V. C. Andrews
V. C. Andrews
V. C. Andrews
Cleo Virginia Andrews fue una conocida autora estadounidense de novela gótica, en la que
mezclaba elementos clásicos del horror con tramas envueltas siempre en un opresivo ambiente
familiar, con temas tales como el incesto.
En su adolescencia, sufrió una caída en las escaleras de su escuela, lo cual le dañó severamente la
espalda. Las cirugías que se le practicaron dieron como resultado un tipo de artritis que la dejó en
silla de ruedas la mayor parte de su vida.
Poseedora de un don para las artes plásticas durante su juventud se convirtió una excelente
artista, tanto que tras terminar un curso por correspondencia de cuatro años de duración se
profesionalizó como reputada artista comercial, ilustradora y retratista.
Trabajó como artista comercial mientras publicaba varias novelas cortas y relatos en diferentes
revistas hasta que su obra Flores en el ático, publicada en 1976, se convirtió en un éxito, y alcanzó
el puesto número uno en las listas de los libros más vendidos en sólo dos semanas. A partir de
entonces, cada año publicó una nueva novela.
Flores en el ático paso a formar parte de la Saga Dollanganger, serie de libros en la que también
figuran Pétalos al viento (1980), Si hubiera espinas (1981), Semillas del ayer (1984) y Jardín
sombrío (1986), esta última terminada por Andrew Neiderman.
Hasta la fecha de su muerte, Andrews publicó una novela al año, aumentando su número de
lectores. A pesar que la autora llegó a manifestar su deseo de abandonar el género de terror
gótico y dedicar su trabajo literario a los niños, el hecho de ser tan conocida y que sus libros
generaran altos ingresos la hizo desistir de tal idea.
El éxito de sus obras, traducidas a numerosos idiomas, ha hecho que otro autor, Andrew
Neiderman, haya sido contratado tras la muerte de la autora para continuar la escritura de novelas
que siguen siendo publicadas con el nombre de V. C. Andrews.
Flores en el ático
(Fragmento)
Cuando era joven, al principio de los años cincuenta, creía que la vida entera iba a ser como un
largo y esplendoroso día de verano. Después de todo, así fue como empezó. No puedo decir
mucho sobre nuestra primera infancia, excepto que fue muy agradable, cosa por la cual debiera
sentirme eternamente agradecida. No éramos ricos, pero tampoco pobres. Si nos faltó alguna
cosa, no se me ocurre qué pudo haber sido; si teníamos lujos, tampoco podría decir cuáles fueron
sin comparar nuestra vida con la de los demás, y en nuestro barrio de clase media nadie tenía ni
más ni menos que nosotros. Es decir que, comparando unas cosas con otras, nuestra vida era la de
unos niños corrientes, de tipo medio.
Nuestro padre se encargaba de las relaciones públicas de una gran empresa que fabricaba
computadoras, con sede en Gladstone, estado de Pennsylvania, con una población de doce mil
seiscientos dos habitantes. Nuestro padre tenía mucho éxito en su trabajo, porque su jefe venía
con frecuencia a comer a casa y alababa mucho el trabajo que papá parecía realizar tan bien.
«Es ese rostro tuyo, tan norteamericano, sano, abrumadoramente guapo, y esos modales tan
llenos de encanto lo que conquista a la gente. Santo cielo, Chris, ¿qué persona normal podría
resistirse a un hombre como tú?»
Y yo le daba la razón, con todo entusiasmo. Nuestro padre era perfecto. Medía un metro noventa
de estatura, pesaba ochenta y dos kilos, y su pelo era espeso y de un rubio intenso, y justamente
lo bastante ondulado para resultar muy atractivo; sus ojos eran azul cielo y estaban llenos de vida
y buen humor. Su nariz era recta, ni demasiado larga ni demasiado estrecha ni demasiado gruesa.
Jugaba al tenis y al golf como un profesional, y nadaba con tanta frecuencia que se mantenía
atezado durante todo el año. Siempre estaba viajando en avión a California, Florida, Arizona o
Hawai, o incluso al extranjero, por motivos de trabajo, mientras nosotros nos quedábamos en casa
al cuidado de nuestra madre.
