El Crimen de Los Galindos
El Crimen de Los Galindos
El Crimen de Los Galindos
PRELIMINAR:
El crimen de los Galindos: un reportaje.
Al crimen de Los Galindos llegué tarde, como muchos de los que por
edad permanecíamos inconscientes a las realidades; pero llegué, aunque
fuera para la despedida… Porque cuando sucedió todo (22 de julio de
1975), cuando se desató el golpe asesino en esa tan cercana línea de
Paradas, yo tenía 16 años de edad, y ni la más remota idea de que algunos
años más adelante quería ser periodista. Ocurrió, sin embargo, que por
cosas de la vida comencé pocos años más tarde a estudiar periodismo en
esa España en la que aún despertaba la democracia y que un 23-F de 1981
quiso quebrarla sin conocer que ésta se asentaba ya sobre una aún fresca
pero sólida base. Y en ello que comencé a hacer prácticas y a colaborar
con aquel El Correo de Andalucía que dirigía Ramón Gómez Carrión y en
el que yo me perdía entre veteranos de la profesión en los que en seguida
comencé a fijarme: Pepe Guzmán, Pepín Fernández Rosa, José María
Gómez, Salvador Petit, Ignacio García Ferreira, Juan Holgado... Y entre
otros más jóvenes, o jovencísimos incluso, a los que veía allí arriba, en la
altura ya de la profesión.
No creo haber tenido conciencia cierta de que en Paradas hubiera
ocurrido uno de esos sucesos de los que se marcan con el intenso color de
la España negra hasta que, creo que por Antonio Lorca, entonces redactor
jefe de El Correo, se me encargara escribir un reportaje sobre Los
Galindos con motivo seguramente de uno de los aniversarios del crimen.
Es curioso, pero nunca los periódicos sevillanos se olvidaron cada 22 de
julio de volver a recordar, e incluso en ocasiones a tratar de escarbar, en
este impresionante y rocambolesco suceso, como si ningún otro crimen se
hubiera cometido en la humanidad; como si cada año todos los medios de
comunicación del mundo recordaran, con reportajes, entrevistas, artículos
o cualquier otro género periodístico que viniera al uso, el suceso aquel en
el que Caín cogió una costilla y mató a Abel. Formaba ya parte de la
tradición escribir cada 22 de julio del Crimen de Los Galindos, y
seguramente en un verano del comienzo de la década de los 80 me tocó esa
vez a mi. Con la mala o buena suerte -eso nunca se sabrá- de que el caso
en seguida me enganchó; como no podía ser menos en la cabeza de
cualquier persona que se quisiera atrever a ser periodista. Y no es que sólo
me enganchara, sino que incluso me absorbió.
Aún recuerdo esas interminables discusiones con Antonio Lorca, en la
Redacción de El Correo, en las que cada uno por su cuenta iba aportando
los últimos datos que había conocido del caso para tratar de ir encajando
las piezas de un puzzle complicado y difícil. Quizás de ahí la pasión.
Porque cuando uno de los dos creíamos haber dado con la pieza clave -
siempre, por supuesto, desconociendo la totalidad de lo investigado
oficialmente-, en seguida llegaba el otro y comenzaba a ponerles las
suficientes pegas como para que el castillo de naipes se fuera de nuevo por
los suelos. Pero la pasión seguía. Y siguió durante todos los julios de los
siguientes años, en los que se sucedieron incluso la práctica de nuevas
diligencias por parte del Juzgado y de los investigadores, hasta hilar tan
fino que ya pareciera casi imposible que el asesino o los asesinos no
pudieran ser descubiertos y juzgados antes de que, una vez transcurridos
los veinte años que marca la Ley, la responsabilidad penal del autor o de
los autores prescribiera y ya fuera imposible procesarlos y que pagaran su
culpa.
