Quique El Mall y Otras
Quique El Mall y Otras
Quique El Mall y Otras
Quique Hache
El mall embrujado y
otras historias
Sergio Gómez
Ilustraciones de Gonzalo Martínez
i papá nos fue a dejar a la estación de trenes. El tren salía a
las nueve y media de la noche con destino a Temuco. Hacía
dos meses que habíamos planificado el viaje con Gertrudis
Astudillo, mi nana; por fin conocería su ciudad natal y a su
familia, aunque era como si ya los conociera por todo lo que
ella hablaba del lugar y de la parentela.
Me gusta viajar. Si existiera alguna profesión como la
de viajero, ésa sería la mía. Hace algunos siglos existía la
profesión de explorador, pero ahora las cosas son distintas y
nadie estudia algo así porque quedan muy pocos lugares por
explorar. Por eso, por ejemplo, conservo mi colección de
Tintín, no se la presto a nadie, ni siquiera a León, que es mi
amigo pero que tiene la mala costumbre de doblar las
esquinas de las páginas de los libros para marcar dónde
queda cuando deja de leer. Tintín y Milú viajan al Cong'o, al
Tíbet, al oeste americano, a China, incluso la Luna. ^ .
Y ahí iba yo, viajando a la ciudad de Temuco, 600
kilómetros al sur de Santiago, a un lugar que le gusta
autodenominarse como la región de la Frontera. Si yo fuera
extranjero, por ejemplo de Madagascar o de Alemania,
tendría un enorme interés en un lugar que se llamara a sí
mismo La Frontera. El nombre alterna con otro: Región de
la Araucanía. Todos esos nombres se debían a una razón:
hasta hacía poco más de 100 años el país llegaba hasta ahí;
es decir, allí estaba la frontera, del otro lado vivía el pueblo
de los mapuches, los que le daban la pelea a los
conquistadores desde hacía muchos años, desde que habían
llegado de España. Los mapuches eran un pueblo difícil de
vencer hasta esa fecha, reclamaban sus tierras y no se
conformaban. Un día decidieron, después de 400 años, que
no daban más la pelea. Entonces se sentaron a conversar y a
tratar de solucionar las cosas por las buenas. Eso significó
un tratado que se llamó Pacificación de la Araucanía. Pero
los mapuches lo que no sabían era que los españoles —en
ese momento convertidos en chilenos—, eran expertos en
conversar y convencer, en poco tiempo los tenían rodeados
de ciudades, carreteras, mails, hoteles, Internet y televisión
por cable, es decir estaban perdidos; ahora sí que los habían
vencido sin que se dieran cuenta.
—Habladurías de la gente.
Le di las gracias.
—¿Los mapuches?
— Sí. Justo aquí abajo hay un cementerio, por eso se aparece
un espíritu, porque los antepasados no están conformes.
Tragué saliva y no pude evitar mirar el piso de asfalto del
estacionamiento.
Me contó que sus padres estaban sin trabajo, por eso él había
dejado de estudiar, al menos por ese año; trabajaba
empaquetando en el supermercado, pero esperaba entrar a
estudiar a la Industrial una carrera técnica como mecánica, le
gustaban los autos y el olor a aceite y a bencina. Me dijo que
no conocía la capital, pero tampoco le llamaba la atención,
pues la gente de Santiago andaba muy apurada y siempre se
aprovechaban de los provincianos. A veces lo molestaban por
ser mapuche, pero, en general, sentía un orgullo especial por
serlo. En su pieza, colgada en la pared de su cama, tenía una
gran bandera mapuche con colores muy alegres. Su héroe
máximo era Lautaro, un joven guerrero mapuche que había
combatido a los españoles con mucha inteligencia, había
vivido como un empleado de ellos sólo para estudiar a sus
enemigos. Aprendió, por ejemplo, a montar a caballo y,
cuando pudo, huyó y se transformó en una pesadilla para los
españoles. Pero, como todos los héroes, finalmente fue
traicionado, capturado y asesinado.
—dije.
Una hora más tarde estábamos en una cafetería, sólo ella y yo,
llorando las penas frente a dos cafés con leche. Al final
concluyó con su frase habitual, una que, a la larga, siempre la
hacía entrañable para mí, una que me servía siempre de
ejemplo de cómo comportarme en la vida y cómo superar las
adversidades:
—¿Cómo eléctrica?
— Me refiero a que no se usa para abrir puertas, sino para
paneles eléctricos, por ejemplo.
—Muchas gracias —dije y salí de allí.
—Luz.
Don Armando debió creer que me había trastornado, que la
aparición me había hecho perder los sesos. En ese instante
aparecieron casi 10 sombras por la escalera del patio de
comida del segundo piso. Luego, escuchamos carrerones y el
sonido del interruptor que provocó que todas las luces del
malí, incluidas las de las vitrinas, se encendieran de pronto.
Así, como todo se iluminó la figura del fantasma se
desvaneció, como si la tragaran desde el techo. Por delante de
nosotros apareció Julio Painemal y otros 10 mapuches con
cintillos en la cabeza y bastones. Dos de ellos traían atrapado
de los brazos a Ramiro.
