Al Autor
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José Saramago
Al autor desconocido
Bajo el lema ``En el principio está el autor'', la Sociedad General de Autores de España organizó
una serie de actos con el fin de movilizar a la opinión pública para que se reconozca la función
imprescindible de la creación intelectual, Saramago leyó un texto dirigido al ``autor desconocido''
del que presentamos su versión al español.
Hace unos días, los organizadores de esta sesión me pidieron que hablara hoy de
los autores poco conocidos, que dijera algo acerca de su trabajo cotidiano, de sus
problemas o de su regocijo por saber que, a su modo y sin importar cuál sea el
éxito, están contribuyendo a la comprensión del mundo y de la vida. Hablar de
los autores menos conocidos es hablar de la mayoría; me pareció, y me sigue
pareciendo, una idea afortunada.
Por eso pensé que lo que habría que explicarles era sencillamente lo que hace un autor, sea conocido o
desconocido. Un autor cada vez que trabaja en una obra, tiene el mismo problema que tengo ahora: cómo
decirles lo que es un autor, cómo mostrarles su esfuerzo; cómo transmitirles la idea de que sin ellos no podemos
existir.
¡Qué mal deberá sentirse un autor si no se le ocurre una idea! O, si se le ocurre, si no encuentra la forma de
concretizarla, o si no se le ocurre ni la idea ni la forma sino sólo la sensación de que quiere decir algo. El autor
se siente mal ¿y todos los demás no se sentirán igual? Imaginen un libro en blanco, la pantalla de la televisión
apagada, un cine sin pantalla, una película virgen... Eso es, pues, el silencio... O peor aún, el vacío.
El trabajo de un autor no consiste sólo en tener ideas, sino en tenerlas... y concretizarlas. A todos se nos puede
ocurrir algo, pero no todos sabemos cómo darle cuerpo. El autor tiene la idea y tiene la forma concreta de la
expresión. Y en eso no hay ninguna magia, no hay divinidad, no hay genialidad... Hay trabajo. En lugar de
trabajar la madera, o el hierro, el autor modela el aire, identifica las palabras, construye textos, mide la luz o
divide los colores... El trabajo de un autor consiste en desarrollar su idea, en alimentarla... la nuestra o lo que nos
acontece. Cada autor proyecta así una parte de todos nosotros y la transforma en metáfora..., en símbolo.
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No es un trabajo inútil. Nos suceden tantas cosas a cada momento que necesitamos símbolos para filtrar la
realidad y ayudarnos a entenderla. El autor crea esos símbolos que nos permiten comunicarnos. Y gracias a ese
trabajo diario de miles de autores en miles de lugares, se hace un balance del que resulta un saldo positivo.
Tenemos a nuestra disposición miles de formas de vernos a nosotros mismos. Sin eso, desapareceríamos.
Ni siquiera los más injustos o los más necios son capaces de afirmar que esa tarea inmensa que consiste en hacer
cultura y tener ideas se refiere a unos cuantos tocados por el éxito o la fama. Se refiere a miles.
No podría ser de otro modo, ninguna estrella de ninguna manifestación cultural brilla sin algo en que apoyarse.
Ese apoyo se llama AUTOR DESCONOCIDO. Cada uno de esos autores brilla con luz propia. Si ese esfuerzo
no es reconocido, se irá apagando. Y entonces enfrentaríamos una escena más bien triste: la fuerza de la creación
quedaría debilitada. Tendríamos menos autores, menos ideas y menos formas de entendernos. Es fácil
comprender lo que eso significa.
El mundo ibérico e iberoamericano, felizmente, posee muchos autores. Siempre tuvo ideas y formas de entender
la vida. Muchos de nuestros autores han sido tan claros, que son comprensibles en cualquier lengua, por
cualquier oído, sin importar el color de los ojos. Algunos han sido o son verdaderos genios.., otros son famosos
y muchos son desconocidos. La sociedad tiene que saber que ellos son un apoyo esencial para todos nosotros.
Cualquiera de ellos puede crear algo nuevo que nos permita entendernos un poco mejor. Está bien que así
suceda. Reconocer sus derechos no es sólo cuestión de justicia: es cuestión de sobrevivencia.