Es en este contexto de unos años que se suceden de forma repetitiva
cuando la memoria me detuvo y me dijo que ese mes de julio de 1995
hacia el que nos encaminábamos con igual rapidez, no podía conformarse
con una despedida a la ligera, y que ese crimen al que cada 20 de julio le
dedicábamos un recordatorio y las mismas preguntas sin contestar de
siempre merecían, sin duda, algo más. Y en ello que me puse a pensar,
hasta que un rápido esquema de lo que se podía hacer me puso en la alerta
de que se podían suceder sin problemas una serie de capítulos sobre el
crimen, con la única y absoluta intención de recordar a los que tuvieran
curiosidad e interés por el caso este suceso histórico y, por supuesto, por
llevar a las nuevas generaciones la memoria de lo contado hasta entonces a
través de los periódicos. De esta forma, por tanto, fue como me presenté
un día en el despacho de mi director, Manuel Gómez Cardeña, y le conté
mi proyecto, con la esperanza, como así fue, de que me liberara el tiempo
necesario de mis obligaciones en la Redacción del periódico y me dejara
introducirme de nuevo en las páginas de la historia que se guardan en la
hemeroteca y en volver a rescatar las voces y las opiniones de todos los
personajes que se pudiera para hacerla, de camino, más fresca y actual,
como todo buen reportaje debe procurar.
Y me puse a trabajar. De la conversación con el director se fijó el
período de un mes para realizar este macroreportaje, con la intención de
dedicar la mitad -quince días- a recopilar material, y la otra mitad a ir
escribiendo capítulo por capítulo e ir publicándolo ya en el periódico, de
forma que el último de ellos coincidiera con la fecha exacta del veinte
aniversario y, por tanto, del comienzo de la prescripción de los delitos.
Fueron, de esta forma, horas y horas dedicadas en exclusiva a Los
Galindos, con seguidas visitas a la Hemeroteca Municipal, con
continuadas entrevistas con jueces, fiscales, abogados, agentes policiales y
personajes de Paradas y de su entorno, de los que en la mayoría de los
casos recogí sus voces en una pequeña grabadora con la única intención de
que la fidelidad y la ausencia de improvisación o la interpretación
especulativa fuera la base de mi reportaje; sino más bien al contrario: la
realidad de lo que cada uno de ellos me contara.
Por cierto, y que conste solamente como una más de las anécdotas que
me sucedieron durante estos interesantes encuentros, hubo un personaje
relacionado muy directamente con el caso, y del que por motivos obvios
me reservo su identidad, con el que comencé a hablar del crimen de forma
muy oficial en un despacho, con grabadora incluida de por medio, y con el
que, ya posteriormente y sin otro medio de audición que nuestros propios
oídos, permanecí alrededor de doce horas seguidas hablando en la barra de
un bar, sin sentarnos para nada y sin dejar de beber cervezas, a las que en
ningún momento les acompañó ni una mísera tapa que diera confort al
castigado estómago. En otras palabras, que esta persona y yo nos pasamos
desde, aproximadamente, las doce del mediodía y hasta las doce y media
de la noche hablando, en un cara a cara interminable, sobre, por supuesto,
el crimen y sobre algunas de las circunstancias que nunca habían salido a
la prensa, mitad porque estaban incluidas en el sumario, mitad porque
nunca se habían incluido en él; y, de camino, de otros aspectos de la vida
social, política, judicial, policial y penal de la vida sevillana, andaluza y
española. Que nadie lo dude: fue una entrevista intensa, pero sobre la que
en numerosas ocasiones me pongo a pensar y de la que aún no me creo que
así hubiera sucedido, porque ver pasar todo un mediodía, toda una tarde y
toda una noche de pie en la barra de un bar a régimen de cervezas era lo
último que yo pensaba que me podría suceder. Aunque, como se suele
decir una vez que ya el toro ha pasado, creo que, al final, mereció la pena.
El trabajo, cada día que transcurría, me iba gustando más y conforme
avanzaba me iba dando cuenta de que si todo salía como esperaba, el
reportaje podría ser muy interesante. Aunque, eso sí, me faltaba algo; no
digo ya descubrir al asesino, o conseguir la confesión del culpable o
incluso revelar secretos del sumario hasta ahora desconocidos, porque
tampoco era esa mi intención. Si algo tenía claro desde el principio era
que un caso en el que habían trabajado durante años competentísimos
policías, jueces, fiscales, forenses y abogados que no habían podido
resolverlo, no iba a llegar ahora un simple periodista y les iba a dar a todos
una bofetada en pleno rostro con la fórmula mágica que lo solucionaba
todo; porque reitero que mi respeto por la Justicia así me lo indicaba,
aunque, y para que la condición periodística -sobre todo la que empieza y
que cree en ella como elemento de lucha y de aportación de pruebas contra
cualquier delito- al menos lo sepa, mi ego personal y profesional así lo
deseara en realidad.
