Introducción Ala Mariologia
Introducción Ala Mariologia
Introducción Ala Mariologia
"La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque,
`al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la
filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: iAbbá, Padre!' (Ga 4,4-6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo
de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María (LG 52), deseo iniciar
también mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y
sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras
que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del
Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el
misterio de la plenitud de los tiempos" (RM 1).
María, "la Virgen que concibió por obra del Espíritu Santo" al Hijo de Dios, está en
el centro del Credo apostólico. El parto virginal es, en primer lugar, una confesión
de fe en Cristo: Jesús es de tal modo Hijo único del Padre que no puede tener
ningún padre terreno. Bajo esta luz María aparece situada en su lugar privilegiado
dentro de la historia de la salvación. Dios ha mirado "la pequeñez de su sierva"
para cumplir en ella "las grandes cosas" que había prometido "a Abraham y a su
descendencia". El fíat de María es, pues, la realización y la superación de la fe
esperanzada de Abraham. "Ha acogido a Israel, su siervo, recordándose de su
misericordia" (Lc 1,54).
En esta relación esponsal entre Dios e Israel, entre Cristo y la Iglesia, María se
sitúa del lado de Israel, del lado de la Iglesia. Al llegar la plenitud de los tiempos
una mujer representa al Israel de Dios, predestinada por Dios para desposarla.
María, personificación de Israel, se convierte en la imagen de la Iglesia. Por eso
se le ha llamado: "María, la primera Iglesia". 1 Implícitamente los evangelios darán
a María el título de "Hija de Sión", que en el Antiguo Testamento designa a Israel
en sus relaciones con Dios. Explícitamente, el Vaticano II llama a María: "la Hija de
Sión por excelencia" (LG 55). Y Juan Pablo II habla de María como "la Hija de
Sión oculta", que Dios asocia al cumplimiento de su plan de salvación. "El solo
nombre de Theotókos, Madre de Dios, contiene todo el misterio de la salvación",
afirma San Juan Damasceno. La Theotókos es el testimonio fundamental de la
encarnación del Verbo, el icono de la Iglesia, el signo anticipado del Reino y la
Madre de los vivientes.
Según la antigua y vital intuición de la Iglesia, María, sin ser el centro, está en el
corazón del misterio cristiano. En el mismo designio del Padre, aceptado
voluntariamente por Cristo, María se halla situada en el centro de la Encarnación,
marcando la "hora" del cumplimiento de la historia de la salvación. Para esta
"hora" la ha plasmado el Espíritu Santo, llenándola de la gracia de Dios.
1 J. RATZINGER.-H.U. VON BALTHASAR, Marie premiére Église, Editions Paulines 1981.
El capítulo VIII de la Lumen gentium lleva como título: "La bienaventurada Virgen
María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia ". En este título se
percibe el eco del texto de la carta a los Efesios sobre la significación del
matrimonio cristiano: "Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la
Iglesia" (Ef 5,32). En la Escritura, la unión del hombre y la mujer es el símbolo de
la alianza entre Dios y su pueblo: Dios es el esposo e Israel es la esposa;
después, Cristo es el esposo y la Iglesia la esposa (2Co 11,2). El Concilio nos
invita a situar a María en este contexto esponsal del misterio de Cristo y la Iglesia.
Como dice una judía de nuestro tiempo: "La virginidad de María consiste en el don
total de su persona, que la introduce en una relación esponsal con Dios".2
3 Desde el punto de vista artístico e iconográfico el icono llamado Brephocratousa, o sea, Madre con el Niño, es el más frecuente y casi obligatorio en Oriente. Cfr G. GHARIB, Le
Icono Mariane, Roma 1987.
carnos a ella con los pies descalzos porque en su seno se nos revela Dios en la
forma más cercana y transparente, revistiendo la carne humana.
El fíat de María se integra en el amén de Cristo al Padre: "He aquí que yo vengo
para hacer, oh Padre, tu voluntad" (Hch 10,7), "porque he bajado del cielo no para
hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha mandado" (Jn 6,38). El fíat de
María y el amén de Cristo se compenetran totalmente. No es posible una
oposición entre Cristo y María. Como son inseparables Cristo cabeza y la Iglesia,
su cuerpo. Quienes temen que la devoción mariana prive de algo a Cristo, como
quienes dicen "Cristo, sí, pero no la Iglesia", pierden la concreción histórica de la
encarnación de Cristo. Cristo queda reducido a algo abstracto, como un aerolito
caído del cielo para inmediatamente volver a subir a él, sin echar raíces en la
tierra y en la historia pasada y futura de los hombres.
San Pablo ve a la Iglesia como "carta escrita no con tinta, sino con el Espíritu de
Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones " (2Co
3,3).
4 H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958.
Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio
encuentra su verdadera luz el misterio del hombre (GS 22), como prenda y
garantía de que en una pura criatura -es decir, en ella- se ha realizado ya el
designio de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre moderno,
frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la
sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin término, turbado en el
ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte,
oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos
de náusea y de hastío, la Virgen, contemplada en su trayectoria evangélica y en la
realidad que ya posee en la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una
palabra confortante: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión
sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el
tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida
sobre la muerte (MC 57).
La única afirmación que María nos ha dejado sobre sí misma une los dos aspectos
de toda su vida: "Porque ha mirado la pequeñez de su sierva, desde ahora me
dirán dichosa todas las generaciones" (Le 1,48). María, en su pequeñez, anuncia
que jamás cesarán las alabanzas que se la tributarán por las grandes obras que
Dios ha realizado en ella. Es la fiel discípula de Cristo, el Cordero de Dios, que
está sentado sobre el trono de Dios como vencedor, pero permaneciendo por toda
la eternidad como el "Cordero inmolado" (Ap 13,8). Es lo mismo que confiesa
Pablo: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2Co 12,10). Este es -el camino del
cristiano, "cuya luz resplandece ante los hombres... para gloria de Dios" (Cfr Mt
5,14-16). El cristiano, como Pablo, es primero cegado de su propia luz, para que
en él se encienda la luz de Cristo e ilumine al mundo.
También nuestra generación, lo mismo que todas las anteriores, está llamada a
cantar a María, llamándola Bienaventurada. Y la proclamamos bienaventurada
porque sobre ella se posó la mirada del Señor y en ella realizó plenamente el plan
de redención, proyectado para todos nosotros. De este modo la reflexión de fe
sobre María, la Madre del Señor, es una forma de doxología, una forma de dar
gloria a Dios.
Según la Dei Verbum, la revelación se realiza "con palabras y con hechos" (n.2).
"También los hechos son palabras", dice San Agustín.6 Los personajes bíblicos
nos manifiestan la Palabra de Dios con lo que nos dicen y con sus gestos. Nos
hablan con lo que dicen y con lo que son. Abraham es, en su persona, una palabra
de Dios. Como lo es Ezequiel: "Ezequiel será para vosotros un símbolo; haréis
todo lo que él ha hecho" (Ez 24,24). María también es Palabra de Dios, no sólo
por lo que dice, o lo que se dice de ella en la Escritura (que es muy
6 SAN AGUSTIN, Discurso 95,3: PL 38,905.
poco), sino por lo que hace y es ella. De este modo, con María, Dios habla a la
Iglesia y a cada uno de sus miembros. María es la única de la que se puede decir
con todo realismo que está "grávida" de la Palabra de Dios.
En los prefacios marianos y en los textos de las fiestas marianas -además de las
fiestas marianas distribuidas a lo largo del año litúrgico, hay 46 Misas en
honor de la Virgen María para los sábados y para celebraciones de los santuarios
marianos-, en todos estos textos María aparece insertada en el misterio de Cristo
y de la Iglesia, como único misterio de la salvación. También es importante ver la
presencia de María en la Liturgia de las Horas, con sus himnos, antífonas,
responsorios, preces, además de las lecturas bíblicas y patrísticas. Cada día, en
las Vísperas, la comunidad cristiana se une al canto de María,
al Magnificat, alabando a Dios por su actuación en la historia de la salvación.
A lo largo del año litúrgico, la Iglesia celebra las fiestas de la Virgen María,
uniendo su memoria al memorial del misterio de Cristo. Adviento y Navidad se han
convertido en tiempo mariano por excelencia. En estos tiempos contemplamos,
junto a Jesucristo, el Mesías esperado y encarnado, a María que lo esperó, lo dio
a luz, le acogió en la fe y le presentó a los pastores, a Simeón y a Ana, símbolos
de Israel, y a los magos de oriente, representantes de todos los demás pueblos.
En cuaresma y pascua, en la Iglesia oriental, la liturgia celebra a María junto a la
cruz de Cristo y junto a la Iglesia naciente en Pentecostés.
Las fiestas de la Anunciación, la Inmaculada, Santa María Madre y la Asunción
nos van recordado a lo largo del año litúrgico la presencia materna de María junto
a su Hijo, junto a la primera comunidad y junto a nosotros en nuestro camino hacia
la gloria. En toda la liturgia, como nos la presenta la Iglesia después del Vaticano
II, descubrimos la presencia entrañable de María, "unida con lazo indisoluble a la
obra salvífica de su Hijo" (SC 103). Cristo Jesús, desde su nacimiento hasta su
pascua, es el centro del culto litúrgico. Pero Dios, en su designio de salvación,
quiso que en el anuncio del ángel, en el nacimiento en Belén, en la Epifanía, en la
casa de Nazaret, en la vida pública, al pie de la cruz y en medio de la comunidad
congregada en espera del Espíritu Santo, estuviera presente María, la Madre de
Jesús, como primera discípula de Cristo. Por ello está también presente en la
celebración litúrgica del misterio de Cristo.
Se trata de seguir el método de María misma, que "guardaba todas las palabras
en su corazón y las daba vueltas ". María "compara", "simboliza", "relaciona" unas
palabras con otras, unos hechos con otros, busca una "interpretación", "explicarse"
los acontecimientos de su Hijo, a la luz de las prefiguraciones del Antiguo
Testamento (como se ve en el Magnificat).15 El Papa Juan Pablo II invoca a María,
diciéndole: "Tú eres la memoria de la Iglesia! La Iglesia aprende de ti, Madre, que
ser madre quiere decir ser una memoria viva, quiere decir guardar y meditar en el
corazón".
Al anuncio del ángel, María responde: "He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra" (Lc 1,38). Con esta respuesta expresa el deseo de que se
cumpla el plan de Dios. De este modo, la Virgen de Nazaret acepta, en nombre de
toda la creación, la salvación que Dios envía en el Mesías que ha de nacer de ella.
Para que la salvación se realice es necesario que el Redentor se haga hombre y
eso es lo que María acepta. En ella, la humanidad, aunque caída, se ha mostrado
capaz de acoger la salvación. Mediante el fíat de la fe, María, en nombre de la
humanidad y en favor de la humanidad, acoge la redención que Dios nos ofrece
en Cristo: "Esta persona humana que llamamos María es en la historia de la
salvación como el punto de esta historia sobre el que cae perpendicularmente la
salvación del Dios vivo, para extenderse desde allí a toda la humanidad".1
Padre!" (Ga 4,4-6). María es la humilde sierva, pero Dios la puso al servicio del misterio de la concepción del Hijo con el poder del Espíritu
Santo, cuando le plugo realizar este misterio en el mundo. Por esto, el Espíritu Santo, que mueve a los fieles a amar a la Iglesia, vuelve su
corazón también hacia aquella en quien la Iglesia se encuentra toda entera. San Jerónimo, comentando el versículo del Salmo: "La tierra ha
dado su fruto" (Sal 67,7), dice: "La tierra es la santa María que es de nuestra tierra y de nuestra estirpe. Esta tierra ha dado su fruto, es decir,
ha encontrado en el Hijo lo que había perdido en el Edén. Primero ha brotado la flor; y la flor se ha hecho fruto para que nosotros lo
comiéramos y nos alimentáramos con él. El Hijo ha nacido de la sierva, Dios del hombre, el Hijo de la Madre, el fruto de la tierra".2
ciende en la brisa de la tarde a pasear con su creatura, sigue el miedo de Dios. Aún antes de que Dios interven ga (Gn 3,23), Adán y Eva "se
esconden de Yahveh entre los árboles" (3,8); Dios tiene que buscar al hombre, llamarle: "¿Dónde estás?". La expulsión del lugar de la
comunión, del jardín del Edén, es la ratificación de esa ruptura con Dios. El diálogo entre el hombre y la mujer, que el amor unía en una sola
carne, se cambia en deseo de dominio (Gn 4,16). Al diálogo del hombre con la creación, como tierra que el hombre custodia y cultiva, sigue,
en contraposición, el sudor y trabajo doloroso con que el hombre tiene que arrebatar el fruto a la tierra.
Estas rupturas y hostilidades, que entran en el mundo, no formaban parte del plan de Dios "en el principio" de la creación. Son el fruto del
pecado del hombre que ha querido "ser como Dios", sustituir a Dios en la conducción de su vida. Pero algo no ha cambiado: la relación de
Dios con el hombre. El hombre ha cambiado, pero Dios, no. Dios, que conoce el origen del pecado del hombre, seducido por el maligno,
interviene para anunciar la sentencia contra la serpiente:
y polvo comerás todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu estirpe y la suya:
ella te aplastará la cabeza
La maldición divina contra la serpiente anuncia la lucha implacable entre la mujer y la serpiente, lucha que se extiende a la estirpe, al semen
de la serpiente y a la descendencia de la mujer, que es Cristo. El combate permanente, que recorre toda la historia, entre el bien y el mal, entre
la justicia y la perversión, entre la verdad y la mentira, en la plenitud de los tiempos se hace personal entre Cristo y Satanás. La estirpe de la
mujer, que combate contra la estirpe de la serpiente, es una persona, el Mesías. El es quien aplastará la cabeza de la serpiente. Ciertamente
"la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana... María, Madre del Verbo encarnado,
está situada en el centro mismo de aquella enemistad, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia
misma de la salvación". Pero, con la entrada de María en el misterio de Cristo, como "bendita entre las mujeres", está decidido que la
María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de
la que habla la Carta paulina: "Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo..., eligiéndonos de antemano para ser sus hijos
adoptivos" (Ef 1,4-5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella enemistad con la que ha sido
marcada la historia del hombre. En esta historia, María sigue siendo una señal de esperanza segura (RM 11).
La serpiente acecha en todo momento el nacimiento de cada hombre para morderle el talón, pero María se le ha escapado, sin tocarla con su
veneno. Es la Inmaculada concepción. Así se entrelaza el Génesis con el Apocalipsis, donde aparece "una mujer vestida de sol", que está
encinta y da a luz un hijo contra el que se lanza "un enorme dragón rojo". "El dragón se coloca ante la mujer que está a punto de dar a luz
para devorar al niño apenas nazca". Pero la victoria será de la mujer y su hijo, de María y del Hijo de Dios, que nace de ella, "mientras que el
gran dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás porque seduce a toda la tierra, es precipitado sobre la tierra" (Ap 12).
La existencia de María, al contrario de la de todo hijo de Adán, se halla desde el primer instante bajo la gracia de Dios. Ni un momento estuvo
marcada con el sello del pecado original, que está en el origen de nuestra concepción y de nuestra existencia. María es el signo de la total
elección de Dios y de la entrega de todo su ser a Dios y a la lucha contra la serpiente. En ella se anticipa el triunfo de su Hijo sobre el pecado,
salvación que se ofrece a cada hombre pecador en el bautismo. María, a través de su Hijo, inaugura la era del Reino de Dios, al ser totalmente
salvada del pecado desde su misma concepción. María, en toda su persona, pertenece a Dios como su único Señor. Así es signo de la nueva
creación que nace de lo alto, de Dios. Es la nueva Eva, la primera criatura del mundo futuro, del mundo nuevo inaugurado con la
Encarnación. "Alégrate" es la primera palabra de la nueva alianza, la primera palabra de la aurora del mundo nuevo, anunciado por los
profetas, heraldos del Mesías: "iExulta, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu' rey" (Za 9,9). Esta es la
primera palabra que, dicha a María, Dios dirige al mundo el día en que llegó su cumplimiento. El Salvador llega y se nos invita a aclamarlo con
alegría.
Cristo destruirá el poder de la serpiente. Ya el profeta Isaías describe el mundo inaugurado por el Mesías como un mundo nuevo, recreado, en
el que la serpiente no constituirá un peligro para el hombre, descendiente de la mujer: "El niño de pecho hurgará en el agujero del áspid y el
niño meterá la mano en la hura de la serpiente venenosa" (Is 11,8). Como Adán es cabeza de la humanidad pecadora, Cristo es Cabeza de la
humanidad redimida. Cristo es "la simiente de la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente":
Por eso Dios puso enemistad entre la serpiente y la mujer y su linaje, al acecho la una del otro (Gn 3,15), el segundo mordido al talón, pero
con poder para triturar la cabeza del enemigo; la primera, mordiendo y matando e impidiendo el camino al hombre, "hasta que vino la
descendencia" (Ga 3,19) predestinada a triturar su cabeza (Lc 10,19): éste fue el dado a luz de María (Ga 3,16). De él dice el profeta:
"Caminarás sobre el áspid y el basilisco, con tu pie aplastarás al león y al dragón" (Sal 91,13), indicando que el pecado, que se había erigido y
expandido contra el hombre, y que lo mataba, sería aniquilado junto con la muerte reinante (Rm 5,14.17), y que por él sería aplastado aquel
león que en los últimos tiempos se lanzaría contra el género humano, o sea el Anticristo, y ataría a aquel dragón que es la antigua serpiente
(Ap 20,2), y lo ataría y sometería al poder del hombre que había sido vencido, para destruir todo su poder (Lc 10,19-20). Porque Adán había
sido vencido, y se le había arrebatado toda vida. Así, vencido de nuevo el enemigo, Adán puede recibir de nuevo la vida; pues "la muerte, la
última enemiga, ha sido vencida" (lCo 15,26), que antes tenía en su poder al hombre.3
Éste es el anuncio del protoevangelio, el anuncio de la victoria sobre el Tentador, mentiroso y asesino desde el principio. A la luz de Cristo y de
la redención, se ilumina el significado último del anuncio del Génesis. Dios no se deja vencer por el mal. María es el signo glorioso de esta
victoria de Dios sobre el poder del maligno. Con su Inmaculada concepción María es un signo de esperanza para todos los hombres redimidos
La Inmaculada concepción de María es una verdad de fe, vislumbrada por algunos Padres, discutida en los siglos XII-XIII y proclamada por Pío
Inmaculada concepción de María significa reconocer que María, por gracia, ha sido redimida, anticipando en ella la salvación que Cristo ha
traído al mundo para todos los hombres:
Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida
con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo... Al
mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados (LG 53; CEC 490-493).
María no está situada fuera de la redención. Es de nuestra carne, de nuestra raza, "de la estirpe de Adán". Es redimida como todos nosotros
por su Hijo. Pero ella es redimida desde su concepción, completamente iluminada para que el Sol que nace de ella, Cristo, no sea
mínimamente ofuscado. Madre del Día, ella no conocerá la noche, será la primavera de la humanidad renovada.4 María es la profecía viviente
de la realidad a la que todos estamos predestinados: "El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha elegido en Cristo, antes de la
creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1,4). A todos nos lleva el Padre en su corazón como hijos
amados.
Todo fiel es liberado del pecado original por el bautismo, que lo hace remontarse más allá del pecador Adán,
hasta la filiación divina de Cristo, que "existe antes de todas las cosas" (Col 1,17). La gracia, que el fiel encuentra en Cristo, es mucho más
grande que el mal causado por la falta de Adán (Rm 5,15-17). En su raíz, el hombre ha sido creado en Cristo y hacia Cristo (Col 1,15s); luego,
el pecado sobreviene, contradiciendo la alianza paternal y filial que Dios, al crear al hombre, establece con él. En su raíz, el hombre se
sumerge, no en el pecado, sino en una gracia original, puesto que, antes de depender de Adán, ha sido creado por Dios en Cristo y hacia El.
Para María, la inocencia de su entrada en la existencia deriva de su relación materna con aquel cuya encarnación en el mundo es la fuente de
toda gracia. El misterio de la mujer encinta, en perpetua enemistad con la serpiente antigua, es, en primer lugar, el misterio de María. María es
santificada desde su concepción "en vista de los méritos de Cristo", por su comunión con El. María pertenece a la humanidad pecadora por la
gracia misma que la distingue. Su santidad original no la separa, no es un privilegio de excepción, sino de plenitud y anticipación. El origen de
María coincide con la inocencia original, inicial, en que toda la humanidad es creada. Pero, en ella, la inocencia es llevada a tal plenitud que el
pecado no la alcanzó. Con toda la creación, María es creada en Cristo y hacia El; pero en ella la relación con Cristo es de tal inmediatez que el
pecado no se ha interpuesto entre ella y su Salvador.5
Ciertamente, Lucas no dice que María fue tal desde el comienzo de su existencia;
sin embargo, si se comprende bíblicamente el concepto de gracia como
eliminación del pecado y de sus consecuencias en la riqueza del don de la vida
nueva (Ef 1,6s), se puede concluir: "Si es verdad que María quedó totalmente
transformada por la gracia de Dios, esto incluye que Dios la preservó del pecado,
la purificó y santificó de modo radical. Según el testimonio pascual de los
orígenes, en ella es donde se cumple el nuevo comienzo del mundo; ella es la Hija
de Sión escatológica en la que el pueblo de Israel se convierte en nueva creación,
sin dejar de ser el pueblo de las promesas: misterio de la continuidad de la estirpe
en la discontinuidad de la gracia".7
De esta manera quedaba a salvo la necesidad universal de la redención realizada por el Señor, mientras que se subrayaba la elección
absolutamente libre y gratuita de María por parte de Dios. La elección por parte del Padre realiza también en María a través de la mediación
única y universal del Hijo Jesús, por cuyos méritos ante el Padre quedó preservada inmune de la condición universal del pecado original y
puede, por tanto, existir de manera totalmente conforme al designio de Dios.
La liturgia de la Inmaculada, además de la exención del pecado original, celebra principalmente la plenitud de la gracia de María y su fidelidad
a la voluntad de Dios. El misterio de María es un misterio de elección divina, de santidad, de plenitud de gracia y de fidelidad al plan de Dios:
Esta "resplandeciente santidad del todo singular" de la que fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción" (LG 56), le viene toda
entera de Cristo: "ella es redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo" (LG 53). El Padre la ha "bendecido con toda
clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef 1,3) más que a ninguna otra persona. El la ha "elegido en él, antes de la
creación del mundo, para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor" (Ef 1,4). (CEC 492)
La tradición bizantina en Oriente y la tradición medieval en Occidente han visto en el kecharitomene ("llena de gracia") la indicación de la
perfecta santidad de María. Kecharitomene indica que María ha sido transformada por la gracia de Dios: es la "gratificada", como traduce la
Vetus latina. Se indica el efecto producido en María por la gracia de Dios. Es lo mismo que dice San Pablo de los cristianos que han sido
tocados y transformados por la gracia de Dios: "Dios nos ha transformado por esta gracia maravillosa" (Ef 1,6), como comenta San Juan
Crisóstomo, que conocía bien el griego.9 El perfecto de la voz pasiva, utilizado por Lucas, indica que la transformación de María por la
gracia ha tenido lugar antes del momento de la Anunciación.
¿En qué consiste esta transformación por la gracia? Según el texto paralelo de la carta a los Efesios (1,6), los cristianos han sido
"transformados por la gracia" en el sentido de que, "según la riqueza de su gracia, alcanzan la redención por su sangre, la remisión de los
pecados" (1,7). María es, pues, "transformada por la gracia", porque había sido santificada por la gracia de Dios. Así lo interpretan los Padres
de la Iglesia: "Nadie como tú ha sido plenamente santificado; nadie ha sido previamente purificado como tú".10 María ha sido previamente
"transformada por la gracia" de Dios, en consideración de su misión: ser la Madre del Hijo de Dios. Mediante la gracia Dios prepara para su
designio de salvación a la Madre virginal del Mesías.
El icono de la Panagía o "Toda Santa", que se venera en la Iglesia rusa, lo expresa maravillosamente. La Madre de Dios está en pie con las
manos en alto en actitud
sierva".
Dios es el Santo por excelencia. Pero Dios hace partícipes de su santidad a sus elegidos, haciéndoles santos. Con esta participación en la
santidad de Dios, sus elegidos entran a vivir en comunión con El, en la fe y en la respuesta al amor de Dios. De este modo los santos entran
en la gracia de Dios, envueltos en la nube de su gloria, liberados de las tinieblas del pecado. Desde el siglo II, con San Justino, a quien siguen
San Ireneo y San Epifanio, se ha contrapuesto la fe de María a la incredulidad de Eva. En esta fe de María la Iglesia ha visto la santidad
singular de María, que supera "a los querubines y a los serafines":
Es verdaderamente justo glorificarte, oh Theotókos, siempre bienaventurada y toda inmaculada, Madre de nuestro Dios. Más venerable que
los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines, a ti, que sin mancha has engendrado a Dios, el Verbo, te magnificamos,
oh verdadera Theotókos.11
La tradición cristiana, como aparece en la iconografía, ha visto en el pronombre "ésta" una referencia a la mujer, madre del Mesías, es decir, a
con su pie la cabeza de la serpiente. La serpiente está enroscada en torno al globo terrestre, suspendido en el espacio. María, radiante y
coronada de estrellas, domina el globo y con un pie pisa la cabeza de la serpiente. Ya la traducción de San Jerónimo de la Biblia,
la Vulgata, traduce en femenino el texto del Génesis: "ésta te aplastará la cabeza" (Gn 3,15). Esta traducción se hizo tradicional en la Iglesia
latina.
Mateo 1,1, -"Libro de la génesis de Jesucristo", recuerda a Génesis 2,4: "Éste es el libro de la génesis del cielo y de la tierra", así como a Gén
5,1: "Éste es el libro de la génesis de Adán". El paralelismo evidente parece significar que el nacimiento de Jesús inaugura una nueva
creación: el segundo Adán se corresponde con el primero. María es, pues, la tierra del acontecimiento de este nuevo comienzo del mundo. Lo
mismo que el Espíritu desplegó sus alas sobre las aguas de la primera creación, suscitando la vida (Gn 1,2), así desciende ahora sobre la
Virgen, que le acoge, concibiendo a Jesús.
Los Padres, con una bella expresión, llaman a María la "tierra santa de la Iglesia", donde germina la Palabra y produce fruto, el ciento por uno,
Cristo, la Palabra hecha carne. María "guardaba la Palabra en su corazón" (Lc 2,19;2,51) y ésta "no vuelve al Padre sin producir su fruto", el
fruto bendito del seno de María. María no es otra cosa que "la madre de Jesús".12 María, con su fíat, ha renunciado a sí misma para estar
totalmente a disposición del Hijo. Y, de este modo, María ha logrado la plenitud de su persona y de su misión. María es la verdadera tierra, de
suyo estéril, caos y vacío, pero fecundada por Dios con su Espíritu.
Cuando fueron creadas la tierra y la humanidad, en las que nacería el Hijo encarnado, su rostro no estaba sucio por el pecado. María, de la
que iba a nacer el Hijo, comparte la inocencia original de la creación y de la humanidad salida de las manos de Dios. Concebida sin pecado,
María es anterior al primer pecado del mundo y de cualquier otro pecado; ella es "más joven que el pecado, más joven que la raza de la que
ha salido". Nacida largos milenios después del pecador de los orígenes, es anterior a él, mucho más joven que él; ella es "la hija menor del
género humano", la que no ha llegado nunca a la edad del pecado.13
Jesús, en primer lugar, es anterior a todo antepasado, si bien es llamado el último
Adán (1Co 15,45). El es descendiente de Adán, pero su origen es eterno,
engendrado por el Padre en la santidad del Espíritu Santo. "Existe antes que
todas las cosas" (Col 1,17). María es creada en este misterio del Hijo, inseparable
de él en su inocencia original, anterior al pecado de sus antepasados. Cuando el
anuncio del ángel vino a sorprenderla, la gracia la había preparado para ese
anuncio: "iAlégrate, llena de gracia! ¡Alégrate, tú, a quien la gracia ha santificado;
tú, que
12 San Juan en todo el Evangelio no la llama nunca María, sino "mujer" o la "madre de Jesús ". Cfr. I. DE
LA POTTERIE, Le mire de Jésus, Marianum 40(1978)41-90.
13 G. BERNANOS, Diario de un cura rural, Barcelona 1951, p.58-59.
has sido hecha agradable a Dios!". Fue santificada desde siempre y en vistas de
este anuncio. La maternidad de la mujer coronada de estrellas, de la que habla el
Apocalipsis, data de los orígenes de la humanidad. "La antigua serpiente ", la del
Génesis, está desde entonces ante la mujer dispuesta para devorar al hijo cuando
nazca (Ap 12,4). La enemistad enfrenta desde siempre a la mujer embarazada y a
la serpiente, a causa de la semilla mesiánica que lleva en ella. Las palabras del
Génesis (3,15) valen para Eva, de cuya descendencia nacería el Mesías, pero
mucho más para la mujer en quien se cumplirá la maternidad mesiánica.
Adán nació de una tierra virgen. Cristo fue formado de la Virgen María. El suelo
materno, de donde el primer hombre fue sacado, no había sido aún desgarrado
por el arado. El seno maternal, de donde salió el segundo, no fue jamás violado
por la concupiscencia. Adán fue modelado de la arcilla por las manos de Dios.
Cristo fue formado en el seno virginal por el Espíritu de Dios. Uno y otro, pues,
tienen a Dios por Padre y a una virgen por madre. Como el evangelista dice,
ambos eran "hijos de Dios" (Lc 3,23-38),14
Cristo, nuevo Adán, nace "de Dios", en el seno virginal de María. La promesa de
Isaías se cumple concretamente en María. Israel impotente, estéril, ha dado fruto. En
el seno virginal de María, Dios ha puesto en medio de la humanidad, estéril e
impotente para salvarse por sí misma, un comienzo nuevo, una nueva cr eación,
que no es fruto de la historia, sino don que viene de lo alto, don de la potencia
creadora de Dios.
ación, "se cernía sobre las aguas " (Gn 1,2), así también el Espíritu Santo
descendió sobre María al principio de los tiempos de la nueva creación. El Espíritu
Santo plasma a María como nueva criatura (LG 56), 16 es decir, inmaculada, para
que pueda acoger a Cristo con el fíat de su libre consentimiento y concebirlo en la
carne.
Sobre María se refleja, como primicia, el resplandor del nuevo Adán, que ella lleva
en su seno. En María, la modelada por la gracia, resplandece la criatura
"recreada" en Cristo, imagen perfecta de Dios. "María es la planta no pisada por la
serpiente, el paraíso concretado en el tiempo histórico, la primavera cuyas flores y
frutos no conocerán jamás el peligro de la contaminación. En María brota un
germen de vida eterna y de una nueva humanidad. En ella está simbólicamente
encerrada toda la creación purificada y transparente de Dios... Con María nos
damos cuenta de que el paraíso no se ha perdido totalmente en el pasado y el
reino no está interminablemente asentado en el futuro; hay un presente en el que
la tierra ha celebrado sus esponsales con el cielo, la carne se ha reconciliado con
el espíritu y el hombre salta de gozo delante del Dios grande".18
María es el primer fruto de la nueva creación: "Ella, la mujer nueva, está al lado de
Cristo, el hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el
misterio del hombre como prenda y garantía de que en una simple criatura -es
decir, Ella- se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de
todo hombre" (MC 57). En cuanto plasmada por el Espíritu Santo, colmada y
guiada por El, María es el modelo acabado del hombre realizado en conformidad
con la voluntad y la gracia del Padre. "María no es una mujer entre las mujeres,
sino el advenimiento de la mujer, de la nueva Eva, restituida a su virginidad
maternal. El Espíritu Santo desciende sobre ella y la revela, no como
`instrumento', sino como la condición humana objetiva de la encarnación".19
Es cierto que Cristo es el "modelo transcendente de toda perfección humana ", sin
embargo, solamente en María, persona humana y sólo humana, nos es posible
descubrir "todo lo que la gracia puede hacer de una criatura
18 L. BOFF, E! rostro materno de Dios, Madrid 1979, p.284; 158-159.
19. P. EVDOKIMOV, La mujer y la salvación del mundo, Salamanca 1960, p.207.
E) MARÍA-EVA
Este paralelismo entre Eva y María aparece ya en el siglo II con Justino y con
Ireneo. San Justino ve una situación análoga en Eva y en María. Sólo que Eva,
desobediente, engendra el pecado y la muerte, mientras que María, con su
obediencia y su fe, engendra la salvación, al hacerse Madre del Salvador:
Y San Ireneo desarrolla este paralelismo entre Eva y María. Para él, el plan de
salvación consiste en la recreación de lo que había destruido el pecado. Para ello,
Cristo ocupa el lugar de Adán, la cruz sustituye al árbol de la caída y María
sustituye a Eva. Después de enunciar las grandes líneas del designio de Dios,
escribe:
alogía del Señor (Lc 3,23-38), ha llegado hasta Adán, mostrando que el verdadero
camino de regeneración no va desde los antepasados hasta El, sino desde El
hacia ellos. Y también así es cómo la desobediencia de Eva ha sido vencida por la
obediencia de María. En efecto lo que la virgen Eva ató con la incredulidad, María
lo desató con la fe.24
Según San Ireneo, María toma el papel de Eva. Eva se hallaba en una situación
particular, de la que dependía la condición y la salvación de todo el género
humano. Eva falló y Dios en su lugar ha puesto a María, que ha vencido con la
obediencia y la fe:
Y como por obra de una virgen desobediente fue el hombre herido y, precipitado,
murió, así también fue reanimado el hombre por obra de una Virgen, que obedeció
a la palabra de Dios, recibiendo la vida... Porque era conveniente y justo que Adán
fuese recapitulado en Cristo, a fin de que fuera abismado y sumergido lo que es
mortal en la inmortalidad. Y que Eva fuese recapitulada en María, a fin de que una
Virgen, venida a ser abogada de una virgen, deshiciera y destruyera la
desobediencia virginal mediante la virginal obediencia.25
Eva, "madre de los vivientes", es el nombre que la dio Adán después del pecado
(Gn 3,20). Antes la había llamado "mujer ", subrayando la relación entre él y ella
(Gn 2,23). Eva había sido creada como "ayuda " del hombre (Gn 2,18-24). Siendo
la primera mujer, Eva, como Adán, está puesta en una situación singular, de la que
depende la suerte del género humano. Seducida por la serpiente, con su
desobediencia, igual que la de Adán, arrastra en su caída a toda la humanidad.
Pero, después de su caída, la mujer recibe la tarea de luchar contra la estirpe de
la serpiente, contra el mal (Gn 3,15). Por eso con Eva y su descendencia se inicia
una lucha perenne entre los hombres y la serpiente, el Maligno. En esta lucha la
maternidad de la mujer cobra una importancia fundamental, pues será un
descendiente de ella quien vencerá, aplastando la cabeza de la serpiente.
Cristo, nuevo Adán, también ha dado a su madre el nombre de "mujer " (Jn
2,4;19,26), nombre que la dará también la Iglesia (Ap 12,1.6). María toma el lugar
de Eva,
28 CLEMENTE, JlEpistola ad Corinthios 14,2.
29 SAN JERÓNIMO, Epistola 22,21: PL 22,408.
Concluyo con una cita del cardenal J.H. Newman: "Como Eva fue desobediente e
infiel, María fue obediente y creyente. Como Eva fue la causa de la ruina, así
María fue la causa de la salvación. Como Eva preparó la caída de Adán, así María
preparó la reparación que debía realizar el Redentor. Si Eva cooperó a un gran
mal, María cooperó a un bien aún más grande". Es lo que canta la liturgia
del Adviento:
en el Apocalipsis, son "cifras", que todo lector iniciado sabe descifrar (Ap 13,18).
Doce, y sus múltiplos, es la cifra eclesial, el indicativo de la Iglesia (Ap 21,14).
Pero la Iglesia no es una colectividad, sino una comunidad de personas, unidas a
Cristo y entre sí por el Espíritu Santo. La Iglesia, por ello, se personaliza en cada
fiel: "La Iglesia entera está en cada uno".33 Está toda entera, de un modo singular,
personificada en María.
En verdad es justo darte gracias, Padre Santo, porque hiciste a santa María
Virgen madre y cooperadora de Cristo, autor de la nueva alianza, y la constituiste
primicia de tu nuevo pueblo. Porque ella, concebida sin mancha, y colmada con
los dones de la gracia, es en verdad la nueva mujer, la primera discípula de la
nueva ley; la mujer alegre en el servicio, dócil a la voz del Espíritu Santo, solícita
en custodiar tu palabra; la mujer dichosa por la fe, bendita por su Fruto, enaltecida
entre los humildes; la mujer fuerte en la tribulación; fiel al pie de la cruz de su Hijo,
gloriosa en su salida de este mundo.36
36 p EVDOKIMOV, L'ortodossia, Bologna 1965, p. 215. 36 Prefacio de la Misa "Santa María la mujer
nueva".
Con la respuesta de María al ángel - "he aquí la sierva del Señor, se cumpla en mí
lo que has dicho"-, la fe de Abraham y de todo Israel llega a su perfección. Ya a
Abraham se le había pedido una obediencia de fe extraordinaria cuando Dios le
pidió que le restituyera en el Moria aquel don que, por la fe, había recibido, el hijo
de la promesa, en un sacrificio materialmente interrumpido pero espiritualmente
cumplido. Pero con
4
SAN AGUSTÍN, Sermo 215,4: PL 38,1074.
María Dios llega hasta el fondo. Cuando María está bajo la cruz no interviene
ningún ángel que interrumpa el sacrificio del Hijo, y María debe realmente restituir
a Dios su Hijo, el Hijo de la promesa cumplida.
Abraham sube al monte con Isaac, su único hijo, y vuelve con todos nosotros,
según se le dice: "Por no haberme negado a tu único hijo, mira las estrellas del
cielo, cuéntalas si puedes, así de numerosa será tu descendencia". La Virgen
María sube al Monte con Jesús, su Hijo, y desciende con todos nosotros, porque
desde la cruz Cristo le dice: "He ahí a tu hijo" y, en Juan, nos señala a nosotros, los
discípulos por quienes El entrega su vida. María, acompañando a su Hijo a la
Pasión, nos ha recuperado a nosotros los pecadores como hijos, pues estaba
viviendo en su alma la misión de Cristo, que era salvarnos a nosotros.
María "Madre de todos los creyentes"? Ella hace lo que siempre hubiera debido
hacer el pueblo elegido en Abraham: vivir su historia a partir de la fe. Se diría que
en María se le da una vez más la posibilidad de ser lo que siempre debiera haber
sido según el plan de Dios. La fe que se requiere a María es propia del Antiguo
Testamento: el reconocimiento de que Dios actúa aquí y ahora y la obediencia a la
llamada a colaborar en tal actuación, encaminándose hacia lo desconocido. Así
empezó la vida del pueblo elegido en Abraham. En la hora de la Anunciación,
María se decide a existir enteramente desde la fe. En adelante ella no es nada al
margen de la fe; todo lo que es, es cumplimiento de la fe. La fe se hizo la forma de
su vida personal y la realidad en que creía se convirtió en contenido de su
existencia. Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo. Al hacerse
madre se hace cristiana. Este hecho es tan sencillo como profundo. El Redentor
de todos es su Hijo. En la tarea que afecta a todos, ella realiza lo más propio suyo:
entrar como madre en su propia redención.
está en el monte Calvario, que recuerda el monte Moria donde sube Abraham a
sacrificar a su hijo Isaac (Gn 22). Esta obediencia de la fe sitúa a María en
camino, recorriendo el itinerario de la fe (RM 39.43), como hizo el mismo
Abraham, saliendo de Ur "hacia la tierra que te indicaré" (Gn 12,1-4), que la carta
a los Hebreos nos presenta como "obediencia de la fe": "Por la fe Abraham, al ser
llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y
salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra prometida..." (Hb
11,8ss). Este peregrinar en la fe es la expresión del camino interior de la historia
de María, la creyente: "La bienaventurada Virgen María avanzó en la
peregrinación de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz " (LG
58). El "punto de partida del itinerario de María hacia Dios" fue "el fíat mediante la
fe" (RM 14). "En la penumbra de la fe" (RM 14) procede toda la vida de María,
pasando "por la fatiga del corazón", "por la noche de la fe" (n.17) hasta llegar a la
gloria plena del alba de la resurrección, el día que de lejos Abraham "vio y se
alegró" (Jn 8,56).
Así como Cristo es llamado nuevo Adán, nuevo Isaac, Jacob, Moisés, Aarón..., sin
embargo, no es nunca aludido como nuevo Abraham. Es Isaac, su hijo, la figura
de Cristo. Abraham no es figura de Cristo, sino de María. Abraham es constituido
padre por su fe; es la palabra de Dios sobre la fe. Y la fe nunca se le atribuye a
Cristo. Sí se atribuye, en cambio, a María, proclamada bienaventurada por su fe.
Abraham y María han hecho la experiencia de que "para Dios nada es imposible".7
fíat María se coloca del lado del acontecimiento de la salvación en Cristo y deja
espacio para que Dios actúe. La historia de la salvación, cuya iniciativa pertenece
enteramente a Dios, se acerca al hombre en María, a quien Dios invita a entrar en
ella con la libertad de la fe. Y María se ha fiado de Dios y se ha puesto a su
disposición. Dios ha tomado posesión de su corazón y de su vida. En este marco
de la Anunciación se repite la palabra clave de la historia de Abraham: "Porque
nada es imposible para Dios". De las entrañas muertas de Sara y de la ancianidad
de Abraham Dios suscita un hijo, que no es fruto de la "carne y de la sangre", sino
de la promesa de Dios. Del poder de Dios y de la fe de Abraham ha nacido Isaac.
La fe fue la tierra donde germinó la promesa; en la fe como actitud del hombre se
recibe el poder de Dios. En la virginidad de María y por el poder del Espíritu nace
el "llamado Hijo de Dios", fruto de lo alto y de un corazón hecho apertura ilimitada
en la fe en "quien todo lo puede" (CEC 273).
María se inserta en la nube de creyentes (Hb 12,1; CEC 165 ), siendo la primera
creyente de la nueva alianza, como Abraham es el primero de la antigua alianza.
En María, hija de Israel, se hace presente toda la espera de su pueblo. Israel está
sembrado por la palabra de Dios y engendra en la fe la Palabra. Abraham ha
creído y su hijo es declarado "hijo del espíritu" (Ga 4,29). Sus descendientes son
"hijos de la promesa". La Hija de Sión es consagrada a Dios, es madre por la
carne y por la fe en Dios, que la toma por esposa, y la hace madre en su
virginidad. Ella es por excelencia la hija de Abraham el creyente: "Dichosa tú que
has creído" (Lc 1,45), le dice Isabel. Su mérito fue el de creer. Su virginidad
maternal no la aparta de la comunidad judía, sino que la sitúa en el corazón de su
pueblo y en su cumbre. Más que en Sara la palabra fue operante en ella. Más hijo
de la fe que Isaac fue la concepción virginal del Hijo de Dios en María. La fe en el
Dios de los imposibles brilló más en María que en Abraham.
Abraham creyó la promesa de Dios de que tendría un hijo "aún viendo como
muerto su cuerpo y muerto el seno de Sara" (Rm 4,19; Hb 11,11). Y "por la fe,
puesto a prueba, ofreció a Isaac, y ofrecía a su primogénito, a aquel que era el
depositario de las promesas" (Hb 11,17). Son también los dos momentos
fundamentales de la fe de María. María creyó cuando Dios le anunciaba a ella,
virgen, el nacimiento de un hijo que sería el heredero de las promesas. Y creyó,
en segundo lugar, cuando Dios le pidió que estuviera junto a la cruz cuando era
inmolado el Hijo que le había sido dado. Y aquí aparece la diferencia, la
superación en María de la figura. Con Abraham Dios se detuvo al último momento,
sustituyendo a Isaac por un cordero: "Abraham empuña el cuchillo, pero se le
devuelve el hijo... Bien diverso es en el Nuevo Testamento, entonces la espada
traspasó, rompiendo el corazón de María, con lo que ella recibió un anticipo de la
eternidad: esto no lo obtuvo Abraham".8
Dios, que el ángel le ha manifestado. María pronuncia el fíat en la forma en que Cristo lo pronunciará en Getsemaní: "hágase en mí según tu
voluntad". "Sí, Padre, porque así te ha parecido a Ti..." (Mt 11,26). Es lo que la Iglesia y cada creyente repite cada día, con la oración del
"En un instante que no pasa jamás y que sigue siendo válido por toda la eternidad, la palabra de María fue la respuesta de la humanidad, el
amén de toda la creación al sí de Dios" (K.Rahner). En ella es como si Dios interpelase de nuevo a la libertad humana, ofreciéndole una
posibilidad de rescatarse. Este es el significado profundo del paralelismo, tan repetido en los Padres, Eva-María: "Lo que Eva había atado con
C) CAMINO DE LA FE
¿Acaso la Virgen María no hizo la voluntad del Padre? Ella que, por la fe creyó,
por la fe concibió y fue elegida por Cristo antes de que Cristo fuera formado en su
seno, ¿acaso no hizo la voluntad del Padre? Santa María hizo la voluntad
del Padre enteramente. Y por ello es más valioso para María haber sido discípula
de Cristo que haber sido su Madre. Antes de llevar al Hijo, llevó en su seno al
Maestro. Por ello fue dichosa, porque escuchó la palabra de Dios y la puso en
práctica.13
D) DISCÍPULA DE CRISTO
Este camino de la fe, como discípula de Cristo, está marcado desde el principio
por el signo de la espada anunciada por Simeón y que, a lo largo de su vida,
traspasará su alma. Todas las escenas que nos trasmiten los evangelios están
marcadas por este signo de la espada. Es cierto que Jesús le ha estado sometido
por treinta años (U 2,51). Pero Jesús ha llevado a su madre desde la relación
física con Él a una relación en la fe. Lo importante es la fe en Él como Palabra de
Dios hecha carne. Jesús, con sus bruscas respuestas irá cortando los lazos
carnales, para llevar a su madre a una fe totalmente abierta al plan de Dios, su
Padre, el único que cuenta, aunque José y María "no lo comprendan " (Le 2,50). Es
la "hora" fijada por el Padre la que Él espera para manifestarse y no la de María:
"¿Qué tengo que ver yo contigo, mujer?" (Jn 2,4). Sólo su fe, que la lleva a decir:
"haced lo que Él os diga", obtiene una anticipación simbólica de la hora de la
salvación en la cruz.
Cuando a Jesús le anuncien que su madre ha ido a visitarlo y que está a la puerta,
no la recibirá, sino que señalando a sus discípulos dirá: "¡He aquí mi madre y mis
hermanos! Quien cumple la voluntad de Dios, éste es mi hermano, mi hermana y
mi madre" (Mc 3,34-35). ¡La primera en cumplir la voluntad de Dios entre todos los
presentes es María! ¿Pero lo habrá comprendido ella misma? La espada de
Simeón seguramente ha seguido penetrando su alma en su regreso a casa. Su
Hijo se le escapa. Ella sólo lo encuentra entre los oyentes de su palabra. Jesús no
le consiente que se sienta dichosa "por haberlo llevado en su seno y haberlo
amamantado". Dichosa, sí, pero "dichosa tú, porque has creído que se cumplirían
en ti las palabras que te han sido dichas", pues "dichosos más bien los que
escuchan la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,28).
Es el Hijo el primero en usar la espada que atraviesa el alma de María. Pero así
Jesús prepara a su madre para que pueda permanecer junto a la cruz entregando
al Hijo al Padre por los hombres y alumbrando a la Iglesia como madre del Cristo,
Cabeza y cuerpo: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19,26). Como Jesús experimenta
el abandono del Padre así la madre experimenta el abandono del Hijo. Así la fe de
María llega a su plenitud para poder asumir la maternidad espiritual de todos los
nuevos hermanos de Jesús.
Si Jesús fue tentado, María, que se mantuvo siempre unida a Él, también lo fue.
La fe se prueba en el crisol (1P 1,7). El Apocalipsis dirá que el "dragón se detuvo
delante de la mujer que iba a dar a luz" y que "se lanzó contra la mujer que había
dado a luz al Hijo varón" (Ap 11,4.13). Es cierto que aquí la mujer es directamente
la Iglesia, pero María es "figura de la Iglesia" y no puede serlo sin pasar por esta
prueba tan fundamental en la vida de la Iglesia. Los Padres han repetido que lo
que se dice universalmente de la Iglesia se dice de modo singular de cada
creyente y de modo especial de María.
En esta peregrinación de la fe, como hija de Abraham, María se mantuvo fiel hasta
la cruz. Y habiendo seguido a Cristo en esta vida, le siguió también en el triunfo,
asunta en cuerpo y alma a los cielos. Y por eso sigue presente, guiando en el
camino de la fe a todos los discípulos de Cristo: "María, cuya historia nos atestigua
que fue la Madre del Señor, vive hoy en la comunión de los santos; puesto que
posee esta existencia actual, está en relación con la vida de la Iglesia y con la vida
de fe de los cristianos"16 María, que participa de la liturgia celeste en torno al
Cordero, continúa en el cielo, en la comunión de los santos, aquella oración que
hacía en el cenáculo esperando Pentecostés (Hch 1,14).
"En la expresión feliz la que ha creído podemos encontrar como una clave que
nos abre a la realidad íntima de María" (RM 19). Toda la encíclica Redemptoris
Mater sigue esta clave. Según el Papa:
María recorrió un duro camino de fe, que conoció una particular fatiga del corazón"
o «noche de la fe" (18), cuando participó en la "trágica experiencia del Gólgota"
(26). Su fe fue como la de Abraham, "esperando contra toda esperanza" (14), de
modo que al pie de la cruz llegó hasta el heroísmo (18). La fe de María fue un
"constante contacto con el misterio inefable de Dios" (17), pero sobre
16 M. THURIAN, Figura, dottrina e lode di Maria nel dialogo ecumenico, II Refino 28(1983)245.
todo un "abandono" en las manos de Dios sin reservas y una consagración total
de sí misma al Señor (13). Y actualmente ya "la peregrinación de la fe no
pertenece a la madre del Hijo de Dios" (16), pues ha superado el umbral de la
visión cara a cara. Pero, "en la Iglesia de entonces y de siempre, María ha sido y
es sobre todo la que `es feliz porque ha creído': ha sido la primera en creer" (26).
Todos los testigos de Cristo, "en cierto modo participan de la fe de María" (27);
más aún, "la fe de María se convierte sin cesar en la fe del pueblo de Dios en
camino. Es una fe que se transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y el
corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante la oración"
(28).
A) MATERNIDAD VIRGINAL
Pero esto sucedió por obra del Espíritu Santo". Y lo mismo proclama el Credo
Apostólico, que confiesa que Jesús ha "nacido de María Virgen por obra del
Espíritu Santo".
María resplandece con una luz que no es propia ni finalizada en ella. Está, como
una vidriera, traspasada por la luz del Sol. Esa luz del sol, a través de María, nos
llega viva y gloriosa. Todo cristiano está llamado a ser vidriera o espejo de la gloria
de Dios: "Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos, como en un
espejo, la glo-
2 SAN AMBROSIO, De incarnationis Dominicas sacramento liben unos, PL 16,817-846.
ria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más
gloriosos" (2Co 3,18). En María esto se ha realizado perfectamente: "En su vida
terrena ella ha realizado la figura perfecta del discípulo de Cristo, espejo de todas
las virtudes".3 Como Juan Bautista, no es María la luz, pero da testimonio de la luz
(Jn 1,8). Sólo Cristo es la luz del mundo, pero María, más que cualquier otro, da
testimonio de la Luz. En María, pura transparencia, la luz de Dios se ha difundido
viva en toda su riqueza: "Espejo nítido y santo de la infinita belleza".4
Oh Cristo, Verbo del Padre, tú has descendido como lluvia sobre el campo de la
Virgen y, como grano de trigo perfecto, has aparecido allí donde ningún sembrador
había jamás sembrado y te has convertido en alimento del mundo... Nosotros te
glorificamos, Virgen Madre de Dios, vellón que absorbió el rocío celestial, campo
de trigo bendecido para saciar el hambre del mundo.
