Conciencia Misionera 1

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CONCIENCIA

MISIONERA I

Andrés Robert

EDITORIAL CLIE
Galvani, 113
08224 TERRASSA (Barcelona) España
Email: libros@clie.es
Web: http://www.clie.es

CONCIENCIA MISIONERA
Andrés Robert
jprobert@tutopia.com

© COMIBAM Internacional, Dpto. de Publicaciones


www.comibam.org – fab@argentina.com
A menos que se indique otra cosa, las citas bíblicas están
tomadas de la versión Reina–Valera 1995 © Sociedades
Bíblicas Unidas

Índice
Dedicatoria
Agradecimiento
Prólogo
Introducción

Parte I
LA CONCIENTIZACIÓN

Por qué misiones


1. La importancia de la evangelización mundial
2. La naturaleza del plan de salvación
3. Las multitudes no evangelizadas
4. La gravedad y la urgencia de la situación actual

Parte II
LA VISIÓN

La visión que necesitamos


5. Obedeciendo un mandamiento descuidado
6. Mirando el inmenso panorama mundial
7. Respondiendo al desafío de los campos blancos

Parte III
LA ESTRATEGIA

Cómo hacer frente al desafío de misiones


8. La estrategia de Jesús
9. Primer paso: orar
10. Segundo paso: ir
11. Tercer paso: dar

Parte IV
LA ACCIÓN

Poniendo en práctica el compromiso de misiones


12. Cómo orar por la obra misionera
13. Cómo responder al llamado de Dios de ir
14. Cómo dar para la obra misionera mundial
15. Cómo hacer una Promesa de Fe
16. Cómo celebrar una Conferencia Misionera Anual
¿No vamos a hacer nada?
Si Dios lo está llamando

Apéndice

Testimonio

Dedicatoria
A la memoria del Dr. Oswald J. Smith, quien por medio de su libro Pasión por las almas
y la inspiración de su vida y ministerio promoviendo la evangelización del
mundo, abrió mis ojos a la visión misionera mundial, y a la manera práctica en
que una iglesia puede involucrarse en las misiones.
Al misionero y evangelista, Dr. Norman Lewis, mi gratitud por ser el instrumento que
Dios utilizó para liberarme de la pasión por el fútbol y ayudarme a renunciar a mi
trabajo en el aserradero a fin de dedicar mi vida a la Obra del Señor.
A mi querida esposa Josefa (Pepita), la amorosa y fiel compañera, la cual como ninguna
otra persona me ha ayudado y alentado en las múltiples circunstancias de la vida y
ministerio.

Agradecimiento
A Tito Osvaldo, mi hijo, quien me proveyó de una computadora para este trabajo y con
mucha paciencia me enseñó a usarla.
A Federico A. Bertuzzi, quien no sólo me alentó a escribir estas páginas, sino que
también—junto con su equipo editorial—ordenó, corrigió y manejó todo el proceso
de su edición y presentación.
A los muchos amigos y hermanos que me estimularon y oraron para que pudiera
comenzar y luego terminar este proyecto.

Prólogo

FUE MIO EL privilegio y la bendición de conocer al autor cuando yo cursaba estudios


teológicos en el Instituto Bíblico Buenos Aires. Él era nuestro profesor de Evangelismo
Personal. Han transcurrido ya casi treinta años, pero queda en mi memoria el fresco
recuerdo de haber tenido delante de nosotros a un varón de Dios que con profunda
humildad, piadosa devoción y ardiente corazón, nos enseñaba el arte de ganar almas
para Cristo. Mi vida personal—como la de muchos otros compañeros de aula—fue
enormemente enriquecida, motivada y desafiada por este verdadero siervo de Dios.
Cuando completé mis estudios y ya estaba como pastor al frente de la Iglesia
Evangélica Bautista Nordeste, en una de nuestras primeras Conferencias Misioneras
Anuales invitamos al pastor Robert como orador principal. Nos enseñó, sobre la base de
las Sagradas Escrituras, que: «la suprema tarea de la iglesia es la evangelización de
todo el mundo». Y no sólo nos desafió mediante la predicación, sino que nos desafió
también a que lo demostráramos en la práctica, apelando a nuestros bolsillos.
En aquel momento, allá por 1976, éramos una iglesia que no superaba los sesenta
miembros en comunión. El presupuesto se nos iba prácticamente en el sueldo pastoral, el
alquiler del departamento donde vivíamos, literatura evangelística, energía eléctrica, y
algunos otros gastos extras … a lo que se le sumaba tener que afrontar la edificación de
la casa pastoral y la planta educativa, en la que nos habíamos embarcado como pequeña
congregación. ¡No nos sobraba ni un solo centavo!
En reunión de diáconos ese sábado por la noche nos lanzó el desafío:
—¿Por qué no comienzan a levantar las Promesas de Fe para la obra misionera?
—Y ¿cómo quiere que hagamos—fue al unísono la inmediata respuesta de todos—si
ni sabemos cómo juntar los pesitos necesarios para cubrir nuestro actual presupuesto?
¿Cómo íbamos a proponer a la congregación, responsablemente, un nuevo rubro
presupuestario cuando nos costaba tanto atender, mes a mes, lo que teníamos? Confieso
que en aquella noche, y luego de unos cuantos titubeos, fue más por no desairarlo que
por convicción, que resolvimos aceptar la propuesta del predicador invitado.
Rápidamente para el día siguiente, domingo, se fotocopiaron las tarjetas de
Promesas de Fe, y en la reunión de clausura se las repartió entre todos los asistentes. Se
explicó su uso, cada uno que quiso la llenó y se recogieron en el momento. Hecha la
suma no podíamos creerlo: ¡la cifra prometida ascendía a un monto equivalente al
presupuesto mensual!
Así, sorprendentemente, de un mes al otro, comenzamos a recoger una importante
ofrenda, dedicada con exclusividad a las misiones. Y año tras año, la congregación ha
participado con gozo y constancia en el compromiso de la evangelización mundial,
supliendo Dios siempre todas las demás necesidades locales.
Lo que el pastor Andrés Robert escribe en CONCIENCIA MISIONERA es una realidad
que hemos podido experimentar a lo largo de tres décadas. Y la hemos visto repetirse en
decenas de congregaciones en el resto de Iberoamérica. ¡Funciona!
Estoy profundamente agradecido al autor por haber escrito este valiosísimo libro,
fruto de su experiencia ministerial de más de cuarenta años de próspera labor. Su
contenido es auténticamente bíblico, inspiracional y práctico. Tomando en cuenta el
creciente despertar misionero que estamos atravesando, no podría ser más oportuna su
publicación. ¡Gloria al Señor por ello!
FEDERICO A. BERTUZZI

Introducción

DESPUÉS DE HABERME preparado para servir a Dios en el Instituto Bíblico Buenos Aires
(IBBA), y al comenzar mi primer pastorado, la lectura del libro Pasión por las
almas—escrito por el Dr. Oswald J. Smith—revolucionó totalmente mi vida.
Como resultado del impacto que recibí por el mensaje de ese libro, sugerí y animé a
los líderes de la Iglesia Central Bautista de Rosario a celebrar una conferencia misionera
que se realizó en el mes de mayo de 1955.
Desde aquella fecha, por más de cuarenta años, en las iglesias que he pastoreado y en
muchas otras que me han invitado a colaborar, he predicado y enseñado sobre la suprema
importancia de la obra misionera mundial. Varios hermanos que han valorado con
exagerada bondad este aspecto de mi ministerio, me han pedido que presentase en un
libro los mensajes que he utilizado durante este período.
Tal es el contenido de este pequeño volumen. Con gusto lo he escrito con el deseo, la
oración y la esperanza de que Dios se digne usarlo para despertar y estimular a cualquiera
que lo pueda leer, y lo motive a involucrarse de lleno en la sagrada misión de llevar el
evangelio de la gracia de Dios a toda criatura.
Y puesto que estamos en el inicio de un nuevo siglo, que este aporte contribuya
especialmente para alcanzar a muchos grupos étnicos que nunca han oído ni siquiera el
nombre de Jesús. La iglesia de Jesucristo se encuentra hoy en una posición inmejorable y
con herramientas muy útiles y de largo alcance para concretar el empuje final de la
evangelización del mundo.
EL AUTOR
Parte I
La concientización

Por qué misiones

HACE DOS MIL años Jesucristo ordenó a sus discípulos a ir por todo el mundo y
predicar el evangelio a cada ser humano. Un extraordinario trabajo ha sido realizado
por miles de cristianos, obreros y misioneros durante estos casi veinte siglos que
han pasado.
La iglesia ha experimentado (especialmente en los últimos doscientos años) un
crecimiento sorprendente. Algunas estadísticas estiman que hay más de setecientos
millones de cristianos evangélicos en el mundo actual.
Mediante el esfuerzo y trabajo de miles de iglesias y millones de cristianos, más el
valioso aporte que hacen los modernos medios de comunicación y los adelantos
tecnológicos, se puede decir que el evangelio ha sido predicado, prácticamente, en cada
país de la tierra.

Sin embargo, todavía …

No sólo la tarea no se ha terminado; humanamente hablando, falta bastante para


concluirla.
Los cálculos más serios nos dicen que todavía es necesario plantar la iglesia en alrededor
de ocho mil etnias (o sea, pueblos, tribus, lenguas y grupos humanos diferentes).
Es probable que de los 6.300 millones de habitantes que hoy componen la población del
mundo, alrededor de dos mil millones (casi una tercera parte) nunca hayan escuchado
el evangelio ni una sola vez de una forma razonable que les permita entenderlo, y
aceptarlo o rechazarlo, en consecuencia.

¿Por qué?
Se ha dicho con razón que todo efecto obedece a una causa. ¿Cuáles son las causas
que han impedido que se completara la evangelización del mundo en nuestra
generación? ¿Se conocen las razones por las cuales este bendito plan aún no se ha
podido concluir? ¿Es posible descubrir y conocer esas razones, a fin de corregir
nuestro proceder y así acelerar el día cuando se alcance la meta que Cristo nos ha
mostrado?

Lo que creemos
Entre las muchas causas que podrían señalarse desde distintos ángulos, hay algunas
verdades muy sencillas—pero de suprema importancia—de las que debemos tomar
conciencia. En los capítulos de la primera parte consideraremos algunas.
Concientizarse significa: tomar conciencia o conocimiento de ciertos hechos,
verdades o realidades con el propósito de que produzcan cambios concretos en
nuestro accionar.

C A P Í T U L O 1
La importancia
de la evangelización mundial

La obra misionera no es simplemente una cosa que la iglesia debería llevar


adelante: es su principal y más importante tarea. (Juan R. Mott)

La suprema tarea de la iglesia es la evangelización del mundo. (Oswald J. Smith)

La primera tarea que Jesús hizo después de resucitar; el único tema que ocupó su
mente durante los cuarenta días que pasó con sus discípulos y la última cosa que
mencionó antes de ascender al cielo, fue enseñar, exhortar y mandar el cumplimiento
del plan divino de salvación. (A. R.)

Mi comida es que haga la voluntad del que me envió y que acabe su obra. (Juan
4:34)

L A SUPREMA IMPORTANCIA de la obra misionera mundial fluye espontáneamente a


través de las páginas de la Biblia. Forma parte integral del plan de redención, por lo tanto
está asociada de manera inseparable a la persona y obra salvadora de Cristo. Tal
importancia se podría probar de varias maneras: usando argumentación teológica,
exponiendo algunas doctrinas, por la necesidad de la gente, mencionando algunos
mandatos bíblicos, por el sentido común, etcétera.
En esta ocasión quisiéramos demostrar su importancia de una manera muy sencilla y
gráfica. La misma consiste en observar cuál fue el lugar que Jesús le asignó dentro de la
actividad que desplegó después de resucitar de los muertos. Señalar qué fue lo que Jesús
pensó, habló e hizo durante esos cuarenta días que pasó con sus discípulos.
Intensa actividad
¿Qué hizo el Señor después de salir triunfante de la tumba? En Lucas 24 se nos
ofrece gran parte de la respuesta a esta pregunta. El v. 1 comienza diciendo: «El
primer día de la semana», y hasta el v. 49 nos relata uno tras otro los encuentros que
tuvo con sus discípulos en aquel primer domingo. Añadiendo los pasajes paralelos
de otros evangelios completamos un cuadro que por lo menos incluye los siguientes
episodios:
Se encontró con dos mujeres, quienes habiendo recibido el mensaje del ángel corrieron a
dar las buenas noticias a los discípulos (Mateo 28:1–10).
Apareció a María Magdalena, la mujer de la cual había expulsado siete demonios
(Marcos 16:9–11).
Caminó junto a los discípulos que, apesadumbrados y tristes iban a Emaús, y que al
conversar con Él, en primera instancia no lo reconocieron (Lucas 24.13–32).
Se entrevistó privadamente con Simón Pedro. Las Escrituras mencionan el hecho aunque
no describen este encuentro (Lucas 24:33–34; 1 Corintios 15.5).
Y finalmente se les apareció a los once y otros que estaban con ellos «con las puertas
cerradas por miedo de los judíos» (Lucas 24:33, 35, 36–49).

¡Cuán intenso y variado fue el programa que Jesús desarrolló en aquel primer domingo
después de resucitar! Sin embargo, al llegar la noche y al encontrarse reunido por primera
vez con sus discípulos, ¿qué fue lo que dijo? ¿Que estaba cansado? ¿Que no tenía ganas
de hablar? ¿Pidió una cama para descansar? ¿Qué fue lo primero que hizo?
En varios evangelios se nos dice que con sus primeras palabras trató de
tranquilizarlos: «Paz a vosotros», les dijo, pues estaban «espantados y atemorizados».
Seguidamente les demostró que Él era el mismo que había muerto: «Mirad mis manos y
mis pies», porque algunos dudaban y pensaban que veían un espíritu, y no al Jesús de
carne y hueso que habían conocido antes. Para mayor confirmación les preguntó si tenían
algo de comer, y le sirvieron un asado de pescado con «postre» de miel incluido.
Al concluir esta cuidadosa preparación, ¿cuál fue el tema que Él abordó en ese primer
encuentro tan especial?

Lo primero que dijo


Sería lógico imaginar que, habiendo experimentado un sufrimiento tan terrible y
una muerte tan dolorosa, el primer comentario de Jesús podría haberse referido a lo
que sintió estando clavado en la cruz, cuando en el clímax de su dolor exclamó:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Pero no habló de eso.
O pensamos que podría haber querido comentar el comportamiento injusto de Pilato,
quien como juez lo condenó a muerte descartando todas las evidencias que tenía, de que
Jesús era un hombre justo y no debía morir.
O tal vez podría haber querido referirse a la manera tan cruel como lo trataron los
soldados romanos, que se jactaban de ser la quintaesencia de la corrección. Sin embargo,
se ensañaron con Él, se burlaron, lo golpearon, lo escupieron, violando los más
elementales derechos humanos de aquel entonces.
Pero no, Jesús no habló de ninguna de estas experiencias, que probablemente nosotros
hubiéramos mencionado en el caso de haber estado en su lugar. ¿Qué dijo entonces en ese
excepcional encuentro? Notémoslo bien: la primera cosa que Jesús hizo, en aquel
domingo en la primera ocasión que estuvo cara a cara con sus discípulos después de
resucitar, fue repetir y explicar de nuevo—en admirable síntesis—aquello que para Él era
de primerísima y capital importancia, a saber:
El plan divino de salvación para el mundo (Lucas 24:45–49).
La evangelización del mundo (Marcos 16:15–16).
El plan misionero de Dios para todas las naciones (Mateo 28:18–20).

Y decimos repetir o explicar de nuevo porque el v. 44 dice: «Estas son las palabras que os
hablé estando aún con vosotros». Fuera de toda duda, lo más importante para Jesús,
después de su resurrección era que sus seguidores entendieran cabalmente el plan divino
del cual, antes de morir, evidentemente había anticipado la parte referente a su muerte y
resurrección (Mateo 16:21; 17:22–23), pero que desde ahora debía ser complementado
con la proclamación de las buenas noticias a todas las naciones.

Dos hechos notables


¡Pero eso no es todo! En Hechos 1.1–9 Lucas hace dos declaraciones que confirman
lo que estamos exponiendo. En el v. 3 dice que: «Después de haber padecido, se
presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta
días y hablándoles acerca del reino de Dios». Notemos cuál fue el tema principal de
estos encuentros: ¡el Reino de Dios!
Antes de morir había declarado: «Y será predicado este evangelio del Reino en todo
el mundo, para testimonio a todas las naciones [etnias], y entonces vendrá el fin» (Mateo
24:14). Durante su ministerio en sus prédicas y enseñanzas se había referido a la
naturaleza, ética o plataforma del Reino (sermón del Monte, Mateo 5–7). Los misterios y
otras características del reino se consideran en la mayoría de las parábolas del evangelio
de Mateo, que casi siempre comienzan con la frase: «El reino de los cielos es semejante a
…». Pero ahora, según el contexto total de las palabras que pronunció después de su
resurrección, es fácil deducir que se estaba refiriendo a la proclamación y extensión del
reino por medio de la predicación del evangelio. Y para desarrollar tan importante tema,
por así decirlo, dictó un curso que duró cuarenta días. ¿Nos imaginamos la impresión que
podría producir un seminario o estudio de cuarenta días de duración, tratando con una
sola materia dictada por un profesor como Jesús?
El otro suceso digno de destacar es que cuando estaba a punto de ascender al cielo y
los discípulos le preguntaron si iba a restaurar el reino de Israel en ese tiempo, Él les
contestó con las conocidas palabras de Hechos 1. 8. Así confirmó lo que ya les había
dicho antes: que recibirían poder cuando el Espíritu Santo viniera sobre ellos, y que ese
poder, principalmente, les capacitaría para ser testigos de Él. Ese testimonio deberían
darlo simultáneamente en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y «hasta lo último de la
tierra». El pasaje continúa diciendo que «habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue
alzado, y lo recibió una nube que le ocultó de sus ojos» (v. 9), lo cual quiere decir que
estas fueron las últimas palabras que Jesús pronunció sobre la tierra. Y ¿a qué se referían?
¡A la evangelización mundial!
Resumamos lo dicho: la primera tarea que Jesús hizo el primer domingo después de
resucitar; el único tema que ocupó su mente y sobre el cual conversó con sus discípulos
durante los cuarenta días que pasó con ellos; y la última cosa que mencionó antes de
ascender al cielo, fue ordenar, repetir, explicar, enseñar, exhortar y mandar el
cumplimiento del plan divino de salvación, es decir, que se predicase el evangelio a toda
persona en todos los pueblos y naciones del mundo.
Contestemos sinceramente estas preguntas:
¿Nos queda alguna duda acerca del hecho de que para el Cristo resucitado la
evangelización del mundo y la salvación de las almas era la prioridad número uno?
¿No es evidente por lo que hemos considerado, que este era el tema que continuamente
llenaba su corazón? («de la abundancia del corazón habla la boca»).
Lo que era de capital importancia para Jesús, ¿no debería ser también lo más importante
para nosotros, que somos sus discípulos?
Lo que era prioritario para Jesús cuando se despidió de sus discípulos y ascendió al cielo,
¿no será también de suprema importancia para Él, ahora que está sentado y reinando a
la diestra del Padre? ¿Habrá cambiado de pensamiento? ¿Habrá cambiado de plan?

Una batalla de vida o muerte


Levantemos nuestros ojos de fe y contemplemos a nuestro gran Capitán y General
en jefe. Escuchemos de nuevo cómo imparte las últimas instrucciones a sus oficiales
escogidos en vísperas de una gran batalla.
Porque, efectivamente, la proclamación del evangelio del Reino implica una gran
lucha espiritual contra las fuerzas del infierno que tienen esclavizadas la mente y la
voluntad de millones de hombres y mujeres. Es una batalla de vida o muerte, pues de la
predicación de estas buenas noticias depende en gran parte el bienestar espiritual en esta
vida, y el destino final en la otra más allá de cada ser humano.
Las órdenes e instrucciones que el Señor ha dado son claras, precisas y permanentes.
No hay lugar para dudas ni ambigüedades. Sólo Jesucristo podía delinear en términos tan
exactos e inconfundibles la Gran Comisión. Tomemos conciencia como individuos y
como iglesia, de la suprema importancia del plan divino para evangelizar el mundo.

C A P Í T U L O 2
La naturaleza del plan de
salvación

Y les dijo: «Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciera y que
resucitara de los muertos al tercer día; y que se predicara en su nombre el
arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando
desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas». (Lucas 24:46–48)

Es tan necesario que los hombres escuchen el evangelio, como fue necesario que
Cristo muriera para salvarnos. (Autor desconocido)

Sólo Cristo puede salvar al mundo, pero Cristo no puede salvar al mundo solo.
(Autor desconocido)

E N POCOS PASAJES de la Escritura el plan divino de salvación está expresado en forma


tan clara y definida como lo tenemos en las palabras de Jesucristo citadas más arriba.
¡Qué síntesis extraordinaria se encuentra en él! ¡Qué magnífica sencillez en cada frase!
Podría decirse que este trozo no necesita interpretación. Significa exactamente lo que
dice. Al considerar su contenido tomemos nota de que aunque se trata de un plan, se
compone de dos partes muy diferentes.

Una parte se refiere a Cristo


«Fue necesario que el Cristo padeciera [muriera en la cruz] y resucitara». Sin estos
hechos fundamentales no habría evangelio. Pablo confirma esta verdad cuando dice:
«Además os declaro, hermanos, el evangelio […] que Cristo murió por nuestros
pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día,
conforme a las Escrituras» (1 Corintios 15.1, 3–4). Por supuesto, esta declaración
implica su encarnación, su vida santa e inmaculada, su ministerio terrenal, etcétera.
Si Cristo no hubiera venido al mundo, no tendríamos ninguna salvación que
proclamar.
Pensemos en estas opciones. Si Él hubiera descendido a la tierra, pero no hubiera
vivido una vida intachable, no habría podido llevar nuestros pecados sobre la cruz. Si
hubiera vivido una vida perfecta y sólo nos hubiera dejado el sublime sermón del Monte,
sus maravillosas parábolas y sus benditas enseñanzas, y se hubiera ido al cielo sin morir
por nosotros, tampoco habría perdón de pecados. Y algo más, si hubiera ofrendado su
vida en lugar de nosotros, cargando con nuestros pecados, pero no hubiera resucitado,
tampoco tendríamos ninguna buena noticia que dar al mundo.
Pero, ¡gloria a Dios!, todo lo que estaba escrito de Él en el Antiguo Testamento se ha
cumplido (v. 44). Jesucristo vino a la tierra, vivió una vida perfecta y santa, no sólo a los
ojos de los hombres, sino también a la vista de Dios. Predicó las buenas noticias de un
Padre que nos ama, sanó a los enfermos y libertó a los que estaban esclavos del poder del
pecado y del diablo. A su debido
Plan divino de salvación (Lucas 24:46–49)

tiempo enfrentó la cruz y murió «el justo por los injustos para llevarnos a Dios». Aun
antes de expirar en la cruz proclamó: «Consumado es»—la salvación para el género
humano estaba lograda—. Dios puso su sello de aprobación sobre esta asombrosa obra de
gracia y lo resucitó de los muertos. ¡Qué maravilloso!
Después de transcurridos casi cuatro mil años, lo que Dios había planeado, previsto y
prometido se cumplió. ¡Hay salvación, perdón, limpieza, liberación del poder del pecado,
comunión y paz con Dios, el derecho de ser sus hijos, la posesión de la vida eterna, la
entrada en el Reino de Dios! Todo esto y mucho más, Dios lo hizo «en Cristo» y por
medio de Cristo a nuestro favor, y está al alcance de cualquier persona que se arrepienta
de sus pecados y crea en Él. Es una «gran salvación» imposible de describir o expresar en
palabras.
Pero, ¿es esto todo? ¿Terminó aquí el plan? ¿No hay nada más que hacer? ¡De
ninguna manera!

La otra parte se refiere a «vosotros»


En el mismo párrafo en el que Jesús describió lo que le correspondía hacer a Él en
este plan, también añadió que era: «Necesario […] que se predicara en su nombre el
arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones» (v. 47); y sin
interrumpir su declaración dijo quiénes debían llevar a cabo esta tarea: «Vosotros—
refiriéndose a sus discípulos—sois testigos de estas cosas» (v. 48).
¿Cómo? Por el «poder del Espíritu Santo».
¿Dónde? «En todas las naciones» (etnias) de la tierra.
¿A quiénes? «A toda criatura».

Es inconcebible pensar que Dios, que planeó y preparó durante cuatro milenios (más aún,
desde la eternidad) la venida al mundo de su propio Hijo, y la obra expiatoria que Él
realizó en la cruz, no haya diseñado con igual cuidado la proclamación de este
maravilloso evangelio a todo el género humano.
Dios no se olvidó ni se equivocó. Jesús—Dios encarnado—dedicó tres años intensos
a la preparación y capacitación de sus discípulos. A ellos los escogió y designó para
cumplir esta parte importantísima del plan divino. Habiendo llegado la hora, no vaciló en
señalar a ese puñado de seguidores: «Vosotros» (y todos aquellos que han de creer por
medio de vosotros) sois los comisionados divinamente para proclamar estas buenas
noticias por toda la tierra».
«Vosotros»—eran los discípulos a los cuales estaba hablando.
«Vosotros»—eran los primeros miembros de la iglesia en formación.
«Vosotros»—eran nuestros representantes en aquella primera hora, pues tal como estaba
anunciado, nosotros a su tiempo llegaríamos a creer en Cristo por la palabra de ellos o
de sus descendientes (Juan 17:20).

Ellos eran, entonces, los encargados—según la sabiduría divina—de predicar las buenas
noticias del perdón hecho posible por Cristo, bajo las dos razonables condiciones de
arrepentimiento y fe.

¿En qué consiste la naturaleza del plan?


