Imelda Lambertini

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IMELDA LAMBERTINI

Esta niña angelical nació en la ciudad de Bolonia en 1322.


Era hija de los Condes de Lambertini, ilustres en nobleza y
en virtud. La condesa, desconsolada porque no tenía hijos,
había rogado fervorosamente para que le fuese concedida
una hijita, y, según se dice, obtuvo tal merced del Cielo por
medio del Santísimo Rosario, del cual era devotísima.
La pequeña Imelda pronto llamó la atención por sus
celestiales inclinaciones. Cuando lloraba, se sentía
consolada al oír los nombres de Jesús y de María; cuando
comenzó a hablar, fueron estos nombres dulcísimos los
que pronunció con más frecuencia. A veces, la encontraban
con las manos levantadas al cielo, en oración, y con los
ojos anegados en lágrimas de ternura.

Permanecía largos ratos sobre las rodillas de su madre,


aprendiendo las primeras oraciones. Era muy devota de la
Madre de Dios, y, sobre todo, de la Sagrada Eucaristía.
Pasaba muchas ho-ras delante del Sagrario, como extasiada, y, con mu-cha
frecuencia, se alejaba de las fiestas de familia, y se iba al oratorio del palacio,
prefiriendo a todo bullicio el encanto de aquel altarcito, que ella misma arreglaba
y adornaba con flores. Más de cuatro veces se habían preguntado sus parientes:
"¿Qué llegará a ser, con el tiempo, esta niña?.

Apenas tenía nueve años cuando ya la voz de Dios se había dejado oír
claramente en su alma, y la había invitado al recogimiento del claustro. Es cierto
que era todavía muy jovencita para ser religiosa, pero su falta de edad era
compensada por sus bellas cualidades y por su juicio de persona mayor. En
aquella época, varios niños y niñas habían entrado en algunos conventos.

Así fue como Imelda pudo satisfacer pronto sus ansias de unirse con Jesucristo.
Sin hacer caso de las advertencias de los parientes, ni de ninguna consideración
humana, entró bien decidida y con el corazón lleno de alegría, en el monasterio
dominico de Val di Pietra.

No había hecho aún la Primera Comunión, pues los niños, en aquel tiempo, no
eran tan dichosos como ahora, cuando, por voluntad de la Santa Iglesia, pueden
comulgar tan pronto. Por esta causa suspiraba siempre por el día más feliz de
su vida, y era tan grande el concepto que tenía de la Eucaristía, que no sabía
entender cómo era posible no morir de amor al recibir el Pan de los Ángeles.
Reiteradamente había suplicado al sacerdote que la dejase comulgar, pero no
obtuvo esta gracia; su edad lo impedía; era demasiado pequeña.

Mas, he aquí que, el día 12 de mayo de 1333, cuando ya habían comulgado


todas las monjas y cuando ya había sido cerrada la puerta del Sagrario y estaban
apagados los cirios del altar, mientras las religiosas se dirigían a sus
ocupaciones, Imelda se quedó postrada en tierra, en el coro, con gran
desconsuelo. De repente, el coro se iluminó con una luz milagrosa y se llenó de
un aroma suavísimo, que, esparciéndose por todo el convento, atrajo otra vez
hacia la iglesia a todas las monjas. Una Hostia se movía sola, en el aire, y parecía
que quería ir hacia la monja-niña, que se derretía de amor, temblorosa y con las
manos juntas, bajo la influencia del Sol de las almas. Al ver tal milagro, el
sacerdote entendió claramente la voluntad de Dios, se revistió de nuevo, y
tomando la Hostia que flotaba en el espacio, administró a Imelda la Sagrada
Comunión.
Tumba de la Beata Imelda en la Iglesia de San Segismundo, Bolonia (Italia)

Entonces Imelda cerró los ojos a toda cosa exterior, juntó las manos, inclinó la
cabeza... y pareció quedar dormida. Pero pronto su color rosado se transformó
en un color ligeramente blanquecino, y pasaron varias horas sin que se
desvaneciera el encanto. Entonces las monjas presintieron lo que sucedía; se
acercaron a ella, la llamaron, pero no respondió; estaba muerta, muerta de amor
a Jesús, tal como se había imaginado...
Un gran gentío acudió a Val-di-Pietra para ver el cuerpo de la joven novicia. Y
nadie dudó en venerarla enseguida como bienaventurada.

Cada año, el día 12 de mayo se celebra en el convento con toda solemnidad.


Los Papas vieron siempre con buenos ojos este culto, hasta que, por fin, un
decreto de León XII, en 1826, la declaró Beata, autorizando su oficio litúrgico y
Misa propia.
La Beata Imelda es la patrona de las niñas de Primera Comunión.

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