Deltora-3-La Ciudad de Las Ratas
Deltora-3-La Ciudad de Las Ratas
Deltora-3-La Ciudad de Las Ratas
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Emily Rodda
ePub r1.1
Titivillus 02.04.17
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Título original: City of the rats
Emily Rodda, 2000
Traducción: Albert Solé
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La historia hasta el momento…
A sus dieciséis años Lief, cumpliendo un juramento que hizo su padre antes de que él
naciera, ha emprendido una larga búsqueda para dar con las siete gemas del mágico
Cinturón de Deltora. El Cinturón es lo único que puede salvar al reino de la tiranía
del malvado Señor de la Sombra, quien, unos meses antes del nacimiento de Lief,
invadió Deltora y esclavizó a sus habitantes con la ayuda de la brujería y sus temibles
guardias grises.
Las gemas —una amatista, un topacio, un diamante, un rubí, un ópalo, un
lapislázuli y una esmeralda— fueron robadas para abrir paso al Señor de la Sombra,
permitiéndole así invadir Deltora. Ahora yacen escondidas en la oscuridad y en
lugares terribles esparcidos por todo el reino. Sólo cuando hayan sido devueltas al
Cinturón será posible encontrar al heredero del trono de Deltora y derrotar al Señor
de la Sombra.
Los compañeros de Lief son Barda, un hombre que había sido guardia del palacio,
y Jasmine, una indómita huérfana de la edad de Lief a la que conocieron en los
temibles Bosques del Silencio.
En los Bosques descubrieron los asombrosos poderes curativos del néctar de los
Lirios de la Vida. También encontraron la primera gema: el topacio dorado, símbolo
de la fe, que tiene el poder de poner en contacto a los vivos con el mundo de los
espíritus y de aclarar la mente y fortalecerla. En el Lago de las Lágrimas rompieron el
maléfico encantamiento de la hechicera Thaegan, liberaron de la maldición de ésta a
los pueblos de Raladin y D’Or, y hallaron la segunda gema: el gran rubí, símbolo de
la felicidad, que palidece cuando el infortunio amenaza a su portador.
Y ahora seguid leyendo…
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1. La trampa
Cansados y con los pies doloridos, Lief, Barda y Jasmine reanudaron la marcha hacia
el oeste, encaminándose a la legendaria Ciudad de las Ratas.
No sabían gran cosa acerca de su meta salvo que era un lugar donde reinaba el
mal y que había sido abandonado por sus gentes hacía ya mucho tiempo. Pero estaban
casi seguros de que una de las siete gemas perdidas del Cinturón de Deltora se
hallaba escondida allí.
Llevaban todo el día andando, y ahora, cuando el sol descendía hacia el horizonte,
anhelaban detenerse a descansar. Pero el camino por el que iban, marcado por las
profundas roderas de los carros, serpenteaba a través de una llanura en la que los
matorrales espinosos habían echado raíces para terminar cubriéndolo todo. Los
espinos se esparcían a ambos lados del camino, extendiéndose hasta donde alcanzaba
la vista.
Lief suspiró y tocó el Cinturón, que llevaba escondido debajo de la camisa,
tratando de hallar algún consuelo en él. Contenía dos gemas: el topacio dorado y el
rubí escarlata, que habían recuperado enfrentándose a terribles obstáculos y
realizando grandes hazañas.
Las gentes de Raladin, con las que los tres compañeros habían estado viviendo
durante las últimas dos semanas, no sabían de su misión de encontrar las gemas
perdidas. Manus, el ralad que había compartido la búsqueda del rubí con ellos, juró
guardar silencio. Pero no era ningún secreto que los tres compañeros habían causado
la muerte de la malvada hechicera Thaegan, aliada del perverso Señor de la Sombra.
Tampoco era ningún secreto que dos de los trece hijos de Thaegan habían tenido el
mismo final que su madre. Libres al fin de la maldición de Thaegan, los ralads habían
entonado cánticos de alegría en los que aclamaban las proezas de los compañeros.
Dejarlos había resultado muy duro, pues suponía abandonar a Manus, así como la
felicidad, la seguridad, la buena comida y las camas blandas y calientes de la aldea
escondida. Pero todavía faltaba encontrar cinco gemas. Y hasta que éstas fueran
devueltas al Cinturón, no sería posible poner fin a la tiranía que el Señor de la
Sombra ejercía sobre Deltora. Los tres compañeros tenían que seguir adelante.
—Estos espinos nunca terminan —se quejó Jasmine, interrumpiendo el curso de
los pensamientos de Lief.
El muchacho se volvió y la miró. Como de costumbre, Filli, la pequeña criatura
peluda, estaba acurrucada encima del hombro de la joven, con los ojos parpadeando a
través de la masa de cabellos negros de Jasmine. Kree, el cuervo, que nunca se
alejaba mucho de ella, revoloteaba sobre los matorrales cercanos atrapando insectos.
Al menos, él se estaba llenando el estómago.
—¡Hay algo allí delante! —anunció Barda, señalando un destello de blancura
junto al camino.
Llenos de curiosidad y esperanza, los tres se encaminaron hacia aquel lugar. Allí,
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sobresaliendo de los matorrales espinosos, había un extraño letrero.
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—Saben que estamos delante de ellos —murmuró—. Se detienen cuando nos
detenemos, y se mueven cuando nos movemos.
Lief se subió la camisa sigilosamente y bajó la mirada hacia el rubí que llevaba en
el Cinturón. El corazón empezó a latirle más deprisa cuando vio, a la temblorosa luz
de la antorcha, que el intenso rojo oscuro de la gema se había convertido en un tenue
color rosado.
Barda y Jasmine también estaban contemplando la piedra. Sabían, al igual que
Lief, que el rubí palidecía cuando el peligro amenazaba a su portador. El mensaje que
les enviaba en ese momento no podía ser más claro.
—Nuestros perseguidores tienen muy malas intenciones —musitó Barda—.
¿Quiénes son? ¿No podría Kree retroceder un poco y…?
—¡Kree no es un búho! —lo interrumpió Jasmine secamente—. Al igual que
nosotros, no puede ver en la oscuridad. —Poniéndose en cuclillas, pegó una oreja al
suelo y frunció el entrecejo mientras escuchaba atentamente—. Bien, al menos no son
guardias grises —musitó al fin—. Se mueven con demasiado sigilo y no andan al
mismo paso.
—Quizá sea una banda de ladrones que planean caer sobre nosotros cuando nos
detengamos a dormir o descansar. ¡Debemos dar media vuelta y luchar!
La mano de Lief ya empuñaba su espada. Las canciones de las gentes de Raladin
resonaban en sus oídos. ¿Qué era una miserable banda de ladrones harapientos
comparada con los monstruos a los que él, Barda y Jasmine habían hecho frente y
derrotado?
—El centro de un camino rodeado de matorrales espinosos no es un buen lugar
para presentar batalla, Lief —le dijo Barda sombríamente—. Y aquí no hay ningún
sitio donde podamos escondernos y sorprender al enemigo. Deberíamos seguir
adelante y tratar de encontrar un sitio mejor.
Reanudaron la marcha, esta vez andando más deprisa que antes. Lief no dejaba de
mirar atrás, pero no había nada que ver entre las sombras que tenía a la espalda.
Llegaron a un árbol muerto que se alzaba como un fantasma al lado del camino,
con su tronco blanco surgiendo de entre los matorrales. Poco después de pasar junto a
él, Lief percibió un súbito cambio en el aire y empezó a sentir un cosquilleo en la
nuca.
—Están acelerando —informó Jasmine.
Entonces lo oyeron: un prolongado aullido que helaba la sangre.
Filli soltó un suave chillido de horror mientras se agarraba con todas sus fuerzas
al hombro de Jasmine. Lief vio que el pelaje de su diminuto cuerpo se le había
erizado.
Hubo otro aullido, y luego otro más.
—¡Lobos! —siseó Jasmine—. No podremos correr más que ellos. ¡Ya casi los
tenemos encima!
Sacó otras dos antorchas de la mochila y las encendió con la llama de la que ya
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sostenía.
—Temen el fuego —dijo, poniendo las dos nuevas antorchas en las manos de Lief
y Barda—. Pero debemos hacerles frente. No hemos de darles la espalda.
—¿Vamos a ir hasta la tienda de Tom andando hacia atrás? —bromeó Lief con un
hilo de voz mientras aferraba su antorcha.
Ni Jasmine ni Barda sonrieron. Su robusto compañero no apartaba la mirada del
árbol muerto, que relucía con un destello de blancura en la distancia.
—No han apretado el paso hasta que dejamos atrás ese árbol —murmuró—.
Querían evitar que nos subiéramos a él y pudiéramos refugiarnos. No son lobos
corrientes.
—Estad preparados —les advirtió Jasmine.
Ella ya tenía su daga en la mano. Lief y Barda desenvainaron sus espadas. Los
tres compañeros se detuvieron, manteniéndose muy unidos, las antorchas sostenidas
en alto esperando.
Y entonces, con otro coro de aullidos que helaban la sangre, de la oscuridad
surgió lo que parecía un mar de puntitos amarillos en movimiento: los ojos de los
lobos.
Jasmine agitó la antorcha delante de ella, moviéndola rápidamente de un lado a
otro. Lief y Barda hicieron lo mismo que ella, de tal forma que el camino quedó
bloqueado por una línea de llamas en movimiento.
Las bestias aflojaron el paso, pero siguieron avanzando sin dejar de gruñir.
Cuando estuvieron más cerca de la luz, Lief vio que en efecto no eran lobos
corrientes. Eran enormes y estaban cubiertos de un espeso pelaje surcado por franjas
marrones y amarillas. Sus labios se curvaban hacia atrás revelando sus terribles
fauces; las bocas, abiertas y babeantes, no eran rojas, sino negras.
Los contó rápidamente. Había once. Por alguna razón, aquel número significaba
algo para él, pero no se le ocurrió qué. En cualquier caso, no había tiempo para
preocuparse por aquellas cosas. Los tres empezaron a retroceder sin dejar de mover
las antorchas. Pero por cada paso que daban, las bestias avanzaban otro.
Lief se acordó de su absurda broma, cuando preguntó si irían andando hacia atrás
hasta llegar a la tienda de Tom.
Ahora parecía como si fueran a verse obligados a hacer precisamente eso.
Esas bestias las estaban llevando hacia algún sitio… No eran lobos corrientes…
Había once…
Lief sintió que le daba un vuelco el estómago.
—¡Barda! ¡Jasmine! —siseó—. Esas cosas no son lobos. Son…
Pero no llegó a terminar la frase. En cuanto él y sus compañeros dieron otro paso
atrás, la gran red que había sido preparada para atraparlos fue accionada y, gritando y
debatiéndose, los tres se vieron alzados por los aires.
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2. Carne asada
Apresados en la red y tan oprimidos por sus mallas que apenas si podían moverse,
Lief, Barda y Jasmine se balanceaban vertiginosamente por encima del suelo. Se
sabían impotentes. Habían soltado las antorchas y las armas cuando fueron
súbitamente elevados por los aires. Kree revoloteaba alrededor, graznando con
desesperación.
La red colgaba de un árbol que crecía junto al camino. A diferencia del otro árbol
que habían visto, éste no había muerto. La rama que sostenía la red era gruesa y
fuerte, demasiado para que pudiera romperse.
A sus pies, los aullidos de los lobos estaban convirtiéndose en alaridos de triunfo.
Lief miró hacia abajo. A la luz de las antorchas caídas pudo ver cómo los cuerpos de
las bestias empezaban a crecer y abultarse, transformándose en siluetas humanas.
En cuestión de segundos, once horribles criaturas sonrientes saltaban y hacían
piruetas en el camino debajo del árbol. Algunas eran grandes; otras, pequeñas.
Algunas estaban cubiertas de cabellos, otras eran completamente calvas. Eran verdes,
marrones, amarillas, pálidamente blanquecinas e incluso de un rojo viscoso. Una de
ellas tenía seis rollizas piernas. Lief sabía quiénes eran.
Eran los hijos de la hechicera Thaegan. Lief se acordó del poema que daba la lista
de sus nombres.
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¡Más calor, más calor,
tierna y jugosa carne asada!
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—¿Es que te has vuelto loco, Lief? —susurró Jasmine.
Pero Lief siguió gritando. Advirtió que los monstruos se habían quedado quietos
y estaban escuchándolo.
—¡Nosotros somos tres y ellos son once! —vociferó—. No puedes dividir tres
entre once y obtener partes iguales. ¡Es imposible!
Sabía tan bien como Jasmine que estaba corriendo un gran riesgo. Los monstruos
podían alzar la mirada hacia él y ver a Filli al mismo tiempo. Pero se aferraba a la
esperanza de que la suspicacia y la ira harían que mantuviesen la vista fija los unos en
los otros.
Para su inmenso alivio, vio que su apuesta había tenido éxito. Los monstruos
habían empezado a formar pequeños grupos que hablaban en susurros mientras se
miraban taimadamente.
—Si sólo fueran nueve, podrían cortarnos en tres partes y entonces tendrían una
parte cada uno —gritó Lief—. Pero tal como están las cosas…
—¡Partes iguales! —chillaron Hot y Tot—. Hot y Tot dicen…
Ichabod saltó sobre ellos e hizo entrechocar sus cabezas con un seco chasquido.
Hot y Tot quedaron inconscientes y cayeron al suelo.
—Ahora —gruñó Ichabod—. Ahora habrá partes iguales, como queréis. Ahora
somos nueve.
El fuego había empezado a crujir y chisporrotear. El humo subió hacia la red,
haciendo toser a Lief. Mirando de soslayo, vio que Filli ya había conseguido hacer un
pequeño agujero en la red. Ahora trataba de agrandarlo. Pero necesitaba más tiempo.
—Hay algo que han olvidado, Lief —dijo Barda en voz alta—. Si cada uno de
nosotros es dividido en tres, las porciones seguirán sin ser iguales. ¡Pero si soy el
doble de grande que Jasmine! El que reciba una tercera parte de ella no comerá
mucho. ¡Realmente a Jasmine habría que dividirla en dos!
—Sí —convino Lief, con tono igual de alto e ignorando los chillidos de rabia de
Jasmine—. Pero con eso sólo obtendrían ocho pedazos, Barda. ¡Y hay nueve a los
que alimentar!
Vio de reojo cómo Zan, el monstruo de seis piernas, asentía pensativamente y
luego se volvía para golpear a su vecina, que resultó ser Fie, haciéndola caer al suelo.
Fly, furioso ante el ataque de que acababa de ser objeto su hermana gemela, saltó
sobre la espalda de Zan, gritando y mordiendo. Éste rugió, se bamboleó de un lado a
otro y terminó dándole en el otro lado a su peludo hermano, que a su vez cayó sobre
la hermana que había delante para quedar clavado en sus cuernos.
Y de pronto todos estaban luchando entre sí, aullando, mordiendo y dando
puñetazos, mientras rodaban por el suelo, caían dentro del fuego o se enredaban entre
los matorrales.
El combate siguió sin parar. Y cuando Filli terminó su trabajo y los tres
compañeros escaparon de la red y treparon al árbol que los sostenía, solo quedaba un
monstruo en pie: Ichabod.
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Permanecía inmóvil junto a la hoguera, rodeado por los cuerpos caídos de sus
hermanos y hermanas mientras gritaba y se golpeaba triunfalmente el pecho con los
puños. En cualquier momento miraría hacia arriba y vería que la red estaba vacía, y
que la comida por la cual acababa de luchar se encontraba en el árbol… sin
escapatoria posible.
—Debemos cogerlo por sorpresa —susurró Jasmine, sacando la segunda daga de
los pantalones que ceñían sus piernas y asegurándose de que Filli volvía a estar a
salvo encima de su hombro—. Es la única manera.
Sin decir una palabra más, la joven saltó sobre Ichabod y le dio en la espalda con
ambos pies. Súbitamente desequilibrado, el monstruo cayó sobre las llamas con un
rugido y un gran estruendo.
Barda y Lief se deslizaron a toda prisa por el tronco y corrieron hacia Jasmine,
que estaba recogiendo su daga y las espadas de sus compañeros.
—¿A qué estabais esperando? —les preguntó tendiéndoles sus espadas—. ¡Venga,
daos prisa!
Con Kree volando por encima de ellos, los tres compañeros huyeron por el
camino corriendo como el viento, sin prestar atención a la oscuridad y los baches que
había en el suelo. Ichabod aullaba de rabia y dolor mientras salía arrastrándose del
fuego y empezaba a perseguirlos con paso tambaleante.
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3. Todo para el viajero
Jadeando, con el pecho dolorido y aguzando el oído por si oían aullidos detrás de
ellos, siguieron corriendo. Los tres sabían que si lchabod se convertía en un lobo u
otra clase de bestia podría alcanzarlos fácilmente. Pero no oyeron nada.
«Quizá no pueda transformarse cuando está herido —pensó Lief—. Si es así, nos
hemos salvado». Pero al igual que sus compañeros, no se atrevió a detenerse o ir más
despacio.
Finalmente llegaron a un lugar en el que el sendero atravesaba un pequeño
arroyo.
—Estoy seguro de que esto marca el límite de las tierras de Thaegan —masculló
Barda—. ¿Lo veis? Al otro lado ya no hay más matorrales espinosos. Ichabod no nos
seguirá a través del arroyo.
Con las piernas temblorosas de cansancio, cruzaron chapoteando las frías aguas.
El camino continuaba al otro lado del arroyo, pero ahora un verde prado y pequeños
árboles crecían junto a él, y los tres compañeros distinguieron los contornos de las
flores silvestres.
Siguieron adelante durante un rato, tropezando y tambaleándose. Luego salieron
del camino y se tendieron en el cobijo que les ofrecía un macizo de arbolillos. Con las
hojas susurrando encima de ellos y la suave hierba debajo de sus cabezas, durmieron.
Cuando despertaron, el sol ya estaba muy alto y Kree los llamaba. Lief se
desperezó y bostezó. Sus músculos estaban rígidos y doloridos después de aquella
larga carrera, y tenía los pies hinchados.
—Deberíamos haber dormido por turnos —gruñó Barda, incorporándose y
masajeándose la espalda—. Confiar en que no correríamos peligro estando tan cerca
de la frontera ha sido muy peligroso.
—Todos estábamos cansados. Y Kree vigilaba —dijo Jasmine, que se había
levantado de un salto y ya estaba recorriendo el bosquecillo sin que sus músculos
parecieran resentirse.
La joven apoyó la mano en el áspero tronco de uno de los árboles; las hojas
susurraban levemente por encima de ella. Jasmine inclinó la cabeza hacia un lado y
pareció escuchar.
—Los árboles dicen que los carros todavía utilizan este camino con bastante
frecuencia —anunció por fin—. Son carros muy pesados tirados por caballos, pero
hoy no hay nada más delante.
Antes de reanudar la marcha, comieron un poco del pan, la fruta y la miel que les
habían dado los ralads. Filli también tuvo derecho a su parte, así como a un trozo de
panal, su golosina favorita.
Luego siguieron avanzando sin prisa. Al cabo de un rato, vieron otro de los
letreros que les indicaban cómo llegar al comercio de Tom.
—Espero que Tom venda algo para el dolor de pies —musitó Lief.
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—El letrero pone «Todo para el viajero» —le recordó Barda—, así que sin duda
algo venderá para eso. Pero debemos escoger sólo lo que necesitemos de verdad.
Disponemos de muy poco dinero.
Jasmine los miró. No dijo nada, pero Lief reparó en que empezaba a andar un
poco más deprisa. Estaba claro que la joven ardía en deseos de ver cómo era
exactamente un comercio.
Una hora después, doblaron una curva del camino y vieron, en mitad de un
bosquecillo, una larga forma metálica con la silueta de un rayo. Enormes letras
sobresalían a un lado de la estructura.
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Una campanilla sujeta a la puerta tintineó cuando miraron en el local, pero nadie
fue a darles la bienvenida. Los tres miraron alrededor, parpadeando en la penumbra.
Aquel recinto atestado de objetos parecía muy oscuro después del intenso sol del
exterior. Estrechos pasillos discurrían entre estantes que subían desde el suelo al
techo bastante bajo, todos ellos repletos de artículos. Al fondo había un mostrador
polvoriento cubierto por montones de libros de cuentas, un juego de balanzas y lo que
parecía ser una lata para echar las monedas. Detrás del mostrador había más estantes,
una puerta y otro letrero:
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del mostrador mientras su sonrisa se ensanchaba.
Luego deslizó un largo dedo por debajo del mostrador y debió de pulsar un botón,
porque la mano de Barda quedó súbitamente liberada, haciéndolo saltar hacia atrás y
chocar con Lief y Jasmine.
—Bueno, bueno —dijo el hombre de detrás del mostrador—. ¿Qué puede
enseñaros Tom? Y para ser más precisos, ¿qué puede venderos Tom? —preguntó,
frotándose las manos.
—Necesitamos un buen trozo de cuerda que sea muy resistente —dijo Lief, al ver
que Barda no iba a decir nada—. Y también algo para el dolor de pies, si es que lo
tienes.
—¿Tenerlo? —exclamó Tom—. Pues claro que lo tengo. Todo para el viajero.
¿No habéis visto el letrero?
Por fin salió de detrás del mostrador y seleccionó un rollo de cuerda delgada de
un estante.
—Ésta es la mejor que tengo —aseguró—. Ligera y muy resistente. Tres monedas
de plata y es vuestra.
—¿Tres monedas de plata por un trozo de cuerda? —estalló Barda—. ¡Es un
robo!
La sonrisa de Tom no vaciló.
—Robo no, amigo mío, sino negocios —respondió sin inmutarse—. ¿En qué otro
lugar vais a encontrar una cuerda como ésta?