La respuesta a esta pregunta es simple: que el plan divino, según hemos estado
considerando, se compone de dos partes. Y estas dos partes están unidas de tal
forma que no se pueden separar, sin que el plan se deteriore en gran manera. Y
precisamente esto era lo que los discípulos debían entender claramente. Y la vital
importancia de la relación que existe entre estas dos partes del plan es lo que las
iglesias y los cristianos del día de hoy debemos comprender para actuar en
consecuencia.
¡Hay salvación! ¡Gloria a Dios! Pero debemos proclamarla. Debe ser anunciada. ¡Es
necesario comunicarla a todas las naciones (etnias, pueblos, tribus, lenguas)! En otras
palabras, lo que muchos cristianos parece que nunca han captado, o han perdido de vista,
es que la proclamación del evangelio no es un agregado opcional: es una parte
insustituible del plan de Dios. No es algo que se deja librado al azar. Jesús dijo que «era
necesario», tanto la parte que le concernía a Él como la que correspondía a los discípulos.
Tal vez algunos ejemplos pueden ayudarnos a entender la seriedad de este punto.
Supongamos que un rey o presidente de un país firme un indulto a favor de un criminal
que va ser ejecutado hoy a las doce de la noche. Lo pone en las manos de un mensajero y
le ordena llevarlo inmediatamente a la cárcel. Este lo recibe, pero en vez de cumplir con
su deber, se distrae, se ocupa de asuntos personales, y llega a la prisión con el indulto a la
una de la madrugada, o sea una hora después que el reo ha sido ejecutado. ¿Para qué
sirvió el indulto en tal caso? ¡Para nada! O tal vez sería mejor decir que ya no sirvió para
salvar la vida del condenado aunque sí para condenar la conducta negligente del
mensajero.
O imaginemos que fuera descubierta una vacuna efectiva para el cáncer o el sida—
estos dos flagelos que tanto están azotando a la humanidad—, pero que nadie se enterara
que tal vacuna existe. O peor todavía, que algún laboratorio o algún país la tuviera en su
poder, y no la compartiera con la población enferma y necesitada. Tal descubrimiento no
sería de ninguna utilidad para los enfermos.
De la misma manera, ¿qué valor puede tener el sacrificio de Cristo para millones de
seres humanos que no saben que el Salvador murió por ellos? Muchos ni siquiera saben
que es el Hijo de Dios, y menos aún que vino a la tierra para salvarlos.
Volvamos a las ilustraciones del indulto y la vacuna. El pecado es un delito terrible
contra el Dueño del universo, y merece y recibirá el castigo ya establecido, que es la
muerte eterna. Pero hay un indulto: ¡debemos comunicarlo y a tiempo! El pecado es una
enfermedad espiritual mil veces peor que el cáncer o el sida (estas sólo pueden afligirnos
en esta vida).
Pero hay un remedio: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado».
¡Todos deben saber quién es Jesús, conocer el remedio que nos ofrece y tener la
oportunidad de recibirlo!
Un plan perfecto
Cristo cumplió perfectamente su parte en el plan de Dios. Como Él lo dijo, era una
parte necesaria. Ningún ser humano podría haberla realizado. ¿Vivir una vida
inmaculada? ¿Morir por los pecados de otros? ¿Resucitar de entre los muertos? ¡Sólo
Cristo podía hacer esto, y lo hizo!
La iglesia—el cuerpo de Cristo en la tierra—de la cual forman parte todos los
cristianos nacidos de nuevo, debe—según la sabiduría y la voluntad de Dios—llevar a
cabo la parte que le ha sido asignada en el plan. Según las expresiones de Cristo, esta
parte también «es necesaria», y se nos ha encargado a nosotros que somos sus discípulos.
Cristo no volverá otra vez a la tierra para cumplirla. Tampoco enviará desde el cielo un
millón de ángeles para anunciar el evangelio. «Vosotros sois el pueblo escogido para
realizar la proclamación».
¡Cuán maravilloso y perfecto es el plan de Dios! Nos dice con claridad quién es
quién, y qué es lo que le corresponde hacer a cada uno. Es un plan sabio y razonable.
¿Quién sino Cristo podría proveer salvación perfecta y eterna? No hay otra persona como
el Dios-hombre ni en el cielo ni en la tierra. Él era el único que podía hacerlo, y lo hizo.
¿Y quiénes sino aquellos que han gustado el amor y el perdón de Dios son los servidores
ideales para llevar estas buenas noticias por todo el mundo? Dios nos ayude como a los
primeros discípulos (ver Lucas 24:45) a entender y poner por obra esta gran verdad. Si
nosotros no lo hacemos, ningún otro lo hará.

C A P Í T U L O 3
Las multitudes no
evangelizadas

Al ver las multitudes tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y


dispersas como ovejas que no tienen pastor. (Mateo 9:36)

Al salir Jesús, vio una gran multitud, tuvo compasión de ellos y sanó a los que de
ellos estaban enfermos. (Mateo 14:14)

Mientras haya millones de seres humanos todavía destituidos de la palabra de Dios y


el conocimiento de Jesucristo, me será imposible dedicar mi tiempo y energías a
aquellos que ya disfrutan de ambas cosas. (J. L. Ewen)

¡Cuántos hombres aún entre sombras! ¡Cuántos pueblos lejos de su luz! (Néstor
García)
M ATEO, MÁS QUE los otros escritores de los evangelios, destaca la importante relación
y contacto que existía entre Jesús y las multitudes de su tiempo. Algunas concordancias
registran esta palabra o sus derivados más de cuarenta veces en su libro. La actitud de
Jesús era clara e inconfundible: vio las multitudes y su desesperante condición espiritual,
sintió compasión por ellas, y actuó decididamente para suplir sus necesidades. Mandó a
sus discípulos que rogaran pidiendo más obreros, sanó a los enfermos, multiplicó los
peces y panes para alimentarlas, envió a sus discípulos a proclamar el Reino en las
poblaciones donde vivían.
También a través de estas actividades procuró transmitir a sus discípulos su visión,
compasión y acción. El relato de las ocasiones en las cuales multiplicó los panes aparece
seis veces en los cuatro evangelios, y casi en cada ocasión Jesús ordenó a sus seguidores
que le dieran de comer al pueblo allí reunido. Los discípulos en todos los casos mostraron
la tendencia muy humana de eludir la responsabilidad. Jesús tenía y tiene interés en las
multitudes, y su voluntad es que sus seguidores sientan lo mismo que Él.
Los historiadores estiman que cuando Jesús dio la orden de proclamar el evangelio a
todas las etnias de la tierra, el mundo del primer siglo tendría entre doscientos y
doscientos cuarenta millones de habitantes. Hoy las multitudes se han acrecentado de tal
manera que llegan a la cifra de 6.300 millones, o sea una cantidad casi treinta veces
mayor. Confrontando el claro mandato de Cristo con el mapa del mundo, y tomando
conciencia de los millones de personas que llenan la tierra, nos preguntamos: ¿cómo
estamos en relación a la tarea que se nos ha encomendado? ¿Cuál es la situación actual?

La tarea realizada
Es indiscutible que a lo largo de estos veinte siglos que han transcurrido la iglesia de
Cristo ha realizado una gigantesca tarea que sólo la eternidad podrá revelar en su
verdadera magnitud. Las Escrituras y la historia nos informan del glorioso comienzo
en el día de Pentecostés y de cómo el evangelio se extendió triunfalmente por Judea
y Samaria, y luego por el Asia Menor y Europa, a tal punto que muchos opinan que
se llegó hasta los límites del mundo conocido de aquel entonces.
También sabemos que poco después del año 300 d.C., una jugada maestra del
enemigo, usando al emperador Constantino, convirtió al cristianismo en la religión del
estado, haciendo cristianos «por decreto», y como resultado de esta medida la iglesia se
llenó de paganos, y como era lógico esperar, perdió la visión misionera y el fervor
evangelístico se frenó. Como bien dijo el Señor en la parábola de la cizaña y el trigo: «Un
enemigo ha hecho esto». Si bien es cierto que a través de los tiempos Dios siempre ha
tenido sus testigos y siervos fieles, también es verdad que en general la iglesia perdió el
empuje misionero de sus primeros años, y su avance y actividad sufrió un largo
paréntesis.
Fue recién a partir del siglo XVIII por medio de siervos como Guillermo Carey,
Hudson Taylor, Adoniram Judson, Carlos Studd y un ejército de hombres y mujeres
como ellos, que el pueblo de Dios comenzó a despertar y a recobrar su dinámica
misionera.
Desde entonces ha venido realizando un trabajo extraordinario.
Gracias a Dios
Es justo que hagamos una pausa en este relato y demos gracias a Dios por todo el
esforzado trabajo que, por su gracia, se ha podido hacer y se sigue realizando hasta
este momento:
Debemos dar gracias a Dios por los millones de cristianos que—prácticamente en todas
las latitudes—alumbran con su luz sobre las densas tinieblas de este mundo.
Demos gracias por las miles de iglesias evangélicas situadas en la mayoría de los países
del mundo, a través de cuyos miembros, cada día el testimonio de Cristo es anunciado
a pequeños y a grandes.
Agradezcamos a Dios por los miles de misioneros pioneros, que dejando su patria,
trabajo, hogar, etcétera, han ido a lugares lejanos a levantar la bandera de la cruz.
Debemos agradecer a Dios por el numeroso ejército de pastores, evangelistas, maestros,
obreros laicos, diáconos, etcétera, que cada semana están predicando y enseñando que
Cristo es el único camino a innumerables niños, jóvenes, adultos y ancianos en todo
el universo.
Demos gracias a Dios por las numerosas entidades de servicio y agencias misioneras que
ayudan y complementan el ministerio de las iglesias.
Agradezcamos a Dios por los miles de seminarios, institutos y escuelas bíblicas, y centros
de capacitación transcultural que constantemente están preparando obreros para las
más variadas necesidades de la mies.
No debe faltar nuestra gratitud a Dios por las numerosas sociedades bíblicas, que junto
con las misiones que traducen las Escrituras, logran poner al alcance de los habitantes
de grupos étnicos diferentes, los evangelios, selecciones bíblicas, Nuevos
Testamentos y Biblias, sin los cuales la evangelización sería imposible.
Y cómo no dar gracias por las innumerables audiciones y programas de radio y televisión
que durante las veinticuatro horas surcan el aire en todas las direcciones de los cinco
continentes con el mensaje de vida y esperanza.
No dejemos de agradecer a Dios por las toneladas de folletos, mensajes impresos,
periódicos, revistas y todo tipo de literatura que cada día se imprime y reparte
personalmente, procurando esparcir las buenas noticias del perdón y la salvación.
Demos gracias también por todos los medios que escapan a nuestro análisis, pero que tal
vez vienen a la mente del lector al leer estas líneas.

Sí, alabado sea Dios por todo esto y mucho más que se ha hecho y se hace para que se
cumpla el deseo divino de que «todos los hombres [y mujeres] sean salvos y vengan al
conocimiento de la verdad». Muchos son esfuerzos conocidos y otros muchos son
ignorados. Su dimensión y alcance es, materialmente, imposible de medir y describir.

Sin embargo …
A pesar de todo el trabajo y esfuerzo realizado, hay una realidad imposible de
ocultar y es que todavía hay miles de pueblos y millones de hombres y mujeres que
desconocen totalmente el mensaje del evangelio. Como ya hemos dicho, la población
del planeta Tierra asciende a 6.300 millones de habitantes y las estadísticas más
conservadoras nos dicen que alrededor de la tercera parte de esa cifra (unos dos mil
millones) compuesta por ocho mil grupos étnicos distintos, es decir «naciones»
según el lenguaje de Jesús, todavía esperan escuchar las buenas noticias del amor de
Dios por primera vez. Tomemos como ejemplo a la India, ese tremendo coloso del
Oriente que como bien se ha dicho, más que un país parece un continente. En la
actualidad suma más de 1.100 millones de habitantes y su población crece a razón
de diecisiete millones por año, o sea que cada dos años produce una población
semejante a la de la Argentina (que tiene treinta y siete millones). Ningún país del
mundo exhibe una diversidad y concentración tan grande de grupos humanos no
alcanzados. Un estudio realizado recientemente identificó 4.635 etnias distintas. Se
estima que en tres mil de ellas, sólo cien cuentan con una minoría cristiana
establecida. La nación se subdivide en veinticinco estados y siete territorios, y a lo
largo y a lo ancho de ese país existen setecientas mil aldeas, pueblos y ciudades. Hay
solamente una iglesia cada dos mil de estas poblaciones.
La India es un país democrático, donde actualmente hay libertad para comunicar el
evangelio. Pero grandes son sus multitudes, y grande es su necesidad. Es como un botón
de muestra de los apremiantes desafíos que se presentan en muchos otros frentes, tales
como:
América latina, con más de ciento cincuenta tribus que todavía esperan el encuentro con
los primeros misioneros pioneros (están en Brasil, el sur de Colombia y Venezuela,
en las selvas del Perú, México, etcétera).
Norte del África, con los resistentes y agresivos pueblos musulmanes.
Centro del África, muchas tribus y etnias donde la iglesia aún no ha sido establecida.
China, a pesar del crecimiento experimentado por la iglesia, numerosos grupos étnicos
permanecen no alcanzados.
Las islas del Pacífico, todavía quedan muchas islas sin un claro y permanente testimonio.
Eurasia, numerosos grupos étnicos emancipados de la ex Unión Soviética son como un
campo blanco que necesita ser cosechado con urgencia.

El dicho popular: «Ojos que no ven, corazón que no siente» expresa una gran verdad.
Jesús vio y sintió. El cuerpo de Cristo en la tierra hoy debe despertar. Ver—esto es
conocer, investigar, descubrir, tomar conciencia—los numerosos grupos étnicos que
suman millones que aún no han recibido el mensaje. Y si siente la compasión que Jesús
sintió debe movilizar todas sus fuerzas para cumplir con el divino imperativo: ¡Id a todas
las naciones! ¡Dadles vosotros de comer! Hay Pan de vida en abundancia.
C A P Í T U L O 4
La gravedad y la urgencia de la
situación actual

A menos que toda la iglesia sea movilizada, no es probable que la totalidad del
mundo sea alcanzada. (John Stott)

¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel
de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? (Romanos
10:14)
¿Por qué deberían algunos escuchar el evangelio dos veces, cuando millones de
personas no lo han escuchado ni una sola vez? (Oswald J. Smith)

C ON TODA SEGURIDAD los números y las estadísticas que con relación a la obra
misionera nos impresionan y a veces nos atemorizan, no proporcionan más que una idea
muy limitada de la real necesidad espiritual de millones de personas que nunca han
gustado las bendiciones de la salvación que hay en Cristo.
Algunos preguntan: ¿Por qué preocuparse tanto por ir a predicar el evangelio a los
paganos? La respuesta a esta pregunta la dio Jesús a los que lo criticaban por juntarse con
los pecadores más necesitados. Y fue una respuesta muy simple. Dijo: «Los que están
sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (Lucas 5:31). Si los paganos no
están afectados por la terrible enfermedad del pecado, si no viven lejos de Dios, si no
están sumergidos en un lodazal de maldad, injusticia, desesperación y sufrimiento,
naturalmente no deberíamos ir a ellos. Pero el solo hecho de que desconocen al verdadero
Dios—autor y fuente de la vida—es la razón principal por la cual necesitan ser
alcanzados. Estos millones de hombres y mujeres están enfermos y sufren física, social,
moral y sobre todo, espiritualmente. El Señor Jesús desea derramar el aceite y el vino de
su gracia sobre ellos para sanar sus dolores y heridas producidas por el pecado y
concederles el don de la vida eterna. La primera razón general y muy grave es que son
pecadores y necesitan un Salvador.
Pero la gravedad y urgencia de la necesidad de esta parte de la humanidad que aún no
ha sido alcanzada con la verdad salvadora se agrava y acrecienta por otros dos motivos.

Primero: ellos hoy no podrían ser salvos


Nos referimos principalmente a los ocho mil grupos étnicos que suman millones de
personas y afirmamos que, aunque hay salvación, las personas que pertenecen a
estos grupos, no podrían ser salvas hoy, aunque lo quisieran. ¿Qué estamos
diciendo? ¿Es posible hacer una afirmación semejante? ¡Tal declaración parece una
herejía! Efectivamente, se ha dicho que una herejía es una pequeña distorsión de la
verdad. Y la verdad es que hay salvación, porque Cristo en la cruz consumó la
redención para todo ser humano. Pero la deformación se produce porque se pasa
por alto el hecho de que para que esta gloriosa verdad salve un alma, la misma debe
ser comunicada, predicada, proclamada.
Y la triste realidad que enfrentamos hoy es que a pesar del tiempo transcurrido, y de
todo el avance logrado en muchos frentes, en la mayoría de los grupos étnicos
mencionados:
No hay proclamación del evangelio.
Los misioneros pioneros todavía no han llegado a esos grupos.
Entre ellos no hay testigos que vivan a Cristo y esparzan a su alrededor «la luz del
mundo» que puede indicar el camino a la vida.
El dialecto o lenguaje de la mayoría de estas etnias todavía no se ha escrito; por lo tanto,
no se ha traducido ningún evangelio o porción bíblica que pueda facilitar la
evangelización.
Por estas y otras razones entre estos pueblos no hay evangelización, ni discípulos, ni
iglesia que pueda crecer y expandirse en la comunidad.

Como se podrá apreciar, la condición y necesidad de estos pueblos presenta un vivo


contraste con los de cualquier país de América latina. ¿Por qué? Porque en la mayoría de
los pueblos de nuestro continente, una persona preocupada por su bienestar espiritual
puede acudir a un templo evangélico en su localidad o en alguna población o ciudad
cercana. Allí puede preguntar por un pastor o un cristiano que le muestre el camino a
Cristo. O puede sintonizar una radio y escuchar numerosos mensajes que con los idiomas
principales se irradian a toda hora, y enterarse de lo que significa la salvación y cómo
recibirla. O tal vez puede leer algún mensaje escrito o ejemplar del evangelio que algún
compañero de trabajo le entregó o recibió en una plaza en una reunión al aire libre, y al
cual anteriormente no le dio importancia.
Pero ninguno de estos medios está al alcance de los integrantes de miles de etnias,
hasta hace poco denominados «pueblos escondidos». Y la razón es evidente: entre ellos
no hay templo, ni iglesia, ni pastor o evangelista o cristiano, ni Nuevo Testamento, Biblia
ni literatura. Es probable que haya entre ellos muchos Cornelios clamando al cielo por
ayuda pero los Pedros modernos que el Espíritu Santo está llamando todavía no han
llegado a esos lugares. ¿Cómo van a creer en Cristo, si nunca han oído hablar de Él?
Miles de personas están muriendo cada día, que nunca han escuchado del amor de
Dios. Y como alguien ha dicho: «Las almas que mueran hoy no podrán escuchar
mañana».

Segundo: la despareja e injusta distribución de obreros


Si hoy en el mundo hay unos doscientos mil misioneros (las estadísticas varían), el
93 por ciento de esa cantidad sirve en zonas o países en los cuales la iglesia ya está
plantada, y sólo un siete por ciento trabaja en campos vírgenes, procurando
evangelizar a quienes nunca han oído de Cristo.
Que haya pocos obreros—como dijo Jesús—es un hecho misterioso, doloroso y triste.
Pero, que además esos pocos no estén donde la necesidad es mayor y más apremiante, lo
es más aún. ¿Será porque en algún tramo del camino recorrido no se ha tenido en cuenta
el mapa de ruta que nos indica las zonas que se deben alcanzar simultáneamente?
(Hechos 1:8). ¿O hemos hecho oído sordo a la voz del Señor de la cosecha—el divino
ejecutivo de la Deidad, quien ha venido para dirigirnos y guiarnos? (Apocalipsis 2:7, 11,
17). ¿O tal vez nunca hemos tenido la visión del varón indígena o árabe, que como
representante de miles de pueblos, con el inconfundible lenguaje de su ignorancia,
superstición, adoración de ídolos y demonios, tristeza, pánico y dolor nos está diciendo:
«¡No se guarden el Pan de vida sólo para ustedes! Nosotros también tenemos hambre y
¡necesitamos de un Salvador»?

La dirección correcta
Es necesario comprender que toda iglesia local tiene obligatoriamente una
misión universal. Esto no es un asunto optativo; no depende de la
voluntad de los líderes, ni de los planes o resoluciones de la congregación,
ni del libre albedrío de los creyentes. Es un claro mandamiento del Señor,
que fijó precisamente sus alcances: «Id y haced discípulos a todas las
naciones». Una iglesia sin una visión mundial hace traición a su propia
finalidad misionera. La iglesia que sólo piensa en sí misma, y se limita
exclusivamente a su propio redil y a su propio territorio, o a lo sumo, a un
relativo interés en las misiones nacionales o domésticas, no está
identificada con el verdadero sentido de un evangelio que no reconoce
fronteras.

Así como la aguja imantada de la brújula siempre señala el norte, Cristo, la Biblia y el
Espíritu Santo, siempre apuntan a las regiones más allá:
Vamos a los lugares vecinos para que predique también allí, porque para esto he
venido (Marcos 1:38).

Tengo, además, otras ovejas […], a esas también debo atraer y oirán mi voz (Juan
10:16).

Id por todo el mundo […] A todas las naciones […] Hasta lo último de la tierra
(Marcos 16:15; Lucas 24:47; Hechos 1:8).

Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: «Te he puesto para luz de los gentiles,
a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra» (Hechos 13:47).

Me esforcé a predicar el evangelio, no donde Cristo ya hubiera sido anunciado […]


sino como está escrito: «Aquellos a quienes nunca les fue anunciado acerca de él,
verán; y los que nunca han oído de él, entenderán» (Romanos 15:20–21).
A semejanza de los antiguos hijos de Isacar, que el rey David tenía a su disposición
porque eran «entendidos en los tiempos, y sabían lo que Israel debía hacer, cuyas órdenes
seguían todos sus hermanos» (1 Crónicas 12.32), desde hace más de veinte años, Dios ha
levantado un puñado de siervos—estadistas misioneros—que han estado haciendo
flamear la bandera de los pueblos no alcanzados. Tal prédica, como si fuera una luz roja,
señala el peligro y el error que cometemos al descuidar esta parte tan importante de la
humanidad, y nos exhorta a completar la Gran Comisión que nos ordena ir hasta lo último
de la tierra. ¿Estaremos dispuestos a obedecer estas advertencias y hacer nuestra parte
para evangelizar los millones que todavía no han oído el bendito mensaje?
NOS LLAMA A EXTENDER SU REINO

El Señor que salvó nuestras almas,


Quiere al mundo dar su redención.
Hasta el fin de la tierra llevemos
Su mensaje de perdón.
CORO

Nos llama a extender su Reino,


A ser testigos de su amor.
Ya vamos listos a extenderlo,
¡Con valor y juvenil fervor!

Cuántos hombres aún entre sombras,


¡Cuántos pueblos lejos de su luz!
Nuestra vidas irán a alumbrarlos
Con la antorcha de su cruz.

Nuestras fuerzas y todos los dones


En su Reino Él quiere utilizar.
A través de nosotros desea
A los hombres libertar.

Si hasta otros llevamos su Reino,


En nosotros Él debe imperar.
Oh, Señor, muestra en nuestras vidas
Tu potencia sobre el mal.

LETRA: Néstor R. García


MÚSICA: Demetrio Miciu
Parte II
La visión

La visión que necesitamos

¿A QUÉ SE PUEDE atribuir una situación tan extrema y desesperante como la que
presentan hoy las zonas del planeta donde todavía no hay iglesias establecidas y
donde existen miles de grupos étnicos aun no alcanzados con el mensaje del
evangelio?
¿Será porque Dios nos ha encomendado una tarea imposible de cumplir?
¿Será porque Él no ha provisto los recursos necesarios para realizarla?
¿Las fuerzas del enemigo serán superiores a las de la iglesia?
¿Prevalecerán las fuerzas del infierno contra la iglesia?

El obstáculo principal
Los que creemos las verdades reveladas en la Biblia, sabemos que las cuestiones
planteadas en las preguntas arriba citadas y otras parecidas, no apuntan a la causa
real por la cual el mundo todavía no ha sido evangelizado.
Como se dice vulgarmente, «hilando fino» se pueden mencionar muchas razones
relativas o secundarias, pero hay una que en nuestra opinión y convicción es la más
importante. En cierto sentido es la madre de muchas otras. Hay una razón que a nuestro
entender está por encima de todas: la falta o ausencia de una visión misionera.
Por eso deseamos considerar a continuación la visión que necesitamos.

C A P Í T U L O 5
Obedeciendo un mandamiento
descuidado
Al ver [Jesús] las multitudes … (Mateo 9:36)

La visión es un don tan deseable como la fe; Dios la da por medio de su Palabra y de
su Espíritu. (Evans Roberts)

Lo que yo veo siempre son los campos vastos del paganismo y creo que están
blancos para la siega. Y para segarlos, yo estoy listo y ansioso de ir. (Guillermo
Carey)
Yo he visto la visión y para mí mismo, ya no puedo vivir. (Oswald J. Smith)

No fui rebelde a la visión celestial. (Hechos 26:19)

A NTES QUE JESÚS ordenara a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el
evangelio» fue necesario que les diera otro mandamiento que sería clave para el
cumplimiento de esa misión. En los primeros meses de su capacitación les dijo: «Alzad
vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega» (Juan 4:35). Los
discípulos necesitaban una visión adecuada de la tarea que tenían que realizar.
Donde no hay visión el pueblo se extravía (Proverbios 29:18, NVI).
Jesucristo tenía una clara visión de las necesidades de las multitudes que le rodeaban, y la
iglesia que lleva su nombre debe tenerla también. Debe identificarse con esa mirada para
ver lo que Él ve. De otra manera no podrá cumplir debidamente con la función que Dios
le ha asignado en el diagrama de la redención. Si la juventud y los líderes de nuestras
iglesias no captan la visión misionera se desperdiciará el tremendo potencial que ésta
tiene y los millares de granos de trigo (de vidas jóvenes) que podrían llevar abundante
fruto en los necesitados campos del mundo nunca cumplirán su vocación.
La razón principal por la cual muchos cristianos e iglesias no han obedecido
plenamente las órdenes de Cristo de predicar el evangelio hasta los lugares más lejanos
de la tierra, es que han descuidado este claro mandamiento del Señor a sus discípulos—y
a todo discípulo—de: «Alzad los ojos y mirad los campos». Pero todavía estamos a
tiempo para prestar atención a estas palabras, y ¡pidamos a Dios que nos ayude a hacerlo
ahora!

