Autobiografía - William Carlos Williams
Autobiografía - William Carlos Williams
Autobiografía - William Carlos Williams
Siempre fui una especie de niño inocente y todavía lo soy, hasta el día de hoy.
¡Recién ayer, leyendo La Ilíada de Homero, de Chapman, me di cuenta por primera vez
de que el adjetivo “venéreo” deriva de Venus! Y soy un médico que ha practicado la
medicina por los últimos cuarenta años. ¡Me quedé asombrado!
El terror dominó mi infancia, no el miedo. No tenía miedo. Tenía los miedos usuales,
naturalmente, pero ellos podían ser justificados, no como el terror que emanaba de
lugares ocultos y de todo el “cielo”.
Mi primer recuerdo definido es cuando me mandaron afuera de mi casa después de la
tormenta de nieve del ’88 y grité para que me dejaran entrar otra vez, lejos del frío y del
viento. Dicen que esa misma primavera salí con un puñado de sal en la mano para
intentar atrapar gorriones, poniéndoles sal en sus colas, como me había sugerido mi tío
Godwin.
Antes, aunque no lo recuerdo, mi madre estaba impresionada por la precisión con la
que le pegaba a la batería frente a las incitaciones de mi tío Irving: él golpeaba de la
batería grande (me viene a la mente mientras escribo esto), Bam! Bam! despacio. Luego
había un intervalo de un golpe después del cual yo tenía que entrar rápido con la batería
pequeña, Bam bam! Dicen que mi tiempo era perfecto.
Y la primera vez que me reí a carcajadas, me contó mi madre, fue cuando debía tener
menos de un año (porque fue en la casa vieja, incluso antes de que mi hermano Ed
naciera). Pop estaba talando un pequeño árbol. Cada vez que balanceaba el hacha y yo
la escuchaba golpear contra la madera, dejaba salir una risa salvaje de placer.
Pero mi segundo recuerdo, después de la escena de la nieve –debe haber sido en los
meses de abril o mayo que siguieron a la tormenta–, son las grandes hamacas en el
jardín lateral de Janeses, debajo de los robles. Esas hamacas eran maravillosas; recuerdo
especialmente la más chiquita, para bebés, con cuatro sogas para asegurarla. Pero
nosotros, los más grandes –yo tenía cuatro y medio– nos sentábamos en las hamacas de
dos sogas y dejábamos que otro chico corriera por debajo nuestro hacia el otro lado,
elevándonos hasta la altura de sus brazos, atrás y adelante, atrás y adelante.
Pop estaba afuera buena parte del tiempo por aquellos días, de negocios en América
del Sur y América Central, por eso mis tíos, Irving y Godwin, los medio-hermanos de
mi padre, estaban íntimamente asociados a mi crianza. Pobre Godwin, un nombre fatal
en nuestra familia, nunca estuvo bien de la cabeza. Él me enseñó una rima que nunca
olvidé:
Godwin nunca se casó pero murió demente en el Morris Plains varios años más tarde.
Era un gran agitador de la imaginación de un niño.
Irving, mi otro tío, era musical y tenía una hermosa voz de barítono. A veces mi
madre cantaba a dúo con él. Él y Pop tocaban la flauta con el acompañamiento de mi
madre. Pero Pop nunca fue muy bueno. Él tenía otros talentos.
Estaba mi madre, por supuesto, y la abuela Wellcome, la madre de mi padre, la mujer
inglesa que seguía comiéndose las haches como cualquier Cockney. La abuela
recordaba más de lo que contaba sobre su infancia en London, en casa de los Godwin,
de quien era pupila –el William Godwin, quizás, quién sabe; un capítulo oscuro. Ed, mi
único hermano, nació cuando yo tenía trece meses. La abuela me crío, de ahí en
adelante. Yo era en gran medida su hijo.
Nunca tuve hermanas; tampoco tías ni primas mujeres cercanas. Por eso, dejando de
lado a mi madre y a mi abuela, nunca conocí una mujer íntimamente en toda mi
juventud. Eso fue muy importante. Me producía suficiente curiosidad como para
quemar cincuenta chicos en pleno desarrollo.
La abuela me crío o eso intentó. Pero una vez mi madre perdió su compostura y
noqueó a la vieja con una cachetada en la cara, que felizmente recordó hasta el día de su
muerte. Su sangre latina sacó lo mejor de ella aquel día. Tampoco se arrepintió de eso;
le hizo mucho mejor, de hecho, que cualquier otra cosa que le haya pasado después de
su llegada a Estados Unidos desde Santo Domingo, para casarse. Creo que una de las
fuerzas más potentes que hizo que mi madre llegara a los noventa y dos fue la maligna
determinación de sobrevivir a su suegra, que murió a los ochenta y tres en 1920. Espero
parecerme en algo a mis ancestros femeninos.