Virginidad y maternidad divina se entrecruzan en la imagen del vellón empapado
de rocío. La grandeza de María está en esta irrupción de lo divino en lo humano,
que está abierto y disponible a lo divino. Y, de este modo, en María brilla para la
Iglesia un horizonte de luz y gracia, como signo de un mundo renovado sobre el
que desciende el rocío vivificante de Dios.5 Y, junto al símbolo del vellón, hay otros
muchos en la tradición patrística. San Efrén canta: "Vara de Aarón que germina, tu
flor, María, es tu Hijo, nuestro Dios y Creador". La "puerta cerrada" del templo de
Ezequiel - "Esta puerta permanecerá cerrada. No se la abrirá y nadie pasará por
ella, porque por ella ha pasado Yahveh, el Dios de Israel. Quedará, pues
cerrada" (Ez 44,2)- es un signo de María: "Tú eres la puerta cerrada, abierta sólo a
la Palabra de Dios". Junto con la imagen del "huerto cerrado" del Cantar de los
cantares será un símbolo de la virginidad de María, por la que pasa el Señor sin
romper los sellos de su virginidad.
Todos estos casos de mujeres sin hijos bendecidas por Dios tienen un sentido
para la historia de la salvación: son una preparación de la figura de María, que fue
bendecida por Dios, haciéndola madre del Salvador, conservando su virginidad. La
maternidad virginal de María es el térmi-
6 U. VON BALTHASAR, Teodrarnmatica, Milano 1980-1983, III, p.250.
7 Sara (Gn 18,9-15), Rebeca (Gn 25,21-22), Raquel (Gn 29,31;30,22-24), la madre de Sansón (Je 13,2-7), Ana, madre de Samuel (1S 1,11.19-20).
8 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario al Génesis: PG 54,445-447.
En todos estos casos se trata del nacimiento de hombres destinados a una misión
en la historia de salvación de Israel. En ellos se revela la presencia de la palabra
creadora de Dios en favor de su pueblo. Por eso dice Isaías: "Grita de júbilo, estéril
que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, tú que no has tenido dolores
de parto, pues son más los hijos de la abandonada que los hijos de la casada,
dice Yahveh" (Is 54,1).
Ana, la mujer predilecta de Elkana, no tenía hijos, porque "el Señor le había
cerrado el seno", "haciéndola estéril" (1S 1,5.6). El dolor y soledad de Ana se
transforman en plegaria en su peregrinación al santuario de Silo, "desahogando su
alma ante el Señor" (1S 1,15): "iOh Yahveh Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción
de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo
entregaré a Yahveh por todos los días de su viday la navaja no tocará su cabeza"
(1,11).
El Señor, "que mira las penas y tristezas para tomarlas en su mano" (Sal 10,14),
escuchó la súplica de Ana, que "concibió y dio a luz a un niño, a quien llamó
Samuel, porque, dijo, se lo he pedido a Yahveh" (1S 1,20). Siendo estéril, el hijo
que le nace es totalmente don de Dios, signo del amor bondadoso de Dios. Del
seno seco de Ana, Dios hace brotar el vástago de una vida maravillosa. La
esterilidad de Ana, que engendra al profeta Samuel, es imagen viva de la
virginidad de María, que da a luz al Profeta, al Hijo de Dios. En ambos casos, con
sus diferencias, el hijo es un don de Dios y no fruto del deseo humano.
Y Ana, consciente del don de Dios, entona el canto de alabanza a Dios, preludio
del Magnificat de María. El himno de Ana canta la victoria del débil protegido por
Dios: la mujer humillada es exaltada y exulta de alegría, gracias a la acción de
Dios. El núcleo del canto de Ana confiesa el triunfo de Dios sobre la muerte: un
seno muerto es transformado en fuente de vida, devolviendo la esperanza a todos
los desesperados: "Mi corazón exulta en Yahveh, porque me he gozado con su
auxilio. iNo hay Dios como Yahveh! El arco de los fuertes se ha quebrado, los que
se tambalean se ciñen de fuerza. La estéril da a luz siete veces, la de muchos
hijos se marchita. Yahveh da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar,
enriquece y despoja, abate y ensalza. Yahveh levanta del polvo al humilde para
darle en heredad un trono de gloria" (1S 2,lss). El cántico de alabanza se
transforma en canto de esperanza para todos los pobres de Yahveh, que ponen su
confianza en El. Y, si toda mujer de Israel veía en la bendición del propio seno un
signo de la gracia de Dios, entre ellas María, Madre del Mesías, es la bendecida
por excelencia; ella es realmente "la bendita entre las mujeres".
Mateo, aunque subraye el vínculo legal de Jesús con `José, hijo de David ", afirma
que lo que aconteció en María no es obra de padre humano, sino del Espíritu
Santo: "El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: su madre María estaba
prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que había concebido por obra del
Espíritu Santo" (Mt 1,18).
Jesús, hijo de David, es hijo de Tamar, de Rut, Rahab y Betsabé, las cuatro
mujeres, además de María, que incluye Mateo en la genealogía. Cada una de
ellas tiene un significado. Tamar es una mujer cananea, que se fingió prostituta y
sedujo a su suegro Judá, de quien concibió dos hijos: Peres y Zéraj; a través de
Peres Tamar quedó incorporada a los antepasados de Jesús (Gn 38,24). Rahab
es una prostituta pagana de Jericó, que llegó a ser ascendiente de Jesús, como
madre del bisabuelo de David (Jos 2,1-21;6,22-25). Rut es una extranjera,
descendiente de Moab, uno de los pueblos surgidos de la relación incestuosa de
Lot y sus hijas y, por ello, despreciado por los hebreos; pero de Rut nació Obed,
abuelo de David, entrando así en la historia de la salvación, como ascendiente del
Mesías. En Israel se hará clásica la bendición de los ancianos, incorporando a Rut
a las madres del pueblo elegido: "Haga Yahveh que la mujer que entra en tu casa
(Rut) sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel" (Rt
4,11). Betsabé, la mujer de Urías, el hitita, perpetró el adulterio con David (2S 11),
pero se hizo ascendiente de Jesús, dando a luz a Salomón.
Con tales uniones cumplió Dios su promesa y llevó adelante su plan de salvación.
Tamar fue instrumento de la gracia divina para que Judá engendrase la estirpe
mesiánica; Israel entró en la tierra prometida ayudado por Rahab; merced a la
iniciativa de Rut, ésta y Booz se convirtieron en progenitores de David; y el trono
davídico pasó a Salomón a través de Betsabé. Las cuatro mujeres comparten con
María lo irregular y extraordinario de su unión conyugal. Nombrándolas Mateo en
la genealogía llama la atención sobre María, instrumento del plan mesiánico de
Dios, pues fue "de María de quien nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Esto
sucede, dice Lutero, porque Cristo debía ser salvador de los extranjeros, de los
paganos, de los pecadores. Dios da la vuelta a la cosas. María, en el Magnificat,
canta este triunfo de lo despreciable, que Dios toma para confundir lo que el
mundo estima.
Las dos genealogías unidas nos dicen que Jesús es el fruto conclusivo de la
historia de la salvación; pero es El quien vivifica el árbol, porque desciende de lo
alto, del Padre que le engendra en el seno virginal de María, por obra de su
Espíritu Santo. Jesús es realmente hombre, fruto de esta tierra, con su genealogía
detallada, pero no
10 SAN IRENEO, Adv.haer., III,22,4.
es sólo fruto de esta tierra, es realmente Dios, hijo de Dios, como señala la ruptura
del último anillo del árbol genealógico: "...engendró a José, el esposo de María, de
la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).
Judit, la "judía" por excelencia, como Débora y Ester, es madre de Israel. Judit es
situada en Betulia, es decir, en Betel, la "casa de Dios". En Judit aparece el Dios
de la revelación, que da la vuelta a la historia, exaltando al débil y humillando al
potente: "No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que
eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles,
refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados" (Jdt 9,11). Judit es la
judía fiel; Betulia es la casa de Dios, viuda defendida por Dios que destruye el
orgullo de Nabucodonosor, aplastando la cabeza de su general Holofernes. De
este modo Judit es el prototipo de la debilidad que vence la violencia, el mal, el
Anticristo, como aparece en la catedral de Chartres y en infinidad de obras de
arte.
fana de padre y madre, adoptada por su tío Mardoqueo. Ester, "bella de aspecto y
atractiva", modelo de fe en Dios y de amor a su pueblo, se enfrenta al enemigo
Asuero y Amán, que han decretado la aniquilación de Israel. Ester, en su debilidad
se apoya únicamente en Dios, al que dirige su oración, alternando el singular y el
plural porque se dirige a Dios en su nombre y en el del pueblo:
Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi auxilio, que estoy sola y no
tengo otra ayuda sino en ti, y mi vida está en peligro. Yo he oído desde mi infancia,
en mi casa paterna, que Tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, y
a nuestros padres de entre todos sus mayores para ser herencia tuya para
siempre, cumpliendo en su favor cuanto prometiste. Ahora hemos pecado en tu
presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a sus
dioses. iJusto eres, Señor! Mas no se han contentado con nuestra amarga
esclavitud, sino que ... han decretado destruir tu heredad, para cerrar las bocas
que te alaban y apagar la gloria de tu Casa y de tu altar... No entregues, Señor, tu
cetro a los que son nada. Que no se regocijen por nuestra caída, sino vuelve
contra ellos sus deseos y el primero que se alzó contra nosotros haz que sirva de
escarmiento. Acuérdate, Señor, y date a conocer en el día de nuestra aflicción...
Dame valor y pon en mis labios palabras armoniosas cuando esté en presencia
del león... Líbranos con tus manos y acude en mi auxilio, que estoy sola y a nadie
tengo, sino a Ti, Señor... Oh Dios, que dominas a todos, oye el clamor de los
desesperados, líbranos del poder de los malvados y líbrame a mí de mi temor (Est
4 del texto griego).
La voz de Ester es la voz de todos los oprimidos, que esperan que Dios intervenga
y les salve, dando la vuelta a su suerte. El impío Amán, que se había exaltado, es
destruido y el perseguido Israel es exaltado y glorificado. Y "porque en tales días
los judíos obtuvieron paz contra sus enemigos, y este mes la aflicción se trocó en
alegría y el llanto en festividad, los días que conmemoran este acontecimiento
deben ser días de banquetes y alegría en los que se intercambian regalos y se
hacen donaciones a los pobres" (9,22). Ester queda en la historia y en la liturgia de
Israel como testigo de vida y de alegría. Ester es semejante a un río de agua
fresca que fecunda la vida de Israel, como afirma Mardoqueo en el final del libro:
De Dios ha venido todo esto. Porque haciendo memoria del sueño que tuve,
ninguna de aquellas cosas ha dejado de cumplirse: ni la pequeña fuente,
convertida en río, ni la luz, ni el sol, ni el agua abundante. El río es Ester, a quien
el rey hizo esposa y reina. A través de ella el Señor ha salvado a su pueblo, nos
ha librado de todos los males y ha obrado signos y prodigios como nunca los hubo
en los demás pueblos (Del c. 10 del texto griego).
María, como todas estas mujeres, y más que ellas, se ha dejado plasmar por el
amor de Dios y por ello es "bendita entre todas las mujeres ", "todas las
generaciones la llamarán bienaventurada". En María se ha cumplido plenamente
el designio creador y salvador del Padre para todo hombre. María ha recibido,
anticipadamente, la salvación lograda por la sangre de Cristo. La singularidad de
su gracia recibida sitúa a María entre las mujeres, en el corazón mismo de la
humanidad. La singularidad propia de María es la de la plenitud y no la de la
excepción. Dios le concede en plenitud la gracia impartida a la Iglesia entera,
ofrecida a toda la humanidad. Ella es el icono de la salvación que Dios realiza
para nosotros en Jesucristo. En la contemplación de esta imagen, cada cristiano
tiene el gozo de descubrir la gracia que Dios le ofrece.
"iBendita tú entre las mujeres!", exclama Isabel. En la Biblia, la gloria de la mujer está en la maternidad. Isabel reconoce en María la
maternidad más maravillosa que pueda haber: más que la suya y la de todas las mujeres agraciadas por Dios con la maternidad imposible. El
Apocalipsis lanza sobre la historia del pasado una mirada de profeta y sondea el misterio escondido. Contempla a la Iglesia de la primera
alianza bajo la imagen de una mujer que, desde siempre, llevaba a Cristo en su seno. La presencia de Cristo en la humanidad se remonta
hasta el alba de los tiempos. La antigua serpiente colocada ante la mujer encinta y que acecha al niño que va a nacer para devorarlo es la del
paraíso terrestre (Ap 12,4.9). La Iglesia de Cristo existía desde entonces, representada por la primera mujer, en quien estaba depositada,
como una semilla, la promesa del Mesías (Gn 3,15). Ha llevado a Cristo en un adviento multisecular, gritando en los dolores del parto, a través
de su historia atormentada.
En la persona de Eva la promesa esta destinada a la humanidad entera. Poco a poco la promesa se concentra y se dirige a una raza, la de
Sem (Gn 9,26); a un pueblo, el de Abraham (Gn 15,4-6;22,16-18); a una tribu, la de Judá (Gn 49,10); a un clan, el de David (2S 7,14). La
promesa se precisa y el grupo se estrecha; se construye una pirámide profética en búsqueda de su cima: María.
iBenditas son por ella todas las mujeres! El sexo femenino ya no está sujeto a la maldición; porque tiene un ejemplar que supera en gloria a los
ángeles. Eva está curada. Alabamos a Sara, la tierra en que germinaron los pueblos; honramos a Rebeca, como hábil transmisora de la
bendición; admiramos a Lía, madre del progenitor según la carne; aclamamos a Débora, por haber luchado sobre las fuerzas de la naturaleza
(Jc 4,14); llamamos dichosa a Isabel, que llevó en el seno al precursor, que saltó de gozo al sentir la presencia de la gracia. Y veneramos a
María, que fue madre y sierva, y nube y tálamo, y arca del Señor... Por eso digámosle: "Bendita tú entre las mujeres", porque sólo tú curaste el
sufrimiento de Eva; sólo tú secaste las lágrimas de la que sufría; sólo tú llevaste el rescate del mundo; a ti sola se confió el tesoro de la perla
preciosa; sólo tú quedaste encinta sin placer; sólo tú diste a luz al Emmanuel, del modo como él dispuso. "Bendita tú entre las mujeres y
Israel es una nación materna. La bendición es concedida a la descendencia de Abraham: "Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus
entrañas" (2S 7,12); "yo suscitaré a David un vástago" (Jr 23,5). Una "virgen encinta que da a luz un hijo" (Is 7,14) será el signo de la
salvación; "hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5,2). Las promesas mesiánicas se repiten, pues se hacen al "seno de la
hija de Sión". La nación llevaba, pues, oculto en ella al Cristo futuro: "No dice a tus descendientes, como si fueran muchos, sino a tu
descendencia, refiriéndose a Cristo" (Ga 3,16). La risa, que suscitó el nacimiento de Isaac (Gn 17,17), es interpretada por Juan como la
expresión de la alegría que hace estremecer a Abraham la vista de Cristo: "Vuestro padre Abraham se alegró deseando ver mi día: lo vio y se
regocijó" (Jn 8,56). En el nacimiento milagroso de Isaac, el patriarca se alegra por el nacimiento de su descendiente más ilustre.
Dios se ha declarado padre de uno de los hijos de David: "Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus entrañas... Yo seré para él
padre y él será para mí hijo" (2S 7,12-14). La promesa concierne a Salomón y, tras él, a todo el linaje de David. Pero la tradición judía la ha
interpretado como del último y más grande hijo de David (Sal 89); la epístola a los Hebreos (1,5) la aplica directamente a Cristo Jesús. Esta
diversidad de interpretaciones posibles significa que la gloria filial del último de la estirpe refluye sobre sus antepasados, hasta Salomón. Jesús
resucitado abrió a sus discípulos la inteligencia para que comprendieran las Escrituras: todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los
profetas y en los Salmos acerca de El (Lc 24,44-45).
María pertenece a las tres fases de la historia de la salvación: al tiempo anterior a Cristo, al período de la vida terrena de Jesús y al tiempo
posterior a Cristo. Y en estas tres fases está con un significado singular y, al mismo tiempo, desempeña un papel de unión en la transición de
una fase a otra. María, Hija de Sión, une a Israel con la Iglesia de Cristo. Pero María precede a la Iglesia en cuanto que, antes de que ésta sea
constituida, Israel se hace Iglesia en la persona de la Virgen en virtud de su obediencia y de su fe. La Iglesia está en María, su célula original,
como está la planta en la semilla. Pero, al mismo tiempo, hay que afirmar que María está en la Iglesia, como uno de sus miembros. Así
aparece en Pentecostés en medio de la comunidad orante que recibe el Espíritu Santo.13
Israel era, pues, una nación materna, bendita entre todas las naciones, que
llevaba a Cristo en su seno. Mientras los paganos habían estado "sin Cristo" (Ef
2,12), el pueblo judío lo poseía. "Jesús era la sustancia de este pueblo ".14 Y María
es el lazo de la historia de Israel con la Iglesia, como madre de Cristo, a quien
introduce en la estirpe humana. Así María queda indisolublemente unida a Cristo y
asociada a El en la obra redentora, como queda ligada a la Iglesia, cuyo destino
anticipa como primer miembro que realiza la forma más perfecta de su ser, es
decir, la comunión con Cristo.15
de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia
creadora de Dios. Es el Espíritu de Dios, que aleteaba en la creación sobre las
aguas del abismo, el que desciende sobre María y la cubre con su sombra,
haciendo de ella la tienda de la presencia de Dios, la tienda del Emmanuel: Dios
con nosotros.
El relato de Lucas de la Anunciación es, sin duda, el texto más importante sobre
María.1 En unos pocos versículos se halla expresado el contenido central de la
historia de la salvación. María, verdadera hija de Israel, recibe de un ángel el
anuncio de que ella va a ser la Madre del Mesías, hijo de David e Hijo de Dios.
Casi todos los aspectos del misterio de María están recogidos en este texto. María
viene a ser la Madre del Hijo de Dios, a quien concibe virginalmente. En vista de
su maternidad divina María ha sido colmada de gracia, "la llena-de-gracia ", como
la llama el ángel en su saludo. Y es que toda la vida de María es el fruto y eclosión
en ella de la gracia de Dios.
Lucas, -como los demás evangelistas-, hace teología al mismo tiempo que narra
hechos reales. Teología e historia no se contraponen, sino que se complementan
mutuamente. La teología es la explicación del hecho y el
1 Es incontable el número de artistas, pintores y escultores, que han representado esta escena; los Padres de la Iglesia, teólogos y autores espirituales han dejado incontables
homilías, comentarios y meditaciones sobre esta página del Evangelio.
Esta mujer concreta, María de Nazaret, fue el lugar elegido para la llegada de Dios
en carne al mundo.
Ella es la mujer elegida por Dios para realizar el nuevo comienzo del mundo. A ella
es enviado el ángel Gabriel:
Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a
una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el
nombre de la virgen era María. Y, entrando donde ella, le dijo: Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo (Lc 1,26-28).
Dios Padre responde a las esperanzas de su pueblo y envía su ángel a María, hija
de Sión. Y María, nueva hija de Sión, acoge la promesa mesiánica en nombre de
todo el pueblo. Dios vuelve a habitar en medio de su pueblo, en María, que se
convierte así en el nuevo templo de Dios, en la nueva arca de la alianza. La
elección de María, como hija de Sión, por parte del Padre de las misericordias se
basa en la extrema gratuidad del amor de Dios, que la colmó de gracia.
María, de este modo, aparece como la criatura llamada por Dios, que se deja
plasmar incondicionalmente por El.
En su total libertad el Padre quiso que el Hijo naciera de una virgen. Dios está con
María y María con Dios. La plenitud de gracia es un índice de la santidad de María
virgen y de su consagración plena a Dios. La virginidad de María es signo de la
novedad del Reino, signo de pobreza, que apela a la omnipotencia de Dios y de
consagración total al servicio de Dios.
B) ¡ALÉGRATE!
La alegría que los profetas deseaban a la Hija de Sión llega y se propaga con
María, que concentra y personifica los deseos y las esperanzas de todo el pueblo
de Israel. Así lo entienden los Padres de la Iglesia. San Germán de
Constantinopla, por ejemplo, dice: "Alégrate, tú, la nueva Sión, la Jerusalén divina,
la ciudad santa de Dios, el gran Rey; en tus moradas se conoce al mismo
Dios".5 "Ella (María) es verdaderamente la ciudad gloriosa, ella es la Sión
espiritual".6 A partir de ahora, Dios mismo se hará presente y se dará a conocer en
la morada divina de la Hija de Sión, la ciudad santa de Jerusalén: aquí, en el seno
de María, la nueva Hija de Sión.
Con razón el Concilio Vaticano II dice: "María sobre-sale entre los humildes y
pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella,
excelsa Hija de Sión, tras la larga espera de la promesa, se cumple la ple-
5 SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA, In Present. SS. Deiparae 1,16: PG 98,306D.
6 IDEM, In S. Mariae Zonam: PG 98,373A.
nitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía" (LG 55). Y con tal título
llama a María repetidas veces Juan Pablo II en la Redemptoris Mater (RM 3,8...).
San Sofronio, patriarca de Jerusalén (+638), en una homilía, comenta: "¿Qué dirá
el ángel a la Virgen bienaventurada? ¿Cómo le comunicará el gran
mensaje? iAlégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".7 Cuando se dirige a
ella, comienza por la alegría, él, que es el mensajero de la alegría. En la liturgia
bizantina, la alegría llena sus himnos y antífonas. Merece la pena citar el primer
canto del célebre himno Akátisto:
El júbilo mesiánico al que la "Hija de Sión" fue tantas veces invitada por los
profetas invade el corazón de María. ¡Alégrate!, dice el ángel, y estalla la alegría
del Espíritu Santo, que es la alegría de Dios en su paternidad respecto al Hijo. En
María brota un sentimiento poderoso y se despliega en el canto: "Mi alma glorifica
al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador, porque se ha fija-do en la
pequeñez de su sierva" (Lc 1,46-48).
C) LA LLENA DE GRACIA
Pablo (Ga 3) y Juan nos revelan el tránsito del Antiguo al Nuevo Testamento en su
raíz más profunda: "De su plenitud hemos recibido gracia por gracia. Porque la ley
fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por
Jesucristo" (Jn 1,16-17). Los padres de Juan "eran justos porque guardaban
irreprochable-mente la ley del Señor" (Lc 1,6); María, en cambio, es la llena de
gracia, más allá de la justificación de la ley, por la elección libre y gratuita de Dios.
María es la plenamente agraciada, colmada de la gracia de su Hijo Jesucristo.
La gracia es el favor de Dios, que "hace gracia a quien quiere hacer gracia y tener
misericordia de quien quiere tener misericordia" (Ex 33,19). Se trata de un don
total-mente gratuito de parte de Dios "rico de gracia y fidelidad, que mantiene su
palabra por mil generaciones" (Ex 33,12). Así es como María ha hallado gracia a
los ojos de Dios.
Este saludo del ángel a María como "la-llena-degracia" prepara el primer anuncio:
No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Y he aquí que
concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El
será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David,
su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin (Lc
1,30-33).
La segunda parte del saludo del ángel: "El Señor está contigo", es una fórmula que
encontramos frecuente-mente en el Antiguo Testamento. Se usa siempre que el
hombre recibe una misión que supera su capacidad humana, como en el caso de
Moisés (Ex 3,12), Josué (Jos 1,9), o Gedeón (Jc 6,12). A David le dice igualmente:
"He estado contigo en todas tus empresas" (2S 7,9). Con dicha fórmula se
promete la asistencia de Dios para el cumplimiento de la misión encomendada. La
afirmación del ángel, - "El Señor está contigo"-, sitúa a María en el hilo conductor
de la alianza pactada por Dios con su pueblo. En María se reanuda la alianza
sellada con Abraham, con Moisés y con David.
"El Señor está contigo" o "Yo estoy contigo" se repite en la Escritura siempre que
Dios confía una misión especial en favor del pueblo. Tras la muerte de Abraham
se le garantiza esta presencia del Señor a Isaac (Gn 26,23), a Jacob (Gn 28,15).
Es lo que escucha Moisés cuando Dios lo envía a liberar al pueblo de la esclavitud
de Egipto; lo que escucha Gedeón en situación parecida (Jc 6,12.16). Saúl saluda
con estas palabras a David en el momento del combate singular contra Goliat,
donde peligra la existencia misma del pueblo (1S 17,37). Cuando David
encomienda a Salomón y a los jefes de Israel la construcción del templo les repite
este mismo saludo (lCro 22,18-19). Es la bendición que da Ozías a Judit cuando
ésta parte para cumplir su misión salvadora: "Ve en paz, el Señor esté
contigo" (Jdt 8,35). Con estas mismas palabras es confortado el joven Jeremías
para su misión (Jr 1,8). De la misma forma se siente alentado el "resto de Israel" al
regresar a Jerusalén para reconstruirla (2Cro 36,23). Y el mismo Jesucristo alienta
a sus discípulos a la misión de anunciar el evangelio a todas las naciones,
diciéndoles: "Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo " (Mt 28,20). Así el
anuncio "el Señor está contigo, no temas" está dirigido a la pequeñez de María
como invitación a participar en el plan divino de salvación por su Hijo Jesucristo.
Todos los elegidos por Dios han experimentado su impotencia ante la misión que
se les encomendaba. Al anunciarle a Moisés su misión, dijo: "¿Quién soy yo para
presentarme ante el Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?". Y Dios le
contestó: "Yo estaré contigo" (Ex 3,11-12). Lo mismo acontece con Gedeón. Al
aparecérsele el ángel, empieza por decirle: "Yahveh está contigo, valiente
guerrero". Con ello se anticipa a la objeción de Gedeón, que, con todo, alega la
debilidad de su familia y su propia pequeñez para salvar a Israel de Madián:
"Pero, Señor, ¿con qué liberaré a Israel?". La respuesta es siempre la misma:
"Puesto que estaré contigo, derrotarás a Madián como a un solo hombre " (Jc 6,11-
16).
¿Puede decirse lo mismo del saludo del ángel a María? ¿Es la maternidad, para
una mujer, una misión que supera su capacidad? Más bien es la vocación
ordinaria de la mujer. Pero lo que una mujer no puede hacer es dar a luz un hijo
sin la intervención del varón, es decir, virginalmente. Este segundo miembro del
saludo del ángel prepara la segunda parte del anuncio del ángel: "El Espíritu
Santo vendrá sobre ti". La virtud del Altísimo cubrirá a María para que ella pueda
concebir y dar a luz virginalmente a aquel que "será llamado Hijode Dios". Para
que esto pueda realizarse es absoluta-mente indispensable que "el Señor esté
con ella".
Por ello hay que decir que con María Dios no sólo ha usado gracia, dándola un
don gratuito, sino que se ha dado El mismo en su Hijo: "El Señor está contigo".
María es "la llena de gracia porque está llena de la Gracia". 9 Esta gracia, la
presencia de Dios en ella, hace de María la "Inmaculada", como la llama la Iglesia
latina, o la "Toda santa" (Panagía) como la llama la Iglesia ortodoxa. La primera
subraya el elemento negativo de la gracia de María, que consiste en la ausencia
de todo pecado, incluso del pecado original; y la segunda pone de relieve el
aspecto positivo, es decir, el esplendor de la santidad de Dios reflejado
plenamente en María. María es la Iglesia naciente, según el designio de Dios,
"toda gloriosa, sin mancha ni arruga o algo semejante, sino santa e inmaculada"
(Ef 5,27).
A la Iglesia, los mensajeros de Dios se dirigen siempre con el mismo saludo del
ángel a María: "Gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor
Jesucristo. Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios
que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en El habéis sido enriquecidos en
todo..., pues ya no os falta ningún don de gracia" (1Co 1,1-6). Pablo no se cansa
de anunciar a los
9
C. PEGUY, Le mystére des Saints Innocents, Milan 1979,p.123.
E) LA PLENAMENTE REDIMIDA
ciativa del Padre, que la elige como Madre de su Hijo. Nos sitúa ante el Hijo, que
en su amor gratuito se hace carne para rescatarnos del señor de la muerte. Y nos
sitúa ante el Espíritu Santo, que realiza el designio del Padre en su seno,
engendrando al Redentor, sin la colaboración "de varón".
En María aparece todo el misterio cristiano como realización del designio salvífico
del Padre, que se realiza en la historia de los hombres mediante las misiones del
Hijo y del Espíritu Santo. El capítulo dedicado a la Virgen en la LG se abre y se
cierra con una referencia trinitaria (n.52 y 69). María se sitúa en el punto final de la
antigua alianza y en el punto de partida del misterio de salvación, realizado en
Cristo.
La gracia de Dios, que hace de María la Iglesia santa e inmaculada, es "gracia de
Cristo". Es la "gracia de Dios dada en Cristo Jesús" (1Co 1,4). Se trata de la gracia
redentora de Cristo. Su gracia es gracia de la nueva alianza. María -según la
definición dogmática de la Inmaculada concepción- "ha sido preservada del
pecado en previsión de los méritos de Jesucristo Salvador".13 En este sentido,
María, como es madre virgen, es también hija de su Hijo, como la llama Dante:
"Virgen Madre, hija de tu Hijo".14 Y, antes, San Pedro Crisólogo, en una homilía,
dice a María: "Virgen, tu Creador es concebido de ti, de ti nace la fuente de tu ser;
quien trajo la luz al mundo de ti viene a la luz en el mundo".
carne y nuestra sangre de una de nuestras "hermanas", Dios realiza una nueva e
inaudita forma de "estar con nosotros", "en medio de nosotros". La comunión de
Dios con el hombre, su alianza, alcanza la expresión plena.
F) ZARZA ARDIENTE
En uno de los himnos marianos de la Iglesia etiópica, se canta a María: "Tú eres la
zarza vista por Moisés en medio de llamas y que no se consumaba, la que es el
Hijo del Señor. El vino y habitó en tus entrañas y el fuego de su divinidad no
consumió tu carne". Y en la Iglesia bizantina, en el Ottoico se dice:
En este mismo sentido el Ottoico aplica a María otros hechos milagrosos del
Antiguo Testamento:
A) LA VIRGEN-MADRE
En virtud de la gracia de Dios, de la que está llena, María fue preparada para su
misión: ser la Virgen-Madre del Hijo de Dios. En su espíritu llevaba grabada la
vocación a la virginidad y a la maternidad. Este es el fruto de la gracia de Dios,
que ha modelado a María, infundiendo en ella el deseo de virginidad, para hacerla
madre de su Hijo. Y la misma gracia le da esa gozosa aceptación de los designios
de Dios: "Hágase en mí según has dicho".2 El fíat expresa la alegría del abandono
total al querer de Dios.
María, desposada con José, aspira existencialmente a la virginidad y a la
maternidad. Lo que no sabe es cómo se pueden compaginar las dos cosas. Dios
ha concedido muchas veces un hijo a mujeres estériles. Pero su situación es
única, sin precedentes. ¿Cómo será lo que se le anuncia? Es lo que pregunta al
ángel y lo que éste le aclara: será una maternidad virginal, sin intervención de
varón: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por lo cual, el que nacerá será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35).
"Pues yo no conozco varón", dice María, es decir "soy virgen", como traduce
Cayetano y otros comentaristas antiguos. ¿Cómo hay que interpretar estas
palabras de María? Ciertamente sería un anacronismo en este momento de la
historia de la salvación hablar de un propósito, y más aún de voto, de permanecer
virgen.
1 S. GREGORIO NISENO, Hom. in natalem Domini: PG 46,1136.
2 Lucas, para expresar el fiat de María emplea el optativo genoito, que expresa "un gozoso deseo" de que no tiene nada de resignación u obligada sumisión.
saje de que ha ser Madre por obra y gracia del Espíritu Santo, su alma profunda
dirá: iDe modo que era esto!".4
San Bernardo termina su comentario de la Anunciación, dirigiéndose a María con
transido lirismo:
Has oído, Virgen, el hecho; ya has oído también el modo. Las dos cosas son
maravillosas, las dos son jubilosas. Alégrate, hija de Sión; grita exultante, hija de
Jerusalén (Za 9,9). Ya que a tus oídos se les anunció el gozo y la alegría,
escuchemos también nosotros de tu boca la gozosa respuesta que anhelamos,
para que se alegren los huesos quebrantados (Is 51,10)... El ángel está
aguardando la respuesta. Señora, también nosotros esperamos esa palabra tuya.
Responde ya, oh Virgen, que nos urge... Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe,
los labios al consentimiento y las entrañas al Creador. Mira que está a la puerta
llamando el deseado de todos los pueblos (Ap 3,20). iAh, si por retrasarte pasa de
largo! Después tendrás que volver angustiada a buscar de nuevo al amor de tu
alma (Ct 5,6). ¡Levántate, corre, abre! Levántate por la fe, corre con la devoción,
abre con el consentimiento.5
El mensaje del ángel a María, además del anuncio déla concepción virginal,
anuncia también el nacimiento virginal de Jesús, según numerosos testimonios de
la tradición patrística. San Cirilo de Jerusalén, comentando Lc 1,35, dice: "Su
nacimiento fue puro, inmaculado; porque
4 R. GUARDINI, La Madre del Señor, Madrid 1960,p. 39-43.
5 SAN BERNARDO, De Laudibus Virginis Matris IV,,8: PL 183,83-84.allí donde alienta el Espíritu Santo queda suprimida toda mancha. El nacimiento carnal del Hijo único de la
Virgen fue, pues, un nacimiento sin mácula".6
En virtud de la concepción virginal y del parto virginal el niño será llamado "Hijo de
Dios". Tanto la concepción virginal como el nacimiento son obra del Espíritu Santo:
forman un todo. La diferencia está en que la concepción virginal tuvo
lugar secretamente, en el seno de María, mientras que el nacimiento, como signo
de aquella, fue exterior, sin lesión corporal para la madre y, por consiguiente, sin
pérdida de sangre ("no de la sangre", dirá Juan). A la luz de estos dos signos se
revela la filiación divina de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios, porque no es José,
sino Dios mismo su Padre: de ello es signo el nacimiento virginal. 7 Romano el
Melode pone en labios de María estas palabras dirigidas a su Hijo:
Tú eres mi fruto, tú eres mi vida. Por ti he sabido quién soy y que tú eres mi Dios.
Por el sello inviolado de mi virginidad, yo puedo proclamar que tú eres el Verbo
inmutable hecho carne.8
B) LA MADRE DE JESÚS
te al Padre celeste. Cuando, a los doce años, María le diga: "Mira tu padre y yo,
angustiados, te buscábamos", Él le responderá: "¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2,48-49). Un
hombre no puede tener dos padres, dice con concisión Tertuliano.9 Por
consiguiente, para ser la madre del Hijo de Dios, que no puede tener ningún otro
padre más que Dios, María debe ser virgen, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo.
El evangelio de Juan es muy diferente de los sinópticos. Juan nos ofrece una
visión teológica y espiritual de la vida de Jesús, el Verbo hecho carne. El misterio
de la Encarnación es el corazón del cuarto evangelio, aunque no contenga ningún
relato de la infancia de Jesús. Un hecho llamativo es que Juan nunca nombra a
María por su nombre. Si no tuviéramos los otros evangelios, ni siquiera
conoceríamos el nombre de "la madre de Jesús ", como la designa Juan.10 Juan
presenta a ciertas personas como "tipos" o símbolos y entonces el nombre de
esas personas es secundario. Dos ejemplos típicos son el de "la madre de
Jesús" y el del "discípulo que Jesús amaba". En el evangelio de Juan, todo lo que
Jesús dice y hace viene a ser "signo" y "símbolo " de otra realidad misteriosa que
sólo se percibe con los ojos de la fe. Esto no quiere decir que los episodios que se
narran no hayan ocurrido, sino que son tan reales que para quien los mire y
contemple con los ojos de la fe le revelan el misterio oculto en ellos.
Con relación a María, Juan concentra toda su atención en la función que ella
cumple en relación a Jesús: es la madre de Aquel que es el Hijo de Dios, la madre
del Verbo
9 TERTULIANO, Adv.Marc. 4,10.
10 Cfr. Jn 2,1.3.5.12;6,41;19,25.
En cambio, por dos veces, Juan usa la fórmula "el hijo de José " (1,45; 6,42). Pero,
en ambos casos, lo hace para describir la convicción de otros y no la suya propia.
Juan conoce perfectamente la concepción virginal de María y le atribuye un valor
fundamental en el contexto concreto del misterio de la Encarnación del Verbo
(1,12-13). Son los habitantes de Galilea quienes murmuran porque Jesús ha dicho
que "ha bajado del cielo". Ellos no pueden admitirlo y dicen: "¿No es éste Jesús, el
hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos?" (6,42). Pero al final de la
perícopa, Juan invierte totalmente la situación: "Sólo el que viene de parte de
Dios, ése ha visto al Padre" (6,46). Juan, partiendo de la opinión de los hombres,
pasa a afirmar la filiación divina de Jesús: El viene de Dios, ha visto al Padre, tiene
a Dios por Padre. Es el camino desde la incredulidad de los judíos en el misterio
de la Encarnación y de la filiación divina de Jesús a la verdadera fe en la
revelación del Padre y del "Unigénito que viene del Padre" (1,14). Todo hombre
que recorre este camino tiene "vida eterna" (6,47). Juan, pues, cita la opinión de
las gentes únicamente para responder: Jesús no es el hijo de José. ¿Por qué?
Porque Jesucristo es "el Hijo del Padre" (2Jn 3;Jn 5,18).
Mas a cuantos le recibieron, les dio poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos
que creen en su nombre; el cual no de las sangres, ni de la voluntad de la carne,
ni de la voluntad del hombre, sino de Dios fue engendrado (Jn 1,12-13).11
11 Esta traducción en singular del v. 13 es la de la Biblia de Jerusalén, aunque casi todas las
traducciones lo leen en plural, refiriéndose al nacimiento espiritual de los cristianos. Para la
justificación del singular, ver I. DE LA POTTERIE, o.c., p.128-158, con la bibliografía correspondiente.
Las citas patrísticas del siglo II, del v.13, traen todas el singular. Los manuscritos de la Biblia, que son
posteriores, traen, en cambio, el plural. La forma plural aparece, por primera vez en Alejandría, en el
contexto de la polémica contra los gnósticos. Tertuliano acusa a los valentinianos de haber introducido
fraudulentamente el plural "para apoyar sobre un texto de Juan la existencia de sus elegidos-
espirituales": "¿Qué significa, pues, el cual no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la
voluntad del hombre, sino de Dios ha nacido?" Es éste el giro que yo empleo con preferencia, y quiero
acorralar a sus falsificadores. Pretenden ellos, en efecto, que se ha escrito así: "los cuales no de la
sangre, ni de la voluntad de la carne o del hombre, sino de Dios son nacidos", como si estas palabras
designaran a aquellos que creen en su nombre, y que se mencionan más arriba; lo hacen a fin de
mostrar que son ellos esta simiente misteriosa de "Elegidos" y "Espirituales", qué se atribuyen a sí
mismos. Pero, ¿cómo puede afirmarse tal cosa, siendo así que todos aquellos "que creen en su
nombre" nacen, según la ley común del género humano, de la sangre y de la voluntad de la carne y del
hombre, incluyendo al mismo Valentino? Así que está escrito en singular, de modo que se aplica al
Señor: "sino de Dios ha nacido"; aplicación justísima, en cuanto Verbo de Dios. TERTULIANO, De Carne
Christi 19,1-2.
En este pasaje Juan juega con dos tiempos del mismo verbo: el perfecto para los
cristianos y el aoristo (en singular) para Cristo, lo mismo que en su primera carta:
"Sabemos que todos los que han nacido de Dios no pecan, pues el Engendrado
por Dios les guarda y el maligno no les toca " (1Jn 5,18). Para los creyentes, en los
que se ha hecho realidad el renacimiento bautismal, Juan utiliza el perfecto,
indicando una situación actual, consecuencia de una acción pasada. El cristiano
es alguien que ha nacido de Dios, alguien en quien la Palabra de Dios y el Espíritu
han transformado en un nuevo ser: un hijo de Dios. La Encarnación de Cristo, en
cambio, es un hecho histórico, que tuvo lugar en un momento determinado, a
principios del siglo primero. Para expres2rlo, Juan emplea el aoristo, el tiempo
pasado: "Aquel que fue engendrado por Dios". Es el tiempo usado en Jn 1,13,
donde se describe, por tanto, la Encarnación de Cristo, y no el nuevo nacimiento
de los cristianos.12
12 Cuando Juan, en su evangelio, describe una cualidad de la vida cristiana, lo hace siempre por
analogía con Cristo: "Yo soy la resurrección y la vida... El que cree en mí vivirá " (11,25). Esta analogía se
encuentra también en el prólogo, siempre que se lea en singular el v.13: venimos a ser hijos de Dios en
la medida en que creemos en el nombre de aquel "que ha sido engendrado por Dios". Él es el Hijo de
Dios; nosotros llegaremos a ser hijos de Dios. Si nos abrimos al misterio de Cristo por medio de la fe,
entonces se imprimirán en nuestra vida los diversos aspectos del misterio de Cristo. Éste es el
comienzo y la conclusión del cuarto evangelio: "Estas señales fueron escritas para que creáis que
Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre" (20,31).
Si Cristo no ha sido engendrado por "la voluntad de varón " es claro que su
concepción ha sido virginal. Si ningún hombre ha intervenido en la manera en que
el Hijo de Dios ha tomado carne humana, es que ha sido una concepción
virginal. Ya San Ireneo escribe:
que la madre que da a luz un hijo queda manchada por la sangre...; ipero que
nadie piense esto de la Madre del Salvador!".15
San Gregorio de Nisa es el primero de los Padres griegos que expone de manera
explícita la virginidad de María en el parto, entendida como integridad física. Dice:
A los Padres les gusta repetir que "la profecía de Isaías preparó la credibilidad de
algo increíble, explicando lo que es un signo: `Pues el Señor os dará un signo: He
aquí que una virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo' (Is 7,14). Un signo
enviado por Dios no sería tal, si no envolviese alguna novedad extraordinaria. iNo
es un signo lo que todos los días sucede, es decir, que una joven no virgen
conciba y dé a luz! Pero isí es un signo el que una virgen sea madre!".23
Rufino de Aquileia dirá que para aceptar que Jesús nació de la Virgen por obra del
Espíritu Santo "se requiere un oído limpio y un entendimiento puro":
20 TERTULIANO, Adv. Marcionem W 10,6-7.
21
PROCLO, Or. 4, in natalem diem Domini 3: PG 61,714B.
22
SAN AGUSTÍN, Sermo 4: PL 46,982.
23
TERTULIANO, Adversus Marcion III 13,4-5: contra los que afirman que almah significa sólo joven y no
virgen. Cfr. San JUSTINO, Apología 1" 33,1; Diálogo 43,7-8; 66,1-67,2; 71,3; 84,1-3; SAN
IRENEO, Adversus haeresesIII,21,1-5; ORÍGENES, Contra Celso I 32-51; SAN JUAN CRISOSTOMO, In
Matheum Hornilla 4,2-3...
iUn parto nuevo fue dado al mundo! Y no sin razón. Pues quien en el cielo es el
Hijo único, también en la tierra nace único y de modo único. De todos conocidas y
evocadas en los Evangelios (Mt 1,22ss) son, a este respecto, las palabras de los
profetas, afirmando que "una virgen concebirá y dará a luz un hijo" (Is 7,14). Pero
también el profeta Ezequiel había preanunciado el modo admirable del parto,
designando simbólicamente a María "puerta del Señor", es decir, a través de la
cual el Señor entró en el mundo: "La puerta que da al oriente estará cerrada y no
se abrirá ni nadie pasará por ella, porque el mismo Señor Dios de Israel pasará a
través de ella, y estará cerrada" (Ez 44,2). ¿Pudo decirse algo más claro sobre la
consagración de la Virgen? En ella estuvo cerrada la puerta de la virginidad; por
ella entró en el mundo el Señor Dios de Israel y, a través de ella, salió del vientre
de la Virgen, permaneciendo asimismo cerrada la puerta de la Virgen, pues
conservó la virginidad.24
24 RUFINO DE AQUILEIA, Expositio symboli, 8-11.
Una concepción por obra del Espíritu Santo y cuyo fruto es el Hijo de Dios, nacido
del Padre antes de los siglos, sólo puede ser virginal. Y además la acción del
Espíritu Santo transforma totalmente el ser de María. Por eso la Iglesia confiesa la
virginidad de María en el nacimiento y también después del nacimiento. San
Ambrosio fue el primero en dar el fundamento teológico a la fe en la perpetua
virginidad de María. Pero en los Padres y en la liturgia la Iglesia celebró siempre a
la "siempre Virgen".25
San Cirilo de Alejandría exclama en el concilio de Efeso: "Ella es, a la vez, madre
y virgen: ioh misterio admirable! ".26 He aquí la paradoja de la fe cristiana, pues lo
que se dice de la madre de Jesús reviste un valor tipológico para la vida de los
creyentes en la Iglesia. La virginidad de María, ligada desde el principio al núcleo
central de la fe en Cristo, tiene un valor soteriológico. El misterio del parto virginal
se relaciona con el misterio de la pascua: "¿Dónde está la fanfarronería de los
llamados inteligentes? La verdad es que nuestro Dios Jesús, el Ungido, fue
llevado por María en el seno conforme a la disposición de Dios; del linaje, cierto,
de David; por obra, empero, del Espíritu Santo. El cual nació y fue bautizado, a fin
de purificar el agua con su pasión. Y quedó oculta al príncipe de este mundo la
virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor:
tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios". 27 El "parto
virginal" es el acontecimiento en que Dios se hizo visible al mundo en forma
humana por primera vez, así, como, después de los dolores de
25 C. POZO, María en la obra de la salvación, Madrid 1974.
26 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Hom. 4: pg 77,991C.
27 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Efesios CVIII-XIX.
Sin embargo hay que decir que en la lista genealógica de Jesús, recogida por
Mateo, el verbo "engendrar" se reserva a los hombres; el papel de las mujeres se
expresa con la preposición de (ek): "Judá engendró a Fares y a Zéraj de Tamar.
Salma engendró a Booz de Rajab. Booz engendró a Obed de Rut. David engendró
a Salomón de la mujer de Urías" (Mt 1,3.5.6). Hablando del nacimiento de Jesús,
Mateo usa por tres veces la misma preposición de (ek), una vez para María, de la
que fue engendrado Jesús (1,16), y dos veces para el Espíritu Santo: "Lo que ha
sido engendrado en ella es de (ek) el Espíritu Santo" (1,18.20). Es el Padre quien
engendra al Hijo. Concebido del Espíritu Santo y de María, Jesús es "Hijo de
Dios". Dios es el Padre que engendra, el Espíritu es su acción. María es el seno
donde se cumple en la tierra la obra de Dios en su paternidad eterna.
28
U. VON BALTHASAR, Teodramatica III, p.269.
Los Padres sabían muy bien que en las controversias en torno a la divinidad del
Hijo estaba en juego el mismo anuncio y ofrecimiento de la salvación, que
acontecieron en El. La glorificación y confesión de Jesús tuvieron, desde los
orígenes, un carácter soteriológico. Y la defensa de la fe en Cristo, causa de
nuestra salvación, se convirtió al mismo tiempo en testimonio en torno a María, la
Madre del Señor. En ciertos ambientes judíos (como los ebionitas) y en ambientes
helenistas (como los adopcionistas), se tendía a acentuar la dimensión humana de
Jesús, llegándose a eliminar su divinidad. En este contexto, el interés ortodoxo por
María se preocupó por afirmar la concepción virginal de María, que implicaba la
absoluta iniciativa divina ya desde el comienzo de la historia de su Hijo. En
dirección opuesta, contra los gnósticos y los docetas, que reducían a pura
apariencia la humanidad de Cristo, la Iglesia afirmó la verdadera humanidad de
Cristo y, en consecuencia, su nacimiento de mujer. Así es como, junto a la
virginidad de María, signo del origen divino del Hijo, la Iglesia afirma la maternidad
divina de María.
Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de
confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., engendrado
del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos
días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de
Dios, en cuanto a la humanidad.35
35 DS 301.
Si alguno no confiesa, según los santos Padres, que la santa siempre virgen e
inmaculada María es en sentido propio y verdadero Madre de Dios, ella que al
final de los siglos, sin semen humano, ha concebido en modo único y verdadero
por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo, nacido de Dios antes de todos
los siglos, y que le ha engendrado permaneciendo íntegra su virginidad,
permaneciendo íntegra también después del parto, se anatema.36
El título de Madre de Dios es una defensa contra todo intento de hacer de Jesús
una idea en vez de aceptarlo como una verdadera persona. María ha anclado a
Dios en la tierra y en la humanidad, haciendo de él para siempre el Emmanuel, el
Dios con nosotros. María acoge e introduce en el género humano al Salvador y la
salvación. La Virgen de Nazaret se ha abierto al Espíritu Santo en la fe y en la
obediencia y en ella se ha realizado el nacimiento terreno del Hijo nacido
eternamente del Padre en el Espíritu Santo. Ya a comienzos del siglo II, San
Ignacio de Antioquía, escribe a los fieles de Esmirna: "Estáis bien persuadidos en
cuanto a Nuestro Señor; que es en verdad de la estirpe de David según la carne,
Hijo de Dios por la voluntad y el poder divinos, verdaderamente nacido de una
Virgen". Y a los Efesios les escribe: "Pues nuestro Dios, Jesús el Cristo, según la
dispensación divina, fue concebido por María en su seno, de la semilla de David y
del Espíritu Santo".38
38 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Esm. 1,1; Efes. 18,219,1.
Nacido por obra del Espíritu Santo y de la Virgen María. He aquí por qué vía vino,
quién vino y a quién viene: a través de la Virgen María en la que actuó el Espíritu
Santo, y no un marido humano, el Espíritu Santo fecundó a la casta, dejándola
intacta... Igualmente la Santa Iglesia es virgen y da a luz. Imita a María que dio a
luz al Señor. ¿Acaso la Santa María no era virgen y, sin embargo, dio a luz y
permaneció virgen? Así también la Iglesia: da a luz y es virgen. Y si reflexionas, da
a luz también a Cristo, porque son sus miembros quienes son bautizados... Por
tanto, si la Iglesia da a luz los miembros de Cristo, quiere decir que es
completamente semejante a María.44
"¿De qué me sirve a mí -decía Orígenes- que Cristo haya nacido una vez de
María en Belén, si no nace también por la fe en mí?".46
44 SAN AGUSTÍN, Sermo 213,3.7: PL 38,1061.1064.
45 SAN AGUSTÍN, Sermo 72A.
46 ORÍGENES, Comentario al Evangelio de Lucas 22,3.
En la piscina bautismal, la Iglesia "se hace madre de todos los fieles por obra del
Espíritu Santo, permaneciendo virgen".48 "La santa Iglesia, virgen por la castidad,
fecunda por la prole, nos da a luz cual virgen fecundada no por un hombre, sino
por el Espíritu Santo".49 San Cipriano dirá con concisión: "No se puede tener a
Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por madre". 50 Llegamos a Dios, nuestro
Padre, por medio de la Iglesia, nuestra madre. Algo similar dirá San Agustín: "La
Iglesia sola es nuestra madre, según lo que dice el Apóstol: `quien os engendré fui
yo' (1Co 4,15). Quien desprecia a la Iglesia, no puede confiar en la gracia de Dios,
su Padre".51
47SAN AMBROSIO, Expos. Lc II,7: PL 15,1555.
