La Experiencia de Dios en La Vida Monástica.

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CuadMon 30 (1974) 493-498

DENIS HUERRE, OSB

LA EXPERIENCIA DE DIOS EN LA VIDA MONÁSTICA

Antes de presentar el tema que nos va a ocupar, me permito algunas palabras sobre la historia de
su elección.

La Comisión de “Re monástica” se presenta tal como había sido elegida por vosotros, con
excepción de uno de sus miembros (D. Sebastián Bovo) que ha sido reemplazado por D.
Atanasio Polag de Tréveris, pues habiendo el primero renunciado a su cargo de abad de Parma,
no se consideraba ya como miembro del Congreso; D. Atanasio Polag nos ha traído el vigor y la
juventud y representa a la vez a todos los abades de lengua alemana.

Entre los temas propuestos se encontraban:

- el monaquismo en la Iglesia,

- la interpretación de la Regla de san Benito según las diferentes culturas y


civilizaciones,

-la formación del monje,

-la experiencia de Dios en la vida monástica.

Por fin, todos los miembros de la Comisión Monástica retuvimos este último tema, a pesar de la
urgencia de los otros, el de la hermenéutica en particular.

Estudiado en las reuniones que tuvimos en nuestros diferentes monasterios, discutido con los
profesores y los estudiantes de San Anselmo (1971), programado y elaborado con la
colaboración de expertos, lo presentamos hoy a fin de que, en nuestras sesiones, sea tratado en
sus aspectos más concretos. La teología tuvo su hora, le toca el turno a la pastoral.

Estamos pues a punto de poner manos a la obra, obra difícil puesto que se trata de hablar -entre
más de doscientos monjes- de nuestro encuentro con Dios.

Pervenies, nos promete la Regla de san Benito. Debemos pues abrigar la confianza de que el
tema elegido no es una pura utopía, sino, por el contrario, de los más realistas, y que al
interrogarnos sobre la experiencia de Dios en nuestra vida monástica, no hacemos más que
intentar clarificar lo esencial de nuestra vida.

En esta presentación del tema me ceñiré a dos puntos: primero, la palabra “experiencia”, luego
“en la vida monástica”.

1ª. parte: la palabra “experiencia”

La palabra ha chocado y molestado; casi todos los autores de los artículos que componen el
volumen del Congreso la han rechazado o aceptado, pero siempre con reservas y cautelas.

La batalla librada a propósito de este término es ya significativa de la importancia del tema:


nadie se apodera de Dios, pero si Dios se da al hombre, es menester saber de qué manera puede
ser recibido.
¿Lo sería acaso a la manera fervorosa de los aficionados al Oriente, a la India y a sus Sabios?
Pues por causa del término “experiencia”, muchos de entre vosotros han establecido esta
relación y se han sentido incómodos.

Yo puedo atestiguar que este tema no fue elegido, en realidad, como una respuesta a esas
corrientes naturales y espiritualistas que nos intrigan a todos, como puede intrigar un
movimiento importante y nuevo, una corriente, que buscando su luz fuera del cristianismo, no
puede sino provocar a ese cristianismo a que reafirme sus propias capacidades espiritualizadoras
y místicas. Pero tanto mejor si en el transcurso de nuestras discusiones, tenemos la ocasión de
situarnos como monjes cristianos respecto de otras religiones y de otras mentalidades que
ejercen un fuerte atractivo. Sería ligereza rehusar toda confrontación.

¿Por qué entonces este tema?

Para responder, propongo un corto itinerario que no se puede siquiera llamar histórico, puesto
que hablaremos de hombres, muchos de los cuales viven aún.

Ante todo, el teólogo francés de Dijon Jean Mouroux, quien publicaba en 1952 su libro, célebre
no solamente en Francia y los países de habla francesa, sino igualmente en Alemania y en los
Estados Unidos: “La experiencia cristiana”. Este libro se inscribía en la línea de los numerosos
estudios publicados desde 1905-1910 sobre la vida mística.

Como todos nosotros sabemos, esta parte de la teología había desaparecido prácticamente de la
enseñanza católica a raíz de las sacudidas jansenistas y quietistas, y su resurgimiento es aún
reciente, data de hace sólo sesenta años.