Alzad vuestros ojos


¿Por qué el Señor les pidió a sus discípulos que alzaran los ojos? La razón es
evidente. Sus ojos estaban inclinados mirando hacia abajo. ¿Y qué diferencia hay
entre levantar la vista o bajarla? Si probamos hacer esto literalmente, ¿qué ocurre?
Inclino la cabeza y con ella mis ojos, ¿y qué es lo que veo? Solo me veo a mí mismo.
Veo únicamente el metro cuadrado de superficie sobre el cual estoy parado. Esta
postura física llega a ser el símbolo de una actitud interior que consiste en una
concentración exagerada en mi persona y en mis propios intereses. Veo mi cuerpo,
me veo a mí mismo, veo mi familia, mi casa, mi trabajo, mis comodidades. Considero
sólo mis planes, mis placeres, etcétera.
Así, posiblemente, estaban los discípulos cuando Jesús les habló estas palabras, y así
podemos estar también nosotros con relación con nuestros propios intereses y los del
Señor. Esta visión no es mala, pero es limitada y si es la única nos encierra en la trampa
narcisista. Si nuestros ojos espirituales están fijos en nosotros mismos, nos hemos
convertido en el centro de nuestra visión. Todo nuestro mundo gira alrededor de nuestros
deseos y objetivos personales: Yo, mis planes, mi trabajo, mi novia, mi novio, mis
estudios, mi casamiento, mi futura casa, mi deporte, mi carrera, mi negocio, mis
preferencias, etcétera. ¡También podemos transportar este concepto al campo religioso y
pensar sólo en mi iglesia, mi barrio, pueblo, ciudad, mi país, mi denominación …!
Pero, ¿qué ocurre cuando levanto los ojos? Por lo menos dos cosas inmediatas: veo en
primer lugar a los que están a mi alrededor; es decir, a otros, con sus intereses y
necesidades aparte de mí mismo. Y en segundo lugar, me olvido un poco de mi persona;
mi visión personal unilateral por lo menos se relativiza, pasa a un segundo plano, se
equilibra con la visión del prójimo.
Si Dios ha de usarnos (como quería usar a sus primeros discípulos) la visión egoísta
que por lo general tenemos de la vida y sus objetivos debe ser cambiada. El punto o
centro en el que tenemos fija nuestra mirada es importante porque orienta y determina lo
que haremos con nuestra vida. Cuando cambia la visión, cuando se ensancha, la vida
misma cambia. La visión que Jesús impartió a sus discípulos les transformó la vida. En
algún momento de nuestra comunión y nuestro andar con Jesús seguramente
escucharemos estas palabras: «Alzad vuestros ojos […] y mirad». Son también para
nosotros. No les tengamos temor: debemos obedecerlas.

Cuál es la prioridad
El cuadro de la vida de los discípulos de Cristo que los evangelios nos presentan es
como un espejo en el cual nosotros podemos mirarnos. ¿Qué pensaban y qué sentían
cuando Jesús les pidió que alzaran sus ojos? Jesús había quedado solo junto al pozo
de Jacob «porque los discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer» (Juan
4:8). Al parecer estaban muy ansiosos por el almuerzo, pues llama la atención que
para conseguirlo haya ido todo el grupo, cuando dos o tres de ellos habrían podido
traer comida para todos. Comer es bueno, agradable y necesario. Forma parte de la
vida que tenemos que vivir. Todos tenemos un cuerpo que alimentar. No comer
podría llegar a ser un pecado, si tal acto deteriora nuestra salud y pone en peligro
nuestra vida. Pero poner la comida en primer lugar, en ciertas circunstancias, podría
malograr buenas oportunidades e impedir que alcancemos metas importantes. Jesús
también tenía un cuerpo que alimentar, pero en esta ocasión eligió darle prioridad a
otra necesidad más apremiante. La visión dominante de los discípulos eran sus
propias necesidades. Jesús puso por un tiempo a un lado las propias, y así pudo ver y
ocuparse de las de otros: la mujer samaritana y el pueblo que ella representaba.
¿Qué ocurre con nosotros? ¿Qué lugar ocupa en la lista de prioridades todo lo que
tiene que ver con nuestro bienestar material: trabajo, familia, comida, etcétera? ¿Y qué
lugar ocupan las necesidades espirituales de aquellos que nos rodean? ¿Estamos
dispuestos, ocasionalmente, a renunciar o posponer lo que nos interesa a nosotros para
poder satisfacer lo que otros necesitan?

Pasar por Samaria


Juan dice en el relato que estamos estudiando, que en su viaje a Galilea era necesario
que Jesús pasase por Samaria. ¿Por qué? Tal vez la respuesta más simple sea, porque
esa provincia estaba en el camino, y de no hacerlo así hubiera tenido que hacer un
largo rodeo. Otra razón, que desde niños nos enseñaron los maestros de la escuela
dominical, es que era necesario por causa de la mujer que se convirtió, y por el
grupo de amigos que posteriormente logró traer a los pies del Señor. Las dos
razones son evidentes y muy importantes. Pero profundizando la investigación,
tenemos que convenir, que también era necesario pasar por Samaria a causa de los
discípulos (Juan 4:4).
Ellos tenían una mentalidad muy nacionalista. Parece ser que tenían sueños de un
reino de Israel restaurado que los colocaría—como en los días de Salomón—a la cabeza
de las naciones de la tierra. Tal vez en su fantasía mental imaginaban que podrían llegar a
tener un puesto importante y sobresaliente en la administración de ese reino. Al mismo
tiempo conservaban el prejuicio y el desprecio general de los judíos hacia los
samaritanos, a quienes tenían en poco por ser parte de una raza híbrida o mestiza, por
haberse unido en matrimonio y sociedad con personas de otra nación.
Pasar por Samaria y ver a samaritanos convertidos entrando en el Reino significaba
que—para Quien «de tal manera amó al mundo»—éstos también estaban incluidos en el
plan de redención, tanto como los judíos y los gentiles. Sin embargo, cuando Jesús estaba
por ascender al cielo (Hechos 1:6–8) parece que este sentir de un reino de Israel
restaurado—tal vez dominando a los demás—todavía prevalecía en la mente de los
discípulos. Jesús les repitió una vez más que en vez de preocuparse por eso, ellos debían
ocuparse de ser testigos de Él hasta lo último de la tierra, y por alguna razón en esas
palabras mencionó nuevamente a Samaria como parte integrante de su plan. La visión
que Jesús quiere que tengamos debe desalojar de nuestro mapa mental toda clase de
exclusividades y prejuicios contra otras razas y personas.
«Pasar por Samaria» puede significar una disciplina necesaria para eliminar de
nuestra vida alguna actitud similar a la que los judíos tenían con los samaritanos. ¿Hay
alguna raza que nos desagrada? ¿Algún país a cuyos habitantes no los podemos sufrir?
¿Algún grupo despreciado que no entra en nuestro plan de salvación? Es muy probable
que haya una Samaria en nuestro camino y que sea necesario que pasemos por ella, con
Jesús a nuestro lado.

¿Qué nos dice la experiencia de Jonás?


Hasta dónde puede llevarnos un prejuicio que no ha sido superado o quitado de
nuestra mente bien lo ilustra el caso del profeta Jonás. Seguramente recordamos la
historia de este siervo de Dios (su relato abarca cuatro breves capítulos del Antiguo
Testamento que se pueden leer en diez minutos). ¿Cuál era el problema entre Dios y
Jonás? Sencillamente, tenían una visión distinta de la ciudad de Nínive y sus
moradores. Dios quería advertir a los habitantes de esa ciudad de un inminente y
justo juicio y condenación que vendría sobre ellos. Jonás, por su parte, veía en esta
orgullosa ciudad, el centro poderoso de un país enemigo de Israel, y sabía que si se
arrepentían, Dios los perdonaría, y tal resultado no era lo que él deseaba. Para
decirlo en dos palabras: Dios tenía un plan, y Jonás (influenciado por su prejuicio
que excluía a Nínive) tenía otro, contrario al de Dios.
Tal vez sería oportuno hacer aquí una aplicación inmediata de esta verdad a nuestra
vida. Dios quiere ofrecer el evangelio a cada ser humano de todos los grupos étnicos que
viven en el mundo hoy. ¿Lo queremos también nosotros? ¿Podemos demostrar la realidad
de tales deseos con hechos concretos?
Dios quiso probar a Jonás y comparar el interés que él tenía por sí mismo y por los
demás. ¿Cómo lo hizo? Después que Jonás hubo proclamado el mensaje que Dios le
dio—bien o mal, pues no sabemos con qué espíritu lo hizo—. Las mismas palabras: «De
aquí a cuarenta días, Nínive será destruida» podrían ser predicadas con una sonrisa
burlona y diabólica, alegrándose anticipadamente por la destrucción de la ciudad. O
podrían ser pronunciadas con lágrimas de tristeza y dolor por darse cuenta del terrible fin
que les esperaba si no se arrepentían. Se nos dice que habiendo cumplido su misión se fue
a las afueras de la ciudad, se hizo una enramada y se sentó a esperar para ver qué
acontecería. ¿Cumpliría Dios lo que Él había anunciado, o los perdonaría y él quedaría
mal parado y su prestigio dañado porque su profecía no se había cumplido? No hay
ninguna frase en el relato que nos permita creer que él se alegró por el arrepentimiento y
la humillación que mostraron, desde el rey hasta el más humilde ciudadano al creer el
mensaje que Dios les había enviado.
Entonces Dios le dio a Jonás lo que en nuestro lenguaje evangélico llamaríamos una
«bendición», o tal vez mejor dicho, un elemento de confort. Hizo que una planta naciera
y extendiera sus ramas cubriendo con su follaje su cabeza, y haciéndole sombra sobre su
probable calvicie. Algo así como una sombrilla vegetal. Tal proceder alegró grandemente
el corazón de Jonás. Este regalo lo hizo poner muy contento y, seguramente, le
proporcionó gran alivio del sol y del calor. Pero Dios permitió que este beneficio físico le
fuera quitado y entonces Jonás se enojó tremendamente y expresó la intensidad de su ira
diciendo que «prefería morir a seguir viviendo». Dejó al descubierto con su actitud y con
sus palabras que estaba más interesado en la calabacera (comodidad que lo beneficiaba
momentáneamente a él solo) que en el destino eterno de toda una ciudad.
Pero Dios dijo a Jonás:

—¿Tanto te enojas por la calabacera?

—Mucho me enojo, hasta la muerte [estoy que me muero de rabia, VP]—respondió


él.

Entonces Jehová le dijo:

—Tú tienes lástima [compasión] de una calabacera en la que no trabajaste, ni a la cual


has hecho crecer; que en espacio de una noche nació y en espacio de otra noche
pereció, ¿y no tendré yo piedad [compasión] de Nínive, aquella gran ciudad donde
hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano
derecha y su izquierda [algunos creen que se refiere a niños, lo cual indicaría que
la ciudad podría contener alrededor de medio millón de habitantes], y muchos
animales? (Jonás 4.10–11).
Jonás no contestó a esta última pregunta. ¿Podremos contestar nosotros a las que siguen?
¿Dónde tenemos fija nuestra mirada? ¿Cuál es el interés principal de nuestra vida?
¿Somos como los discípulos, quienes—por lo menos transitoriamente—ponían la comida
(símbolo del bienestar material) en primer lugar y por encima de todas las cosas?
¿O tal vez podríamos llegar a ser como el joven rico, con el cual se entrevistó Jesús, y
que ansioso por las riquezas de este mundo, despreció los bienes eternos y prefirió los
materiales?
¿O estamos en la línea de Jonás, a quien los prejuicios le hicieron nublar la visión de un
Dios compasivo, y su historia termina con la imagen de un ser egoísta que prefiere
más aquello que lo pone temporalmente contento, que la salvación de miles de seres
humanos a su alrededor a quienes Dios quiere perdonar?

Alzad vuestros ojos


Las palabras de Pablo a los Filipenses expresan el sentir de nuestra conclusión. Dice:
«No busquéis vuestro propio provecho, sino el de los demás» (Filipenses 2:4). Dios
nos ayude a captar la visión que Él quiere que tengamos, la cual comprende a:
Mi persona y otras personas.

Mi familia y otras familias.

Mi iglesia y otras iglesias.

Mi barrio y otros barrios.

Mi ciudad y otras ciudades.

Mi provincia y otras provincias.

Mi país y otros países.

Mi continente y otros continentes.

Mi cultura y otras culturas.

¡Una visión que tenga en cuenta a todo el mundo!


Alzad vuestros ojos y mirad (Juan 4:35).

Si me amáis, guardad mis mandamientos (Juan 14:15).


¡Este es uno de ellos y muy importante! Y es para ser obedecido ahora mientras estamos
aquí en la tierra; en el cielo ya no será necesario hacerlo.
C A P Í T U L O 6
Mirando el inmenso panorama
mundial

Carey sentía en su espíritu la palabra «mundo». (R. H. Lovell)

El mapa del mundo estaba en el taller de Carey; pero no estaba sólo en la pared,
antes ya se lo había colgado en el corazón. (F. W. Boreham)

Más gente nacerá en los próximos veinticinco años, que en toda la historia de la
humanidad. (Diario Clarín, 19/5/87)

E L DR. OSWALD J. SMITH decía en uno de sus libros que los cristianos deberíamos
estudiar más la geografía, para conocer mejor la vasta extensión de nuestro planeta y la
real dimensión de la tarea que Cristo nos encomendó. Felizmente, hoy no tenemos que
hacer como Guillermo Carey, que cada vez que leía los relatos de las expediciones del
capitán Cook, añadía al planisferio nuevas islas que este expedicionario iba descubriendo.
El libro Operación Mundo—que se viene publicando desde 1974, y del cual ya tenemos
su cuarta edición en castellano—, nos proporciona amplia y fehaciente información de
cada país, puntualizando su situación, sus urgentes necesidades y principales motivos de
oración. Cada familia cristiana debería conseguir y usar diariamente este manual.
¿Para qué debemos alzar nuestros ojos? Jesús dijo que para mirar los campos. En
Mateo 13:38 afirmó: «El campo es el mundo», y los campos a los cuales se refirió son las
múltiples regiones de las cuales debemos tomar conciencia, antes de hacer algo para
abordarlas. Alcemos los ojos y miremos. Sin duda, veremos en primer lugar lo que está
más cerca de nosotros.

El campo que rodea a nuestra iglesia


Este campo puede ser grande o pequeño, con muchos o pocos habitantes. Depende
del lugar donde esté situada la iglesia: en medio de un barrio, en el centro de una
gran ciudad, o en alguna población rural. Lo seguro es que si levantamos los ojos
desde nuestra Jerusalén (pasamos por alto este campo porque es el que
generalmente cultivan la mayoría de las iglesias, aunque no todas desarrollando un
intenso y agresivo programa de evangelismo y discipulado) veremos algún barrio,
zona, aldea o pueblo cercano, aún no evangelizado.
Cuando un grupo de cristianos iniciaron la obra evangélica en la ciudad de Pérez,
situada a quince kilómetros al oeste de Rosario en la provincia de Santa Fe, pronto
descubrieron que a no más de veinticinco o treinta kilómetros a su alrededor había por lo
menos seis poblaciones que no tenían ningún testimonio. Ellas eran: Soldini, Álvarez,
Zavalla, Pujato, Bernard y Fuentes. El grupo sintió que su responsabilidad era no sólo la
evangelización local (en la cual realizaban campañas de carpa en cada barrio, con obra
personal y testimonio casa por casa) sino también llevar el evangelio a los pueblos
vecinos ya citados. Así lo hicieron. A través de diversos medios como reuniones en
carpa, repartición de evangelios y literatura, reuniones caseras para adultos, horas felices
para niños, obra personal, etcétera, procuraron obedecer el mandato bíblico de compartir
las buenas noticias del evangelio con las comunidades más cercanas. Tuvieron, como es
lógico, variado éxito y diferentes resultados. Pero en la mayoría de estos pueblos hay
actualmente una iglesia establecida.
Cada iglesia tiene—no importa dónde se encuentre—una amplia zona circundante
que debería ser evangelizada por la misma congregación. No es razonable pensar que
obreros de otras iglesias de lugares distantes o de otros países vendrán para cubrir esa
necesidad. Cada iglesia debería ser un faro de luz que alcanzara e iluminara los barrios y
los pueblos a su alrededor.

La provincia
Si levantamos un poco más nuestra mirada veremos el campo de la provincia donde
está situado nuestro pueblo o ciudad. Los mapas nos muestran que las provincias se
dividen en departamentos, y que en cada uno de esos departamentos hay
numerosos pueblos y aldeas donde la bandera de la cruz todavía no ha sido
levantada.
Tomemos por ejemplo la provincia de Buenos Aires que actualmente cuenta con
ciento treinta y cuatro partidos (o departamentos). En cada uno de estos hay como
promedio de diez a doce poblaciones. Esto significa que en toda la provincia hay más de
mil trescientos pueblos de distinto tamaño. Por muchos de esos lugares han pasado los
colportores vendiendo libros, Biblias y Nuevos Testamentos, pero en una cantidad
importante de esos pueblos (probablemente una cuarta parte) todavía falta formar el
grupo de discípulos constituidos en iglesia-testigo. ¿Quién evangelizará esas numerosas
poblaciones sino las iglesias que están ya plantadas en la zona? Tal es un desafío cercano,
inmediato y ¡urgente! Si seguimos alzando la vista nos encontraremos con el vasto campo
de la República Argentina.

El país
¿Qué podemos decir al mirar a lo largo y a lo ancho de nuestra patria? Que
actualmente tiene veinticuatro estados provinciales, totalizando más de treinta y
seis millones de habitantes, que viven en más de veintidós mil poblaciones y
ciudades del más variado tamaño.
Si consideramos que la provincia de Buenos Aires es tal vez la más evangelizada de
todas, y aun así presenta muchos pueblos sin testimonio, tenemos que concluir que las
otras provincias deben sufrir una necesidad mucho mayor.
Un pastor y líder cordobés nos comentaba recientemente la sorpresa que le produjo la
lectura del último censo nacional realizado en el país, el cual le abrió los ojos para
descubrir que en la parte norte de la provincia de Córdoba hay muchos pueblos que
todavía carecen de un testimonio evangélico. Cuando hicimos referencia a este hecho en
una posterior reunión de pastores, uno de ellos nos interrumpió para decir: «En la parte
sur de esa provincia también ocurre lo mismo».
¿La situación será muy diferente en otras provincias?
Cada provincia tiene decenas de departamentos.
Cada departamento tiene decenas de pueblos.
Cada pueblo tiene centenares o miles de almas, y a todas ellas debemos llegar con la
Palabra de vida.

Hay además dentro de los límites de nuestro país por lo menos catorce grupos indígenas
distintos, en la mayoría de los cuales se ha iniciado la obra evangélica, pero en varios de
ellos la misma necesita ser profundizada y extendida.
Procuremos mirar más lejos todavía y nos encontraremos con el extenso y desafiante
campo de la América latina.

El continente
Con la probable excepción de Brasil, Chile y Guatemala, tal vez la Argentina sea uno
de los países más evangelizados del continente. Por comparación, eso nos da una
idea de cuán grande es la necesidad de los países restantes de América latina.
Uno de los desafíos más exigentes es alcanzar en cada país las clases media y alta,
pues el trabajo generalmente se ha realizado con los grupos de condición más humilde.
Eso no significa que la masa de población menos pudiente ya ha sido evangelizada. Casi
todas las ciudades de América están rodeadas de villas miserias donde se agrupan
multitudes que en algunos casos llegan a ser una proporción importante de la población
urbana y entre los cuales es imperioso plantar iglesias.
También hay todavía muchas tribus indígenas que esperan el primer contacto con los
misioneros. En el Brasil, por ejemplo, en lo que se denomina el Infierno Verde, existen
alrededor de ciento veinte tribus con las cuales, por distintas razones, aún no se ha
iniciado el trabajo misionero pionero. En algunas zonas montañosas del Perú, en el sur de
Colombia y Venezuela, también hay grupos indígenas que necesitan ser evangelizados.
Informes sobre la Operación Samaria, en México, dan cuenta que de las ciento veintisiete
etnias que hay en ese país: veintinueve necesitan que se comience en ellas la tarea de
evangelizar y plantar una iglesia nativa. El libro Portales de esplendor—que relata el
esfuerzo de los cinco misioneros que pagaron con sus vidas el anhelo de evangelizar a los
aucas—, muestra lo que puede costar penetrar culturas que son muy distintas de las
nuestras. Los países que integran la América latina constituyen un extenso campo blanco
con miles de pueblos y ciudades necesitados del evangelio y son al mismo tiempo una
puerta abierta para muchos hombres y mujeres que no tienen el don o la capacidad de
aprender un idioma diferente del castellano.

Mundo islámico
Pero el mundo no termina en América latina. Levantemos aún más nuestros ojos,
miremos hacia el oriente y nos encontraremos con el desafío misionero más difícil
que se presenta a la iglesia actual: el llamado mundo islámico.
Los estadistas evangélicos nos dicen que incluye por lo menos a cuarenta países que
se extienden desde Mauritania en el oeste del norte de África, hasta las islas del Pacífico
en el Lejano Oriente. Cuenta con más de 1.200 millones de adherentes y es la religión
que más ha crecido en los últimos años. En el mismo sector se destaca un grupo de
veintisiete países donde hay muy pocos creyentes evangélicos y por contraste hay
muchos grupos étnicos diferentes. Algunos de ellos son (las cifras indican las cantidades
de etnias de cada país, tal como aparecen en Operación Mundo):

CANTIDADES DE ETNIAS
Afganistán 67 Jordania 12 Somalia 22

Arabia 35 Líbano 18 Sudán 240


Saudita

Argelia 41 Libia 36 Túnez 23

Egipto 32 Marruecos 30 Turquía 55

Irak 35 Mauritania 23 Yemen 20

Irán 85 Siria 26

Hasta hace poco en Mauritania y Libia no se sabía de la existencia de cristianos


nacionales. Datos procedentes de Misiones Mundiales afirman que la Argentina tiene más
creyentes evangélicos, que la suma de todos estos países.

El círculo asiático
Si intentamos mirar todavía más lejos, nos encontramos con el Lejano Oriente y lo
que se ha denominado el círculo asiático. Esta expresión significa que dentro de un
círculo imaginario que se podría trazar en un planisferio, están comprendidos unos
veinte países, entre ellos:

CANTIDADES DE ETNIAS
Banglades 57 Indonesia 702 Singapur 43
h

Bután 21 Laos 111 Sri Lanka 21


Camboya 35 Malasia 173 Tailandia 87

China 160 Myanmar 130 Taiwán 28

Filipinas 180 Nepal 105 Vietnam 83

India 432 Pakistán 88

Se estima que en esa región vive la mitad de la población mundial (más de tres mil
quinientos millones de personas) y que un porcentaje importante todavía no han oído el
evangelio en una forma directa y comprensible.
En un capítulo anterior hicimos referencia a un país que forma parte de este círculo:
la India, donde actualmente viven más de mil millones de personas, y donde la mayor
parte pertenecen a unos tres mil grupos etnolingüísticos que tienen su propia cultura,
religión y dialectos. En sólo cien de estos grupos la iglesia está plantada con una cantidad
de miembros no muy numerosa.

Grupos tribales
Pero hay más todavía. Si miramos con profundidad en cada continente hallaremos
los numerosos grupos tribales.
¿Cuántos son? ¿Dónde están? Se calcula que hay por lo menos cinco mil
comunidades no alcanzadas y que están dispersas por las selvas y desiertos de América,
África, Asia y las islas del Pacífico. Suman unos trescientos millones de seres humanos
que hablan unos tres mil quinientos idiomas y dialectos diferentes. Algunos se encuentran
en estado «primitivo», y otros han entrado en contacto con la civilización. Casi todos son
animistas y están sumidos en las prácticas de invocación de espíritus, brujerías, artes
mágicas, etcétera. En algunas de estas tribus todavía se ofrecen sacrificios humanos para
apaciguar la ira de los dioses, ignorando la eficacia del único sacrificio que puede traer
perdón, paz y salvación al espíritu humano.

El mandato de Cristo
El mandato de Cristo de «alzad los ojos y mirad los campos» sigue vigente. Fue
pronunciado por primera vez alrededor del año 30 de nuestra era (Jesús dijo estas
palabras en el primer año de su ministerio) cuando la población del mundo
conocido en aquel entonces era de unos doscientos millones de habitantes. ¿Qué
peso tendrán sobre nuestros oídos y corazones esas mismas palabras cuando hemos
iniciado el siglo XXI y viven en el planeta Tierra 6.300 millones de seres humanos, de
los cuales los misionólogos más conservadores estiman que una tercera parte
todavía no han podido escuchar con claridad las buenas noticias por primera vez?
El Dr. Alberto Simpson (fundador de la Alianza Cristiana y Misionera) escribió hace
muchos años su famoso himno cuya primera estrofa dice:
Hay cien mil almas cada día
Que pasan a la eternidad,
Sin Cristo y sin su amor,
Sin ningún rayo de la luz
Que resplandece de la cruz.
¡A noche eterna van!
¡A noche eterna van!

Para actualizarlo tendríamos que decir que hoy mueren cada día más de doscientos
sesenta mil personas (más de cuarto de millón)—el equivalente a una gran ciudad o a
decenas de pueblos—, y un gran porcentaje de esa cantidad nunca escuchó de «Aquél que
vino a buscar y a salvar lo que se había perdido».
—¿Qué es lo que estás mirando?—le preguntó un misionero a un chino que
observaba atentamente el cielo detrás de unas montañas.
—Yo sé que hay algo más allá—contestó el interrogado sin vacilar—pero no puedo
encontrar la puerta.
Nosotros sabemos quién es la Puerta y dónde está. ¿Estamos dispuestos a llevar la
noticia a los millones que todavía lo ignoran?