Cuando volvía a casa y entraba por la puerta principal, todos los viernes por la tarde (solía decir
que le horrorizaba la idea de estar separado de nosotros más de cinco días seguidos), aunque
estuviera lloviendo o nevando, el sol parecía brillar de nuevo en cuanto él nos dedicaba su gran
sonrisa feliz.
¡Qué jóvenes éramos el día en que escapamos! Hubiésemos debido sentirnos intensamente vivos
al vernos libres, al fin, de aquel triste y solitario y sofocante lugar.
¡Oh! ¡Qué alivio al salir del Estado donde habíamos permanecido encarcelados! Por primera vez
desde hacía años, empecé a tranquilizarme un poco. Nosotros tres éramos los más jóvenes del
autobús. Chris tenía diecisiete años y era sumamente guapo, con unos cabellos largos y ondulados
que le rozaban los hombros y se rizaban hacia arriba. Sus ojos azules, orlados de oscuro,
rivalizaban en color con el cielo del verano, y toda su persona era como un día cálido y soleado:
ponía buena cara, a pesar de nuestra triste situación. Su nariz recta y bien formada acababa de
adquirir la fuerza y la madurez que prometían hacer de él todo lo que había sido nuestro padre: el
tipo de hombre que hacía palpitar el corazón de las mujeres cuando las miraba, e incluso sin
mirarlas. Su expresión era confiada; casi parecía feliz. Si no hubiese mirado a Carrie, quizás habría
sido realmente feliz. Pero cuando veía su carita enfermiza y pálida, fruncía el ceño y sus ojos se
nublaban. Empezó a pulsar las cuerdas de la guitarra colgada de su hombro. Tocó ¡Oh, Susana!,
cantando en voz baja, con una voz suave y melancólica que me conmovió. Nos miramos y
sentimos la tristeza de los recuerdos evocados por aquella tonada. Él y yo éramos como una sola
persona.
No podía mirarle demasiado rato, por miedo a romper en llanto. Mi hermana pequeña estaba
acurrucada en mi falda. Tenía ocho años, pero era tan menuda, tan lastimosamente menuda, y tan
débil, que no parecía tener más de tres. Sus ojos grandes, azules y sombríos, albergaban más
negros secretos y sufrimientos de los que una niña de su edad hubiese debido conocer. Los ojos de
Carrie eran viejos, muy viejos. Ya no esperaba nada: ni dicha, ni amor; nada… Porque todo lo que
había sido maravilloso en su vida le había sido quitado. Debilitada por la apatía, parecía pasar de
buen grado de la vida a la muerte. Dolía verla tan sola, tan terriblemente sola, ahora, que Cory se
había ido. Yo tenía quince años aquel mes de noviembre de 1960. Lo quería todo, lo necesitaba
todo, y tenía un miedo terrible a no encontrar en toda mi vida lo bastante para compensar todo lo
que había ya perdido.
Estaba tensa en mi asiento, presta a gritar si sucedía alguna otra cosa mala. Como una espoleta
sujeta a una bomba de relojería, sabía que, más pronto o más tarde, ¡estallaría y destruiría
conmigo a todos los que vivían en Foxworth Hall! Chris apoyó una mano sobre la mía, como si
pudiese leer en mi mente y supiese que estaba ya pensando en la manera de hacer la vida
imposible a los que habían tratado de aniquilarnos.
Y así llegó el verano en que, cuando yo tenía cincuenta y dos años, y Chris, cincuenta y cuatro, se
cumplió finalmente la promesa de riquezas que nuestra madre nos había hecho hacía mucho
tiempo, cuando Chris y yo teníamos catorce y doce años, respectivamente.