Tununa Mercado
Entrevista
Un tema gravita desde el primer día de nuestra llegada a Lanzarote: Chiapas, así
como la lectura de su última novela, Todos los nombres.
[El texto que dirigió a los mexicanos tras su visita a Acteal] tiene un carácter
bastante peculiar, porque lo que ha pasado desde enero del '94 instauró nuevas
reglas, que hacen que la sociedad civil y los intelectuales puedan tener una
incidencia muy fuerte en procesos políticos que otras veces podían estar viendo
desde el balcón.
La verdad es que, desde los cincuenta hasta los setenta, ese era un comportamiento
normal de los llamados intelectuales o escritores o artistas en general. Era un
hábito, un sentido de responsabilidad cívica, incluso de responsabilidad política. Y
ahora hay algo que flota en el aire: es como si eso que llamamos la sociedad civil
estuviera llegando a una situación en que necesita que se le diga algo. No quiero
decir que el intelectual, por el hecho de serlo, tenga razón siempre. Porque nos
equivocamos igual que todo el mundo. Se corre el riesgo de caer en juicios
erróneos porque uno no tiene información suficiente. Pero yo creo que, aun así,
mejor arriesgarse que callar. Ahora, ¿hasta qué punto lo que llamamos la sociedad
civil se está dando cuenta de que es necesario salir de esta especie de apatía e
indiferencia que acaba de gangrenarnos la sangre y hacernos a todos más o menos egoístas?
-Bueno, su texto tiene que haber circulado internacionalmente por vías electrónicas. Pero fue como un hito, en
el sentido de que es una palabra dirigida a la autoridad del bando opuesto. Para los indígenas significa la
palabra de un portavoz, en un momento en que están encerrados, por más repercusión internacional que tengan
sus actos.
-Sí, eso sí, pero yo soy bastante escéptico en cuanto a los resultados. Es cierto que mi presencia en México ha
molestado al gobierno. Cuando llegué me enteré de que los responsables de Migración decían que me habían
permitido entrar pero que no se me permitirían declaraciones políticas. Y yo declaré que no debía más respeto al
gobierno de México que a los indios de Chiapas. Me puse en evidencia. Pero nadie se me presentó para decirme:
``Usted o se calla o lo expulsamos''. Los reparos me llegaron siempre por intermedio de la prensa. Todo terminó
en una conversación con el secretario de gobernación, Francisco Labastida (a su pedido, porque yo no pedí
nada), en que repetí y expuse todo lo que pensaba sobre el tema: que me parecía increíble que se estuviera
tratando de aprobar una ley sobre los derechos de los indígenas, mientras el estado de Chiapas estaba ocupado
militarmente por la tercera parte del Ejército Mexicano. ¿Y qué podía esperar de una conversación como ésta?
Poco o nada, porque el gobierno mexicano tiene su propia lógica, y sería un milagro que cambiara su política por
declaraciones como la mía. Los intereses que están por detrás de todo eso son mucho más fuertes que mi pobre
palabra. [...]
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Yo creo que uno de los problemas es que México parece no considerar que los
indios sean mexicanos; es decir, no los ha integrado nunca y cuando yo digo
``integrar'' no digo llevar a los indios a que dejen de ser indios: no se trata de
empezar un proceso de aculturación que destruya toda la identidad india. Sino de
aceptarlos como son, con su lugar propio en el conjunto de la nación. Y la prueba
de que lo que yo dije es nada lo demuestra que ahora mismo están expulsando a los
observadores, con violencia, con agresión física por parte de la policía. [...]
-Es una historia sencilla. ``Saramago'' era el apodo de la familia de mi padre, nada
más que eso. El apellido de la familia era Sousa, Saramago es el nombre de una hierba de campo, que da una
florecilla pequeña, blanca, y que suele crecer en los escombros o en los tejados. En mi pueblo, cuando se vivían
situaciones de hambruna, se iba por los campos recogiendo esa hierba y, con las hojitas y un poquito de arroz,
hacían de comer. Cuando mi padre fue a declarar mi nacimiento, los funcionarios del registro civil me
inscribieron no sólo con su nombre (José), más el apellido Sousa, sino que añadieron Saramago. Y esto nadie lo
supo hasta cuando yo cumplí siete años, entré en la escuela primaria y hubo que presentar la partida de
nacimiento.