C A P Í T U L O 7
Respondiendo al desafío de los
campos blancos

¿Es el Reino un campo para cosechar? Entonces pienso que es razonable que
debería buscar trabajar donde el trabajo es más abundante y donde hay menos
obreros. En mi país ¿hay muchos cosechadores? ¿Cuál es la situación fuera de mi
patria? Hay amplias y extensas llanuras ya blancas para la siega y tienen un
solitario cosechador aquí y otro allá. (Santiago Gilmour)

Las almas que mueran hoy no podrán escuchar mañana. (Anónimo)

A LGUNOS COMENTARISTAS opinan que Jesús estaba contemplando los campos verdes
de Samaria cuando les decía a sus discípulos: «Es verdad, ustedes tienen razón, para
levantar esta cosecha habrá que esperar unos cuatro meses, pero levanten los ojos y verán
que espiritualmente hay campos que ya están blancos para la cosecha».
Y la visión que Jesús tenía era acertada. El encuentro y la posterior conversación con
la mujer samaritana así lo demostró. Había allí un alma sedienta que en cuanto vio brotar
el agua de vida, no vaciló en llenar las simples condiciones para beberla y saciar su sed.
Y no sólo eso; ella fue y contó lo sucedido a los vecinos de su ciudad, y aunque lo que
debe haber podido compartir con ellos era un mínimo de verdad «muchos de los
samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer […] vinieron a él
[…] y le rogaron que se quedara con ellos […] muchos más creyeron por la palabra de
él» (Juan 4:39–41).
La visión había dado paso a la realidad: Samaria estaba como un campo blanco listo
para ser cosechado. Las primeras gavillas estaban siendo recogidas. ¡El Cosechador en
jefe se estaba gozando! Felipe levantaría una abundante cosecha algunos años después
(Hechos 8).
Abraham, Moisés, David, los profetas, Juan el Bautista y muchos otros siervos de
Dios, durante un largo período habían estado sembrando las verdades eternas, y al
comenzar su ministerio, y avizorar aquella inmediata y pequeña cosecha, Jesús tal vez
estaba visualizando el panorama total del mundo habitado como si fuera un campo ya
maduro y necesitado de millares de cosechadores.

La historia se repite
El misionero Hudson Taylor (fundador y misionero de la Misión al Interior de la
China) cuenta que en sus reuniones en aquel lejano país, muchos chinos recibían a
Cristo en la primera ocasión que escuchaban una clara presentación del evangelio.
Tal cosa ocurrió con el señor Ni, un ex budista y comerciante de algodón. Era un
hombre sincero, presidente de una sociedad idólatra, que gastaba mucho tiempo y
dinero en el servicio de sus dioses, pero que no tenía paz en su alma: cuanto más
practicaba los ejercicios religiosos, menos satisfecho se sentía.
Una noche, pasando por una calle donde vio una puerta abierta notó que algo especial
sucedía. Estaba sonando una campana y la gente se reunía para un culto. Entró y escuchó
por primera vez acerca de un Dios que amaba al mundo hasta tal punto que había enviado
a su único Hijo a morir en una cruz para poder pagar la cuenta de nuestros pecados.
Cuando la reunión terminó el señor Ni se levantó de su asiento y mirando al auditorio
dijo con sencillez: «Por mucho tiempo he estado buscando la verdad sin encontrarla. He
viajado por todas partes sin hallarla. No he encontrado descanso en el confucianismo, ni
en el budismo ni en el taoísmo. Pero ahora sí, en lo que hemos escuchado esta noche, he
hallado reposo para mi alma. Desde ahora en adelante seré un creyente en Jesús».
Campo blanco, almas ansiosas preparadas por la acción soberana del Espíritu Santo,
listas para ser conducidas al Salvador. Se necesitan miles de obreros en todos los campos
del mundo. La cosecha de trigo de este verano no se puede dejar para el año que viene,
pues se perdería totalmente. Con la cosecha de almas ocurre algo similar. «Las almas que
mueran hoy no podrán escuchar mañana».

¿Por qué tardaron tanto?


Pero hay algo más en la historia del señor Ni que nos conviene comentar.
Llegó a ser un fervoroso estudioso de la Biblia y su crecimiento en gracia y sabiduría
fue admirable. Poco después de su conversión obtuvo permiso para dirigir una reunión en
la sociedad religiosa que anteriormente había presidido y el misionero que le acompañó
en esa ocasión quedó impresionado por la claridad y plenitud con que había presentado el
evangelio a sus contemporáneos. Por su testimonio se convirtió uno de sus seguidores de
antaño y comenzó a sentir el gozo de ganar almas para Cristo.
Pero fue precisamente este nuevo creyente quien algún tiempo después, hablando con
el misionero amigo se sintió impulsado a preguntarle:
—Hermano Taylor, ¿cuánto tiempo hace que en su país conocen las buenas nuevas
del evangelio?
Con cierta vacilación, y tal vez sospechando cuál era el objetivo de la pregunta,
Taylor contestó:
—Algunos centenares de años …
—¿Cómo dice?—replicó, sorprendido, el nuevo creyente—. ¿Centenares de años? Mi
padre, como yo, buscaba la verdad y murió sin conocerla. ¿Por qué no vinieron antes?
¡Por qué tardaron tanto!
Desde miles de pueblos, aldeas y ciudades, millones de almas con el angustioso
lenguaje sin palabras de sus necesidades materiales, físicas y espirituales, sumergidas
como náufragos en un inmenso mar de idolatría, fanatismo, superstición, esclavitud,
sometimiento, sufrimiento y temor puede ser que nos estén diciendo: «¿Por qué no
vienen?»
Es un hecho muy evidente que:
Si no alzamos los ojos,
no podemos mirar.
Si no miramos,
no veremos los campos.
Si no vemos los campos,
no nos daremos cuenta
de sus apremiantes necesidades,
maduros para la cosecha.
Si no vemos que están maduros,
no nos prepararemos para cosecharlos.
Si no vamos a cosecharlos,
la cosecha se perderá.

Para Jesús, el tiempo es ahora. Él dijo con singular claridad: «Me es necesario hacer las
obras del que me envió, mientras dura el día; la noche viene, cuando nadie puede
trabajar» (Juan 9:4).
CRISTO NO QUIERE QUE NADIE SE PIERDA

Cristo no quiere que nadie se pierda,


Y de su trono la gloria dejó.
Para salvar este mundo perdido
De amor divino la prueba nos dio.
Piérdese, piérdese gran multitud
De almas que ignoran que el gran Redentor
Vino del cielo a morir por salvarles,

Y libertarles del vil tentador.


Cristo no quiere que nadie se pierda,
Y revistióse de carne mortal
Para entender a las almas que sufren
Bajo el estigma de culpa letal.
Piérdese, piérdese ya la cosecha,
Pues pocos son los obreros de Dios.
Cristo a la siega nos está llamando,
No te detengas, acata su voz.

Tras los placeres del mundo y sus galas


Corren las almas sin contemplación.
Dejan de un lado a Jesús y las almas
Sin esperanza, ni fe, ni perdón.
Piérdense, piérdense, oíd sus voces,
Quieren saber lo que Cristo enseñó,
Y atribulados por las propias penas
No hablamos de Aquel que les redimió.

Cristo no quiere que nadie se pierda.


¡Cómo su siervo podrá estar en paz
Viendo a las almas que van descarriadas
Y de ayudarles, sentirse incapaz!
Piérdense, piérdense, mas Dios no quiere
De ningún alma la condenación.
Quita del alma mundanos anhelos,
Danos amante y leal corazón.

LETRA Y MÚSICA EN INGLÉS: L. R. M.


TRADUCCIÓN: coronel Eduardo Palací

Parte III
La estrategia

Cómo hacer frente al desafío de misiones

EN LOS CAPÍTULOS anteriores hemos considerado muy brevemente el dramático


panorama que presentan los miles de pueblos—que suman millones de personas—
que todavía no han tenido la oportunidad de oír la propuesta salvadora de Dios a
través de su Hijo Jesucristo. Como síntesis de lo que hemos visto hasta aquí, vale la
pena recordar algunas realidades fundamentales, que como altos picos en una
cordillera, se deberían destacar en nuestro horizonte mental.
¿Cuáles son?

Una gran salvación, humanamente imposible de evaluar, puesta al alcance de cada ser
humano por medio del evangelio, que incluye entre muchas otras bendiciones, el
perdón de los pecados, una plena salvación, la vida eterna, por virtud de la muerte y
resurrección de Jesucristo.
Una gran necesidad, pues se estima que existen en el mundo hoy ocho mil etnias
(pueblos, tribus, grupos humanos) que suman millones de la población actual, que
nunca han podido oír el llamado y la invitación de Dios a la salvación.
Una gran responsabilidad, porque Jesús enseñó y mandó con absoluta claridad, que
«vosotros»—refiriéndose a sus discípulos—y por extensión «nosotros», que
formamos parte de su cuerpo que es la iglesia, somos los comisionados para
proclamar esta verdad a cada ser humano que habita este planeta, ahora.

¿Qué hacer frente a éste, el más trascendental desafío? Para esto también Jesús es «el
camino, la verdad y la vida». Consideremos en los próximos capítulos cuál es la
estrategia de Jesús para llevar a cabo esta tarea.

C A P Í T U L O 8
La estrategia de Jesús

Estrategia: arte de dirigir las operaciones militares. (Diccionario)

¿Qué es una estrategia? El diccionario la define como el plan cuidadoso, o más


específicamente, como el arte de elaborar planes para alcanzar una meta. (John D.
Robb)
La guerra se hace con una buena estrategia. (Proverbios 20:18, VP)

D ESPUÉS DE HABER tomado conciencia de la magnitud del desafío que significa la


evangelización inconclusa, nos preguntamos con razón: ¿Quién es suficiente para
completar una tarea tan grande y gigantesca? Y la respuesta bíblica es siempre la misma:
¡sólo Dios es suficiente! Y Él ha actuado en la historia humana, y como es notorio ¡ha
hecho maravillas! En relación con el tema que estamos considerando, y corriendo el
riesgo de ser monótonos, repitamos algunas de las obras del gran Hacedor.
En primer lugar, Dios descendió a la tierra en la persona de su Hijo, le proporcionó un
cuerpo, y a través de su vida, de su muerte en la cruz y de su gloriosa resurrección, hizo
posible la redención.
En segundo lugar, habiendo resucitado Jesús, y ascendido al cielo, Dios envió—tal
como lo había prometido—el Espíritu Santo, y por medio de su presencia y acción se
formó otro cuerpo, en este caso un cuerpo místico, que es la iglesia, de la cual todos los
redimidos somos parte. Y como bien sabemos, un cuerpo sirve como instrumento para
ejecutar las obras que le indica «su mente y cabeza»
En tercer lugar, cuando Jesús cumplía su ministerio terrenal, iba trazando un camino
y diseñando algunos pasos sencillos que formaban un plan o estrategia general. Estos
pasos, por cuanto fluían de quien es la sabiduría divina, encarnada, nos señalan un
derrotero que está al alcance de todos y por supuesto, por tener a Dios como su origen, no
puede fallar.
En Mateo 9:35–10.8 tenemos un pasaje donde aparecen los principios que acabamos
de mencionar. Jesús está frente a una multitud de seres humanos necesitados (v. 36). Sin
equivocarnos podríamos decir que aquella multitud era una muestra, un símbolo y una
representación de las numerosas multitudes que componen la población actual del
mundo. Para decirlo en términos de nuestro tema, Jesús estaba frente al desafío de la obra
misionera mundial. ¿Cómo se comportó Él ante esa situación?

Jesús tenía un plan de acción


La compasión brotó de su corazón, y por consiguiente, el deseo de ayudar; pero
notamos que no estaba perplejo, confundido, desalentado, ni ignoraba lo que había
que hacer.
En el relato de la multiplicación de los panes (Juan 6:5) leemos:
Cuando alzó Jesús los ojos y vio que había venido a él una gran multitud, dijo a
Felipe:
—¿De dónde compraremos pan para que coman estos?
¿Por qué hizo Jesús esta pregunta? ¿Acaso ignoraba Jesús lo que había que hacer para
satisfacer el hambre de los miles que estaban a su alrededor? El evangelio de Juan es el
único que al relatar este milagro añade una aclaración clave: «Esto decía para probarlo,
porque él sabía lo que iba a hacer» (v. 6).
¡Aleluya! Jesús sabía lo que había que hacer para alimentar la multitud hambrienta de
aquel día, y también Él sabe lo que se debe hacer para evangelizar el mundo hoy,
llevando a cada individuo el Pan de la salvación. Y no sólo lo sabe: lo más notable e
inspirador es que Él encarnó y practicó los principios que luego enseñó y recomendó a
sus seguidores. Por lo tanto, no puede haber camino más seguro para llegar a la meta. No
puede haber ninguna guía mejor que seguir su ejemplo e instrucciones.

Una aclaración importante


Antes de considerar los pasos que Jesús ordenó dar en esta ocasión, vale la pena
hacer notar que en el primer siglo Él no contaba con la mayoría de los medios,
inventos y adelantos tecnológicos de los cuales hoy disponemos en materia de
comunicaciones.
Por ejemplo, Él no tenía:
Tratados, volantes o folletos para distribuir.
Imprentas para imprimir afiches y anunciar su visita.
Ni hablar de porciones bíblicas, Nuevos Testamentos o Biblias.
Diarios o periódicos para hacer propaganda.
Equipos de altoparlantes, ni micrófonos para hablar a un auditorio numeroso.
Teléfonos, para poder anunciar su llegada a un pueblo o ciudad.
Radio o televisión para proclamar su mensaje.
Automóviles, ómnibus, trenes o aviones para trasladarse rápidamente de un punto a otro.
Máquinas de escribir, grabadoras, películas, computadoras, videos, correo electrónico,
páginas en la web, internet, etcétera.

Sin embargo, aunque Jesús no tenía a su disposición ninguno de estos medios modernos
que hoy utilizamos y disfrutamos (y creemos que hacemos bien). A pesar de que no
contaba con ninguno de estos adelantos, Él conocía un plan sencillo pero fundamental por
medio del cual el mundo podía ser evangelizado en cada tiempo con los medios que
pudieran estar a su alcance.
Ese plan o estrategia está entrelazado y sugerido en Mateo 9 y 10, como se ha
mencionado. Pasaremos a comentarlo en los siguientes capítulos.

C A P Í T U L O 9
Primer paso: orar

Rogad—exhortación que indica la urgencia del caso—. La fuerza de la urgencia


es tanto mayor, cuando es omnisciente quien la manifiesta. Delante de su vista
se extiende la mies, tan vasta como el mundo; pocos son los obreros y se pierde
la cosecha por falta de segadores. (E. Lund)
Cuando otras tareas amenazaron con usurpar su tiempo, los apóstoles rehusaron
verse embrollados con las mismas diciendo: «Nosotros persistiremos en la oración y
en el ministerio de la palabra». Ellos pusieron la oración antes que la predicación.
(Alejandro R. Hay)

L O MÁS IMPORTANTE debe ocupar el primer lugar. Cara a cara con las apremiantes
necesidades de una multitud, y sintiendo compasión por ella, pues veía las almas «como
ovejas desamparadas y dispersas que no tienen pastor»—es decir, a punto de ser
devoradas por las fieras—¿qué fue lo primero que Jesús ordenó hacer?

Orar, o mejor dicho, rogar


Leemos con cuidado las palabras pronunciadas por Jesús en Mateo 9:37–38: «A la
verdad la mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies,
que envíe obreros a su mies», y observamos cuatro cosas importantes:
Quién dice estas palabras: Jesús, el Jefe supremo y la Sabiduría encarnada; el único que
no se puede equivocar.
A quiénes lo dice: a sus discípulos, quienes estaban en un proceso de formación que
culminaría con la aceptación voluntaria de las normas del discipulado enunciadas en
Lucas 9:23 (negarse a sí mismo, tomar la cruz cada día, y seguirlo).
Qué les manda hacer: rogar, lo cual es más intensivo que pedir u orar. Es pedir con
insistencia y perseverancia hasta lograr lo que se reclama.
Para qué: para que Dios envíe más obreros a recoger la cosecha.

Este es uno de los casi ciento cincuenta mandamientos que algunos comentaristas
bíblicos nos dicen que se encuentran en los evangelios y en las epístolas. En el aposento
alto Jesús dijo que el verdadero amor o lealtad a Él se pondría de manifiesto por obedecer
y guardar sus mandamientos (Juan 14:15, 21). Y en el párrafo final del evangelio de
Mateo—que forma parte de la Gran Comisión—, Él estableció que parte del ministerio de
hacer discípulos sería enseñándoles «que guarden todas las cosas que os he mandado»
(Mateo 28:20). Entre esa numerosa lista de mandatos del Nuevo Testamento y entre
«todas las cosas» que Jesús dijo que sus seguidores, debemos enseñar y guardar está este
mandato: «Rogad […] que envíe obreros a su mies».
Para resaltar la importancia de esta orden podríamos usar una comparación y decir
que si admitimos que la evangelización del mundo es en sí misma una guerra espiritual,
en ninguna guerra algún soldado, cabo u oficial, puede desobedecer una orden de un
superior sin sufrir dolorosas consecuencias. Orar por obreros, para un discípulo, debería
ser algo serio y muy importante. Es una orden del Jefe supremo.

El enemigo apuntará a impedir la oración


Este primer paso es fundamental porque la oración es uno de los elementos más
potentes con los cuales Dios ha dotado a su iglesia y al creyente individual para
realizar la tarea. Satanás conoce esta verdad mejor que nosotros y siempre ataca
este punto clave. ¿Cómo lo hace? Una de sus tácticas favoritas consiste en tratar de
desestabilizar al hijo de Dios. Por esta expresión queremos dar a entender lo que
ocurre cuando—aunque sea transitoriamente—dejamos de depender de Cristo,
quien es nuestro Centro y nos separamos de la Vid, a la cual debemos permanecer
unidos. En tal caso damos lugar a que el «Yo egoísta», que está siempre al acecho,
ocupe—aunque sea por un corto tiempo—, el lugar de mando y control. Cuando el
creyente permite que Cristo sea desplazado de su lugar central, rápidamente los
objetivos que están unidos al Señor—la oración, la salvación de las almas, el
testimonio, la evangelización del mundo, etcétera—también se debilitan. Entonces
la oración, en vez de ser usada para conquistar, avanzar, extender el Reino, se torna
egocéntrica, y muy pronto las peticiones que hacemos se refieren sólo a nuestras
propias necesidades.
Esto se puede comprobar asistiendo de incógnito a la reunión de oración de muchas
iglesias y escuchando los pedidos que se hacen y cuál es la característica que predomina.
Se confirmará el hecho de que gran parte de las peticiones giran alrededor de «mi
persona»: mi trabajo, mi enfermedad, mi familia, mi hijo, mi suegra, etcétera. Y se
cumple lo que dice Santiago 4:2–3: «Pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (o
intereses personales). Las oraciones por la extensión del Reino—por el envío de obreros,
es decir, por los intereses del Señor—si se producen, ocupan el último lugar. Con no poca
razón alguien denominó a la obra misionera como la «cenicienta» de la casa de Dios.

Jesús es nuestro ejemplo


El Señor nunca pidió a sus seguidores que hicieran lo que Él mismo no practicaba.
«En aquellos días fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios. Y cuando fue de
día, llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó
apóstoles» (Lucas 6:12–13). Jesús oró y pidió por obreros. En su oración de Juan 17,
se refiere varias veces a «los que me diste» y sin duda los recibió en respuesta a la
oración.
Lucas 10 nos dice que más adelante designó y envió otros setenta obreros a toda
ciudad y lugar adonde Él iría. ¿Habrán participado los primeros doce discípulos en
reuniones de oración para lograr los setenta obreros que fueron enviados más tarde? No
se nos dice específicamente, pero es posible que lo hayan hecho. Lo cierto es que la
oración es algo así como un engranaje esencial en la maquinaria de la acción y
providencia de Dios. No siempre nos es dado saber cómo ni cuándo obra, pero sabemos
que funciona, y que es indispensable. Cuando los discípulos se levantaban por la mañana,
y Jesús no estaba con ellos, sabían donde encontrarlo: «en un lugar desierto, y allí oraba»
(Marcos 1:35).

Avance por medio de la oración


La manera como Hudson Taylor y sus colaboradores lograron acrecentar el número
de misioneros en la Misión al Interior de la China (1875–1905) es muy desafiante e
inspiradora. En el libro El secreto espiritual de Hudson Taylor se nos relata cómo
Dios contestó las oraciones de sus siervos que pedían obreros.
Citaremos algunos párrafos de esta obra:
Un día, Hudson Taylor estaba de pie ante el gran mapa de la China y les dijo a
unos amigos que le acompañaban: «¿Tienen ustedes fe para pedir conmigo a
Dios que nos envíe dieciocho jóvenes para que vayan de dos en dos a las nueve
provincias que aún quedan sin evangelizar?»

* * *
Dios contestó plenamente la oración y los pioneros de la Misión iban predicando
a Cristo a través de toda la expansión de esas provincias remotas.

* * *
Después de años de oración y de esfuerzo perseverante […] el interior de la
China se abría delante de ellos como una oportunidad sin paralelo. En todos los
centros necesitaban refuerzos de personal […]. No avanzar significaba una
retracción […] hubiera sido como desperdiciar las oportunidades que Dios les
ponía delante […] ¿Cuál fue el resultado de aquellos días de esperar
confiadamente en el Señor?
Fue un paso de fe tan asombroso que hizo tambalear la comprensión y la simpatía
de los amigos que los apoyaban desde Inglaterra. Elaboraron un llamamiento a
las iglesias, firmado por casi todos los miembros de la Misión, pidiendo setenta
obreros nuevos que fueran enviados dentro de los próximos tres años. Dios obró
maravillosamente y envió los setenta misioneros solicitados durante los tres años
siguientes, pero la fe tuvo que pasar muchas veces por el crisol de la prueba.

Más adelante en el concilio chino de la Misión celebrado en Anking, dedicaron una


semana entera a la oración y al ayuno para que con corazones preparados pudiesen
enfrentar los importantes asuntos que debían tratar. De la conferencia surgió la idea de
que para poder hacer cualquier avance, se necesitaban urgentemente cien nuevos obreros.
Con sumo cuidado se estudió el asunto hasta que Stevenson, en ese entonces director de
la Misión, envió un cable a Londres que decía: «Oramos por cien obreros nuevos para
1887». En esos tiempos la Misión tenía sólo ciento noventa miembros y pedirle a Dios un
aumento de más del cincuenta por ciento dentro de los próximos doce meses parecía algo
imposible.
La oración tenía un triple propósito: a) que Dios levantara cien obreros escogidos por
Él mismo; b) que Él supliera los cincuenta mil dólares que harían falta por encima de los
ingresos normales sin que fuera necesario hacer solicitudes y colectas; c) que el dinero
entrara en grandes sumas para reducir el exceso de correspondencia, consideración muy
práctica en una oficina donde había poco personal.
¿Que ocurrió en 1887? Seiscientos hombres y mujeres, efectivamente, se
ofrecieron a la Misión ese año, de los cuales fueron escogidos y equipados y
enviados ciento dos. No fueron cincuenta, sino cincuenta y cinco mil dólares más
los que se recibieron sin hacerse ninguna solicitud, de manera que todas las
necesidades fueron suplidas. ¿Cuántas cartas fueron enviadas para acusar recibo
de esa gran suma? Hubo un total de once donaciones. Dios contestó la oración
una vez más, y con lujo de detalles.

¿Es nuestro Dios el mismo Dios de Elías y de Hudson Taylor? Si lo es, entonces el
primer paso de la estrategia es: ¡Rogad! ¡Rogad por obreros! Debemos pedir por más
obreros, por su sostenimiento, por poblaciones, por grupos étnicos no alcanzados,
etcétera. Pablo pedía que se orara por puertas abiertas (Colosenses 4:3) y se debe
interceder específicamente por cada cosa que sea necesaria para llevar a cabo la voluntad
de Dios. ¡No cometamos el pecado y la equivocación de dejar a un lado sin usar esta
extraordinaria y poderosa arma que es la oración!

CAPÍTULO 10
Segundo paso: ir

Todo el evangelio no será llevado a todo el mundo, si no lo hace toda la iglesia


usando todas las instituciones y todos los medios. (Lausana II, Manila)

A menos que toda la iglesia sea movilizada, no es probable que la totalidad del
mundo sea alcanzado. (John Stott)

Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros, como me envió el Padre, así también
yo os envío. (Juan 20:21)

Si podemos decir que somos salvos por la fe en Cristo, y hemos llegado a ser hijos
de Dios, es seguro que Él nos ha enviado, pues tiene una misión para cada uno de
nosotros. (A. R.)

D ONDE HAY COMPASIÓN, seguida por oración, seguramente se generará alguna acción.
¿No nos llama la atención que Jesús, después de haberles pedido a sus discípulos que
rogaran por más obreros, los llama y los envía a ellos mismos?
Reuniendo a sus discípulos, les dio poder y autoridad sobre todos los demonios
[…] y los envió […] Y saliendo, pasaban por todas las aldeas anunciando el
evangelio y sanando por todas partes (Lucas 9:2, 6).

Jesús fue enviado por el Padre desde el cielo a la tierra, y siempre tuvo conciencia de esta
importante relación refiriéndose continuamente a ella. En el evangelio de Juan por lo
menos cuarenta veces se pueden encontrar expresiones tales como «el que me envió», «la
voluntad del que me envió», «el Padre que me envió», etcétera. Esta expresión era la
credencial que Él continuamente exhibía: la justificación y el respaldo de todo lo que
hacía. Y en el aposento alto, en su magnífica oración sacerdotal expresó: «Como tú me
enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo» (Juan 17:18). Y después de la
resurrección, en su primera aparición a sus discípulos les dice directamente: «Como me
envió el Padre, así también yo os envío» (Juan 20:21). La conclusión inevitable es que
todo discípulo es potencialmente un enviado, por lo tanto si somos sus discípulos,
nosotros también somos enviados.
«Llamando a sus discípulos […] los envió». ¿A dónde? Eso no siempre podremos
saberlo inmediatamente. Lo importante es que tengamos el Espíritu de Cristo, el espíritu
que es la cura de todo egoísmo, y que estemos dispuestos a obedecer la guía e instrucción
que Él nos dé. Si podemos decir que somos salvos por la fe en Cristo, y hemos llegado a
ser hijos de Dios, es seguro que Él nos ha enviado, pues tiene una misión para cada uno
de nosotros. Jesús nos manda ir, y en las Escrituras se presentan distintas áreas adonde Él
nos puede enviar.

