde la noche de la tormenta en que
llegó al pueblo. Pero ella era valiente. Ni la asustaba eso, ni las
sartas de insultos en la madrugada, ni las piedras en el techo. Así
que cuando el toc se hizo de nuevo agarró la escoba, se echó un
coño a la boca y abrió la puerta de sopetón. Y al abrir:
—Soy yo, doñita, soy yo que vengo a entrar. Míreme la
mano apretá. Es un medio peso afisiao. Míreme el puño, doñita.
Le pago éste ahora y después cada sábado le lavo el atrio al cura
y medio y medio hasta pagar los dos que dicen que vale.
La jeringonza terminó en la sala ante el asombro de la Grifi-
tos, que no veía con buenos ojos que un muchachito se le metiera
en la casa. No por ella, que no comía niños, sino por los vecinos.
Un muchachito allí afilaba las piedras y alimentaba las lenguas.
Luego, un muchachito bien chito, ni siquiera tirando a mocetón,
un muchachito con gorra azul llamado…
—¿Cómo te llamas?
—Cuco.
Un muchachito llamado Cuco, que se quitó la gorra azul y se
dejó al aire el cholo pelón.

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—¿Qué hace aquí?
—Vine con este medio peso, doñita.
—Yo no vendo dulce.
—Yo no quiero dulce, doñita.
—Pues yo no tengo ná.
—Ay sí, doñita. Dicen los que han venío que… Cosa que yo
no voy a decir pero dicen cosas tan devinas que yo he mancao este
medio peso porque tengo gana del amor que dicen que usté vende.
—¿Quién dice?
Gurdelia puso cara de vecina y se llevó las manos a la cintu-
ra como cualquier señora honrada que pregunta lo que le gusta a
su capricho.
—Yo oí que mi pai se lo decía a un compai, doñita. Que era
devino. Que él venía de cuando en vez porque era devino, bien
devino, tan devino que él pensaba golver.
—¿Y qué era lo devino?
—Yo no sé pero devino, doñita.
Gurdelia Grifitos, lengüetera, bembetera, solariega, güíchara
registrada, lavá y tendía en to el pueblo, bocona y puntillosa,
como que no encontraba por dónde agarrar el muerto. Abría los
ojos, los cerraba, se daba tis-tras en las metáforas pero sólo logra-
ba decir: Ay Virgen, Ay Virgen. Gurdelia Grifitos, loba vieja en
los menesteres de vender amor, como que no encontraba por
dónde desenredar el enredo, porque era la primera vez en su perra
vida que se veía requerida por un… por un… ¡Dios Santo! Era
desenvuelta, cosa que en su caso venía como anillo, argumentosa,
pico de oro, en fin, ¡águila! Pero de pronto el muchachito Cuco la
había callado. Precisamente por ser el muchachito Cuco. Precisa-
mente por ser el muchachito. En todos sus afanados años se había
enredado con viejos solterones, viejos casados, viejos viudos,
solteros sin obligación o maridos cornudos o maridos corneando.

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Pero, un mocosillo, Santa Cachucha, que olía a trompo y chiringa. Un
mocosillo que podía ser, claro que sí, su hijo. Esto último la mareó
un poco. El vientre le dio un sacudón y las palabras le salieron.
—Usté e un niño. Eso son mala costumbre.
—Aquí viene to el mundo. Mi pai dijo…
Ahora no le quedaban razones. Los dientes, a Gurdelia, se le
salían en fila, luego, en un desplazamiento de retaguardia volvían
a acomodarse, tal la rabia que tenía.
—Usté e un niño.
—Yo soy un hombre.
—¿Cuánto año tiene?
—Die pa once.
—Mire nenine. Voy a llamar a su pai
Pero Cuco puso la boca apucherada, como para llorar hasta
mañana y entre puchero y gemido decía —que soy un hombre—.
Gurdelia, el tris-tras por las metáforas, harta ya de la histeria y la
historia le dijo que estaba bien, que le daría del amor.
Bien por dentro empezó a dibujar una idea.
—Venga acá… a mi falda.
Cuco estrenó una sonrisa de demonio júnior.
—Cierre lo ojito.
—Pai decía que en la cama, doñita.
—La cama viene despué.
Cuco, tembloroso, fue a acurrucarse por la cama de la Gurdelia.
Ésta se estaba quieta pero el vientre volvió a darle otro salto mag-
nífico. Cuando Gurdelia sintió la canción reventándole por la gar-
ganta, Cuco dijo —oiga, oiga—. Pero el sillón que se mecía y a la
luz que era mediana y el vaivén del que no tiene vaca no bebe leche
empezaron a remolcarlo hasta la zona rotunda del sueño. Gurdelia
lo cambió a la cama y allí lo dejó un buen rato. Al despertar, como
sin creerlo, como si se hubiese vuelto loco, Cuco preguntó bajito:

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—¿Ya, doñita?
Ella, como sin creerlo, como si se hubiese vuelto loca, le
contestó, más bajito aún:
—Ya, Cuco.
Cuco salió corriendo diciendo —devino, devino—. Gurdelia,
al verlo ir, sintió el vaivén del que no tiene vaca no bebe leche
levantándole una parcela de la barriga. Esa noche apagó temprano.
Y un viejo borracho se cansó de tocar.

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