-A mi padre no le gustaba el apodo, pero no tuvo más remedio que hacer la aclaración en la escuela de que él
usaba también el apellido Saramago, lo cual no era cierto. Entonces yo he sido no sólo el primer Saramago real,
desde el punto de vista legal, sino que siendo el hijo transmití el nombre a mi padre, cosa que no ocurre muchas
veces.
-Desde hace unos años estoy pensando (y no sólo pensando, pues también tengo algo escrito ya) una
autobiografía, en la que trataré de describir mi propia vida, pero hasta los 14 años. Es decir, no la autobiografía
del señor adulto, escritor, sino la autobiografía de un niño. Hay un momento en que ya no somos niños y
pasamos a ser adultos, y siempre me ha inquietado en qué momento dejamos de ser algo para pasar a ser otra
cosa. Pero no será el intento de recuperar ese niño sólo por la memoria, sino imaginar una situación en que cada
uno de nosotros no sería uno, sino dos: como si pudiéramos ir por la vida llevados de la mano de ese niño que
fuimos. Y eso me ha llevado a ponerle ya un epígrafe a este libro: ``Déjate llevar por el niño que has sido.''
Tengo muchas cosas escritas, recuerdos de mi familia, de situaciones que viví.
-Cuando uno empieza a recordar, se da cuenta de que la memoria ha guardado muchísimo más de lo que
suponía.
-Así es. Entonces salen personas, nombres, olores, paisajes, momentos, y nos damos cuenta de que podemos
recordar muchísimos más. Y alguien de quien yo tenía que hablar es de un hermano que tuve y que se murió
cuando tenía cuatro años, y yo dos. A veces pienso que lo recuerdo, casi juraría que hay algo que recuerdo bien,
pero seguro que es una falsa memoria... Ni siquiera sabía con claridad si murió en un hospital, ni en qué fecha
había nacido. Entonces, me decidí a escribir al registro civil de mi pueblo y, con unos cuantos datos, no fue nada
complicado encontrarlo. Me enviaron una partida de nacimiento y ahí estaba su fecha de nacimiento, en 1920, su
nombre (eso lo sabía, era Francisco) y el de mis padres y testigos. Pero aquí empieza el misterio: debía estar
inscrita la fecha de defunción (porque había muerto, sobre eso yo no tenía ninguna duda), pero no decía nada.
Escribo entonces al hospital y me contestan diciéndome que Francisco no había estado nunca allí. Pero en
compensación me enviaron documentos de mi propia internación en ese hospital, cuando yo tenía cinco años y,
detalle divertido o curioso, un papel con gráficos acerca de las temperaturas que tuve. No me quedó más
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remedio que escribir a un amigo del ayuntamiento de Lisboa, pidiéndole que hiciera una búsqueda en los
archivos de los cementerios. Pasados dos o tres meses me envío todos los datos: fecha de la muerte, del
entierro... Había fallecido en ese hospital, era un error de registro del hospital.
-Hace dos años, yo había ido, sin ninguna relación con esto, a Brasilia, a recibir el Premio Camoens. Cuando el
avión estaba por aterrizar, al mirar por la ventanilla como siempre me gusta hacer, se me cruzaron por la mente
estas tres palabras: ``Todos los nombres.'' Normalmente mis novelas nacen así, de ideas que pasan y que en
general vienen con un título: El año de la muerte de Ricardo Reis fue uno de esos casos, El evangelio según
Jesucristo y Ensayo sobre la ceguera también. No estaba pensando ni en ciegos ni en Jesucristo, ni en nada de
eso. A toda hora pasan por la mente ideas y pensamientos varios, pero yo siento cuando lo que acaba de aparecer
puede convertirse en una novela. ¿Qué podía significar Todos los nombres, en ese momento? Bueno, que
después de escribir una novela donde no hay nombres, iba a escribir otra en donde estarían todos los nombres. Y
ahí quedó todo: no pensé más en eso, lo apunté, como suelo hacerlo. Ese mismo año, hubo en la Universidad de
Massachusetts un encuentro sobre lo que he escrito. Estuvieron allí profesores de Italia, Francia, Inglaterra,
Estados Unidos, Portugal, claro. España... Y al día siguiente de que terminara, yo estaba todavía en cama, en esa
duermevela, temprano en la mañana, en que súbitamente pasaron por mi cabeza los puntos fundamentales de lo
que tenía para narrar. Vi a un funcionario, un registro civil, una búsqueda, el pre-curso en que se desarrollaría la
novela, pero todo muy vago. La novela que nació allí tiene dos puntos de origen: uno es el título, Todos los
nombres, y el otro es toda esa historia de mi hermano. [...]