En el mismo momento en que los cursos de Bergson arrancaban a Maritain de la desesperación


y el suicidio, teólogos tales como el P. Poulain y el P. de Grandmaison abordaban también y
muy prudentemente pero como cristianos, el mismo mundo espiritual y más precisamente el
estudio de los fenómenos que se ha dado en llamar místicos. Luego, otros nombres son
universalmente conocidos: Ambrosio Gardeil en particular, con su “Structure de l’âme et
l’expérience mystique” (1927) y el benedictino alemán Anselmo Stolz con su “Teología de la
mística” en 1939.

Es evidente el interés que tales obras -las de D. Anselmo en particular- ofrecen para los monjes
y no podemos menos que alegrarnos de la próxima reedición de obras de este último, según nos
lo han prometido.

En ellas Don Anselmo luchaba claramente contra el psicologismo habitual en el siglo XIX,
contra la pura introspección, y muy netamente contra la oposición, corriente también en esa
época, entre inmanencia y trascendencia.

Mientras purificaba el término experiencia, en modo alguno lo rechazaba (y, a decir verdad, el
concepto de experiencia forma parte del pensamiento cristiano y con frecuencia se lo encuentra
en los escritos desde los orígenes) y se dedicó a mostrar la continuidad entre la vida mística y la
vida cristiana perfecta.

Vino la guerra en 1939 y luego el lamentable deceso del P. Stolz en 1942.

Más tarde, en 1952, el libro de Mouroux sobre la experiencia cristiana. Él no dice experiencia
mística, pues no quiere limitarse a este problema que ya había sido tratado, sino extender el
estudio del tema.

Jean Mouroux, sacerdote que ahora tiene 71 años, es vecino cercano de La Pierre-qui-Vire, y
recientemente me he encontrado nuevamente con él con motivo de una pregunta que deseaba
hacerle sobre su libro.

Al leer esta obra tenía yo la impresión de que su autor era en algo deudor de Gabriel Marcel,
Luis Lavelle y Le Senne, filósofos cuya nota personalista es conocida. Mouroux me respondió
que debía muy poco a Gabriel Marcel cuyo existencialismo no le había convencido, pero en
cambio, debía mucho a Le Senne cuyo libro “Obstacles et valeurs” (1934) le había resultado
una revelación en los lugares donde trata de la experiencia metafísica.

Mouroux trabaja partiendo de ahí, y no habría yo hablado tan largamente de él si no tuviese un


discípulo que ha resultado mayor que el maestro -según dice el mismo Mouroux- y que es Urs
von Balthasar. Pues estos dos hombres han trabajado en unión de pensamiento y tal vez ofrecido
a nuestra época la oportunidad de poder estudiar con audacia y un poco de claridad, el difícil
tema de la experiencia cristiana.

Ante la evidencia de que los cristianos del siglo XX sufrían aún la asfixia espiritual provocada
por el abandono de los estudios de teología mística o que pronto serían sobrepasados por el
tecnicismo que ellos exigían; rechazando por otra parte los métodos empleados por las ciencias
exactas para abordar los problemas vitales del alma humana, Jean Mouroux inauguró una nueva
manera que se desarrollaría luego con von Balthasar, proponiendo como “Introducción a una
teología” el estudio global de la experiencia cristiana.

Me permito pedir algunos instantes de atención, esperando que al detenernos en precisar en qué
sentido Mouroux y von Balthasar utilizan la palabra “experiencia”, le quitaremos todo veneno y
percibiremos mejor en unión con estos dos teólogos el valor de este término que, en efecto, no
puede ser utilizado sin hacer un esfuerzo por clarificarlo.

El trabajo de Mouroux se resume, según él, en el término que ha creado para librarse de toda
confusión entre la experiencia, en el sentido cristiano completo y lo empírico y lo experimental.
El ha creado, en efecto, el término “experiencial” y da su explicación:

“El problema de la experiencia cristiana es un problema dinámico y experiencial, es decir que


rebasa por todas partes la experiencia en el sentido empírico del término. Tiende a devenir un
impulso estructurado (palabra subrayada por él y tomada a su vez por Balthasar), un impulso
cuya fuerza orientadora (la gracia) y el polo de atracción (el Dios Trinidad) son puramente
espirituales y puramente sobrenaturales; un impulso que lleva hacia Dios a todo el ser con todas
sus actividades y todas sus pasividades, las más espirituales primero y también, dado el caso, las
más sensibles; un impulso que se origina y se desarrolla en la fe en Cristo, en el seno de la
comunidad eclesial...”.

