Karlheinz Grosser - Tamburas
Karlheinz Grosser - Tamburas
Karlheinz Grosser - Tamburas
Karlheinz Grosser
Tamburas
Círculo de Lectores
INDICE
INDICE 2
EL AUTOR Y SU OBRA 3
PRIMERA PARTE 4
SEGUNDA PARTE 68
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Karlheinz Grosser Tamburas
EL AUTOR Y SU OBRA
Karlheinz Grosser nació en Berlín el año 1922. Durante la segunda guerra
mundial fue piloto de un caza. Luego, antes de que se le ocurriera dedicarse al oficio
de escribir, realizó los más variados trabajos: desde mecánico de tanques hasta
representante comercial, mecánico, soldador, investigador de mercados, corredor y
oficinista. Pronto desembocó en el oficio que más tarde o más temprano desempeñan
todos aquellos a quienes roe el gusano de la literatura, o sea redactor y asesor de una
editorial. Al mismo tiempo afilaba sus armas, es decir su pluma, escribiendo guiones
para la radio y para una empresa cinematográfica.
Sin embargo puede decirse que su carrera literaria no comenzó verdaderamente
hasta que escribió los primeros cuentos, publicados en varios periódicos y revistas, de
los que pronto fue uno de los colaboradores más cotizados. Publicó con diferentes
seudónimos tres novelas y, se ha realizado una película sobre guión suyo, aunque
también bajo seudónimo, y hace pocos años se entregó por completo al estudio de la
historia antigua de Europa. De estos estudios saldría la mejor de sus novelas,
celebrada sin reservas no sólo por los lectores alemanes y todo el mundo, sino por los
estudiosos y eruditos de la época en que se desarrolla su acción.
En la actualidad K. Grosser reside en Berlín; está casado y tiene una hija. Una
de sus aficiones favoritas son los viajes por todo el mundo, pero especialmente por los
países mediterráneos que tan bien demuestra conocer en su novela, Tamburas es, sin
duda, su mejor obra. Aparentemente es una simple novela de aventuras, pero por detrás
de las peripecias argumentales de los personajes, el autor ha ido desarrollando un
cuidadoso estudio de toda una época fundamental de nuestra cultura, el siglo VI a. de
C., en el extremo oriental del Mediterráneo. Y también un canto a la Vida. Esta, como
la Naturaleza que la cobija, no siempre es amable, bella y apacible. Una de las más
excelsas falsificaciones históricas ha sido la idea que nos han transmitido todos los
textos oficiales hasta hoy de una Grecia en la que reinaban la serenidad clásica, el
sentido de la mesura y el gusto más refinado. Que estas características se dieron de
manera singular es innegable y para comprobarlo basta mirar cualquier producto de
su arte. Pero los artistas no son ni han sido nunca la medida de los pueblos. Y menos
podían serlo del pueblo griego, quizás el más vivo, alegre, desmesurado, excedido y
abierto a todas las sensaciones de la historia de la humanidad. Por eso no debe
sorprender la crueldad, el sensualismo, el desorden, la sangre, las lágrimas, el odio, la
amistad, la inteligencia y la belleza, todo en una barroca mezcla, que impregnan este
libro. Porque los griegos vivieron realmente. Lo que quiere decir que experimentaron
lo más bajo y lo más alto de la naturaleza humana, siempre en un grado extremo. Por
ello serán para siempre la medida y el modelo de todos los hombres.
C.A.
PRIMERA PARTE
Verdaderamente el tiempo es como un niño juguetón, y sin retorno es el camino
que los dioses nos señalan. He aprendido en mi vida que no soy nada, una hoja en el
viento, y que nada más importante existe que yo mismo. Ahora cuento veintisiete
veranos; a los diecinueve salí al encuentro de pueblos y tribus, príncipes y reyes; conocí
la guerra y la paz, hambre y saciedad, dignidades y humillaciones, hallé amigos y
enemigos, vi cosas admirables y terribles, recorrí la senda de la gloria y de la muerte;
sin embargo, los dioses no me perdieron.
Ahora he regresado nuevamente donde comenzó mi marcha. Gemmanos, el
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Karlheinz Grosser Tamburas
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Karlheinz Grosser Tamburas
Como todos los hijos de hombres ricos y ciudadanos libres, a los siete años se
me separó de mi madre y se me preparó para la futura misión de la guerra. Pese a que
Palero era una ciudad independiente, Atenas gobernaba nuestra vida. Pisístrato
proseguía las huellas de Solón; favorecía el comercio y fomentaba la artesanía de todos
los ciudadanos con la convicción de que sólo la riqueza podría proteger lo que poseía.
Una élite de hombres regía Atenas, pero la cabeza era el mismo Pisístrato.
Recuerdo con gusto mi formación espiritual y adiestramiento físico. Junto con
Artaquides, era el mejor de mi sección en cálculo y en escribir. Aprendíamos poemas y
cantos de contenido guerrero, trabajábamos cinco días a la semana en un cañaveral lejos
de allí, hacíamos marchas diarias y pasamos nuestras pruebas gimnásticas. Saltábamos,
corríamos y lanzábamos el disco y luchábamos con lanzas y espadas de madera. Yo no
era el más alto, pero sí el más diestro de entre mis camaradas. Así pues, en la lucha no
sólo lograba vencer a Delfino, sino también a Aquios, al hijo de Celebanes, y presioné
más de una vez los hombros de éste contra el polvo del suelo.
Mi madre, Tambonea, me veía raramente en este tiempo. Procedía de Calcídica y
poseía don de gentes. Pero a veces se entregaba a la melancolía y entristecía. Después
de mi nacimiento se le apareció en sueños un buitre negro. Cuando corrió tras él, echó a
volar. Pero ella se quedó con un pájaro caído del nido, que intentaba alcanzar el árbol.
Por todo esto Tambonea se preocupaba constantemente de que mi estado de salud fuera
bueno y me daba jugos de cebolla, amargas bebidas de raíces sagradas y otras cosas
para que la bendición de los dioses cayera sobre mí.
En mi dieciocho aniversario mi padre me regaló un carruaje con caballos negros
y acabados de plata. Ahora era ya un guerrero y un ciudadano notable de la ciudad.
Como efebo, junto con mis amigos, juré en el templo de Aglauro, a la hija de Crecops
en el norte de la acrópolis, no mancillar jamás nuestras armas. Nos habíamos
consagrado a los dioses y habíamos prometido no abandonarnos nunca y luchar hasta la
eternidad por el hogar patrio.
Durante el período de mi educación tuve poco tiempo para mi familia, pero
luego, en posesión de dos hermosos caballos y una carroza de lucha, gozaba de mi
posición y gustaba de enorgullecerme en casa y de contar historias sobre mi valentía, de
tal modo que las siervas al oírme sentían correr por su espalda un escalofrío. Todos me
admiraban cuando sacaba mis caballos de la cuadra. Con frecuencia oía pronunciar mi
nombre al pasar frente a la casa de las mujeres y las palabras que escuchaba sonaban
agradablemente a mis oídos y endulzaban mi boca como la miel.
Solamente Agneta, mi hermana de catorce años —la nombro ahora por vez
primera—, casi siempre guardaba silencio. Sin embargo, escuchaba muy atentamente a
los demás cuando hablaban de mí. Muchas veces sorprendí su mirada sobre mí, abierta,
cálida y brillante como el mar. Entonces me sentía más alegre que nunca y mi corazón
se ensanchaba y se sentía fuerte. Había de contenerme para no entregarme a derribar un
árbol con el fin de aplacar mi pasión o hacer cualquier imprudencia.
Era mi hermana, pero noté un gran cambio en ella en el período de un año. Su
piel se hizo tersa y clara, sus mejillas florecían, también sus miembros me parecían
haberse perfeccionado. Apenas me llegaba al hombro y semejaba una flor que de pronto
en una sola noche hubiera salido del capullo.
Una vez en que no vinieron a buscarme mis camaradas, mientras Gemmanos se
encontraba en los barcos o en el taller y Tambonea se hallaba entre las criadas, llevé a
Agneta con la carroza fuera de la ciudad. Su rostro resplandecía y jadeaba de alegría por
la velocidad. Jugamos con los pies desnudos sobre los prados y nos echamos a reír en
montones de gavillas. Yo gustaba de sentir los rayos del sol, la luz dorada resplandecía
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sobre Agneta y cuando un grupo de palomas se elevaron por encima de los campos, le
agradecí a Afrodita la belleza de mi hermana.
Un rebaño de corderos nos obstaculizó el camino. Dos muchachos con bastones
conducían lentamente a los animales. Entonces Agneta rió echando su cabeza hacia
atrás. Reconocí el ritmo maduro de su pecho al respirar, pero mis manos permanecían
en sus caderas.
—Eres bella como Diana —le dije—; no, más bella todavía.
Agneta frunció las cejas, se sintió halagada, pero tuvo miedo.
—No tientes a los dioses. Todas nuestras palabras las oyen y nada les es oculto.
—Nos crean a su semejanza. Incluso a la del maestro cuya obra es tan perfecta.
—¿Soy realmente hermosa? —preguntó Agneta.
Era el arte de las mujeres lo que hablaba en ella. De madres a hijas se lo
transmiten y para las mujeres miles de afirmaciones son preferibles a cien o sólo diez.
—Eres hermosa como el sol que de pronto sale de entre las nubes —le dije, y
rocé sus cabellos. El rebaño había ya pasado, Agneta me miraba y sus ojos, como su
corazón, me golpeaban. En mi confusión fustigué a los caballos con el látigo. Los
caballos corrieron. Un fuego ardía en mi pecho, mi corazón parecía una brasa.
Muchas veces con Artaquides, Aquios y Delfino habíamos corrido tras las
muchachas. Conocíamos los secretos del cuerpo y especialmente Aquios conocía
algunas mujeres libres que habitaban junto al puerto, a las que nada importaba que
fuéramos jóvenes y no tuviéramos experiencia. Algunas parecían incluso disfrutar con
ello y se reían de nuestra excitación y besaban nuestras caras. Sin embargo, nunca había
sentido en mí arder una llama parecida.
Dirigí la carroza hacia la derecha, a la orilla donde la tierra pierde su
consistencia. Ante nuestros pies apareció el agua. Una clara espuma corría por encima
de las olas verde azulosas, aclaraba la arena y volvía de nuevo al mar.
—Podríamos, como años antes, cuando tú te enfadabas si yo te perseguía, sentir
sobre nosotros la frescura del agua —dijo Agneta.
Miré hacia abajo, la corriente del agua.
—El aire es caliente, pero el mar está frío todavía.
Agneta rió.
—Tanto mejor —respondió.
Dejé mis caballos y a pie marché junto a mi hermana por el sendero. Sus
movimientos eran ágiles y ligeros, y yo admiraba su valentía. Mi corazón estaba preso.
—¿Quién es el primero?
Lancé mi túnica sobre una piedra. Agneta recogió su túnica sobre su pecho. Me
miró y la timidez de la mujer ante el hombre, tan antigua como los siglos, estuvo de
pronto entre sus ojos. Rió tímidamente. Me di la vuelta. Durante un instante las puntas
de mis pies intentaron penetrar en el frío elemento, luego llamé a Poseidón y me lancé
al agua.
Agneta gritó un poco. Su voz llegaba como desde la lejanía.
La corriente me había alcanzado. Pasé frente a las desnudas rocas, nadé y, lleno
de brillantes perlas de agua, alcancé el agua tranquila, recuperé aliento y me hundí en
las profundidades, en medio de pequeños peces que huían atemorizados. Con un gran
impulso salí de nuevo a la superficie.
Mi hermana había dudado muy poco. Estaba detrás de mí. Una golondrina de
mar pasó cerca de ella, yo le lancé agua y como un rayo blanco se elevó al cielo, miró
con fríos ojos. A Agneta el pelo mojado le caía sobre la cara. Resoplamos y reímos,
saltamos y jugamos. De nuevo era como de niña, cuando peleaba contra su hermano
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Karlheinz Grosser Tamburas
mayor. Su cuerpo danzaba como el de una ninfa. Ja, ja, reí y la alcancé, pero ágil se
desprendió de mí como una ligera piedra. Una vez me mordió en el brazo cuando yo le
cogí la nuca.
Luego me eché jadeante junto al agua, mientras Agneta se ponía el vestido. El
mar lanzaba sus olas como cadenas de hierro contra la arena. Se divisaba un velero. Una
gaviota pasó por delante y con sus patas cogió un pez...
Mi padre y mi madre estaban en el patio cuando regresamos. Tambonea
gesticulaba como un gorrión. Tomé su mano y la besé, pero ella me miró como perro
enfadado.
—Tamburas, te rogué muchas veces velar por Agneta y no llevarla en tu carroza.
—Su voz se volvió grave.— El lugar para tu hermana es la casa. Fuera podría encontrar
a tus amigos. Son salvajes y podrían no entender justamente que un muchacho de buena
familia como tú vaya a la montaña con su hermana, que es una doncella. Allí os
amenazan muchos peligros, y piensa también en las malas lenguas de la gente.
—No estuvimos en las montañas, madre —le expliqué—. Nuestros cuerpos
están puros, pues nos bañamos en el mar. Poseidón es testigo; veló sobre una ola del
mar por mi hermana.
Gemmanos me miró complacido.
—En todo caso, has desobedecido a tu madre — me dijo—. Tus compañeros son
tan mayores como tú o más. Os podían seguir y ver que tu hermana es una bella
muchacha. Creo que es demasiado pronto para que otros visiten mi casa, pues Agneta ha
crecido en mi corazón después de ti, de modo que no podré separarme de ella sino con
dolor.
—Comprendo, padre —le respondí—, comparto tu temor. Pero en lo que
respecta al baño le pregunto a mi madre: ¿Dónde está la hermana más segura sino bajo
la protección de su hermano? Mi fama como guerrero es conocida. Nunca consentiría
que un extraño o alguien de mis amigos importunara a Agneta o se le acercara.
Así hablé yo, pero Tambonea, mi madre, continuó murmurando y se llevó a
Agneta a la casa.
Aquella noche permanecí largo rato despierto. Finalmente salí de la cama, pues
el sudor me cubría la frente, y contemplé el cielo estrellado, desde donde los ojos de los
dioses me miraban, pero ninguno de ellos me dio un signo. Así pues, por la mañana
marché al templo de Hera y sacrifiqué un carnero con cuernos dorados, pero incluso
después de esto la imagen de mi hermana me perseguía. Toda una serie de callejas de
claros deseos construí en torno a ella, pues lo único que sabía con certeza es que la
amaba y no como un hermano a su hermana, sino como un hombre ama a su futura
esposa.
Hacia la tarde me vinieron a buscar mis amigos. Fuimos, como tantas otras
veces, por la ciudad, reímos y disfrutamos con muchachas de familias inferiores y
buscamos la aventura. Al igual que otras veces anteriores, fuimos a una taberna. En el
puerto de Palero hay muchas tabernas; sin embargo, la mayor era sin duda la de
Fumiacos, un bastardo de rica familia, que tenía la cara de ratón. Acudían allí
ciudadanos de todos los estamentos, aunque en su mayoría eran gente de mar. Los
barcos permanecían en el puerto y estas gentes procedían de Andros, Teños, Icaria o
venían de más lejos todavía. Alejados de los suyos, bebían aquí vino y se distraían con
agradables muchachas.
Nosotros éramos cuatro: Artaquides, Delfino, Aquios y yo. Nos pusimos en un
rincón, comimos higos y bebimos un vino claro que parecía inofensivo, pero era traidor,
pues poseía la fuerza de embrujamiento y excitaba la fantasía, paralizaba la lengua hasta
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el punto de que ninguno se daba cuenta de lo que bebía. A un hombre que dormía,
totalmente encantado, le arrastraron fuera de la taberna, después de vaciarle los
bolsillos.
Varias muchachas del lugar hacían su trabajo y bebían entre los huéspedes. El
dueño les ordenaba que trajeran jarras de vino con las que llenar las copas hasta el
borde.
Una de las más bellas era Euboida. Era graciosa, de figura muy esbelta y tenía
una piel muy clara. Euboida tenía un corazón abierto, así se decía, y una mano más
abierta todavía con la que recibía regalos. Sin embargo, esa tarde sus ojos no tenían
brillo y su rostro presentaba un tono pálido a la luz del aire enrarecido de la taberna.
Cada vez que Euboida se acercaba a nosotros, Aquios comenzaba a charlar como
un muchacho. Era el que más vino había bebido.
—Por Zeus —decía—, en mí veis vosotros al vencedor de los próximos juegos.
Lanzaré el disco más lejos que Tamburas, y en la carrera de carruajes me mediré con él
para ganar el premio. Realmente él o yo será el que obtenga el disco dorado.
—Tú eres ya un héroe —se burlaba Artaquides—, pero en el amor tienes tan
poca suerte precisamente porque para ello no se trata de una cuestión de fuerza sino de
entendimiento. No consigue el huevo de la gallina el que dispersa la paja, sino aquel que
conoce el nido. Mira, Euboida, por dos veces le regalaste joyas, pero cuando quisiste
recoger la recompensa y rozaste su seno, recibiste un baño de agua sobre la cabeza.
¿Dónde estaba ayer cuando la aguardabas y qué hizo durante ese tiempo?
—Ayer fue ayer y lo pasado ya no cuenta —respondió Aquios—. Una mujer es
como una gamuza frente al hombre al que ama. Su huida sólo aumenta la esperanza. —
Tomó su copa y miró codiciosamente a Euboida.— Soy como un campesino que
primero siembra y aguarda a que el fruto esté maduro.
—Así pues, vigila tus campos, pues hay muchos ladrones —le advirtió
Artaquides.
Miró también a Euboida; coqueteaba con un hombre llamado Medeones y le
ponía vino de su jarra. Pero cuando éste le susurró algo en el oído y puso su mano sobre
sus caderas, sacudió ella enfadada la cabeza y se desprendió de él.
—Ya estoy harta de batallar todo el día con hombres —dijo en voz alta, de modo
que todos pudieran oírla—, cuya excitación es mayor que su sed. Todas tus palabras de
nada sirven, Medeones, me fastidian y resuenan en mi cabeza como golpes en una vasija
vacía.
Al decir esto bostezó y soltó sus dedos.
Delfino, a mi lado, ahogó la risa y pidió vino. Fumiacos, el dueño, dio palmadas
y envió a Euboida hacia nosotros. Éramos sus huéspedes predilectos, pero más que
nuestro agradable aspecto creo que valoraba nuestro dinero. La muchacha se acercó
hasta el punto de que con sus rodillas rozó las mías. Al verter el vino se inclinó y me
permitió ver un instante lo oculto hasta entonces por sus ropas.
—Bueno —dijo luego, y se separó el pelo de la frente—. ¿Por qué no hablas
conmigo, Tamburas? Como se dice, soy una bella muchacha desgraciada. Por lo menos
tus amigos así lo consideran y casi todos los hombres me acosan. ¿Te aburres
simplemente o piensas en otra muchacha? Sea lo que fuere, recibo diariamente regalos,
pero por el precio de cualquier cosa estaría dispuesta a pasar largo tiempo contigo.
Al decir esto tomó mi mano y sin timidez alguna la colocó en su pecho.
Yo retiré rápidamente mis dedos, pues Aquios nos contemplaba con ojos de
animal herido.
—No me importaría hacerte un regalo —le aseguré—, pero habrías de
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entretenerte no conmigo sino con un amigo, pues según he oído le has prometido
muchas veces recompensarle sin que mantuvieras tu palabra.
Así hablé y Aquios me dio pena, pues sus ojos brillaban como si hubiera perdido
la razón.
Euboida abrió sus labios.
—Hablas como un imbécil y no como un hombre, Tamburas —dijo—. Pero
quizás eres tonto o sólo tacaño, aunque tu padre sea rico y podrías regalarme lo que
quisieras. De tus amigos nada quiero saber; tienen aspecto de hombres y saben ya lo que
les espera.
Después de esto desapareció tras una puerta por la que ningún huésped podía
pasar.
—Vigila, amigo Aquios —dijo Artaquides—, le gusta Tamburas.
Verdaderamente no es el que más grita el que es escuchado, sino frecuentemente aquel
cuya voz es baja y susurrante. Pero deberías saber sufrir la derrota como un guerrero.
¿Cuenta tanto una mujer cuando hay cientos y miles aguardando que les hagas una
simple señal?
—El vino me ha embrujado —se quejó Aquios—. Pero no estoy dispuesto a
creer lo que dices, Artaquides. Euboida ni me quiere a mí ni a Tamburas ni a ningún
otro. Sólo ama los regalos y presta favores sólo muy excepcionalmente.
—¿Pues para qué perder tiempo? —preguntó Delfino—. Siempre rige el
principio: aquí la mercancía, allí el dinero. Si Euboida no se aviene a este cálculo, no
debes desperdiciar miradas ni dinero. Por mi parte, pienso en una criada de mi casa. No
es muy joven, pero cada vez que el calor de mi cuerpo me lo pide voy hacia ella y en la
oscuridad su seno arde exactamente tanto como el de una muchacha joven.
Pero Aquios no estaba para bromas. Sacudió de nuevo la cabeza.
—Le regalé más cosas que cualquier muchacha llega a recibir. Por ello no es
justo que me niegue la recompensa. Os digo que hoy quiero hallarla o que me devuelva
mi plata.
Delfino vació su vaso y lo puso en el suelo. Luego se levantó y dijo:
—Estoy ya harto de bromas y de vino. A nada conduce preocuparse por las
mujeres. Vamos a casa a dormir y recuperar fuerzas para que podamos competir en los
juegos.
Artaquides se unió a él, pero cuando quise levantarme, Aquios me tomó del
brazo y me forzó a sentarme de nuevo.
—Suceda lo que suceda, Tamburas, fuiste siempre mi amigo y estuviste a mi
lado. Así pues, quédate también esta vez, pues bien sabes que sufro y estoy decidido a
mostrarle a Euboida que por mis venas corre sangre de hombre y no de buey.
Mi cabeza estaba pesada, en mi estomago el vino hacía estragos. Así dije sólo:
—¿Cómo quieres comportarte con ella? ¿Quieres pelear con los inferiores como
un perro que persigue a las perras, tú, que has nacido en una cuna noble?
—Estate tranquilo —dijo Aquios—. Lo que dices no corresponde a la verdad y
oprime mi estómago como si en él hubiera piedras en lugar de vino. Pero precisamente
porque mi padre es uno de los más notables, me siento intranquilo y no hallaré descanso
mientras la espalda de Euboida no toque la tierra bajo el peso de mi cuerpo.
Artaquides y Delfino dieron al dueño de la taberna dos óbolos de plata por el
vino bebido. Luego se abrieron paso entre la gente y se dirigieron a la salida. La débil
llama de la lámpara de aceite proyectó sombras sobre sus caras. Delfino gritó algo, pero
su voz no se entendió a causa del ruido de las gentes. Observé como Medeones, quien
poco antes había susurrado algo a Euboida a la vez que le cogía las caderas, desaparecía
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Tenía un gusto amargo en la boca, a causa del vino. Contemplé a Aquios, le puse
la mano en el hombro y le llevé hacia adelante, subiendo la estrecha calleja, en
dirección contraria al puerto, donde mora todo lo bueno y todo lo malo y donde hay más
mujeres fáciles que en ninguna otra parte del mundo.
Aquios respiraba con dificultad. El vino se rebelaba en su interior; estábamos
junto a una casucha y temí que Aquios no pudiera ya andar más porque le sentía débil.
Cuando le animaba a andar sacudía la cabeza y miraba fijamente hacia una puerta.
Descubrí demasiado tarde que allí vivía Euboida. De pronto se oyeron voces y se
abrió la puerta. Un hombre salió. Pese a la oscuridad reconocí a Medeones. Dijo algo y
luego se oyó responder a una mujer.
—Por hoy ya recibiste bastante —dijo la voz de mujer—. Te aconsejo que no
vuelvas a abrazarme, pues me aplastas los huesos. Mi cuerpo está enfermo, debo
cuidarme y reflexionar si tu regalo alcanza, para comprarme un adorno.
Verdaderamente creo que hubiera hecho mejor en ocuparme de algún muchacho
agradable, pues están enamorados y me dan lo que les pido. Además se dejan orientar y
siempre vuelven como jóvenes perros. En cambio, tú eres un hombre, y porque esperaba
que tu regalo fuera tan grande como tu fuerza te di preferencia.
Se la oyó sollozar fuerte.
La que hablaba era sin duda Euboida. Antes de que hubiera comprendido bien lo
que sucedía oí el grito de Aquios. En un instante estuvo junto a Medeones. Como una
piedra que lanzada por una pendiente alcanza a un hombre, se lanzó sobre él y ciñó sus
manos sobre la garganta. Ambos cayeron al suelo. Él, sorprendido, parecía confuso e
incapaz de defenderse. Aquios le atacaba y le presionaba la cara contra el polvo del
suelo. Temí que le matara.
Euboida salió de la puerta y se colocó entre los hombres. Se apretaba las manos
y llevaba sus puños a la boca, pero sólo para no gritar de placer, pues vi que sus ojos
resplandecían y su pecho se elevaba y descendía.
Intenté separar a Aquios antes de que matara a Medeones, pero era fuerte y se
adhería al otro como una cadena. Mis manos le cogieron por el pelo y con toda mi
fuerza intenté arrancarle.
Aquios lanzó un grito de dolor. Los dedos se soltaron de la garganta del otro;
rodó hacia la izquierda, lentamente, por el suelo. Mientras, tomé a Medeones por las
piernas y lo coloqué junto a la pared. Respiraba dificultosamente, le sangraba la boca y
la nariz, en sus ojos se reflejaba un miedo loco. Le di un golpe y con dificultad logró
ponerse en pie. Con un gran esfuerzo consiguió echar a correr.
Me sequé el sudor de la frente. El espíritu del vino ya no poseía poder alguno
contra mí. Podía de nuevo pensar claramente. El aliento caliente de Euboida me cubrió
el rostro. Se apretó a mi cuerpo como un gato.
—Qué tonto eres, Tamburas —susurró—. Hubieras debido dejar que matara a
Medeones. Con toda seguridad mi fama hubiera aumentado y todos hubieran venido a
ver la mujer a causa de la cual los hombres se matan. Has actuado incorrectamente, pero
no quiero quejarme de la fama perdida, pues eres fuerte y posees a partir de este
momento un lugar en mi corazón, pese a que tu modo de actuar me ha costado perder
mucho.
Así habló Euboida mientras se apretaba a mí y sus manos pasaban por mi
espalda, recorrían mis brazos y rozaban mis músculos.
Debo reconocer en pro de la verdad que me sentí desfallecer, pues tenía el don
de excitar a un hombre. Pero mi mirada tropezó con Aquios, que estaba echado en el
suelo sumido en la inconsciencia. A causa de ello quité sus manos de encima de mí y di
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un par de pasos.
Su voz me persiguió y se me acercó.
—Te duele lo que te dije en la taberna, Tamburas. Pero eras como un leño. Por
ello te dije que para venir hacia mí necesitabas regalos. Pero ahora te digo que no los
necesitas. Eres el dueño y yo soy la esclava, pues eres distinto a los demás hombres. Mi
orgullo se acrecentaría y te haría feliz. Incluso podrías disponer de mis ahorros, pues
además de joyas he recogido oro. Te digo esto aunque sé que tu padre es rico. Pero
quizá no te da bastante. Ya ves, Tamburas, que lo que ahora está de un modo podría
cambiar y mucho podríamos gozar si quisieras. Disfrutaríamos y nos alegraríamos
mutuamente.
La miré, contemplé sus ojos de animal, que estaban cálido-húmedos; supe en
seguida que pensaba cuanto decía en ese instante. Pero en un par de días volvería a
dominarla el viejo aliento. No podría cambiar, pues la paloma es paloma y un cerdo es
siempre un cerdo. Por ello nada respondí y me dirigí hacia Aquios. En estos momentos
respiraba ya más profundamente e intentaba ponerse en pie.
Aquios era mi amigo y le había pegado. Todavía estaba allí echado, pero qué
diría cuando recuperara sus sentidos por completo. No obstante, yo era consciente de no
haber cometido falta alguna, pues sólo le había impedido matar a un hombre que nada
malo le había hecho.
De nuevo sentí la mano de Euboida sobre mi brazo. Su voz ahora sonaba más
dura y fría que antes.
—Esta tarde te vi en una carroza con una muchacha —rió malignamente—. La
muchacha era bella y joven, pero la mujer a la que pregunté dijo que era tu hermana.
Por ello te digo, Tamburas, ¡no tientes a los dioses! Ven hacia mí y te daré lo que
inútilmente esperas de tu hermana, incluso te daré más de lo que ella pudiera darte.
Rápidamente di la vuelta y cogí fuertemente a la mujer por los hombros. La
indignación velaba mis ojos. Levanté la mano para pegarla, pero ella no manifestó
miedo.
—No me pegarás —dijo sin temor—, no pegarás a ninguna mujer ni muchacha
del puerto. —Mientras me inclinaba y con gran esfuerzo cargaba sobre mis hombros a
Aquios, continuó diciendo:— No olvides mis palabras. Te espero, Tamburas, pues
quizás otro día cambies de opinión. Y cuando estés en mi cama y contemples la belleza
de mis miembros comprenderás cuan grande es la alegría que puedo proporcionarte, y
que mi seno es más cálido que todo el placer que puedas aguardar de tu hermana.
Anduve con mi carga sobre la espalda y sentí lo que es ser vencido. Por ello
miré hacia el polvo. Pero en mi corazón sentía la vergüenza, pues un hombre que tiene
juicio se condena a sí mismo.
Fue por este tiempo cuando me consagré junto con otros muchachos a Artemisa
y marché con ellos sin armas, sólo con las cosas imprescindibles, a las montañas para
vivir allí medio año con el fin de, mediante esta prueba, consagrarme como guerrero.
Con lazos corredizos cazábamos los animales del bosque, comíamos fresas y
buscábamos raíces comestibles. Dormíamos siempre con vigilancia para no permitir que
nos sorprendieran otros; estábamos sin criados y sin provisiones.
Conservé en lo sucesivo mi amistad con Aquios. No quiso creer que le golpeé en
el puerto, y explicaba lo que quería oír, que con un rayo un dios o demonio le había
derribado antes de que cometiera la torpeza de dar muerte a Medeones.
En las montañas y bosques hablamos mucho con los dioses, rogamos a centauros
y sátiros su ayuda para que no nos aquejaran ni enfermedad ni miserias y les
transmitíamos nuestros saludos para los antepasados. Nuestra vida parecía a veces un
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sueño pesado del que uno se despierta bañado en sudor, y a veces estábamos tan
sedientos que nos atacábamos unos a otros como perros rabiosos.
En una ocasión Artaquides halló en un árbol miel colectada por las abejas.
Ocultó los panales para tomarlos a solas, pues era un goloso y gustaba de las cosas
dulces en extremo. Pero su acto estaba en contra de las buenas costumbres, pues todo
cuanto uno hallaba o conseguía debía repartirse. Cuando se conoció su comportamiento,
Delfino fue el primero en censurarle y luego todos nos lanzamos sobre él como una
horda de lobos. Descargamos nuestras insatisfacciones y anhelos sobre nuestro amigo.
Incluso al cabo de unas semanas apenas podía andar, su rostro estaba azuloso y lleno de
heridas.
Pero del mismo modo que el agua pule la piedra, pasó lentamente ese período de
duras pruebas. Cuando regresamos ya hombres, mi padre dio un gran banquete. Volví a
ver a Agneta y mi corazón sintió alegría. Estaba más hermosa, si ello es posible.
Siempre que encontraba ocasión visitaba la casa de las mujeres, donde la hallaba
ocupada en trabajos manuales, o dedicada a otras labores. Tambonea me censuraba por
mi frecuente ir y venir, pero Agneta sonreía, sus ojos me saludaban alegremente y
muchas veces rozaba con mi mano su cabello rubio. Refulgía como los prados en el
verano.
Gemmanos, por este tiempo, sacrificaba un toro, en presencia de un sacerdote, a
Zeus. Mi padre había invitado solamente a gente acomodada. Las sirvientas iban y
venían con fuentes y rociaban las manos de los invitados con agua. Repartían panes y
copas para el vino. Otras servían la carne preparada en fuentes de madera mientras dos
hombres escogidos mezclaban vino y agua para dar gusto con él a los invitados.
Mi padre, antes de servir a los preferidos, tomó un pedazo de carne
especialmente bello y lo puso en mi plato para honrarme de este modo. Comimos y
bebimos y mis ojos buscaron a Agneta. Durante el banquete, en la puerta pedían limosna
los mendigos y ancianos. Algunos más atrevidos llegaron hasta nuestros pies para pedir
algo de pan y carne.
Un aedo semiciego, llamado Dedocos, nos deleitó con sus cantos que referían
cómo Hefestos, el divino maestro herrero, ardía en amor por la joven Atenas. Ella se
resistía y huyó. Sin embargo, en la ciudad de Atenas encontró a la diosa. Mientras
Hefestos la abrazaba ella se defendió y el semen cayó en la tierra y Atenas,
profundamente avergonzada, lo hizo penetrar en la tierra. La diosa de la tierra recibió el
semen y engendró un muchacho, que luego fue rey. Poseía pies de serpiente y por ello
sólo podía moverse con lentitud y de joven descubrió el carro tirado por renos. La diosa
le enseñó a cazar caballos y domarlos, pues en aquellos tiempos primitivos eran todavía
salvajes. Él los unió a su carro y Zeus eterno admiró su obra. Por ello le nombró jinete
en el cielo y sus ojos de estrella nos contemplan hoy todavía.
Las jarras de vino se vaciaban y las copas se llenaban constantemente. Las voces
aumentaron después de lo narrado por el aedo. Varios flautistas entonaron un canto y se
comenzó a danzar. Los ancianos aplaudían con sus manos. El rostro de Agneta brillaba
como el fuego, lleno de anhelo y amor. Sí, era mi enamorada y yo sabía que me
deseaba. Pero era un deseo que los dioses impedían y que por ello había de quedar sin
consumar. Mi madre nos señalaba y hablaba a veces con mi padre, al que vi reír y
denegar con la cabeza.
—Me alegro de estar de nuevo en casa. Fuera mi corazón sentía anhelo —le dije
a Agneta.
—Todos sienten la falta de los suyos; también el hombre se siente atraído por la
familia.
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Karlheinz Grosser Tamburas
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compañero parecía igualmente importante, aunque era más bajo y tenía una oscura
barba.
—Tamburas, no vayas —oí detrás de mí la voz de Agneta. Pero era ya
demasiado tarde.
Como por sí solos, mis pies se habían puesto en movimiento. Volví la cabeza y
ordené a Mirtela llevar a mi hermana a casa. Miré a los hombres, que, sin advertirme,
observaban a las dos mujeres que se alejaban; levanté la voz para hacerme notar.
—Llevas una lanza —le dije al más alto—, y si aquel carro es el tuyo, has de ser
ciertamente hombre de rango. Por ello, precisamente, deberías saber lo que es correcto y
lo que es reprobable. Pero por lo visto a ti eso no te importa y has molestado con tus
palabras, según me dijeron, a mi hermana; cuantos aquí están lo han presenciado.
La gente nos rodeó curiosa, muchos niños acudieron.
El hombre alto rió y pasó por sus labios la lengua.
—Pese a que no te tengo por nadie, olvidaste, sin embargo, darnos tu nombre.
Así pues, oye primero el mío. Soy Limón, hijo de Limónides de Atenas. Mi padre
pertenece al Consejo de los Quinientos, más poderoso que él es sólo el dueño. Este
hombre de aquí es Dirtilos, un gran luchador, no menos conocido que yo, y mis caballos
se cuentan entre los más famosos del mundo. Di ahora quién eres, pues tienes aspecto
de un guerrero y como tal hablas, aunque por el aspecto, y puedes creerme, no siempre
se acierta.
Al decir esto me miró de pies a cabeza como si meditara si debía continuar
hablando conmigo.
De Limón había oído contar muchas historias que hablaban sobre su valentía y
arrojo. Por ello respondí con rapidez y olvidé mencionar a mi padre:
—Me llaman Tamburas, procedo de una buena familia de esta ciudad. Aquella
muchacha es mi hermana.
Ambos se miraron. Luego el más alto dijo:
—De tu hermana ya habías hablado. Pero ¿quién es tu padre? ¿Es un siervo, o
eres un bastardo, o qué debo pensar?
Yo me mordí los labios.
—Gemmanos es mi padre. Posee el taller de tintes más importante de la ciudad.
Una de las capas teñidas en su taller la lleva Pisístrato, el tirano de Atenas.
Limón se apresuró a responder:
—La fama de su destreza y virtud es conocida. Así pues, Gemmanos... Pero
¿cómo es que tu nombre es Tamburas? ¿Eres hijo de una mujer ilegítima o de una
sierva?
—Tambonea es la única mujer de mi padre —respondí con orgullo—. Me dio su
nombre porque me regaló la vida. También ella procede de noble estirpe, su familia
habita en Calcídica. Es de la sangre helena más noble y tiene una piel más clara que
muchos atenienses.
—Está bien —dijo Limón—, con esto quedan ya terminadas las presentaciones.
Pero estoy sorprendido, pues me pregunto qué es lo que quieres de nosotros. ¿Buscas
pelea meramente porque alabamos la belleza de tu hermana?
—En cuanto hermano, he de velar por su buen nombre. Según me dijeron,
vuestras palabras fueron desagradables. En todo caso, resultaron molestas y no puedo
alegrarme por ello.
Por segunda vez Limón rió.
—Lo que a ti te alegre es cosa tuya. Tu hermana alegró mis ojos. Por ello le dije
lo hermoso que sería poder dormir con ella. Si ello la molestó, aquí me disculpo. —
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Diciendo esto sacó una moneda de oro y me la ofreció. — Esto bastará para calmar la
indignación de tu hermana.
Más indignado todavía, denegué con la cabeza.
—¿Es que estás bebido que me ofreces oro? Soy un guerrero y la honra de mi
hermana es mucho para mí.
Dirtilos, el amigo de Limón, se inmiscuyó por primera vez en nuestra
conversación. En su voz sonaba un tono de amenaza.
—Eres joven, Tamburas, y además tienes la mente exaltada. Si quieres pelear,
busca a otro, pues Limón es el más fuerte de entre los fuertes y arroja la lanza más lejos
que ninguno. En los próximos juegos de Panatenea vencerá con toda seguridad, así lo
piensa también Hiparco, el hijo de Pisístrato, y además posee la carroza más veloz del
mundo.
—Ciertamente Limón puede ser fuerte —admití rápidamente—. Pero tan grande
como su fuerza es la medida de su grosería, pues como un hombre borracho ha
molestado a una muchacha. Si se niega a reparar su descortesía, deberá luchar para
darme satisfacción. Si me vence, la vergüenza caerá sobre mi hermana, pero si soy yo el
que vence entonces Limón habrá de hacer lo que yo le exija.
Los que estaban presentes lanzaron un grito. Algunos dijeron que había perdido
la cabeza, pues de lo contrario no habría iniciado tan peligroso diálogo. Dirtilos quería
replicar, pero Limón le hizo callar con un gesto.
—Tamburas —dijo—, eres un guerrero y, según veo, también un hombre por la
edad. Cuando una palabra ha salido de la boca ya no vuelve a ella. Habrá, pues, de
suceder según dijiste. —Señaló con su mano a la gente que nos contemplaba.— Todos
los presentes son testigos y jueces a la vez. —Sonriendo me miró.— Puesto que no traes
contigo carroza alguna, será mejor nos busquemos un campo para realizar nuestra lucha
con lanza, la carrera y la lucha libre.
Manifesté mi aprobación; entonces Aenón, el herrero, se dirigió a mí. En voz
baja me previno acerca de Limón.
—Yo he visto cómo ha vencido a muchos hombres. Te doy un consejo,
Tamburas, porque tengo muchas cosas que agradecer a tu padre. Cierto que eres
valiente, pero ganar a Limón es prácticamente imposible. E incluso en caso de que le
vencieras, podría ser peor para ti, pues Limón te perseguiría con su odio. No olvides que
su padre está en el Consejo de Atenas. Abandona este asunto. Yo puedo decir que te
sentiste enfermo y disculparte.
Algunos niños nos rodeaban y me contemplaban. Con toda seguridad habían
oído algo. Yo repliqué orgullosamente:
—No temo a Limón ni al Consejo de Atenas. Para protegernos y decidir una
lucha bastan los dioses.
Los niños se alegraron por lo dicho y manifestaron su alegría saltando. Les
ponía contentos no perder el espectáculo de la lucha.
Un muchacho me dijo:
—Nosotros pediremos a la eternidad que haga justicia.
Pero era muy joven y los demás se rieron de él. Algunos recién llegados
preguntaron qué pasaba. Aenón explicó el asunto. Al terminar añadió:
—Los hermanos es justo que se amen. Y un hombre, mientras no tiene mujer, ha
de defender el honor de su hermana.
Limón manifestó su impaciencia. Nos marchamos junto con los curiosos.
Solamente Aenón y los esclavos volvieron a la herrería.
En una altiplanicie cercana a la ciudad había de tener lugar nuestra competición.
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Dirtilos midió una superficie y trazó una línea. Mientras, Limón se ocupaba de su lanza.
No es que le despreciara, ni tampoco prestaba atención a los consejos de los presentes,
que pese a que deseaban mi triunfo dudaban de su posibilidad. Encontraba a faltar a mis
amigos Aquios, Delfino y Artaquides.
—Muy bien, la lucha puede empezar.
Dirtilos levantó el brazo, Limón se dirigió a mí y me entregó la lanza. Sonreía al
decir:
—A ti te toca iniciar la lucha. Deseo que la lanza en tu mano sea ligera como
una pluma y en el cielo pese como una piedra que persigue a su enemigo.
Me quité el manto. El joven muchacho que creía en mi victoria estaba junto a
mí. Examiné la lanza.
—Es de la más noble madera —me aclaró Limón.
Yo asentí y miré hacia el sol. Brillaba y calentaba nuestras cabezas. Una ligera
brisa venía desde el mar. Había de tenerla en cuenta.
Tomé por fin la lanza con mi mano dispuesto a lanzarla, tomé impulso en unos
quince pasos, primero lentamente y luego cada vez más rápidamente, poniendo los pies
cada vez más juntos, y arrojé la lanza; me detuve poco antes de llegar a la línea, eché
con un gran impulso la lanza hacia atrás; sentí un dolor en el hombro, como si alguien
me desgarrara el brazo.
La lanza se elevó rápidamente hacia el cielo y descendió con la punta hacia
abajo, lentamente. Algunos niños gritaron y aplaudieron; sin embargo, no alcancé a
lanzarla tan lejos como hubiera deseado. Pero me parece que muy pocos de los que nos
contemplaban hubieran logrado lanzarla tan lejos como yo.
Un hombre corrió y marcó una señal en la tierra para indicar dónde cayó la
lanza. Entonces nos la devolvió. Limón no se tomó la molestia de quitarse la capa. Tras
breves pasos para tomar impulso, agitó la lanza y la lanzó bastante más lejos que la mía.
Nosotros disponíamos de tres oportunidades. Cuando tomé la lanza por segunda
vez, vi que el muchacho que había creído en mí se ponía hacia un lado. Si Aquios
hubiera estado allí, me hubiera llamado mentiroso, pues como en otras ocasiones
intencionadamente me había esforzado en alcanzar la primera vez el máximo para
engañar a mis enemigos.
Pero ahora puse todas mis fuerzas en arrojar la lanza. Mis pies retumbaron en la
tierra y un poco antes de llegar a la línea me detuve. Un apasionado «Ooooh» acompañó
la trayectoria de la lanza que no parecía dispuesta a descender sobre la tierra. Llegué
unas diez brazas más lejos que Limón.
Mientras los niños saltaban de contento y los mayores gritaban, Limón me miró.
De pronto las comisuras de sus labios se movieron.
—Dirtilos —dijo a su amigo—, Tamburas es más listo que un zorro. Hasta ahora
no ha mostrado toda su fuerza. —Dejó de sonreír.— Pero no te alegres demasiado
pronto. La competición no ha terminado todavía.
Limón tomó una carrera más larga que la mía. Llegó a la línea jadeando. El sol
molestaba con su calor y luz, me coloqué la mano sobre los ojos para poder ver mejor el
curso de su lanza. Quedó más de cinco pies antes que la mía.
Sacudió su cabeza como si no lograra comprender su destino.
—Quizás el viento te venía en contra —le dije amablemente—. ¿O quizás el sol
te molestó?
Algunos niños rieron. Todos se sentían ya a mi lado.
Limón frunció el ceño.
—Debemos probar por tercera vez; así pues, no te vanaglories todavía,
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derribado por la tormenta. Es fuerte como un oso. Pero también a un oso se le puede
vencer con destreza. Si Limón no perdió hasta hoy, quizás ha llegado el tiempo en que
se eclipse su suerte.
Los niños manifestaron su júbilo. El rostro de Limón ensombreció de rabia. La
gente formó un cuadrado en cuyo centro nos situamos nosotros. Limón se inclinó y
pidió a Atenea le diera fuerza y apoyo. Yo por mi parte llamé en mi ayuda a Poseidón,
que siempre me había ayudado y era el dios al que mi padre sacrificaba y más honraba.
Los espectadores manifestaban su impaciencia. Lentamente nos acercamos uno
al otro y comenzamos, como todos los griegos, la lucha con un diálogo.
—Seguramente has luchado contra muchos hombres, Limón —le dije—, pero
por lo visto eran débiles o dependían de tu casa de tal modo que te dejaron vencer
intencionadamente. Harías bien en no provocarme, pues de lo contrario me veré
obligado a romperte un par de huesos.
El rostro de Limón se contrajo como si acabara de beber algo amargo.
—Tienes la cara de un muchacho, Tamburas, pero berreas como una cabra. Todo
cuanto dices sólo tiene al miedo por origen. Si te contemplara más largamente
terminaría derramando lágrimas de pena, pues tus palabras, sin duda, sólo sirven para
incitar en ti la valentía, para que no te veas obligado a entregarte voluntariamente a mis
fuerzas. En seguida voy a abrazarte y forzarte a que eches tu último aliento, para que
termines de hablar de una vez.
—Lástima que no se encuentre estanque alguno en las cercanías —le respondí a
mi vez—, pues te lanzaría al agua para que el agua fría te quitara de la cabeza la
presunción. Ya en otra ocasión luché contra un meón que era todavía más corpulento
que tú. Pero creo que no es necesario que diga quién me resultaba más desagradable, si
tú o él.
—¡Basta! —gritó Dirtilos.
Pero Limón denegó con la cabeza.
—Los berridos de este muchacho son como una picada de pulga. Apenas si
penetran en mi piel. Pero, sin embargo, tiene el veneno de una culebra. Le oprimiré la
cabeza contra el suelo, a la vez que mis manos le destrocen el pecho y los hombros.
Limón avanzó y retrocedió, pero mis pies se adhirieron al suelo. Nos lanzamos
el uno contra el otro, como el viento sacude las ramas de un árbol. De pronto, como
obedeciendo una orden, nos soltamos, levantamos los brazos y volvimos a la lucha.
Nuestros cuerpos sangraban, nuestras bocas se adherían a la piel del otro.
Limón intentó echarme al suelo, pero logré resistir su ataque. Entonces me
golpeó veloz como un rayo en la espalda y con una llave maestra me colocó sobre sus
caderas. Caímos al suelo, yo primero; pero puesto que Limón no supo hacer
correctamente su llave, cayó también él.
Ágil como un gato, se levantó en seguida. Yo rodé por el suelo y me levanté
jadeando. Limón guiñó los ojos. Me burló con un gesto y, mientras mis brazos
golpeaban al aire para defenderme del esperado ataque, sus brazos rodearon mi cuerpo y
me lanzó de nuevo al suelo. Su cabeza oprimió mi estómago hasta el punto de que creí
que una roca había caído sobre mi cuerpo. Desesperado, le apreté la frente. Inútil, sólo
gimió. De pronto sentí que el peso de su cuerpo se desplazaba. Todo su peso trituró mis
costillas. El dolor era peor que cien puñetazos a la vez.
Incapaz de defenderme, intenté coger aire. De nuevo sentí su ataque y me colocó
de cara al suelo. Él mismo rodó por el suelo y me oprimió la espalda con sus brazos
como con barras de hierro. Una enorme fuerza me obligó a poner la cabeza sobre el
pecho. Limón me levantó, y pese a que de momento parecía que ya podía defenderme,
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inmediatamente volví a caer al suelo, mi boca probó el polvo, tal como poco antes había
amenazado me pasaría.
Mis ojos vieron manchas rojas. Intenté levantar algo la cabeza y deshacerme de
Limón, buscaba aire, pues aire significaba vida. Una vez intenté cogerle de los pelos
para terminar con el dolor de mi espalda, pero necesité de mis dos manos para proteger
mi cara del suelo, para darme la vuelta y no ahogarme.
Los gritos de la gente me parecían venir de muy lejos. Estaba perdido, y la gente
de Palero lo sabía, por ello gritaban como locos. Entonces me recuperé, me recuperé
como una bestia que aguarda el último instante y hace una última y desesperada
tentativa de salvación. Las manchas rojas de los ojos se volvieron amarillas y sentí que
una ola de sangre me invadía las orejas. Oí la voz de Agneta que decía: «El extranjero es
fuerte y corpulento. No desearía que por culpa mía lucharas contra él...»
«¡Poseidón, ayúdame!», exclamé en mi interior. Mis brazos golpeaban al aire,
aunque el peso de la tierra contra mi cara agudizaba mi dolor.
Sin darme cuenta de que empleaba una de las llaves que aprendí en el barco de
mi padre, mis brazos rodearon con los dedos curvados la espalda de Limón. Contraje el
cuerpo y desplegué toda la fuerza de que era capaz. Asombrado, me sentí liberado. El
peso sobre mi espalda cedió y Limón, primero lentamente y luego más rápidamente,
cayó al suelo jadeando.
El grito de los espectadores resonó en mis oídos. Me puse en pie para tomar aire.
—¡Ve con cuidado, Tamburas! —gritaban los niños.
—¡Tamburas! —gritaban también los mayores.
Limón se levantó y me atacó como un león. Yo me hice hacia un lado y erró el
golpe, aunque un puñetazo me alcanzó en un hombro que casi llega a derribarme.
—¡Quédate ahí y defiéndete! —gritó Limón.
Y desde luego esta vez me quedé en el lugar y puse en práctica todos los ataques
que los marinos de la tripulación del barco de mi padre me habían enseñado. Limón me
alcanzó con toda la fuerza de una bestia. Yo me retiré unos pasos, cogí su cabeza a la
altura de las orejas, golpeé con mis pies su cuerpo. Limón cayó al suelo.
Semiinconsciente, sacudió su cabeza, pero se levantó antes de lo que yo
esperaba.
—¡Ven aquí, perezoso, y vénceme ya de una vez! —le grité para incitarle.
Limón atacó de nuevo. Me di la vuelta, le tomé por los hombros, me incliné y
lancé su cuerpo desde la altura de mis hombros al suelo por segunda vez. El suelo
retumbó al recibir el golpe de su cuerpo.
Necesitó unos segundos para volver en sí. Se arrodilló. Seguro que todos sus
huesos le dolían, todos los huesos del cuerpo. Pero, sin embargo, se apoyó con los
brazos y levantó su cuerpo. Rápidamente me coloqué entre sus brazos, le di vuelta a su
cabeza con las manos y con un tirón le coloqué una rodilla bajo la otra.
Limón cayó hacia atrás y rodó inconsciente por el suelo. Era más fuerte, más
alto y más atlético que yo, pero había caído como el fruto golpeado por la piedra. Le
había vencido.
Los gritos de la multitud cayeron como lluvia. Los hombres se abrazaban, los
ojos de los niños brillaban como si tuvieran fiebre. Jadeante, me quedé quieto. Entonces
levanté mi pie y lo puse encima de la espalda del vencido Limón.
Los dioses me habían elegido para ser el vencedor. Haber vencido a Limón me
enorgullecía. Pero en algo me equivocaba, pues al igual que los que adivinan el tiempo
prometen a veces rayos de sol mientras en realidad tormentas sombrías rodean ya las
costas del mar, caí en el engaño. Limón no me guardó rencor; por el contrario, me alabó
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Así le hablé yo. Pero Dirtilos marchó sin responder. Hasta tal punto la misma
amistad entre los hombres tiene debilidades. Pero también yo experimentaba
debilidades. Estaba celoso, aunque me lo ocultaba a mí mismo.
Una vez sorprendí a Limón. Estaba en casa de mi padre y conversaba con mi
hermana. Estaban solos. Me quedé en la sombra de la puerta y escuché sus voces.
—Te llamas Agneta —decía Limón—. Tu nombre es como un canto, sonoro y
bello. Cuando estoy solo lo pronuncio, a veces incluso te nombro en sueños.
Agneta suspiró, pero luego oí su risa.
—Eres igual que Tamburas. Mi madre ya me ha advertido. Todos los hombres
están siempre dispuestos a enredarnos a nosotras, las muchachas, con las palabras.
—¿Tamburas te dice también lisonjas?
Ella contestó al cabo de un momento.
—Nosotros nos queremos mucho.
—¡Pero es tu hermano! En cambio yo soy un hombre que tiene sangre ajena a tu
familia. Cuando llegue el momento podré gozar de ti.
Agneta no respondió. Yo podía imaginarme el rubor de sus mejillas.
—¿Cómo es posible que no te hubiera visto antes? —preguntó Limón.
—Tampoco yo te había visto. Tú vives en Atenas, yo en la ciudad junto al
puerto. Los amigos de mi hermano me conocen, pero apenas me tienen en cuenta, pues
hasta hace poco era para ellos una niña.
—Atenas es el mundo —le dijo Limón orgulloso—. La diosa Atenea protege la
ciudad. Nuestros ciudadanos son ricos y buenos. A ti nada te faltaría. Mi madre ha
muerto y la mujer que ahora tiene mi padre no cuenta para nada. Serías la dueña más
hermosa que vigilara la gran casa.
—Estuve tres veces en Atenas —dijo Agneta—. Siempre con mis padres.
Hicimos sacrificios en el templo, hablamos con los dioses y luego fuimos al mercado.
Esto es todo.
—Ardo en deseos de mostrarte todo lo que no conoces. Mi casa es bonita. Desde
ella se divisa hasta tu ciudad. Estarías siempre unida a los tuyos.
Durante un rato callaron. Luego Agneta dijo:
—No puedo darte respuesta, no quiero pensar tan pronto en dejar a los míos. Mi
madre dice que soy demasiado joven para pensar seriamente en el matrimonio.
—¿Amas mucho a tus padres y les respetas?
—Sí.
—¿Y a Tamburas?
Sentí que mi corazón latía con rapidez. Las palabras de Agneta resultaban
apenas perceptibles.
—Ya te lo dije antes. Nos queremos mucho. Le quiero más que a nadie.
La voz de Limón sonó áspera.
—Es tu hermano. Y a un hermano se le quiere de modo distinto que a un
hombre. Quizá realmente eres demasiado joven para notar la diferencia. Pero llegará el
día en que comprendas lo esencial, o... —su voz se enronqueció—. O quizás ya lo
comprendes. Pero tú quieres incitarme, pues los hombres se vuelven tontos cuando están
enamorados. Las dádivas que daría a tu padre con motivo de la boda serían de lo más
valiosas...
Oí que se acercaban pasos, por ello procuré que mis sandalias resonaran en la
tierra para hacerme notar y me presenté. Inmediatamente Limón se levantó y me
cumplimentó como se cumplimenta a alguien a quien se aprecia. Miré a Agneta y mis
ojos se ahogaron en su mirada.
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pinturas de las paredes, entonces se abrió una puerta lateral y apareció Pisístrato. Yo
había oído hablar mucho de él y cuando era niño le había visto en dos ocasiones, pero su
imagen no la tenía presente, pues la impresión había desaparecido como un barco en el
mar.
Se acercó a nosotros. Mi corazón latía apresuradamente. Pisístrato era tan alto
como yo y delgado. Tenía todavía mucho pelo, aunque ya gris. Su cara indicaba paz,
una firmeza inexpresada se manifestaba en sus rasgos. Su frente era despejada. Muchas
arrugas la surcaban, pero sus ojos brillaban como el fuego.
Las palabras que Limón pronunció en su presencia resonaron en mis oídos.
Apenas lograba recuperar mis sentidos. Contemplé a Pisístrato y vi que me miraba. Me
sentí confuso. Dije algunas palabras sin saber a ciencia cierta qué estaba diciendo.
El indicó tres sillones de madera que se encontraban en el centro de la sala.
Informó de que acababa de llegar a casa después de un juicio contra un conocido
destrozador de muros, pues en Atenas todavía había siervos que destrozaban muros para
entrar en las casas a robar.
—Los ricos necesitan muros al igual que las ciudades, para proteger sus
posesiones, pues no todos llevan su oro a las casas en que se guardan tesoros. Temen los
impuestos que entonces habrán de pagar —dijo Pisístrato y suspiró.
Luego se dirigió a mí.
—Así pues, éste es el héroe que obligó a Limón a inclinar la espalda —se sentó
hacia atrás cómodamente—. Eres valiente, también tu aspecto me agrada. Si tienes
gusto en ello, puedes estudiar leyes, pues estaría contento en contarte algún día entre
mis ayudantes. Pero explícame algo de ti y de los tuyos.
Me esforcé en que mi lengua obedeciera a mi voluntad e hice un breve resumen
de mi vida. Pisístrato apoyó su esbelta cabeza en su mano. Escuchó y me contempló
atentamente. A veces su frente se fruncía. Parecía admirado y como si meditara
atentamente alguna cosa.
Cuando terminé, Pisístrato se dirigió a Limón.
—Nos miras asombrado y tus ojos van de tu amigo a mí repetidamente. Si
observas algo raro dilo. Quizás es lo mismo que me preocupa.
Limón se sintió incómodo.
—Señor, tú y Tamburas... No, no me atrevo a decirlo.
—¿Y si te lo ordeno?
Limón me miró y luego al primer hombre de Atenas. Su rostro estaba confuso.
—Si no supiera nada de cuanto sé, diría, señor, que os parecéis como un padre a
su hijo y un hijo a su padre.
Ante mi asombro, Pisístrato empalideció. Se levantó de pronto y me dijo:
—Di de nuevo el día en que naciste.
Se lo dije.
Apretó sus labios.