Sosteniendo un extremo de la cuerda, lanzó el resto hacia arriba con una rápida
torsión de la muñeca. La cuerda se desenrolló a sí misma como si fuera una serpiente,
enroscándose con fuerza alrededor de una de las vigas del techo. Tom tiró de ella para
demostrar su solidez. Luego volvió a agitar la muñeca, la cuerda se soltó de la viga
por sí sola y cayó hacia sus manos, enrollándose de nuevo delicadamente mientras lo
hacía.
—Un truco de magia barata —gruñó Barda, enojado.
Pero Lief estaba fascinado.
—Nos la llevamos —se apresuró a decir, ignorando el codazo que Barda le asestó
en las costillas y el fruncir de ceño lleno de suspicacia de Jasmine.
Tom volvió a frotarse las manos.
—Ya sabía yo que tenías buen ojo para las gangas —dijo—. Bueno, veamos.
¿Qué más puedo enseñaros? ¡No estáis obligados a comprar!
Lief miró con nerviosismo alrededor. Si aquel comercio tenía una cuerda que se
comportaba como si estuviera viva, ¿qué otros prodigios podría ofrecer?
—¡Todo! —exclamó—. ¡Queremos verlo todo!
Tom sonrió de oreja a oreja.
Jasmine se removió, inquieta. Saltaba a la vista que ni Tom ni su local repleto de
objetos, con el techo tan bajo, le gustaban demasiado.
—Filli y yo esperaremos fuera con Kree —anunció, y giró sobre los talones y se
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marchó.
La siguiente hora pasó volando mientras Tom ofrecía a Lief calcetines acolchados
para pies doloridos, telescopios que veían alrededor de las esquinas, platos que se
limpiaban a sí mismos y unos tubitos que soplaban burbujas de luz. Le enseñó
máquinas para predecir el tiempo atmosférico, pequeños círculos blancos que
parecían papel pero se hinchaban hasta convertirse en enormes hogazas de pan
cuando se les añadía agua, un hacha que nunca perdía el filo, una esterilla para dormir
que flotaba por encima del suelo, unas cuentas minúsculas para hacer fuego y cien
asombrosos inventos más.
Poco a poco, Barda fue abandonando sus recelos y empezó a mirar, hacer
preguntas y participar. Cuando Tom terminó de enseñarles la mercancía, Barda había
quedado conquistado y estaba tan deseoso como Lief de contar con tantos de aquellos
prodigios como pudieran permitirse. Había cosas realmente maravillosas que harían
sus viajes mucho más fáciles, seguros y cómodos.
Finalmente, Tom se cruzó de brazos y dio un paso atrás mientras sonreía.
—Bueno, Tom ya os ha enseñado todos sus artículos —dijo—. Y ahora, ¿qué
puede venderos?
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4. Cuestión de dinero
Algunos de los artículos de Tom, como la esterilla flotante para dormir, costaban más
que todo el dinero de que disponían Lief y Barda. Pero había otras cosas que sí
podían permitirse comprar, y no era fácil decidirse.
Al final, además de la cuerda que se enrollaba por sí sola, eligieron un paquete de
«Sin Cocer» —los círculos blancos que se expandían hasta convertirse en hogazas de
pan—, una jarra de «Pura y Clara» —unos polvos que volvían potable cualquier clase
de agua—, y unos cuantos calcetines acolchados. El conjunto era
decepcionantemente pequeño, y habían tenido que renunciar a un gran número de
cosas mucho más interesantes, entre ellas una jarra llena de aquellas cuentas que
hacían fuego y el tubito que soplaba burbujas de luz.
—¡Si tuviéramos un poco más de dinero! —exclamó Lief.
—¡Ah! —dijo Tom, echándose un poco más atrás el sombrero—. Bueno, quizá
podríamos hacer un trato. Yo tanto compro como vendo —explicó, mirando con
disimulo la espada de Lief.
Pero Lief meneó la cabeza con decisión. Por mucho que deseara disponer de las
mercancías de Tom, no renunciaría a la espada que su padre había hecho para él en su
propia forja.
Tom se encogió de hombros.
—Tu capa está un poco manchada —dijo como sin darle importancia—. Pero aun
así, quizá podría llegar a darte algo por ella.
Esta vez Lief sonrió. A pesar del escaso interés que pareciera mostrar por ella, sin
duda Tom sabía que la capa que la madre de Lief había tejido para él tenía poderes
especiales.
—Esta capa puede volver casi invisible al que la lleva —dijo—. Ha salvado
nuestras vidas en más de una ocasión. Me temo que tampoco está en venta.
Tom suspiró.
—Qué lástima. En fin —dijo, y empezó a guardar las cuentas de fuego y el tubito
de luz.
En ese momento la campanilla del establecimiento tintineó y un desconocido
entró en él. Era tan alto como Barda, e igual de robusto, con largos y ensortijados
cabellos negros y una hirsuta barba negra. Una cicatriz le bajaba por una de sus
mejillas, reluciendo pálidamente sobre su tez morena.
Lief vio que Jasmine entraba sigilosamente detrás de él. La joven se quedó
inmóvil junto a la puerta, la mano sobre la empuñadura de la daga que llevaba en el
cinturón, dispuesta a hacer frente a los problemas, si es que surgían.
El desconocido dirigió una breve inclinación de la cabeza a Lief y Barda, cogió
de un estante un rollo de la cuerda que se enrollaba sola y pasó junto a ellos para
apoyarse en el mostrador lleno de polvo.
—¿Cuánto? —preguntó abruptamente a Tom.
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—Para vos una moneda de plata, mi buen señor —dijo Tom.
Lief abrió los ojos desorbitadamente. Tom les había dicho que la cuerda costaba
tres monedas de plata. Abrió la boca para protestar cuando sintió que la mano de
Barda le apretaba la muñeca en una silenciosa advertencia. Alzó la mirada y vio que
su compañero observaba fijamente el mostrador, justo al lado de donde el
desconocido había apoyado las manos. Había una marca. El hombre acababa de
dibujarla en el polvo que cubría el mostrador.
¡El signo secreto de la resistencia al Señor de la Sombra! ¡El mismo que los tres
compañeros habían visto arañado en las paredes tantas veces cuando se dirigían hacia
el Lago de las Lágrimas! Al dibujarlo encima del mostrador, el desconocido le había
hecho una señal a Tom. Y Tom había respondido a ella bajando el precio de la cuerda.
El hombre lanzó una moneda de plata a la mano de Tom, y al hacerlo con la
manga rozó la marca sin querer, haciendo que ésta desapareciese. Todo ocurrió muy
deprisa. Si Lief no hubiera visto la marca con sus propios ojos, no habría creído que
había estado allí.
—He oído rumores de que han ocurrido cosas muy extrañas en el Lago de las
Lágrimas y, de hecho, en todo el territorio que hay más allá del arroyo —dijo el
desconocido tranquilamente mientras se volvía para marcharse—. He oído decir que
Thaegan ya no existe.
—¿De veras? —preguntó Tom sin inmutarse—. No sabría deciros, la verdad. Yo
sólo soy un pobre tendero, no sé nada de esas cosas. Pero tengo entendido que los
matorrales espinosos que crecen junto al camino están tan grandes como siempre.
El desconocido soltó un bufido.
—Esos matorrales no son fruto de la brujería, sino de cien años de pobreza y
abandono. Yo, al igual que muchos otros, los llamo los espinos del rey de Del.
Lief sintió que se le caía el alma a los pies. Al dibujar el signo secreto, aquel
desconocido había demostrado que su vida estaba dedicada a luchar contra el Señor
de la Sombra. Pero era evidente que el recuerdo de los reyes y las reinas de Deltora le
resultaba tan odioso como lo había sido en el pasado para el propio Lief, culpándolos
del infortunio que había caído sobre el reino.
Lief sabía que no debía decir nada, pero aun así no pudo evitar mirar al hombre
mientras éste pasaba junto a él. El desconocido, le devolvió la mirada sin sonreír y
luego salió del establecimiento, pasando tan cerca de Jasmine que casi la rozó cuando
cruzó la puerta.
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—¿Quién era ése? —preguntó Barda a Tom sin levantar la voz.
El tendero se caló el sombrero en la cabeza antes de responder.
—En el comercio de Tom no se mencionan más nombres que el del propio Tom,
señor —dijo con voz serena—. En estos tiempos tan duros que vivimos es mejor así.
Lief oyó tintinear de nuevo la campanilla y se volvió para ver salir a Jasmine.
Tras descartar el posible peligro, la joven se había puesto nerviosa y había decidido
salir fuera para volver a disfrutar del aire fresco.
Tom debió de advertir que Barda y Lief habían visto y comprendido la marca que
el desconocido había dibujado en el mostrador, porque de pronto cogió las cuentas de
fuego y el tubito que soplaba luz y los añadió a su montón de artículos.
—Sin ningún coste extra —aclaró, mientras los dos compañeros lo miraban
sorprendidos—. Tom siempre se alegra de poder ayudar a un viajero… como ya
habéis visto.
—Si ese viajero está del lado de quien debe estar —añadió Barda, sonriendo.
Pero Tom se limitó a arquear las cejas, como si no tuviera ni idea de lo que había
querido decir aquel hombretón, y extendió la mano para recibir el pago por lo que les
había vendido.
—Ha sido un placer serviros, señores —dijo mientras Lief y Barda le daban el
dinero. Lo contó rápidamente, asintió y guardó las monedas en su caja.
—¿Y qué hay de nuestro regalo gratis? —preguntó Lief con súbito descaro—. El
letrero de la ventana dice…
—Ah, por supuesto —susurró Tom—. El regalo.
Se inclinó y buscó debajo del mostrador. Cuando se incorporó, tenía en las manos
una cajita de latón que le ofreció a Lief.
—Si no pides, no recibirás. ¿Es ése vuestro lema, joven señor? —preguntó—.
Bueno, pues también es el mío.
Lief contempló la caja. Era tan pequeña que le cabía en la palma de la mano, y
parecía muy antigua. Las letras medio borradas que había escritas en la etiqueta
rezaban:
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Ambos se quedaron sorprendidos cuando vieron que la puerta daba directamente a un
pequeño campo, circundado por una valla blanca y completamente oculto al camino
por los árboles de gran altura que lo rodeaban. Había tres caballos grises junto a la
valla y, sentada encima de ésta y dándoles palmaditas, estaba Jasmine, con Kree
posado en su hombro.
Tom se encaminó hacia la valla, agitando los brazos.
—¡Haz el favor de no tocar a los animales! —gritó—. Son muy valiosos.
—¡No les hago ningún daño! —exclamó Jasmine con indignación, pero apartó la
mano.
Los animales resoplaron con evidente desilusión.
—¡Caballos! —susurró Barda a Lief—. ¡Ah, si tuviéramos caballos que montar!
¿Cuánto más rápido sería nuestro viaje entonces?
Lief asintió lentamente. Nunca había montado, y estaba seguro de que Jasmine
tampoco lo había hecho. Pero seguramente no tardarían demasiado en aprender.
Yendo a caballo podrían dejar atrás a cualquier enemigo, incluso a los guardias
grises.
—¿Nos venderás las bestias? —preguntó en cuanto alcanzaron a Tom—. Por
ejemplo, si te devolviéramos todas las cosas que hemos comprado, ¿bastaría para
que…?
Tom lo miró fijamente y exclamó:
—¡Nada de devoluciones! ¡Nada de cambios! ¡Nada de quejas!
Lief sintió un nudo en el estómago.
—¿De qué estáis hablando? —inquirió Jasmine—. ¿Qué es todo eso de
«comprar» y «vender»?
Tom la miró sorprendido.
—A tus amigos les gustaría tener unas cuantas bestias para cabalgar sobre ellas,
mi pequeña señorita —explicó, hablándole a Jasmine como si fuera una niña—. Pero
ahora ya no tienen nada que darme a cambio de ellas. Han gastado su dinero en otras
cosas. Y… —miró la capa y la espada de Lief—, no quieren cambiarlas por nada
más.
Jasmine asintió lentamente, reflexionando.
—Entonces quizá yo disponga de algo que entregar a cambio —dijo—. Tengo
muchos tesoros.
Empezó a buscar dentro de sus bolsillos, sacando sucesivamente una pluma, un
trozo de cordel trenzado, unas cuantas piedras, su segunda daga y el peine de púas
rotas que había cogido de su nido en los Bosques del Silencio. Tom la miraba,
sonriendo y meneando la cabeza.
—¡Jasmine! —exclamó Lief, sintiéndose un poco avergonzado—. Ninguna de
esas cosas es…
Y entonces se le aflojó la mandíbula. Barda soltó un grito de sorpresa y Tom abrió
los ojos desorbitadamente.
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Jasmine acababa de sacar una pequeña bolsa y, volviéndola como si tal cosa,
empezó a vaciar su contenido. Monedas de oro caían de ella, formando un reluciente
montón en su regazo.
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5. El trato
Pues claro, pensó Lief, tras superar el asombro inicial. Jasmine había robado a
muchos guardias grises que habían sido víctimas de los horrores de los Bosques del
Silencio. El mismo Lief había visto una masa de monedas de oro y plata entre los
tesoros que Jasmine guardaba en su nido de la copa del árbol. Pero no se había
percatado de que la joven hubiera traído consigo algunas de aquellas monedas cuando
dejó los Bosques para unirse a la búsqueda de los dos compañeros. Lief se había
olvidado por completo de las monedas hasta ahora, y como para Jasmine no eran más
que bonitos recordatorios de su vida anterior, nunca las había mencionado.
Unas cuantas monedas rebotaron en el regazo de Jasmine y cayeron al suelo.
Barda se apresuró a recogerlas, pero ella apenas se fijó. Estaba mirando a Tom, a sus
ojos que destellaban. La joven quizá no entendiese nada acerca de comprar y vender,
pero reconocía la codicia en cuanto la veía.
—¿Te gusta esto? —preguntó, alzando un puñado de monedas.
—Claro que sí, mi pequeña señorita —dijo Tom, recuperándose un poco—. Me
gusta mucho.
—¿Entonces cambiarás los caballos por ello?
Una extraña expresión cruzó el rostro de Tom, oscureciéndolo con una mueca
entre torturada y nerviosa, como si el deseo que sentía por conseguir el oro luchara
con otro sentimiento. Como si estuviese calculando, sopesando riesgos.
Finalmente, pareció tomar una decisión.
—No puedo vender los caballos —dijo con voz apenada—. Están… reservados a
otros. Pero… tengo algo mejor. Si venís por aquí…
Los llevó hasta un cobertizo que había en un extremo del campo. Luego abrió la
puerta del cobertizo y les hizo señas de que entraran.
Inmóviles en un rincón, masticando heno, había tres criaturas de aspecto muy
extraño. Eran aproximadamente del mismo tamaño que los caballos, pero tenían el
cuello muy largo y la cabeza muy pequeña, con largas orejas caídas, y lo más
sorprendente de todo, solo tres patas: una gruesa delante y dos más delgadas en la
parte posterior. Estaban tan llenas de manchitas negras, marrones y blancas, que
parecían que las hubieran salpicado con pintura, y en vez de cascos, tenían unos
enormes pies planos y peludos con dos gruesos pulgares en cada uno.
—¿Qué son? —preguntó Barda, asombrado.
—¡Pues barreros, qué van a ser! —exclamó Tom, encaminándose a aquel rincón
del cobertizo para volver hacia ellos a una de las bestias—. Y unos magníficos
ejemplares de pura raza. Corceles dignos de un rey, señor. Lo mejor que podéis llegar
a montar vos y vuestros compañeros.
Barda, Lief y Jasmine se miraron sin saber qué hacer. La idea de viajar
cabalgando en vez de ir a pie resultaba muy atractiva. Pero los barreros tenían un
aspecto sumamente extraño.
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—Se llaman Noodle, Zanzee y Pip —dijo Tom, y dio una afectuosa palmada en
cada una de las anchas grupas de los barreros. Las bestias siguieron masticando heno,
ajenas a todo.
—Parecen bastante mansos —comentó Barda al cabo de un momento—. Pero
¿pueden correr? ¿Son rápidos?
—¿Rápidos? —exclamó Tom, alzando las manos y poniendo los ojos en blanco
—. ¡Amigo mío, son rápidos como el viento! Y también son fuertes, mucho más que
cualquier caballo. Y leales… Oh, su lealtad es famosa. Además, comen prácticamente
cualquier cosa, y les encanta trabajar duro. Los barreros son los corceles preferidos en
estas tierras. Pero no se los encuentra fácilmente, desde luego.
—¿Cuánto quieres por ellos? —preguntó Lief de pronto.
Tom se frotó las manos.
—¿Digamos que veintiuna monedas de oro por los tres? —sugirió.
—¿Digamos que quince? —gruñó Barda.
Tom parecía atónito.
—¿Quince? ¿Por estas soberbias bestias a las que quiero como si fueran mis
propios hijos? ¿Es que queréis robar al pobre Tom? ¿Seríais capaces de obligarlo a
mendigar?
Jasmine pareció preocuparse ante sus palabras, pero Barda se mantuvo inflexible.
—Quince —repitió.
Tom levantó las manos.
—¡Dieciocho! —exclamó—. Con sillas de montar y bridas incluidas en el precio.
No puedo mejorar mi oferta, ¿verdad?
Barda miró a Lief y Jasmine, que asintieron vigorosamente.
—Está bien —dijo después.
Y así cerraron el trato. Tom trajo las bridas y las sillas de montar y ayudó a Lief,
Barda y Jasmine a cargar las bestias con sus pertenencias. Luego las sacó del
cobertizo. Los barreros se movían con un extraño bamboleo; la única pata delantera
dando el primer paso, las dos patas traseras avanzando al unísono detrás de aquella.
Tom abrió una puerta que había en la valla y salieron al campo. Los tres caballos
grises los vieron pasar y Lief sintió una punzada de pena. En la excitación por llegar a
un trato con Tom, se había olvidado de los caballos. Habría sido magnífico
montarlos, en vez de tener que cabalgar sobre aquellas extrañas criaturas que se
mecían de un lado a otro.
No importa, se dijo dando unas palmaditas sobre la grupa manchada de Noodle.
Con el tiempo se acostumbraría a aquellas bestias. Cuando alcanzaran el final de su
periplo, sin duda habrían llegado a tomarles cariño.
Más adelante, Lief recordaría con amargura aquel pensamiento.
Al llegar a la puerta delantera del establecimiento, Tom sostuvo las riendas
mientras los tres compañeros subían a las grupas de sus monturas. Tras una breve
discusión, Jasmine montó a Zanzee, Lief se quedó con Noodle y Barda eligió a Pip,
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aunque de hecho era difícil escoger, ya que había pocas diferencias entre las bestias.
Las sillas sólo podían ponerse justo detrás del cuello de los barreros, allí donde
sus cuerpos se hacían más estrechos. Ataron el equipaje detrás, sobre la amplia grupa.
Era una disposición bastante cómoda, pero aun así, Lief no pudo evitar sentirse un
poco preocupado. El suelo parecía quedar muy lejos, las riendas eran un torpe peso
en sus manos. De pronto se preguntó si después de todo aquello habría sido una
buena idea, aunque naturalmente trató de ocultar su inquietud.
Los barreros resoplaban de alegría. Saltaba a la vista que se sentían muy
complacidos de haber abandonado el cobertizo, y que ardían en deseos de hacer un
poco de ejercicio.
—Sujetad bien las riendas —dijo Tom—. Al principio puede que se muestren un
poco nerviosos. Decid «Brix» cuando queráis que echen a andar, y «Snuff» cuando
queráis que paren. Dad las órdenes en voz bien alta, porque los barreros no tienen
muy buen oído. Atadlos bien cuando os detengáis, para que no se les ocurra
marcharse. Eso es todo lo que tenéis que saber sobre ellos.
Lief, Barda y Jasmine asintieron.
—Una cosa más —murmuró Tom, inspeccionándose las uñas de los dedos—. No
os he preguntado adónde vais, porque no quiero saberlo. El conocimiento es
peligroso en estos tiempos tan difíciles que vivimos. Pero voy a daros un pequeño
consejo. De hecho, es un consejo excelente, y os sugiero que lo sigáis. A una media
hora de aquí llegaréis a un punto en el que el camino se divide. Por muy tentados que
os sintáis de hacer lo contrario, os ruego que toméis el sendero de la izquierda. Y
ahora… ¡que tengáis un buen viaje!
Levantó una mano y le dio una palmada en la grupa a Noodle.
—¡Brix! —exclamó.
Noodle empezó a avanzar con un lento bamboleo, seguido inmediatamente por
Pip y Zanzee. Kree graznó, agitando las alas por encima de ellos.
—¡No olvidéis lo que os he dicho! —les gritó Tom mientras se alejaban—.
¡Sujetad bien las riendas! ¡Aseguraos de tomar el sendero de la izquierda!
A Lief le hubiese gustado despedirse agitando la mano para demostrar que le
había oído, pero no se atrevió a separar un solo dedo de las riendas. Noodle iba cada
vez más deprisa, sus flácidas orejas impulsadas hacia atrás por la brisa y las robustas
patas moviéndose rápidamente hacia delante.
Lief nunca había estado en el mar, porque el Señor de la Sombra había prohibido
la costa a los ciudadanos de Del antes de que él naciera. Pero supuso que agarrarse a
un barrero brioso debía de parecerse mucho a navegar en un bote en mitad de una
tormenta. Era algo que requería toda tu atención.
Al cabo de unos diez minutos, la excitación inicial de los barreros se había disipado y
fueron aflojando la marcha hasta reducirla a un rítmico bamboleo. En lugar de una
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embarcación sacudida por la tempestad, Noodle empezó a recordarle a Lief un
caballo balancín que había tenido de niño.