¿Qué me faltaba, por tanto? Algo, quizás la guinda que hiciera que este
reportaje no quedara para la historia periodística como un buen trabajo de
recopilación, sino como un reportaje que, además, aportara algo nuevo. Y
el miedo se comenzó a apoderar de mi, porque conforme me fui
introduciendo entre los personajes y las historias, de pronto me di cuenta
de que si tenía algo de suerte, el reportaje se podía ver enriquecido con
elementos de información y documentación que nunca antes vieron la luz.
Como, afortunadamente, así ocurrió al final.
La fidelidad a las fuentes con las que entra en contacto un periodista -a
veces incompatibles con la Justicia- me lleva a mantener la absoluta
reserva sobre cualquier detalle que les rodeara, pero ya casi al final de mi
trabajo, y casi a punto de comenzar a redactar el primero de los capítulos,
la suerte -otros lo llaman el trabajo- me hizo entrar en contacto con una
persona que aportó elementos claves para mi reportaje, y con otras que de
forma absolutamente desinteresada me entregaron una serie de fotografías
que me llenaron ya de absoluta satisfacción. Eran, sin duda, las mejores
guindas que se podían sumar ya a un reportaje en el que se realizaba un
profundo y detenido repaso de todo el caso desde el mismo día en el que
sucedieron los hechos y su recorrido por cada uno de sus momentos más
importantes, y que aportaba, además, fotos nunca antes vistas.
Cuando yo me puse a trabajar en el caso, estaba claro que uno de los
campos periodísticos por los que necesariamente tenía que pasar era el
fotográfico, pero sobre todo el histórico, ése que se tomó siempre a pie de
campo y cuando la sangre y el olor aún estaban frescos. Por desgracia, los
archivos del propio periódico no me pudieron aportar mucho, porque -
cosas de la vida- muchas de las fotografías que se tomaron habían
desaparecido; aunque algunas -las menos- en las que se muestran las
huellas del crimen aún se conservaban intactas. Así que ése fue otro de
mis frentes: buscar unas buenas fotografías…, aunque nunca pensé que
llegaría hasta donde lo logré al final: las fotos de las cinco víctimas tal
como fueron encontradas tras el crimen, y las de las exhumaciones que por
encargo del juez Heriberto Asencio se realizaron en el invierno de 1983 en
el cementerio de Paradas y que corrieron a cargo del catedrático de
Medicina Legal de la Universidad de Sevilla Luis Frontela. Dos
impresionantes exclusivas -salvo los investigadores, nunca ningún medio
de comunicación lo había dado antes a conocer públicamente-, que sin
duda le iban a dar un mayor atractivo al ya voluminoso reportaje; como así
creo que fue.
Cualquiera que entonces siguiera el reportaje y pudiera contemplar las
imágenes tanto de las cinco víctimas como de las exhumaciones podría
reaccionar ante la, sin duda, crueldad que se le ofrecía ante los ojos, y, por
qué no, llegar a rechazar su publicación, tal vez pensando no sólo en la
crudeza de los cuerpos destrozados o carbonizados, sino en -y sobre todo
en el caso de los vecinos del propio pueblo de Paradas- las personas que
conocieran a los fallecidos -que aún quedan muchos-, y en los propios
familiares.
Cuando sobre las manos de un periodista caen, como en este caso, unas
fotografías como las publicadas, que a nadie le quepa la menor duda de
que éste reacciona de la misma forma como podría hacerlo cualquier
humano, y que hasta incluso piense en la opinión de determinadas
personas que consideren que se trate de un caso más de sensacionalismo,
ese que dicen que tanto gusta a los periódicos y a sus editores, y de hurgar
en las heridas de las familias de las víctimas, que ya bastante desgracia
tuvieron como para, encima, tener que soportar una vez más la presión de
los medios y la fuerza de algunas de las imágenes de sus seres queridos.