—En ese tiempo me nació un hijo, el tercero de mis hijos legítimos. Pero está
muerto, y yo mismo personalmente pude comprobarlo.
Su rostro se oscureció. Volvió la cabeza para que no pudiéramos leer en sus ojos
qué pensaba.
—Por hoy la conversación ha tocado a su fin, pues quiero reflexionar y
preguntar algo. Los dioses nos llevan siempre a nuestro camino, pero a veces el pasado
se presenta de nuevo como una nube que vuelve.
Levantó la mano. Limón y yo nos inclinamos. Tomamos nuestras lanzas y
abandonamos la sala.
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Fuera nos recibió el ruido de la calle. Primero apenas hablamos, luego Limón
movió la cabeza y dijo que no lograba comprender lo pasado. Me parecía al tirano más
que Ripias e Hiparco, sus hijos.
—Él mismo lo advirtió, pues nunca había visto a Pisístrato como hoy. Quizás
eres el hijo de una esclava o de una mujer que poseyó en alguna ocasión.
Me reí y repliqué:
—Hay muchos hombres que se parecen. Mi padre es Gemmanos y mi madre
Tambonea, y mi madre no estuvo nunca en Atenas sin ir acompañada de mi padre. Esto
es tan cierto como hay noche y día.
En casa silencié la entrevista. Desde luego había pensado en contarla, pero
consideré que me preguntarían con curiosidad lo pasado y se molestarían conmigo. A
veces es mejor silenciar lo que dignifica que llevar la intranquilidad a los hombres.
Limón no apareció durante largo tiempo. Dos días antes de mi cumpleaños llegó
un mensajero de Pisístrato y me invitó a su casa. Mi padre estaba ausente y mi madre
estaba ocupada en la casa de las mujeres. Agneta se asombró por la gran distinción de
que se me hacía objeto, pero le rogué guardara silencio.
Cuando más me acercaba al palacio, con mayor fuerza palpitaba mi corazón.
Esta vez Pisístrato no estaba solo. Detrás de su sillón estaba un hombre anciano, sin
duda un siervo de la casa. Pisístrato me saludó seriamente.
—Siéntate, Tamburas —me dijo—, y escucha lo que este hombre, Licano, que
sirve en mi casa desde hace cuarenta años, ha de decirte.
Aguardó hasta que me sentara y continuó:
—Pero antes de que hable quiero decirte alguna cosa que desde luego no me
dignifica mucho. —Miró al suelo pensativo.— Hubo un tiempo en que mi mente estuvo
en tinieblas, pues mi corazón estaba preso por la pasión. Amaba a dos mujeres. La
primera, de la que proceden mis hijos, mi mujer legítima. La segunda una esclava...
Menos mal que estaba sentado, pues mis rodillas temblaban. Limón había
clavado un puñal en mi corazón al decir que quizás era hijo de una esclava. Por ello en
mi casa había estado contemplando mi rostro y pensando en el de Pisístrato. Desde
luego era bien posible que el suyo en la juventud se pareciera al mío.
En cambio, Gemmanos tenía aspecto distinto. Sus ojos eran saltones, su cara
blanda, pálida y fláccida. Su nariz era larga y delgada. También su estatura era menor y
su pecho menos ancho que el mío. Sus brazos y piernas no eran musculosos como los
míos. En cambio, Pisístrato y yo teníamos más parecidos. La nariz, los ojos, la barbilla.
La cabeza era la misma.
¿Y Tambonea? Tenía una cara ancha con ojos verdes. Sus dedos eran delgados.
No nos parecíamos en nada.
Deseché mis pensamientos, pues Pisístrato hacía ya un momento que estaba
hablando.
—Desde luego no supe actuar y no pido hoy disculpas por lo hecho. Oye pues lo
que entonces pasó en mi casa. Éste —señaló a Licano— fue testigo. Te confirmará lo
pasado.
Pisístrato se detuvo un instante y sólo se oía la respiración del anciano siervo.
—Había comprado una esclava a unos comerciantes. Era joven, muy hermosa y,
según me dijeron, todavía doncella. Se llamaba Irmida y procedía de una región del
norte de nuestro país. Pagué el costoso precio de diez bueyes por ella (entonces se
pagaban tres animales grandes por un hombre robusto), pero hubiera dado cincuenta
igualmente, pues al verla la amé, tanto que en su presencia me deshacía como el rocío
en presencia del sol. Mi primera mujer odiaba a la esclava, la molestaba continuamente,
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la hacía humillar por las criadas e incluso quiso envenenarla. Por ello decidí separarme
de mi mujer legítima y hacer de Irmida mi mujer. Mientras tanto, transcurrían los días.
Irmida quedó embarazada y dio a luz un muchacho, pero antes del tiempo calculado. En
la casa las criadas murmuraban, las esclavas reían y mi mujer legítima, de la que todavía
no me había separado, clavó sus palabras envenenadas en mi cuerpo como veneno. La
duda me acometió, pues las mujeres saben engañar al corazón de un hombre. ¿No era
posible que el mismo comerciante hubiera derramado en ella su semen antes de
vendérmela?
De nuevo Pisístrato hizo una pausa. Mis manos sudaban, mis labios ardían.
—El bien y la razón me habían abandonado. Mi corazón estaba dividido; amaba
a la esclava con mayor fuerza que nunca, no quería castigarla, pues ella lloraba y
aseguraba su inocencia. Pero al hijo no lo quería. Por ello encargué al cabo de una
noche en que no logré dormir, que éste, Licano, quitara a la madre el niño, que tenía un
día, mientras ella descansara, y lo matara. Pero no hizo lo que le ordené, sino que
marchó a las puertas de la ciudad y por temor al castigo de los dioses depositó a medio
camino, junto al puerto, al recién nacido, encomendando la sangre inocente a la tierra.
El siervo se echó al suelo y comenzó a sollozar desconsoladamente.
—Señor, perdóname y no me castigues. Mi mente estaba confusa. Pensaba en el
niño como si fuera de mi mujer. No podía matarle, no podía ahogarle. Por ello lo dejé en
el suelo, pues de la tierra nace la vida y toda vida vuelve de nuevo a la tierra. Lleno de
confianza, lo encomendé al Eterno, pues sus ojos contemplan todos nuestros caminos y
censuran nuestros malos actos. Por ti, señor, hice sacrificios en el templo, para que no
cayera sobre tu casa el castigo, pues también yo vivo en ella.
Pisístrato se pasó la mano por la frente.
—¡Levántate! —le ordenó amablemente—. No hay nada perfecto; tampoco,
pues, la fidelidad de un siervo.
Pero Licano permaneció echado en el suelo. Como torrente de agua surgían sus
palabras.
—Aquella noche, señor, no pude dormir. Me apresuré a pedir ayuda a los dioses.
Mi mujer se despertó. Me dio toallas para secarme el sudor. Pero yo continuaba
sudando, pues seguía oyendo el llanto del niño. En mi corazón su eco resonaba de modo
irresistible. En la oscuridad volví a marchar a donde había dejado al niño. Cuando
alcancé el lugar, el niño no estaba. Elevé mis manos al cielo y di las gracias, pero
entonces mi mirada vio un bulto. Con las manos separé la tierra. Era el niño que estaba
muerto y enterrado. Alguien lo había hallado y sepultado para salvar su cuerpo de las
fieras.
Gemía y sus hombros se agitaban.
Pisístrato me miró.
—Eres joven, Tamburas, y todo cuanto aquí ahora sabes de mí podrá servir a tu
conocimiento y aumentar tu sabiduría. Oye lo que el cielo me llevó a hacer luego.
Irmida, al despertar y no hallar al niño, se vio acometida por la fiebre. En los pocos
instantes en que recuperaba la razón llamaba al niño. Pero yo continuaba fuera de mí y
no procuré consolarla. Su corazón se durmió, sus ojos perdieron el brillo y su boca se
cerró para siempre. Demasiado tarde llamé a los mejores médicos. Perdí la mujer que
más amaba, y la perdí porque no me escuché a mí mismo sino a los demás.
Se levantó y me contempló.
—Al niño lo había visto sólo una vez, algunos días antes, cuando una criada lo
mecía. Estaba desnudo y tenía una pequeña peca oscura en el hombro. En lo que
respecta a nuestro parecido, permite te diga, Tamburas, que la búsqueda de la verdad es
26
Karlheinz Grosser Tamburas
como correr tras el viento. Para que mis pensamientos no vuelvan a engañarme,
desnuda, por favor, tu espalda y podré salir de dudas definitivamente.
Parecía que resonaran en mis oídos tambores y timbales. Con manos
temblorosas solté mi túnica. No, era imposible. ¿Por qué hacían esto los dioses, por qué
permitía Zeus que pasara esto?
Pisístrato exclamó como loco:
—¡Hijo mío! Parece imposible, pero lo eres.
Había descubierto la señal. En mi mente se sucedían las imágenes llevadas como
por aspas de molino.
—A veces el destino tiene tentáculos que encadenan nuestro espíritu —dije yo
casi sin darme cuenta.
Licano se había levantado y me contemplaba con ojos petrificados.
—Perdona, señor, que te abandone en este instante, pero he de preguntar a mis
padres. Según tengo entendido, fue Tambonea la que me trajo al mundo. Debo acudir a
ella para que mis dudas desaparezcan.
Tras estas palabras marché y ensillé mis caballos. Hice que corrieran más
veloces que nunca. La tarde avanzaba por el mar. Descendió sobre el agua. El sol
despedía destellos de púrpura. Al igual que un lobo salta sobre el rebaño, me lancé
contra mis padres, dije lo oído por boca de Pisístrato y pedí a mi padre me hablara.
Tambonea comenzó a sollozar. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Agneta estaba
sentada en un rincón. Se levantó y puso sus manos en su pecho.
—¿Soy hijo tuyo, madre? —miré a mi padre—. Padre, ¿soy tu hijo?
Los hombros de Gemmanos se inclinaron hacia delante. Sus ojos tomaron una
expresión sin igual. Lentamente comenzó a hablar; yo apenas oía su voz.
—La verdad es amarga, Tamburas. Hubiera preferido que nunca la supieras. No
te precipites en tus juicios. He visto a muchos que por la pasión llegaron a perder la
razón. Pero la verdad es siempre la verdad, siempre la misma, suceda lo que suceda bajo
el sol. —Carraspeó y continuó.— Cuando tú naciste, Tambonea, mi mujer, daba a luz un
niño. Pero nació muerto. Todavía no lo sabía yo e iba por el campo pidiendo ayuda a los
dioses. Era de noche, las estrellas brillaban en el cielo. De pronto oí junto a mi camino
un ruido. Parecía que un niño llorara. Acudí al lugar de donde procedía el llanto y vi a
un niño al que se acercaba ya una fiera. Hallé, pues, un niño como si los dioses me lo
hubieran enviado. El niño iba envuelto en ricas ropas. Rápidamente lo llevé a casa. La
criada de Tambonea, la cual ha muerto ya, lloraba porque mi mujer había dado a luz un
niño muerto. El cordón umbilical se había enredado alrededor de su cuello y lo había
ahogado. Tambonea gemía, entonces le puse en los brazos al niño que los dioses nos
habían deparado. Inmediatamente se tranquilizó su corazón. Advertí a la sierva que no
dijera a nadie ni una palabra de lo ocurrido. Me lo juró, pues amaba a Tambonea como a
su propia vida. Pero al niño muerto lo envolví con las ropas del hallado y lo llevé a
aquella colina, donde le cavé sepultura, pues para mí el lugar donde se me manifestó la
inagotable bondad divina era sagrado.
Gemmanos calló agotado.
—Ahora ya lo sabes todo. Pero no seas duro en tus juicios. Hicimos lo que era
justo que hiciéramos, te defendimos de la muerte y te amamos con el amor de que es
capaz un matrimonio.
Tambonea gemía amargamente. Lloraba, me abrazaba y decía cosas
incomprensibles. De pronto sonrió y dijo:
—Has sido mi hijo, Tamburas, y continuarás siéndolo. Te alimenté y te cuidé.
Bajo mis ojos creciste y te hiciste fuerte. Te enseñamos el temor de los dioses y el amor
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Karlheinz Grosser Tamburas
a lo bello y bueno. Nadie tiene un derecho mayor sobre ti que nosotros. Ni siquiera el
tirano, pues sus actos fueron reprobables y su intención era perderte.
Aunque intentaba dominarme, también me saltaron las lágrimas. Abracé a
Tambonea y la besé en las mejillas. Por fin todo había quedado en claro y la alegría
volvía a mi corazón. Pues de pronto algo había tomado conciencia en mí. Era el hijo de
Pisístrato y por consiguiente dejaba de ser el hermano de Agneta. Mi mirada miró la
suya por encima del hombro de mi madre. Los labios de Agneta habían empalidecido y
su boca estaba ligeramente entreabierta mostrando sus bellos dientes. Yo podría hacer de
Agneta mi mujer.
—No te preocupes, padre —le dije a Gemmanos—, a ti te debo mi vida. Pese a
que en mis venas corre otra sangre, siempre os amaré y respetaré.
Tras estas palabras marché. Salté por los campos, loco de alegría, aunque de
pronto me asaltaban temores. Pero de nuevo la despreocupación de la juventud vencía;
me alegraba de mi destino y me sentía feliz pensando en el futuro que me esperaba al
lado de Agneta.
Pese a que era ya oscuro, marché de nuevo a Atenas, esta vez, alegre, lleno el
corazón de júbilo. Hiparco e Hipias, mis hermanastros, se encontraban en compañía de
mi padre. El primero era alto, tenía una mirada fría y sus piernas curvadas delataban al
jinete. Hipias, por el contrario, era bajo. Era un hombre intelectual, de labios delgados,
ojos inflamados y mirada penetrante. Mi padre les había revelado el secreto de mi
nacimiento, y yo confirmé sus palabras. Hipias me miró con animosidad y abandonó la
sala sin dirigirme una sola palabra.
—No te preocupes por él —dijo Pisístrato—, está de mal humor, y a veces se
comporta como una mujer histérica.
Me besó en ambas mejillas y mandó a Hiparco que me saludara como a un
hermano.
Hiparco vaciló un momento.
—Yo no soy un adulador y no has de esperar de mí grandes exclamaciones. Nos
conoceremos en las competiciones y el día en que midamos nuestras fuerzas. Limón ha
contado de ti cómo le venciste, pero yo creo que las cosas no debieron marchar con toda
limpieza en vuestra lucha. Por lo demás, no siento nada por ti en mi pecho, pues me eres
totalmente desconocido. Mi padre se deja llevar fácilmente por sus sentimientos.
—Ya veo que todo ha sido demasiado rápido —repliqué yo—. A mí me pasa
como a ti. Todavía no me siento en mi nueva situación. Pero lo cierto es que en el futuro
no pretendo ser impedimento alguno ni quiero luchar contra ti. Una palabra a destiempo
es como el agua mansa, pues la siguiente desencadena ya una corriente. Di, pues,
también a tu hermano todo esto. Es hombre culto y supongo que sabrá comprender que
en mí no hallará a un enemigo que busque quitar lo que es de su padre. Yo soy
Tamburas y continuaré siendo el mismo en el futuro.
Hiparco me miró con desprecio y dijo:
—Por hoy hablamos ya bastante. Por las palabras de mi padre la cabeza me da
vueltas.
Se levantó, saludó y abandonó la sala.
—Los dos son impacientes e incorrectos —observó amargamente Pisístrato—.
Tuve poco tiempo que emplear con ellos. Pero en el futuro pienso desembarazarme de
muchas obligaciones y emplear más tiempo con mis hijos para comunicarles parte de mi
experiencia y hacerles entrar en razón. Es mejor que al principio te preocupes poco de
ellos. —Me miró amorosamente.— Bueno, también en este día magno tendremos que
dormir. En la casa están ya preparadas dependencias para ti. Pero también puedes
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Karlheinz Grosser Tamburas
regresar junto a tus padres, haz lo que prefieras. Dentro de algunos días daré la nueva al
consejo. Desde luego, según las leyes tú no eres hijo legítimo, pero yo ya me ocuparé de
que tengas para ti un alto cargo.
Pisístrato me acompañó hasta la puerta, me abrazó y me dijo:
—Verdaderamente te amo como a mis otros hijos, incluso quizá más, pues eres
el hijo de Irmida, que era bella y amable.
En Palero hallé las lámparas de aceite de la casa de mi padre todavía encendidas,
pero marché a mi habitación como un ladrón. Habían sido demasiadas impresiones para
un solo día. Extrañamente logré conciliar el sueño en seguida. Al despertarme, el sol
estaba ya muy alto en el cielo.
Todo había cambiado en la casa de un día al otro. En la casa imperaba un gran
ajetreo: a las veinticuatro horas cumpliría diecinueve años. Quería hablar con
Gemmanos y Tambonea acerca de mi futuro, pero prefería hacerlo algo más adelante.
Mis padres andaban despacio como si llevaran pesadas cargas en los hombros. Incluso
Agneta reaccionaba de distinto modo que hasta entonces. Cuando le hablaba
empalidecía, hasta de los labios se le iba el color para luego ruborizarse violentamente.
Poco antes de la hora de la comida entró un carruaje en el patio. Era Limón.
Hiparco le había puesto al corriente de la noticia. El rostro de Limón permanecía
sombrío. Me miró un rato en silencio, luego dijo:
—Nunca hubiera pensado esto de ti.
Lo dijo como si yo hubiera hecho algo incomprensible.
No pude contener la risa y dije:
—Pareces un perro al que le han quitado un hueso. ¿Tanto te ha impresionado el
misterio de mi procedencia, o es que sabes algo que yo ignoro? Dilo. Que no gusto a
mis hermanastros ya lo sé.
Frunció el ceño.
—La situación no es tan sencilla como imaginas. Cuanto más se eleva un
hombre más profunda puede ser su caída. Ahora, Tamburas, eres el hijo de Pisístrato.
Todos te reconocerán como tal y muchos intentarán ganar tu amistad. Pero no eres un
hijo legítimo sino de una esclava, así pues no tienes oportunidad de hacerte dueño del
poder. Pisístrato es ya viejo, por ello Hiparco se considera ya su heredero.
—Si esto es lo que angustia a Hiparco, puedes tranquilizarle. No es mi intención
ocuparme de tales cuestiones. ¿O es que no me crees?
—Lo que yo creo no hace al caso —dijo Limón inquieto—. Convencer a
Hiparco es difícil, e Hipias es como un zorro. Nunca se sabe qué hará al momento
siguiente. De ti, desde luego, no piensa lo mejor.
—Explícale que pienso quedarme siempre en Palero. Soy un guerrero y podría
gobernar hombres al igual que mis hermanos, pero sin embargo aquí transcurrió mi
juventud, aquí me hice hombre, también aquí pues, si los dioses me lo permiten,
terminaré mi vida.
Los ojos de Limón dejaron de mirarme.
—¿No te trasladas al palacio de tu padre?
—No. Es decisión tomada.
—Y tu familia... Perdona, quise decir Agneta. Ya no es tu hermana. ¿Qué piensas
de ella?
—Esta es su casa y es la mía. Viviremos juntos y felices.
Sus ojos se clavaron en mí.
—¿Piensas hacer de ella tu mujer?
—Sí.
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Karlheinz Grosser Tamburas
—Quizás hablas sin pensar. No olvides que hasta ahora te vio con ojos de
hermana. ¿Y si decide dar su corazón a otro?
Hube de contenerme la risa. Me daba pena, sabía lo terrible que es el amor
imposible.
—Deja este asunto al tiempo, Limón. Puedes preguntar a Agneta, y si te elige a
ti respetaré su amor, aunque me resentiré de ello como una lámpara pierde la luz al
terminar su aceite. Pues te aprecio mucho, Limón, a ti te debo mi felicidad, fuiste el que
descubriste mi parecido con el tirano. Pero ahora ya no soy el hermano de Agneta.
Limón quedó paralizado.
—Desde luego el destino estaba en mis manos. Y te digo, Tamburas, que
también yo pretendo a tu hermana e incluso aunque nuestra amistad haya de romperse
por ello.
—Habrás de luchar por ella con honradez —le dije— e inclinarte a su decisión y
la de mi padre. Desde luego uno de los dos será el elegido, pero todavía no está decidido
quién goza de su favor.
Dije esto aunque estaba cierto de que su corazón desde hacía mucho tiempo latía
por mí. Pero no quería cerrar a Limón toda esperanza. Pues el tiempo podía curar su
herida. Seguro que otro día hallaría una muchacha con la que ser feliz. Se marchó de
casa con aire sombrío, no parecía ver la belleza del día.
La conversación con Limón me había decidido a hacer algo. Había puesto de
manifiesto mi decisión y me había llevado a decidir lo que realmente quería. Así pues,
hablé con mis padres, pues siempre continuaba llamándoles igual, y les comuniqué mi
decisión de permanecer siempre junto a ellos y compartir su destino.
De nuevo Tambonea tuvo los ojos llenos de lágrimas. Me apretaba contra su
pecho y acariciaba mi cabello.
—¡Hijo mío, hijo mío!
—Sólo he conocido una madre y eres tú —le dije—. Pero Agneta ya no es mi
hermana. La quiero mucho, tanto que estaría dispuesto a entregarlo todo por obtener su
consentimiento. En fin, ahora ya lo sabéis todo.
Gemmanos rió de buena gana y puso amablemente su mano sobre mi hombro.
—Tambonea lo sospechó siempre y estaba muy preocupada por el destino de
nuestros hijos. Pues entonces eras nuestro hijo, igual que Agneta es nuestra hija; pero
ahora los hombres sabrán quién eres en realidad. Así pues, perdemos a un hijo pero
recuperamos otro en el mismo instante. El buen nombre de la casa está salvado y
nuestra alegría es casi perfecta. Nunca, Tamburas, te hubiéramos revelado que eras un
ahijado y no tienes nuestra sangre. Especialmente Tambonea temía perder con esto tu
amor.
El hielo estaba roto; me sentí aliviado. Mi decisión estaba tomada. Por ello le
dije a Tambonea:
—Fueron tus manos y tus cuidados los que me formaron y cuando un hombre
hace el bien lo halla siempre de nuevo. Mañana cumpliré diecinueve años. Todo el
mundo ha de saber entonces quién soy: vuestro hijo y de Pisístrato. Uno y otro son el
mismo y cada uno de ellos es sólo la mitad de la verdad. Desde luego los caminos del
hombre están en sus ojos, pero nadie ha actuado más justamente, en mi opinión, que
vosotros.
El día transcurrió y todos eran felices. Nuestra alegría parecía haberse
transmitido a nuestros siervos y criados, pues toda la casa respiraba paz y alegría como
en tiempos de boda. Muchas veces estuve junto a Agneta. Nos cogíamos de las manos y
departíamos dulces frases o nos contemplábamos enamorados. Cuando Tambonea nos
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Karlheinz Grosser Tamburas
pero logré oír lo más importante... Han alquilado asesinos, a un criminal, a un bruto y a
un envenenador, además a una mujer muy lista, para poder actuar con todas las
garantías necesarias. ¿Sospechas a quién pretenden hacer desaparecer?
—¿A mí quizás? Yo no les he hecho nada de malo.
—En lugar de ir a consultar el oráculo de Delfos, fueron a ver a un sacerdote que
es un ladrón, pues me consta, y un mentiroso. Leyó en las entrañas de un animal
sacrificado, y luego se tapó los ojos con una mano y dijo que veía dos pájaros que eran
atacados por un tercero. —Limón respiró excitado.— Ahora tus hermanastros creen que
en ti está el peligro. Mientras bebían vino, pronunciaron tu nombre. Además me enteré
de que tienen un plan según el cual tú no debes vivir ya cuando el día de hoy termine.
Por fin me sentía totalmente despierto. Ananque, la necesidad oscura, «lo que ha
de ser», cayó sobre mí. Mi moira, «la que decide la suerte», había hablado. Sin
embargo, intenté rebelarme.
—Soy fuerte y diestro y capaz en el manejo de las armas. Yo no temo nada.
Pisístrato me protegerá, además al criminal le aguarda el castigo.
—Pero ¿quién podrá protegerte de las sombras y de lo injusto que nadie conoce?
Si Pisístrato les preguntara, tus hermanos mentirían. Además sabrían quién les ha
traicionado, pues tan sólo yo estuve allí cuando comentaban su intento.
Gemmanos apretó mi cabeza contra su pecho. Respiraba con dificultad.
—Incluso el más valiente es impotente contra un puñal o espada que le ataque
por la espalda —continuó Limón—. Podría ser también que algún mendigo o aquella
mujer te pusiera veneno en el vino, cuando hoy celebres tu aniversario. Esta gente está
ya en camino. Yo he de marchar y te aconsejo que sigas mis indicaciones para proteger
tu vida.
Mis dedos se contrajeron. Me deshice de los brazos de mi padre y paseé
nervioso.
—Tengo amigos. Si tú llevas razón, pueden estar a mi lado día y noche.
—Desde luego, pero algún día su vigilancia desfallecerá y la paciencia para
protegerte. El brazo de tus hermanos puede llegar muy lejos, a pesar de que creo que no
pasarías el día de hoy. Así pues, Tamburas, avente a la razón o, si no, pregunta al
hombre que ha sido tu padre qué piensa de mi consejo.
Gemmanos lanzó una maldición. Nunca había oído en mi vida una cosa
semejante de mi padre. Sus hombros temblaban, coloqué mis manos sobre él para
tranquilizarle.
—Padre, no temas, durante diecinueve años los dioses han guiado tus pasos y
protegido mi vida. También ahora serán benévolos.
—Serán benévolos —dijo Limón— si eres razonable y haces lo que te digo. Has
de marchar y muy lejos, no al interior del país. Conozco un barco que en poco tiempo
levará anclas y conozco también al capitán. Quizá por un año, quizá sólo por un par de
meses. Tú y los tuyos os encontraréis de nuevo después de esta separación. Tú
regresarás cuando los ánimos estén calmados y vuestra alegría entonces será grande.
Mira qué muestra te doy de mi aprecio hacia ti, que Dirtilos marchará contigo para
ocultarte en alguna isla de oriente.
Luego regresará y nos dirá dónde estás. También podrás enviarnos noticias por
marinos mientras yo intento que el hijo de Pisístrato vea claro en esta cuestión y se
convenza de tu inocencia.
—¿Y al tirano? —me oí preguntar—. ¿Qué le contarás?
—En su mente parece residir la sabiduría. Ha conocido muchas cosas en esta
vida, caminos que llevaban a lo profundo y a lo elevado. Por dos veces, hubo de huir de
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sucede lo mismo que a mí. Educan hijos para tener que abandonarlos luego. Las
muchachas apenas han llegado a la madurez abandonan el lugar seguro para casarse. De
los muchachos nacen los hombres, cambian la voz y les crece la barba. Aprenden a
luchar y marchan a veces a la guerra de la que ya no regresan. Yo he rogado siempre a
los dioses que no suceda contigo tal cosa, pero he de perderte por otra causa que quizá
resulta más dolorosa todavía.
Gemmanos había salido poco antes y en este momento volvía. En sus manos
reconocí una capa de color púrpura del lino más selecto, como el que se utiliza para los
reyes. Gemmanos colocó la fina tela en mis manos.
—Esta capa había de ser el regalo de tu aniversario. Eres nuestro hijo, Tamburas,
pero también el hijo de un tirano y príncipe. Así, pues, tienes derecho a esto. Pero no la
uses más que en ocasiones solemnes, al igual que no se debe frecuentar en exceso la
casa de los amigos para no perder su valor. Ocúltala durante tu viaje en el saco para que
no se eche a perder por el polvo y el agua del mar. Es la pieza más bella de todas las
mías y estoy orgulloso de ella. Pero todavía más orgulloso estoy de ti, Tamburas.
Me abrazó.
—Y ahora, hijo mío, ve a conocer al mundo. Todo muchacho debe algún día
abandonar la casa de sus padres para defenderse él solo. Mantén en todo momento la
razón y el comedimiento. No visites el reino de las tinieblas, sino dirígete siempre al
reino de la justicia. Sé justo siempre, dentro de los límites de lo posible y si las
circunstancias te lo permiten. Nadie es perfecto, pero que jamás te abandonen el bien y
la prudencia. Sé magnánimo con tus enemigos, pues avergonzados perderán la cabeza
ante ti. Confíate a los dioses de todo corazón, no te apoyes sólo en tu razón, pide
siempre ayuda al Eterno. Mira siempre adelante y no mires al pasado, y si hallas
hombres que beben en exceso o se comportan como cerdos, abstente de frecuentarlos. Si
te suceden desgracias, como a nosotros en estos instantes, no te desesperes, entrégate a
la voluntad de los dioses. Las intenciones de la moira nos son desconocidas. Manténte
siempre prudente, pues la prudencia conserva la vida. Sé humilde, pues la humildad
merece todas las gracias.
Alguien carraspeó de modo impaciente. Era Limón. Me tomó firmemente por el
brazo y dijo que debíamos apresurarnos, pues podría ser demasiado tarde y el barco
haber zarpado ya.
De nuevo las mujeres se colgaron de mi cuello. Gemmanos ocultó la capa en el
saco. Como dormido tomé mis armas de la pared: lanza, coraza, aljaba y arco. Me sentía
desgraciado y mi corazón parecía que iba a romperse al instante. Una última esperanza
de que todo fuera un sueño se deshizo como el fuego que desaparece en las cenizas
cuando sopla el viento de la moira.
Algunos esclavos me dieron la despedida con cara de sueño, dos mujeres
lloraban y se echaron al suelo. Una de ellas era Mirtela.
—Levantaos —les dijo con dulzura Gemmanos—. Rogad para que Tamburas
vuelva.
Limón me llevó con su carruaje. Dirtilos estaba junto a mí con la cara sombría,
no me miraba.
—¡Tamburas! —oí la voz de Tambonea—. He sido tu madre, vi cómo creciste,
curé tus heridas y dolores cuando estuviste enfermo y refresqué tu frente cuando ardía
por la fiebre. Vuelve, hijo mío, vuelve... Oh, vuelve pronto... —Su voz se quebró.
Con ojos que todo lo veían, pero nada comprendían, miré la mañana naciente y
posé mis ojos en Agneta. Mi boca estaba seca y mis labios tirantes como si tuviera
fiebre. En mi pecho el corazón me dolía como si alguien me pusiera sal en una herida.
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Karlheinz Grosser Tamburas
No quería perder a Agneta, quería amarla y tenerla junto a mí durante toda la vida, pero
cuando Limón azuzó los caballos con el látigo supe que todo había tocado a su fin, antes
de comenzar.
En el puerto nos aguardaba un barco. Era viejo, pequeño y estaba en el agua
tranquila, parecía la mancha de carbón de un dibujante. El día todavía no había
despertado. Los vigilantes rondaban por el puerto, pues también en Falero, como en
todas partes, había ladrones.
Alguien en el barco gritó en voz alta. Limón hizo seña con la mano. Me ayudó a
bajar del carruaje, pues mis rodillas estaban débiles. Llevó incluso mis cosas. Dirtilos
estaba ocupado con las suyas.
Por una plataforma accedí al barco. El capitán vino y saludó a Limón, quien nos
presentó como a sus amigos.
El triarca se llamaba Dimenoco, el ayudante Fonostro. La tripulación se
componía de hombres fuertes que tenían aspecto de saber pelear tan bien como los
remeros, pues a diferencia de otros pueblos, donde los esclavos son remeros, los
nuestros son en su mayoría hombres libres, en su mayoría hijos terceros o cuartos de
campesinos pobres o gentes del bajo pueblo que ansían tener aventuras y se prometen
grandes ganancias de los viajes.
El triarca miró hacia el cielo. En estos momentos había clareado ya por completo
y era ya tiempo de levar anclas. Los rayos del sol proyectaban reflejos dorados en el
agua del mar. Limón habló con Dirtilos, luego se dirigió a mí.
—Te ha sucedido una desgracia, Tamburas, pero piensa que todo cuanto te
acontece es por voluntad de los dioses, al igual que todo cuanto está todavía por
suceder, y que tu desgracia puede ser la felicidad de otros.
A Dirtilos le dijo:
—Tú sabes por qué te he rogado que fueras su compañero. —Al decir esto le
miró intensamente.— Así pues, no desengañes a nadie y hazlo lo mejor posible.
Dirtilos nada respondió y cerró algo los ojos.
Poco antes de desembarcar, Limón volvió a dirigirse a mí:
—Está pagado el viaje hasta Icaria. A partir de allí tú mismo habrás de
preocuparte de todo. Te recomiendo que no hagas locuras, ni imprudencias, pues pocos
son los que logran volver de allí.
Luego rió, pero para mí esto no significó nada, pues en aquellos momentos poco
me importaba que riera o llorara.
Limón desde abajo me saludaba y el barco comenzó a separarse del muelle. Mi
cabeza daba vueltas, oí la voz de mando que ordenaba a los remeros ocupar sus puestos.
La vela grande se desplegó. Dimenoco, el triarca, estaba sentado en una gran silla de
madera. Detrás de él se veía el puente, donde estaba Fonostro, vigilando a los remeros.
Seguí inconscientemente a Dirtilos hacia una vela desplegada que debía
servirnos de protección contra el viento y el sol y donde debíamos realizar nuestro viaje.
Cuanto más se alejaba el barco por el impulso de los remeros del puerto, mayor
era mi dolor. Vi desaparecer Palero, mi patria, y detrás de él como si sólo fuera una
maqueta, se elevaba Atenas con la Acrópolis. En el aire transparente adiviné el Olimpo.
De allí los dioses nos contemplaban. ¿Se ocuparían de protegerme o ya nos habían
olvidado, a mí y a los míos?
Alrededor de la tierra que abandonábamos, se ceñía una línea verde claro de
agua. Pero ahora estábamos ya tan lejos de la orilla que el borde se hizo oscuro.
Pequeñas montañas azul verdosas y bosques emergieron y volvieron a desaparecer, las
olas golpeaban contra el barco y a veces la espuma subía hasta cubierta.
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Karlheinz Grosser Tamburas
No, no llovía. Las gotas que de pronto cubrieron mis mejillas eran lágrimas. Era
ahora cuando el dolor contenido estallaba. Pero me esforcé en que Dirtilos no me viera.
Con toda seguridad se hubiera reído de mí como de un muchacho. Así pues, hice como
si un insecto me hubiera entrado en el ojo, sequé mi cara con un pañuelo y me soné
varias veces.
¡Qué pequeño se veía el puerto! Hombres y casas eran como pequeñas manchas.
Un gusto amargo me subió a la boca. Una sacudida del barco nos hizo tambalear. Como
el rayo frío de Poseidón me golpeó el rostro el agua fría. Una golondrina de mar pasó
volando y se elevó luego hasta el cielo.
Me fui a la sombra que daba la vela, coloqué mi saco bajo la cabeza. El sol se
elevaba cada vez más alto. Sobre el agua refulgía la luz. De nuevo las olas agitaban el
barco.
Hacia mediodía el barco quedó tranquilo. Los remeros abandonaron sus puestos,
pues un ligero viento arrastraba el barco. Algunos cantaron o contaban cosas de sus
países y de las mujeres de allí, pues procedían de diversos lugares. Dirtilos estaba aparte
y hablaba con Fonostro. Bordeaban la costa ática hacia el sur.
Vino el triarca y fue un signo de gran deferencia que se preocupara por el estado
de mi salud. Originariamente Dimenoco era un aqueo de la región de Troya, pero los
viajes por el mar Egeo le habían llevado a Rodas, donde poseía una gran casa. Observó
mi tristeza y contó algo de sí mismo para hacerme olvidar las penas. Sin descanso
navegó, de pueblo en pueblo, de país en país, recogió vino de las islas, pieles de Ciro,
marfil de Libia, cereales de Egipto e incienso de Siria. Además, transportó madera de
Creta, embarcó ganado de Megara o esclavos de Epidauro; cargó pescado en el
Helesponto, almendras y nueces de Citera o frutos de Eubea. Dimenoco tenía cincuenta
años, pero yo le hubiera puesto tranquilamente diez de más. El viento y el sol habían
oscurecido su piel y habían surcado su cara con profundas arrugas.
El segundo hombre de a bordo era Fonostro. Tenía casi cuarenta años; era
moreno y hablaba poco con la tripulación. Si dirigía la palabra a alguien era para dar
órdenes. Muchas veces se ponía de puntillas, quizá con la esperanza de parecer más
alto, pues realmente era muy pequeño; sin embargo, tenía gran experiencia en su
trabajo.
Antidoro era el vigilante de los remeros. Era uno de los primeros en el trabajo.
Su rostro estaba cruzado por una cicatriz, recuerdo de un combate con piratas, según me
contó.
Lentamente descendió el sol por el horizonte, la primera tarde de nuestro viaje.
Puesto que la noche prometía ser clara y tan sólo algunas pequeñas nubes cubrían de
vez en cuando la luna, el triarca no buscó ninguna bahía, sino que continuó navegando a
lo largo de la costa para aprovechar el viento favorable.
Nuestro barco marchaba incansablemente por encima de las olas. La espuma
brillaba por encima de la sombra del mar. En la tierra se veían fuegos que parecían ojos
brillantes. Junto al mar se veían rocas escarpadas que se adentraban en el mar, por ello
Fonostro mandó que tomáramos otro rumbo más hacia adentro.
Intenté dormir. Junto a mí estaba Dirtilos, bajo la vela. Desde comienzos del
viaje apenas habíamos cruzado diez palabras entre nosotros. El viento jugaba con mis
cabellos, me azotaba el rostro y el eterno canto de las olas me arrulló, finalmente, para
conciliar el sueño.
Al despertar era todavía de noche. La luna lucía en el cielo como medio disco.
Dirtilos no dormía. Le vi inclinado sobre la borda. Miraba hacia oriente, donde estaba el
continente. Me levanté y me puse a su lado. Dirtilos ni siquiera movió la cabeza.
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—Deberías proteger tu cabeza del sol —le dije—. El sol quema mucho y a veces
puede enloquecer a la gente. Si te parece bien, sacrificaré a Poseidón algún objeto de mi
pertenencia para que no suceda ninguna desgracia.
Dirtilos me miró, pero su lengua no se movió.
—¿Todavía no ha llegado el tiempo de que me digas qué piensas? —le pregunté
—. Nunca tuve un compañero como tú. Estás ahí, me contemplas como si esperaras que
caiga muerto o me pase algo. Te llamas Dirtilos y eres amigo de Limón. Pero ¿en qué
piensas?
—Deberías estar contento de no saberlo —me respondió por fin—. En lo que
respecta a Limón, en una ocasión me salvó la vida. El jabalí que cazábamos estaba a
punto de matarme y él con su lanza le alcanzó. Si estoy contigo es por su voluntad. No
quieras saber más de mí, pues no pienso traicionar nada. Pero algo es, sin embargo,
cierto: incluso el más incapaz puede alguna vez servir para algo, y si quieres hacer
sacrificios haz únicamente lo que no puedas dejar de hacer.
Intenté sonreír, pero Dirtilos giró su cabeza. Como una sombra Micono quedaba
tras nuestro. Ni siquiera el nadador mas ejercitado podría alcanzar la costa. Dejé a
Dirtilos con sus oscuras ideas que no alcanzaba a comprender, luego le vi pasear y mirar
en su derredor como para comprobar que nadie le veía. Luego desapareció por las
escaleras que llevaban al fondo del barco.
Por dos veces me desperté por la noche. Busqué con la mirada a mi compañero,
pero su sitio estaba vacío. No se le veía, en alguna parte del barco debía estar solo, pues
no creía que Dimenoco o cualquier otro tuviera ganas por la noche de entablar
conversación. Pero poco me importaba lo que hiciera Dirtilos. Pronto debería regresar a
Atenas, mientras se iniciaba mi estancia en país extranjero. A veces pensaba que hubiera
sido mejor no haber seguido el consejo de Limón, haberme quedado con los míos y
presentarme a mis hermanastros. Me había puesto de nuevo en mi lugar y había
comenzado a dormir...
En estos momentos Dirtilos estaba en el fondo del barco. ¿Qué podía hacer allí?
¿Quizá se dedicaba a perseguir a las ratas? Tales animales abundaban en tales
departamentos. Detrás de mí oí alguien que se acercaba. Salí de mi escondrijo y
reconocí a Antídoro, el vigilante de los remeros. Levantó su brazo derecho y contestó al
saludo. Su rostro era casi negro a causa del mucho sol que había tomado, tan sólo la
herida se mantenía roja.
—Quisiera preguntarte algo, señor —me dijo—, si me lo permites. —Yo asentí y
continuó:— Tu cara se cubre muchas veces de un velo de tristeza y en tus ojos leo la
desgracia. Quizás es falso lo que sospecho, pero me parece que tienes miedo de tu
compañero. Su cuerpo está sano, pero su mente parece que trama algo malo. Más de una
vez le he visto en el fondo del barco. No es que yo pensara nada malo, pero siempre que
le pregunté qué hacía allí, contestaba con frases absurdas y parecía confuso.
En su voz se percibía la preocupación, pues Antídoro era el capitán y
responsable de todo cuanto sucediera bajo cubierta. Pero sus asuntos no eran los míos.
Yo me encogí de hombros y dije:
—Mi pena nada tiene que ver con Dirtilos ni con lo que su mente trame.
Tampoco le rogué que embarcara conmigo. Si actúa en contra del reglamento del barco,
díselo a Dimenoco. El podrá exigirle que actúe correctamente.
Antídoro inclinó su cabeza.
—Perdona, señor, si te he molestado. Soy hombre de mar y conozco todas las
tablas de este barco. Las cicatrices de mi cuerpo las hicieron piratas. A veces sucede que
esa gente tiene amigos. Por ello sospeché que tu compañero era uno de ellos y sólo
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esperaba el momento favorable en alguna bahía para hacerles señal para que piratas
armados nos atacaran. Pero cuando miro tus ojos, señor, no veo en ellos falsedad
alguna.
Era la primera vez desde que embarqué que volvía a reír de nuevo. ¡Dirtilos un
aliado de los piratas! Luego se lo diría, quizás esto lograra disipar su malhumor. A
Antídoro le dije:
—Puedes estar tranquilo, a Dirtilos no le preocupa el viaje del barco. Si hace
algo que no logres comprender, es mejor que no te preocupes, pues es hombre noble, de
la mejor estirpe y nunca hará nada prohibido.
Antídoro movió la cabeza. También yo oí algo extraño. Cuatro o cinco golpes
oscuros resonaron. Se oía picar en el fondo del barco. Durante un rato reinó de nuevo el
silencio, luego se repitieron los golpes.
El hombre me miró seriamente. Sus ojos manifestaban preocupación.
—Tu compañero, señor, está abajo y nadie sabe qué es lo que está haciendo.
Fuera de sí, se lanzó por las escaleras, que conducían a los sótanos. ¿Dónde
estaba Dimenoco? Busqué al triarca con la mirada, pero por lo visto debía estar
durmiendo. Así, pues, me encogí de hombros y dejé que Antídoro se ocupara del asunto.
En el mismo instante, de las profundidades del barco subió un grito ronco, al que
siguieron voces de los remeros. Parecía que alguien estuviera peleándose. Tuve un
sentimiento de intranquilidad. ¿Estaría realmente loco Dirtilos?
Una voz de hombre pidió auxilio, otra gritó de dolor. Antídoro gritó:
—¡Cogedle!
Me levanté rápidamente y descendí por las escaleras. Un hombre con un hacha
ensangrentada subía por las escaleras. En las sombras reconocí a Dirtilos. Su cara
parecía la de un loco. Tras él iban otros gritando como si hubieran visto a un fantasma.
Le grité una advertencia. Era ya demasiado tarde. Dirtilos atacaba a un hombre
con su hacha, le golpeó por la espalda y se la hundió en el cuerpo.
—¡Dirtilos! —grité. Lo terrible de su acto paralizó mis piernas—. ¡Dirtilos! —
grité de nuevo—. ¡Loco!
Subió los tres últimos peldaños, tosió y blandió el hacha. Vi algo terrible en su
mirada al acercárseme. Su brazo y sus ropas estaban cubiertos de sangre. En sus ojos
brillaba la muerte. Corrí, tan rápido como pude, junto a algunos remeros que habían
acudido.
Pero Dirtilos no me persiguió. Marchó hacia adelante, como llevado por la furia,
trepó por el puente de popa, se lanzó por el puente de estribor, donde Fonostro con un
grito de terror huyó, y balanceándose en la popa se apoyó en la barandilla.
El hacha brillaba en el sol. Por dos o tres veces Dirtilos golpeó y cortó la cuerda
que sujetaba el bote de salvamento de nuestro barco. Todavía junto a los demás me
acerqué al puente de popa por ver qué pasaba entonces. Dimenoco apareció también. Yo
veía mejor lo que pasaba desde mi sitio, pues el triarca estaba a mi lado. Dirtilos se
enredó con el hacha y sin querer se la hundió él mismo en la espalda antes de lanzarse al
bote de salvamento. Dio un salto al agua a la vez que profería un grito.
El capitán gritó algo. Yo no oí qué decía y me lancé junto con Fonostro. Dirtilos
estaba junto al bote de salvamento, dentro del agua. Al saltar se había dado un golpe en
los hombros contra la madera. Parecía haber perdido el sentido y estar herido, pues no
lograba entrar en la barca. Se agarraba con una mano al bote.
Yo quería ir en su busca, pero Dimenoco me lo impedía. Algunos hombres de la
tripulación pedían que plegáramos las velas, pues, para poder alcanzar el bote de
salvamento, debíamos bogar en contra del viento.
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Karlheinz Grosser Tamburas
Antídoro subió por las escaleras. Su rostro estaba congestionado. Tenía señales
de haber sido atacado con un hacha. Con voz angustiada dijo que el barco estaba en
peligro.
—¡El barco está perdido! —gritó—. Entra agua. Hay un boquete en el fondo.
Este loco, noche tras noche, se ha dedicado con un puñal a hacer un boquete. Hoy con el
hacha ha terminado su obra preparada desde hace mucho tiempo.
Junto con Dimenoco y otros hombres bajé por las escaleras. Todo el fondo del
barco estaba inundado. El agua cubría la parte del centro que estaba más abombada. Los
hombres fueron en busca de antorchas, pues allí estaba oscuro. El agua se veía oscura
por todas partes menos por una, donde entraba en el barco como si fuera una fuente.
Un hombre gritó aterrorizado. Cayó al agua por el espanto. Se quejaba y juraba a
los dioses reformar su vida. También decía que nunca más engañaría a su mujer y
respetaría siempre en el futuro a su padre.
Dimenoco lanzó una indignada mirada en derredor, dio una bofetada al hombre
que había perdido el control de los nervios y pidió que le trajeran sacos de arena, estopa
y placas de madera para tapar el agujero.
—Si trabajamos todos coordinadamente, fácilmente lograremos taparlo —dijo
—. He visto agujeros mucho más grandes. Como vosotros sabéis, todavía vivo hoy y
jamás perdí un barco.
Los marinos se dispersaron rápidamente para cumplir las órdenes del capitán.
Dimenoco rió y dijo que Dirtilos era tonto.
—Con este boquete llegaremos hasta Mileto. Me podéis matar si miento, pues en
realidad tengo yo más que perder que todos vosotros. Pero al culpable le castigaremos,
si es que vive todavía.
Esto llevó mi pensamiento de nuevo a Dirtilos.
—¿Creíste quizás en un principio que yo apoyaba a mi compañero y también
quería huir? —le dije al capitán mientras éste trabajaba.
—En un principio me sentía confuso, pero sé que tienes poco de común con él.
Ve fuera y preocúpate de él para que podamos cogerle vivo. Sabremos por fin la verdad,
pues de lo contrario le arrancaré la lengua.
Ordenó a los hombres que formaran una larga fila para que con la mayor rapidez
le entregaran el material para tapar el boquete.
Yo subí de nuevo a cubierta. Antídoro estaba sentado sobre un montón de
cuerdas. El hombre que Dirtilos había atacado estaba colocado en un lado.
El bote de salvamento estaba cada vez más lejos. Si nuestra marcha continuaba
en la misma dirección, no lograríamos alcanzarlo. Le dije a Fonostro que el capitán
había mandado conservar a Dirtilos. El timonero dio vuelta al timón hacia la derecha. El
bote de salvamento estaba ya más cerca nuestro. A Dirtilos no se le divisaba.
Me quité las ropas y salté por la borda al mar. Mi cuerpo sintió frío y mis
pulmones pedían aire. Por fin salí de nuevo a la superficie del agua. Mi corazón daba
sangre a mis venas y por fin logré ver el bote.
Lo que desde la borda parecían aguas tranquilas tenía dentro del agua aspecto
distinto. Pequeñas olas me impedían constantemente ver de nuevo al bote. Me orienté
por el barco y nadé en la dirección que suponía correcta. Yo era, por suerte, un buen
nadador. Cuando creía apenas haber nadado la mitad del camino una ola me lanzó
contra la madera del bote.
Estuve a punto de perder el conocimiento. Mis ojos vieron cosas inexistentes y
mis oídos oían ruidos imaginarios. Alguien gritaba. Oí la voz de Agneta y su rubio
cabello disuelto en el agua. Sus labios se abrían como si quisiera sonreírme. Luego
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Karlheinz Grosser Tamburas
desapareció. Quería gritarle algo y abrí la boca, una bocanada de agua penetró en ella.
Escupí el agua salada y sentí sobre mí el bote de salvamento como un pez enorme. Una
suave brisa arrastraba el bote hacia el oeste.
Por fin logré echar toda el agua de la boca. La cabeza me daba vueltas. Oía sonar
flautas y timbales. Luchando por conseguir aire, logré en un impulso sacar el pecho del
agua, tosí y logré inspirar aire.
Pude colocarme en postura horizontal sobre el agua y tras un momento de
descanso me sentí de nuevo capaz de acercarme al bote de salvamento. Por uno de los
lados no se divisaba nada. Nadé por el otro y vi cómo Dirtilos se hundía en el agua.
Aspiré, pues, aire, me sumergí y logré coger a Dirtilos por el pelo. Mientras le
sostenía con mi mano izquierda, con la derecha me agarré al bote y con un gran impulso
logré elevarme. No fue fácil arrastrar al cuerpo inánime. Pero por fin Dirtilos estuvo
junto a mí.
Dimenoco había mantenido su palabra. El barco estaba salvado, el boquete
tapado. Había clavado placas y las hendiduras las había cubierto. Durante todo un día la
tripulación estuvo empleada en quitar agua del barco. Pero nuestro viaje continuó.
Dirtilos vivía. El triarca tenía nociones de medicina. Con un cuchillo
incandescente había separado el hacha y había curado su herida con agua salada.
—Volverá a la vida —dijo Dimenoco—, pero sólo para dar explicaciones sobre
sus actos. No estoy seguro de si mañana respirará todavía. He visto muchos heridos,
pero éste me parece más cerca de la muerte que ninguno.
Dirtilos recuperó la conciencia por algunos instantes. Gritó. Pese a que tres
hombres le sostenían, se incorporó. Sus ojos estaban petrificados, parecía que me
buscara. Una corriente fría me recorrió la espalda. De nuevo cayó en la inconsciencia.
Durante toda la noche estuve junto a él y enfrié su frente con trapos húmedos. A
veces susurraba algo, prácticamente imperceptible. Yo humedecía sus labios con una
esponja y lo acostaba de nuevo cuando a causa de la fiebre se incorporaba.
Antídoro apareció con la cabeza vendada. Ahora tenía otra cicatriz, y si no
hubiera vigilado yo al lado de Dirtilos, con toda seguridad le hubiera matado, tal era su
odio.
El triarca se comportó muy razonablemente.
—Los dioses no permitieron que tu compañero nos abandonara —dijo—. Todos
nosotros sabemos muy poco, por no decir nada, de cuanto ha sucedido. Precisamente tal
ignorancia es lo que nos diferencia de los dioses y demuestra que somos hombres. No
siempre nuestros actos están escritos en nuestra frente. Sin embargo, yo desconfié en un
principio de los ojos de tu compañero y en cambio vi claro en los tuyos, Tamburas, en
que se lee que eres joven y apasionado, pero hombre de bien. Pero en lo que respecta a
él sus actos han de responder a una causa. Cuídale bien para que pueda explicárnoslo
todo, pues ha ocasionado graves daños a mi barco, ha herido a Antídoro y ha matado a
un hombre.
Yo asentí, pues lo que decía el capitán demostraba su comprensión.
—Eres un hombre razonable y justo —le dije—. Mi situación frente a ti es
difícil en estos momentos. Desgraciadamente no puedo en estos momentos
recompensarte de todos los daños ocasionados, pero todo cuanto pertenece a Dirtilos,
además de mi dinero, habrá de servir para recompensar a la viuda del muerto. Antídoro
puede tomar las armas de mi compañero. Por ahora no puedo hacer más.
Dimenoco asintió y manifestó su acuerdo.
—En cuanto subisteis al barco y vi a tu compañero por primera vez, tuve un
desagradable presentimiento. Aquel hombre orgulloso y rico que os trajo puede ser un
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Karlheinz Grosser Tamburas
buen amigo tuyo, pero este que está aquí no me miró nunca a los ojos. Todo indicaba
que las cosas no estaban claras. De ello sacaré una enseñanza y quizás en lo sucesivo
permanezca en mi patria para descansar, pues ya acumulé muchas riquezas. Cuando un
león se hace viejo ha de dejar que los jóvenes sean los que luchen. Dos de mis hijos son
ya mayores. Si ellos quieren, pueden proseguir mi obra. Por mi parte, yo me dedicaré a
gozar de la vida y las mujeres, cuidaré mi cuerpo y sacrificaré en el templo a los dioses
que durante tanto tiempo vienen protegiéndome.
Suspiró y su mirada se extendió hacia el horizonte.
—Pero nuestro viaje todavía no ha terminado. Hay que precaverse de no querer
predecir los hechos, pues muchas veces las cosas suceden en contra de nuestros deseos.
El hombre no domina su futuro, sino que son las moiras las que lo fijan.
Dimenoco tenía una gran arca de madera. Allí depositó todo mi dinero y las
monedas de oro y de plata de Dirtilos. A la tripulación repartió vino en abundancia y
una porción de carne extra; habló con todos y alabó su trabajo, pese a que en realidad
había sido él solo el que había salvado el barco.
A la mañana siguiente la fiebre de mi compañero aumentó. Su cara y su cuerpo
estaban empapados de sudor. A causa de su herida en la espalda había de permanecer
echado sobre su vientre. Para que no se ahogara —muchas veces vomitaba sangre— yo
sostenía su cabeza y le secaba con una esponja la boca y le daba a beber jugo de limón.
La herida en su espalda sangraba de nuevo. Dirtilos estaba intranquilo; se movía
sin cesar, temblaba. Su rostro parecía el de un niño. Pensé en nuestro primer encuentro.
Entonces en Palero era fuerte y orgulloso y casi tan imponente como Limón. ¿Qué
quedaba ahora de él?
Cuando el sol se elevó en el mar su respiración se hizo jadeante. Tosía y movía
los brazos como si luchara con un enemigo invisible. Luego se mantuvo tranquilo. Vi
cómo sus ojos se abrían. Mis manos sostenían su nuca. Sus músculos se endurecieron.
¿Me veía, me reconocía?
—Oye —dijo de pronto—. Oíd todos. Quiero... Tamburas... Limón ha... Limón
ha...
Fueron sus últimas palabras. Lentamente, interminablemente su cabeza se
inclinó, los músculos se hicieron fláccidos y la mirada se fue de sus ojos. Dejó de
respirar. Dirtilos estaba muerto.
Cuando el capitán despertó visitó a mi compañero. Dimenoco dijo:
—No pudo decirnos su secreto. Quizá no tenía ninguno, y simplemente había
enloquecido.
Mandó que pusieran el cadáver en un saco y cuatro hombres lo echaron al mar,
junto con piedras atadas al saco. Sacrifiqué a Poseidón una parte de mis provisiones
para que recibiera a Dirtilos con clemencia.
Estaba muy cansado y muchas ideas se agolpaban en mi mente. Pensaba en
Pisístrato, que era mi padre, en Agneta, a la que amaba y hube de abandonar, en mis
hermanastros que amenazaban mi vida y en Dirtilos, al que los dioses se llevaron.
En la noche contemplé las estrellas y rogué a los dioses que dieran fin a mis
desgracias, pero una de las estrellas iluminaba con tanta luz que me sentí incapaz de
continuar mi ruego. Terminé por cerrar los ojos. Antes de dormirme me vinieron a la
mente las palabras de despedida de Gemmanos, su advertencia de no oponerme a la
voluntad divina y someterme a sus designios. Pues nosotros, hombres, no podemos
comprender los caminos que los dioses nos envían.
Era el noveno día de nuestro viaje. Vimos un barco que se acercaba. Era un
barco grande con ciento setenta remeros, de los cuales sesenta y dos estaban en la parte
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Karlheinz Grosser Tamburas
superior y los demás ocupaban en hileras de cincuenta y cuatro remeros las filas
laterales.
Hacía mucho viento y el gran barco bogaba por las aguas rápidamente. Yo estaba
junto a Dimenoco y divisamos los marinos de guerra en la borda del barco que se
acercaba, algo así como treinta o cuarenta. Sus corazas brillaban. Las partes laterales del
barco estaban protegidas por planchas de cobre.
—Un barco de Polícrates —dijo Dimenoco, y sus labios palidecieron.
Dijo que esto era terrible, peor que si hubiéramos encontrado a piratas normales,
cuyos barcos no son tan grandes y con el nuestro hubiéramos logrado huir.
—¿Es, pues, Polícrates más peligroso que un pirata? —pregunté asombrado.
—Posee la más potente y veloz flota que existe —me explicó el triarca,
preocupado— y sus soldados son los peores y más desalmados. Sus barcos se reconocen
por la vela negra. Polícrates posee cientos de tales barcos y su riqueza es famosa en el
mundo, su procedencia originaria es la piratería, pues qué es sino robo cuanto se acerca
a los barcos que encuentra y les exige un tributo. Si un capitán se niega a dárselo, le
hunde el barco o mata a todos sus hombres.
—He oído hablar muchas veces de Polícrates —dije—, pero nunca sospeché que
fuera algo tan terrible.
—Terrible o no —dijo Dimenoco—, en su país impone el orden. Pero hace de la
justicia un asunto de su capricho, lo cual a mí no me place. Si nos alcanzan, diré que
vamos de camino hacia su isla para tratar con ellos. Pero antes procuraré evitar el
encuentro.