48 DÍDIMO ALEJANDRINO, Sobre la Trinidad II,13: PG 39,692.
49
SAN AMBROSIO, Exposición del Evangelio según San Lucas II,7.
50 SAN CIPRIANO, De catholica Ecclesiae unitate 6.
51 SAN AGUSTÍN, Sermo 92.
A) ARCA DE LA ALIANZA
María se encuentra entre la antigua y la nueva alianza, como la aurora entre el día
y la noche.3 Juan Bautista, aún en el seno de su madre, exulta de alegría al oír la
voz del Esposo de la nueva alianza, presente en el seno de María: "El que tiene a
la novia es el novio, pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra
mucho con la voz de novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su
plenitud" (Jn 3,29).
El anuncio del Precursor está rodeado de toda la solemnidad del culto judío; el
ángel se dirige a un sacerdote mientras ejerce su ministerio en el Santo de los
Santos, con afluencia del pueblo, que en silencio aguarda y se une a la oración del
sacerdote. Frente a esta solemnidad es sorprendente la simplicidad de la
anunciación a María, de la que sólo se nos da su nombre, mientras que de
Zacarías se hace constar su linaje sacerdotal, como descendiente de Aarón, igual
que su esposa Isabel. De María, San Lucas no nos da ninguna noticia de sus
antepasados ni de sus méritos. María es la muchacha elegida gratuitamente por
Dios: "la llena de gracia". Zacarías "tiene una visión" "a la hora del incienso",
cuando el ángel le declara que su oración ha sido escuchada. De María no nos
dice ni la hora, ni lo que estuviera haciendo ni que tuviera ninguna visión. María
simplemente "oyó una voz que la saludaba".
En Zacarías, la objeción "¿En qué puedo conocer esto?" revela una falta de fe,
pues ante el anuncio pone sus ojos en la edad avanzada suya y de su mujer
(v.18.20). La pregunta de María, en cambio, no se refiere al contenido del anuncio,
sino a la modalidad de la misma: "¿Cómo será esto, si no conozco varón?" (v.34).
María no duda del poder de Dios, sino que pide que se le indique el camino a
seguir. Lo que María desea es discernir los caminos del Señor para ofrecerle su
disponibilidad radical. Se trasluce la actitud de fe en la respuesta: "He aquí la
esclava del Señor, que me suceda según dices" (v.38). El fíat de María está en el
original griego en optativo, que expresa el deseo gozoso de colaborar con lo que
Dios quiere de ella. Es el gozo de abandonarse a la voluntad de Dios. El elogio de
Isabel, llena del Espíritu Santo - "bendita tú que has creído que se cumplirían las
cosas que te fueron dichas de parte del Señor"- es el contrapeso al reproche del
ángel a su esposo, "porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se
cumplirán a su tiempo".
San Juan Damasceno en una homilía sobre la Dormición de María imagina así la
sepultura de la Virgen:
La comunidad de los apóstoles, transportando sobre sus espaldas a ti, que eres el
arca verdadera del Señor, como en otro tiempo los sacerdotes transportaban el
arca simbólica, te depositaron en la tumba, a través de la cual, como a través del
Jordán, te condujeron a la verdadera tierra prometida, a la Jerusalén de arriba,
madre de todos los creyentes, cuyo arquitecto es Dios.
Y San Atanasio, patriarca de Alejandría, nos ofrece este comentario del encuentro
entre María e Isabel:
María saludó a Isabel: la madre del Señor saludó a la madre del siervo. La madre
del Rey saludó a la del soldado. La Virgen saludó a la mujer casada. Y cuando se
hubieron saludado, el Espíritu Santo, que habitaba en el seno de María, apremió
al que estaba en el seno de Isabel, como quien incita al propio amigo: iDe prisa,
levántate! Sal, endereza las sendas del Mesías, para que El pueda realizarla
salvación que se le ha encomendado.
Isaías había predicho que la nube de gloria de Dios reposaría sobre Sión: "El
Señor formará, sobre toda la extensión del monte Sión y sobre sus asambleas,
una nube de humo durante el día y un resplandor de fuego llameante por la noche.
Y por encima la gloria de Yahveh será toldo y tienda para sombra contra el calor
diurno, y para abrigo y reparo contra el aguacero y la lluvia" (Is 4,5-6). En el día de
la concepción del Mesías, la nube de gloria reposa sobre la Virgen María,
cubriéndola "bajo su sombra" y llenándola de bendiciones.
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (RM 12). En María
se cumplen las bendiciones de Dios proclamadas en favor de Israel, fiel esposa de
Dios. En María se cumple la bendición de Judit: "Bendita eres tú, hija, delante del
Dios altísimo más que todas las mujeres de la tierra y bendito el Señor Dios,
Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado" (Jdt 13,18). Se cumple también
la bendición de Jael, exaltada en el canto de Débora: "Bendita entre las mujeres
Jael" (Jc 5,24). En María, hija de Abraham, el primer creyente, llega a plenitud la
fe y, por ello, a ella se extiende la bendición de Melquisedec sobre Abraham:
"Bendito sea Abraham del Dios Altísimo, Creador de cielos y tierra y bendito sea el
Dios Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos" (Gn 14,19-20). María, la
hija de Israel fiel y obediente, recibe la bendición prometida: "Si tú escuchas la voz
de Yahveh, tu Dios..., El te levantará por encima de todas las naciones de la tierra
y te alcanzarán todas las bendiciones..., bendito será el fruto de tus entrañas" (Dt
28,1-14).
El canto del Magnificat nos muestra cómo María vive inmersa en la tradición de
Israel, basada en la promesa hecha a Abraham y a su descendencia, que se
cumple en las "grandes cosas" realizadas por la misericordia de Dios, que derriba
a los potentes y exalta a los humildes. En esta tradición, en la que vive María, ella
introduce a su Hijo, de tal modo que Jesús, viéndose a sí mismo en las promesas,
descubre en ellas su propia misión.
El Magnificat se abre con la explosión de alegría personal de María, que exulta por
las maravillas que Dios ha hecho en
ella: "mi alma..., mi espíritu..., mi salvador..., me llamarán bienaventurada..., por lo
que ha hecho en mí el Omnipotente". Es el estilo bíblico de los salmos: "Bendeciré
a Yahveh en todo tiempo, sin cesar en mi boca su alabanza; en Yahveh mi alma
se gloría, ióiganlo los humildes y se alegren! Celebrad conmigo a Yahveh... Mi
alma exultará en Yahveh por la alegría de su salvación... Yo me alegraré en
Yahveh, en Dios mi Salvador... Te glorificaré, Señor Rey mío, te alabaré Dios mío,
mi Salvador, glorificaré tu nombre" (Sal 34,2-44; 35,9; Si 51,1). Pero esta explosión
de alegría y exultación personal se hace invitación a todos los pobres a bendecir a
Dios que ha elegido para realizar sus designios de salvación a los sencillos, "a los
enfermos, a los atormentados de dolores y enfermedades, a los endemoniados, a
los epilépticos y a los paralíticos" (Mt 4,24) y ha descartado a los potentes, ricos y
orgullosos.
María anticipa la llamada que hará su Hijo: "Venid a mí, todos vosotros que estáis
cansados y oprimidos y yo
8M.LUTERO, Comentario del Magnificat, en Scritti rebgiasi, Torino 1967, p.431-512.
os aliviaré" (Mt 11,28). María es la primera de esta lista de pobres que ha hallado
gracia ante Dios. Ella es una esperanza para todos los pobres que ponen su
confianza en Dios. Partiendo de las "grandes cosas" que Dios ha hecho en ella,
María le bendice por sus obras salvadoras, por su fidelidad a las promesas hechas
a los padres: "Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia, como
había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para
siempre". Ella muestra a todos el corazón de Dios:
Con las palabras del Magnificat, en primer lugar, María proclama los dones
especiales que el Omnipotente le ha concedido y, luego, enumera los bienes
universales con los que no cesa de proveer al género humano... "Grandes cosas
ha hecho en mí el Omnipotente". Nada se debe, pues, a sus méritos, ya que ella
refiere toda su grandeza al don de El, quien, siendo potente y grande, suele hacer
fuertes y grandes a sus fieles, que son pequeños y débiles.9
María es la primera cristiana, nos precede en la acción de gracias a Dios, que nos
salva en Cristo. El corazón de María está lleno de la alabanza a Dios. Le resulta
espontáneo referirlo todo a Él. Como su Hijo más tarde, María reconoce la acción
de Dios sobre ella, se alegra y canta agradecida, anticipando el himno de júbilo de
Jesús: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido
9BEDA EL VENERABLE, Homilía I,4.
tu beneplácito" (Mt 11,25). María, Hija de Sión, ha sido inundada por la alegría
anunciada por los profetas a Israel. En María el anuncio se ha cumplido. María
proclama la fidelidad de Dios a sus promesas. A Israel se le había prometido un
Salvador y ella es testigo de su llegada. Alborozada lo grita a todos los hombres.
La salvación en ella se ha hecho presente para todos los pobres, que tienen
puesta su confianza en Dios. Nada es imposible para El., como evidencian el
embarazo de la que todos llamaban "la estéril" y su propia maternidad virginal.
Iluminada por el Espíritu del Señor, que es fuente de profecía, María eleva su
mirada sobre el horizonte de la historia y proclama: "Desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí grandes cosas
el Poderoso, Santo es su nombre" (Lc 1,48-49). A 10 largo de los siglos María será
proclamada bienaventurada porque el Poderoso se ha fijado en su pequeñez, la
ha llenado de su gracia, la ha hecho Madre de su Hijo. El origen y el término de la
bienaventuranza coral a la Madre es el Hijo: para siempre ella será "la Madre de
mi Señor" (Lc 1,43). La bendición de la Madre es inseparable de la bendición del
Hijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42).
11También este libro es una voz de nuestra generación que quiere llamar a María bienaventurada.
El ángel ofrece como signo a los pastores los pañales en que está envuelto el
niño. Esto quiere decir que el gesto de María, tan común, tiene un significado,
encierra un mensaje por encima de las apariencias. El Hijo de Dios, hecho hijo de
María, ha asumido la condición humana, común a todos nosotros. La "gloria del
Señor que les ha envuelto con su luz" (v.9), y que compete al Hijo de Dios, se
esconde en la pobreza de "los pañales, que envuelven al niño" (v.12). Allí deben
buscarla y reconocerla. "El Señor de la gloria está envuelto en pañales", canta la
liturgia bizantina. Su divinidad se oculta bajo el velo de su humanidad.
Pero, cuando los pastores a toda prisa van a verificar el signo que se les ha
ofrecido, el Evangelio nos dice que "encontraron a María y a José, y al niño
acostado en el pesebre" (v.16). En el lugar de los pañales, Lucas menciona a
María y a José. El niño no está abandonado, sino circundado por el amor de María
y de José, como Salomón, que exclama: "También yo, apenas nacido, me crié
entre pañales y circundado de cuidados" (Sb 7,3-4; Cfr. Jb 38,8-9). No así
Jerusalén: "Cuando naciste, el día en que viniste al mundo, no se te cortó el
cordón, no se te lavó con agua para limpiarte, no se te frotó con sal, ni se te
envolvió en pañales. Ningún ojo se apiadó de ti para brindarte alguno de estos
cuidados, por compasión a ti" (Ez 16,4-5). Fue Yahveh, quien pasó a su lado y
tuvo piedad de Israel y le colmó de su amor y cuidados.
Los pañales de la cuna y las vendas de la tumba, dicen los Padres de la Iglesia,
presentan a Cristo en la condición de Adán y Eva al salir del paraíso (Gn 3,7-21).
Después del pecado, pierden su condición de inocencia y se ven sometidos al
dolor y a la muerte. Cristo toma sobre sí esta condición y, a través de la cruz, la
transforma, pasando de nuevo a la gloria: "¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en la gloria?" (Lc 24,26). La tumba queda vacía,
donde quedan únicamente las vendas (Lc 24,12; Jn 20,5-7). Jesús, al resucitar, no
ha dejado la condición humana, sino sólo el aspecto de debilidad, significado en
las vendas de que estaba envuelto. La vendas quedan en el sepulcro, mientras
que Jesús resucita con su humanidad envuelta en los fulgores de la gloria de Dios.
El, nuevo Adán, vuelve al Edén, en la desnudez de la gloria, como se encontraba
Adán antes del pecado, porque la amistad de Dios era su manto.12
San Pablo resume todo esto en un denso texto: "Cristo, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo,
tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y
apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó" (Flp 2,6ss).
12Cfr. SAN HIPÓLITO, De Cantico Canticorum 25,5; SAN EFRÉN, Comentario al Evangelio concordado XX,17.23; SAN AMBROSIO, In Lucam X,110.
Mateo (2,1-12) responde a las objeciones de los judíos, que decían: "¿Es que de
Nazaret puede salir algo bueno?". " ¿Ac. so va a venir el Mesías de Galilea? ¿No
afirma la Escritura que el Mesías procede de la familia de David y de su mismo
pueblo, Belén?".14 Y, al mismo tiempo y quizás principalmente, Mateo propone a la
comunidad judeo-cristiana la ascendencia davídico-real del Mesías y de la
salvación que se ofrece a todas las gentes, significadas por los magos de Oriente.
En ese cuadro mesiánico real, María es presentada como la Madre del Mesías
Rey; los sabios de Oriente parten en busca del "rey de los judíos que acaba de
nacer" (v.2); "entraron en la casa, vieron al niño con su madre María y lo adoraron
postrados por tierra" (v.11). Encuentran a Jesús en los brazos de María.
A esta Ciudad-Madre se encaminan los Magos "llevando oro, incienso y mirra" (Mt
2,11; Is 60,6). Pero los Magos no encuentran al Mesías recién nacido en
Jerusalén, en el Templo, sino en el regazo de María, la Madre Virgen del
Emmanuel. María es el arca donde reposa la Shekinah divina. Es María quien
muestra a Cristo a los pastores y también a los magos. Y en los Magos están
significados todos los gentiles que se abren a la fe en Cristo (Mt 8,11; 28,19). Al
entrar en la casa: "vieron al niño con
14
Cfr. Jn 1,46; 7,41-42.52.
15
Cfr. también Is 56,3-8; 66,20-21; Tb 13,11-13; 14,5-7.
María su madre". Es María quien presenta al mundo a Dios hecho hombre, "Dios
con nosotros".
El simbolismo de la estrella, que guía a los magos a Cristo, se hace imagen del
caminar cristiano al encuentro con Dios. La estrella recoge la imagen de la
columna de fuego que guiaba a Israel por el desierto. Se trata de "su estrella", la
estrella del Mesías, que pone en camino a los magos. "Nosotros somos siempre
forasteros" confiesa David (1Cro 29,15) y la carta a los Hebreos nos amonesta:
"No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro"
(13,14). También Dios es un peregrino con su pueblo, caminando con él en el arca
de la alianza; es el pastor que camina con su rebaño (Sal 23); tras el encuentro de
los magos, José "tomará al niño y a su madre" y con ellos marchará a Egipto, y de
Egipto volverá a Israel. Dios está siempre en camino. El viaje de los magos es,
pues, el símbolo de la vida cristiana como seguimiento de Cristo, como camino
tras las huellas de Cristo. Quien se instala, como los sacerdotes de Jerusalén,
puede conocer las profecías, pero no encuentra a Cristo. Quien se instala en la
Jerusalén terrestre no subirá a la celeste. Con los magos, sin embargo, "muchos
irán de oriente y de occidente a sentarse en la mesa con Abraham, Isaac y Jacob
en el Reino de los cielos" (Mt 8,11). El creyente verá la luz de la estrella y
saldrá de su casa, de su patria, y llegará "a encontrar al Niño y a María su madre".
María se halla entre los anawim, es decir, entre los "pobres de Yahveh", en el
"resto" fiel a la alianza (So 3,12-13). Son los pobres de espíritu, abiertos a los
designios de Dios, que no confían ni esperan la salvación más que de Yahveh.
El Magnificat de María vibra con los sentimientos y piedad de esos pobres. En él
oímos la voz de una mujer, que asimiló de manera tan profunda el espíritu de los
"pobres" que en el momento de la Encarnación llegó a ser su exponente más
perfecta y conmovida. Aunque prometida a un descendiente de David, María se
sitúa entre los pobres. Pobre de corazón, donde Dios se fija, María fue elegida
para la misión más alta, la de dar al mundo el Salvador. Y es esto, la mirada
bondadosa de Dios hacia su pequeñez, lo que María celebra.
Invitada por el ángel a la alegría, María canta: "Mi alma glorifica al Señor" (Lc
1,46). Ella representa a una nación a; la que Dios viene a salvar, nacida en el
desierto, encontrada por Dios al borde del camino polvoriento, que Él ha recogido,
lavado, alimentado, que ha amado misericordiosamente y adornado como a una
esposa (Ez 16). La mujer de las doce estrellas representa también a Eva, a quien
Dios hace misericordia cuando anuncia la enemistad entre ella y la serpiente. Aun
siendo santa, inmaculada, María es ante Dios la criatura que invoca la piedad de
Dios y a quien Dios responde: "Has encontrado gracia" (Lc 1,30). María es madre
por misericordia, creada en la salvación que Dios realiza en Cristo.
Los "pobres de Yahveh" confían tan fuertemente en el poder yen la ayuda de Dios
que su actitud ha pasado a ser típica de la fe bíblica en Dios. El hombre no puede
esperar nada de sí mismo, sino todo de Dios y de su gracia. María ha demostrado
esta fe con su asentimiento y su obediencia a la misión divina y, en
el Magnificat, da expresión agradecida a esa fe en Dios, "Santo es su nombre".
María es una de esas personas que viven enteramente de santo temor y temblor
ante Dios, como antes de ella habían vivido otros en el pueblo de Dios y que,
como ella, habían experimentado la misericordia de Dios: "Su misericordia, de
generación en generación, para los que le temen".
Esta primacía del ser sobre el tener y sobre el obrar dispone a María para
escuchar la palabra de Dios, la permite estar atenta a los signos del paso de Dios
y acoger el anuncio del ángel, dejándose cubrir por la sombra del Espí-
4 M. LUTERO, Comentario al Magníficat, Weimar 7,p.546.
Oh Dios, que has escogido como Madre del Salvador a la Bienaventurada Virgen
María, que sobresale entre los pobres y humildes; concédenos, te rogamos, que,
siguiendo sus ejemplos, te presentemos el obsequio de una fe sincera y
pongamos sólo en Ti la esperanza de nuestra salvación.
5 C.M. MARTINI, La dorna della reconciliazione, Milán 1985, p.12.
B) HIJA DE SIÓN
Sión es el signo vivo de la presencia de Dios entre los hombres, como el seno de
María es el lugar de Dios con nosotros, el Emmanuel. Sión es "el lugar que
Yahveh ha elegido para que en ella habite su nombre " (1R 11,13; 2R 21,4; 23,27).
La Sabiduría divina proclama: "En Sión me ha establecido, en la ciudad amada me
ha hecho Él habitar; he echado raíces en medio de un pueblo santo" (Si 24,10-12).
"Sabréis entonces que yo soy Yahveh vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte
santo, santa será Jerusalén" (J14,17). "En adelante el nombre de la ciudad será:
Yahveh está allí" (Ez 48,35), concluye el libro de Ezequiel. Sión es el signo "de la
ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial" (Hb 12,22).
Hacia Sión, la santa morada del Altísima, confluirán todos los pueblos, como
cantan los salmos de peregrinación.6 "Se llamará a Jerusalén trono de Dios y en
torno a él se congregarán todos los pueblos" (Jr 3,17). Sión es cantada en su
personificación con todas las cualidades de la mujer: virgen, esposa, madre,
viuda, estéril, hija.7 "Tu esposo es tu creador" (Is 54,5). Sión es como un seno
materno, donde todos han nacido.8 Sión es también, como las mujeres estériles de
la historia de Israel, una mujer viuda y estéril, que la fuerza de la gracia de Dios
transforma en fuente de vida: "Exulta, estéril que no das a luz, rompe en gritos de
júbilo y alegría, tú que no has tenido los dolores, que más son los hijos de la
abandonada que los hijos de la casada, dice Yahveh" (Is 54,1). Así puede "no
recordar más la afrenta de su viudez" (Is 54,4), porque "no ha enviudado Israel ni
Judá de su Dios" (Jr 51,5).9
Sión es hija, "la virgen hija de Sión" (Lm 2,13), amada de Yahveh, que es para ella
esposo, padre y madre (Os 11; Is 49,15). El seno de la hija de Sión es la sede de
la presencia de Dios en el templo y en la casa o dinastía de David. A esta hija de
Sión invita a alegrarse el profeta
6 Sal 120-134; 46;48; 84;87; Is 2,2-5; 60.
7 Como esposa, cfr. Os 1-3; Is 5,1-7; Jr 2,2; 31,21-22; Ez 16;Ap 21-22. Como ciudad-madre cfr. Is 49,21; 54,1; 51,18; 48,2; 49,20; 51,18-20; Sal 87.
8 Sal 87; Is 66,7-8.10-11.13; Is 26,18; Mi 4,10.
9 E.G. MORI, Hija de Sión, NDM, p.824-834.
Yahveh, tu Dios, está en medio de ti, iun poderoso salvador! El exulta de gozo por
ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de
fiesta" (So 3,14-18). "Tierra, no temas, exulta y regocíjate, porque Yahveh ha
hecho maravillas... Hijos de Sión, exultad y regocijaos en Yahveh vuestro Dios...
Sabréis que yo mismo estoy en medio de Israel" (JI 2,21.23.27). "Lanza gritos de
alegría, estéril, que no das a luz; estalla de gozo y de júbi, lo tú, que no has
conocido los dolores del parto, porque más numerosos son los hijos de la
abandonada que los de la desposada, dice Yahveh" (Is 54,1). La invitación a la
alegría es el anuncio de la fecundidad maravillosa de la hasta entonces estéril,
fecundidad debida a que Yahveh vuelve a reanudar sus relaciones de esposo con
Sión. María es el "resto santo" del pueblo de Israel que se transforma en el
germen del pueblo cristiano; es al mismo tiempo "hija de Israel" y "madre de la
Palabra".10
Sobre todo, el símbolo "Hija de Sión" caracteriza a Israel como esposa, madre y
virgen. Se la designa como la "Hija de Sión", la "Madre Sión" y la "Virgen Sión".
Así, pues, bajo el simbolismo de la "Hija de Sión" se presentan los tres aspectos
principales del misterio del pueblo de Israel, que vendrá a ser el misterio de María.
Ella es, en primer lugar; la "Esposa" de Yahveh. Por ello se convierte en la
"Madre" del pueblo de Dios, la "Madre Sión" (Sal 87), pero es simultáneamente la
"Virgen Israel".
El texto hebreo del salmo 87 dice así: "De Sión se dirá: Este y el otro han nacido
de ella" (v.5). Y en la versión de los Setenta dice: "Madre-Sión, dirá un hombre; y
un hombre ha nacido de ella. Y El, el Altísimo la ha
10 J. RATZINGER, La figglia di Sión, Milano 1979, p. 62.
San Pablo dirá de la Iglesia, nuevo Israel: "Os he desposado a vuestro único
esposo, Cristo, para presentaros a Él como casta virgen". María, Iglesia naciente,
es en su persona concreta esposa, virgen y madre, la imagen perfecta de la
Iglesia. Pero María, en su persona y en su misión, es ya la Iglesia virgen y
fecunda. Ella, según la iconografía, es la Mujer que, al pie de la cruz, recoge el
agua y sangre que brota del costado atravesado de Cristo. María es la Iglesia
fecunda en el agua bautismal, donde engendra a los hijos de Dios, y en la.
Eucaristía con la que los alimenta.12
Sierva del Señor es el único título que María se atribuye a sí misma. Este título
significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de redención a través de la
encarnación del Hijo. La vocación de María es el servicio al Padre y al Hijo. María,
como sierva de Dios, responde al plan de Dios personalmente y en nombre del
nuevo Israel, que es la Iglesia de Cristo. Lo que Israel no llevó a cabo debido a su
incredulidad y desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y obediencia al
Padre. Lo mismo que el primer Israel comenzó con el acto de fe de Abraham, así
el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, sierva de Dios. Dios Padre
quiso que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la
madre, de manera que lo mismo que la primera mujer, en el orden de la creación,
contribuyó a la muerte, así esta primera mujer, en el orden de la redención,
contribuyera a la vida. La misión de esta sierva -lo mismo que la del siervo del
Señor- será oscura y también dolorosa. El camino que el Padre le ha trazado al
Hijo, lo ha trazado también para María, su madre. Y María, lo mismo que el Hijo,
se abandona obediente a la voluntad del Padre.
"Dijo María: He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).
Con esta respúesta, comenta Orígenes, es como si María hubiera dicho a
Dios: "Heme aquí, soy una tablilla encerada, que el Escritor escriba lo que quiera,
haga de mí lo que quiera el Señor de todo". 17 Compara a María con una tablilla
encerada que es lo que, en su tiempo, se usaba para escribir. Hoy diríamos que
María se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la que El puede escribir
lo que desee.
17 ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, 18.
María, plasmada por el Espíritu Santo, es la persona más libre que exista: "Donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Co 3,17). La libertad se nos da
para decir un "sí" gozoso al amor de Dios. Nunca es más libre el hombre que
cuando pronuncia su "sí" en los momentos decisivos de su vida, cuando al ser
llamado responde con todo su ser: "heme aquí".19 Se es plenamente libre cuando
se es capaz de responder con el sí del amor al amor ofrecido. La libertad no
coincide con la autonomía. La autonomía se expresa frecuentemente con el "no",
la libertad, en cambio, se vive en el "sí". Para ello, nuestra libertad es redimida,
capacitada, por el Espíritu Santo (Ga 5,13). Plenamente libre para el amor, María
responde: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra":
18 L. BOUYER, La Iglesia de Dios, Madrid 1973, p.668-672.
19
Cfr. Ordenación sacerdotal o el "sí" que se dicen mutuamente dos novios, que se aman, el día de su
boda.
A) EL ANUNCIO A JOSÉ
Aunque el Hijo no iba a nacer de unas relaciones conyugales entre María y José,
éste, sin embargo, era el esposo legítimo de María y, en el matrimonio, tenía una
misión importante como padre del hijo de María. José es un "justo " ante Dios,
elegido por Dios para una misión fundamental en la historia de la salvación. Si
Lucas nos presenta el anuncio del nacimiento del Hijo de Dios hecho a María,
Mateo nos presenta el mismo anuncio dirigido a José. Partiendo de la paternidad
legal de José, "hijo de David", Mateo introduce a Jesucristo desde el principio en
la historia de la salvación: Jesús es el cumplimiento de la promesa.
El origen de Jesús como Cristo fue así: estando desposada María, su madre, con
José, antes de que conviviesen, se halló encinta por obra del Espíritu Santo. José,
su esposo, siendo justo y no queriendo denunciarla (o revelarlo), resolvió
separarse secretamente (Mt 1,18-19).
Por este motivo José ocupa el centro del relato. Pero se afirma que lo acontecido
en María no es obra de padre humano, sino del Espíritu Santo. Mateo conoce la
concepción virginal de Jesús y trata de demostrar que, a pesar de ella, Jesús es el
Mesías. Es lo que hace con el anuncio a José.
Los dos anuncios, a María y a José, tuvieron lugar en el intervalo de tiempo entre
los desposorios y la cohabitación definitiva de los esposos. Según una
interpretación, María no dice nada a José de lo ocurrido en ella. No quiere
interferir en los planes de Dios para con José. Espera que, como Dios ha
mandado un ángel para revelarle su designio sobre ella, intervenga también con
José revelándole los designios sobre él. En el silencio sufre las dudas y
sospechas de José, aguardando la intervención de Dios.
Pero quizás explique mejor el texto de Mateo otra interpretación. Es posible que
José hubiese llegado a comprender, escuchando el relato de los hechos de labios
de María, cómo había ocurrido todo realmente. 2 Y sabiendo que el embarazo de
María se debe a la acción del Espíritu Santo, José decide "apartarse ante el
misterio". José, comprendiendo que Dios está actuando, decide no interferir en el
designio de Dios con María. Por ello decide apartarse de María en secreto. iCómo
podría él tomar por esposa a María, la llena de gracia! Es el sentimiento de
respeto y de temor ante el misterio de Dios lo que lleva a José a querer alejarse
de María. José, justo3 no ante la ley sino ante Dios, acepta totalmente la voluntad
de Dios. Esto le lleva a decidir alejarse de María en secreto, sin revelar el misterio
de la concepción virginal del Hijo de Dios en María.4
2
El silencio frente a José contrastaría con la actitud de María con respecto a Isabel con la que comparte
su alegría y acción de gracias.
3
El hombre justo ante la intervención de Dios se retira respetuosamente. Es la reacción de
los justos del Antiguo Testamento: la de Moisés en la teofanía del Sinaí; la de Isaías en la visión de
Yahveh en el templo. Cuando Dios interviene en la historia del hombre, el justo se retira con temor
reverencial ante Dios. Esta interpretación que presenta San Bernardo como "eco de los Padres" supera
el nivel de la moral y se sitúa en el plano de la historia de la salvación.
4
El verbo deigmatisai puede significar: denunciar, exponer a la afrenta, pero significa también sacar a la
luz, revelar, hacer visible, manifiesto.
¿Por qué quiso dejarla? Escucha, no mi opinión, sino la de los Padres. La razón
por la que José quiso dejar a María es la misma por la que Pedro alejó de sí al
Señor, diciéndole: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. Es también
la razón por la que el centurión le apartaba de su casa con estas palabras: Señor,
no soy digno de que entres en mi casa. Del mismo modo, José, juzgándose
indigno y peca dor, pensaba que una persona tan grande como María, cuya
maravillosa y superior dignidad admiraba, no debía avenirse a hacer vida común
con él. Veía, con sagrado asombro, que en ella resplandecía la marca
inconfundible de la divina presencia. Ante la profundidad del misterio, como
hombre que era, tembló y quiso dejarla secretamente... También Isabel, ante la
presencia de la Virgen embarazada, se sintióllena de respetuoso temor y, por eso,
exclamó: ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Ésta es, pues, la
razón por la que José quiso dejarla.7
El relato de Mateo nos muestra, finalmente, cuál debe ser la manera cristiana de
acoger con espíritu de fe el misterio de la concepción virginal de María. En José,
el esposo de María, hallamos la actitud de fe, humildad y respeto con que acoger
este misterio de la acción de Dios en María: "José hizo lo que el ángel del Señor le
había mandado: recibió a su esposa y, sin tener relaciones conyugales, ella dio a
luz un hijo, al que José puso por nombre Jesús" (Mt 1,24-25).
A los ocho días es circuncidado y José "le puso por nombre Jesús " (Mt 1,25),
nombre "que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno" (Lc 2,21) y que
reveló a José en sueños (Mt 1,21). Después de la circuncisión de Jesús, llegado el
tiempo de la purificación, José y María subieron a Jerusalén a presentar al Niño
"para ofrecerlo al Señor" (Lc 2,22ss). No se trata, según el Levítico (c.12) de una
purificación moral, sino ritual, en cuanto que las fuentes de la vida son protegidas
por la ley de Dios. María es el Israel de Dios que invoca la purificación. Jerusalén,
cananea de nacimiento, abandonada en el campo, como objeto repugnante, el día
de su nacimiento, es vista por Dios, que se compadece de ella: "Te bañé con
agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te vestí con vestidos
recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino y un manto de seda... Te
hiciste cada día más hermosa y llegaste al esplendor de una reina. Tu fama se
difundió entre-las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al
esplendor con que yo te había revestido" (Ez 16). Esta esposa, colmada de dones,
provoca los celos de Dios con sus infidelidades. Pero Jerusalén sigue siendo la
esposa del Señor: "Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu
juventud y estableceré en tu favor una alianza eterna... Yo mismo restableceré mi
alianza contigo y sabrás que yo soy Yahveh" (60-63).
"El primogénito abre el seno materno" (Nm 3,12), permitiendo a los demás
hermanos pasar por él. Jesús ha abierto el seno de la misericordia del Padre y ha
pasado, el primero, a través de la muerte, dejándonos abierto el acceso al Padre.
Así se ha ofrecido al Padre al ser presentado en el templo: "Por eso, al entrar en
este mundo, dice: Sacrificios y oblación no quisiste; pero me has formado un
cuerpo... para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10,5.7).
niño en el templo. Como Elí bendice a los padres de Samuel (2,22), así Simeón
bendice a los de Jesús; lo mismo que en Silo hay algunas mujeres que sirven en
el santuario (2,22), así también en Jerusalén Ana "sirve al Señor día y noche con
ayunos y oraciones" (Lc 2,37); y lo mismo que Samuel "iba creciendo y se ganaba
el aprecio del Señor y de los hombres" (2,26), así también "el niño Jesús crecía y
se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor del Señor " (Lc 2,40). La
diferencia más notable es que Jesús, a diferencia de Samuel, no se quedó en el
templo.
La llegada de Jesús al templo es el cumplimiento de la esperanza mesiánica,
anunciada por Malaquías como "purificación del templo y del pueblo " (Ml 3,1-3).
Simeón, en el Nunc dimittis, canta el cumplimiento de la promesa y de su
esperanza. Pero, tras cantar el cumplimiento de la promesa, Simeón anuncia su
profecía a María. Aquel en quien se cumple la promesa de la salvación es también
"signo de contradicción", objeto de acogida y de rechazo por parte de Israel. Y esto
se repercutirá en María: "A ti misma una espada te atravesará el corazón " (Lc
2,35). Aquella que ha sido presentada con José como fiel observante de la ley de
los padres está también ligada al drama del rechazo de su pueblo. En realidad
Lucas no se ha fijado en la ceremonia de la purificación de la madre. Sólo nos ha
narrado la presentación de Jesús, la ofrenda de Jesús a Dios. Esta será la
purificación de la fe de María a lo largo de toda su vida. La ley no prescribía que
se llevase al Templo al primogénito; el rescate se podía hacer sin necesidad de
presentarlo. Al llevar a Jesús al templo, María manifiesta su fe en que su Hijo es
propiedad del Señor, como Ana lo pensó respecto a su hijo Samuel, que "lo ofreció
a Yahveh para todos los días de su vida, diciendo: es un consagrado a Yahveh"
(1S 1,28).
El amor de Cristo es como una flecha elegida, que no sólo hirió el alma de María,
sino que la traspasó, para que en su seno virginal no quedara ni una pequeña
parte vacía del amor y, así, ella amase a Dios con toda su persona y fuera
realmente llena de gracia. La traspasó para llegar hasta nosotros y que todos
nosotros participáramos de su amor y, así, ella se convirtiera en la madre de aquel
amor del que Dios es Padre.13
13 SAN BERNARDO, Sermón 29 sobre el Cantar de los Cantares.
Por eso los vínculos humanos entre el Hijo y la madre se van aflojando
continuamente: "¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?"
(Lc 2,49). En torno a Jesús se va formando una nueva familia, unida a él por los
lazos de la fe: "Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la
cumplen" (Lc 11,27). La fe prevalece sobre la carne. A los ojos de María, los
rasgos de Jesús van adquiriendo los rasgos del Cristo de Dios. Es el Padre quien
atrae a sí a su Hijo, quien se lo arrebata a la madre. Juan desde el comienzo de
su evangelio anuncia ya la "hora" suprema: "¿A ti y a mí qué? Mi hora todavía no
ha llegado" (Jn 2,4). La hora de Jesús, la de su pascua, es también la de la Iglesia
en su paso de la antigua a la nueva alianza. Jesús cumple en Caná el primero de
sus signos, que son todos anuncios de "su hora". Y "la madre de Jesús estaba allí"
(Jn 2,1). María no es llamada por su nombre: es la madre de Jesús, a la que
Jesús llama con un nombre inusual: ¡Mujer! Los dos términos convienen a María:
ella es la mujer-madre, el símbolo de la nación de la alianza.
muchos en Israel, María, como expresión del Israel fiel, perseverará en la fe hasta
el fin, hasta el momento de la cruz.
Como la vida de Cristo, según el evangelio de Lucas, fue una lenta y decidida
"subida a Jerusalén" (Le 9,31), la de María fue igualmente un acompañar a Jesús
en su camino hasta la cruz. Ya las palabras de Simeón: "Una espada atravesará tu
alma", que María, sin duda, guardó en su corazón, fueron un preludio de su
misión: "estar con Jesús junto a la cruz". Juan Pablo II, en la Redemptoris
mater, aplica a María la palabra de la kénosis, que Pablo ha aplicado a Cristo (F1p
2,6-7): "Mediante la fe, María está perfectamente unida a Cristo en su
despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda kénosis de la fe en la historia de la
humanidad" (RM 18). Esta kénosis se consumó bajo la cruz, pero comenzó mucho
antes, en Nazaret y a lo largo de toda la vida pública de Jesús, en esa
"peregrinación de la fe":
No es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a una especie de "noche
de la fe" -usando una expresión de san Juan de la Cruz-, como un velo a través
del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. 15 Pues
de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el
misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de la fe (RM 17).
15 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo L.II, cap. 3,4-6.
María, hija de Sión, peregrina como Israel por el exilio. Su Hijo, es hijo de Israel, a
quien Dios saca de Egipto (Os 11,11), pero es también el Hijo de Dios en quien se
cumple plenamente la profecía: "De Egipto llamé a mi Hijo" (Mt 2,15).
17
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario del Evangelio de San Mateo, VIII, 25.
D) TU PADRE Y YO, ANGUSTIADOS, TE BUSCÁBAMOS
Esta palabra de Jesús, marcando el contraste con las palabras de María "tu padre
y yo", dejan sorprendidos a María y a José. Es lo mismo que experimentarán más
tarde sus discípulos: "Ellos no comprendieron nada de lo que les decía porque era
un lenguaje oscuro para ellos y no entendían lo que decía" (Lc 18,34). Pero María
conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón. Poco a poco irá
comprendiendo que el desapego de su Hijo no es un signo de distancia, sino de
una nueva cercanía. En la fe irá comprendiendo que su Hijo tiene una misión que
cumplir y se asociará a ella de corazón.
Llegó el día en que el niño iba a nacer, para ser llevado junto a Dios: "Estaba
encinta y gritaba con los dolo-res del parto..., dio a luz a un hijo varón... El hijo fue
arrebatado hacia Dios y a su trono" (Ap 12,2.5). Se sabía que los tiempos
mesiánicos nacerían en medio de dolores de parto. Estas tribulaciones han
atravesado los siglos; desde los comienzos, la mujer encinta grita en sus dolores.
El Apocalipsis une el nacimiento doloroso y la glorificación junto a Dios del hijo
varón que da a luz la mujer.
Es sobre el hijo sobre quien han caído los dolores de parto de los últimos tiempos:
"¿No era necesario que Cristo sufriera todo esto para entrar en su gloria?" (Lc
24,26). Pero en el Apocalipsis son los dolores de la madre los que simbolizan las
pruebas mesiánicas, pues la comunidad es inseparable del hijo que lleva en su
carne. Esta comparte los dolores a través de los cuales el niño nace hasta estar
junto a Dios (Jn 16,21).
Durante la primera alianza, "la mujer" había sido madre de Cristo según la carne.
Pero, por la cruz, Cristo sube de la carne al Espíritu. A su muerte, el velo del
templo se desgarra, la primera alianza expira con él: "vuestra casa queda desierta"
(Mt 23,38). Pero "este templo", Jesús lo reedifica: "El hablaba del templo de su
cuerpo resucitado" (Jn 2,21). Entre uno y otro templo, entre una y otra alianza, hay
ruptura y continuidad: el templo es destruido, pero este templo yo lo
levantaré renovado. La Iglesia de Dios se reúne en este templo reconstruido. En
otro tiempo madre según la carne, la Iglesia pasa a ser compañera en la pascua
de Jesús; como una esposa que formara un cuerpo con él, se duerme con él en su
muerte y se despierta con él en su resurrección.21
"En pie junto a la cruz de Jesús estaba su madre" (Jn 19,25). En torno a la cruz,
en la persona de María, la hija de Sión, está Israel. Con María, los patriarcas, los
profetas y todos los justos de Israel pasan a la nueva alianza. Y en María, la
Iglesia celebra el cumplimiento del misterio pascual de Cristo en su forma plena,
semejante a la del Señor resucitado, puesto que ella realizó en cuerpo y alma el
"paso" pascual de la muerte a la vida. "Las fiestas marianas son una manera de
hacer presente el misterio pascual, del que se celebra el éxito total en un miembro
eminente de la Iglesia".22
21 Cfr. SAN AMBROSIO, In Ps. 118. Sermo 1,16.
22 T. FEDERICI, Anno liturgico, en Diccionario del concilio Vaticano II, Roma 1969, p.605-606.
A) EL SIGNO DE CANÁ
Los dos textos del evangelio de Juan en que aparece de forma destacada María,
aunque no se mencione su nombre, son el relato de las bodas de Caná (2,1-12) y
el de su presencia junto a la cruz de Jesús (19,25-27). Iluminado por el Espíritu
Santo, que conduce a los discípulos a la verdad plena (Jn 16,13), Juan nos narra
el signo de las bodas de Caná, viendo la relación entre la revelación del Sinaí,
Caná y la Cruz. Caná es la culminación de la revelación del Sinaí y el preludio de
la revelación plena de la Pascua. En el comienzo y en el final de la obra de Cristo,
está junto a Jesús su madre, la Mujer, símbolo de la Hija de Sión, la Virgen Israel.
La fe de Israel culmina en la fe de María:
Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con
confianza la salvación. Con ella, excelsa Hija de Sión, finalmente, tras la larga
espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
economía (LG 55).
Las bodas de Caná anticipan como signo el misterio pascual como acontecimiento
de alianza nupcial, cumplimiento y superación de la alianza del Sinaí. Con el
trasfondo del simbolismo veterotestamentario de los esponsales entre Yahveh y su
pueblo, expresión de la alianza mesiánica,3 el signo de Caná revela a Jesús como
el Esposo divino del nuevo pueblo de Dios, con el que establece la alianza nueva
y definitiva en su misterio pascual. Bajo esta luz, el banquete nupcial de Caná
aparececomo el signo de la llegada del tiempo prometido. Dios, en Jesús, llega a
colmar sobreabundantemente la espera y transforma el agua de las purificaciones
de la antigua ley en el vino nuevo del Reino. El agua de la letra se transforma en
el vino del Espíritu. Esto se realizará plenamente en la "hora" de Jesús, en el
acontecimiento pascual de la pasión, muerte y resurrección, que recorre todo el
evangelio de Juan. Esa "hora" es el momento esperado, anunciado, preparado y
realizado. Es la "hora" de pasar de este mundo al Padre. Es la "hora" de Cristo
como cumplimiento de las promesas. La respuesta del Hijo: "Mujer, ¿qué tengo yo
contigo? Aún no ha llegado mi hora" (2,4), es la invitación a María a pasar del
plano de la necesidad material y de la antigua espera al plano de la novedad del
Evangelio.
En las bodas de Caná, los personajes principales no son los novios, sino Jesús y
su madre, a la que Jesús se dirige llamándola "Mujer", como hará más tarde,
cuando llegue "su hora" en la cruz (Jn 19,26). María y Jesús, dos invitados a las
bodas, son quienes dan órdenes a los sirvientes: "haced lo que él os diga", "llenad
las tinajas de agua", "sacadlo ahora y llevadlo al maestresala". Y los sirvientes
hacen lo que les ordenan: "llenaron las tinajas hasta el borde y, luego, se lo
llevaron al maestresala". Juan subraya la obediencia inmediata y perfecta de los
sirvientes, a quienes no llama criados (douloi) sino sirvientes (diakonoi).4 Con esta
palabra Juan designa a los verdaderos discípulos de Jesús: "Si alguno me
sirve (diakonéi), que me siga, y donde yo esté, allí estará mi
servidor (diakonos)". Los
2 A. FEULLET, L'heure de Jésus et le signe de Cana, Études johanniques, Desclée de Brouwer 1962, p.11- 13.
3 Cfr. Os 2,16-25; Jr 2,1-2;3,1.6-12; Ez 16; Is 50,1 54,4-8 62, 4-5; Ct y Sal 45.
4 El relato está cargado de palabras significativas diáconos, hora, esposo, agua para las purificaciones, vino, comienzo, signo, gloria, creer, discípulos...
Como esposo designará a Cristo, un poco después, Juan Bautista, el "amigo del
Esposo", que "se alegra grandemente" porque "ha oído la voz del Esposo" (Jn
3,29-30). Cristo es el verdadero Esposo de la Nueva Alianza, que nos da el "vino
bueno", el "vino de las bodas". Como Yahveh con Israel en el pasado, Jesús
concluye con su pueblo la Nueva Alianza. El milagro que realiza es el signo con el
que se manifiesta como Esposo divino del nuevo pueblo de Dios, con el que
quiere establecer una alianza nueva y definitiva, una alianza que llegará a su
pleno cumplimiento en el misterio pascual, cuando la selle con su sangre. También
allí estará presente María. Como escribe San Efrén: "El esposo terrestre de Caná
invitó al Esposo celeste. Y el Señor, pronto a desposarse, vino a las bodas. Pero
El, a su vez, nos ha invitado a nosotros, lo mismo que El y los discípulos habían
sido invitados". La antífona de Laudes de la Epifanía, fiesta de la manifestación
del Señor, canta:
5 SAN AGUSTÍN, Trac. in loan. IX,2: PL 35,1495.
rece como la figura esponsal de la mujer, la virgen Israel, la Iglesia virgen y madre,
en el pacto nupcial, que es la nueva y eterna alianza".9
B) NO TIENEN VINO
María, la hija de Sión, recoge la profecía que compara a Israel con una viña
pisoteada y convertida en erial, en la que "ya no hay vino",- "se lamentan en las
calles por el vino", "desapareció toda alegría, emigró el alborozo de la tierra " (Is
5,1-7; 24,7-13)- y se lo hace presente a su Hijo. Y Jesús, el Esposo, cambia el
agua en vino y "en abundancia". Para esto ha venido Jesús: "para'que tengan vida
y en abundancia": seis tinajas de dos o tres metretas, que equivalían a unos
seiscientos litros. iAún hoy nosotros estamos bebiendo de aquel vino! Con Cristo
llega la abundancia y la alegría de las bodas de Dios con los hombres, anunciada
por los profetas.19 Mandando llenar las tinajas hasta el borde Jesús expresa su
deseo de colmar los corazones de su alegría: "Os he dicho esto para que mi
alegría esté en vosotros y que vuestra alegría se vea colmada" (Jn 15,11).
16 El vino en el Antiguo Testamento es símbolo de la era mesiánica por su abundancia (Am 9,13; Jl 2,19-
26; Jr 31,12); por su cualidad (Os 14,8; Is 25,6; Za 9,17); por su gratuidad (Is 55,1). El simbolismo del
vino está unido al de las bodas de Dios con su pueblo (Os 2,21-24; Is 62,5-8; Jr 31,8-10.31-37; Ct 1,2.4;
2,4; 4,10; 5,1; 7,3.10; 8,2). El Targ•únr aún es más explícito en este simbolismo. Y el Nuevo Testamento
sigue uniendo el símbolo del vino con el Reino de Dios y la Nueva Alianza (Mc 14,25; Lc 22,20; 1Co
11,25... Jesús es el Esposo de las bodas mesiánicas, que ofrece el "vino bueno" del Evangelio (Mt 9,14-
17; Mc 2,18-22; Lc 5,33-39). Cfr. más textos comentados en A. SERRA, o.c.
17 SAN AGUSTIN, Trae. in Ioannern IX,2: PL 35,1459.
18 H. DE LUBAC, Exégése médiévale I, París 1959, p.334-346.
19
Cfr Os 2,4-18; Ez 16; Jr 3,1-10; Is 54,4-5.
Mientras María hace presente a Jesús la falta del vino material, Jesús habla de
otra realidad, habla de "su hora". Seguramente que María, como le sucedió en el
templo (Lc 2,48-50), no entendió a qué se refería. Pero María acepta la voluntad
del Hijo y se pone a su disposición, invitando a los sirvientes a hacer lo mismo:
"Cuanto El os diga, hacedlo". María no sabe aún lo que El hará, ni qué sucederá,
pero invita a ponerse a disposición de El.
20 P CLAUDEL en su poema Stabat Mater escribe: Al pie del árbol triunfal,\ he aquí a la Iglesia vertical\
que mira a su primogénito".
Los servidores son los que obedecen a Cristo, siguiendo la invitación de María. A
ellos manifiesta Jesús su gloria: "Quien acoge mis mandamientos y los cumple,
éste me ama. Y quien me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me
manifestaré a él" (Jn 14,21). Éste es el verdadero servidor de Jesús a quien el
Padre "honrará" (Jn 12,26). Al servicio a Cristo, obedeciendo a su palabra, sigue la
manifestación de Cristo. Esta es la experiencia de los servidores de Caná; ellos
son los que "conocen de dónde procede el vino bueno" (Jn 2,9), porque son ellos
quienes han sacado el agua, obedeciendo la palabra de Jesús: "En esto sabemos
que le conocemos, porque observamos sus mandamientos" (lJn 2,3). Los
servidores de Caná son el prototipo del servicio y obediencia a Cristo para entrar
en la Nueva Alianza, como amigos de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo, que
os améis los unos a los otros como yo os he amado... Seréis mis amigos si hacéis
lo que os mando" (Jn 13,34; 15,14).
Después de la boda Jesús "bajó a Cafarnaúm con su madre y sus hermanos y sus
discípulos, y se quedaron allí algunos días" (Jn 2,12). Al principio del relato, María
y Jesús con sus discípulos han llegado separados. Al final, parten unidos. La fe de
María y de los discípulos les ha congregado en torno a Jesús. Son la nueva familia
en la fe: "Al final de la narración, María y los discípulos forman la comunidad
mesiánica, unida en la fe en el Hijo de Dios, que ha manifestado su gloria. Allí está
el núcleo de la Iglesia en torno al Señor, escuchando su palabra y cumpliendo la
voluntad del Padre. María está presente en esta comunidad eclesial. Podemos
imaginar a Jesús que, mientras contempla a este grupo reunido en torno a Él,
dice: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de
mi Padre celestial, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,49-50).23
23 M. THURIAN, o.c., p.158.
Con el don del vino nuevo y abundante nace el nuevo pueblo de Dios, la comunidad escatológica basada en la fe, de la que María es testigo y
modelo: "Este fue el primer signo realizado por Jesús. Así manifestó su gloria y los discípulos creyeron en El" (v.11). La Virgen es presentada
como discípula de su Hijo, unida a los demás discípulos en el testimonio de la gloria que se ha manifestado en Cristo. En los albores de la
Iglesia naciente María se presenta como miembro significativo de la comunidad asidua y concorde en la plegaria (Hch 1,14); la experiencia de
Pentecostés es común a María y a los discípulos.
El Evangelio nos dice: "Estaba allí la madre de Jesús". Allí está María como Esposa y como Madre. Ella es la "Mujer", como la llama Jesús.
Este título reviste aquí, lo mismo que en el momento de la cruz, una significación especial. Jesús comienza a manifestarse como Mesías, por
ello las relaciones entre El y María no son ya las mismas: no son ya simplemente las relaciones de un hijo con su madre. Al llamar a María
"Mujer", Jesús la está implicando directamente en la misión que Él comienza con su primer signo. Jesús inicia con María -más allá de su
maternidad carnal- una relación distinta en el misterio de la salvación.
Desde aquella hora ya no es "María", sino la "Madre de Jesús". Parece como si quedara sólo su misión de "madre", toda ella relativa al Hijo.