«Esto no es tan terrible. De hecho, resulta fácil», pensó Lief lleno de orgullo y
satisfacción. ¿Qué habrían dicho sus amigos si pudieran verlo ahora?
El camino era ancho y los tres compañeros cabalgaban el uno al lado del otro.
Acunado por aquel suave movimiento, Filli se acomodó dentro de la chaqueta de
Jasmine para dormir, ahora que estaba seguro de que todo iba bien. Kree se les
adelantó, descendiendo rápidamente de vez en cuando para echar un vistazo al
terreno. Jasmine cabalgaba en silencio, con mirada pensativa. Barda y Lief hablaban.
—Vamos muy bien de tiempo —dijo Barda con satisfacción—. Estos barreros son
unas monturas ciertamente magníficas. Me sorprende que no hayamos oído hablar de
ellos antes. Nunca vi uno en Del.
—Tom dijo que es difícil conseguirlos —respondió Lief—. Las gentes de esta
parte de Deltora sin duda se los quedan para ellos. Y Del apenas tiene noticias de lo
que ocurre en los campos desde mucho antes de que viniera el Señor de la Sombra.
Jasmine lo miró y pareció disponerse a hablar, pero luego cerró la boca y no dijo
nada. Sus cejas se hallaban unidas en un marcado ceño.
Siguieron cabalgando en silencio durante unos momentos, hasta que por fin
Jasmine dijo:
—Ese sitio al que nos dirigimos, la Ciudad de las Ratas… no sabemos nada de él,
¿verdad?
—Sólo que está amurallada, parece hallarse desierta y se alza en el recodo de un
río al que llaman el Ancho —contestó Barda—. Ha sido vista por viajeros desde
lejos, pero nunca he oído una palabra de alguien que haya estado dentro de sus
muros.
—Quizá nadie que haya estado dentro ha sobrevivido para contar la historia —
dijo Jasmine sombríamente—. ¿No se te ha ocurrido pensar en esa posibilidad?
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6. Noradz
Barda se encogió de hombros.
—La Ciudad de las Ratas tiene muy mala fama, y la mañana en que el Señor de la
Sombra invadió Deltora un ak-baba fue visto sobrevolándola en los cielos. Podemos
estar casi seguros de que una de las gemas del Cinturón de Deltora está escondida
allí.
—Ya —dijo Jasmine, hablando con el mismo tono seco de antes—. Así que
tenemos que ir a ese sitio, pero apenas sabemos qué encontraremos. No podemos
prepararnos o hacer planes.
—Tampoco pudimos hacerlo en el Lago de las Lágrimas o en los Bosques del
Silencio —intervino Lief resueltamente—. Pero aun así triunfamos en ambos lugares,
igual que triunfaremos en éste.
Jasmine meneó la cabeza.
—¡Palabras valerosas! —replicó—. Quizá has olvidado que en los Bosques
contasteis con mi ayuda, y que en el Lago de las Lágrimas tuvimos a Manus para que
nos guiara. Esta vez todo es distinto. Estamos solos, sin consejo ni ayuda.
La opinión de la joven irritó visiblemente a Lief, y advirtió que también
molestaba a Barda. Jasmine quizá tuviera razón, pero ¿por qué los desalentaba de
aquella manera?
Lief le volvió la espalda y miró hacia delante. Los tres compañeros siguieron
cabalgando en silencio.
Poco después, tal como les había dicho Tom, el camino se dividió en dos. En el
centro de la bifurcación había un letrero, con un brazo que señalaba hacia la izquierda
y el otro hacia la derecha.
—¡Río Ancho! —exclamó Lief—. ¡Es el río junto al que se alza la Ciudad de las
Ratas! ¡Vaya, menudo golpe de suerte!
Lleno de excitación, empezó a volver la cabeza de Noodle hacia la derecha.
—¿Qué estás haciendo, Lief? —protestó Jasmine—. Debemos tomar el sendero
de la izquierda. Recuerda lo que dijo ese tal Tom.
—¿Es que no lo ves, Jasmine? Tom nunca hubiese soñado que iríamos
voluntariamente a la Ciudad de las Ratas —dijo Lief por encima del hombro,
mientras apremiaba a Noodle a que siguiera avanzando—. Por eso nos advirtió en
contra de este sendero. Pero da la casualidad de que es justo el camino que queremos
tomar. ¡Vamos!
Barda y Pip ya estaban siguiendo a Lief. Poco convencida, Jasmine dejó que
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Zanzee la llevara tras ellos.
Aquel camino era tan ancho como el otro; el suelo, firme y en muy buen estado,
mostraba no obstante las señales dejadas por las ruedas de los carros. Conforme
avanzaban, la tierra fue volviéndose más fértil y verde a ambos lados del camino. Allí
no había extensiones resecas ni árboles muertos. Los frutos y las bayas crecían por
doquier, las abejas zumbaban alrededor de las flores, con las patas cargadas por el
peso de las bolsas doradas llenas de polen.
A la derecha brumosas colinas púrpura se elevaban en la distancia, y a la
izquierda se divisaba el esplendor de un bosque. El camino serpenteaba delante de los
tres compañeros como una pálida cinta hasta perderse a lo lejos. El aire era fresco y
estaba lleno de aromas.
Los barreros lo olisquearon ansiosamente y apretaron el paso.
—Nuestras monturas están disfrutando mucho con esto —dijo Lief, dando unas
palmaditas en el cuello de Noodle.
—Y yo también —coincidió Barda a modo de respuesta—. Es maravilloso
cabalgar por fin a través de un terreno fértil. Al menos estas tierras no han sido
echadas a perder.
Dejaron atrás un bosquecillo y vieron que, no muy lejos delante de ellos, un
pequeño sendero se alejaba del camino principal para adentrarse en las colinas de
color púrpura. Lief se preguntó distraídamente adónde conduciría.
De pronto Noodle soltó una especie de ladrido lleno de nerviosismo y estiró el
cuello, luchando contra la presión de las riendas. Pip y Zanzee hicieron lo propio.
Entonces los barreros empezaron a saltar, cubriendo grandes distancias con cada
brinco. Lief botaba y se sacudía sobre la silla, recurriendo a todas sus fuerzas para
mantenerse encima de su montura.
—¿Qué les pasa? —gritó, mientras el viento le azotaba la cara.
—¡No lo sé! —exclamó Barda. Trataba de calmar a Pip, pero el barrero no le
prestaba la menor atención—. ¡Snuff! —gritó Barda, y Pip corrió todavía más deprisa,
el cuello estirado y la boca abierta en una ávida mueca.
Jasmine chilló cuando Zanzee inclinó la cabeza hacia delante, arrancándole
violentamente las riendas de las manos. La joven resbaló hacia un lado, y por un
instante aterrador Lief pensó que iba a caer. Pero Jasmine rodeó con los brazos el
cuello de su montura y, tirando de él, volvió a incorporarse sobre la silla. Luego se
aferró sombríamente a ella, la cabeza inclinada contra el viento, mientras Zanzee se
lanzaba a un galope desbocado, levantando a su paso las piedras del camino.
No había nada que ninguno de los tres compañeros pudiera hacer. Los barreros
eran demasiado fuertes para ellos. Llegaron atronando a la bifurcación del camino
lateral, salieron de él entre una nube de polvo y siguieron galopando hacia arriba,
dirigiéndose hacia las colinas envueltas en neblina.
Con ojos húmedos y voz ronca de tanto gritar, Lief vio cómo la mancha rojiza de
las colinas se acercaba hacia ellos. Había algo negro en el centro del color púrpura.
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Lief parpadeó, entornó los ojos e intentó ver qué era. Se aproximaban rápidamente,
cada vez más cerca…
Y de pronto, sin previo aviso, Noodle frenó en seco. Lief salió disparado por
encima de su cabeza, con su propio grito de sorpresa resonando en sus oídos. Fue
vagamente consciente de que Jasmine y Barda gritaban cuando también ellos salieron
despedidos de sus monturas. Entonces el suelo vino a su encuentro y Lief perdió el
mundo de vista.
Sentía dolor en las piernas y en la espalda, así como en la cabeza. Algo le empujaba
suavemente el hombro. Trató de abrir los ojos. Al principio éstos parecían sellados,
pero finalmente consiguió abrirlos. Una forma roja sin rostro se alzaba sobre él. Lief
intentó gritar, pero de su garganta sólo salió un gemido ahogado.
La forma roja retrocedió.
—Éste está despierto —dijo una voz.
Una mano bajó, sosteniendo una copa de agua. Lief levantó la cabeza y bebió
abundantemente. Poco a poco reparó en que estaba tendido en el suelo de una gran
sala junto a Barda y Jasmine. Las antorchas que ardían en las paredes de piedra
iluminaban la estancia y proyectaban sombras temblorosas, pero eran insuficientes
para calentar el ambiente frío. En un rincón de la sala había una enorme chimenea.
Estaba llena de grandes troncos, pero no estaba encendida.
Un abrumador olor a jabón se mezclaba con el de las antorchas. Quizá habían
fregado el suelo recientemente, porque las piedras sobre las que yacía Lief estaban
mojadas y no había una mota de polvo en ninguna parte.
La sala estaba llena de gente. Todos llevaban la cabeza afeitada, iban
extrañamente vestidos con ceñidos trajes negros y calzaban botas altas. Miraban
fijamente a los tres compañeros tendidos en el suelo, fascinados y temerosos.
El que había ofrecido el agua dio un paso atrás, y la imponente figura roja que
tanto había asustado a Lief cuando recobró el conocimiento volvió a entrar en su
campo de visión. Lief vio que se trataba de un hombre enteramente vestido de rojo
(hasta sus botas eran rojas). Un par de guantes cubrían sus manos, llevaba la cabeza
envuelta en una tela muy apretada que le tapaba la boca y la nariz, dejando sólo un
espacio para los ojos. Un largo látigo de cuero trenzado colgaba de su muñeca y se
extendía por detrás de él, siseando sobre el suelo cuando su propietario se movía.
El hombre vio que Lief había vuelto en sí y lo estaba mirando.
—Noradzeer —murmuró, pasándose las manos por el cuerpo desde los hombros
hasta las caderas.
Sin duda aquella palabra era una clase de saludo.
Lief quiso asegurarse de que, fueran quienes fuesen aquellas personas tan
extrañas, supieran que él era un amigo. Logró incorporarse hasta quedar sentado y
trató de copiar el gesto y la palabra.
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Las personas vestidas de negro murmuraron algo y también se pasaron las manos
desde los hombros hasta las caderas. Luego susurraron: «Noradzeer, Noradzeer,
Noradzeer…», hasta que la gran sala resonó con el eco de sus voces.
Lief los miró sin decir nada, aturdido.
—¿Qué… qué es este sitio?
—Esto es Noradz —dijo la figura escarlata con voz ahogada por la tela que le
cubría la boca y la nariz—. Los visitantes no son bienvenidos aquí. ¿Por qué habéis
venido?
—No… teníamos intención de hacerlo —contestó Lief—. Nuestras monturas se
desbocaron y nos salimos del camino que estábamos siguiendo. Caímos… —
murmuró, e hizo una mueca al sentir una súbita punzada de dolor detrás de los ojos.
Jasmine y Barda ya habían empezado a moverse y también les ofrecieron agua.
La figura roja se volvió hacia ellos y los saludó tal como había saludado a Lief.
Luego volvió a hablar.
—Yacíais delante de nuestras puertas con vuestras cosas esparcidas alrededor —
dijo con voz endurecida por la sospecha—. No había ninguna montura a la vista.
—¡Deben de haber escapado! —exclamó Jasmine, impaciente—. ¡Te aseguro que
no nos tiramos al suelo con la fuerza suficiente para quedar sin sentido!
El hombre de rojo se irguió y alzó amenazadoramente el látigo enrollado.
—Controla tu lengua, impía —susurró—. ¡Háblame con respeto! ¿No sabes que
soy Reece, el primero de los nueve ra-kachar?
Jasmine volvió a hablar, pero Barda alzó la voz para ahogar sus palabras.
—Lo sentimos mucho, gran ra-kachar —se excusó—. Venimos de muy lejos y no
conocemos vuestras costumbres.
—Los nueve ra-kachar hacen que las gentes respeten las leyes sagradas de la
limpieza, la vigilancia y el deber —canturreó Reece—. Eso mantiene a salvo la
ciudad. Noradzeer.
—Noradzeer —murmuraron los demás, inclinando la cabeza afeitada y pasándose
lentamente las manos por el cuerpo desde los hombros hasta los muslos.
Barda y Lief se miraron en silencio. Los dos pensaron que cuanto antes
abandonaran aquel lugar tan extraño, más tranquilos se sentirían.
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7. Costumbres extrañas
Jasmine trataba de incorporarse, mirando con nerviosismo la gran sala. Las personas
vestidas de negro volvieron a murmurar y se apartaron de ella, como si sus ajadas
ropas y sus revueltos cabellos pudieran contaminarlas de alguna manera.
—¿Dónde está Kree? —preguntó Jasmine.
Reece volvió la cara hacia ella.
—¿Hay alguien más con vosotros? —preguntó secamente.
—Kree es un pájaro —se apresuró a explicar Lief, mientras él y Barda también se
ponían en pie—. Un pájaro negro.
—Kree te estará esperando fuera, Jasmine —musitó Barda—. Y ahora cálmate,
¿quieres? Filli está bien, ¿verdad?
—Sí. Pero se ha escondido debajo de mi chaqueta y no saldrá de ahí —susurró
Jasmine, poniendo mala cara—. Este sitio no le gusta nada, y a mí tampoco.
Barda se volvió hacia Reece y se inclinó ante él.
—Os agradecemos muchísimo que hayáis cuidado de nosotros —dijo alzando la
voz—. Pero con vuestro amable permiso, ahora nos gustaría seguir nuestro camino.
—Es nuestra hora de comer, y ya hay una bandeja preparada para vosotros —dijo
Reece, recorriendo con su oscura mirada los rostros de los tres compañeros como si
los desafiara a presentar alguna objeción—. La comida ya ha sido bendecida por los
Nueve. Cuando la comida es bendecida, debe ser ingerida antes de que haya
transcurrido una hora. Noradzeer.
—Noradzeer —corearon reverentemente los demás.
Antes de que Barda pudiera decir nada más, sonaron unos gongs y dos grandes
puertas se abrieron a un extremo de la sala, dando paso al comedor que había más allá
de ellas. Ocho figuras muy altas, vestidas de rojo al igual que Reece, esperaban
inmóviles en la entrada, cuatro a cada lado. «Los otros ocho ra-kachar», pensó Lief.
Los látigos de cuero colgaban de las muñecas de los ra-kachar, que contemplaron
con adusta mirada cómo las personas vestidas de negro pasaban lentamente junto a
ellos.
A Lief le dolía la cabeza. Nunca había estado menos hambriento. Lo que quería
por encima de todo era salir de aquel lugar, pero estaba claro que no les permitirían
marcharse hasta que hubieran comido.
De mala gana, los tres compañeros pasaron al comedor. Estaba tan limpio y
reluciente como la otra estancia, y tan bien iluminado que hasta el último rincón era
visible. Largas y delgadas patas metálicas sostenían unas mesas muy altas. Había un
sencillo vaso y un plato en cada sitio, pero no utensilios para comer ni sillas. Al
parecer el pueblo de Noradz comía con los dedos, permaneciendo de pie mientras lo
hacía.
Al fondo de la sala un tramo de escalones conducía hasta una gran plataforma en
la que había otra mesa. Lief supuso que los ra-kachar debían de comer allí,
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otorgándoles una posición elevada y una buena visión de todo lo que ocurriese debajo
de ellos.
Reece llevó a Lief, Barda y Jasmine hasta su mesa, que estaba un poco separada
de las demás. Luego fue a reunirse con los otros ra-kachar, que, tal como esperaba
Lief, permanecían de pie junto a la mesa de la plataforma, vueltos hacia la multitud.
Tras ocupar su lugar en el centro, Reece alzó sus manos enguantadas y recorrió la
sala con la mirada.
—¡Noradzeer! —dijo, y se pasó lentamente las manos desde los hombros hasta
las caderas.
—¡Noradzeer! —corearon los demás.
Con un solo movimiento, todos los ra-kachar apartaron la tela que les cubría la
boca y la nariz. De inmediato los gongs volvieron a sonar y más personas vestidas de
negro empezaron a entrar en la estancia, trayendo consigo enormes bandejas de servir
que iban tapadas.
—¡No se me ocurre una manera más incómoda de comer! —susurró Jasmine.
Era la persona más baja que había en la sala, y la superficie de la mesa apenas le
llegaba a la barbilla.
Una sirvienta acudió a su mesa y depositó la bandeja con manos temblorosas. Sus
ojos, de un azul claro, estaban llenos de miedo. Era evidente que servir a los
extranjeros le resultaba aterrador.
—¿No hay niños en Noradz? —le preguntó Lief—. Las mesas son tan altas…
—Los niños sólo comen en la sala de adiestramiento —dijo la sirvienta en voz
baja—. Tienen que aprender las maneras sagradas antes de que puedan crecer para
ocupar sus sitios en la gran sala. Noradzeer.
Destapó la bandeja de comida y Lief, Jasmine y Barda emitieron un murmullo de
sorpresa. La bandeja estaba dividida en tres partes. La más grande contenía un surtido
de diminutas salchichas y otras carnes, ensartadas en pequeños pinchos de madera
junto con una gran variedad de verduras de todos los tamaños y colores. La segunda
estaba repleta de sabrosos pastelillos dorados y suaves panecillos blancos. La tercera
y más pequeña contenía frutas maceradas, pequeños pasteles rosados recubiertos de
flores de azúcar y unos extraños dulces redondos de color marrón.
Barda cogió uno de los dulces y lo miró, como si estuviera asombrado.
—¿Es posible que esto sea… chocolate? —exclamó, luego se llevó el dulce a la
boca y cerró los ojos—. ¡Lo es! —murmuró extasiado—. ¡No había probado el
chocolate desde que era guardia de palacio! ¡Hace más de dieciséis años!
Lief nunca había visto unos platos tan magníficos, y de pronto no pudo evitar
sentirse famélico a pesar de todo. Cogió uno de los pinchos y empezó a mordisquear
la carne y las verduras. ¡La comida era realmente deliciosa! No se parecía a nada de
cuanto hubiese probado antes.
—¡Qué bueno está esto! —murmuró a la sirvienta, con la boca llena.
Ella lo miró, complacida pero un poco confusa. Evidentemente aquella joven
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estaba acostumbrada a la comida de Noradz, no conocía ninguna otra manera de
comer.
La sirvienta tendió nerviosamente la mano para quitar la pesada tapa de la mesa.
Al levantarla por encima de la bandeja de servir, le temblaron los dedos y el borde de
la tapa chocó con uno de los panecillos, derribándolo del montón. El panecillo rodó
sobre la mesa y, antes de que la muchacha o Lief pudieran cogerlo, cayó al suelo.
La joven lanzó un alarido de terror. En ese instante un grito de rabia resonó en la
mesa que había en la plataforma. Todos se quedaron inmóviles.
—¡Han tirado la comida! —rugieron los ra-kachar al unísono—. ¡Recogedla!
¡Capturad a la transgresora! ¡Capturad a Tira!
Varias personas de la mesa más próxima a los invitados se volvieron hacia la
sirvienta. Una de ellas se apresuró a recoger el panecillo que había caído al suelo y lo
sostuvo encima de su cabeza. Las demás sujetaron a la sirvienta. Tira volvió a gritar
cuando empezaron a llevarla a rastras hacia la mesa de la plataforma.
Reece fue hacia los escalones, desenrollando el látigo al andar.
—Tira ha tirado comida al suelo —canturreó—. La comida que cae al suelo es
maléfica. Noradzeer. El mal debe ser ahuyentado con cien latigazos. Noradzeer.
—¡Noradzeer! —corearon las personas vestidas de negro, que permanecían de pie
alrededor de las mesas.
Todos contemplaron cómo Tira, sollozando de miedo, era arrojada al suelo a los
pies de Reece. Éste levantó el látigo…
—¡No! —gritó Lief, echando a correr desde su mesa—. ¡No la castigues! ¡He
sido yo! ¡Yo lo hice!
—¿Tú? —preguntó Reece con voz atronadora, bajando el látigo.
—¡Sí! —respondió Lief—. Yo tiré la comida. Lo siento mucho.
Sabía que cargar con la culpa era una temeridad. Pero cualesquiera que fuesen las
extrañas costumbres de aquellas gentes, Lief no podía soportar que la joven fuera
castigada por un simple accidente.
Los otros ra-kachar murmuraban entre ellos. El que estaba más cerca de Reece
fue hacia él y le dijo algo. Se produjo un momento de silencio, roto tan sólo por los
sollozos de la joven que yacía en el suelo. Luego Reece se volvió nuevamente hacia
Lief.
—Eres un extranjero, y estás sucio —dijo—. No conoces nuestras costumbres.
Los Nueve han decidido que no se te someterá al castigo.
Su voz no pudo ser más áspera. Sin duda Reece no aprobaba aquella decisión,
pero había tenido que inclinarse ante los demás en la votación.
Exhalando un suspiro de alivio, Lief volvió lentamente a la mesa mientras Tira se
levantaba del suelo y, medio tambaleándose, abandonaba la estancia.
Barda y Jasmine lo recibieron ceñudos.
—Te ha ido de poco —murmuró Barda.
—Era un riesgo que valía la pena correr —respondió Lief con voz jovial, aunque
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el corazón todavía le palpitaba con fuerza ante lo cerca que había estado del castigo
—. Pensé que lo más probable era que no castigaran a un extranjero como lo harían
con uno de los suyos… al menos en la primera ocasión.
Jasmine se encogió de hombros. Había cogido unas cuantas verduras de uno de
los pinchos y las sostenía delante de su hombro, tentando a Filli para que saliera a
comérselas.