Llamó a Antídoro, al que por lo visto la herida en la cabeza ya no preocupaba, y
le dio órdenes. Este las trasmitió a su vez y los remeros apresuraron el ritmo. Fonostro,
sobre el puente, desplegaba gran actividad. Esta vez todo su arte de poco le valía, sólo
podía dirigir el barco hacia adelante.
Cincuenta remeros, con muy poco viento, en lucha contra ciento setenta, era una
competición muy desigual. El gran barco describió un ángulo de noventa grados y llegó
cerca de nosotros. Los remeros, sudados, brillaban ante el sol. Pese a que aquel barco
era grande y largo, se deslizaba muy bien en la superficie del agua. Muy pronto
pudimos distinguir los guerreros en su cubierta. Gritaban amenazadores y blandían sus
armas.
Dimenoco y algunos hombres de nuestra tripulación se apresuraron de un lado
para otro y colocaron armas junto a los remeros. Así pues, también yo tomé las mías y
me coloqué junto al capitán y dije:
—Si luchamos, quiero estar a tu lado e intentar hacer todo lo que esté a mi
alcance. El triarca arrugó la frente:
—Ya ves que llevaba razón al decir que no se puede hablar del futuro. Si nos
vemos obligados a luchar, sucumbiremos. Por ello es mejor que tan sólo mostremos
nuestras armas para causar impresión y exigir se nos respete. Pero si la lucha llega,
estamos perdidos, pues los mercenarios de Polícrates no dejan a nadie con vida; incluso
a los heridos los rematan. Pero aguardemos.
En la parte delantera del barco de guerra, que navegaba ahora junto al nuestro,
había un hombre con una barba roja, que sostenía en su mano una coraza. Sacó su arco
y lanzó una flecha contra nuestro barco.
—Esto es una advertencia y ya ves lo fuertes y peligrosos que parecen los
mercenarios —dijo Dimenoco—. Debemos plegar nuestra vela y escuchar lo que nos
digan, pues de lo contrario fácilmente pueden hundir nuestro barco.
La vela se plegó y los remeros abandonaron sus remos y tomaron las armas.
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Pero si eres vencido, cortaré tu cabeza y limpiaré mi espada con tus cabellos, pues el
rojo es un color que me gusta y le va bien a mi espada. Pero antes saca tu espada, pues
de lo contrario podrías decir que te gané con medios ilícitos.
Olov gruñó de indignación. Hizo seña y un hombre acudió a sacarle la espada.
La gente nos miraba con los rostros contraídos.
A mi alrededor y junto a Olov se formó un muro de gente. Yo me hice hacia un
lado y todo sucedió como una serie de imágenes encadenadas, con enorme rapidez.
Olov me atacó. Sus movimientos eran mucho más rápidos de lo que había imaginado y
por poco me derriba al primer asalto.
Su espada chocó contra mi escudo. Se sintió defraudado e incluso quizá
desanimado, pues dejé que mi espada colgara de la mano como si no necesitara de ella.
Hice avanzar mi escudo para atacar su madera con la púa del mismo y encadenar de tal
modo ambos escudos, pero supo reaccionar con rapidez y separó el suyo.
Entre los espectadores el rumor subía de tono. Casi todos esperaban que Olov
me derribara al primer ataque y no podían ocultar su sorpresa. Ese rumor excitó al
pelirrojo y le hizo atacar salvajemente. Levantó su escudo como para proteger su cuello,
hizo ver que iba a atacar mis piernas y de pronto descargó sus golpes contra mi pecho,
pero pude protegerme y dieron en el escudo, donde resonaron como si fuera a romperse.
Yo me sentí lanzado hacia atrás, me tambaleé y por poco caí de espaldas.
En lugar de aprovechar el descuido, Olov aguardó a que me recuperara.
Manifestaba respeto hacia mí o quizá temía un golpe por sorpresa, pues yo sonreía al
rechazarle. Mi espada continuaba con la punta hacia abajo. Ello le irritaba y le hacía
precaverse por el momento.
—¿Crees todavía que vas a poder azotarme en las nalgas? —le pregunté.
Los piratas murmuraron descontentos, pero la gente de mi barco rió y aplaudió
contenta.
—Dura algo más de lo que creía —dijo Olov y frunció la frente—. Tal como te
dije, no quiero herirte. Pero no rías tan pronto, pues no hemos hecho sino comenzar.
Gritó fuerte para acobardarme, levantó el brazo en que tenía el escudo y se lanzó
sobre mí. Esta vez ataqué rápido como el rayo y en la forma como había aprendido en
las clases. Quería alcanzar el escudo de Olov y dividirlo por la parte superior, pero en el
último momento su arma se interpuso y mi espada recibió un golpe.
Ahora el pelirrojo desplegaba sus reservas. Por una vez, por dos veces la espada
me atacó. Los golpes fueron tan duros y potentes que mi escudo se vio sacudido y temí
que me rompieran algún hueso.
Pude parar sus ataques y lograba escaparme gracias a mi agilidad, que era
superior a la suya, de modo que muchas veces su espada daba golpes al aire sin hallar
objeto donde atacar. Pero paso a paso logró situarme en frente suyo.
Apretó con un movimiento diestro su escudo contra el mío, de modo que la púa
del mío penetró en la piel del suyo; entonces me atacó con el otro brazo para echarme al
suelo.
Por suerte logré desprender la púa de su escudo y huir hacia un lado; en cambio,
Olov cayó sobre su espalda, aunque rápidamente se puso de nuevo en pie. Mientras su
gente guardaba silencio, la mía manifestaba su entusiasmo y alegría.
—Pero ¿qué buscas por los suelos, barba roja? —le pregunté jadeando, pues la
lucha me costaba mucho esfuerzo—. Nadie te pidió que te echaras al suelo frente a mí.
Estas irónicas palabras excitaron su enojo. Sus ojos reflejaron de nuevo la ira.
En estos momentos parecía resultarle indiferente si me hería o no. En todo caso quería
vencer y terminar la lucha. Se lanzó de nuevo contra mí y esta nueva lucha resultaba
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Karlheinz Grosser Tamburas
más dura, pues su espada daba golpes contra mi escudo y los repetía con gran rapidez de
modo que casi no lograba seguir sus golpes para impedir que penetraran en mi cuerpo.
La gente manifestaba inquietud. Estábamos junto al mástil. Me sentía acosado, y
ante sus potentes golpes pensaba que por suerte mi escudo era de metal, pues uno de
madera hubiera estado ya roto.
Desesperado, hice un último intento, me di la vuelta y procuré atacarle en la
cabeza. Pero al hacerlo así hallé su escudo, lo que permitió que volviera a atacarme.
Olov veía ya su triunfo, pues yo estaba junto al mástil. Pero le engañé, bajé mi escudo
como si temiera que me atacara por las piernas, mientras Olov en realidad intentaba
dirigir su espada hacia mi cabeza. Exactamente eso había previsto yo. El cielo tenía un
azul intenso y algunos pájaros lo cruzaban. Ahora llegaba el fin de la lucha. Su espada
era como un rayo. Yo me incliné como el buey ante un golpe, me dejé caer y di un golpe
con mi espada a la suya, de modo que se clavó en el mástil.
Como un borracho me puse de nuevo en pie y vi los ojos de Olov que reflejaban
el asombro; dirigí mi escudo contra el suyo. El pelirrojo retrocedió, su espada estaba
clavada en la madera del mástil. Con nuestros escudos pegados dimos algunos pasos por
cubierta. Hice girar la espada. El espanto se reflejaba en sus ojos. Las venas de su cuello
se hincharon por el esfuerzo y mientras nuestros escudos, unidos por mi púa, parecían
indisolublemente juntos, me arrastró hasta el punto de que mis pies perdieron el suelo.
Yo solté mi escudo y rodé por el suelo como una pelota hasta el mástil. Gritó de
alegría. Rápidamente separó los escudos y lanzó el mío al suelo.
Entre él y el mástil, con la espada clavada, estaba yo con mi espada en la mano.
El rostro de Olov se tornó rojo, cada vez más rojo. Cogió su escudo con ambas manos y
corrió hacia mí como un río que lanza sus aguas contra la roca. Veía la muerte ante sí y
a la vez la ignominia. Sus ojos se hicieron redondos como pequeñas esferas.
Salvajemente levantó sus brazos y agitó su escudo sobre mi cabeza. Pero yo sostuve mi
arma con ambos puños y ya no procuré engañarle con mis ataques. Mi espada se agitó
en el aire. Alcanzó al escudo por la parte superior y lo partió en dos mitades.
Gritos de admiración resonaron en el barco. Olov se quedó como paralizado.
Luego se adelantó hacia mí lentamente, hacia mi espada.
—¡Estáte quieto! —grité con voz apagada, pero que resonó claramente en el
silencio.
Entre sus brazos en alto vi el rostro asombrado de alguien de nuestra tripulación.
Mi espada rozó su cuello sin herirle.
Pese a que no quería, le dije:
—¿Quién dará una paliza a quién?
Fueron mis últimas palabras, pues de pronto sentí la noche en mí. Con un ruido
terrible algo cayó en mi cabeza. Vi en el cielo una estrella y mi cabeza sintió el vacío,
me sentí sumido en las tinieblas sin fondo. Caía, caía, caía...
Continuaba preocupado con mis pensamientos, que nada me aclaraban. El
presente y el futuro me quedaban ocultos por un velo; me sentí dentro del pasado. Pero
de nuevo olvidaba a qué esperaba y por qué. Vi pasar el rostro de Agneta. Bebía vino
dulce. Algo apretaba mi espalda y abrí los ojos.
Vi sólo una sombra. Estaba en aquel barco de guerra con un montón de cuerdas
bajo mi cabeza. Un rostro redondo como la luna apareció ante mí. Luego desapareció y
yo suspiré.
—Bebe, bebe. —Sentí la copa en mi boca.— El cráneo no está roto —oí decir a
la misma voz.
Intenté incorporarme para mirar a Olov, pero en mi cabeza oía sonar miles de
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flautas. Las tinieblas volvieron a echar su cortina. Mis ojos se habían cerrado de nuevo.
—Parece un cadáver —dijo Olov.
—Tan sólo lo parece —respondió aquella voz—. Déjale dormir. La herida le
dolerá algunos días todavía, luego se curará.
De nuevo las sombras parecían invadir mi mente y sentí un lino húmedo que
agudizaba mi dolor. Me sentí caer en el sueño.
Cuando desperté por la tarde hacía viento. Alguien me había tapado. El mar se
agitaba frente a la bahía. El barco estaba detenido por el ancla. De pronto mis ideas se
aclararon. No estaba en el barco de Dimenoco, sino en el de Olov. Un muchacho frente
a mí, probablemente un guardián, gritó un nombre.
No tardó mucho rato en aparecer aquel rostro de luna. Tenía una cara redonda.
—Me llamo Erifelos —dijo— y en tus ojos comprendo que me entiendes. Un
golpe con la espada horizontal te sacudió la cabeza. Quedaste como muerto, pero
cuando te visité pude comprobar que tu cráneo está a salvo.
—Nuestro fin lo fijan los dioses —dije con voz débil—. Te llamas Erifelos.
¿Eres médico?
Sus ojos se hicieron dulces.
—Lo soy y no lo soy. Fui esclavo junto a un terapeuta que servía a los dioses e
incluso curaba a gentes pobres. Antes de morir (terminó pobre, pues no pedía mucho por
su ciencia) me liberó. Pero, puesto que le ayudé en muchas ocasiones, sé mucho de su
arte. Ahora ya sabes acerca de mí, pues también sé yo algo de ti, ya que seguí
atentamente la lucha.
—¿Por qué estoy aquí? ¿No vencí honrosamente a Olov?
El hombre que se llamaba Erifelos movió su cabeza.
—Según tengo entendido, el capitán nada te prometió. Tú debías antes haber
exigido un trato. Es un individuo terrible y todos le temen, pero ante tantos espectadores
con toda seguridad no hubiera roto su promesa.
—Así pues, ¿me venderá a Polícrates?
—Poco sé de los planes de Olov —respondió Erifelos—. El mismo te los dirá.
Sólo soy un terapeuta y de los más insignificantes, no tengo poder alguno sobre ti.
—Pero seguro que tienes la obligación de curarme, de modo que sea para él un
objeto más del que disponer —le dije amargamente.
Me miró lentamente.
—¿No fui antes esclavo y soy libre ahora? Nuestro fin son los dioses quienes lo
fijan, dijiste hace poco. Son palabras que por lo visto tú no crees. Nuestra vida semeja
muchas veces una delicada enfermedad. A veces se interrumpe y de nuevo nos sentimos
fuertes. No pienses en el mañana, Tamburas, pues está sumido en nieblas. El sol sale
siempre y fortalece de nuevo nuestros miembros.
Sus palabras eran prudentes y sentí nuevas esperanzas renacer en mi pecho. Mi
lengua paso por mis labios. Erifelos observó mi gesto.
—¿Estás sediento? —preguntó—. ¿Sientes hambre? Sería un buen síntoma.
Yo asentí, y se apresuró a traerme frutas y pan, carne y vino. Mientras comía y
bebía, miró de nuevo mi herida.
—La piel se está ya juntando —dijo satisfecho.
Rió y parecía contento de que el golpe no me hubiera destrozado el cráneo.
Sentí que le estaba sonriendo, sentía un terrible apetito y me proporcionaba
auténtico placer la comida y la bebida.
—El vino ha sido rebajado para que no te cause daño —dijo Erifelos—. Olov
quiere hablar contigo.
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nuevo. Esta es la única verdad que existe y que yo reconozco. Tú llegarás a conocerla
también, pues en torno a Polícrates hay muchas mujeres bonitas. A causa de tu aspecto
no te dejarán en paz. Precávete de los jóvenes. Muchos hablan con voz tierna y ojos
apasionados. En un principio creí que tú podrías ser uno de ellos, pero he comprendido
que no llegarías nunca a serlo. Son femeninos, sus miembros son fláccidos y apenas
saben sostener en sus manos una espada.
Tras estas palabras dijo que quería ir a dormir.
Al día siguiente realmente el viento cambió. Abandonamos la bahía y
marchamos hacia adentro del mar. En dos días llegaríamos a la isla de Samos. Para
recuperar mis fuerzas me ejercitaba muchas horas con la espada, la dirigía con fuerza
hacia el cielo o la hacía girar incansablemente sobre mi cabeza. Luego me echaba a
rodar sobre el suelo y me levantaba con rapidez varias veces, saltaba como un bufón o
corría a gatas. Mis ejercicios atléticos causaban la admiración de la tripulación. Erifelos
aprobaba mis actos, decía que eran buenos para la salud y recomendaba a los demás que
me imitaran.
Olov mostró cómo con la espada alcanzaba a pescar peces.
—Desde luego fatiga más que hacerlo con red —decía—, pero agudiza la vista
y, además, te proporciona el sentido de cuándo debes presionar.
Junto al estrave anterior hizo montar un dispositivo de fuertes cuerdas. Por allí
trepó y se colocó casi junto a las olas. Olov demostraba una paciencia que no hubiera
pensado yo que tuviera. Pero cuando hundía la espada, con toda seguridad sacaba un
pez. Me animaba a que le imitara, pero yo sólo estaba a su lado contemplándole.
Olov reía y se mesaba la barba.
—Los reflejos del agua no te dejan ver los peces. Por ello debes fijarte. Mira ahí,
así lo hago —hundía su espada y un pez se movía ya atrapado por él.
Durante toda la tarde ensayé a hacer lo mismo solo, colgado de la red. El sol
bronceaba mis espaldas. Veía acercarse peces al barco, pero desaparecían rápidamente.
El borde del barco estaba cubierto de musgo y algas. Los moluscos se colgaban encima.
Las olas a veces alcanzaban hasta mis pies. Siempre veía peces que cruzaban delante de
mí pero antes de ser alcanzados por mí, desaparecían en el agua.
Pero por fin vi un pez enorme. Sus escamas brillaban en el agua. Como si jugara
con el barco nadaba en torno suyo. Grité y le hice seña como si pudiera oírme, pero el
pez se hundió como si le resultaran indiferentes mis ocupaciones.
Ya quería volver a la cubierta del barco cuando volví a divisarlo. Las manos me
temblaban de emoción. ¿Lograría cogerlo? No, pensé en la espada de Olov con la que
intentaba pescarlo, incluso podía arrastrar mi arma si lograba tocarle y perdería ambas
cosas.
De todos modos aguardé a que se acercara más. Pero el pez parecía no querer
darme gusto. Nadaba lentamente y se situó hacia un lado mostrándome su enorme boca
como si bostezara. Luego se hundió de nuevo.
Mi brazo, envuelto en las mallas de la red, amenazaba con dormirse. Cambié de
postura, sacudí el miembro dolorido para despertar los músculos y entonces volvió a
aparecer el pez por tercera vez. Su gruesa espalda brillaba, cola y aletas se agitaban en
el agua.
Era la última oportunidad, así por lo menos lo pensaba yo, y si no lograba
alcanzarle desaparecería para no volver a dejarse ver. Lentamente levanté la espada,
pues el pez se acercaba a mí. El viento me favorecía. El ángel de la muerte se acercaba
al morador del mar y se colocaba junto a la punta de la espada.
—Poseidón —murmuraron mis labios—, ¡ayuda!
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deslumbrado.
—Una señal de los dioses —murmuró Erifelos. Su cara redonda enrojeció—.
Vivía sumido como en un sueño, pero siempre se manifiesta su poder con la fuerza de
un trueno.
—¡Calla! —ordenó Olov molesto. Pero a mí me dijo—: Jamás vi un anillo como
éste, tan sólo Polícrates posee tales joyas. No sé si el pez era especial; lo cierto es que
otros peces no tienen dentro de sí un anillo. Pero, puesto que éste indudablemente es un
pez también, la joya te pertenece a ti, Tamburas, aunque yo soy el primer capitán del
barco y tú sólo el segundo.
Sus ojos parecían clavarse en mi cara como si aguardara mi respuesta. Pero yo
no dije nada. Puso el anillo en mi mano, el oro quemaba mi piel como fuego.
Luego marchó hacia el grupo de marineros. Oí su protesta:
—Vosotros, ¡banda de asnos! ¡Cerdos! ¿Habéis buscado ya bastante? No
descansaré hasta que haya cortado el último pedazo en pequeños jirones, pues quizá
todavía haya otra joya —pegó un puñetazo a un hombre, pues éste no se había
apresurado suficientemente a darle el cuchillo.
Erifelos me tocó en el hombro. Tenía unas manos extraordinarias. Eran largas y
delgadas, de belleza curiosa que contrastaba hasta cierto punto con su rostro redondo.
Se inclinó humildemente.
—Estás aliado con lo Eterno aunque seas un hombre. A veces, en las montañas
oí voces; no obstante, el llamado mantuvo muchas veces sus labios cerrados. El eco no
responde a todos, o no siempre resulta comprensible su respuesta. Pero el signo que los
dioses te han enviado me hace estremecer. Mas quisiera pedirte, Tamburas, que roces mi
cara con tu mano y pidas para mí la bendición del Eterno.
Yo no respondí. El anillo estaba en mi mano y la esmeralda brillaba de modo
extraordinario. No sé cuánto tiempo transcurrió.
—Fue tonto por mi parte pedirte eso —oí decir a Erifelos.
La piedra preciosa producía destellos como los ojos de un gato en la noche.
—No fue tonto —respondí—, lo único que pasa es que me resulta extraño. Pero
si así lo deseas, y ello ha de hacerte feliz, lo haré.
Coloqué el anillo en mi dedo. Me sentaba extraordinariamente bien. La piedra
preciosa refulgía. Vi un espacio inmenso y comprendí lo grande que puede ser lo más
diminuto.
—Por favor, señor—dijo Erifelos.
Pasé la superficie de la piedra por encima de su frente. Sonrió con aire feliz y
cerró sus ojos. Si le hubiera dicho que en ese momento debía morir y cortarse el cuello
con un cuchillo, seguro que lo hubiera hecho con la misma expresión de felicidad. Tal
fuerza dan los dioses cuando se cree en ellos.
El barbarroja volvió junto a nosotros. Sus manos estaban ensangrentadas y olían
a pescado. La expresión de su cara era de descontento. Naturalmente no había hallado
ningún anillo más.
—Nos pertenece a ambos —le dije, pues, para consolarte—. Primeramente lo
llevaré yo, pues mis dedos son más delgados y los tuyos demasiado gruesos. Pero luego
podemos hacer que un joyero lo ensanche para que también entre en los tuyos.
Lentamente desapareció su expresión de descontento e incluso sonrió.
—Sea como dices. De todo cuanto obtengamos, a mí me pertenece tan sólo una
parte. ¿En realidad no cogiste el pez con mi espada? Aunque eres joven, Tamburas,
actuaste como un sabio.
Miró el anillo y sus ojos reflejaron satisfacción. Rió y bromeó contento. Parecía
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otro. Levantó mi mano y dijo que yo sería su espíritu bueno. Luego puso el anillo junto
a sus ojos y contemplando la esmeralda dijo:
—Como si se contemplara la nada.
—Si lo miras, ello es la nada —dijo en voz baja Erifelos.
Cuando las estrellas aparecieron en el cielo nadaba la isla frente a nuestro barco.
Pero hubimos de plegar a media vela y tardamos todavía en alcanzar el puerto.
Finalmente lo alcanzamos. El sol nacía ya y producía reflejos en el agua del mar. La
ciudad nos contemplaba. Se veían incontables puntos blancos, casas semicubiertas por
el verde de los árboles y los jardines.
—Polícrates estará contento —dijo Olov—. Tenemos un botín extraordinario.
En el puerto había muchos barcos. Juntos parecían un bosque en el aire. Por
todas partes había hombres ocupados que parecían formar un ejército de hormigas. El
barbarroja repartía órdenes. Nuestra vela fue plegada. Los remeros impulsaron el barco
hasta el muelle. En Palero no había tanta agitación como aquí. Se veían muchas
mujeres. Hombres armados gritaban órdenes; eran mercenarios de Polícrates, según me
dijeron. En un lugar elevado de la ciudad, que parecía presidirla, se elevaba una
columna de mármol claro hacia el cielo. El templo de Hera era el más bello y famoso
del mundo. Olov, que se dio cuenta de mi asombro, se rió orgullosamente como si fuera
él quien hubiera construido el templo.
Por todas partes se oían gritos y se veía agitación en el trabajo. El barco fue
anclado, yo seguía con interés todos los trabajos. Las casas se veían desde aquí muy
juntas y en medio de ellas se advertía agitación y vida. A izquierda y derecha había las
viejas construcciones defensivas, murallas arboladas; frente a ellas y detrás de él se
divisaban los campos de vid, donde revoloteaban pájaros.
Un edificio grande atraía especialmente la mirada. Tenía varios pisos y en la
planta baja había guardianes. Probablemente era un almacén de productos alimenticios y
cereales egipcios.
A partir del puerto las calles se elevaban algo empinadas. Verdaderos ejércitos
de esclavos trabajaban, se veían por todas partes comerciantes ocupados en sus asuntos.
Los vigilantes sostenían en su mano látigos. Había rostros muy curtidos que semejaban
ser de madera, brillantes por el sudor y el aceite, algunos de cabellos claros, otros de
pelo oscuro, piel amarilla y ojos brillantes. Trajinaban paquetes de mercancías,
recipientes de vino o pequeños paquetes; se olía a piel, grasas vegetales, y todas las
cosas indefinidas que siempre hay en un puerto.
Había también mucha gente que parecía desocupada. Incluso mujeres con
sombrilla paseaban o estaban en pequeños grupos charlando. Parecían esbeltas y
hermosas. Algunas tenían pelo rizado y llevaban muchos adornos, otras llevaban perros
muy cuidados, llevaban pañuelos decorados en la cabeza e intercambiaban miradas con
los hombres armados. Vi también bastantes literas llevadas por esclavos, cuyas cortinas
estaban echadas. Pero por aquí y por allí surgía de entre las cortinas un rostro de mujer
curioso.
Sentía admiración, pues en mi patria no era muy habitual ver mujeres mezcladas
en el puerto. Esto era propio solamente de las muchachas de clases inferiores o las que
llevaban una vida ligera.
De un grupo de hombres armados se oyeron gritos, uno soplaba un cuerno, otros
hacían señas. Por lo visto, conocían a Olov, pues él devolvió el saludo. Pero al saludar
me dijo:
—No pueden verme, pues soy el más fuerte de todos. Y, sin embargo, esos
semimonos actúan como si fueran mis mejores amigos. Me envidian el éxito y su único
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deseo es que algún día no regrese más. Es muy probable incluso que en tal sentido
rueguen a sus dioses, pero todo es inútil, pues siempre es Olov el que trae el botín
mayor.
Pareció satisfecho de poder decir esto.
Saltó a tierra y habló con un mensajero de Polícrates. Esclavos negros subieron a
bordo y comenzaron a descargar las mercancías ayudados por la tripulación del barco.
Cuando el sol estaba en el cenit el trabajo estaba ya prácticamente terminado.
Olov comenzó a arreglarse. Mientras el trabajo cesó, durante la pausa de la tarde, se
hizo arreglar los cabellos y untar la piel. Uno de los peluqueros cuidaba especialmente
de que su obra quedara perfecta. Al terminar su trabajo recibió dinero y también una
patada de Olov, que le trataba con evidente desprecio.
Descansamos un rato; luego Olov vino hacia mí y me contempló pensativo.
—Tu cara es agradable, eres un hermoso muchacho —dijo—. No he mirado
todavía qué llevas entre tus cosas, pero quizá tengas otro vestido. El que ahora llevas
está lleno de polvo del viaje. Todas las cosas están ya en orden; arregla, pues, tu aspecto
externo, ya que pienso llevarte a presencia de Polícrates para presentarte.
Tras estas palabras se dio la vuelta y marchó con aires de importancia
procurando realzar su figura para que todos admiraran sus bellas ropas.
Me desnudé en un rincón tranquilo y me lavé de pies a cabeza. Tomé de mi saco
ropa interior limpia, pero no tenía ninguna otra túnica. Ante mis ojos apareció la capa
roja. No había otra solución; así pues, eché sobre mis hombros el fino lino. Al fin y al
cabo, era hijo de un rey y quería presentarme a Polícrates con dignidad y orgullo.
Olov me esperaba ya impaciente. Cuando me vio agudizó su mirada, mientras
los hombres que allí estaban proferían exclamaciones de admiración como zumbidos de
insectos. La boca de Olov tomó la forma de una o, aunque de sus labios no salió sonido
alguno, hasta tal punto le impresionaba la capa real.
—¿Por qué me miras así? —le pregunté—. ¿Soy distinto del que era? Me llaman
Tamburas y tú mismo me elegiste por amigo.
Pero lo cierto es que me complacía su admiración y espoleaba mi orgullo.
Involuntariamente mis hombros se enderezaron.
El barbarroja suspiró.
—Pareces un rey —dijo finalmente—, o siquiera como un rey debieras parecer,
pues en realidad la mayoría son odiosos y viejos y se ocultan del pueblo para que nadie
conozca su aspecto desagradable y no se rían de ellos.
—¿Así es Polícrates? —le pregunté divertido.
Olov denegó con la cabeza.
—Su frente es alta y su realeza consiste en aventajar siempre a los demás. En
ocasiones, hasta yo mismo siento temor ante sus ojos. Me darás la razón cuando estés
ante él. Pero ahora ven, pues veo que todos nos están mirando y sospecho los
pensamientos que albergan las frentes de las mujeres que te miran.
Me dejó que fuera yo el primero en desembarcar como si el primer capitán no
fuera él. Esclavos y libertos se separaron para dejarnos paso. Las conversaciones de las
mujeres producían un ruido ensordecedor, parecía el chapoteo del agua en la arena.
Nosotros pasamos ante ellas. Algunas olían como flores silvestres, era un olor fuerte y
agradable. Vi el brillo de sus dientes blancos como el marfil y oí el susurro de sus
palabras. Una de ellas hizo un movimiento de excitación con los labios y alargó su
mano hacia mí.
Sentí que mi rostro se ruborizaba hasta tomar el color de mi manto.
—¡Eh! ¡Putas! —dijo Olov en voz alta—, enderezaos y tensad vuestro vientre o
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almohadones. Nosotros nos acercamos y nos sentamos a sus pies, mientras Sardos
permanecía en pie junto a una silla con los brazos cruzados. Un rayo de luz nos
separaba de él.
Yo contemplé el rostro, de proporciones perfectas aunque blando, del rey. Sus
ojos me miraron brillantes y rápidamente miré su boca que se abría.
—¡Dame el anillo! —dijo Polícrates en voz baja.
Yo me apresuré a darle la joya. Al hacerlo su mano derecha tocó la mía. La sentí
fría. Retiré la mía como si hubiera tocado a una serpiente.
—Es él —dijo Polícrates—. Es asombroso, más de doscientos hombres vieron
cómo lo entregué con mis propias manos al mar. —Tras mirar el anillo, me miró a mí y
luego a Olov.— Habla, marinero. Pero ahorra tus palabras, pues la gente aguarda en el
patio y habré de hablar con ellos.
Su voz había tomado un tono muy bajo, pero podía distinguirse perfectamente.
El barbarroja comenzó su discurso, e informó brevemente sobre el viaje, pero al
ver que la frente de su señor se fruncía, de inmediato pasó al tema central y le explicó
cómo pesqué el pez en cuyo interior se hallaba el anillo. Olov se cruzó de brazos y cerró
los ojos, como si la breve conversación le hubiera agotado las fuerzas.
—Sardos dijo que has dicho a la gente que aguarda en las puertas que este anillo
no es el mío. ¿Qué te llevó a decir eso?
—Pensé, señor, actuar en beneficio tuyo —se apresuró a responder Olov—. Son
muchas las cosas que he aprendido de ti. Una de ellas es precisamente que no siempre
resulta útil al pueblo saber la verdad. También una mentira si resulta convincente puede
ser considerada como la verdad por quien la cree. Por ello...
Polícrates hizo un gesto y se levantó de su silla. Involuntariamente también
nosotros nos levantamos. Polícrates contempló mi manto de color púrpura que rodeaba
mi figura, pero dirigió de nuevo la palabra a Olov.
—Has actuado lógicamente como un capitán en peligro, que sabe despreciar la
tormenta ante su tripulación, cuando ésa amenaza lanzar el barco contra las rocas. Pero
tu compañero mira como si no supiera discernir justamente entre una acción inteligente
y otra necia.
Me miraba insistentemente. Sus ojos oscuros se pegaron en mi piel.
—Es una pena que en estos momentos no pueda, joven amigo, que llevas un
hermoso manto, darte una lección sobre verdad y razón necesaria. Pero puedo decirte
que la primera exigencia de un gobernante es, en contra de toda especulación, tener ante
sí el bienestar de sus súbditos y hacer todo lo posible para evitar la intranquilidad,
prescindiendo por completo de los medios que para ello deba emplear.
Me hubiera sentido tranquilo si hubiera mirado a Polícrates, pero no era así. Y
continuó:
—Para un rey no existen conceptos absolutos. Bien y verdad son hermosas
palabras. Pero ¿puede alcanzarse con ellos siempre lo mejor para el pueblo? ¿No miente
a veces una mujer a su vecina para ocultar la mala conducta de su marido? Un
gobernante debe saber navegar entre la verdad y los subterfugios como un buen
navegante a través de rocas escarpadas. Un acto o unas palabras que hoy parecen quizás
amorales, mañana pueden hallar en la historia su justificación.
Levantó el anillo y lo puso a la altura de mis ojos.
—Mira esta esmeralda. Sería capaz, puesto que la gente es necia y los rebaños
prefieren siempre marchar al paso de la guía, de desencadenar una terrible tormenta que
pusiera en peligro la vida y el bienestar, sin que yo pudiera luego salir al paso de todos
los rumores.
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exhalaban un olor penetrante que excitaba los sentidos junto con la primavera. Por eso
el lenguaje popular denomina al primer día de estas fiestas el día de la inauguración de
los toneles. Pero el punto culminante era el segundo día, el día de la libación.
Las trompetas llamaban a las competiciones entre bebedores. Grupos de gente
que festejaban recorrían las calles, gritaban y cantaban, perseguían a las muchachas y
hacían muchos desatinos. Muchos jóvenes se habían disfrazado de sátiros y saltaban y
alborotaban como carneros salvajes.
Mi mente estaba confusa, embrujada por el vino, las rodillas me temblaban, pues
junto con Olov tomé parte en una competición en que él se mostró el maestro en el arte
de beber y demostró que era capaz de vaciar las copas con más rapidez que los demás.
Un hombre grueso le colocó una corona de hojas en la cabeza en señal de victoria. Olov
desempeñó, pues, el papel de Dionisio.
Uno de los bebedores contó que Conides, el sacerdote, en esa noche había sido
lanzado a un pozo vacío. Al contarlo se reía, pues era un mercenario y con toda
seguridad no era creyente. Los demás no se afectaron por la noticia. Gritaban y estaban
excitados sobremanera, tragaban vino y se despreocupaban de todo. De este modo la
noticia de la muerte de Conides apenas fue tenida en cuenta por el pueblo, a causa de las
fiestas.
Olov y yo paseamos por las calles. Queríamos incorporarnos a los grupos de
gentes que festejaban alegremente. A izquierda y derecha se agolpaba la gente para ver
el desfile de los festejos. En cabeza iban bufones que cantaban versos sobre los hombres
y los animales, incluso sobre Polícrates, pues en esos días había libertad total y se
permitía todo oficialmente.
Veinte hombres llevaban un enorme falo. Casualmente el enorme miembro de
madera cayó y fue recogido de nuevo. Las mujeres gritaron, las muchachas se
ruborizaron y los hombres hacían bromas sobre sus dimensiones.
Dionisio hizo su entrada en la ciudad sobre un carro que imitaba a un barco. Era
un hombre alto, vestido de dios, que danzaba como un loco sobre su carro y daba al
pueblo discursos orgiásticos. El muchacho parecía estar en éxtasis. Su barco iba rodeado
de silenos disfrazados, que gritaban a las mujeres voces groseras y se ofrecían como
demonios de la fertilidad.
Puesto que todo el mundo bebía, la agitación resultaba indescriptible. Hombres
incontrolados se lanzaron sobre las mujeres y las muchachas, abiertamente. Vi con mis
propios ojos cómo, apoyados en árboles, las gozaban indiferentes totalmente de la
presencia de niños.
Por la noche Olov me llevó a una casa de placer que era propiedad de la
prostituta más hermosa de Samos. Sina era una mujer de Lidia y los lidios permitían a
sus mujeres, era algo sabido, practicar la prostitución hasta que se casaran, para
procurarse un ajuar. Posteriormente, se dice, viven fieles a su esposo y se supeditan a los
hombres sin mirar a ningún otro.
En el jardín de la casa de placer se oían risas y susurros. Las antorchas lanzaban
una luz irreal. A veces gritaba un hombre que gozaba con alguna mujer, y su voz sonaba
como el relincho de un semental.
Sina no sólo era la más bella sino también la prostituta más rica de la ciudad.
Disponía de un numeroso grupo de siervas, bellas esclavas, que la ayudaban en el
trabajo suyo. Todo tenía su precio y todo podía recibirlo el que allí acudía, si disponía
de dinero para pagar. Había también muchachos en la casa y algunos visitantes no
acudían por las chicas sino por los efebos. Además acudían mujeres ricas que se sentían
insatisfechas de sus maridos o eran demasiado viejos para satisfacerlas. Yo creo que en
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lo que respecta a placeres de la carne, tales mujeres son las peores y todavía más
degeneradas que las muchachas que pertenecían a Sina.
En un estrado del jardín había músicos. Nosotros habíamos dejado nuestras
armas en una antesala, pues frecuentemente se entablaban luchas y Sina disponía de
guardianes corpulentos. Pero los asistentes se agrupaban según su procedencia o
riqueza. Polícrates recibía del negocio su impuesto.
Por todo el suelo había flores diseminadas por entre los almohadones para
sentarse. Dos esclavas con la cara pintada, con el cuerpo desnudo desde la cintura como
sirenas, estaban junto a nosotros. Un muchacho con profundas ojeras intentó abrazarme.
Mi mano le detuvo. Pero, sin embargo, llegó a besarme en la mano y se abrazó, beodo, a
una columna.
Las esclavas nos condujeron a un diván especial. El olor a vino y a flores
embotaba casi por completo mis sentidos. Sina apenas aparentaba tener los treinta años.
Su cuello, hombros y rodillas estaban cubiertos por un vestido fino. Sabía de los
misterios de la carne tapada y que lo que oculta un pedazo de ropa parece generalmente
de más valor que lo que se ofrece sin tapar.
Era realmente una mujer digna de observar, muy delgada, estilizada, pero de
grandes ojos y abundante pelo.
Olov resoplaba. Incorporó hacia adelante su cuerpo y llamó a la prostituta para
que se sentara sobre sus rodillas, para lo cual se procuró un almohadón. Sediento, besó
el brazo de Sina, como un perro que lame un hueso.
—Eres muy atento, y yo sé valorar esto —le dijo la mujer—, pero mi cuerpo
está abrasado por el aliento de los hombres. Además tengo jaqueca y siento mareos. Es
mejor que busques a otra, pues yo no lograría bastarte, oso enorme.
Con sus finos dedos acarició su cara y el hombre suspiró.
—Pero te conozco, Olov —prosiguió la prostituta—; no eres un mendigo y
sabes lo que es correcto. —Lanzó una cadena de perlas al arcón que había junto a la
cama.— Esto me lo dio hace poco un hombre tan famoso y rico como tú.
Con un ademán Olov se sacó dos monedas de oro.
—Ahora ve a divertirte, barbarroja —dijo Sina y dio una palmada cariñosa a
Olov—. Estoy cansada y mis muslos están agotados. Búscate una bella muchacha y no
olvides regalar algo también a mis esclavas, pues la vida es cara y muchas se proponen
comprar su libertad.
Olov se levantó. Parecía que sintiera un calor sofocante.
—Verdaderamente sabes encontrar siempre una nueva excusa para librarte. Pero
llegará el día, Sina, que no lo lograrás. Por hoy no te seguiré y me distraeré en tu casa
como un escarabajo en el muladar.
Tras estas palabras se apresuró a marchar y comenzó a perseguir a las
muchachas como quien caza gacelas.
—Ahora tú, Tamburas —dijo Sina. Con sus brazos delgados y desnudos hacía
movimientos cuyo significado a mí se me escapaba—. Es ya la segunda vez que acudes
a este lugar. Estás sano y eres hombre, pero ¿qué razones te impulsan a abstenerte?
¿Sientes temor ante las mujeres? ¿Te liga algún secreto? —Sus brazos se enlazaron y
me atrajo hacia sí.
Sina se repantigó, ronroneó como una gata y puso sus caderas junto a las mías.
Sus ojos eran oscuros, llenos de pasión y muy ágiles. Parecía una mujer que viviera no
sólo de la comida y bebida, sino por la irradiación de la sustancia que procedía de los
hombres.
—No me has contestado, Tamburas —oí su voz cerca de mi oído—. Pero puedes
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una extraña que nada comprendiera. Poco a poco su expresión fue variando hasta que
apareció en sus labios una sonrisa infantil. De pronto se sentó a mi lado, pero el
comerciante, por lo visto, no estaba para bromas y de un tirón de pelos la hizo volver a
su sitio.
—Oye, bella serpiente —dijo—. He pagado para que me atiendas, y
exactamente la suma que recibo por el trabajo de cinco días en el puerto. Nadie, ni
siquiera un grupo de elefantes, podrá robarme ni un ápice de lo que es mío. De lo
contrarío, habrá pelea. ¿Comprendes?
Estaba bebido; primero miró a la muchacha, luego me dirigió una mirada
amenazadora.
Yo me encogí de hombros y llevé la copa a mis labios. No tenía ganas de beber,
pero la carne había despertado mi sed. Pero ¿dónde estaría Olov? Quería decirle que
deseaba marcharme, pues, pese a que hubiera bebido, sabía que me buscaría.
Una esclava alumbró una lámpara de aceite y la colgó de la pared. Vino hacia mí
y en voz muy baja me dijo:
—Sina te aguarda, señor. Tiene algo importante que comunicarte.
—Puede hablar con quien quiera —le dije desabrido.
Me miró extrañada, pues la mayoría de hombres se apresuraban a acudir si Sina
les llamaba. Pero mis pies se pusieron en movimiento y como por sí solos me
condujeron ante la dueña de la casa, que me contemplaba. A pesar de que en la
habitación había muy poca luz y en sus mejillas se proyectaban sombras, su sola mirada
bastó para encenderme en deseos.
—No te he hecho llamar, Tamburas, para pedirte dinero —dijo—. No soy tan
necia, pues sé ver que eres un hombre que sabe apreciar lo que es justo. Con toda
seguridad sabrías recompensarme de lo que hubieras recibido. Pero, mientras, ha
llegado una a la que temo, pues tiene mucho poder y es una de las mujeres predilectas
de Polícrates. Aparece muy pocas veces por aquí, pero según tengo entendido el rey
pasa por un período de enfriamiento. Ve arriba, pues ha preguntado por ti. En lo que a
mí respecta, quiero advertirte que sería algo terrible que llegara a odiarme por tu causa.
Lentamente asentí con la cabeza.
—Me voy, pero a casa. No me agrada que me hables como si fuera algo tuyo y
tú pudieras disponer de mi persona. A mí no puedes comprarme ni tratarme como a un
objeto, como si fuera una pieza de ganado.
Pero pese a decir eso, permanecí de pie sin moverme y contemplé fijamente y
con enfado a la ramera, que se llamaba Sina. Me sentía como quien no sabe qué
decisión tomar. Quería decir algo importante, original, pero nada se me ocurría.
Sina entornó sus ojos.
—No hables tan fuerte —murmuró sorprendida, pese a que nuestras voces no se
habían destacado por encima del ruido que se oía—. Si ella quiere, puede perder a quien
quiera. Polícrates haría lo que ella le pidiera. Por eso te ruego que le concedas algo de tu
cuerpo y que luego vuelvas otra vez, cuando yo me encuentre sola.
Se enderezó.
—Si te estimas en algo, Tamburas, puedes también apreciarme, a pesar de que
tengo un negocio que tú desprecias. Ven, pues, mañana o pasado mañana. Estaré por ti
gustosa, pues, al igual que tú, aguardo ansiosa la hora en que podamos dormir juntos.
Podrás acariciar mi regazo y mis senos y haré que en tus venas corra la llama del amor.
Su mirada se oscureció. Rápidamente separó mi mano, pues algo se acercaba
como el suave susurro del viento. Un olor penetrante se expandió por el aire; volví la
cabeza. Era una joven muchacha, o mujer, ni alta ni baja, su cabeza me llegaba al
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Karlheinz Grosser Tamburas
hombro. El rostro era hermoso, en lo que se adivinaba detrás del velo con el que se
cubría.
Miró primero a Sina, luego a mí. Su perfil era noble y sus cabellos brillaban
como un esmalte oscuro. El vestido de la mujer parecía del más valioso lino. Estaba
adornado con hilos de oro y le cubría todo el cuerpo hasta los tobillos. Tan sólo su
pecho estaba descubierto, como era costumbre de las cretenses. Eran pechos como
pequeñas manzanas, que tenían unos pezones artificialmente agrandados, coloreados de
escarlata. Sus brazos, al igual que el cuello y los pechos, estaban cubiertos de purpurina.
Mientras mi mirada volvía a clavarse en su rostro, sus ojos me contemplaban con
destellos de fuego.
—¿Quién eres? —le pregunté suavemente, pues, al igual que Sina, esta mujer
tenía poder sobre los hombres. Según la norma, respondió que no sólo tenía capacidad
de excitar el cuerpo, sino también el espíritu.
Su suave risa sonó agradablemente en mis oídos.
—Soy aquel-que-tú-ves-en-mis-ojos.
—Separa tu velo para que realmente te reconozca.
Sus dedos tomaron mi mano y permanecieron en ella como un pájaro en su nido
caliente.
—Sígueme y apagaré tu sed.
Sin mirar a Sina, que estaba allí con una expresión dura como una enorme gata,
marchamos al piso superior, a una habitación que estaba separada por una cortina. Un
esclavo viejo salió fuera y se puso delante de la cortina a vigilar.
En el interior apenas había luz. La mujer echó en la cama cómodos
almohadones. Sin oponer resistencia, me senté a su lado. Su transpiración me quitaba el
aliento, me recordaba un campo lleno de sangre. Sus pezones coloreados de rojo
escarlata, ahora más oscuros, presentaban las puntas hacia afuera; la piel, llena de polvo
de oro, brillaba. Bajo el velo parecía sonreír.
—Haz que me refleje en tus ojos, como prometiste —murmuré por lo bajo.
Su voz resultaba apenas perceptible.
—¿Por qué no lo haces tú mismo?
Cogí el velo y se lo retiré lentamente de la cara. Mis ojos se habían habituado a
la semioscuridad. Su cara era realmente bella. La boca era algo grande para el pequeño
rostro, pero pareció abrirse y susurrar órdenes imperceptibles que me excitaban de
modo jamás experimentado. Mis nervios temblaban. Sus brazos se deslizaron por mi
espalda y abrazaron mis hombros. Los ojos de la mujer refulgían como si miles de luces
nadaran en ellos.
—¿Quién eres y por qué me siento sin defensas? —susurré.
—Ya lo sabes y sabrás más todavía —su sonrisa inundaba la cara.
Los labios se separaron y mostraron dos hileras de dientes blancos como la
nieve.
La sangre martilleaba en mis sienes.
—Tú, en quien mis ojos se hunden.
Incliné mi rostro hacia su boca, que me aguardaba como garganta sedienta.
Fuego ardía en mis venas, de nuevo me sentí acometido por un deseo irresistible. Su
lengua jugaba con la mía, los labios susurraban apasionadas palabras.
Con dedos temblorosos me quitó la túnica del cuerpo. Sus pechos se apretaban
contra mí. Me sentí derrotado por ella y me abrió su cuerpo.
Esa noche olvidé a Agneta, a mis padres, a Pisístrato, a mis amigos y a Limón.
Olvidé el mundo.
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Karlheinz Grosser Tamburas
SEGUNDA PARTE
No es mi intención valorar el tiempo que pasé en la isla de Polícrates, pero hubo
momentos que hicieron agradable mi estancia en ella cuando regresábamos de nuestros
viajes. La amante del rey, cuyo nombre era Pandione, era también la mía. No creo que
Polícrates se sirviera con frecuencia de ella, pero hablaba diariamente con ella y oía
gustoso sus consejos.
Siempre que nos encontrábamos secretamente, aquel-que-tú-ves-en-mis-ojos,
como yo llamaba a Pandione, parecía más hambrienta de mis besos. Parecía esforzarse
en que resultara dolorosa hasta el máximo la despedida tras una noche de estar juntos.
He de confesar que visité varias veces a Sina, pese a que su cuerpo era tocado
por más hombres extraños que marinos incultos puedan existir. Ni siquiera hoy puedo
aseverar cuál de las dos era la más experimentada, cuál era más perfecta en los asuntos
de amor. Pandione la compartía con el rey, esto realmente hacía que la prefiriera.
Transcurrieron casi dos años. En el mundo sucedieron muchas cosas. Lo
inesperado sucedió y también lo que los dioses desde hacía mucho habían pronosticado.
En lugar de una respuesta de los míos, supe de mi país que Pisístrato había muerto.
Hiparco e Hipias dominaban ahora incondicionalmente en Atenas. También Ciro, el
gran rey de los persas y medos, conquistó Lidia; Ciro, el que había llegado hasta
Babilonia y con sus soldados había abatido las murallas tenidas por invencibles, para
conseguir el reino de Babilonia, también él fue llamado por los dioses, que lo enviaron
al reino de las sombras. Pero murió como es propio de un soldado y rey, en el campo de
batalla.
Como tormenta irresistible, la fama del persa había llegado a Occidente. Su
victoria había liberado a fenicios y judíos. Como político hábil, supo ganarse amistades
e hizo de las dos naciones sus aliados, los fenicios a causa de su flota, los judíos porque
le adulaban y le llamaban elegido de sus dioses. Un profeta llamado Isaías, desde hacía
mucho, había predicho la liberación de los judíos del yugo de Babilonia.
Ciro comunicó a los judíos la autorización de regresar a Canaán. Allí le
resultaban útiles, a causa de su odio a los babilonios, en contra de un posible resurgir del
poder babilonio. Ciro permitió la restauración del templo judío, en donde halló de nuevo
lugar el arca sagrada, que Nabucodonosor había llevado consigo a Babilonia como
trofeo.
Así pues, ese hombre, Ciro, había muerto. De su hijo, Cambises, las noticias
informaban que estaba dispuesto a proseguir la obra de su padre, y pensaba incluso en
superarla. Mensajes secretos informaban de sus preparativos para la guerra contra
Egipto. Cambises quería someter a medio mundo y hacer que todos los hombres
temblaran al pensar en él.
Polícrates, el astuto zorro, envió secretamente un mensaje a Cambises
solicitando la amistad de los persas. No importunaría así a un aliado; por ese tiempo
tenía Polícrates otras preocupaciones. Miles de los habitantes de Samos, que no estaban
a su lado, y que él había separado del poder al adueñarse de la isla, se habían trasladado
hacia Occidente y se habían puesto a las órdenes de los lacedemonios. Contrajeron
amistad con los espartanos y procuraban arrastrarles a una batalla contra Polícrates.
Nuestros barcos habían despojado a varios comerciantes lacedemonios, de modo que las
palabras de estos hombres hallaron oídos propicios.
Para complacer a los persas, Polícrates llegó a traicionar incluso al rey de
Egipto, Amasis, con el que le unían muchos asuntos y al que llamaba amigo para toda su
vida.
Un día, cuando las colinas estaban verdes, los campos florecían, la uva
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Karlheinz Grosser Tamburas
maduraba en el campo y las ramas se inclinaban en los árboles por el peso de los frutos,
Sardos nos llamó a mí y a Olov a palacio. Marchamos hacia allí en un carruaje que me
había comprado para no olvidar por completo mi arte en guiar caballos. El brillo rojizo
de las nubes de la tarde se extendía por los campos y la ciudad.
—El rey pide le disculpéis —dijo Sardos—, en estos momentos no se siente
bien. Grandes cambios proyectan ya sus sombras.
Sus ojos brillaban como si fuera un perro que ve un hueso ante sí. Para mí
resultaba mejor que Polícrates no apareciera, pues a causa de mis relaciones con
Pandione me sentía con mala conciencia ante él.
—Cuando os veo sentados ahí —suspiró Sardos—, a ti, Tamburas, un valiente
joven, y a ti, Olov, imagen de la fuerza, ambos sin ataduras ni vínculos con nadie, con
qué gusto me cambiaría por vosotros.
Olov frunció la frente desconfiado.
—Si quieres meterte en mi suerte, te confesaré que con gusto me casaría. Pero la
mayoría de las madres esconden a sus hijas y se ponen ante ellas en cuanto simplemente
las miro.
—No se trata de bodas. —Sardos reía, pero de inmediato volvió a ponerse serio.
— Se trata de asuntos de la mayor trascendencia. Cambises, el rey de los persas, ha
hecho saber a Polícrates que acepta su amistad. Nuestro rey, para mostrar nuestra buena
disposición, ha enviado mensaje de que estaría dispuesto en una futura campaña a
contribuir con 40 barcos. Pero ayer llegó la noticia de que Cambises desea algunos
caudillos o estrategas para tomar conocimiento de ellos del modo de hacer la guerra en
Occidente, puesto que nosotros, griegos, conocemos mejor a los egipcios que ellos,
persas.
El sol había desaparecido ya. Un siervo vino y alumbró dos lámparas. Sardos
miró como una vieja lechuza.
—Polícrates te consagra una gran atención, Tamburas. Ha pensado en ti. Por tu
fama en ejercicios militares, cree que podrías ser la persona indicada. Incluso
últimamente se habla de tus éxitos entre las mujeres.
Su boca se torció.
—Muchas gentes quieren atribuirte cosas malas, pero el rey no presta crédito a
sus palabras. Por el contrario, ha pensado en enviarte como héroe a la corte persa.
Espero que su elección resultará tan de tu agrado que haga saltar lágrimas a tus ojos de
agradecimiento, pero parece que no comprendes mis palabras, pues por tu expresión se
diría que te comunico que vas a ser ejecutado.
Olov carraspeó. Cruzó sus piernas. Con toda seguridad se sentía incómodo.
Sardos rió complacido.
—Dejemos, pues, a Tamburas con sus pensamientos y ocupémonos de ti, Olov.
Tu misión será acompañar a tu compañero. Polícrates piensa que un hombre de tu
estatura y aspecto habrá de impresionar a los persas. Son más bajos que nosotros y
admiran la fuerza, la valentía y la corpulencia. Has sido, pues, también elegido.
El barbarroja reflejó en su cara la expresión del descontento. Según tenía
entendido, dijo, los persas daban más importancia a guerreros de otro tipo y no a los
hombres de mar; él no sabía nada sino de las artes de los barcos.
Sardos rió por lo bajo. Sus afilados dedos mesaron su barba.
—Prefiero hacer como si no hubiera oído tus palabras, Olov. Tamburas y tú sois
tenidos por amigos. Polícrates no os ha quitado la vista de encima desde la historia del
anillo. Vosotros habéis seguido sus indicaciones y él os ha recompensado. Hasta aquí
todo es correcto. Pero en lo que respecta a cierta mujer, Tamburas, podría suceder que la
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dije a Pataras—. Olov no piensa siempre lo que dice. Cuando el peligro amenaza está
siempre junto a los que vigilan. Lo único que lamenta es haber de abandonar el mar que
durante tanto tiempo le ha hecho de patria, y tener que marchar a un viaje por tierra.
Pataras puso una mano sobre su pecho y se inclinó profundamente.
—He de marcharme, pues por la noche vendré nuevamente para comenzar la
primera lección. Ya verás, señor, que al principio el persa es algo difícil, pero luego
resulta divertido de aprender.
Tres días después abandonamos la ciudad, sin ver siquiera por última vez a
Polícrates. Pandione me había enviado un recado para que nos viéramos, pero yo no
acudí para despedirme. De Sina me despedí. Lloraba, gemía y parecía desconsolada,
pues cuando una prostituta ama, su pasión es tan grande como la de diez mujeres juntas.
Prometió esperarme y comenzó a lamentarse con tales gritos que yo no acertaba a
comprender qué le pasaba.
Pensé en cómo lloraban Agneta y Tambonea cuando abandoné mi casa. Por
entonces era yo un hombre sin experiencia y sólo supe ver mi propio dolor. Ahora, en
cambio, agradecía a los dioses que hubieran mujeres que me quisieran, pues aunque
Sina tenía un negocio vergonzoso y muchas manos tocaran diariamente su cuerpo,
pensaba en serme fiel y amarme.
Polícrates nos había procurado lo más rico y valioso que existía en cuanto a
vestidos. En el barco de Olov había abundantes regalos para los persas. Teníamos
suficiente dinero para comprarnos caballos y carruajes en cuanto el barco tocara tierra.
Para dinero de emergencia nos había proporcionado un cofre lleno hasta arriba de
monedas de oro.
Olov parecía desconfiar. Tomó una de las monedas e intentó doblarla. Lo
consiguió a medias. Por fin tomó un hacha y la partió en dos. Era realmente de oro. Pero
Olov no quedó tranquilo con eso y continuó partiendo otras monedas del cofre.
Finalmente sus dientes rechinaron. Las monedas del fondo eran de un metal
blando, tan sólo tenían una débil capa de oro en la superficie.
Estábamos presentes Erifelos, el médico, Olov y yo. El barbarroja rompió otras
monedas «de oro» y ya todas las del fondo eran falsas.
—Así, pues, es verdad —dijo Olov— lo que un mercenario me contó. Para
situaciones especiales y para prevenirse de posibles extranjeros que quisieran
despojarle, Polícrates hizo acuñar una gran cantidad de monedas falsas. Los esclavos
que se ocuparon de ello fueron envenenados todos. El mercenario que me lo contó
colaboró en ese trabajo y era uno de los pocos que sabía por qué se mataba a aquellos
esclavos.
El barbarroja nos advirtió que debíamos guardar silencio.
—Sólo nosotros tres lo sabemos. No daremos las monedas a los persas, pues si
descubrieran la falsedad nos cortarían la cabeza. Pero en Efesos podemos engañar con
ellas a los comerciantes.
El viaje duró tres días. El viento nos era desfavorable. Hubimos de luchar contra
él y contra las olas. Los remeros tuvieron que esforzarse para impulsar el barco. El cielo
estaba cubierto y amenazante. Peces azules acompañaron nuestro viaje, saltaban alto
fuera del agua, de modo que sus formas se perfilaban claramente en el aire, y volvían a
sumergirse en el elemento líquido.
En Efesos, el puerto jónico de los lidios, Olov tomó el falso oro y se compró una
casa con un gran jardín. La inscribió a su nombre en el registro.
—Siquiera así el acto malo de Polícrates habrá tenido un final bueno —observó
—. En lugar de causar un perjuicio, ahora poseo una casa; si los asuntos van mal,
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siempre podré regresar aquí y cuidar de mi persona. —Me miró.— Jamás tuve nada
mío, Tamburas, incluso el barco que hasta ahora he gobernado pertenece a Polícrates.
Así pues, nuevamente la desgracia se ha convertido en suerte. Esto hace que me
reconcilie con tu destino y también contigo.
Su frente parecía ocupada con alguna reflexión.
—Quizá sería mejor que me quedara aquí y te dejara partir solo, Tamburas —
tras una pausa continuó—. Nadie sabe qué clase de hombres son los persas. Es seguro
que a causa suya tendremos preocupaciones. En cambio, aquí la vida es hermosa. Podría
tomar una mujer y educar hijos, Erifelos podría quedarse conmigo y ejercer su
profesión. Es algo útil tener en casa un médico.
—Si tal es tu voluntad, para que me quedara te verías obligado a pegarme y
hacerme prisionero para retenerme —dijo indignado Erifelos—. Mi camino está al lado
de tu compañero. Anteriormente pensaba, Olov, que tu felicidad y tus palabras eran
siempre una misma cosa, pero ahora me parece que has cambiado. Además, Polícrates
se enteraría de tu disparate. Lo que pudiera pasarte en tal caso puedes tú mismo
comprenderlo sin que yo nada te diga.
Erifelos tomaba parte en las clases que Pataras nos daba. Al contrario de Olov,
era aplicado.