Sólo existe para Él, repitiéndonos las palabras de la Alianza: "Haced lo que El os diga". Esta es la interpretación del papa Pablo VI en la
Sean el sello de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a la Virgen para conducir los hombres a Cristo, las
palabras mismas que ella dirigió a los servidores de las bodas de Caná: haced lo que Él os diga (Jn 2,5); palabras que en apariencia se limitan
al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que
aparece como una resonancia de la fórmula usada por el pueblo de Israel para ratificar la alianza del Sinaí, o para renovar los compromisos, y
son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: Escuchadle (Mt 17,5) (n.58).
Y Juan Pablo II en su homilía del 8 de marzo de 1983, en el Santuario de Nuestra Señora de Suyapa, en Honduras, decía:
No podemos acoger plenamente a la Virgen como Madre si no somos dóciles a su palabra, que nos muestra a Jesús como Maestro de la
verdad, a quien debemos escuchar y seguir: "Haced lo que El os diga". María repite continuamente estas palabras, mientras con la mirada nos
muestra al Hijo que lleva en sus brazos.24
La Iglesia es el sacramento de Cristo y tiene la tarea de conducir al hombre a Cristo. Icono de la Iglesia, María es pura relación a Cristo.
Contemplando a María, los fieles no se detienen en ella; la imagen no forma pantalla, la madre conduce al Hijo. En Caná, María con su fe e
intercesión prepara el "signo" que manifiesta la gloria de Cristo, suscitando la fe de los discípulos. En la Iglesia, María sigue siendo y haciendo
lo mismo: Movida a compasión por la indigencia humana, sin vino, ella dispone el corazón de los hombres a la fe en la Palabra de Cristo y
María es la tierra buena, preparada por Dios, para sembrar en ella su Palabra.
María acogerá esta Palabra con fe: "Hágase en mí según tu palabra". María no ha
reído como Sara, no ha dudado como Zacarías: ha acogido en la fe de Abraham
"la palabra que le fue dicha de parte de Dios" (Le 1,45). Como hija de Abraham,
"no vaciló en su fe al considerar su cuerpo..., sino que, ante la promesa divina, no
cedió a la duda con la incredulidad; más bien, fortalecido(a) en su fe, dio gloria a
Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo
prometido" (Rm 4,19-21; Lc 1,37).
Es la única vez que el Nuevo Testamento usa la expresión: "el hijo de María".2
Esta expresión en labios de sus paisanos incrédulos puede reflejar los rumores
malévolos que circulaban en Nazaret, eco de lo que afirmaban algunos judíos:
"Nosotros no somos hijos ilegítimos" (Jn 8,41), que equivaldría a decir "a
diferencia de ti". María estaba incluida en el recelo que sentían sus paisanos
contra su Hijo. María, unida a su Hijo, participa también de la incomprensión,
hostilidad y sospechas que sufrió Jesús. También María debe entrar
progresivamente en la revelación de Jesús como Mesías y Siervo sufriente. Es la
"noche" de la fe, que supone una "kénosis", como afirma la Redemptoris mater:
María sabe que lo ha concebido y dado a luz sin conocer varón, por obra del
Espíritu Santo... Pero no es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a
una especie de noche de la fe..., avanzando en su itinerario de fe... Por medio de
esta fe, María está unida perfectamente a Cristo en su kénosis... Es ésta tal vez la
más profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad... Jesús es realmente
"signo de contradicción" y, por ello, a "ella misma una espada la atravesará el
corazón" (RM 17-18).
Las palabras que Jesús destina a su madre nos delinean el perfil interior de María,
la primera creyente. Jesús parece que aleja a su madre de Él, pero lo que quiere
es mostrar cómo se realiza la verdadera intimidad con Él: "cumpliendo la voluntad
de Dios". Y María es la que, desde el día en que aceptó ser la madre de Cristo
hasta la hora de la cruz, se ha mostrado fiel cumplidora de esa voluntad, como
"sierva del Señor". La Virgen es presentada en la liturgia bizantina como la
inocente Cordera que sigue al Cordero de Dios: "La cordera María, viendo al
propio Hijo conducido al matadero, lo seguía".3
Si María hubiera sido solamente la madre física del Señor, no la podríamos llamar
"bendita entre las mujeres". El Señor mismo rechaza secamente esta opinión.
Pero María, escuchando la palabra y guardándola en su corazón, se convirtió en
verdadera Madre de Cristo. En esto María se une a la Iglesia y se hace el "tipo
excelso de la Iglesia", en cuanto Virgen, Esposa y Madre. La maternidad física fue
un privilegio singular de María. Pero más importante, fundamento de dicha
maternidad física, es su maternidad en la fe. Y ésta la comparte con toda la
Iglesia. En efecto toda la Iglesia es la virgen esposa de Cristo, prometida y
desposada con Él. De este modo, toda la Iglesia vive para formar a Cristo en ella,
haciéndose madre de Cristo.
María, la primera creyente, nos muestra siempre a Cristo. Siguiendo los pasos de
su vida, meditando en el corazón como hacía ella, aprendemos a vivir con Cristo y
para Cristo en la cotidianidad de la vida. Contemplando la existencia de María
aprendemos a vivir en la disponibilidad constante a las llamadas de Cristo en cada
instante. Las devociones marianas, como el Ave María, el Ángelus y el Rosario,
nos llevan a vivir en esta proximidad con el Señor, a penetrar en el misterio de su
redención.6
En Lucas (11,27-28) -sin paralelos- se evoca una vez más a María en su cualidad
de creyente, modelo del verdadero discípulo: "Mientras Jesús hablaba, una mujer
de entre la multitud dijo en voz alta: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que
te amamantaron. Pero Jesús dijo: Más bien, dichosos los que escuchan la palabra
de Dios y la guardan". Jesús transfiere el elogio desde el plano natural al plano de
la fe. Ya Lucas había unido los dos aspectos en el relato de la visitación: "Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre", pero, sobre todo: "¡Dichosa tú
que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,42.45). La
verdadera bienaventuranza no está en engendrar físicamente, sino en creer en la
palabra.
También San Pablo escribe a los Corintios: "Como a niños en Cristo os di a beber
leche y no alimento sólido pues no lo podíais soportar" (1Co 3,1-2). Y San Pedro
escribe esta exhortación: "Ésta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a
vosotros... Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de
que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es
bueno" (1P 1,25-2,3).
Hallándose al lado del Hijo, bajo un mismo techo y manteniendo fielmente la unión
con su Hijo, avanzaba en la peregrinación de la fe. Y así sucedió a lo largo de la
vida pública de Cristo (Mc 3,21.35); de donde, día tras día, se cumplía en ella la
bendición pronunciada por Isabel en la visitación: ¡Feliz la que ha creído! (RM 17).
Si los discípulos (Mt 12,49) y los que siguen a Jesús (Mc 3,34) son llamados por
Jesús "mi madre y mis hermanos", quiere decir que son invitados a formar con Él,
en el Espíritu Santo, la familia del Padre que está en los cielos. En esta familia, las
nuevas relaciones, creadas por el Espíritu Santo, superan todos los lazos
anteriores, fundados en la carne (Mt 7,21). Esto vale para María como para todo
discípulo de Cristo. Ésta es la cruz personal que María debe llevar cada día para
seguir a su Hijo. Fiel a Cristo hasta el momento de su cruz, María le sigue con la
cruz de su maternidad divina. A la elección singular de María corresponde la
singularidad de su cruz. En esa fidelidad, que la mantiene en pie junto a la cruz, se
manifiesta la singular santidad de la Madre. La santidad de la "toda santa" no
consiste únicamente en la ausencia de pecado, sino en su consagración total a
Dios, con un corazón sin división alguna, íntegro para Dios, fiel sierva suya desde
el principio al foral.
Jesús, que "sabía lo que iba a hacer" (Jn 6,6), busca con sus milagros suscitar y
elevar, purificando, la fe de sus discípulos. Como en el signo de Caná, tipo de
todos los demás, el fin que pretende Jesús es "la manifestación de su gloria", para
que "los discípulos crean en Él" (Jn 2,11). No es el milagro en sí lo que cuenta.
Jesús reprochará frecuentemente a quienes sólo buscan "signos y prodigios" (Jn
4,48), a los que le siguen "no porque han visto signos, sino porque han comido y
se han saciado de pan" (Jn 6,26). Por eso insiste: "Buscad, no el pan que perece,
sino el que da vida eterna, el que el Hijo del hombre os dará" (Jn 6,27).
Jesús, partiendo del significado material, pasa a las realidades espirituales, de las
que aquellas son signo: del templo de Jerusalén al templo de su cuerpo (Jn 2,19-
22); del nacimiento en el seno materno al renacer del agua y del Espíritu (Jn 3,3-
5); del agua del pozo de Jacob al agua de la palabra y del Espíritu (Jn 4,10ss); del
pan material al pan de la voluntad de Dios (Jn 4,31-34); del sueño del reposo al
sueño de la muerte (Jn 11,11-14)... Así Jesús se alegra de que "Lázaro haya
muerto sin estar Él allí, para que vosotros creáis" (Jn 11,15), pues "si creen, verán
la gloria de Dios" (Jn 11,40). Ésta es la pedagogía que usa también con su Madre
en el itinerario de su fe. María es la primera en el camino de la fe:
A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella
misma como Madre se abría cada vez más a aquella novedad de la
maternidad, que debía constituir su papel junto al Hijo... María Madre se convertía
así, en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la cual
parecía decir: Sígueme, antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a
cualquier otra persona (RM 20).
Lo que recibe, María lo conserva en su corazón. Ella da vueltas a las cosas, las
compara, las relaciona unas con otras. Ya en el momento del anuncio del ángel,
"ella se pregunta qué significa semejante saludo" (Lc 1,29). Lo que pasa es tan
misterioso que le es necesario escrutar incansablemente su sentido y, a fuerza de
sondear su profundidad, su corazón se dilata, a la medida del Espíritu, que "lo
sondea todo, hasta las profundidades de Dios" (1Co 2,10). Las palabras oídas,
como los hechos vividos, la sobrepasan. El Hijo, que ha sido su alegría, crece y se
vuelve su tormento: es la espada que le atraviesa el alma. Ésta no sólo la traspasó
de dolor en el momento del Calvario. Durante toda su vida, María vive el martirio
de la fe, muriendo a sí misma. Hasta el día pascual, en el que la muerte se muda
en resurrección, en el que no se necesita ya hacer preguntas (Jn 16,23), en el que
la madre puede creer en la alegría luminosa del Espíritu, que le "enseña todas las
cosas" Un 14,29), María camina en la fe, con la "fatiga del corazón".
También la Iglesia es madre, que engendra a Cristo. Y cada fiel engendra a Cristo.
María ha engendrado, por obra del Espíritu Santo, al Hijo de Dios encarnado; el
cristiano es llamado a engendrar a Cristo en su interior por la gracia del Espíritu
Santo, hasta poder decir: "No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí" (Ga
2,20). Lo que se dice en singular de María y en general de la Iglesia, se afirma en
particular de cada creyente: "Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de
Dios... Si según la carne es única la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas
engendran a Cristo cuando acogen la palabra de Dios". 13 "Cristo nace siempre
místicamente en el alma, tomando carne de quienes son salvados y haciendo del
alma que lo engendra una madre virgen". 14 Isaac de Stella, en la Edad Media,
recogiendo toda esta Tradición, escribe:
Por su generación divina, los cristianos son uno con Cristo. El Cristo solo, el Cristo
único y total, es la cabeza y el cuerpo. Él es Hijo único, en el cielo, de un Dios
único; y en la tierra, de una Madre única. Es muchos hijos y un solo Hijo
juntamente. Como la cabeza y los miembros son un solo Hijo, siendo, al mismo
tiempo, muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas
madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres, ambas son vírgenes;
ambas conciben virginalmente del Espíritu Santo. Ambas dan a luz, para Dios
Padre, una descendencia sin pecado. María dio a luz a la cabeza sin pecado del
cuerpo; la Iglesia da a luz por el perdón de los pecados al cuerpo de esa cabeza.
Ambas son madres de Cristo, pero ninguna de las dos puede, sin la otra, dar a luz
al Cristo total. Por eso, en las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se
entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la
Virgen María; y lo que se entiende de modo especial de María, virgen y madre, se
entiende de modo general de la Iglesia, virgen y madre. También se puede decir
que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana,
virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma Sabiduría de Dios, que es la
Palabra del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, de modo especial de la
Virgen María, e individualmente de cada alma fiel... Cristo permaneció nueve
meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia
hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel
por los siglos de los siglos. 15
La liturgia, cuando exhorta a los fieles a acoger la palabra del Señor, les propone
con frecuencia el ejemplo de la Bienaventurada Virgen María, a la cual Dios hizo
atenta a la palabra, y que, obediente cual nueva Eva a la palabra divina, se mostró
dócil a las palabras de su Hijo. Por ello la madre de Jesús es saludada con razón
como "Virgen creyente", "que recibió con fe la palabra de Dios" (MC 17). A la
manera de la Bienaventurada Virgen "actúa la Iglesia, puesto que, sobre todo en
la sagrada liturgia, oye y recibe la palabra de Dios, la proclama y la venera; y la
imparte a los fieles como pan de vida" (Ibídem). 19
_________________
1 K. RAHNER, María, Madre del Señor, Barcelona 1967,p.45.
2 En el texto paralelo de Mateo (13,53-58), Jesús es llamado "el hijo de José", subrayando su
ascendencia davídica, como hace siempre Mateo.
3 Comienzo de un himno de ROMANO EL MELODE.
7 U. NERI, El Cantar de los Cantares. Antigua interpretación hebrea, Bilbao 1988. A. SERRA, Maria de
Nazaret. Una fede in cammino, Milán 1993.
11 J. ALFAR0, María, colei che é beata perché ha creduto, Casale Monferrato 1983.
12 F M. BRAUN, La Mére des fideles. Eessi de théologie johannique, Tournai-Paris 1954, p.92.
15 ISAAC DE STELLA, Discurso 51: PL 194, 1863.1865. Cfr. Oficio de lecturas del sábado de la II semana
de Adviento.
Todo lo que estaba prefigurado en el primer signo de las bodas de Caná llega en
la cruz a su cumplimiento. "Jesús, sabe que todo se había cumplido" (Jn 19,28)
tras la escena de la Madre junto a la cruz con las palabras que dirigió a ella y al
discípulo amado (v 25-27). El diálogo del Hijo con la Madre y el discípulo sella el
cumplimiento de "todo", de toda la obra encomendada por el Padre a Jesús (Jn
4,34; 5,36; 17,4).1 Como en Caná, Jesús desde la cruz se dirige a su madre con
el título de "Mujer", que tiene como trasfondo las profecías sobre la "Hija de Sión",
con su significación mesiánica. Ya en Caná Jesús habla de "su hora", aludiendo a
la hora de su muerte y de su glorificación en la cruz. Pero es en la cruz donde
reparte en plenitud el "vino bueno" de la salvación. La "hora" de Jesús, aún no
llegada en Caná, ha llegado en el Calvario, cuando Jesús pasa de este mundo al
Padre (Jn 13,1.19,27).
El Hijo único muere, el vínculo terreno con la madre se rompe; la primera alianza,
fundada sobre la carne de Cristo, expira. En la persona de María, el Israel según
la carne y la fe está sometido a Dios hasta en la muerte. Así se inaugura la Iglesia
nueva, de la que se dice: "¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el
bautismo, hemos quedado unidos a su muerte?" (Rm 6,3). En María, de pie junto
a la cruz de Jesús, el Israel de la primera alianza se transforma en la Iglesia de la
nueva alianza. La antigua alianza no queda abolida, sino transformada,
alcanzando su cumplimiento. En Caná, las tinajas de agua no fueron vaciadas
primero para hacer sitio al vino. El agua fue transformada en vino. Del mismo
modo la vida terrena de Jesús no es negada en la resurrección. El Resucitado es
el Crucificado. La cruz es para siempre el trono eterno de su realeza. Y María no
deja de ser la madre de Jesús. Después de la resurrección del Hijo, "la madre de
Jesús" está allí en medio de los discípulos (Hch 1,14). Su maternidad se despliega
en nuevas dimensiones.
Para Juan van unidas muerte y resurrección, cruz y exaltación: es el triunfo del
amor sobre la muerte. Por ello en las Iglesias del Asía Menor, de las que Juan fue
fundador y guía, celebraban la Pascua el 14 de Nisán, en el aniversario de la
muerte de Cristo, y no en el aniversario de la resurrección como hacían las demás
Iglesias. Celebrando la muerte de Cristo, celebraban la victoria sobre la muerte.
Así, pues, colocando a María junto a la cruz de su Hijo, Juan sitúa a María en el
corazón del misterio pascual. María, como Juan, ha visto "la gloria de Dios" en el
amor manifestado en la cruz de Cristo. ¿Significa esto que María, junto a la cruz
de su Hijo, no ha sufrido? ¿Acaso no sufrió Cristo aunque llamara a aquella hora
la hora de su gloria?
Desde la cruz, `Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba,
dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu
madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió con él" (Jn 19,26-27). Jesús
revela, pues, que su madre es también la madre de todos sus discípulos,
hermanos suyos, gracias a su muerte y resurrección: "Ve donde mis hermanos y
diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17; Hb 2,11-12). Desde la cruz
Jesús ha entregado su madre a un apóstol, poniéndola bajo su custodia y, por
tanto, la ha entregado a la Iglesia apostólica. Cristo hace a la Iglesia el don
precioso de su madre. Con tal don la Iglesia es ya para siempre la esposa "sin
mancha ni arruga", la "inmaculada", como la llama expresamente Pablo (Ef 5,27).
María no es llamada por su nombre, sino "Mujer" y tampoco Juan es llamado por
su nombre, sino "el discípulo", es decir, los discípulos amados de Jesús. Éstos son
entregados a María como sus hijos, lo mismo que a ellos es entregada María
como madre. Es la palabra de Cristo la que constituye a María en madre y a los
discípulos en hijos. Es una maternidad o filiación que no viene de María, de la
carne o de la sangre, sino de la Palabra de Cristo. Es una gracia de Cristo en la
cruz a la Iglesia, que está naciendo de su costado abierto.
En este sentido, Juan jamás llama por su nombre al "discípulo a quien Jesús
amaba" ni a "la madre de Jesús", queriendo indicar que no están nombrados en
calidad de personas singulares, sino como "tipo". Se trata de la condición de
madre o mujer, o de la condición de discípulo, por quien Jesús siente siempre
amor. En el evangelio de Juan "los discípulos" en general son los "amigos" de
Jesús (15,13-15). El "discípulo a quien Jesús amaba" representa, pues, a los
discípulos de Jesús, quienes, como tales discípulos, son acogidos en la comunión
de Jesús, hijos de su misma madre. El discípulo de Jesús es testigo del misterio
de la cruz, donde es hecho hijo de la madre de Jesús, pues es acogido como
hermano de Jesús (Jn 20,17). Como escribe M. Thurian: "El discípulo designado
como `aquel a quien Jesús amaba' es, indudablemente, la personificación del
discípulo perfecto, del verdadero fiel a Cristo, del creyente que ha recibido el
Espíritu. No se trata aquí de un afecto especial de Jesús por uno de sus
apóstoles, sino de una personificación simbólica de la fidelidad al Señor".4
Bajo la cruz de su Hijo, María, como Sión tras el luto por la pérdida de sus hijos,
recibe de Dios nuevos hijos, más numerosos que antes. El salmo 87, que la
liturgia aplica a María, canta de Sión: "¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de
Dios: ...Filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Se dirá de Sión: Uno por uno
todos han nacido en ella... El Señor escribirá en el registro de los pueblos: Éste ha
nacido allí. Y cantarán mientras danzan: Todas mis fuentes están en ti". "¡Que
pregón tan glorioso para ti, Virgen María!", nueva Sión. Es la antífona de este
salmo en el Oficio de la Virgen María. María, como Sión reedificada después del
exilio, puede decir: "Quién me ha dado a luz a éstos? Pues yo había quedado sin
hijos y estéril, desterrada y aparte, ¿y a éstos quién los crió?" (Is 49,21). Abraham,
por su fe y obediencia a la palabra de Dios, se convirtió en padre de una multitud
"más numerosa que las estrellas del cielo" (Gn 15,5). María, madre del nuevo
Isaac, por su fe y obediencia, se convierte en madre de la Iglesia, de los hijos de
Dios dispersos por toda la tierra.
Bajo la cruz, María ha experimentado los dolores de la mujer cuando da a luz: "La
mujer cuando da a luz está afligida, porque ha llegado su hora" (Jn 16,21). La
"hora" de Jesús es la hora de María, "la mujer encinta que grita por los dolores del
parto" (Ap 12,1). Si es cierto que la mujer del Apocalipsis es, directamente, la
Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz el hombre nuevo, María
está aludida personalmente como inicio y representante de esa comunidad
creyente. Así lo ha visto la Iglesia desde sus comienzos. San Ireneo, discípulo de
San Policarpo, discípulo a su vez de San Juan, ha llamado a María la nueva Eva,
la nueva "madre de todos los vivientes". Con el "ahí tienes a tu hijo" María recibe
su vocación y misión en la Iglesia. Ya Orígenes, partiendo de la idea del cuerpo de
Cristo y considerando al cristiano como otro Cristo, interpreta la palabra dirigida
por Cristo a Juan como dirigida a todo discípulo:
Nos atrevemos a decir que, de todas las Escrituras, los evangelios son las
primicias y que, entre los evangelios, estas primicias corresponden al evangelio de
Juan, cuyo sentido nadie logra comprender si no se ha inclinado sobre el pecho de
Jesús y no ha recibido a María por madre de manos de Jesús. Y para ser otro
Juan, es necesario hacerse tal que, como Juan, lleguemos a sentirnos designados
por Jesús como siendo Jesús mismo. Porque María no tiene más hijos que Jesús.
Por tanto, cuando Jesús dice a su madre: "he ahí a tu hijo" y no "he ahí a este
hombre, que es también hijo tuyo", es como si le dijera: "He ahí a Jesús, a quien
tú has alumbrado". En efecto, quien alcanza la perfección "ya no vive él, es Cristo
quien vive en él" (Ga 2,20) y, puesto que Cristo vive en él, de él se dice a María:
"He ahí a tu hijo", Cristo.6
San Ambrosio nos dice: "Que Cristo, desde lo alto de la cruz, pueda decir también
a cada uno de vosotros: he ahí a tu madre. Que pueda decir también a la Iglesia:
he ahí a tu hijo. Comenzaréis a ser hijos de la Iglesia cuando veáis a Cristo
triunfante en la Cruz". 7 El discípulo, en cuanto dirige la mirada al costado abierto
de Jesús, guiado por la mirada de María, es transformado en hombre nuevo, se
hace hijo de María e hijo de la Iglesia, es decir, cristiano. La Lumen
gentium, colocando a María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo
y de la Iglesia, ha formulado así la doctrina tradicional de María, madre de los
cristianos:
María permanece madre por siempre. El sello materno que el Espíritu ha impreso
en ella es indeleble. Tal es para siempre la identidad de María: Theotókos es su
nombre. Ha quedado para siempre consagrada al misterio de su Hijo, al servicio
de la concepción santa del Hijo en el mundo. Por eso, María se halla en su ámbito
propio en la Iglesia, que también es siempre madre por la gracia del Espíritu
Santo.
C) HE AHÍ A TU MADRE
Al lado de la Madre está el discípulo "a quien Jesús amaba" (v 16). Se trata del
"tipo" del discípulo, que es objeto del amor del Padre y del Hijo: "El que acepta mis
preceptos y los pone en práctica, ése me ama de verdad; y el que me ama será
amado por mi Padre y también yo le amaré" (Jn 14,21). Es el discípulo fiel hasta
la cruz, testigo del misterio de la sangre y del agua que brotaron del costado
traspasado del Crucificado (Jn 19,35) y testigo privilegiado de la resurrección (Jn
20,8). Es el discípulo que "a partir de aquella hora acoge a la Madre como suya"
(v27).
Una vez que Cristo nos ha dado su madre, ya puede decir: "todo está cumplido".
Ya puede entregar su espíritu: "Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba
cumplido, inclinando la cabeza entregó su espíritu". Jesús acaba su obra
fundando la Iglesia, de la cual su madre es el símbolo. El vínculo de maternidad y
de filiación, que une a María y al discípulo, a la Iglesia y a los fieles, forman parte
de la "hora", es decir, de la obra de la salvación. Por eso se puede pensar que el
amor filial hacia María, igual que la pertenencia a la Iglesia, es para el cristiano
una prenda de salvación. Todo el que pertenece vitalmente a la Iglesia tiene sus
raíces en el reino de los cielos, del cual la Iglesia, en la tierra, es el sacramento. Y
todo el que ama a María está vinculado a la Iglesia, de la que ella es el símbolo.
Quien rechaza a la Iglesia, quien la desprecia, como quien no ama a María, se
endurece en su orgullo: no es hijo de una madre.
Habiendo dado a luz en el mundo al Hijo único del Padre, la "Mujer vestida de sol"
conoce una fecundidad inconmensurable (Ap 12,17). Ya el salmista había
contemplado en la Sión mesiánica la madre de los pueblos: "Se dirá de Sión: uno
a uno, todos han nacido en ella, y el Altísimo en persona la sostiene. El Señor
escribirá en el registro de los pueblos: Éste ha nacido en ella. Y los que bailan
cantan a coro: En ti están todas mis fuentes" (Sal 87). Transportada al cielo en la
pascua de Jesús, la Jerusalén mesiánica se hace "la Jerusalén de lo alto, nuestra
madre" (Ga 4,26). Siendo María el símbolo y síntesis de la Iglesia se le da a ella
con prioridad la gracia de la maternidad universal. La experiencia de María junto a
la cruz de Jesús dilató su corazón hasta hacerle similar a la "ciudad" abierta a
todos los pueblos.
"A partir de aquella hora el discípulo la acogió como suya" Un 19,27). La madre,
más que entrar en la casa del discípulo, entra en lo profundo de su vida, formando
parte inseparable de la misma. El discípulo la considera su madre. Acoger a María
significa abrirse a ella y a su misión maternal, introducirla en la propia intimidad en
donde ya se ha acogido a Cristo y todos sus dones. Acoger a María expresa una
actitud de fe, la "acogió en la fe", 13 considerándose hijo de María. Desde este
momento la madre de Jesús es también su madre.
Al momento del nacimiento del Hijo, Dios dice a José: "José, hijo de David, no
temas acoger contigo a María" (Mt 1,20). Y José la tomó consigo. Ahora, en el
momento de su muerte, Cristo encomienda, de nuevo, a Juan que acoja a María y,
"desde aquel instante, Juan la tomó consigo". María, discípula de Cristo, desde el
comienzo al final, vive sin tener donde reclinar la cabeza, necesitando ser acogida,
dependiendo de Dios, que decide de su vida.
Pero Jesús no sólo confía su madre al discípulo, sino que se dirige primero a ella,
señalando en primer lugar el papel de la Virgen María. La misión del discípulo
queda subordinada a la de la Madre, que debe "congregar en la unidad a los hijos
dispersos", que es para lo que ha muerto Él (Jn 11,51-52). La Madre de Jesús es
la Madre de todos los hijos de Dios dispersos y, ahora, congregados por la muerte
de Cristo, su Hijo. Siendo la Madre de Jesús, a los pies de la cruz, María es
proclamada Madre de todos los que con Cristo son una sola cosa por la fe. El
profeta Isaías decía: "Como una madre consuela a un hijo, así os consolaré yo; en
Jerusalén seréis consolados" (Is 66,13). María, nueva Jerusalén, imagen de la
Iglesia, es la refracción y trasparencia materna de la consolación de Dios.
Con providente designio, Padre santo, quisiste que la madre permaneciese fiel
junto a la Cruz de su Hijo, dando cumplimiento a las antiguas figuras. Porque allí
la Virgen bienaventurada brilla como nueva Eva, a fin de que, así como la mujer
cooperó a la muerte,.otra mujer contribuyese también a la vida. Allí realiza el
misterio de la Madre Sión, acogiendo con amor maternal a los hombres dispersos
y congregados ahora por la muerte de Cristo. 15
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1 Desde la cruz Jesús ora al Padre con el salmo 22: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" y, a un cierto punto, sintiendo el abandono del Padre y viendo junto a la cruz a la Madre,
dice: "Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno
pasé a tus manos, desde el vientre materno Tú eres mi Dios" (22,10-11).
10 María y el discípulo son los que ve Jesús al inclinar la cabeza: `Jesús, pues, viendo a su madre y
junto a ella al discípulo a quien amaba." (Jn 19,26).
15 prefacio de la Misa "La Bienaventurada Virge María junto a la cruz del Señor".
En los Hechos se menciona a María en uno de los sumarios que describen la vida
de la Iglesia naciente: "Todos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu
en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus
hermanos" (1,14). Presente como protagonista en los comienzos de la vida
terrena del Hijo con la disponibilidad total de su fe, María está igualmente presente
en la comunidad orante de la Iglesia naciente, sobre la que desciende el Espíritu
Santo. Los discípulos viven con María la experiencia del Espíritu Santo, que ella
ya ha tenido en la Anunciación.1
1
Son muchas las analogías entre la Anunciación y Pentecostés: A María se le promete el Espíritu Santo
como "potencia del Altísimo", que "descenderá" sobre ella (Lc 1,35); a los apóstoles se les promete
igualmente el Espíritu Santo "como potencia" que "descenderá de lo alto" sobre ellos (Hch 2,8). Y,
recibido el Espíritu Santo, María comienza a proclamar, con lenguaje inspirado, las grandes obras
cumplidas por el Señor en ella (Lc 1,46.49); igualmente, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo,
comienzan a proclamar en varias lenguas las grandes obras de Dios (Hch 2,11). Y todos aquellos a
quienes María es mandada son tocados, movidos, por el Espíritu Santo (Lc 1,41; 2,27). Es ciertamente la
presencia de Jesús la que irradia el Espíritu, pero Jesús en María, obrando a través de ella. Ella aparece
como el arca o el templo del Espíritu, figurado en la nube que la ha cubierto con su sombra. Es esta
presencia de Cristo en la Iglesia la que comunica el Espíritu Santo en todos los hechos de los
apóstoles.
La presencia de María en el cenáculo nos hace ver cómo ella era considerada ya
el centro de la Iglesia apostólica. El Vaticano II une el momento de la Anunciación
y el de Pentecostés, diciendo:
Después de Pentecostés, como antes, Jesús era para ella su Hijo, con la
entrañable exclusividad de esta relación. Pero, a la vez, ella le comprende ya
profundamente como Cristo, Mesías, Redentor de todos los hombres. Entonces su
amor de madre a Cristo se dilata hasta abrazar a todos los discípulos "a
quienes El amaba". Su amor materno a Cristo asume a aquellos entre los cuales
Cristo es "primogénito entre muchos hermanos". La Madre de Cristo se convierte
en Madre de los creyentes. El Papa Pablo VI, en la Marialis cultus, comenta
ampliamente la relación de María y el Espíritu Santo:
Ante todo es conveniente que la piedad mariana exprese la nota trinitaria... Pues
el culto cristiano es, por su naturaleza, culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o,
como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu Santo... En la Virgen
María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la
eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del
Espíritu Santo... La reflexión teológica y la liturgia han subrayado cómo la
intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento
culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos
santos Padres y escritores eclesiásticos2 atribuyeron a la acción del Espíritu la
santidad original de María, como plasmada y convertida en nueva creatura por
El; reflexionando sobre los textos evangélicos (...), descubrieron en la intervención
del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María y
la transformó en Aula del Rey, Templo o Tabernáculo del Señor, Arca de la Alianza
o de la Santificación. Profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron
en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito
poéticamente por Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu y la
llamaron Sagrario del Espíritu Santo, expresión que subraya el carácter sagrado
de la Virgen, convertida en mansión estable del Espíritu de Dios... De El brotó,
como de un manantial, la plenitud de la gracia y la abundancia de dones que la
adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu Santo la fe, la esperanza y la
caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a
la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su "compasión " a los pies de la
cruz; señalaron en el canto profético de María (Le 1,46-55) un particular influjo de
aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas; finalmente,
considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo donde el Espíritu
Santo descendió sobre la naciente Iglesia (Hch 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con
nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia; y, sobre todo, recurrieron a la
intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a
Cristo en su propia alma (MC 25-26).3
2 Cfr. en la encíclica las referencias.
3
Aún es más extensa la enumeración de relaciones entre María y el Espíritu Santo en la Carta del mismo
Papa Pablo VI al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional del 1975. Cfr.
CEC 721-726.
San Francisco de Asís, en una oración, expresa la relación de María con las tres
personas de la Trinidad: "Santa María Virgen, no hay mujer alguna, nacida en el
mundo, que te iguale, hija y sierva del Altísimo Rey, el Padre celestial, madre del
santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo..., ruega por
nosotros a tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro". 5 Y también el Vaticano II,
sitúa a María en el misterio trinitario. El capítulo VIII de la LG comienza y termina
con una referencia a la Trinidad. Implicada en el designio del Padre, María es
cubierta por la sombra del Espíritu Santo, que
4 H.U. VON BALTHASAR, María nella dottrina e nel culto della Chiesa, en Maria Chiesanascente, o.c.,p.48.
5 SAN FRANCISCO DE ASÍS, Oficio de la Pasión del Señor, Fonti Francescane,n. 281.
hace de ella la madre del Hijo eterno hecho hombre. Entre María y la Trinidad se
establece una relación de intimidad única: "Redimida de un modo eminente en
atención a los futuros méritos de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble
vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de
Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo"
(LG 53). María es "el santuario y el reposo de la santísima Trinidad". 6 La
maternidad divina de María ha vinculado a María estrechamente con las personas
trinitarias. Por ser madre del Hijo entra necesariamente en relación con el Padre y
también con el Espíritu Santo, por obra del cual le concibe.
A las tres divinas personas hacen referencia los aspectos de la única Virgen-
Madre-Esposa. En cuanto Virgen, María está ante el Padre como receptividad
pura y se ofrece, por tanto, como imagen de aquel que en la eternidad es puro
recibir, puro dejarse amar, el engendrado, el amado, el Hijo. En cuanto Madre del
Verbo encarnado, María se refiere a El en la gratuidad del don, como fuente de
amor que da la vida y es, por tanto, el icono maternal de aquel que desde siempre
y para siempre comenzó a amar y es fontalidad pura, puro dar, el engendrante, la
fuente primera, el eterno amante, el Padre. En cuanto arca de la alianza nupcial
entre el cielo y la tierra, Esposa en la que el Eterno une consigo a la historia y la
colma con la novedad sorprendente de su don, María se refiere a la comunión
entre el Padre y el Hijo, y entre ellos y el mundo, y se ofrece, por tanto, como
icono del Espíritu Santo, que es nupcialidad eterna, vínculo de amor infinito y
apertura permanente del misterio de Dios a los hombres. En María, humilde sierva
del Señor, se refleja, pues, el misterio mismo de las relaciones divinas. En la
unidad de su persona se reproduce la huella de la vida plena del Dios personal.7
da relación con el misterio de la elección de María por parte de Dios para ser la
Madre de su Hijo Unigénito: engendrado desde toda la eternidad en el seno del
Padre es engendrado en el tiempo en el seno virginal de María. María es la tierra
virgen en la que el Unigénito del Padre ha puesto su tienda entre los hombres.
Pero también es verdad que el Hijo de Dios es verdaderamente Hijo de María. No
recibió una apariencia de carne, no se avergonzó de la fragilidad y pobreza de la
carne humana, sino que "se hizo" realmente hombre, plantó de veras su tienda
entre nosotros. La Virgen Madre es verdaderamente el seno humano del Dios
encarnado. El hecho de que el Dios encarnado tenga una Madre verdadera dice
hasta qué punto El es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Llamar a María Madre
de Dios quiere decir expresar de la única manera adecuada el misterio de la
encarnación de Dios hecho hombre.
Eva significa la "madre de la vida". María, nueva Eva, es este icono viviente de
Dios dador de vida. Por esto es virgen. La virginidad, -de toda mujer-, es como un
sello, que cierra a la mujer, haciendo patente que la mujer no es una hembra
disponible a todos los machos, como ocurre con los animales, sino que está
reservada para dar la vida, participando con el Dios creador y misericordioso:
"Jardín cerrado eres tú, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada" (Ct
4,12; Pr 5,15-20). El Espíritu Santo, que ha inspirado este texto, ha inspirado a la
Iglesia cuando lo ha aplicado a María. Significa que María, la Virgen, es totalmente
de Dios, en la unidad de su ser corporeo-espiritual. María pertenece a Dios en la
totalidad de su existencia, íntegramente, virginalmente. Es el signo de lo que todo
bautizado está llamado a ser: "una sola cosa con Cristo" (Rm 6,5).
La imagen de Dios que nos muestra la concepción virginal de María es la del Dios
de la iniciativa gratuita de amor hacia su sierva y, en ella, hacia la humanidad
entera. En María resplandece la imagen del "Padre de la misericordia" (LG 56),
que sale del silencio para pronunciar en el tiempo su Palabra, vinculándola a la
humildad de una hora, de un lugar, de una carne (Lc 1,26-27). En este asombroso
milagro, Dios es el que tiene la iniciativa, invitando a María y suscitando en ella la
capacidad de respuesta. María lo único que presenta es su virginidad de cuerpo y
de corazón ante el poder de Aquel para quien nada es imposible (Le 1,37). Y
gracias a este puro actuar divino, el fruto de la concepción es también divino, el
Hijo del Altísimo. La virginidad de María no es causa, sino sólo la condición
escogida libremente por Dios como signo del carácter prodigioso del nuevo
comienzo del mundo. María es la Madre del Hijo de Dios, no por ser virgen, sino
porque el Padre la ha escogido como virgen y la ha cubierto con la sombra del
Espíritu. Pero la elección de una virgen expresa el carácter extraordinario del
acontecimiento. La ausencia de un padre terreno pone de manifiesto cómo la
única forma fecunda de situarse ante Dios es la de la acogida en la fe virginal. El
silencio acogedor de un seno de mujer fue escogido por Dios como espacio en
donde hacer resonar su Palabra hecha carne en el mundo. La virginidad de María
se ofrece, pues, como signo del acontecimiento prodigioso que Dios ha realizado
en ella, haciéndola madre de su propio Hijo.
Esta maternidad abarca en primer lugar el nivel físico de la gestación y del parto,
con todo el conjunto de cariño y solicitud que lleva consigo: "Dio a luz a su Hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había
sitio para ellos en la posada" (Lc 2,7.12.16). Al mismo tiempo abarca la
preocupación maternal por aquel que "iba creciendo en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52). Esta preocupación la expresa
María, al encontrarlo en el templo a los doce años: "Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando" (2,41-50). Las
relaciones maternales eran tan perceptibles que Jesús es señalado simplemente
como "el hijo de María" (Mc 6,3). La fidelidad a los textos nos hace percibir en
estas alusiones la profundidad de la comunicación de vida y de afectos que existía
entre Jesús y su Madre. Los episodios de Caná y el de la Madre al pie de la cruz
son una prueba más de ello. Y, sin embargo, en estos textos se vislumbra la
voluntad de Jesús de superar estas relaciones tan profundas, llevando a su Madre
a otra dimensión más alta: la de la fe (Le 8,19-21; 11,27-28). El testimonio de la
Escritura nos hace comprender cómo María supo aceptar y vivir este "paso a la
fe".
El hecho de que aquellos que Cristo ha rescatado se hayan hecho, por medio del
Espíritu Santo, hijos adoptivos del Padre, ha generado una nueva fraternidad: la
fraternidad en el Padre y en el Hijo por medio del Espíritu Sa>ato. Se puede
hablar de una nueva familia: los hombres se han convertido en hermanos de
Jesús, hijos del Padre, mediante el Espíritu Santo (Jn 20,17; Hb 2,11-12). Como
hermanos suyos, Cristo les ha declarado hijos de su Madre, confiándoles a sus
cuidados. Ella puede interceder ahora con todo derecho en favor de ellos, siempre
que les falte el "vino", la alegría, la fiesta. Nueva Eva, madre de los vivientes,
María es la "ayuda" ofrecida a Cristo para que se encarnara y, tomando
verdaderamente la carne humana, verdaderamente nos redimiera, "llevando
mediante su oblación a la perfección para siempre a los santificados". Para
siempre María está como "ayuda" junto a Cristo intercediendo por quienes el Hijo
le ha confiado como hijos. María es mujer y madre y, por tanto, "ayuda".
Es claro que la fe cristiana confiesa que "Dios es único, como único también es el
mediador entre Dios y los hombres: un hombre, Jesucristo, que se entregó a sí
mismo para redimir a todos" (lTm 2,5s). Pero la participación de María en la obra
de su Hijo no oscurece esta única mediación de Cristo:
Uno solo es nuestro mediador según las palabras del Apóstol... Sin embargo, la
misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en
modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su
poder. Pues todo el influjo salvífico de la santísima Virgen sobre los hombres no
dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la
sobreabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste,
depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir
la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta (LG 60; Cfr. 62).
Dado que los dones y la llamada de Dios son irrevocables (Rm 11,29), la
participación de María en el misterio de la generación del Hijo está grabada
indeleblemente en su ser. El "ser maternal", que le ha sido concedido por Dios, es
irrevocable en la eternidad de la fidelidad divina. María vive plenamente en la
Trinidad como "Madre del Hijo" y, gracias a esta presencia viva en el misterio
trinitario, actúa en la historia de la salvación conforme a ese ser maternal.
Después de Pentecostés, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo, parten a la
misión, evangelizan, fundan comunidades cristianas. Pero de María no
encontramos ni en los Hechos ni en las Cartas ni una palabra más. María queda
en el silencio, como si de ella no hubiera más que decir que "estaba con los
apóstoles perseverantes en la oración".
María es el icono de la Iglesia orante. Es lo que ha querido representar el Icono de
María en la Ascensión de Jesús al cielo, de la escuela de Rublev (s.XV),
conservado en la Galería Tretakob en Moscú. Este icono no se fija sólo en el
momento de la Ascensión, sino que nos quiere mostrar la vida de la Iglesia y, en
particular, el carisma de María tras la Ascensión de Jesús al cielo. Allí está
también San Pablo que no estaba entre los apóstoles en el momento de la
Ascensión. En el icono, María está en pie, con los brazos abiertos en actitud
orante, como aislada del resto de la escena por la figura de dos ángeles vestidos
de blanco. Pero está en el centro, como el árbol maestro que asegura el equilibrio
y estabilidad de la barca. En torno a ella están los apóstoles, todos con un pie o
una mano alzada, en movimiento, representando a la Iglesia que parte a la misión
evangelizadora. María, en cambio, está inmóvil, bajo Jesús, justo en el lugar
desde donde El ha ascendido al cielo, corno queriendo mantener viva la memoria
y la espera de El. Desde su asunción a los cielos
"no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa
obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de
los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y
ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG 62). 'Así, la
que está presente en el misterio de Cristo como madre, se hace -por voluntad del
Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia. También en
la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabra
pronunciadas en la cruz: `Mujer, ahí tienes a tu hijo', `Ahí tienes a tu madre "' (RM
24).
María es obra del Espíritu Santo, según expresión de los Padres. Ocupa un lugar
privilegiado en el misterio cristiano por obra del Espíritu Santo, que la enriqueció
con sus dones para que fuera la Madre de Cristo y el modelo de la Iglesia. María
es la llena del Espíritu Santo desde su concepción inmaculada y en su maternidad
"por obra del Espíritu Santo". Y, en Pentecostés, en medio de la comunidad
cristiana, está María para ser colmada de nuevo con el fuego del Espíritu Santo.
Por eso en los textos litúrgicos se la llama la "Virgen de Pentecostés", "Nuestra
Señora, la llena del Espíritu". El evangelio de San Lucas comienza destacando la
relación del Espíritu Santo con María - "el Espíritu vendrá sobre ti"-, y termina con
el nacimiento de la Iglesia por obra también del Espíritu: "recibiréis la fuerza del
Espíritu que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos...".
San Francisco de Asís ha llamado a María Esposa del Espíritu Santo. Y es que
Jesús ha unido para siempre a María y al Espíritu Santo, mucho más de lo que
puede unir un hijo a su padre y madre. Jesús es para siempre, en el Reino del
Padre, en la Iglesia, en la Eucaristía... el "engendrado por el Espíritu Santo y por
la Virgen María". En María la Palabra se ha hecho carne por obra del Espíritu
Santo. Este título de "Esposa del Espíritu Santo" era frecuente en la piedad y
teología antes del Concilio. Pero como no aparece en la Escritura ni en la tradición
patrística el Vaticano II decidió evitarlo. En la Escritura la unión esponsal
caracteriza las relaciones entre Yahveh e Israel; y en el Nuevo Testamento esta
relación se transfirió a Cristo y la Iglesia. Los Santos Padres tampoco usan este
título en relación a María; prefieren llamar a María "Sagrario del Espíritu Santo",
"Arca de la Nueva Alianza", "Tálamo del Espíritu Santo". Así el Concilio ha
reservado el término de esposo a Cristo y el de esposa a la Iglesia. A María le da
el título de "Sagrario del Espíritu Santo" (LG 53), con el que se indica la relación
de intimidad extraordinaria de María con el Espíritu Santo. Y creo que se puede
hablar de María "Esposa en el Espíritu Santo".
La imagen de Dios que nos ofrece María, como esposa, es la del Dios cercano,
que se hace Emmanuel, Dios con nosotros. En el seno de María Dios se une a los
hombres en alianza nupcial. El Espíritu Santo, que cubre a María con su sombra,
hace presente en el interior de nuestra carne el misterio trinitario. En el seno de
María, por obra del Espíritu Santo, se unen el Padre engendrante y el Hijo
engendrado tan realmente que el engendrado por María en el tiempo es el mismo
y único Hijo de Dios, engendrado en la eternidad. El Espíritu Santo, amor
personal, une en el seno de María, el Hijo amado con el Padre amante.
María es, por tanto, icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo siempre se
manifiesta a través de la mediación de otra persona. No habla con voz propia, sino
por medio de los profetas. Nadie tiene experienciadirecta del Espíritu Santo, sino
de sus efectos, de las maravillas que obra en el mundo y en la historia de la
salvación. En María se refleja el ser y el obrar del Espíritu. Poseída por el Espíritu
desde el primer instante, en la encarnación, en el Calvario, en Pentecostés y en la
vida de la Iglesia coopera con El, actúa bajo su impulso y posibilita su transmisión
a la Iglesia. Ella es la realización perfecta de la comunión con Dios que el Espíritu
Santo suscita y lleva a cabo en la Iglesia. María no suplanta al Espíritu Santo, sino
que da rostro humano a su acción invisible. La Virgen, pues, "plasmada por el
Espíritu", es icono del Espíritu Santo, reflejo de su misterio nupcial:
Jesús, al morir en la cruz, "inclinando la cabeza, entregó su espíritu " (Jn 19,30). Y,
a continuación, del costado abierto de Cristo, salió sangre y agua, cumpliéndose la
profecía de Jesús, que había anunciado que de su seno brotarían ríos de agua
viva, corno signo del Espíritu que recibirían los que creyeran en El (Jn 7,39). Allí,
bajo la cruz, estaban María y Juan. Ellos son los "creyentes en El" que asisten al
cumplimiento de la promesa, recibiendo el Espíritu de Cristo. Bajo la cruz, pues,
estaba María recibiendo el Espíritu Santo, como inicio e imagen de la Iglesia.
A) ISRAEL-MARÍA-IGLESIA
El capítulo 12 del Apocalipsis nos recuerda el relato del Génesis (3,15), donde se
anuncia la perenne enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia
de ésta y la descendencia de aquella, hasta que la descendencia de la mujer
aplaste la cabeza de la serpiente, "serpiente antigua, que tiene por nombre Diablo
y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo" (Ap 12,9). También evoca el
Exodo, con la alusión al desierto (v.6) y con "las alas de águila" dadas a la mujer
para volar hacia él (v.14): "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y
cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19,4).
Este trasfondo permite reconocer en la Mujer al Israel de la espera y, sobre todo,
al nuevo Israel del cumplimiento.
Al centro aparece una figura gloriosa: es una mujer vestida de la luz del sol, como
lo está Dios mismo (Sal 104,2), apoyada sobre la luna, coronada de doce
estrellas. Esta mujer evoca a la del Cantar de los Cantares: "¿Quién es ésa que
surge como la aurora, bella como la luna, esplendorosa como el sol, terrible como
escuadrones ordenados?" (6,10). Esta Mujer es la Madre, la Esposa, la Ciudad
Santa, símbolo de la salvación, encinta del Mesías. Los dolores del parto
aparecen en los profetas como imagen del preludio de la llegada del Mesías.
Por ello, en esta Mujer, vestida del sol, del Apocalipsis, encontramos un gran
símbolo del misterio de María, la Virgen Madre que da a luz al Mesías. 1 En la
Tradición se ha visto en esta Mujer misteriosa el símbolo de la Iglesia, nuevo
pueblo de Dios, y el símbolo de María, la Madre de Jesús. Pero, para entender
este simbolismo, hay que partir viendo en esta Mujer el símbolo, en primer lugar,
de Israel, la Hija de Sión, la Madre Israel, de la que ha nacido el Mesías: "la
salvación viene de los judíos" (Jn 4,22). Jesús, en cuanto hombre, tiene una
ascendencia judía, es hijo de la Mujer Sión. Pero, en el Nuevo Testamento, la
Mujer Sión es la Iglesia. Y, uniendo a Israel y la Iglesia, aparece María, donde
desemboca la esperanza de Israel y se inicia la Iglesia.
1 En el v. 5 se cita el salmo 2, que anuncia al Mesías.
La luna puede ser muy hermosa. Cuando es luna llena, la naturaleza se nos
ofrece magnífica en el profundo silencio de la noche. Todo produce una sensación
de tranquilidad, de calma, de paz. Pero esta luz de la luna no le pertenece, es una
luz recibida. La belleza de la luna no es más que un reflejo del esplendor del sol.
Brillando con la luz que recibe del sol es maravillosamente hermosa. Los Padres
han aplicado este simbolismo a la Iglesia y a María: "hermosa como la luna" (Ct
6,10). Pero la luz, el esplendor de la Iglesia, y de María, es gracia. En la Escritura
y en la liturgia, la imagen del sol se aplica a Dios y a Cristo. El es el Sol de justicia:
"Dios es luz" (lJn 1,5) y la fuente de la luz (lJn 1,7). La Mujer vestida del sol es la
Iglesia vestida de Cristo. Pero, además, está "coronada con doce estrellas", donde
la Tradición ha visto a los "doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,14), fundamento de
la nueva Jerusalén, que a su vez nos remiten a las doce tribus de Israel.
Así, la Mujer coronada de doce estrellas es una imagen del antiguo y del nuevo
Israel en su perfección escatológica.
La mujer estaba encinta y, precisamente por ello, revestida de sol. Dios mismo la
había preparado su traje de bodas, cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la
nube que guió al pueblo del éxodo, la que cubrió la cima del Sinaí, la que llenó la
tienda de Dios en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es la gloria de
Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre la asamblea
reunida en el monte Sión, cuando lleguen los días profetizados. Es la nube que
cubrió a Jesús en la transfiguración (Mc 9,7). Esta espesa nube de luz, cargada de
la gloria de Dios, cubrirá a María, revistiéndola de luz. María es la mujer rodeada
de la gloria de Dios. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de la gloria de Dios (1P
4,14), envolverá a María con su sombra luminosa, nube de fuego. El Espíritu de
gloria y de poder (Rm 6,4; 2Co 13,4; Rm 8,11) desciende sobre María y la hace
madre del Hijo de Dios en el mundo.
