El Teatro de Adam Guevara y La Multiple PDF
El Teatro de Adam Guevara y La Multiple PDF
El Teatro de Adam Guevara y La Multiple PDF
¿Qué hace de un literato-dramaturgo un autor importante? ¿Qué hace que sus obras
trasciendan la época para las que fueron escritas? ¿De qué manera se relaciona con los
textos dramáticos de sus antepasados y de sus contemporáneos? Si bien es cierto que las
respuestas a estas preguntas pueden ser múltiples y variadas: la mayor parte de ellas
relativas, imprecisas y fluctuantes, y que, por lo mismo, podrían diversificarse y multiplicarse
en muy diversas direcciones, existe una que, al parecer, resulta, en principio,
incontrovertible: su poética, su principio de estructuración, su forma artístico-dramática, esto
es, la “solución” (la “respuesta”) artística —estilística y composicional— que el autor
configura (crea) para dar cuenta del múltiple y conflictivo dialogismo que se manifiesta en
los diversos tiempos y espacios heterogéneos de una “realidad” socio-cultural concreta, con
sus respectivas movimientos, dispares y discontinuos, presentes y pasados, propios y
ajenos, que la atraviesan y la truncan [Perus, 1994, 1995, 1997 y 1998], así como el de su
poética histórica, es decir, el de las posibilidades e imposibilidades a las “respuestas”
artísticas: históricas, sociales y culturales, que cada época, región (nación) es capaz de
configurar (crear), puesto que, como es de suponerse, estos textos dramáticos, estas
nuevas formas literarias, estas nuevas “soluciones” artísticas no aparecen por generación
espontánea, sino que se preparan lentamente, por siglos, y una época tan sólo crea las
condiciones óptimas para su madurez definitiva y para su realización concreta [Bajtín,
1979].
Dicho de manera más simple, la posible respuesta radica, en principio, en el conjunto de
“elementos” (materiales estilístico-composicionales) que le permitieron al autor expresar,
representar e interpretar, a través de una forma artística dada, lo que por primera vez se
pudo ver y descubrir en la vida gracias a esa nueva forma —ya que, hay que repetirlo una
vez más, la forma literario-dramática, como cualquier otra forma artística, no abarca un
contenido ya preparado y encontrado de antemano, sino que permite encontrar y ver por
primera vez ese contenido [Bajtín, 1979]—, para lo cual le fue necesario e ineludible
orientarse en el “laberinto” de una de las tradiciones (la cual se encuentra en pleno diálogo
con las otras) que se han ido constituyendo a través de la historia literario-dramática, para
dar cuenta del devenir de “nuestro presente histórico”.
De aquí que, para dar una respuesta mínimamente adecuada a las preguntas iniciales,
resulte de vital importancia no sólo conocer la “solución” artística con la que el escritor
organizó los materiales que utilizó para manifestarnos lo que “pretendía” comunicarnos,
sino también poner de relieve sus vínculos esenciales con sus antecesores y sus
contemporáneos, con aquellos escritores que forman parte de su tradición artístico-literario-
dramática.
Y si bien es cierto que dichos textos dramáticos tienen como principio de estructuración
artística básica, como “canon artístico”, como “finalidad última” el que sean “organizadas”
(reconfiguradas) y recreadas (refiguradas) por un director escénico, actuadas y
representadas por un “grupo equis”, en un “escenario zeta” —dispuesto expresamente para
ello: escenografía, coreografía, luces, sonido, etc.—, ante un público más o menos plural
—quien extrae de ellos nuevas enseñanzas y amplía así su espacio de experiencias— ello
no disminuye en absoluto —por el contrario, más bien intensifica— la necesidad
imprescindible de trabar conocimiento tanto con la poética que la constituye como con la
poética histórica en la que se inscribe el escritor y su texto dramático, y todo ello tanto por
parte de actores, directores, escenógrafos, . . ., como del lector de la obra y/o del público
receptor de la escenificación teatral, de manera de que “ambos”: “los de arriba” y “los de
abajo” del proscenio, sean capaces de dar cuenta de las “intenciones” del escritor al ser
comprendida e interpretada “adecuadamente” la “solución” artística “descubierta” para su
manifestación y comunicación.