—Podría ser que llevaras razón —dijo Olov, después de meditar un rato—, por
ello haré lo que me aconsejas y me quedaré con vosotros. Desde luego no emprendo con
gusto un viaje por tierra, pero lo que haya de ser que sea.
Agradecí en silencio a los dioses que hubieran iluminado la comprensión del
barbarroja. En Samos sólo una vez estuve en el templo de Hera para orar y hacer
sacrificios. La isla y Polícrates vivían sin dioses. Tal como la historia enseña, el rey
terminó de un modo terrible. Fue traicionado por el sátrapa lidio de los persas, Oretes, y
fue crucificado.
Por Pataras supe algo de la religión de los persas. No constituyen un único
pueblo sino que proceden de varias tribus distintas, entre las que el fuego y el agua son
algo sagrado. Al comienzo, en el mundo persa de los dioses, existían la luz y las
tinieblas. Ormuz, el dios del Bien, se manifestó a Zoroastro, que transmitió cuanto le
dijera. Ormuz, el Bien, y Ahrimán, el Mal, gobernaban el mundo como dos potencias
contrapuestas aunque no de igual fuerza, sino que el primero tenía un poder superior.
Ambos dioses son inaccesibles; están en todas las cosas, también en el corazón del
hombre, donde luchan incesantemente. Pero Ormuz no puede vencer por completo a
Ahrimán. El símbolo de Ormuz es el sol, que surge cada día de las tinieblas a las que
vence.
Las explicaciones de Pataras me causaron profunda impresión, pues desde hacía
mucho había advertido que en mi corazón moraban el bien y el mal y las luchas que se
entablan entre ambos.
Tras una estancia de varios días, durante la cual completamos nuestras
provisiones, adquirimos esclavos y anunciamos a la administración de Lidia nuestra
presencia, abandonamos por fin la ciudad de Efesos y marchamos con diez carros y más
de treinta esclavos en dirección a Oriente, hacia donde hacía años los persas habían
vencido, bajo la dirección de Ciro, a los lidios, en una gran batalla.
Olov lanzó una última mirada de añoranza a su casa y al agua espumante del
mar. El mar proyectaba sus colores verde azulosos sobre la tierra. Pero estábamos ya tan
lejos que no podíamos oír sus voces. Lentamente su imagen fue desapareciendo.
Durante el primer día Olov apenas decía palabra. Estaba en su carro, con la
mirada fija, sin mirar siquiera el paisaje nuevo. Me daba pena. Yo procuraba distraerle
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en lo posible. Pero un día volvió a tomar parte en las clases como si nada hubiera
sucedido.
Cuanto más nos apartábamos de los campos ribereños más nos acercábamos a
nuestro destierro. De Sardes, la capital del reino lidio, procedían muchos caminos que
conducían adonde hubiera agua potable. Sardes estaba hacia el norte, junto a la montaña
de Tmolos, en la fértil región de Hermostal. La parte inferior de la ciudad estaba
presidida por una fortificación amurallada que se conservaba pese a los muchos asedios,
cuando la ciudad fue tomada hacía siglos por los cimerios y saqueada. Después de que
Ciro conquistara Lidia, Sardes se convirtió en la sede del sátrapa y era a la vez el último
oasis floreciente en nuestro camino a través de estepas, polvo y regiones rocosas.
Detrás de Sardes comenzaba la vía real, construida por los persas para su correo.
Primero llevaba en dirección al este y luego hacia el sudeste, pasaba a través de frigios,
capadocios y armenios, jalonaba el país de los sagartiros y casitas, para finalmente
terminar en la residencia nórdica del dueño, en Susa. A una distancia de cinco
parasangas1 consecutivamente los persas habían construido a izquierda y derecha del
camino estaciones guardadas por cientos de soldados, cuya misión consistía en proteger
el comercio y el tránsito. También había puestos administrativos y escribas que se
encargaban de tomar nota de quienes pasaban, y ejercían el poder policial.
En estas estaciones cambiaban sus caballos los mensajeros persas, encontraban
comida y bebían, a la vez que recibían un lugar para dormir mientras otros tomaban su
correo y llevaban los mensajes del rey.
Las cuestas de Sardes quedaban ya detrás de nosotros. El suelo se hizo duro y
pedregoso. Por el norte venía el viento arenoso de Misia y al mediodía un disco de sol
despiadado nos abrasaba. La visión era más perfecta por la mañana, cuando
desmontábamos las tiendas. Entonces divisábamos la masa de las montañas, un vago
montón de piedras, lanzado por los dioses como mancha azul gris. Un abismo de
silencio que impresionaba.
A causa del calor, al mediodía descansábamos en las pocas sombras que
hallábamos en el camino. Por el contrario, por la noche, mientras el cielo centelleaba
lleno de estrellas, hacía mucho frío y Pataras nos contaba que en invierno incluso a
veces las piedras estallaban a causa de la intensidad del frío.
En todas partes donde llegamos, pueblos o localidades, Olov despertaba un gran
escándalo a causa de su estatura y su barba de fuego. Esto complacía especialmente a
Olov, sobre todo cuando se dedicaba a perseguir muchachas. Y puesto que siempre
continuaba con sus ideas sobre lo que es el amor, un día llegó a ponernos en auténtico
peligro.
La última estación persa estaba totalmente ocupada. Había dos caravanas
descansando y además aguardaban una sección de jinetes. Por eso nuestra gente
continuó camino hacia el pueblo siguiente para buscar allí sitio. Al cabo de media hora
de camino llegamos al puesto de agua. Algunas cabañas pobres se agrupaban en círculo
a su alrededor. A una distancia prudencial Pataras ordenó que se montaran las tiendas.
Los hombres que allí se veían tenían una cara correosa. Masticaban cebollas y pan duro
y tenían aspecto de gente medio muerta de hambre.
Uno de nuestra gente, llamado Lamisak, procedía de esta región. A mí me
resultaba desagradable. Tenía unos ojos inquietos. Los tenía muy juntos bajo una frente
pequeña y encima de una nariz enorme muy huesuda. Su boca era estrecha y hablaba
muy poco. Pero aquella tarde paseó con una muchacha por el campo. A diferencia de la
mayoría de los habitantes de allí, la muchacha tenía muy buen aspecto. Cuando la vi
1 Medida itineraria persa, equivalente a 5.250 m.
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dificultades. O... ¿Quizás incluso le había pasado algo? El espanto recorrió mi cuerpo
como un cálido flujo. En voz baja, di órdenes a Pataras.
—Indiferentemente de lo que suceda o no suceda, tomarás un caballo y
marcharás rápidamente a la estación. Pide la ayuda de los soldados persas. Pero aguarda
a que haya hablado con Lamisak para partir. Si yo no te hago ninguna seña, haz lo que
acabo de ordenarte. Ve ahora fuera; yo voy inmediatamente; sal pues, no sea que el
individuo sospeche algo.
Me vestí rápidamente, envainé la espada y abandoné el calor de la tienda.
Lamisak estaba junto a Pataras y Erifelos.
—Bueno, ¿qué pasa? —pregunté desabrido para impresionar al hombre—.
¿Dónde está mi compañero? Marchó contigo. ¿Qué ha sucedido?
—¿Puedo hablarte a solas, señor? —rogó Lamisak con voz baja.
—¿Tú pones condiciones, un siervo? —Levanté la mano como si fuera a
golpearle en el rostro. Lamisak me miró con ojos aterrados.— Haré que te golpeen hasta
que tu lengua se suelte.
—Eso sería mala cosa. Para ti y para tu amigo. Antes de que llegaras a saber
algo él habría muerto.
Erifelos gruñó indignado. Sacó una navaja para clavársela en el costado.
Rápidamente levanté la mano.
—Para esto hay siempre tiempo. —A Lamisak le dije—: Pongámonos hacia un
lado.
Así lo hice para dar oportunidad a Pataras a que se alejara sin ser advertido.
Nos acercamos hacia dos siervos que vigilaban los caballos y los carros. Uno de
ellos bostezaba.
—Habla, pero sé breve —le ordené—. Indiferentemente de como terminen tus
palabras, no creas que podrás salirte de este asunto. Mis pies son muy ligeros. Pese a la
noche, mi puñal te alcanzará con toda seguridad. —Lamisak guardaba silencio.— ¿Eres
un bandido?
—Los hombres ricos son más poderosos. Sólo hay dos caminos, o se los cuelga
o ellos ganan.
—No creo que hayas venido para discutir conmigo; otra cosa leo en tu frente.
Habla, pues.
—Nada más sencillo que lo que pasa —sus ojos brillaban—. Eres rico, señor, y
también inteligente. Por el contrario, la tribu a la que pertenecemos la muchacha y yo es
pobre. La gente ni siquiera vive en el pueblo, como podrías suponer. Mis camaradas nos
seguían desde hace tiempo. Que los encontrásemos aquí no es casual.
—Vayamos al asunto.
—Quiero proponerte un negocio, señor, un intercambio. La vida de tu
compañero a cambio de una parte de las cosas que lleváis. Digamos, la mitad de tu oro y
diez caballos, nueve de ellos llenos de cosas y víveres. —Me dejó tiempo, luego
continuó—: Ya ves que no somos malvados, vosotros sois dos y cada uno puede
renunciar a la mitad, pues donde hay riqueza acude nuevamente la riqueza; en cambio,
nosotros los pobres sólo tenemos el pan seco.
—¿Cómo sé yo que Olov vive?
—Si te atreves, puedes convencerte por ti mismo.
—¿Me llevarás junto a él?
—Deja tus armas aquí.
—¿Y si me niego?
—Entonces no podrás convencerte. Además —encogió sus hombros—, podrías
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Por lo visto y por suerte, Erifelos no había contado nada a nadie, pues el
guardián estaba sorprendido como un niño.
Erifelos vino hacia mi tienda.
—Habla lo menos posible con él — me advirtió Lamisak—, tan sólo lo
imprescindible.
Erifelos entró y le clavó la mirada como si quisiera petrificarle. Su cara estaba
roja de indignación.
—Olov se encuentra en manos de los bandidos —le dije—. Debemos comprar
su vida. No hay otra posibilidad para poder continuar nuestro viaje sin impedimentos.
No hagas preguntas ahora, por favor. Debemos ocuparnos en que todo esté a punto. Lo
demás lo sabrás luego. Uno de los siervos traerá un caballo. Indícamelo cuando esté
frente a la tienda.
Tomé una de las antorchas que ardía allí en la tienda. El arca estaba llena hasta
la tercera parte con monedas auténticas; encima había monedas de plata. Puesto que
Olov logró comprar su casa en Efesos a muy buen precio y para la compra de caballos y
carros empleó el dinero restante de las monedas falsas, había quedado mucho dinero del
que Polícrates nos había dado para el viaje.
Lamisak miraba en derredor. Una copa de oro y una ánfora adornada ricamente
le gustaron mucho. Junto con varias copas que tenían incrustaciones de piedras
preciosas, lo escondió todo en su saco. Cogió anillos, aros y una pequeña alfombra para
alegrar con ello el corazón de su mujer. Cuando iba a coger mi manto mi indignación se
sublevó.
—Cógelo —le dije con los labios pálidos— y será la primera prueba que te
conduzca al castigo, pues todo el que te encuentre se preguntará cómo pudiste conseguir
tal manto real.
Lamisak torció la boca.
—Estás loco por advertirme. Pero llevas razón, por poco hago algo absurdo; el
verdugo hubiera podido cortar mi cabeza por ello.
Dejó, pues, el manto, pero tomó tres botellas de alabastro.
Un caballo coceaba frente a la tienda. Erifelos entró. Me ayudó a cerrar el arca.
Juntos la llevamos fuera, donde Lamisak la ató, junto con su saco, al caballo.
Una luz clara se desprendió de una estrella fugaz e iluminó la noche. Lamisak se
asustó y se encogió como un árbol agitado por el viento. Miró a Erifelos.
—Antes que partamos, señor, ordena a aquél que nadie nos siga, pues ello podría
costarte la vida y la de tu compañero.
—Nosotros somos hombres de bien —respondió Erifelos, y su cara reflejaba el
odio—. Pero nos movemos bajo el sol con la conciencia tranquila. Por el contrario, tú
eres malo e incluso una luz de estrella pierde por ello su lugar en el cielo. El mal pesa
sobre tu vida. No, en cambio, sobre la de mi señor, Tamburas, al que los dioses protegen
y seguramente no han predispuesto que tenga un final doloroso. En cambio, tú y los
tuyos hallaréis inevitablemente el castigo.
—¡Vamos! —ordené rápidamente antes de que el médico pudiera decir algo que
nos comprometiera.
Que Pataras faltaba pareció no observarlo Lamisak. Di un suave golpe al caballo
y se puso en movimiento. Hice una seña a Erifelos y le dije que estuviera tranquilo en lo
que respecta a mí y a Olov.
Lamisak expresó sus temores.
—Tu médico es un hombre violento —dijo mirando con temor hacia la tienda—.
Su cara es redonda como la luna llena, pero cuando me mira siento algo desagradable a
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veía una cueva de pequeñas dimensiones. Atado como un paquete de mercancías, yacía
Olov en el suelo. Jadeaba. Por lo menos vivía.
—No es mi intención engañarte —me dijo Mirón— y pretender presentarme
ante ti como más magnánimo o mejor de lo que en realidad soy. Pero puesto que es la
primera vez que conseguimos un botín tan grande sin perder una sola gota de sangre,
intentaré mantener mi palabra y regalaros la vida como a bufones desgraciados. Pero
permite que ate tus pies y te deje junto a ése, que creyó ser un toro y no fue sino un
buey. Quizá lograrás o lo logre tu compañero, salvarte a ti mismo. De lo contrario, con
toda seguridad acudirán hombres que descubran vuestra desgraciada situación. Aquí en
este lugar hay lobos sólo en invierno, no sé que haya otros animales salvajes. Así pues,
lo peor que podrá sucederos es tener que pasar frío. Pero creo que ya estaréis
acostumbrados.
Después de tales palabras los bandidos me ataron y me dejaron junto a Olov.
Este murmuró algo incomprensible. Cuando le pregunté qué decía, me contestó que un
individuo le había golpeado con un enorme mazo. Temía, dijo, que el chichón fuera más
grande que su cabeza. La muchacha que le vigilaba se echó a reír al oír estas palabras.
Nos quedamos solos, pues Mirón y la muchacha estaban en ese momento
hablando con Lamisak y los otros. Oíamos sus voces alteradas, aunque no podíamos
entenderles.
—Seguro que están tramando alguna otra perrería —dijo Olov—. Lástima que
sólo conozco la técnica de la guerra, así han podido cazarme con una red, como se hace
con un oso. ¡Esos malditos bandidos!
Tenía ganas de reír, pues pensaba que Olov en realidad no hizo para Polícrates
más que sorprender en los mares a viajantes pacíficos. En realidad, las cosas cambian
mucho según desde qué prisma se contemplen.
Las voces fueron apagándose, luego dejaron de oírse por completo. La caravana,
con nuestros caballos, víveres y oro, se puso en movimiento. Oí como hombres
chasqueaban con la lengua e incitaban a los caballos a marchar más deprisa. Uno de los
bandidos se quedó y vino hacia nosotros.
Era Mirón.
—En realidad, hallaros ha sido para mí una suerte —comenzó a decir—. Os
aprecio ciertamente, pues ahora podremos comer, y antes, en cambio, nos moríamos de
hambre; ahora podremos beber y antes nos moríamos de sed. Ahora somos ricos. Y todo
eso os lo debemos a vosotros. Nuestras mujeres nos alabarán, nuestro acto no quedará
sin gloria ni pena en el pasado. Los más ancianos de la tribu se alegrarán y los jóvenes
nos manifestarán su respeto. Por ello no quiero hacer lo que la mayoría me pide.
Hizo una pausa, aguardando que nos diéramos cuenta de lo que estaba diciendo.
—Deberíais morir —continuó Mirón—. Para que no hubiera ningún testigo, a
pesar de que ya les dije que toda vuestra gente bien conoce a Lamisak, al que podrían
reconocer en caso de que nos cogieran. Pero mis compañeros, pese a todo, están por
vuestra muerte, todos ellos, a excepción de la muchacha y yo. Es hermana de Lamisak.
Pero tiene un corazón blando y cree que nuestro gigante de aquí la amó
verdaderamente... Sí —concluyó—, ahora ya sabéis lo que se ha decidido respecto a
vosotros.
Olov había abierto los ojos y le miraba petrificado.
—Oye, bandido —murmuró indignado—. Nadie te obliga a dejarnos con vida.
Además, poco sudor te costaría. Con dos golpes en el lugar adecuado y estará terminado
el asunto.
—Ya ves —me dijo Mirón—, tu compañero es verdaderamente un buey —abrió
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antorchas proyectaban una luz irreal. Un perro lamía mis pies. Alguien le llamó.
—¡Tamburas!
Este era Pataras. Una sensación de alivio se derramó en mi cerebro como una
corriente de sangre caliente. Los dioses habían escuchado mis preces, estábamos
salvados. Oí voces que hablaban en persa. Comprendía algo de lo que los soldados
decían, pero no era momento de mostrarme orgulloso de mis conocimientos del idioma.
Manos protectoras me levantaron y con un puñal soltaron mis ataduras. Dos, cuatro, seis
brazos trabajaban a la vez y me pusieron en pie. Me hubiera caído si me hubieran
soltado. Pataras me abrazó y besó, su boca pronunciaba palabras, pero no fui capaz de
responderle.
Olov recibió la misma ayuda que yo. Los persas nos condujeron hacia un lado y
otro, nos apoyaban, mientras nosotros procurábamos que las piernas volvieran a la vida.
Olov con su barba ofrecía un cuadro lamentable. Parecía que su cara se hubiera
petrificado.
—¡No estás helado! —le dije, y sentí que una sonrisa subía a mis labios.
Olov exhaló un quejido. Sonaba tanto a queja, que Pataras y yo rompimos a reír
liberados.
Por fin nos tranquilizamos.
—Cabalgué como un rayo —explicó Pataras—. Pero me parecía que el caballo
no daba un paso. Los persas comprendieron muy pronto de qué se trataba, pero puesto
que mis palabras se agolpaban unas a otras no llegaron en un principio a entenderlo
todo. Me rogaron que volviera a contarlo todo. Así pues, hasta ahora no pudimos llegar,
y si quieres puedes darme las culpas a mí.
Sonreía, pero antes de que Pataras continuara, el jefe de los persas le llevó hacia
un lado.
—En estos momentos espero que mi gente esté alcanzando a los bandidos. Dejo
dos soldados con caballos junto a ti y tus compañeros para que fácilmente regreséis a
vuestro campamento. Antes de que me marche, quiero darte un consejo, a ti que estás en
camino hacia el rey de los reyes. Instalad siempre vuestros lugares de reposo junto a
estaciones, pues quien lleva plata y oro no ha de asombrarse de que los bandidos le
localicen como a un pedazo de carne las moscas. —El persa tenía un rostro oscuro. Dio
un paso hacia atrás.— Esto te lo dice Kaikadán, el jefe. Toma en serio mi consejo, pues
no acostumbro a repetir mis palabras.
Se dio la vuelta y saltó a su caballo, sin decir nada más. Levantó su brazo y
espoleó su caballo. La luz de las antorchas nos abandonó y también los ladridos de
perros. Todo sucedió con la misma rapidez que en los sueños.
Los dos soldados levantaron a Olov, luego a mí y nos colocaron encima de los
caballos. Pataras cabalgaba en medio y vigilaba que no cayéramos. El camino me
pareció tan largo que me admiraba que no amaneciera todavía. Mis miembros volvían a
sentir vida, pero los pies me dolían atrozmente.
En el campo todo el mundo estaba despierto. Los soldados habían despertado a
todos los siervos. Una parte de ellos nos recibió con antorchas, pese a que las estrellas
ya palidecían su brillo y en el oriente el cielo estaba ya rojo. Los hombres reían,
apretaban nuestras manos y se alegraban de nuestro regreso. Nos acompañaron hasta la
tienda donde Erifelos estaba. Erifelos se inclinó ante mí. Levantó sus brazos, sin decir
palabra. Sus ojos brillaban.
—Pese a que mi razón no creyera en ello, Tamburas, mi corazón me aseguraba
que volvería a verte. Los dioses están contigo y protegen tu camino, de modo que las
desgracias con que Olov tropieza nada pueden contra ti.
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Con ayuda de los demás descendí del caballo. Olov tenía cara de dolor. Tenía un
chichón enorme en la cabeza y ahora comenzaba a dolerle. Cuando los bandidos le
cogieron le habían arrancado un diente.
—Estoy cansado y medio muerto —dijo—. ¿Qué he de hacer, Erifelos, para que
te ocupes de mí y de mi salud? De aquella gente espero lo mejor: que se hayan helado
en el frío. Pero quema mis vestidos y dame otros para que quede todo bien olvidado.
Pronto ardió una fogata y calentaron agua. Pataras procuraba hacernos entrar en
reacción aplicándonos agua caliente y fría, sucesivamente. Los vestidos fueron
quemados. Luego, Erifelos nos dio masajes en el cuerpo con aceite perfumado. Los
siervos nos envolvieron en toallas calientes y nos llevaron a la tienda.
Con el calor me sumí de inmediato en el sueño profundo y me desperté hacia
mediodía, tomé algo de carne, verduras, fruta y una sopa caliente, oí estornudar a Olov
y me dormí de nuevo inmediatamente.
Cuando el día declinaba me sentí descansado. Sentía intranquilidad y quise
levantarme. Fuera oía voces, relinchaban caballos y oía reír a soldados persas. ¿Habían
regresado ya? Erifelos entró en la tienda. Me prohibió que me levantara y dijo:
—Puesto que hoy soy tu médico, has de obedecerme. Mañana podrás de nuevo
hacer lo que quieras de tu cuerpo. Mira a Olov, es más razonable que tú. Duerme y ni
siquiera le despiertan nuestras voces.
El barbarroja roncaba.
—Los soldados han regresado —continuó Erifelos—. Pataras está hablando con
el jefe. Desde luego, no hubiera creído que llegaran a cogerlos.
Así pues, no era un sueño, ni fantasías, no se trataba de imaginaciones de mis
nervios destrozados.
—¿Cómo están?
—Dos persas han resultado heridos.
—¿Y los bandidos?
—Al mediodía Kaikadán los cogió. Los bandidos se protegieron tras rocas y
cabañas, pero los caballos los traicionaron al relinchar. Los soldados les rodearon y les
lanzaron flechas hasta que dejaron de resistirse.
—¿Han muerto todos?
—Vive el cabecilla, otro hombre y una muchacha. —Erifelos movió su cabeza
pensativo.— A veces el tiempo de los malos se prolonga, pero siempre son alcanzados
por el castigo.
Yo nada respondí. Mirón había mostrado frente a mí y Olov su magnanimidad.
Ahora estaba preso y con toda seguridad le aguardaba la muerte.
Al día siguiente me despertaron unos gritos. Olov se había levantado ya. Tenía la
nariz muy enrojecida y estornudaba con frecuencia. Entró en la tienda con Pataras.
—Levántate, Tamburas —me dijo—. Hoy hemos de ir a la estación, pues,
después de comer, los bandidos recibirán el castigo merecido. Por todas partes se ven
soldados que acuden para llamar a la población a que acuda. Los persas tienen miedo de
que uno de ellos pueda morir de la fiebre.
Mirón y la muchacha se me aparecieron. Sentí desasosiego.
—No podré ver eso —le dije de malhumor.
—Pero debes ir, Tamburas —dijo Pataras, y su voz manifestaba preocupación. Si
no acudes, Kaikadán, el capitán de los persas, se sentirá molesto. Además, nadie más
que tú y Olov puede reconocer realmente a los bandidos y descubrir el complot suyo
con Lamisak. El siervo fue muerto ya con seis disparos de flechas. Un saludo tras otro
de los persas se hundieron en su cuello.
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Karlheinz Grosser Tamburas
La luz que caía sobre nosotros era roja como la sangre. El disco solar estaba ya
en el cielo, frente a él se veía una nube delgada. Levanté la cortina y contemplé a los
siervos comiendo, bebiendo y charlando. Algunos manifestaban su descontento de que
la muerte de Lamisak hubiera sido tan rápida. Hice seña a Pataras y le dije:
—Los persas con toda seguridad torturarán a los bandidos. ¿No sería mejor que
no acudiéramos y continuáramos nuestro viaje?
Pataras me miró asombrado, como si no me comprendiera.
—Espero que el espanto pasado no haya hecho perder tu razón. Kaikadán te
necesita a ti y a Olov como testigos. Ya te lo dije. Enviaría soldados a que nos buscaran.
No ganarías, Tamburas, sino que simplemente perderás tiempo y prestigio entre los
siervos.
Cuando nos pusimos en camino vimos muchos grupos de gente que iban en la
misma dirección: hacia la estación. Eran grupos de hombres, mujeres y niños. Algunos
iban en burros; la mayoría, sin embargo, a pie. La llamada de los cuernos persas hacía
acudir a esas gentes como a hormigas.
Erifelos fue el único en quedarse en el campo, pues según dijo debía vigilar a los
dos enfermos que quedaban. Uno de ellos tenía lombrices, el otro descomposición.
Antes de subir al carro, Erifelos me entregó una cantimplora de cuero llena de vino.
—Tómala, la necesitarás.
Junto a la estación, en una edificación de madera con establos para los caballos,
estaban ya cientos de hombres. Por lo visto, las gentes estaban dispuestas a contemplar
esta muerte como si se tratara de un acto festivo. Charlaban animadamente, comentaban
los distintos tipos de tortura y contraían sus rostros como si estuvieran saboreando el
vino más dulce.
Junto al camino en que la casa proyectaba su sombra, soldados persas cavaban la
tierra e instalaban dos palos. Venían más soldados de la estación. Traían a los dos
bandidos atados. La gente murmuraba; luego apareció Kaikadán. Por todas partes la
gente estiraba el cuello para ver mejor. Delante, en las primeras filas estaban mujeres y
niños sentados, detrás los hombres. Mi mirada encontró a aquella mujer de la cabaña
que daba a su hijo el pecho. Me miró indiferente y continuó acariciando el cabello a una
pequeña niña.
Junto con Kaikadán entramos Olov y yo. Fuimos junto a los bandidos. Uno de
ellos parecía más muerto que vivo. Sus ojos estaban cerrados, apenas respiraba. Su
espalda estaba perforada por tres puntas de flecha. Mirón estaba herido en el pecho y en
los brazos. Los persas le habían clavado las flechas y luego las habían cortado. Las
puntas estaban todavía dentro de su carne. La cara de Mirón tenía un tono azul
amarillento, pero parecía conservar la conciencia. La muchacha era la única que no
presentaba heridas.
—Os pregunto a vosotros, Tamburas y Olov —dijo Kaikadán—. ¿Reconoceréis
en esa gente a los bandidos?
Afirmé con la cabeza, pues no podía hablar.
—Son ellos —dijo satisfecho Olov. Se sonó—. Pase lo que pase, son ellos los
culpables de su castigo —continuó—. No me siento responsable del castigo que
recibirán.
Un sonido de queja salió de los labios de la muchacha. Mirón había
comprendido bien las palabras de Olov. Le echó una siniestra mirada, luego sus ojos me
buscaron a mí. Me incliné para comprender sus palabras. Mirón jadeaba y hablaba con
mucha calma.
—Tu vida y la de tu compañero... estaban en mis manos... Yo respeté vuestra
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vida... contra la voluntad de los demás... Por tus dioses... haz que lo que ha de suceder
sea rápido... y procúrame una muerte sin dolor... Que debo morir... lo sé... Pero tú
puedes mostrarte benévolo...
Mis manos comenzaron a temblar, sentía que en mi boca se acumulaban palabras
torpes. Mi mano se curvó sobre la espada. Kaikadán me tomó por los hombros y me
levantó. Daba señas con su cabeza. Inmediatamente varios soldados se interpusieron
entre nosotros y los bandidos.
—Si habéis de matarle, hacedlo rápido —le dije a Kaikadán.
Pareció no comprender mis palabras y yo repetí mi petición.
—¿Tú suplicas por ellos? —preguntó asombrado—. Cometían actos de
violencia, barbarie y latrocinio. Que haya una mujer entre ellos no cambia las cosas, si
es que a ello te refieres. Los castigos están ya determinados. Nadie, ni siquiera yo,
puede cambiarlos. —Kaikadán me miró fijamente.— La gente dice que eres un héroe en
tu país. Yo no lo sé. Pero si alguna vez hubiera de entrar allí con mi gente, vencería con
toda seguridad si las gentes de tu pueblo tienen un corazón tan blando como el tuyo.
Pataras me tiró de las ropas. Olov abrió el saco y bebió vino, luego me alargó a
mí la botella. Me propuse no mirar, pero desde donde estaba me era imposible.
Los persas echaron al suelo al primer bandido, le quitaron los ojos con un
cuchillo candente, cortaron grandes pedazos de carne de su pecho desangrado y echaron
sal en las heridas. Por lo visto, su espíritu estaba ya apagado a medias, pues sólo por dos
veces enrojeció; su cuerpo parecía el de un cadáver. Indiferentes de que sus torturas
obtuvieran tan poco éxito, los soldados le cortaron brazos y piernas y separaron
finalmente el muerto torso.
Un murmullo se elevó de entre las gentes. Ahora era la muchacha la que tocaba
en turno. La desgraciada ofrecía un aspecto lamentable. Su rostro estaba blanco y
cubierto de sudor. Sus ojos reflejaban terror. Gritos terribles surgían de tanto en tanto de
su garganta y me golpeaban la espalda.
Por orden de Kaikadán los soldados trajeron dos caballos. Ataron a la muchacha
por el pelo a un caballo y por los pies al otro. Sus manos estaban asimismo atadas sobre
la espalda.
Estaba casi desnuda. La muchacha se encogía llena de miedo sobre la tierra.
Sentí una gran compasión, pues vi en sus piernas las señales de mordiscos de perro. Lo
que Lamisak me dijo vi que era verdad. No era gruesa ni estaba bien nutrida.
El capitán dio la señal. Dos soldados golpearon a los caballos. Los animales
saltaron. La muchacha flotaba sobre el aire como una pluma. Sus gritos de dolor
provocaban heridas en mi pecho. Me sentía paralizado, hubiera querido saltar en su
ayuda, pero mis pies estaban fijos. Lleno de terror, ni siquiera podía apartar mis ojos del
espectáculo.
Por diez o veinte veces los soldados azuzaron a las bestias. El pelo de la
muchacha tenía una fuerza increíble. Pese a que los animales estiraban con toda su
fuerza, no podían arrancar el pelo, mientras un hombro se le dislocaba y los tendones se
rompían. Finalmente la muchacha sucumbió por un terrible golpe en la nuca. La
indignación inundaba mi pecho como si dentro tuviera miles de hormigas.
Mirón sonreía con desprecio cuando los persas echaron excrementos secos bajo
sus pies, pero vi sus ojos aterrados y empalidecer su rostro. Desde lejos el fuego
aparecía como imagen de fiesta. Los tendones de Mirón se crisparon en el cuello, su
pecho se elevaba y descendía rápidamente, pero sus labios permanecían cerrados.
Puesto que no lanzaba gritos de terror, Kaikadán mandó que le cortaran la
lengua. Los persas colocaron en sus pies cuñas de hierro, le pusieron de pie y le
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disco del sol en ocaso teñía de rojo campos y huertas, Pataras me contó que para los
persas todo hombre posee un alma que después de esta existencia del cuerpo está
durante tres días y tres noches cerca de la cabeza. Ormuz, el dios del Bien, y Ahrimán,
el dios del Mal, luchan por poseerla. Mientras el alma lucha y ora. Los actos que el
cuerpo ahora muerto realizó en su día, se le aparecen al alma y motivan su miedo, si es
que son malos, o elevan su esperanza, si es que son buenos. Pero después de esas tres
noches el alma ha de traspasar el paso del tiempo a la eternidad. Ese paso es muy
estrecho en el medio y agudo como una espada. El alma en que pesan más los malos
actos resbala y cae al abismo; la buena, por el contrario, puede pasar con facilidad y
alcanza el lugar de la bienaventuranza.
—Ningún cuerpo, Tamburas —me explicaba Pataras—, ni el tuyo, ni el mío, ni
el de Mirón, es destruido. Contempla las cosas de este mundo. Al igual que nubes se
forma siempre nueva vida, de las partes de nuestro cuerpo se logra dar nueva vida a la
tierra, las plantas, animadas por el agua o el fuego, para que en más o menos tiempo
alcancen una nueva forma, un nuevo cuerpo, una nueva planta, es decir, renacen en una
nueva materia.
Todo esto me explicaba Pataras y muchas cosas me resultaban con eso
comprensibles de cuanto creían los persas.
En nuestro viaje a Cambises, el rey de los reyes, hallamos pueblos y localidades
distintas, pequeñas y grandes, descansamos junto a ríos, atravesamos ciudades alegres y
pasamos por estaciones donde funcionarios, escribas y soldados tenían mucho trabajo en
conseguir que los pueblos vencidos pagaran los debidos tributos.
Olov aprovechaba al igual que yo el tiempo para aprender. Pataras le enseñaba
también ejercicios acrobáticos de equitación. Una vez el barbarroja necesitó tres días
para curarse la inflamación que tales ejercicios le causaron. Pero no por eso perdió el
buen humor y se reía de sus propias debilidades. Cada día preguntaba más cosas sobre
las amazonas, que en otro tiempo se supone habitaron esas regiones. Esas mujeres
semihombres tomaron en su fantasía casi cuerpo de realidad. Torturaba a Pataras para
que le contara siempre más historias acerca de ellas.
Una vez encontramos a un comerciante que había viajado mucho. Detrás de las
enormes montañas del Cáucaso y entre los dos mares interiores, decía aquel hombre,
había todavía pueblos hermosos donde las mujeres gobernaban. Realizaban toda clase
de trabajos duros, iban a cazar, se encargaban de comerciar mientras los pocos hombres
que existían descansaban, se cuidaban y no hacían nada que pudiera ensuciarles las
manos. Ese comerciante continuaba explicando que él había visto con sus propios ojos
como a las niñas de cinco a seis años les operaban el pecho derecho para que sólo se
desarrollara el izquierdo y la parte derecha quedara lisa para poder apoyar en ella el
arco, ya que allí las mujeres sólo sabían cazar con flechas y arcos.
Con eso la curiosidad de Olov quedó satisfecha. Pero puesto que nuestro viaje
no pasaba por el país de las amazonas, se mostró descontento y durante algunos días se
mostró enfadado.
En el lugar en que el camino de los comerciantes y el camino real y del correo se
cruzaban, región en que se atravesaba de Asiria a Media, nos encontramos con una
caravana cuyas bestias de carga arrastraban grandes cantidades de cobre, plata, madera,
aceite, alfombras y vasijas con bebidas. El dueño de la caravana llevaba a su mujer en
un palanquín, pues desde hacía dos días había entrado en dolores de parto. Nosotros
oímos sus gritos. Me parecieron tan terribles como los de aquella muchacha de los
bandidos a la que torturaron los persas.
Cuando el sol se ponía sobre la tierra, el comerciante vino a mi tienda porque
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había oído decir que Erifelos era médico, y se lanzó a sus pies. Erifelos se fue y visitó a
la embarazada. Cuando salió de la tienda en que estaba el palanquín, su rostro estaba
pensativo.
—¿Está perdida? —preguntó el comerciante. Era distinto de los demás persas
para los que una mujer nada vale. Sus manos temblaban—. Dime que no está perdida.
Ubugird es mi sol. ¿Qué será de mí sin ella? Desde hace dos noches está en trance de
parto y grita de tal modo que mis siervos sienten hervir la sangre en sus venas. ¿Cómo
he de sentirme yo, que conozco su situación y nobleza? ¡Ayúdame, ayúdame!, te
recompensaré espléndidamente.
—Si es la voluntad de los dioses que tu mujer muera —explicó Erifelos—, has
de inclinarte a tal voluntad como un hombre. Su constitución es demasiado estrecha, el
niño no puede abandonar su cuerpo por la vía natural. Si tú me lo permites, comerciante,
podría intentar una operación que muy pocos hombres de nuestro arte conocen y del que
sé que hasta hoy tan sólo logró realizarla con éxito un médico de Corinto. Es, pues, lo
más probable que tu mujer no sobreviva. Te queda, sin embargo, la esperanza de que el
niño venga con vida al mundo.
El comerciante gimió:
—¿Qué es un hijo? Para mí nada significa. Tengo muchos.
—¡Pero ninguno de esa mujer! —le dijo Erifelos.
—¡Sálvala! Te daré una tercera parte de cuanto llevo conmigo.
Erifelos miró al suelo.
—Lo más probable es que muera. No puedes albergar otras esperanzas.
El comerciante temblaba y gritó tan fuerte como la mujer embarazada en su
tienda. Para él todo dejaba de tener sentido si la perdía. Se llamaba Paluk, según luego
supimos. Se puso a pegar y maltratar a los siervos como un loco.
Yo estaba en un lado y Erifelos vino hacia mí.
—Voy a hacer lo que el comerciante me pide —me dijo preocupado—. Pero tú,
Tamburas, habrás de ayudarme, pues contigo están los dioses. Si logramos lo que nos
proponemos, les sacrificaremos una recompensa para manifestar nuestro
agradecimiento. Los dioses son magnánimos y dan siempre más de lo que reciben de
nosotros. En tu vida, Tamburas, está claro que hay algo de divino, algo que está entre lo
visible e invisible. Esto pude ya advertirlo en el barco de Polícrates. Ponte, pues, a mi
lado. Lo que voy a hacer tan sólo lo conozco por referencias. El hombre de Corinto sé
que cortó el vientre de una mujer y salvó a madre e hijo. Lo que me anima a realizar
esta operación es un sueño que hoy tuve. La diosa de la luna subía en el cielo y se
sentaba a mi lado. Tú sabes que el disco de la luna en un mes, es decir en 28 días
cambia, se empequeñece y luego crece de nuevo para volver a tomar su forma, del
mismo modo que la mujer está sometida al proceso mensual de 28 días...
Erifelos me contemplaba con los ojos fijos.
—Cuando la diosa estuvo a mis pies, tenía los labios cerrados y sin embargo yo
oí su voz: «Mi fuerza actúa en el seno de la mujer. Haz siempre todo para cumplir mis
mandamientos y conserva la vida.» —Erifelos sonrió.— Por ello, Tamburas, estoy hoy
tan contento como nunca lo estuve y pienso atreverme a realizar tal operación si es que
tú decides ayudarme. Tú estás predestinado por la suerte. No creo que pierdas la
serenidad cuando abra el vientre de esa mujer con un corte y luego lo una de nuevo con
un hilo.
Después de esas palabras advertimos que toda la gente del campamento estaba a
la expectativa. A Olov le encargamos que vigilara a Paluk para que no irrumpiera en la
tienda y molestara el trabajo de Erifelos. El barbarroja nos dijo:
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Erifelos sonreía. Me miró con los ojos brillantes, cubierta, la frente de sudor, y salió de
la tienda.
Fuera, todos se le echaron encima como una jauría de perros hambrientos.
Erifelos levantó la mano. Todos quedaron quietos y guardaron silencio.
—He hecho lo que podía —dijo en voz baja el médico—. Los dioses guiaron
mis manos. La mujer, comerciante, vive. Pero no sé si logrará conservar la vida como el
niño que ha nacido. Eso deberán decidirlo mañana los dioses cuando cambie la luna.
Oí lo que Erifelos decía, pero con toda seguridad no hubiera podido resistir
presenciar una segunda operación. Me sentía como el que se siente impulsado a
abandonar sus armas y emprender la huida.
Pese a que Erifelos, tal como puedo garantizar, hizo cuanto pudo con su arte,
Ubugird murió al segundo día de dar a luz aquel hermoso niño. Su cara y su cuerpo se
pusieron al rojo vivo, de modo que todo el mundo comprendió que se abrasaba en el
interior. Pero antes de morir pudo hablar con Paluk. Este alabó el arte del médico. Pese
a su pena, nos invitó a Erifelos y a mí a visitar su casa en Ekbatana. Además, le regaló a
mi amigo una cadena de oro y mucha plata.
Nosotros continuamos nuestro viaje, avanzando mientras el sol estaba en el
firmamento, atravesando llanos y bosques, cruzando desfiladeros y montañas, viviendo
el presente y olvidando el pasado. Al día 47 después de nuestra salida de Efesos,
llegamos finalmente a Susa, la sede administrativa del rey Cambises, donde había una
fortaleza que, según decían sus moradores, era más grande y hermosa que la de
Persépolis o la de Ekbatana.
La ciudad estaba entre tres colinas. Por todas partes se veían muros, torreones y
pequeñas fortalezas. Las calles entre las casas estaban bien cuidadas, pero eran muy
estrechas, hasta el punto de que dos carros no podían atravesarlas a la vez, si no era con
grandes dificultades. Por debajo del suelo transcurrían canales que llevaban el agua de
las lluvias. Inteligentes constructores habían edificado casas de varias plantas situadas
en espacios limitados; se agolpaban unas contra otras. También había edificios
espaciosos que tenían anchos patios o salas cubiertas de columnas. Casi todas esas casas
tenían agua corriente. Conducciones grandes la llevaban de las fuentes a las casas. Sin
embargo, frente a las puertas había una cavidad que hacía de estanque donde se
encontraba un agua sucia, llena de musgo y moscas.
Cuanto más nos acercábamos a la residencia real, más aglomeración
encontrábamos. El distrito en el que se hallaba el palacio estaba rodeado de varios
muros delgados que estaban coloreados de siete colores distintos. Las almenas brillaban
en blanco, rojo, negro, azul y naranja. Además, tenían adornos cubiertos de capas
doradas y plateadas. Cada color era símbolo de un planeta. El oro recordaba al sol, la
plata a la Luna, el rojo a Marte, el azul a Mercurio, el naranja a Júpiter, el blanco a
Venus y el negro a Saturno. Los persas habían tomado de los babilonios el culto a los
astros y tenían, al igual que éstos, notables astrónomos.
La fortaleza real constituía una pequeña ciudad dentro de la misma ciudad de
Susa. El palacio del rey parecía la obra maestra. Unas bellas escalinatas conducían al
mismo. A su alrededor había muchas edificaciones con numerosas habitaciones,
espacios, salas, etcétera. Todos los edificios destinados al almacenaje parecían llenos.
Por todas partes se veían siervos, comerciantes, gentes de palacio y funcionarios. Había
esclavos de los más blancos y esclavos prácticamente negros. Todos estaban ocupados
en los cargamentos que provenían de los muchos impuestos que los persas exigían a los
países vencidos y que éstos entregaban generalmente en forma de víveres.
Durante el viaje habíamos encontrado a muchos persas, y gracias a las clases
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—Me parece que estamos aquí como si no nos permitieran desembarcar —dijo
Olov—. Mi espalda me duele de tanto cabalgar. ¿Qué crees, Tamburas: debemos bajar
del carruaje e instalarnos en alguna casa para poder arreglarnos y lavarnos, cambiarnos
de ropa, comer y beber?
—¡Esperemos a ver qué nos dice Pataras! —le respondí.
Por fin se había logrado que acudiera el guardián que podía decidir en nuestro
caso, pero envió a Pataras a otra puerta real. Pataras y yo entramos en una habitación de
guardia para rogar una audiencia con Cambises por escrito. Tal era la norma, nos
explicó el funcionario. Pataras redactó el escrito con mano ágil. Y yo añadí el papiro en
el que Polícrates nos presentaba a Olov y a mí como guerreros enviados.
Cuando regresamos, el barbarroja puso cara de descontento.
—No podemos hacer otra cosa sino esperar —le dije—. Diariamente acuden
aquí cientos y miles de personas y todos desean hablar con el rey. Nuestra solicitud será
con toda seguridad examinada, así lo ha dicho el funcionario.
—Hubieras debido enviarle flores —me contestó Olov con amable ironía. Se
rascaba su barba descuidada y suspiraba en vano—. Polícrates demostró una gran
simpatía por mí cuando me describió en el papel como gran estratega. Pero ¿de qué
sirve toda mi fama en Samos si ningún persa me considera? Estoy cansado. Y se nos
obliga a aguardar en la calle, como si fuéramos mendigos. ¡Además, somos gente que
debemos explicar a Cambises el modo de vencer a los egipcios!
Miró a Erifelos y luego hacia mí. Puesto que nadie le contestaba, continuó
lamentándose.
—Quizás yo podría aconsejaros cómo hacer para terminar con esta espera.
Por poniente se alejaban unas nubes. Desaparecieron por delante del sol y
colorearon la ciudad de un color azul y gris. Después del calor del día venía el frío. Un
viento fresco me despertaba. Coloqué mis ropas lo más cuidadosamente que pude y
pregunté a Olov:
—¿Cómo pondrías tú fin a esta espera?
—Pues llamando la atención de las gentes sobre nosotros. —Olov sonreía
maliciosamente.— Yo no he estado nunca en Persia y las costumbres de aquí me son
desconocidas. ¿Qué crees que pasaría si de pronto comenzara a hacer la corte a mi modo
a aquellas dos mujeres de allí? En mi país no está prohibido.
—En esta ciudad ningún hombre se atreve a importunar a las mujeres en la calle
—le dijo Pataras—. Estás loco, Olov. Creo que la larga soledad ha confundido tu mente.
—Entonces puedo dedicarme a apagar el fuego de esos altares. Algo dice en mí
que de ese modo muy pronto nos llevarían ante el rey.
—Eso sería lo más inoportuno que podías hacer —dijo molesto Pataras, sin
advertir que Olov pretendía divertirse con él—. Ahora creo realmente que el sol te ha
hecho un agujero en la cabeza. Los altares son algo sagrado. Ningún guardián permite
que ese fuego se apague, ha de arder Constantemente. ¿Qué dirías tú, Olov, si alguien en
tu país llegara como enviado de otro pueblo y profanara tus templos?
—Quitadme esa inmundicia de ahí, diría —el barbarroja ironizaba—. ¿Cómo se
multiplican los persas? Veo a muy pocas mujeres y siempre van acompañadas.
Su rostro estaba cubierto de polvo. Lentamente su expresión cambió. Cuando
Olov no encontraba ninguna mujer para dormir se sentía irritado y no se podía hablar ni
siquiera con él.
Yo me giré en el coche para cerrar los ojos y descansar un poco, pero de pronto
vi que la puerta de hierro se abría y un caballo con un jinete salía dirigiéndose hacia
nosotros. Para ser persa era realmente alto; podía tener quizás unos 40 ó 50 años. Su
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Karlheinz Grosser Tamburas
rostro era pálido y su tronco iba inclinado. Una vez tosió fuerte como si estuviera
marcado por una enfermedad mortal.
Rápidamente descendí del carruaje. Olov también se sentó algo más
correctamente.
—Me llamo Artakán y soy el jefe de la corte en el palacio —el hombre se
inclinó cortésmente—. Un escriba me ha entregado vuestros papeles. Por ellos supe
quiénes sois vosotros y os doy la bienvenida, en nombre del rey —levantó sus dos
brazos en señal de saludo—. Cuándo será posible que veáis al rey no os lo puedo decir
hoy. Pero seguramente que necesitaréis tiempo para reposar del cansancio del viaje. Así
pues, he dispuesto que os preparen lo necesario. Una casa aguarda ya a los enviados de
Polícrates, donde hallaréis cuanto necesitáis y también sirvientes. Por ello te ruego,
Tamburas, y a ti, Olov, que me sigáis con vuestros hombres.
—Te agradezco tus amables palabras —respondí en voz alta—. Es asunto de los
guerreros sufrir dificultades, pero el viaje llegó ya a su término. Me siento contento al
mirar en tus ojos, pues en ellos veo reflejada la amistad.
Artakán se dirigió hacia su caballo, que un soldado le guardaba, y se puso al
frente nuestro para abrirnos paso por entre la verja.
Los edificios, calles, jardines y construcciones que se ofrecían a nuestra vista
eran realmente algo selecto de majestad real y buen gusto, pues Cambises, al igual que
todos los gobernantes de pueblos pobres, sabía rodearse de cosas selectas para olvidar
las estepas áridas y los campos yermos del pueblo. Había salas y edificios con verjas
artísticas. Más adelante vi los lugares donde los soldados y guardianes tenían su
administración. Muchas casas tenían jardines colgantes, de modo que muchos frontales
parecían un ramillete colgado. Por todas partes brillaba el oro, la plata y electrón
(mezcla de plata y oro). En las caras y vestidos de los que encontrábamos a nuestro paso
reconocí que además de soldados tan sólo funcionarios y personas de alto rango se
encontraban en ese recinto.
Artakán nos señaló un pequeño edificio. Disponía, sin embargo, de gran
cantidad de establos y anejos, así como de un pequeño jardín, y a nosotros nos pareció
un palacio, pese a que parecía ser la casa más pequeña de todas las que había en la
ciudad real. En el almacén de provisiones había frutos y cereales sirios. Mientras Olov,
Erifelos, Pataras y yo buscábamos la sala de baño para en primer lugar lavarnos, oí
como los criados traían al patio varios carneros. Artakán había pensado en todo y nos
procuraba incluso carne fresca. En unas estufas de piedra ardía ya un buen fuego. Los
cocineros de entre nuestros criados tostaban pan.
Después del baño Olov halló en la despensa varias tinajas de vino. Echó nuestros
vestidos sucios del viaje al suelo y mandó a los siervos que los quemaran, luego se puso
ante sí un buen vaso de vino y se puso a beber.
—¡Ah! —dijo mientras hacía chasquear sus labios—. Ese Cambises es un rey
que sabe muy bien lo que necesitan unos huéspedes fatigados por el viaje.
En el patio un carnero gritaba; los corderos fueron sacrificados y asados por los
siervos en el fuego. Olov probaba la pulpa dulce y blanda de una fruta que nadie de
nosotros jamás había probado, Erifelos y yo nos dedicábamos a saborear el buen vino.
Charlábamos sobre lo que nos esperaba en Susa, y hacíamos nuestros planes para el
futuro. El barbarroja opinaba que debíamos enviar a los siervos de nuevo hacia Efesos,
pues de lo contrario habríamos de alimentarlos y nos costaría mucho dinero. Yo estaba
cansado y le daba la razón. Al día siguiente yo quería presentar un escrito. Pataras, cuya
misión había consistido en traernos hasta Susa, podría entregarlo a Polícrates e
informarle oralmente sobre el viaje y podría contestarle a lo que él quisiera preguntar.
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Karlheinz Grosser Tamburas
Pataras quedó petrificado. Sus ojos brillantes se hicieron fríos. Dirigió una dura
mirada a Olov.
—Haré lo que vosotros dispongáis. Aunque estoy cansado y creo que los
sirvientes merecen un descanso, mañana mismo puedo ponerme en camino. Pero ¿de
qué puedo informar a Polícrates en realidad? Todavía no habéis visto a Cambises, el rey
de los persas, ni le habéis hablado. Lo único que podría contar a Polícrates es que Olov
se compró una casa en Efesos. Eso realmente podría interesarle. —Oyó como el
barbarroja murmuraba.— Creo que el vino te ha inundado el cerebro, Olov, pues tan
pronto quieres despedirme para ahorrarte un par de monedas de plata. Pero no deberías
exagerar tus ansias de ahorro, pues de lo contrario puede ser que algún día lo pierdas
todo. —Pataras se dirigió a mí.— Con tu permiso, Tamburas, los siervos y yo
permaneceremos algunos días aquí hasta que hombres y animales hayan descansado y
hayamos logrado saber si el rey Cambises se muestra favorable hacia vosotros o no. De
lo contrario, muy pocas cosas podría contar a Polícrates sino mentiras. En lo que
respecta a los bandidos, preferiría no tener que contarlo.
El barbarroja se rió de buena gana.
—Ya sabía que éramos amigos —le dijo a Pataras y puso su fuerte mano en su
hombro, pues que alguien llegara a saber lo que había pasado con los bandidos era algo
que él naturalmente no deseaba.
Los siervos trajeron pan y carne. Al comer casi se me cerraban los ojos. Así
pues, fui el primero en prepararme la cama y caí en un profundo sueño tranquilo.
Al cabo de dos días Olov y yo fuimos llamados a presencia del rey. Antes de
presentarnos nos bañamos y prestamos gran atención en el arreglo de nuestro aspecto
externo. Los cortesanos de palacio tenían aspecto de cuidarse mucho de esas cosas.
Untamos nuestros miembros con aceite perfumado y nos pusimos toda la ropa limpia.
Finalmente Erifelos me colocó sobre los hombros mi manto real.
—Pareces un joven dios —me dijo.
Olov se puso una capa azul de la que dijo que sentía que rodeaba su cuerpo
como el brillo celestial de la noche.
El corto camino lo hicimos a pie. En una antesala nos recibió Prexaspes, el
primer ministro de la corte. Antes hubimos de pasar muchos puestos de control. Al igual
que Artakán, también Prexaspes había ya pasado la mitad de la vida. Tenía una frente
alta y ojos muy expresivos. Sobre su cara se extendía una red de pequeñas arrugas. Su
cabello era negro como el carbón, los labios delgados pero de rojo intenso. La curvada
nariz producía la impresión de dignidad y orgullo, pues los persas pensaban que cuanto
más curva es una nariz más noble es la ascendencia de la estirpe.
Nos inclinamos profundamente. Luego oímos la profunda y agradable voz de
Prexaspes que nos decía:
—Cambises, el rey, no ha olvidado su trato con Polícrates, pese a que en estos
últimos tiempos padece fuertes jaquecas. Realmente tú pareces un jefe de ejército o un
hijo de rey —me dijo a mí—. Y tú —se dirigió a Olov— recuerdas a un luchador
valiente de los tiempos primitivos en que los hombres poseían todavía una fuerza de
gigantes para poderse defender de los ataques de las fieras. Creo que los ojos del
monarca quedarán complacidos al veros. Pero cuando vayamos a su presencia, por favor
prestad atención a mi mano izquierda. En cuanto os haga un signo echaos en tierra,
extended vuestros brazos hacia adelante y ocultad vuestras manos en los vestidos. Tal es
la regla de etiqueta en la primera visita. Ciro era sencillo, pero Cambises ha mandado
incluso cortar la cabeza de hombres que olvidaron manifestar el debido respeto ante él.
Ahora aguardad un instante. Voy a ver si todo está ya dispuesto.
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Karlheinz Grosser Tamburas
Prexaspes andaba cada vez más lentamente. Estábamos ya tan cerca que podía
alcanzar a distinguir las facciones del rey Cambises era un hombre joven, quizá tendría
algunos años más que yo, sus mejillas eran fláccidas y sus ojos oscuros y brillantes. No
era muy alto y llevaba ropas muy gruesas y pesadas para parecer más corpulento. Una
barba negra, elegantemente cuidada, cortada hasta la barbilla, le iba de oreja a oreja.
Cambises me examinó con una mirada rápida. Yo miré sus pies para que no pudiera
advertir el asombro en mis ojos, pues bajo sus costosas vestiduras adivinaba yo un débil
cuerpo. En lo que respecta a su cara, daba la impresión de un fanático y enfermo.
Prexaspes carraspeó ligeramente. Vi como sus dedos se estiraban y contraían.
Olov suspiró. Nos echamos al suelo y casi nos hundimos en la blanda alfombra. Yo
pensaba en lo que Prexaspes nos había dicho y oculté mis manos en los brazos de mis
ropas.
—Yo, Cambises, guía de los pueblos, padre de las naciones, cuyo imperio es
total, cuyas rodillas jamás temblaron, en cuya mano está toda vida, yo, hijo de los
dioses, os doy la bienvenida.
Su voz no se adecuaba a su débil aspecto; resonaba fuerte y profunda. Sus
palabras salían con rapidez de la boca. A mí me parecía que a cada palabra su frente se
contrajera para conservar el sentido de lo dicho y pensar luego en ello.
—Vosotros venís a mí como enviados de Samos —continuó Cambises. Miré
hacia arriba. Fríamente y con gusto me contemplaba, así como mi manto real, pues yo
parecía un rey que estaba postrado ante él—. Mis guerreros, mis jinetes, mis arqueros
llevan el miedo y el terror a todo el mundo. Incluso los más ricos inclinan sus espaldas a
mi voluntad. Me siento amigo hacia Polícrates. Sus enviados podrán estar en mi ciudad
cuanto tiempo deseen. Deseo comparar el arte de la guerra de los griegos con el de mis
soldados. Pero si vosotros no lo necesitáis, podréis hacer lo que os plazca. Podéis servir
a vuestros dioses o a los míos, pues en esa cuestión, al igual que mi padre, doy libertad a
los pueblos. Pero llegará el día en que todos los pueblos y muchos de sus soldados sean
mis esclavos y me llamen señor y padre y el perfecto. Pero aquellos que se me resistan
los destruiré; hundiré sus rodillas en el polvo como si fueran un rebaño.
De esa forma nadie había hablado, ni Pisístrato, ni Polícrates ni el más poderoso
del mundo. Yo debí reconocer que a cada palabra del rey un escalofrío recorría mi
espalda. De reojo contemplé a Olov. Su cara estaba roja. Suspiraba por lo bajo como si
le faltara el aliento.
—¿Quién es Tamburas?
Yo levanté mi torso y lo incliné en seguida de nuevo.
—Soy yo de quien hablas, Cambises, rey de reyes, vencedor sobre el mal y
luchador por los oprimidos. Tu voz suena como las trompetas, timbales y flautas de tus
soldados, sobre los que tu brazo es el que manda. Puedes también echar al polvo a quien
se resista. La misión mía y de mi compañero es servirte en el sentido que concertasteis
con el que gobierna Samos. Nos sentimos felices de poder consagrar a ti nuestra fuerza
y conocimientos. De mí mismo no hablaré, pues tal impone la humildad. El hombre que
está junto a mí es Olov, el marino. Como capitán de muchos barcos, hubo de servir
también en diversas ocasiones en tierra. Es alto y fuerte, sus fuerzas son inagotables. Ha
luchado con osos y hundió los cuernos de toros en el polvo. Tan grande y fuerte como
sus actos es su corazón. Si tú lo permites, oh señor de reyes, se pondrá a tu obediencia
por el tiempo que dispongas, luchará por ti y acometerá en contra de los enemigos de
los persas como una tormenta en la noche. —Hice una pausa.— Además, en nuestra
compañía se halla un médico que ha demostrado mucha sabiduría en dar de nuevo salud
a los enfermos. Ha viajado durante años con mi compañero en un barco de guerra y
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Karlheinz Grosser Tamburas
amputó brazos y piernas heridos. Ha dado a la vida a muchos; con toda seguridad podría
también prestar buenos servicios a tus soldados. En lo que respecta a los presentes de
Polícrates, oh rey, los hemos entregado ya a la corte a quienes son los responsables del
tesoro del trono. Pero todo ello aparecerá pobre y nadería en tu presencia, eclipsado por
la riqueza que según me contaron posee el rey de los persas. Incluso tinajas llenas de
oro y piedras preciosas se cuentan entre tus riquezas. Así, pues, yo ahora estoy ante ti,
pobre pese a mis riquezas y débil pese a mi fortaleza. Lo que antes contaba se ha
convertido en nada; sin embargo, mi compañero y yo, oh Cambises, confiamos en tu
clemencia.