—Parece que encontramos al fantasma del malí —dije cuando
Ramiro llegó hasta donde estábamos
—No entiendo —dijo don Armando.
Me adelanté y dije:
—La carta... decía que todo tiempo pasado fue mejor, eso
decía...
—¿Qué buscas?
Buscaba el diploma de detective, lo había conseguido en ese
curso por correspondencia hacía dos veranos. Lo encontré. El
diploma tenía impresa la marca circular de una taza de café
justo en el centro, pero con un poco de liquid paper no se
notaría.
— En unos minutos más viene una tal señora Blanca del Río,
dice que quiere contratar los servicios de un detective privado.
—¿A la casa?
—En realidad le dije que era mi oficina, así que hay que
transformarla en algo que se parezca a una oficina. Para eso
necesito mis diplomas. Y tú serás mi secretaria.
Gertru, que es solidaria y comprensiva, me respondió:
—En realidad...
—¿El collar?
—De ese tipo valen millones —contestó con una sonrisa que
mostraba todos los dientes, como si estuviera o quisiera estar
en una playa de Jamaica echado en la arena.
—Dicen que se fue del país, otros lo han visto en algún bar
por Irarrázaval, pero yo prefiero no meterme en eso.
Gertru que tenía que ayudarme al día siguiente con el caso del
gato perdido, pero ella en esos momentos estaba en las nubes.
—Dígame.
—Estará enterado de que luego de su separación su ex mujer
compró un gato.
— Sí, un gato gordo y feo —dijo con rabia.
-Ya.
—Sobre Atún...
—Entonces...
-No.
067.
—Cuente —dije.
—En esa época había dos empresarios del fútbol amateur, los
dos eran hermanos, pero llevaban años distanciados,
compitiendo en todo. Uno era dueño del Flamingo, el club de
San Bernardo, y el otro era del Juventud Unión. Entonces, el
dueño del Flamingo FC le pagó a Paz para que se dejaran
ganar o, al menos, no intentara marcar goles. Si empataban le
convenía al Flamingo, de ese modo saldría campeón ese año.
La noche anterior al partido, en un bar de avenida Matta,
Alvaro Paz aceptó la oferta, recibió mucho dinero. Llegó el
día del partido y el Atún, que en el fondo era un hombre
honesto, andaba como perdido en la cancha, arrepentido por lo
que había hecho, porque no era muy lindo venderse por plata.
Entonces llegaron los últimos minutos del encuentro y, de
pronto, como si despertara, Atún cambió de opinión.
Devolvería la plata, pensó. En el último minuto vino aquel
centro y casi raspando el cuero de la pelota la echó adentro del
arco del Flamingo, dejando las cosas algo complicadas para él.
Al final devolvió el dinero, pero en castigo a sí mismo, por su
propia deslealtad, decidió que no debía seguir en el fútbol. Esa
es toda la verdad. Desde ese día, Atún no volvió a chutear una
pelota.
—Buscamos a un paciente.
— Aquí hay muchos.
Miró hacia donde debía estar una ventana, pero allí estaba
cerrado con una cortina muy gruesa que no dejaba ver nada.
—Me estoy muriendo en este hospital. Tengo una
descomposición severa en mi sangre —dijo—. ¿Cómo dijiste
que era tu nombre?
—Quique Hache, y mi amigo, León.
—Lo primero que tengo que decir es que aquel fue un gol
legítimo —dijo el ex delantero, sentándose en la cama—.
Mucha gente ha dicho que fue un gol viciado el de aquel
domingo. No fue así. Ocurre que yo cabeceaba de esa forma,
con las manos encogidas, era mi estilo.
Entonces le conté las teorías que existían al respecto, desde
pagos fraudulentos hasta un supuesto pacto de amor. Cuando
le mencioné el nombre de Tadiana Fernández, el Atún por
primera vez bajó la cabeza, de alguna forma entendí que ahí
estaba la razón principal o parte de ella.
Con esa sola frase me di cuenta que pasaba algo muy malo y
que el culpable, de alguna forma, era yo. Mi mamá no me
llama a menudo «hijo», y todos en esa habitación sabíamos
que los Mardones eran nuestros vecinos desde que llegamos al
barrio antes de que yo naciera.
—Gracias, Quique.
— Sally es rara.
—Me acordé: Reina, eso era lo del trabajo, algo así le escuché.
—¿Cómo Reina? ¿En la comuna de La Reina o reina de algo?
—Es que no le presté atención en ese momento. Sólo me
acuerdo de esa palabra.
Le pregunté:
—¿Trabajo? Hace un mes nos dijo que '-e iba a los trabajos
voluntarios a una parroquia de Peñalolén los fines de semana,
pero trabajo remunerado no era.
Miré alrededor, un living típico: el comedor donde la familia
se reunía a almorzar y a cenar con un televisor por delante.
Nada fuera de lo común. Mi casa es igual.
Sally pagaría el taxi. Así que hicimos parar uno. Era tarde,
pero todavía tenía tiempo porque calculaba que el cumpleaños
del tío Cacho estaba en lo mejor y eso me protegía de la
llegada a casa.
— Ustedes dos, nada —dijo seca. Con León nos miramos sin
saber cómo interpretar aquello.
Fin