En serio que esto es así y que así lo piensa un periodista
verdaderamente profesional. Entonces, ¿por qué salen publicadas?, ¿qué
hace que un periodista ni siquiera piense si deben ser publicadas o no, sino
que directamente le da un lugar preferente en las páginas del reportaje?
Pues, sencillamente, la realidad de los hechos. Nunca, en ningún momento
del reportaje escrito que a continuación se ofrece y que ya salió publicado
en un periódico, se encontrará por quien lo lea -público en general o
interesados- ni un solo ejemplo de periodismo sensacionalista, ni siquiera
amarillo, ése que tanto gusta a algunos países de la prensa europea y
norteamericana. E invito a que cualquiera, ahora que tiene de nuevo la
oportunidad, lo lea con espíritu crítico y trate de llegar a la conclusión que
siempre que se habla de un suceso alguien pueda hacerlo. Y ¿por qué?
Porque lo único que se hace en este reportaje es tratar de reconstruir unos
hechos con la mayor objetividad posible, como un caso más de la historia
misma, a la que ni se añade ni se quita nada, tal vez si acaso aquello que
ha quedado en el desconocimiento de quien lo ha escrito; pero nunca la
manipulación a propósito ni la exageración sólo para hacer los textos más
llamativos y morbosos.
Bien, pues esto es, ni más ni menos, lo que ocurrió con las fotografías.
Cuando esas imágenes cayeron en mis manos, sabía que su publicación
podría provocar rechazo o molestar, pero nunca pensé en no publicarlas,
porque, sencillamente, se trata de documentos históricos que lo único que
hacen es recoger la realidad tal como sucedió; cruel, de acuerdo, pero
absoluta realidad de los hechos. Y cuando se trata de investigar, la
aparición de datos nuevos -en periodismo se suelen llamar exclusivas-
deben ser elementos que nunca, salvo falsedad o maldad, deben dejar de
ser publicadas. El periodista, por tanto, no hace otra cosa que aportar al
ciudadano, a la opinión pública, el resultado de su trabajo científico,
aunque éste -como ya se ha insistido de forma reiterada- sea cruel a
primera vista.
Por tanto, estas fotografías tienen que formar parte necesariamente del
elemento discursivo porque sin ellas no sería consecuente ni con el
verdadero periodismo, ni con la historia de este suceso. Dejar de
publicarlas, teniéndolas a disposición, es dejar a la opinión pública,
evidentemente interesada en todos aquellos asuntos que han impactado por
su indiscutible interés humano, sin conocer toda la verdad de los hechos a
los que ha tenido acceso el periodista, y, por tanto, sin ser consecuente con
la profesión periodística y hasta con la propia historia.
En fin, y volviendo ahora a la explicación sobre cómo se hizo el
reportaje de Los Galindos, que con todo este cúmulo de elementos -
informaciones rescatadas, entrevistas, encuentros, citas, revelaciones,
lecturas y fotografías-, sólo había que ponerse ya a escribir, y los capítulos
se sucedieron sin ningún tipo de problemas desde el primero de ellos,
aparecido el miércoles 12 de julio de 1995, hasta el último, que al final, y
debido a la gran cantidad de material con el que contaba, salió publicado
el domingo 23 del mismo mes, dos días después de la prescripción de los
delitos.
La mayoría de los doce capítulos publicados tienen una extensión de
dos páginas, salvo el primero -el de presentación-, que cuenta con cuatro
páginas, y aquel en el que se hace referencia a la exhumación de los
cadáveres -publicado el domingo 16-, que consta a su vez de tres. Y lo sé,
porque así me lo hicieron llegar numerosas personas durante los días en
los que se fueron publicando los capítulos, que muchas personas de Sevilla
y, sobre todo, del pueblo de Paradas y de su entorno lo fueron leyendo y
coleccionando, como otro elemento más de esta rocambolesca, nefasta e
increíble historia sin autor. Y creo que en parte fue porque, por primera
vez, todos los datos informativos conocidos aparecían contados unos
detrás de otros, como si los detalles del caso se hubieran ido sucediendo en
los mismos días anteriores a los que se estaban leyendo. Se le dio de esa
forma vida a un crimen que sirvió tanto para que los que lo conocían lo
recordaran, como para que quienes no tenían ni idea, se pusieran al día de
este apasionante asunto.