Me callé y esperé a ver si mi intervención había resultado del agrado del rey.
Olov expiraba el aire por su boca, muy abierta. Con toda seguridad estaba satisfecho,
pues le había alabado en gran medida.
—Levantaos —dijo por fin Cambises—. Tú, Tamburas, y tú, Olov, hallasteis
gracia ante mis ojos.
Yo me puse rápidamente en pie; junto a mí, Olov se levantó como una torre.
—Seáis quienes seáis —continuó el rey—, en el futuro seréis responsables sólo
ante mí. Vuestro saber lo vendéis a mi reino. No os recompensaré mal. Tomad ahora
esto como regalo —nos alargó a ambos un aro de oro para el brazo—. Además, te
otorgo a ti y a ti también el rango de jefe de un grupo de cien hombres. Cuándo pienso
probar vuestro arte en la guerra lo sabréis en otra ocasión. Pero no hagáis nada de
cuanto envilece a un hombre, pues mi reino es perfecto y los traidores y elementos
nocivos son castigados aquí quitándoles la piel en vida. En cambio, si sabéis
comportaros virtuosamente y camináis hacia el poder bajo la protección de mi mano,
pronto lograréis ascender. Si vosotros ansiáis riquezas, podréis conseguirlas pronto. Tal
como hacía mi padre, Ciro, os prevengo de no incurrir en los defectos de los soldados
más inferiores que oprimen los pueblos y realizan actos deleznables contra los soldados
persas. Mi majestad se siente por tales reprobables actos herida, al igual que el orgullo y
la soberbia desagradan a mi carácter. Yo soy el señor, el rey de los reyes, mis palabras
son ley.
Yo me incliné profundamente, volví a ocultar mis manos bajo las mangas y dije:
—Gran Cambises, no soy un descontento sino realmente tu amigo. Lo mismo
puedo afirmar de ese que está junto a mí, Olov, al que nada le interesa sino serte útil y
servirte por encima de todo. En lo sucesivo nos esforzaremos en el más breve plazo de
tiempo en enseñar a tu pueblo nuestro saber y alabarte a ti y a tu padre, Ciro, desde que
sale el sol hasta que se pone.
Tras muchas inclinaciones y reverencias, andando hacia atrás, abandonamos, por
una indicación de Prexaspes, la sala real. Olov se enderezó al salir y dio un fuerte
suspiro. Yo me sequé el sudor de la frente.
—Has hablado muy bien —me dijo—. Yo sentía calor y frío a la vez, cuando te
oí hablar sobre mí, pues no soy tan fuerte. En el barco me venciste y por segunda vez fui
derrotado por los bandidos. Te agradezco que silenciaras ambas cosas, pues lo que el rey
ignora no puede tampoco impresionarle.
Las blandas alfombras ahogaban los pasos. Prexaspes carraspeó ligeramente.
Había hablado sólo unos instantes con el rey y vino hacia nosotros a la antesala donde
ya otras gentes aguardaban para la audiencia con el rey.
—Habéis causado una buena impresión —nos confió—. Cambises siente
especial interés por tu médico, Tamburas. Como dije, el rey padece con frecuencia
jaquecas. Nuestros terapeutas no logran ayudarle. Envíame mañana a tu médico para
que le prepare con vistas a una entrevista con el señor.
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Karlheinz Grosser Tamburas
conformarse con mi decisión. De todos modos, encargó a Pataras que fuera a ver cómo
estaba su casa y preparara todas las cosas para su posible regreso. A Polícrates le
enviábamos también saludos.
—Puesto que el tirano nos envió aquí —me dijo Olov—, también en lo sucesivo
podrá prescindir de nosotros, pues yo no pienso regresar a Samos. Si logro pasar sin
perjuicios esta experiencia entre los persas y consigo obtener algo de plata y oro, me
retiraré a mi casa de Efesos. Además, dentro de poco medio mundo pertenecerá a los
persas. Quizá Cambises me recompense con algún puesto de mando. Espero, pues,
Tamburas, que podré llegar a hacer algo más que ser caudillo de un ejército. La esclava
que hace unos días Prexaspes me envió pienso conservarla como a mujer propia. Pues
entiende, ciertamente, de preparar comidas y bebidas y sabe, además, cómo satisfacer a
un hombre. Su nariz es huesuda y sus labios algo anchos, como si se los hubiera besado
un camello. Pero cuando me habla es como si varias voces susurraran. Me ama hasta la
aniquilación de su propio cuerpo y desea darme un hijo grande y fuerte como un
ternero.
Me despedí de Pataras como de un amigo, le abracé y di palmadas en el hombro.
—Que tu viaje sea bendito. Que los dioses dirijan tus pasos, protejan tu mente y
te guíen por el camino seguro. Buena suerte.
Afloraron lágrimas a sus ojos.
—Tus dioses no son los míos, Tamburas. Sin embargo, y puesto que no puede
saberse cuáles son los auténticos, les llamaré, les sacrificaré y oraré para que te protejan
como a la pupila de sus ojos. Tú has sido muy amable conmigo, son muchos los días
que he vivido junto a ti y te agradezco todo cuanto has hecho por mí. Que el dios del
bien descargue tus hombros de toda carga.
Nosotros nos quedamos con dos caballos y después de la marcha de Pataras nos
cambiamos a una casa más grande que estaba junto al palacio del rey. El edificio estaba
rodeado por un magnífico jardín con muchas flores. Artakán nos dijo que se trataba de
la casa para los invitados que venían de otros pueblos a traer sus presentes cuando
solicitaban una audiencia con el rey. Una gran cantidad de salas y habitaciones estaban
vacías, pues además de nosotros sólo vivían algunos militares de alto rango y algunos
funcionarios.
Prexaspes me presentó un día a Damán, el jefe de la guardia personal del rey, y
de los soldados llamados inmortales. Los inmortales se componían de unos 10.000
hombres elegidos entre la infantería, de unos 1.000 alabarderos, 1.000 jinetes y muchos
carros de combate que, sin embargo, los persas empleaban poco porque resultaban
insuficientes para las necesidades de la guerra. En realidad, el rey los tenía más bien a
título decorativo. Damán, un hombre muy ágil y de despierta mirada e inteligente, decía
que tan sólo resultaban útiles en terreno llano. En regiones abruptas o montañosas no
eran capaces de maniobrar y quedaban desprotegidos frente a las hordas enemigas, que
lograban aniquilarles rápidamente con sus flechas.
—Un jinete puede dominar de modo mucho mejor su caballo. Incluso en terreno
llano, los carros de combate ofrecen pocas seguridades cuando el enemigo sabe atacar
con suficiente ímpetu, lanzarse contra los carros, derribarlos y atacar a los hombres, que
se ven obligados a huir, pues han perdido sus caballos en la refriega. —Por el contrario,
a Damán los ataques de la caballería persa le parecían irresistibles.— Tan pronto están
ahí como allí, Tamburas, y pueden rápidamente ir de un lado para otro del lugar de
batalla.
Conversábamos a menudo. Yo le contaba lo que por los estrategas e
historiadores griegos sabía de los egipcios. Parece ser que la fuerza principal del ejército
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Karlheinz Grosser Tamburas
estaba formada por infantería que estaba provista de corazas, hondas, lanceros y
espadas. El ejército marchaba en grandes formaciones, con columnas de quinientos
hombres. Un equipo especial de hombres montados a caballo, camellos o carros, se les
adelantaba para irles informando de los movimientos y situación del enemigo, sin que
nunca participaran en los combates propiamente dichos. Cuando las tropas se detenían,
construían un gran campamento rodeado de empalizadas y soldados. Todos los egipcios
colocaban los carros de combate en una línea. No los escalonaban como los griegos.
Olov, que estaba siempre presente en estas conversaciones, porque consideraba
que Damán con toda seguridad debía informar al rey de todo ello, muchas veces
después ponía una cara seria y me decía:
—Yo Olov, estoy destinado a luchar y en ello hallo sentido a mi existencia. Este
descanso y conversaciones sobre lo que los egipcios hacen y podrían hacer en caso de
que se les atacara no lleva a nada. Me cansa y hastía. Me siento con ganas de comenzar
a hacer algo. Un enemigo sólo se le conoce cuando se le ataca.
El barbarroja gruñía:
—¿Cuándo podré demostrar al rey lo que oculto en mí? —Sonreía
despreciativamente.— Mira a los persas, Tamburas, son pequeños y sólo confían en sus
caballos. Pero me parece que los egipcios van a hundirles las lanzas en el vientre,
romperles las costillas con pedradas y terminar lo demás con sus lanzas y espadas. Si
me permitieran combatir contra los soldados de aquí como prueba, me situaría detrás de
lanzas clavadas en el suelo, desde allí lanzaría flechas detrás de mi escudo, y luego
cuando hubiera derribado sus caballos, saldría con mi espada y terminaría con los
persas. Yo no creo que Cambises logre conquistar la fortaleza de los faraones, si no es
con astucia. Menfis tiene murallas que son muy superiores a las de Babilonia. Los
muros son tan altos que los caballos no pueden saltarlos. Y menos todavía un hombre.
Además, tal como tú mismo ayer contabas a Damán, el rey de los egipcios, Amasis,
tiene mercenarios griegos que al igual que tú, Tamburas, proceden de Lacedemonia o
del Ática y conocen excelentemente las artes de la guerra. No estoy seguro de que
nuestra próxima guerra contra el faraón no nos traiga algún día desventajas...
—Psisst... Habla más bajo. Prexaspes dijo que aquí las paredes tienen oídos.
Sería desagradable que Cambises decidiera quitarte esa cuchara que te llevas a la boca.
Olov cambió inmediatamente de tema. Por vez primera en su vida parecía
realmente enamorado, pues Pura no sólo despertaba su placer sino que le dominaba
también en el aspecto espiritual. Por las tardes permanecía con la cabeza en su regazo y
Pura le contaba cuentos e historias de héroes de su patria.
—Todos nosotros somos prisioneros, Tamburas —me dijo un día—, prisioneros
de nosotros mismos, prisioneros de nuestro afán por el dinero, por nuestro deseo de
poder y felicidad. Pura es una esclava y sin embargo a mí me parece que me
proporciona satisfacciones con el fin de convertirme en su esclavo y que le sirva en
cierto aspecto.
Puesto que yo no había pedido una esclava a Prexaspes, me envió un esclavo
para los trabajos de la casa. Papkafar era un pillo muy listo. Bajo de estatura, tenía un
gran joroba y piernas curvadas, sobre las que se movía muy rápidamente. Llevaba sus
cabellos peinados sobre la frente, cortados poco antes de llegar a los ojos. Su cara, larga
y delgada, me recordaba a veces la cabeza de un caballo. Cuando Papkafar se enfadaba
resoplaba con todas sus fuerzas por la nariz. Su barbilla salía hacia adelante como si
hubiera recibido un puñetazo debajo de ella que la hubiera dejado en tal postura. Para
que tuviera el último grado de aspecto despreciable, Cambises le había mandado cortar
ambas orejas. Papkafar me contaba con voz apenada que en cierta ocasión había robado
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Karlheinz Grosser Tamburas
una pequeña cantidad de trigo de los graneros reales, y lo había vendido, por lo que le
habían aplicado tal castigo.
—El rey me hubiera podido cortar la cabeza —me decía—. Valiente es el rey de
los reyes, Cambises. Imagínate, Tamburas, lo que pasa cuando el verdugo con la punta
del puñal te roza la espalda para que tus músculos se tensen. El acero luego llega a tu
cabeza. Ormuz, dios del Bien, la coge y con un golpe te echa al suelo, mientras tu
cuerpo siente todavía vida y tu mente no alcanza a comprender qué ha pasado con tu
vida. El rayo de sangre, señor, que le sigue... Brrr...
Papkafar se estremecía hasta el punto de que yo creía ver su nariz moverse de
oreja a oreja.
El primer día que llegó enviado por Prexaspes, se echó al suelo.
—Por voluntad del primer ministro de la corte ahora serás tú, Tamburas, mi
dueño y señor. Pero para que sepas quién entra a tu servicio, te contaré que procedo de
una noble familia meda y antes fui señor. Por ello trátame como desearías que otros a ti
te trataran. Prexaspes me ha colocado a tu lado, pues como extranjero debo velar por tu
persona para que en nuestra ciudad nada desagradable te suceda y no cometas
disparates. Hasta qué punto se puede descender podrás verlo en mi persona. Desde
luego no soy ninguna beldad, pero antes con mis orejas tenía un aspecto distinto. —Mi
esclavo sacudía la cabeza lamentándose.— Cuando pienso en ello todavía siento arder
en mi pecho la indignación. Mi mano siente deseos de abofetearme a mí mismo, pues lo
peor de mi acto no fue el robo sino el permitir que me descubrieran.
Arrodillado ante mí, Papkafar me examinaba como un perro.
—Eres un gran señor —continuó—. Probablemente también muy inteligente. Yo
ignoro las costumbres que imperan en tu país. Pero, puesto que no conoces a los
hombres persas, deja en mis manos todas las cosas habituales. Yo guardaré tu dinero,
compraré barato para que puedas ahorrar algo, y si luego has de venderte algo, lo
venderé a precio caro. Yo conozco un lugar donde se encuentran algunos comerciantes
para concluir negocios que pueden proporcionar riquezas. Tratan sobre cosas que no
poseen y se expresan como si sus dedos tocaran ya las mercancías. Además conozco
también un hombre que tiene muchos hijos por los que ha de velar. De él supe que en
los próximos meses habrá poco trigo para vender. A consecuencia de ello el precio
aumentará, quizá llegue a multiplicarse. Se puede, pues, ahora comprar sacos llenos de
trigo para estar provisto para tal tiempo. Si realmente viene la guerra tal como algunos
dicen, el pueblo bendecirá a los que dispongan de víveres. Así pues tú, Tamburas,
puedes llegar a ser rico sin mucho trabajo y además ser un benefactor del país. Es poco
lo que has de hacer, pues en tales negocios soy yo un experto y podré hacerlo todo con
tal de que me proporciones dinero.
Pensara lo que pensara de sus palabras, no pude menos que reír al ver que un
esclavo me viniera a proponer negocios con que poner en peligro mi vida.
—Lástima, Papkafar, pero he de desilusionarte, pues soy un guerrero y no he
nacido para los negocios. Tampoco tú debes dedicarte a eso, pues ahora tu destino es ser
esclavo y obedecer. Libérate pues de tales fantasías de poder en mi nombre acaparar
víveres para poder luego en tiempo de escasez venderlos a precio más elevado. ¿No
sería fácil poner al descubierto tu pasión y avaricia puesto que lo has demostrado otras
veces? Te aseguro que sentiría que además de las orejas perdieras la nariz. Creo que
Cambises actuaría de modo realmente drástico en caso de que llegara a sus oídos cuáles
son tus proyectos comerciales.
Papkafar manifestó su preocupación.
—Te propongo esto, señor, porque de verdad tengo ganas de aumentar tu
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Karlheinz Grosser Tamburas
bienestar y porque creo poder serte útil con mi experiencia. Además no entraba dentro
de mis propósitos el robar sino comprar con toda publicidad, lo cual ciertamente no está
prohibido, pues de lo contrario ya no existirían comerciantes en el país y Cambises
habría de cortarles la cabeza a todos. Por hoy, sin embargo, Tamburas, me daré por
satisfecho con tu respuesta. Volveré a preguntarte acerca de esto dentro de unos días.
Cuando amenacen tiempos de guerra no está mal preocuparse de guardar algo o pensar
en la vejez. Te admirarás de la gran cantidad de soldados que conozco que durante el
reinado de Ciro perdieron las piernas o los brazos. Si hubieran sabido a tiempo pensar
en su futuro o hubieran tenido un siervo como yo, no necesitarían hoy en día mendigar
un pedazo de pan.
Mi nuevo esclavo se hizo muy útil en las dependencias que estaban a mi
disposición. Papkafar era odioso, pero resultó un hombre muy limpio. Cuidaba de las
comidas, lavaba mi ropa, limpiaba los vestidos y cuidaba de mi manto. Cada vez que
venía del mercado me explicaba cuan barato había comprado, que nadie había logrado
engañarle y que sería realmente juicioso por mi parte no solicitar mujer alguna de
Prexaspes que perdiera inútilmente su tiempo, se preocupara de su cuerpo y no hiciera
sino aguardar al hombre mientras él, Papkafar, era una verdadera perla, listo y fiel y que
jamás me engañaría en cuestiones económicas como hacían siempre las mujeres.
Yo tenía muchas cosas de que ocuparme. Damán, el caudillo de los persas, nos
dio un número de soldados a Olov y a mí para que ejercitáramos con ellos el arte de la
guerra de los griegos, puesto que los egipcios habían tomado muchas cosas del arte de la
guerra de los griegos. Posteriormente debíamos realizar una maniobra en presencia de
Cambises y confrontar con los persas nuestra capacidad de guerrear.
Y a ello nos pusimos.
Olov gritaba y se desgañitaba con los hombres que nos habían confiado porque
no alcanzaban a comprender cómo se debe marcar el paso al compás del tambor.
—Podéis dar gracias de que seamos Tamburas y yo quienes estemos encargados
de enseñaros. Quizás a caballo seáis diestros, pero a pie se diría que tenéis dos pies
izquierdos. Mirad y prestad atención, yo doy golpes con el tambor y Tamburas marcará
el paso. Lo hacemos por vuestro bien y queremos que delante de vuestro rey hagáis un
buen papel. Respecto a lo que Tamburas os enseñará además de esto, me siento
desconfiado si ya en cuestión tan sencilla os mostráis tan torpes. Podéis poneros como
queráis, pero la cuestión es que todos prestéis atención al paso que marca el compañero,
pues la disciplina es una de las cosas que más impresiona al enemigo. Cuando veo cómo
sostenéis vuestras corazas me siento mal. Se diría que son para vosotros como un
espantamoscas. A caballo podéis ser buenos soldados, pero a pie presentáis el aspecto de
un montón de cerdos.
Su voz violenta suscitaba espanto entre los soldados. Se sentían desconcertados,
corrían de un lado para otro, tropezaban con los pies del que tenían al lado, se daban
golpes con la espada en las piernas y daban gritos como si fueran un rebaño de ovejas.
Desde luego esos soldados sin sus jamelgos perdían todo su valor. Además tenían que
ejercitar sin el arco, que era lo que mejor dominaban.
Cada tarde Erifelos me visitaba en mis dependencias. Papkafar mostraba gran
respeto ante el médico y le obedecía quizá más rápidamente que a mí. En lo que
respecta a Erifelos, sucedió lo que Prexaspes predijera. Poco después de nuestra
presentación al rey le mandaron llamar y visitó al monarca. Erifelos le dio unos polvos
contra la jaqueca, hechos de diversas plantas. Realmente actuaron en contra de sus
males y al día siguiente se levantó sin tales dolores. Por ello le nombraron de inmediato
médico del harén, donde muchas mujeres padecían diversos males.
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diez filas de diez hombres cada una. El jefe de los jinetes levantó su arco. Un fuerte
grito se elevó al cielo. Como una misma ola de agua todos los caballos se pusieron en
movimiento y se dirigieron hacia nosotros. Durante ese corto camino el persa levantó
por varias veces su arco. Era admirable la rapidez y precisión con que lanzaba sus
flechas y tensaba su arco mientras galopaba.
Junto al barbarroja, estaba yo en primera línea de combate. Desde luego los
persas ofrecían un aspecto magnífico e impresionante con sus corceles que venían
velozmente hacia nosotros. A mí el corazón me latía y entre los nuestros se oyeron
gritos de terror. Olov se giró y amenazó a la gente con su puño. Todos hicieron gala de
agilidad en los movimientos imprimidos a sus corazas para rechazar las flechas que nos
lanzaban; las flechas pasaban sin causar daño alguno entre los nuestros.
Los jinetes estaban ya cerca nuestro. Yo lancé un grito ahogado y levanté mi
espada. Aunque quizá sintieran miedo, los hombres siguieron mis tres pasos hacia
adelante. Pusimos nuestras lanzas detrás de los escudos y las clavamos en el suelo,
después retrocedimos detrás de ellas, mientras las otras columnas hacían otro tanto y
colocaban sus lanzas en el lugar abandonado por nosotros. Formamos así una línea de
lanzas de cinco filas, frente a los jinetes.
Puesto que nuestra falange estaba muy unida, la caballería hubo de unirse
también para atacar de frente. Los caballos se molestaban unos a otros al querer los
jinetes introducirse por entre las lanzas. Relincharon, se encabritaron y algunos lanzaron
a tierra sus jinetes. Una parte logró introducirse, pero no logró pasar todas las filas. Los
animales se detuvieron, algunos comenzaron a atacarnos directamente, pero las puntas
de nuestras espadas les tocaban y en un intento de retroceder armaron un caos
impresionante.
Las últimas filas de nuestros hombres se dieron la vuelta a las órdenes de Olov,
pues una parte, menos de la mitad, de los jinetes venían ahora por el lado opuesto. Otra
vez una lluvia de flechas cayó sobre nosotros. De nuevo bajo las órdenes de Olov, los
nuestros hundieron sus lanzas en el suelo. En las primeras filas la gente esquivaba las
flechas con ayuda de sus corazas, los de las últimas levantaron bien alto sus escudos
mientras la tercera fila sostenía las corazas sobre sus cabezas, de modo que las flechas
lograron alcanzar a muy pocos hombres. Pero esos pocos incluso eran culpables, puesto
que en el calor de la batalla habían olvidado observar todas las instrucciones.
El tumulto era inexpresable. Ante nuestras lanzas y entre ellas el grueso de los
atacantes, danzaban echados a la arena y se amontonaban unos sobre otros. Yo di un
grito e hice señal de atacar; también la voz de Olov se elevó potente. Había sacado su
espada de madera y pasaba por entre las calles formadas por nuestras lanzas. Cayó sobre
los persas como un dios nórdico de la guerra. Golpeaba en todas direcciones de modo
que a todo espectador le resultaba claro que el barbarroja, si se hubiera tratado de una
verdadera batalla, hubiera aniquilado por lo menos diez o veinte adversarios él solo. Un
persa recibió en el rostro la coz de un caballo encabritado. Retrocedió, gritó y cayó en
tierra con el rostro ensangrentado. Yo levanté mi espada y moviéndola en el aire hice
signo para los nuestros. Les había advertido que al atacar debían gritar bien fuerte para
aumentar la confusión entre las filas adversarias, que se situaran en filas de diez
hombres y avanzaran en tales formaciones y empuñaran sus espadas y tras rápido ataque
se retiraran para dejar paso a la fila siguiente, que debía a su vez hacer lo mismo.
Pero esto no daba resultado, pues algunos hombres, como niños, no querían
abandonar sus puestos, encontrando la maniobra divertida como un juego. Sin embargo,
los espectadores manifestaron su entusiasmo por la maniobra, pese a no haber resultado
satisfactoria para mí, que había previsto más rapidez de movimientos. De todos modos
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pedía cambiar de casa. Y ahora que estamos aquí se queda con cinco habitaciones para
ellos dos y nos deja sólo cuatro para nosotros con quienes quizás incluso vivirá Erifelos.
Yo me paseé por las habitaciones. Estaban muy bien arregladas, con gruesas
alfombras en el suelo y blandos almohadones en los rincones. Papkafar me acompañaba
e iba anotando cuanto faltaba, diciendo que pensaba comprarlo todo lo más barato
posible. Yo asentía y le decía que tuviera todo a punto para cuando viniera la muchacha.
Pero no llegaba. ¿Quizá Cambises había olvidado su promesa?
Papkafar se metió en la cocina para preparar la comida. Sabía cocinar verduras
de mil maneras distintas y siempre decía que con verduras y frutas mi cuerpo se
mantendría ágil y joven. Anochecía ya cuando apareció con la comida. Me di cuenta de
que refunfuñaba.
—¿Qué te pasa? —le dije—. ¿Te sientes mal? ¿Quieres más dinero, aunque ya te
di bastante, pues la plata en mi cofre cada vez escasea más?
Puso mala cara.
—Se trata de algo peor. Pura, esa mujer tonta, me ha contado lo que Olov le
dijera. No has actuado inteligentemente, Tamburas, cuando Cambises te dijo que le
expusieras tu deseo; hubieras podido pedir algo mejor que una mujer. ¡Además está
enferma! Con toda seguridad esa mujer traerá malos sueños a nuestra casa. Una mujer
de harén... —Despreciativamente sacudió la cabeza.— Con toda seguridad será una
perezosa y despilfarradora. Además somos pobres, puesto que me has impedido que
pudiera especular con tu dinero. ¿No podríamos ahorrar más dinero si la pusiéramos en
la puerta? Traes una mujer y seguro que tu dinero así desaparecerá. Ya ves a Olov. Le
hace regalos a Pura, que es una esclava como yo soy esclavo, como si hubiera perdido la
razón. No, no, mañana mismo buscaré una mujer sabia y pondré plata en su lengua para
que nos ayude a detener la enfermedad ante nuestra puerta. Ah, señor, con lo cómodos y
bien que hubiéramos podido vivir; en cambio, ahora nos amenaza lo peor. Tú pareces
encantado, Tamburas. Si mañana esa mujer te pide algo, con toda seguridad se lo
concederás, pues las mujeres saben muy bien cómo han de pedir las cosas a un hombre.
Así, pues, seré yo el que deberé batallar en contra de sus ganas de derrochar.
Papkafar suspiró hondo y me miró con pena.
—Pero tú la conoces tan poco como yo —le dije asombrado—. ¿Cómo sabes
que es derrochadora?
Mi siervo continuó lamentándose.
—Con certeza Ormuz desea mi perdición. Volveré desnudo de donde vine. Sé
seguro que no son imaginaciones mías. Esa mujer te arruinará, te engañará y mentirá. Y
si se da cuenta de que sientes gusto en mirar a sus ojos, incluso te propondrá que me
vendas para tomar a otro esclavo que le resulte más agradable.
Papkafar se estaba comportando como una mujer celosa que teme perder el amor
de su señor.
Para tranquilizarle denegué lentamente con mi cabeza.
—Eres realmente tonto. Tú razón se parece a una vasija que pronto derrama lo
que tiene dentro porque debajo arde mucho fuego. Piensa un momento, Papkafar, que lo
que tú dices no es justo, pues estás intentando indisponerme contra esa mujer. Tu lugar
en esta casa no está en peligro. Yo te dejo en libertad; nadie te molesta si no es porque te
sientes un esclavo. Si Goa resulta ser realmente una bruja que malgasta su tiempo y se
comporta mal contigo, sabré castigarla, como lo haré si en lo sucesivo te lamentas tú
injustamente.
Papkafar me miró asombrado, pues no había previsto que reaccionara
amenazándole. Quedó callado un momento, luego se puso la mano en la frente como si
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sintiera jaqueca.
—Sólo se conoce el carácter de un hombre en la desgracia. Tu corazón,
Tamburas, está siempre abierto y estoy seguro de que ni tú mismo crees lo que estás
diciendo. Pero no quiero exponerme a pasar la prueba. Es preferible que piense que Goa
no es una mala mujer que pierda día y noche con malos pensamientos para poner a
prueba su poder con los hombres. A un esclavo como yo no le molestarán ni siquiera
como una mosca pesada.
Mi siervo desapareció. Cuando regresó, sus ojos brillaban. Suspirando recogió
los restos de comida en una fuente de madera. Fue el primero en oír ruido. Sus ojos se
agrandaron y luego volvieron a entornarse. Verdaderamente me miraba como un perro
que suplica. Entre varias voces reconocí la de Erifelos. El médico había recuperado en
algunas semanas su orgullo y su voz resonaba potente. Rápidamente me lancé al pasillo
y traspasé el umbral de mi casa.
Cuatro portadores dejaron en el suelo un palanquín. Las cortinas eran de rica tela
y estaban profusamente bordadas. Dos hombres con antorchas en las manos iluminaban
el espacio; otros tres hombres traían cofres, cajas y paquetes, llevaban incluso utensilios
de hogar.
Erifelos se adelantó hacia mí. Llevaba arrollada al cuello una tela oscura. Yo
temblaba casi hasta las rodillas, pues en realidad no sabía qué me aguardaba.
—Bienvenido —le dije con voz apenas perceptible.
Erifelos me miró y dijo:
—¡No te inquietes, Tamburas! —Tomó la tela que llevaba en su cuello y me la
echó sobre los hombros.— Toma eso. Está consagrado a Afrodita y quizás ayude a
ponerte de mejor humor —su voz se hizo apenas perceptible—. Todo hombre ha de
casarse algún día. Algunos lo hacen demasiado pronto, otros demasiado tarde. En
cambio, tú estás en el momento adecuado y el destino ha decidido que tengas ya mujer.
Pero aunque deberías ser feliz pareces molesto. Mientras unos árboles tienen flores
otros se secan en la tierra. Así es la vida.
Se dio la vuelta y ordenó a los portadores que descargaran sus paquetes y los
llevaran a la casa. Papkafar les condujo. Sus labios se movían, pero quizás yo me
engañaba, pues no le oí decir nada. Junto a mi habitación había preparado otra para Goa.
Papkafar la había perfumado. Yo me dirigí hacia el umbral de la casa con los brazos
caídos. El palanquín pasó ante mí. Me pareció ver unos estilizados dedos y una mirada
femenina tras las cortinas, que volvieron a caer y tan sólo vi los pies de los portadores
que resonaban en la piedra.
Yo me pasé la lengua por el labio inferior. La noche se impuso sobre la tarde. En
el patio vi a Olov. Pura estaba con él. Él contemplaba su espalda desnuda. Miró hacia
donde estábamos nosotros y pensé que vendría, pero en lugar de ello se fue tras la mujer
como un cazador tras su presa.
Los portadores regresaron. Papkafar les regañaba, pues llevaban los pies sucios
y habían manchado la alfombra. El palanquín, vacío, estaba en el jardín.
—¡Tamburas! —oí decir a Erifelos.
Lentamente entré en la casa. Papkafar pasó frente a mí rápidamente. Marchó con
Goa. Oí que murmuraba algo.
Erifelos puso su mano en mi hombro. Una lámpara de aceite iluminaba el
pasillo. Yo sonreí.
—No olvides que Goa es un recipiente frágil —pronunció el nombre de Goa
como si fuera una melodía lejana—. En cuanto hija del cabecilla de su pueblo, era la
reina de su pueblo. Nunca lastimaron sus dedos el trabajo. Su cuerpo semeja una flor en
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cuyo cáliz todavía no se ha posado abeja alguna —en esos momentos su voz se quebró
—. No olvides, Tamburas, y te lo digo por vez primera, que si alguna vez el cuerpo de
Goa experimentara deseos y tú quisieras poseerla, ello significaría su muerte.
Yo comprendía muy poco de lo que el médico me decía. Es decir, debía amar a
Goa pero no demasiado. ¿Era un recipiente frágil? En todo caso, sentí intranquilidad por
la noche que se avecinaba y no quería que Erifelos marchara.
—He de marchar —le oí decir; yo levanté la mano para detenerle.
—¿Por qué no te quedas? Mi casa es tu casa. Puedo ofrecerte una habitación.
Muchos almohadones te aguardan. Por la noche cantan los grillos y te arrullarán. Puesto
que la casa pertenece al palacio real, apenas viene gente aquí, de modo que encontrarás
tu estancia tranquila.
Su rostro se ensombreció.
—Goa es ahora tu mujer —me dijo rápidamente—. Yo debo ir con el rey. El día
de hoy le ha fatigado mucho. No te preocupes por mí, Tamburas, sino que te ruego que
manifiestes tus respetos por Goa. Es lo más valioso de todo. Pero ya sabes que una obra
de arte cuanto más valiosa es menos debe ser tocada para no destruir su belleza.
Compórtate con ella como un hermano.
Papkafar pasó por delante. Sus ojos brillaban. Parecía que cien impresiones
alteraran su corazón. Además andaba como ciego, tropezó con Erifelos y a mí me dio un
golpe involuntariamente. No sé de dónde se había procurado una tela blanca que llevaba
arrollada a su cabeza y con la que tapaba las heridas de sus orejas.
—Perdona, señor —dijo con voz amable—. Tu mujer debe pensar que somos
gente que no pensamos en nada. Ni siquiera tenemos comida preparada. Además falta
bebida, de modo que debo ir por jugos, pues no toma vino. Pienso exprimir una
manzana y añadirle miel y leche y algo de avellanas. No puedo, pues, detenerme y
espera a otro momento si has de darme alguna orden.
Tras esas palabras nos hizo un saludo y desapareció por la puerta de la despensa.
Erifelos suspiró. Hubo un momento de silencio. Luego sonrió y dijo:
—Había oído hablar de tu siervo. Prexaspes dice que fue en otros tiempos un
buen comerciante y un criado muy listo. Antes de caer en desgracia era un hombre rico.
Según me parece, también tiene buen corazón, pues Goa le ha impresionado.
—Sí, es asombroso —le dije sin hablarle de nada más.
Erifelos volvió a suspirar. Su mirada se hizo opaca.
—Ahora debo ir a ver si la bebida que di al rey para tranquilizarle ha surtido
efecto. A veces cae en terribles depresiones. Déjame repetirte de nuevo, aunque quizá te
parezca patético, que es un objeto frágil.
Eran palabras inútiles. Pues, verdaderamente, no pensaba en Goa. En realidad, la
había pedido sólo por dar gusto a Erifelos.
—¡Salud!
El médico se marchó con rápidos pasos y desapareció en la noche. En la lejanía
oía hablar a una patrulla de soldados.
¿Qué me pasaría en las próximas horas? Marché hacia la casa y fui a sentarme
en un almohadón. ¿Qué aspecto tendría Goa? ¿Sería su piel muy oscura? ¿Sería alegre,
o seria? Tratarla como a una hermana no me resultaría muy difícil. Pensaba en Agneta,
en el color de sus ojos y la luz que despedían. ¿Lograría algún día hallar la felicidad a su
lado? Un profundo dolor atravesó mi pecho.
Junto al dolor sentí nacer en mí la indignación. Yo no necesitaba el amor de esa
débil Goa. Papkafar pasó por mi habitación sin haber advertido mi presencia. En la
habitación de al lado oí un suave ruido. Apenas oía la voz de Goa. Hablaba en voz muy
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baja. La tarde había ya pasado y pronto habría terminado la noche. Mañana tendría otras
tareas de que ocuparme. De pronto sentí la necesidad de la compañía de Olov. Con qué
gusto habría charlado con él...
—Vengo a que me indiques qué quieres que haga, señor —me dijo Papkafar.
Apareció en la habitación por la puerta que comunicaba con la de Goa—. Para el
desayuno nada de carne, tan sólo frutos y pequeñas golosinas. Haré de todas esas cosas
un pastel y dejaré a tus dedos el cortarlo y hacer pequeños pastelitos que pongas en tu
boca.
Suspiró a mi lado y me lanzó una mirada significativa.
—Sus ojos son más dulces que las gotas del rocío. Tiene unas piernas esbeltas y
un aspecto muy agradable. Te aseguro, Tamburas, que esa mujer resultará muy útil para
nosotros si la conservas. —Papkafar sonreía.— Ahora te está esperando para conversar
contigo —entornó los ojos—. Pero no te propases, pues Goa tiene un puñal para hacerse
respetar. En lo que respecta a limpieza, es como una de las mejores egipcias. Eso
significa que se lava todos los días y además antes de las comidas y después de ellas.
Tiene plantas olorosas con que perfuma sus manos. Mañana en honor suyo sacrificaré
un cordero. Lo cocinaré con leche y de un modo que conozco. Precisamente ahora
tenemos fresas. Ya verás cómo nunca comiste cosa igual.
—Por lo visto, temes terriblemente que me pida que te venda —le dije desabrido
—. ¿Por qué razones, si no, habrías de prepararme manjares de rey? A mí todos los días
me haces ensalada, poca carne, pan seco, porque dices que el tierno estropea el
estómago. En cambio, ahora tus ojos parecen tener fiebre como si sintieras anhelo de
algo que excita tu fantasía; piensas incluso en sacrificar un cordero. Habré de recordarte
que has prometido ahorrar dinero y no malgastarlo inútilmente.
Me hizo una seña de que callara.
—Habla más bajo, Tamburas, Goa podría oírnos y pensaría que somos gente mal
educada. Me sentiría avergonzado. Quiero que me aprecie y no tenga mala impresión de
ti.
—¿Es que te ha embrujado? —le pregunté irónico—. Pero ¿qué te pasa que tú,
un esclavo, me hablas como un cómplice? Te atreves incluso quizás a decirme que sus
dientes son como perlas cuando sonríe. Oye, bufón. Me duele la cabeza de oír tus
sandeces.
—Tamburas, yo me equivoqué al suponer que Goa sería como todas las mujeres.
He de reconocer que es distinta. Ve, pues, a verla y convéncete por tus propios ojos. Y
has de hacerlo en seguida; de lo contrario, me aborrecerá, pues me dijo que te está
esperando.
¿Desde cuándo obedece un hombre a una mujer? Quería demostrarle a Papkafar
que yo no me dejaba dominar y que no iría a ver a Goa, pero como por sí solos mis pies
se movieron. Me levanté del almohadón. Papkafar continuó diciendo en voz baja:
—He reflexionado ya qué cosas puede necesitar tu mujer. Para la casa zapatos de
cabra y además un vestido suave para la noche que le permita tener un buen descanso —
con voz más baja continuó—: Además conozco a un comerciante que tiene los
pendientes más bellos de Susa. Brillan en la noche y complace el mirarlos...
—Será algo especial para tus orejas —le dije rápidamente, y levanté el pie como
si fuera a darle una patada. Papkafar se salvó de un salto—. Márchate ahora y no me
importunes. Por la noche deseo estar tranquilo. Y además, sobre lo que en el futuro haya
de comprarse, seré yo sólo quien lo decida. Ya estoy harto de tus decisiones. Deja, pues,
en paz mi dinero, pues de lo contrario puede ser que pierdas ahora la nariz.
Papkafar se inclinó profundamente.
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—No creo que Ahrimán, el malo, haya confundido tu mente. Seguro que mañana
pensarás de otro modo y corregirás tus palabras.
Yo me di la vuelta e hice un brusco movimiento, como si fuera a darle una
patada. Mi esclavo marchó corriendo.
Todo estaba en silencio. Me parecía que en las paredes hubiera miles de ojos y
oídos. En la habitación de al lado se oía un suave ruido. Eran pasos que andaban sobre
la alfombra. Tosí intencionadamente para que mi voz se oyera e incliné mi cabeza para
pasar por entre la estrecha abertura de la pared. La habitación parecía más caliente de lo
que yo recordaba haberla encontrado en la tarde. Sobre una mesita baja había un búcaro
con flores. Vi unas manos afiladas y un rostro claro. La muchacha incorporaba su
cuerpo. Una comparación me vino a la mente: la flor se inclinaba sobre las flores.
No es difícil describir el rostro de una mujer. Ovalo, forma, nariz, mejillas, ojos,
boca. El brillo que daban las lámparas de aceite se reflejaba en los cabellos oscuro
azulados. Goa tenía una frente alta, despejada, bonitas cejas, grandes ojos oscuros que
miraban desde el interior del espíritu tal como posteriormente pude advertir, una nariz
ancha, bien formada, una boca delgada aunque apasionada, así como una barbilla noble,
bonita de forma. Sus manos eran largas y delgadas. Tenían algo de pintura en las uñas,
tal como era costumbre entre las egipcias. Puesto que no parecía interesada en
contemplarme, me sentí incómodo y volví a toser.
Ella esperaba, y el que aguarda tiene aire de reflexión. Y reflexionar es a la vez
el primer paso para obtener la victoria. Pero tampoco necesitaba un primer paso. Como
un rayo sentí arder en mi pecho la inclinación hacia la muchacha. El chal que llevaba
sobre sus hombros le había resbalado y permitía adivinar cuello y espaldas, que surgían
del blanco del vestido con inusitada belleza. Goa podía tener quince o dieciséis años.
Lentamente se levantaron sus ojos como oscuras lunas y me miraron. Mi boca
estaba seca, sentía que el silencio me oprimía. Sus labios eran rojos.
—Bienvenido, señor, a tu casa. La criada ha llegado para servirte.
Su voz temblaba. Así pues, Goa no estaba tan segura de sí misma como yo
creyera en un principio. Puse mi mano en su coronilla y le acaricié los cabellos. Mi
corazón palpitaba en el pecho hasta el punto de que creí que debían oírse los golpes.
Goa sonrió y en ese momento observé que llevaba las mejillas pintadas. Daba la
impresión de ser persona que fácilmente se fatigara.
—Bienvenida, Goa —murmuré.
Los almohadones estaban colocados formando como dos sitios uno junto al otro
para sentarse. Mi sensación de anhelo aumentó; Goa inclinó su cuerpo hacia adelante y
señaló el lugar para sentarme. Aliviado, me dejé caer. ¿No había pasado muchas
semanas de soledad? Parecía que eso estaba ya lejano. Los ojos de Goa parecían no
tener fin, infinitos, ilimitados. Una profunda sensación de paz me invadió.
Luego oí su voz, mientras continuaba contemplando su cara; sonreía de nuevo.
—Erifelos, el médico me ha contado tantas cosas de ti, Tamburas, que te
conozco mucho. Lástima que he tenido poco trato con hombres —se inclinó
confiadamente hacia mí. Parecía haber superado el momento de timidez—. Casi
desearía que hubiera sido de otro modo, pues quizás ahora sabría conversar mejor
contigo o hacer lo que pudiera alegrar tu corazón. Ya sabes que soy del país del sur. Allí
las muchachas sienten muchas veces nostalgia. A veces lloro sin saber exactamente por
qué. Lo peor, sin embargo, es cuando recuerdo mi pueblo, mi madre o el día en que los
egipcios nos derrotaron.
Pobre pequeña Goa, pensaba yo, pero mis labios no se movieron. Era hermosa
como el rocío en el prado, el sol sobre el agua y a la vez tan frágil como una mariposa.
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bajo la mesa sus cosméticos. Sus manos estaban sobre el regazo. Contemplé la
tranquilidad de Goa. Su cara se veía delgada y tal delgadez acentuaba la grandeza de sus
ojos. Qué graciosa parecía, qué bonitos se veían sus pies.
—Me contemplas de un modo que me siento desnudada —ahogó su risa
nerviosa ocultando su cara bajo sus manos. Su pelo cayó lentamente sobre los hombros.
—Te contemplo con ojos terrenales, pues soy un hijo de esta tierra. Sólo un
bufón o un enfermo podría despreciar tu belleza. Toma por ejemplo un animal. Un
animal es siempre algo digno. Cuando tiene hambre ruge. ¿Por qué he de presentarme
yo como un hipócrita? Tú eres bella, hermosa y lo sabes. Tan sólo un castrado podría
comportarse indiferente frente a tu belleza.
—Pero estoy enferma —murmuró misteriosa—. Es ya asombroso que no haya
tenido ningún acceso que me deshaga internamente y me agite como el fuego sometido
al viento. Quizás es la diosa del amor la que me anima, me siento agradecida y pienso
servirla durante toda mi vida.
—¡Sírveme! —le ordené. Lo hizo, llenó mi copa y cruzó los brazos sobre el
pecho. Yo bebí un trago y dije—: Afrodita te conserve la belleza.
Parecía sentir escalofríos. Su rostro recibió sombras de frío. La habitación tenía
una atmósfera muy caliente, pero temblaba como sacudida por el viento.
—No puedo soportar el frío.
—Pero hace calor —respondí.
—No, hace frío —me replicó sin excitación—. Me da la impresión de que
llegará el otoño. Sus colores son hermosos y lo colorean todo con el tono de la
nostalgia. ¿Brillan mis mejillas? Las coloreé para ti —sus ojos despedían destellos de
fuego—. Para mí, tú eres el sol, Tamburas. Tu pelo brilla como la luz del dios celestial.
Ven más cerca para calentarme.
Junto a los almohadones había echado un chal. Rápidamente lo había colocado
ella hacia un lado. Se lo puse encima de los hombros. Ella lo echó hacia atrás y cerró los
ojos.
—Me da la impresión de conocerte desde toda la vida. Mi amor por ti es
ancestral. La existencia de un hombre es muy poco, ¿no te parece? Tan sólo un soplo en
la sombra del buen dios.
Contemplé su cara. El pelo negro rodeaba su cabeza como un yelmo oscuro. La
cara era de rasgos nobles y bien conformados. Ningún defecto ni imperfección afeaban
su piel. Su voz despertaba en mí pensamientos lejanos.
—No me contestas, tan sólo me miras. Yo, por el contrario, apenas puedo casi
entreabrir mis ojos, tan cansada estoy. Perdona, pues, si parpadeo, pero tus ojos brillan
como azules estrellas. Me da la impresión de que están muy lejos. Yo temo la lejanía. La
extensión causa frío. Ven más cerca para que te sienta y sepa que estás junto a mí.
Me incliné profundamente. Mis labios casi rozaron su frente. Pasé el brazo
alrededor de sus hombros.
—¿Estás mejor así?
Suspiró aliviada y apoyó su cabeza en mi pecho. Sentí arder en mí la sensación
de felicidad. Pensé en Erifelos. La sensación de alegría previa era distinta, aunque no
menos fuerte que la experiencia de amor misma. Goa debía morir si no sucedía algo
extraordinario. Pero quizá sucediera. Los dioses me habían castigado en muchas
ocasiones, pero también me ayudaron con mucha frecuencia. Goa abrió los ojos.
—Soy feliz, tan feliz como desde hacía mucho no lo fui. —Parecía quejarse.—
Junto a mí muy pocas veces llega el sol. Pero ahora está aquí y no dejaré que se marche.
Yo estaba sentado tranquilo y acariciaba sus hombros. Ella se movía como una
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gatita. Lentamente los párpados cayeron sobre sus ojos como cansadas mariposas. Yo
tomé un almohadón y lo coloqué bajo sus pies.
—¿Estoy muy enferma? ¿Qué dice Erifelos? ¿Moriré pronto? A mí no quiere
decirme nada. Sólo me dice que debo comer mucho para recuperar fuerzas. Pero no
puedo. A veces lucho por tomar un bocado y parece como si yo luchara contra él y él
contra mí. ¿Qué dice Erifelos?
—Espera que pronto puedas curar —le susurré tranquilizador—. Quizá te
volverás entonces muy fuerte, saltarás todo el día y lanzarás piedras contra mi criado.
Se rió. Bajo los puntos coloreados por la pintura en su cara pareció ruborizarse.
De pronto sus ojos se agrandaron. Algo pasaba en el pecho de Goa. La sonrisa se murió
en la cara y fue sustituida por una tos seca. Su cuerpo se sacudía y yo sentía su
estremecimiento en mí. La cogí fuerte y sentí lo débil que era, tan ligera como un niño.
Con un pañuelo sequé su frente y su boca.
—Protégete de mi boca —susurró Goa—. El médico dice que en mis labios se
posa la enfermedad y la muerte —agotada, aspiraba en busca de aire. Su tos reapareció.
Nuevamente agitó su pecho y luego desapareció—. ¿No sientes miedo de mi
enfermedad?
Yo denegué con la cabeza.
—Soy soldado. Creo en la vida y no en la muerte.
Sus dedos se cogieron a mi mano.
—¡Qué feliz soy! ¿Debo recompensarte por ello?
Yo me incliné. Mis labios rozaron su cuello.
—Nadie ha de pagar nada. Los dioses fijan nuestra vida desde el comienzo.
También que debíamos encontrarnos y amarnos es algo determinado desde hace mucho.
Conténtate con eso. No escuches con el oído sino con el corazón.
—Cuando me falta el aire y toso, siento que he de morir.
Yo acuné su cabeza en los blandos almohadones. Su boca estaba pálida,
temblaba.
—¿Piensas en mí?
—Sí, pienso en ti, pues es imposible no pensar en ti, del mismo modo que
resulta imposible no amarte. Tranquilízate y duerme para que mañana despiertes con el
nuevo día.
Contemplé la muchacha. Mis labios no se movieron más, pero mi mente
continuó hablando:
«¡El amor hacia ti es como un lejano objetivo! Cuanto más ando más
inalcanzable resulta. Y sin embargo siento que cuanto por ti experimento es amor, la
llama de la felicidad que arde potente. Tú no desaparecerás, Goa. En mi recuerdo
permanecerás siempre y serás inmortal.»
Dos días después de las maniobras, Olov y yo fuimos llamados a presencia de
Prexaspes. El primer ministro de la corte nos entregó el cetro de plata, signo de dominio
sobre mil soldados. Era un cetro muy bien trabajado, artísticamente adornado con
jinetes y corazas. Olov sentía un gran orgullo.
—El rey y tú, Prexaspes —dijo lleno de alegría—, estaréis contentos de
nosotros. Cada recompensa despierta mi celo por serviros con nuevas y más importantes
acciones.
Prexaspes sonrió y nos condujo hacia afuera. Junto a un establo real había
soldados que sostenían dos caballos por las bridas. Uno era oscuro, huesudo y casi tan
grande como un elefante. Realmente un corcel que parecía muy capaz de poder soportar
el peso de Olov. El otro animal junto a él, incluso parecía pequeño. Tenía un elegante
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y el pecho. También los jinetes recibieron sus finas corazas para llevar bajo sus ropas.
Incluso Olov y yo recibimos también tales armas de defensa. A diferencia de las corazas
de los demás soldados, las nuestras eran doradas.
Dentro de la ciudad real se hablaba persa, pues tal eran las disposiciones del
gobierno. Pero si se abandonaba aquel recinto los soldados hablaban muy diversos
dialectos. En todas partes había hombres de distintos pueblos, medos, frigios,
sogdianos, gentes de Armenia y soldados de Bactria. Misios, lidios, capadocios, partos y
hombres de las regiones de Chawa formaban también en la caballería. Había también
sargatas, veloces jinetes que sabían construir lazos y que echaban sobre la cabeza de sus
enemigos para lanzarlos al suelo y luego matarles con el puñal. Los chalibios llevaban
distintos objetos que lanzaban en la lucha; además, a diferencia de la mayoría, que
cubrían su cabeza con gorros de piel, llevaban yelmos de hierro, adornados con cuernos.
Sus arcos eran de una rara madera de cerezo. Soldados de otros pueblos llevaban
yelmos de madera, pequeños escudos y espadas de largas puntas. Los maros luchaban
con yelmos adornados, lanzas y flechas que sabían lanzar con gran rapidez. Casi todos
los soldados tenían sus caballos, eran los menos los que sabían entablar una lucha con
infantería. La infantería iba armada con corazas y espadas, arcos y flechas. Sin
considerarse en lo más mínimo su nacionalidad, eran divididos en secciones para
asegurar luego la vanguardia del propio ejército en las batallas.
Todos los jefes militares fueron llamados sucesivamente a presencia del rey para
que éste examinara sus fuerzas, destreza y armamento de sus tropas. Estos estrategas
eran individuos en su mayoría incultos, aunque procedían de las mejores estirpes de las
estepas del este y norte de Susa. Sus costumbres eran groseras, su lenguaje tosco, poco
sabían de la técnica militar. Por ello resultaba asombroso que Ciro con tal gente hubiera
logrado tantas victorias.
Cuando Cambises concedía audiencias estaban presentes casi siempre Prexaspes
o Damán. Dos veces fui a verle, una con Olov, la otra solo.
Era un día en que la antesala estaba llena de soldados y Prexaspes estaba muy
ocupado, pues el rey había descargado sobre sus hombros todo el peso del trabajo y de
las responsabilidades. Subí las escaleras rápidamente. Me había entretenido con Goa y
llegaba algo tarde. Cada vez que levantaba mi bastón de mando los guardianes se
inclinaban y me dejaban pasar. Ante sus ojos yo era un escogido del rey. Me reconocían
por el pelo rubio e inclinaban sus espadas.
—Llegas tarde, Tamburas —me dijo Prexaspes—, pero no demasiado para
saludar con el rey a una importante persona.
Oscuras sombras velaban sus ojos. Parecía haber dormido muy poco.
—¿Una persona importante? ¿Quién es? —interrogué curioso—. ¿Un nuevo
aliado? ¿Un caudillo? ¿Quizá Cresos, el rey de los lidios? Creía que era anciano y
estaba ya a punto de morir. Prexaspes, da la impresión de que la fiebre haya acometido a
la ciudad. Por todas partes se ven soldados armados.
—El tiempo es ya llegado —respondió el primer ministro de la corte—. Muy
pronto los persas partirán y llevarán sus ejércitos a países lejanos. El hombre del que te
hablaba es un egipcio. No puedo decirte más. Ni siquiera los otros caudillos saben nada
de él.
En la antesala se encontraban también Ormanzón, Jedeschir y Damán. Juntos
entramos a ver al rey y le rendimos nuestro homenaje.
—Que el sol proyecte sus sombras sobre tu magnificencia y sobre tu pueblo, oh
rey, incluso cuando se encuentra muy alto en el cielo —dijo Damán.
Cambises inclinó la cabeza en señal de aprobación. Nos hizo seña para que nos
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—¿Y ahora?
—Tengo muchos deseos de volver a verlos. Todo me parece justo con tal de
poder derrotar a los egipcios, pues egipcia era la mujer que causó mis desgracias.
Prexaspes se dirigió al rey.
—Has oído sus palabras, Cambises, rey de los reyes. A tu benevolencia queda si
Fanes habrá de sernos útil o no.
—¡Levántate, egipcio! —ordenó Cambises—. Hablas en la alfombra y no logro
entenderte bien. —Esperó hasta que el hombre se hubo levantado.— Te probaremos,
pero no me desengañes. ¿En qué consiste el plan de guerra del faraón?
Yo contemplé al mercenario de Halicarnaso. Tenía un color de cara muy insano.
Su piel era amarilla, como si se irritara con frecuencia. Fanes humedeció sus labios con
la lengua.
—Te aguarda a ti, poderoso, tras los muros de su ciudad protegida. Por lo que sé,
Amasis no tiene la intención de entregarse a una batalla abierta contra ti. Los muros de
Memfis son altos y gruesos. Se dice que son inexpugnables. Incluso aunque llegaras con
catapultas y armas para el asedio, los egipcios podrían resistir durante largo tiempo,
mucho más del que podría resistir tu ejército.
Cambises arqueó sus cejas.
—Hablas como un jabalí. Nadie puede resistir más que los persas en la guerra.
Pero prefiero olvidar tus palabras como si no hubieran sido pronunciadas. Infórmame
ahora cómo lograr que Amasis y su hijo salgan de la ciudad.
Los oscuros ojos del traidor de Halicarnaso, que no era egipcio, sino jonio y
mercenario, nos contemplaron y volvieron a mirar al rey. Cambises hizo un gesto de
impaciencia. Una sola palabra suya y los guardias personales hundirían sus espadas en
la espalda de Fanes. Este se dio cuenta de la falta de escrúpulos del rey y que muy poco
le separaba de una muerte posible. Arrugó la frente, sus venas se hincharon, su rostro se
tornó sombrío. Sacudió su cabeza.
—Se te llama el conquistador del mundo, Cambises. Pero desiertos sin agua que
separan Egipto de Babilonia tienen una extensión de unos cinco días de marcha como
mínimo. Yo los he atravesado y sé de sus graves peligros. En lo que respecta a los
árabes, han logrado instalar pozos en puntos determinados que tan sólo ellos conocen,
de donde pueden sacar agua. Además la recogen de las lluvias en cisternas y las sepultan
en lugares secretos. Los pocos oasis que existen tienen muy poca agua. Debes, pues,
llevar grandes provisiones de agua, oh rey, pues en el desierto tienen más valor que el
hierro o el oro.
—Mi ejército es muy fuerte en caballería —respondió Cambises—, pero no está
habituado a la infantería y los carros con provisiones. Así pues, la amistad que propones
con los árabes no me parece oportuna, pues el camino a través de los desiertos me
parece malo, pese a que quizá podría ahorrarnos más de treinta días. Los árabes los
conoceré en otra ocasión y quizás entonces les ofrezca mi amistad.
Fanes reflexionó un instante, luego dijo:
—Tus palabras son sabias e indiscutibles, conquistador de mundos. —Yo le
contemplé más detalladamente. Llevaba una túnica amarilla, muy descolorida por el sol;
probablemente no había tenido tiempo de cambiarse. La ceñía un cinto de cuero
adornado con bronce.— Necesitas una batalla a campo abierto, oh rey —continuó—,
para poder derrotar rápida y seguramente a los egipcios. Tan sólo existe un medio para
hacerles salir de la ciudad. Manda hordas delante para que devasten los territorios
fronterizos y los incendien sin la menor contemplación. Pero debes dejar que algunos
sobrevivan. Los soldados los llevarán hacia la ciudad para que entren en ella y cuenten
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lo que han visto. Haz que se sepa que tú, Cambises, piensas hacer del país de los
egipcios un desierto y no eres tan débil como tu padre Ciro, que fue para los pueblos
vencidos como un padre, pese a que mató muchos soldados. Fomenta rumores de que
despiadadamente harás castrar a cuantos muchachos hagas prisioneros, para emplearlos
como cocineros o como eunucos. Haz decir, también, que te llevarás a todas las
muchachas a tu reino, pues la pasión de los persas por las mujeres es inagotable. En
cambio, los ancianos, sean mujeres u hombres, serán muertos por tus soldados para
regar con su sangre aquella tierra. Además me atrevería a aconsejarte que se difunda el
rumor de que piensas arrasar e incendiar todos sus templos por voluntad de tu dios.
Especialmente sientes interés por las tumbas de los faraones. Mientras los egipcios ricos
están sentados detrás de su ciudad y se devasta al pobre pueblo, enriquecerás tus bienes
con los tesoros que halles a tu paso. Haz que se diga que piensas sacar las momias
embalsamadas de las tumbas y echarlas como pasto a los cerdos. Para todo ello tendrás
tiempo mientras Amasis permanece inactivo en Memfis y contempla cuanto sucede con
su país y sus reyes muertos.