-Una línea que alcancé a retener de El año...dice: ``Abrir nuevos ojos a un mundo detrás de éste.'' Me parece
que esa imagen refleja en gran medida todo lo que usted ha hecho, tirando muros incluso, para llegar más allá.
-A veces yo digo que no invento nada, lo que hago es enseñar: como quien va por un camino y encuentra una
piedra, la levanta para ver qué es lo que está debajo... Eso es lo que yo hago. No hay una premeditación, no hay
nada de una actitud intelectual previa. Digamos que es como...
-Sí, es eso. Y yo tenía que entender qué era lo que estaba pasando después de escribir Ensayo sobre la ceguera,
que es una ruptura radical con todo lo que había hecho antes, y se confirma esa ruptura con esta última novela,
Todos los nombres, que es un cambio: el estilo se ha vuelto más seco, más austero diría yo, menos ornamental.
En estos últimos tiempos, pensando en eso, creo haber llegado a una conclusión: la metáfora siempre ha sido la
mejor forma de explicar las cosas. Y encontré una metáfora que quizá explique eso. Es como si hasta El
evangelio según Jesucristo yo hubiera estado describiendo una estatua, de lo que sea pero una estatua: sus
ropajes, la cara, la nariz, la belleza de la estatua. Y, a partir de Ensayo sobre la ceguera y especialmente de Todos
los nombres, es como si hubiera pasado a interesarme no por la estatua, sino por la piedra de la que está hecha la
estatua. Porque cuando uno mira una estatua, no ve la piedra: lo que ve es la forma. Aunque te digas: ``Esta
estatua está hecha de piedra'', no estás vendo la piedra. O, para decirlo de una forma más pedante, es como si
dijera: ``Ahora lo que a mí me interesa es la esencia.'' Y no quiero decirlo así. Prefiero quedarme en la metáfora:
no la estatua, sino la piedra.
-Aun con el riesgo de que esa piedra sea impenetrable usted querría, justamente, penetrarla.
-No, ya lo era antes, porque la estatua es sólo el exterior de la piedra. Puede parecer que en Ensayo sobre la
ceguera o en Todos los nombres se esté describiendo algo, pero yo creo que esas novelas quieren ir más allá de
la descripción sencilla de lo que está ocurriendo. Y de vuelta a lo pedantillo: ``quiénes somos y qué somos, y
qué es esto de hablar, comunicarnos, tener una cara, un cerebro, esto y aquello, ¿pero quiénes somos?'' Todos los
nombres se pregunta: y tú ¿quién eres? Quizá esa mesa, si pensara, podría darse por satisfecha por el hecho de
que yo la llame mesa. Pero yo no puedo quedarme satisfecho por pensar en mí como José Saramago. Y esta
novela aspira a reflejar eso, sin que yo lo hubiera pensado antes. En mi trabajo no hay ninguna premeditación.
Yo soy el escritor menos programado que existe. Voy de un lugar a otro, de una novela a otra, no como quien
está cumpliendo o concretando un plan...
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-La novela anual. Eso de ahora una, después otra... Y lo más sorprendente de todo es que yo encuentro, a pesar
de no preexistir un programa, una coherencia. O por lo menos eso es lo que me parece. Una especie de fil rouge,
por decirlo así, que va de un libro al otro casi como una fatalidad. Y quizá por eso es que mis novelas no se
parecen entre sí. Es como entrar en una casa, abrir la puerta, mirar lo que hay, describirlo, cerrar la puerta e ir a
otra casa, y otra puerta y otra llave. Pero con El evangelio... siento que se acabó algo. Dejó de interesarme contar
historias. Para escribir una novela se necesita una historia, un conflicto... algo, ¿no? Pues es como si ahora
pensara que lo más importante es que la historia sirva para ir más allá de la historia. Yo estaba condenado a un
rótulo...