Porque, insisto, no se trataba de encontrar la pieza que le faltaba al
puzzle, sino de dar merecida despedida a un caso que había acaparado la
atención de los ciudadanos y de los medios de comunicación, casi de
forma ininterrumpida, durante veinte años. Por eso, hoy, agradezco a la
Facultad de Ciencias de la Información de Sevilla, y, sobre todo, al
profesor Ramón Reig, que se hayan decidido a rescatarlo en su integridad
para que, con un magnífico preámbulo sobre el periodismo de
investigación, sirva como ejemplo de uno más de los muchos y buenos
reportajes que se han publicado en la prensa sevillana, y, por último, para
que pueda servir como lectura de los estudiantes que un buen día se
decidieron a iniciarse en el camino de esta nada sencilla pero fascinante
profesión que es el periodismo.
Un ahorcado
Zapata, muerto
El cuerpo de Zapata
El marqués, en Málaga
Versión policial
El grito en el cielo
Fenet
Nuevas interrogantes
Muerte de Juana
Dos disparos
La película
El director de cine Víctor Barrera realizó varios años después una
adaptación de Los invitados y comenzó el rodaje del que sería su primer
largometraje. La película, que tomaría el mismo nombre que la novela, se
estrenó en Sevilla el 20 de febrero de 1987, y pronto traería la polémica.
El día anterior al estreno, en los cines Cervantes y Emperador, Barrera
realizó una presentación en Sevilla acompañado de una de las grandes
estrellas del film, Lola Flores. La Faraona, que nos dejaría el pasado mes
de mayo, veía cumplido entonces su deseo de interpretar un papel serio,
dramático, “muy a la americana”, como diría en la rueda de prensa. En su
papel interpretaba cómo Grosso había visto a Juana Martín, la mujer del
capataz, y en el reparto se encontraba acompañada por Amparo Muñoz,
Pablo Carbonell y Raúl Freire.
A las cuatro de la tarde del día 21, el siguiente al estreno de Los
invitados, Manuela González Jiménez, hermana del tractorista José
González, entraba en el cine Cervantes para ver la película. Manuela
asumió la responsabilidad de la familia y nada más salir de la sala se
personó en el despacho de su abogado, Manuel Toro, para comunicarle que
estaba dispuesta a presentar una denuncia en el Juzgado de Guardia.
La demanda se hizo efectiva ese mismo día, a las diez de la noche, y,
una hora después, el letrado aseguraba a los periodistas que ésta se había
dirigido contra el director, guionista y productor del film, Víctor Barrera,
y contra la distribuidora. Manuela González aseguró que lo hacía en
nombre de sus padres, Manuel y Concepción, que en esas fechas contaban
con 78 y 70 años, respectivamente, y que no querían ningún tipo de
indemnización por los daños y perjuicios que la película pudiera ocasionar
al nombre de su familia, sino que se retirara de las carteleras.
Manuela González dijo esa misma noche a los periodistas: “Yo soy la
mayor de cuatro hermanas; por eso me ha tocado a mi moverme más. No
pierdo la esperanza de que algún día se aclare el crimen”. Manuela
comentó que no pudo leer la novela de Alfonso Grosso, “porque no sé leer,
pero me la han leído las niñas, y de lo que se dice, todo es mentira; de
drogas, nada”. Manuela se refirió al director, de quien dijo que no quería
ni verlo, y a Lola Flores: “Si quiere más tragedia, que por lo visto es lo
que ella necesitaría para hacer un papel a su gusto, que se mueran sus hijas
y su Antoñito. Si usted hubiera conocido a mi hermano y mi cuñada... Los
dos eran muy formales. Y ella, muy distinta a como la representa en la
pantalla Amparo Muñoz”.
Manuel Toro, el abogado personado en el sumario de Los Galindos,
aseguró esa misma noche: “Consideramos que el asunto de drogas que se
trata en Los invitados y que refleja la imagen de José González es muy
degradante para su esposa, y muy triste. Incluso el papel de la novia es
clarísimo que se refiere a su esposa, Asunción Peralta. En la película son
también cinco las muertes y el ambiente es el mismo”.