A nuestra familia, barrio o ciudad


Al endemoniado gadareno, lo envió a su casa. (Marcos 5:1–20). ¡Cuán triste había
sido la vida de este hombre! Esclavo de los demonios, viviendo en los cementerios,
rompía las cadenas y los grillos con los cuales querían sujetarlo, excitado de día y de
noche, gritando e hiriéndose con piedras. Pero tuvo un encuentro con Jesús, y fue
libertado y transformado; sus vecinos lo reconocieron y lo encontraron sentado
tranquilamente, vestido y en su juicio cabal.
¿Cuál fue el primer deseo de este hombre libre? Seguir a Jesús. Quería cruzar el lago
con sus discípulos, pero el Señor no se lo permitió. Sin embargo, lo envió. ¿Adónde?
—Vuélvete a tu casa y cuenta cuán grandes cosas ha hecho Dios contigo.

Él, entonces, se fue, publicando por toda la ciudad cuán grandes cosas había hecho
Jesús con él (Lucas 8:39).
Este nuevo discípulo no tuvo oportunidad de asistir a una iglesia, nunca fue alumno de la
Escuela Dominical. No escuchó ningún sermón. Jamás tuvo en sus manos un Nuevo
Testamento ni una Biblia. No hizo ningún curso de evangelismo o discipulado. No
conocía de las Cuatro Leyes Espirituales ni de Evangelismo Explosivo u otros planes
semejantes. Todavía no había sido bautizado. Pero Jesús lo envió. ¿Por qué? Había
recibido algo muy valioso. Sabía quién se lo había dado. Tenía algo que contar. Jesús lo
envió a su casa y él extendió su campaña de testimonio por «toda la ciudad». Tal vez esta
sea la zona donde Dios envía a la mayoría de sus testigos. Su hogar, su barrio, la fábrica,
la escuela, la oficina, su ciudad …

A un lugar distante
A los doce y a los setenta los envió a toda ciudad y lugar adonde Él había de ir (Lucas
10:1). Hay miles de pueblos y ciudades—grandes y pequeñas—en la Argentina y en
toda América latina que necesitan que obreros como estos primeros discípulos
vayan a predicar el evangelio del reino. Hombres y mujeres de la talla de Felipe (que
era un diácono de la primera iglesia de Jerusalén), que fue a Samaria donde se
produjo bajo su instrumentalidad una verdadera revolución y avivamiento, y como
resultado muchos hombres y mujeres se bautizaban y entraban en el reino de Dios.
Tal vez alguno diga: «Yo no me siento capaz de hacer eso y lograr tan grandes
resultados». Entonces, quizás pueda imitar a Felipe en un aspecto no tan
espectacular de su ministerio, pero sumamente importante. Sensible a la voz del
Espíritu y obedeciendo su dirección, fue a un camino desierto y solitario, se
encontró con un africano, lo guió a Cristo y lo bautizó. Ganó a uno solo en una
conversación personal, que tal vez Dios usó como primer misionero al África
(Hechos 8:26–39).
Puede ser que no se gane a muchos, pero Dios puede usarlo para ganar a uno que, a su
vez, gane a centenares o a miles. Ejemplo: Andrés ganó a Pedro, y Pedro en Pentecostés,
a tres mil (Juan 1:40–42; Hechos 2:41).
Dios necesita hoy un ejército de hombres y mujeres como Felipe o como Aquila y
Priscila, que se trasladen con su oficio, profesión o negocio a zonas donde la bandera del
evangelio aún no ha sido izada, y ganen almas, hagan discípulos y planten la iglesia del
Señor. Dios sigue enviando a sus discípulos para que cubran vastas regiones necesitadas
de nuestro continente.

Adonde Cristo no ha sido nombrado


A Pablo lo llamó para enviarlo lejos, a los gentiles (Hechos 26:14–18). ¡Qué obra de
arte la que el Señor hizo con este apóstol! Jesús encara al «jefe» de los enemigos de
su iglesia ¡y lo transforma en el misionero más grande de la historia! Pablo se
gozaba en dar su testimonio así:
Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús, nuestro Señor, porque,
teniéndome por fiel, me puso en el ministerio, habiendo yo sido antes
blasfemo, perseguidor e injuriador; pero fui recibido a misericordia […] para
que Jesucristo mostrara en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de
los que habrían de creer en él (1 Timoteo 1:12–13, 16).
Sabemos que tuvo que pasar por largos períodos de preparación antes que Bernabé lo
fuera a buscar a Tarso para ministrar en Antioquía. Luego, desde allí emprendió los viajes
misioneros con los cuales llevó el evangelio al Asia Menor y, finalmente, a Europa. Pablo
es pues el típico modelo de misionero, que no habiendo compartido el ministerio terrenal
de Jesucristo, escuchó su llamado y dedicó totalmente su vida a llevar la Palabra de Dios
a regiones lejanas. Miles de hombres y mujeres de las más distintas nacionalidades
durante estos veinte siglos han recibido el mismo llamado, y han servido, enviados por
Dios, a lo largo y a lo ancho de los cinco continentes. Pero Dios sigue necesitando hoy
muchos jóvenes y señoritas, que experimentando este llamado, estén dispuestos a vivir y
servir yendo «lejos a los gentiles» (es decir a miles de etnias no evangelizadas) «hasta lo
último de la tierra».
Roguemos que Dios siga llamando y enviando misioneros pioneros como Pablo, para
concluir la tarea.

Siguiendo en los pasos de Cristo


Jesús es también el modelo perfecto del cumplimiento de este segundo paso de la
estrategia.
Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas,
predicando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia
(Mateo 9:35).

Recorría Jesús toda Galilea […] Lo siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de
Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán (Mateo 4:23–25).
En su primer año de ministerio pasó por Samaria y plantó allí la semilla en el corazón de
los samaritanos. También «fue a la región de Tiro y Sidón», que eran ciudades que
pertenecían a Siria, un país extranjero (Mateo 15:21).
En una palabra, Jesús obedeció el «id» como ninguno, y se puede decir que en sus
tres años de ministerio puso en práctica Hechos 1:8, pues predicó en Jerusalén, en toda
Judea y Samaria, y visitando Siria inició el camino «hasta lo último de la tierra».
Amado lector, ¿adónde le ha enviado Dios a usted? ¿Le ha mostrado claramente que
usted es un enviado, que lo necesita, y que sin duda tiene un lugar determinado para su
servicio?
¿Será en su barrio, pueblo o ciudad, como le indicó al convertido gadareno?
¿O tal vez hace tiempo que le está mostrando algún pueblo o ciudad de una provincia o
país más necesitado que el suyo?
¿O siente que Dios lo está llamando como a Pablo y otros muchos, para que dedique
totalmente su vida al ministerio y sea misionero en un país extranjero?

Cualquiera sea su convicción, estoy seguro que le hará bien recibir las palabras del
ardiente llamamiento que el general Guillermo Booth dirigió una vez a los oficiales del
Ejército de Salvación. Les dijo:
¿Qué dices? ¿No he sido llamado? No he oído el llamado es lo que debieras decir.
Él te ha estado llamando desde el momento que perdonó tus pecados—si es
que has sido perdonado—suplicando y rogándote que seas su embajador. Pon
tu oído sobre la Biblia y escúchala: te dice que vayas y arranques a los pobres
pecadores del fuego del pecado. Pon tu oído sobre el ardiente y agonizante
corazón de la humanidad y escucha su suplicante lamento pidiendo ayuda. Ve
y ponte junto a las puertas del infierno y escucha a los condenados
implorándote que vayas a la casa de su padre para que sus familiares no vayan
allá. Y entonces, mira cara a cara a Cristo, cuya gracia tú dices poseer, y cuyas
palabras has prometido obedecer, y dile si has de publicar su misericordia al
mundo. No debes estarte quieto. ¡Levántate! ¡Sacúdete! ¡Haz algo! ¡Hazlo
enseguida!

¡No te detengas más! Lee, da, ora, habla, canta […] haz lo que puedas para que los
que se pierden sepan la verdad sobre ellos mismos, sobre Cristo, y sobre el cielo y
el infierno. Si lo haces, Dios te ayudará.
¿Cuántos jóvenes y señoritas que están sirviendo a Dios en su ciudad e iglesia
responderán al llamado del Señor y se prepararán para ir a lugares lejanos, donde la
necesidad es más apremiante?

CAPÍTULO 11
Tercer paso: dar

El dinero es el cuello de botella de la evangelización del mundo […] Si


tuviéramos dinero podríamos completar la tarea en nuestra generación. (Pablo
B. Smith)
Se ha dicho que hay tres clases de dadores: el pedernal, la esponja y el panal de miel.
Para conseguir algo del pedernal hay que darle duro con el martillo, y sólo se
obtienen chispas y polvo. Para obtener agua de una esponja, sólo hay que exprimirla.
Mas el panal de miel se desborda con su propia dulzura. Muchos dadores son como
el granito, duros; no dan nada si pueden evitarlo. Otros, como la esponja tienen
buena disposición, ceden a la presión, y dan en la medida que se les aprieta. Unos
pocos son como el panal de miel; sienten placer en dar sin que nadie les pida. (La
Estrella de la Mañana)
Dios tuvo un solo Hijo y lo dio. Jesucristo tuvo una sola vida y la dio. Dios tiene
ahora un pueblo escogido, un cuerpo que es la iglesia. ¿Se dará la iglesia en entrega
total a Dios para permitirle alcanzar al mundo? (vv. Juan 3:16; 10:11; Efesios
5:1–2)

P ABLO QUISO PROVOCAR el amor de los Corintios para que participaran de una ofrenda
abundante, elogiando a los cristianos de las iglesias de Macedonia con estas palabras: «A
sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros, por la voluntad de Dios»
(2 Corintios 8.5). Él entendía que ese era el secreto de las generosas ofrendas que
aquellos hermanos habían dado con gozo aún viviendo en medio de circunstancias
adversas y difíciles. Algunos se asombran porque las Escrituras nos dicen que los
primeros cristianos daban sus bienes, sus posesiones y sus heredades. Pero ¿no debería
ser ese el proceder normal? El hijo de un Dios dador, ¿no debería ser semejante a su
Padre?
Hagamos la siguiente consideración:
¿Nos asombramos porque un pájaro vuela? No.
¿Nos asombramos porque un pez nada debajo del agua? Por su puesto que no.
¿Nos asombramos porque la luz alumbra, el agua apaga la sed o el pan nos quita el
hambre? De ninguna manera. Tales acciones no nos sorprenden.

¿Por qué no? Porque está dentro de la naturaleza de cada uno de estos elementos hacer lo
que hacen. Dios los creó para funcionar de esa manera y no de forma contraria, pues el
pájaro no puede nadar bajo el agua y el pez no puede volar. De manera bastante similar,
cuando Dios nos estimula a dar, lo hace para que desarrollemos una potencialidad que
por su gracia nos ha conferido. La Palabra de Dios nos enseña que en virtud de nuestra
unión con Cristo hemos llegado a ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro
1.4), y ¿cuál es una de sus características principales? Es una naturaleza dadora:
continuamente se expresa dando. «Nos da todas las cosas en abundancia para que las
disfrutemos» (1 Timoteo 6:17). Ejercitemos esta capacidad e imitemos a nuestro Padre.
Todo lo que tenemos, lo hemos recibido, y en gran parte lo hemos recibido para darlo,
para compartirlo con otros (1 Corintios 4.7).
¿Cómo y cuánto dar? Eso no será ningún problema para los que tienen al Cristo
viviente morando en sus corazones. Él vivió dándose a sí mismo y en el famoso Sermón
del Monte expresó con singular claridad y precisión la fórmula por excelencia sobre la
gracia de dar. Dijo: «Den a otros, y Dios les dará a ustedes. Les dará en su bolsa una
medida buena, sacudida y repleta. Dios los medirá a ustedes con la misma medida con
que ustedes midan a otros» (Lucas 6:38, VP). Tal vez estas palabras de Cristo inspiraron
el conocido eslogan que dice: «Ofrende usted según sus entradas, no vaya a ser que Dios
le dé entradas de acuerdo con sus ofrendas». (¡Qué problemas se presentarían si Dios
obrara así!)
Hagamos memoria de todo lo que Dios nos ha dado:
¿De quién hemos recibido la vida? ¡De Dios! Entonces, la mejor y más sabia manera de
invertirla es dedicándosela a Él.
¿De quién recibimos las fuerzas físicas (especialmente los jóvenes)? Pues, de Dios. Si
esto es así, concedámosle a nuestro Hacedor la oportunidad de usar ese extraordinario
potencial.
¿De quién hemos recibido las capacidades, los talentos, los dones que poseemos? Dios es
el dador de todos estos maravillosos regalos. ¿Y para quién sino para Él deberían ser
utilizados?
¿De quién hemos recibido la salud, el dinero, el tiempo que disponemos? Si todo lo que
tenemos—directa o indirectamente—lo hemos recibido de Dios, ¿para quién debería
ser usado prioritariamente sino para Él?

Fuera de toda duda, el hecho de que Dios nos haya creado a su imagen y semejanza, y
que por su gracia nos haya unido con su Hijo Jesucristo, genera en cada ser redimido un
sentimiento de gratitud junto con una capacidad y potencialidad para dar, apuntando al
ideal supremo señalado por Jesús en Mateo 5:48 que nos manda: «Sed, pues, vosotros
perfectos [maduros], como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto».

¿Qué vamos a hacer con nuestra mayordomía?


Se puede decir que la Biblia es un manual sobre el importante tema de dar. En
términos generales, se ha dicho con razón que en el Antiguo Testamento el énfasis
mayor estaba basado en el diezmo y formaba parte de la Ley que fue dada
originalmente al pueblo de Israel. En el Nuevo Testamento se realza con más fuerza
el concepto de la mayordomía. (Aunque la verdad de la mayordomía también figura
en el Antiguo Testamento y el diezmo no está excluido de la enseñanza de la
mayordomía del Nuevo Testamento.)
La Biblia enseña desde las primeras páginas hasta la última que somos mayordomos
de Dios; por lo tanto, no somos dueños absolutos de nada de lo que tenemos, sino sólo
administradores. «Dura es esta palabra»—dijeron una vez los discípulos (Juan 6:60)
refiriéndose a otro tema—, pero tal vez esto es lo que sentimos muchas veces cuando se
nos muestran las responsabilidades que implican esta capacidad que Dios nos ha dado.
Pero no hay más que leer la parábola, generalmente llamada de «los talentos» en
Mateo 25:14–30, o la denominada de «las diez minas» en Lucas 19:11–27, para entender
que el «hombre noble» que se fue a un país lejano para recibir un reino y volver (Lucas
19:12) no puede ser otro que nuestro Señor, y que Él ha repartido sus bienes (capital)
entre sus siervos (que somos nosotros sus hijos) en distintas proporciones. Una versión
moderna dice que a uno le dio cinco mil monedas, a otro dos mil y a un tercero, mil.
¿Para qué les distribuyó sus posesiones, que sin duda simbolizan los dones, las
capacidades y el dinero y las posesiones que nos ha otorgado a cada uno?
¡Para negociar en su ausencia y promover los intereses de nuestro Señor!
Y ¿cuál es el interés principal de nuestro Señor?¿No es acaso la rápida evangelización del
mundo?

Este pasaje enseña que tanto los recursos humanos (creyentes redimidos) como el dinero
(recursos materiales) que se necesitan para terminar la gigantesca tarea de evangelizar el
mundo están en las manos de usted y de su iglesia. Y la pregunta clave es esta: ¿en qué
vamos a invertir la vida y los múltiples recursos económicos que Dios nos ha repartido
como a sus mayordomos para completar la tarea? ¿Los usaremos exclusivamente para
nuestros intereses personales? ¡Dios no permita que hagamos tal malversación de fondos!
¡Seamos sabios y fieles y utilicémoslos prioritariamente para extender su Reino y
terminar la evangelización del mundo! Las parábolas finalizan con una referencia clara al
regreso del Señor y a una inevitable rendición de cuentas de lo que hemos hecho con los
recursos que nos fueron confiados. Que esta verdad nos mueva a hacer una sincera
revisión de nuestras «inversiones» para asegurarnos que estamos procediendo en armonía
con nuestra función de mayordomos en quienes el Señor ha confiado.
EL SEÑOR JESÚS ESTÁ LLAMANDO

El Señor Jesús está llamando.


¿Quién al campo a trabajar irá?
¿Quién irá buscando a los perdidos?
¿Quién la senda les enseñará?
CORO
Háblame, oh, ¡háblame!
Y «heme aquí» responderé, Señor.
«Háblame», te diré:
«Heme aquí, oh envía, Señor».

Cuando el trozo de carbón ardiente


Al profeta vil purificó,
Al oír la voz que le llamaba,
«Mándame, Señor», él respondió.

Hay millones que en pecado mueren.


Escuchad su llanto de dolor,
Acudid con tiempo a rescatarles.
¿Quién dirá: «Oh, envíame, Señor»?

Pronto el tiempo de la siega pasa;


Pronto iremos al celeste Edén.
Ojalá que aquel solemne día,
Cristo allí nos diga: «Hiciste bien».

LETRA Y MÚSICA: Geo Bennard


ARREGLOS: G. P. Simmonds

Parte IV
La acción

Poniendo en práctica el compromiso de misiones

EL MISIONERO WEDGE Alman, en la conclusión de un emocionante mensaje en la


clausura de un congreso misionero, dijo estas significativas palabras:
Sin compromiso, misiones es solamente una teoría […] Sin compromiso, la Gran
Comisión es sólo una emoción que dura seis meses […] Sin compromiso es
cuestión de ir […] y después regresar a mamá, a casa, al trabajo …
Es necesario que despertemos y tomemos conciencia del hecho de que no estamos
jugando a la guerra. Estamos literalmente en una verdadera lucha espiritual por la
conquista de las almas que Cristo redimió cuando dio su vida en la cruz. Y así como
Jesús se comprometió, cuando vino al mundo y murió para salvarnos, la extensión del
Reino y los beneficios de su salvación jamás se lograrán a menos que los cristianos se
conviertan en Discípulos, con mayúscula. Es decir, no de nombre, sino aceptando y
viviendo lo que significa ser un seguidor de Jesús. Lo cual, indudablemente, implica un
compromiso serio.
Fue esta clase de compromiso lo que llevó a los «tres Fred» (tenían al mismo nombre,
aunque distinto apellido) a incursionar en el peligroso Infierno Verde del Brasil como
bravos pioneros del Reino de Dios. En algún lugar de esas selvas descansan los restos
mortales de estos misioneros comprometidos cuyo fin—humanamente hablando—sólo lo
conocieron una banda de feroces indígenas kayapos, que por lo poco que sabemos, los
masacraron, y solo se encontró de ellos y sus pertenencias, un pequeño motor fuera de
borda.
¿Cuál fue el último mensaje de estos tres hombres comprometidos para la vida y para
la muerte? Decía así:
Hermanos, manténgase firmes junto a nosotros. Si el resultado de nuestro
esfuerzo fuera lo que menos deseamos, oren y envíen a otros para continuar lo
que el Señor ha comenzado. Si fuera la voluntad de Dios que nosotros
perdamos la vida, nuestra oración es que más hombres y mujeres y recursos
sean despachados con prontitud para continuar el avance.
¿Qué podemos hacer para asumir este compromiso tan indispensable? Veámoslo en
alguna medida en la siguiente sección: poniendo en práctica el compromiso de misiones.

CAPÍTULO 12
Cómo orar por la obra
misionera

Con más de cincuenta años de ministerio mundial detrás de nosotros, podemos


decir sin ninguna reserva, que la mayor necesidad en el campo del evangelismo
mundial y las misiones no es dinero, obreros o materiales. La más grande
necesidad es que los cristianos que con toda honestidad están preocupados por
los millones de seres humanos que aún no han sido evangelizados, oren
diariamente, en forma consistente, sistemática, ferviente y compasiva. ¿Serás tú
uno de ellos? (Boletín Cruzada a Cada Hogar)

La oración eficaz del justo puede mucho. (Santiago 5:16)


La oración prevaleciente o eficaz es aquella que obtiene la bendición que busca […]
la misma idea de la oración eficaz es que ésta alcanza su objetivo. (Carlos G.
Finney)

C UANDO JESÚS ESTABA a punto de enfrentar la cruz para consumar con su muerte el
plan de salvación, buscó el compañerismo en oración con sus discípulos más íntimos. No
les pidió que organizaran un programa o un congreso sobre la oración, sino que velaran y
oraran. Pero ellos, en esa ocasión fallaron. Perdieron la oportunidad de oro. La pregunta
que Jesús les hizo en aquella circunstancia: «¿No habéis podido velar conmigo una
hora?» sigue teniendo vigencia y es un desafío permanente para todo discípulo.
La importancia fundamental de la oración se destaca si recordamos que en las
Escrituras, la palabra «oración» o sus derivados aparecen más de cuatrocientas veces. Sin
embargo, como bien ha comentado el escritor cristiano M. L. Eggleston en uno de sus
libros sobre este tema:
Al examinar los programas de seminarios, escuelas e institutos bíblicos, uno
puede hallar clases sobre educación cristiana, cómo predicar, primeros
auxilios, trabajos manuales, etcétera, pero no hay referencias a ningún curso
sobre la oración. Esto muestra que en algunos círculos se le ha venido dando
cada vez menos importancia, y no se la considera como una herramienta
esencial en el instrumental del obrero cristiano.
Este capítulo no tratará sobre la importancia, los principios, o la doctrina de la oración
(en cualquier librería cristiana se podrán encontrar varios buenos libros sobre esos
temas). Mas bien nos proponemos dar algunas sugerencias sencillas, sobre cómo se puede
llevar a cabo, específicamente, el propósito de orar por la obra misionera mundial.

A nivel personal
Damos por sentado, que si Jesús necesitaba tener diariamente un tiempo de
comunión en oración con su Padre, nosotros también lo necesitamos. De lo contrario
será muy difícil vivir una vida cristiana consistente y victoriosa. Se ha dicho
acertadamente que «así como no se puede vivir sin respirar, tampoco se puede vivir
la vida cristiana sin orar».
En ese período devocional privado que todo creyente debería tener en algún momento
del día, las peticiones relacionadas con el avance misionero mundial deben ocupar un
lugar preferencial. El modelo de oración que Jesús nos dio así lo sugiere. ¿Cómo
comienza el Padre Nuestro? Pidiendo que el nombre de Dios sea santificado. ¿Dónde? La
respuesta lógica es: «En toda la tierra». ¿Mas cómo van a santificar el nombre de Dios
millones de personas que nunca han oído hablar de Él? ¿Cómo van a reverenciarlo,
adorarlo y amarlo quienes todavía no lo conocen?
Tomemos nota: la primera petición en la oración que Jesús enseñó tiene trasfondo y
sabor misionero. La segunda y la tercera no le van en zaga: que «venga tu reino» (sólo
puede venir mediante la proclamación del evangelio del reino, Mateo 24:14) y «que se
haga tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo». Ese cambio en el corazón del
hombre sólo se puede lograr mediante la dinamita del evangelio.
Jesús puso demandas misioneras en el comienzo de la lista de oración. ¿Por qué no
hacerlo también nosotros en nuestra lista de peticiones? Tal proceder está respaldado con
una segura promesa: si buscamos primeramente el reino de Dios y su justicia (y la
oración es uno de los medios que puede contribuir a darle esa prioridad) «todas estas
cosas» (necesidades personales y materiales) nos serán dadas por añadidura.

A nivel de familia
¿Cómo está la salud del altar familiar en su hogar? ¿Sobrevive todavía? ¿Se reúne la
familia por lo menos una vez al día alrededor de la mesa para leer un pasaje bíblico
y orar? En tal caso, oraciones por motivos misioneros deben estar presentes.
Esto se podría lograr de varias maneras. Una forma sería haciéndolo diariamente. Tal
vez intercediendo por uno o varios misioneros—con nombre y apellido—sirviendo en
países lejanos. O presentando las necesidades de un país donde las puertas están cerradas
para la proclamación del evangelio, o la misma implica sufrimiento, persecución,
etcétera.
Personalmente he sido bendecido por usar la Guía mundial de oración que
actualmente se publica en castellano, y en la cual cada día se presenta la necesidad de un
grupo étnico no alcanzado, acompañado de una anécdota relacionada con él, y una breve
meditación bíblica.
Otra manera sería asignar uno o dos días de la semana, en los cuales en el grupo
familiar el tiempo de oración estaría dedicado totalmente a peticiones sobre misiones. Si
el jefe de la familia tiene a las misiones en su corazón, lo más probable será que lo que
llena su corazón se desborde en las oraciones de familia.

A nivel de iglesia
Bienaventurado es el pastor y la iglesia que logra mantener una reunión de oración
semanal, concurrida, dinámica y vital. Hay muchos métodos y maneras para lograr
que un encuentro de oración sea espiritual, atractivo e interesante. Pero, ¿tendrá el
programa de la reunión de oración un lugar adecuado para las peticiones
relacionadas con las misiones? Esto puede ocurrir o no. Dependerá en gran parte de
la visión de quien preside la reunión y del sentir de los miembros que asisten a ella.
Ya hemos señalado en un capítulo anterior que muy frecuentemente las peticiones por
necesidades personales, por muy normales y necesarias que sean, terminan ahogando o
desplazando las oraciones por la obra que Dios nos ha encomendado. Para contrarrestar
esta tendencia se podrían sugerir dos cursos de acción.
Primero, que se establezcan claramente varios períodos de oración por distintos
temas, y que uno de ellos—si es posible el primero—sea asignado a asuntos misioneros:
obreros, pueblos no alcanzados, finanzas, conflictos, etcétera.
Segundo, que el grupo que siente más intensamente la carga por misiones se separe
del resto en una sala aparte, y se dedique a orar por los temas que afectan a las misiones,
mientras otros presentan peticiones sobre otras necesidades en otro lugar.
Si la obra misionera mundial es la tarea principal que la iglesia debe realizar y no
ocupa un lugar preferencial en su vida de oración, es evidente que hay en su cuerpo una
distorsión importante, y es necesario curarla lo antes posible.
A nivel del púlpito
En el programa dominical de la reunión más importante que celebra la iglesia la
intercesión por misiones tiene por derecho propio un lugar bien ganado, y nada ni
nadie debería arrebatárselo.
El pastor de una iglesia dio el siguiente testimonio:
La visión misionera de nuestra iglesia se estimula en gran parte a través de la
Conferencia Misionera Anual, pero el énfasis misionero no termina con la
actividad de una semana al año. Un gran planisferio—colocado en la parte
delantera del templo—iluminado con luces que indican donde están los
misioneros, es un constante recordatorio para orar por ellos.