Ciertamente, aquí no se trata de plantear qué obras de teatro de Adam Guevara lograrán
o no trascender su época, y mucho menos proponer dentro de qué “tradición” dramático-
literaria deben ubicarse sus obras (cuando menos de las que conforman el libro Siete obras
de teatro: “Me enseñaste a querer” [1988], “Lunes rojo” [1990], “¿Que si me duele? ¡Sí!”
[1991], “¿Suave. . . patria!” (1992), “Me acordaré de agosto” [1993], “Poquita fe” [1994], y
“Ángel de mi guarda” [1995]) —editadas por la Universidad Autónoma del Estado de México
en 1997—, y ello, no solamente porque “no queramos”, sino porque sencillamente resulta
imposible hacerlo, tanto por el desconocimiento de lo “realmente” producido en —cuando
menos— estos dos últimos siglos transcurridos desde la Independencia socioeconómica,
política y cultural mexicana, cuanto —y de manera especial— por la falta de estudios que
den cuenta de las características de sus poéticas (“soluciones” artísticas) respectivas que
las determinan, así como de sus semejanzas y diferencias, razones por las cuales —sea
dicho de paso—, que han determinado la creación de periodizaciones histórico-literarias
(historiográficas) “lineales” que hasta ahora, poco —por no decir casi nada— aportan al
conocimiento de las diversas poéticas y de su posible articulación histórica, dado el
desconocimiento completo del problema de la poética histórica.
Como es obvio, tampoco se pretende dar cuenta, ni mucho menos, de algunas de las
modalidades teatrales actuales con las que la obra de Adam Guevara se relaciona en mayor
o menor medida —las cuales, sea dicho de paso, podrían claramente coadyuvar no sólo a
una mejor apreciación de las obras producidas en la actualidad por parte del publico lector-
espectador en general (crítico o no) y de que las puestas en escena fueran mucho más
creativas de lo que ya lo son, sino también de auxiliar en la modificación de las
clasificaciones, caracterizaciones y periodizaciones hasta ahora comúnmente aceptadas
(historia de la literatura dramática), y que, desgraciadamente, (entre otras muchas causas)
determinan qué obras deben ser o no escenificadas, y cuales, algún día, lograrán o no
trascender—, sino simple y llanamente de dar una primera aproximación a algunas de las
características que constituyen la “solución” artística de un ya connotado autor de textos
dramáticos de nuestra época: Adam Guevara.
Esta propuesta de acercamiento al texto dramático, si bien no toma en cuenta la puesta
en escena, puede tener como resultado el que el lector, director de escena, actor, crítico,
teórico, espectador, etc., tengan un “posible camino” para acercarse a los problemas de la
poética del presente autor (o de otros), y con ello coadyuvar justamente tanto a que sea
posible trasmitir con mayor “fidelidad” lo que autor dramático quiso comunicar
¾ciertamente, ampliándolo, complementándolo y enriqueciéndolo (producto final de la
puesta en escena)¾, como a que sus obras no se pierdan, en un futuro cercano o lejano,
en un pasado ignoto, o que, en el “presente histórico” (siempre pasado, siempre futuro), al
considerárselas tan sólo desde el punto de vista del “contenido” (temas, imágenes, diálogos,
etc.) y, por tanto, ser separadas de la forma que las vehicula, se “empobrezcan”.
De aquí que un buen directo de escena puede lograr —y de hecho, en muchas ocasiones
lo hace (finalmente es parte de su labor creativa)— que la puesta en escena resulte el
complemento “perfecto” del texto dramático —complemento que forma parte de lo que el
autor, como principio básico del “canon” dramático, deja “abierto” para que sea articulado y
rearticulado por el director y su grupo (actores, escenógrafo, iluminador, etc.)—, y logre
enriquecer, y de manera sustancial, la poética del autor; o mejor autor, que la poética del
texto dramático se “complete” creativamente, a pesar de las variaciones en una misma
puesta en escena o de las muchas puestas en escena de la misma obra a través del tiempo.
Y digo “a pesar de” debido a que por desgracia no queda ninguna huella memorable de las
mismas a corto ni a largo plazo (cosa que no sucede, por lo menos desde principios de
siglo, por ejemplo, con la música de concierto —otro género artístico que necesita como
parte de su “canon” principal de un autor y de un director para ser interpretado—, ya que
las diversas interpretaciones pueden quedar grabadas, ser escuchadas de nuevo y hasta
se comparadas entre sí).