El juez ve el film
Esta persona vestía ropa militar de calle, como la utilizada por los
soldados que realizaban el servicio militar cuando salían de paseo, y era
un vecino de Paradas, al que conocía por su mote, y novio de una chica de
la finca donde él trabajaba. Su sorpresa fue que las ropas que llevaba
estaban completamente manchadas de sangre y observó que la parte
derecha del pantalón estaba rota. Esta persona, se paró, sacó un fajo de
billetes de uno de sus bolsillos y dijo en voz alta: “Tanta sangre y tanta
muerte, para esto”, al tiempo que miraba el dinero.
El capataz se extrañó por estos hechos, pero hasta entonces nada le hizo
sospechar de un sangriento suceso, y menos de que en el cortijo de al lado
se hubieran cometido cinco asesinatos. Antonio Carrasco guardó silencio -
ni siquiera se lo comentó a su mujer-, durante varios años.
Hasta que en el verano de 1986, este capataz sufría un accidente al caer
de un caballo mientras se encontraba en la finca y fue ingresado de
urgencia en un centro sanitario. Ya en el hospital, y sintiéndose morir,
Antonio Carrasco llamó a su esposa y le contó lo que vio aquella tarde del
22 de julio de 1975, para que se lo dijera en su nombre al sargento de la
Guardia Civil de Carmona. Y así lo hizo.
El 21 de octubre de 1986, el juez especial de Los Galindos citó en su
despacho del Juzgado de Instrucción número 5 de Sevilla a la persona que,
según el capataz, fue vista esa tarde con sus ropas de soldado manchadas
de sangre. Habían pasado ya más de once años, y, evidentemente, no era lo
mismo, pero la esperanza de todas las partes de encontrar la pieza que le
faltaba al puzzle hizo que la expectación entre todos fuera tremenda. Con
anterioridad, efectivos de las Fuerzas de Seguridad del Estado habían
investigado sobre la vida de este joven, y como consecuencia de la misma,
se comprobó que en la fecha en la que se cometieron los crímenes se
encontraba haciendo el servicio militar y que, el día de autos, disfrutaba de
unos días de permiso.
Cuando la mujer escuchó la historia de su marido, ésta de pronto
recordó que, efectivamente, ese 22 de julio de 1975 también ella vio a esa
misma persona y que sus ropas militares se encontraban tendidas en un
cordel de detrás de la casa, como si hubieran sido recién lavadas, y que el
pantalón presentaba grandes rotos en el bolsillo derecho. Más tarde, vio ya
al soldado con sus ropas puestas marcharse en una motocicleta. Pero,
claro, tampoco ella sospechaba nada esa tarde de lo ocurrido en Los
Galindos, y no le llamó la atención como ahora.
En su declaración ante el juez, este joven negó los hechos, a pesar de
los indicios y de que las declaraciones del capataz habían sido
confirmadas, y el juez no tuvo más remedio que ponerlo en libertad sin
cargos.
Caer derrotado
Detector de mentiras
Eso fue Zapata, que por lo que sea se peleó con su mujer; la mató en un
arrebato y luego hizo lo mismo con los demás, porque pudieron ver u oír
algo. Y huyó del cortijo.
Esta fue la primera interpretación de lo que pudo ocurrir en el cortijo
de Los Galindos el 22 de julio de 1975. Una versión hecha en caliente,
sobre el escenario del crimen y con los cuerpos de las víctimas aún
presentes. Pero muchas eran las preguntas que se hacían los vecinos de
Paradas y pocas las respuestas lógicas que pudieran encajar para que esta
hipótesis resultara verosímil. Y eso que el cuerpo de Zapata aún no había
aparecido. Es más, durante los tres días que se tardó en encontrar su
cuerpo, oculto bajo un montón de paja en la parte de atrás del cortijo, se
especuló con la posibilidad de que se hubiera suicidado, arrojándose a un
pozo, ahorcándose de un olivo o dándose un tiro, lo que desde luego
confirmaría su autoría.