El boletín Ecos Misioneros es un resumen de las cartas que los misioneros nos
envían, y se distribuye a toda la membresía cada mes. Cada miércoles por la
noche en la reunión de oración hay una hora de oración con pedidos específicos
de los misioneros escritos a máquina (en tarjetas) y distribuidas a quienes vienen
para participar en los grupos de oración.

Cada domingo por la mañana una larga flecha señala un punto en el planisferio
luminoso y el pastor guía el flash misionero y la oración especial por un obrero en
particular.
¿No es este un ejemplo digno de imitar? Tal vez necesita ser adaptado a la dimensión
misionera de nuestra iglesia, pero cada domingo del año, en la reunión principal, debe
haber oración definida y directa por las misiones.

A nivel de células
Las urgentes demandas de las misiones han inspirado en muchos lugares a la
formación de grupos denominados «células», que a semejanza de las células del
cuerpo humano contribuyen a vivificar el cuerpo de la iglesia. Se forman por grupos
de tres a doce personas que tienen un mismo sentir y se reúnen mensual, quincenal
o semanalmente para dedicar tiempo a la oración. Los participantes deciden el tipo
de programa que desean adoptar.
Generalmente leen una porción bíblica, seguida por una breve meditación.
Ocasionalmente, comparten un capítulo de un libro misionero. Pero la nota principal es
que disponen de tiempo y libertad para dedicarse exclusivamente a la oración, para lo
cual se valen de informes, cartas de misioneros, presentación de problemas, conflictos,
etcétera.

Algunos principales motivos de oración


A medida que se ora por los campos misioneros, va creciendo una larga lista de
peticiones definidas a través de las informaciones que envían los misioneros de cada
iglesia. Entre todas ellas se destacan que Dios:
1. Llame y levante obreros de nuestra iglesia.
2. Guíe la preparación espiritual y capacitación transcultural de los que son llamados.
3. Haga de nuestra iglesia una iglesia enviadora que sostenga y se haga responsable
por los obreros que envía.
4. Muestre a la iglesia cuáles son los pueblos o grupos étnicos no alcanzados a los que
los obreros deberían ir.
5. Provea un sostenimiento sólido—espiritual y financiero—a través de la iglesia,
para el obrero y su familia en el campo de labor donde ha sido enviado.
En conclusión, como alguien dijo en una ocasión: «Dejemos de hablar sobre la
oración, y pongámonos a orar».

CAPÍTULO 13
Cómo responder al llamado de
Dios de ir

Cuando vastas regiones en distintos continentes todavía están postradas en las


más completas tinieblas, y millones sufren los horrores del paganismo y el
islam, más que un llamado para ir al extranjero, usted debería probar que tiene
un llamado para permanecer en su país. (Keith Falconer)

El llamado es la revelación de Dios a usted de que es su voluntad que todos los seres
humanos escuchen el evangelio, de modo que debería dejar de afligirse por el
llamado y disponerse a responder a la revelación que ha recibido de Él. (Misión al
Interior del Sudán)
Señor Jesús, me entrego a tu servicio […] ahora me hago una pregunta: ¿Dónde
puedo servirte? Tu Palabra dice que tu deseo es que el evangelio sea predicado hasta
lo ultimo de la tierra. Mi anhelo, oh Señor, es establecerme en el lugar en que más se
necesiten obreros y donde haya mayores dificultades. (Roberto Morrison)

U NO DE LOS RELATOS más maravillosos del Nuevo Testamento es aquel en el que


Pablo testifica cómo fue llamado simultáneamente a la salvación y a cumplir una tarea
específica como misionero en el Reino de Dios. Tal experiencia cambió por completo el
rumbo de su vida (Hechos 26:15–19).
Por eso es muy importante prestar debida atención a todo lo que tiene que ver con el
llamado de Dios, y cómo responder a él. ¿Quiénes irán a predicar el evangelio a los
últimos rincones de la tierra? ¿Necesitan estos obreros un claro llamado para dejar todo y
dedicar totalmente sus vidas a esta tarea? ¿Hay tal cosa como un llamado de Dios para el
ministerio, para la obra misionera o para una tarea específica? ¿Qué dice la bendita
Palabra de Dios sobre este tema?

Dios llama a todos a la salvación


La simple lectura de la Biblia nos mostrará que Dios llama a todos los seres
humanos a la salvación. En el mismo comienzo de la historia humana Dios llamó a
Adán y Eva cuando ellos desobedecieron y les prometió un Salvador. Por medio de
Noé, pregonero de justicia, llamó a la generación antediluviana. Llamó a los
israelitas por medio de Moisés cada vez que se apartaban de Él. Siguió llamando a su
pueblo por medio de los profetas (Ezequiel 33:11). Llamó a los habitantes de la
ciudad de Nínive por medio de Jonás. Jesucristo el Hijo de Dios comenzó su
ministerio con una claro llamado al arrepentimiento y a creer en el evangelio
(Marcos 1:14–15). En la casa de Mateo expresó: «No he venido a llamar justos, sino
pecadores al arrepentimiento» (Mateo 9:13). Llamó directamente a Zaqueo, fue a su
casa y este recibió la salvación. «Venid a mí todos los que estáis trabajados y
cargados, y yo os haré descansar» era uno de los conmovedores llamamientos a la
salvación que hizo durante su ministerio.
Toda persona que ha nacido de nuevo y es un hijo de Dios ha llegado a experimentar
esa bendición por haber respondido al llamado que Dios hace por medio de su Palabra y
de su Espíritu. Aunque no todos responden, Dios llama a todos a la fe y a la salvación en
Cristo.

Dios llama a muchos a una tarea específica


Las Escrituras también registran cómo Dios llamó a Noé para que construyera un
arca, y diera a su generación la oportunidad de escapar del diluvio. Dios llamó a
Abraham para formar un pueblo especial, que fuera un ejemplo para las otras
naciones, y un medio a través del cual vendría el Mesías y la salvación al mundo.
Encontramos más adelante que Moisés fue llamado para libertar a su pueblo de la
esclavitud de Egipto. Se nos dice que Bezaleel y Aholiab fueron llamados y
capacitados especialmente para hacer toda la obra del tabernáculo. Leemos en el
Antiguo Testamento cómo Dios llamó a Isaías, Jeremías, Ezequiel y otros profetas
para ser sus siervos y mensajeros.
En las páginas del Nuevo Testamento también se describe cómo Jesús llamó a sus
discípulos al ministerio: «Llamó a sí a los que él quiso, y vinieron a él […] para que
estuvieran con él, para enviarlos a predicar» (Marcos 3:13–14). Tenemos el relato de
cómo llamó a Mateo, quien dejó un empleo público y lo siguió. Ya hemos hecho
referencia a la manera cómo el Señor llamó a Pablo, inmediatamente después de su
conversión, quien pudo escribir en Gálatas 1.15: «Dios […] me apartó desde el vientre de
mi madre y me llamó por su gracia», y a Timoteo: «porque me tuvo por fiel, me puso en
el ministerio» (1 Timoteo 1.12).
Queda fuera de toda duda que estas personas—tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento—, junto a miles de hombres y mujeres a través de la historia, fueron
llamadas primeramente a la salvación, y también recibieron un llamado definido para una
tarea o ministerio que en la mayoría de los casos significó la entrega de toda su vida para
cumplir la tarea asignada por Dios.

Algunas ideas falsas sobre el llamado


Pero la verdad sobre el llamado de Dios puede ser fácilmente confundida con ideas
que la mente y el corazón engañoso elaboran, y que no tienen fundamento en la
Palabra de Dios. Algunas de estas fantasías son las siguientes:
Algunos piensan que para ser llamados deben tener una visión sobrenatural, o un sueño
semejante a los que tuvo José o Nabucodonosor.
Otros consideran que la emoción y la tristeza que a veces sentimos o las lágrimas que
derramamos al pensar en la condición desesperante de los paganos en sí constituye un
llamado.
Otros, por el contrario, esperan sentir alguna deliciosa sensación física; algo así como un
toque eléctrico o un calor subiendo y bajando por sus espaldas.
No faltará quien imagine y espere que, mientras está leyendo las Escrituras, un rayo de
luz del cielo ilumine algún texto bíblico y le muestre que debe ir al África o a la
China.
La idea del llamado también puede mezclarse y confundirse con el intenso deseo de
viajar, o la aventura de ir y visitar otros países.
El deseo muy humano y común de sobresalir o destacarse sobre los demás—llegar a ser
un héroe—bien puede confundirse con el llamado a ser misionero.
Alguno puede inclusive, estar esperando oír una voz audible tal como le ocurrió a Samuel
o al apóstol Pablo.

Digamos por un lado, que no podemos limitar a Dios y decir que Él no puede llamar de
ésta o de aquélla manera. También debemos admitir que algunos de estos elementos
(tales como un sueño, el dolor por la condición y destino de los perdidos, la influencia de
un texto bíblico, etcétera), pueden ocasionalmente formar parte del proceso de un
llamado. Sin embargo, no es común en estos tiempos cuando tenemos la revelación
completa en las Escrituras y en la persona de Cristo, que Dios utilice esos medios.
Tampoco tenemos promesa o enseñanza bíblica que nos aliente a esperar que lo haga de
esta o aquella manera.

Cómo podemos definir el llamado


¿Nos hemos dado cuenta que a veces resulta difícil definir algunas de las cosas más
preciosas y valiosas que disfrutamos en la vida? Determinar con claridad y exactitud
lo que es el llamado de Dios puede ser tan dificultoso como sería definir lo que es la
luz, el aire, la electricidad o el amor. Pero aunque nos cueste o no podamos dar una
definición exacta de estas cosas, sabemos positivamente que existen y disfrutamos
de cada una de ellas. Algo similar puede suceder con la verdad del llamado. Es un
hecho indiscutible que todos los creyentes son llamados a servir a Dios y testificar
de Cristo y su salvación. También es evidente que las Escrituras nos muestran que
Dios llama a algunos para un servicio especial. Esto generalmente implica renunciar
a muchas otras ocupaciones legítimas para dedicar totalmente el tiempo y la vida a
cumplir un ministerio o tarea específica que tiene como fin la salvación de las almas
y la extensión del Reino de Dios. De esta manera llegarán a ser misioneros, pastores,
maestros, evangelistas o muchas otras valiosas especialidades que hoy se necesitan
en los campos misioneros, tales como lingüistas, traductores, médicos, enfermeros,
aviadores, etcétera.
Este llamado que se puede experimentar bajo variadas circunstancias y que puede
tener distintas características, finalmente se cristaliza como una profunda y clara
convicción en lo más íntimo de nuestro ser. La misma se puede producir
repentinamente—como en el caso de Pablo—o puede ir creciendo en la mente y corazón
a través del tiempo. Una característica de este sentir, es que se aclara y profundiza cada
vez que estamos en oración y en tiempos de íntima comunión con Dios. Hay varios
elementos que integran y contribuyen a concretar el llamado de Dios.

La Palabra de Dios
El primer ingrediente que forma parte de un llamado genuino es la Palabra de Dios.
¿Cómo llamó Dios a Isaías? (Isaías 6:1–8). Él fue al templo. Tuvo una visión de la
grandeza de Dios y una toma de conciencia de su propia indignidad. Pero luego de
ser purificado por el toque celestial escuchó la voz de Dios. Los miembros de la
Trinidad conversaban y decían: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» Esa
misma palabra que Dios habló y con la cual Isaías sintió que Dios lo llamaba, es la
misma Palabra escrita de Dios hoy, y que ha sido usada por el Espíritu para llamar a
centenares de personas a la obra misionera. Es eterna y tiene el mismo poder.
¿Cómo llamó Jesús a sus discípulos cuando iba recorriendo las orillas del mar de
Galilea y los vio trabajando con su embarcación y sus redes? «Venid en pos de mí, y os
haré pescadores de hombres», les dijo (Mateo 4:19). Ellos dejaron la barca, su padre y las
redes y siguieron a Jesús. Fue la palabra de Dios el instrumento principal para llegar al
corazón como un llamado de Dios. ¿Cómo llamó Dios a Pablo? Por medio de una palabra
directa: «Yo soy Jesús a quien tú persigues». Y esto conduce a preguntarnos: ¿qué lugar
ocupa la Palabra de Dios en nuestra vida? ¿Qué sentimos cuando leemos pasajes como
Marcos 16:15 que dice: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»?
¿O Juan 20:21: «Como me envió el Padre, así también yo os envío»? Estos y otros
pasajes similares, ¿no despiertan en nuestro corazón una pregunta, una inquietud? ¿No
nos habla Dios hoy a través de ellos?

La comunión con Dios


Otro elemento que indudablemente debe influir mucho en la gestación de un
llamado es la comunión que tenemos con Cristo. Hablamos de alabarle y adorarle;
pasamos momentos de íntima comunión con Él; leemos su Palabra; lo conocemos
cada día más. Somos sus discípulos. Pero, ¿nos negamos a nosotros mismos,
tomamos nuestra cruz cada día y lo seguimos? En este intercambio de deseos,
planes e inquietudes ¿qué es lo que nos dice? ¿Cuál es el asunto que más pesa sobre
el corazón de Jesús ahora que está sentado a la diestra de Dios? ¿No es acaso la
evangelización del mundo? Y si nosotros estamos en comunión con Él, ¿no sentimos
lo mismo que siente Él? ¿No se produce en nuestro corazón un eco del dolor que
Jesús siente al ver a tantos miles de personas que todavía están privados de
escuchar su mensaje?
Si tenemos intimidad espiritual con Él, estas tremendas realidades deben conmover
nuestro corazón. Si nuestra comunión con Cristo es real y genuina—y no una
imaginación o una fantasía—este tema de la evangelización del mundo no sólo será uno
de los temas de conversación con Él, será sin duda el principal. Y si hay algo que Él
quiere revelarnos, es sin duda cuál es el lugar que nos ha asignado en este programa.

Multitudes en tinieblas
Este es el tercer factor que está en el trasfondo de todo verdadero llamado: la seria
consideración de las apremiantes necesidades de los pueblos que todavía no han
oído de Cristo. Leemos en Mateo 9:36 que «al ver las multitudes tuvo compasión de
ellas». Pensemos en esto: si Jesús sentía compasión por las multitudes cuando el
mundo de su tiempo tenía alrededor de doscientos millones de habitantes. ¿Qué
sentirá ahora que la población mundial es de 6.300 millones? Hoy en día tenemos a
nuestro alcance información de primera mano, como la que brinda el libro
Operación Mundo que nos pinta con realismo en qué condición se encuentran
hombres y mujeres de diversas partes del mundo. ¿Qué sentimos al escuchar o leer
estos datos?
Estando en una iglesia en la ciudad de Brighton, y no pudiendo tolerar más la
vista de una congregación de más de mil cristianos regocijándose en su propia
seguridad de salvación, mientras millones estaban pereciendo por falta de
conocimiento, salí de la iglesia y vagué por la arena de la playa solo y en gran
agonía espiritual.
Esto sentía Hudson Taylor en una de sus visitas a su propia patria. La carga de las
multitudes en tinieblas estaba constantemente sobre su corazón. Esta misma compasión
debería movernos a ofrecer nuestra vida al Señor para que Él disponga de ella y nos envíe
y use según su plan y voluntad.

El gran Superintendente
La guía y dirección del Espíritu Santo en la vida del cristiano es otra vivencia que se
relaciona estrechamente con el llamado de Dios. Si hay alguien que está interesado
en exaltar a Cristo, y desea que Él sea glorificado en medio de estos grupos humanos
donde Él todavía no es conocido, esa persona es el Espíritu Santo. Él ha venido a
morar en nosotros para llevar a cabo un ministerio múltiple, pero sobre todo, tal
como lo dice Hechos 1:8, para capacitarnos a fin de que seamos testigos «hasta lo
último de la tierra». La relación personal que cultivamos con el Espíritu Santo es
vital para experimentar el llamado de Dios. Como Jesús lo anticipó, Él ha venido,
entre otras cosas, para «hablarnos», «enseñarnos», «recordarnos» verdades que
Cristo habló y para «guiarnos». Ser sensibles a sus insinuaciones cuando presiona
nuestra mente y espíritu con alguna verdad, alguna necesidad, algún pueblo o país,
es fundamental para percibir su instrucción.
El Espíritu Santo está activo hoy y la evangelización mundial es uno de sus objetivos
principales. Él puede y quiere dirigir la vida y el servicio de cada uno de los redimidos.
La condición mínima es prestarle atención.
Tal cosa ocurrió con Eduardo Mc Cully, un joven estudiante de abogacía en un
colegio en los Estados Unidos. Un día quiso tener una entrevista personal con su padre.
En esa conversación le dijo:
—Papá, durante las últimas semanas he estado luchando con Dios. Estoy
convencido que aunque soy un buen cristiano, Dios tiene un plan mejor para
mi vida y quiero con tu aprobación dejar la carrera que estoy siguiendo, que
estimo que es en gran parte mi propio plan, para prepararme mejor a fin de ir a
predicar el evangelio a los que todavía no han oído nada de Cristo.

—Eduardo—le dijo el padre—Dios puede usar a un abogado cristiano, pero si tú


crees que ese es el plan de Dios para tu vida, yo no me opondré. Todo lo
contrario, oraré por ti para que puedas ser fiel al Señor.
Eduardo McCully fue uno de los miles de hombres y mujeres que, como Moisés,
renunciaron a los tesoros y comodidades que este mundo ofrece para alistarse en las
líneas de combate donde la batalla es más dura y difícil. Siguiendo ese plan que el
Espíritu Santo le mostró, se esforzó con otros cuatro misioneros y sus esposas para
alcanzar a los indios aucas con el evangelio y dio su vida en el cumplimiento de esa
misión. Mc Cully y sus compañeros murieron en obediencia a este eterno y maravilloso
plan de Dios para alcanzar un mundo perdido.

Rendición total
Otro principio de la vida espiritual que sin duda condiciona el llamado de Dios es la
consagración de nuestra vida a Él. Pablo en Romanos 12:1–2 explica que la
respuesta lógica a lo que Dios ha hecho por nosotros, es que le rindamos totalmente
nuestra vida. Desde el primer capítulo de su epístola a los Romanos hasta el final del
capítulo once, describe una cadena de bendiciones entre las cuales menciona que
Dios nos ha llamado, justificado, redimido, santificado. Nos ha libertado del pecado,
nos ha glorificado, ha puesto su Espíritu morando en nosotros y nos ha hecho
herederos de sus riquezas. Como si fuera subiendo los peldaños de una escalera,
cuando llega al extremo de ella dice: «Hermanos, teniendo en cuenta todas estas
misericordias que Dios ha tenido para con nosotros, les ruego que hagan lo lógico:
que le presenten sus cuerpos como un sacrificio vivo». Seguramente teniendo en
mente la ofrenda de holocausto que los israelitas ofrecían (una de las cinco ofrendas
de Levítico) y que era toda para Dios (ni el sacerdote, ni el oferente participaban de
ella) Pablo toma esa ilustración bíblica perfecta, pero le cambia una palabra. Aquel
era un sacrifico muerto, este es un sacrificio vivo. Es decir la vida nueva, resucitada
con Cristo, rendida a Dios en una entrega voluntaria incondicional.
La idea es muy sencilla: si Dios por amor se ha dado totalmente a nosotros en la
persona de su Hijo, la respuesta de amor es que nosotros nos entreguemos totalmente a
Él. Esta debería ser la experiencia normal de todos los creyentes. La consagración total a
Dios no es sólo para los pastores, obreros y misioneros; también lo es para el padre de
familia, el ama de casa, el empleado en la oficina, el operario en la fábrica, el estudiante
… para todos. Cuando hemos dado este importante paso, y estamos a disposición de
Dios, Él puede guiarnos y hacer con nosotros lo que quiere. Jorge Müller solía decir que
el noventa por ciento del problema de conocer la voluntad de Dios, es la rendición de
nuestra voluntad a la suya.

Experiencias diferentes
Como la Biblia lo demuestra, Dios llama a las personas de diferentes maneras. La
experiencia de miles de misioneros también lo confirma. La manera como llamó a
Isaías es distinta de la que usó para llamar a Jeremías o Ezequiel. El modo que Jesús
usó para llamar a Pedro o Mateo difiere del que utilizó para llamar a Pablo. Esto nos
enseña que no tenemos que tratar de copiar el llamado de otros.
Un misionero ha dicho con razón que una parte del llamado, es la revelación personal
que Dios le hace a cada uno y a usted, de que es su voluntad que todos los seres humanos
escuchen el evangelio. Por lo tanto, en vez de afligirse por el asunto del llamado mejor
sería empezar a pensar de qué manera puede usted responder a esta importante verdad
que Dios le ha mostrado. Tal vez sería bueno mencionar que el concepto que se tiene
sobre el llamado es amplio y variado.
Por ejemplo, algunas personas en vez de hablar de llamado piensan que se trata
directamente de dirección divina. Y tienen razón: para alguien que está rendido a la
voluntad de Dios y dice como Isaías: «Heme aquí, envíame a mí», lo único que necesita
es que Dios le muestre específicamente qué es lo que debe hacer y en qué lugar.
Otros sienten sinceramente que «una persona que tiene un mandato, no espera recibir
un llamado». Uno que pensaba de esta manera era Santiago Gilmour, quien pasó más de
veinte años sirviendo como misionero en Mongolia. Él dijo:
Cuando yo salgo como un misionero, no es que yo siga solamente los dictados del
sentido común, sino más bien que deseo obedecer el mandamiento de Cristo:
«Id por todo el mundo y predicad el evangelio». Estas palabras me parecen a
mí que son un claro mandato misionero […] por lo tanto, mi ida al exterior es
un asunto de clara y estricta obediencia a un claro mandamiento. Y en lugar
de buscar una razón para ir al extranjero, yo preferiría decir que yo no he
podido encontrar razones por las cuales debería permanecer en mi país.
Otro siervo de Dios ha dicho con igual razón:
El llamado a la obra misionera ahora no viene a través de una voz del cielo, sino
por medio de un versículo de las Escrituras: «Id por todo el mundo […] y
predicad».

¿Cuántos responderán al llamado?


Al parecer la escasez de obreros no se nota en ninguna vocación importante. En
nuestro país no se siente tanto la necesidad de médicos, arquitectos, electricistas,
negociantes, abogados, escribanos, ingenieros, músicos, carpinteros, y últimamente
hasta exportamos jugadores de fútbol, básquet y vóley. Pero sí faltan quienes se
ofrezcan para cubrir los campos misioneros todavía no alcanzados.
Una estadística reciente señalaba que podría haber en el mundo hoy cerca setecientos
millones de cristianos verdaderos. Si de cada mil, dos fueran enviados a los grupos
étnicos no alcanzados, se formaría un ejército de 1.400 millones de misioneros. Las
estadísticas de Operación Mundo hablan de unos doscientos mil misioneros. Jesús
pregunta una vez más: «Y los nueve, ¿dónde están?» Según esta proporción que hemos
señalado (dos de cada mil) podría haber casi un millón y medio de misioneros más en la
fuerza misionera mundial. ¿Por qué no los hay? Dios es el que llama. ¿Se habrá olvidado
de llamar? «No he sido llamado»—expresan muchos. ¿Será que no lo han oído? Es
posible que Dios quiera utilizar al lector de estas líneas para ayudar a resolver este
dilema.
Seguramente podrá hacerlo si a semejanza de las palabras de Morrison, al comienzo
de este capítulo, puede decir de corazón: «Señor, te amo y deseo servirte y hacer tu
voluntad. Comprendo que mi vida te pertenece, y en este momento, como sacrificio vivo,
la pongo sobre el altar para que tú dispongas de ella para hacer lo que tú quieras».
Si no soy yo, ¿quién?
Si no es aquí, ¿dónde?
Si no es ahora, ¿cuándo?

CAPÍTULO 14
Cómo dar para la obra
misionera mundial

No puede usted llevar nada consigo a la eternidad, pero sí puede enviarlo


anticipadamente. Depositad vuestro tesoro en el cielo, en forma de ofrendas
misioneras. (Oswald J. Smith)

Toda mi vida he oído a los predicadores decir que hagamos tesoros en los cielos,
pero ninguno me dijo cómo hacerlo. Yo tuve que averiguarlo y descubrí, que la única
manera de hacerlo es invertir el dinero en algo que vaya al cielo. El ganado, las
tierras, las casas, los automóviles, las acciones, el petróleo, y cosas como éstas no
van al cielo. Por lo tanto, si mis tesoros han de ir a ese lugar, debo ponerlos a trabajar
en la potente empresa de redimir almas que serán aptas para el cielo. (Pat Neff)

E N UN SENTIDO general podemos decir que toda la Biblia enseña, de diversas maneras,
cómo ofrendar. El apóstol Pablo en 2 Corintios hizo un paréntesis en la consideración del
tema que estaba tratando a fin de alentar a los lectores a dar abundantemente una ofrenda
que se estaba reuniendo para los cristianos de Jerusalén, y les brindó en los capítulos 8 y
9 lo que bien podría llamarse un Cursillo sobre la gracia de dar.
De las numerosas enseñanzas que surgen de estos capítulos mencionemos algunas. La
primera, y muy importante, es que la capacidad y la posibilidad de dar es «una gracia»
que Dios nos concede. La palabra «gracia» tiene varios significados en las Escrituras,
pero en este caso se refiere a ese poder, capacidad y privilegio que Dios nos da. Él podría
haber llevado a cabo su plan de salvación sin nuestro servicio, oraciones, ofrendas,
etcétera (si así no fuera no sería todopoderoso), pero eligió usarnos como asociados,
colaboradores, instrumentos. ¡Qué condescendencia ha tenido! ¡Qué privilegio nos ha
concedido!
Otra verdad que se desprende de este pasaje es que el dar debe estar precedido por la
entrega total de nuestra vida a Dios. Dice: «A sí mismos se dieron primeramente al
Señor, y luego a nosotros, por la voluntad de Dios» (2 Corintios 8.5). Si el amor que
Cristo mostró cuando se entregó por nosotros en la cruz no nos impulsa a rendirle
enteramente nuestro ser y vivir para Él (2 Corintios 5:14–15), nuestra comprensión del
Calvario es muy superficial, y consecuentemente, nuestro servicio y ofrendas también lo
serán.
Es por eso que Pablo no vacila en levantar ante los ojos de los Corintios el ejemplo de
Cristo y les dice que: «Él, por amor a vosotros, siendo rico se hizo pobre, para que
vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos». Señala también que la participación del
hijo de Dios en las ofrendas es como un termómetro que pone en evidencia y prueba la
sinceridad del amor que manifestamos tener para con Dios y para con los perdidos. Por lo
tanto, les exhorta a crecer, abundar y desarrollar esta gracia de dar.