Todo lo anterior, por supuesto, no impide que el texto dramático pueda pasar
directamente a manos del lector, y que éste, con su imaginación dramático-artística y su
universo de representaciones socioculturales —que conforman su espacio de experiencias
y su horizonte de expectativas, entendidas estas como las coordenadas espacio-
temporales que le dan un marco para ubicarse dentro de una tradición cultural dada y, por
tanto, le permiten situarse a sí mismo y en su relación con los demás al interior de la
misma—, “cubra” a su manera la labor del director y su grupo de actores y agentes
complementarios.
Pero pasemos de los discursos a los hechos, y veamos algunos características de la
poética dramática, a partir de las obras concretas, de Adam Guevara, razón y fin del
presente trabajo.
Es verdad. Adam Guevara jamás ha teorizado sobre su obra: sus tareas como “teatrero”
(“hombre del teatro”) se ha centrado básicamente en ser actor, escenógrafo, director de
escena, maestro de actuación, autor dramático. . . Con todo, en las acotaciones con las que
abre y presenta sus textos dramáticos, en las que expone la posible escenografía, el
ambiente deseado, las características generales de la obra dada, etc. (que, en su caso
particular, dado el cuidado y detenimiento con que son expresados, resultan de una
importancia fundamental) representan una “pequeña” muestra de lo que, se puede colegir,
son los “prolegómenos” de su “propuesta de poética dramática”.
Y esto resulta ineludible, ya que, a diferencia del género novelesco, en que —cuando
menos para la novela monológica— un narrador (“autor”/narrador/personaje) es el “encar-
gado” de combinar en múltiples planos los diversos horizontes espacio-temporales (socio-
culturales) y dialógicos (pluriestilísticos, plurivocales y plurilingüísticos) de los personajes
dentro de una “unidad” (acontecimiento), el cual está colocado por encima de estos y, por
tanto, sabe y conoce más que ellos —posición desde la cual el autor puede desarrollar el
relato, constituir la representación y ofrecer la información—, en la obra dramática, ese
marco monológico no tiene una expresión verbal inmediata (la voz del narrador no existe
como tal) y, por tanto, el autor sólo puede construir dicha unidad monolítica —la cual no se
puede romper sin que el mundo representado pierda su carácter auténticamente
dramático— con el propio diálogo y con el auxilio de las acotaciones con las que expresa
los principios mínimos para su puesta en escena.
De aquí que, aun cuando el autor dramático configure su texto en múltiples y diversos
planos —cuestión muy común en las obras de este siglo—, éstos sólo se pueden manifestar
a través de las acotaciones, de los diálogos dramáticos de los personajes-actores (en el
caso concreto del texto) y/o —en el caso de su puesta en escena por tal o cual director—
a partir del propio espacio escénico.
Así, en su primera obra Me enseñaste a querer anota Guevara: “El escenario, abierto
(en principio). . . El límite entre la casa, la calle y los diversos espacios que resulten en
la encrucijada de caminos, no deberá ser claro: de manera que el espacio sea único y
alterno, sólo mediante la luz y la acción se determinará el lugar exacto del suceso,
únicamente por unidad de acción nunca por exceso de realismo. . .” [Guevara, 1997:17]
Mientras que en la segunda, Lunes rojo, se lee: “El espacio dividido en dos niveles. El de
abajo y más cercado al espectador se muestra totalmente vacío y está parcialmente
circundado por el otro. Es una especie de arena donde se desarrollan las escenas de
ficción durante la obra. La parte posterior es el lugar de la convención teatral.”
[Guevara, 1997:88]
De este modo, en el texto dramático los personajes se enfrentan dialógicamente en el
horizonte unificado del autor, director de escena, espectador, y sobre el nítido fondo de un
mundo unitario, si bien se pueda construir escénicamente en varios planos espaciales. Así,
la concepción de la acción dramática resuelve todas las oposiciones dialógicas dentro de
un marco único y unitario, es decir, claramente monológico, pero en un espacio que puede
llegar a ser profundamente dialógico
Con todo, al llegar a la cuarta obra entramos a una nueva etapa dentro de su poética
dramática, la cual ya se venía dejándose entrever en los textos anteriores. (Dejamos
pendiente la tercera obra —que es la que analizaremos detenidamente más adelante—,
puesto que parecería ser la que “rompe” con esta primera etapa “guevarista” y que, por
tanto, abre la siguiente; en principio, la “etapa madura” de la poética guevariana.)