Cambises se mesó la barba.
—Oigo timbales y trompetas que resuenan en mis oídos. Tu proposición no está
mal, Fanes, casi había creído que Ahriman estaba en tu pecho y tenía poder sobre ti. Por
ello determino que seas responsable de hacer que se difundan tales rumores.
—Te agradezco, Cambises, tu gracia. —Fanes miró aliviado. Un profundo
suspiro se elevó de su pecho.— Para disipar una posible última duda que podrías tener,
deseo decir todavía que Amasis es un zorro astuto. Sería el único capaz de ver este plan.
Quizás el faraón comprenda tu astucia. Sin embargo, Psamético, su hijo, es apasionado
y está muy unido a los sacerdotes. Ciro nunca hizo nada a los sacerdotes de los países
que conquistó. Así pues, como último será conveniente que difundas, oh rey de los
persas, que piensas matar a todos los sacerdotes y cuantos rinden servicios en los
templos si caen en tus manos —dramáticamente Fanes levantó sus brazos—. Un terror
se expandirá por entre los egipcios. Los sacerdotes contribuirán a sublevar al pueblo y a
convertir a todos los hombres en soldados para que defiendan los templos y el país de la
tierra negra. Así pues, Amasis no tendrá más salida que inclinarse a su voluntad y
enfrentarse contigo con su ejército para proteger a los egipcios de la irrupción de los
bárbaros, tal como os llaman a vosotros.
Durante un rato reinó el silencio. Fanes dejó que sus palabras surtieran efecto,
luego dijo:
—Los egipcios hace mucho tiempo que no han tenido guerras. Los soldados
están desentrenados, su valentía resultará insuficiente. Especialmente la infantería está
muy indisciplinada. Cuando se trate de dar la gran batalla, todos se darán a la fuga. Tus
jinetes, Cambises, les perseguirán y podrán vencerles sin dificultades.
El rey ordenó que le abanicaran para aliviar el calor que sentía.
—Tus palabras me han satisfecho —le dijo a Fanes—. Tú has cumplido con tu
misión. Ahora solicita la recompensa.
—Quiero vivir a la sombra de tus gracias —contestó rápidamente Fanes—.
Amasis es ya viejo y ni siquiera podrá sobrevivir al ocaso de su país. Dame Batike, su
nieta, para que pueda vengarme —luego, desparpajadamente, dijo—: Dame tu palabra,
rey, de que no lo olvidarás.
Cambises manifestó su asombro.
—¿Quieres negociar conmigo? Me llaman Cambises el perfecto. Sin embargo,
¿tú exiges mi palabra?
Los guardianes personales dispusieron las espadas para atacar. Fanes vio que
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había cometido una falta y cayó de rodillas. El rey levantó la mano. Los guardias se
detuvieron.
—Te prometí recompensa, por ello se te respetará. Te regalo la vida, Fanes. No
recibirás nada más. Alégrate de que podrás volver a ver a tu mujer y tus hijos. Pero en lo
que respecta a las hijas y nietas del faraón, me pertenecen. Quizá las regale a alguno de
mis caudillos, pero no sé todavía. Levántate, Fanes, y no temas nada. Pero en lo
sucesivo guárdate de que la lengua se te dispare en exceso pues te reduciría a la nada.
El mercenario y caudillo de los egipcios se levantó. Su cara estaba pálida en
extremo. Se recuperó rápidamente.
—Una profetisa me auguró que el día de hoy sería feliz. Perdóname si falté. Yo
hablé con Cambises, el rey de los persas, y realicé con él un trato. La fama y dignidad
me son conocidas. Te doy las gracias, oh rey. Huí de Egipto para escapar del infierno y
lucharé para conquistarme un sitio en el cielo de tus gracias. Yo, Fanes, juro por lo
sagrado poner a tu servicio mis palabras y mi espada mientras el aliento anime mi
cuerpo. Lo que me ligará a ti en lo sucesivo será la confianza en tu poder real.
Así habló Fanes. Sus últimas palabras causaron satisfacción en el ánimo de
Cambises. El rey le miró complaciente. Damán tomó al hombre de Halicarnaso y se lo
llevó con él para terminar de preguntarle sobre los preparativos de los egipcios.
Prexaspes se quedó junto al rey, mientras Jedeschir, Ormanzón y yo nos despedíamos.
En casa de Jedeschir tomamos vino dulce que las esclavas echaban en las ricas copas de
plata. Ormanzón no se fiaba de Fanes. No sentía compasión por él e incluso dijo:
—Su dignidad está perdida. Qué hay que pensar de un hombre que traiciona al
pueblo que durante años le ha brindado su amistad.
Jedeschir cerró los ojos y se mesó los cabellos grises.
—Nosotros los persas, Tamburas, somos un pequeño pueblo —dijo—. Apenas
tenemos cien mil jinetes, igual número de mujeres y quizás el doble de niños. Sin
embargo, dominamos países y gobernamos sobre pueblos que son cien veces mayores y
más poblados que nosotros. Pero un traidor es hombre que no tiene dignidad. Su camino
es oscuro. Engaña a otros, pero las más de las veces se engaña a sí mismo, pues lo que
busca no logra alcanzarlo. Nosotros, persas, no tenemos traidores y vivimos como es
debido, podemos pasar incluso diez días con un puñado de semillas. Lo que el dios del
fuego nos da y el rey proporciona nos hace ya contentos. Luchamos y morimos por el
reino, y la grandeza de Ormuz es nuestro bien, a lo que todos nosotros aspiramos.
En el camino de regreso a casa, hallé a muchos soldados que me saludaron
respetuosamente. Yo levantaba mi bastón de mando y les devolvía el saludo. Ante mi
casa reconocí a Papkafar. Vino hacia mí excitado.
—¡Ha sucedido una desgracia! Ven en seguida, Tamburas, ha pasado algo a Goa.
Yo salté de mi caballo y me lancé a la casa. Intchu relinchó, pero esta vez no le
hice caso, sino que precipitadamente entré en la casa tropezando con cuanto hallaba a
mi paso; llegué por fin a la habitación de Goa.
Con una mirada me hice cargo de lo que pasaba. Goa estaba echada, con el
pecho lleno de sangre que manchaba sus blancas ropas. Pura estaba junto a ella y
humedecía paños en una jarra de agua.
Sin hablar siquiera la aparté a un lado.
—¡Goa!
¿Me oía? Lentamente abrió los ojos. Estaban velados, sus labios temblaban. Mi
corazón latía apresuradamente, la sangre hervía en mis venas. Con un paño sequé la
boca de Goa y le quité la sangre de las mejillas. Su aliento se hacía difícil. Volvió a
vomitar sangre. Goa sentía que le faltaba aire; luego comenzó a toser convulsamente. La
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la sala del trono, donde el destino y Cambises habían decidido la suerte de Fanes. Junto
a la puerta oculta por un tapiz, ardía una lámpara de aceite. Retiré la cortina y entré. No
había nadie, ningún guardián, ningún siervo, ningún caudillo, ni canciller, ni Cambises.
Todo estaba sumido en el silencio y parecía muerto. ¿Es que el rey había dado fiesta a
todo el mundo? Además había oído decir que había llegado alguien muy importante de
los persas.
—¡Erifelos! —apenas me atrevía a llamarle.
Mi voz sonó débil e irreal. Las gruesas alfombras casi la ahogaron. Pensé en Goa
y oí su respiración dificultosa. Luego me sentí sobrecogido. El grito que acababa de oír
era auténtico, no podía ser producto de mi excitación ni de mi fantasía. Se repitió, sordo
y ahogado. Se oían voces humanas.
Mi pulso se apresuró, el corazón me martilleaba. ¿Qué sucedía en palacio? ¿Es
que había alguna conjura contra el rey? Avancé con mi bastón de mando en alto como si
fuera un arma y tuviera la intención de golpear a algún enemigo invisible.
Por entre una puerta vi luz. Fui hacia aquella habitación. Alguien jadeaba como
si estuviera agonizando. Titubeé, luego retiré la cortina. Una figura tropezó conmigo y
luego cayó de rodillas para derrumbarse después en el suelo. Sentí mis miembros
paralizados por el terror.
—¿Quién eres? —murmuré—. ¿Eres un hombre? Entonces date a conocer. Si
eres un diablo, entonces...
El velo de mis ojos cayó. Podía pensar de nuevo, podía reconocer, reflexionar.
La figura borrosa era un hombre. Estaba echado en el suelo. Su espalda estaba
manchada de sangre. ¿Cambises? No. Para ser Cambises el hombre era demasiado
grueso, pese a que me pareció observar cierto parecido con el rey. Murmuraba algo e
intentaba en vano ponerse de rodillas. Coloqué mi mano sobre él y le ayudé.
En el mismo instante penetraron por otra parte tres hombres. Miré a lo alto.
—¡Tamburas! —oí que alguien decía.
Era Prexaspes. El hombre que estaba junto a mi pecho jadeaba. Le abracé y mis
manos sintieron la humedad de su sangre. Miré hacia delante y reconocí al rey. Parecía
pequeño como un ciervo. De su rostro sólo imponían los ojos.
Cambises llevaba un arco en la mano. La luz de las lámparas de aceite daba a su
rostro algo de irreal. El tercero era Samin, un noble y hombre de confianza del rey ante
cuyo nombre mucha gente temblaba, pues creían que era el que decidía junto a
Cambises quiénes debían morir si no resultaban de su agrado. Samin tenía en su mano
un dardo. La punta brillaba húmeda y estaba manchada con algo de color oscuro.
El hombre que estaba en mis brazos rechinó con los dientes. Parecía muy débil,
cuando le levanté. Las rodillas le fallaban. Si no le hubiera sostenido, habría caído.
—Te maldigo, Cambises —murmuró jadeante—. Yo... tu hermano Esmerdis...
vine de Persépolis. Has dejado que tu verdugo me golpeara... como si fuera un geótrupo
bajo un cerdo.
Estaba como paralizado. ¿Sería esto un sueño del que despertaría?
—El buen Dios habrá de castigarte —continuó Esmerdis—. Eres la vergüenza
de nuestra familia... Ciro, nuestro padre, estaba conmigo y no contigo. Mi sangre caerá
sobre tu cabeza, Cambises. ¡Fratricida!
El rey de los persas no respondió. Apretaba los dientes como un perro y tensaba
su arco.
—¡No! —gritó Samin, el verdugo del reino—. Tú mismo, Cambises, no debes
poner la mano sobre él, pues la ira de Ormuz puede desencadenarse. ¡Ése debe terminar!
—señaló a Prexaspes—. ¡Ése debe terminar la obra!
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Vi que Prexaspes empalidecía más todavía y observé las oscuras sombras que
rodeaban sus ojos. Su barbilla estaba como paralizada, tenía la boca entreabierta. El rey
titubeó. Luego entregó el arco y la flecha al canciller. Esmerdis, en mis brazos, casi ya
no respiraba. Le mantenía de modo que teníamos los pechos uno junto al otro. Sus ojos
se hundieron en mi cara. Mis manos, que le sostenían, estaban llenas de sangre.
¡No!, quería gritar yo, pero no lograba que la voz volviera a mi boca. Vi como
Prexaspes se disponía a tensar el arco con una cara terrible, como si estuviera a punto de
fallecer. La indignación me dio fuerzas. Rápido como un pájaro retiré hacia atrás mis
piernas, pero la flecha alcanzó al cuerpo que caía. Tropecé, caí al suelo, todavía con el
cuerpo de Esmerdis en mis brazos, oí su estertor y la vida abandonó su cuerpo.
Una mano rodeó mis hombros y me puso en pie. Era Samin. Prexaspes
contemplaba fijamente al muerto. Cambises parecía meditar algo. Luego me miró.
—Esmerdis no murió por nada. Falleció como un hombre del más alto rango,
para que la dignidad real quede entre mis manos. —dijo con pasión hipócrita.
En el diálogo interno le respondí:
«¡Tú, ojos de mono! ¡Tú, criminal, los dioses te maldecirán por este acto!» Pero
en realidad nada dije.
—Murió para que tú vivas, Cambises —confirmó Samin. Sus labios se movían
sin que se le oyera, de modo que parecía masticar algo—. Pero, ¿qué pasará con
Tamburas? —Su mano me soltó y dio un paso hacia atrás.— Nunca debe saber el
pueblo lo pasado. Esmerdis vive, aunque su cuerpo esté muerto ante nuestros pies.
Cambises temblaba. Contemplé al rey ante mí en su miseria y pobreza. ¡Ante él
se postraban los hombres! ¡Guiaba el destino de medio mundo! Rabia y desengaño
anidaron en mi pecho, pero debía mantener mi control.
—¿Qué buscabas en el trono del rey? ¿Por qué viniste? —me preguntó
Cambises con voz tranquila.
Estaba sin su turbante real. Me di cuenta de lo pequeño e insignificante que era
en realidad. En el mismo instante sentí arder en mi pecho la ira.
—Tú no me llamaste —dije con una voz que apenas lograba ocultar la
indignación. El muerto estaba a un lado. La flecha se hallaba clavada en su espalda.
Prexaspes me miraba fijamente—. Buscaba a Erifelos, porque Goa está enferma y
necesita de su ayuda. De modo que tropecé con este día que no alcanzo a comprender.
Sí, no lo comprendo, y también un rey deberá responder de sus actos cuando muera,
pues los dioses son justos y saben siempre hacer justicia.
—Tamburas debe morir —dijo Samin—. Su lengua no tiene dominio y no
guarda respeto alguno ante tu presencia. El rey es dios.
Levantó el dardo para alcanzarme. Fríamente la muerte me miraba desde la
punta de hierro.
Finalmente mi indignación supo hallar el cauce debido. Rápidamente derribé a
Samin, golpeé con mi pierna izquierda su rodilla y cayó al suelo. Los ojos suyos se
agrandaron de asombro. Le golpeé en la cabeza con mi bastón de mando hasta que su
cráneo se rompió. La sangre saltó en torno suyo. Con una patada le eché a un lado. Pero
recogí del suelo el dardo y amenacé con él a Cambises. Prexaspes ni siquiera intentaba
tensar su arco, pues no disponía de más flechas, la única la había lanzado a la espalda de
Esmerdis.
El rey se asustó ante mi decisión. Pequeño e indefenso, miraba a mis ojos.
Sonreí con desprecio.
—Cierra tu boca y abre tus oídos para que recuperes el habla. Has asesinado a tu
hermano. Realmente es un acto terrible para un rey. Seguro que hubieras permitido
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también que Samin me matara. Pero ahora la situación ha cambiado: tu vida está en mis
manos. Sí, Cambises, no temblaré en destruirte si me place.
—¡Deja las armas, Tamburas! —me ordenó Prexaspes con voz insegura—.
Estamos en tu poder, es cierto. Pero no olvides que Ormuz, el dios, es quien determina
los reyes y reinas sobre los hombres. Él y Ahrimán velan por sus actos desde la
eternidad. Así ha sido y será siempre. Ni tú ni nadie puede exigir cuentas a lo que un rey
hace.
Cambises observó mi duda y rápidamente se recuperó.
—Deja las armas, ¡loco! —gritó—. Pero ¿qué pretendes al dirigir la punta contra
mi cuello?
Sin embargo, su valentía era sólo comedia, pues cuando hice ademán de lanzarle
el dardo dio un grito y marchó tras de Prexaspes.
—Si te mato, quizá seré yo entonces el rey de los persas.
Casi me sentía a punto de reír, tan irreal me parecía la situación. Pero los dos
muertos a mis pies me hacían comprender la realidad de la situación.
—Oye, Tamburas —murmuró con voz apagada Prexaspes—, termina ya ese
juego.
—¿Qué garantía me das de que no me sucederá nada malo?
El canciller no respondió nada. Aguardaba a que su rey hablara. Lentamente
Cambises salió de detrás de Prexaspes.
—Vida contra vida —exigí yo, y hablé como si el rey ni siquiera estuviera
presente.
Mi pulso había vuelto a la normalidad, apenas recordaba a Goa. Los últimos
minutos habían sido demasiado agitados. Lentamente bajé el dardo, la punta señalaba el
cuerpo de Samin. Cambises aprovechó la situación para hacerse el magnánimo.
—Puedo imaginarme que no pudiste controlar tus nervios y que por tal razón
perdiste la cabeza. —me dijo con voz suave.
Miró a su hermano muerto. El rey aparecía pequeño y débil. Hubiera bastado un
puñetazo para matarle.
—Así pues, te dejaré la vida, Tamburas. Dispondré incluso el modo y manera
como podrás estar junto a mí sin que nadie te llame. Lo demás lo explicaré como casual,
el que Samin cayera bajo tu bastón de mando. Tú solo, junto con Prexaspes, eres el
único que sabe esta historia. A él le liga la flecha. De ti exijo juramento por tus dioses de
que jamás traicionarás una sola palabra de lo sucedido en esta sala.
Hizo una pausa.
—Tal como seguramente advertiste ya, di fiesta a los guardianes para que
pudiera realizarse todo esto en el mayor secreto. Has de saber, Tamburas, que hace
aproximadamente veinte días soñé que mi hermano Esmerdis intentaba tomar mi trono
mientras yo peleaba contra los egipcios. Si fue Ahrimán u Ormuz quien me hizo
conocer eso, no lo sé, pero mandé en secreto que mi hermano fuera llamado para que
durante mi ausencia hiciera de rey. Realmente nada mejor le podía suceder. Ahora,
puesto que todo el mundo le tuvo siempre por un buen hombre, tendrá su sitio al lado de
Ormuz. Murió con ventaja.
Tales palabras pronunció Cambises, el rey de los persas, para disculpar su
fechoría. En el fondo de mi corazón despreciaba a ese hombre con todas mis fuerzas,
mientras recordaba a la vez que también mis hermanastros habían intentado terminar
conmigo.
Como en una lucha de sombras entre el Bien y el Mal, apareció una nueva
silueta: Erifelos. Nadie había oído sus pasos. Cambises había hablado y las alfombras
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ahogaron el rumor de sus pasos. El médico descubrió los dos cadáveres y permaneció
quieto como si hubiera algún muro invisible que le impidiera avanzar. Su cara estaba
pálida. Yo me sequé la boca, que me sabía amarga, con el dorso de la mano y le miré.
Erifelos reconoció primero a Esmerdis, luego a Samin. Cambises le observaba
curiosamente. Cuando el médico se levantó, el rey puso una cara desconcertada
mientras tosía agitadamente. Habló de manera atropellada, como si intentara montar un
engaño tras otro.
—Samin, que ves aquí estirado, estaba loco. Su espíritu había enloquecido por
causa ignorada. Antes de que pudiéramos impedirlo se lanzó para matar a ése, que es mi
hermano. Entonces perdió todo control y tomó el arco en sus manos. Lo dirigió hacia
Prexaspes, pero volvió a herir a Esmerdis. Por suerte, Tamburas se interpuso, el cual iba
en tu busca, Erifelos, y le golpeó con su bastón de mando en el cráneo. Así enmudeció
para siempre la lengua de Samin. En lo que respecta a Esmerdis, el pueblo no debe
saber nada, pues era mi sucesor por orden divina. Si las gentes supieran lo sucedido,
podrían interpretarlo como un mal signo para la campaña. Por ello os ordeno guardar
silencio, especialmente a ti, Erifelos, y también a ti, Tamburas, te ruego lo mismo para
que no caigan sombras sobre la casa real.
Cambises sonreía fríamente. Dominaba tan perfectamente el arte del engaño, que
hasta incluso lograba aparentar amistad.
—Estabas buscando a Erifelos. Llévale contigo y haz lo que tuvieras que hacer.
Pero no malgastéis el tiempo con charlas inútiles o sobre historias acerca de lo ocurrido.
Prexaspes ocultará a mi hermano con todo secreto. Después de la guerra le instalaremos
en otra sepultura. Hacia Persépolis enviaré mensaje de que mi hermano me acompaña a
Egipto. Así, todo quedará cubierto. También Samin tendrá reconocimiento digno, pese a
que no lo merece. Ahora marchad, amigos míos, y olvidad lo que visteis y oísteis.
Las pupilas del rey brillaban como las de un gato felino. Levantó el brazo.
Erifelos y yo nos inclinamos. Salimos y sentí en mi espalda la piel de gallina.
El campo de batalla de los criminales quedó atrás. Fuera, Erifelos aspiró el aire
puro. Iba a mi lado en silencio. Luego preguntó:
—¿Sucedió realmente tal como el rey lo contó? ¿Qué buscabas tú en palacio? ¿A
mí? Yo te suponía al lado de Goa.
Al decir esas palabras recordé a Goa y su imagen apareció ante mí claramente.
Con rápidas palabras le informé sobre su tos y vómitos de sangre y nos apresuramos
hacia casa. Mientras, los guardianes habían marchado. Intchu me saludó alegremente.
Al igual que fuego, diversas noticias se difundían por entre el ejército. Algunos
soldados no querían creer que Cambises se dirigiera hacia Egipto y consideraban que
pretendía marchar hacia el norte. En cambio, otros suponían que el campo de batalla
estaba en la ciudad de los gruesos muros, donde hombres amarillos como limones y
bellas mujeres habitaban, existían incalculables tesoros y las gentes vestían ricas telas
de seda.
Al tercer día después del fratricidio terminaron las dudas. Cambises dio orden
para partir. La divisa para los soldados era: ¡Por Ormuz y el rey! ¡Soldados, a Egipto!
El pueblo estaba en las calles. Nadie trabajaba ese día, pues nadie quería
perderse el espectáculo. En las casas habían quemado plantas olorosas. Las calles
estaban llenas de esos perfumes. En todas partes donde había altares se había encendido
el fuego sagrado. Los sacerdotes cantaban himnos y el pueblo sacrificaba animales y
granos. Todos bebían vino y festejaban por adelantado el triunfo de Cambises.
El ejército se dirigió en tres columnas hacia el sur. Las primeras secciones
estaban compuestas de tropas de caballería, que se adelantaron tanto que apenas se les
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divisaba. Luego seguían la mitad de las tropas compuestas de gentes extranjeras, que se
encargaban de llevar los carros con las provisiones e instrumentos de la primera
columna del ejército, después seguían pequeñas columnas de jinetes acorazados y tropas
de infantería que en caso de encuentro con el enemigo debían proteger la segunda
columna y ser la primera fuerza de choque.
Cambises iba en una carroza en el centro de su poder militar. Delante de él
cabalgaban diez caballos. El mismo iba sentado en el carro real tirado por ocho corceles
blancos. Junto a él estaba un guía real, así como un acorazado y un espadachín.
Cambises estaba rodeado por doce mil soldados a pie y doce mil jinetes, la élite del
ejército. Al pueblo el rey le parecía como un rayo de luz en el cielo; una tiara coronaba
su cabeza, llena de diamantes, perlas, rubíes y esmeraldas. El brillo de las piedras
preciosas rodeaba su cabeza. Puesto que se mostraba en muy pocas ocasiones al pueblo
para aumentar su dignidad, mucha gente se arrodillaba a su paso y le rogaba como si
fuera un dios.
Sobre su carruaje había un palio, de color blanco, púrpura y dorado, adornado
con los emblemas del dueño del sol. A izquierda y derecha se hallaban colgadas borlas
azul oscuro. Las vestiduras del rey estaban llenas de plaquitas de oro. Los remates del
cuello y de los bolsillos iban adornados por verdaderos ramos de refulgentes diamantes.
El cinto estaba a su vez lleno de perlas; eran enormes y de formato bello. Una doble
hilera de perlas colgaba de su cuello; eran las más grandes del mundo. El pueblo
manifestaba su entusiasmo cuando el rey levantaba su brazo y saludaba, pues nada
podía igualar la belleza de los brazaletes de Cambises. Los sacerdotes llamaban su brazo
derecho «montaña de luz» y al izquierdo «mar de luz». Además, al entorno del rey
brillaban los objetos de valor y las joyas, pues para tal día se había reunido lo más
valioso de la corte.
La tercera columna estaba constituida en su mayor parte por gentes de Susa,
soldados persas y soldados de Ekbatana, así como una gran parte de gentes del pueblo
persa. Esas tropas llevaban catapultas y dromedarios y bestias de carga para poder
construir campamentos, así como otros instrumentos. Hacia atrás volvían a aparecer
más jinetes que cerraban el cortejo.
Todas las secciones del ejército poseían, naturalmente, signos de campaña
adornados y estandartes, banderas bordadas con oro, en que figuraban animales o
barras: leones, elefantes, caballos o perros. El sol y la luna eran los emblemas de los
invencibles, que no tenían animales en sus estandartes, sino solamente el símbolo de
Ormuz, ya que su misión era proteger con sus cuerpos la vida del rey.
Cuando alcanzamos el Tigris, el paso se realizó de la siguiente manera: la masa
del ejército se detuvo junto al puente. Los soldados formaron un semicírculo. El rey
abrió el cortejo con sacerdotes y demás dignatarios de la corte, bebió en medio del río
con una copa dorada que luego lanzó al río. Junto al río, por lo menos cincuenta
hombres ayudaban al traslado del pesado equipaje. Los sacerdotes echaron luego ramas
secas al puente que algunos soldados encendieron. Un sacerdote rogó la bendición para
Cambises. Luego dos grupos de los invencibles, adornados con ramas y coronas,
abrieron la marcha. Por la tarde, el rey, con los corceles blancos, pasó el puente.
Aproximadamente unos cincuenta mil soldados estaban ya al otro lado del río; le
recibieron con grandes gritos y demostraciones de júbilo.
Detrás del rey siguieron los carruajes y los palanquines de su harén. Tan sólo
Cambises se había permitido llevar mujeres. Todos los demás, incluso los caudillos,
tenían prohibido disfrutar durante las campañas de mujer o esclava. Algunos se
quejaban, pero la mayoría de soldados consideró que la medida era acertada. Las
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Karlheinz Grosser Tamburas
primeras víctimas de la guerra en los países conquistados hubieran sido las mujeres y las
muchachas.
Detrás del harén seguían las cajas de guerra. Iban protegidas por quinientos
guerreros elegidos, que se habían obligado a no perder los tesoros mientras la vida
animara sus cuerpos. Nueve saragatas ladrones, que eran expertos en robos, lograron
una noche llegar hasta esos carros en que estaba el tesoro; pero fueron atrapados, y les
golpearon hasta sangrar, les cortaron la nariz y las orejas y les sepultaron hasta el cuello
en la tierra. Luego les sacaron los ojos y les colocaron en las heridas excrementos de
caballo para que las moscas y otros insectos acudieran. Los más robustos sobrevivieron
dos días, hasta que el viento se llevó su alma.
Todos estos acontecimientos los viví yo como entre sueños. Un día antes de la
marcha, Goa murió. Yo juré que su rostro, después de que Erifelos le colocara
cataplasmas fríos con los que se cortaron los vómitos, volvió a recibir un color sano y
en sus mejillas volvió el rubor. Se encontraba animosa cuando yo sostenía sus manos, y
escuchaba ansiosa mis mentiras de que pronto sanaría. A veces, cuando estaba
durmiendo, yo me desesperaba pidiendo ayuda a los dioses. ¡En vano! Siempre que Goa
despertaba su aliento era débil. Cada vez estaba más agotada, ni siquiera podía
incorporarse sola.
Sin embargo, cuando yo entraba en la habitación sus ojos me sonreían, aunque
podía verse la angustia que se ocultaba tras su alegría. Llevamos a Goa a mi habitación
porque allí tenía más luz. Cuando los deberes no me reclamaban, permanecía junto a
ella y le contaba cuanto se me ocurría. Erifelos me había rogado que le hablara con
mucha suavidad. Pero ella debía hablar lo menos posible. Sin embargo, lo único que ella
decía era:
«Tamburas... ¿Me quieres?» O: «¡Qué carga soy para ti!»
Por la noche yo dormía a su lado. Se despertaba muchas veces. Una vez me
murmuró al oído, en voz apenas perceptible:
—No soy desgraciada, aunque sé que me muero. Lo comprendes, Tamburas.
Nuestro encuentro ha sido muy breve. No has tenido tiempo de aburrirme o de descubrir
mis defectos. Las mujeres no son siempre iguales en su humor. Por ello, puesto que no
conoces mi lado malo, me recordarás siempre con cariño.
Yo tomé su rostro húmedo con mis manos. La luz de la luna iluminaba la
habitación y se reflejaba en sus enormes ojos.
—No hables, por favor, puede causarte daño. No son los hombres quienes
deciden su destino, sino los dioses que habitan más allá de las nubes.
Cuando la luz de la mañana comenzó a inundarlo todo, los acontecimientos se
precipitaron. Goa me miró sin decirme nada. Sus ojos se agrandaron en forma extraña.
Su rostro tenía un color roto. Oscuras ojeras ensombrecían su mirada. Murmuraba mi
nombre. Su pecho respiraba con dificultad, tenía mucha fiebre. Llamé a Papkafar, que
dormía delante de la puerta de mi habitación, y lo envié en busca de Erifelos. .
El médico llegó y todos entraron: Erifelos, Olov, Papkafar y Pura. Erifelos puso
su mano en mi hombro. Lloró conmigo. Contemplamos a Goa. Tenía los labios
violáceos y resecos, pese a que yo se los humedecía constantemente con un paño. Abrió
los ojos y los cerró en seguida. Sus labios se movieron. ¿Me llamaba?
Me incliné y la besé en la boca. Ya no respiraba y sus manos colgaban como si
buscaran algo. Estaba muerta, un hilito de sangre salió de su boca.
Erifelos le acarició la cara y le cerró los ojos. No sé cuánto tiempo permanecí
sentado a su lado. Tan sólo recuerdo que Erifelos separó mi mano de la suya, que,
inerte, estaba presa entre mis dedos.
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los que posean terrenos por allí. Todo lo compré por muy poco dinero, puesto que ya
casi nada nos quedaba. La propietaria de la casa se avino a que le pagara un precio muy
módico, ya que le prometí podría vivir en su casa, en una pequeña habitación. De este
modo, además, guardará la casa como una sierva que nada recibe de salario. Pero del
dinero que le di siquiera podrá vivir algunos años, puesto que es mujer ahorradora y no
tiene hijos. Su marido murió hace un cuarto de año. En lo que respecta a la finca, la
puse a nombre tuyo y mío, puesto que no tienes ni mujer ni hijos y el que está más
próximo a ti soy yo. —Su voz se tornó grave.— Ya ves, Tamburas, que me preocupo por
ti como si realmente fueras pariente mío. —Se asombró de que yo no manifestara
contento, sino que por el contrario, me enfadara.— Los días pasan y hay que
preocuparse por el mañana. Pero ahora debes preocuparte por comer mucho para
recuperar tus fuerzas. Según tengo entendido, los soldados te respetan mucho. Creo que
realmente tienen razón, pues eres el más notable de entre todos.
Los días, desde la mañana hasta la noche, estaban ocupados con el ajetreo de los
siervos, el rodar de los carros y el grito de los soldados. El ejército se trasladaba como si
fuera un pueblo entero. El polvo que hombres y animales levantaban, ocupaba todos los
territorios como una nube inmensa.
Tal como dije, le prohibí a Papkafar que jugara a los dados, pero halló otras
fuentes de ingresos que le proporcionaban mucha cantidad de plata. Se dedicaba a
transmitir oráculos; en tales ocasiones echaba aceite en un recipiente lleno de agua e
interpretaba las figuras que las manchas de aceite formaban en el agua. La fantasía de
Papkafar parecía inagotable. En las figuras de aceite reconocía montañas y palacios,
dientes y orejas, caballos, serpientes, perros, leones y peces, gacelas, escorpiones,
salamandras, veía nubes y fortalezas, hormigas y elefantes, palomas, buitres y muchas
otras cosas, de cada una de las cuales sacaba una interpretación distinta que podía tener
importancia para el que le había consultado. Con entusiasmo apasionado, interpretaba
las imágenes de su saber, pronosticaba éxitos en las batallas y ricos botines, les decía
que sus mujeres en la patria les eran fieles, al contrario de los soldados, que muy poco
valor daban a ser fieles a sus esposas; éstos reían en seguida y terminaban por darle el
dinero que éste les exigía por su profecía.
Cuando le advertí que no continuara con tales ocupaciones, se me presentó
inocente y me dijo:
—Pero ¿qué es lo que exactamente quieres, Tamburas? Las gentes me
consideran un gran sabio, incluso a causa de mi joroba, la cual a veces tocan
secretamente. Poseen dinero y quieren desprenderse de él. Si no acudieran a mí, lo
dejarían en otra parte. Además les digo siempre a los hombres lo que les ha de
proporcionar la paz. De este modo se sienten contentos en lugar de lamentarse, pues
cuando un guerrero va al combate, nunca está cierto de si podrá regresar con los huesos
sanos.
Especialmente Olov entregaba bastantes monedas de plata a mi siervo. Decía
que no creía en las profecías de Papkafar, pero casi cada dos días acudía a consultarle
sobre su futuro.
—Es una cabeza muy lista —me dijo en cierta ocasión—. Tu siervo sabe muy
bien conservar ligado mi corazón. Anteayer me dijo que Pura me daría un hijo. Hoy, en
cambio, me ha dicho que el oráculo decía que la madre tendría un parto muy difícil y
temía por la vida de mi hijo. Estoy seguro que mañana me dirá algo más concreto.
Recibir un hijo no es un juego, pero en lo que respecta a las figuras de su recipiente,
parece que mi oráculo no está mal del todo.
Cuando le dije que Papkafar daba siempre buenos oráculos para conseguir
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indolencia. Si una mujer era importunada por un soldado, levantaban sus hombros y
hacían como el que nada ve.
Un día, el quinto después de nuestra llegada, vino Olov muy excitado a mi
tienda. Había oído contar muchas cosas de los jardines de Ischtar. Ischtar era la diosa
del placer y de la guerra. Se decía que a veces se aparecía en la tierra con figura
humana. A quien la encontraba y al que ella concedía su amor se volvía joven, según
contaban los babilonios ancianos. Incluso aunque fuera ya un anciano. La piel se hacía
tersa y la cara se tornaba la de un joven. Esto explicaba que muchos babilonios
ancianos, después de haber bebido mucho, merodearan por la ciudad en busca de Ischtar
para recuperar su juventud.
Olov me contó entonces por qué los jardines de Ischtar estaban prohibidos para
los soldados. Esto tenía que ver con las costumbres de los babilonios.
—Oye, Tamburas —me dijo interesado—. Toda mujer, toda muchacha en su
vida debe acudir a ese jardín del amor, sentarse allí plácidamente y aguardar hasta que
llegue un hombre al que plazca. Por una pequeña moneda debe entregarse a él, no puede
rechazarle. Las mujeres, sin embargo, tan sólo han de hacer esto una única vez en su
vida, pues con esto han satisfecho ya a la diosa de la sensualidad.
El barbarroja ardía en deseos.
—Esto, Tamburas, es una costumbre que realmente quisiera conocer
directamente.
Me explicó que pensaba visitar el jardín por la tarde y me rogó que le
acompañara. Yo me negué, pero me forzó tanto que finalmente asentí para que me
dejara tranquilo. Vino Erifelos y corroboró las palabras de Olov. Sonreía al decir:
—Además en Babilonia, como en todas partes, hay muchachas hermosas y otras
que no lo son tanto. Se dice que las peores se pasan un cuarto de siglo e incluso más
tiempo aguardando hasta que llegue algún borracho y las interpele, mientras que las más
hermosas es poco el tiempo que han de aguardar.
Olov gruñía de placer y volvió a intervenir:
—Además, he oído contar de mujeres ricas cuyos maridos son débiles o viejos.
Esas mujeres sienten gusto por el encanto de Ischtar y acuden varias veces, siempre que
pueden. Algunas van con vestidos que ocultan su personalidad, otras van por la noche y
en secreto para que nadie las reconozca. Pero una vez conseguidas, tal dicen, se ofrecen
mil veces para lo que la diosa tan sólo exige una vez.
Cuando cayó la tarde Olov ya no podía retenerse. Cuanto más nos íbamos
acercando al jardín más soldados veíamos.
—Parece que han oído contar lo mismo que tú —le dije irónicamente.
Pero Olov nada respondió y continuó su camino. Junto con otros entramos en el
jardín. Nos afanamos por buscar aquellas hermosas muchachas, pero pese a que se oían
voces, parecía que los hombres que hubieran tenido suerte sabían desaparecer muy
rápidamente con las mujeres.
Transcurrido algún tiempo, tanto como tarda la arena en pasar de un lado a otro
de la clepsidra, Olov se secó el sudor de la frente.
—Parece que son tan escasas en el jardín del amor como un grano de trigo en un
montón de heno.
Olov se lamentaba.
—No es que vaya a dudar de la costumbre. Es posible que tantos hombres hayan
asustado a las muchachas, de modo que se hayan dado a la huida. El amor es algo que
sólo puede florecer en secreto. ¡Vayámonos! Lamento lo ocurrido y me consolaré
pensando en Pura, en sus proporcionados miembros y en mi hijo, pues ayer me dijo
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Papkafar que en el oráculo vio un niño. Por esa razón quizá no me está permitido
cometer algo incorrecto, pese a que mis miembros sienten la fuerza y ni siquiera sé
dónde tengo la cabeza. Vamos, pues, a beber jugo de cebada, pensaremos en mi hijo y
ensordeceremos nuestros sentidos. —Se quedó un momento parado.— Quizá tenga la
culpa ese Papkafar, pues no quería que tú me acompañaras. Desde luego tu siervo
entiende de brujería y conoce muy bien los dioses de los babilonios.
No pude contenerme la risa y pensé en Papkafar, que, antes de partir, se
lamentaba y decía:
—No vayas con Olov, Tamburas. Las mujeres en este país son una tumba, son
agujeros en la tierra, son sepulturas. Los hombres caen en ellas. Deja a Olov que tome
ese camino, pero no le sigas, pues tú en el amor eres apasionado. No te dejes coger por
segunda vez, Tamburas. Además, ¿por qué? Se precia a las mujeres que todo lo dan, se
las llena de oro y plata y a cambio ofrecen a tus miembros la enfermedad y la debilidad.
Tal como Erifelos dice, más de uno ha perdido su salud entre ellas. Y todo por una
mujer a la que no conocía y que nada significaba para él.
Sumido en sus pensamientos, Olov sacudió la cabeza. Me parecía como si
considerara a Papkafar en estos momentos más que otras veces.
Sobre el tiempo que transcurrió hasta que el ejército se enfrentó con los egipcios
diré pocas cosas. De Babilonia, donde varias secciones se nos unieron, partimos hacia el
norte, atravesamos Mesopotamia y reclamamos de los moradores de aquellas regiones
tributos en forma de especies y guerreros para el vientre insaciable del ejército. Los
soldados de infantería de allí eran famosos por su destreza en el manejo de las armas.
Sin embargo, Cambises exigía que también trajeran sus carros de combate. Poseían
cientos de ellos. Dos caballos tiraban de ellos, uno de los cuales era complemento del
otro. Iban protegidos por gruesas corazas y adornados con multicolores plumas y
plumeros. La dotación se componía generalmente de tres guerreros, un jinete, el arquero
y un acorazado, que tenía por misión rechazar los disparos enemigos. Ese trato les
pareció a los jinetes persas muy complicado.
Las tierras de aluviones eran ricas en arcilla. Las gentes de allí sabían sacar todo
lo posible de ella: lámparas y vasijas, cestas y hornos, sellos para los comerciantes y
muñecas para niños, ataúdes de arcilla y cunas. Sus productos los secaban al sol o los
cocían en hornos enormes que a su vez también eran de arcilla.
Cambises ordenó que todo soldado se proveyera de una vasija de arcilla que
debía llenar con agua para períodos de escasez. Mandó que se hicieran pruebas y castigó
duramente a cuantos no siguieron sus órdenes.
Cuando más avanzábamos hacia el norte más intransitables resultaban los
caminos. También escaseaban cada vez más las provisiones para el ejército y el forraje
para las bestias. Prexaspes mandó que se formaran varias columnas a izquierda y
derecha del camino para que se cuidaran de exigir en aquellas regiones el debido
tributo. Pero cuanto más pobres aparecían las regiones, más distantes estaban los
pueblos entre sí y menor era el poder del ejército. Cambises ordenó que todo se anotara
en su libro, pues a la vuelta de su campaña pensaba impartir a los moradores de
Mesopotamia una dura lección, a excepción de algunas tribus que habían obedecido las
disposiciones suyas y enviaron al ejército provisiones y agua. Pero existían muchas
tribus de hombres descontentos que se ocultaban, asaltaban a los que querían ofrecernos
sus productos y se enriquecían de ese modo. Nuestros jinetes perseguían a esas gentes y
llegaron incluso a hacer algunos prisioneros. Antes de ser ahorcados, muchos de ellos
contaban que lo hacían para perjudicar a los persas, pues ellos eran un país libre e
independiente que no aceptaba sumisión alguna: Tal, decían, era su verdadera razón
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niños a los que el padre trae un nuevo juguete. Además, lo que he hecho incluso debería
alabármelo el mismo rey. Pues los soldados, por el convencimiento de que ahora ya
saben nadar, han aumentado mucho su confianza en sí mismos.
Se dio la vuelta rápidamente y marchó antes de que pudiera pegarle, además
entonces entró Erifelos, que venía a buscarme para una representación de Nebiim. Esos
Nebiim, me explicó, eran una especie de derviches judíos, que se autodenominaban a sí
mismos profetas, pasaban en procesión, acompañados por una música orgiástica,
danzando, publicando profecías extrañas y que se desgarraban con agujas pecho y
brazos sin experimentar dolor alguno. Los auténticos profetas judíos se distanciaban de
los Nebiim, porque éstos pedían dinero y además lo que celebraban era juegos de
manos. En realidad, consideraban los auténticos profetas, los Nebiim no se preocupaban
de la verdad, sino tan sólo del premio esperado y de lo que se les diera para comer,
mientras que ellos, los auténticos, se vestían muy sencillamente y día y noche se
ocupaban de Dios. Así pues, esos Nebiim hablaban con todos y exponían oráculos o
espantaban demonios que en realidad quizá no existían.
Esos hombres que nosotros, Erifelos y yo, vimos como muchos otros persas y a
los que lanzamos a sus pies mucha plata como a juglares, nos prometieron muchas cosas
buenas. Grandes victorias para Cambises y muchas décadas de reino. Todos los pueblos
serían sometidos por él e inclinarían sus espaldas ante él. Tal dijeron los Nebiim, que
pertenecían a una familia que juró fidelidad al nombre de un viejo rey, puesto que,
según decían ellos, Dios les había dado sus mandamientos escritos en unas tablas de
piedra.
El ejército continuó su camino por entre aquel país que respiraba las sombras de
viejos recuerdos. Los mensajeros trajeron noticias de que doscientos barcos de fenicios,
samios y chipriotas habían levado anclas y se dirigían hacia las costas egipcias, donde
en estos momentos hordas de jinetes sirios y persas peleaban, saqueaban y aniquilaban a
la población y difundían las noticias inventadas por Fanes. Jedeschir había dispuesto
que cada uno de estos jinetes llevara consigo dos o tres caballos de repuesto para que
ningún persa, en caso de ser perseguido, pudiera ser alcanzado por los egipcios. La fama
de que los soldados de Cambises eran muy crueles, se difundió rápidamente y muchas
tribus de pueblos fronterizos ni siquiera intentaron defenderse, sino que procuraron con
toda su gente huir en cuanto divisaron simplemente la figura de algunos persas en el
horizonte.
Los soldados cabalgaban y los carros rodaban por los caminos día y noche.
Cuando el sol del mediodía con su brillo amenazaba nuestras cabezas, descansábamos.
A medianoche proseguíamos la marcha, y al amanecer los soldados se sentían contentos
al encontrar hierba para sus caballos o un lecho de flores bajo árboles para estirar sus
miembros. Un montón de huesos, porquería y desperdicios quedaba en cada lugar donde
reposábamos.
Después de medianoche de un caluroso día, Cambises dio la señal para
detenemos. La mitad del camino quedaba ya detrás de nosotros. Un grupo de jinetes
trajo prisioneros importantes, un jonio y un caudillo de una sección fronteriza egipcia.
Los persas habían logrado sorprender a una columna que huía y habían derrotado a
todos. El rey les alabó y les entregó plata a los guerreros cuando le trajeron los
prisioneros.
El caudillo se llamaba Apodot. Su familia estaba desde generaciones en Egipto.
Al igual que él, su padre y abuelo habían sido soldados. Rodeado de sus caudillos,
Cambises hizo que le trajeran ante sí a Apodot.
—Dime lo que sepas y no emponzoñes el aire con mentiras; te prometo una
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muerte digna.
Las palabras de Cambises eran como veneno de serpiente en los oídos de
Apodot. El jonio miró al rey sin miedo. Sangraba por una herida en el hombro, su
mejilla estaba rasgada por un latigazo.
—Yo no temo la muerte, pues soy un guerrero —dijo lentamente—. De todos
modos, me es ya imposible sobrevivir, pues no supe ser suficientemente astuto para
salvar a mi gente de la derrota y defenderles de la muerte. Si quieres demostrarme una
gracia, mátame rápidamente y haz que mi cadáver arda, tal como sucede desde hace
mucho con los héroes de mi patria. Desgraciadamente he fallado de modo ignominioso,
pero espero que mis dioses tengan compasión de mí.
Los persas manifestaron su desagrado. Cambises levantó su mano y ordenó que
Apodot continuara hablando.
—De todos modos, no es ya un secreto, pues tus espías muy pronto te
informarán —murmuró el jonio. Explicó que el faraón Psamético había irrumpido con
un gran ejército de Sais y Memfis, mientras del norte cada vez más hombres iban a
unirse a él. Aguardaría a los persas en la desembocadura del Nilo—. Nadie es capaz de
poder ver en el futuro —dijo Apodot—, pero los egipcios son conscientes de lo grave
que es su situación. No confían en la posibilidad de un arreglo pacífico contigo, rey de
los persas, como Amasis en vida consideraba posible. Por ello construyen y se afanan
con el agua a las espaldas, tal como Psamético ha ordenado, puesto que a los soldados
egipcios no les queda más alternativa que el enfrentarse con tus soldados.
Cambises se mesó la barba meditando.
—Arrastraremos los búfalos egipcios a pares y les serraremos los cuernos —
prometió—. Pero tú, Apodot, no serás torturado. Según tu voluntad, tu cuerpo será
quemado.
Ordenó llevar a Apodot a un círculo de cien jinetes. Al mismo tiempo indicó a
tres de sus guardias personales una misión que yo no comprendí. Olov y yo estábamos
entre los cortesanos persas. El barbarroja se movió intranquilo.
Los soldados con quienes Cambises había hablado subieron a sus caballos y
marcharon hacia los carros en que había todos los trebejos de guerra, pero muy pronto
regresaron. El rey habló con Prexaspes. Apodot, cuyos brazos estaban atados y en cuyas
piernas había cuerdas, hubo de arrodillarse en el círculo de los jinetes. Mantenía su
cabeza inclinada. Aguardaba alguna orden tras la cual uno de los jinetes se lanzara sobre
él y le atravesara con su lanza.
Pero sucedió de otro modo. Era casi de noche, pues el crepúsculo caía
rápidamente. Los soldados a quienes Cambises había encargado una misión entraron en
el círculo. Dos llevaban un cubo, el tercero llevaba una antorcha encendida. Los
soldados derramaron sobre Apodot, que no se movió, un líquido sobre el cuerpo. Olov
arrugó la frente. El viento venía en nuestra dirección.
—Huele a nafta o aceite persa —murmuró en voz baja.
Un terrible miedo le recorrió el cuerpo. Sospechaba lo que Cambises preparaba.
Quizá también los demás, pues la mayoría de persas miraban al suelo.
—¡Fanes!
Era Cambises que llamaba al jonio. Tras una cadena montañosa desaparecía el
último rayo rojo del sol, que se ponía. La nafta molestaba con su olor mi nariz. Fanes
carraspeó sorprendido y se adelantó desde las últimas filas donde estaba. Se hizo un
silencio de muerte.
—Tú has oído qué muerte desea tu compatriota.
El rostro del traidor estaba pálido como el de un muerto. Apretó sus labios
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permanecía en silencio. Cayó al suelo y se revolcó en la tierra para ahogar las llamas,
arañó con las manos la arena y el suelo, pero la nafta encendida no podía apagarse.
¿Había perdido ya la conciencia? ¿Vivía tan sólo su carne? Apodot cayó sobre la
tierra precisamente hacia donde Fanes había huido, con los brazos en alto. Al llegar
junto a los soldados Fanes permaneció quieto, inmóvil. Apodot, envuelto en llamas,
volvió a levantarse. Tan sólo entonces oímos su grito agudo de un tormento sin nombre
y casi inmediatamente el último grito. Los cabellos estaban ya quemados. La piel
parecía romperse y contraerse. Brilló primero rojo, luego amarillo. Cayó de nuevo al
suelo. Las llamas perdieron fuerza, formaron todavía durante un rato pequeñas
lengüetas azulosas en su espalda y fueron extendiéndose por sus brazos y piernas.
Sentí cómo la indignación ardía en mi pecho. Me sentía enfermo. Olov me cogió
por el brazo y me apretó fuertemente. El círculo de jinetes se abrió para dar paso a
Fanes, silenciosamente. El viento me lanzó a la cara el olor de carne quemada. Separé el
brazo de Olov y me marché de allí rápidamente.
El ejército necesitó siete días para recorrer la distancia entre Gaza y Pelusium.
Cambises parecía tener prisa; en cambio, Prexaspes y Damán opinaban que cuanto más
tiempo hubieran de aguardar los egipcios más nerviosos estarían. Pensaban, además,
que no se debía fatigar inútilmente al ejército, pues necesitaría de todas las fuerzas para
el combate. Kamala y Menumenit, los caudillos de los egipcios, eran conocidos como
buenos organizadores y estrategas. Yo evitaba encontrar a Cambises, pues después de la
muerte de su hermano ya no le apreciaba y había perdido toda mi consideración para
con él.
Olov y yo cabalgábamos a la cabeza de la segunda columna del ejército. De
pronto el barbarroja gritó de alegría. A lo lejos se divisaba el mar azul. Estaba agitado y
lo surcaban incontables velas blancas. Las aguas se dirigían hacia la costa occidental.
Cuando pregunté a Olov si sería con gusto uno de aquellos capitanes de aquellos barcos,
sacudió su cabeza.
—Desde luego mi vida pertenece al mar y desearía eternamente desembarcar en
las costas. Pero la fama y las riquezas sólo podré alcanzarlas al lado de Cambises. Esto
creo y puedo decirte que lo siento con toda certeza.
Los emisarios trajeron noticias de que nuestra flota, en una breve batalla, había
conquistado once barcos a los egipcios. Sin embargo, más de cuarenta remeros
enemigos estaban en los brazos del Nilo y taponaban el paso de las aguas junto a Sais y
a Memfis. Al ocupar los once barcos muchos de sus ocupantes estaban todavía con vida.
Cambises mandó que la mayor parte de ellos fuera liberada y los envió hacia la
desembocadura del Nilo para que allí pudieran contar a los soldados que respetaba la
vida de los que abandonaban las armas. Sin embargo, a aquel que tensaba su arco o
levantaba su espada contra los persas el rey mandaría que se le cortaran las manos sin
terminar de matarle para que cayera lentamente en la desgracia y en la miseria.
—Naturalmente, el rey no se propone hacer eso —dijo Prexaspes—; los
hombres sin brazos no pueden trabajar ni crear, por tanto, riquezas para los persas. Pero
en lo que respecta a esa terrible disposición, seguro que inquietará en extremo a muchos
soldados egipcios y causará deserciones. Eso es, precisamente, lo que Cambises se
propone.
El enorme gusano formado por el ejército avanzaba muy lentamente. Sin
embargo, era asombroso lo que la vanguardia de Jedeschir lograba. Con sus jinetes
inspeccionaba el terreno, marchaban de un lado para otro, descubrían puestos de
avanzada de los egipcios, les sorprendían con sus flechas y lanzaban dardos a las
espaldas de los que huían.
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Por la tarde del día cuarenta, contado a partir de nuestra salida de Susa,
alcanzamos la parte media de la desembocadura del Nilo y vimos desde una colina a los
egipcios. Los terraplenes brillaban ante el sol como bronce oscuro, detrás de los cuales,
como llamas terribles, miles y miles de puntas de espada brillaban. Ante ellos había
profundos fosos en la tierra. Esos fosos estaban dispuestos desordenadamente de modo
que formaban caminos que parecían laberintos, tan estrechos, que resultaba evidente
que no podían ser atravesados por un caballo. Los espías informaron que además en
tales caminos habían colocado obstáculos para impedir el acceso a los caballos. Tan sólo
había algunos puntos concretos por los que podía pasarse tras muchas maniobras. Sin
embargo, era muy probable que esos lugares fueran obstaculizados rápidamente por los
egipcios y tenían el exclusivo objetivo de facilitar su propio paso para una posible
persecución de los persas.
Cambises dio orden de construir el propio campo. Yo calculé que disponíamos
aproximadamente de unos ochenta mil soldados. Al lado de los egipcios estaban,
calculado por lo bajo, unos sesenta mil. Damán había pensado en sus fuertes defensas.
Era posible que Prexaspes llevara razón al suponer que los egipcios que hubieran oído
hablar de que se les cortaría las manos no estuvieran dispuestos a defenderse, porque
ningún hombre se atrevería a ponerse voluntariamente en tal peligro para defender a los
ricos y poderosos de su país.
Jedeschir trasladó frente a la colina a tres mil jinetes. Las ancas de los caballos
estaban llenas de polvo y ocultaban lo que por parte nuestra resultaba visible. Lo
primero que hicieron los persas fue cavar un foso profundo en forma de círculo y
construyeron con la tierra una empalizada. En su interior colocaron los carros con el
material y las provisiones, con lo que formaron una segunda línea de defensa.
En el mismo centro del campo estaba, naturalmente, la tienda real. Era un
enorme espacio que disponía de varios departamentos. Todos ellos estaban llenos de
valiosas alfombras, por todas partes se veían objetos de plata y oro. Junto a ella estaba la
tienda del harén, con un departamento para los eunucos. A una distancia de unos
cincuenta pasos, había el campo de los guardias personales del rey, que formaban un
cordón cuádruple. Las tiendas cuadradas de los guardias y las redondas de la cocina y
panadería estaban colocadas a su continuación; junto a ellas estaban los establos y
algunos espacios para los caballos. Visto desde el centro, todo el conjunto de los jinetes
formaba un punto más de defensa para Cambises. Luego seguían los lugares para los
soldados, la infantería, los acorazados, los guardianes, los arqueros. Con los jefes de
cada sección había hablado Damán sobre lo que debían hacer en caso de un ataque por
sorpresa por parte de los egipcios. Incluso muchos camellos y bestias de carga no fueron
aligerados de sus cargas o tan sólo en parte, en lo que se trataba de material
imprescindible. Muchos de los instrumentos fueron ocultados como valiosos tesoros.
Los persas se apresuraron en sus obras y todavía había luz cuando éstas habían
ya terminado. La guardia personal de Cambises dispuso un camino alfombrado hasta la
parte norte de la empalizada. Cambises cruzaba por allí montado en un corcel blanco.
Luego bajó de su caballo y continuó a pie rodeado de los gritos de saludo de sus
soldados y seguido de los magnates y caudillos. Se colocó junto a la empalizada.
Un cabecilla ondeó una bandera purpurada, sonaron señales de cuerno y los tres
mil jinetes de Jedeschir se retiraron del territorio de vanguardia. Lentamente se elevó
una nube de polvo detrás de él. Quien tuviera buena vista podía divisar varios egipcios
que abandonaron sus puestos de defensa y a pie se internaron por el laberinto de los
fosos, llevando consigo dos mujeres —¿o quizás eran niños?— cuyas manos parecían
atadas. A una cierta distancia del campo egipcio, detuvieron sus pasos. Ahora se podía
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Karlheinz Grosser Tamburas
distinguir claramente que no eran mujeres sino dos niños. Los egipcios los mantenían
atados, probablemente para impedirles la huida.
Fanes, después de que hubo de lanzar las llamas sobre Apodot, había hablado lo
menos posible con los persas. Se aislaba y permanecía en silencio durante horas, como
alguien absorto en problemas. Pero ahora dio un grito. Entornó primero sus ojos y luego
los abrió desmesuradamente como si no lograra comprender lo visto.
—¡Mis hijos, mis niños! —gritó.
Antes de que nadie pudiera impedírselo se lanzó contra la empalizada con su
espada desenvainada. Olov quería ir detrás de él pero Prexaspes le obligó a permanecer
quieto. Veíamos en el sol de la tarde la espada egipcia cómo brillaba. Describió un
círculo brillante; al siguiente instante cayó la cabeza de uno de los muchachos en el
polvo.
Nuevamente se repitió el mismo espectáculo. Oímos gritar a Fanes, como si con
su voz pudiera salvar la vida de los niños. Sus pasos se hicieron más lentos. Con rabia
impotente sacudió su puño. Finalmente se quedó quieto. Sus hijos ya no existían.
Los egipcios cogieron las cabezas de los niños por los cabellos y las colgaron de
las puntas de sus espadas. Con toda certeza gritaban algo, pero nosotros no
alcanzábamos a oírles, pues la distancia era excesiva. Fanes ocultó su rostro entre sus
manos. Lentamente, como un sonámbulo, regresó. Tenía el rostro pálido por completo.
El intento de dominar sus labios que temblaban le hizo sangrar el labio inferior. El
traidor miró al rey. En sus ojos se veía el tormento de un tigre herido mortalmente.
—Mañana y en los días que sigan tendrás ocasión de vengar a tus hijos —dijo
Cambises.
Saludó y se dejó llevar hasta el caballo. Lentamente pasó por la alfombra
nuevamente en dirección a la tienda real. Probablemente quería visitar ahora sus
mujeres, pues una sonrisa extraña flotaba sobre su rostro.
Damán ordenó que se formara una cadena de puestos ante el campo. Los
hombres tuvieron que sepultarse en la tierra. En la oscuridad debían no tan sólo tener
muy abiertos sus ojos, sino estar con el oído pegado al suelo, puesto que se puede oír
antes a quien viene que verle.
Olov rogó a Prexaspes que hablara en su favor ante el rey. Le recordó la promesa
de que en caso de guerra se le permitiría dirigir un ala del ejército. Prexaspes prometió
recordárselo a Cambises.