-Sí, y eso me planteaba muchas cuestiones: ¿qué es una novela histórica? Tal como lo entiendo, es una novela en
que la preocupación fundamental sería reconstruir una época, tan rigurosamente como se pudiera. Pero ¿cuándo
empieza algo a ser ``histórico''? Lo que ocurrió hace cincuenta años, ¿es historia o no lo es todavía? Por ejemplo,
la historia del Cerco de Lisboa es del siglo XII, la de Memorial del convento es del siglo XVIII. Pero eso sólo
significa que hay una referencia temporal definida. No quiere decir que yo me quede allí: por los anacronismos,
las analogías, yo estoy constantemente viajando en el tiempo. Hacía atrás y hacia adelante.
-Y, cuando no hay más historia que el acto de contar, eso no puede llamarse ``novela histórica''...
-En mi opinión, no. Pero, con independencia de ser o no ser un novelista así, la verdad es que cuando se acabó
El evangelio según Jesucristo, y sin que supiera qué podría ocurrir después, me encontré con el rechazo (rechazo
es una forma de decir), miré a uno y otro lado y me dije: ``Bueno, esto se acabó.''
Mario Benedetti
La persona Saramago
La concesión del Nobel a José Saramago, para alegría de sus fieles
lectores y rabieta del Vaticano, por supuesto honra al escritor
portugués, pero sobre todo prestigia a la Academia Sueca y revela su
actual independencia, ya que premiar en este globalizado fin de siglo
a un escritor confesadamente comunista, no creo que la bienquiste con
los turiferarios del poder. Pocos días después de que el Papa
beatificara a un personaje croata que colaboró abiertamente con el
fascismo, la hipócrita indignación del Vaticano ante el último Nobel,
mereció esta respuesta de Saramago: ``El Vaticano se escandaliza
fácilmente por los demás y no por sus propios escándalos. Me gustaría
que el Vaticano me explicara qué es eso de ser un comunista recalcitrante. Quizá quieren decir coherente. Yo
sólo le digo al Vaticano que siga con sus oraciones y deje a los demás en paz. Tengo un profundo respeto por los
creyentes pero no por la institución de la Iglesia. El cristianismo nos enseñó a amarnos los unos a los otros. Yo
no tengo la intención de amar a todo el mundo, pero sí de respetar a todo el mundo.''
La verdad es que el comunismo militante de Saramago nunca le ha asimilado al llamado realismo socialista. Sus
novelas son de un nivel y un rigor literarios verdaderamente excepcionales. No sólo es un narrador original, sino
que además tiene el coraje de lanzarse a escribir sobre temas que no parecen los más aptos para la literatura.
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Aparte de El año de la muerte de Ricardo Reis, esa obra maestra que lo lanzó a la fama, sus dos últimas novelas,
Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres, indagan, no en las apariencias sino en las esencias del ser
humano. Estas obras fuera de serie son dos grandes metáforas, dos insólitas ficciones, pero una vez instalado en
ellas, el autor las maneja con la misma naturalidad que si fueran relatos costumbristas. El lector encuentra que lo
estrafalario se le vuelve cotidiano, que lo paradójico se le torna corriente, y eso es lo más perturbador, porque,
entre otras cosas, ese lector se vuelve ciego con todos los ciegos y recupera la visión junto con ellos.
Sin embargo, el verdadero complemento de esta obra espléndida es José Saramago como persona. Y confieso
que a esa persona la admiro tanto como a su obra. Tuve la suerte de conocerlo en 1987. Habíamos asistido a un
encuentro de escritores en Berlín y estuvimos cinco horas en el aeropuerto de Roma, esperando la conexión con
un vuelo que nos trajera a Madrid. l estaba con su mujer, Pilar del Río, una simpática andaluza, que con los
años se convertiría, además, en su mejor traductora. Cinco horas son suficientes para traer a colación todos los
temas del Universo y sus alrededores. No nos habíamos leído mutuamente, así que, a instancias de Pilar, nos
empezamos a ``contar'' nuestros libros. Lo mejor fue que de ese encuentro casual nació una buena y firme
amistad, que tuvo una linda culminación cuando, al día siguiente del anuncio del Nobel, me llamó desde el avión
que lo conducía de Frankfurt a Madrid (yo estaba todavía convaleciente de una operación) y pude así
transmitirle mi fuerte abrazo aéreo.