Dicha obra, denominada ¡Suave . . . patria!, desde la perspectiva de las acotaciones
escénicas pareciera ser la obra donde más claramente se “muestran” algunos de los “ele-
mentos” que conforman su poética. Dice al respecto:
El escenario representa la “otra parte” de la realidad. La que es poco visible o pretende
ocultarse; la parte de nuestra intimidad violada, transgredida, la de nuestros sentimientos
más íntimos. La parte de la realidad por donde nos movemos inseguros. Avergonzados de
la promiscuidad, el miedo. La parte “no oficial” de nuestra ciudad.
Un espacio cerrado, sin ninguna salida. Es el lugar a donde irán “cayendo” todos los personajes.
Todos. . . [e]speran una respuesta, buscan una salida, mientras el escenario parece hundirse
inexorablemente. Han perdido el contacto con la otra realidad, la oficial, que sólo se les manifiesta
a través de megáfonos, la TV y una ventana cada vez más alta. No saben si viven o sueñan, si
son o se representan; están atrapados. Incapaces de ayudarse se agreden unos a otros mientras
el “exterior” se modifica, se moderniza, ignorándolos o reprimiéndolos.
[. . .] Con el transcurrir del tiempo todo el espacio se moviliza; [. . .] creando la sensación de que
“esto se hunde”. [Guevara, 1997:227-228]
Como se puede observar, nos encontramos ante un dialogismo que ya no sólo se manifiesta
en la “puesta en escena”, en el lugar espacial del proscenio, sino que, sin perder la unidad
dramática —monológica, unitaria—, los planos se (re)presentan también en los personajes
dramáticos (actores), tanto en su “interior” como en su múltiples, complejos y heterogéneos
desdoblamiento y multiplicaciones espacio-temporales psicológico y socio-culturales. Esto
es, sus obras ya no sólo se caracterizan por una división de planos “horizontal” (proscenio),
sino también “vertical” (actor[es]-personaje[s]), con lo que su poética se adensa, se hace
más compleja y profunda, logrando ampliar su radio de comunicación dialógica con el lector-
espectador.
De esta forma, en la quinta parecería darse ya mayor importancia a la coordenada
“vertical” que a la “horizontal”, o mejor aún, articularse entre sí en una “unidad” dialógica
“vertical-horizontal”. En Me acordaré de agosto, Guevara señala:
Ninguno de ellos [los personajes] tienen más de 30 años ni menos de 20./ Están en ese momento
de la vida en que se pasa del otro lado del espejo; es decir, la edad en que se deja de ser hijo
para ser padre o madre, en que se deja de ser alumno para poder ser maestro, que se deja de
ser reprimido para ser represor./ La edad en que se dejan los juegos para cargar con las
solemnidades./ La edad en que se deja. . .” [Guevara, 1997:305]
Como vemos, pues, a partir de estas pocas líneas tomadas de las acotaciones con las que
Adam Guevara inicia algunas de sus obras teatrales, se manifiesta de cierta manera —y,
de hecho, con mucha “trasparencia”—, el “guevarismo” de Adam Guevara: a “Adam
Guevara en Adam Guevara”, es decir, algunos de los principios básicos que el mismo utiliza,
y los cuales expresa acerca de, y encuentra para, la “solución artística” que busca y crea
en sus obras la cual le sirve para manifestar(nos) lo que pretende comunicar(nos), y todo
ello a partir de una poética concreta, de su poética.
Al respecto cabe recordar lo dicho en otra ocasión al respecto, refiriéndome a su tercera
obra: ¿Que si me duele? ¡Sí!
Pero, ¿para que hace esto Adam Guevara? ¿Por qué utiliza estos elementos y de qué
manera los configura —estilística y composicionalmente— en la forma dramática (poética)
de sus obras? Es más, ¿qué espera comunicarnos con ello?