—Deberíamos irnos de aquí lo más pronto que podamos —dijo—. Esta gente es
muy rara. Quién sabe qué otras extrañas leyes… ¡Ah, Filli, aquí estás!
Tentada por el olor de aquellos pequeños bocados, la diminuta criatura por fin se
había atrevido a sacar la nariz de debajo del cuello de la chaqueta de Jasmine. Filli
trepó cautelosamente hasta el hombro de la joven, cogió un trozo de verdura dorada
con sus minúsculas patas y empezó a mordisquearlo.
Un jadeo ahogado resonó en la mesa de la plataforma. Lief miró hacia arriba y se
quedó atónito al ver que todos los ra-kachar, con el rostro convertido en máscaras de
horror, estaban señalando a Jasmine.
Las otras personas presentes en la sala se volvieron hacia ellos. Se produjo un
momento de silencio. De pronto, todos echaron a correr hacia las puertas en una
súbita estampida mientras gritaban horrorizados.
—¡El mal! —vociferó Reece desde la plataforma—. Los impíos han traído el mal
a nuestras salas. ¡Intentan destruirnos! ¡Mirad! ¡La criatura se arrastra por allí,
encima del cuerpo de ella! ¡Matadla! ¡Matadla!
Los nueve ra-kachar bajaron a toda prisa de la plataforma como un solo hombre y
corrieron hacia Jasmine, utilizando sus látigos para abrirse paso a través de la
multitud poseída por el pánico.
—¡Es Filli! —susurró Barda—. Tienen miedo de Filli.
—¡Matadlo! —gritaron los ra-kachar, que ya estaban muy cerca.
Barda, Lief y Jasmine miraron desesperadamente alrededor. No había escapatoria
posible. Una confusa masa de cuerpos se hacinaba delante de cada puerta, tratando de
pasar por ella.
—¡Corre, Filli! —gritó Jasmine, asustada—. ¡Corre! ¡Escóndete!
Arrojó a Filli al suelo y la pequeña criatura se apresuró a huir. Los individuos
vestidos de negro gritaron al verla, retrocedieron con paso tambaleante y cayeron,
pisoteándose los unos a los otros. Filli se metió por la brecha que se había abierto en
la multitud y desapareció.
Pero Lief, Barda y Jasmine estaban atrapados, y los ra-kachar se disponían a caer
sobre ellos.
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8. El juicio
Las llamas de los grandes leños amontonados dentro de la chimenea de la sala
proyectaban una fantasmagórica claridad rojiza sobre las caras de los prisioneros.
Los tres compañeros llevaban varias horas de pie allí, mientras se realizaba una
inútil búsqueda de Filli. Los ra-kachar los custodiaban con expresión sombría, los
ojos volviéndose más oscuros y adustos conforme iban transcurriendo los minutos.
Exhaustos y en silencio, Lief, Barda y Jasmine aguardaban su destino. A esas
alturas ya habían descubierto que tratar de argumentar, enfurecerse o suplicar no
servía de nada. Al traer un animal peludo a Noradzeer, habían cometido el más
horrible de los crímenes.
Finalmente, Reece habló.
—No podemos esperar más. El juicio debe empezar.
Sonó un gong y más personas vestidas de negro empezaron a entrar en la sala. Se
dispusieron en hileras, mirando hacia los prisioneros. Lief vio que Tira, la sirvienta a
la que había salvado del castigo, se encontraba en la primera fila, muy cerca de él.
Trató de hacer que la mirara, pero Tira se apresuró a clavar la vista en el suelo.
Reece alzó la voz para que todos pudieran oírlo.
—A causa de estos seres impíos, ahora el mal vaga por Noradz. Han infringido
nuestra ley más sagrada. Aseguran haber obrado impulsados por la ignorancia. Yo
creo que mienten, y que merecen la muerte. Otros de los Nueve también lo creen,
pero opinan que su destino debería ser la cárcel. Por consiguiente, dejaremos que la
Copa sagrada se encargue de decidir.
Los tres compañeros se miraron. ¿A qué nueva locura se enfrentaban?
Reece cogió del estante que había encima de la chimenea una reluciente copa de
plata, que quizá en el pasado había sido utilizada para beber vino.
—La Copa revela la verdad —salmodió—. Noradzeer.
—Noradzeer —murmuraron las personas que lo miraban.
Acto seguido, Reece enseñó dos pequeñas tarjetas, en cada una de las cuales
había una palabra impresa.
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—Mira hacia delante —se limitó a decir.
Lief obedeció. Reece le dio la espalda, así como a los otros ra-kachar, y puso su
mano enguantada encima de la Copa.
Lief advirtió que Tira estaba observando a Reece atentamente. De pronto, sus ojos
azules se abrieron de asombro y horror. Miró fugazmente a Lief, y sus labios se
movieron sin que ningún sonido saliera de ellos.
El rostro de Lief pareció iluminarse al entender las palabras que acababa de
articular Tira.
La joven trataba de decirle que en las dos tarjetas ponía «Muerte».
Tira debía de haber visto cómo Reece sustituía la tarjeta de «Vida» por una
segunda tarjeta de «Muerte» que llevaba escondida en la manga o en el guante. Reece
estaba decidido a que los extranjeros murieran.
La alta figura roja se volvió de nuevo hacia él y alzó la Copa.
—¡Elige! —ordenó Reece secamente.
Lief no sabía qué hacer. Si gritaba que la Copa contenía dos tarjetas iguales con la
palabra «Muerte», nadie le creería. Todos pensarían que simplemente tenía miedo y
no osaba enfrentarse a la prueba. Nadie aceptaría su palabra, o la de Tira, contra la
del primer ra-kachar de Noradz. Además, a Reece no le costaría nada volver a
cambiar las tarjetas en el caso de que se dudara de él.
Lief deslizó los dedos por debajo de su camisa y aferró el topacio sujeto al
Cinturón. En el pasado aquella gema le había ayudado a encontrar respuestas. ¿Podría
ayudarlo ahora? El fuego rugía detrás de él, iluminando con un extraño resplandor la
alta figura que había frente a Lief. La Copa de plata relucía como una llama sólida.
Llama. Fuego…
Con el corazón desbocado, Lief tendió la mano, metió los dedos en el recipiente y
escogió una tarjeta. Luego, con la celeridad del rayo, dio media vuelta, pareció
tropezar y tambalearse hacia atrás y arrojó la carta a las llamas que rugían en la
chimenea. La tarjeta ardió durante un instante y luego se consumió.
—¡Pido perdón por mi torpeza! —exclamó Lief, alzando la voz para hacerse oír
por encima de los gritos horrorizados de la multitud—. Pero no os costará mucho
saber cuál fue la tarjeta que saqué. Basta con que miréis la que todavía está dentro de
la Copa.
Reece permaneció inmóvil, hirviendo de rabia y perplejidad, mientras una ra-
kachar tomaba la Copa de su mano y sacaba la tarjeta que aún había dentro, la mujer
la enseñó.
—La carta que queda es la de la «Muerte» —explicó—. El prisionero eligió la
tarjeta de la «Vida». La Copa ha hablado.
Lief sintió cómo la mano de Barda le apretaba el hombro. Con las rodillas
temblándole, se volvió hacia mis amigos. Los ojos de Barda y Jasmine estaban llenos
de alivio, pero también de interrogantes. Ambos sospechaban que Lief había
quemado la tarjeta a propósito, y se preguntaban por qué.
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—¡Llevadlos a las mazmorras! —dijo Reece con voz atronadora—. Allí pasarán
el resto de sus vidas, arrepintiéndose del mal que han hecho.
Los ocho ra-kachar restantes rodearon a Lief, Barda y Jasmine y empezaron a
sacarlos de la sala. La multitud que hablaba en susurros les abrió paso. Lief volvió la
cabeza buscando a Tira entre las figuras vestidas de negro, pero no la vio.
Al abandonar la sala, volvieron a oír la voz de Reece, que de nuevo se dirigía a la
multitud.
—¡Seguid buscando a la criatura que ha manchado nuestra ciudad! —ordenó—.
Antes de que anochezca tiene que haber sido encontrada y muerta.
Lief miró a Jasmine. La joven no abrió la boca, pero se había puesto muy pálida y
su rostro reflejaba la tensión del momento. Lief sabía que estaba pensando en Filli,
perseguido y asustado.
Los ra-kachar empujaron a sus prisioneros por un laberinto de pasillos muy bien
iluminados y los hicieron bajar por una escalera de caracol. El olor del jabón flotaba
por todas partes, las piedras que pisaban habían sido restregadas hasta sacarles brillo.
Al final de las escaleras había una estancia muy espaciosa junto a la que se
alineaban varias puertas de metal, cada una de ellas con una estrecha trampilla a
través de la cual se podía pasar una bandeja de comida. La ra-kachar que iba delante
abrió una de las puertas y sus compañeros obligaron a Lief, Barda y Jasmine a
avanzar hacia ella.
Jasmine echó un vistazo a la sombría celda sin ventanas que había más allá de la
puerta y empezó a debatirse de forma desesperada. Lief y Barda también lucharon
denodadamente por su libertad. Pero no sirvió de nada. No tenían armas y carecían de
protección contra los látigos de los ra-kachar, que restallaban alrededor de sus rostros
para aguijonearles los brazos y las piernas. Los tres compañeros se vieron empujados
hacia el interior de la celda. Entonces la puerta se cerró con un golpe seco detrás de
ellos y alguien corrió un grueso pestillo.
Los tres se arrojaron sobre la puerta para golpearla con los puños. Pero los pasos
de los ra-kachar ya se desvanecían en la distancia.
De inmediato inspeccionaron la celda en un frenético examen, buscando algún
punto débil. Era imposible mover los estrechos catres de madera sujetos a una pared.
La pileta para el agua, ahora vacía, que había clavada en otra pared era tan sólida
como la roca.
—Volverán —dijo Barda con expresión sombría—. No nos han condenado a
muerte, sino a estar enconados durante el resto de nuestras vidas. Tendrán que darnos
comida y llenar de agua la pileta. No pueden dejarnos aquí para que muramos de
hambre o de sed.
Pero las miserables horas fueron pasando y nadie acudió.
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puerta. En el mismo momento en que despertaba, Lief pensó que se trataba de un
sueño. Pero luego volvió a oír el sonido de antes. Lief saltó de su catre y corrió hacia
la puerta seguido de Jasmine y Barda. Alguien había abierto la rendija de la comida.
A través de ella, los tres compañeros pudieron ver los ojos azules de Tira.
—El primer ra-kachar dio órdenes de que él y sólo él os traería comida y agua —
murmuró la sirvienta—. Pero yo… temía que pudiera haberse… olvidado. ¿Habéis
comido? ¿Han llenado la pileta del agua?
—¡No! —respondió Lief, también en un susurro—. Y tu sabes que no es porque
se le haya olvidado, Tira. Por eso has venido. Reece tiene intención de que muramos
aquí.
—¡No puede ser! —exclamó Tira con voz angustiada—. La Copa os dio la Vida.
—¡A Reece no le importa lo que diga la Copa! —musitó Barda—. Lo único que
le interesa es su propia voluntad. ¡Abre la puerta, Tira! ¡Déjanos salir!
—¡No puedo! ¡No me atrevo a hacerlo! Habéis traído el mal a nuestro hogar y
todavía no lo hemos encontrado. Ahora todos están durmiendo excepto los cocineros
del turno de noche. Por eso he podido salir de allí sin que me vieran. Pero la gente
tiene miedo, muchos lloran en sueños. Por la mañana, reemprenderán la búsqueda.
A través de la estrecha rendija, vieron que los ojos de la joven estaban
oscurecidos por el miedo.
—En el sitio del que venimos, los animales como Filli no son unas criaturas
maléficas —le explicó Lief—. No pretendíamos haceros ningún daño trayéndolo
aquí. Filli es amigo de Jasmine. Pero si no nos sacas de esta celda, estamos
condenados a morir. Reece se asegurará de que muramos de hambre y de sed, y nunca
nadie llegará a saberlo. Nadie salvo tú.
No hubo más réplica que un suave gemido.
—¡Ayúdanos, por favor! —suplicó Lief—. ¡Por favor, Tira!
Tras un momento de silencio, los ojos desaparecieron y luego oyeron el ruido que
hacía el pestillo al abrirse.
La puerta se abrió y los tres compañeros se apresuraron a salir de la celda. Tira, el
rostro pálido a la luz de las antorchas, les dio agua y los tres bebieron ávidamente. La
joven no dijo nada mientras le daban las gracias, y cuando volvió a cerrar la puerta
tras ellos para encubrir su huida, se estremeció y se cubrió la cara con las manos. Tira
sentía que lo que acababa de hacer estaba muy mal.
Pero cuando los tres compañeros encontraron sus mochilas escondidas en un
hueco entre los escalones de piedra, Tira soltó una exclamación de sorpresa.
—¡Nos dijeron que las habían metido en la celda con vosotros! —dijo—. Para
que pudierais dormir encima de algo y tuvierais algunas comodidades.
—¿Quién os dijo eso? —preguntó Barda con expresión sombría.
—El primer ra-kachar —susurró ella—. Dijo que él mismo os las había llevado.
—Bueno, pues como puedes ver no lo hizo —repuso secamente Jasmine,
echándose la mochila a la espalda.
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—Tenemos que escapar de la ciudad —susurró Barda—. ¿En qué dirección
deberíamos ir?
—No hay ninguna salida. —Tira meneó la cabeza con vehemencia—. La puerta
de la colina está cerrada y atrancada. Cada mañana llevan allí a los que trabajan en
los campos, y por la noche los devuelven a la ciudad. Nadie más puede salir de aquí,
bajo pena de muerte.
—¡Tiene que haber otra manera! —musitó Lief.
Tira titubeó y volvió a negar con la cabeza. Pero Jasmine había reparado en la
vacilación, y enseguida saltó sobre ella.
—¿Y entonces en qué estabas pensando hace un momento? ¡Dinos qué se te pasó
por la cabeza! —la apremió.
Tira se lamió los labios y respondió:
—Se dice… que el Agujero termina llevando al mundo exterior. Pero…
—¿Qué es el Agujero? —preguntó Barda—. ¿Dónde se encuentra?
—Está cerca de las cocinas —dijo Tira, y se estremeció—. Es el lugar por el que
echan la comida que no supera la inspección. Pero está… prohibido.
—¡Llévanos allí! —susurró Jasmine impetuosamente—. ¡Llévanos allí ahora
mismo!
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9. Las cocinas
Avanzaron por los pasillos con el sigilo de unos ladrones, escondiéndose en algún
pasadizo lateral cada vez que oían aproximarse a alguien. Finalmente llegaron a una
pequeña puerta metálica.
—Esta puerta lleva a las pasarelas que discurren por encima de las cocinas —
susurró Tira—. Los ra-kachar utilizan las pasarelas para controlar los trabajos que se
llevan a cabo abajo, y también las usan los encargados de lavar las paredes de las
cocinas.
Abrió un poco la puerta. Desde el espacio que se extendía más allá llegó hasta
ellos el olor de la cocina, y un estruendo ahogado.
—Guardad silencio y andad sin hacer ruido —musitó la joven—. Así no se darán
cuenta de que estamos aquí. Los cocineros del turno de noche siempre están
corriendo. Tienen mucho que hacer antes de que amanezca.
Se deslizó por el hueco de la puerta y los tres compañeros la siguieron. La visión
que apareció ante sus ojos los dejó asombrados.
Estaban en una estrecha pasarela metálica. Muy por debajo de ellos se extendían
las enormes cocinas de Noradz, resonando con un sinfín de ruidos y llenas de luz.
Eran enormes, tan grandes como una pequeña aldea, y estaban llenas de trabajadores
vestidos igual que Tira, pero de un blanco reluciente.
Algunos pelaban verduras o preparaban fruta. Otros estaban mezclando, cociendo
o removiendo el contenido de perolas que burbujeaban sobre los enormes fuegos.
Miles de pasteles se enfriaban en estanterías metálicas, esperando a ser adornados y
recubiertos de azúcar. Cientos de tartas eran sacadas de los grandes hornos. A un
extremo de las cocinas, un equipo guardaba comida ya preparada en cajas y
recipientes de cristal o de barro.
—Esto no puede ocurrir cada día y cada noche, ¿verdad? —preguntó Lief con
asombro—. ¿Cuánta comida pueden llegar a comer los habitantes de Noradz?
—Sólo se consume una pequeña cantidad de la comida que se prepara —
respondió Tira en un susurro—. La mayor parte de lo que se cocina no supera la
inspección y se tira. —Suspiró—. Los cocineros son adiestrados desde la infancia y
se los considera muy valiosos, pero no me gustaría ser uno de ellos. Esforzarse tanto
y fracasar tan a menudo hace que se sientan muy tristes.
Echaron a andar por la pasarela, mirando hacia abajo para contemplar con
fascinación aquella actividad frenética. Al cabo de unos cinco minutos, Tira se detuvo
y se agazapó.
—¡Ra-kachar! —murmuró.
En aquel momento dos figuras vestidas de rojo estaban entrando en las cocinas.
—Es una inspección —susurró Tira.
Los ra-kachar se dirigieron rápidamente hacia cuatro cocineros que les esperaban
de pie, con las manos detrás de la espalda. Montones de jarras de frutas azucaradas,
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resplandecientes como joyas, estaban alineadas en un gran mostrador a la espera de
ser inspeccionadas.
Los ra-kachar caminaron parsimoniosamente a lo largo de la hilera de jarras,
contemplándolas con suma atención. Cuando llegaron al final de la hilera, dieron
media vuelta y la recorrieron por segunda vez. En esta ocasión señalaron ciertas
jarras, los cocineros las cogieron y las llevaron a otro estante.
Cuando la inspección llegó a su fin, seis jarras de frutas habían sido separadas del
resto.
—Ésas son las jarras que serán bendecidas y comidas por la gente —dijo Tira—.
Han rechazado el resto.
Miró con simpatía a los cocineros que, con los hombros encorvados por la
decepción, habían empezado a echar las jarras rechazadas dentro de un enorme cubo
metálico.
Lief, Barda y Jasmine los miraron, horrorizados, toda aquella fruta les parecía
deliciosa y en perfecto estado.
—¡Esto es malvado! —musitó Lief con irritación, mientras los ra-kachar se
volvían para dirigirse a otra parte de las cocinas—. En Del la gente pasa hambre y
rebusca entre los desperdicios. ¡Y aquí desperdician una comida excelente!
Tira meneó la cabeza.
—Esa comida no era buena —insistió vehementemente—. Los ra-kachar saben
cuándo la comida no está limpia. Con sus inspecciones protegen a las personas de la
enfermedad. Noradzeer.
A Lief le hubiese gustado discutirlo, y Jasmine también había enrojecido de ira.
Pero Barda los miró y negó con la cabeza, advirtiéndoles de que debían guardar
silencio. Lief se mordió los labios. Sabía que Barda tenía razón. Necesitaban la ayuda
de Tira, no tenia sentido ponerla nerviosa. Ella no podía entender cómo estaban las
cosas en el resto de Deltora. Solo conocía el lugar donde vivía, las leyes con las
cuales había crecido.
Siguieron avanzando en silencio por la pasarela hasta llegar al final de las
cocinas. Una empinada escalera metálica descendía hasta el suelo para detenerse
justo enfrente de una puerta.
—El Agujero está detrás de esa puerta —susurró Tira—. Pero…
Se interrumpió y volvió a agacharse, haciendo señas a los tres compañeros para
que la imitaran. Los cuatro cocineros que habían preparado las frutas azucaradas
aparecieron debajo de la pasarela, llevando el cubo con las jarras desechadas. Habían
cubierto el recipiente con una tapa metálica. Los cocineros lo sacaron por la puerta y
desaparecieron al otro lado.
—Van a tirar el cubo en el Agujero —dijo Tira.
Poco después, los cocineros volvieron y se encaminaron a su puesto en las
cocinas para dar inicio a la labor de preparar más comida. Tira, Lief, Barda y Jasmine
bajaron sigilosamente por las escaleras, dejaron atrás estantes llenos de ollas y
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sartenes, y entraron por la puerta.
Se encontraron en una pequeña habitación vacía. A su izquierda había una puerta
pintada de rojo. Enfrente de ellos, en la pared que quedaba delante de las cocinas, una
reja metálica cerraba el círculo oscuro de la entrada al Agujero.
—¿Adónde lleva la puerta roja? —preguntó Barda.
—A los aposentos donde duermen los Nueve —susurró Tira—. Se dice que
duermen por turnos, y que cruzan esta puerta cuando acuden a hacer las inspecciones.
Miró nerviosamente por encima del hombro.
—Y ahora separémonos. Os he traído hasta aquí porque me lo habéis pedido, pero
pueden sorprendernos en cualquier momento.
Los tres compañeros avanzaron cautelosamente hasta el Agujero y atisbaron a
través de la reja. Entrevieron el principio de un túnel recubierto de una piedra que
parecía relucir con destellos rojizos. El techo y los lados del túnel describían una
suave curva. Era muy estrecho y descendía hacia la oscuridad. Entonces algo gruñó
en las profundidades.
—¿Qué hay dentro? —murmuró Lief.
—No lo sabemos —respondió Tira—. Sólo los ra-kachar pueden entrar en el
Agujero y sobrevivir.
—¡Eso es lo que ellos os dicen! —replicó Lief despectivamente.
Pero Tira meneó la cabeza.
—Una vez vi dos personas que trataban de escapar de la ciudad a través del
Agujero —musitó—. Ambas fueron sacadas de él convertidas en dos rígidos
cadáveres. Tenían los ojos muy abiertos, como si miraran fijamente. Sus manos
estaban destrozadas y llenas de ampollas. Había espuma en sus labios. —Se
estremeció—. Se dice que murieron de miedo.