2 Cfr. H. RAHNER, "Mysterium lunae", en La Eclesiologia dei Padri, Roma 1971.
Esta Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada con doce estrellas,
es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer que está encinta y que grita con los
dolores de parto. Son los dolores escatológicos de la Hija de Sión en cuanto
madre. Así la describe el profeta Oseas: "Retuércete y grita, hija de Sión, como
mujer en parto" (Mi 4,10). Y con gran vigor Isaías describe este gran
acontecimiento escatológico: "Voces, alborotos de la ciudad, voces que salen del
templo. Es la voz de Yahveh, que da a sus enemigos el pago merecido. Antes de
ponerse de parto, ha dado a luz: antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a
luz un varón. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es
dado a luz un país en un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas
ha sentido los dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno
materno para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que hace
dar a luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella
todos los que la amáis. Llenaos de alegría con ella los que con ella hicisteis
luto" (Is 66,6-10).
El hijo, que la Mujer Sión da a luz, son todos los hijos del pueblo de Israel, del
nuevo pueblo mesiánico. Jesús recurre a la misma imagen en la última cena,
inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección (Jn 16,19-22). Los dolores de
parto de la mujer, con los que se compara la tristeza de los discípulos, son un
signo del nuevo mundo que ha de hacerse realidad para ellos en el
acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la Resurrección tendrá lugar el
alumbramiento doloroso del nuevo pueblo de Dios. La conexión entre las
angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del hijo hace presente el
misterio pascual, como nacimiento de la muerte a la vida del nuevo pueblo de
Dios. La resurrección es expresada como concepción en la predicación de los
apóstoles (Hch 4,25-28).
El varón que la Mujer da a luz es Jesús ciertamente (Ap 12,5), pero no se trata del
alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo, que tiene lugar en la
mañana de Pascua. El nuevo Testamento describe en varias ocasiones la
Resurrección como un nuevo nacimiento, como el día en que el Padre dice: "Tú
eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy " (Hch 13,32-33). La Resurrección es el
momento del "nacimiento" del Cristo glorificado, el comienzo de su vida gloriosa,
de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (Ap 12,5), victorioso sobre el gran
dragón.
La pirámide mesiánica, que se eleva desde su ancha base (Gn 3,15), peldaño a
peldaño, pasando por la raza de Sem, el pueblo de Abraham, la tribu de Judá, el
clan de David, llega en María a su vértice. Las líneas ascendientes convergen en
un solo punto: la primera Iglesia, cristiana por su maternidad, viene a identificarse
con María. Alégrate, le dice el mensajero de Dios: la complacencia divina, que
reposa sobre Israel, a causa del Hijo que ha de nacer, reposa sobre ti. Gabriel
recoge la invitación a la alegría tantas veces dirigida a la hija de Sión. Toma el
relevo de los profetas y trae la invitación a aquélla a quien, desde siempre, ha
estado destinada.4
Por ello, tras la victoria de Cristo, cuando "se enfureció el dragón contra la mujer y
se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que
guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,7), la Mujer
tiene que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre Yahveh y el
pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh, lugar de su refugio,
donde es especialmente protegido y conducido por Dios (1R 19,4-16). El desierto
es un lugar de protección y defensa contra el peligro de los enemigos, porque es
el lugar privilegiado del encuentro con Dios. Rodeada de pruebas y
persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al desierto para permanecer por un
tiempo aún, hasta que sea definitivamente derrotado "el gran dragón, la antigua
serpiente, llamada Diablo y Satanás" (12,7), enemigo de la Mujer desde el
comienzo hasta el final de la historia.
3
QUODVULTDEUS, De symbolo ad catech umen os 3,1: PL 60,349.
4
Za 9,9; So 3,14-17; Le 1,28.30.
Por ello este tiempo es tiempo de combate. La Mujer esplendente, "hermosa como
la luna, resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones
ordenados" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes,que expresa tanto el
esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también
a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija
de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de
Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: 'Alégrate,
Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La
resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de
Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra
todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones
ordenados". Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está
segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.
Junto a esta intención primera, estas dos últimas definiciones responden a dos
reduccionismos opuestos en el ámbito de la antropología teológica: por un lado se
responde a la exaltación moderna del hombre en su subjetividad y en su
protagonismo histórico, llevado hasta el extremo de negar a Dios. Y por otro lado
se responde al pesimismo de la Reforma protestante, que, para exaltar a Dios,
anula al hombre. Entre estos dos extremos -la gloria del hombre a costa de la
muerte de Dios y la gloria de Dios a costa de la negación del hombre- se sitúa la
fe de la Iglesia, que une lo humano y lo divino en la unidad de la persona del
Verbo encarnado. Y, como en los dos dogmas primeros, también ahora María es el
vehículo para presentar la auténtica fe de la Iglesia.
Las razones de este acto divino se evocan en los títulos que se atribuyen a María
en la misma definición: Inmaculada, Madre de Dios, siempre Virgen. Estos títulos
remiten a la relación de María con su Hijo, en el marco de la elección por parte del
Padre y bajo la acción del Espíritu Santo. En el misterio de María se manifiesta
anticipadamente lo que su Hijo divino realizó por nosotros al resucitar de entre los
muertos, es decir, la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. En María
resplandece para nosotros el proyecto divino sobre el hombre. La dignidad y
vocación del hombre aparece plenamente iluminada en la Virgen María, elevada a
la gloria celestial. De este modo es para nosotros un signo de esperanza, ya que
manifiesta el destino de nuestra peregrinación terrena y alimenta la fe de nuestra
resurrección, garantizada por la resurrección de Cristo.
La Iglesia contempla a María "como purísima imagen de lo que ella misma, toda
entera, ansía y espera ser" (SC 103; MC 22). Basándose en la tradición patrística
y medieval, H. de Lubac dice que la conciencia cristiana "percibe a María como la
figura de la Iglesia..., su sacramento..., el espejo en el que se refleja toda la
Iglesia. Ella la lleva ya y la contiene toda entera en su persona ".12 María es el
inicio, el germen y la forma perfecta de la Iglesia; en ella se encuentra todo lo que
el Espíritu derramará sobre la Iglesia. En María se celebra la promesa y la
anticipación del triunfo de la Iglesia. De este modo, María "no eclipsa la gloria de
todos los santos como el sol, al levantarse la aurora, hace desaparecer las
estrellas", como se lamentaba santa Teresa de Lisieux de las presentaciones de la
Virgen. Al contrario, la Virgen María "supera y adorna" a todos los miembros de la
Iglesia.13
12 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, p.251-252.
13 SAN BUENAVENTURA, De nativitate B.M. V., sermo 3.
"Del mismo Espíritu del que nace Cristo en el seno de la madre intacta, nace
también el cristiano en el seno de la santa Iglesia") 15 Como María, la Iglesia "da a
luz como virgen, fecundada no por hombre, sino por el Espíritu Santo". 16 La total
apertura y acogida de la Virgen a la acción del Espíritu Santo es la que le llevó a
ser Madre de Dios. En eso aparece como imagen y primicia de lo que la Iglesia es
y está llamada a ser cada vez más: arca de la alianza, esposa bella "sin mancha
ni arruga", "pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"
(LG 4).
14 R. CANTALAMESSA, María, un espejo para la Iglesia, Milán 1992.
15 SAN LEÓN MAGNO, Sermo 29,1: PL 54,227B.
16 SAN AMBROSIO, De Virginibus I,6,31: PL 16,197
Como primera cristiana nos invita con su palabra y con su vida a seguir a Cristo:
"haced lo que El os diga"; a acoger la palabra de Dios: "Hágase en mí según tu
palabra"; a vivir en la alabanza: "proclama mi alma la grandeza del Señor". Como
la llama Juan Pablo II, María "es la primera y más perfecta discípula de Cristo"
(RM 20). Como primera creyente es la primera orante, la que escucha la palabra y
la medita en su corazón. Como dice otro prefacio: "María, en la espera pentecostal
del Espíritu, al unir sus oraciones a las de los discípulos, se convirtió en el modelo
de la Iglesia orante". Como primera discípula de Cristo es también maestra, que
nos enseña la fidelidad a Cristo. En la santidad de María, la Iglesia descubre la
llamada de todos sus hijos a la santidad:
Mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de
la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en
santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María,
que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos
(LG 65).
Para todo hombre que renace, el agua bautismal es una imagen del seno virginal,
en la cual fecunda a la fuente del bautismo el mismo Espíritu Santo que fecundó
también a la Virgen.19 El Espíritu, gracias al cual Cristo nace del cuerpo de su
madre virgen, es el que hace que el cristiano nazca de las entrañas de la santa
Iglesia.20
19 SAN LEÓN MAGNO, Sermo 25,5:PL 54,211c.
20 SAN LEÓN MAGNO, Sermón 29,1.
"La Iglesia es virgen. Me dirás quizás: ¿Cómo puede alumbrar hijos si es virgen?
Y si no alumbra hijos, ¿cómo hemos podido dar nuestra semilla para ser
alumbrados de su seno? Respondo: es virgen y es madre. Imita a María que dio a
luz al Señor. ¿Acaso María no era virgen cuando dio a luz y no permaneció siendo
tal? Así también la Iglesia da a luz y es virgen. Y si lo pensamos bien, ella da a luz
al mismo Cristo porque son miembros suyos los que reciben el bautismo. `Sois
cuerpo de Cristo y miembros suyos', dice el Apóstol (1Co 12,28). Por consiguiente,
si da a luz a los miembros de Cristo, es semejante a María desde todos los puntos
de vista".21 "Esta santa madre digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: da
a luz y es virgen; habéis nacido de ella; ella engendra a Cristo porque sois
miembros de Cristo".22
"María dio a luz a vuestra cabeza, vosotros habéis sido engendrados por la
Iglesia. Por eso es al mismo tiempo madre y virgen. Es madre a través del seno
del amor; es virgen en la incolumidad de la fe devota. Ella engendra pueblos que
son, sin embargo, miembros de una sola persona, de la que es al mismo tiempo
cuerpo y Esposa, pudiéndose así también comparar con la única Virgen María, ya
que ella es entre muchos la Madre de la unidad".23
María, la humilde sierva del Señor, es un signo de esperanza para todos los
creyentes. Envuelta y bendecida por el poder del Altísimo, se ha convertido en la
imagen de su presencia entre los hombres. Glorificada con Cristo, la asunción a
los cielos inaugura para María una vida nueva, una presencia espiritual no ligada
ya a los condicionamientos de espacio y tiempo, un influjo dinámico capaz de
alcanzar ahora a todos sus hijos:
Podemos aplicar a María la palabra del profeta Isaías: "Esta es la vía, id por ella"
(Is 30,21). San Bernardo decía que María es "la vía real" por la que Dios ha venido
a nosotros y por la que nosotros podemos ahora ir hacia El.28 "María coopera con
amor de Madre a la regeneración y formación" de los fieles (LG 63). Ella "está
presente en la Iglesia como Madre de Cristo y a la vez como aquella Madre que
Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol
Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu a
todos y a cada uno en la Iglesia; acoge también a todos y a cada uno por medio
de la Iglesia" (RM 47).
28 SAN BERNARDO, Sermón I para el Adviento 5, en Opera IV, Roma 1966, p.174.
Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma
litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la
Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen gentium: "Finalmente, la
Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original,
terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria
celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se
asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y
vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).
En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada.
María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba,
glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba, Sión, a tu Dios" (Sal 147,12). María
es la hija de Sión, la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y
exulta plenamente en Dios.
"Ven, te mostraré la novia, la esposa del Cordero" (Ap 21,9) dice el ángel del
Apocalipsis, invitando a contemplar "la ciudad santa, Jerusalén, que desciende del
cielo, desde Dios, resplandeciente con la gloria de Dios". Si esta ciudad no está
hecha de muros y torres, sino de personas, de los salvados, de ella forma parte
María, la "Mujer", expresión plena de la hija de Sión. Igual que, al pie de la cruz,
María es la figura y personalización de la Iglesia peregrina naciente, así ahora en
el cielo es la primicia de la Iglesia glorificada, la piedra más preciosa de la santa
ciudad. "La ciudad santa, la celeste Jerusalén, -dice San Agustín-, es más grande
que María, más importante que ella, porque es el todo y María, en cambio, es un
miembro, aunque el miembro más excelso".31
"Al celebrar el tránsito de los santos, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos" (SC 104). La fiesta de la Asunción de María
celebra el pleno cumplimiento del misterio pascual de Cristo en la Virgen Madre, que por designio de Dios estuvo durante toda su vida
indisolublemente unida al misterio de Cristo. Asociada a la encarnación, a la pasión y muerte de Cristo, se unió a El en la resurrección y
glorificación. La segunda lectura (lCo 15,20-26) de la celebración sitúa la Asunción de María en relación con el misterio de Cristo resucitado y
glorioso, como anticipo de nuestra glorificación:
En verdad es justo darte gracias, Padre santo, porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la
Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.32
ASUNCIÓN
DicMA
SUMARIO:
• Sal 45,10.14-16: "A tu diestra una reina adornada con oro de Ofir...,
vestida de brocado, es conducida al rey...; en el palacio del rey entran".
El texto del salmo se le aplica a María reina, "que entra triunfalmente en
el palacio celestial y se sienta a la diestra del divino Redentor..., rey
inmortal de los siglos"9.
• Cant 3,6 (cf 4,8 y 6,9): "La esposa del Cantar, que sube del desierto,
como columna de humo, perfume de mirra e incienso para ser
coronada", es figura "de aquella... Esposa celestial que, junto con el
divino Esposo, es levantada al palacio de los cielos" 11.
En una obra más tardía, o sea 2Mac (s. II a.C.), se registra una piadosa
tradición que refiere en términos más explícitos estas especulaciones
sobre las peripecias que atrevesó el arca después de la destrucción del
templo. Atendiendo a un oráculo divino, se dice, el profeta Jeremías se
llevó el arca, con el tabernáculo y el altar del incienso; seguido por los
deportados, se puso en camino hacia el monte Nebo, desde cuya cima
había contemplado Moisés la tierra prometida. En la montaña, Jeremías
encontró una caverna, y depositó allí los objetos traídos del templo,
tapando la entrada. Algunos de los que le habían seguido volvieron para
rastrear el camino, pero no lograron encontrarlo. Cuando se enteró de
ello, el profeta se lo reprochó diciendo: "Ese lugar quedará ignorado
hasta que Dios realice la reunión de su pueblo y tenga misericordia de
él. Entonces el Señor descubrirá todo esto y se manifestará la gloria del
Señor y la nube, como se manifestó en tiempos de Moisés y como
cuando Salomón oró para que el templo fuese gloriosamente
santificado" (2Mac 2,4-8).
Por tanto, la asunción nos remite al misterio pascual. ¿Por qué resucitó
Jesús? La Escritura responde que la resurrección -tanto de Jesús como
de sus discípulos- no es un fenómeno puramente determinista, es decir,
regulado por leyes químicobiológicas; en su raíz, es la consecuencia de
una opción moral.
Salvatore Meo
Así las cosas, no puede extrañar que gran parte de los actuales intentos
de renovar la escatología católica (en pro de una mayor fidelidad a las
fuentes, apertura ecuménica y sentido pastoral) coincida en rechazar la
existencia de ese supuesto estado intermedio de almas separadas,
esbozando a su vez diversas alternativas. Entre ellas, la que ha
alcanzado más relieve y aceptación es la que postula una resurrección
inmediata. Dado su interés para nuestro tema, merece una
consideración más detenida.
Junto a esta idea del sheol, los escritos del NT evocan también la
concepción del paraíso celeste, desarrollada en el período
intertestamentario para referirse a la morada de los patriarcas y de los
justos en general después de la muerte. A este paraíso alude Pablo
hablando de su propio rapto en 2Cor 12,1-4, pero el apóstol lo concibe
ya fundamentalmente como un lugar cristológico, inaugurado por el
nuevo Adán al ser constituido, en virtud de su resurrección, en principio
de una humanidad celeste (cf ICor 15,45-49). Así se comprende que en
otros textos el paraíso quede sustituido simplemente por la perspectiva
de estar con Cristo o morar con el Señor (cf 1Tes 4,17s; Flp 1,23; 2Cor
5,8) y que, por otra parte, la presencia actual de Cristo en el cielo sea el
fundamento de esa escatología realizada de signo helenizante que
atraviesa todo el epistolario paulino, y especialmente las cartas de la
cautividad (cf lTes 1,10; Gál 4,26; Flp 3,20; Col 1,5; 3,Iss; Ef
1,3.10.20; 2,6; 3,10; 4,8ss)28.
Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que la dimensión individual
de la salvación no agota el contenido de la esperanza cristiana; más
aún, que el mismo Pablo subordina su suerte personal a la salvación
comunitaria (así elocuentemente en Flp 1,22-26 y Rom 9,3) y considera
a ésta como solidaria con la redención de la creación entera (cf Rom
8,19-23). Se comprende, por tanto, que la perspectiva de una
resurrección/exaltación individual inmediata no suprima en modo alguno
la tensión escatológica hasta que se complete el número de los
hermanos (cf Ap 6,11), o hasta que el último enemigo sea vencido y
Dios sea todo en todas las cosas (cf lCor 15,24-28; también Heb 10,13;
Ef 1,10.20-23; Col 1,15-20, etc.). La resurrección conserva también
aquí su dimensión corporativa y cósmica, insertas en el proceso
dinámico de crecimiento del Pléroma 40.
Pero esta misma objeción puede plantearse a partir de otra premisa que
merece una consideración especial: el carácter paradigmático de la
resurrección de Cristo, particularmente resaltado por el apóstol Pablo
(cf, p. ej., Rom 6,5). Así, del hecho de que la resurrección de Cristo
aparezca asociada con el dato de la tumba vacía, se pretende deducir
que tal dato es normativo para la escatología y que, por lo mismo, no
cabe concebir una verdadera resurrección al margen de la suerte del
cadáver (o al menos de las reliquias que subsistan); como en el caso de
Cristo, el cuerpo depositado en la tumba y el cuerpo glorioso tendrían
que ser materialmente idénticos. Sin entrar aquí en los aspectos
propiamente cristológicos, hay que decir, sin embargo, que esta
deducción carece de fundamento en los textos. En efecto, cuando el NT
presenta la resurrección de Cristo como paradigma de la resurrección de
los cristianos, el término de comparación que funda el paralelismo no es
la continuidad del cuerpo terreno, sino más bien la novedad del cuerpo
resucitado, esto es, el hecho de que éste será un cuerpo glorioso como
el suyo (cf Flp 3,21; 2Cor 3,18; Col 3,4). Más aún, cuando Pablo en lCor
15,35-57 se ocupa expresamente de la naturaleza del cuerpo
resucitado, lo que acentúa precisamente es su diferencia radical con
respecto al cuerpo terreno, hasta el punto de que algunas expresiones
parecen excluir toda posible continuidad entre ambos (cf espec. los vv.
37s.44.50). Por tanto, como afirma H. Kessler, "el pensamiento de la
tumba vacía no es un componente necesario de la fe cristiana en la
resurrección (sino más bien un símbolo ilustrativo)"43.
Dicho esto, no queda sino concluir que la idea de resurrección inmediata
-con el sentido aquí expuesto- no sólo no es incompatible con los datos
de la revelación bíblica, sino que, en conjunto, representa su
interpretación más sólida y adecuada.
Pues bien, estos conceptos del Vat II (cf sobre todo LG 68) e incluso las
mismas expresiones conciliares han sido acogidos por la liturgia en el
prefacio propio del día de la Asunción, único texto realmente nuevo:
"Ella es figura y primicia de la iglesia que un día será glorificada; ella es
consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra". La
asunción de la Virgen se ve consiguientemente en este texto litúrgico
dentro de una perspectiva tipológica, ya que ella es ya lo que habrá de
ser toda la iglesia. Por consiguiente, en María la iglesia conoce con
gozosa anticipación el final feliz de su historia e incluso lo ve realizado
ya como primicia: María es "la iglesia plenamente salvada de la
corrupción", convirtiéndose de este modo -según nos gusta decir en la
actualidad- en el icono escatológico de la iglesia. En este sentido tiene
que leerse el tema de la "mujer del Apocalipsis" (1.a lectura: Ap 11,19;
12,1-6a. lOb), en donde la incertidumbre interpretativa entre la iglesia y
María resulta en cierto sentido providencial para una identificación de
las mismas.
Por tanto, su fin nos afecta a todos; reanimados por este signo
escatológico, aguardamos nuestro fin no de forma pasiva o en situación
alienante, sino en el compromiso fatigoso (algo que no se pone muy de
relieve en la liturgia del día, pero que puede recuperarse gracias al
discurso sobre el misterio pascual, cuya meta gloriosa presupone el
sufrimiento y la muerte, y gracias al discurso sobre el futuro
escatológico que presupone ya lo que todavía no se ha realizado). De
esta forma, si hay que pedir algo al celebrar la asunción de María, la
petición tiene que dirigirse a suplicar que cuanto se realizó -después de
Cristo- en la virgen Madre se realice también para nosotros, sus hijos. Y
las tres peticiones de los textos eucológicos centran la plegaria
precisamente en este punto: con mayor vaguedad en la petición de la
oración sobre las ofrendas ("que nuestros corazones... vivan siempre
orientados hacia ti"), más explícitamente en la oración después de la
comunión ("te rogamos... que... lleguemos a la gloria de la
resurrección') y más completa y concretamente en la colecta ("te
rogamos... lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el
cielo').
I. El misterio de la belleza
Es decir, una vez más el viaje terminará en el puerto último de la visión beatífica.
Porque Dios es la misma belleza. Y no sólo eso, sino que no existe nada bello que
no venga de Dios y que no sea divino. Y si la estética, de suyo, indica experiencia
de lo bello, hace pensar que Dios mismo es experimentable; y que también la
sensibilidad está llamada, junto con el entendimiento, al mismo goce de lo bello.
Esto es lo que puede significar el deseo paulino de tener "el sentido de Dios":
sentido y apetito de la belleza; y por parte de Dios el sentido del hombre (Cristo,
obra maestra de la creación, el más hermoso de los hijos de los hombres). De
aquí es posible deducir los sentidos amorosos entre Dios y la criatura; nace aquí
el misterio de la vida interior, la belleza de las relaciones íntimas. La vida espiritual
no es más que un poema de belleza que hay que vivir con Dios: estado de gracia,
estado de belleza.
Es un mal muy serio separar la realidad del bien de la realidad de la belleza; sería
como exponerse por un lado a las degeneraciones de un moralismo y, por tanto, a
la falsedad, y por otro a la tentación de formulismos vacíos, al hechizo de la nada
(la affascinatio nugacitatis de las sagradas Escrituras). Podríamos decir que de
aquí parten las dos laderas opuestas entre sí: la de lo religioso y la de lo ateo. Por
el contrario, incluso en la biblia, las obras buenas se designan como kalá érga
y toda criatura es llamada kalón; y también las perlas preciosas del evangelio son
llamadas margarítai kaloí.
"¡Animo! ¡Que cada uno se haga deiforme y bello, si intenta contemplar a Dios y la
belleza!" El mundo tiene que hacerse según la idea eterna del kalón; esto es,
forma en continuo devenir del ser eterno, creación como expresión continua de la
infinita belleza de Dios. El término original bíblico para indicar el estado de
perfección de las cosas es kalós. Es lo que indica la expresión: "Dios vio que
todas las cosas eran bellas".
Ahora se comprende cómo la Virgen puede representar verdaderamente el
camino de la belleza, el camino más seguro para llegar a Dios y al misterio de las
cosas: ella, la madre de la belleza, la que dio cuerpo al esplendor de la luz
eterna, al candor sin mancha, a la imagen substancial del Dios invisible. María es
verdaderamente la creación que "irradia la luz del Espíritu Santo " y con su belleza
aúna y expresa todos los bienes verdaderos del alma humana.
D. M. Turoldo
El camino de la belleza fue indicado por Pablo VI (16 mayo 1975) a los
participantes en el Congreso mariológico-mariano internacional como un modo
adecuado para presentar a María al pueblo de Dios. "En este sentido se pueden
seguir dos caminos. En primer lugar, el camino de la verdad, es decir, el de la
especulación bíblico-histórico-teológica, que concierne a la colocación exacta de
María en el misterio de Cristo y de la iglesia: es el camino de los doctos, el que
seguís vosotros, ciertamente necesario y del que saca provecho la doctrina
mariológica. Pero además de éste hay otro camino accesible a todos, incluso a las
almas sencillas: es el camino de la belleza, al que nos conduce finalmente la
doctrina misteriosa, maravillosa y estupenda que constituye el tema del congreso
mariano: María y el Espíritu Santo. Efectivamente, María es la criatura tota
pulchra; es el speculum sine macula; es el ideal supremo de perfección que en
todo momento han intentado reproducir los artistas en sus obras; es "la mujer
vestida de sol" (Ap 12,1), en la que los rayos purísimos de la belleza humana se
encuentran con los sobrehumanos, pero accesibles, de la belleza sobrenatural"5.
Hacer personal la experiencia cristiana como acogida plena de Dios por parte del
ser humano en sus elementos espiritual y corporal, captar la belleza de María y
dejarse interpelar por su atractivo de forma gratuita y desinteresada: éstas son
sustancialmente las interpelaciones de la teología estética. Sobre esta base el
mariólogo no es solamente la persona que reflexiona sistemáticamente sobre los
datos marianos y ofrece una síntesis orgánica racional de los mismos, sino ante
todo el mistagogo que sintoniza con la experiencia religiosa de María y transmite
el esplendor y el significado de su persona a todos los que son capaces de
asombro y de contemplación. La teología estética aplicada a la mariología
desaconseja toda construcción abstracta y puramente silogística, recordando que
María no es un principio metafísico, ni una pura función o una simple idea; es una
persona humana, densa en significado propio en y a través de su dimensión
histórica, biológica, existencial.
Frente al silencio bíblico sobre la belleza física de la madre de Jesús, algunos, con
san Agustín, han afirmado sin reparos: "No conocemos el rostro de la virgen
María" 15, Otros, por el contrario, han querido colmar la laguna bíblica afirmando
en general que la belleza convenía a María en cuanto que "la misma belleza del
cuerpo —decía san Ambrosio— fue una imagen del alma, una figura de su
probidad" 16. Más aún, posteriormente, Venancio Fortunato (t h. 601), Andrés de
Creta (t h. 740) y el monje Epifanio (t comienzos del s. ix) llegaron a una
descripción detallada de las facciones de María, totalmente similares a las de
Cristo. En el s. xi escribirá Cedreno: "María era de estatura media, morena, con
los cabellos rubios, ojos castaños de tamaño mediano, nariz mediana, manos y
dedos largos" 17. Toda la tradición iconográfica occidental ha expresado con ricas
variantes la belleza física de María, mientras que la oriental ha ofrecido en sus
iconos más bien su belleza mística. Más aún, mientras que el arte mariano
occidental se ha visto amenazado por el naturalismo, el arrianismo y el
nestorianismo, en cuanto que prevalece en él el aspecto humano, el arte oriental
acentúa la gracia y la santidad de María, a veces en detrimento de su belleza
física.
Por consiguiente, un discurso teológico o una obra de arte que intenten captar la
belleza de María tienen que expresar el misterio de su ser y de su misión, recibir
intuitivamente su luminosidad y su significado. María se presentará como "el
esplendor de la iglesia", el reflejo de la gloria de Dios en una criatura, "el prototipo
de lo que el Ars Dei puede hacer con el barro humano que no se opone a sus
proyectos" 26. El camino de la belleza desemboca en la ontología del valor y del
significado de María para los hombres y los creyentes de las diversas
generaciones. Efectivamente, la Virgen "posee una identidad estético-teológica
que nunca se había conocido anteriormente: una mujer cuyo esplendor
humanamente radiante es instituido como fundador de una humanidad a la que se
le ha prometido el esplendor de una irradiación mesiánica... María, al mismo
tiempo obra y artista, invita a partir de ella misma como sujeto y no ya como
objeto"27.
La respuesta depende de la solución del viejo problema sobre la función del arte.
Platón se mostró vacilante, condenando unas veces el arte como copia de lo
visible y anclado al mundo material, y haciendo otras veces su elogio en cuanto
que es acogida de las musas y capacidad de hacer vislumbrar el verdadero
mundo de los valores. A lo largo de los siglos, incluso dentro del cristianismo
después de la dramática lucha iconoclasta (s. viii), ha prevalecido la visión positiva
de las expresiones artísticas en su función catártica, didascálica y mistagógica.
Hoy, en nuestra sociedad de consumo, nos damos cuenta de que "tanto la belleza
de la naturaleza como la del ambiente cultural creado por el hombre son
manifiestamente necesarias para mantener al hombre psíquica y espiritualmente
sano. La total ceguera psíquica frente a la belleza en todas sus formas, que hoy
se extiende tan rápidamente por todas partes, constituye una enfermedad mental
que no hemos de infravalorar..."28 Más aún, con una frase célebre ha afirmado
Dostoyevski que "la belleza salvará al mundo"29; pero lo dijo en un contexto
problemático, en donde admitía que "la belleza es un enigma" y que por tanto hay
que plantearse antes el problema de cuál es la belleza que salvará al mundo.
Soltzenitzyn es del parecer que "toda obra maestra auténtica tiene una fuerza de
convicción absolutamente irresistible y acaba subyugando a los corazones más
rebeldes"30. El arte es un persuasor oculto, capaz de sacudir las conciencias
amodorradas y de suscitar el gozo y el heroísmo; por eso, cuando transporta
consigo contenidos marianos, posee la eficacia de despertar los corazonesal
reconocimiento de los valores encarnados en María. La función crítica,
anamnésica y proléptica del arte encuentra su campo de aplicación en todo lo que
afecta a María; las expresiones artísticas marianas, cuando alcanzan cierto nivel
de calidad, sirven de crítica a la vivencia eclesial, recuerdan los aspectos
olvidados y anticipan las verdades que serán luego universalmente reconocidas.
Para Evdokimov salvará al mundo aquella belleza redimida que surge del Espíritu
y que está emparentada con las realidades últimas; esa belleza lleva a cabo una
coincidencia entre la experiencia estética y la religiosa: "La belleza que salva al
mundo se sitúa en la realidad de que nos habla la oración que Dionisio el
pseudoAreopagita dirige a la Theotókos: `Deseo que tu imagen se refleje en el
espejo de las almas y las conserve puras hasta el final de los siglos, que levante a
los que están inclinados hacia la tierra y que dé esperanza a los que consideran e
imitan el modelo eterno de la belleza...' Es aquí donde la fórmula la belleza
salvará al mundo recibe su verdadera significación. Es la fuerza de curación que
emana de Cristo, el gran sanador; `habiendo restablecido la imagen contaminada
en su dignidad original, la une con la belleza divina'; esa fuerza emana igualmente
de todo icono que el ritual llama milagroso en su ministerio de proyección y de
curación"31.
Por tanto, es preciso invocar y promover dentro de la iglesia una seria iniciación
cristiana de los artistas, de tal manera que puedan asimilar y vivir todo el misterio
salvífico, que comprende también a la persona de María con su función única y
determinante. De esta experiencia cristiana y mariana surgirán los nuevos artistas
que, como en otros tiempos Dante o Jacopone da Todi, interpretarán con el
hechizo de la poesía (o de las demás artes) la vida siempre significativa de María,
la madre de Jesús.
I. Nociones generales
Antonio Vázquez
Las apariciones de la Virgen son las que atraen más gente: Guadalupe
(se habla de veinte millones de peregrinos al año), Lourdes (cuatro
millones y medio al año), la Aparecida (Brasil, varios millones), etc. A
pesar de esta importancia innegable, el estatuto de las apariciones
dentro de la iglesia es muy modesto y está puesto en discusión. Cuando
se manifiestan, son generalmente mal acogidas, sofocadas y al final
muchas de ellas son toleradas, aunque no reconocidas oficialmente.
Ninguna aparición ha obtenido el reconocimiento oficial de la iglesia
católica después de Beauraing y Banneux (1932-1933).
Hay otras apariciones que no han sido reconocidas, sino que los obispos
de esos lugares se contentaron con autorizar el culto popular
establecido en el lugar de las apariciones. Tal fue el caso de Saint
Bauzille de la Sylve (1873, donde la Comisión estaba dividida), de
Pellevoisin (1876) y más recientemente de la isla Bouchard, en donde
se permitió el culto, sofocado durante varios años, debido a la
obediencia y a la devoción sin sombras de los videntes y de los
peregrinos.
d) Hay que relativizar, por las razones que hemos indicado, la distinción
original entre aparición (objetiva) y visión (subjetiva) y, con mayor
razón aún, eliminar la fórmula según la cual todas las apariciones
sobrenaturales entran en el campo de la alucinación. Las analogías no
son ninguna autorización para reducir estas comunicaciones
excepcionales, libres y diversas, dentro de unos esquemas sistemáticos
y preestablecidos. No tenemos ningún medio para juzgar en esta
materia, y esto por diferentes motivos. El ser que comunica (Cristo o la
virgen María en su cuerpo glorificado, tal como lo está en la actualidad)
nos es desconocido, tanto en la duración como en el género de
existencia corporal, que san Pablo define como misteriosa y
completamente diferente de la nuestra (lCor 15,42-44). La condición del
que recibe esa comunicación (el vidente) también se nos escapa; es
verdad que el fenómeno sensible del éxtasis puede ser examinado
objetivamente en algunos casos, pero incluso en esos casos revela
únicamente el condicionamiento de las apariciones; y estas últimas son
un fenómeno gratuito, inaccesible, que no puede repetirse a voluntad y
que se escapa de toda experimentación psicológica. Por consiguiente, no
estamos en una buena posición para comprender la relación que hay
entre el vidente y el objeto de la visión. Pero no podemos excluir
absolutamente que Dios o que una persona perteneciente a la comunión
de los santos pueda manifestarse de un modo auténtico. En ese caso, el
medio que utilizan para manifestarse se adapta necesariamente a la
naturaleza del sujeto que recibe (ad modum recipientis) y normalmente
pertenece a un género de descodificación distinto del conocimiento
común sensorial (en donde la información se transmite a través de
vibraciones materiales y de influjos nerviosos).
e) En esta materia resulta importante establecer una distinción entre
salud y patología. El buen sentido popular, lo mismo que la autoridad,
piensan que hay algo patológico cuando alguien dice que ve lo que los
demás no ven. No cabe duda de que en esta materia tiene mucho que
ver la ilusión. Pero puede haber también una patología por defecto, es
decir, el desvío o la retención de ciertos recursos de la comunicación o
del conocimiento. Si la biblia denuncia a los falsos profetas, denuncia
igualmente la sistemática represión del profetismo (Am 2,1112; Is
30,10; cf Jer 11,21; Zac 1,5; Neh 9,30), lo cual lleva a extinguir la
visión y la función profética en el pueblo de Dios para desdicha suya
(Lam 2,9-10; cf Ez 2,26; Sal 74,9; 77,9; Dan 3,38). Todo ocurre como
si en la biblia y en la iglesia los profetas y los videntes se vieran
reprimidos hasta el momento en que, una vez realizada la represión,
hay que lamentar que han dejado de existir (1Sam 3,1; 1Mac 9,27). La
reaparición del don profético es una de las promesas de renovación que
se le hicieron a Israel (Is 59,21; Os 12,1011; Jl 3,1) y que continúa en
el NT (Mt 23,37;, He 2,16-18) 37. Es difícil encontrar la medida justa y
una recta dirección en estas materias tan complejas.
Puede decirse con la mayor certeza que María parece haber tenido una
misión para la salvaguardia de los carismas, en una época en la que
éstos se vieron menospreciados o sofocados. Su humilde persona.
tranquilizaba a la autoridad. De este modo, en un tiempo en que los
carismas eran objeto de una desconfianza particular, se ha aceptado en
la iglesia la serie prestigiosa de las apariciones modernas.
En el plano bíblico, María, madre del "hijo varón, el que debía apacentar
a todas las naciones con una vara de hierro" (Ap 12,5) aparece
(indistinta de la iglesia) como una "señal en el cielo" (Ap 12,1). El Cristo
del Apocalipsis es el cordero glorificado y al mismo tiempo inmolado.
Asimismo María aparece simultáneamente a la luz sobrenatural
("rodeada de sol, con la luna bajo sus pies, coronada de doce estrellas":
Ap 12,1), pero también en los dolores de parto, lo cual significa la cruz
(Jn 19,25-27; 16,21) y las persecuciones de la iglesia. Los rasgos de la
descripción de Ap 12 vuelven a encontrarse, en diversos grados, en las
apariciones de Guadalupe, de la "medalla milagrosa" y otras. Este texto
bíblico parece anunciar misteriosamente las visitas históricas de María a
su pueblo.
IDOLOS
1-3.
Nuestra fe, como la de los judíos, no es ante todo una religión natural
que el hombre ha podido descubrir reflexionando. Es una religión
revelada. En una fe que procede de la «escucha» de Dios. Concédeme,
Señor, que te escuche más. Tú eres el único Dios.
Pero, por encima de todo, quiere ser alguien con quien se entra en
relación. Dios es "Alguien que ama y espera ser amado".
Dios es un corazón. Dios es un ser que aceptó ser vulnerable, como si, a
imagen nuestra, le hiriera la indiferencia.
«He ahí ese Corazón que tanto ha amado a los hombres y que en
correspondencia recibe sólo indiferencia y desprecio. »
Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas Dios
espera que nos comprometamos por entero. Con el corazón, con la
mente, la sensibilidad, la afectividad, el cuerpo, la actividad.
¡Qué insistencia!
1-4. /Dt/06/04-25
El shemá (Dt 6,4-9), llamado así por la palabra hebrea con que
comienza («¡escucha, Israel!»), es la gran oración judía, núcleo de la
piedad personal y litúrgica a lo largo de su historia. Esta confesión de fe
no proclama un concepto filosófico (la unicidad de Dios), sino el fruto de
la experiencia de todo un pueblo: fuera de Yahvé, ningún dios se ha
mostrado capaz de salvar.
2.- Ha 1, 12-2, 4
2-1.
-Desde los tiempos más lejanos, ¿no eres Tú, Señor, mi Dios, mi Santo,
Tú, que no puedes morir?
-Tus ojos son demasiado puros para ver el mal, no puedes mirar la
opresión. Entonces, ¿por qué callas cuando el malvado devora a un
hombre más justo que él?
Este «por qué», esta pregunta dirigida a Dios... ¡cuán actual es! Aunque
nos hayamos hecho de Dios un concepto de Fortaleza, de Justicia, de
Santidad... esto no resuelve todas nuestras preguntas. Nos quedamos
en la duda.
¿Por qué, Señor, todo parece salirles bien a los impíos? ¿Por qué el
sufrimiento, por qué?
Hay que saber esperar. Con El, hay que hacer el salto a lo desconocido.
Cuando algo no ha ocurrido como la creíamos ingenuamente, cuando un
suceso nos ha desconcertado, cuando uno, se hace, ante Dios, una
nueva pregunta... entonces hay que tener paciencia: el proyecto de Dios
"se realizará pero a su debido tiempo". Mientras tanto hay que caminar
en la noche.
Verdad siempre actual. A partir de esta revelación hago una oración de
esperanza.
3-1.
Todo lo que sigue versará sobre un diálogo de Jesús con sus apóstoles.
Y ¡eran tus apóstoles los que merecían esos reproches violentos! Sí, hoy
todavía, debes seguir sufriendo de ese modo y por la misma razón:
obispos, sacerdotes, que dudan de que el Espíritu continúa obrando...,
cristianos, que no creen en el poder del Espíritu.
¡Cuánto me gusta oírte decir esto, Señor Jesús! Repíteme esa palabra.
3-2.
La consecuencia tiene que ser ésta: «amarás al Señor tu Dios con todo
el corazón».
Hoy podemos recitar, cada uno, el salmo: «Yo te amo, Señor, tú eres mi
fortaleza...Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis
enemigos. Viva el Señor, bendita sea mi Roca...».
Dios se había servido de los babilonios para destruir a los asirios («has
destinado al pueblo de los caldeos para castigo»). Pero ahora, ¿cómo
permite que ellos, los babilonios, sigan haciendo el mal? («¿por qué
contemplas en silencio a los bandidos, cuando el malvado devora al
inocente?... ¿seguirán matando pueblos sin compasión?»). Orgullosos
de sí mismos y de sus propias redes y malas artes, ¿van a salirse con la
suya?
Pero es hasta cierto punto lógico que los creyentes pierdan la paciencia
e interpreten el silencio de Dios como olvido: «¿hasta cuándo, Señor,
seguirás olvidándome? ¿hasta cuándo va a triunfar tu enemigo?».
«Despierta, Señor, no te estés callado, mira que tus enemigos se agitan
y los que te odian levantan cabeza». Es la queja y la oración de
Habacuc, que podemos hacer nuestra, al ver los males de nuestro
mundo: el narcotráfico, el terrorismo, la venta de armas, los genocidios,
las injusticias contra los débiles...
Habacuc no nos da todas las respuestas. Pero sí nos recuerda que Dios
se preocupa de los pobres y que, de un modo misterioso, sigue estando
cerca de los atribulados. Como dice el salmo, «No abandonas, Señor, a
los que te buscan. El juzgará el orbe con justicia y regirá las naciones
con rectitud... no olvida los gritos de los humildes».
También nos enseña a tener una visión más global de la historia: «se
acercará su término y no fallará: si tarda, espera, porque ha de llegar
sin retrasarse». Una vez más, los cínicos caerán en su propia trampa,
porque «el injusto tiene el alma hinchada», mientras que a los «pobres
los llenará de bienes», porque «el justo vivirá por su fe».
No sabemos cómo, pero la cizaña algún día será separada del trigo, y
los peces malos no tendrán la misma suerte que los buenos. Dios le
enseña a su profeta -y a nosotros- a respetar los tiempos: a seguir
luchando contra el mal, pero sin perder el ánimo ni querer quemar
etapas.
2. Mateo 17,14-19
Jesús nos avisó: «sin mí no podéis hacer nada». Apoyados en él, con su
ayuda, con un poco de fe, fe auténtica, curaríamos a más de un
epiléptico de sus males. El que cura es Cristo Jesús. Pero sólo se podrá
servir de nosotros si somos «buenos conductores» de su fuerza
liberadora. Como cuando Pedro y Juan curaron al paralítico del Templo.
La de cosas increíbles que han hecho los cristianos (sobre todo, los
santos) movidos por su fe en Dios. Tener fe no es cruzarse de brazos y
dejar que trabaje Dios. Es trabajar no buscándonos a nosotros mismos,
sino a Dios, motivados por él, apoyados en su gracia.
«El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe» (1ª
lectura II)
3-3.
3-4. 2001
COMENTARIO 1
Los discípulos, que siguen con la idea de los hombres (16,23), es decir,
que profesan aún el mesianismo de los letrados, no son capaces de
liberar al pueblo.
La invectiva de Jesús se dirige sobre todo a los discípulos, pues el
pueblo, representado también por el padre, tiene fe en Jesús («de
rodillas», «Señor») y desea salir de su situación.
COMENTARIO 2
3-5. 2002
COMENTARIO 1
COMENTARIO 2
La lectura evangélica nos habla de seguimiento de Jesús hasta la
muerte, es decir, de martirio, como el que sufrió san Lorenzo, uno de
los diáconos administradores de la iglesia de Roma. Se trata de un
pasaje del evangelio de san Juan. Palabras del Señor colocadas al final
de su ministerio público, antes del relato de la pasión, como una especie
de balance: Jesús ha realizado su misión, junto con las señales que la
corroboran, ahora marcha hacia la cumbre de su glorificación, que pasa
necesariamente por la experiencia del sufrimiento y la muerte; así
habrán de hacer también sus discípulos, sus seguidores: caer en la
tierra como el grano de trigo, para ser fecundados por la muerte y dar
fruto abundante.
3-6.
Tus ojos son demasiado puros para mirar al mal, no puedes contemplar
la opresión.
Tú hiciste a los hombres como peces del mar, como reptiles sin jefe...
Sin esa ‘confianza’ que nos pone en comunicación amigable con los
demás, no hay auténticamente ‘fe’, ‘adhesión’, ‘puesta en sus manos’.
La ‘desconfianza’ rompe relaciones, distancia a las mentes y a los
corazones, mata la fe.
3-8.
Hoy, una vez más, Jesús da a entender que la medida de los milagros
es la medida de nuestra fe: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano
de mostaza, diréis a este monte: “Desplázate de aquí allá”, y se
desplazará» (Mt 17,20). De hecho, como hacen notar san Jerónimo y
san Agustín, en la obra de nuestra santidad (algo que claramente
supera a nuestras fuerzas) se realiza este “desplazarse el monte”. Por
tanto, los milagros ahí están y, si no vemos más es porque no le
permitimos hacerlos por nuestra poca fe.
Aquel padre trae a colación el hecho de que los discípulos no han podido
echar a aquel demonio. Este elemento introduce la instrucción de Jesús
haciendo notar la poca fe de los discípulos. Seguirlo a Él, hacerse
discípulo, colaborar en su misión pide una fe profunda y bien
fundamentada, capaz de soportar adversidades, contratiempos,
dificultades e incomprensiones. Una fe que es efectiva porque está
sólidamente enraizada. En otros fragmentos evangélicos, Jesucristo
mismo lamenta la falta de fe de sus seguidores. La expresión «nada os
será imposible» (Mt 17,20) expresa con toda la fuerza la importancia de
la fe en el seguimiento del Maestro.
3-9.
Reflexión:
Mt. 17, 14-20. Fe, fe transformante, fe que nos identifica con Cristo, fe
que nos lleva a hacer nuestra la misma Misión de Cristo. Mientras no
tengamos esa fe será imposible darle un nuevo rumbo a nuestra historia
desde nuestras simples elucubraciones personales, o desde los puros
criterios humanos, o desde nuestra ciencia y técnica humanas. Tal vez
luchemos y concibamos planes demasiado bien estructurados, pero al
final, si no es el Señor el que realice su Obra de salvación, sólo daremos
a luz el viento y no hijos, pues no somos nosotros sino Cristo el que
murió por nosotros. Tener fe no es sólo creer que sucederán las cosas
que decimos; creer es dejarnos transformar en Cristo para que nuestras
palabras sean capaces de mover cualquier obstáculo, cualquier montaña
que nos impida alcanzar la Vida eterna. Si nuestra fe nos ha unido al
Señor entonces nada nos será imposible, pues Dios mismo vivirá en
nosotros y por medio nuestro hará que su amor salvador llegue a la
humanidad entera.
Hay muchos retos que hemos de enfrentar en la vida. Hay mucha gente
comprometida en la realización del bien a favor de los demás. A veces
en esa realización del bien se nos han adelantado quienes viven sin fe o
con una fe diferente a la nuestra, pero que tienen encendido el amor
que, de una u otra forma, les ponen en contacto con Aquel que es la
fuente del amor verdadero. Quienes formamos la Iglesia de Cristo
debemos conservar la fe que impulsa nuestra esperanza para que
alcancemos nuestra plena realización en el amor que procede de Dios.
Hay mucha resistencia al bien. Nosotros mismos seremos ocasión de
mofa para los demás que nos imaginan como a unos ilusos soñadores.
¿Perderemos por eso la fe? ¿Dejaremos de luchar por el bien de los
demás? ¿Dejaremos que los diversos obstáculos que encontremos en la
vida nos aplasten y nos dejen al margen del camino? No levantemos la
vista al cielo esperando que el Señor venga a suplirnos en aquello que
nos toca a nosotros realizar buscando un mundo más justo, más
humano y más fraterno. El Señor ha infundido su Espíritu en nosotros
para que vayamos y trabajemos hasta que su Reino de amor, de verdad
y de justicia irrumpa con toda su fuerza salvadora entre nosotros. No
nos acobardemos ni claudiquemos en este compromiso que Dios nos ha
confiado; más bien, con la mirada puesta en Aquel que nos ha precedido
con su cruz, lancémonos con mucha fe sin detenernos hasta lograr que
Dios sea todo en todos.
Homiliacatolica.com
3-10.
El les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe
como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de
aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible. (Mt 17, 14-20)
Madre, tú has sabido decir al Señor: serviam -¡te serviré, te seré fiel!
[111] Mt 26,41.
[112] Camino, 413.
[113] Catecismo, 394.
3-11.
El endemoniado epiléptico
Fuente: Catholic.net
Autor: P . Clemente González
Reflexión:
ÍDOLOS E IMÁGENES
Daniel Gagnon
¿Si Jesús estuviera aquí como cuando estuvo en Jerusalén a dónde iría a
orar? Entre otros lugares al templo católico seguramente. ¿Por qué digo
ésto? ¿Y por qué creo que algunos hermanos regañarían a Jesús y a los
Apóstoles por entrar al Templo de Jerusalén a orar? Contesto a
continuación.
Los Idolos
Pero ¿por qué entonces este mismo Dios MANDA después hacer
imágenes?(1) En el libro de Números Dios ordena a Moisés hacer una
serpiente de bronce: Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente
ardiente, y ponla sobre una asta... Y Moisés hizo una serpiente de
bronce... (Nm 21, 8-9). ¿Dónde viven las serpientes? En la tierra. (Ver 1
R 6, 29 ff y 1 R 7, 25-29 y Ez 8, 6-18 para más imágenes de animales
en el templo.)
Si las imágenes no sirven, ¿por qué Dios las utilizó tantas veces en
su revelación a los profetas y Apóstoles? ¿Por qué no hablarles
solamente?: Vi en visión... he aquí un carnero que estaba delante del
río, y tenía dos cuernos... Mientras yo consideraba, he aquí un macho
cabrío venía del lado de poniente... (Dn 8, 2-5). En visiones de Dios...
he aquí un varón, cuyo aspecto era como aspecto de bronce; y tenía un
coral de lino en su mano, y una caña de medir... (Ez 40, 2-3). Y en el
libro del Apocalipsis: delante del trono había como un mar de vidrio,
semejante a cristal (4, 6); Miré, y aquí un caballo amarillo... (6, 8);
Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la
luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas
(12, 1). ¿Por qué tantas imágenes?, para ayudar a comprender cosas
espirituales.
¿Inclinarse?
Siguiendo al Señor
Algunos tal vez citarán el Salmo 115 donde dice que las imágenes no
pueden oír, ni hablar, ni ver. Es claro. La imagen en sí no oye ni ve,
pero el Santo en el Cielo sí. Tampoco podían hacer estas cosas las
imágenes que Dios mandó hacer en el Templo ni la serpiente de bronce
(Éx 25, 17-18; Nm 21,8); que si recuerdas ¡representó a Cristo!, como
Él mismo lo expresó en Jn 3, 14.
La Iglesia "la Luz del Mundo" dice: "LA CRUZ... fué inventada esta
adoración por la Emperatriz Elena y su Hijo Constantino en el año 326, e
implantado como Dogma en el año 335"(5) .
4. "La idolatría que podemos inducir a adorar la cruz de Jesús" (La Luz
Bautista, revista mensual de la Convención Bautista, sept. 1990, p. 3).
INTRODUCCIÓN
Todo esto es, de forma literal, algo apasionante. Resulta que Eliade es el mayor
experto, sobre esto hay pocas dudas, en historia de las religiones: un experto que
ve acrecida su «autoridad» por el hecho de que él no es «creyente» en el sentido
más usual de esta palabra. Reconozco que esto último siempre me ha extrañado;
no entiendo por qué, para poder estudiar algo mejor, haya que estar distanciado
de ello, no profesarlo. Y no lo entiendo porque a veces se usa la argumentación
contraria, también falsa: «¿Qué sabrán del matrimonio los curas, si no están
casados?». Parece bastante lógico que uno no tenga que sufrir de cáncer para
poder estudiarlo; y también puede admitirse, sin ofensa para la exactitud
metodológica, que un arquitecto «ferviente» pueda hacer la historia de la
arquitectura. Estos son enigmas de los prejuicios dominantes.
hombre, esté donde esté, en cualquier época y en cualquier cultura. Si resulta más
clara una terminología tajante, se podría hablar de una «necesidad de lo religioso»
(o de «lo sacro», sin entrar ahora en distinciones terminológicas).