“Nuestro trabajo -escribía Mouroux en 1952- no ambiciona ser una teología integral de la
experiencia cristiana; y esto por tres razones al menos. Porque un estudio tal exigiría que uno se
instalase en el centro mismo de la experiencia para desentrañar su ser profundo, sus formas
complementarias y contrastantes. Porque esta reflexión exigiría una serie de investigaciones
históricas de detalle y de conjunto, que aún nos faltar; así como una elaboración teológica
precisa de todas las decisiones de la Iglesia frente a las crisis dogmáticas y espirituales
suscitadas por estos problemas. Porque, en fin, habría que integrar en este estudio la experiencia
mística”.

Diez años más tarde aparecería en Einsiedeln, con el título de “Herrlichkeit, eine theologische
Aesthetic”, el primero de los tres tomos previstos por Urs von Balthasar, traducidos luego al
francés con el título de “La Gloire et la Croix”. Y creemos que en él tenemos al teólogo más
completo y más original de la experiencia de Dios, tal como nos la permite la fe cristiana.

Para Balthasar, la palabra “experiencia” es la mejor: “El concepto de experiencia, cargado de


prejuicios en la historia de la teología y de las herejías, en el catolicismo y en el protestantismo,
en sus controversias... es sin embargo indispensable cuando la fe es concebida como el
encuentro de todo el hombre con Dios..., todo el hombre, es decir el hombre no solamente con
su razón... sino inmediatamente también con su voluntad, no solamente con su alma, sino
también y del mismo modo, con su cuerpo” (p. 185).

Esto, que nos parece banal a nosotros que tan frecuentemente hemos oído a la Regla insistir
sobre la respuesta del monje, cuerpo y alma, se nos aparecerá con una riqueza nueva, cuando
recordemos el fin propio de Balthasar en esta síntesis teológica, “una teología cristiana,
desarrollada a la luz del tercer trascendental, es decir la consideración de lo verdadero y del bien
completada por la de lo bello (pulchrum), a fin de poder confrontar en una teología dogmática la
belleza y la revelación” (pp. 11 ss.).

La experiencia cristiana será la del hombre maravillado, atraído por Dios, y por eso capaz de un
impulso hacia Dios y de un olvido de sí, que se hallan ambos en la definición misma de la fe.
“Pues se ve inmediatamente -dice Balthasar- que la fe, en el sentido cristiano perfecto, no podrá
ser otra cosa que la actitud del hombre que se hace enteramente receptáculo para recibir el
contenido divino, pronto a reaccionar ante este toque divino, violín enteramente dispuesto para
el golpe del arco, material para la casa por edificar, rima preparada para el verso que se ha de
componer” (p. 186).

La experiencia cristiana había sido preparada por la experiencia de fe de patriarcas y profetas.


Tiene sus cimas y momentos válidos para todos los creyentes. Así, la experiencia de Abraham,
la de María, la de los Apóstoles, experiencias cuyas consecuencias estudia cuidadosamente
Balthasar.

A propósito de todas esas experiencias, da algunas precisiones que nos será muy útil oír ahora
ya que estamos a punto de comenzar nuestros debates concretos.

1º -La experiencia cristiana de Dios es una experiencia progresiva, una experiencia


estructurada;

2º -está totalmente referida a la experiencia de Dios hecha por Jesús.

1º -La experiencia de Dios que interesa a todo hombre y a toda la humanidad es la de la entrada
progresiva del creyente en la realidad total de la fe. A propósito de Abraham, pater fidei
nostrae, escribe: “No fue mediante expresiones formuladas como exhortó Dios a Abraham a
creer: lo que éste percibió es la verdad de una acción divina que tal vez fue expresada en
palabras sólo siglos más tarde. Y esto dicho no en el sentido de al principio era la acción de
Fausto o de Fichte, pues el drama entre Dios y el hombre era ya un logos, una palabra cargada
de sentido; sino que se trata de una palabra que sobreviene, que tiene una dimensión más que la
palabra de atestación”.

Partiendo de un acontecimiento tan interior salió una fe potente -llámese abrahámica, mariana,
paulina o joánica-, la fe en el Dios vivo. Esa es la experiencia total, de una complejidad
desconcertante.

Y continúa Balthasar: “en la vida ordinaria, ese plano de la experiencia es aquel en el que se
integran los puntos de vista vitales inconciliables”.