El rugido ahogado de antes volvió a salir del túnel, todos escrutaron la oscuridad,
pero no vieron nada.
—¿Sabes dónde están nuestras armas, Tira? —preguntó Barda con tono
apremiante—. ¿Las espadas… y las dagas?
Tira asintió cautelosamente.
—Están esperando en el horno —susurró—. Mañana las fundirán, para hacer con
ellas nuevos utensilios de cocina.
—¡Tráenoslas! —la instó Barda.
Tira negó con la cabeza.
—¡No puedo hacerlo! —susurró desesperada—. Está prohibido tocarlas, y ya he
cometido crímenes terribles por vosotros.
—¡Lo único que queremos es marcharnos de aquí! —exclamó Lief—. ¿Qué daño
puede hacerle eso a tu pueblo? Nadie sabrá nunca que fuiste tú la que nos ayudó.
—Reece es el primero de los Nueve —murmuró Tira—. Su palabra es ley.
—Reece no merece tu lealtad —replicó Barda furiosamente—. ¡Tú misma has
comprobado que miente y hace trampa, que se burla de vuestras leyes! ¡Si alguien
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merece morir, es él!
Con aquellas palabras, había ido demasiado lejos. Las mejillas de Tira
enrojecieron y, abriendo mucho los ojos, se volvió y entró corriendo en la cocina. La
puerta se cerró detrás de ella.
Barda suspiró impacientemente.
—La he asustado —musitó—. ¡Debería haber dominado mi lengua! ¿Qué
haremos ahora?
—Usar aquello de lo que disponemos —dijo Lief, levantando resueltamente la
reja de la entrada del túnel—. Si los ra-kachar pueden entrar en el Agujero y
sobrevivir, nosotros también lo haremos… con armas o sin ellas.
Se volvió hacia Jasmine y la llamó con un gesto de la mano. Ella retrocedió,
meneando la cabeza.
—No puedo ir —dijo en voz alta—. Pensaba que Filli quizá estaría aquí,
esperándome. Pero no está. Él nunca se iría de Noradz sin mí, y yo no me iré sin él.
A Lief le entraron ganas de zarandearla.
—¡No hay tiempo que perder, Jasmine! —la apremió—. ¡Basta de tonterías!
Jasmine volvió su límpida mirada verde hacia él.
—No os estoy pidiendo a ti y a Barda que os quedéis aquí —dijo sin inmutarse—.
Empezasteis esta búsqueda sin mí, así que ahora podéis seguir con ella. —Desvió la
mirada—. En cualquier caso, quizá… sería mejor.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Lief—. ¿Por qué sería mejor?
Ella se encogió de hombros.
—No estamos de acuerdo en… ciertas cosas —dijo—. No estoy segura de…
No pudo terminar la frase, porque en ese momento la puerta roja se abrió
súbitamente detrás de ella y Reece entró en la habitación, sus negros ojos reluciendo
con un destello de furia triunfal. Antes de que Jasmine pudiera moverse, Reece ya la
había apresado con un poderoso brazo y la levantaba del suelo.
—¡Bien, muchacha! —masculló al oído de Jasmine—. Mis sentidos no me han
engañado. ¿Mediante qué hechizo escapasteis de vuestra celda?
Lief y Barda dieron un paso hacia él, pero un trallazo de su látigo los mantuvo a
raya.
—¡Espías, eso es lo que sois! —gruñó Reece—. Ahora vuestra perversidad sí que
ha quedado demostrada. Ahora invadís nuestras cocinas… sin duda para guiar a
vuestra maléfica criatura hacia ellas. Cuando la gente se entere de esto, les encantará
veros morir mil muertes.
Jasmine se resistió, pero la presa de Reece era fuerte como el hierro.
—No puedes escapar, muchacha —se burló él—. En estos instantes varios de los
Nueve ya avanzan más allá de esta puerta. Tus amigos morirán antes que tú. Confío
en que disfrutarás oyendo sus gritos.
Volvió a descargar sus latigazos sobre Lief y Barda, que retrocedieron, lenta pero
inexorablemente, hacia el Agujero.
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10. El Agujero
Un pensamiento ardía en la mente de Lief con más intensidad que todos los demás.
Algún terrible peligro realmente acechaba dentro de la oscuridad del Agujero, porque
de lo contrario Reece no estaría sonriendo triunfalmente mientras empujaba a sus
prisioneros hacia él.
Barda y Jasmine sin duda habían llegado a la misma conclusión. La joven gritaba,
arañando vanamente las gruesas vestiduras del ra-kachar. Barda intentaba no moverse
de donde estaba, rodeándose la cabeza con los brazos para protegerla.
El látigo de cuero silbaba malévolamente junto a las orejas de Lief. Éste
retrocedió tambaleándose y trató de volverse, los ojos llenos de lágrimas debido al
dolor. El látigo chasqueó de nuevo y la sangre caliente empezó a correr por el cuello
y los hombros de Lief. La oscuridad del Agujero aguardaba justo delante de él…
Entonces se oyó un golpe sordo. Y de pronto cesaron los chasquidos del látigo y
las punzadas de dolor.
Lief se volvió de inmediato.
Tira se hallaba inmóvil tras el cuerpo de Reece, que yacía en el suelo. La puerta
de la cocina estaba abierta de par en par detrás de ella. La mano izquierda de la joven
aferraba las armas de los tres compañeros; la derecha, la sartén de freír que había
cogido del estante de la cocina y que acababa de utilizar para golpear a Reece en la
cabeza.
Dejando escapar un jadeo de horror ante lo que había hecho, Tira arrojó
violentamente la sartén lejos de ella. El utensilio chocó contra las piedras con un
estruendo metálico.
Lief, Barda y Jasmine corrieron hacia ella y tomaron sus armas de las manos de
Tira. La sirvienta parecía estar paralizada por el estupor. Había acudido en su defensa
sin pensar en lo que hacía, pero era evidente que al atacar a un ra-kachar había
cometido un terrible crimen.
—¡Barda! —susurró Jasmine apremiantemente, y señaló con el dedo el picaporte
de la puerta roja, que estaba girando.
Barda se abalanzó sobre la puerta y se apoyó contra ella con todas sus fuerzas.
Jasmine añadió su peso al suyo. Entonces se inició una furiosa sucesión de golpes y
la puerta se estremeció.
—¡Corre, Tira! —musitó Lief—. ¡Vete! Olvida que esto ha ocurrido.
Tira lo miró con los ojos abiertos desorbitadamente. Lief la condujo a toda prisa
hacia la puerta de la cocina, la empujó por el hueco y corrió el pestillo detrás de ella.
Los ra-kachar que trataban de derribar la puerta roja ya no contarían con la ayuda de
las gentes de la cocina y, con un poco de suerte, Tira podría llegar a la escalera y
subir hasta la pasarela sin ser vista.
Se volvió justo a tiempo de ver cómo Barda y Jasmine caían al suelo y la puerta
roja se abría de golpe. Se apresuró a ir en ayuda de sus amigos, y en ese momento,
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tres ra-kachar cargaron por la abertura. Aunque habían sido bruscamente arrancados
de su sueño, iban vestidos con sus trajes, sus guantes y sus botas rojas, y llevaban la
cabeza y el rostro cubiertos.
Sus ojos ardían de rabia mientras irrumpían en la pequeña habitación. Pero
cuando vieron a su líder en el suelo y a los tres prisioneros de pie junto a él, rugieron
y se abalanzaron sobre ellos, haciendo chasquear sus látigos sin piedad.
Barda, Lief y Jasmine fueron obligados a retroceder, con sus espadas lanzando
inútiles mandobles al aire. Lief gritó de frustración cuando un látigo se enroscó
alrededor de su espada y se la arrancó de la mano.
Estaba indefenso. En cuestión de segundos oyó horrorizado el ruido que hacía la
espada de Barda cuando también cayó al suelo. Las dos dagas de Jasmine eran la
única defensa con que contaban. Pero los ra-kachar seguían avanzando,
empujándolos hacia un rincón con los chasquidos de los látigos entrecruzándose en el
aire como una terrible máquina de cortar.
—¡Basta! —gritó Jasmine con voz aguda—. ¡No pretendemos haceros ningún
daño! ¡Sólo queremos irnos de este lugar!
Los ecos de su voz resonaron en las paredes de piedra, elevándose por encima del
restallar de los látigos. Los ra-kachar no se detuvieron. Ni siquiera parecían oírla.
Pero alguien sí la había oído. Una pequeña masa de pelo gris cruzó la puerta entre
ensordecedores gritos de júbilo.
—¡Filli! —exclamó Jasmine.
Los ra-kachar gritaron, horrorizados, tratando de apartarse del pequeño animal,
que pasó corriendo entre ellos y saltó al hombro de Jasmine.
La distracción sólo duró un instante, pero era todo lo que necesitaba Barda.
Lanzándose con un rugido sobre las dos figuras vestidas de rojo más próximas, las
hizo caer al suelo empujándolas con todas sus fuerzas. Las cabezas de los ra-kachar
chocaron contra las piedras, y ambos se quedaron inmóviles en el suelo.
Lief se volvió hacia el tercer ra-kachar, le lanzó una rápida patada, y notó cómo
su pie impactaba con la pierna de su enemigo justo por encima de la bota. El ra-
kachar gritó y se tambaleó. Entonces Lief cogió la sartén de freír y lo derribó de un
solo golpe en la cabeza.
Jadeando sobre los cuerpos de sus enemigos caídos, los tres amigos volvieron la
mirada hacia Jasmine, que no se había movido del sitio en el que estaba acariciando a
Filli mientras le hablaba suavemente.
—Filli nos ha salvado —dijo Jasmine alegremente—. ¡Qué valiente es! Estaba
perdido, pero oyó mi voz y vino corriendo hacia mí. Pobre Filli. ¡Ha corrido un gran
peligro, y ha pasado mucho miedo!
—¡Él ha corrido un gran peligro y ha pasado mucho miedo! —estalló Barda—.
¿Y nosotros qué?
Pero Jasmine se limitó a encogerse de hombros mientras volvía a acariciar el
pelaje de Filli.
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—¿Qué vamos a hacer ahora? —musitó Lief—. Aquí hay cuatro ra-kachar,
contando a Reece. Y sabemos que hay otros dos en las cocinas. Pero siguen faltando
tres de los Nueve. ¿Dónde están? ¿Adónde deberíamos ir para estar a salvo?
—Tendremos que probar suerte con el túnel —propuso Barda sombríamente,
mirando alrededor en busca de su espada—. No nos queda ninguna otra salida.
Lief observó el Agujero.
—Reece pensaba que lo que sea que hay ahí dentro nos mataría —dijo.
—Si los ra-kachar pueden sobrevivir a ello, nosotros también lo haremos —
replicó secamente Barda—. Ellos son fuertes y unos buenos guerreros, pero no tienen
poderes mágicos.
—Deberíamos ponernos sus ropas —dijo Jasmine desde su lugar en la pared—.
Seguramente no es una casualidad que se vistan de manera diferente a como lo hacen
las otras gentes de este lugar y sólo ellos puedan utilizar el Agujero. La criatura que
mora en la oscuridad quizá ha sido adiestrada para que ataque a todos los colores
excepto el rojo.
Barda asintió lentamente.
—Podría ser. En cualquier caso, llevar las vestimentas de los ra-kachar es una
buena idea —coincidió—. Nuestras prendas nos marcan como extranjeros. Nunca
conseguiríamos salir de la ciudad por la entrada principal. Pero quizá por la parte
trasera…
Sin perder un instante, los tres compañeros empezaron a desnudar a los tres ra-
kachar a los que acababan de derrotar. Jasmine demostró ser muy rápida y diestra en
aquella labor. Lief no pudo evitar recordar con un escalofrío cuántas veces había
desnudado los cuerpos de los guardias grises en los Bosques del Silencio. Lo había
hecho para obtener ropa y otras cosas que necesitaba, siempre de forma eficiente y
sin sentir compasión ni por un solo instante, tal como estaba haciendo ahora.
Se vistieron a toda prisa, poniéndose las prendas rojas por encima de sus ropas y
calzándose las botas encima de sus propios zapatos. Los ra-kachar no se movieron.
Unas ceñidas prendas interiores blancas los cubrían desde las muñecas hasta los
tobillos. Al igual que los demás habitantes de la ciudad, llevaban la cabeza afeitada.
—Ahora no parecen tan peligrosos —dijo Jasmine sombríamente, envolviéndose
la cabeza con un paño rojo y asegurándose de que Filli se hallaba a buen recaudo
debajo del cuello abotonado de sus prendas.
A pesar de la premura y la preocupación que sentía, Lief no pudo evitar sonreír
cuando la miró. Jasmine tenía un aspecto muy raro. Las vestimentas de los ra-kachar
eran demasiado holgadas para él e incluso para Barda, pero en el caso de Jasmine le
colgaban en enormes pliegues. Los guantes no suponían un problema, porque estaban
hechos de una tela que se ceñía a la piel, adaptándose a todas las tallas. Pero Lief
dudaba de que Jasmine pudiera andar calzada con aquellas enormes botas rojas.
Ella ya había pensado en eso. Con las botas en la mano, Jasmine corrió hasta
donde yacía Reece. Le quitó los guantes, hizo una bola con ellos y los metió dentro
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de la puntera de una bota. Luego desató la tela que le envolvía la cabeza y la cara y la
utilizó en la segunda bota.
—Está despertando —dijo Jasmine, calzándose las botas. Luego cogió la daga
que colgaba de su cinturón.
—¡No lo mates! —exclamó Lief, lleno de pánico.
Jasmine lo miró con sorpresa.
—¿Por qué no? —preguntó—. Si él estuviera en mi lugar y yo en el suyo, Reece
me mataría. Y si hubieras podido, tú le habrías matado cuando él te atacó.
Lief no podía explicárselo. Sabía que Jasmine nunca estaría de acuerdo en que
matar sin tener ocasión de pensarlo, en defensa de la propia vida, era algo muy
distinto de matar a un hombre, incluso un enemigo, a sangre fría.
Pero Barda soltó una exclamación ahogada y se encaminó hacia Jasmine para
ponerse en cuclillas junto al cuerpo de Reece.
—¡Mirad esto! —musitó, inclinando la cabeza del hombre hacia un lado.
Lief se arrodilló junto a él. En el cuello de Reece vio la fea cicatriz de una antigua
quemadura. La cicatriz tenía una forma que Lief conocía muy bien.
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Se echaron las mochilas a la espalda, llevaron a Reece hasta la entrada del
Agujero y lo empujaron al interior de la oscuridad. Luego, uno por uno, fueron
entrando detrás de él. Ya no había tiempo para pensar en qué les esperaba allá abajo.
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11. El precio de la libertad
Lief fue bajando cautelosamente por la pendiente, sujetando los tobillos de Reece con
una mano enguantada y agarrándose con la otra a los lados y el techo del pasadizo
para evitar moverse demasiado deprisa. No resultaba fácil, porque la roca estaba
recubierta por una delgada capa de hongos que se escurrían y quedaban aplastados
debajo de los dedos. El conducto fue ensanchándose gradualmente hasta ser justo lo
bastante espacioso para que uno de aquellos grandes cubos de las cocinas pudiera
pasar por él sin quedar atascado.
La mochila de Lief no paraba de engancharse en el techo. Con un grito de
advertencia a Barda, que estaba detrás de él, Lief se retorció hasta soltar las tiras de
sus hombros, dejando que su cuerpo siguiera deslizándose hacia delante por debajo
de la mochila, consciente de que ésta seguiría bajando tras él. La pendiente se había
vuelto más pronunciada, y Lief tuvo que esforzarse para no caer en un inoportuno
resbalón.
Se habían producido otros cambios. El gruñido era más intenso, un rumor
incesante que parecía llenar los oídos y la mente de Lief. Ahora le costaba más
sujetar a Reece, que aunque no estaba del todo despierto había empezado a mover las
piernas, a agarrarse a las paredes con las manos y a levantar la cabeza de tal manera
que rozaba el techo del túnel de vez en cuando.
Una luz brillaba por debajo de ellos, un tenue resplandor demasiado amarillo para
que se tratase de la luz de la luna. La claridad no tardó en aumentar y Lief
comprendió que estaba llegando al final de la pendiente, donde el pasadizo se
nivelaba.
—¡Preparaos! —les gritó a Barda y Jasmine.
Casi en el mismo instante, el cuerpo de Reece comenzó a retorcerse y agitarse sin
previo aviso. El ra-kachar gritó y dio patadas. Sus tobillos escaparon de la presa de
Lief, y Reece empezó a alejarse en su caída hacia la luz. Todavía un poco
conmocionado, Lief vio cómo el cuerpo convulso de Reece llegaba al final de la
pendiente.
Pero no se detuvo allí. De forma inexplicable, continuó moviéndose.
Pensando únicamente en no perder de vista a su enemigo, Lief dejó de agarrarse a
los muros y se dejó caer por la última parte de la pendiente. Unos instantes bastaron
para que llegara al nivel del suelo.
El túnel se ensanchaba delante de él. Una suave claridad brotaba del techo, el
sordo rumor resonaba por todas partes.
El suelo que pisaba Lief ya no era la lisa y dura roca del túnel, sino algo más
suave y lleno de irregularidades, algo que temblaba levemente bajo sus manos… ¡y
que se movía! Al igual que Reece, Lief estaba siendo transportado hacia delante… ¡y
era el mismo suelo el que lo hacía!
La figura vestida de rojo se arrastraba por delante de él. Lief se levantó y corrió
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hacia ella, cubriendo la distancia en cuestión de segundos. Saltó sobre el hombre que
se retorcía y luchó contra él durante unos momentos, tratando de inmovilizarlo.
Los dos cuerpos, rodando por el suelo, chocaron con la pared. Lief notó el áspero
roce de la tierra debajo de ellos, una rugosidad que no se movía ni hacia ruido. Su
oponente arqueó la espalda, giró y se quedó inmóvil.
Entonces Lief reparó en dos cosas. El centro del sendero era un camino móvil,
impulsado por alguna maquinaria invisible. Y Reece estaba muerto. Horriblemente
muerto. Contempló aquel desagradable rostro y se estremeció, recordando la
descripción hecha por Tira de otros que habían intentado escapar a través del
Agujero.
De pronto oyó un alarido y vio que Barda y Jasmine venían corriendo hacia él por
el sendero, surgiendo de la oscuridad con asombrosa rapidez.
—¡Saltad hacia el lado! —les gritó Lief—. ¡La cinta móvil solo está en el centro!
Sus compañeros obedecieron, tambaleándose cuando sus pies pisaron terreno
firme. Al llegar junto a Lief y ver el cuerpo de Reece, no pudieron reprimir un
gemido de horror.
—¿Qué… qué le ha pasado? —murmuró Barda, estremeciéndose.
Tenía la palma de las manos y la parte superior del cráneo afeitado manchados
con aquel hongo rojo, y estaba cubierto de horribles ampollas. La espuma cubría sus
labios. El rostro, contorsionado en una mueca de agonía, se había vuelto azul.
—¡Veneno! —musitó Jasmine y miró febrilmente en torno a ella—. En los
Bosques del Silencio hay una araña cuya mordedura puede…
—Aquí no hay arañas —la interrumpió Lief, sintiendo que se le revolvía el
estómago. Su dedo tembló ligeramente cuando señaló la cabeza y las manos del
muerto—. El hongo del pasaje… Creo… creo que su contacto sobre la piel desnuda
es letal. Hemos arrastrado a Reece hasta su muerte. Él despertó y vio dónde estaba.
Pero ya era demasiado tarde.
—Yo no lo sabía —dijo Jasmine con voz desafiante—. ¡No sabía que quitarle los
guantes y la tela que le envolvía la cabeza lo mataría!
Todos contemplaron el cuerpo inerte con ojos llenos de horror.
—Pues claro que no lo sabías —murmuró Barda—. ¿Cómo ibas a saberlo? Sólo
los ra-kachar saben que los guantes y la tela que les cubre la cabeza es lo que les
permite entrar en el Agujero y sobrevivir. —Torció el gesto—. Ahora el hongo ha
manchado nuestras prendas. ¿Cómo vamos a quitárnoslas sin que nos pase nada?
Lief ya estaba pensando en aquello.
—Creo que el veneno sólo es letal cuando está fresco —musitó, bajando la
mirada hacia sus manos enguantadas—. De lo contrario, no veo cómo los ra-kachar
podrían moverse entre sus gentes sin que el veneno las afectara.
—Rezo para que estés en lo cierto —dijo Barda, encogiéndose de hombros.
Entonces oyeron un suave ruido detrás de ellos. Los tres compañeros se volvieron
para ver la forma reluciente de uno de los cubos plateados resbalando Agujero abajo
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hasta detenerse encima del sendero móvil. El cubo quedó inmóvil y luego avanzó
hacia ellos.
—Cerré la reja detrás de nosotros, esperando que los cocineros no se percataran
de que habíamos escapado al interior del Agujero —dijo Jasmine—. Parece que no se
han dado cuenta.
—Todavía no —dijo Barda sombríamente—. Pero en cuanto registren los
aposentos donde duermen los ra-kachar, sabrán que no había ningún otro lugar al que
pudiéramos ir. Tenemos que encontrar la salida rápidamente. Si seguimos este túnel,
creo que terminaremos saliendo al otro lado de la colina.
Abandonaron el cuerpo de Reece, volvieron a saltar al sendero móvil y echaron a
correr por él. El tambor plateado no tardó en quedar atrás.
Poco después vieron un resplandor delante de ellos, sintieron un soplo de aire
fresco en la cara y oyeron el sonido de voces y ruidos metálicos. Volvieron a saltar
del sendero móvil y empezaron a arrastrarse junto a él, manteniéndose lo más
pegados posible a la pared del túnel.