¿Cuánto y cómo queremos dar?


Contestemos sinceramente estas preguntas:
¿Queremos dar poco o mucho? ¡Vaya pregunta!, dirá el lector. Pero, ¿no es cierto que en
muchos casos damos lo menos posible, para cumplir, para conformar nuestra
conciencia?
¿Queremos dar esporádicamente o regularmente? Las Escrituras enseñan a dar «cada
primer día de la semana» (1 Corintios 16.1), es decir, con cierta periodicidad. Pero
muchas ofrendas para las misiones son apenas ocasionales; en numerosos casos sólo
cuando se recibe la visita y exhortación de un misionero.
¿Queremos dar con tristeza o con entusiasmo? Una cosa es dar porque no podemos
evitarlo, como quien paga un impuesto, y otra muy distinta es dar para un fondo cuya
finalidad es evangelizar una tribu o un pueblo olvidado, y que tal esfuerzo nos genera
un santo entusiasmo.
¿Queremos dar de manera que participen todos o sólo algunos? Hay maneras complejas
de recaudar ofrendas, y hay métodos sencillos en los cuales hasta los niños bien
orientados pueden participar.
Dar para las misiones no debería tampoco excluir a los propios ministros del evangelio.
Herbert Anderson, hace casi doscientos años, expresó:
¿Hago mal en sugerir que la solución del dinero para las misiones descansa en los
pastores? Me acuerdo siempre con creciente interés, que las trece libras, dos
chelines y seis peniques, la primera ofrenda de nuestra Sociedad Misionera,
fue una ofrenda de pastores. Pastores con sueldos pequeños, pero con
corazones grandes. Carey les había dado una nueva visión de Dios que los
conmovió con un concepto glorioso de un deber largamente descuidado y
ellos respondieron dando como cristianos entusiastas.
Si se desea ofrendar con entusiasmo creciente para la evangelización mundial, dando lo
más que podamos con regularidad y de tal manera que todos, sin distinción de ricos o
pobres, adultos o menores puedan participar, podemos sugerir un plan que ha dado
magníficos resultados dondequiera que se haya usado con seriedad.

El problema de cinco misioneros


En un libro que me hizo ver la importancia y la prioridad de la obra misionera, el
autor contaba acerca de una agencia que disponía de cinco jóvenes que fueron
llamados a la obra misionera y se habían preparado adecuadamente. Su mayor
deseo era ir a los campos blancos en el extranjero, pero no podían hacerlo porque
no tenían todavía el apoyo económico necesario. El autor del libro mencionado se
ofreció a la agencia para intentar reunir el dinero necesario para que estos jóvenes
misioneros pudieran partir a los campos donde Dios los había llamado. Para lograr
este objetivo organizó una conferencia misionera en su iglesia, y aparte de hablar y
predicar sobre misiones durante varios días, hizo sentar a estos candidatos en la
plataforma y desafió a la congregación a ofrendar para poder sostener
financieramente a estos obreros. La iglesia respondió al desafío y en esa primera
conferencia se presentaron Promesas de Fe que mensualmente cubrieron el sostén
que los cinco necesitaban.
En años siguientes aumentó el desafío a sostener diez misioneros, y también lo logró.
Luego el número creció a veinte. Más adelante a cincuenta, luego a cien, doscientos, y
más. Hasta hace poco esa iglesia informaba que estaba sosteniendo en su totalidad o en
parte, a más de quinientos quince misioneros en sesenta y siete países, cooperando con
más de treinta y cinco agencias misioneras. El lector tal vez pensará: ¡Qué fantástico!
¿Cómo lo hizo? Creo que podemos explicar cómo lo consiguió, pero antes es importante
narrar una experiencia.

Una experiencia transformadora


El pastor a quien hemos aludido—el Dr. Oswald J. Smith, de la Iglesia de los Pueblos,
Toronto, Canadá—no nació sabiendo como ofrendar. Él mismo nos cuenta cómo se
produjo el gran cambio en su vida y ministerio:
Nunca olvidaré la manera como Dios me enseñó a dar para la obra misionera. Era
el primer domingo del año, y recién me había hecho cargo de una iglesia que
sabía como dar de una forma que yo nunca había conocido. Comencé este
pastorado cuando en ella estaban celebrando una Conferencia Misionera
Anual. Personalmente, no sabía nada de este tipo de conferencias. Nunca
había visto ni estado en una de ellas en toda mi vida. Mientras estaba sentado
en la plataforma, esperando el momento de predicar, vi que los ujieres iban de
un lado a otro repartiendo tarjetas. Uno de ellos tuvo la audacia de subir a la
plataforma y entregarme una. La miré y leí en ella: «Confiando en Dios, me
esforzaré en dar para la obra misionera de mi iglesia, la suma de $ … durante
el corriente año». Nunca en mi vida había leído tal declaración.

Comencé a orar:

—Señor, yo no puedo dar nada. Tú sabes que no tengo nada. No tengo ni un peso en
el banco, ni un centavo en mi bolsillo. La iglesia me paga sólo veinticinco dólares
por semana, tengo que mantener a mi esposa y a mi hijo. Estamos tratando de
comprar una casa. El precio de todo está por las nubes. Al terminar la semana me
quedo sin nada …

Todo esto era verdad […]. Estábamos viviendo en el tiempo de la Primera Guerra
Mundial.

—Yo lo sé—el Señor parecía decirme—sé que sólo ganas veinticinco dólares por
semana, que no tienes nada en el banco, que tienes una familia que mantener, que
no te sobra un peso al fin de semana.

—Bueno—pensé un poco aliviado—esto da por terminado el asunto. No tengo nada.


Por lo tanto, no puedo dar nada.

Pero fue en ese momento que el Señor habló a mi corazón:

—Yo no te estoy pidiendo lo que tienes ahora—me dijo.

—¿No me estás pidiendo lo que tengo ahora? Entonces, ¿qué es lo que me estás
pidiendo?—repliqué.

—Yo te estoy pidiendo una promesa de fe. En otras palabras: ¿hasta qué cantidad
puedes confiar en mí para que yo te dé para ofrendar para la obra misionera?

—Oh, Señor—exclamé—¡esto es diferente! ¿Hasta cuántos dólares puedo confiar en


ti, que tú me darás si yo prometo ofrendarlo?

Por supuesto, yo no sabía nada sobre lo que significaba una promesa de fe, pero sabía
que el Señor me estaba hablando.
Pensaba que podría prometer dar cinco dólares por año, o tal vez diez. Una vez en una
iglesia había dado cinco, otra vez había dado tres, en otra dos. Nunca había dado
más que cinco. Temblaba mientras oraba y esperaba la respuesta.

—Señor, ¿cuánto puedo dar?

De repente vino la respuesta. No les voy a pedir que crean que Dios me hablo en una
voz audible, pero bien podría haberlo hecho porque la sensación que recibí fue tan
fuerte como si Él me hubiera hablado a viva voz cuando con los ojos cerrados,
casi sin darme cuenta que estaba delante de la congregación, escuchaba la voz de
Dios.

—¿Cuánto debo dar?—preguntaba.

—¡Cincuenta dólares!—escuché.

—¿Cincuenta dólares?—exclamé—. ¿Por qué Señor? ¡No puede ser! ¡Esta suma
equivale a dos semanas de sueldo! ¿Cómo podré yo jamás conseguir cincuenta
dólares?

Pero una y otra vez el Señor seguía insistiendo con la misma cantidad. Y como ya
dije, esto para mí era tan claro como si me lo hubiera dicho al oído. Mi mano
temblaba cuando firmaba la tarjeta, escribía mi nombre y dirección y la cantidad:
¡cincuenta dólares! Cómo hice para ofrendar esa cantidad, hasta el día de hoy no
lo sé. Lo que sí sé es que cada mes oraba por aquellos cuatro dólares y monedas, y
cada mes de una u otra forma el Señor me los envió, y que al fin del año había
dado los cincuenta dólares prometidos. Cómo desearía poder transmitirles el gozo
que sentí mes tras mes al orar por la cantidad prometida. ¡Recibí la bendición más
grande de mi vida! Yo había confiado en Dios por cierta cantidad, y Él me la
había suplido. Tan grande fue la bendición que al año siguiente en la Conferencia
Misionera dupliqué la cantidad y prometí dar cien dólares. Al otro año la dupliqué
otra vez y di doscientos. Al año siguiente otra vez prometí el doble: cuatrocientos.
Al otro año ochocientos, y así por más de treinta años he enviado miles de dólares
al banco del cielo.

Si yo hubiera esperado hasta haber tenido dinero nunca habría dado porque nunca lo
habría recibido. Pero prometí dar cuando no tenía. Hice una promesa de fe. Creí
que Dios quería que diera cincuenta dólares a través de un año, y prometí darlos.
Dios honró la promesa y me dio lo necesario para cumplirla.
Concluye diciendo el Dr. Smith:
Poner en la ofrenda lo que usted tiene no requiere ninguna fe. Si tiene diez dólares
en el bolsillo, todo lo que tiene que hacer es ordenarle a la mano que vaya al
bolsillo, que tome los diez dólares y los ponga en la ofrenda. Para hacer eso
no necesita orar, ni necesita pedirle nada a Dios. No tiene que confiar en Él
por ninguna suma. Solamente tiene que tomar esa cantidad y darla. «Pero con
una Promesa de Fe el proceder es diferente. Es necesario pedirle a Dios que
nos muestre lo que quisiera que demos, y luego prometer esa suma por fe, y
confiar en Él para que la provea. No hay aventura más emocionante ni
maravillosa que esta. ¡Hágalo usted y lo comprobará! ¡Hágalo hoy mismo!»

¿Podemos ofrendar de esta manera?


La razón por la cual he insertado aquí este largo relato es que, en mi opinión, ilustra
como pocos lo que significa hacer una Promesa de Fe, y cuáles son los positivos
resultados que produce. Por muchos años, en las iglesias en las cuales he servido
como pastor hemos recomendado este método, y hemos comprobado su efectividad.
Tengo en mi poder testimonios de iglesias de todas las denominaciones que no sólo
han sido bendecidas y enriquecidas por esta práctica. Muchas han visto su visión,
avance y proyección misionera totalmente revolucionadas por el uso de este sistema
de ofrendar. Por consiguiente, en el próximo capítulo procuraremos explicar con
más detalles en qué consiste hacer una Promesa de Fe para las misiones.

CAPÍTULO 15
Cómo hacer una Promesa de Fe

Ningún otro método logra tanto como éste. Cualquier iglesia que tenga una
Conferencia Misionera Anual y use el plan de la Promesa de Fe para las ofrendas
dará diez veces más de lo que daría usando otros métodos. (Oswald J. Smith)

La Promesa de Fe es un compromiso voluntario que un creyente hace con Dios de


contribuir mensualmente durante un año para el proyecto de la iglesia de llevar el
evangelio a todo el mundo. (Edison Queiroz)

Nosotros esperamos que los jóvenes de nuestras iglesias entreguen sus vidas a Dios
para servir en el campo misionero. Pero la mayoría de nosotros no estamos
dispuestos a entregar nuestras billeteras o nuestra cuenta bancaria para sostenerlos y
servir al mismo propósito. (Pablo B. Smith)

D ISTINTAS IGLESIAS UTILIZAN diferentes métodos de ofrendar para misiones. Algunas,


por ejemplo, sólo dan una ofrenda cuando las visita un misionero que trae un mensaje o
un informe, hace una apelación y despierta en la congregación el deseo de dar. Otras,
designan un porcentaje fijo de las entradas totales, lo cual es importante pues quiere decir
que las misiones figuran con una parte en el presupuesto total. Se ha objetado que
ofrendar para las misiones sobre una base matemática no inspira mucho al dador y hace
perder muchas bendiciones. Otros han dicho que las misiones son demasiado grandes
para que figuren sólo como un ítem en una lista de gastos y salidas que se lleva la mayor
parte de lo recaudado.
Otro método es el de las iglesias que designan un domingo del mes para recibir una
ofrenda con destino a un misionero. El problema que se presenta es que si el domingo
designado llueve o hace mal tiempo, la recaudación puede ser mínima, y si los misioneros
dependen de esas ofrendas para vivir, corren el riesgo de quedarse sin sostenimiento.
Todavía hay otro método que puede ser denominado «personal». El miembro de la iglesia
recibe un sobre para las ofrendas normales en el cual hay una línea que dice: «misiones»,
y cada uno decide y pone lo que desea dar para tal fin. Evidentemente, este método no
unifica esfuerzos, no se propone alcanzar metas, y es pobre en motivación.

Un método mejor
Como se ha podido apreciar en el capítulo anterior, hay otra manera de ofrendar,
que reúne los mejores elementos de los métodos mencionados, ha sido usada por
muchas iglesias en los últimos ochenta años y ha dado excelentes resultados
(algunos atribuyen su origen al Dr. Simpson, fundador de la Alianza Cristiana y
Misionera, pero hay quien afirma que Simpson creía que el autor era el propio
apóstol Pablo, y deducía esta convicción de

Modelo de tarjeta de Promesa de Fe

algunas expresiones de 2 Corintios 8 y 9). Generalmente se lo denomina el plan de la


Promesa de Fe, y en la gran mayoría de los casos se lo ha utilizado para reunir fondos
para las misiones. No se trata de un método milagroso, pero sí unifica unos cuantos
principios bíblicos, que seguramente son en gran parte la razón por la cual la bendición
de Dios lo ha acompañado.

¿En qué consiste?


¿Qué es una Promesa de Fe? El Dr. Norman Lewis en su libro titulado, precisamente,
Faith Promise contesta la pregunta así:
La Promesa de Fe común es un compromiso voluntario que una persona hace de
dar regularmente una cantidad de dinero determinada para un fondo
misionero, durante un año. El dador es exhortado a orar a fin de determinar la
suma que va a prometer. La responsabilidad de la promesa es solemne porque
se hace directamente a Dios. Por lo tanto, a ninguna persona le será reclamado
su cumplimiento. Se trata de un compromiso entre el dador y Dios.
Básicamente, consiste en llenar una tarjeta de cartulina semejante a la que se muestra más
arriba.
Nadie debería asombrarse por este proceder, porque casi todos nosotros hemos
firmado alguna vez algo muy parecido a una Promesa de Fe: cuando nos hemos
comprometido con un comerciante a abonar mensualmente una cantidad de dinero para
comprar a crédito un artefacto, algún mueble, un instrumento, un automóvil, etcétera. Por
supuesto, lo hemos hecho así por no disponer de suficiente dinero para comprarlo al
contado. Pero hemos confiado en que mensualmente tendríamos la cantidad suficiente
para pagar la cuota, y nos hemos esforzado y también sacrificado para cumplir con el
compromiso. ¿Por qué, entonces, si firmamos promesas de fe para adquirir una heladera,
un aparato de televisión, un juego de muebles, un automóvil o una casa, no lo hacemos
para sostener misioneros a fin de terminar la evangelización del mundo, lo cual debería
ser la meta suprema de todo cristiano?

Algunas características
Si se observa el modelo que figura en la página anterior se podrán notar los
siguientes detalles:
Es personal. Dice: «Mi promesa». Todo en la vida cristiana es personal: la conversión, la
fe, el bautismo, el testimonio, la oración, etcétera. Ningún familiar o amigo puede
hacer ninguna de estas cosas por nosotros. Lo mismo debe ocurrir con la participación
personal en la evangelización mundial. Los padres, el esposo, la esposa, los hijos:
cada uno debe involucrarse individualmente.
Es una promesa. No es un contrato legal ni un pagaré. Los israelitas acostumbraban a
hacer votos y promesas (Deuteronomio 12:6; Salmos 50:14; 76:11) como expresión
de gratitud por favores especiales recibidos. Debemos cuidarnos de que ésta no tenga
una motivación carnal, como la promesa que hizo Pedro (Mateo 26:33). Prometer
hacer lo que Dios quiere que hagamos, confiando en Él, sin duda será un proceder
que le agradará y recibirá su bendición.
Es una promesa de fe. «Tened fe en Dios», dijo Jesús. Debo pensar no sólo en cuánto
daré de lo que tengo; también hasta cuánto me atrevo a creer que Dios puede darme
para este sagrado propósito. Cuando estamos dependiendo de Dios, y Él inspira la fe
por medio de su Palabra, por alguna promesa, o por alguna circunstancia, nadie puede
anticipar cuál es el límite o el horizonte de la fe.
Tiene un objetivo definido. Moisés pidió ofrendas para construir el tabernáculo. David las
dio y las pidió al pueblo para construir el templo. Pablo las solicitó para socorrer a los
santos necesitados de Jerusalén. El tesorero o el pastor exhortan a dar para cubrir el
presupuesto de la iglesia. Esta ofrenda es específicamente para sostener misioneros y
terminar de evangelizar el mundo.
Es para el Señor. Él es el Señor de la mies. Tomó los cinco panes y dos peces, los
bendijo, multiplicó y repartió. También tomará lo que decidamos dar—poco o
mucho—por amor y obediencia a su voluntad.
Es inteligente y resultado de una decisión. En 2 Corintios 9 hay evidencias de que los
corintios «habían prometido dar». Pablo les exhorta a dar conforme a lo que se habían
propuesto dar.
Es voluntaria. Cada uno determina delante de Dios en oración «conforme a su fe» la
cantidad que cree que puede prometer, según Él le guía.
Es sistemática. La Biblia enseña a dar regularmente (1 Corintios 16.1), no de vez en
cuando. Esta ofrenda tiene una periodicidad mensual. En algunos países y culturas lo
hacen semanalmente.
Es para todos. El comerciante o profesional puede dar mil o cinco mil pesos. El
empleado cincuenta, cien o doscientos. El jubilado, tal vez, diez o veinticinco. Los
niños uno, dos o cinco. Todas las ofrendas son necesarias y ayudan a formar un gran
total.
Es un desafío a la abnegación. Esto significa rescatar los muchos pesos que a veces
gastamos en cosas superfluas, innecesarias y hasta perjudiciales para invertirlos en la
empresa más importante de la tierra. ¿Cuánto dinero se nos escurre cada mes en
dulces, helados, bebidas, revistas, lujos, comodidades, hobbys, diversiones?

El plan es bueno
El Dr. Norman Lewis concluye con el siguiente párrafo uno de sus libros sobre este
tema:
El plan de la Promesa de Fe es bueno para la iglesia. Termina con el cansador y
a veces ofensivo sistema de rogar para que la gente dé más para las misiones.
Alienta el esfuerzo unido de la congregación. Proporciona una base para
planear con anticipación los compromisos misioneros que asumirá la iglesia.

El plan es bueno para el cristiano individualmente. No solamente pide que le dé de lo


que ya tiene. Para hacer esto tal vez no necesita ejercitar su fe. Este plan lo desafía
a confiar en Dios para que le permita hacer un esfuerzo especial para la
evangelización del mundo, cada semana del año. Hasta un niño puede participar
en el plan. Sin embargo, pondrá a prueba la fe de cristianos maduros. Ayudará a
clarificar los pensamientos.

Estimulará una mayordomía sólida. Al terminar el año cada persona podrá saber
exactamente lo que ha ofrendado para las misiones.

El plan es bueno para el misionero. Le permitirá saber que una iglesia se ha


comprometido a ayudarle en una forma definida. Recordará que muchas personas
estarán pensando en él cada semana, cuando oran y confían en Dios para que les
conceda hacer lo que han prometido. Saber esto significa un tremendo aliento
para el misionero.
¿Ha participado ya usted de la aventura de hacer una Promesa de Fe para las misiones?
CAPÍTULO 16
Cómo celebrar una Conferencia
Misionera Anual

La conferencia misionera proveerá educación, inspiración y desafío a fin de


lograr los misioneros y el dinero necesario para llevar a todo el mundo el
evangelio de Cristo. (Clyde W. Taylor)

Yo estoy convencido que el modelo es bíblico y práctico, y si es seguido en


cualquier iglesia normal demostrará ser efectivo. Una cosa que se destaca con fuerza
es que a la conferencia misionera se le debe dar la máxima prioridad en el programa
anual de la iglesia local, y que el pastor debe ser el promotor y conductor. (G.
Christian Weiss)
El único método para lograr suficiente dinero para financiar ésta, que es la más
grande de todas las empresas del mundo, es comprometer a los millones de cristianos
de las iglesias evangélicas por medio de conferencias misioneras. (Pablo B. Smith)

U NA DE LAS EXPERIENCIAS más felices, estimulantes y bendecidas que una iglesia


puede disfrutar, se vive cuando uno o varios de sus miembros, habiendo sido llamados
por Dios, son enviados a los campos misioneros del mundo para proclamar el evangelio.
Ganan almas, hacen discípulos, plantan iglesias, sostenidos y respaldados por su propia
congregación. Periódicamente vuelven a ella para relatar cómo les ha ido y compartir
tanto sus problemas como sus triunfos. La iglesia de Antioquía vivió este emocionante
capítulo cuando escuchó el informe que Pablo y Bernabé dieron del primer viaje
misionero. Muchas iglesias en la actualidad están empezando a disfrutar esta misma
aventura y cualquier congregación por grande y pequeña que sea podría en nuestros
tiempos experimentar lo mismo.
¿Cómo lograr estos resultados que deberían ser normales en la mayoría de las
iglesias? Entre los diversos medios y métodos que Dios ha instrumentado en los últimos
ochenta o cien años se destaca, nítidamente, lo que denominamos la Conferencia
Misionera Anual. En el Nuevo Testamento no tenemos mandato ni instrucciones
específicas para llevar a cabo tal tipo de programa, como tampoco se nos dice cómo
realizar una reunión evangelística, una reunión de edificación para creyentes o de
oración, o cómo organizar la escuela dominical. Pero creo que estaremos de acuerdo si
decimos que tanto en un caso como en los otros tenemos muchísimas razones para
celebrar las actividades que acabo de mencionar. Un solo pasaje bíblico (Mateo 28:20)
provee abundante fundamento para celebrar periódicamente un encuentro que algunos
han llamado convención, otros congreso o retiro y que nosotros denominamos
Conferencia Misionera Anual.

En qué consiste
Por empezar digamos que por Conferencia Misionera Anual no queremos dar a
entender una reunión especial de vez en cuando, con un tema misionero, por más
edificante o beneficioso que pudiera ser. Con este título designamos más bien una
serie de cinco a siete reuniones realizadas, de ser posible, de domingo a domingo, o
en un fin de semana largo en las cuales se consideran temas centrales de la acción
misionera, tales como:
El claro mandato de Cristo—la Gran Comisión—y la abundante enseñanza bíblica que
hace descansar sobre la iglesia la responsabilidad de cumplir esa tarea.
La visión de las multitudes—es decir la situación de miles de etnias, pueblos, tribus,
etcétera, que todavía no han sido evangelizados.
La consagración indispensable de los miembros del cuerpo de Cristo para ocupar su lugar
en las variadas funciones que se necesita ejercer para llevar a cabo esta misión.
La promoción de la oración perseverante y victoriosa, para pedir obreros, los medios para
sostenerlos, pero también para conquistar los territorios que las fuerzas satánicas
retienen bajo su poder y lograr que se abran las puertas donde la predicación del
evangelio está prohibida.
La dedicación de centenares de vidas que respondan al llamado divino y se preparen para
ir a los campos blancos a levantar la cosecha.
La recepción de ofrendas abundantes, sacrificiales y sistemáticas para el apoyo y
mantenimiento financiero de los que son enviados como misioneros.
La acción unida y armoniosa de todo el cuerpo de Cristo para completar la
evangelización del mundo antes que llegue el fin.