Algo que admiro en Saramago es su coherencia y su valor para mantenerla. Recuerdo que en 1992, en plena
Exposición de Sevilla, dijo cosas como ésta: ``Existe la irresistible tentación de preguntarnos si los gigantescos
imperios industriales y financieros de hoy no estarán, como poder supranacional que son, reduciendo la
probabilidad democrática, que se encuentra hoy conservada en sus formas pero, si no me engaño, demasiado
pervertida en su esencia.''
Varios años después, cuando se presentó en Madrid la versión española de Ensayo sobre la ceguera, Saramago
expresó su polémica opinión sobre la democracia, que era más o menos así (no he guardado la cita textual): Es
cierto que, en democracia, los pueblos eligen a sus parlamentarios, a veces a su presidente, pero luego esos
gobernantes democráticamente elegidos, son presionados, dirigidos, administrados, manipulados y virtualmente
suplantados, por grandes decididores supranacionales, tales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial o la Trilateral. ``Y a éstos'', preguntó Saramago, ``¿quién los elige?''
Y hace pocas horas, en la multitudinaria reunión de prensa que concedió en Madrid tras la obtención del Nobel,
recordó que un grupo social francamente minoritario era el dueño de la aplastante mayoría del capital mundial.
Y concluyó: ``Por eso este mundo es una mierda.'' Lo ovacionaron.
Que en la globalización de la hipocresía en que vivimos, cuando la felatio de Monica Lewinsky ocupa más
titulares de prensa que la crisis palestino-israelí, el derrumbe de la bolsa nipona o la extensión del SIDA; cuando
la globalización de la frivolidad no sólo abarca a consumidores y consumidos, sino también a políticos e
intelectuales; que justo ahora surja un escritor que no le hace ascos al compromiso y dice con toda claridad y
sencillez su decálogo de verdades, me parece un formidable acontecimiento. Para muchos intelectuales que
transitan con su pedestal a cuestas, y aportan su silencio culposo para no malquistarse con el Big Brother, la
actitud normal y sin tapujos de Saramago es un golpe directo a la conciencia. Nunca lo hemos visto hacer
concesiones para obtener premios o privilegios y cuando en su país se topó con la censura, prefirió exiliarse con
Pilar en Lanzarote, donde viven tranquilos con su perro Camoens y donde los nuevos libros han ido
eclosionando. Desde esa isla singular, viaja y atiende con oído faulkneriano el sonido y la furia del mundo. Con
su mejor solidaridad, se sumerge en Chiapas. Trata (para arrechucho de la Iglesia) de humanizar al mismísimo
Jesús. Les recuerda a los jóvenes que si él hubiera muerto a los 60 años, no habría escrito nada, y a sus 75 años
agrega: ``Quiero que los jóvenes sepan que los viejos estamos aquí para trabajar.'' Y él trabaja. Novela tras
novela. Compromiso tras compromiso. ``Toda mi obra es una meditación sobre el error,'' dijo en 1990. Quizá por
eso atraviesa la historia, la ceguera, la rutina, la fe, como un conato de desfacer entuertos, y también de
enmendarse a sí mismo la plana. Con Nobel o sin Nobel, José Saramago es uno de los creadores más notables
que ha dado este siglo que nos deja, y no solo de la desatendida lengua portuguesa, sino de la universal lengua
del hombre.