Para responder inicialmente esta pregunta, y partiendo de lo hasta aquí dicho, sirvámonos
también de lo ya expresado al respecto en otra ocasión:
[Las obras de Adam Guevara] manifiestan, trazan y encarnan un profundo cuestionamiento, una
incisiva crítica irónica, un polémico diálogo, en fin, una controvertida antimimesis teatral
antidogmática de nuestra terrible y magnificente realidad. En ellas se entretejen, pues, de manera
inequívoca y penetrante, los diversos tiempos y espacios socio-culturales, los múltiples caracteres
y las variadas generaciones, las circunstancias más contrapuestas y las actitudes más disímbolas,
y todo ello a través de los dispares y discontinuos movimientos presentes y pasados de nuestra
querida nación mexicana.
Así, en la primera de las obras: Me enseñaste a querer, escenificada en 1988 [. . .] justo veinte
años después de la masacre de Tlatelolco, es un sentido homenaje luctuoso, un epitafio
paródico a esta, y a otras, tamañas monstruosidades. En ella, los hechos acontecen en un
cualquiera 2 de octubre de 1988, en un espacio entre real y virtual, entre evocativo y
sugerente, simultáneamente único y alterno, en el que sólo la luz y la acción misma
determinan el lugar y el momento de los sucesos.
La confusión inicial entre un perro muerto, un joven asesinado en la matanza del 68 y un
muerto desconocido, sirven, así, de disparadores para iniciar un largo y punzante recuento
de treinta años de atroces y deleznables acontecimientos en México.
Cinco personajes, cuatro generaciones, tres pasados revividos y dos importantes
movimientos sociales: el de los ferrocarrileros y el de los estudiantes, sirven de eje
transversal para unir una serie de escenas aparentemente inconexas, aunque
perfectamente articuladas, donde el presente y el pasado, lo vivido y lo rememorado, con
sus diversos movimientos simultáneos, se trasponen y yuxtaponen en una frenética danza
socioexistencial.
De este modo, los “personajes”-”actores” [. . . ] entran, salen y confunden sus papeles —
coadyuvados por otros personajes—, en tiempos, espacios y movimientos sociales
múltiples, en un inmensa polifonía-cronotópica entre brechtiana y pirandeliana [. . .] [y ahora
agregaría Daríoforiana, premio novel de literatura 97]
En la segunda obra, Lunes Rojo, su espacio escénico está dividido en dos niveles, en
donde uno: el de abajo, es parcialmente circundado por el otro: el de arriba. En el inferior,
el más cercano al público, se desarrollan las escenas de ficción; en el superior, el de atrás,
se actúan las escenas teatrales convencionales. El más lejano contiene escenografía; el
otro está vacío. [. . .]
Como Eneas, Virgilio [el] actor-personaje principal [. . .] desciende a los “infiernos”,
aunque en este caso teatrales, en busca de su identidad como mujer en la historia, en el
sueño, en los recuerdos, en la invención escénica, . . . Estamos, pues, frente a la
recuperación y representación de la historia —individual y social, real y ficticia— del
feminismo en México, de la lucha por los derechos de la mujer.
Todo empieza con la negación de Norma a cantar en un espectáculo para el 10 de mayo
que organiza el líder sindical, el licenciado Jiménez, con los compañeros de su trabajo [. .
.]. Como en la obra anterior, estos elementos sirven de detonador y de hilo conductor para
que, a través del traslapamiento y la yuxtaposición de tiempos y espacios y movimientos,
de escenas y personajes, de una serie de actuaciones dobladas y desdobladas, se trate de
explicar, recuperar y revivir tanto lo sucedido [. . .] [y] recuperar su propia identidad como
mujer, etc., como el recuento de la propia historia feminista mexicana.
Así, se presentan, por un lado, la historia actual y los momentos clave para la
conformación de su propia identidad de cinco generaciones —desde la bisabuela hasta la
hija— que conforman la vida y memoria de Norma, revivida, rememorada y representada
tanto por ella como por otros actores, y por otro, la de Ángela —cuyo “verdadero” nombre
es Norma—, activista de los años veinte [. . .]. Pero simultáneamente, [. . .] es también un
personaje “salido” de otra obra, que ha “perdido” la memoria de su papel como actor-
personaje. Obra estridentista, conocida con el nombre de Lunes rojo —homónima de la
presente—, también de los años veinte.