A fortiori, en la experiencia cristiana. “Por eso -sigue diciendo- Jean Mouroux tiene razón de
poner de relieve sin cesar el carácter estructurado, complejo, de la experiencia cristiana... (Esta)
significa la entrada progresiva del hombre creyente en la realidad total de la fe, su realización
progresiva. Pascal, Kierkegaard, Newmann no comprendieron de otro modo la experiencia
cristiana. Los criterios de experiencia que en san Juan se hacen eco unos a otros constantemente
y por decirlo así en forma circular, son la mejor justificación de lo que acabamos de decir”.

Balthasar consagra largas páginas al camino recorrido por los cristianos desde sus orígenes en
este inventario de su experiencia de Dios. Desde Orígenes, que por mucho tiempo fue mal
comprendido y hasta rechazado -nos dice- pero que descubrió la doctrina de los cinco sentidos
espirituales; desde Pablo y sobre todo, Juan, de quienes muestra sus dos líneas constantemente
mantenidas por la Iglesia con el carácter particular de cada una (y Balthasar no esconde sus
preferencias por Juan), desde esos primi doctores, el hombre cristiano no ha cesado de precisar,
al contacto con los paganos y al precio de continuos procesos, qué significa encontrar a Dios.
Hoy no es posible comprender con claridad la experiencia de Dios sin evocar a Agustín,
Macario, Evagrio, Diadoco, Máximo el Confesor, Gregorio Magno, Anselmo, Bernardo,
Guillermo de Saint-Thierry, Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz y todos los demás. Nos
encontramos en una escuela buena y antigua.

2º -Pero esta experiencia no es agustiniana, ni oriental u occidental, ni anselmiana o


cisterciense: es cristiana. Sin poder ni querer detenernos en ello, demos al menos un resumen
fiel (casi textual) de las conclusiones de Balthasar sobre la experiencia de Dios en Jesús.

“Tres afirmaciones pueden hacerse sobre la experiencia de Dios en Jesús y su relación con las
experiencias que dependen de él:

1. - Jesús, como palabra de Dios, da testimonio de lo que ha visto y de la que ha oído al


Padre, como Hijo único que descansa en el seno del Padre; da testimonio de lo que el
Padre le ha enseñado y le ha encargado. Para esa Palabra, exige la fe de los hombres.

2. - Pero, siendo la Palabra encarnada (y que se encarna sin cesar), Él atestigua por sí
mismo lo que dice, lo atestigua por toda su experiencia, de tal suerte que la experiencia de
Dios hecha por Él puede ser corporalmente reproducida al contacto de toda su existencia
corporal, por los hombres que tratan con Él y creen en Él. El hombre, cuando trata con
Cristo, es verdaderamente visto, esencialmente tocado, llamado por Dios mismo en
Cristo, y a su vez, puede ver, tocar a Dios en Cristo y hablarle.

3. - La experiencia de Dios en Jesús aparece a los hombres como una experiencia que
desciende del Padre y tiene la gloria celestial tanto detrás de ella, como, por anticipación,
delante de ella.

Por eso orienta al hombre creyente, conforme a su propia orientación, a la ascensión futura
hacia el Padre.

No trasmite pues una experiencia de Dios estereotipada, sino una experiencia en movimiento y
siempre abierta”.

2ª. parte: el lugar de la experiencia de Dios, la vida monástica

Después de esta reflexión sobre el término “experiencia”, podemos ser muy breves sobre el
lugar de la experiencia: la comunidad monástica.

Nuestras sesiones, dedicadas a temas concretos, responden a la expectativa de varios lectores


del libro del Congreso, deseosos de que los monjes, sepan precisar cuál es su manera propia de
buscar a Dios.

Me parece que hay tres datos esenciales del cristianismo que encuentran en la vida monástica
vivida según san Benito una ocasión favorable para verificarse:
• el realismo de la Encarnación y, todas sus consecuencias;

• el realismo de Pentecostés y su actualidad;

• la espera del retorno de Cristo.

Seremos forzosamente incompletos, pero otras instancias que han elegido este mismo tema nos
aportarán sus propias luces: el Congreso monástico de Bangalore el próximo octubre; el
Capítulo General de los Cistercienses OCR en 1974.

El trabajo colectivo que habéis leído ha suscitado ya varios estudios y comentarios. ¿Por qué no
habríamos de esperar un resultado prometedor tanto del Congreso como de los diversos
trabajos, para nuestras comunidades y para nosotros mismos, abades y priores?

La Pierre-qui-Vire

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