La claridad fue en aumento. Las voces se hicieron más fuertes. También había
extraños sonidos, una especie de roces y resoplidos que a Lief le resultaron
familiares, aunque no podía situarlos. Y de pronto vio una entrada frente a ellos. El
camino móvil se detenía junto a ella, y unos cuantos de aquellos cubos plateados se
alzaban en la abertura como centinelas. Más allá de ellos, Lief vio la silueta de los
árboles y un cielo gris. Un pájaro nocturno entonó su canto. Ya casi había amanecido.
Mientras miraba, tres figuras muy altas entraron en su campo de visión. Cada una
de ellas levantó uno de los cubos y luego desapareció, llevándoselo consigo.
—¡Eran ra-kachar! —susurró Jasmine—. ¿Los habéis visto?
Lief asintió sin entender nada. Así que los tres ra-kachar que faltaban se
encontraban allí. ¿Qué estaban haciendo con la comida que había sido arrojada a los
cubos? ¿Y qué eran aquella especie de bufidos? Lief estaba seguro de que los había
oído antes. Pero ¿dónde?
Los tres compañeros se arrastraron hacia delante, procurando no separarse de la
pared mientras estiraban el cuello para ver a través de la entrada. Pero cuando la
escena que tenía lugar fuera se mostró a sus ojos, los tres se quedaron inmóviles y la
contemplaron con asombro.
Los ra-kachar estaban subiendo los cubos a un carro, esparciendo paja entre ellos
con cuidado para que no hicieran ruido al chocar unos con otros. Dos carros más, ya
cargados, esperaban. Y olisqueando alegremente el suelo entre los varales de cada
carro había… ¡un barrero!
—¡Se están llevando los cubos! ¡Y están utilizando a nuestros barreros para
hacerlo! —murmuró Lief.
Jasmine meneó la cabeza.
—No creo que sean nuestros animales —murmuró—. Se parecen mucho, pero las
manchas de colores están en lugares distintos. —Atisbo por la esquina de la entrada y
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se puso rígida—. Ahí arriba hay un campo entero lleno de barreros —susurró—. ¡Por
lo menos habrá unos veinte!
Barda negó con la cabeza.
—Nuestras bestias probablemente estarán entre ellos —dijo sombríamente—.
Pero pueden quedarse aquí. No volvería a montar en un barrero ni aunque mi vida
dependiera de ello.
—Bueno, pues ahora nuestras vidas dependen de que nos alejemos de aquí lo más
deprisa que podamos —musitó Jasmine—. ¿Qué crees que deberíamos hacer?
Barda y Lief se miraron. Ambos estaban pensando en lo mismo.
—La capa de paja que hay entre los cubos es muy tupida —dijo Lief—. Creo que
podríamos escondernos en ella.
Barda asintió.
—Y así la historia se repetirá, Lief —dijo con una sonrisa—. Escaparemos de
aquí de la misma manera que tu padre escapó del palacio en Del cuando era un
muchacho. ¡Encima de un carro de la basura!
—Pero ¿qué hay de Kree? —susurró Jasmine—. ¿Cómo sabrá dónde estoy?
Como en respuesta a su pregunta, un graznido resonó en uno de los árboles. El
rostro de Jasmine se iluminó de alegría.
—¡Está aquí! —murmuró.
En ese momento los ra-kachar volvieron por más cubos y los tres compañeros se
apresuraron a ocultarse para no ser vistos. Pero en cuanto las figuras vestidas de rojo
se alejaron con paso vacilante bajo el peso de sus enormes cargas, tres sombras
salieron corriendo del refugio que ofrecía la entrada y subieron a uno de los carros
cargados. Una de ellas señaló los árboles mientras se escondía debajo de la paja que
había entre los cubos y un pájaro graznó a modo de respuesta.
Los amigos permanecieron agazapados, inmóviles y ocultos mientras los ra-
kachar terminaban su trabajo.
—¿Ese era el último? —oyeron preguntar a una voz familiar. Era la mujer que
había hablado en favor de ellos durante el juicio.
—Eso parece —dijo otra voz—. Creía que habría más. Tiene que haber algún
problema en las cocinas. Pero no podemos esperar más, o llegaríamos demasiado
tarde.
«¿Demasiado tarde? —se preguntó Lief, súbitamente alerta—. ¿Demasiado tarde
para qué?».
Oyeron el crujir de la madera cuando los ra-kachar subieron a los carros. Luego
tres voces gritaron: «¡Brix!», y los carros empezaron a moverse con una brusca
sacudida.
Tendidos bajo la paja, los tres compañeros sólo podían ver fragmentos de cielo
gris y, de vez en cuando, la silueta de Kree volando por encima de ellos. Si a los ra-
kachar les pareció extraño que un cuervo revoloteara antes del amanecer, no dijeron
nada. Lief pensó que quizá ni siquiera habían reparado en Kree, tan concentrados
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estaban en apremiar a los barreros a que fuesen cada vez más deprisa.
Lief, Barda y Jasmine habían planeado saltar del carro cuando se encontraran lo
bastante lejos de la ciudad. Pero no contaban con que su carro iría en el centro de un
grupo de tres, ni con la velocidad que eran capaces de alcanzar los barreros.
Los carros traqueteaban y se bamboleaban sobre los caminos llenos de baches, y
el paisaje pasaba volando junto a ellos. Incluso tirando de pesadas cargas, las bestias
galopaban asombrosamente deprisa. Era evidente que cualquier intento de saltar haría
que los tres compañeros se hicieran daño y fueran capturados.
—Tendremos que esperar hasta que los carros se detengan —susurró Jasmine—.
No pueden ir muy lejos.
Pero los minutos se sucedieron hasta convertirse en horas, antes de que
finalmente los carros redujeran la marcha y se detuvieran con una última sacudida. Y
cuando, adormilado y confuso, Lief miró con cautela a través de la paja para ver
dónde estaban, el estómago pareció darle un vuelco.
Habían vuelto al comercio de Tom. Y marchando hacia ellos se acercaba un
pelotón de guardias grises.
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12. Una cuestión de negocios
Por fin los conductores bajaron de sus asientos y saltaron al suelo.
—¡Llegáis tarde! —gruñó el que mandaba a los guardias grises.
—No hemos podido evitarlo —dijo uno de los ra-kachar sin inmutarse. Lief oyó
un rápido tintineo y supuso que estaban liberando a los barreros de sus arneses.
Después se produjo un ruido de cascos, como si estuvieran llevando caballos
hacia los carros. Lief pensó que serían los caballos grises que había en el campo de
detrás del establecimiento.
—¡Buenas tardes, mis señores y mi dama de los ra-kachar! —gritó la voz de Tom
—. ¡Hace un día magnífico!
—¡Sí! ¡Un día magnífico para llegar tarde! —replicó el guardia.
—Déjamelo a mí, amigo mío —dijo Tom alegremente—. Me ocuparé del cambio
de las bestias. Ahora ve a terminarte tu cerveza. Del todavía queda lejos, y no habrá
nada que beber en todo el camino.
Lief sintió que se le aceleraba el pulso. Oyó cómo Barda y Jasmine tragaban aire
con un jadeo horrorizado.
No iban a tirar la comida. ¡Aquellos carros se dirigían a Del!
Lief permaneció inmóvil, la cabeza funcionándole a toda prisa. Apenas oyó los
pasos de los guardias mientras volvían a la tienda. De pronto, todo encajaba. Los
carros llevaban siglos subiendo por la colina hasta el palacio que había en Del,
cargados con los mejores alimentos. Por muy escasa que fuera la comida en la
ciudad, los favorecidos que vivían en el palacio nunca pasaban hambre.
Nadie había sabido nunca de dónde provenía la comida. Pero ahora Lief lo sabía.
La comida venía de Noradz. Sus gentes trabajaban incesantemente para cultivar y
recoger comida en sus fértiles campos. Los cocineros de Noradz trabajaban noche y
día para producir deliciosos platos. Pero su pueblo sólo disfrutaba de una pequeña
parte, porque el resto era transportado hasta el palacio de Del. Ahora alimentaba a los
sirvientes del Señor de la Sombra.
Los ra-kachar eran unos traidores a su pueblo. Tom, que había fingido estar en
contra del Señor de la Sombra, de hecho era un amigo de los guardias grises.
Una abrasadora oleada de ira se adueñó de Lief. Sin embargo, Barda estaba
pensando en asuntos mucho más acuciantes.
—¡Tenemos que salir de este carro! —susurró—. Ahora, mientras los guardias no
están aquí. Lief, ¿puedes ver…?
—¡No veo nada! —replicó Lief.
Los arneses tintinearon. Kree graznó desde algún lugar cercano.
—Qué extraño. Ese pájaro negro ha estado siguiéndonos durante todo el camino
desde Noradz —dijo uno de los ra-kachar.
—No me digas —murmuró Tom con tono pensativo. Lief, Barda y Jasmine se
estremecieron bajo su refugio de paja. Tom había visto a Kree antes. ¿Adivinaría
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que…? Tom carraspeó.
—Por cierto, he de daros una mala noticia. Tendréis que volver a Noradz a pie.
Las bestias frescas que tenía aquí para vuestro regreso a casa fueron robadas… por
unos astutos viajeros.
—¡Ya lo sabemos! —exclamó uno de los ra-kachar con voz llena de furia—.
Deberías haber tenido más cuidado. A última hora de ayer encontramos a las bestias
intentando regresar a su campo detrás de la colina. Sólo pensaban en volver a casa, y
se libraron de los extranjeros delante de nuestra puerta principal.
—Esos extranjeros trajeron el mal a nuestras salas —intervino otro ra-kachar—.
Escaparon a la muerte por un suspiro, y ahora mismo yacen en nuestras mazmorras.
—No me digas —volvió a decir Tom, en un susurro. Luego su tono se volvió más
jovial—. ¡Bueno, pues ya está! Estos pobres y cansados barreros están libres de sus
ataduras. Si los lleváis al campo, terminaré de ponerles los arneses a los caballos.
Luego quizá podríais compartir una jarra de cerveza conmigo antes de poneros en
marcha.
Los ra-kachar aceptaron su propuesta, y Lief, Barda y Jasmine no tardaron en oír
cómo se llevaban a los barreros.
Instantes después, Tom volvió a hablar. Parecía dirigirse a los caballos.
—En el caso de que alguien deseara salir del carro sin ser visto y correr hacia los
árboles que hay junto al comercio, éste sería el momento ideal para hacerlo. El pobre
Tom se ha quedado solo.
El mensaje no podía ser más claro. Los tres compañeros salieron torpemente de
debajo de la paja y echaron a correr, sintiéndose rígidos y doloridos, hacia el refugio
que les ofrecían los árboles. Tom no levantó la vista. Siguió poniendo los arneses a
los caballos, silbando suavemente para sus adentros.
Lief, Barda y Jasmine vieron cómo el tendero se dirigía a la parte trasera del carro
en el que se habían escondido y recogía la paja que había caído al suelo. Tom volvió
a colocarla en su sitio y luego fue hacia los árboles, andando tranquilamente con las
manos en los bolsillos. Se inclinó y empezó a arrancar hierba, como si estuviera
recogiéndola para los caballos.
—¡Nos vendiste unos barreros que no te pertenecían! —le espetó Barda
secamente.
—Ah, bueno —murmuró Tom, sin levantar la vista del suelo—. Al pobre Tom
siempre le cuesta mucho resistirse al oro. Lo admite. Pero lo que os sucedió fue culpa
vuestra y no mía, amigo. Si hubierais tomado el sendero de la izquierda, tal como os
aconsejé que hicierais, las bestias nunca habrían percibido el olor del hogar y no se
habrían desbocado. Vosotros sois los únicos culpables del problema en el que os
encontráis metidos ahora.
—Quizá sí —dijo Lief con amargura—. Pero al menos nuestro único crimen es la
estupidez. Tú, sin embargo, eres un mentiroso. Finges estar de parte de quienes se
oponen al Señor de la Sombra y te pasas todo el tiempo ayudando a alimentar a sus
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sirvientes. Tratas con los guardias grises como si fueran amigos tuyos.
Tom se incorporó con un manojo de suave hierba en la mano y se volvió para
contemplar el cartel que tan orgullosamente se elevaba sobre su tejado.
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—Tom nos ha ayudado —comentó—. ¿Por qué deberías pedirle algo más?
Muchas criaturas sólo creen en sí mismas. Él es una de ellas.
—Tom no es una criatura, sino un hombre —replicó Lief—. ¡Debería saber lo que
está bien y lo que está mal!
—¿Tan seguro estás tú de saberlo? —inquirió Jasmine con acritud.
Lief la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—No discutáis —dijo Barda cansinamente—. Reservad vuestras energías para la
marcha. El Río Ancho queda muy lejos de aquí —añadió, cerrando su mochila y
colgándosela del hombro para echar a andar entre los árboles.
—Antes hemos de regresar a Noradz —dijo Lief, apresurándose a seguirlo—.
¡Debemos decirles a sus gentes que les están mintiendo!
—¿De veras? —preguntó Barda con expresión abatida—. Y si sobreviviéramos el
tiempo suficiente para contárselo, cosa que probablemente no haríamos, y si ellos nos
creyesen, cosa que dudo que hicieran, y si por algún milagro rompieran con la pauta
que han seguido durante siglos, se rebelaran contra los ra-kachar y se negaran a
seguir enviando su comida lejos de Noradz… ¿qué crees que ocurriría entonces?
—Que el Señor de la Sombra se quedaría sin su suministro de comida —
respondió Lief sin vacilar.
—Sí. Y entonces el Señor de la Sombra dejaría caer su ira sobre Noradz, haciendo
que la gente se doblegara ante su voluntad mediante la fuerza en vez de mediante los
engaños como hace ahora. Luego empezaría a buscarnos por todo el país —agregó
Barda—. No se conseguiría nada, y en cambio se perdería mucho. Sería un desastre.
Luego sus zancadas se hicieron más largas y empezó a alejarse.
Lief y Jasmine se apresuraron a seguirlo, pero después de aquello ninguno de los
dos habló durante un buen rato. Lief estaba demasiado furioso, y la mente de Jasmine
estaba demasiado ocupada pensando en cosas que no quería compartir.
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13. El Río Ancho y más allá
Siguieron cuatro días de dura marcha, cuatro largos días en los que Lief, Barda y
Jasmine apenas hablaron y únicamente se preocuparon de seguir adelante y no ser
vistos por cualquier posible enemigo. Pero cuando, la tarde del cuarto día, por fin se
detuvieron en las orillas del Río Ancho, enseguida se dieron cuenta de que deberían
haber planeado más cuidadosamente su siguiente paso.
El río era profundo, su nombre lo describía muy bien. Era tan ancho que sólo
podían entrever las tierras que había al otro lado. La gran lámina de agua se extendía
delante de ellos como un mar. No había ningún sitio por donde pudieran cruzarla.
Blanqueados por el sol y duros como la piedra, restos de balsas de madera yacían
medio enterrados en la arena. Quizá, hacía mucho tiempo, las personas habían
cruzado el río allí y luego abandonaban las balsas en el punto donde tocaban tierra.
Pero en aquel lado no había árboles que pudieran proporcionar madera para construir
balsas, sólo grandes márgenes de cañaverales.
Jasmine entornó los ojos mientras miraba más allá del destello apagado de las
aguas.
—Al otro lado el terreno es muy plano —dijo parsimoniosamente—. Es una
llanura. Y veo una forma oscura que se eleva de ella. Si eso es la Ciudad de las Ratas,
la tenemos justo enfrente de nosotros. Lo único que debemos hacer es…
—Cruzar el río —la interrumpió Lief con abatimiento. Se sentó en la fina y
blanca arena, empezó a hurgar dentro de su mochila en busca de algo que comer.
Sacó la colección de objetos que le habían comprado a Tom y los dejó en el suelo,
formando un pequeño montón. Casi se había olvidado de ellos y ahora los
contemplaba con disgusto.
En la tienda de Tom todos parecían fascinantes, pero ahora no eran más que
baratijas. Las cuentas que hacían fuego, el pan que no era preciso cocer, los polvos
etiquetados como «Pura y Clara», el tubito que lanzaba burbujas de luz, y una cajita
de latón con una etiqueta medio borrada…
Claro: el regalo gratis que les había hecho Tom. Sin duda, algo completamente
inútil, que Tom no podía quitarse de encima de ninguna otra manera. Lief se rió de sí
mismo mientras le daba la vuelta a la caja.
—Queda demasiado lejos para que nademos. Tendremos que seguir el río hasta
que encontremos una aldea en la que haya embarcaciones —comentó Barda—. Es
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una pena que debamos alejarnos tanto de nuestro camino, pero no tenemos elección.
—Quizá sí la tengamos —corrigió Lief lentamente.
Jasmine y Barda lo miraron con asombro. Lief levantó la caja y leyó en voz alta
lo que estaba escrito en la parte inferior.
—¿Estás diciendo que haya lo que haya dentro de esta cajita puede secar un río
entero? —se burló Jasmine.
Lief se encogió de hombros.
—Yo no digo nada. Me limito a leer las instrucciones.
—Ahí hay más advertencias que instrucciones —dijo Barda—. Pero ya veremos.
Fueron hasta la orilla del río y Lief quitó la tapa de la cajita de metal. Dentro
había unos diminutos cristales, cada uno de los cuales no era mucho más grande que
un grano de arena. Sintiéndose bastante ridículo, Lief cogió unos cuantos cristales y
los lanzó al agua. Éstos se hundieron inmediatamente sin cambiar de aspecto.
Y no ocurrió nada más.
Lief esperó durante unos instantes y luego trató de sonreír para que no se notara
lo decepcionado que se sentía.
—Debería haberlo sabido —dijo, encogiéndose de hombros—. Como si ese Tom
fuese a regalar algo que realmente…
Entonces gritó y saltó hacia atrás. Una enorme y temblorosa mole incolora estaba
surgiendo del río. Al lado de ella había otra… ¡y otra!
—¡Son los cristales! —exclamó Barda con voz llena de asombro—. ¡Están
absorbiendo el agua!
Eso era justo lo que estaban haciendo. Conforme crecían, extendiéndose
rápidamente ante los ojos de Lief, los cristales fueron uniéndose unos a otros para
formar un altísimo muro oscilante que mantuvo a raya al río. Y el agua que había
entre ellos simplemente se secó, dejando un estrecho y serpenteante sendero de arena
fangosa salpicada de charcos.
Perplejo, Kree graznó cuando Jasmine, Lief y Barda entraron cautelosamente en
el lecho del río, pasaron entre lo que parecían moles de gelatina y siguieron andando
hasta llegar al final del sendero seco. Entonces Lief lanzó otro pellizco de cristales a
las aguas que tenían delante y, poco después, nuevos muros rompieron la superficie
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del río y otro sendero empezó a abrirse para ellos.
El cruce del Río Ancho fue un viaje extraño y aterrador. En la mente de todos yacía el
pensamiento de qué ocurriría si los temblorosos muros que contenían el río llegaban a
fallar. La enorme presión del agua caería sobre ellos. No habría escapatoria posible.
Los Devoradores de Agua hinchados no les dejaban ver nada mientras avanzaban
poco a poco, dando vueltas y cambiando de curso con sus pies chapoteando en la
blandura del barro. Lief empezaba a temer que los cristales de la Caja se terminarían
antes de que hubieran llegado a la orilla cuando de pronto ésta apareció ante ellos.
Luego se encontró subiendo a una áspera y reseca llanura.
Lief se detuvo junto a Barda y Jasmine y miró hacia delante.
La llanura quedaba en la curva del río. Se hallaba circundada de agua por tres
lados, y debería haber sido muy fértil. Pero ni una sola hoja de hierba suavizaba su
dura arcilla cocida por el sol. Hasta donde llegaba la vista, no había rastro de nada
vivo o que creciera.
En el centro de la llanura se alzaba una ciudad cuyas torres relucían con oscuros
destellos rojizos bajo los últimos rayos del sol poniente. Aunque estaba muy lejos de
allí, un aura de maldad y amenaza parecía emanar de ella como un vapor.
Salieron del río y empezaron a avanzar por la llanura desierta. El cielo se
arqueaba por encima de ellos, rojo y aparentemente cada vez más cerca del suelo.
Vistos desde lo alto, pensó Lief de pronto, debemos de parecer hormigas: tres
diminutas hormigas que se arrastran. Un solo puñetazo nos mataría a todos. Nunca se
había sentido tan expuesto al peligro.
Kree sentía lo mismo. El cuervo permanecía inmóvil sobre el hombro de Jasmine.
Filli se había acurrucado dentro de la chaqueta de la joven, dejando visible sólo la
naricita. Pero ni siquiera su compañía podía ayudar a Jasmine. Arrastraba los pies,
andando cada vez más despacio, y finalmente, cuando el sol empezó a desaparecer
por debajo del horizonte, se estremeció y se detuvo.
—Lo siento —murmuró—. La desolación de este lugar es la muerte para mí. No
puedo soportarla.
Su rostro había palidecido a causa de la tensión. Le temblaban las manos. Lief y
Barda se miraron.
—Ahora mismo estaba pensando que pronto deberíamos detenernos para pasar la
noche —dijo Barda, aunque Lief dudó de que aquello fuese cierto—. Debemos
descansar y comer. Y no creo que debamos entrar en la ciudad mientras esté a
oscuras.
Se sentaron juntos y empezaron a desenvolver la comida que traían, aunque no
había ramas con las que encender un fuego.
—Éste es un buen momento para probar esas cuentas de Tom que hacen fuego —
sugirió Lief, siguiendo el ejemplo de Barda y tratando de mostrarse lo más animado
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posible.
Lief leyó las instrucciones de la jarra a la escasa luz que todavía quedaba. Luego
puso en el suelo una de las cuentas y le dio un buen golpe con su herramienta para
cavar. La cuenta prendió de inmediato y quedó envuelta en llamas. Lief añadió otra,
que también se encendió. No tardó en conseguir una alegre hoguera que no parecía
necesitar ningún otro combustible. Satisfecho, se guardó la jarra en el bolsillo.
—Comodidad instantánea. ¡Asombroso! —exclamó Barda con una gran sonrisa
—. Puede que Tom sea un villano, pero al menos las cosas que vende valen su precio.
Todavía era temprano, pero Barda y Lief esparcieron sus suministros en torno a
ellos y dedicaron un buen rato a decidir qué comerían. Añadieron agua a uno de los
círculos blancos de «Sin Cocer» y vieron cómo se hinchaba rápidamente hasta
convertirse en una hogaza de pan. La cortaron en rebanadas y las tostaron,
comiéndolas con algunas de las bayas secas, las nueces y la miel que habían traído
consigo de Raladin.
—Todo un banquete —dijo Barda con satisfacción.
Lief se sintió aliviado al ver que el tenso rostro de Jasmine empezaba a relajarse.
Tal como esperaban, el calor, la luz y la comida la estaban recuperando.
Lief contempló la lejana ciudad por encima del hombro de Jasmine. La claridad
rojiza estaba esfumándose de sus torres. Acurrucada sobre la llanura, la ciudad se
alzaba silenciosa, sombría, desierta…
Lief parpadeó. Los últimos rayos del sol le estaban gastando alguna clase de treta
a sus ojos. Por un instante le pareció como si el suelo alrededor de la ciudad se
moviera igual que el agua.
Volvió a mirar y, sintiéndose presa de una súbita perplejidad, frunció el entrecejo.
La llanura realmente se estaba moviendo. Sin embargo, no había hierba que pudiera
inclinarse bajo el viento, ni hojas que se deslizaran sobre la arcilla. ¿Qué…?
De pronto vio de qué se trataba.
—¡Barda! —exclamó con voz ronca.
Vio cómo Barda alzaba la mirada, sorprendido por el miedo que había en la voz
de su amigo. Lief intentó hablar, pero el aliento se le quedó atrapado en la garganta.
Oleadas de pánico recorrieron su cuerpo mientras contemplaba la llanura en
movimiento, incapaz de dar crédito a lo que estaba viendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jasmine, volviéndose a mirar.
Al cabo de un instante, ella y Barda estaban gritando mientras se apresuraban a
levantarse.
Saliendo de la ciudad y cubriendo el suelo, avanzando hacia ellos como una larga
ola, había un enorme hervidero de ratas.
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14. La noche de las ratas
¡Miles, decenas de miles de ratas! De pronto Lief comprendió por qué el suelo de la
llanura estaba desierto. Las ratas se habían comido hasta al último ser vivo.
Eran criaturas de las sombras. Habían permanecido escondidas dentro de la
ciudad en ruinas mientras el resplandor del sol bañaba la llanura. Pero ahora corrían
en un hambriento frenesí hacia el olor de la comida.
—¡El río! —exclamó Barda.
Corrieron por sus vidas. Lief sólo miró una vez por encima del hombro, y lo que
vio bastó para hacer que corriera todavía más rápido mientras jadeaba de miedo.
Las primeras ratas ya habían llegado a su hoguera. Eran enormes. Estaban
cubriendo la comida y las otras pertenencias que habían quedado esparcidas por el
suelo, engullendo y desgarrando con dientes tan afilados como agujas. Pero sus
congéneres les pisaban los talones y saltaban por encima de ellas, aplastándolas y
luchando entre sí por los despojos, precipitándose a las llamas en su apresuramiento
entre chillidos y gruñidos.
Miles de ratas más llegaban para pasar por encima de ellas o rodear el montón
que se debatía y luchaba para luego seguir adelante, con sus negros ojos reluciendo, y
sus flacos hocicos husmeando el aire. Percibían el olor de Lief, Barda y Jasmine ante
ellas, percibían el olor de su vida, su calor y su miedo.
Lief corrió, la mirada fija en el río y la respiración convertida en un dolor que le
laceraba el pecho. El agua relucía bajo los últimos rayos del sol. Más cerca… cada
vez más cerca…
Jasmine estaba detrás de él, seguida muy de cerca por Barda. Con la respiración
entrecortada, Lief se zambulló en las frías aguas y nadó tan lejos como se atrevió.
Luego se volvió hacia el suelo, con su capa ondeando alrededor de él.
La ruidosa marea gris de roedores llegó a la orilla del río. Entonces pareció
curvarse y romperse como una ola y penetró en las aguas.
—¡Nadan hacia nosotros! —gritó Barda, tratando de desenvainar su espada y
sacarla a la superficie—. Por todos los cielos, ¿es que nada las detendrá?
Jasmine blandía su daga mientras gritaba salvajemente, y docenas de ratas
muertas eran arrastradas por la corriente. Junto a ella, Lief y Barda barrían las aguas
con las hojas de sus espadas, moviéndolas de un lado a otro mientras jadeaban por el
esfuerzo.
El río se convirtió en un torbellino de sangre y espuma alrededor de ellos. Y aun
así las ratas seguían viniendo, trepando con las fauces abiertas sobre sus compañeras
muertas, que iban hundiéndose poco a poco.
«¿Cuándo se nos acabarán las fuerzas? —se preguntó Lief—. ¿Cuánto tiempo
pasará antes de que sucumbamos ante las ratas?».
Su mente buscaba una respuesta mientras luchaba, las manos entumecidas sobre
la empuñadura de su espada. Al otro lado del río estarían a salvo, porque el cauce era
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demasiado ancho para que las ratas pudieran atravesarlo a nado. Pero también era
demasiado ancho para ellos tres. Si se dejaban arrastrar por aquellas frías y profundas
aguas, no sobrevivirían.
Y tenían por delante la larga noche. Hasta que el sol volviera a salir y trajera
consigo la luz a la llanura, las ratas seguirían atacando. Miles de ellas morirían, pero
otras tantas ocuparían su lugar. Lief, Barda y Jasmine irían debilitándose
paulatinamente. Y entonces las ratas por fin caerían sobre ellos, mordiendo y
arañando, hasta que se hundieran bajo las aguas y se ahogaran juntos.
El sol se había puesto, sumiendo la llanura en la oscuridad. Lief ya no podía ver
la ciudad. Lo único que veía era la hoguera, destellando como un faro delante de
ellos.
De pronto recordó que había guardado la jarra de las cuentas de fuego en el
bolsillo.
Apartó la mano izquierda de su espada, la sumergió en el agua y hurgó dentro de
su chaqueta. Sus dedos se cerraron sobre la jarra y Lief la sacó a la superficie. El agua
goteaba de ella, pero las cuencas todavía resonaban en su interior.
Gritándoles a Barda y Jasmine que lo cubrieran, Lief avanzó mientras
desenroscaba la tapa de la jarra. Sacó un puñado de cuentas y las arrojó con todas sus
fuerzas a las ratas que había en la orilla.
Se produjo un enorme estallido de llamas cuando las cuentas chocaron con el
suelo. Cientos de ratas cayeron muertas, aniquiladas por aquel súbito calor. La horda
vociferó detrás de ellas y se apresuró a dispersarse, apartándose de los cuerpos que
ardían. Las criaturas que ya estaban en el agua se retorcieron aterrorizadas, saltando
hacia Lief, Barda y Jasmine con las largas colas agitándose y enroscándose. Barda y
Jasmine las abatieron con sus espadas, defendiéndose mientras Lief arrojaba otro
puñado de cuentas, y otro más, en su lento avance por el río para alargar el muro de
llamas.
Una larga cortina de fuego no tardó en alzarse sobre la orilla del río. La llanura
hervía detrás de ella. Pero allí donde se encontraban Lief, Barda y Jasmine, jadeantes
y estremeciéndose de alivio, sólo había las sinuosas aguas, súbitamente animadas por
una claridad rojiza. La corriente arrastraba las ratas muertas.
Poco después un ruido de chapoteos resonó a lo largo del río cuando las ratas
empezaron a saltar a sus aguas por encima y por debajo de la línea de llamas. Pero la
distancia era demasiado grande para que pudieran ponerse a salvo nadando. La rápida
corriente arrastró a la mayor parte de ellas hacia las profundidades del río antes de
que pudieran llegar hasta su presa, y las que quedaron con vida fueron ahuyentadas
sin demasiada dificultad.
Y así fue como los tres compañeros se quedaron inmóviles con el agua hasta la
cintura, temblando de cansancio pero a salvo tras la cortina de llamas, mientras
transcurrían las largas y frías horas.
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Finalmente amaneció. Un rojo opaco tiñó el cielo. Un estrépito de murmullos y
correteos resonó súbitamente detrás de la línea de fuego, como un bosque cuyas hojas
se agitaran de pronto. Luego cesó, y un gran silencio cayó sobre la llanura.
Lief, Barda y Jasmine fueron hacia la orilla. De sus ropas y sus cabellos
empapados caían gotas de agua, siseando al entrar en contacto con las llamas de su
barricada. Pasaron por encima de las ascuas chisporroteantes.
Las ratas se habían ido. Entre el río y los restos humeantes de la hoguera del
campamento no había más que una mezcla de huesecillos esparcidos.
—Se han comido a sus propios muertos —murmuró Barda, que parecía a punto
de vomitar.
—Por supuesto —dijo Jasmine sin inmutarse.
Temblando de frío y sintiendo como si llevara piedras atadas a las piernas, Lief se
dirigió al lugar en el que habían comido hacía ya tantas horas. Jasmine y Barda lo
siguieron, atentos y en silencio. Kree revoloteaba sobre sus cabezas, el batir de sus
alas rompía el silencio.
Alrededor de las cenizas de la hoguera ya sólo quedaban tres retazos de un
intenso color rojo.
Lief se echó a reír.
—Han dejado las vestimentas y las botas de los ra-kachar —dijo—. Parece que
no les gustaron. ¿Por qué será?
—Las prendas quizá aún conservan el olor del hongo del Agujero —sugirió
Jasmine—. Nosotros no podemos oler nada, pero no tenemos los sentidos de una rata.
Los tres compañeros contemplaron lo que habían dejado las ratas: las hebillas de
las mochilas, los tapones de los odres de agua, el tubito que soplaba burbujas de luz,
un par de botones, unas cuantas monedas y la cajita de latón que contenía los últimos
cristales de los Devoradores de Agua, todo ello sobre la dura arcilla entre los huesos
y las cenizas. Salvo las ropas que habían traído de Noradz, nada más había
sobrevivido al hambre de las ratas. No quedaba una sola migaja de comida, trozo de
manta o hebra de cuerda.
—Al menos todavía estamos vivos —dijo Barda, estremeciéndose bajo la suave
brisa del amanecer—. Y tenemos ropa seca que ponemos. Puede que no sean las
prendas que nos gustaría vestir, pero ¿quién va a vernos aquí?
Se despojaron cansinamente de sus ropas empapadas y se pusieron los trajes y las
botas rojas de los ra-kachar. Luego, por fin calientes y secos, se sentaron a hablar.
—La jarra de las cuentas de fuego está casi vacía. No sobreviviremos a otra noche
en esta llanura —comentó Barda, abatido—. Si vamos a entrar en la ciudad, tenemos
que hacerlo ahora. Estas extrañas prendas nos proporcionarán alguna protección,
dado que a las ratas no les gustan nada. Y todavía tenemos ese tubito que sopla
burbujas de luz. Si funciona tal como se nos dijo que lo haría, quizá nos sea de
utilidad.
Los tres compañeros enrollaron sus ropas mojadas, recogieron del suelo las
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escasas posesiones que les quedaban y echaron a andar hacia la ciudad.
A Lief le escocían los ojos de cansancio mientras arrastraba los pies dentro de
aquellas altas botas rojas. Pensar en la horda de ratas, correteando y luchando dentro
de aquellas torres medio en ruinas que se alzaban ante él, lo llenaba de horror. ¿Cómo
iban a entrar en la ciudad sin quedar cubiertos de ratas que los despedazarían?
Pero aun así tenían que entrar. Porque el Cinturón de Deltora ya había empezado
a calentarse alrededor de la cintura de Lief. Ahora ya no cabía duda de que una de las
gemas perdidas se hallaba escondida dentro de la ciudad. El Cinturón podía sentirla.
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15. La ciudad
Las torres de la ciudad se alzaban, oscuras e imponentes, por encima de sus cabezas.
Las grandes puertas de hierro de la entrada habían caído hacía ya mucho tiempo,
consumidas por el óxido. Ahora lo único que quedaba era un agujero en el muro. Más
allá se extendía la oscuridad, de la cual llegaba un horrible ruido de correteos
sigilosos y el hedor de las ratas. También había algo más. Algo peor. La presencia de
un mal antiguo, desdeñoso, frío y aterrador.
Lief, Barda y Jasmine se pusieron los guantes de los ra-kachar y se cubrieron la
cara y la cabeza con la tela roja que habían llevado durante la huida de Noradz.
—No entiendo cómo las ratas llegaron a ser tan numerosas —dijo Lief—. Es
verdad que las ratas se reproducen muy deprisa, y todavía más en medio de la
oscuridad y la suciedad, y si queda algo de comida allí donde puedan dar con ella.
Pero ¿por qué las gentes de esta ciudad no vieron el problema y trataron de
solucionarlo antes de que llegara a ser tan grave como para tener que huir?
—Alguna fuerza malévola tendría mucho que ver con ello —dijo Barda,
contemplando sombríamente los muros medio en ruinas que se alzaban alrededor de
ellos—. El Señor de la Sombra…
—¡No puedes culpar de todo al Señor de la Sombra! —exclamó Jasmine sin
poder contenerse.
Barda y Lief la miraron con sorpresa. La joven frunció el entrecejo.
—Llevo demasiado tiempo guardando silencio —musitó Jasmine—. Pero ahora
hablaré, aunque no os gustará lo que voy a decir. Ese desconocido al que vimos en el
comercio de Tom, el hombre de la cicatriz en la cara, habló de los espinos que crecen
en la llanura. Los llamó los espinos del rey de Del. ¡Y tenía razón!
Los dos amigos la miraban fijamente. Jasmine respiró hondo y se apresuró a
seguir hablando.
—El Señor de la Sombra sólo lleva dieciséis años gobernando Deltora. Pero se
necesita mucho más tiempo para que los espinos cubran la llanura. El encantamiento
de la hechicera Thaegan en el Lago de las Lágrimas empezó a surtir efecto hace cien
años. Las gentes de Noradz llevan siglos viviendo de la manera en que lo hacen. Y
este lugar debe de llevar todo ese tiempo abandonado.
Guardó silencio y miró lúgubremente hacia delante.
—¿Qué estás diciendo, Jasmine? —preguntó Barda impaciente.
Los ojos de la joven se oscurecieron.
—Los reyes y las reinas de Deltora traicionaron la confianza que se había
depositado en ellos. Se encerraron en el palacio de Del, rodeándose de lujos mientras
la tierra se echaba a perder y el mal iba prosperando.
—Sí, eso es verdad —convino Lief—. Pero…
—¡Ya sé qué vas a decir! —lo interrumpió Jasmine—. Antes has dicho que
fueron engañados por los sirvientes del Señor de la Sombra. Que siguieron
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ciegamente reglas estúpidas, pensando que era su único deber. Pero yo no creo que
nadie pueda estar tan ciego. Creo que toda esa historia es mentira.
Barda y Lief se miraron. Ambos comprendían la razón por la que la verdad le
resultaba tan difícil de aceptar a Jasmine. Ella se había visto obligada a cuidar de sí
misma desde que tenía cinco años. Era fuerte e independiente. Jasmine nunca hubiese
permitido que la convirtieran en una marioneta dispuesta a bailar cada vez que el
primer consejero tirase de sus hilos.
Jasmine se apresuró a añadir:
—Nosotros tres estamos arriesgando nuestras vidas para restaurar el Cinturón de
Deltora. ¿Y por qué? Para devolverle el poder al heredero del trono… que ahora
mismo se está escondiendo, mientras Deltora sufre y nosotros nos enfrentamos al
peligro. Pero ¿realmente queremos que vuelva a haber reyes y reinas en el palacio de
Del, que nos mientan y nos utilicen tal como hicieron antes? ¡Yo creo que no!
Los miró fijamente y esperó en silencio.
Barda estaba furioso. Para él, las palabras de Jasmine eran una traición. Pero Lief
no sentía lo mismo que su amigo.
—Yo solía pensar igual que tú, Jasmine —dijo—. Cualquier cosa que me
recordara al viejo rey bastaba para llenarme de odio. Pero ahora las preguntas acerca
de si él y su hijo fueron vanos y perezosos o simplemente estúpidos, y si su heredero
se merece el trono, no tienen ninguna importancia.
—¿No tienen ninguna importancia? —exclamó Jasmine—. ¿Cómo puedes…?
—¡Jasmine, nada es más importante que librar a nuestra tierra del Señor de la
Sombra! —la interrumpió Lief—. Por muy mal que estuvieran las cosas en Deltora
antes, al menos entonces la gente era libre y no vivía sumida en un constante temor.
—¡Por supuesto! —exclamó ella—. Pero…
—No podemos derrotar al Señor de la Sombra con las armas. Su brujería es
demasiado poderosa. Nuestra única esperanza es el Cinturón, llevado por el auténtico
heredero de Adin. ¡Así que no estamos arriesgando nuestras vidas por la familia real,
sino por nuestra tierra y todos sus habitantes! ¿Es que no lo ves?
Sus palabras surtieron efecto. Jasmine guardó silencio y parpadeó; la ira fue
muriendo lentamente en sus ojos.
—Tienes razón —dijo finalmente con voz queda—. Mi odio hizo que perdiera de
vista nuestro propósito principal. Lo siento.
No dijo nada más y terminó de envolverse la cara y la cabeza con la tela roja.
Luego, daga en mano, se internó con ellos en la ciudad.
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Lief cogió el tubito y sopló. Burbujas resplandecientes salieron de él,
calentándose y volviéndose cada vez más intensas hasta que iluminaron la oscuridad
como diminutos faroles flotantes.
La gran riada de ratas fue frenándose y luego se convirtió en una confusa
desbandada mientras se apresuraban a huir de la luz, chillando de pánico.
Las más valientes buscaron refugio en las sombras del suelo y trataron de
aferrarse a los pies en movimiento de aquellos desconocidos, intentando trepar por
sus piernas. Pero las botas altas y resbaladizas y las gruesas prendas rojas derrotaron
a la mayoría. Lief, Barda y Jasmine se quitaron de encima a las que quedaban con sus
manos enguantadas.
—Estas prendas muy bien podrían haber sido hechas precisamente para nuestro
propósito —murmuró Barda mientras seguían avanzando—. Es una suerte que nos
encontráramos con ellas.
—Y el que Tom nos diera este tubito también fue una afortunada casualidad —
añadió Lief.
Mientras hablaba se preguntó si todas aquellas cosas eran fruto del azar o si
había… algo más. ¿Acaso no había sentido antes, durante aquel gran viaje, que sus
pasos estaban siendo guiados de alguna manera por una mano invisible?
Estremeciéndose mientras se libraban de las ratas a manotazos, los tres
compañeros siguieron avanzando con paso vacilante. De vez en cuando, Lief soplaba
por el tubito y nuevas burbujas de una suave luz surgían de él. Las burbujas que
dejaban atrás flotaban por encima de sus cabezas, reluciendo sobre las antiguas vigas
que todavía sostenían el techo. Las ratas no habían podido abrirse paso a través de
ellas royéndolas, o quizá supiesen que más valía no intentarlo, porque sin ellas el
techo se desplomaría y la ciudad quedaría expuesta al sol.
Toda la ciudad era como un enorme edificio, un laberinto de piedra que no
parecía tener fin. No había aire fresco ni luz natural. Al parecer, pensó Lief, aquélla
era la manera en que se construían las ciudades por esas tierras. Noradz había sido
igual.
Los restos de una grandeza desvanecida estaban por todas partes. Había tallas,
grandes arcadas, vastas estancias, enormes chimeneas llenas de cenizas, cocinas
repletas de ecos y cubiertas de polvo.
Y las ratas acechaban por doquier.
El pie de Lief chocó con algo que resonó y rodó por el suelo. Las ratas se
agarraron a sus guantes cuando se inclinó para recogerlo.
Era una copa tallada. «Plata», pensó Lief, aunque manchada y oscurecida por el
abandono y el paso del tiempo. El corazón se le llenó de tristeza mientras la hacía
girar entre sus dedos. Era como si aquella copa le hablara de las personas que habían
huido de su hogar hacía ya tantos años. Lief la examinó con más atención. No podía
decir a qué se debía, pero le resultaba familiar. Pero ¿por qué…?
—¡Lief! —gruñó Barda, con voz ahogada por la tela que le cubría la boca y la
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nariz—. Sigue andando, te lo ruego. No sabemos cuánto tiempo durará el tubo de luz,
y al anochecer tenemos que estar en un sitio donde nos encontremos a salvo.
—Alguno donde no haya ratas —añadió Jasmine.
Se pasó furiosamente las manos desde los hombros hasta las caderas, de tal
manera que las ratas que se arrastraban por su cuerpo cayeron al suelo, chillando.
Un vivido recuerdo y una súbita oleada de asombrada comprensión sacudieron a
Lief hasta la médula de su ser.
—Y si encontramos un lugar así, diremos: «Aquí no hay ratas», y será como una
bendición —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó Jasmine con acritud.
No había tiempo para explicárselo. Lief se obligó a seguir adelante, metiéndose el
tallo de la copa debajo del cinturón. Ya se lo explicaría a Jasmine y Barda más tarde.