A esta doble trayectoria anfibológica ficticio-realista se le agrega un historia más —de
cierta manera especular— de dos personajes-actores que, viniendo de otra obra, irrumpen
en escena y explican las historias de amor y desamor de sus absurdas vidas.
Cabe hacer notar, con todo, que tanto Norma como Ángela/Norma son simultáneamente
personajes, actores-personajes y actores-personajes representados en escena por actores,
si bien la frontera entre dichos planos no es muy clara: si Norma muere, se acaba todo, por
lo que hay que mantenerla viva para que la obra se pueda seguir representando; por
supuesto, hasta que el autor decida que los personajes-actores pasen a formar parte de
otra obra y puedan ser actuados y mimados por otros actores distintos.
Obra, como se ve, de nuevo brechtiana y pirandeliana, pero al mismo tiempo sartreana y
calderoniana y, por supuesto, completamente guevariana. Excelente muestra de un teatro,
como también lo era la obra anterior, que recupera partes de nuestra historia a través de la
ambigua creación en la creación, de la equívoca representación en la representación, de
irónicas formas teatrales que están “más acá” y “más allá” de la realidad misma. [Solé, 1998:
78-80]
Como se observa, pues, nos encontramos ante un claro problema de “solución artística”
—de poética— de una heterogénea realidad, en la que dialogan, en un plano dramático-
monológico, no sólo diversos tiempos y espacios socio-culturales, sino también diversas
versiones (léase interpretaciones) que se han dado al respecto, a partir de la configuración
(modelización) del desdoblamiento espacio-temporal, tanto escénico como histórico-
cultural, y de los personajes-actores, gracias a los cuales, nosotros, como “lectores”-
espectadores, podemos confrontar y relacionar (refigurar) elementos que forman parte tanto
de nuestro “imaginario socio-cultural” (de nuestro “universo de representaciones”) como de
nuestra “historia” (en sus diversas versiones) que comúnmente no se “tocan” ni se
“enfrentan” por lo común entre sí, materiales que, como se observa, le sirven de base al
autor para construir, configurar, modelizar, dar una “solución artística” al gran diálogo “de
nuestra terrible y magnificente realidad”.
Si partimos, entonces, de la base de que la “matriz ideológica” básica de las obras de
Adam Guevara se conforma de la historia social y política de México, se puede decir que
sus obras tratan de dar cuenta de la heterogeneidad de “fuerzas” (“actores”) sociales y
políticas, propias y ajenas, que han ido conformando nuestro presente histórico. Dicha
heterogeneidad se manifiesta a través de la serie de discursos, manifestados por sus
personajes-actores, que se caracterizan por su plurilingüismo y su plurivocalidad (desde la
estilización no paródica hasta llegar a la carnavalización popular y grotesca, pasando por
las muchas formas de humor, ironía, parodia, sátira, etc.) y que se manifiestan y articulan
en un doble plano único articulado estilístico-composicional, en función del “objeto de la
representación”. “Objeto” que posteriormente se vera representado escénicamente durante
la puesta en escena
Dado que esta “matriz” ha sido configurada y reconfigurada a través del tiempo en
numerosas ocasiones y desde múltiples y diversas perspectivas, tanto artístico-literarias
como extra-artísticas, si la obra es de valía tendremos que encontrar la(s) nueva(s)
manera(s) en que su escritura dramática logra reconfigurar dicha matriz en función de
aquellas, es decir, tanto del dialogo implicito e explicito que ha mantenido con ellas, como
de la nueva “solución artístico-dramática” que ”encontró” (configuró, creó) para hacerlo.
Con todo, a diferencia de novelista, que está interesado tanto en la manera en que
expresan los personajes sus discursos (poética de la palabra) y las representaciones
cronotópicas (poética de la[s] representacion[es]) que cada uno de ellos van construyendo
de acuerdo con sus palabras y acciones, y todo ello configurado en un “acontecimiento”
(cronotopo de cronotopos) construido por el narrador-“autor” que lo aglutina todo (insis-
timos, en el caso preciso de la novela monológica), al dramaturgo, sin dejarle de preocupar
ambos polos: la poética de la palabra y de la representación, se concentra básicamente y
de manera especial en la primera: la poética de la palabra, puesto que parte del supuesto
de que la obra será representada escénicamente y no necesariamente leída; es decir, se
preocupa por dar los elementos estilístico-composicionales necesarios (la “solu- ción”
artístico-dramática —dado el género de que se trata—, la poética dramática “descubierta”
por él para comunicar la reconfiguración del [los] mensaje[s] deseados) de manera que el
director de la puesta en escena sea el encargado de complementar con su (re)configuración
escénica la representación, a partir de las mínimas acotaciones que el autor le proporciona
como mínimos y limitados elementos auxiliares.