Con carácter provisional, doy algunas explicaciones sobre qué puede significar
«sacro». Como suele suceder, empezamos por lo que «no es lo sacro». Sacro no
equivale a irracional o antirracional. Lo irracional es, por decirlo así, una categoría
erudita. Nadie se comporta irracionalmente, en el sentido profundo de ese
adverbio, si es que puede tener algún sentido profundo. La misma locura no es
más que una forma de racionalidad extrema. «Irracionales», por una convención
humana, son los animales. El hombre actúa siempre anticipando lo que desea con
el doble juego de la inteligencia y de la voluntad.
Nos topamos con la limitación del lenguaje. Ojalá en la lengua existiera un término
para «lo sacro» que no trajese en seguida a la mente la distinción sacro-profano.
Pero no existe ni, quizá, puede existir, porque esa palabra sería «hombre». La
conciencia del hombre es conciencia de su totalidad ante el Todo. Y eso es lo
sacro. Comportarse sacralmente es comportarse, sin más. Ser sacro es ser
hombre, aunque, insisto, sería ideal que pudiera usarse (para evitar confusiones)
otro término.
Lo sacro no es una creación cultural (aquí no estoy con Mircea Eliade), por la
razón, diáfana, de que es un dato de funcionamiento, un factor incluido en el
hecho de ser hombre. El hombre es creado ya sacro. Expresiones tan usuales
como «la vida humana es sagrada» evocan esa profunda realidad. Si se quisiera
decir que la vida humana «se va haciendo sagrada poco a poco» o que su
sacralidad depende del reconocimiento de la sociedad o del Estado, la vida
humana ya no sería sagrada. Desde que hay vida, es sacra; desde que existe una
vida, allí hay un todo que se compara con el Todo.
Lo sacro se transforma
Si lo sacro no se crea ni se destruye, sí, en cambio, se transforma. Precisamente
nuestra época es una época privilegiada para analizar el fenómeno de las
«transformaciones de lo sacro», de la fabricación de «nuevos dioses». Las
profundas experiencias de lo sacro, es decir, las manifestaciones de la natural u
original religiosidad del hombre, han dado origen, a lo largo de los siglos, a un
lenguaje, a modos de comportamiento, a actitudes típicas. Cuando las formas de
lo sacro dejan, ahora así, «sociológicamente» de estar vinculadas al fundamento
de lo sacro —es decir, a lo santo, al Santo por antonomasia, a Dios— no
desaparecen, pero se transforman, se vinculan a otras realidades.
Los críticos radicales, aunque con otra intención, más epidérmica, son proclives a
hablar del comunismo soviético como si se tratara de una «iglesia»: de ahí la
frecuente expresión «Iglesia del Kremlin» o la aplicación a las obras de Marx-
Engels de la terminología «libros sagrados». La intención polémica de este uso
terminológico es otra (con frecuencia, superficialmente, juzgar por caracteres
externos); pero, inconscientemente, se dan cuenta de cómo el comunismo (y no
sólo el comunismo) ha «sacralizado» la política.
Se dijo entonces la primera «oración fúnebre». Y se inicia el cortejo. Representantes de la vida comunista: cinco obreros metalúrgicos y cinco
mineros, símbolos de la juventud de Tito (fue cerrajero). Se abría la procesión con 365 banderas (tantas como días tiene el año); seguían cien
héroes nacionales. También los dirigentes del Partido, de las repúblicas, de los tribunales, de los sindicatos y, asombrosamente, de las
distintas confesiones religiosas. En las crónicas de aquellas jornadas no se escatimó ningún tipo de adjetivación religiosa: el «fervor», el
«religioso silencio», la «comunión», la grandeza del rito. El momento de la muerte ha sido siempre, en todas las épocas y en todas las
culturas, momento de manifestación de lo sagrado. En el funeral de Tito estaban presentes todas las «formas» religiosas menos la inspiración
profunda.
Etnia y religión
Otras transformaciones de lo sacro tienen lugar sacralizando lo étnico (real o cultural). No hace falta recurrir al famoso precedente de la
sacralización de la raza aria en el régimen de Hitler o a la invención de un neopaganismo de raíces sacralizadas, con una «liturgia» que aun
hoy resulta impresionante en los documentos que existen sobre aquellos actos. No hace falta recurrir a aquellas soberbias manifestaciones,
porque el nacionalismo teñido de religiosidad es un hecho en casi todas partes. Pero incluso cuando el sentido religioso decae, la etnia adopta
formalidades sagradas, es decir, de transformaciones de lo sacro.
En España, concretamente en Cataluña, alguien tuvo la idea de fabricar un carnet catalanista, de las mismas dimensiones que el carnet
nacional de identidad. En ese carnet estaba impreso el decálogo (no hace falta insistir en las connotaciones de este término) del catalanista. El
decálogo estaba compuesto de mandamientos, en los que se mezclaban la «inspiración» sacra con la «crítica» o «científica»: «1. Cataluña es
tu tierra. Ella es tu nación. 2. La tierra es sagrada. Traidor quien se atreve a profanarla. 3. Lengua, historia, comarcas, ecología, folklore,
instituciones y fiestas nacionales son tu patrimonio: guárdalo celosamente y enriquécelo. 4. No te vendas, Cataluña: ni por partidismo, ni por
dinero, ni por ningún tipo de poder... ni por nada. 5. No mates ni atropelles en nombre de cualquier consigna. No te dejes matar ni atropellar
porque sí. 6. No regatees el derecho de ser catalán a ningún ciudadano. Todos los que estiman la tierra tienen el derecho de reclamarla como
propia. 7. No impongas a nadie tu nacionalidad. Cataluña es tierra de libertad. 8. No te deslumbren las aventuras forasteras. Cataluña es tu
campo de trabajo. Ello no te priva de ser solidario con todos los hombres. 9. No sirvas a los enemigos de tu pueblo. Son enemigos de todos los
pueblos del mundo. 10. Sé crítico: Cataluña no es la mejor tierra; es simplemente la tuya». Con una mezcla de bon seny, de sentimientos
altruistas y de moderación, no resulta menos claro que, de alguna manera, Cataluña ocupa en ese texto el lugar de Dios; no como
En el nacionalismo vasco ocurre algo semejante, aunque con mayor virulencia. Ignoro de dónde procede la expresión de «santuario de los
etarras» para referirse a puntos de territorio francés en los que los militantes de ETA se organizan. Pero es sintomático el uso de un término
sagrado —nada menos que santuario— para una actividad que nada tiene que ver con la religión, aunque sí con la sacralización del
nacionalismo. El tema del apoyo clerical a la lucha armada de ETA no ha sido esclarecido con suficiente desapasionamiento como para poder
hacer un comentario de conjunto. En general, las posiciones de algunos clérigos están muy cerca de aquella «teología de la liberación» que
apoyó y apoya la guerrilla insurreccional en algunos países hispanoamericanos. La misma raíz de transformación de lo sacro se observa en
algunos comportamientos usuales y antiguos. Los «recordatorios» de la muerte de algunos militantes de ETA son una reproducción de los que,
en otros muchos sitios, se hace con inspiración religiosa. En el País Vasco los hechos son complejos, porque la misma «transformación de lo
sacro» puede darse en el interior de la liturgia católica.
Es posible referirse, por ejemplo, a la celebración de algunas misas, en las que, por la extensión, importancia y relieve, lo central no es la
eucaristía, sino la participación coral, con cantos en euskera, de gran parte de los asistentes. Hasta el sacerdote que anima la liturgia dedica
un interés mucho mayor a los cantos que a las ceremonias que deberían ser acompañadas por los cantos. El visitante ajeno a esta mentalidad
puede tener la impresión de que se trata de una celebración del folklore vasco —de la lengua y del canto— con ocasión de una ceremonia
religiosa. Todo esto no es, de modo necesario, algo consciente o directamente querido; simplemente, en muchos casos, se está operando una
transformación de lo sacro en la que el centro ya no son las relaciones del hombre con Dios sino las relaciones del vasco con su tierra.
Por otro lado, sería injusto destacar esa transformación sólo en los nacionalismos por así decir «disidentes». Todo nacionalismo implica esa
transformación, más o menos acentuada. Así se habla de «el altar de la Patria», la bandera se convierte en algo «sagrado», de distintas
formas: cuando las relaciones política-religión son amistosas, la bandera ocupa un sitio privilegiado en el templo. Cuando son relaciones de
enfrentamiento, la bandera —o cualquier otro símbolo equivalente— toma el lugar del símbolo religioso. Van der Leeuw observó ya hace
tiempo cómo la «razón de Estado» no es más que una especie de «teología secularizada»3.
Transformaciones menores
El patrimonio de léxico, símbolos, comportamiento y actitudes que ha engendrado lo sacro es tan amplio y diversificado que no resulta extraño
que, cuando deja de emplearse en su contexto propio, se extienda a otros ámbitos de la actividad humana.
El juego de la utilización «profana» de lo sacro es muy antiguo. Existen ejemplos memorables en la literatura medieval, como en aquel
romance famoso en el que se canta la influencia del amor, hasta tal punto que, en la misma celebración litúrgica, los monaguillos decían
«amor, amor», en lugar de «amén, amén». El Arcipreste de Hita tiene trozos importantes en el Libro del Buen Amor, con una parodia, con
fondo amoroso (más bien erótico) de algunas oraciones de la Iglesia. Sin embargo, en esa época esas manifestaciones no eran
transformaciones de lo sacro, sino, si cabe hablar así, «redundancia» de lo sacro.
Actualmente hay canciones de esas que están de moda durante una temporada y luego pasan, que utilizan símbolos y expresiones religiosas
en un contexto transformador y desacralizador. Una canción del cantante Víctor Manuel quería ser una protesta musical contra el fallido intento
de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (aunque la canción apareció más de dos años después). Obsérvese esta frase sintomática:
«déjame en paz, que no me quiero salvar; en el infierno no se está tan mal». Aquí existe una equiparación o una doble correlación: golpistas =
salvadores = cielo = religión, por un lado; por otro, antigolpistas = pecadores = tierra = infierno. Se afirma, en otras palabras, el deseo de total
autonomía del hombre, sin «salvador» alguno, sin necesidad de redención (aunque, por otro lado, se pueda, en otra ocasión, utilizar el término
Una muestra más benigna de estas transformaciones puede encontrarse en las reseñas de los recitales de los rockeros y otros cantantes. A la
hora de «ponderar», de señalar lo «sensacional», lo «fantástico», se echa mano insensiblemente de la terminología de origen religioso. Poco a
poco esa terminología adquiere carácter de sustancia: lo musical-joven ha sido, de algún modo, «divinizado». No importa que sea en serio o
en broma, o en un tono displicente. Lo importante es ese recurrir a las palabras con sentido, en una civilización que ha perdido el sentido de
las palabras.
Sólo un ejemplo: el comentario a una actuación del cantante de rock, Miguel Ríos, aparecido en ABC del 4 de septiembre de 1983: «Y Miguel
Ríos al fin, el sumo sacerdote, dijo la misa cósmica con más humildad que prepotencia». Sin duda la utilización de esos términos es
consciente, pero inconscientemente traducen lo que, en la actuación de un Miguel Ríos, como en la de otros, puede verse: una celebración,
una auténtica ceremonia, una fiesta «sacra». Lo sacro ha sido transformado, una vez más, en un sentido menor, quizá sin gran trascendencia,
pero que mantiene la fibra de lo «distinto». Y lo distinto ha sido siempre una de las notas de lo sacro. Las transformaciones menores cobran de
este modo la importancia de constituir una cadena de sucesos menudos que alimentan la necesidad de lo extraordinario.
Transformaciones cultas
Otras transformaciones de lo sacro tienen lugar mediante el mecanismo de aplicar categorías de la fenomenología de la religión a asuntos
corrientes, lo que contribuye —por ejemplo, en escritores— a dar a la prosa cierta densidad cultural. Lo más corriente es que quienes utilizan
estos recursos retóricos no sean creyentes, de forma que nadie pueda tomar literalmente en serio la afirmación de la sacralidad. Sin embargo,
el juego es peligroso y a veces este juego con la transformación de lo sacro se convierte en algo serio. Los ejemplos son innumerables. Ya dije
que la colección más o menos completa necesitaría un solo volumen para ella sola.
Cito aquí, como muestra, una recensión que hace el crítico literario Andrés Amorós de un libro del escritor Antonio Gala. La admiración del
crítico por el escritor en cuestión era conocida; el agnosticismo del crítico, también. El comentario tiene todo él un tono «sacro». Gala, en la
presentación de un libro, es aclamado por «miles de personas». Todo se acerca a lo sacro... «El autor se vio envuelto por una masa que quería
verlo de cerca, tocarlo, hablarle... Yo recordaba lo que contaba don Américo Castro: al Rey de España —y al de Francia— se le atribuía el don
de curar lamparones, sólo con tocar a los enfermos...». Ya está montada la transformación, que se apoya en un comentario de otro escritor,
Juan Cueto. «Según eso, al carisma especial de Antonio Gala se pueden aplicar —lo hace Cueto, con ingeniosa paradoja— los caracteres de
lo sagrado, de lo numinoso, que definió hace tiempo Rudolf Otto»4.
De pronto el juego, como dije, se convierte en algo serio: nada menos que la atribución de cierta «sacralidad», en olor de muchedumbres, a un
escritor relativamente joven, viviente y nada «sacro» en sus planteamientos ideales. Este juego se puede hacer con impunidad por el simple
hecho de que lo sacro no significa —para quien escribe el comentario— nada ontológico, es una simple «forma» cultural, una especie de
metáfora compleja.
Para calcular mejor los efectos de este juego puede verse el ejemplo de lo contrario: la forma en que un escritor creyente —Chesterton— saca
lo auténticamente sagrado de las paradojas de la existencia humana. Así, hablando del rito: «me di cuenta de lo inmortal que es todo rito. Me
di cuenta del origen y de la esencia de todos los ritos. O sea, que en presencia de esos sagrados acertijos sobre los cuales no podemos decir
nada, es a menudo más decente hacer algo. Y advertí que el rito entraña siempre arrojar algo, abandonar algo; destruir nuestro grano y
nuestro vino sobre el altar de nuestros dioses»5. Como se ve, es el procedimiento opuesto: advertir lo profundo de ciertas realidades diarias y
subir desde ahí a la esencia del rito, como dato humano de funcionamiento. Luego habrá ritos de diferentes especies, pero el mejor rito será el
que va dirigido al que hace sagrado lo humano, a Dios. Otro de los personajes de Chesterton, con este mismo procedimiento, llega a decir:
«Era un sentimiento no de que la vida careciese de importancia, sino de que la vida era demasiado importante para no ser sino eso: la vida.
5 G. K. CHESTERTON, Enormes minucias, Calleja, Madrid s.f., p. 21. Toda la obra de Chesterton está llena de este tipo de anotaciones.
El ejemplo más complejo de estas transformaciones cultas está constituido por la obra de Jorge Luis Borges. Uno de sus libros más
famosos, Historia de la eternidad, es, en este sentido, casi un manifiesto. La atracción de Borges por lo esotérico, su constante afirmación —
repetida en diversas salsas— de que todo es todo, de que sólo existe una cosa, de que todo vuelve y retorna, es de tipo «sacro». Su atracción
por lo fantástico reviste la misma característica. Relatos como El inmortal son paradigmáticos. Su final: «Yo he sido Homero; en breve, seré
Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto». En La escritura del Dios, Borges lleva hasta la perfección su mundo mítico,
sustitución de lo sacro. El sacerdote azteca recluido en la prisión después de la conquista de los españoles intenta saber cuál es la escritura
que el dios escribió al principio. Vale la pena releer el párrafo entero del final: «Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. [Nótese
cómo la imposibilidad de comunicación, la inefabilidad, es algo sagrado]. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas
palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en
los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un
tiempo. [Nótese la evocación de uno de los atributos divinos: la omnipresencia]. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y
era (aunque se veía el borde) infinita. [Nuevo atributo y aprovechamiento de un motivo sacro: la coincidencia de opuestos agua-fuego].
Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado,
que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de
entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del
Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los
perros que les destrozaron las caras. Vi al dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad...»'.
La literatura más importante de Borges no es más que el aprovechamiento humano (transformación de lo sagrado en teosofía) de lo que se ha
dicho y escrito sobre Dios y de lo que Dios ha dicho y ha hecho escribir. Lo fantástico de Borges, sus enigmas y secretos, dejando aparte la
forma sencilla en que sabe decirlo, no es más que un aprovechamiento sabio de las transformaciones de lo sacro. Casi se podría resumir el
pensamiento (o la actitud) de Borges en este sentido con una frase lapidaria, que repitió en multitud de entrevistas: «La muerte es la única
7. J. L. BORGES, El Aleph, Madrid, 6.' ed., 1977, pp. 122-123. El tema vuelve incesantemente en la obra de este autor. En contraste, en negativo, como «transformación» es quizá el
escritor del siglo xx que más atención ha dedicado a lo «sagrado».
esperanza que me queda. Sólo espero cesar». Renunciando a la esperanza de un «más allá», Borges transforma en sagrado el enigma del
tiempo. Probablemente la clave de gran parte de la obra de Borges es —gracias a una portentosa erudición— aprovechar muchos
las transformaciones de lo sacro: la histórica, la psicológica, la sociológica, la estética, la antropológica. Ensayar esto es lo que me propongo
aquí. Detectado el fenómeno, descubrir algunas de sus raíces y, sobre todo, muchas de sus manifestaciones. Ensayar es intentar, aportar
materiales. El itinerario de este ensayo puede verse en las tres partes que siguen.
La primera parte tiene un carácter histórico, filosófico y, sólo tangencialmente, teológico. Arranca de ese período de hondas transformaciones
culturales que fue el siglo xIx y avanza hasta nuestros días. Es como el primer acto de un drama que parece terminar con la «desaparición» de
lo sacro, como ya había sido (falsamente) «profetizado» por ese autor importante que es Comte.
El segundo acto, la segunda parte, reserva una sorpresa esperada: la «reaparición» de lo sacro, transformado, en casi todos los ámbitos de
las actividades del hombre. Tiene el carácter, casi, de una crónica de la actualidad.
La tercera parte, el tercer acto, es una conclusión: si lo sacro no desaparece, sino que se transforma, ¿queda lugar para lo auténticamente
sagrado? Es el proceso de la «reconstrucción» o «recuperación» cultural de lo sagrado y, a la vez, la explicación de todo lo anterior. Porque no
se puede olvidar que, junto a las transformaciones de lo sacro, lo específicamente sacro ha pervivido y se mantiene. Es preciso, por tanto,
ensayar una explicación teórica de lo sacro y una «mostración» práctica de algunas de sus formas.
blemas para unir el cuerpo con el alma. No será difícil después, para los
materialistas posteriores, prescindir del alma: «El materialismo mecanicista
francés se aferró a la física de Descartes, por oposición a su metafísica. Sus
discípulos fueron antimetafísicos de profesión, es decir, físicos. Esta escuela
comienza con el médico Leroy, alcanza su apogeo con el doctor Cabanis, y el
doctor Lamettrie es su centro»3. Lamettrie, como es sabido, es el autor
de L'homme machine: el hombre —como los animales para Descartes— es sólo
una máquina compleja; su explicación ha de quedar confiada a la física (a las
ciencias naturales), excluyéndose por completo la metafísica.
Por otro lado, estaba la influencia de Pierre Bayle, que Marx señala también como
aquel que «hizo perder teóricamente todo
3 MARX, La sagrada..., p. 143.
4
MARX, La sagrada..., p. 144.
5
MARX, La sagrada..., p. 146. Marx, como de costumbre, simplifica, pero no se puede ya poner en duda
el materialismo implícito en Hobbes.
6
K. MARX, La sagrada..., p. 145. Cfr. T. MELENDO, J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento
humano, Emesa, Madrid 1978, pp. 78-79: «Como según Locke nunca se pueden superar los contenidos
de la experiencia, toda la filosofía del Ensayo se orienta al materialismo,
Hacia finales del xIx se han cristalizado ya la mayoría de los partidos socialistas,
que adoptan una visión cientista del mundo y del hombre, con la más completa
exclusión de la religión. No eran aquellos tiempos en los que el socialismo decía
admitir la libertad religiosa entre sus afiliados; durante varias décadas, la afiliación
socialista era —como heredera en este punto del radicalismo liberal— una
afiliación cientista. En la sombra de todo este proceso está Feuerbach, a pesar de
que su papel es hoy casi desconocido, salvo entre especialistas.
Estos distintos tipos de filosofía —en la segunda mitad del siglo xx quedan tres:
marxismo, neopositivismo y existencialismo— viven sobre todo en la esfera
académica y comparten su dominio con un agnosticismo que silencia los temas
religiosos. Esta situación, que se prolonga desde hace más de un siglo, ha hecho
que cientos de miles de universitarios de las ramas de filosofía, historia,
sociología, psicología, lingüística, etc., hayan sido instruidos en la inoperancia
práctica de la religión, dando por descontada su irrelevancia teórica. Si se tiene en
cuenta que de estas universidades han surgido, en muchos países, la casi
totalidad de los políticos, una buena parte de los informadores (prensa, radio,
televisión) y la totalidad de los profesores en los diferentes niveles de enseñanza,
se comprenderá el proceso de descristianización; cabe incluso extrañarse de que
este proceso no haya sido más extenso e intenso.
Sin embargo, hacia mediados de los años sesenta se opera un cambio. Algunos
teólogos influyentes y, poco a poco, una parte de los eclesiásticos proponen
adaptar el contenido de la fe cristiana a las principales corrientes filosóficas
(marxismo, existencialismo, positivismo) o a lo que se suponía que eran
resultados perpetuos de algunas ciencias humanas y sociales, como el
psicoanálisis. A la vez, y de una forma rapidísima, el rito religioso es
«normalizado», «humanizado», abajado a la total comprensión, desprovisto de su
naturaleza de expresión del misterio. Sin pretenderlo —en algunos casos—
parecía que se estaba verificando la posición ya defendida por Feuerbach: de que
la religión no hace más que celebrar —con el nombre de Dios—la «divinidad» del
género humano. El sacerdote dice con frecuencia que lo importante es estar
reunidos; falta a veces la referencia última y fundamental: que la reunión tiene
sentido porque en ella se adora a Dios, se le da culto.
Tenemos así que, en muchos casos, la «práctica» religiosa coincidía con lo que,
sobre ella, habían escrito, teoréticamente, filósofos del siglo xx y sociólogos o
historiadores de las religiones. Insistimos en que estos filósofos podrían aparecer
—a un siglo o medio siglo de distancia— como vaticinadores de un proceso que
entonces no se había iniciado o no estaba en fase avanzada. En realidad, ese
proceso se agudizó en fechas recientes —los años sesenta siguen siendo un buen
punto de referencia— porque se pusieron los medios para hacer coincidir la fe
cristiana con lo que se estimaba lo más importante del «mundo moderno»
(expresión que tuvo su momento de gloria precisamente en esos años; la
intención original era muy distinta: se quería insistir en algo cierto: que nada de lo
que resultase valioso en «el mundo moderno» podía estar en contradicción o
pugna con la fe cristiana; que la fe cristiana no sólo podía, sino que debía,
«asumir» —término también de esos años— esas conquistas, como lo había
hecho en otras épocas).
FENOMENOLOGÍA DE LO SAGRADO
Eliade se sitúa en otra perspectiva, más racionalista, si cabe hablar así. Estudia lo
sagrado en constante relación con el opuesto: lo profano. «El hombre entra en
conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo
diferente por completo de lo profano»2.
' R. OTTo, Das Heilige (1917), trad. castellana, Lo santo, Revista de Occidente, Madrid 1965.
2 M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1979, 1' ed., pp. 18-19. Cfr. también Tratado
de historia de las religiones, Ed. Cristiandad, Madrid 1974. Otras obras de ELIADE traducidas al
castellano: Herreros y alquimistas, Taurus, Madrid 1959; El Chamanismo, D.C.E., México 1960. Aquí no
interesa propiamente la perspectiva empírica de una historia de los fenómenos religiosos, sino la
caracterización de lo sagrado.
Hay que notar, sin embargo, que no es exacto identificar lo sagrado con la
manifestación de lo sagrado. La posición de Mircea Eliade tiene el peligro de
considerar lo sagrado como una categoría humana, una creación del hombre, una
necesidad de modificar de una manera completamente insólita la misma realidad
corriente. En una perspectiva auténticamente religiosa, lo sagrado es lo divino
(ontológico) manifestado a los hombres. Quiere esto decir que pueden quedar en
pie la mayoría de los análisis de Eliade, pero después de esa importante
aclaración.
Cosa parecida sucede con el tiempo: «El hombre religioso conoce dos clases de
Tiempo: profano y sagrado. Una duración evanescente y una serie de
eternidades recuperables periódicamente durante las fiestas que constituyen el
calendario sagrado»6. Eliade subraya lo específico, en este contexto, del
cristianismo: «Por haber encarnado Dios, por haber asumido
una existencia humana históricamente condicionada, la Historia se hace
susceptible de santificarse. El illud tempus evocado por los Evangelios es un
Tiempo histórico claramente limitado —el Tiempo en que Poncio Pilato era
gobernador de Judea—, pero fue santificado por la presencia de Cristo. El
cristiano contemporáneo que participa en el tiempo litúrgico se incorpora al illud
tempus en que vivió, agonizó y resucitó Jesús; pero no se trata ya de un Tiempo
mítico, sino del Tiempo en que Poncio Pilato gobernaba Judea. Para el cristiano,
también el calendario sagrado reproduce indefinidamente los acontecimientos de
la existencia de Cristo, pero estos acontecimientos se desarrollaron en la Historia;
ya no son hechos que sucedieran en el origen del Tiempo, "al comienzo" (con la
particularidad de que para el cristianismo el Tiempo comienza de nuevo con el
nacimiento de Cristo, pues la encarnación funda una situación nueva del hombre
en el Cosmos)»7.
«Es fácil ver la separación existente entre este modo de estar en el mundo y la
existencia del hombre arreligioso. Ante todo se da el hecho de que el hombre
arreligioso rechaza la trascendencia, acepta la relatividad de la realidad e incluso
llega a dudar del sentido de la existencia (...) El hombre moderno arreligioso
asume una nueva situación existencial: se reconoce como único sujeto y agente
de la historia, y rechaza toda llamada a la trascendencia. Dicho de otro modo: no
acepta ningún modelo de humanidad fuera de la condición humana, tal como se
puede descubrir en las diversas situaciones históricas. El hombre se hace a sí
mismo y no llega a hacerse completamente más que en la medida en que se
desacraliza y desacraliza al mundo. Lo sacro es el obstáculo por excelencia que
se opone a su libertad. No llegará a ser él mismo hasta el momento en que se
desmitifique radicalmente. No será verdaderamente libre hasta no haber dado
muerte al último dios»9. Naturalmente, todo esto no se presenta por igual en todas
partes, ni con esta dramaticidad. Existe una actitud, muy difundida, que concede
relevancia a lo religioso, en el mismo plano que lo estético: como creación
humana. Una «religiosidad inmanente» que adquiere distintas formas, incluso las
de la divinización de la política, del arte, de la ciencia, de la misma condición
desolada y limitada del hombre.
9 ELIADE, Lo sagrado..., pp. 170-171.
Se ha dicho con relativa frecuencia que la religión puede sobrevivir siempre que
se dé una síntesis entre «racionalidad» y misterio. La manera más expedita de
llegar a esto sería a través de una teoría del «símbolo» como irrenunciable
necesidad humana. La simbología, se dice, transcurrió durante muchos siglos —y
aún hoy en países no «racionalizados»— a través de lo religioso; hoy sabemos —
se continúa— que detrás del símbolo no hay nada más que una proyección de lo
humano. Pero el hombre necesita esa proyección, porque no sólo es razón, sino
también imaginación, sentido estético, ambición de globalidad y de perennidad. Lo
religioso serviría a esta necesidad «integradora»; no hay por qué plantearse el
tema ontológico: si al símbolo corresponde alguna realidad, basta y sobra la
misma realidad del símbolo.
Se añade: siembre habrá rito, siempre habrá liturgia. Hay que acomodar, por
tanto, el rito y la liturgia a las condiciones históricas, de tal modo que por esa
función «religiosa» se pueda caminar hacia valores humanos globalizados: la
comprensión mutua, la solidaridad, la inquietud sobre el futuro.
Esta mentalidad es antigua. Fue formulada por primera vez cuando se pensó que
la religión no era otra cosa sino el nombre dado por el hombre a lo que todavía
desconocía, a lo que temía. La religión se confunde entonces con la magia. La
magia, a su vez, siempre ha coexistido de algún modo con la ciencia. En efecto,
se recuerda, en este sentido, que muchos pueblos primitivos hacían
perfectamente compatibles la ciencia y la magia. La ciencia cubría racionalmente
lo que era posible explicar; el resto era algo mágico (religioso).
Ha querido mostrar que las religiones totémicas, en las que ve una fase
elemental de la evolución religiosa, ponen en evidencia, a través del tótem y
de sus representaciones, un principio sagrado que no es otro que el
principio social. Lo sagrado se define, en estas condiciones, como la
antítesis de lo profano; es aquello que se pone aparte, gracias a los ritos
negativos, para permitir a la sociedad que se reverencie a sí misma en lo que
tiene de trascendente»1.
' J. CAZENEUVE, D. VICFOROFF, La sociología, Bilbao 1964, Ediciones Mensajero.
La idea de que no fue Dios el que hizo al hombre, sino el hombre el que se fabricó
una cierta imagen (de sus temores, esperanzas, ilusiones, etc.) a la que llamó
Dios es muy antigua. Aristóteles, en un plano que hoy se diría de etnología o de
antropología cultural, ya notó que las formas que los pueblos daban a sus dioses
tenían mucho que ver con el modo de vivir de estos pueblos. No es nada probable
que el filósofo sacase de esa observación una afirmación metafísica. En cambio,
en el mismo tiempo, aproximadamente, la afirmación de Protágoras («el hombre
es la medida de todas las cosas») tiene un claro sabor agnóstico. Lo mismo cabe
decir de la especulación epicúrea. Esto se hace después calderilla cultural entre
los escépticos. Es famosa la afirmación de Petronio (en el Satyricon) de que
«Primus in orbe deos fecit timor, ardua coelo / Fulmina cum caderent discussaque
moenia fluminis». Es el temor ante lo inexplicable (la caída del rayo, el río que
arrasa la ciudad) lo que engendraría la creencia en Dios.
Un agnosticismo de otro tipo puede verse en otros famosos versos, los de Ovidio
en el Ars amandi: «Expedit esse deos: et ut expedit, esse putemus». Es
conveniente la creencia en Dios; luego hagamos que exista. No hay, quizá, otra
idea en el fondo de la famosa sentencia de Voltaire en la Epitre á l'auteur des trois
imposteurs: «Si Dieu n'existait pas, il faudrait 1'inventer».
En un plano más filosófico, el giro decisivo tiene lugar con la posición de Hegel de
la filosofía englobante la religión, el mundo a Dios a la vez que Dios al mundo:
«Sin el mundo Dios no sería Dios». Poco trabajo costó luego a Feuerbach escribir
que «el secreto de la teología es la antropología», que Dios no es más que la
Humanidad. Y este pensamiento, ya maduro en la cultura occidental desde hace
tiempo, impulsa al Comte de la ley de los tres estadios y, más tarde, al Durkheim
de las formas elementales de la vida religiosa.
Se podría hacer una historia menuda de la difusión de esta idea. En los Essays de
A. Huxley, publicados en 1929, se lee textualmente: «Men make God at their own
likeness»: los hombres hacen a Dios a su semejanza. «Dios» será lo que a cada
uno convenga, si lo necesita. En las Historias de almanaque
(Kalendergeschichten, 1949), Bertolt Brecht escribe: «Alguien preguntó al señor K.
si existía un dios. El señor K. respondió: "Te aconsejo que medites si tu
comportamiento variaría según la respuesta que se diese a esa pregunta. Si
permaneciera inalterable, la pregunta sería ociosa. Si, por el contrario, tu conducta
variase, en tal caso puedo ayudarte diciendo que tú mismo habrías zanjado la
cuestión: efectivamente, necesitarías ese dios"».
Por influencia del cientismo, según el cual sólo puede afirmarse objetivamente la
verdad de los hechos experimentables, las afirmaciones sobre Dios (sobre su
existencia o sobre su inexistencia) quedan relegadas al terreno de lo no-científico
y, por tanto, irracional o, al máximo, no-racional. No por esto se señala que la
creencia en Dios es inhumana (salvo para el ateísmo militante, el radicalismo, el
marxismo, etc.); simplemente se dirá que es una «creación cultural» que puede,
en determinadas circunstancias, resultar ventajosa. En otras palabras, Dios no
queda «suelto», en un nivel epistemológico propio, sino que es incluido en el
mundo del hombre, al mismo nivel, por ejemplo, que lo estético.
Rotos así los puentes con la metafísica realista, sólo cabe la solución fideísta.
Dios, se dirá, está oculto por completo al mundo de la ciencia (que es el de la
razón), pero es manifiesto al mundo de la fe. Hay que darse cuenta de lo que se
puede decir con esto. Se trata de una afirmación de un calibre incalculable.
Propiamente hablando se dice que el hombre es capaz de afirmar la realidad de
un mundo sobrenatural, ontológicamente sobrenatural. Es decir, tan real, por lo
menos, como el mundo al que tiene acceso la ciencia.
Si están así las cosas, referirse a lo sacro debe llevar consigo una clara afirmación
de la sustancia del asunto. En otras palabras: no basta el cómodo refugio de la
fenomenología de la religión o de la historia de las religiones. La disyuntiva está
clara, porque remite a una afirmación óntica: o Dios crea al hombre o el hombre
crea a Dios. La disyuntiva es también terminante. Si Dios crea al hombre, el
hombre debe «volver» a Dios y ése es el sentido fundamental de su vida, su fin
último. En cambio, si es el hombre el que «crea» a Dios, la pregunta siguiente no
se puede soslayar: ¿quién o qué crea al hombre? Y entonces hay que afirmar que
el hombre es producto del azar, en la evolución de un algo material preexistente y,
por tanto, eterno.
Pero, ¿qué significa «la muerte del hombre»? Que el hombre no es propuesto
como tema, como asunto, como realidad sobre la que filosofar. «Cosa entre
cosa», el hombre no puede pretender para sí mismo un estatuto privilegiado. No
puede hablar en primera persona. No hay yo ni, por tanto, tú. Existe sólo el se,
1 Las obras más importantes son: G. VAHANIAN, The Death of God. The culture of our Post-Christian
Era, Nueva York 1961. J. A. T. ROB[NSON, Honest to God, Londres 1963. P. VAN BUREN, The secular
meaning of the Gospel, Nueva York, 1963. H. Cox, The Secular City, Nueva York 1965. J. J. ALTIZER, The
Gospel of Christian Atheism, Filadelfia 1966. Una amplia referencia bibliográfica hasta 1969 en J. L.
ILLANES, «La secularización en la teología anglosajona contemporánea», en «Scripta Theologica», v. 1
(enero-junio 1969), pp. 189-210. A partir de los años setenta este movimiento se transforma en parte en
las distintas «teologías» regionales: de la esperanza, del mundo, «política», de la liberación, etc. Cfr. J.
DANIELOU, C. Pozo, Iglesia y secularización, BAC Minor, Madrid 1971. Útil también B. MONDIN, Le
teologie del postro tempo, 2.' ed., Alba 1976. En general, puede decirse que todas las teologías más o
menos célebres aparecidas desde 1960 —y que del área anglosajona se trasladan a Europa—parten de
la secularización como de un hecho indiscutible, casi como un «dato revelado». De ahí, como se dice
en el texto, la «muerte del hombre».
2 M. FOUCAULT, Les mots et les choses, París 1966, p. 396. Cfr. J. RASSAM, Michel Foucault: Las
palabras y las cosas, Emesa, Madrid 1978.
HISTORIA ABIERTA
Una actitud de este tipo, basada en cierto tipo de historicismo, tiende en realidad a
inmovilizar la historia, a destruirla. La única posibilidad que queda es el
relativismo, el mundo y el pensamiento fraccionados, de tal forma que, en cada
momento —porque no hay necesidad entonces de hablar de épocas—, se justifica
todo lo que se da, por el simple hecho de darse. En ese caso, no es posible la
conexión entre los sucesivos estadios de desarrollo, ya que la misma conexión
sería siempre relativa. Una realidad atomizada de este modo no es reconocible y,
por supuesto, no es base suficiente para establecer afirmaciones que tengan un
valor científico.
Ocurre, sin embargo, que este último rasgo es vivido en la nostalgia del
fundamentalismo. Con otras palabras: parece que se «querría» que Dios fuera el
de siempre —el de los profetas, por ejemplo—, el Dios terrible de Israel; pero
como parece que esto ya no es posible, se «castiga» a Dios, echándole encima
todo el peso de lo profano, de lo mundanal, que El ha permitido. Si, por otro lado,
El lo ha permitido —si lo mundano se opone a Dios sin mayores consecuencias—,
esto quiere decir que ésa es la situación ontológica de la cultura, de la historia y,
por tanto, del mismo Dios.
¿Por qué la ocultación de lo sacro tiene que ser definitiva? ¿En nombre de qué
puede establecerse esta necesidad, esta irreversibilidad? No en nombre de Dios,
razonando humanamente, porque ¿cómo la razón humana puede decidir sobre los
designios de Dios? No en nombre de la razón humana, incapaz no sólo de prever
el futuro, sino ni siquiera de dar razón completa del pasado y del presente. Todo,
por tanto, es siempre posible. La ocultación de lo divino en las conciencias sólo
puede querir decir la ocultación de las conciencias respecto a Dios. El que «no se
vea» no indica nada más que «no se ve», no que no pueda verse nunca más.
El clericalismo, siempre muy atento a los signos externos del poder, al clamor de
las aclamaciones, al ondear de banderas, puede transformarse, en poco tiempo,
en abanderado de la secularización, buscando así, a veces inconscientemente,
seguir protagonizando la historia. Este es el mecanismo que hace posible
«transformar» las expresiones de lo sacro en expresiones de fines (en sí,
perfectamente justos y legítimos) sociales. Con esta operación vuelve a repetirse,
en otro contexto, la misma miopía histórica y estructural: concentrar toda la
historia en un solo punto y en un solo sentido, como si los tiempos no fuesen
indefinidamente complejos en extensión y en intensidad.
Desde hace varios siglos, las mayores, casi únicas objecicnes a la fe religiosa han
sido presentadas como razones «científicas». Pueden verse a continuación las
razones de una destacada personalidad en el campo de la biología, Jean Rostand.
Dotado de un agudo sentido crítico y de una inteligencia muy fuera de lo común,
podría decirse que la posición de Rostand resume muchas otras, también de
científicos, y deja por debajo la objeciones usuales, las que no pasan de la
categoría de un conversación en torno a una mesa de café.
Rostand propuso sus razones en la obra Ce que je crois, pera las reafirmó —y de
un modo más claro— en las respuestas Christian Chabanis, en un libro que tuvo
cierto eco en 19731
Chabanis propone una respuesta a esta pregunta: esas «impresiones», ¿no serán
una forma de creencia extracientífica, casi de fe? Rostand: «De fe, sí».
Esta «angustia», esta preocupación, sigue viva. Después del libro de Chabanis, en
1976, apareció en Francia II y a un autre monde, de André Frossard, ya conocido,
entre otros, por el famoso Dios existe, yo me lo encontré 2.
2 A. FROSSARD, Il y a un autre monde, París 1976. Dios existe, yo me lo encontré, Rialp, Madrid 1971. El primer libro de Frossard fue traducido a una veintena de lenguas. s G.
SUFFERT, Le cadavre de Dieu bouge encore, París 1973.
Un año antes, y como una muestra más de la inquietud religiosa, había aparecido
un extraño libro de Georges Suffert, Le cadavre de Dieu bouge encore 3. La obra
es una reflexión sobre las confidencias recibidas por Suffert de personajes
famosos ante los «eternos» interrogantes: qué es la muerte, qué el amor, qué
sentido tiene el dolor... En otros términos: ¿vale la pena vivir? Todo se mezcla en
este libro, que un «científico» calificaría sin más de «extra-científico». Pero ¿no
es un hecho el hecho de las preguntas de tanta gente ante la muerte, el dolor, el
amor? El etnólogo Leroi-Gourhan contesta a Suffert que «el hombre es un animal
en busca de un significado». Malraux confiesa: «cuando los dioses mueren y los
sistemas de valor se derrumban, el hombre no encuentra más que una cosa: su
cuerpo... La droga, el sexo y la violencia son los sustitutivos naturales de la
desaparición de Dios».
En otro plano, Lévi-Strauss, en el libro citado de Chabanis, dice: «Un ateísmo que
intente justificarse en bases científicas no se puede sostener, porque implicaría
que la ciencia es capaz de responder a todas las preguntas. Evidentemente, eso
no es así, ni lo será jamás.» Es decir, se ha llegado poco a poco a una singular
experiencia: la del agnosticismo de la ciencia respecto a las cuestiones que la
trascienden. Sin embargo, algunos conocidos científicos, como Pascual Jordan,
dieron un paso más. Jordan —amigo y compañero de la generación de físicos
como W. Pauli, N. Bohr, W. Heisenberg, C. von Weizsácker y L. de Broglie—
escribió en 1969 una interesante obra titulada Der Naturwissenschafter von der
religiósen6. Posteriormente vuelve sobre el tema en Creación y misterio7, donde
dice: «Ya que en mi anterior libro era mi intención exponer el cambio producido en
el pensamiento científico a partir de 1900, procuré subrayar la objetiva necesidad
de dicho cambio, utilizando para ello el lenguaje y los términos mismos de la
investigación científica. Huí de influencias extrañas que hubieran podido derivarse
de una diferente valoración global del mundo. Sólo en el epílogo de aquel libro
queda de manifiesto que no pertenezco a aquellos que vieron esta transformación
de las categorías científicas con temor y resistencia: por el contrario, el cambio
que la caída de los dogmas fundamentales del materialismo trajo consigo fue para
mí algo gozoso y liberador; y esto debido al hecho sencillo de que soy cristiano
bautizado y me sigo tomando en serio, hoy también, esa realidad. La ciencia
actual se diferencia de la antigua en que no nos prescribe una mentalidad
determinada.»
Veinte años después, desde 1949, De Broglie volvió a su primera posición. «Una
idea que yo creo esencial conservar es la de la causalidad. (...) Pienso que todos
los fenómenos cuyo estudio puede ser abordado por la ciencia están sometidos a
la causalidad. Si esto es así, se puede deducir que toda teoría estadística,
particularmente en física, es una teoría incompleta»8.
8 L. DE BROGLIE, Jalons pour une nouvelle microphysique, París 1978, pp. 1-5.
Las razones de la ciencia «contra» la religión han «pasado» casi siempre por la
ignorancia metafísica de los científicos. Nicol, que, por otro lado, no pretende en
absoluto hacer una introducción a la metafísica de lo divino, desmantela el
razonamiento que llevó a Heisenberg y a otros a ver en el principio de
indeterminación la negación de la causalidad. Sólo puedo citar aquí lo
esencial: «Las leyes estadísticas también son leyes causales. El fenómeno
individual, no determinado, no es por ello incausado, aunque
sea indeterminable. La causa que determina el movimiento de las partículas es la
misma para todas ellas; los efectos que produce siguen siendo calculables,
porque de otro modo el cálculo de las probabilidades de distribución no tendría
base real a que aplicarse. Quiere decirse que un cálculo estadístico sólo puede
versar sobre unos objetos o fenómenos cuyo conjunto sea homogéneo y uniforme.
La curva estadística es todavía expresiva del orden real, aunque es expresiva
también de la incapacidad del conocimiento humano para determinar con
exactitud integral los factores individuales de cada uno de los componentes de un
sistema complejo. Dicho de otra manera: la probabilidad no representa una falla
de la causalidad»10
9 E. NicoL, Los principios de la ciencia, F.C.E., México 1965, pp. 176-177.
10 Los principios de la ciencia, pp. 147-148.
SATÁN Y EL SATANISMO
Hay algo demoníaco en ese título de Las flores del mal, que escogió Baudelaire
para su mejor poesía. Gide se atrevió a hablar de la «belleza del mal», con una
estupenda metáfora: «el vaso de alabastro que la Magdalena no hubiera
derramado». Algo muy sombrío está en las obras de Beckett y en las de Joyce. No
hablemos de Genet o de Sartre. ¿Existe algo más demoníaco que ese «el infierno
son los otros»?
Hasta que un día la institutriz descubre en la mansión en la que habita con los
niños una extraña presencia: la del lacayo Quint, muerto hace tiempo. A ese
fantasma se une otro, el de Miss Jessel, la anterior institutriz. Hablando con el
ama de llaves —una mujer bondadosa y sensata—, la nueva institutriz se entera
de las relaciones que mantuvieron en vida Quint y Jessel. Había en esas
relaciones, en esos amores, algo extraño y demoníaco.
«¿Es él?»
—«¿Dónde estás?»
Todavía me parece oír resonar en mis oídos la repetición del nombre fatal y
el homenaje rendido a mi sacrificio.
—«¿Qué puede hacerte ahora, tesoro? ¿Qué podrá ya nunca más?» «Te he
ganado —desafié a la bestia inmunda—, y él te ha perdido para siempre». Y
para acabar la demostración de mi obra, dije a Miles: «Ahí, ahí».
Ahora se entiende mejor, quizá, por qué en nuestra cultura, las acciones satánicas
en cuanto tales apenas aparezcan y que, a la vez, se multipliquen por todas partes
actuaciones humanas diabólicas: asesinato de inocentes, torturas, sistemas
enteros basados en mentiras conscientes, desprecio de la ternura y del amor,
egoísmos de razas o de nacionalismos. Es más: para que esto último no parezca
lo que es, se puede incluso sacar el motivo satánico casi en forma de «un tema»
para las revistas desmitificadoras o que juegan a lo «extra-natural». Satán es
colocado en el mismo cajón que la quiromancia o que la astrología. De este modo
se le ofrece un disfraz, para que sea serio lo que aparentemente es broma.
Si se desea algo «sobrio» en torno a la realidad de Satán, no hay que acudir a los
libros esotéricos, ni a la literatura trivial del «satanismo». Hay que atenerse a lo
que está sucintamente dicho en algunos pasajes de la Biblia. «Si Dios no perdonó
a los ángeles delincuentes, sino que amarrados con cadenas infernales los
precipitó en el abismo, en donde son atormentados y tenidos como en reserva
hasta el día del juicio...». (Epístola segunda de San Pedro, 2, 4). San Judas
también se refiere (versículo 6 de su Carta) «a los ángeles que no conservaron su
dignidad, sino que desampararon su morada» y están reservados «para el juicio
del gran día en el abismo tenebroso con cadenas infernales». En boca de
Jesucristo, dice el Evangelio de San Juan (8, 44): «El padre de quien vosotros
procedéis es el diablo, y queréis hacer lo que quiere vuestro padre. El fue
homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad
en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso y el padre de
la mentira.»
Escuetamente aquí se dice: a) que el diablo y los ángeles caídos son criaturas de
Dios, no, en absoluto, un principio del mal paralelo a Dios; b) que «hubo algo» (no
más precisado) que hizo que unas criaturas hechas por Dios se apartaran de la
verdad y se «instalasen» en la mentira; c) que, de este modo, se convierten
«espiritualmente» en cabezas de una generación, la de aquellos hombres que
eligen la mentira como sistema de vida.
En el misterioso libro del Apocalipsis se cuenta algo más, en ese estilo profético:
«Entretanto se trabó una batalla grande en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban
contra el dragón, y el dragón y sus ángeles lidiaban contra él; pero éstos fueron
los más débiles, y después no quedó ya para ellos lugar ninguno en el cielo. Así
fue abatido aquel dragón descomunal, aquella antigua serpiente, que se llama
diablo y Satanás, que anda engañando al orbe universo; y fue lanzado a la tierra y
sus ángeles con él» (12, 7-9). «Anda engañando»: esto es lo esencial; el
«dragón» no es una criatura zoológica, sino la realidad de la perversidad, de la
falsedad. La esencia de esa falsedad, de esa mentira es la soberbia, es decir, el
considerarse superior a todos ya que, antes, se ha considerado superior a Dios. El
«hijo de la perdición» se alza así contra Dios y contra todo lo santo (Segunda
Tesalonicenses, 2, 4). Todo pecado comienza en efecto con la soberbia.
Satanás aparece en el Libro de Job como enemigo de los hombres que practican
la bondad; para que se entienda, Satán aparece al lado de Dios, lo mismo que en
el Libro de Zacarías, 3, 1. Y el Libro de la Sabiduría explica más: «Porque Dios
creó inmortal al hombre y lo formó a su imagen y semejanza; mas por la envidia
del diablo entró la muerte en el mundo, e imitan al diablo los que son de su
bando» (2, 24). Algunos textos del Antiguo Testamento podrían ofrecer la ocasión
de que entre el pueblo judío se diera una especie de «culto al diablo», aunque en
sentido vejatorio y para «conjurarlo». Pero no se dio. El Antiguo Testamento es
terminante prohibiendo que se ofrezcan sacrificios a los Seirim, a figuras de
macho cabrío que, en muchos pueblos circundantes al hebreo, eran una
representación diabólica. Con todo, la «moda» del satanismo tuvo una cierta
difusión, como la ha tenido siempre. El Deuteronomio (31, 17) se refiere a una
época en la que los hombres, «en lugar de ofrecer sus sacrificios a Dios, los
ofrecieron a los demonios». ¿Eran simplemente ídolos de dioses? Quizá este
asunto sea difícil de decidir, pero no cabe duda de que en los libros del Antiguo
Testamento hay testimonio de criaturas que no son dioses y son más que
hombres, no siendo buenos. «Y se encontrarán allí los demonios con los
onocentauros, y gritarán unos contra otros los sátiros; allí se acostará la lamia y
encontrará su reposo» (Isaías, 34, 14).
En casi todas las mitologías, por contraste, el espíritu perverso, el espíritu del mal
ocupa un papel principal y, en algunos casos, como en la religión de origen persa,
se da un dualismo estricto: un Dios del bien (Ahrimán) y uno del mal (Ormuzd). En
general, el desconocimiento o no reconocimiento de la omnipotencia de Dios lleva,
de forma casi insensible, a «personificar» el mal como un principio. De nuevo se
«vuelve» a la literatura. Un agnóstico como Goethe cuenta en su vida: «El
(Goethe) creía haber encontrado en la naturaleza, en la orgánica y en la
inorgánica, en la animada y en la inanimada, un algo real que sólo se manifiesta
en contradicciones y que por tanto no puede captarse mediante el concepto y
mucho menos expresarse mediante la palabra. No era divino, pues parecía
irracional; ni humano, pues no tenía entendimiento; ni diabólico, pues era
benévolo; ni angélico, pues a menudo parecía alegrarse del mal ajeno (...). A este
algo que se mezclaba con todos los demás seres y parecía unirlos y separarlos lo
llamaba yo lo demoníaco, siguiendo el ejemplo de los antiguos.»
Aquí se vuelve, como era de esperar, a la atracción antigua hacia una fuerza
«cósmica» independiente de Dios, que quizá sea consecuencia de un intento de
«explicar» el mal. De ahí la atracción que los fenómenos diabólicos, singularmente
los casos de posesión, han tenido también entre los creyentes, quizá con
demasiada morbosidad. Los casos de posesión diabólica que se relatan en el
Evangelio están avalados por la autoridad de Cristo. Los demás son, por lo
menos, problemáticos. Schmaus escribe: «El poseso no es culpable de las
acciones que ejecuta bajo la influencia del diablo o contra su voluntad. La
posesión diabólica es siempre consecuencia del pecado, es decir, del pecado
original, pero no es siempre resultado de un pecado personal o un castigo del
pecado. La posesión es una prueba, permitida por Dios, lo mismo que sucede con
las demás tribulaciones. En lo que concierne a la existencia de posesiones
diabólicas, la Iglesia cuenta con ellas, como se deduce de las oraciones
(exorcismos) previstas para tales casos. Conviene proceder siempre con gran
cautela. Muchas enfermedades presentan los mismos fenómenos que la posesión,
o fenómenos parecidos. Sólo en raros casos se podrá establecer una distinción
neta entre posesión y enfermedad. Nos son tan poco conocidas las fuerzas
ocultas del hombre, que en este terreno difícilmente podremos adquirir absoluta
seguridad. Muchos fenómenos atribuidos en otros tiempos al diablo pueden
explicarse hoy naturalmente (...). La credulidad y las afirmaciones impremeditadas
pueden exponer la religión al peligro de la ridiculez. La fe auténtica no necesita ni
quiere impulsos o confirmaciones sensacionales, como lo sería el testimonio de
los espíritus malignos. Con más claridad y seguridad que en los dudosos casos de
posesión diabólica, sabe el cristiano estar en presencia de la incomprensible
actividad de la maldad personal cuando ésta se manifiesta en la cruda y
enigmática brutalidad de un hombre»2.
2 M. SCHMAUS, Teología dogmática, II, Rialp, Madrid 1966, 3.a ed., pp. 290-291. Un buen tratamiento de este tema, en pp. 266-291.
La «ausencia» de una opinión pública sobre Satán no quiere decir nada sobre su
inexistencia. Al contrario, lo vacío se afirma precisamente en la vaciedad.
Y, sin embargo, algo queda en Clarín de la «esencia», por decirlo así, del Diablo:
el egoísmo: «El egoísmo estéril no me deja reproducirme». En forma que, en
cierto modo, traspasa quizá las intenciones de Leopoldo Alas, hay una clara
caracterización de lo diabólico como padre del vacío y de la mentira: «En la
soledad de la noche fría, el Diablo enterraba en los abismos al hijo suyo, muerto
de helada, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve que nace de los
besos sin amor del padre maldito que no puede amar; y como engendra sin
cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para la muerte
eterna»3.
3 El cuento puede verse en Leopoldo Alas «Clarín», Treinta relatos, ed. de Carolyn Richmond, Madrid 1983, pp. 274-282.
Gramsci no ataca nunca a Dios, en estas cartas y, por lo demás, sus hijos estaban
siendo educados en la Unión Soviética, sin ningún tipo de instrucción religiosa. Es
el silencio de Dios lo que asombra. Cuando, evocando su propia infancia, tiene
que hablar de la Navidad, excluye cualquier sentido cristiano. Los demonios de la
literatura popular son sustituidos por fantasmas, magos y duendes. Gramsci
coincide con Chesterton en lo bueno que resulta contar cuentos de hadas a los
niños; pero no para enseñarles a contar también con Dios, sino para extraer una
moraleja de que el hombre, por sí solo, puede bastarse a sí mismo (El hombre
«fabbro di se stesso», artífice de sí mismo, de los Quaderni).
La clave de todo es una carta dirigida a su madre: «Si lo piensas bien, todos los
problemas del alma y del paraíso y del infierno en el fondo no son sino una forma
de ver este hecho sencillo: que cada acción nuestra se transmite a los demás
según su valor de bien o de mal, pasa de padres a hijos, de una generación a otra
con un movimiento perpetuo. Y al igual que todos los recuerdos que nosotros
tenemos de ti son de bondad y de fuerza, y tú has dado tus fuerzas para sacarnos
adelante, esto significa que tú estás ya, desde entonces, en el único paraíso que
existe, que para una madre es el corazón de sus hijos.»
Cuando podemos emocionarnos por algo valioso humano, sin caer en la cuenta
de que, en esa presentación, ha sido deliberadamente excluido Dios, podemos
advertir la presencia tranquila y satisfecha de Satán.
EL PODER DE LA MAGIA
Si se incluyen en un solo concepto todos los fenómenos que encajan en lo
genéricamente llamado «sobrenatural» (y, a la vez, se hace coincidir esto con lo
«no científico»), se estará en las mejores condiciones para no entender casi nada
de lo que ocurre en el hombre. Y, sin embargo, algunos especialistas en la
materia, algunos etnólogos o antropólogos culturales, han caído a veces en ese
vicio. Al estudiar las sociedades primitivas se ha pasado sin más de lo religioso a
lo mágico: a la hechicería, a la brujería. Ciertamente existen también autores que
han acudido al estudio con un instrumento metodológico más matizado. Ahora
estamos en condiciones de distinguir, bastante claramente, entre religión y magia
(e incluso entre magia y hechicería o brujería).
Marcel Mauss habla de religión «stricto sensu» cuando está clara la noción de
«sagrado» y cuando existen verdaderas obligaciones del hombre hacia Dios. En
cambio, la magia y la adivinación tienen poco que ver con lo sagrado y no se
refieren a estrictas obligaciones1. Refiriéndose a la magia, añade que raramente
se sirve el mago de cosas sagradas; y, si lo hace, se estima que es sacrilegio2.
1 M. MAUSS, Introducción a la Etnografía, Istmo, Madrid 1974, p. 331.
2
Introducción a la Etnografía, p. 382.
Si se desea aún más claridad, he aquí una contraposición de conceptos que delimitan los
exactos «territorios» de lo religioso y de lo mágico:
religión magia
globalidad marginalidad
normalidad anormalidad
desinterés interés
entrega a otro dominio de lo otro
Es muy discutible, por otro lado, la opinión de Frazer (seguida por muchos) de que
la magia es algo así como una ciencia imperfecta cuando no puede darse ciencia
verdadera. Discutible, sobre todo, basándose en este hecho: entre los primitivos,
coexisten «ciencia» y «magia». Como mostró bien Malinowski, los isleños de las
Trobriand recurren a una artesanía de base científica para fabricar en forma
inmejorable sus embarcaciones; pero cuando se trata de botarlas, de exponerlas a
los desconocidos peligros del océano, recurren a la magia, en el intento de
«controlar» las fuerzas del mar, en beneficio del hombre. Y hay más: en los
pueblos actuales, cuando muchas ciencias han adquirido un estatuto claramente
delimitado, la magia no ha desaparecido.
Por otro lado, se puede señalar cómo existe una mayor conexión entre ciencia y
magia que entre ciencia y religión o entre magia y religión. La ciencia es el intento
de controlar la naturaleza («saber es poder», decía Bacon y, en el mismo sentido,
Descartes). La magia no pretende otra cosa. La religión es, en cambio, adoración,
en sentido de dependencia, entrega. Con la religión, el hombre no intenga
«controlar» a Dios, sino «amarlo» por ser quien es. No tiene nada de extraño, por
tanto, que la disminución del sentido religioso refuerce el interés por la ciencia (la
realidad efectivamente controlable) y por la magia (la realidad que, aun no
controlada, se desea poseer). Manipular lo que aún está oculto: de ahí el
«ocultismo».
En este tema es útil seguir al filósofo tanto como al antropólogo5. Pieper escribe:
«Magia es el intento de tener a disposición, mediante un determinado hecho,
poderes sobrehumanos y ponerlos al servicio de fines humanos. Entendida así, la
magia sería lo opuesto al acto religioso: la religión es adoración, entrega, servicio;
la magia, por el contrario, es en el fondo un intento de usurpación. Con lo que se
pone de manifiesto algo más: que la magia no es en modo alguno mero objeto de
la etnología, sino una perversión, posible en cualquier época, de la actitud del
hombre hacia Dios y que, además, visto desde fuera, un hecho concreto apenas
podrá decirse si es religioso o mágico6. Ahora se comprende que quepa un uso
«mágico» de la religión (es decir, de las formas exteriores del hecho religioso),
pero no como residuo de una época pasada, sino como algo actual. De manera
semejante cabe un uso «político» del hecho religioso, como es patente en
ideologías de distintos y aun opuestos signos.
5 Cfr. sin embargo E. EVANS-PRITTCHARD, Las teorías de la religión primitiva, Siglo XXI, Madrid 1976,
con un enfoque mucho más comprensivo y con la bibliografía fundamental.
6
J. PIEPER, La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Rialp, Madrid 1980, p. 43.
Mucho más alejada está aún la religión, si cabe, de esa forma de magia que
persigue directamente el daño sobre las cosas o sobre las personas: la brujería o
hechicería. Es inconcebible que pueda invocarse a Dios, Bien supremo, para
pedirle un mal. Por eso cualquier utilización de formas religiosas para fines
malévolos es un pecado contra la virtud de la religión. Esto es suficientemente
conocido y es una desgracia que la mayoría de los antropólogos culturales no
hayan repasado, aunque sólo fuese por curiosidad, algunos tratados de teología
moral y leído atentamente lo que allí se escribe.
«No obstante —escribe Pieper—, uno podría, puesta la mirada, por ejemplo, en la
categoría sacramento, formular la siguiente pregunta: ¿no entiende la misma
Iglesia (católica) la acción sagrada de tal modo que la especial presencia de Dios
en ella no tiene lugar precisamente en virtud de la entrega del sacerdote (ex opere
operantis), sino ex opere operato, esto es, en virtud del mismo acontecimiento
fáctico? ¿Y no es esto, según la definición, magia?»7. En realidad existe una
única respuesta: el sacramento no es una acción humana, sino divina.
Naturalmente, para admitir esto es necesaria la fe, pero eso es precisamente lo
que la fe dice: que el sacramento no depende de la bondad del que lo administra,
ni —por ejemplo— de que se dé un determinado quorum. Se comprende que, sin
fe, la acción sacramental parezca una acción mágica, pues se entiende que un
hombre, en nombre de lo humano, quiere hacer que una cosa tenga una virtud
superior a la de su naturaleza.
Todo esto se resume aún más, de forma práctica, con la idea de que, por tanto, no
es necesario —para la esencia y validez del sacramento— ayudar con artificios
humanos, más o menos útiles. Un bautismo no es más porque lo reciban miles de
niños al mismo tiempo. Una misa no lo es más porque todos los asistentes canten
o se muevan alrededor del altar o se unan en un corro. Un matrimonio no es más
sacramento por el hecho de estar presidido por un cardenal. Los ejemplos podrían
multiplicarse. Pero aquí interesa apuntar otra observación: precisamente
intentar reforzar de esos modos las acciones sagradas es lo que puede engendrar,
en algunos, la confusión entre lo mágico y lo religioso.
El creyente, por tanto, admite sólo dos órdenes de conocimientos: el natural (en el
que se incluye la explicación científica de la realidad, así como la explicación
filosófica y de otras ciencias humanas y sociales) y el sobrenatural, revelado por
Dios. Puede decirse, por tanto, con la más plena seguridad que las reminiscencias
o residuos supersticiosos que se puedan dar en la práctica religiosa no tienen
nada que ver con la religión. Sin embargo, las teorías sobre la religión que se
difunden a partir del siglo XVIII y se desarrollan a lo largo de los dos últimos siglos
tienen la tendencia a considerar el cristianismo simplemente como una
«sublimación» de las prácticas supersticiosas. Para esto suele apoyarse en la
existencia de estas prácticas en personas que se confiesan, al mismo tiempo,
creyentes.
Algunas de estas formas no constituyen nada más que insulsos juegos sociales
(en las sociedades civilizadas) o creencias basadas en el desconocimiento de la
ciencia y de la religión (así, en muchas sociedades antiguas). Es el caso, por
ejemplo, de la adivinación, en cualquiera de sus formas: astrología, necromancia,
augurio, ornitomancia, quiromancia, sortilegio, etc. No es digno del hombre
intentar saber el presente o el futuro a través de algo irracional: las rayas de la
mano, el estado de las vísceras de las aves, los sueños, la consulta con los
muertos, las cartas, etc. Esta superstición, que es superchería, no tiene futuro. Es
una realidad, pero arqueológica; es decir, se encuentra en el mismo estado hoy
que hace miles de años. Y, sin embargo, ha habido siempre creyentes que no han
dudado en recurrir a estas prácticas. «También los juicios de Dios medievales
(ordalías) tenían raíz pagana. La Iglesia los toleró durante largo tiempo e incluso
intentó darles un espíritu cristiano, porque entonces eran medios legales, y
también porque los hombres de aquella época, con una fe profundísima y una
mentalidad candorosa, admitían la intervención especial de Dios para salvar a los
inocentes de algún falso delito. Debe advertirse que los Papas, desde Nicolás I,
consideraban las ordalías como una superstición y las combatieron con toda
energía»2.
2 MAUSBACH, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, II, pp. 282-283.
Esta última frase nos da la pista para entender, en su conjunto, los fenómenos
englobados bajo la expresión de «vana observancia»: el culto exagerado a los
santos, la atribución de milagros inexistentes, la superchería en las reliquias, el
uso de amuletos considerados objetos sagrados, etc. No es cierto que la fe traiga
consigo el «peligro» de esa posibilidad; la fe es, precisamente, lo contrario de la
credulidad. Esto se puede demostrar por el hecho de que, desaparecida en
algunas personas la fe, no desaparece en cambio la credulidad que lleva a estos
fenómenos, como se ve claro por el auge del ocultismo, la astrología y, en épocas
ya pasadas (pero eran las del siglo XIX, siglo del Progreso), el espiritismo.
Por otro lado, no se puede desconocer una experiencia de miles de años que
enseña a ver que hay muchas cosas desconocidas «entre el Cielo y la Tierra» o,
sencillamente, a ver la Tierra como una ocasión para que se ejercite el poder real
de los demonios. Mausbach —tan ponderado en sus juicios— se refiere de este
modo a los fenómenos de espiritismo: «La explicación de estos fenómenos exige,
en primer lugar, una aguda crítica de los supuestos hechos; la mayoría de ellos se
reducen a simple engaño, alucinación o procesos hipnóticos. Otros hechos
sorprendentes se explican por los fenómenos de la lectura del pensamiento y de la
clarividencia. Sin embargo, existen algunos hechos, atestiguados por
investigadores serios, de los cuales podría deducirse cierta intervención de una
fuerza y una inteligencia ultramundana. En tal caso, no se puede pensar en la
acción de los ángeles y de las almas buenas, ya que ello se opone a la prohibición
divina de toda adivinación. Se ha de tener también en cuenta el carácter
superficial de la mayoría de las revelaciones espiritistas»4.
3 MAUSBACH, Teología moral..., II, p. 285.
4
MAUSBACH, Teología moral..., II, pp. 288-289.
Nada tiene que ver con esto la vana observancia mucho más superficial, lo que
ordinariamente se entiende por supersticiones. Por ejemplo, el temor ante ciertos
días aciagos, el uso de amuletos, talismanes, la creencia en el «mal de ojo», etc.
En general, estos hechos no son más que hábitos de credulidad engendrados por
la observación de las coincidencias entre días, cosas, etc., y hechos negativos
(dejando de observar las numerosas no coincidencias). A esta especie de vana
observancia pertenece la mala suerte atribuida al día 13, al gato negro, etc.
Muchas de estas prácticas han desaparecido solas, porque son modas del tiempo.
Estos son fenómenos que pueden considerarse dentro de lo que se entiende por
magia, en el sentido más amplio: el querer controlar el futuro (qué será de mí en
cuanto al amor, el dinero, la salud y el trabajo) por medios humanos, no religiosos.
Naturalmente el contexto general es muy distinto al de la magia en los pueblos
primitivos. Hoy la credulidad está mezclada con la ciencia y los mismos videntes
utilizan —como ya se ha visto—la terminología científica. No en modo alguno el
método. Aquí no se trata de una metodología experimental. El médium, el vidente,
el astrólogo saben. No se les pregunte por qué, ni que muestren el camino que les
ha llevado a ese conocimiento. Es algo que poseen naturalmente, la «revelación»
en ellos de unos poderes ocultos en la naturaleza e inaccesibles al común de los
mortales.
Pueden extraerse muchas conclusiones de este «retorno a lo irracional». La
primera, y principal, que coincide con un estadio muy evolucionado de la ciencia.
La segunda, que ese retorno a lo irracional no es una vuelta a lo religioso, con lo
que se tiene la prueba experimental —si hiciera falta— de que la religión no está
en el ámbito de lo irracional. Para el que consulta al vidente, en muchos casos, la
religión es poco eficiente: ese ponerse en manos de Dios, suplicarle, adorarle es
poco productivo, ya que no da resultados inmediatos y contabilizables. De ahí que
la consideración de lo religioso como algo mágico sea, también desde el punto de
vista práctico, una completa tergiversación. El auge del ocultismo, la astrología y
de todas las formas de «adivinación» intentan llenar un vacío, el que deja lo
religioso cuando los hombres dejan de creer para adoptar la credulidad.
Los hombres necesitan la fe en Dios, porque están hechos para Dios. Pero Dios
es el autor del mundo y el origen de cualquier poder por encima de lo natural. Hay
que recordar, en este contexto, que el diablo es una criatura de Dios, porque lo
contrario significaría afirmar la existencia eterna de dos principios irreconciliables y
casi en el mismo plano: el del Bien y el del Mal, solución adoptada desde antiguo
por todas las formas de maniqueísmo. El hombre vive, a la vez, en el mundo
natural y en el «sobrenatural», en cuanto —consciente o no conscientemente—
sirve a Dios o al diablo. Esto quiere decir que esa realidad no puede ser suprimida
por la afirmación de que todo esto no es científicamente (experimentalment
ORIENTALISMO MARGINAL
«Yo hago yoga», dice un occidental, casi con el mismo énfasis con el que puede
decir «hago jogging». Se trata de seguir una cierta gimnasia, unos métodos de
respiración y relajación, para conseguir la tranquilidad y la serenidad. Un auténtico
yogui mirará con indiferencia estos escarceos occidentales. El yoga, tanto en el
hinduismo como en el budismo, tiende a metas más profundas: la liberación de la
intranquilidad cósmica, de la cadena de las reencarnaciones, del mundo de lo
limitado. El ideal del yogui es «perderse», identificarse con el Uno-Todo, con
Brahmán, con el Universo. No vamos a resumir trivialmente estas creencias. El
verdadero yogui lo es siempre, no a ratos perdidos, al acabar el trabajo, para
«relajarse» (ya llegaremos a esta mentalidad tan occidental).
«Yo practico el zen». Pero, ¿qué es el zen? Una de las escuelas que surgieron
dentro de la rama budista llamada Mahayana («Gran vehículo»). El zen nace en
China y pasa a Japón en el siglo XII. Se trata de alcanzar, como Buda, la
«iluminación», un estado en el que el hombre consigue liberarse de las ataduras
de lo concreto y de lo limitado, de la preocupación. El zen es una práctica
humana, un desarrollo de potencialidades existentes en la psique. Mediante las
técnicas del zen se trata de adquirir un gran poder de concentración, la posterior
iluminación y, como consecuencia, un estilo de vida que ha de notarse en
cualquier detalle: en el modo de beber, de preparar el té, de componer unas flores,
de fabricar un jardín. Todo sin más objetivo que el mismo zen. Thomas Merton,
monje católico, dedicó al zen un libro (El Zen y los pájaros del deseo) en el que
puede leerse: «El zen no explica nada. Sólo ve. ¿Qué es lo que ve? No un Objeto
Absoluto, sino un Absoluto Ver». Un occidental medio, en el supuesto de que haya
entendido esa frase, seguiría preguntando: «pero, ver, ¿qué?». Con lo que
demostraría que no había entendido nada.
Las tijeras
dudan un momento
ante los crisantemos blancos,
cualquiera con un mínimo de sentido estético se dará cuenta de que ahí existe
una adivinación. Lo inanimado, las tijeras, «duda» ante tener que cortar la vida de
unos crisantemos hermosos. Y es para dudar: «comprendemos» el ansia de las
tijeras. Esto es poesía zen.
Ahí está, quizá, lo poco que hemos conseguido entender del fondo doctrinal del
hinduismo y del budismo. Al principio se trata de religiones politeístas, pero, según
las épocas (y las escuelas, las corrientes), algunas divinidades adquieren más
importancia. Nunca tanta como el deseo de que el yo se funda con el todo. Ese
Todo (lo Absoluto, lo Uno) recibe el nombre de Brahmán. Y en el Brahmán mismo
se origina, por emanación, la «ilusión» (maya en sánscrito) de que las cosas
tienen consistencia propia, de que lo sensible es algo. Maya —como una telaraña,
como un velo— es lo múltiple que impide darse cuenta de que lo aparente es sólo
aparente: samsara. Hay que romper el velo de Maya, liberarse del samsara, darse
cuenta de que uno es un momento en lo Unico, Todo, Absoluto, el Brahmán.
Porque hay una realidad en todas las prácticas del yoga, del zen y de la
meditación trascendental que el occidental no asimila con gusto: la necesidad
perentoria de un Maestro. Si algo queda claro para nosotros, impertérritos
«racionalistas», continuos asertores de la «razón autónoma», del «libre examen»,
de la «libertad de conciencia», es que en Oriente hay discípulos y maestros. Nadie
llegará a utilizar el yoga, a vivir zen (a ser zen) sin un Maestro que va orientando
continuamente, que prepara la posible (pero no asegurada) «iluminación» del
discípulo. En Occidente no. Aquí se desea que, después de unas clases en una
academia, uno mismo sea su propio yogui para, después quizá de haberse
exaltado demasiado viendo un partido de fútbol por la televisión, poder relajarse
y... dormir bien.
Merton critica ásperamente la utilización occidental del zen: «Esa actitud pseudo-
zen, que justifica un absoluto colapso moral, a base de un puñado de
racionalizaciones de las enseñanzas de los Maestros, no es más que una nueva
forma de autoengaño burgués. No expresa una revuelta saludable, sino tan sólo
una variante del mismo convencionalismo inerte y sin vida del que parece
protestar».
Para el hinduismo valdría el «todo está lleno de dioses», de Tales de Mileto. Para
el budismo, el culto al propio yo no como autónomo, sino como «perdido» en el
fluir de lo vital. Merton señala la incompatibilidad de esta visión con la perspectiva
cristiana: «El budismo parece definir la vacuidad como negación de toda
personalidad, mientras que el cristianismo encuentra en la pureza de corazón y en
la unidad de espíritu una realización suprema y trascendental de la personalidad.
Estamos ante un problema extremadamente complejo y difícil que yo no me siento
capaz de abordar».
Para complicar aún más las cosas, los maestros del zen estiman que un cristiano
no puede jamás ni aprender ni enseñar una verdadera meditación zen. ¿La razón?
Su amor a Cristo. Y si esto no existe, difícilmente puede hablarse de cristianismo.
Pero es que, además, en nuestra cultura occidental se valoran realidades como la
libertad y la responsabilidad personales, el esfuerzo del trabajo, la preocupación
por las cosas, la solidaridad. ¿Se puede hacer esto compatible —esto, que es
pleno dominio del samsara— con el deseo de una «iluminación» que evite todas
esas ocupaciones?
Empezamos por el más famoso, el gurú (o maestro) Maharaj Ji, de quince años en
la fecha de su presentación en Europa. Uno de sus primeros estrenos fue en
París. Su madre, Shri Mataji, había preparado el camino unos meses antes, en
mayo. En septiembre muchos miles de personas acudieron a ver al gurú de quince
años. Entra Maharaj Ji y se instala en su trono. Un discípulo besa el cojín de satén
blanco sobre el que reposan los pies del gurú. Empieza a hablar de la «energía
espiritual», pero en la sala hay tantos «contestatarios», que han venido a
«reventar» la función, que la velada debe interrumpirse. Lloran sus 1.400
seguidores franceses (eran siete millones en todo el mundo). Lo creen «el Señor
del Universo».
Estuvo también en España, recibiendo una cierta adhesión entusiasta por parte de
algunos jóvenes. Los padres se preocuparon. En realidad, el gurú prometía sólo el
«conocimiento», fuente de paz, de beatitud y de amor; estaba en contra del tabaco
y de las drogas y predicaba la abstención de la carne, del alcohol y de las
relaciones sexuales irregulares. En 1975 vino, sin embargo, la catástrofe.
El International Herald Tribune (6/7 abril 1975) daba la siguiente noticia: «La
madre del joven dios de 17 años ha descrito a su hijo, que vive en los Estados
Unidos con su esposa americana, como un play boy y en absoluto como un santo.
En un documento que ha escrito en Nueva Delhi, declara que "retira a su hijo del
título de guía espiritual de la Misión de la Divina Luz" y no lo reconoce ya como "el
maestro perfecto", como lo habían bautizado sus discípulos. Shri Mataji, o la
Santa Madre, estima que su hijo —influido por malvados elementos de la Misión
americana— ha ignorado completamente lo que ella le decía y lleva una vida
condenable, desprovista de espiritualidad. Con el corazón gimiendo —prosigue
Shri Mata-ji—, y junto con los ocho millones de adeptos indios, denuncio sus
actividades y lo separo de la Misión, de la que ha olvidado el camino espiritual».
Los primeros años de la década de los setenta fue una época pródiga en gurúes y
maestros orientales. También en septiembre de 1973 hizo su presentación en
París Kotama Okada. Es un «mesías» al que Dios ha encargado que salve a la
humanidad. Kotama Okada, en la época de su presentación en Europa, era ya
mayor: 72 años. Hasta entonces había hecho, según confesión propia, un millón
de prosélitos. No tenía, según él, nada que ver ni con el zen ni con las religiones
que existen en Japón. Era un caso único; especial.
Había nacido sin ningún signo de mesianismo. Antes de la guerra dirigía cinco
empresas de construcción de aviones. Hizo la guerra como oficial. Mucho más
tarde, el 27 de febrero de 1959, según el relato de los discípulos, ocurrió esto: «A
partir de ahora, dijo Dios, tú llevarás el nombre de Kotama. Levanta la mano y
purifica al mundo entero. Entonces Kotama levantó la mano y, ante su asombro,
los ciegos empezaron a ver, y los paralíticos a andar. Él podía, como Jesucristo o
Buda, sanar a los enfermos y purificar a los hombres».
Una tercera historia, con uno de los gurúes que han predicado la «meditación
trascendental». Se trata de un yogui, Maharishi Mahesh. El yogui inició su
actividad occidental en 1970, en la Universidad de Stanford. No se presenta como
religión, sino como una «sabiduría» (inteligencia creativa o creadora) para obtener
el reposo del alma. Se ha organizado mediante cursos y profesores titulados. Uno
de esos profesores, en una entrevista en La Vanguardia (18 enero 1974),
explicaba: «Después de recibir unas charlas informativas en nuestro centro, el que
se inicia necesita de dos horas, durante cuatro días consecutivos, para aprender
la técnica. El primer día se aprenden los sonidos
(llamados mantras) seleccionados por el profesor, de acuerdo con la capacidad
vibratoria que más convenga al sistema nervioso de cada uno. También se le
enseña el modo de utilizar ese mantra. A través del mantra se llega a niveles cada
vez más profundos, produciendo en el cuerpo un descanso más hondo que el del
mismo sueño y de una manera espontánea.» No hay que pensar en nada: «se
comienza percibiendo mentalmente estos sonidos y se acaba con la mente en
blanco». No se trata de mucho tiempo: «Bastan quince minutos por la mañana,
para preparar el día, y quince más por la tarde para eliminar la fatiga y las
tensiones acumuladas durante el día. Por eso se dice que la meditación
trascendental no es más que una preparación para una actividad dinámica.»
LA CREENCIA ECOLÓGICA
Una antigua súplica, por supuesto precristiana, a la Tierra rezaba así: «Sagrada
diosa Tierra, madre de la naturaleza, que vas engendrando y regenerando todo...
Das los alimentos necesarios para vivir con fidelidad perpetua y, cuando se retire
el alma, nos refugiaremos en tu seno. Todo cuanto das recae dentro de ti, de
modo que con razón tú, Tierra, eres llamada madre grande de los dioses... Tú eres
la Madre de los hombres y de los dioses, sin la cual nada nace ni alcanza la
madurez. Tú eres la Grande, tú, diosa reina de las deidades. Diosa, te adoro e
invoco tu divinidad»1. Es posible pensar que aquí, por Tierra, se entiende esta
costra que pisamos, pero, también, todo lo que hay en ella (plantas, animales),
junto a ella (mares y ríos), sobre ella (el aire). En una palabra: el paisaje humano,
la seguridad de lo firme, el «misterio» de lo que nace y renace y muere y renace.
Las formas religiosas más primitivas han venerado a la Tierra. Un antiguo Himno a
la Tierra (del siglo vi a. C.) dice así: «Voy a cantar a la Tierra, Madre Universal de
sólidos cimientos, anciana venerable, que nutre sobre el suelo todo lo que
existe»2. «Sólidos cimientos», seguridad, apoyo.
1 Texto en la interesante obra de M. GUERRA, Historia de las religiones, 3 volúmenes, cita por
vol. 3, Eunsa, Pamplona 1980, p. 25.
2 Historia de las religiones, 3, p. 24.
Desde entonces, las relaciones del hombre con la tierra, el aire, el mar, con las
demás criaturas se pueden «complicar». ¿Qué significa el dominio del hombre
sobre la Naturaleza afirmado en el Génesis? El mundo «desdivinizado» se
convierte en algo ya no «misterioso», sino inteligible. Esta revelación del Génesis
está pues en los fundamentos de la posibilidad de la ciencia. Cuando la
Naturaleza es entendida como lo «absolutamente otro» cabe la adoración, no la
ciencia; cuando sólo Dios es el «absolutamente otro», el hombre tiene a su
disposición lo natural, para conocerlo, utilizarlo.
Se ha descrito que el cristianismo —y, antes, la revelación del Génesis—, al hacer
posible la ciencia (y la técnica) ponía al hombre en camino de lo que hoy tanto se
deplora: la degradación tecnológica, el estropicio de lo natural, la confusión de
órdenes, la contaminación. ¿Es cierto? Hay aquí un gran equívoco. La mayoría de
los escritores cristianos, hasta bien entrado el siglo xIv, consideraban lo natural
como «cifra» o como «mensaje» de la acción de Dios. Basta, como ejemplo
máximo, el Himno a las criaturas, de San Francisco de Asís. Ya no es un Himno a
la Tierra, sino a las criaturas; pero, precisamente por eso, las criaturas son
tratadas con el mayor respeto. Francisco de Asís llegó a predicar a los peces, a
mantener un estupendo diálogo con el Hermano Lobo, a aconsejar a sus frailes
que no se limpiasen los pies en el río, para no manchar el agua, que es «blanca y
humilde y casta»; que sacasen fuera un poco de agua, para la limpieza, pero que
no contaminasen.
¿Cómo y sobre qué fundar esa nueva cultura? La mayoría de los grupos
ecologistas saben bien «contra qué» están y son capaces, como suele decirse, de
proponer «medidas alternativas», pero desconfiando, por experiencia, de
«grandes» construcciones del pasado (por ejemplo, el determinismo afirmado por
la mayoría de los científicos del siglo xIx), se niegan a «confesar» una línea clara
en las cuestiones fundamentales. Poco a poco, y como en negativo, algunas
líneas se van afirmando, hasta componer un «universo de creencias» y, en los
ritos, una «religión».
Otros, en cambio, prefieren creer que está surgiendo, precisamente a través del
motivo ecológico, una nueva cultura. Roger Kleine, animador en el Instituto
Europeo de Ecología, dice: «La apertura hacia lo espiritual, integrada en una
búsqueda de equilibrio y el desarrollo de todas las dimensiones de la existencia
humana, es, sin duda, uno de los rasgos característicos de la ecología. El interés
demostrado por las grandes religiones históricas, la búsqueda de la sabiduría
olvidada, depositada en el pensamiento oriental o cristiano (en particular en el
Evangelio), el redescubrimiento de la contemplación, forman parte integrante de
la avant-culture ecológica». Y, sin querer, encontrarmos aquí otra experiencia ya
muchas veces registrada en la historia: el sincretismo. El «sentido» de la
naturaleza en el pensamiento y en las religiones orientales presenta caracteres
muy respetables, pero está en cierto modo en las antípodas del pensamiento
cristiano. La «síntesis» parece más un «arreglo» que una verdadera creación. Los
movimientos ecológicos, en 0muchos casos, no llevan, por ejemplo, la defensa de
lo vivo a la defensa de la vida humana concebida y no nacida, es decir, a la
oposición al aborto. Esos mismos movimientos son «ordenancistas» en todo lo
que se refiere a la cuestión demográfica. Aparece en seguida un «cálculo» no
basado en una «sabiduría antigua» o en la «contemplación», sino más bien en la
organización «racional» de un idílico paisaje para el hombre.
Una vez más: es la antigua creencia telúrica la que vuelve, una creencia
compatible con cualquier tipo de manipulación no tecnológica (que entonces no
existían en un grado sofisticado). Una creencia, sin embargo, «pasada» a través
de la experiencia cientifista; de la tierra se busca no la «numinosidad», sino la
seguridad, la conservación o quizá la recuperación. El «ecologista» en este
sentido marginal (es decir, no el integrado ya en un grupo político o en una
disciplina científica) es comparable al iniciado en algunos de los misterios
paganos, como los eleusinos. A él la Tierra (Deméter) puede dirigir las palabras de
un antiguo mito: «¡Hombres ignorantes e insensatos, incapaces de presentir la
venida de la buena ni de la mala suerte! Yo había hecho a tu hijo (un humano
cualquiera) libre de la vejez e inmortal. Pero ya no podrá evitar el destino de la
muerte. No obstante, le corresponderá siempre sempiterno honor por haberse
sentado sobre mis rodillas y dormido en mis brazos... Soy la venerada Deméter, la
más abundosa fuente de provecho y de gozo para los inmortales y para los
mortales. Pero, ¡ea!, que todo el pueblo me erija un templo espacioso y un altar en
él junto a la acrópolis... Yo misma voy a fundar unos misterios para que, en
adelante, volváis propicio mi corazón celebrándolos piadosamente»3.
Todo esto no puede realizarse sin una cierta «ingenuidad», no en vano es algo
que se da «después» que el hombre ha creído, durante siglos, que era el
«dominador de la Naturaleza», que la ciencia había dado ya con todas las claves.
De ahí el sabor «primitivo» y casi infantil de muchas demostraciones de
ecologismo. Infantil no en sentido peyorativo; al contrario, hace falta valor, en una
época aún predominantemente racionalista, para defender lo imposible, la «pureza
originaria», la tierra incontaminada, la «vuelta» a un mundo en el que las fuentes
de energía eran la fuerza humana, la animal, el agua y el viento. La «creencia
ecológica» se encuentra, de este modo, en una situación contradictoria: utilizará
altavoces (energía eléctrica) para hacerse oír; quizá querrá participar de los
«misterios» de la electrónica (radio, televisión) para llevar el mensaje al mayor
número posible de personas. Utilizará la ciencia contra la ciencia o, si tiene que
matizar, contra «un mal uso de la ciencia», con lo que se coloca, insensiblemente,
en un «racionalismo moderado».
Passmore tiene que atacar, a la vez, por eso mismo, en un doble frente. Contra el
cristianismo, por afirmar éste el primado del hombre sobre la Naturaleza. Contra el
paganismo (y, en realidad, muchas otras formas religiosas) por sacralizar la
Naturaleza: «No han de encontrar alivio los asuntos ecológicos porque
confiramos, una vez más, carácter sagrado a la Naturaleza. Doctrina que,
también, "se interpone en la vía del conocimiento". Queriendo remontar así la
corriente daremos las espaldas a toda la tradición científica occidental, la más
grande acaso de las consecuencias humanas. Sacralizar la Naturaleza sería caer
en una tentación que ya rechazaron griegos y judíos: la de reconocer una vida
misteriosa que sería sacrilegio, impropio, entender o dominar, una vida a la que ha
de tributarse culto. La ciencia, por el contrario, troca los misterios en problemas a
los que espera dar solución»6.
6 Ibidem, p. 200.
LO SACRO Y EL ROCK
En 1980 apareció un nuevo álbum titulado Saved Sa. Cada vez es más explícito:
«Estaba cegado por el diablo. Nací ya arruinado, muerto, con una frialdad de
piedra. Y soy feliz, sí; soy feliz, soy feliz, tan feliz». Sociológicamente, esta
conversión en los años ochenta ha sido relacionada con el cansancio de los
setenta, después de la euforia de los sesenta. Pero, según Dylan, su conversión
iba más allá de estas clasificaciones de urgencia. El pretendía una experiencia
religiosa afincada en lo genuino; y el lenguaje es reconocible: «Tú me lo has dado
todo. ¿Qué puedo hacer por Ti? Tú me has dado ojos para ver. ¿Qué puedo hacer
por ti? (What Can 1 Do for You?). Se nota que el álbum de 1980 está basado en
una lectura del Evangelio con signo «fundamentalista», según la terminología
anglosajona, es decir, tremenda y alarmista, pero indudablemente sincera:
«¿Estás preparado para encontrar a Jesús? ¿Estás donde debes estar? ¿Te
reconocerá cuando te vea? ¿O dirá: Apártate de mí?» (Are you ready?).
¿Cuál fue el impacto de la nueva música de Dylan sobre millones de jóvenes que
lo han seguido durante años ciegamente?
El impacto apenas se notó. La música rock y folk había acostumbrado, por sus
temas, a cualquier cosa. Todo era válido, todo era lícito. Se han hecho canciones
a la promiscuidad sexual, a la droga, a la paz, al aburrimiento, al nihilismo. Pero,
por otro lado, la conversión de Bob Dylan —una figura que ha estado y sigue
estando en la actualidad, en aquellos sitios o en aquellas formas culturales que se
estiman más típicas del momento histórico— no deja de ser una muestra, a su
modo, de la pervivencia o perennidad del sentimiento de lo sacro. No por usadas
en las formas fundamentalistas las siguientes palabras de Bob Dylan, en 1980,
dejan de impresionar. En una época en la que muchos teólogos afilaban la
ambigua espada de la desmitificación o procuraban una reconversión de la fe en
un mensaje simplemente social o político, Dylan reintrodujo, en el auditorio menos
usual, estos interrogantes: «¿Estás preparado para el juicio? ¿Estás preparado
para la terrible y afilada espada? ¿Estás preparado para Armagedón? ¿Estás
preparado para el día del Señor?»
Pero en el universo artístico de Lennon no cabía Dios, ni, por tanto, lo religioso.
De Imagine (1971) son estas palabras: «Imagínate que no hay países. / No es
difícil de hacer. / Nada por lo que matar o morir / y tampoco religión. / Imagínate a
todo el mundo / viviendo la vida en paz». Así, al final, el núcleo de la propaganda
de Lennon —con unos resultados económicos espectaculares— era un pacifismo
que envolvía la negación imperturbable de Dios, junto con la permisividad de
cualquier comportamiento. Sólo estaba prohibida la violencia.
Este mito del beatle Lennon duraría todavía algunos años, pero acabaría
muriéndose por consunción. Y, sin embargo, se dio en él, en pequeña escala, lo
que en cualquier época han sido los ingredientes de la construcción de una
simbología que se aprovecha de los elementos de lo sagrado. Un relato breve,
pero muy incisivo, de la escritora Carmen Martín Gaite, constituye un documento
importante de aquellos días de diciembre de 1980: «La muchedumbre de fans del
ex beatle, alucinada y enardecida, ora por los suicidios que su muerte ha
producido, ora por las consignas de paz y amor que Yoko Ono, certera y
sabiamente, imparte desde su lujoso retiro de Dakota para fingir que aplaca los
ánimos, sigue comprando compulsivamente los periódicos con el único fin de que
le suministren pasto para incrementar su sensación de pena y orfandad, para
alimentar el credo de la naciente y ambigua religión a la que se abandona y
adhiere sin la más mínima reserva de escepticismo o de desconfianza». Yoko
Ono, en efecto, la conocida compañera de Lennon, alimentó desde el principio el
mito, revelando a los periodistas que el hijo pequeño de John había dicho que su
padre «seguía creciendo» después de muerto, incorporándose al gran Todo.
Carmen Martín Gaite continúa: «Pocas veces se podrá haber constatado como en
esta ocasión que la juventud actual está ansiosa de dioses y que se agarra, como
a un clavo ardiendo, a cualquier argumento que el destino le depare para
encauzar e institucionalizar esa sed reprimida de religión. Cuando el domingo
pasado, 14 de diciembre, tras los diez minutos de silencio organizados por un
invisible agente publicitario, empezó a nevar sobre las 100.000 personas
congregadas en Central Park para rendir homenaje a John Lennon, alguien
comentó: "Es su sonrisa, que empieza a caer desde el cielo encima de nosotros".
Cuando leí este comentario en los periódicos del lunes, me acordé de que en
1715, a la muerte de la reina María Luisa de Saboya, se había visto una especie
de extraño cometa en el cielo, que el pueblo de Madrid había interpretado como
una prolongación de su espíritu sobre el pueblo, y de las críticas que acerca de
esta clase de supercherías se habían elaborado desde el padre Feijoo en
adelante. Y me pareció que el tiempo volvía atrás, que no habíamos dado ni un
paso en materia de superstición».
Una vez más volvemos a un dato que no desaparece nunca, y sobre el que habrá
que reflexionar con profundidad: la necesidad de creer. El cometa en el cielo de
Madrid o la nieve en el de Nueva York —interpretados como una muestra del
espíritu de dos que han muerto— es una superchería, pero no lo es la necesidad
de poner «en alguna parte» el deseo de la inmortalidad propia y ajena. Martín
Gaite revela, como testigo presencial de aquellos días en Nueva York, lo que es
una «construcción» del mito. «Detrás de una de aquellas ventanas iluminadas,
donde el pueblo llano imaginaba llorando a mares a la viuda del ídolo, ella, la
altiva y despejada japonesa que había de contribuir a la propagación del mito, se
sentía imbuida del protagonismo y el carisma que le legaba su multimillonario
compañero y estaba escribiendo el mensaje que al día siguiente harían público
todos los periódicos del país, dando las consignas para el funeral multitudinario
llamado a propagar el mito. Al día siguiente, no sólo en los diarios, sino escritas en
sábanas blancas colgadas a lo largo de Broadway, las palabras de Yoko Ono,
erigida en diosa que recoge la antorcha, fortificaban y daban coherencia a la
naciente religión de los desamparados, de los sedientos de un guía religioso
(incluido el desventurado asesino) y, bajo su aparente tono de concordia y amor, a
duras penas eran capaces de encubrir el fariseísmo del manager todopoderoso,
que trata de disimular arteramente que acaba de heredar treinta millones de
dólares y que encima se arroga el privilegio de seguir orquestando el tinglado».
(...) ¿Seguirán sin darse cuenta los fans del ex beatle, que ya en repetidas
ocasiones lo han comparado con Jesucristo, de que están siendo manipulados por
la más descarada capitalización de un mito que tiene mucho más de profano que
de religioso?»1.
Se advierte así, por otra parte, la equivocación que supone interpretar ese estado
de ánimo de la juventud como algo «naturalmente cristiano» e incorporarlo, por
ejemplo, a la liturgia como una forma de conectar lo religioso con los tiempos
actuales. Efectivamente hay algo «religioso» en esas actitudes, pero es un factor
que llevaría también a la religión de los misterios órficos (a unas formas folklóricas
de gnosis). Realizar una liturgia como si fuera una acampada de hippies es un
intento fracasado de antemano, porque no es un camino hacia lo religioso.
Es una celebración del hombre por el propio hombre, pero esto encuentra su lugar
más propio en la calle, en el pub, en el simple estar alrededor de un poco de
alucinógeno. Estos mitos no se contraponen exactamente a la razón técnica (ya
se ha visto cómo esa razón técnica puede fabricar uno), sino a lo religioso sin
más, que no es tecnificable.
Mientras tanto, los adeptos del «rock» —una forma de cultura —siguen
celebrando sus ritos. La «reunión» (asamblea) puede ser cualquier rincón de la
calle, pero se concentra en la discoteca. Hay templos como las tiendas de discos,
en las que se intercambian admiraciones sobre los efectivamente «consagrados».
Esa información puntual de la que necesita el creyente es suministrada por el
«disc-jockey», en estilo confuso, pero que no regatea una forma de adoración por
la corriente musical que, en aquellos momentos, represente «el alma» de la
música.
La fiesta por antonomasia será el recital del famoso. Allí se dará el entusiasmo
hasta el paroxismo, el delirio sexual (como en algunos ritos griegos y romanos), la
identificación con el cantante que se despoja de la ropa y cae purificado por un
torrente de agua, en la que todos quieren ser bañados.
Respecto a toda esta compleja simbología, y a sus objetos materiales, una parte
de la juventud es dócil hasta extremos insospechados. Es «devota», «creyente»,
«asidua». No hay aquí lugar para la incredulidad, ni para la rebelión. El culto es
asimilado en todas sus formas sin un ademán de desagrado. Todos,
unánimemente, cantarán al amor y no a la guerra; clamarán contra el demonio del
peligro nuclear; celebrarán el paraíso perdido de una Naturaleza no contaminada.
Hay que ver, en directo, el clamor de decenas de miles de devotos del rock para
entender esta forma de transformaci
Los primeros juegos olímpicos de los que existen testimonios históricos son del
776 a. C. Se iniciaban con ritos religiosos de preparación, con ceremonias de
purificación. Este aspecto sacral estaba unido indisolublemente a las pruebas de
carrera, lucha, pugilato y jabalina. Para los griegos de Olimpia (y Olimpia era la
cita de atenienses, espartanos y otros pueblos), los juegos eran, antes que nada,
fiestas, conmemoraciones. No eran un «culto al cuerpo», al menos directamente,
sino a esas virtudes físicas y anímicas que los griegos trasladaron a sus dioses.
Basta leer las odas de Píndaro para advertir cómo predominaba el elemento
religioso. Durante varios siglos, los griegos fueron fieles a este culto, a través de
293 ediciones de los juegos. Cuando fueron suprimidos por Teodosio, en el año
393, al parecer por consejo de San Ambrosio, aún permanecía esa mezcla de
«deporte» y «religión» que parecía un obstáculo a la difusión del cristianismo.
El origen de los juegos olímpicos es mítico. Enomao, rey de Pisa, había decidido
entregar a su hija Hippodamia sólo al hombre que lograse vencerle en una carrera
de carros, cosa al parecer imposible porque Hippodamia contaba con caballos
celestes cedidos por Ares, el dios de la guerra. Pélope, el héroe epónimo del
Peloponeso, se presentó a la competición con caballos obtenidos de Poseidón (el
Neptuno de la mitología romana); según una de las versiones del mito,
Hippodamia, enamorada de Pélope, soborna al cochero del rey Enomao; se
produce un accidente y el rey muere. Pélope se casa con Hippodamia y se
adueña del Peloponeso. (Es uno de los linajes más trágicos de la mitología griega:
Pélope era hijo de Tántalo y padre de Atreo y Tiestes). Fue Pélope, según el mito,
quien inicia los juegos, que, tras una etapa de decadencia, fueron restaurados por
Hércules.
Con el cristianismo, los juegos paganos perdieron importancia, pero muy pronto
las competiciones estarían también bajo influencia religiosa. La larga vida de los
torneos y juegos medievales lo demuestra. Sólo hacia los siglos xv y xvI la fiesta
adquiere un carácter profano. Es significativo, sin embargo, que cuando en 1896
tuvieron lugar los primeros juegos olímpicos modernos, se celebrasen en Atenas y
que, poco a poco, fueran adquiriendo un sentido ritual. Todos recordamos ese
inicio en Olimpia, bajo la mirada de unas supuestas sacerdotisas que entregan a
un atleta el fuego; y el recorrido del fuego hasta lograr encender la llama de una
especie de «lámpara votiva» en el lugar principal de la Olimpiada. Es un momento
solemne, que muchos acogen con un silencio «religioso», mientras, como en los
antiguos ritos, miles de palomas son soltadas al aire.
Los elementos «sacrales» del deporte pueden verse desde dos perspectivas: la
del atleta y la del espectador. Esta última, con la transmisión televisiva, se ha
convertido en un espectáculo de dimensión mundial. En su aspecto colectivo, las
Olimpiadas representan, de algún modo, una tregua en las enemistades
internacionales. Se interrumpieron durante la primera y la segunda guerra
mundial. Habitualmente, en este aspecto colectivo, la Olimpiada «recoge» el
carácter «sacro» del nacionalismo. El rito de los premios, cuando la bandera del
país al que pertenece el vencedor es izada, provoca generalmente esa casi iden
tificación entre el hombre y la tierra de donde procede, como un lejano eco del
culto a la Madre Tierra. Las utilizaciones políticas o ideológicas de las Olimpiadas
y de sus resultados son posteriores, en importancia, a ese «nacionalismo sacro».
Como es lógico, en todo esto hay grandes dosis de entretenimiento, de empleo del
tiempo libre; pero, una vez en el esquema, las reacciones y los comportamientos
tienen un tono que evocan experiencias sacrales.
Las grandes espectáculos deportivos, a los que asisten masas, pueden degenerar
con cierta frecuencia en manifestaciones violentas. En una época en la que no
existen «guerras de religión» desde hace mucho tiempo, algunos encuentros
internacionales (o incluso nacionales) dan origen a una especie de confrontación
bélica. Los hinchas «invaden» el campo; son arrojados objetos más o menos
contundentes y si, por casualidad, algunos hinchas tuvieran en sus manos un fusil,
probablemente no dudarían en disparar.
Si nos trasladamos al terreno del ejercicio individual del deporte --o, en general,
del ejercicio físico—, se pueden observar también fenómenos de «dedicación» y
de «ascesis» que recuerdan algunas formas religiosas.
Mírese, para empezar, a ese hombre o a esa mujer, ya no tan joven (quizá
rondando los cincuenta), corriendo en el parque, o en medio de la calle, todos o
casi todos los días, muy de mañana. Personas que consideran difícil levantarse
pronto para asistir a misa un domingo, no dudan ante el madrugón necesario para
hacer jogging. La explicación habitual es «mantenerse en forma», pero detrás, en
bastantes casos, hay una especie de «ascética». El correr adquiere,
inconscientemente, el significado de un viaje, de un ir «más allá» de sí mismo, de
poner a prueba capacidades del cuerpo y del espíritu. Esa idea engendra toda una
preparación (desde el tipo adecuado de zapatillas hasta la indumentaria) y, antes y
después de la carrera, un ritual y unas prácticas que, en algunos casos, se
parecen mucho al ayuno.
LO SACRO EN EL CINE
Para empezar, el cine es visto en seguida como espectáculo y como ciencia; las
primeras cortísimas cintas son retazos de la vida, cosas pintorescas o llamativas o
piezas cómicas. En un segundo momento, por ejemplo con Georges Méliés, se va
ya a la escenificación cinematográfica de relatos fantásticos y de aventuras, de
viajes, es decir, de la parte más «espectacular» de la literatura de la época. El cine
era «movimiento» y se querían argumentos «movidos» (teniendo en cuenta que,
hasta 1930, como se sabe, el cine es mudo).
Una tercera etapa, muy temprana, realiza en cine los grandes dramas. Y, como
era de esperar, ya aparecen los temas religiosos. Sin pretensión de exhaustividad
pueden citarse: Le baiser de Judas, de Henri Lavedan; La Passione di Gesú, de
Luigi Topi; Quo vadis?, de Enrico Guazzoni, el gran éxito de 1912; Passion
Play, del norteamericano Richard Hollaman, etc.
Es sintomático que uno de los hombres más singulares del cine reciente, Woody
Allen, y quizá el que más ha conseguido transmitir su desesperanza a una parte
de la juventud, incida una y otra vez en temas trascendentes. «Lo que nos
preocupa es de orden espiritual, religioso, ha dicho. Si lo comprendemos, todo lo
que podemos aprender en el campo profesional, artístico, político, se convierte en
temporal e incompleto.» (De Woody Allen son especialmente interesantes, en este
sentido, Interiores y La última noche de Boris Gruschenko). Allen se decide, en
último término, por lo absurdo, por quedarse limitado en el perímetro del propio
cuerpo; pero no me estoy refiriendo a un tratamiento de lo sacro, sino a sus
«transformaciones».
Con una nada sospechosa unanimidad, y dejando a un lado los filmes de género
que se autolimitan solos (los cómicos, el western, el de terror y monstruos, la
comedia brillante, etc.), los críticos cinematográficos, al seleccionar los grandes
nombres, no dejarán de citar a Dreyer, Bergman, De Sica, Fellini, Duvivier, a
realizadores que, al enfrentarse con temas de fondo, han tenido que «tocar» de
algún modo su dimensión sacra, bien en sí, bien en sus «transformaciones». No
tiene nada de extraño que el cine, un arte surgido en este tiempo y que, en este
tiempo, sigue atrayendo a millones de personas, se haga eco, lo quiera o no, de
un tema de nuestro tiempo como es la inevitabilidad de lo sacro y su reaparición,
transformado, en los aspectos más singulares e insólitos.
Ciertamente, Supermán (I, II y III) es un «redentor» comercializado y barato; pero,
insensiblemente, viene a llenar un hueco de deseo de salvación, aunque sea sólo
en la ilusión de lo que dura la proyección.
E. T., uno de los fenómenos más interesantes de la historia del cine, ha dado lugar
a interpretaciones de diverso género. Pero pocos han podido negar el efecto
«catártico» o de «purificación» que tenía sobre una parte de los espectadores.
Cito de una entrevista hecha en la calle, en los primeros días de su proyección.
Una mujer dice: «Era como si yo me hubiese hecho niña, con esos niños; y sentía
que tenía que dar cariño a esa criatura (se refiere al pequeño monstruo), porque
estaba tan desvalida... Había que tener eso, más caridad, con todos los seres del
universo».
EL RETORNO DE EPICURO
Esto es, para Lucrecio, lo esencial del mensaje que trae Epicuro. En Epicuro,
Lucrecio ve al debelador de la superstición, entendiendo por superstición cualquier
creencia en un más allá. Todo está más acá, como recordará en una ocasión
Marx, que no en vano realizó su disertación doctoral sobre la filosofía de Epicuro.
Escribe García Gual: «La negación de la providencia divina por parte de Epicuro
fue ya para los antiguos uno de los trazos más escandalosos de su filosofía»2.
La lectura de Epicuro se intenta hacer hoy, por parte de autores como el citado, no
en el sentido de una arreligiosidad, sino en el sentido de una «nueva religiosidad».
No en vano ha sucedido, mientras tanto, el fracaso del racionalismo, tanto en su
forma antigua (ésa fue la victoria cristiana) como en su forma moderna, en los
tiempos actuales. Se intenta, por tanto, superar la posición religión-antirreligión
con la construcción de una religiosidad inmanente, como algo casi estético.
Esto es todo lo que puede decirse de lo divino. El resto, construido por el hombre,
es superstición. Pero, ¿cómo son los dioses de Epicuro? Materiales, con cuerpo,
felices, eternos y totalmente despreocupados de los asuntos de los hombres. Los
hombres, sin embargo, hacen bien en cumplir con los dioses, de forma ordenada,
tranquila, aunque sin ninguna preocupación por el bien y el mal. Nos encontramos
aquí con una visión de la religiosidad que es también la del fracaso del
racionalismo cientista. No hace falta negar lo religioso; simplemente hay que
atribuirle un valor sólo humano, controlado por la razón. «Si uno rememora la
creciente superstición de la época helenística, si medita en la ansiedad y en la
angustia que parecen caracterizar ese tiempo, en que aparecen mil nuevos cultos,
con sus credos místicos, sus promesas de salvación trasmundana (en contraste
con la abstención al respecto de la religión tradicional griega), y sus fanatismos,
en un clima de irracionalidad senil, esta sobria piedad epicúrea se colorea de una
amable tonalidad espiritual»5.
Podría observarse, sin embargo, que la moderación epicúrea no dio origen nunca
a muchos adeptos y menos a una corriente de civilización. Quedó siempre como
entretenimiento de eruditos, no como realidad culturalmente extendida. Al dejar la
religión «celeste», el hombre medio no se hace epicúreo, sino que se entrega a
una creencia de sustitución, a veces con todos los rasgos del fanatismo y de la
intolerancia. Y es que, con toda probabilidad, la expresión «masa de epicúreos»
sea una contradicción en los términos. El proceso que, con otros, desencadena
Epicuro tenía que traer consigo un fenómeno más alarmante: la teorización del
nihilismo.
Un pensador que ha quedado «traspapelado» en casi todas las historias tiene que
comparecer ahora ante nuestros ojos. Es, probablemente, el pensador más
solitario de toda la historia del pensamiento. Me refiero a Max Stirner. Fue
contemporáneo de Marx. El autor de El Capital lo atacó a su gusto, en La
ideología alemana, utilizando su arma preferida: que Stirner es, en el fondo, un
pensador religioso, que se le podría llamar San Max y toda esa artillería molesta.
Stirner se merecía otro trato.
Marx creyó desembarazarse fácilmente del pobre Max, con su nihilismo. Pero,
muerto Marx, otro solitario, Nietzsche, repitió la aventura de Stirner: nada queda,
sino el nihilismo. Contra este nihilismo, el racionalismo clásico no puede nada, ni
en la versión «clásica», epicúrea, ni en la moderna versión cientifista. El
racionalismo se devora inexorablemente a sí mismo. La pretensión de medir todo
con las únicas fuerzas humanas acaba con esas mismas fuerzas.
No se trata de crear una teoría, sino de comentar lo que está ahí, de hablar de una
serie de hechos que, tercos, se resisten a los anuncios de desaparición. Teoría y
cultura: algunas reflexiones sobre por qué lo sacro y algunas consideraciones
sobre prácticas sacras, ya que el término práctica religiosa necesita una
temporada de descanso para que pueda sonar en toda su fuerza.
LA NECESIDAD DE LO EXTRAORDINARIO
Más por el gusto de conocer que por el deseo de «utilizarlo», el hombre se ha
dedicado crónicamente al estudio del hombre. Como es de prever, resulta
imposible resumir el contenido de esos estudios, pues el hombre está no sólo en
las llamadas ciencias humanas y/o sociales, sino en todo el amplio ámbito de las
otras ciencias que él mismo ha construido y, sobre todo, en los productos
innumerables del arte. Homero, Dante, Goethe, Shakespeare, Cervantes,
Dostoievsky —o Leonardo, Velázquez, Miguel Angel, Goya— tienen más que decir
sobre el hombre que la inmensa mayoría de los psicólogos, sociólogos y
antropólogos de los siglos xix y xx. Y a esa lista mínima podrían añadirse músicos
—Bach, Mozart, Beethoven, Verdi, Wagner—, arquitectos, incluso los artistas
anónimos de las mal llamadas «artes menores» (decoración, orfebrería, miniatura,
etcétera).
1. Beber.
2. Comer.
3. Sexo.
4. Descanso, comodidad.
6. Relaciones interpersonales.
8. Paternidad. Maternidad.
9. Juego.
10. Pertenencia, deseo de ser aceptado por otro, en conflicto con el deseo de
soledad.
primarios secundarios
Comida Universalidad
Bebida Salud
Sexo Fiabilidad
Juego Cultura
José Luis Pinillos, de quien tomo estos resúmenes, comenta que «lo importante
de la motivación humana estriba justamente en su plasticidad y carácter creador;
en virtud de sus propias creaciones motivacionales, rompe el hombre con todos
los es-quemas fijos —en el fondo, calcados de la noción de instinto—y consigue
que sus necesidades no sean pulsiones necesarias, sino deseos, sujetos en
último extremo a la regulación superior de su voluntad1.
1 J. L. PINILLOS, La mente humana, Madrid 1969, pp. 132-133.
La psicología, basada muchas veces en lo que empíricamente —con todas las
limitaciones del caso— se puede detectar en el cerebro, no consigue encontrar un
lugar para la «necesidad de lo extraordinario», a pesar de que es una de las
constantes humanas. Tanto en un orden individual como cultural esa necesidad de
lo extraordinario se presenta siempre. Se puede decir que es ineliminable.
No hay que extrañarse de que, ante esta miopía de la mayoría de las corrientes
psicológicas, sea bueno aventurarse en obras de una corriente de pensadores o
visionarios (una constante en la historia), a los que no hay que tomar al pie de la
letra, pero que detectan a su modo la existencia de esas «zonas de lo
extraordinario» que han tentado siempre al hombre. Todo rito de «iniciación»
envuelve siempre cierto carácter extraordinario y, en ese sentido, podría
componerse un catálogo antropológico, semejante al realizado por Frazer en La
rama dorada o al más aséptico de Lévi-Strauss en las Mitológicas. Pero no
interesan tanto los hechos como la tendencia. Interesa la existencia de hombres
que han, al menos, imaginado lo extraordinario como normal.
Me voy a detener en una figura que, después de casi un siglo durante el cual fue
recubierta de olvido, volvió a la celebridad hacia los años sesenta de nuestro siglo,
para después caer de nuevo en la oscuridad. Es Charles Fourier. No es una figura
simpática; todo lo contrario. Su egolatría, sus manías obsesivas molestan. De sí
mismo decía: «Yo he caminado sólo hacia la meta, sin medios, sin rutas trazadas.
Voy a superar veinte siglos de imbecilidad política, y las generaciones presentes y
futuras me serán deudoras de su inmensa dicha. Antes de mí, la humanidad ha
perdido varios miles de años en luchar incesantemente contra la naturaleza.»
Nada o casi nada ha quedado del mundo ideado por Fourier, de ese «orden
nuevo» que, según él, se iba a instaurar en el mundo, gracias a su obra. Lo
interesante en Fourier es «su caso», la demostración palpable de la capacidad
humana de desear lo extraordinario. En Fourier, hay nada menos que una
transformación radical del mundo. De un buen estudio sobre Fourier extraigo esta
síntesis: «Los mares dejarán de ser salados y tomarán el gusto de una especie de
limonada que nosotros llamamos vinagre de cedro. La fauna marina actual, que
corresponde a nuestro estado degradado de civilización, será reemplazada por
servidores anfibios, cuya aparición profetiza el buen Fourier. Habrá simpáticos
antitiburones que ayudarán a los pescadores a capturar pescados, potentes
antiballenas que arrastrarán los barcos y rápidos antileones que servirán de
corceles reemplazando a nuestros caballos. El hombre vivirá, como media, ciento
cuarenta y cuatro años y al cabo de nueve generaciones alcanzará la talla media
de siete pies. En ese momento le nacerá un nuevo miembro, el "archibrazo", que
supondrá "concurso y apoyo para todo movimiento del cuerpo". En las esferas
celes-tes, el advenimiento del mundo armónico será signo de redención para las
almas de los antepasados que vegetan "en estado de languidez y de ansiedad"
mientras se perpetúan los "horrores del estado civilizado, bárbaro y salvaje". Los
astros mismos, al estar regidos por las leyes de la atracción amorosa (Fourier
habla de su "copulación" y los considera hermafroditas), alcanzarán la felicidad
armónica»2.
2 Jean-Christian PETITFILS, Los socialismos utópicos, Emesa, Madrid 1979, p. 143.
«Es algo mítico». «Pertenece a la categoría del mito»: frases como ésas, usuales
hasta hoy, se dicen en un contexto de contraposición de realidad e irrealidad.
Probablemente, ese sentido de «mito» como algo irreal no desaparecerá
fácilmente. Pero es útil, desde ahora, dejar claro que no es el único sentido del
término mito. Una larga tarea de cientos de estudiosos —que tienen su precursor
en el gran Giambattista Vico— llevan casi dos siglos desentrañando la necesidad
y la realidad del mito, intentando borrar esta dicotomía de razón-mito equivalente a
real-irreal. Ese largo esfuerzo está ya dando resultados positivos, sobre todo
cuando se observa el nacimiento de mitos en nuestros mismos días, y, sobre todo,
la persistencia de mitos de siempre, como el del «héroe» (¿qué diferencia
sustancial hay entre Heracles —el Hércules latino— y Supermán?).
La vida emprendida como una búsqueda, un viaje está en la mayoría de los mitos
primitivos, inspira la Odisea de Homero, toda la literatura del ciclo de Arturo, la
novela de caballerías, su famosa crítica (El Quijote) y cientos de obras hasta llegar
—por ahora— a la deformación mítica del mito en el Ulises de James Joyce. Los
motivos constantes son muchos. Es la persistencia de los temas míticos lo que
tiene que hacer reflexionar.
Naturalmente que esto «no pasó». Mucho más importante que eso es la
necesidad del mito para explicar una realidad (que es la realidad de ese mito): la
muerte del hombre. Nunca el hombre se acostumbrará a tener que morir; nunca
podrá pensarse inexistente; siempre dirá, de una forma o de otra, ese «non omnis
moriar» de Horacio. Pero como la muerte «está ahí», siempre, en todas las
culturas se ha intentado una explicación. Otro pueblo africano, los bassa, han
mantenido el mito según el cual, al principio, los hombres eran inmortales; no hay
enemistad alguna entre hombres y animales; todos vivían en paz. La divinidad que
nunca dormía —Lolomb— dijo a los hombres que se mantuvieran siempre en vela,
bajo pena de muerte. Los hombres no pudieron resistirse al sueño y así entró la
muerte en el mundo2. Los ejemplos podrían multiplicarse: «Entre los basomghé, el
creador Fidi Mukullu hizo todas las cosas, y también a los seres humanos. Plantó
asimismo los plataneros. Cuando los plátanos estuvieron maduros, envió al sol
para recogerlos. Este trajo un saco lleno de ellos a Fidi Mukullu, quien le preguntó
si había comido alguno. El sol respondió negativamente y el creador decidió
someter su respuesta a una prueba de control. Hizo descender al astro del día a
un hoyo cavado en la tierra, después le preguntó en qué momento desearía salir
de allí. El sol respondió: "Temprano, mañana por la mañana". "Si no has mentido
—le dijo el creador— saldrás pronto mañana por la mañana". A la mañana
siguiente, el sol apareció en el momento por él deseado, lo que confirmó su
honradez. Se le dio a su vez
1 H. A. JuNOD, Moeurs et coutumes des Bantous, París 1936, tomo II, p. 306.
2 Cfr. D. ZAHAN, Espiritualidad y pensamiento africanos, Madrid 1980, p. 80, quien se apoya en los datos suministrados o recogidos por H. ABRAHAMSSON, The Origin of
Death, Upsala 1951.
Los mitos son resultado de esa identidad; de ahí su aire de familia. El mito, en
este otro sentido, es, por tanto, una exigencia humana. El relato del mito —que es
lo que indica la palabra griega mythos— es algo que viene después; se transmite,
se relata o se escribe porque antes es vivido como experiencia de todos. En este
sentido, el mito es un fenómeno colectivo y espontáneo y tiene un fundamento
verdadero: al menos, la verdad de la interrogación, de la inquietud por la
explicación.
3 ZAHAN, Espiritualidad y pensamiento africanos, pp. 80-81.
Desde este punto de vista, el mito satisface y es consecuencia de la «necesidad de lo extraordinario», tan radicada en la experiencia humana.
De un «extraordinario» —ya se vio— imbricado en lo ordinario. Después, es probable que, sobre el mito, se haga literatura (ése ha sido el
singular destino de la mitología clásica), a veces con tonos muy barrocos; pero incluso detrás de las más ostentosas elaboraciones literarias
de los mitos (piénsese en obras como las Metamorfosis de Ovidio) se esconden las interrogaciones esenciales y existenciales de la condición
humana.
Y ahora puede plantearse con claridad un tema difícil: las relaciones entre religión y mito.
Existen dos posibilidades para tratarlo: considerar la religión como una creación humana, una «realización» cultural semejante al arte, a la
ciencia, a la técnica; es decir, algo que el hombre se ha visto en la necesidad de inventar; o bien, ver la religión como la respuesta, por parte
del hombre, de una iniciativa trascendente a él y, por tanto, proveniente de Alguien superior a él, de Dios.
En el primer caso, la religión se identificaría con el mito. Si, a su vez, se tiene del mito un concepto «peyorativo» (mito como lo no lógico, como
estadio «infantil» del pensamiento humano), la religión necesitaría ser «desmitificada». Esos intentos se han dado desde el siglo XVII,
alcanzando su máxima boga en el trabajo de autores como Bultmann. El resultado ha sido la reducción de la religión a una especie de
«sociología de lo sacro». Cuando, en cambio, se mantiene una concepción «positiva» del mito, no se ve la necesidad de «desmitificar» nada,
sino de hacer que convivan mito y religión como dos formas culturales de la necesidad humana de explicar las interrogaciones fundamentales.
Si, tanteando esa otra posibilidad, se ve la religión como algo irreducible a lo exclusivamente humano (puesto que su origen radical es divino),
el mito puede ser también tratado de dos maneras. Según la primera, el mito sería la falsedad que precede a la verdad (la religión) o bien
realidades culturales que son consecuencias de la desvirtuación de la religión. Incapaces de sostenerse en la verdad religiosa, el hombre se
habría fabricado mitos. Se impone, por tanto, aunque en un sentido muy distinto al de Bultmann, una tarea de «desmitificación». Sin embargo,
si el mito es una exigencia humana, una «necesidad» que no dejará de darse, ¿no cabría una convivencia entre el mito y la religión
trascendente, con tal de que los terrenos se deslindasen claramente en el análisis?
El tema es difícil, lleno de consecuencias de todo tipo y, además, muy amplio. Por fortuna, puede ser tratado en un caso concreto y
paradigmático: la «coincidencia» formal entre el relato de los primeros capítulos del Génesis y una serie de mitos no sólo mesopotámicos,
como se repite con incomprensible insistencia, sino de casi todas las culturas.
Sobre el asunto existen interesantes documentos de la Iglesia católica. El primero está constituido por las respuestas de la Comisión Bíblica
4 Texto en castellano en DENZINGER, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, nn. 2.121-2.128.
Esas respuestas, con fecha del 30 de junio de 1909, permiten concluir: a) que no se apoyan en sólido fundamento los sistemas exegéticos que
propugnan excluir el sentido literal de los tres primeros capítulos del Génesis; b) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen, no
narraciones de cosas realmente sucedidas, es decir, que respondan a la realidad objetiva y a la verdad histórica, sino fábulas tomadas de
mitologías y cosmogonías de los pueblos antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteísta, una vez expurgadas de todo
error de politeísmo; c) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen alegorías y símbolos, destituidos de fundamento de realidad
objetiva, bajo apariencia de historia, propuestos para inculcar las verdades religiosas y filosóficas; d) que no puede enseñarse que esos
capítulos contienen leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, libremente compuestas para instrucción o edificación de las almas; e) que
no puede ponerse especialmente en duda el sentido literal histórico donde se trata de hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a
los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros, la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo; la
peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer hombre; la unidad del linaje humano; la felicidad original de los
primeros padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia;
la transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres del
primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro.
Las mismas respuestas dejan claro: a) que no todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos han
de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea lícito apartarse nunca de él, aun cuando las locuciones mismas
aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente; b) que, presupuesto el sentido literal e histórico, puede
emplearse la interpretación alegórica y pro tica de algunos pasajes; c) que no ha de buscarse en la inter}>tctación de estas cosas exactamente
y siempre el rigor de la lengua científica, dado que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capítulo del Génesis, enseñar de
modo científico la íntima estructura de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular
acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común del tiempo.
Se puede advertir con facilidad la filigrana de estas respuestas. Más de treinta años después, una carta del secretario de la Comisión Bíblica al
Cardenal Suhard, arzobispo de París, vuelve sobre el tema; la carta fue aprobada por Pío XII el 16 de enero de 1948. En la carta se lee que
las respuestas de la Comisión Bíblica (la citada aquí, de 1909, otra anterior, de 1905, y otra posterior) «no se oponen en modo alguno a un
examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas, según los resultados obtenidos durante estos últimos cuarenta años». Aborda
después la cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis, afirmando que «es mucho más oscura y compleja.
Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios
grecolatinos o modernos. No puede consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles
indebidamente las normas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra
historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a
todos los problemas que plantea. Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría fácilmente
entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de
una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la
descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo escogido»5.
5 DENZINGER, n. 2.302.
Se habrá notado una cierta modificación en este texto de 1948 respecto al de 1909. En resumen es esto: si por historia se entiende la historia
tal como se hace hoy, en esos capítulos no existe ese tipo de historia; pero las verdades fundamentales son afirmadas con carácter histórico,
en el sentido de que las cosas fueron, que el contenido es ése. Lo que se trata de aquilatar es la forma o género literario con los que esas
cosas fueron escritas. Pío XII, en la encíclica Humani Generis, del 12 de agosto de 1950, toca este tema. Se queja de algunas interpretaciones
que se han dado a la carta antes citada, y precisa: «Esta carta abiertamente enseña que los once primeros capítulos del Génesis, si bien no
convienen propiamente con los métodos de composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y latinos o los eruditos de
nuestro tiempo, sin embargo, en un sentido verdadero, que a los exégetas toca investigar y precisar más, pertenecen al género de la historia; y
que esos capítulos contienen en estilo sencillo y figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las principales verdades
en que se funda la eterna salvación que debemos procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del pueblo elegido».
Después de esta repetición, añade: «Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos de las narraciones populares (lo que ciertamente puede
concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacía inmunes de todo error en la
elección y juicio de aquellos documentos. Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros Santos, en modo alguno
debe ser equiparado con las mitologías o creaciones de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de aquel amor
a la verdad y sencillez que tanto brilla aún en los libros del Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente por
encima de los antiguos escritores profanos»6.
Las cosas cambiaron poco desde entonces. En realidad, la Iglesia, como es natural, mantiene siempre expresamente la verdad del contenido
de la Escritura. Lo que empieza a entenderse quizá cada vez mejor es que la utilización de fuentes humanas, de estilos y géneros literarios
diversos no invalida en modo alguno la verdad. Una misma verdad puede ser expresada de muchas formas y estilos: didáctico, poético,
alegórico, simbólico. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum, dice: «Para averiguar cuál fue la intención de los hagiógrafos es
necesario tener en cuenta los géneros literarios, entre otras cosas. Pues la verdad se propone y expresa de muy diversas maneras en los
diferentes textos históricos, o proféticos, o poéticos, o en otros modos de decir. Además, conviene que el intérprete busque el sentido que el
hagiógrafo quiso expresar o expresó en circunstancias determinadas, según las particularidades de su época y de su cultura y empleando los
géneros literarios de su tiempo. Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar por escrito es preciso prestar la debida
atención tanto a los usuales modos indígenas de sentir, de decir o de narrar que estaban vigentes en tiempos del hagiógrafo, como a los que
se solían emplear en las relaciones entre los hombres»7.
6 DENZINGER, n. 2.329.
7 Constitución dogmática Dei Verbum, n. 12.
Pienso que ya es posible extraer algunas conclusiones. La primera: que se necesitaría una nueva palabra para expresar ese «género literario»
de tantos pueblos que es el mito genuino, el que nace de una vivencia compartida, el que no ha sido sometido aún a una expresa
reelaboración literaria. La existencia de un término evitaría el uso de «mito» que aún está contaminado por la equiparación con «lo falso», «lo
fabuloso», «lo incoherente». Segundo: que la terminología del Concilio «modos de narrar» se puede aplicar al mito genuino, al que surge de la
consciencia de la situación limitada —creatural— del hombre. No es nada escandaloso que el hagiógrafo utilizara un modo de narrar
semejante a los «mitos» existentes en aquella época (y, como ya sabemos, en todas las épocas), llevando así a la imaginación y a la
inteligencia de un «público» sencillo hacia la verdad de la creación del hombre, de su caída, de la aparición del dolor y de la muerte.
En definitiva, la necesidad o «inevitabilidad» del mito no supone una «relativización» de la religión. Al contrario, la Escritura, al servirse también
del género literario que —a falta de nombre mejor— hay que resignarse a llamar «mítico», lo purifica y lo pone al servicio de una verdad que
se desea transmitir. De esto se obtiene, entre otras, la siguiente consecuencia: la sencillez de la narración, sin perjuicio de su claridad y de su
belleza. Incluso los más acérrimos estudiosos de «mitología comparada» —que suelen trabajar en el sentido de una relativización de las
creencias— no ponen en duda la mayor claridad, diafanidad y sencillez del relato bíblico. Ya no hay en ese texto la corriente confusión entre
hombres y animales; ya los animales no son intermediarios. Dios habla directamente a los hombres y es para acentuar esto por lo que se
recurre —un nuevo «género literario»— al antropomorfismo. En otros términos: los mitos, como formas balbucientes o poéticas (balbuciente no
es sinónimo de falta de profundidad), han sido «superados» en el relato bíblico, a la vez que el autor sagrado no dudó en utilizar algunos de
sus elementos, según la mentalidad existente en su tiempo (por lo demás, muy parecida a la mentalidad de muchos pueblos en todas las
épocas y culturas).
Por otro lado, cuando la conciencia de esa «superación» decae, no es extraño que vuelvan a aparecer mitos, y, con frecuencia, los mismos
mitos, dentro de una gama que va desde la simple superchería hasta la «adivinación» cargada de sentido pre-metafísico y, corrientemente,
poético. La «necesidad del mito» es satisfecha por la religión, que «revela» de este modo lo que en el mito era un «balbuceo». Y más aún: la
religión sólo «desmitifica» en la medida en que quita al mito su oculto carácter de explicación (de pretendida explicación). La religión puede
«recibir» el mito y devolver «misterio». Es decir, en cierto modo, la religión quita un intento larvado de «racionalismo» que existe en la mayor
válida, se desprecia el mito; y cuando se comprueba que el hombre no se agota ni se satisface con las explicaciones racionales, lo mítico se
revaloriza de una u otra forma. Falta considerar el mito partiendo, como efectivamente es, del hecho de que la razón humana puede alcanzar
algo más allá de lo fenoménico, de que puede llegarse a un cierto conocimiento racional de la esencia de las cosas y de sus causas primeras y
últimas. Entonces puede hacerse una equilibrada y acertada valoración de los mitos, descubriendo en ellos su sustrato racional común, un
núcleo de elementos fundamentales correspondientes a la experiencia y reflexión metafísica y religiosa natural al hombre; un núcleo de
verdades naturales que se revisten en el mito, con la imaginación y con las diversas experiencias históricas de los pueblos, de elementos y
escenificaciones más o menos fantásticas y más o menos deformadoras del sustrato esencial. Pero nos parece que tal tarea de confrontación,
decantación y valoración de los mitos, partiendo del hecho del alcance real y de los límites de la razón humana, está aún por desarrollar.»
Que en los mitos de muchos pueblos primitivos y en sus poemas haya muchos elementos de esas «aspiraciones naturales», de esas
«constantes humanas» es patente. Baste un ejemplo de un canto de los bassutos, citado por Casalis: «Nos hemos quedado fuera, / Nos
hemos quedado para la pena, / Nos hemos quedado para los llantos. / ¡Oh, si hubiese en el cielo un lugar para mí! / ¡Que no tenga yo alas
para volar allí! / Si una fuerte cuerda descendiera de arriba / Me asiría a ella, subiría a lo alto, / A vivir allí»9.
Por otra parte, el hombre busca para poseer, para tener, porque sabe que aquello
que busca no es él mismo, es algo o alguien que le ha sido dado como Otro.
Busca, por tanto, poseer lo otro en cuanto otro: conocer y amar. Sólo Dios puede
haber puesto ese deseo en el hombre, ya que el hombre no se satisface con nada
inferior (según el famosísimo itinerario tantas veces descrito por San Agustín y
muchas veces imitado después).
Sin embargo, las consideraciones anteriores pueden chocar con el sentido común.
El no creyente no suele considerarlas dignas de valoración. A lo más, se les
reconoce una cierta calidad poética. Por eso es preciso partir de una proposición
mucho más elemental, con la que estarán de acuerdo sabios e ignorantes: se
busca lo que no se tiene, lo que se desea que sea, lo que se anhela.
Resulta hasta cierto punto curioso cómo una explicación tan sencilla, tan diáfana
(tan sospechosamente demasiado diáfana) esté en la médula de la mayoría de las
obras de historia de las religiones, antropología, sociología religiosa, psicología
social, etc. No se ha añadido un palmo de teoría a esa afirmación que, anticipada
por algún autor griego (el mismo Aristóteles, en otro contexto), es desarrollada por
Feuerbach y desde entonces transmitida como una «verdad inatacable». Es una
postura que, como es lógico, no puede tener «pars construens». Una vez decidido
que eso es la religión, que eso es lo que da origen a ella, cabe la tarea de
«desmitologizar», de «desmitificar», de devolver al hombre a la «racionalidad», de
forma que se acostumbre a no «proyectar» en lo ilusorio o, al menos, a que sea
consciente de que se trata de una simple proyección. Como mucho, la religión
sería incluso útil, con tal de que el hombre se dé cuenta desde el principio de que
se trata de una creación suya, «objetivada» cuanto se quiera, pero nunca
trascendente. El hombre creará la religión y lo religioso como crea continuamente
arte.
Hay que anotar, en primer lugar, que esto es una simple comprobación, no una
explicación. El hombre tiene necesidad de religión, como tiene necesidad de arte.
De hecho, nunca ha sido suprimida la necesidad de religión. Por tanto, y en
segundo lugar, lo que hay que explicar es esa necesidad. Decir simplemente
que está ahí no es decir nada. Incluso para que pueda existir la supuesta
«proyección» tiene que darse antes la necesidad de proyectar. No es la
proyección la que crea la necesidad, sino, en el peor de los casos, la necesidad la
que originaría la proyección. En otras palabras: la necesidad es un prius en el
orden ontológico y, por eso, también en el orden psicológico y sociológico y
antropológico. Si el hombre mantiene siempre un hueco para la religión (como
para el arte y otras «necesidades») no hay más remedio que concluir que el
hombre es así.
¿Por qué el hombre es así? ¿Por qué resulta y ha resultado siempre ser así?
Estas preguntas fundamentales trasladan la investigación —inexorablemente— al
tema, también crucial, del origen del hombre. La única alternativa es: o nos
preguntamos por el origen del hombre o aceptamos la simple comprobación de
que ahí está, dejando de pensar más.
Por otro lado, es preciso imaginar el azar evolutivo, no estático. Un azar estático
no habría empezado a ser. Un azar evolutivo sólo puede serlo en dos sentidos: o
ascendente o descendente, ir a más o ir a menos. Un azar descendente es
incapaz de explicar las potencialidades adquiridas por el hombre a lo largo de su
historia milenaria. La hipótesis corriente, sin embargo, habla de un azar
ascendente. Y entonces se impone esta pregunta: ¿por qué la evolución no ha
traído consigo una explicación definitiva y cierta sobre el enigma de los orígenes
del hombre? Se han dado para esto —y se siguen dando— muchas condiciones
objetivas y favorables: científicas, culturales, sociales, etc. El azar tendría que
traer consigo al Superhombre. Nietzsche, si se analiza bien, no vaticinaba nada;
simplemente describía una posibilidad epistemológica. Si Dios ha muerto —si la
tercera explicación es desechada absoluta y definitivamente—tiene que advenir el
Superhombre.
Hay que dar paso, más bien, al filósofo y al teólogo. Y, sobre todo, salir de la
estricta norma comparativista y de la simple comprobación fenomenológica.
Comparativismo y fenomenología son con frecuencia formas de una actitud
filosófica concreta: el inmanentismo. El inmanentismo, aun en sus formas más
mitigadas, tiene miedo a afirmar la realidad de lo sobrenatural, que es lo que funda
lo sagrado. Y esta actitud se conecta con una metafísica que también desconoce
el sentido de ser. Se pasa por alto fácilmente, quizá por influencia del método de
algunas ciencias sociales, que nada puede afirmarse racionalmente si antes no se
ha dado alguna respuesta a la pregunta fundamental: ¿por qué las
cosas son? Que son, que cambian, que se comportan de este o de aquel modo no
tiene, en realidad, nada de extraño. Uno puede acostumbrarse fácilmente a
deambular en el acostumbrado paisaje. Lo que no puede dejar de inquietar
es: ¿por qué hay cosas en lugar de nada? Esta pregunta es muy antigua, aunque
modernamente haya sido en ,vierto modo popularizada por Heidegger. Es una
pregunta que revela la profundidad de la inteligencia humana, su clara distinción
de cualquier tipo de conocimiento meramente animal. El animal no se preguntará
nunca por el ser de las cosas. El hombre, ante la realidad, es capaz de
«anticiparse», de forma que no deja de ser misteriosa, para tratar de investigar
«qué había antes».
Todo esto hace ver la importancia de conceder a la metafísica del ser su valor de
apertura a lo sagrado. Con la razón técnica es muy difícil llegar a la profundidad
del ser, como no sea a sensu contrario, por las consecuencias nihilistas. El
análisis de las consecuencias de la razón técnica llega hasta el descubrimiento de
nuevos «mitos», pero (si se puede hablar así) de «mitos ciegos». Son esas
«acotaciones» señaladas por Eliade, semejantes a las sagradas, pero sólo
semejantes. «En esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores
que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia
religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes
de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un
rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares
conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad
excepcional, única: son los lugares santos de su Universo privado, tal como si este
no ser religioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que
participa en su existencia cotidiana»7.
6 M. GUERRA, Historia de las religiones, Eunsa, Pamplona 1980, v. 2, pp. 61-62. Otra bibliografía sobre el mito: R. CAn,LOis, Le Mythe et l'Homme, París 1938; A. E.
JENSEN, Mythos und Kult bei Naturvólken, Wiesbaden 1951 (trad. cast. 1966); L. CENCILLO Mito, BAC, Madrid 1970.
7 ELIADE, Lo sagrado..., p. 28.
Esta «realidad» puede ser «mitificada» («es para mí algo mítico»), pero a partir de
la experiencia técnica, de la artificialidad. Por eso son mitos ciegos. Cuanto más,
valen como síntomas de que permanece la aspiración al ser, a la fundación de
todos los porqués.
De este modo, todo cuadra y, además, según los métodos de la razón técnica.
Incluso lo «incognoscible» es reducido a método o, por lo menos, se piensa que
se sabe el método por el que se engendra «lo incognoscible». En toda esta
compleja operación, hay cosas que no son ya notadas: las preguntas centrales,
los porqués.
Estos porqués han de ser afrontados con toda claridad. La literatura sobre lo
sagrado no puede contentarse con el descomprometido relatar «simplemente lo
que ha sido», las formas de expresión de lo religioso, poniendo entre paréntesis
un juicio sobre su verdad, un anclaje ontológico. Entre otras razones porque la
simple fenomenología de lo sagrado puede prolongarse indefinidamente, sin que
pueda extraerse de ella una indicación sobre un tema, ya anunciado en estas
páginas, y verdaderamente crucial: ¿se ha perdido lo sagrado en la sociedad
industrializada y urbanizada?; en caso afirmativo, ¿es posible recuperarlo?; en
caso afirmativo, ¿cómo?
La pregunta definitiva resulta ser ésta: ¿el hombre es religioso? Y hay que dar a
ese es toda su fuerza. En otras palabras: hay que establecer claramente una
conexión entre la inteligencia humana y el ser en toda su apertura. Esto quiere
decir que la capacidad de religión no se basa terminalmente en un sentimiento, en
una fabulación, en la imaginación, sino en lo que define esencialmente al hombre:
su razón y su libertad.
OBJETIVIDAD DE LO RELIGIOSO
A estas posiciones deseo hacer una objeción que me parece fundamental: ¿quién
y cómo puede diagnosticar la situación religiosa global del mundo en un momento
determinado? Hay que darse cuenta de que algunas afirmaciones teológicas
usuales sobre la secularización pretenden emitir un juicio definitivo y terminante
tanto sobre la realidad de Dios como sobre el eco que esa realidad divina
despierta (o deja de despertar) en las conciencias y en las obras de miles de
millones de personas.
Hay que extrañarse del poder de penetración de estos autores que son capaces
de dar cuenta de toda la historia, sin dejar residuo alguno y sin conceder valor
alguno a las realidades persistentes. Pero es que hay más, mucho más. Un
teólogo como Metz, pero no es el único, cree poder explicar definitivamente lo que
se propone Dios con la Encarnación: «Dios ha asumido el mundo con definitividad
escatológica en su Hijo Jesucristo»3. Esto es decir que en el designio eterno de
Dios la secularización estaba prevista (aunque sólo se dé en una parte de la
cultura actual) y querida, precisamente como mostración de la esencia de la
Encarnación.
2 Teología del mundo, pp. 74-75.
3 Teología del mundo, p. 23.
El inciso «en una parte de la cultura actual» tiene más importancia de lo que
parece a primera vista. Muchos de los teólogos que detectan la secularización
ignoran por completo los datos etnológicos sobre millares de pueblos
considerados primitivos. Esa realidad primitiva —en la que lo religioso cuenta
mucho— tiene que ser vista con una óptica evolucionista, a favor del mundo
occidental, que ya habría llegado a una edad «adulta». El etnocentrismo que se
oculta detrás de esa actitud es uno de los rasgos más molestos de algunos
teólogos europeos y norteamericanos. Según esta línea evolucionista, lo que
viene después es ontológicamente más rico que lo anterior. Pero, ¿qué sentido
tiene este después cuando somos contemporáneos de muchos pueblos que no
han hominizado en modo alguno el mundo?
Sí. Pero siempre es bueno, además, rastrear las constantes humanas que, a su
modo, señalan la objetividad de lo religioso. La atención a esas constantes
permite «distanciarse» críticamente de las lecturas precipitadas de la historia, de
esas que atienden sólo a una experiencia limitada en el tiempo y en el espacio. El
eje que atraviesa este ensayo —las transformaciones de lo sacro— es él mismo
una de esas constantes.
Esto, junto a otros factores de tipo económico, estético, incluso logístico (piénsese
en el modo de vida urbano, de creciente y simultánea dispersión, extensión y
atomización), ha influido en fenómenos que se han hecho corrientes, aunque no
generales. Fijémonos ahora en esa intención de que lo sagrado se exprese del
modo más ordinario posible, coloquial, como un comportamiento más.
Están aquí mezclados dos conceptos o, quizá mejor, dos intenciones: una, la de
que la religión no sea algo extraño, desvinculado de la vida corriente; otra, la
convicción de que lo sacro ha desaparecido del horizonte habitual de muchos
hombres. Estas dos intenciones, sin embargo, no pueden convivir juntas, porque
son contradictorias. La primera se apoya en una inteligencia profunda de lo
religioso. Efectivamente, la vida de relación con Dios no puede ser algo extraño,
anómalo; siendo lo más íntimo que existe en el interior del hombre, ha de
reflejarse en todas sus acciones.
El hombre es un ser ritual. En su sentido más amplio, el rito es un acto o una serie
de actos concatenados (un comportamiento) que están destinados a repetirse. El
rito no es un simple hábito o una costumbre. En general, se reserva el nombre de
rito para aquellos comportamientos fijados cuyo fin no es sim plemente (o no lo es
en modo alguno) utilitario y pragmático. Puede ser algo utilitario el tomar café o té;
pero el modo de hacerlo (piénsese en la «ceremonia del té» en algunos pueblos
orientales) no es en modo alguno pragmático. Se puede, por utilizar un ejemplo,
comer de muchos modos; en poco tiempo, en pie, andando, etc. Pero cuando se
pretende algo más que la simple alimentación, la comida se da en medio de un
rito, con unas maneras determinadas, con un orden rígido, con un principio y un
final. Una comida conmemorativa no se hace mediante la entrega, a cada
persona, de la porción correspondiente de alimento, para que la consuma cuando
quiera y como quiera.
Desde otro punto de vista, el rito muestra la naturaleza humana, que no es simple
materialidad ni simple espiritualidad, sino unidad de alma y cuerpo. Por eso lo más
interior es expresado mediante palabras, gestos y movimientos. La supresión de la
importancia del rito es una reducción de lo humano. Si en la expresión de lo
religioso se disminuye la importancia del ritual, el hombre queda privado de un
rasgo fundamental para la demostración de su religiosidad. No desaparece el rito,
sino que se traslada a otras esferas o ámbitos de la vida, no religiosos.
Ya se vio cómo la magia tiene «ritos» —algunos de una rigidez extrema, ridícula
—, pero la magia no es religión, porque no existe conexión entre lo humano y
Dios. Lo propio de la religión y, por tanto, del rito religioso es tender ese
puente entre el hombre y Dios: la palabra pontífice tiene ese sentido etimológico
evidente. Y lo propio del cristianismo es asegurar que, precisamente porque el
puente se establece entre los hombres y Dios, lo demás (la naturaleza, los astros,
los ríos, los animales, las plantas) no pueden ser sagrados en sí; a lo más pueden
ser instrumentos de las acciones sagrada
Nunca mejor empleada la palabra ensayo que para las consideraciones que
siguen. Nos estamos continuamente preguntando qué pasa con la religión, qué es
eso de la secularización, qué hay que entender con el término desacralización.
Las preguntas se multiplican como en un enjambre. Los diferentes términos, las
perspectivas distintas crean un verdadero bosque. La teología, la filosofía, la
sociología religiosa, la antropología, la historia de las religiones y otras ciencias
acumulan observaciones, datos, reflexiones. Uno puede quedarse, literalmente,
sin saber qué hacer.
He aquí algo que ha sido pensado y dicho. Lo repetiré de la forma más sencilla
posible: «la religión cristiana, al negar a las cosas y a las obras del hombre
(ídolos) su carácter sacro, hace nacer "lo profano"; y al incluir la categoría de lo
profano, pone en marcha el proceso de secularización". Admitido esto, las
consecuencias sólo pueden ser de dos tipos. En primer lugar, el cristianismo trae
consigo —en el límite— la muerte de toda religión. En segundo lugar, el
cristianismo necesita afrontar religiosamente la secularización, hasta el punto de
poderse hablar de lo «cristiano-profano».
Esta posición puede verse, con los matices que se quiera, en un conocido libro de
Luis Cencillo sobre el Mito1. Cito lo esencial: «El mismo Cristianismo, ya
formalizado en cuanto cultura que incorporaba y vitalizaba elementos aristotélicos
y estoicos, contenía en sí los gérmenes de la secularización. Y no sólo porque el
pensamiento filosófico helenístico (...) se orientase decididamente en un sentido
no sacral, aunque todavía conservase expresiones y actitudes propias de las
culturas sacrales, sino porque la doctrina de San Pablo con respecto a las
realidades mundanas combatía la sacralización inmanente de las mismas»2.
1 L. CENCILLO, Mito, BAC, Madrid 1970.
2 Mito, p. 47.
Para los antiguos, todas las cosas están llenas de dioses, según afirmó Tales de
Mileto. (Algo parecido al animismo que desde Tylor algunos consideran el origen
de la religión.) En el universo antiguo no hay distinción entre sacro y profano. Todo
es sacro. Así se explicaría en qué sentido difuso los emperadores romanos
aceptan su «divinización» aun en vida. «Divino» quiere decir aquí «sacro», algo
distinto y a la vez mezclado con cualquier experiencia. Las mitologías griega y
romana hacen sacro al río, al monte, al camino, a los límites de un terreno, a la
actividad de roturar la tierra, de la siega, de la asistencia al parto y así hasta el
cansancio. Cualquier cosa y cualquier actividad humana es sacra, porque la
religión es inmanente al mundo, según un panteísmo más o menos formulado,
pero casi siempre presente.
Este universo mental queda roto, pero sólo en algunos rincones de la tierra, por el
monoteísmo judío. El Antiguo Testamento desarrolla una lucha sin cuartel contra la
«sacralidad» de las cosas, afirmando que «sólo Dios es santo». Los judíos,
siempre en peligro de contagio por los pueblos vecinos, tardan en entender esto.
Una y otra vez celebran en los altos, vuelven a lo sacral, prostituyéndose con las
cosas, dando la espalda al Santo. Hasta el sabio y genio Salomón cae en esta
idolotría de lo sacral cósmico. Verdaderamente es una clave para entender los
libros históricos y los proféticos del Antiguo Testamento esa lucha continua entre
una religión inmanente (que adora lo sacro cósmico) y una religión trascendente:
sólo hay un Dios, el Santo. Al Santo se le pueden —y deben— ofrecer cosas,
animales, pero no porque éstas sean sacras, sino precisamente por lo contrario:
para demostrar que ellas, en sí, valen poco, nada, al lado del Señor de todas las
cosas.
Lo «sacral» antiguo era compatible con cualquier forma de conducta, incluso con
las aberraciones. Son conocidos los casos de prostitución sagrada, las saturnales,
la adoración de símbolos fálicos y, en otras latitudes, los sacrificios humanos y la
antropofagia ritual. La religión grata al Dios de Israel es otra cosa, diametralmente
opuesta. Sólo el deseo de ser conciso me impide
Como resulta claro, aquí las cosas humanas (animales ofrecidos, acciones
corrientes) no son declaradas impuras, pero se les quita su carácter sacral sin
más. La verdadera actitud religiosa es interior (y, por eso, se desborda
exteriormente) y tiene como consecuencia inmediata el buen trato al prójimo, la
justicia en el sentido bíblico. No cabe pues ofrecer un mal (una conducta impura) a
Dios, como un sacrificio. Dios sólo quiere el bien, y hay que aprender a hacerlo.
Nótese cómo, en esta perspectiva, está condenada, in nuce, cualquier actitud
puramente externa, rutinaria, hipócrita, farisaica.
Cottier llega a hablar de «un profano cristiano» y de «un profano como valor
cristiano»10. En una reflexión inspirada en el Maritain de Humanismo
integral, escribe: «Para caracterizar la edad de una nueva civilización impregnada
por los valores evangélicos, ha propuesto hablar de cristiandad profana, poniendo
el acento precisamente en la autonomía (relativa) de las finalidades naturales»11.
9 Significación..., p. 29.
10
Significación..., p. 28.
11 Significación..., p. 30.
Nos encontramos así con la paradoja (es decir, con una contradicción sólo
aparente) de que cuando desaparece del horizonte lo auténticamente religioso,
reaparecen formas «sacrales» de lo cósmico, de la política, del arte. Y, como toda
actividad humana, requiere instituciones, agentes y códigos, esas
«sacralizaciones» adquieren la extraña forma de «clericalismos ateos» o de
«clericalismos agnósticos».
Este ensayo llega así casi al límite de sus posibilidades: presentar al hombre
religioso con la compleja naturaleza de alguien que quiere estar indisolublemente
unido al Origen y, a la vez, con la quizá escandalosa actitud (para algunos) de un
«profanador» de las sacralizaciones vagamente cósmicas, idolátricas. Ese hombre
religioso parecerá, a algunos, una reliquia de «otros tiempos», porque se
considera, antes que nada, adorador y amador de Dios; para otros, parecerá un
francotirador, ya que se siente incómodo cuando, aun en nombre de Dios, se
intentan manipular las realidades humanas, desconociendo la autonomía de su
funcionamiento. Este «ser fronterizo» está muy lejos de las consolidaciones que la
mayoría de los hombres suelen amar. Ante los que desean, de antemano,
«clausurar la historia», este «ser fronterizo» parece un anfibio.
SAGRADO Y MODERNO
Nos encontramos aquí con una realidad difícil de precisar en sus términos, pero
fácilmente inteligible en su expresión vital. Es un estilo de vida que se expresa en
una «natural» y profunda familiaridad con las cosas de Dios, alejada de cualquier
tinte clerical. He escuchado a veces a personas creyentes referirse a Dios, en una
normal conversación privada, con expresiones tomadas del ordinario lenguaje
coloquial.
Esas mismas personas que hacen compatibles todos esos rasgos (trato profundo
con Dios, lenguaje normal, rechazo de la beatería) se caracterizan también por no
plantearse (porque vitalmente lo han resuelto) el viejo tema de cómo atender,
siendo creyentes, al llamado «mundo moderno». Es el momento de plantearse
qué tipos de equívocos pueden existir en ese enfrentar «lo moderno» a las
creencias religiosas.
Aquí hay que dejar paso a una filosofía/teología de la historia, la de San Agustín,
que es, hasta ahora, la única que concede al tiempo humano toda su originalidad.
Para San Agustín, desde la creación del mundo y del hombre, sólo está
sucediendo una sola cosa: la historia humana, en la que interviene Dios. De este
modo, la fatalidad de los ciclos ha sido rota. El alma no tiene tampoco una historia
previa, ni se necesitan reencarnaciones. El hombre se juega su destino una vez, a
una sola carta.
Cuando San Agustín entiende la historia humana como una realidad bipolar (en
ella «actúan» Dios y el hombre), la deja continuamente abierta. Si la historia es
bipolar es porque en ella se desarrolla el juego cruzado de las combinaciones de
dos amores, los que fundan las dos «ciudades»: «Dos amores fundaron dos
ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la
segunda, en Dios»2. Si descartamos en seguida las falsificaciones históricas de
esta radical actitud agustiniana (la ciudad terrena no es la cultura humana, no es
el Estado; la ciudad celestial no es la organización eclesiástica), nos encontramos
con un mundo abierto a todas las combinaciones posibles y a la vez
perfectamente encuadrado en la pasión, en el amor. «Siendo tantos y tan grandes
los pueblos diseminados por todo el orbe de la tierra, tan diversos en ritos y
costumbres, tan variados en lenguas, en armas y en vestidos, no forman más que
dos géneros de sociedad humana, que podemos llamar, de acuerdo con nuestras
Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hombres que quieren vivir según la
carne; otra, la de los que quieren vivir según el espíritu»3.
Si esto es así, ¿cómo se puede hablar de que «lo moderno» ha hecho que
desaparezca lo sacro? ¿Cómo «eliminar» a los creyentes del mundo de lo
moderno? Sólo en un sentido cuantitativo o, si se quiere, sociológico. La
disminución de lo sacro suele medirse, en efecto, por la disminución del número
de personas que «practican» la religión, por el aumento del número de personas
que opinan que «Dios no cuenta nada en mi vida». Todo esto encierra cierta
lógica, pero una lógica limitada. Supone, en efecto, leer toda la historia humana
(desde el principio hasta el imprevisible final) con una teoría prefabricada: la de
que Dios es una creación humana, típica del estadio infantil de la Humanidad; la
de que el progreso en el tiempo señala, indefectiblemente, la desaparición de
Dios.
Hay que asombrarse ante esta capacidad de «leer» todo de una sola vez,
clausurando la historia. Por fortuna, nos ha quedado escrito un caso en el que la
disminución de la «práctica religiosa» era general o casi: «Viendo Yavé cuánto
había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba
sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la
tierra, y dijo: Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y
con el hombre a los ganados, reptiles y hasta a las aves del cielo, pues me pesa
haberlos hecho»5. Aclaremos quizá algo que no necesita aclaración: el texto está
pensado para que el hombre «entienda» de algún modo. Dios no puede
«arrepentirse» de algo que ha hecho, ya que en El no existe antes y después; no
hay tiempo. Por lo demás, el texto sigue, menos dramáticamente: «Pero Noé halló
gracias a los ojos de Yavé»6. Basta, si deseamos expresarlo así, «un poco de
práctica religiosa», un «resto» que reconozca a Dios, para que Dios continúe al
lado del hombre.
La lógica usual del hombre es otra. En la normal estimación humana, las cosas
«dejan de ser» en la medida en que existen muy pocas personas que las valoran.
Al «dejar de ser» no están en el «último tiempo», no son «modernas». Pero
obsérvese cómo esta lógica no se lleva hasta sus últimas consecuencias, ya que
traería consigo el dominio del «hecho consumado», la consolidación de lo dado,
un talante conservador, la imposibilidad de la novedad. Está claro, en efecto, que
también en las tareas exclusivamente humanas, lo valioso puede empezar siendo
«muy poco», cuantitativamente hablando; puede ser, incluso, sólo el pensamiento
o la idea de una sola persona. La vanguardia no es nunca una mayoría. El
«pionero», en cada época, es el más moderno, precisamente porque «anticipa» lo
que todavía no se ha generalizado.