La reflexión y estudio de estos y otros temas similares no es otra cosa que obedecer las
palabras de Cristo quien dijo: «Id […] enseñándoles que guarden todas las cosas que os
he mandado». En otras palabras, es enseñar, exhortar y desafiar al pueblo de Dios a
asumir compromisos prácticos—indispensables para cumplir la Gran Comisión—, que
alguien ha definido como la prioridad número uno, tan cabalmente expresada en el
conocido lema: «La suprema tarea de la iglesia es la evangelización del mundo».
¿Cómo llevar a cabo con éxito esta conferencia? La elaboración de un buen programa
misionero, con reuniones interesantes, entusiastas, inspiradoras, y que conlleven un
genuino desafío a la congregación, por un lado puede tener muchas variaciones, y por
otro lado no es algo que sucede por casualidad. De los varios elementos que se deben
tener en cuenta antes del programa, durante su desarrollo y después de él, podemos hacer
algunas sugerencias dividiendo la totalidad en tres etapas que llamaremos: preparación,
ejecución y continuación.
Preparación
Comencemos preguntando: ¿quién se va a ocupar de organizar este evento? La clave
del éxito de cualquier programa reside en el calibre espiritual y el entusiasmo de
quienes lo preparan. En esto, como en todo, el pastor va delante de las ovejas en
visión, convicción y entusiasmo. Pero puesto que él no puede ni debe hacerlo todo,
necesita estar acompañado por un grupo de hermanos a quienes podrá enseñar,
guiar, orientar y dirigir. Lo ideal sería que representen los distintos sectores de la
iglesia que sientan interés por la obra misionera y que formen una comisión o
departamento de Misiones que pueda planear y organizar la Conferencia Misionera
Anual.
La oración debe ocupar un lugar primordial. Oración ferviente y definida en los
encuentros de la comisión y también en la congregación. Se necesita no sólo la dirección
y sabiduría divina, también su bendición para cada paso del programa.
¿Cuál será la mejor fecha para realizar la conferencia? Este dato debe ser estudiado
con mucho cuidado. Se debe tener en cuenta que los meses de intenso frío podrán impedir
la asistencia de los de más edad; épocas de exámenes para los estudiantes, y aun la
temporada de vacaciones pueden influir poderosamente y hacer disminuir la asistencia.
La fecha más conveniente será la que asegure la mayor participación de la membresía.
Cuando se descubre cuál es la mejor semana del año para esta actividad, conviene
reservarla en el calendario anual para tal fin. La experiencia también aconseja que no
conviene mezclar misiones con otros eventos tales como el aniversario de la iglesia, un
esfuerzo de mayordomía, evangelismo, etcétera. Cuando se apunta a varios objetivos a la
vez, generalmente no se alcanza plenamente ninguno.
Para producir una impresión profunda y conseguir los frutos más abundantes, la
Conferencia Misionera Anual debería durar por lo menos cuatro o cinco días. Lo ideal es
dedicar una semana de domingo a domingo. De no ser posible esto, conviene comenzar
siempre el programa con las reuniones de un domingo, y continuar en la misma semana
desde el miércoles o el jueves hasta el domingo siguiente. Se debe apuntar a lograr un
clímax, y este generalmente se alcanza en las reuniones del último domingo.
El evento debe contar con una buena promoción realizada con suficiente anticipación.
Para esto se pueden usar afiches, el boletín de la iglesia, anuncios desde la plataforma,
cartas de invitación personal, etcétera, a fin de que cada miembro o simpatizante reserve
la fecha de la conferencia en su calendario o agenda. Vale la pena elegir un lema para la
conferencia. Ayuda a orientar los pensamientos y fijar verdades y objetivos en la mente.
Puede elegirse un texto o una frase bíblica, como por ejemplo: «El campo es el mundo»,
«Alzad vuestros ojos», «Hasta lo último de la tierra», etcétera. El mismo debería estar
impreso en los programas y propaganda y también en un cartel atrayente y bien visible
colocado en la plataforma.
Otro buen complemento es la preparación de carteles, mapas, planisferios y leyendas
con lemas misioneros que adornen las paredes del salón o templo donde se realizarán las
reuniones. Llaman la atención de los asistentes y contribuyen a fijar en la mente
conceptos importantes. Ejemplos: «Esperad grandes cosas de Dios; emprended grandes
cosas para Dios», «Podemos dar sin amar, pero no podemos amar sin dar», «Señor, ¿qué
quieres que haga?», etcétera.
La música y las canciones son muy importantes. Es conveniente imprimir una hoja
con canciones exclusivamente misioneras. También sirve de ayuda elegir un himno lema
para la conferencia, relacionado con el tema o énfasis principal. Se debe alentar la
preparación de solos, dúos, conjuntos musicales, la participación del coro de la iglesia,
etcétera, recomendando que los temas y contenidos de las letras estén relacionados con
las misiones.
El uso de diapositivas, películas y videos es un aporte indiscutible para ilustrar y
hacer tomar conciencia de las necesidades de los campos descuidados, las experiencias de
los misioneros, los grandes desafíos actuales, etcétera.
La presentación de dramas misioneros, preparados por el grupo juvenil u otro, puede
producir un tremendo impacto y transmitir verdades que serán inolvidables.
No debe faltar un lugar para la exposición y venta de libros y folletos con temas
misioneros. Imprimir un almanaque con la fotografía de los misioneros que la iglesia se
propone sostener, tal vez con el mapa del país o la zona donde van a trabajar, ayudará a
recordarlos y orar por ellos diariamente. Estas son sólo algunas de las muchas ideas que
pueden conformar un excelente programa de una conferencia misionera. El Espíritu Santo
con su infinita originalidad puede inspirar y sugerir muchas más.

Ejecución
La participación del pastor en todo el programa es fundamental. Él es la persona
más indicada para presidir las sesiones. Su presencia y colaboración ponen de
manifiesto su interés en el plan misionero de la iglesia. Si por alguna razón él no
pudiera hacerlo, es necesario elegir alguien que tenga el don y la capacidad para
presidir y guiar las reuniones con prudencia, eficiencia y entusiasmo.
El predicador invitado debe sentir profundamente en su corazón los temas misioneros
de modo que pueda presentar la enseñanza bíblica con fuerza y nitidez. Debe poder
mostrar a la iglesia la desesperante condición de los numerosos grupos humanos que
todavía no han escuchado el evangelio, y ser apto para desafiar al pueblo de Dios al
trabajo, al sacrificio y la abnegación. Conviene que conozca el plan y el mecanismo de la
Promesa de Fe para presentarlo y dirigir su implementación con entusiasmo. Una manera
de enriquecer el contenido de las reuniones es invitando a misioneros que puedan dar
breves testimonios sobre su llamamiento, sus trabajos, problemas y también sus
frustraciones y éxitos. En muchos países la reunión del sábado por la noche es
tradicionalmente asignada a la juventud. La asistencia numerosa de jóvenes en esa u otra
noche debería ser aprovechada para que tengan alguna participación y para presentar el
llamado de Dios a dedicar totalmente sus vidas al ministerio o al servicio misionero. La
gran mayoría de los futuros obreros para misiones son jóvenes que están en nuestras
iglesias y necesitan escuchar el desafío y el llamado de Dios.
¿Adónde queremos llegar con una serie de reuniones sobre misiones? Para contestar
esta pregunta es preciso fijar metas. Esto implica una inversión de tiempo, reflexión,
oración y búsqueda de la voluntad de Dios, pero tal inversión vale la pena. Mediante el
diálogo, la consideración de diferentes planes y la dirección del Espíritu Santo, la
comisión o grupo dirigente debería presentar a la iglesia objetivos concretos que en el
curso de la conferencia se pueden considerar, evaluar, a veces modificar y, finalmente,
aprobar.
Ejemplos de estas metas podrían ser:
Pensar en algún pueblo, ciudad o grupo étnico, que esté dentro o fuera del país o
continente, que el Espíritu Santo esté indicando que podría ser alcanzado por la
iglesia local enviando un misionero sostenido por la congregación, y orar por ese
pueblo.
Decidir sobre una determinada cantidad de jóvenes que pediremos a Dios que llame a su
obra en el curso de la conferencia o a través del año. Pedirlos en oración y confiar y
esperar que Dios los conceda de acuerdo con sus promesas. Recuerde el ejemplo de la
misión de Hudson Taylor (cap. 9).
Fijar una cantidad de dinero que se propondrá como meta de una ofrenda mensual
exclusiva para la obra misionera. Apuntar al costo completo de un misionero (si esto
no es posible, la mitad), luego dos, y así sucesivamente cada año. El plan de la
Promesa de Fe es el más efectivo para alcanzar esta meta.

Durante el transcurso de la conferencia la iglesia va recibiendo enseñanza bíblica,


desafíos, inspiración. Aprende cómo orar más eficientemente por los misioneros.
Algunos sienten claramente el llamado de Dios. La visión se va ensanchando y con ella el
deseo de participar. Es entonces el momento oportuno para presentar el desafío de la
Promesa de Fe para las misiones.
Alguno seguramente preguntará: ¿El presupuesto para la actividad de la iglesia local
disminuye o se queda sin fondos cuando la membresía hace una Promesa de Fe? No,
generalmente ocurre lo contrario. Cuando la gente aprende a dar, ofrenda con gozo para
todo aquello que tenga buen respaldo bíblico. No es cuestión de sacar de un lado para
poner en otro. Se debe exhortar a la membresía a dar un diezmo generoso para el
presupuesto de la iglesia local (pues sin iglesia local no habría obra misionera).Y también
animarlos a hacer una Promesa de Fe procurando practicar la abnegación, o sea
rescatando y usando correctamente—como buenos mayordomos—el dinero que muchas
veces se gasta en grandes cantidades en gustos, lujos y cosas innecesarias.
No es fácil explicar con palabras lo que significa la decisión de hacer una Promesa de
Fe en el contexto y clímax de una conferencia que ha impactado en el pueblo de Dios.
Realmente, la respuesta que se da llenando una tarjeta—por simple que parezca este
acto—casi siempre cristaliza en forma práctica el compromiso que cada uno asume ante
Dios de orar, ofrendar sistemática y seriamente e interesarse en el plan misionero de la
iglesia local.

Continuación
Casi sin excepciones, la realización de una Conferencia Misionera Anual deja como
frutos una nueva visión, un sano entusiasmo, la decisión de asumir
responsabilidades, un puñado de vidas jóvenes que prometen prepararse para
servir en algún campo misionero, una suma importante de dinero que se recibirá
mensualmente para cubrir el sostenimiento de algún obrero, etcétera; todo esto, y
mucho más da motivos para una genuina explosión de gozo, gratitud y alabanza a
Dios. Tales resultados producen una legítima satisfacción, pero es preciso entonces
señalar que lo que ha ocurrido, no es más que el comienzo de un proceso. ¿Cómo
debe continuar?
Después de concluida la conferencia se deben tomar algunos pasos sencillos, pero
importantes, para que el plan que ha comenzado exitosamente no sólo no se malogre, sino
por el contrario se afirme, crezca y continúe cada día mejor. La instrumentación de esta
ofrenda especial para las misiones implica un mínimo de organización necesaria, que
puede variar de una iglesia a otra, pero que entre otras cosas debe incluir lo siguiente: la
designación—si es que todavía no existe—de una comisión o departamento, de por lo
menos cuatro a ocho personas, que representen a los distintos grupos de la iglesia
(adultos, jóvenes, damas, etcétera) entre los cuales se designará a un tesorero y algunos
encargados de recaudación de las ofrendas.
Cada persona que ha hecho una Promesa de Fe debe recibir lo antes posible una
cantidad razonable de sobres especiales, que por su color y leyenda, indiquen claramente
que son destinados al fondo misionero.
Se debe designar por lo menos un domingo del mes (muchas iglesias usan el segundo)
como el domingo misionero, en el cual en el curso de la reunión principal, se destine un
tiempo para leer la carta de algún misionero, dar informes, mencionar temas de oración,
se presente un mensaje o reflexión alusiva y se reciba la ofrenda prometida por las
Promesas de Fe. En el caso de que una persona no pudiera entregar su ofrenda misionera
ese domingo, podría hacerlo en cualquier otro domingo porque las características del
sobre igualmente lo derivarían para el fondo misionero. No obstante, resulta beneficioso
procurar concentrar la entrega de las ofrendas en un domingo determinado.
Es igualmente bueno tener un fondo, una cuenta, y un tesorero exclusivo para
misiones. Esta medida ha resultado ser en la práctica un procedimiento sabio que
contribuye a evitar la tentación muy común de usar el dinero ofrendado a las misiones
para cubrir necesidades de la obra local.
Periódicamente se deben presentar por escrito informes que incluyan las cifras de lo
que se ha recaudado mensualmente, la suma que se ha recibido de cada dador, las
cantidades enviadas al misionero o a la agencia que lo sostiene, y el saldo que queda en
caja. Las cuentas claras conservan la amistad—es un dicho muy común—y también la
confianza de la membresía en la seriedad del plan misionero y en las personas que lo
llevan a cabo.
Si las iglesias van a cumplir con su vocación misionera, es imperioso que dediquen
tiempo y esfuerzo para considerar los distintos aspectos que abarca esta importante
empresa. La Conferencia Misionera Anual ha demostrado ser (a las iglesias que la
practican) el medio idóneo para lograr este fin.
MUCHAS VECES DI TODO …

Muchas veces di todo mi amor o mi pan,


Pero fui defraudado y no quise dar más.
Sin embargo, no pude vivir sin amor,
Y aprendí que perder es ganar.

CORO

Quiero vivir como Cristo lo exige de mí,


Y voy a dar aunque no tenga más para dar.
Voy a entregar hasta mi última gota de amor,
Pues no quiero defraudar al Señor.
Jesucristo me enseña cómo he de vivir.
Él dio todo lo suyo sin guardar para sí.
A pesar del desprecio su amor entregó,
En la cruz, el perdón me alcanzó.

LETRA Y MÚSICA EN INGLÉS:


Gloria y William J. Gaither
TRADUCCIÓN: Eduardo Coria

¿No vamos a hacer nada?

EN SU BIOGRAFÍA de Guillermo Carey, Percy H. Jones nos relata que cuando éste, el 31
de mayo de 1792 predicó su famoso sermón que tenía sólo dos divisiones y que
decía: «Esperad grandes cosas de Dios; emprended grandes cosas para Dios», si toda
la congregación se hubiera puesto a llorar nadie se hubiera sorprendido, porque
Carey mostró en forma muy clara y dramática cuán grave era el pecado que los
cristianos estaban cometiendo, reteniendo para sí mismos las buenas nuevas y no
anunciándolas a los paganos.
Pero nadie lloró después de escuchar este mensaje. Ni siquiera permanecieron unos
momentos al terminar la reunión para comentarlo. Se levantaron y se fueron rápidamente
a sus casas, como acostumbraban a hacerlo todos los domingos, como si este sermón
hubiera sido igual a todos los demás.
El historiador sigue diciendo que cuando Carey vio que la gente se retiraba
apresuradamente, se bajó del púlpito y dirigiéndose a su amigo Andrés Fuller, que estaba
cerca de él, le dijo: «¡Qué! ¿No vamos a hacer nada?»
Al concluir la lectura de estos capítulos, permítanme aplicar esta anécdota a nosotros
y tratar de contestar la pregunta que Carey hizo hace doscientos años: ¿Qué? ¿No vamos
a hacer nada? ¿Qué vamos a hacer ahora? Dejo como sugerencia dos o tres respuestas:
Recordamos la parábola de los dos hijos que Jesús contó (Mateo 21:28–31), a quienes el
padre les dijo: «Hijo, vete hoy a trabajar en mi viña». El primero dijo: «No quiero»,
pero después, arrepentido, fue. El otro dijo: «Voy»—pero no fue. El arrepentimiento
por la tarea no realizada debe ser acompañado por acciones prácticas. ¿A cuál de los
dos hijos imitará usted?
«Ha hecho lo que podía» (Marcos 14:8). Tal fue el elogio y oportuno comentario de Jesús
a la acción sincera y sacrificada de una mujer. Dios no pasará por alto ni olvidará
ninguna tarea que usted pueda hacer a favor de la obra misionera mundial, por
pequeña o insignificante que sea. El Señor que tomó en sus manos los cinco panes y
los dos peces, sigue valorando, recibiendo y usando las pequeñas ofrendas, tanto
como las grandes.
El ejemplo de Pablo puede ser inspirador y estimulante. Cuando él se encontró con el
Señor en el camino a Damasco y preguntó: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?»
(Hechos 9:6; 26:19), este le contestó y le dio instrucciones precisas. Él las obedeció, y
después de muchos años de fiel y abnegado servicio, dando su testimonio ante el rey
Agripa pudo decir: «No fui rebelde a la visión celestial». El lector que también ha
tenido un encuentro con Cristo, y ha recibido de Él una nueva visión y claras
instrucciones, ojalá que al concluir la jornada de la vida, pueda dar el mismo
testimonio que dio Pablo y decir: «No fui rebelde a la visión celestial».

Mi deseo y oración es que si a través de estas páginas, el lector ha podido tomar


conciencia de las verdades elementales acerca de las misiones que hemos expuesto,
ponga manos a la obra y encuentre el lugar y la tarea que Dios le ha destinado en esta
gloriosa cruzada que—Dios mediante, pronto terminará—, porque: «Será predicado este
evangelio del Reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones [etnias] y
entonces vendrá al fin» (Mateo 24:14).
No vacile en jugarse entero por la única empresa que jamás fracasará.

Si Dios lo está llamando

PARA LOS QUE sienten que Dios los está llamando a la obra misionera y se preguntan:
¿qué debo hacer?, les conviene tener en cuenta que, además de experimentar y
clarificar lo que es un genuino llamamiento, es imprescindible tener una cuidadosa
preparación. Se recordará que Jesús no comenzó su ministerio hasta los treinta
años. Sus apóstoles estuvieron tres años aprendiendo con Él; y se estima que en la
vida del apóstol Pablo pasaron unos diez años entre su conversión y el tiempo en
que inició sus viajes misioneros.
¿Por qué tanto tiempo? Porque los misioneros necesitan preparación, experiencia y
madurez. Y eso no se consigue de una día para otro: lleva su tiempo. ¿Qué factores
forman parte de esa capacitación? Me atrevo, brevemente, a mencionar los siguientes:
Conversión. Es esencial tener la seguridad de que ha recibido a Cristo como su Salvador,
y con Él, el perdón de sus pecados, la vida eterna, y que es un hijo de Dios.
Crecimiento. Entronar a Cristo como Señor en todos los aspectos de su vida, y seguir en
pos de Él, como un discípulo responsable que ha aprendido lo que significa negarse a
sí mismo y tomar la cruz cada día.
Victoria. Conocer y experimentar los recursos que tiene disponibles en Cristo para vivir
triunfante sobre el pecado, el yo, Satanás y la circunstancias, y ser lleno del Espíritu
Santo.
Testimonio. Su comportamiento en familia, en la iglesia, el trabajo, y su actitud de
servicio en la congregación deben ser ejemplar y avalar su vocación.
Estudios teológicos. Dedicar los mejores años de la juventud en un seminario o instituto
bíblico, buscando la mejor preparación para la tarea que ocupará toda su vida es una
decisión sabia. Conocer a fondo las doctrinas y enseñanzas que conforman nuestra fe,
y ponerlas en práctica, es fundamental.
Capacitación transcultural. Aprender cómo traer a los miembros de otras culturas—que
tienen distinto lenguaje, otra religión, y costumbres diferentes a las nuestras—es otro
requisito básico.
Iglesia enviadora. El candidato que en alguna medida haya dado los pasos que hemos
delineado, seguramente encontrará que su propia congregación—y otras que lo
conozcan—estarán deseosas de compartir su visión, enviarlo y sostenerlo en la misión
que Dios le ha encomendado.

Llegar a ser un misionero significa integrar la infantería del pueblo de Dios que avanza
en zonas peligrosas, todavía controladas por el enemigo. Tal empresa—la más gloriosa
que existe sobre la tierra—nunca será fácil, pero tampoco imposible para quienes llevan
la Palabra de Dios encarnada, dependen de Él en oración, y son llenados y guiados
continuamente por el Espíritu Santo.

Apéndice

Testimonio

NACÍ EN UN hogar cristiano y me convertí a una temprana edad. Me preparé


teológicamente en el Instituto Bíblico Buenos Aires (IBBA), asistí en mi juventud a
muchos retiros y congresos y participé activamente desde los catorce años en la
enseñanza y predicación de la Palabra de Dios. Sin embargo, a pesar de haber tenido
estos excelentes contactos, todavía no había entendido ni despertado al hecho de la
gran importancia y el lugar primordial que tiene la obra misionera mundial en el
plan de Dios.
Fue al iniciar mi primer pastorado en la Iglesia Central Bautista de Rosario, que por la
lectura providencial de algunos capítulos del libro Pasión por las almas, escrito por el Dr.
Oswald J. Smith, tomé conciencia de que la suprema tarea de la iglesia es la
evangelización del mundo, y que toda iglesia y cada cristiano debería estar intensamente
ocupado en ella.
Inmediatamente procuré compartir esta verdad con los diáconos y líderes de la iglesia
y como resultado en mayo de 1955, celebramos la primera Conferencia Misionera, que
duró cuatro días y que contó con la valiosa participación como orador del coronel del
Ejército de Salvación, don Eduardo Palací. La iglesia fue instruida y desafiada. Algunos
jóvenes sintieron el llamado de Dios a dedicar sus vidas al ministerio. A través de la
entrega de Promesas de Fe se formó un fondo para sostener misioneros en lugares lejanos
donde la iglesia nunca podría llegar con su esfuerzo local. Se decidió investigar cuáles
eran las poblaciones en los alrededores de Rosario que no tenían obra evangélica y se
decidió comenzar la evangelización de una de ellas.
Por el impulso recibido de esta nueva visión se comenzó—por medio de una campaña
de carpa—la evangelización de la ciudad de Pérez (localidad ubicada a quince kilómetros
al oeste de Rosario). Después de algunos años se constituyó la iglesia, se edificó el
templo y la casa pastoral y se visitaron con esfuerzos evangelísticos una media docena de
pueblos cercanos. También, desde un comienzo se impartió a este grupo de creyentes
nuevos la visión misionera y con las ofrendas que mensualmente se recibían para las
misiones se alcanzó a cubrir la mitad del sostenimiento para la misionera Raquel Grazioli
que trabajaba en el Chaco entre los aborígenes tobas. La visita, testimonio e informes de
esta obrera en las Conferencias Misioneras que celebrábamos anualmente, formó un
vínculo vital entre la iglesia local y el campo misionero, y bendijo y estimuló
grandemente a la iglesia y su juventud.
Posteriormente, fui invitado a servir en la Iglesia Cristiana Evangélica de Tigre
(localidad e iglesia en el gran Buenos Aires en que nací física y espiritualmente). Allí
también sentimos que debíamos colocar a las misiones en primer lugar. Por lo tanto,
aunque todavía no se contaba con un templo propio se organizó una primera Conferencia
Misionera. Al principio fue necesario vencer la resistencia que normalmente puede
ofrecer una congregación que por más de cuarenta años de existencia, ignoró o pasó por
alto y no se ocupó de este aspecto importante de la evangelización mundial. Pero desde el
comienzo un número razonable de hermanos aceptó la propuesta de orar y ofrendar
mensualmente para sostener un misionero en el lugar que Dios indicara.
Después de dos años—que nos pareció mucho tiempo—la respuesta llegó clara y
contundente. El campo misionero sería la niñez paraguaya que en 1973 sumaba la mitad
de la población total de ese país: un millón doscientos mil niños menores de catorce años.
La socia en este proyecto fue la Liga Argentina pro Evangelización del Niño (LAPEN),
quien proveyó en los hermanos Ricardo y Noemí Motta los misioneros idóneos
preparados por el Señor para realizar esa tarea. Nuestra iglesia se hizo responsable del
sostenimiento financiero y lo proveyó durante los ocho años que duró este plan.
Mediante el trabajo esforzado de estos jóvenes misioneros se logró implementar un
programa de evangelismo para la niñez mediante la preparación de líderes y centenares
de maestros para horas felices. Éstas se iniciaron y multiplicaron alcanzando a miles de
niños. Se abrieron puertas para presentar el evangelio en muchos colegios y escuelas
primarias, y entre otros muchos logros se llegó a tener una audición de radio especial para
niños.
Cada año los misioneros visitaban nuestra iglesia y compartían sus experiencias,
necesidades, problemas, como también sus progresos y triunfos. Al concluir esta larga
jornada quedó constituida una entidad y una comisión que continúa actualmente este
importante y estratégico ministerio. La semilla sembrada en las horas felices fructificó en
la formación de varias iglesias.
De la iglesia de Tigre varios jóvenes y señoritas respondieron al llamado de dedicar
totalmente sus vidas a la obra del Señor y actualmente le sirven en distintos lugares.
Después de la bendecida experiencia en el Paraguay, la iglesia colaboró en el
sostenimiento de varios misioneros en Perú, el Zaire y Kenia.
Los últimos siete años de ministerio pastoral activo los compartí con la Iglesia
Evangélica Bautista de Constitución, en la Capital Federal. En ella después de algún
tiempo de adaptación, oración y sondeo de posibilidades también comenzamos el
programa de Conferencias Misioneras Anuales, por medio de las cuales procuramos
mostrar la visión de las zonas no alcanzadas, promover la oración por obreros y el sostén
de misioneros. En este caso se tomó el compromiso de apoyar el trabajo misionero que se
realizaba en la ciudad de Nogoyá, Entre Ríos. Durante varios años la iglesia cumplió
fielmente con este privilegio a través del departamento de Misiones de la Convención
Evangélica Bautista Argentina. Como casi siempre ocurre, se formó una corriente de
comunión y simpatía con los obreros que servían en ese lugar. Ellos visitaron nuestra
iglesia y también varios hermanos interesados en esta misión visitaron repetidas veces
Nogoyá, aportando no solo sus ofrendas sino también materiales, máquinas y elementos
para el salón y el jardín de infantes.
Desde que Dios abrió mis ojos a la verdad de las misiones (Lucas 24:45) y a medida
que fuimos poniendo en práctica las sugerencias que poco a poco recibíamos sobre la
mejor manera de promover misiones, sobre todo a través de conferencias misioneras,
después de haber ministrado por más de treinta años en cuatro diferentes iglesias como
pastor, y haber colaborado en muchas otras como participante de programas misioneros,
he llegado a corroborar algunas convicciones que expreso a continuación:
1. Que es posible para cualquier iglesia—nueva o de muchos años, pequeña, mediana
o grande—llevar a cabo un plan misionero que apunte a evangelizar los pueblos, zonas o
etnias de nuestro país o del extranjero que aún no han escuchado el mensaje de salvación.
2. Que una Conferencia Misionera Anual (semana de Misiones, serie de cuatro a seis
reuniones consecutivas) si es bien conducida, es una herramienta o medio eficaz para
enseñar, promover, desafiar y comprometer a la iglesia con un programa práctico y
efectivo.
3. Que una Conferencia Misionera Anual producirá inmediatamente o con el tiempo:
Una renovada visión misionera.
Un ministerio de oración e intercesión eficiente.
Un conocimiento de quiénes son los que Dios llama para ser obreros o misioneros.
Un aporte financiero firme y creciente, necesario para enviar misioneros a los pueblos y
etnias no alcanzadas.
4. Que el plan de la Promesa de Fe es el mejor para reunir ofrendas para objetivos
misioneros específicos. Estimula a los creyentes a ejercer fe, y es sorprendente cómo las
congregaciones responden cuando se les presenta un desafío bien fundamentado en la
Biblia, que sea razonable y serio.
5. Que no hay ninguna duda del hecho que las iglesias tienen los hombres (y las
mujeres) y el dinero que se necesita para evangelizar el mundo. Como bien dijo un
pastor, en ellas hay «yacimientos» potenciales que se deben explorar, despertar y
movilizar.
Basándome en la modesta experiencia que me ha tocado vivir, y que brevemente he
tratado de compartir, creo sinceramente que cada iglesia—por pequeña que sea—debe ser
el centro de un programa misionero, a través del cual, ella sola o asociada con otras,
contribuya a enviar y sostener misioneros que vayan pronto a pueblos, ciudades, zonas y
etnias que todavía no han oído nada del evangelio de Cristo.1

1Robert, A. (1998). Conciencia misionera I (pp. 7–188). Barcelona, España:


COMIBAM Internacional.

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