Sobre decir que las dos “poéticas” forman la poética de la obra y que por tanto son
inseparables, pero en el caso preciso del texto dramático, como parte de su “canon
genérico” parecería haber una especie de “división de trabajo”: el primero, el autor
concentra sus fuerzas en la palabra dramática (de cada personaje) y lo que ella representa
(cronotópicamente), y el otro, el director (y su grupo), representar escénicamente la palabra
y su representación propuesta por el autor. De aquí que si bien es el autor la pieza básica
de la representación dramática, el director y su grupo son un complemento imprescindible
para completar lo iniciado por el autor, además de que ambos “trabajos” resulten poseer
una importancia fundamental y una alta carga creativa.
Con todo, si bien una parte necesita de la otra para poder existir como un todo creativo,
sin la primera la segunda no existiría, y de allí la importancia fundamental de entender la
poética —la “solución artística”— creada (por ser novedosa) y recreada (por tener presente
la tradición —artística o no— de la que parte) que nos proporciona, por principio, el autor.
Se podría decir, entonces —si aceptamos como válida la propuesta de que, en principio,
el texto (palabra-objeto de la representación) y su representación escénica “dialogan” y se
articulan de esta manera—, que el “éxito” o “fracaso” de una puesta en escena dependerá
básicamente de la comprensión y complementación por parte del director (y su grupo) de la
poética propuesta por el autor del texto dramático. Sin que por ello debamos olvidar, por
supuesto, el espacio de experiencias y el horizonte de expectativas artístico-culturales del
“lector”-espectador-crítico, que son las finalmente
Se podría, por tanto, proponer que —a diferencia de lo que sucede en el genero
novelesco— en el género dramático se manifiesta un especie del “triple diálogo poético”: la
prefiguración y configuración por parte del autor de la obra dramática, la re-prefiguración y re-
configuración por parte del director, actores, etc. de ésta, y la refiguración que hace el
“lector”-espectador-crítico de la articulación, sea sólo de la primera: la textual (en el caso
de la lectura directa de la obra), sea del producto de la articulación de ambas: la textual y
la escénica (en el caso de su puesta en escena).
Sea de ello lo que fuese, como ya mencionamos anteriormente, aquí nos concentraremos
básicamente en la primera parte de ese “triple diálogo”, es decir, en la prefiguración y
configuración, “solución” artística —estilístico-composicional— por parte del autor a partir de
una de sus obras concretas.
Dado que cada autor tiene su propia poética —si bien ésta se “inscribe” de cierto modo en
ciertas tradición, en cierta poética histórica “dada”—, aquí nos vamos a centrar básicamente
en dos de los elementos (al parecer) centrales que conforman la poética dramática de uno
de textos de Adam Guevara: ¿QUE SI ME DUELE? ¡SÍ! Es decir, vamos a intentar encontrar
algunas de las propuestas estilístico-composicionales con las que Adam Guevara ha
tratado y logrado dar una “solución” o “respuesta” artística a la heterogeneidad de espacios
y tiempos culturales de la “historia nacional”, es decir, a la superposición e imbricación de
movimientos que pertenecen a espacio socioculturales diversos y que obedecen a tiempos
y ritmos históricos diferenciados entre sí, sea como parte de las obras artísticas o no
artísticas, sea de la tradición oral y/o costumbrista, elementos que le han servido de material
(prefiguración) al autor para configurar su obra al colocarse en una posición y una
perspectiva histórica-literario-dramática donde ha encontrado una “res-puesta” artística al
“diálogo” con las múltiples y complejas rearticulaciones (refiguraciones) que se han venido
manifestando a través del tiempo por los diversos artistas-dra-maturgos, los “lectores”-
críticos y las tradiciones orales-costumbristas.
Para iniciar, demos una pequeña síntesis de lo que sucede en dicha obra: