Autobiografía - William Carlos Williams

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 6

Autobiografía

William Carlos Williams

Traducción de Matías Moscardi


Prólogo

El noventa por ciento de nuestra vida es olvidable. De aquello que recordamos, la


mayor parte mejor no contarla: no le interesaría a nadie, o al menos no aportaría nada a
la historia de lo que hemos sido. Queda un fino hilo narrativo –unas cientos de páginas–
en torno al cual se aglomeran, como caramelos duros, los intereses del lector, que
gastará un par de horas, como un chico goloso, y finalmente terminará prefiriendo algo
más suculento y no tan duro entre los dientes. Para nosotros, sin embargo, esas horas
fueron dulces. Constituyen nuestro tesoro particular. Eso es todo lo que podemos
ofrecer.
No puedo contar más de lo que sé. He vivido, de alguna manera, día por día; y así lo
describo, día por día, en mi esfuerzo por asignarles un sentido a mis errores y a mis
aciertos. No es que mis conclusiones sean profundas. Pero incluso los acontecimientos
más triviales acaso tengan su peso preciso.
No tengo la intención de contar detalles acerca de las mujeres con las que me acosté,
o cualquier cosa sobre ellas. No busquen eso. No tiene nada que ver conmigo. Las
relaciones que he tenido con hombres y mujeres, así como los encuentros que más me
interesaron profundamente, no ocurrieron en la cama. Soy extremadamente sexual en
mis deseos: los llevo a todos lados y todo el tiempo. Creo que de ahí proviene el
impulso que nos mueve a todos. Y con ese impulso, el hombre hace lo que su mente le
indica. En la forma de ordenar aquel poder se esconde su secreto. Siempre intentamos
esconder los secretos de nuestras vidas de la mirada de los demás. Lo que creo que es el
centro oculto de la mía no será fácilmente descifrado, incluso si cuento, como lo hago
acá, las circunstancias externas.
Una autobiografía como ésta podría extenderse unas mil páginas. Todo lo que
debería hacer es seguir escribiendo. Sin duda podría mantener incluso el interés general.
Pero estirar la historia, rellenarla un poco, agregar un par de relatos sobre algunos de
mis contemporáneos no me ayudaría a clarificar nada. Sería un libro más entretenido de
lo que es en sus actuales proporciones, pero de ese modo nada agregaría a su valor –si
es que tiene algún valor más allá del interés de un par de amigos.
Ni siquiera intenté incluir una lista completa de mis amigos. No presté atención a
listas de ningún tipo. Todo lo que quise hacer es contar mi vida a medida que avanzaba
practicando la medicina y al mismo tiempo registrar mi búsqueda diaria ¿de qué? Como
escritor, he sido un médico, y como médico, un escritor; como ambos he cumplido
sesenta y ocho años de una existencia más o menos tranquila, a no más de media milla
del lugar donde nací.
Como Flossie, mi esposa, y yo nunca nos mudamos, la calle Nine Ridge se convirtió
en un punto de referencia para varios amigos que, aunque rara vez o nunca nos
visitaron, por lo menos sabían dónde vivíamos. Ellos me escribieron muchas cartas,
cada una de las cuales respondí; ésa fue una de mis principales ocupaciones a lo largo
de los años. Me sorprende no haber mencionado nombres como Ed Corson, Arthur
Noyes y Bert Clark, entre mis compañeros de clase en la escuela de medicina. Wallace
Stevens es otro de los apenas nombrados, aunque está constantemente en mis
pensamientos. Y el difunto Alfred Stieglitz. Ninguno de ellos vino a verme a
Rutherford. El aislamiento es una gran virtud. Permite un intervalo justo para el
pensamiento. Mejor dicho, lo que lo llamo pensar, que es básicamente garabatear.
Siempre fue durante el acto de garabatear que tuve la mayoría de mis satisfacciones.
Por ejemplo, cuando iba a visitar a Alfred Stieglitz. Lo hacía de manera casi regular
en una época. No había absolutamente nadie en la galería. Él me reconocía y, antes de
que pudiera echar un vistazo alrededor, aparecía desde atrás del mostrador y
empezábamos a hablar. Hablábamos sobre pinturas, sobre John Marin y lo que estaba
haciendo en ese momento. Otro día era una muestra de Hartley o una visita a la muestra
de Portinari en Museo Moderno. O íbamos a escuchar a Pablo Casals. O íbamos a ver
los tapices en The Cloisters. Después de eso, volvía a casa y pensaba –es decir,
garabateaba. Lo hacía por días, a veces, después de esas visitas, incluso por años,
quizás, intentando descubrir cómo mi mente se reajustaba a esos contactos.
Otras veces, no lo suficientemente seguido, nos metíamos en el auto y viajábamos
cuarenta millas hacia el interior del país para visitar a mi amigo neoyorquino, Kenneth
Burke, y a su familia. La vida que llevaba en su vieja granja abandonada en Andover
siempre me fascinó. Estaba de acuerdo con eso. Admiraba la mente que concebía y
concretaba una vida de esas características. Ahí conocimos a Peggy Cowley, quien fue
mordida por una serpiente de cascabel y pedía a gritos por mí antes de que la llevaran al
hospital, Mattie Josephson, Malcom Cowley y Gorham Munson, en pantalones rayados,
cargando una caña en ese lugar de campo. Pasábamos toda la tarde discutiendo, pegados
a nuestros vasos de sidra. Reactivado, me iba a casa para volver al eternamente
gratificante juego de garabatear. El pensamiento nunca fue algo aislado para mí; era un
juego de testeos y balances, puesto a prueba en la palabra escrita. Después venía el
juicio. El poema era entregado a un editor cualquiera, o de lo contrario enfrentaba su
destino en el mundo: eso era lo que venía a juzgar la inteligencia de mis
contemporáneos.
¿Cuándo y dónde, luego de todas aquellas excursiones, podía escribir? El tiempo
nunca significó nada para mí. Podía ser en el medio de una epidemia de gripe, con el
teléfono sonando día y noche, enfermizo, sin un solo momento libre. No había
diferencia. Si tenía el impulso –si algo de lo que Stieglitz o Kenneth habían dicho estaba
ardiendo en mi interior, engendrado por la noche, demandando salir– entonces era como
una mujer embarazada: no importaba lo que estuviera ocurriendo, esa demanda tenía
que ser cumplida.
Cinco minutos, diez minutos, siempre pueden encontrarse. Tenía mi máquina de
escribir en la oficina de mi escritorio. Todo lo que necesitaba hacer era levantar la hoja
que ya estaba puesta y listo. Trabajaba a máxima velocidad. Si un paciente entraba por
la puerta cuando yo estaba en el medio de una oración, guardaba la máquina –yo era
médico. Cuando el paciente se iba, volvía a sacar la máquina. Mi cabeza desarrolló una
técnica: algo crecía dentro de mí y demandaba ser recolectado. Tenía que ocuparme de
eso. Finalmente, después de las once de la noche, siempre encontraba el tiempo para
escribir diez o doce páginas. De hecho, no podía descansar hasta que había liberado mi
mente de las obsesiones que me habían estado atormentando todo el día. Purgado de
esos tormentos, una vez que había garabateado, podía descansar.
Vivimos determinados por las estaciones. Las enfermedades ocurren generalmente en
invierno. En esa época los servicios de un médico entran en su mayor demanda. Pero es
entonces cuando la marcha se hace más dura. Nunca tuve vacaciones de invierno.
Quizás haya llegado el momento de cambiar. El invierno es una época dura para un
doctor. El pequeño mundo de ese pedazo de tierra que llamo mi jardín siempre ha sido
tremendamente importante para mí. Henri Fabre fue uno de mis dioses. No es que haya
seguido su modelo científico, aunque tal vez lo hice y quizás he sido un hombre más
feliz, sino que su ejemplo siempre se alzó frente a mí como una medida y una regla. Me
volvió silencio y generó en mí una diligencia paciente, y a pesar de mis insuficiencias,
una satisfacción a largo plazo. Nunca me pareció importante lo que pasara conmigo,
pero el destino de las ideas viviendo a contra pelo en un mundo insulso siempre me dejó
sin aliento.
Primera parte
Capítulo 1
Primeras memorias

Siempre fui una especie de niño inocente y todavía lo soy, hasta el día de hoy.
¡Recién ayer, leyendo La Ilíada de Homero, de Chapman, me di cuenta por primera vez
de que el adjetivo “venéreo” deriva de Venus! Y soy un médico que ha practicado la
medicina por los últimos cuarenta años. ¡Me quedé asombrado!
El terror dominó mi infancia, no el miedo. No tenía miedo. Tenía los miedos usuales,
naturalmente, pero ellos podían ser justificados, no como el terror que emanaba de
lugares ocultos y de todo el “cielo”.
Mi primer recuerdo definido es cuando me mandaron afuera de mi casa después de la
tormenta de nieve del ’88 y grité para que me dejaran entrar otra vez, lejos del frío y del
viento. Dicen que esa misma primavera salí con un puñado de sal en la mano para
intentar atrapar gorriones, poniéndoles sal en sus colas, como me había sugerido mi tío
Godwin.
Antes, aunque no lo recuerdo, mi madre estaba impresionada por la precisión con la
que le pegaba a la batería frente a las incitaciones de mi tío Irving: él golpeaba de la
batería grande (me viene a la mente mientras escribo esto), Bam! Bam! despacio. Luego
había un intervalo de un golpe después del cual yo tenía que entrar rápido con la batería
pequeña, Bam bam! Dicen que mi tiempo era perfecto.
Y la primera vez que me reí a carcajadas, me contó mi madre, fue cuando debía tener
menos de un año (porque fue en la casa vieja, incluso antes de que mi hermano Ed
naciera). Pop estaba talando un pequeño árbol. Cada vez que balanceaba el hacha y yo
la escuchaba golpear contra la madera, dejaba salir una risa salvaje de placer.
Pero mi segundo recuerdo, después de la escena de la nieve –debe haber sido en los
meses de abril o mayo que siguieron a la tormenta–, son las grandes hamacas en el
jardín lateral de Janeses, debajo de los robles. Esas hamacas eran maravillosas; recuerdo
especialmente la más chiquita, para bebés, con cuatro sogas para asegurarla. Pero
nosotros, los más grandes –yo tenía cuatro y medio– nos sentábamos en las hamacas de
dos sogas y dejábamos que otro chico corriera por debajo nuestro hacia el otro lado,
elevándonos hasta la altura de sus brazos, atrás y adelante, atrás y adelante.
Pop estaba afuera buena parte del tiempo por aquellos días, de negocios en América
del Sur y América Central, por eso mis tíos, Irving y Godwin, los medio-hermanos de
mi padre, estaban íntimamente asociados a mi crianza. Pobre Godwin, un nombre fatal
en nuestra familia, nunca estuvo bien de la cabeza. Él me enseñó una rima que nunca
olvidé:

Oh niños manténganse alejados


de las niñas que les digo
y dejen suficiente lugar
porque que cuando se casen
los golpearán en la cabeza
con la punta de una escoba.

Godwin nunca se casó pero murió demente en el Morris Plains varios años más tarde.
Era un gran agitador de la imaginación de un niño.
Irving, mi otro tío, era musical y tenía una hermosa voz de barítono. A veces mi
madre cantaba a dúo con él. Él y Pop tocaban la flauta con el acompañamiento de mi
madre. Pero Pop nunca fue muy bueno. Él tenía otros talentos.
Estaba mi madre, por supuesto, y la abuela Wellcome, la madre de mi padre, la mujer
inglesa que seguía comiéndose las haches como cualquier Cockney. La abuela
recordaba más de lo que contaba sobre su infancia en London, en casa de los Godwin,
de quien era pupila –el William Godwin, quizás, quién sabe; un capítulo oscuro. Ed, mi
único hermano, nació cuando yo tenía trece meses. La abuela me crío, de ahí en
adelante. Yo era en gran medida su hijo.
Nunca tuve hermanas; tampoco tías ni primas mujeres cercanas. Por eso, dejando de
lado a mi madre y a mi abuela, nunca conocí una mujer íntimamente en toda mi
juventud. Eso fue muy importante. Me producía suficiente curiosidad como para
quemar cincuenta chicos en pleno desarrollo.
La abuela me crío o eso intentó. Pero una vez mi madre perdió su compostura y
noqueó a la vieja con una cachetada en la cara, que felizmente recordó hasta el día de su
muerte. Su sangre latina sacó lo mejor de ella aquel día. Tampoco se arrepintió de eso;
le hizo mucho mejor, de hecho, que cualquier otra cosa que le haya pasado después de
su llegada a Estados Unidos desde Santo Domingo, para casarse. Creo que una de las
fuerzas más potentes que hizo que mi madre llegara a los noventa y dos fue la maligna
determinación de sobrevivir a su suegra, que murió a los ochenta y tres en 1920. Espero
parecerme en algo a mis ancestros femeninos.

También podría gustarte