Pero el viernes por la mañana saltaban por los aires todos los
pronósticos. Zapata es hallado muerto y la descomposición de su cuerpo
denotaba que también encontró la muerte el mismo día que el resto de las
víctimas. Los rumores se desatan, y ese mismo día se habla ya de que el
autor puede ser José González, quien, por celos o resentimientos
personales, discutió con Zapata -lo que justifica que el primero fuera a por
su mujer al pueblo, para que estuviera presente en la discusión de la que
ella era protagonista-, y luego los matara. Tampoco se mantenía esta tesis,
porque quienes lo vieron esa tarde no observaron ninguna situación de ira.
Entonces, ¿qué ocurrió? ¿Fue por un robo? Imposible, allí no había
desaparecido nada, ni siquiera el dinero que el capataz guardaba en la casa.
¿Se encontró allí un tesoro y se pelearon por el reparto? Imaginación de la
gente. ¿Qué, que tuviera lógica, pudo ocurrir en el cortijo?
La investigación del caso de Los Galindos se ha visto salpicada a lo
largo de estos veinte años por un número interminable de preguntas, pero
sobre todo por una, que de conocerse la respuesta hubiera conducido
directamente a los asesinos: ¿Cuál era el móvil?
Uno de los que se sostuvo por más tiempo, aunque al final también
quedó descartado, fue el de que el tractorista José González mató a Zapata,
y luego al resto, por las malas relaciones que mantenía con su capataz,
quien se opuso a sus pretensiones hacia una de sus hijas. La Guardia Civil
y la Policía dieron por cerrada la investigación casi un año después de los
asesinatos, declarando a González autor de las cuatro muertes, y luego se
suicidó o cayó accidentalmente sobre las pacas de paja que ya ardían
vorazmente con la ayuda de la gasolina que él mismo había derramado. Y
todo por algo que podía haber ocurrido -como era desencadenar su fuerza,
por la burla soportada durante varios meses, sobre el capataz y sobre todas
las personas que encontrara a su paso-, pero que no tenía ninguna
consistencia por cuanto muchas preguntas seguían sin ser respondidas. La
exhumación de los cadáveres en el año 1983, finalmente, lo descartarían.
Y de nuevo volvieron las mismas preguntas: ¿Por qué?, y ¿quiénes?
Legionarios
Económico
Algo de luz
Circunstancias
Trigo y girasol
Entre las fincas Puerto del Cid (El Pedroso), Maj alimar (Constantina),
Vercel (Las Cabezas), Las Albarderas (Utrera) y Los Galindos (Paradas),
todas gestionadas por el marqués, se cultivaba el trigo y el girasol, tenían
olivos y frutales y contaban también con diversas cabezas de ganado, de
cuantas explotaciones se obtenía un dinero y de las que luego debía dar
cuenta a su esposa, verdadera propietaria de las tierras.
En este contexto se sitúa la investigación en la que la Policía Judicial y
los jueces pusieron más empeño para tratar de llegar al móvil de los
asesinatos en Los Galindos; lógicamente, sin que nunca se pudiera probar
nada. En la hacienda de Paradas, de poco más de trescientas hectáreas, se
producía, sobre todo, trigo y girasol. Las sospechas iban porque en este
cortijo se pudiera estar realizando una doble contabilidad, de forma que no
toda la producción era declarada al organismo oficial correspondiente -
Senpa (Servicio Nacional de Productos Agrarios)- sino que se destinaba al
mercado negro del trigo y de la que supuestamente se sacaban suculentos
beneficios. Este aspecto, negado tanto por el marqués como por el
administrador, no ha podido ser probado, por cuanto, además, los libros de
contabilidad del cortijo correspondientes a los años 1973, 1974 y 1975
nunca aparecieron.
El abogado Manuel Toro, que ha ejercido la representación en este caso
de la familia del tractorista José González -una de las víctimas-, aseguró a
este periódico sobre los posibles móviles: “Se habló de droga, que yo
descarto totalmente, lo mismo que del sentimental o de represalias por el
genio del capataz. Para mí, el móvil es económico. Se ha hablado de que
parte de la producción de la finca podría desviarse del Senpa. La
producción de la finca era de trigo y girasol. Lo que siempre se ha dicho es
que los marqueses estaban a punto de separarse y que la finca estaba
prácticamente por los suelos. Sin embargo, la producción de ésta sube
cuando se separan, ya después del crimen. Daba la impresión de como si el
marqués estuviera acopiando para salir de la situación”.