La noche transcurrió tranquilamente. Tan sólo una vez hubo cierto pánico al
descubrir a un grupo de espías egipcios. Asustado, me desperté. El aire se había llenado
de gritos excitados. Los caballos relinchaban y coceaban, los hombres huían. Por la
empalizada se cruzaban flechas. En el primer momento de nerviosismo incluso se
lanzaron espadas que mataron a un centinela. Pero también dos de los egipcios fueron
muertos. Tras un rato todo se sumió de nuevo en el silencio y en la oscuridad. Tan sólo
la luz del fuego de los sacerdotes, que estaban celebrando sacrificios a Ormuz, brillaba.
Papkafar vino a mi tienda.
—¿Qué ha pasado, Tamburas? —me preguntó—. ¿También tú te asustaste? A mí
todavía me tiembla todo el cuerpo. Cuando la guerra está lejos de los hombres se puede
discutir cómodamente sobre ella. Vista desde cerca, me parece un asunto terrible y
mucho más peligroso que todas las aventuras de un comerciante.
—No me molestes con tus habladurías —murmuré medio dormido—. Si hasta
ahora conseguiste plata, ya no tendrás a partir de este momento ocasión de aumentarla.
Hubieras debido permanecer en Susa y cuidar de tu cuerpo. Pero por curiosidad creíste
poder pescar en las aguas revueltas de la guerra, puesto que conoces la ignorancia de los
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Karlheinz Grosser Tamburas
soldados. Ahora tiemblas porque hay una cosa que está ya clara: hay dos que se
enfrentan y ambos quieren vencer. Aquel que pierda, perderá oro, plata e incluso quizá
la vida.
Papkafar se frotó la nariz.
—Tú me desprecias, Tamburas. Tan sólo la preocupación y la estima que te
tengo me trajeron a tu tienda. Tal como ya sabes, soy pequeño y fácilmente podré
ocultarme de la batalla. Además soy esclavo. Si los egipcios vencieran, fácilmente lo
verían por mis orejas cortadas. Mientras los persas descendieran a las tumbas o la
prisión, podría vivir con los que vencieron, puesto que conozco a todos y qué rango
ocupan y podría ser de utilidad para los mismos egipcios. Así pues, por mí no tengo de
qué preocuparme; tan sólo tú eres el que me preocupas. En cambio, en lo que respecta a
tu persona, deberías permitirme darte un consejo. No te dejes emplear por Cambises y
no te metas en cuestiones que te perjudiquen luego. Eres caudillo, Tamburas, y debes
hacer que sean los otros los que luchen, pues no lograrías luego recuperar un brazo o
una pierna perdida. Por los soldados, sé que te gusta estar siempre en primera línea. Si
estuvieras casado, te recordaría a tu mujer. Pero puesto que tan sólo me tienes a mí, te
hablo como un padre a su hijo. Reflexiona: ¿Qué sería de mí si un egipcio te matara?
Cambises me entregaría a otro dueño que no fuera tan inexperimentado y tan fácilmente
guiable como tú. Esto sería para ambas partes doloroso. Espero que te des cuenta de la
bondad de mis preocupaciones y veas las razones que me inducen a hablarte. Respeta,
pues, mis palabras y ve con cuidado.
Le había dejado hablar demasiado y había terminado ya con mi paciencia. Le
lancé un almohadón y mi yelmo a la cabeza, dio un salto para que no le alcanzara y
salió inmediatamente de la tienda. A mí su cómica mímica me quedó presente durante
un rato y finalmente no pude contener una carcajada.
Junto a mí, Olov se despertó y se quejó. Yo me di la vuelta y me dormí
inmediatamente.
Cuando la mañana nacía y se hizo tan claro que podía ya distinguirse una
mancha clara de una oscura, el sonido de los cuernos despertó al ejército. Los caudillos
y estrategas de todas las tribus persas y de los pueblos que habían puesto a nuestra
disposición sus tropas tocaron los tambores frente a la tienda real. Llegaron los
dignatarios más elevados de los aqueménidas y parsagatas, los príncipes y caudillos de
los medas y partos, los de Susia, Bactria, Armenia, los jefes de los casitas, liquios,
sogdianos, capadocios, babilonios, asirios y de muchos otros pueblos.
Cambises estaba sentado en un pequeño trono blanco como la nieve. Mientras
desayunaba y dos catadores probaban previamente el vino que debía tomar, pronunció
una arenga a su ejército que veinte intérpretes copiaban y traducían a la vez, puesto que
todos los caudillos debían repetirla a sus tropas. Cambises dijo:
—Soldados de los pueblos y luchadores para Ormuz. Ha llegado el día y la hora.
Ahora podréis demostrar que vuestros músculos no son débiles como la arena húmeda y
vuestros huesos no son tan finos como el papiro. No es mi intención poneros la miel en
la boca, pues yo soy Cambises, al que pronto se llamará dueño del mundo. Tal como
sabéis, no nos hemos trasladado para admirar las bellezas del país de Egipto, así como
sus hermosas ciudades y ríos. Hemos sacudido de nuestros miembros la pereza, porque
los egipcios nos ofendieron al considerar que los persas no tienen cultura y huelen como
cabras. Además miraban con envidia nuestros ricos territorios. Cuál sea el olor de los
persas podrán pronto comprobarlo por sí mismos. Les enviaremos las puntas de nuestras
flechas y espadas que sabrán probar en propia sangre. Antes de que el caudillo más
importante de los suyos moleste en lo más mínimo al último de mis soldados, le
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Por la tarde Cambises conferenció con sus jefes militares. La situación parecía
confusa, pues al cabo de una hora Prexaspes envió un emisario en mi busca. Cuando
entré todos tenían unas caras muy serias y preocupadas. Especialmente Jedeschir había
recibido censuras por parte del rey, pese a que ni él ni su caballería eran responsables
del primer caos ocasionado al principio del ataque. Cambises me hizo seña y me alargó
una copa de la que él mismo bebió primero. Esto era un signo de máxima honra y yo
vacié la copa de un solo trago.
—¿Qué harías tú, Tamburas, si estuvieras entre los egipcios? —me preguntó el
rey.
—Nada.
Asombrado, abrió sus ojos.
—¿Nada?
Jedeschir se inclinó hacia adelante. Parecía esperar su definitivo despido.
—Si yo guiara a los egipcios, aguardaría —expliqué nuevamente—. Son
numéricamente inferiores a nosotros y por tal razón en una batalla abierta perderían. Si
yo fuera jefe de las tropas enemigas, dispondría que los soldados permanecieran detrás
de sus puestos de seguridad. Tal como tú mismo viste, rey de los persas, todo ataque
contra sus fortificaciones fracasará. Ni siquiera los más veloces y valientes jinetes del
mundo de nada te servirían cuando se lanzan al llano frente a otros que se ocultan detrás
de la tierra y apenas muestran sus cabezas, pero en cambio lanzan muchas flechas.
Normalmente de cien flechas, diez alcanzan su objetivo. Pero cuántos hombres pierdes
tú en el combate y qué pocos los egipcios; esto ya pudimos verlo. Si no hubieran sido
tan poco inteligentes al enviar sus carros de combate y parte de su caballería, apenas
quizás hubieran debido lamentar una sola baja y ahora habrían podido festejar su
triunfo.
El rey me miró molesto como un perro al que acaban de dar una patada. Tan sólo
Jedeschir parecía satisfecho.
—Tus palabras me duelen como si en mi ojos hubiera entrado una semilla —dijo
Cambises—. Realmente hablas como un egipcio.
Yo contemplé sin miedo el rostro del fratricida.
—Que no lo soy lo sabes de sobra. Los persas están aliados con Polícrates. Yo
estoy aquí como enviado suyo. Si tú me preguntas mi opinión, debo exponerla según la
verdad. Pero si es que debo mentir, debías haberlo advertido antes.
Según me constaba, durante el tiempo de descanso, cuando el sol estaba en el
cenit, varias secciones de infantería se habían deslizado hacia adelante y habían
intentado destruir las obras de defensa de los egipcios, pero éstos les habían derrotado
fácilmente, por lo que hubieron de regresar rápidamente. Cuando el emisario apareció,
Papkafar me había aconsejado decir que me sentía enfermo y que no me presentara al
rey. Cambises debía de estar excitado y seguramente no querría oír mi opinión.
—Como sabes, tenía yo muy buenas orejas, pero desgraciadamente hube de
presentarme al rey en un momento en que tenía jaqueca. Por ello descargó en mí toda su
ira. Te aconsejo, pues, Tamburas, que llames a Erifelos. El sabrá disculparte ante el rey.
Así había hablado Papkafar. Pero ahora estaba ya ante el rey y soportaba su dura
mirada. Eran segundos de decisión extrema, pues un simple movimiento de su mano
podía costar incluso mi vida. Sin embargo, desde el día en que la vida de Esmerdis
expiró en mis brazos, en mi cara había algo, o quizás era mi actitud, que hacía meditar a
Cambises. Sus ojos inseguros se movieron de un lado para otro.
—Tú me hablas como si fueras un igual a mí —murmuró desabridamente.
Mi mirada no le abandonaba.
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Karlheinz Grosser Tamburas
—Tú eres Cambises, rey de los persas. Pero para aquellos que todavía no lo
saben, quiero en estos momentos hablar de mi procedencia. Yo soy Tamburas, un hijo de
Pisístrato, el único dueño de Atenas y rey de los helenos. Yo te hablo sin temor,
Cambises, como un rey ante otro.
Un murmullo de asombro recorrió a los asistentes. Ormanzón saltó sobre sus
pies y se quedó paralizado. Cambises mandó que le llenaran la copa y tragó rápidamente
todo su contenido. Luego se echó sobre la alfombra.
—Mis jefes militares se encuentran sin ideas sobre el ataque general. No tienen
paciencia para aguardar e instalar un sitio que pudiera durar meses. Tampoco yo tengo
paciencia para ello, pues creo que los egipcios están muy bien abastecidos de
provisiones. ¿Qué harías tú, Tamburas, si yo te pidiese que decidieras, a ti, hijo de rey y
quizás el de más alto linaje después de mí, y te entregara a la vez el mando sobre el
ejército?
Trompetas y timbales resonaron en mis oídos, como anunciando próximas
glorias. Que Cambises hablaba en serio lo comprendí por la expresión de su rostro.
Transcurrieron unos minutos de silencio. Mi corazón latía tan fuerte que me daba la
impresión que podía ser oído por todos. Algo cuyo nombre desconozco me otorgó de
pronto la fuerza necesaria. Sonreí, abrí mis labios y dije:
—Los actos de un guerrero forman la gloria de un rey. Di la palabra necesaria,
Cambises, que me otorgue poder sobre tu ejército y te manifestaré qué haría yo. Una
lucha después de otra podría ser como una nueva herida sobre la piel desgarrada. Por la
mañana el guerrero lucha mejor que luego, en la tarde, cuando hace calor y el aire no es
fresco. Cuanto más durara el sitio más debilitadas estarían las fuerzas de los sitiadores.
Un ejército victorioso debe vencer y concretamente en el plazo más breve de tiempo.
Di, pues, esa palabra, oh dueño, pues también yo tengo mis ideas sobre la lucha como se
desarrollaba en tiempos de los argonautas, que han quedado en mi pueblo como héroes
inmortales.
Observé que el rey dudaba. En sus ojos se leía cierto desconcierto. El olor de
axilas de sus jefes militares enrarecía la atmósfera de la tienda. Suspiró, quizá molesto,
quizás inquieto, quizá tranquilo. Damán bajó los ojos. El pigmento de su piel se tornó
oscuro como el fuego de una antorcha quemada.
Cambises levantó su mano. ¡Qué blanca, qué frágil aparecía! En su mente la
decisión estaba ya tomada. Un jinete malo es aquel que se deja rechazar. No tan sólo los
soldados, sino también las razones hay que permitir que se lancen, para verlas más
concretamente. El caudillo debe ser visto por otro como compañero.
—Yo, el rey —dijo Cambises— que va por la tierra para conseguir más poderío
para su pueblo, te otorgo a ti, Tamburas, el mando supremo de nuestro ejército a partir
del momento en que abandones esta tienda y hasta que la próxima mañana despunte.
Probablemente su decisión de confiarme el mando de los soldados sorprendió,
incluso, a sus caudillos y generales, pues Jedeschir quedó paralizado y Ormanzón se
mordía literalmente las uñas.
—Bien; ahora, extranjero que has encontrado mi gracia —continuó Cambises—,
habla ante estos testimonios. Expón tu plan, pues aunque eres joven, tus experiencias en
la guerra, tal como todos los aquí presentes saben, son dignas de tener en cuenta. Puesto
que los egipcios compran mercenarios, sin que sus frentes se frunzan por ello, habla
ahora tú, Tamboras, como instrumento de gran valor de mi mano real.
Yo le miré y luego contemplé a los jefes militares allí presentes.
—La suerte de la guerra es como la chispa de fuego que una ligera brisa apaga
—comencé lentamente—. Arde, pero puede apagarse en cualquier momento
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Karlheinz Grosser Tamburas
imperceptiblemente. Para vencer a los egipcios hay que considerar varias posibilidades,
pero elegiré el método más simple para forzarles a salir de sus posiciones y vencerles en
batalla abierta. Les daré ocasión a que puedan caer sobre nuestro campo persa. Por ello
planeo lo siguiente y lo expongo, a grandes rasgos, mucho más burdamente
intencionalmente de lo que en realidad será. Pero nadie sabe todo esto, a excepción de
vosotros y yo. Los egipcios ven lo que ven y oyen lo que oyen. Naturalmente tan sólo
comprenderán lo que nosotros les queramos mostrar. Estoy decidido a mostrar que antes
de terminar la noche, más de la mitad del ejército persa abandona nuestro campo. Pero
no lo abandonarán para atacar de improviso a los egipcios en sus fortificaciones. No,
más de la mitad de los persas marchará hacia el sur, pero tan sólo en apariencia; se
trasladarán, pasando por delante de los egipcios, hacia el llano como si el rey de los
persas tuviera la intención de conquistar tales regiones, incendiarlas y saquearlas y
marchar luego con su ejército hacia Memfis.
El rey, los caudillos y estrategas escuchaban mis palabras con la frente fruncida.
Yo actuaba como un filósofo ateniense ante el tribunal real.
—Naturalmente, no es mi intención hacer eso en realidad —continué con voz
cada vez más segura—. Eso significaría destruir todas nuestras fuerzas y disminuir la
protección del campo para el rey y la mitad de sus tropas. ¿Qué se propone mi plan?
Pretendo engañar con esta comedia a los egipcios y situarles ante una prueba. ¿Pues no
es una comedia que cinco mil jinetes y cinco mil soldados de infantería abandonen el
campo, golpeando el suelo con sus bastones para levantar mucho polvo, y procurando
que los caballos relinchen y den fuerte con sus cascos en la tierra? La gente debe
producir un gran alboroto, como si no se tratara de la mitad sino de todo el campo. Las
primeras columnas de caballería y tropas producirán una enorme nube de polvo que lo
oculte todo, pues hace mucho que no ha llovido y la tierra está seca. Incluso en la noche,
en que el enemigo tan sólo vigila por medio de algunos guardianes, todo esto no
quedará en saco roto. Los egipcios deben tener la impresión de que bajo la protección de
la noche toda una corriente de hombres armados se dirige hacia el sur. Todas sus
sospechas y temores crecerán infinitamente. No podrán saber que todo ese ruido no está
causado, luego, por soldados que marchan hacia el sur, sino por los mismos que pasaron
primero y que ahora regresan, puesto que luego de las primeras maniobras volveremos
al lugar de origen. Tan sólo dos mil jinetes continuarán hacia el sur, procurando con su
ruido que parezcan diez mil y no dos mil. Progresivamente todo ese ruido se desplazará
hacia el sudeste. Los egipcios verán confirmadas sus sospechas, pero tan sólo sabrán lo
que los persas les muestran.
Tan sólo sobre el rostro de Prexaspes apareció una sonrisa. Cambises, extrañado,
preguntó:
—¿Cuál es el objetivo de tu maniobra y qué conseguirás con esto?
Yo humedecí los labios con la lengua.
—Los egipcios conferenciarán durante la noche. Nada sabrán de un engaño y
supondrán que lo que han visto y oído corresponde a los hechos. Siquiera la mitad de
los persas, así parece, ha abandonado el campo. Los caudillos entonces se encontrarán
divididos. ¿Qué hacer, qué ordenará el faraón? ¿Continuarán los egipcios junto a sus
fosos como perros atados por cadenas, que ladran amenazadores pero no son capaces de
enfrentarse realmente al enemigo? Esto sería algo deprimente y cobarde, pues nada
destruye más la moral de los soldados que la inactividad y la duda indecisa. ¿Deben, por
el contrario, seguir a los miles y miles de persas, cuyo traslado vieron y oyeron, antes de
que los extranjeros devasten y conquisten el país del sur y la capital? Podría así
decidirlo el faraón, pero los egipcios se sentirían entonces divididos en sus opiniones.
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Karlheinz Grosser Tamburas
Los caudillos comprenderían que en tal caso se encontrarían cogidos entre tenazas, pues
por una parte estaríamos en Memfis y en nuestro campo, ellos en medio. No podrán,
pues, aguardar. Esa situación significaría una muerte lenta. Simplemente no pueden
esperar mientras al día siguiente el pueblo egipcio es arrasado por los persas. Tan sólo
les queda una salida, puesto que Cambises no se presta a la única y decisiva batalla: han
de mantener libres sus espaldas para poder seguir tranquilamente a los persas hacia
Memfis. Así pues, se echarán sobre nuestro campo e intentarán cogerlo. Esas
reflexiones, así lo espero, madurarán en el curso de esta noche en las mentes de los
caudillos egipcios. Para fortalecerles en su decisión, haré que la serie de guardianes esté
muy disminuida. Incluso el fuego del campo se limitará al mínimo, mientras nuestros
soldados se comportan muy silenciosamente, se ocultan y fingen no estar en el campo.
Los caballos deberán colocarse todos juntos en un lugar aparte y deberán haber comido
mucho. Si tú me preguntas, rey Cambises, por qué y cómo sospecho y supongo que así
actuarán los egipcios, te contestaré que pienso con el cerebro de nuestro enemigo, me
coloco en su situación y veo lo que yo en su lugar decidiría en tal situación. ¡Tan sólo
existe esa posibilidad para ellos! Los egipcios han de atacar. Abandonarán sus
fortificaciones e intentarán tomar nuestro campo para conseguir la primera victoria.
Además eso les libera de un eventual perseguidor por la espalda y les ofrece la
posibilidad de ser ellos los que formen las tenazas contra esa mitad del ejército que se
traslada hacia el sur, puesto que ellos estarían en una parte y con toda seguridad debe
haber más soldados por la parte de Memfis. Así sucederá, pues conozco el corazón de
los hombres, y en lo que respecta a los soldados de Egipto, son criaturas como nosotros.
Pero cuando los enemigos se acerquen todo el ejército persa en su conjunto descenderá
de la colina y les destruirá por completo.
El rostro de Ormanzón brillaba.
—La voluntad del rey es la voluntad de Ormuz. Tamburas tiene razón. Aguardar
sería muerte lenta. Este plan abre sus fauces que podrán ser llenadas con egipcios
esperanzados. Yo apruebo el plan y le garantizo mi apoyo.
Jedeschir aprobó con la cabeza, incluso Damán me miró interesado. Prexaspes
me observaba con aire reflexivo. Su cara expresaba admiración. No era envidioso, pero
seguramente no pensaba que yo fuera capaz de tales ideas.
Sentado allí, con la barbilla inclinada y sombras negras en sus ojos, estaba Fanes
en un rincón, sin que nadie le tuviera en cuenta. La muerte de sus hijos le había
destrozado, y si algo rondaba en su mente, era con toda seguridad la idea de venganza.
Intranquilas, sus manos se movían por encima de sus rodillas. A veces se mesaba el
pelo. Nadie le miraba.
Cambises extendió su mano sin decir nada. Ante su gesto tuve miedo, pero era
una consecuencia previsible. Damán me miró con respeto. Alargó al rey el bastón de
mando de oro, adornado con esmeraldas y rubíes. Yo lo recibí de manos de la majestad
persa. Pesado y frío, el metal estaba en mi mano. Los rubíes lanzaban destellos rojos
como la sangre sobre mis dedos.
—Todavía una cosa, Tamburas —dijo Cambises, y sonreía fríamente al hablar
—. Tus exposiciones de hace un instante estaban llenas de promesas. Espero que no
hubiera ningún error en ellas, pues haré que tu nombramiento sea proclamado por
heraldos. Dirán que cuanto suceda tiene a ti por responsable. Un fracaso recaerá
exclusivamente sobre tu cabeza.
Yo sabía qué significaba eso. ¡Qué pobre, miserable era ese fratricida de rey! Un
fracaso caería sobre mi cabeza. Esto significaba: gloria y fama en caso de victoria; pero
si mis predicciones no se cumplían, mi muerte.
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silencio. Por otra parte, era necesario que durante rato se oyera todavía ruido por la
parte sur para que ellos creyeran que se trataba de una marcha sin fin. Ormanzón envió
patrullas a pie —los caballos se hubieran oído en la noche— para que observaran los
movimientos de nuestros enemigos. Según me informaron los nuestros, hicieron probar
las puntas de sus lanzas a catorce espías enemigos. Con toda seguridad habían recibido
el encargo de seguir al ejército.
Durante la noche apenas dormí, pese a que Papkafar, radiante de entusiasmo de
que su dueño hubiera sido nombrado jefe supremo, vigilaba mi tienda con toda
solicitud.
—Ahora duerme, Tamburas —me decía—. Me armaré con una lanza y derribaré
al que se atreva a acercarse a tu tienda. Nadie ha de molestarte a no ser que llegue un
mensaje del rey. Si estás intranquilo, no temas, pues sabré con mis manos darte un
masaje reparador, que te ponga en seguida a punto. No estarás dormido cuando
comience la batalla. Si vencemos, Cambises te recompensará ricamente. Por ello he
encargado dos carruajes con los correspondientes animales de tiro, pues sin duda te
serán necesarios.
Yo apenas le oía, pese a que me daba la impresión de que nuevamente Papkafar
se merecía una bofetada. Varias veces afirmé con la cabeza y me entregué bañado de
sudor a nerviosos sueños. Agneta aparecía en mi subconsciente como un fantasma
blanco. Yo corría a su encuentro para salvarla de los egipcios que la perseguían, pero de
pronto tenía la cara de Goa. Mi amigo Limón estaba detrás de ella y levantaba su
espada.
Después de ese sueño perdí las ganas de dormir. El resto de la noche lo pasé
nervioso. Una vez me levanté y escuché. Quizá los egipcios llegaran durante la noche.
Había ordenado que los vigilantes tras las empalizadas recibieran refuerzos, aunque no
debían dejarse ver. La noche permanecía tranquila, tan sólo crepitaba el fuego de
algunas fogatas. ¿Vendrían los egipcios? Papkafar roncaba sobre un almohadón. Era
realmente un buen guardián; prometía velar por su dueño y se dormía.
Mi esclavo se asustó cuando le toqué con el pie.
—Hasta ahora tan sólo vi soldados —me dijo— que nada querían sino echar una
mirada sobre el nuevo jefe supremo. Yo me incliné para respirar hondo y me sumí en el
sueño, tan agotador había sido mi trabajo. —Me contemplaba atentamente.— Tienes
aspecto de necesitar algo, Tamburas. ¿Necesitas una mujer? Podría procurarte una, pues
algunos soldados han traído muchachas a escondidas, que apresaron en los pueblos
conquistados. Con el cocinero vive una, oculta entre los sacos de harina, una belleza
morena, que con toda seguridad es capaz de apagar tu tensión. Para que no la
traicionara, ayer me regaló una moneda de plata. Sin duda sería una honra para el
cocinero compartir con el jefe la mujer, pues si tus dedos la tocaran ganaría en valor
ante sus ojos.
Yo nada respondí, sino que volví a mi tienda. Con toda certeza esa noche era el
hombre más intranquilo y solo del mundo. ¿O me engañaba? ¿Qué sentiría Psamético,
el faraón de los egipcios? ¿Dormía Cambises? Aparté tales ideas de mi mente y me
estiré.
Antes de que se levantara el día ordené que se despertara a los soldados. Los
hombres buscaron sus armas, los caballos fueron alimentados. Entonces los soldados
recibieron su ración. Lo demás dejé que el vino lo hiciera. ¿Me fatigaría ahora que se
acercaba el momento supremo? Yo me sentía bien, pues Papkafar con su masaje me
había hecho recuperar las fuerzas.
Cuando me presenté a Damán, Prexaspes y los demás caudillos, me sobrecogió
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Karlheinz Grosser Tamburas
un pánico horrible. Apenas podía respirar. ¿Actuarían los egipcios como yo deseaba?
¿Serían mis suposiciones meras utopías? La preocupación destrozaba mi corazón y sentí
la experiencia amarga de la decisión aislada. Todo cuanto yo había planeado y
reflexionado era mera teoría. Muchas veces la práctica no se adecuaba a lo pensado.
Además ni una sola vez había pensado en los dioses ni solicitado su bendición.
Prexaspes fue el único en reconocer el pánico en mis ojos y se hizo a un lado. Ese
simple gesto me devolvió parte de la seguridad perdida, y departí órdenes, sin mirar a
nadie. Cambises debía permanecer en su tienda real para no exponerse al peligro
durante el ataque previsto.
Una pálida pincelada gris de la mañana que nacía se dibujó en el horizonte.
Todavía era de noche, pero todo el ejército persa se movía con energía inusitada. Los
soldados habían comido y bebían ahora vino; mientras, yo reflexionaba si era posible
que algunos espías egipcios hubieran alcanzado a nuestras patrullas y quizás estaban
ahora en trance de contar a sus jefes que los que marcharon no eran sino dos mil jinetes.
¿Se burlarían los egipcios de nosotros? Pero, me decía yo, no podía ser que tales espías
regresaran antes de mediodía, puesto que nuestros jinetes se habían alejado mucho.
Papkafar me trajo el manto real. Yo había olvidado echarlo sobre mis hombros.
Tal como me aconsejó Prexaspes, envié algunos casitas que sabían ocultarse bien, hasta
la línea de defensa egipcia. Regresaron cuando el sol comenzaba ya a despuntar y
anunciaron que tras las empalizadas enemigas se oía mucho ruido y alboroto, producido
por las armas. Ordené a todos los soldados que tomaran los lugares previstos y me situé
con otros caudillos en el sitio de observación, detrás del muro de la empalizada. La
tienda real la hice proteger por una triple hilera de guardias del rey. Cambises podía
distraerse con sus mujeres. A izquierda y derecha de la parte prevista para el ataque de
los enemigos se abrieron caminos para los caballos, pues en caso de tal ataque la
caballería debería abandonar inmediatamente el campo.
Desde el noroeste hasta el oeste había en estos momentos más de veinte mil
hombres de infantería persa, ocultos. En cambio, en la empalizada, siguiendo mis
órdenes, tan sólo unos pocos se dejaron ver, para provocar la impresión de que la
vigilancia había disminuido en el campo.
Lentamente amaneció el día. Ya se podía divisar a la distancia de un estadio,
cuando dos grupos de caballería egipcia surgieron ante nosotros. Mandé que se
dispararan flechas; tan sólo unos cien soldados debían participar contra los egipcios. El
enemigo se retiró rápidamente. Que no se enzarzaran en seguida en la lucha, me pareció
buena señal; mandé, pues, que se repartiera de nuevo vino.
Mis caudillos mostraban apenas la punta de la nariz al espiar por la empalizada.
Un velo ligero se extendía por la atmósfera que el viento del norte iba desgarrando
progresivamente. El clamor que oí en ese momento me sonó como la mejor música. Se
oía el chocar de las espadas contra los escudos.
El día llegó sobre corcel ágil. En la claridad que crecía de instante a instante,
pude reconocer la primera sección de las tropas egipcias, vestidas de verde, amarillo y
azul. En largas hileras se sucedían los soldados que salían por entre los caminos
marcados por sus fosas. Estaban ya frente a nosotros, cientos, luego miles y finalmente
más de diez mil. Yo aspiré profundamente. Mi corazón latió apresuradamente. Los
dioses me habían ayudado aunque nada les solicité. Pero todo cuanto sucedería estaba
ya determinado previamente.
Lentamente se formaron la cabeza de ataque y las falanges. Observando el
despliegue de sus fuerzas, yo pensaba que, en algunos aspectos, habría procedido de
distinto modo si hubiera estado en la parte de los egipcios. Habría aprovechado la niebla
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Karlheinz Grosser Tamburas
de la mañana, habría irrumpido con la protección de su velo, para así ocultar la mirada
hasta estar más cerca del campo. En cambio, ahora yo podía, junto con los caudillos
persas, seguir perfectamente todos sus movimientos.
Junto a los cráneos egipcios, reconocí los yelmos de los jonios, así como las
típicas capas de los dorios. Muchos de los soldados enemigos llevaban yelmos de metal
ligero tal como los que poseían en mi patria Artaquides y Delfino. Así pues, estaba
luchando en contra de hombres de mi propio pueblo. Pero esto apenas me resultó
consciente, pues en estos momentos tenía el mando supremo del ejército persa y tan
sólo veía en frente al enemigo.
Los bloques, grupos y secciones, primeramente desordenados, se dividieron en
columnas de egipcios y se unieron progresivamente formando una unidad cerrada,
dispuesta para la lucha. Era una imagen imponente, impresionante. Dos tercios del
ejército egipcio, más de cuarenta mil hombres, eran soldados de infantería. Estaban
hombro junto a hombro y sus escudos redondos y cuadrados les cubrían los flancos. Las
falanges con los yelmos jonios imponían por el atuendo de su cabeza. Esos hombres se
veían más altos que los demás. Ante su visión, los vigilantes persas enmudecieron, y yo
me sentí contento de que los soldados persas hubieran bebido vino y no estuvieran en
este momento contemplando la imagen que nosotros veíamos.
Damán inclinó su cabeza hacia mí. En su rostro reseco parecían trabajar miles de
hormigas. Intranquilo, hizo de su mano un puño. Así pues, ordené que nuestros
vigilantes dieran señal de alarma. Era una alarma necesaria tan sólo para continuar el
engaño de los enemigos, pues nuestras cadenas de defensa, que en estos momentos se
mostraban detrás de la empalizada del campo, estaban al corriente y sólo querían
fortalecer la impresión en el adversario de que la mayoría de persas no estaban allí. La
masa de infantería y toda la caballería se mantenía silenciosa, pese al vino, a la espera
de mis órdenes.
Ahora sonaban de parte de los egipcios los tambores. Las secciones y columnas,
cada una de ellas de quinientos hombres, se pusieron en movimiento. Muy lentamente,
al principio y casi sin abandonar su lugar, pues los jefes querían conseguir una línea
única, de diez miembros.
Pero precisamente esa entrada lenta, precisa, implacable, mecánica de decenas
de miles de piernas, de rodillas que se levantaban al son del tambor, produciendo
reflejos dorados bajo el sol, que danzaba sobre las puntas de las lanzas y espadas de los
egipcios, causaba tal miedo que muchos de los soldados persas lanzaron un suspiro de
temor. Algunos incluso ahogaron gritos de miedo, y tan sólo las filas de infantería oculta
conservaron toda su valentía permaneciendo en los puestos. Mandé nuevamente repartir
vino para que renaciera de nuevo el valor entre los soldados y para que, ocupados en
beber, no se preocuparan de los egipcios.
Prexaspes murmuró a mi oído:
—No me parecía posible, pero realmente engañaste a nuestro enemigo,
Tamburas. Inconscientes como peces que nadan en la red que les apresa, se mueven.
Parece que estén seguros de causar impresión, al mostrarnos la majestuosidad de su
aspecto y orden. No retardes dar la señal para el ataque. Si los egipcios alcanzan nuestro
campo, de nada nos servirá la caballería.
Vi cómo su piel se tornaba como la de una gallina. Apenas podía contenerme la
risa. Se veía que nunca hasta hoy había visto tan cerca la amenaza de un ataque
enemigo. Entre los egipcios una parte de la caballería se trasladaba de lugar. Se situaba
en los flancos, mientras el grueso del ejército permanecía en el centro, detrás de los
cuarenta mil soldados de infantería. Parecía que Kalmala y Menumenit habían
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Karlheinz Grosser Tamburas
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Karlheinz Grosser Tamburas
Frente a nuestro campo el terreno descendía. Así pues, los egipcios se agolparon
ante la pendiente. Quince pasos, diez tan sólo había de distancia. Pese a que mi corazón
latía, me di cuenta de la situación desfavorable en que se encontraban. Las tropas que
venían de lo alto podían ser el doble de eficaces que las de ellos que subían.
Yo agité mi espada, la lancé y tomé de nuevo otra. Ambas atravesaron a
egipcios, de los que llevaban corazas y estaban situados en los flancos. Ambos hombres
se tambalearon y cayeron finalmente al suelo. Al caer no pudieron soltar sus manos del
escudo. Olov se lanzó y junto con él todos nuestros hombres que hasta entonces habían
aguardado en la empalizada. Más de doce mil lanzas fueron arrojadas con toda fuerza
contra los enemigos y destrozaron sus corazas. Ya volaba la segunda ola de lanzas sobre
los sorprendidos egipcios.
El orden de las compactas filas se rompió, las falanges se dividieron. Se oían por
todas partes quejas y gritos, el estertor de la muerte. A mis pies se extendió
inmediatamente un bosque impenetrable de escudos abandonados. Hasta el quinto y
sexto miembro ya no había ningún egipcio en las filas. Los persas gritaron de alegría.
Cada vez se arrojaban más lanzas hacia adelante. Los más fuertes de entre nuestros
soldados llegaron a pelear con diez enemigos. Cuando las últimas formaciones del
enemigo emprendieron la huida y chocaron contra las columnas de caballería egipcia,
lanzamos flechas a sus espaldas descubiertas.
Yo daba órdenes. Con el clamor del triunfo, naturalmente, suponía que no me
oirían los encargados de tocar el cuerno; sin embargo, automáticamente se colocaron sus
instrumentos en la boca y soplaron para dar la señal a la caballería. Todos cuantos
disponían de caballo, por lo menos cincuenta o sesenta mil hombres, emprendieron el
galope y rodearon a los egipcios derrotados con un amplio movimiento envolvente.
Rápidamente desenvainé otra espada y la agité en el aire. La infantería se agitaba
como loca.
—¡ Adelante con Tamburas!
Sacaron sus espadas y se lanzaron por la pendiente en formaciones de decenas.
Olov peleaba valientemente. El suelo estaba cubierto de egipcios muertos o heridos. Los
persas golpeaban hacia todos los lados por donde veían egipcios. Ya no había una
resistencia seria. Tan sólo en una sección de los flancos, formada por guerreros jonios,
intentó oponerse a nuestros soldados, pero fueron rápidamente derrotados por las lanzas
de nuestras tropas, irresistibles en su impetuosidad.
Era una victoria, una gran victoria, no había duda alguna de ello. Las tropas de
caballería persa alcanzaron a los egipcios que huían y los detuvieron. De este modo el
grueso del ejército fue obligado a replegarse en el centro. En parte los que huían
lanzaban sus armas. Pero allí donde los persas encontraban a un egipcio, lo
despedazaban sin consideraciones de ningún tipo. Hubo también mercenarios de los
egipcios que se orientaban a gritos y se agrupaban para pelear en contra nuestra, pero su
inferioridad numérica era tan notable que todos pagaron con la vida tal intento
desesperado.
Cada vez más egipcios se lanzaban al suelo, pese a que muchos ni siquiera
parecía que estuvieran heridos, aparentando estar muertos. Pero esto de poco les servía
porque los persas, llevados de la pasión de sangre, atravesaban con sus espadas a todos
por lo menos tres veces, antes de continuar su caza. Puesto que los soldados de
Cambises perdían en esto algo de tiempo, los egipcios ganaron algo de espacio. Muchos
incluso llegaron a alcanzar su campo. Pero confusos por la derrota, ni siquiera lograban
ellos mismos atravesar los obstáculos de su defensa y permanecían ocultos con sus
caballos en el campo de obstáculos, o se lanzaban a las fosas.
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Karlheinz Grosser Tamburas
contento que durante dos días ni siquiera se preocupó de engañar con algún nuevo truco
a los soldados.
Con Erifelos hablé tan sólo una vez, tenía mucho trabajo con los heridos y
agonizantes. Se podían contar 40.000 egipcios muertos; por parte persa habían caído
seiscientos.
Olov fue el primero en abrazarme después de la victoria. Posteriormente bebió
tanto que apenas se mantenía en pie. Yo mandé que le llevaran a la tienda.
—Los soldados te llaman antorcha en la noche —me dijo cuando le censuré—.
Tu camino está siempre mucho más cerca de la gloria que el mío, Tamburas. He bebido
vino y por fin me doy cuenta de las cosas. Por Zeus, también yo en el futuro sacrificaré
a tus dioses para que cambien definitivamente mis asuntos y mi suerte, pues eres un
héroe, Tamburas, y yo no lo soy todavía.
Esas palabras pronunció Olov. Al igual que todos nosotros era un hombre y
como tal se dejaba llevar por la estupidez y la envidia.
TERCERA PARTE
—Los dioses que desde tu nacimiento dirigieron su mirada a ti, dirigirán
también en lo sucesivo tus pasos. Ojalá los dioses te concedan larga vida, pues no eres
soberbio y el triunfo no confunde tu mente.
Erifelos me abrazó. Su cara brillaba de alegría. El médico apenas tenía tiempo
de dormir, pues había de operar egipcios heridos y logró salvar la vida a muchos. Me
miró con ojos emocionados y me saludó al marcharme.
El ejército descansó. Los días y horas que transcurrieron laboraban a nuestro
favor, aumentarían inexpresablemente el miedo y la angustia en la capital egipcia. No
sólo Cambises sino también todos sus caudillos creían que Psamético, después de la
decisiva victoria, entregaría sin resistencia la ciudad, si los persas sabían presentarle un
trato razonable.
Extendido como una fuente de ricos manjares, se ofrecía a nuestra vista el país
de los egipcios con sus campos risueños, sus viñas y sus frutos. Pero los pueblos estaban
casi vacíos. Los pocos enfermos y ancianos que no podían emprender la huida, se
ocultaron de los guerreros, pese a que Cambises mandó proclamar que concedería la
vida a cuantos encontrara y no le presentaran batalla, e indicó a sus soldados que
respetaran las costumbres del país.
Nuestro ejército marchaba tan sólo en las horas de la mañana. Al mediodía
descansábamos hasta medianoche, en que emprendíamos de nuevo la marcha hacia el
sur. Todos los días, Cambises anunciaba disposiciones. A los egipcios que nuestra
caballería hallara, se les regalaba la vida y la libertad, carros y caballos incluso para que
se apresuraran a marchar a Memfis y contaran allí sus magnanimidades que semejaban a
las de su padre Ciro.
Sin embargo, las mujeres y muchachas hermosas no quedaron tan libres como
Cambises deseaba. Nuestros guerreros estaban hambrientos. Lanzaban las mujeres al
suelo y gozaban de ellas durante rato, sin hacer, sin embargo, nada peor con ellas.
Cuando los jefes militares les reconvenían por su comportamiento, decían que el rey
podía hablar tranquilamente, pues llevaba consigo un harén, mientras ellos tan sólo
tenían caballos y tiendas vacías.
En lo que se refería a estas cuestiones Prexaspes dio un buen consejo al rey de
los persas. Para no indisponerse ni con los egipcios ni con sus soldados, Cambises
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Karlheinz Grosser Tamburas
regalaba, de las arcas del tesoro, plata y oro a las mujeres ultrajadas, para que olvidaran
sus actos o incluso fueran ellas las que buscaran nuevos amores para procurarse más
plata.
Realmente se hizo perceptible entre las gentes del sur una aprobación creciente.
Ya no huían como antes, sino que tan sólo ocultaban sus mujeres e hijas hermosas. Pero
ésas a su vez, curiosas por conocer a los vencedores, salían de sus escondrijos, pues
nada atrae tanto a las mujeres como un peligro cierto.
En todas las grandes localidades Cambises congregaba al pueblo por medio de
los heraldos. Los traductores daban a conocer su discurso para los egipcios.
—Yo, Cambises, señor de países, hijo del sol, amado eternamente por Ormuz y
Ptah (no olvidaba ni siquiera mencionar al dios de los egipcios), yo, Cambises, rey de
reyes, recompensaré la confianza de los hombres y les protegeré de peligros, pues la
injusticia y la crueldad me son ajenas. Además tampoco quiero responder con mal al
mal, sino con bien al bien. A quien me acepte y me reciba tal como se merece el rey del
alto Egipto y el dueño del bajo Egipto, a quien no actúe ocultamente y siga lo que mi
real majestad dispone, mostraré mi bondad y gracias, como si fuera hijo mío. No temáis
pues, gentes, y contad a todos que Cambises, que viene del sol, tan sólo tendrá en cuenta
lo que sucede a partir de ahora y no tendrá en cuenta nada de lo pasado.
Tales cosas mandaba Cambises proclamar allí donde llegáramos. Pero por esos
días yo era el más respetado entre los persas. Cuando me encontraba con soldados me
miraban como perros y se comportaban conmigo como si pudiera en el momento menos
pensado darles una patada; por ello yo procuraba evitar su encuentro, que me resultaba
molesto.
—¿Es que estás enfadado? —le pregunté una noche a Olov.
Estaba en mi tienda y comía con rostro enfurruñado la comida que Papkafar le
había preparado.
—Estoy meditando qué mejores métodos puedan existir para alcanzar la fama y
la gloria —respondió el barbarroja—. Pero más importante que los métodos me parece
la ocasión —suspiró—. Si no dispongo de ninguna, pues posiblemente Memfis se
entregará sin luchas, ¿qué acto podré realizar para conseguir lo que tú?
—Mis oídos duelen al oír tus quejas —le dije más acremente de lo que hubiera
yo mismo deseado—. Yo estoy contento de que tú y los soldados conservarais vuestros
miembros. Un caudillo consigue su gloria siempre a costa de los simples guerreros.
Toda mi gloria y fama la entregaría si pudiera recuperar la vida de cuantos egipcios y
persas murieron en aquella lucha. La fama es una camisa sucia que hoy la llevo yo y
mañana quizá tú, pero la sangre de cuarenta mil caídos nadie podrá ya lavarla.
El barbarroja me miró fríamente.
—Ahorra tus palabras, Tamburas. Tú estás nadando en la ola de la consideración
de todos. En cuanto te ven desde lejos los soldados, ya pronuncian tu nombre.
Tamburas, el caudillo. Tamburas, el conquistador. En cambio, ¿quién soy yo?
Olov me miró fijamente y olvidó terminar su comida. Tanto le hacía padecer la
envidia.
Cambises envió un emisario a la flota que bloqueaba las costas y las orillas del
Nilo, para que ningún barco se dirigiera hacia Memfis, pero para que tampoco ninguno
se retirara hacia atrás. Desde donde estábamos la ciudad ya no se encontraba lejos.
Dentro de unas cuarenta y cuatro horas el ejército estaría frente a la capital de Egipto.
Cambises quería enviar un barco con algún parlamentario elegido que exigiera la
rendición sin condiciones.
El rey me llamó a su tienda. Además del especialista en humos, que perfumaba
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Karlheinz Grosser Tamburas
la habitación, y cuatro guardias personales, tan sólo estaban Damán y Prexaspes junto a
él. Me contempló durante largo rato antes de comenzar a hablar.
—Mi majestad real ha decidido, Tamburas, que como primer caudillo seas tú el
primero en penetrar en Memfis antes que ningún persa, cuando mañana el barco, tal
como está mandado, avance hacia adelante. Tú marcharás como mi representante,
pondrás condiciones y el faraón habrá de recibirte como si se tratara del mismo rey. Esto
será la dignidad más alta que cualquier hombre pueda recibir jamás de mi parte.
Esta misión no me sorprendió totalmente. Un día antes, Ormanzón me había
hablado de algo parecido. Por ello me incliné profundamente y dije:
—Te agradezco mucho, señor, la gran distinción y honra de que me haces objeto,
rey. Pero sé magnánimo y permite que te descubra las razones de mi renuncia.
Su rostro quedó paralizado por la sorpresa. Su voz se endureció.
—Cuando un sediento rechaza el agua que yo le ofrezco lo despido. —Sus ojos
refulgían.
Yo me incliné profundamente de nuevo.
—Oye mis razones, señor, sol de los reyes. Yo soy Tamburas, un aliado de tu
pueblo, al que te dignaste nombrar jefe supremo de tu ejército y que al así hacerlo has
suscitado mucha alegría en mi pecho. Como representante de tu majestad no soy
hombre apropiado, pues no soy persa. Un persa, en cambio, dicen, será el que domine el
mundo; por ello un aqueménide debe recibir ese homenaje. Desde luego te fui útil,
Cambises, pero cada uno de tus soldados, incluso el más humilde, hizo tanto como yo al
poner en peligro su propia vida para fama y gloria de tu nombre. ¿Podría yo ahora robar
a un persa la honra de ser el primero en hablar con el faraón? Como segunda razón
mencionaré el hecho de que muchos jonios y lacedemonios viven entre los egipcios. Yo
no quiero entrar como conquistador que tiene sobre su conciencia la sangre de muchos
de ellos. Nosotros tenemos los mismos dioses y acudimos a ellos. Yo no deseo que nada
me separe en el futuro de mis compatriotas. Por ello te ruego que me liberes de mi cargo
y lo deposites nuevamente en tus propios caudillos, en Damán, que es seguramente
quien más lo merece.
Prexaspes carraspeó, el rostro del rey se tensó.
—Así pues, Tamburas, nómbrame en seguida cuál es el que te sigue en dignidad.
—Todos tus caudillos y soldados, oh, rey, Prexaspes o Damán, Jedeschir u
Ormanzón, todos ellos son de la familia de los aqueménidas y cada uno de ellos sin
duda merece que le concedas este honor.
Todavía durante la noche Ormanzón cabalgó con su caballo con algunos
hombres. De entre los persas era el más importante. Cambises le nombró por tal razón
parlamentario. Yo, en cambio, marché a mi tienda, donde Papkafar me dio una lección
sobre los egipcios.
—Desde luego has conquistado tierras, Tamburas —me dijo—, pero no conoces
las gentes. En cambio, yo he hablado con veinte hombres y tres mujeres. Imagínate que
los egipcios se quitan todo el pelo del cuerpo, incluido el del cráneo. Se afeitan debajo
de las axilas e incluso el vientre, pese a que siempre lo llevan tapado. Las mujeres les
echan el agua estando ellos de pie, no como nosotros cuando están sentados. En cambio,
los hombres lo hacen al revés. Sus necesidades las hacen en las casas y no al campo
libre, donde a nadie puede molestar la humedad. Consideran que las necesidades deben
hacerse en privado y ocultamente por ser indecoroso, y lo decoroso, como el comer y el
beber, debe hacerse a los ojos de todos. Apenas existe un animal que no sea sagrado.
Incluso a los terribles como los cocodrilos los honran y los alimentan con pasteles y
pastas. Hay, sin embargo, una costumbre que satisface a todos los persas, Tamburas. La
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Karlheinz Grosser Tamburas
moda de las egipcias de taparse poco, de modo que muestran todas sus formas, e incluso
una parte de sus rodillas, así como el tipo de sus vestidos en que muestran los pechos.
Llevan los senos al aire como si nada. Así todo hombre puede saber, sin necesidad de
mirar su cara, si la mujer es joven o no, pues la cara se la pintan con distintos colores, de
modo que las no iniciadas a veces engañan y las viejas parecen más jóvenes de lo que
son.
En las horas de la tarde llegaron altos emisarios de los egipcios de localidades
cercanas a Memfis. Las provincias del país del norte habían oído hablar de nuestras
victorias; todos se sometieron sin condiciones. Llegaron dos egipcios que parecían
encontrarse en viaje de placer. Iban en una embarcación que esclavos remeros hacían
bogar aguas arriba del Nilo. Pusieron a los pies de Cambises ricos presentes, oro y plata
junto a patos, gansos salvajes, garzas, cercetas y flamencos que cazaban con flechas y
redes, en señal de sumisión.
Los hombres vestían telas de lo más ricas. Estaban tejidas muy finamente hasta
el punto de que donde se ceñían al cuerpo casi permitían ver la piel. Pese a la costumbre
que parecía imperar entre los egipcios de ir descalzos, los más ricos poseían unas
plantillas que resultaban casi invisibles en la tierra. Olov se rió a su espalda, pues los
egipcios, como las mujeres, habían empleado un lápiz de labios para sombrear sus ojos
mediante una raya oscura y verde bajo los ojos. Esa tarde todavía creíamos que lo
habían hecho para gustar a Cambises y conquistárselo para sí, pero luego nos enteramos
de que entre los más distinguidos de ese pueblo, antes tan virtuoso, pero ahora muy
afeminado, era costumbre pintarse así.
Al amanecer el ejército continuó el camino hacia Memfis, con el propósito de
encerrar a la ciudad con un arco grande.
La otra parte quedaba ya rodeada por nuestros barcos en el Nilo. A lo lejos y
bajo el aire transparente de la mañana brillaban las cumbres de las grandes pirámides.
Yo conté a Olov lo que los historiógrafos narraban de esas grandes construcciones.
Cientos de miles de esclavos que no podían hacer trabajo alguno durante la
época de las inundaciones, elevaron por orden de sus faraones durante décadas esas
enormes construcciones que se elevaban como gigantescas escaleras hacia el cielo. Para
poder trasladar los enormes bloques de piedra a la construcción cada vez más alta, los
constructores habían hecho construir una rampa en sesgo sobre la cual los enormes
bloques de piedra tan sólo eran desplazados. Para la construcción del acceso habían
empleado diez años.
Olov sacudió la cabeza.
—Desde luego no alcanzo a comprender —dijo— para qué hicieron todo eso.
En realidad hube de darle la razón, pues era muy difícil de entender que esas
pirámides se construyeran tan sólo con el fin de proteger del olvido y del robo las
momias de un rey muerto.
—Los egipcios son tontos —dijo Olov—. Lo que ahora les sucede se lo merecen
realmente. Quizá Cambises mandará destruir esas moles de piedra y desenterrar a los
faraones y sus tesoros. Pero si él no lo hace, lo hará en otra ocasión otro. Los reyes
egipcios están muertos de todos modos. Aunque se hayan ocultado y crean poder
engañar a la muerte de ese modo al embalsamarse, yo puedo decir que la muerte tan
sólo conoce una única dirección. He visto suficientes cadáveres y sé cómo son los
huesos blancos de todos. Y al cabo de un cierto tiempo cómo se descomponen. Lo único
que perdura realmente es el polvo, y el viento lo dispersa finalmente en todas las
direcciones. Los famosos muros blancos de Memfis que protegen la capital hasta el
Nilo, eran una obra de arte maestra debida a constructores muy notables. En muchas
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Karlheinz Grosser Tamburas
partes alcanzaba como dos pisos de alto y parecía imposible poder conquistarlo con un
ataque normal o con el asedio. Memfis se la denominaba también la ciudad de las
cincuenta puertas, pues a cierta distancia había en el muro enormes puertas de hierro
junto a torres de defensa y canales para echar por ellos brea o plomo líquido.
Mientras nuestros soldados avanzaban para formar un espeso muro de guerreros
sitiadores y se desplazaban pesados carros de combate con todo el material necesario, se
instaló en una pequeña colina frente a Memfis la tienda real para Cambises y junto a ella
las dependencias para sus mujeres. Atossa, la hermana del rey y a la vez su principal
mujer, era la fuerza más importante entre las mujeres. Intentó dar armonía a la
disposición de las tiendas, vistas incluso desde fuera. Atossa tenía unos ojos grandes,
empolvaba su cara en polvos rojo amarillentos y llevaba en su cabeza un turbante azul
adornado con oro y piedras preciosas. Según me había contado Erifelos, estaba en este
tiempo embarazada. De entre el ruido que todos hacían, destacaba siempre su aguda
voz.
Cambises me invitó, junto con los demás caudillos, a conferenciar. Se trató de
una sesión importante, puesto que de Susa habían llegado Artakán y dos favoritos del
rey, Ochos y Kawad. El cocinero real se esforzó especialmente ese día, y antes de dar a
Cambises las comidas, las probaba él primero. Además de los diversos guisos de carne
había ensalada y sandía, pasteles, dátiles, almendras rayadas con miel y fuentes de
requesón. Después del banquete un guardián anunció que se veía nuestro barco
parlamentario acercarse a Memfis. Cambises dio señal inmediatamente de que
abandonáramos la tienda.
El sol se ponía sobre Memfis y hacía brillar rojizo el barco sobre las aguas. A
causa del viento desfavorable llevaba la vela plegada. Era un bello barco remero.
Lentamente se abría camino entre los barcos egipcios conquistados y algunos
semiquemados. Durante la batalla frente a la desembocadura del Nilo, nuestra flota no
había permanecido inactiva, y había logrado importantes victorias. Naturalmente, el
triunfo se debía a los fenicios, los aliados de los persas. Pero muchos barcos se
encontraban destruidos en medio de las aguas, obstaculizando el paso. Sin embargo, el
capitán del barco que llevaba a Ormanzón como emisario de Cambises, conocía bien su
oficio y sabía abrirse fácilmente paso entre todos esos obstáculos.
Una nube pequeña ocultó por momentos el sol. Luego los ricos vestidos de
Ormanzón volvieron a brillar. Los remeros, a movimientos acompasados, hacían
avanzar el barco que se desplazaba sobre el agua. Un escalofrío recorrió mi espalda. Me
daba la impresión de que debía llamar a Ormanzón. Pero no era poder que estuviera en
mis manos, y además la distancia era excesiva.
La tranquilidad y silencio de los muros era impresionante. Nada se movía,
mientras el barco se acercaba y algunos heraldos egipcios anunciaban con sus cuernos la
llegada del barco, como emisario de la majestad persa. Naturalmente, nosotros no
podíamos oír lo que pasaba en aquella orilla del río, pero lo adivinábamos por los
movimientos. Los fenicios colocaron planchas que cubrieron con alfombras para que
Ormanzón pudiera desembarcar; esto me pareció muy adecuado, pues de ese modo se
indicaba a los egipcios la importancia y dignidad del emisario enviado a parlamentar
con ellos.
Continuaba sin suceder nada. Desde luego divisamos mercenarios y soldados
egipcios detrás de los muros de Memfis, pero las puertas permanecían cerradas y nadie
se mostraba dispuesto a recibir a Ormanzón. La intranquilidad agitaba la sangre en mis
venas. Yo intentaba ocultar mi nerviosismo, pero Damán indicaba también su estado
intranquilo por el temblor de sus labios. Cambises sonreía. Habló a Prexaspes, Ochos y
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Karlheinz Grosser Tamburas
Kawad.
—Los hombres parecen paralizados por el temor. Parece que su valentía se haya
esfumado como el humo. Realmente me siento impulsado a reírme de esos hombres.
Muestran tal respeto ante mí y mi ejército, que creo correrían apenas vieran a pequeños
ratones.
De pronto, sin embargo —todo el cortejo con Ormanzón a la cabeza, había ya
desembarcado—, se abrieron a la vez varias puertas y grupos de hombres armados
salieron por ellas. Dispararon flechas y lanzaron espadas contra los sorprendidos persas.
Nosotros no podíamos oír nada, pero veíamos como el sol brillaba sobre sus armas.
Antes de que los desprevenidos persas pudieran regresar a su barco se vieron
rodeados por los atacantes, que les derrotaron. Durante un rato todavía, el brillo de las
espadas se agitó en el aire. Observamos cómo Ormanzón saltaba hacia adelante y hacia
atrás, cómo se abría camino con sus armas, cómo a derecha e izquierda los persas
peleaban contra los mercenarios hasta que fueron sometidos y vencidos por la
superioridad de los otros. Por última vez vimos nuevamente a Ormanzón. Cayó de
rodillas, con su pecho lleno de flechas y espadas clavadas; luego la gente se lanzó sobre
él y le arrastraron.
Jedeschir gritó ahogadamente. Damán, indignado, se golpeó la cabeza. Un grito
recorrió la garganta de cuantos contemplaban el espectáculo. Después de que Ormanzón
cayera, los demás persas lanzaron sus armas, algunos intentaron alcanzar las aguas, pero
la mayoría no sabía nadar y se ahogaron. Los egipcios se lanzaron contra el barco y
mataron a todos, incluso a los remeros desarmados que se entregaban. Todos nosotros
hubiéramos acudido en su ayuda, pero el camino por el mar, como antes indiqué, estaba
lleno de obstáculos por los barcos egipcios y hubiéramos tardado demasiado en llegar.
Cambises profirió gritos guturales. Damán mantenía sus ojos cerrados.
Prexaspes rechinaba con sus dientes. El rostro de Jedeschir parecía petrificado, un
sollozo contenido se agitaba en su pecho. Ormanzón era su amigo. Le había amado
como a un hijo.
—¡Atacad! —gritó Ochos, un joven persa de brillantes ojos—. Haz que ataquen
los nuestros, oh señor. Ahrimán, el oscuro, ha engañado a Ormuz y ha perdido a
Ormanzón. En el mismo día de hoy mataremos a los egipcios como bestias, pues Ormuz
dirigirá sus ojos hacia nosotros y ayudará a los persas a vencerles.
—No ordenes atacar, oh rey —me precipité a decir a mi vez—. Sería lo más
tonto que podríamos hacer. Quizá los egipcios aguardan a que nosotros lancemos
nuestros soldados contra los muros para poder matar a todos los persas. Debemos
prepararnos, fortificar las construcciones para sitiarlas y disparar con catapultas contra
los muros para abrirnos camino por entre ellos. Tan sólo de ese modo veo posible la
victoria. Recuerda cómo en nuestra primera batalla contra ellos, nuestros jinetes se
lanzaban inútilmente contra sus fortificaciones.
Ochos me miró sombríamente.
—Eres el que venciste, Tamburas, contra los egipcios, pero en tus venas no corre
sangre persa y por ello la sangre que acaba de derramarse te deja frío.
—Tú careces de experiencia —le respondí impasible— y eres demasiado joven
y apasionado para que pueda contestarte adecuadamente. Conténtate con lo que los
mayores y de más experiencia ordenen, pues el asunto de la guerra no es un juego de
niños, sino un arma de doble filo que hoy puede volverse en contra del que ayer venció.