Los dos nos quedamos de pie contemplando aquella enorme y espantosa casa que habíamos
esperado no volver a ver jamás. Aunque no era una reproducción exacta del Foxworth Hall
original, sentí un estremecimiento interior. Qué precio habíamos tenido que pagar Chris y yo para
estar ahí, donde nos hallábamos en ese momento, dueños provisionales de esa gigantesca casa
que hubiera debido permanecer en ruinas carbonizadas. En otro tiempo muy lejano, yo había
creído que los dos viviríamos en aquella casa como una princesa y un príncipe, y que entre
nosotros existía el toque dorado” del rey Midas, aunque mejor controlado.
No he vuelto a creer en cuentos de hadas. Tan vivamente como si hubiera sucedido el día anterior,
recordé aquella desapacible noche de verano, tenuemente iluminada por la mística luz de la luna
llena y estrellas mágicas en un cielo de terciopelo negro, cuando nos acercamos a ese lugar por vez
primera, con la esperanza de que únicamente nos sucedería lo mejor para acabar encontrando
solamente lo peor.
Por aquel entonces Chris y yo éramos tan jóvenes, inocentes y confiados que creíamos en nuestra
madre, la amábamos, nos dejábamos guiar por ella mientras nos conducía, a nosotros y a nuestros
hermanos gemelos, una parejita de cinco años, a través de una noche en cierto modo horrible,
hacia aquella mansión llamada Foxworth Hall. A partir de aquel momento, todos nuestros días
futuros estarían iluminados por el verde, símbolo de riqueza, y el amarillo de la felicidad.
Qué fe tan ciega tuvimos cuando la seguíamos de cerca. Encerrados en aquella sombría y lúgubre
habitación en lo alto de la escalera, jugando en aquel ático mohoso y polvoriento, habíamos
conservado nuestra confianza en las promesas de nuestra madre de que algún día poseeríamos
Foxworth Hall y todas sus fabulosas riquezas. Sin embargo, a pesar de sus promesas, un viejo
abuelo, cruel e inhumano, con un perverso pero tenaz corazón, que rehusaba dejar de latir para
que cuatro jóvenes corazones, rebosantes de esperanza, pudieran vivir, lo impedía, de modo que
nosotros esperamos y esperamos, hasta que transcurrieron más de tres larguísimos años y sin que
mamá cumpliera su promesa.
Y no fue hasta el día en que ella murió —y se leyó su última voluntad— cuando Foxworth Hall cayó
bajo nuestro control. Ella había legado la mansión a Bart, su nieto favorito, e hijo mío y de su
propio segundo marido; pero hasta que Bart cumpliese veinticinco años, las propiedades
quedaban bajo la custodia de Chris.
La reconstrucción de Foxworth Hall había sido ordenada antes de que ella partiera hacia California
para buscarnos, pero hasta después de su muerte no fueron completados los últimos retoques de
la nueva Foxworth Hall. Durante quince años, la casa permaneció vacía, cuidada por celadores,
administrada legalmente por un bufete de abogados que habían escrito o telefoneado a Chris para
discutir con él los problemas que iban surgiendo. La mansión aguardaba, agraviada tal vez, el día
en que Bart decidiese vivir allí, como siempre habíamos supuesto haría un día. Y ahora nos la cedía
por un corto espacio de tiempo para que fuese nuestra hasta que él llegase y tomase posesión de
todo. «Siempre existe una trampa en cada ganga ofrecida», susurraba mi mente suspicaz. Y sentía
el señuelo que se nos ofrecía para tendernos un lazo de nuevo. ¿Habíamos recorrido Chris y yo un
camino tan largo con el único fin de completar la vuelta al círculo, regresando al principio?
¿Cuál sería esta vez la trampa? «No, no», me repetía a mí misma una y otra vez; mi naturaleza
recelosa, siempre insegura, estaba dominándome. Teníamos el oro sin empañar… ¡lo teníamos!
Algún día teníamos que obtener nuestra recompensa. La noche había terminado: nuestro día
había llegado por fin, y ahora estábamos de pie, a la plena luz de los sueños que se habían
realizado. Hallarnos aquí en ese momento, planeando vivir en esa casa restaurada, puso
repentinamente