El juez Heriberto Asencio, uno de los que participó en la investigación,
dijo que el móvil económico “se acerca a una hipótesis, como otras que se
han investigado”, y el juez Antonio Moreno Andrade confirmó que el que
“más se investigó fue el económico, porque, efectivamente, parecía que
pudiera haber determinadas apropiaciones indebidas de trigo. Pero yo lo
creo bastante improbable, porque el trigo, a pesar de que es muy
voluminoso, tiene poco peso, y tendrían que haber verdaderos montones de
camiones para justificar algo de un cierto interés”.
Falta de pruebas
Sea como fuere, el caso es que se pensó que ese día del 22 de julio de
1975, cuando sobre las once y media llega el administrador al cortijo en el
Mercedes del marqués -que se encontraba en Málaga en el entierro de un
familiar-, se pudo producir una discusión entre Antonio Gutiérrez y
Manuel Zapata, en torno al descubrimiento por éste de una doble
contabilidad y su intención de denunciarlo a la marquesa, que le pudiera
haber costado la vida y que luego desencadenara el resto de las muertes.
Muy bien todo, pero tampoco había pruebas.
El administrador, confirmado por él mismo y por dos testigos
presenciales -Fenet y el vendedor de insecticidas Seller- estuvo entre las
once y media y las doce en Los Galindos, pero éste niega que ya entonces
viera a Zapata. En sus declaraciones, dijo que sólo vio a Juana, la mujer
del capataz, y a González, pero que le dijeron que Zapata estaba metido en
los olivos, y que tras esperarlo unos minutos decidió despedirse y
marcharse a la finca Las Albarderas, en Utrera, donde es visto más tarde,
al igual que en la oficina principal de Iberia en Sevilla, de donde recoge
dos billetes para la marquesa, y por último llegar a su domicilio sevillano,
cerca de las dos de la tarde, donde se encontró con un hijo suyo. Coartada
perfecta, si en algún momento llegó a ser sospechoso de las muertes.
El abogado Manuel Toro mantiene su versión de los hechos: “Todo se
desencadena porque hay que dar explicaciones, o intentar tapar un tema
económico, pero yo no creo que González participe de las muertes, sino
que personas con autoridad, que llevan a unos matones, son los que
golpean a Zapata. Estoy convencido de que González no ve nada, porque si
es así, o no sale vivo de allí o, si lo dejan, no regresa con su esposa, ante el
temor de que también los puedan matar”. Según Toro, “en Paradas tienen
la teoría de que esto es obra del marqués y del administrador. Si yo hubiera
querido, como parte en el caso señalo a una persona y la siento en el
banquillo, pero moralmente no lo podía hacer, porque no tenía la certeza
absoluta. Al administrador, por ejemplo, se le ha llevado al cortijo
infinidad de veces, y siempre se ha sabido defender. Él constantemente
decía por la Virguen, en vez de por la Virgen, pero nunca ha temblado. Era
el clásico bracito derecho del marqués en tiempos de la guerra. Él siempre
se refería a éste como el señor marqués, nunca como don Gonzalo”.
Si esta tesis económica hubiera sido la cierta, en la investigación
policial y judicial se cometieron desde el principio fallos fundamentales,
que darían tiempo a los autores y encubridores, desde luego, a prepararlo
todo y a borrar las pistas necesarias. Sobre todo, si al cortijo llegaron
numerosos vecinos de Paradas que tocaron y cambiaron objetos, y si el
marqués y el administrador -entonces las culpas recaían sobre Zapata,
desaparecido- se quedaron la misma noche de los hechos a dormir en el
cortijo.
La falta de medios, la improvisación y el descuido más absoluto en las
horas inmediatas al crimen es, casi con toda seguridad, lo que marcaría
que este caso nunca llegara a resolverse. Además, por supuesto, de que
durante los tres días siguientes Zapata fuera buscado como presunto
asesino, cuando también estaba muerto, y que durante los años posteriores
-hasta 1983, tras las exhumaciones-, González fuera declarado
policialmente el asesino. Porque si este móvil era el bueno, después de
tanto tiempo ya sólo la propia confesión de los autores o un descuido, que
no se produjo, llevaría a la detención de éstos.
Dictadura franquista
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