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Angelina Muñiz-Huberman
El gen egoísta
Hace apenas dos meses, invitada a participar en los cursos de verano de la
Universidad Complutense en El Escorial, conocí a José Saramago. El mismo
domingo de su llegada, y sin los formalismos que se impondrían a partir de la
inauguración de los cursos, pude hablar con él y con unos cuantos profesores y
escritores también invitados. Pronto, y sin saber cómo surgen los temas de
conversación, estábamos enzarzados en una discusión sobre algo que no era de
nuestra especialidad, pero que, como buenos escritores, nos creíamos con
derecho a opinar. Alguien se había sorprendido del título de otro de los cursos
anunciados: ``Evolución y pensamiento: del gen egoísta al cerebro humano'',
que contaba con científicos renombrados, incluyendo a un Premio Nobel de
Química, Kary Mullis, y al creador del término en cuestión, Richard Dawkins.
Después del descubrimiento hecho en 1953, por Watson y Crick, de la estructura de doble hélice del ADN, los
biólogos moleculares desplazaron a los naturalistas en la conducción de los mayores avances en biología. La
contribución original de Richard Dawkins fue la natural, que se refiere a la supervivencia de unos genes más que
otros. Y éstos son los llamados egoístas.
Durante nuestra discusión, el tono seguía subiendo de intensidad y Saramago, defensor acérrimo de la igualdad,
no podía creer que el invento llamado ``hombre'' portara en sí, en su propia estructura elemental, los rasgos de la
injusticia y de la intolerancia. Sobre todo, el concepto de ``egoísmo'' le desagradaba mucho. A partir de ahí,
empezamos a derivar la existencia de otros genes (claro que ya no eran biológicos) y entramos de lleno en el
terreno de la fantasía. Saramago propuso la creación de genes de la bondad, de la ironía, de la paradoja, de la
alegoría, de la parábola, de la intertextualidad, y muchos más. Lo que a ninguno de los presentes se nos ocurrió
fue reconocer que teníamos delante a un portador del gen del Premio Nobel.
Al día siguiente, ese mismo portador del gen nos dio una muestra de su capacidad creativa. Pero antes de
empezar, a manera de preámbulo, se disculpó por habernos hecho esperar un par de minutos y por su cambio de
atuendo. Aclaró, y esto se refiere a su pulcritud en el vestir, que había tenido que mudarse de indumentaria de
arriba abajo debido a una pequeña mancha en la camisa, resultado de un accidente en el desayuno. Esto le obligó
a cambiarse también de pantalón para seguir estando combinado y, al cambiarse de pantalón, observó que los
calcetines no eran los adecuados, y si los calcetines no eran los adecuados, mucho menos los zapatos. Razón por
la cual había llegado tarde y con vestimenta nueva. A continuación leyó, por primera vez en español, un cuento
titulado ``La isla desconocida'' que había escrito para la Exposición de Portugal, en donde resumía su mundo
poético con la más decantada expresión. Sobre la base de un cuento tradicional había elegido los mejores
elementos representativos de su obra. La fluidez del lenguaje, el tono de la frase, la calidad de lo humano, el
milagro del amor y la ironía acompañaron al auditorio por el resto no sólo de esa mañana, sino de los demás días
en El Escorial.
Cuando supo que yo venía de México se alegró y recordó sus varias visitas a nuestro país. Sobre todo la última
cuando, a punto de ser expulsado, había elaborado junto con su esposa, Pilar del Río, un plan de actuación. Plan
complejo y detallado, aunque un tanto ingenuo, que no relataré aquí.
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El resto de la semana en El Escorial, luego de la presencia de José Saramago, transcurrió sin mayores incidentes,
salvo otro enfrentamiento de genes egoístas. Esta vez tocó el turno a Alfredo Bryce Echenique y el famoso
Premio Nobel de Química. El primero se dedicó a cantar canciones mexicanas a altas horas de la noche bajo la
ventana del segundo, lo que provocó la cólera de éste y que le arrojase un balde de agua fría.
Fue así como aprendí la importancia del gen egoísta y de su aplicación a la literatura de Saramago. Ahora, los
nuevos estudiosos de su obra deberán tener en cuenta que nada es casualidad y que hay genes para la selección
de ciertos temas como los evangelios, la ceguera, los memoriales conventuales, todos los nombres y
heterónimos, las balsas pétreas y muchos más.
De este modo, si aprovechamos la lección, ciencia y literatura no serán ramas separadas sino en íntima y
novedosa simbiosis que deshará malentendidos y ampliará nuestra visión del mundo.
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