Cuando estuvieran fuera de peligro. Cuando…
«Ven a mí, Lief de Del».
Lief dio un salto y miró frenéticamente en torno a él. ¿Qué había sido aquello?
¿Quién había hablado?
—¿Qué ocurre, Lief?
La voz de Jasmine parecía llegar desde muy lejos, aunque la joven se encontraba
justo detrás de él. Lief bajó la mirada hacia los perplejos ojos verdes de Jasmine, y
fue vagamente consciente de que ella no podía oír nada.
«Ven a mí. Estoy esperando».
La voz susurraba y se enroscaba en la mente de Lief. Sin saber muy bien qué
estaba haciendo, Lief avanzó más deprisa y siguió la llamada sin mirar por dónde iba.
Las burbujas de luz flotaban ante él, resplandeciendo sobre paredes en ruinas,
aros de un metal oxidado en los que antaño habían ardido antorchas, fragmentos de
ollas amontonados en grandes pilas. Las ratas se escondían en los rincones y le
arañaban las botas cuando Lief pasaba junto a ellas.
Se encaminó hacia el corazón de la ciudad. El aire se volvió más espeso y difícil
de respirar. El Cinturón palpitaba con un intenso calor alrededor de la cintura de Lief.
—¡Lief! —oyó que gritaba Barda.
Pero Lief no podía volverse, ni responder. Había llegado a un pasillo muy ancho.
Al final se alzaba una vasta entrada. Un repulsivo olor a almizcle llegaba hasta allí
proveniente de lo que quiera que hubiese más allá. Lief vaciló, pero siguió adelante.
Llegó a la entrada. Dentro, algo enorme se movió en la oscuridad.
—¿Quién eres? —preguntó Lief con voz temblorosa. Y entonces la voz siseante
cayó sobre él, atravesando y quemando.
«Soy la única. Soy Reeah. Ven a mí».
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16. Reeah
Oscuridad. Maldad. Miedo.
Temblando, Lief se llevó el tubito a la boca y sopló. Burbujas resplandecientes
subieron lentamente hacia lo alto, iluminando lo que antaño había sido una espaciosa
sala de reuniones.
Una enorme serpiente se alzó, siseando en el centro de la estancia llena de ecos.
Los anillos de su cuerpo reluciente, gruesos como el tronco de un viejo árbol,
ocupaban el suelo de un extremo a otro. Los ojos, planos y fríos, mostraban una
antigua maldad. En la cabeza llevaba una corona, en el centro de la cual una gema
brillaba con los colores del arco iris.
El ópalo.
Lief dio un paso adelante.
«¡Alto!».
Lief no supo si la palabra había resonado sólo en su mente, o si la serpiente la
había pronunciado. Se quedó inmóvil. Barda y Jasmine se detuvieron detrás de él.
Lief oyó cómo respiraban hondo y sintió el movimiento de sus brazos al blandir las
armas.
«Quítate eso que llevas debajo de tus ropas. Tíralo lejos».
Los dedos de Lief se deslizaron lentamente hacia el Cinturón que rodeaba su
cintura.
—¡No, Lief! —oyó que le susurraba Barda con tono apremiante.
Pero aun así Lief siguió luchando con el cierre del Cinturón, tratando de abrirlo.
Nada parecía real excepto la voz que le daba aquellas órdenes.
—¡Lief!
La fuerte mano morena de Jasmine le agarró la muñeca, tirando furiosamente de
ella.
Lief intentó quitársela de encima. Y de pronto, como si hubiera despertado de un
sueño, miró hacia abajo y parpadeó.
La palma de su mano reposaba sobre el topacio dorado. Así que aquello era lo
que le había aclarado la mente, rompiendo el poder que la gran serpiente ejercía sobre
él. El rubí relucía junto al topacio. Pero ya no era rojo como la sangre, sino rosado,
indicando peligro. Aun así, parecía destellar con un extraño poder.
La gigantesca serpiente siseó furiosamente y enseñó sus terribles colmillos. Su
lengua bífida entraba y salía velozmente de su boca. Lief sintió el tirón de la voluntad
de la serpiente, pero apretó el topacio todavía con más fuerza y resistió.
—¿Por qué no ataca? —musitó Jasmine.
A esas alturas Lief ya sabía por qué la serpiente no atacaba. Había recordado unas
cuantas líneas de El Cinturón de Deltora, líneas referidas a los poderes del rubí.
El gran rubí, símbolo de la felicidad, rojo como la sangre, palidece ante la
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presencia del mal o cuando el infortunio amenaza a su portador. Mantiene
alejados a los espíritus malignos, y es un antídoto contra el veneno de serpiente.
—Siente el poder del rubí —susurró—. Por eso no aparta su atención de mí.
«Tu magia es poderosa, Lief de Del —siseó la serpiente—, pero no lo bastante
para salvarte».
Lief se tambaleó cuando la voluntad de la serpiente volvió a golpear su mente.
—El ópalo está en la corona —susurró a Jasmine y Barda—. ¡Haced lo que
podáis mientras yo la distraigo!
Ignorando las advertencias que le susurraban sus compañeros, Lief empezó a
alejarse de ellos. La serpiente volvió la cabeza para seguirlo con sus fríos y duros
ojos.
—¿Cómo sabes cuál es mi nombre? —preguntó Lief, aferrando el topacio entre
los dedos.
«Tengo la gema que muestra el futuro. Soy todopoderosa. Soy Reeah, la elegida
del Gran Señor».
—¿Y quién es tu señor?
«El que me dio mi reino. Aquel al que llaman el Señor de la Sombra».
Lief oyó cómo Jasmine soltaba una exclamación ahogada, pero no se volvió hacia
ella. Sostuvo la mirada a Reeah, tratando de mantener la mente en suspenso.
—Y sin duda llevas mucho tiempo aquí, Reeah —dijo—. ¡Eres tan enorme, tan
magnífica!
La serpiente siseó y alzó orgullosamente la cabeza. Tal como había pensado Lief,
su vanidad era tan grande como su tamaño.
«Cuando llegué a los sótanos que hay debajo de esta ciudad, yo no era más que
un tierno gusano. Por aquel entonces vivía aquí una raza de insignificantes humanos,
y en su ignorancia y su temor me habrían matado, de haberme encontrado. Pero el
Gran Señor tenía sirvientes entre ellos, y sus sirvientes me estaban esperando. Me
dieron la bienvenida y me trajeron ratas para que me alimentara de ellas hasta que
llegara a ser fuerte».
Por el rabillo del ojo, Lief vio a Jasmine. La joven estaba trepando por una de las
columnas que sostenían el techo. Apretando los dientes, Lief obligó a su mente a
apartarse de ella. Era vital que la atención de Reeah permaneciera centrada en él.
—¿Qué sirvientes? —preguntó—. ¿Quiénes eran?
«Ya los conoces —susurró Reeah—. Están marcados con su señal. Se les ha
prometido la vida eterna y el poder si le sirven. Llevas sus ropas, para engañarme.
Pero no lo has hecho».
—¡Claro que no! —gritó Lief—. Te estaba poniendo a prueba, para comprobar si
realmente eras capaz de ver dentro de mi mente. ¿Quién más hubiese sabido dónde
encontrar ratas, qué hacer para que se reprodujeran y cómo atraparlas? ¿Quién sino
los cazadores de ratas de la ciudad? Era un plan muy astuto.
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«Ah, sí —admitió Reeah—. En aquel entonces había pocas ratas. Mi reino aún no
había logrado alcanzar toda la gloria de su destino. Pero mi señor había escogido bien
a sus sirvientes. Ellos criaron cada vez más y más ratas para mí… Hasta que llegó un
momento en el que las paredes estaban llenas de ratas y la enfermedad fue
extendiéndose, y la comida que había en la ciudad acabó por consumirse. Y entonces
sus habitantes suplicaron a los cazadores de ratas que los salvaran, sin saber que eran
ellos los que habían causado la plaga».
Sus malvados ojos brillaban de triunfo.
—Así que los cazadores de ratas se hicieron con el poder —dijo Lief—. Dijeron
que la plaga de las ratas era fruto de la maldad de la gente y que lo único que podían
hacer era huir.
«Sí. A través del río hasta llegar a otro lugar en el que volverían a construir.
Cuando se fueron, salí de las profundidades y reclamé mi reino».
Lief intuyó que Jasmine se deslizaba por la gran viga que abarcaba toda la sala
junto a la cabeza de la enorme serpiente, avanzando con la misma agilidad y sigilo
que por las ramas de los Bosques del Silencio. Pero ¿cuál era su plan? Jasmine no
podía esperar que sus dagas fueran capaces de atravesar aquellas relucientes escamas.
¿Y dónde estaba Barda?
La gran serpiente estaba empezando a inquietarse. Lief podía sentirlo. Su lengua
entraba y salía de la boca, la cabeza inclinada hacia él.
—¡Reeah! La nueva ciudad lleva por nombre No Ratas… Noradz —gritó—. La
he visto. Las gentes han olvidado lo que fueron en el pasado y de dónde vinieron. Su
miedo a las ratas ha doblegado su espíritu. Ahora los cazadores de ratas son
conocidos con el nombre de ra-kachar, y se les considera sacerdotes que custodian las
leyes sagradas. Llevan látigos que son como las colas de las ratas. Todo el poder es
suyo, pueden hacer lo que quieran. Las gentes viven sumidas en el miedo y la
esclavitud, sirviendo al propósito de tu señor.
«Eso es bueno —susurró Reeah—. Es lo que merecen. Ahora ya has contado tu
historia, Lief de Del. Tu mísera magia, tus ridículas armas y tu hábil lengua me han
divertido… durante un rato. Pero ahora me he hartado de tu parloteo».
Y entonces la serpiente atacó sin previo aviso. Lief respondió al ataque lanzando
un mandoble con su espada para protegerse, pero la primera acometida de la serpiente
arrancó el arma de su mano como si fuera un juguete. La espada salió despedida y
giró por los aires.
—¡Jasmine! —gritó Lief, pero no había tiempo para ver si la joven había logrado
coger la espada al vuelo.
La serpiente se disponía a atacar de nuevo. Sus enormes fauces estaban abiertas y
los colmillos goteaban veneno.
—¡Lief! ¡Las cuentas de fuego! —vociferó Barda desde el otro extremo de la
sala.
Sin duda se había deslizado sigilosamente hasta allí para tratar de atacar a la
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serpiente por detrás. La cola del gigantesco animal se movió en un súbito latigazo, y
Lief vio con horror cómo el cuerpo de Barda se estrellaba contra una columna y
quedaba inmóvil.
Las cuentas de fuego… Lief rebuscó desesperadamente dentro de sus bolsillos,
encontró la jarra y la arrojó, lanzándola con todas sus fuerzas a la boca abierta de su
enemiga. Pero Reeah fue demasiado rápida para él. La malévola cabeza se inclinó
hacia un lado. La jarra de las cuentas pasó volando junto a ella, se estrelló contra una
columna y estalló en una bola de llamas que no sirvió de nada.
Sólo quedaban Lief y Reeah.
«¡Eres mío, Lief de Del!».
La enorme cabeza salió disparada hacia delante, moviéndose con aterradora
rapidez. Un instante después la gran serpiente se irguió triunfalmente, con el cuerpo
de Lief colgando de sus fauces.
Subió hacia arriba, hacia las vigas, abrasándolo con el calor de su aliento…
«Te tragaré entero. Y me tragaré a tu magia contigo».
De pronto se alzó una columna de humo y se produjo un intenso crujir. Lief fue
vagamente consciente de que las llamas habían subido por la columna y estaban
lamiendo la vieja madera de las vigas.
«El fuego no te salvará. Cuando te haya devorado, lo apagaré con una ráfaga de
mi aliento. Porque soy Reeah, la que todo lo puede. Soy Reeah, la única…»
A través de una neblina de pánico y dolor, y de la película de humo que le escocía
los ojos, Lief vio a Jasmine manteniéndose en equilibrio sobre la viga que había
detrás de él. La espada de Lief se balanceaba lentamente en la mano de la joven.
Jasmine se había arrancado la tela roja de la cara, los dientes apretados en una mueca
de furia salvaje. Levantó el brazo…
Y entonces hizo girar la espada en un poderoso mandoble que cortó el cuello del
monstruo desde un extremo a otro.
Lief oyó un ronco grito burbujeante y sintió abrirse las fauces de la bestia. Luego
la vio caer, precipitándose hacia el suelo con las duras piedras subiendo velozmente
para recibirlo.
Y por fin… todo acabó.
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17. Esperanza
Lief se removió con un gemido. Sintió un sabor dulce en los labios, oyó el ruido de
algo que se rompía y era masticado, crujidos y gritos muy lejanos.
Abrió los ojos. Jasmine y Barda estaban inclinados sobre él, llamándolo por su
nombre. Jasmine terminaba de enroscar la tapa de un pequeño recipiente suspendido
de una cadena que le rodeaba el cuello. Todavía un poco aturdido, Lief comprendió
que le habían dado néctar de los Lirios de la Vida. Eso lo había salvado, quizá incluso
lo había devuelto a la vida, al igual que hizo por Barda en una ocasión.
—Estoy… bien —farfulló, tratando de incorporarse.
Miró en torno a él. La sala estaba llena de sombras que se estremecían. Las
llamas, iniciadas y extendidas por las cuentas de fuego, rugían en las antiguas vigas.
La gigantesca serpiente yacía muerta en el suelo, con el cuerpo cubierto de ratas que
lo devoraban. Otras muchas bajaban por las paredes y afluían por la entrada como un
torrente, luchando entre ellas para acceder al festín.
«Durante cientos de años Reeah se las ha estado comiendo —pensó Lief
confusamente—. Ahora las ratas se la comen a ella. Ni siquiera el miedo al fuego las
detendrá».
—¡Debemos salir de aquí! —estaba gritando Barda.
Lief sintió que lo levantaban del suelo y Barda se lo echaba al hombro. Le daba
vueltas la cabeza. Quería gritar: «¿Qué pasa con la corona? ¡El ópalo!».
Pero entonces vio que Barda llevaba la corona en la mano.
Con el cuerpo tan flácido como el de una muñeca, se llevaron a Lief por pasillos
en llamas. Meciéndose sobre la espalda de Barda, cerró los ojos llorosos para
protegerlos del humo.
Cuando volvió a mirar, estaban saliendo a la oscura llanura por la puerta principal
de la ciudad y Kree, graznando ansiosamente, volaba a su encuentro. Un horrible
estrépito resonó a sus espaldas. El techo de la ciudad había empezado a desplomarse.
Siguieron adelante sin detenerse hasta casi llegar al río.
—Puedo andar —masculló Lief.
Barda se detuvo y lo bajó al suelo con mucho cuidado. A Lief le temblaban las
piernas, pero se mantuvo erguido y se volvió para contemplar la ciudad que ardía.
—Nunca pensé que te vería sosteniéndote sobre tus pies, amigo mío —dijo Barda
alegremente—. Esa caída que sufriste por cortesía de Jasmine fue…
—¡Era dejarlo caer o verlo desaparecer dentro del estómago de la serpiente! —
exclamó Jasmine—. ¿Cuál de las dos cosas crees que era mejor?
La joven le devolvió su espada a Lief. La hoja, todavía oscurecida por la sangre
de Reeah, relucía bajo la luz de la luna.
—Jasmine… —empezó a decir Lief.
Pero ella se encogió de hombros y se volvió, fingiendo estar muy ocupada en su
intento de convencer a Filli de que se subiera a su hombro. Lief vio que la
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incomodaba pensar que ahora él intentaría agradecerle que le hubiese salvado la vida.
—¿Crees que es seguro descansar aquí? —preguntó, en lugar de darle las gracias
—. No ha pasado mucho rato desde que me rompieron los huesos del cuerpo, y
todavía no me creo capaz de volver a enfrentarme a la travesía del río.
Barda asintió.
—Creo que no corremos ningún peligro. Al menos durante un tiempo, aquí no
habrá ratas. —Sus dientes relucieron al sonreír y se pasó lentamente las manos desde
los hombros hasta las caderas—. Noradzeer —añadió.
—Lief, ¿cómo supiste, antes de que la serpiente te lo dijera, que las gentes de
Noradz habían vivido en la Ciudad de las Ratas? —preguntó Jasmine.
—Había muchas pistas —dijo Lief cansinamente—. Pero quizá no habría visto la
conexión de no haber encontrado esto —añadió, sacando de su Cinturón la copa
oscurecida y tendiéndosela.
—Vaya, pero si es idéntica a aquel recipiente que contenía las tarjetas de la Vida y
la Muerte: la Copa sagrada de Noradz —dijo Barda, tomándola en sus manos y
mirándola con asombro—. Debió de caérsele a alguien y luego quedó abandonada allí
cuando todo el mundo huyó de la ciudad.
Lief sonrió al ver la negra naricita de Filli asomando por encima del cuello de
Jasmine para averiguar qué estaba pasando.
—No me extraña que Filli asustara a las gentes de Noradz —bromeó.
—¡Filli no se parece en nada a una rata! —exclamó Jasmine con indignación.
—Ellos odian todo lo que sea pequeño y tenga pelaje. Debe de ser un miedo que
les inculcaron desde los primeros días de su existencia —dijo Barda.
Lief asintió.
—Como el miedo a que se te caiga comida al suelo, o a dejar un plato sin tapar,
porque hubo un tiempo en el que esas cosas atraían a las ratas por centenares —dijo
—. O el miedo a comer algo que se ha echado a perder, como solía ocurrir en los
tiempos de la plaga. La necesidad de ir con tanto cuidado desapareció hace siglos.
Pero los ra-kachar se han asegurado de que el miedo perdure y mantenga atada a la
gente a ellos… y al Señor de la Sombra.
Lief habló con tono distraído y casi jovial para mantener alejadas de su mente
todas las cosas horribles que acababan de sucederle. Pero Jasmine lo miró con
seriedad, inclinando la cabeza hacia un lado.
—Entonces está claro que un pueblo puede llegar a olvidar su historia y seguir
unas reglas estúpidas impulsado por el sentido del deber, si se le enseña a hacerlo
desde su nacimiento —dijo—. Nunca lo hubiese creído. Pero ahora lo he visto con
mis propios ojos.
Lief se alegró al comprender que aquélla era su manera de decir que estaba
empezando a pensar que los reyes y las reinas de Deltora no habían sido tan culpables
como ella pensaba en un principio.
—Pero cuidado —se apresuró a añadir Jasmine mientras él sonreía—, siempre
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hay la posibilidad de elegir, y las ataduras pueden llegar a romperse. La joven Tira
nos ayudó, a pesar de que tenía mucho miedo. —Hizo una pausa—. Espero que algún
día podremos volver allí y liberarla. A ella y a todos los demás, si así lo desean.
—Ésta es nuestra mejor posibilidad de hacerlo —dijo Lief, se abrió el Cinturón y
lo dejó en el duro suelo de la llanura. Después Barda le dio la corona que contenía el
gran ópalo.
Al acercarlo al Cinturón, el ópalo se desprendió de la corona y cayó en la mano
de Lief. De pronto su mente se lleno con una visión de eriales arenosos y cielos
amenazadoramente nublados. Lief se vio a sí mismo, solo entre dunas infinitas. Y
sintió el terror que acechaba, invisible. Un jadeo de horror escapó de sus labios.
Levantó la mirada y vio que Jasmine y Barda estaban observándolo con expresión
preocupada, Lief cerró su mano temblorosa sobre la gema, apretándola con más
fuerza.
—Lo había olvidado —dijo con voz queda, tratando de sonreír—. El ópalo te
permite entrever el futuro. Parece que eso no siempre es una bendición.
Antes de que sus amigos pudieran preguntarle qué había visto, Lief se inclinó
para encajar la piedra en el Cinturón. Los vivos colores de la gema parecieron
destellar y arder como el fuego bajo los dedos de Lief. De pronto el rápido palpitar de
su corazón fue serenándose, y el miedo se disipó para dar paso a un cálido cosquilleo.
—El ópalo también es el símbolo de la esperanza —murmuró Barda, mirando a
Lief.
Lief asintió y puso la mano encima de los colores que danzaban, sintiendo cómo
el poder de la gema fluía a través de él. Cuando finalmente alzó la mirada, su rostro
se hallaba en paz.
Jasmine le ofreció el brazo a Kree, que bajó aleteando hacia ella con un alegre
graznido.
—Cualquiera que sea la cuarta piedra, estoy segura de que no nos llevará a un
peligro peor que el de las otras tres.
—¿Y si lo hace? —bromeó Barda.
Jasmine se encogió de hombros.
—Haremos frente a lo que venga —se limitó a responder.
Lief cogió el Cinturón del suelo y se lo sujetó alrededor de la cintura. El Cinturón
se calentó sobre su piel: sólido, protector y un poco más pesado que antes. Fe,
esperanza, felicidad, pensó Lief, y aquellas tres cosas llenaron de alegría su corazón.
—Sí —dijo—. Haremos frente a lo que venga. Juntos.
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Emily Rodda, seudónimo de Jennifer June Rowe (Australia, Sydney 1948). Se
licenció en Literatura Inglesa en la Universidad de Sydney en 1973, y trabajó varios
años como editora, primero para varias editoriales, y después para una revista.
Durante esa época comenzó a escribir libros para niños bajo el seudónimo de Emily
Rodda (nombre de su abuela). Su primer libro, Algo especial, fue publicado en 1984
y ganó el premio the Australian Children’s Book Council Book of the Year for
Younger Readers.
De entre su obra cabe destacar las sagas «Rowan» y «Deltora», esta última con títulos
como Los Bosques del Silencio, El Lago de las Lágrimas, La Ciudad de las Ratas,
Arenas movedizas, El Monte Terrible, El Laberinto de la Bestia, El Valle de los
Perdidos y Regreso a Del.
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