Cambises, el rey, dará la señal de cuando y si o no debemos atacar. —Me incliné
rápidamente, ocultando mis manos en mis mangas.— Pero tú, señor, rey de los persas,
tú sabes que sé reflexionar en estas cuestiones y el demonio del éxito y el orgullo no
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Karlheinz Grosser Tamburas
tiene poder para hacerme perder la cabeza. No se debe actuar cuando uno siente ira y
pasión en su corazón. Entonces apenas se es capaz de escuchar, es pues mejor callar y
reflexionar. Memfis no puede ser tomada por medio de un único ataque frontal. Esto es
imposible. E igual que tú y yo lo saben los demás caudillos.
Prexaspes afirmó con su cabeza, y Damán dijo:
—Tamburas lleva razón. No es posible cometer por segunda vez el mismo error.
Y puesto que somos gente avanzada en experiencia, sabremos contenernos y castigar al
final con nuestra victoria a los egipcios.
Cambises levantó su delgada barbilla. Sus ojos brillaban.
—Oíd, caudillos y nobles de entre mi pueblo, lo que yo, Cambises, elegido de la
luz eterna, instrumento del juicio justo, decido. Todos los egipcios que han participado
en este ataque contra Ormanzón serán torturados y perderán su vida. Mi venganza se
extenderá a los hijos del faraón, a los que mandaré colgar, y de cada diez de los más
nobles egipcios uno será sacrificado —levantó su mano—. Desde luego, mi decisión es
magnánima, pero en mi corazón Ormuz así lo dispuso y expulsó al hermano Ahrimán.
Mi palabra es palabra del rey y del dueño de muchos países. Así será.
Aliviado, suspiré. Los mercenarios de menos rango de entre los soldados
egipcios lanzaron los cadáveres de los derrotados al agua, también el cuerpo de
Ormanzón. Pero su cabeza la clavaron en la punta de una lanza que colocaron en la
embarcación, en un sitio visible para todos. Mientras la infantería persa avanzaba hacia
la orilla lentamente y se ocultaba tras sus corazas a causa de las flechas que les
disparaban, los egipcios empujaron la embarcación hacia la corriente del río.
Regresaron rápidamente a la protección de los muros de la ciudad, donde con un ruido
sordo cerraron sus puertas.
Fanes carraspeó y dijo a Cambises:
—Ya has visto, oh señor, lo extraños que son en sus decisiones los egipcios. A
ningún otro hombre se le hubiera ocurrido hacer lo que han hecho. La derrota de sus
soldados ha herido profundamente a Psamético. Por ello golpea a ciegas, simplemente
en el aire, pese a que debiera saber que tú podrás luego ajustar las cuentas. Yo saludo tu
decisión de matar a sus hijos. Si permitieras que vivieran, serían siempre un constante
peligro para ti y para tu reino.
Cambises no respondió. Me miró y cierto asombro brillaba en sus ojos.
—Por lo visto, estás aliado con los demonios, Tamburas –me dijo–, que te han
librado de tal suceso. ¿Por qué, si no, habías de negarte a realizar la misión que yo te
había encomendado? Invisibles, las manos de Ormuz están sobre ti. Estoy contento de
contarte a mi lado entre mis caudillos.
Mi corazón latió salvajemente. ¿Cómo había podido olvidarlo? ¿No era yo el
que debía haber sido el parlamentario con los egipcios? Si los dioses no me lo hubieran
impedido con su incomprensible decisión de provocar en mí la insatisfacción y
amargura contra Cambises, mi cuerpo estaría ahora nadando sobre el Nilo en lugar del
de Ormanzón, y mi cabeza estaría clavada en la lanza en lugar de la suya.
Los soldados y caudillos que nos rodeaban contemplaron con curiosidad a
Cambises. Aguardaban que hablara sobre sus futuros planes, pero el rey nada dijo sobre
ellos y tan sólo ordenó que se celebrara un sacrificio durante la noche por Ormanzón.
En este sacrificio debían actuar los siete sabios que acompañaban nuestro ejército.
Debían picar en el mortero las hierbas sagradas, espolvorear luego parte de ello en el
fuego sagrado y el resto en la vasija preparada para mezclar el vino que nos debían dar a
beber hasta que perdiéramos el sentido y oyéramos la voz de un dios o de varios dioses.
Ya en otra ocasión tomé parte en una de estas ceremonias al dios Ormuz. Josromad, el
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Karlheinz Grosser Tamburas
astuto mago, un anciano de grandes ojos, era capaz de provocar el sueño por la fuerza
de su mirada a hombres que se quedaban fijos ante él, e incluso en contra de su voluntad
les obligaba a hacer cosas que él les ordenaba y que en posesión de sus facultades
normales, ciertamente, no hubieran hecho.
Ochos suspiró profundamente.
—Hágase tu voluntad, señor de los reyes. Cuando el tiempo esté maduro caerás
sobre los egipcios como una tormenta de arena. Los persas matarán a los egipcios cuya
sangre formará como una lluvia que dispersa el viento.
A causa de la muerte de Ormanzón y de su tripulación se había roto la
posibilidad de un entendimiento con los egipcios para la entrada pacífica en la ciudad.
Por lo visto, Psamético confiaba totalmente en las murallas de Memfis. Y, realmente,
debería realizarse un largo sitio, puesto que los egipcios, con toda seguridad, disponían
de provisiones para mucho tiempo.
Incluso agua potable no podía faltarles, puesto que la obtenían por numerosos
canales que la traían del río Nilo a la ciudad.
Los soldados persas construían incansablemente. Muy pronto el anillo rodeando
a la ciudad era ya tan ancho que no hubiera sido posible atravesarlo ni con la velocidad
e impulso que un antílope herido pudiera alcanzar. Nuestros matemáticos y técnicos
juntaban máquinas para el asedio, diversos materiales apropiados para el ataque, torres
recubiertas de madera que podían ser desplazadas hasta las mismas murallas para allí
lanzar grandes piedras contra su fortaleza. Fanes propuso, en lo que le apoyaron Ochos
y Kawad, que se excavara un paso subterráneo que pasara por debajo de los muros
defensivos. El suelo era de una tierra negra, compuesta en parte de fango, de modo que
el trabajo podría realizarse rápidamente. Yo pregunté cuan amplio debía ser el túnel. Si
tan sólo podían pasar por él a la vez uno, tres o incluso diez soldados, yo consideraba
que los egipcios podrían fácilmente ir matándolos unos tras otros tranquilamente. El rey
rechazó también el plan. Ese plan exigía que se hicieran varios túneles a la vez y ello
hubiera llevado mucho tiempo. Cambises estaba impaciente y quería una decisión
rápida.
Por todas partes, hasta donde se alcanzaba a ver con la mirada desde Memfis,
fueron devastadas las localidades. Algunos soldados egipcios, que se pudieron capturar
porque no alcanzaron a entrar a tiempo en su capital, fueron literalmente despedazados
y lanzados contra las puertas de los muros sus cadáveres sobre caballos. Cambises
estaba cada vez más impaciente. Casi todos los días me mandaba llamar a su tienda.
Casi siempre coincidía con la hora de la comida, y yo apenas probaba bocado en su
presencia, pues sus ojos inquietos se posaban en mi cara como si de un momento a otro
aguardara que yo le diera la clave para sacarle de apuros. Así pues, la fama y gloria
obtenida en mi primera batalla me ocasionaba duras y graves preocupaciones, pues se
aguardaba de mí nuevos actos decisivos; incluso Damán, Jedeschir y Prexaspes parecían
confiar a mis espaldas el peso de la responsabilidad de hallar salida a la situación.
De Gize, Sais y Naucratis, las colonias griegas en Egipto, llegaron emisarios en
el transcurso de los primeros diez días de asedio, puesto que los hombres de estas
ciudades y provincias temían que Cambises irrumpiera en ellas con su ejército y
destruyera sus pueblos y localidades, reduciéndolas a cenizas. Todos proclamaban su
sumisión, enviaban presentes y pedían información acerca de qué contribución debían
pagar al rey en lo sucesivo. Él no desanimaba a los emisarios, pero les pedía precios
muy elevados de impuestos. Además exigía que, como todos los pueblos sometidos,
debían contribuir con hombres y medios para la guerra, de modo que se dio el hecho
cómico de que varios egipcios fueron enviados para sitiar a su propia capital.
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Karlheinz Grosser Tamburas
Con Geraidos, el hijo de uno de los emisarios de Naucratis, un griego igual que
yo, trabé amistad. Tenía diecinueve años; también yo era muy inexperto cuando
abandoné a esa edad Palero, mi patria, y a cuantos allí me amaban, cuando lancé mi
última mirada a Atenas, donde mi padre Pisístrato habitaba. Tardes enteras conversé con
Geraidos. Era valiente y la ira ardía en su pecho.
—Cambises —decía en voz alta, pese a que siempre le había rogado se dominara
— se ha lanzado contra oriente como un sol negro. Sus sombras expanden temor y
miedo. Los egipcios respetan nuestros templos; en cambio, de Cambises se dice que
piensa liquidar los dioses griegos y tan sólo reconocerá a un dios del bien y a otro del
mal, a los que el mundo habrá de supeditarse por completo, aunque no quiera.
—Ya veremos qué dioses se mostrarán más poderosos —le respondía yo.
Geraidos me miraba extrañado.
—Tú eres un caudillo, Tamburas, y la fama de tus batallas te precede. Pero eres
un griego como yo, al que el viento ha lanzado hacia oriente por el mar, como a una
semilla. El fin de tu camino está en algún lugar del horizonte. ¿Qué crees que pasará
luego? Cuando Egipto esté ya en manos de Cambises, ¿se conformará con el brillo y
clamor de su victoria? ¿No crees que emprenderá otros planes de conquista para
someter a todos los demás pueblos? Oye lo que pienso. Cartago será su siguiente
objetivo. Pero cuando ya lo haya conquistado, se dirigirá hacia el norte. ¿Hacia dónde?
¿Crees que regalará la vida a Atenas, nuestra patria de origen? ¿Podrás tú ser un
estratega y caudillo de los persas en contra de tus propios compatriotas, que hablan tu
lengua; podrás combatirles, derrotarles y matarles?
—Si así está escrito en el libro de la vida, antes prefiero morir que tal hacer.
Geraidos reaccionó rápidamente; su entendimiento era agudo.
—Nosotros, los hombres, no hemos nacido para vivir solos sino en medio de una
comunidad que tenga y aspire a los mismos fines e ideales. Entre los persas eres un lobo
blanco, Tamburas. En algunos rasgos, quizás incluso esenciales, te distingues de los
persas. Pero algo no podrás ahorrártelo. Llegará el día en que deberás decidirte. Allí
Atenas, allá Susa. Deberás traicionar a una de las dos partes para entregarte por
completo a la otra.
Yo no respondí.
Geraidos me miró.
—Tres mil dorios, jonios y lacedemonios cayeron en la batalla que tú dirigiste
—dijo en voz grave y baja.
Lentamente sentí el calor que subía a mi cabeza.
—No murieron ni por tu patria ni por la mía, sino que dejaron su vida por la
paga egipcia que recibían. Hay una diferencia entre combatir por las propias causas o
por señores extranjeros. No olvides una cosa: yo estuve al frente del ejército persa, no
contra los griegos, sino contra los egipcios. El joven inclinó su cabeza.
—Egipto se ha convertido en nuestra segunda patria —dijo lentamente—. Sería
desagradecimiento contra el anfitrión entregar su tierra a las llamas. Pero, desde luego,
tú tienes razón, Tamburas, más razón que yo, pues hablo sin reflexionar y tan sólo digo
lo que mi corazón me dicta.
Durante un rato no respondí. Mis ideas iban y venían e intenté ser justo contra
mí mismo.
—Desde luego, Geraidos, has conseguido sembrar la semilla de la duda en mi
corazón. Siento mi mente espesa y mi frente se atormenta como si la presionara el calor
del mediodía.
Sus mejillas se colorearon rápidamente. Se inclinó.
177
Karlheinz Grosser Tamburas
—No era mi intención, Tamburas, herirte, pues ¿quién soy para hacer tal cosa?
Los egipcios nos dieron Naucratis. Nosotros hasta hoy estuvimos en buenas relaciones
con ellos. Pero lo que aguarda a los griegos bajo los persas es algo que ignoro, pues
quien se somete no puede exigir condiciones —pareció reflexionar—. Debes creerme.
Atacar a Memfis y al faraón, nosotros no lo haremos. Guarda secreto sobre estas
palabras, Tamburas, pues mi padre y el consejo de ancianos todavía no se han decidido
sobre las órdenes de Cambises. Dentro de unos diez días nuestros soldados han de estar
a vuestro lado. Pero yo ejerceré toda mi influencia para que eso no suceda. En Memfis
tengo dos de mis amigos, nunca levantaría mis armas contra ellos. Creo que ellos
también actuarían como yo.
—Ata tus sandalias y ve en paz —le respondí—. Transmite a tu padre y a los
griegos de Naucratis mis saludos. Con seguridad sabrán decidir lo justo.
El asedio de Memfis parecía no hacer progresos. Los persas atacaban los muros
de la ciudad, pero no obtenían éxito alguno. Especialmente por la noche las catapultas
se ponían en funcionamiento y lanzaban contra los muros grandes piedras, luego
bloques de plomo y flechas de hierro, gruesas como un brazo, sin que se lograra
destrozar en lo más mínimo el muro por ninguna parte. Día tras día los persas se
afanaban en su trabajo. Fortalecían y mejoraban sus ataques, construían nuevos medios
y redoblaban sus esfuerzos. Por la noche atacaban diversas puertas, empresa en la que
morían o resultaban heridos muchos persas, pues los egipcios encendían fuegos junto al
muro para ver a los atacantes y disparaban flechas desde sus torres o echaban aceite
hirviente sobre los sitiadores. Llegaron las primeras formaciones de guerreros egipcios
de las provincias sometidas, pero entre ellos no había griegos de Naucratis.
El día 22 de nuestro sitio de Memfis, Cambises convocó una sesión de todos los
caudillos y estrategas. Acudieron tantos hombres que no cabíamos en su tienda, por lo
que tuvieron que abrirse sus paredes laterales. Después de la ceremonia de saludo, en la
que todos hubieron de postrarse ante Cambises, el rey comenzó a hablar:
—Yo, Cambises, señor bajo el sol sagrado, os he convocado para que incluso el
menos importante de entre mis jefes tenga la posibilidad de exponerme su opinión. Mi
paciencia frente a los egipcios se ha terminado. Quiero ver reducidos a polvo a Memfis
y al faraón, y lo más pronto posible.
Sus ojos miraron hacia todas partes. Esta vez no me miró especialmente. Sus
dedos tamborilearon nerviosamente en una de las paredes ricamente adornada.
Se hizo un silencio de muerte. Nadie respondió. Yo miré a mi alrededor. Olov no
estaba presente, pese a que tenía derecho, por el rango que ostentaba, a haber acudido.
Cambises miró a Prexaspes, a Damán, luego a Ochos y Kawad, después a Jedeschir, a
Artakán y a todos los demás. Kawad, como uno de los más jóvenes, carraspeó. Su voz
se oyó confusa y algo titubeante.
—Perdona, señor, si nadie comienza y soy yo el que habla antes que todos. Creo
que en seis meses las provisiones de los egipcios estarán agotadas. Si nosotros
persistimos y no cejamos en nuestro empeño, caerá entonces la ciudad en nuestras
manos como un fruto maduro...
Era su intención continuar hablando, pero una dura mirada de Cambises le hizo
enmudecer.
—¡Vaya! ¿Es eso todo lo que tienes que decir? ¿Tiempo? ¡No dispongo de él!
¿Desde cuándo un hombre da vueltas en torno a un pozo, o pretende sacar agua de él
con la mano si existen cubos? Yo, Cambises, no quiero esperar. Por ello os he llamado,
para encontrar una posibilidad que esté conforme con mi fama y sea capaz de terminar
con toda resistencia, incluso aunque haya de perder la mitad de mis soldados. La
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Karlheinz Grosser Tamburas
historia nunca cuenta las víctimas, tan sólo deja constancia de las victorias —arrugó la
frente—. ¿Dónde están mis caudillos? ¿Qué me responden mis estrategas?
Nadie respondió. Tan sólo se oyó el vuelo lento de las moscas y mosquitos que
revoloteaban en torno al vino y a los pasteles.
—¡Prexaspes!
El canciller miró al suelo.
—¡Jedeschir!
Silencio.
—¡Damán!
Profundo silencio.
—¿Y qué tienes tú que decir, Tamburas? —la voz del rey sonó aguda e irónica.
Sentí en mi mente la idea que podía exponerle. Muchos caudillos me miraron.
Progresivamente la mirada de todos se fue posando en mí. Hubiera deseado que mi
mente no produjera idea alguna en esos momentos. ¡Pero era imposible detenerla!
¿Debía exponerla?
En muchos de los pequeños canales del Nilo que proporcionaban el agua potable
a los egipcios... sacrifica bestias, Cambises, y haz que su carne se pudra al sol. Echa los
cadáveres a los canales para que nadando vayan ante la ciudad. No tardarán mucho en
envenenar las aguas que beben niños, mujeres y hombres de Memfis. Máximo diez días
y se extenderá una epidemia entre los defensores, primero entre los niños, luego los
ancianos y débiles y después las mujeres y niños. Lamentos, gemidos y los hombres
enfermos que huyan romperán antes los muros que cualquier posible ataque de un
poderoso ejército.
Sí, yo veía eso ante mí como si estuviera sucediendo en realidad. Niños que en
estos momentos jugaban alegremente en pocos días morirían junto a sus madres
desesperadas y se agitarían terriblemente antes de cerrar definitivamente los ojos. Por
todas partes se extenderían cadáveres, se amontonarían formando verdaderas montañas,
apilándose más rápidamente de lo que los sanos pudieran enterrarlos, y la peste en la
ciudad se extendería, crecería, crecería, crecería... Cambises, el asesino de niños;
Tamburas, el verdugo de las mujeres, pasaría a la historia...
Carraspeé y abrí la boca. Primero y luego cada vez más precipitadamente
afluyeron las palabras a mis labios.
—Tu pregunta, oh Cambises: ¿Qué tienes tú que decir, Tamburas?, amarga en mi
boca la miel egipcia. Sé que podría responder como un perro venenoso, pues conozco tu
impaciencia en alcanzar las victorias con la rapidez y violencia de las tormentas. En una
ocasión me contaste tus planes. Tú deseas que nuestra flota y los fenicios vayan hacia
Cartago y muestren tu fortaleza ante los comerciantes de allí. Tiemblas de anhelo por
enviar tus ejércitos hacia Etiopía para someter en ese país a las gentes que lo pueblan.
Pero tus pensamientos no sólo traicionan tu grandeza sino también tus debilidades, oh
señor de los persas... —Era realmente atrevido lo que estaba diciendo, pero debía
hacerlo pues mi corazón desbordaba. Geraidos me había hecho reflexionar mucho.
Cuanto más poderoso fuera Cambises peor sería para los demás pueblos, incluido el
mío.— Por ello considero, Cambises —continué—, que debes avanzar con más lentitud
y conquistar una parte tras otra. No intentes nunca conseguirlo todo de una sola vez.
Basta el primer fracaso para desvanecer toda la fama como se derrite la grasa con el
calor del sol. Puesto que parece que el ejército habrá de prolongar mucho su asedio,
envía un segundo emisario a los egipcios. Si me eligieras para tal misión con la promesa
de ser magnánimo con los vencidos, estoy dispuesto a ser ese parlamentario, pese al
trágico destino que sucedió a Ormanzón. Deja, pues, en mis manos tus órdenes. Yo
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Karlheinz Grosser Tamburas
intentaré vencer sin luchar. Eso sería lo mejor para todos, tanto para los egipcios como
para todos vosotros, y así muchos soldados podrían conservar su vida.
La excitación creció entre los presentes. Cambises guardó silencio y quedó
pensativo. La gente se manifestaba de muy distintos modos; los más jóvenes, ardiendo
en deseos de entrar en batalla, rechazaban de plano mis propuestas.
Damán me miró con complacencia. También Prexaspes parecía dispuesto a
apoyarme. Abrió la boca para apoyarme seguramente, pero en ese momento de fuera
llegó un estrépito y clamor. Cambises envió a un guardián para que averiguara qué
sucedía. El hombre salió y regresó casi de inmediato. Se echó al suelo y aguardó a que
Cambises le diera permiso para hablar.
—Mi vida está en tus manos, rey de reyes, origen de la vida —dijo en voz alta
—. Los guardianes, que son tus siervos, conocen tus órdenes de que nadie puede
interrumpir tu sesión. Serían además incapaces de soportar el peso de tu mirada. Por ello
me dijeron a mí, oh señor, que fuera está un jefe militar, llamado Olov, compañero de
Tamburas, que pretende entrar. Pero tiene un aspecto terrible, sangra por muchas
heridas, como si le hubieran destrozado el cuerpo. Sin embargo, él insiste ser conducido
a tu presencia porque dice tener una idea satisfactoria para un plan con el que terminar
honrosamente nuestro asedio.
Los presentes irrumpieron en exclamaciones y comentarios. Cambises dijo:
—Traedlo. Poco podrá dañarme a mí y a mis jefes militares el oírle. Así como
mucha es la fuerza que ese hombre posee, poco es el talento que alberga su frente.
Puede hablar y exponerme sus ideas. Si logra arrancarme una sonrisa, le nombraré
bufón de la corte, para que alegre mi vida con los demás bufones.
Muchos caudillos rieron la ocurrencia, pero de pronto enmudecieron sus bocas al
ver el aspecto que Olov ofrecía. Su rostro estaba surcado por heridas sangrantes, como
si algún loco se hubiera lanzado sobre él o cien mujeres le hubieran lanzado ollas,
piedras y cuanto tuvieran a su alcance. La mitad de su oreja izquierda colgaba separada
de la cabeza. Yo contemplé paralizado el espectáculo que el barbarroja ofrecía, quise
llamarle, pero la voz no salió de mi garganta.
—Realmente eres un bufón —dijo el rey—. Si no, no te hubieras atrevido a
presentarte ante mí con tal aspecto. Habla pues, Olov, pero reflexiona tus palabras, pues
si tus explicaciones no me resultan satisfactorias haré que peores tormentos te sean
aplicados para que terminen la obra comenzada. ¿Fueron diez o fueron cien los que en
tal estado te dejaron?
—Fue uno sólo, señor de los persas. —Los ojos de Olov miraron a izquierda y
derecha. Yo sentí un escalofrío cuando me señaló con su mano.— El siervo de ese
hombre de ahí.
—¿Un esclavo te puso en tal estado?
La voz del rey sonaba llena de asombro. Yo no salía de mi estupefacción. Pero
¿qué decía Olov? ¿Estaba loco? ¿Había enloquecido su mente la fama que me rodeaba?
—Me golpeó por órdenes mías, señor —se apresuró Olov a responder—. En
realidad, costó mucho convencerle. Pero todo sucedió, oh Cambises, para poder realizar
un acto en tu honor y poder hablarte de mis planes sobre la conquista de Memfis. Ayer
una sombra se depositó sobre mí y recibí un signo del cielo. Si una piedra obstaculiza
un camino no se debe, consideré, continuar por el mismo camino sino tomar otro. Mi
idea, rey de los reyes, es tan simple como la de un niño, pero quizá precisamente por
ello muy eficaz. Al igual que Fanes llegó a nosotros, quiero yo huir con los egipcios y
presentar mis servicios como traidor, que podrían realmente ser valiosos para la defensa
de Memfis.
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igual que el agua afluye en un barco horadado, deben penetrar los persas en Memfis y
sorprender a la ciudad todavía dormida. Yo no soy un profeta, pero antes de que los
egipcios sepan lo que sucede, seguramente encontrarán su muerte y podrán ser
castigados los responsables de la muerte de Ormanzón.
Olov reflexionaba y su rostro enrojeció más todavía las partes heridas.
—Por la noche tuve un sueño, Cambises, que me pareció un presagio y me
afirmó en mi decisión. Me vi a mí mismo y a tu majestad poniendo una cadena en torno
a la ciudad. Logramos apretar tanto los muros que se derrumbaron. Tú, señor, fuiste el
primero en penetrar en ella.
Casi hubiera reído, pero la pasión que ponía en sus palabras Olov me lo impidió.
Así pues, hablé:
—Hablas como un camello que sueña haber alcanzado ya el horizonte en el
desierto. Quizá sólo estás bebido. Yo creo que si te acercas a los muros de la ciudad sin
llevar ningún signo de paz los egipcios te matarán como a un perro. Nadie abrirá las
puertas y te rematarán después de que hayas tú matado a los diez que te persigan y a los
que pretendes arrastrar contigo a la muerte.
El barbarroja se volvió hacia mí indignado.
—Cállate, Tamburas. Por lo visto, sientes envidia de que esta idea surgiera de mi
mente y no de la tuya. Tu siervo Papkafar pudo leer en el aceite sobre el agua que en los
próximos diez días me aguardan éxitos. El rey es ahora quien debe decidir. Pero yo
repito nuevamente; un fracaso en mi empresa no hará perder al ejército persa nada más
que un jefe militar y diez jinetes. En cambio, si consigo mis propósitos, dentro de cinco
días caerá la ciudad, el faraón y todos cuantos se esconden en Memfis en las manos de
Cambises. —Se volvió hacia el rey y se echó al suelo.— Puedes elegir una cosa u otra,
señor.
—Tu opinión, Tamburas —pidió Cambises.
En la tienda todos manifestaron su asombro. Yo miré al barbarroja y dije:
—El plan puede tener éxito o no. Probablemente los egipcios desconfiarán de ti,
Olov, y no te será posible abrir las puertas. Fanes, quien parece cierto es enemigo del
faraón y vio incluso cómo mataron los egipcios a sus hijos, no ha recibido poder alguno
de tus manos, Cambises. Lo mismo creo sucederá a Olov en el caso de que realmente
los soldados le permitan entrar en la ciudad. Por ello vuelvo a decirte: Dame poderes,
señor, y envíame como parlamentario. Hoy mismo o mañana intentaré conseguir la
entrega incondicional de la ciudad sin que haya derramamiento de sangre.
Furioso, Olov abrió sus labios.
—Es cierto que me tienes envidia —dijo tan fuerte que pudo ser oído por todos.
Los ojos del rey se posaron de uno a otro, de Olov a mí y de mí a Olov. Luego
con voz fría dijo:
—Está decidido. El rey habla y sus palabras poseen fuerza de ley. Olov recibe
diez jinetes egipcios de Damán, mejor si son de la provincia de Sais. Puesto que habrán
de seguirle y creer que realmente huye, no quiero sacrificar a un solo persa, sino tan
sólo a egipcios que se me sometieron con falsa fidelidad. Es cuestión de Olov cómo
entablará lucha contra ellos, pues nada sabrán sino solamente que persiguen a un traidor.
—El rey hizo una pausa. Sus ojos me buscaron.— Si Olov fracasa en su intento
mañana, Tamburas marchará a hablar con los egipcios. En cambio, si logra franquear los
muros aguardaremos cinco días y nos dispondremos a penetrar a primera hora de la
mañana según el plan de Olov. Esto es lo que yo digo y lo que se hará.
El barbarroja estaba loco de alegría. Se echó al suelo y besó los pies del rey.
—Verdaderamente, Cambises, eres sabio y es justo que estés al frente de un
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ejército que quiere conquistar el mundo. Yo haré cuanto pueda por no desengañarte. O
en cinco días fracaso y muero, o la puerta se abrirá, aunque en este momento no sepa
cómo podré conseguirlo.
Los presentes comenzaron a hablar agitadamente entre ellos, manifestando cada
uno su opinión. Tan sólo yo permanecí en silencio. Ochos me miraba como una
serpiente atravesada en el camino. Prexaspes, Damán y Jedeschir hablaban con Olov.
Kawad susurraba algo al oído de Artakán. En una ocasión sus ojos se dirigieron hacia
mí y su rostro parecía petrificado.
Me di cuenta de que Olov había ganado el terreno. Me contempló silencioso
durante un rato.
—Tú has conseguido cuanto puede anhelar un soldado —me dijo—. Has sido
nombrado jefe supremo del ejército, Tamburas, y lograste derrotar al enemigo en una
única batalla. Estás, pues, satisfecho y por ello no sabes lo que a mí me tortura el
hambre, el anhelo de seguir tu camino e incluso si me es posible superarte. Si yo
muriera, Tamburas, no te rasgues las vestiduras ni pongas ceniza sobre tu cabeza. Te
ruego que continúes siendo mi amigo. Incluso nunca pienso tener en cuenta que
intentaste desmerecer mis propósitos.
—Hablas como un charlatán que pretende engañar a otros —le respondí
acremente—. ¿Por qué no piensas en Pura y tu hijo, que quizá nazca este año antes de
que tú cometas tal imprudencia y te precipites en el abismo?
Su enorme barbilla se levantó.
—En lo que a esto respecta, no hay cuidado. No fracasaré, pese a que quizá lo
deseen algunos. Mi hijo nacerá como hijo de un jefe militar de alto rango, no como
bastardo o simple hijo del caudillo Olov, al que muchos llamaban El Navegante.
—Que los dioses acompañen tus actos —murmuré en voz baja, y puse mi mano
sobre su hombro.
Olov estaba tan seguro de sí mismo como nunca. Su respiración era tranquila y
me di cuenta nuevamente del abismo que nos separaba, pero también del puente que
siempre nos unía uno al otro. Habíamos vivido muchas cosas juntos. Me sentía
incómodo de pensar tan sólo que pudiera perder su amistad.
—Zeus me ayudará —respondió Olov, pese a que ese nombre nada significaba
en su boca sino una mera palabra que empleaba para darme gusto. Pero lo hacía por
amistad y yo se lo agradecí.
Poder, orgullo, aspiración a la fama, conocía esos impulsos del corazón humano,
pues cuando alguien es respetado siente en su interior satisfacción aunque quizá si llega
a ver las cosas con mayor clarividencia termina por comprender la falsedad de todo eso.
El barbarroja se sentía llevado por el impulso de su ego más que cualquier otro hombre
y había de luchar contra ello.
A partir de ese momento todo sucedió muy rápidamente. Damán ordenó que se
eligieran diez jinetes egipcios y se les confiara la misión. Pero quedaba claro que nada
sabrían sino tan sólo que habían de perseguir a un traidor. Darían a esos hombres plata
para que cumplieran su misión lo mejor posible.
Los guardias personales de Cambises alfombraron el paso por donde Cambises
debía pasar para poder verlo todo desde su campamento. Unos heraldos advirtieron a las
tropas. Debían comportarse tranquilamente y no atacar pasara lo que pasara. Esto era
una estricta orden del rey.
El rojo sangre de la puesta del sol cubrió el cielo. Olov tomó sus armas, las
inclinó ante Cambises y pasó con su caballo por delante de mí.
—Cabalgo hacia el punto de la gloria —dijo—, aunque haya de ser mi
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perdición. No pienses mal de mí, Tamburas, ni creas que siempre busco pelea y amo la
vida de la corte. Soy tan sólo un guerrero cuya decisión de manchar sus manos con la
sangre del enemigo está tomada. Salud.
—Nadie tiene derecho de censurar a quien vuela hacia la luz —respondí—. Si
las alas se queman por el calor del fuego, es algo que ya entonces no puede
solucionarse.
Mis palabras le causaron muy poca impresión. Olov parpadeó y espoleó su
caballo, pues se veía ya avanzar a los jinetes que debían perseguirle. Los egipcios se
agarraban fuerte a sus caballos, llevaban la plata que habían recibido y charlaban
animadamente entre ellos, contentos. Todos llevaban la cabeza cubierta, pues Damán
había dispuesto que se procurara ocultar que eran egipcios.
Olov comenzó a cabalgar y no halló resistencia en pasar la guardia, pues ésta
estaba advertida de que debía cederle el paso. Ochos fue con su caballo hacia el grupo
de egipcios que aguardaban órdenes y les señaló al barbarroja, diciéndoles:
—Allí está. ¡Apresad al traidor!
Mi compañero cabalgó con su caballo no directamente hacia las murallas sino
describiendo una curva de modo que parecía que los perseguidores podrían alcanzarle
más fácilmente. Los egipcios lanzaron gritos. Puesto que tan sólo veían un hombre, les
pareció misión muy fácil de cumplir y quizá pudieran obtener, una vez cumplida, más
plata por ello. Desde luego no parecían tener escrúpulos; no perseguían a un
compatriota sino a un anterior vasallo de los persas. Se orientaron, pues, por gritos y
comenzaron a tensar sus arcos, pese a que Olov en ese momento variaba su dirección,
dirigiéndose hacia el norte e intentando alcanzarles a ellos mismos.
Su caballo iba protegido con corazas, los de los egipcios no.
Las flechas que éstos le lanzaban no le causaban ningún daño, puesto que Olov
era diestro en el manejo de su escudo. El barbarroja lanzó con toda la calma una lanza
contra el primero de sus perseguidores. Alcanzó su caballo. El corcel se derrumbó en el
suelo expulsando a su jinete.
Olov gritó de alegría. Pero los demás egipcios cabalgaban contra él con sus
capas persas. Alcanzó a un segundo perseguidor en las piernas mientras Olov lanzaba de
nuevo un ataque contra otro de los egipcios y sacaba su espada.
Los demás siete soldados se vieron desengañados en su esperanza de que Olov
buscara ahora la huida. Uno de ellos cayó atacado de improviso con el cráneo
destrozado. Nuevamente Olov emprendió el galope, para de nuevo volver a atacarles
mientras con su escudo detenía las flechas que los restantes agrupados le lanzaban.
Golpeó con tal fuerza al quinto que le atravesó el pecho.
Kawad, junto a mí, lanzó un grito de asombro. Los ojos del rey seguían la lucha
con interés. Los muros de Memfis aparecían cada vez más llenos de soldados que
contemplaban el espectáculo. Los soldados de allí gritaban y algunos llegaron a tensar
sus arcos como dispuestos a interferirse en la batalla.
Olov logró romper de nuevo la cadena de sus enemigos. Se acercaba a Memfis.
Los perseguidores miraron hacia el campo de los persas por si de allí acudían refuerzos
en su ayuda. Luego parecieron dispuestos a atacar de nuevo a Olov. Lanzaron de nuevo
flechas, pero que no alcanzaron su objetivo.
Mi compañero agitó su pica frente a los muros y pareció gritar algo agitando sus
brazos. Sus gestos habían obtenido resultado al parecer, pues de los muros lanzaron
flechas contra los perseguidores de Olov, de modo que los defensores de Memfis,
ignorándolo, mataron a compatriotas suyos.
Un suspiro de alivio surgió de mi pecho. El pelirrojo había conseguido su
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Karlheinz Grosser Tamburas
propósito. Una de las puertas de hierro se abrió lentamente. Olov la traspasó, hacia un
destino desconocido, sin ni siquiera echar una última mirada al campo persa. La puerta
volvió a cerrarse y Memfis volvió a la calma como si lo visto hubiera sido tan sólo una
simple imaginación o fantasía. Tan sólo los cadáveres de los egipcios en el suelo
demostraban que no había sido sueño sino realidad lo visto.
El rostro del rey expresó alegría.
—Tu compañero, Tamburas, es un guerrero audaz. Si no se pierde y cae en la
muerte, le recompensaré ricamente y le nombraré quizá caudillo primero.
Pero yo no envidiaba a Olov. Su situación era difícil, pues debía mentir y
engañar a los egipcios. Pero un hombre para el que la fama es lo máximo que puede
alcanzarse, es capaz de hacer lo peor. Le dije al rey en voz baja:
—El destino de Memfis está en manos de Olov.
Despreciativamente Cambises apretó sus labios.
—Olov es simplemente mi instrumento. Soy yo el que puedo decidir quemar la
ciudad, destruirla o hacerla desaparecer convertida en simples cenizas. Mira el agua,
Tamburas. Parece tranquila y un espejo. Pero lanza una piedra y verás como se pone en
movimiento. Olov es como una piedra y yo, el rey, la he lanzado. Ahora aguardaremos a
ver si las olas son suficientemente fuertes para abrir las puertas de Memfis.
Para emplear el tiempo de espera, el ejército realizó esos días hábiles maniobras
militares. Más de la mitad de nuestros soldados fingían atacar la ciudad de Memfis.
Todos ocupaban sus puestos, se daba la señal, los portadores de estandartes agitaban sus
banderas y los tambores resonaban. En esas maniobras actuaron los invencibles, así
como la élite de la caballería persa, compuesta de gentes de Susa y persas de todas
partes. Todos iban vestidos de hierro de los pies a la cabeza. Las corazas de los mandos
militares, doradas en parte, refulgían bajo los rayos del sol. Las faldas de los soldados
brillaban también, pese al polvo depositado en ellas, y a que los hombres poco cuidaban
sus ropas y vestidos. Lo que más impresión causaba era contemplar a los guardias
personales de Cambises. Faldas bordadas con piedras preciosas y vestidos purpurados
abundaban entre ellos; muchos llevaban cadenas de oro y plata en torno al cuello.
De este modo nuestros soldados se ponían en movimiento, proferían gritos de
guerra y gesticulaban salvajemente, agitando sus armas, pese a mantenerse alejados de
las catapultas egipcias. Clavaban en el suelo sus signos de batalla: leones, serpientes,
elefantes, dragones, caballos, lobos, incluso cocodrilos, que los egipcios veneraban
como animales sagrados, y tigres. Todos los días se repetían esos ejercicios y llegaban a
veces hasta los mismos muros donde fueron sorprendidos por un bombardeo de los
egipcios que les obligó a replegarse. Cambises prohibió los ejercicios la quinta mañana.
En nuestro campo, al igual que en los muros, todo parecía en calma.
—El silencio de la tormenta —dijo Cambises—. Espero, Tamburas, que tu
amigo haya sabido contar justas historias a los egipcios, pues progresivamente siento
que me invade el calor y anhelo contemplar la cara del faraón inclinada en el suelo ante
mí. —Sus ojos brillaban de satisfacción.
La tarde en que Olov desapareciera tras los muros de Memfis, Papkafar se
despertó pronto de su sopor y comenzó a lamentarse.
—En secreto, desde hacía mucho, sospechaba esto, pero no quería decírtelo,
Tamburas. Olov, él dice ser tu amigo, está loco. Pues tan sólo un extraviado podría
comportarse como él. Hubieras tenido que ver cómo me obligó a que le golpeara y le
hiriera. Su única arma de defensa consistía en una piel de oveja arrollada a su brazo
izquierdo que agitaba en el aire para excitarme a que le diera más golpes. En todo
momento me exigía que fuera más duro en mis golpes. He oído hablar muchas veces de
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Karlheinz Grosser Tamburas
gentes que se azotan a sí mismos para no ir a la guerra. Pero, si alguien quiere ponerse
en ese estado para emprender una aventura especialmente peligrosa, ¿qué otra cosa
puede ser sino un loco peligroso para los hombres? Si los egipcios se dan cuenta de que
está loco le despedazarán y colgarán su cabeza de los muros. Te aseguro que no soy
rencoroso, pero si tal sucediera consideraría que le estaría bien, pues me atormentó en
exceso.
—Yo creo que dejarán su cabeza sobre sus hombros —respondí a mi siervo—.
Muchos egipcios contemplaron la lucha frente a los muros y vieron que es hábil en la
batalla. En lo que respecta a él, no temo por el futuro. Y realmente, aunque mienta y
engañe a los egipcios, su acto merece aplauso si se considera desde el punto de vista de
la necesidad militar. Alcanzará lo que quería y será jefe supremo del ejército.
Mi esclavo, sin embargo, no podía tranquilizarse.
—Hubieras debido ver sus ojos de cerdo, Tamburas. Siempre veo su terrible
expresión. No puedo librarme de ella. Olov me exigía que le golpeara. Pese a que yo
cerraba los ojos al hacerlo, mi tormento era mayor que el suyo —se apresuró a servirse
más vino—. Ahora sé por que soy un siervo y comerciante y no guerrero —me dijo
Papkafar.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—Porque la gloria y la fama guerrera son algo que no alcanzo a concebir y que
considero fantasmagorías de cerebros enfermizos, de quienes tan sólo se ocupan en
quitar la vida de otros. Fama, bah... gloria, bah... No son sino palabras y manjares
baratos para cabezas débiles que piensan en ello. Cuantos más hombres de tal calibre
posee un ejército, más desgracias acaecen a los demás hombres. Además, es a ellos
mismos a quienes desciende la desgracia, pese a que yo no deseo nada malo para Olov,
por la simple razón de que es tu amigo.
El quinto día comenzaba. Vigilantes persas anunciaron a Prexaspes y Damán que
habían visto en los muros de Memfis un hombre hercúleo con un yelmo jonio. Era tan
alto y corpulento que tan sólo podía tratarse de Olov. Además, la barba indicaba también
que debía ser el compañero de Tamburas.
Tres horas antes del amanecer comenzaron los preparativos. Con la protección
de la oscuridad las tropas se trasladaban al lugar convenido, junto a las murallas. Nadie
debía hablar, así lo había dispuesto Cambises bajo amenaza de muerte. En el campo se
habían preparado troncos enormes por si se debía forzar la puerta.
Incansables, Prexaspes y Damán daban órdenes entre el ejército. La columna de
caballería de Jedeschir aguardaba a la señal para precipitarse tras las primeras tropas de
infantería por la puerta. Erifelos hubo de venir de Pelusium, pues Cambises se sentía
enfermo y estaba muy excitado y sin embargo quería seguir todo el ataque desde un
promontorio asegurado por su guardia personal y tropas persas.
Erifelos me abrazó.
—Al igual que a la fuente de luz me acerco a ti, pues tu mirada pone alegre mi
corazón.
—Tu frente tiene arrugas —le respondí—. Sin duda has sufrido mucho, pues
quien ha de ayudar a heridos toma sobre sus hombros una parte del dolor.
Erifelos era ayudado por otros dos médicos. Debía preparar una bebida
tranquilizadora. Cambises se agitaba como una llama. Hablaba con todos, movía sus
ojos excitado, se empeñaba en plantear mil preguntas inútiles y parecía entusiasmado
cuando le presentaban la cuestión con optimismo. Una vez me hizo seña y me dijo que
si el plan tenía éxito nombraría a Olov jefe supremo del ejército.
—Hubieras debido descansar, rey —le advertí—, pues mañana te dolerá la
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Karlheinz Grosser Tamburas
ruido sordo de la puerta al abrirse. Alguien detrás de los muros abría el paso a los
persas. En mi fantasía distinguí claramente a Olov ante mí: su corpulento cuerpo se
esforzaba en abrir aquella enorme y pesada puerta, como quien intenta derribar un árbol
a puñetazos. Luego la visión desapareció de mis ojos. Bajo la luz de la fogata que fue
reavivada en seguida se vio cómo se abría la puerta lentamente, mientras un grito de
ataque salía de miles de bocas persas, elevándose hasta el cielo.
Según luego contó el barbarroja, el faraón le tomó con gran magnanimidad.
Especialmente la versión de que me había matado a mí, el vencedor de la primera
batalla, pareció complacerle en extremo a Psamético. El informe que dieron los testigos
de la lucha de Olov con los diez jinetes hizo que no surgiera en él duda alguna sobre la
veracidad de lo contado. El barbarroja consiguió muy pronto la confianza del palacio
real, donde todo el mundo se admiraba de sus heridas y donde hicieron que le curaran y
cuidaran especialmente. Bonitas muchachas se preocupaban de su persona. Olov contó
al faraón que los persas estaban desesperados sin saber cómo podrían apoderarse de la
ciudad. Probablemente Cambises ordenaría cualquier día un ataque general, que
fácilmente podría ser aniquilado desde lo alto de las murallas. Hizo más todavía, llegó a
aconsejarle un plan de defensa a Psamético.
—Dame cien soldados experimentados, faraón —le dijo—. Y puesto que todos
esos hombres y sus capacidades me son conocidas podré sorprenderles en la noche,
cortaré el cuello a Cambises o te lo traeré prisionero. Mi valentía es enorme. Haré todo
lo que esté a mi alcance, pondré incluso en peligro mi vida para vengar mi dignidad
pisoteada.
Psamético parecía dispuesto a aceptar su propuesta, pero Palbanipal, el más listo
de todos los egipcios y el más joven de sus caudillos, se interpuso porque no confiaba
en Olov y pidió que se vigilara primero al barbarroja. Pese a que la pérdida de cien
jonios nada representaría, decía, sería más razonable diferir el plan hasta que al cabo de
un tiempo los persas no estuvieran sobre aviso, pues consideraba que había transcurrido
poco tiempo todavía desde que se iniciara el asedio.
Olov trabó amistad con algunos caudillos jonios; fue, en cuanto sabía que no le
vigilaban, hacia las murallas y estudió las tres puertas de las que pensó abrir una. De
qué modo lo conseguiría todavía no estaba claro, pues las torres que había junto a ellas
estaban muy vigiladas por soldados. Día y noche ardía fuego para poder reaccionar en
seguida contra un eventual ataque, y lanzar aceite hirviente y nafta. En uno de aquellos
ataques fingidos por nuestra parte, Olov disparó una lanza que mató a un persa. Puesto
que se trató de un lanzamiento muy preciso y perfecto, el faraón le recompensó
especialmente, con un documento.
La última noche el barbarroja no durmió un solo minuto. Todavía no sabía cómo
podría realizar lo prometido. En los últimos minutos marchó en busca de uno de los
caudillos amigos que no sabía leer, le despertó, le mostró el documento de recompensa
entregado por el faraón y le dijo que según constaba allí se le nombraba capitán de cien
soldados para una empresa secreta. Tenía indicaciones para atacar por sorpresa el
campamento de los persas y derrotar a Cambises. Todas las reflexiones del caudillo
supo el barbarroja disiparlas, pues la orden le afectaba tan sólo a él, Olov y al caudillo, y
por tanto no podía hablar con nadie de este asunto. Si conseguían su empresa, serían
recompensados copiosamente. Aprovechó la confusión del caudillo para llamar él
mismo a cien soldados y dirigirse hacia las puertas de la parte sudoccidental. Al que
dirigía la guardia le mostró el documento y le llevo a un departamento para explicarle su
misión. Le golpeó y le dejó sin sentido sin que los demás pudieran ver nada. Olov
mismo fue quien comenzó a abrir la puerta, pese a que el caudillo le gritaba porque lo
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Karlheinz Grosser Tamburas
hacía tan ruidosamente, pues los persas quizá tenían espías y podrían oírlo. Pero era ya
demasiado tarde. Ayudado por los soldados, la puerta había comenzado a abrirse y el
grito de ataque de los persas se elevaba hacia el cielo.
Entraron en la ciudad ávidos de muerte y rapiña, derrotaron en seguida a los cien
soldados de Olov y a los guardianes. Comenzaron a asaltar todas las casas matando a
cuantos hallaban durmiendo. Sin embargo, en los primeros minutos se derramó también
sangre persa.
—La gran corriente que todo lo arrastraba me separó del lado del rey. Ya habían
pasado mil, luego dos mil, tres mil soldados por aquella puerta. Los guardianes se
vieron sorprendidos, los cadáveres de egipcios se amontonaban. La caballería de
Jedeschir penetraba ya para posesionarse de los lugares estratégicos de la ciudad según
lo que estaba previsto y ahogar el posible movimiento defensivo de los habitantes. Los
primeros gritos de triunfo fueron seguidos inmediatamente por los de espanto y terror de
los egipcios, que llamaban a Isis y Ptah, sin que esos dioses les ayudaran.
Alcancé las murallas junto con Ochos y Kawad. Nos apresuramos a cruzar la
puerta abierta por Olov. Un clamor ensordecedor me recibió al entrar. Los persas
mataban en ese instante a los últimos del grupo de jonios con los que Olov había
realizado su misión. Las espadas brillaban, las lanzas y flechas recorrían el aire para
clavarse luego sobre los cuerpos de los hombres enzarzados en la lucha. Un caballo
herido me dio un golpe al caer; cada vez más persas penetraban en la ciudad. La
infantería persa saqueaba las casas, pues casi inmediatamente a las murallas comenzaba
el laberinto de los callejones. Las mujeres chillaban, pues los persas se lanzaban sobre
ellas como fieras hambrientas para gozar de ellas después de matar al hombre que
hallaban muchas veces durmiendo.
Mis manos temblaban, pese a que no sentía miedo. El ruido se hacía cada vez
más insoportable. Rostros contraídos y ensangrentados aparecían ante mí para
desaparecer en seguida. Pequeños grupos de egipcios se defendían todavía junto a las
murallas, pero abandonaron su empresa ante el empuje persa, que al grito de Ormuz se
atropellaba por entrar en la ciudad. Por uno que lograran matar, aparecían diez, cien, mil
que avanzaban, disparaban flechas, lanzaban lanzas y con sus espadas cortaban la
cabeza de los jonios con el yelmo puesto.
En medio de todo el barullo, griterío, disparos, aullidos, saqueos, violencias, en
medio de toda la tortura y crimen, reconocí a Olov. Estaba de espaldas a una casa. Su
rostro gris, su barba roja llena de sangre. Me reconoció y escupió dos dientes al suelo. A
sus pies yacía el caudillo que confiara a medias en sus palabras. En alguna parte
comenzó a arder una casa. El humo negro se extendió por las callejuelas, ofendiendo
con su olor a persas y egipcios. Yo me puse al lado de Olov:
—Se te saluda, jefe del ejército de Cambises. Bueno, conseguiste tu objetivo.
¿Cómo te sientes?
No respondió, sino que arrastró el cadáver del suelo hasta sus pies. Alguna
fuerza mayor que su amistad por él me impulsaba al decir:
—No es seguro, pero quizás hubiera podido conseguir la ciudad de modo
pacífico. En cambio, ahora mueren no sólo soldados sino mujeres y niños, ancianos y
enfermos, lactantes y mujeres ancianas. ¡Ésta, Olov, es tu noche! ¡Realmente te has
merecido la fama del más listo de todos los caudillos!
Sus ojos parecían hundirse en algún infierno. Pese a que su mirada estaba sobre
mis ojos, parecía contemplar algo muy lejano. ¿Me oía?
—En la guerra todos los medios son lícitos —dijo lentamente—. Pese a lo que
me disguste, gozo. Lo único que luego queda de todo es la gloria. ¡Desde luego no
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Karlheinz Grosser Tamburas
desearía volver a pasar esto! Pero ahora soy el vencedor y nadie puede acusar al que
triunfa.
Le dejé donde estaba, con el cadáver a sus pies, y me apresuré a marchar hacia el
centro de la ciudad, donde me recibieron los gritos de muerte, los chillidos de mujeres
aterrorizadas. Muchos soldados egipcios se entregaban. Algunos ni siquiera habían
tenido tiempo de terminar de vestirse, hasta tal punto les había sorprendido el ataque.
Eran llevados como ganado por algunos pocos persas, pues pocos eran los soldados que
querían sustraerse al robo, pillaje y violencias.
Por todas partes me dispuse a salvar lo que pude. Arranqué a muchachas de
brazos de muchos soldados que se lanzaban ávidos sobre ellas y que retiraban sus
manos al reconocer mi bastón de mando dorado. Del techo de una casa un conquistador
y una mujer abrazados en la lucha cayeron al suelo, donde hallaron la muerte. Otros
persas se entregaban a la sangrienta conquista, pegaban y mataban cuanto hallaban con
vida y parecían en su actuación más salvajes que fieras.
Ante la puerta de entrada de una casa donde parecían habitar oficiales con su
familia, reconocí a Fanes. Mientras los soldados se ocupaban en las dependencias de
buscar muchachas y mujeres de las que gozaban allí mismo donde las hallaban o las
arrastraban al jardín, Fanes ordenaba a los jefes que tenían atadas sus manos que se
arrodillaran ante él. Temblaban al seguir sus indicaciones y un caudillo joven dijo:
—Tú eres Fanes. Te reconozco del tiempo en que aquí estabas. ¿Para qué, me
pregunto, debemos arrodillarnos ante ti?
El traidor fue junto a él y con un golpe le obligó a caer de rodillas, luego dijo:
—Tan fácil fue para ti cortar cabezas como lo es ahora para mí cortar la tuya por
más que lo considere terrible —hizo señas a soldados persas de que obligaran a
arrodillarse a los demás—. Las caras hacia la pared —ordenó—. Por todo lo que
experimenté, todavía soy magnánimo. No veréis siquiera la muerte que os espera.
—Yo nada te he hecho, Fanes —gritó el joven egipcio—. ¿Por qué quieres
matarnos? ¿No es suficiente castigo saber en vuestras manos a nuestras mujeres?
—Todos vosotros tenéis en vuestra conciencia a mis hijos —dijo lleno de odio
Fanes—. Todos visteis cómo se mancilló mi dignidad. Entonces quizá sonreísteis. Pero
ahora, cuando os amenaza la muerte, os mostráis débiles como mujeres.
—Yo no maté a tus hijos —murmuró el egipcio. Sus labios temblaban.
—Estáte tranquilo —le dijo otro—. No pidas gracia. ¡Menos de un traidor!
Fanes ardía de ira. Levantó su espada e hizo enmudecer al que hablaba, de un
solo golpe. La sangre salpicó al joven caudillo, que lanzó un grito ahogado y cayó hacia
un lado, desvanecido. Cada vez acudían más persas. Reían y se burlaban y hundían sus
espadas en el que yacía en el suelo, hasta que finalmente Fanes le dio el golpe final.
Necesitó, sin embargo, golpearle dos veces con la espada para arrancarle la cabeza.
Los otros caudillos murieron igualmente, aunque el último sufrió más que el
primero, pues temblaba hasta tal punto que la espada de Fanes no lograba alcanzarle.
Finalmente sentí que mis miembros podían moverse, libres ya del primer
instante de asombro que paralizó mis movimientos. Avancé, rompí la hilera de persas en
torno a Fanes y con mi bastón de mando señalé las manos ensangrentadas de Fanes.
Temblaba lleno de ira por lo que ante mí se había desarrollado. Fanes jadeaba agotado.
Sus pupilas se clavaron en mí fijas.
—Realmente, un extraño acto guerrero, matar a gente indefensa —le dije
acremente—. Nadie, ni siquiera el rey, ha ordenado matar a los prisioneros. Esto ha sido
un crimen, Fanes, y habrás de responder por ello.
Fanes no contestó y yo miré a mi entorno. Todos los persas a quienes miré
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Karlheinz Grosser Tamburas
bajaron sus ojos al suelo. Uno tras otro se marcharon sin decir nada, pues me habían
reconocido y temían que les denunciara.
Nos quedamos solos.
—¡Fue venganza para Ormanzón! —murmuró Fanes, nervioso.
Qué fácilmente había hallado su excusa. ¿Pensaba impresionarme con eso? Le di
un golpe en el pecho y sin mirarme a los ojos retrocedió.
Lentamente la rueda de Helios se elevaba por el cielo, abandonando el horizonte
y lanzando sus rayos de luz sangrienta sobre los muros de la ciudad. Me sentía cansado
y abatido como si hubiera luchado durante toda la noche, y sin embargo en ese día no
había levantado mis armas contra nadie. Tan sólo un perro que se interpuso en mi
camino con dientes amenazadores, sintió el peso de mi espada que le llevó a la muerte.
Puesto que Egipto es un país cercano a los dioses y goza del sol casi
ininterrumpidamente, las casas allí son de ladrillos de barro cocido. Llueve tan sólo una
vez al año, por ello se construyen casas con techos ligeros y estables, con cercas
alrededor de éstas, para que por la noche, cuando el sol desaparece y comienza a soplar
el aire, pueda tomarse el fresco junto a la casa. Algunos egipcios incluso tienen animales
domésticos en el tejado. Ahora, en cambio, tan sólo se divisaban en los tejados las
cabezas de los persas. Los egipcios que se atrevían todavía a presentar resistencia
agitaban sus espadas desde los tejados o lanzaban flechas; pero todo inútilmente.
Especialmente junto a las murallas, nuestros soldados rodeaban como amantes
las casas, penetraban a gritos en ellas y derrotaban a los resistentes hasta lograr
enrojecer con su sangre los tejados. Un dios del abismo animaba los pechos de los
persas, que se entregaban a las aventuras más abyectas. Pero cuanto mayor era la
cantidad de persas que acudían hacia el centro de la ciudad, menor era la resistencia que
los egipcios ofrecían. Como ola del mar pasaban ante mí los grupos de soldados. Las
calles eran bastante estrechas. En su centro había un pequeño canal de desagüe. ¿Era a
causa del asedio, o era normal que existiera tal canal? El canal estaba obstruido por
restos y excrementos y su olor se extendía por toda la ciudad. En estos momentos en
que el sol había alcanzado cierta distancia del horizonte, las moscas y demás insectos
tenían trabajo por la ciudad en posarse sobre cadáveres y porquerías amontonadas.
Según luego Erifelos dijo, muchos egipcios padecían enfermedades de la vista a causa
de esas moscas que las transmitían de unos a otros. Tan sólo las casas de los más ricos y
notables tenían pozos donde ocultar sus desperdicios, o pequeños canales que sacaban
de la casa toda la porquería.
El palacio real estaba rodeado de hermosos jardines en los que había toda clase
de cultivos. Los egipcios parecían amantes de las flores. Se olía a bálsamos y a la carne
empolvada de las mujeres. Mujeres y muchachas cantaban estrofas de poesías en este
lugar, pero mis oídos apenas las escuchaban. El palacio permanecía al margen de la
lucha, pues Cambises había ordenado que a tres estadios del mismo no hubiera lucha.
Hacia el oeste de la ciudad estaban los templos. Estaban llenos en sus jardines de
árboles frutales. En el suelo grandes estanques albergaban peces. Pero también aquí los
persas mostraban su fiereza, persiguiendo a los que huían de sus ataques y expoliando
cuanto hallaban a su paso. Pero sus fuerzas lentamente iban agotándose. El griterío se
aminoraba; los persas saqueaban lo que encontraban ya con la intención de aumentar
sólo sus riquezas y buscaban ahora ricos tesoros ocultos.
Frente a los edificios de los templos reinaba el silencio. Cambises había
ordenado que no se molestara a los sacerdotes. Por medio de la religión tenían mucha
influencia en el pueblo. El rey quería fueran sus aliados para convertirles en instrumento
de su voluntad. Algunos siervos de Isis y de Ptah estaban en el umbral de los grandes
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templos. Persas ávidos de rapiña les contemplaban. Cuando los sacerdotes me vieron
con mi bastón de mando en la mano en señal de respeto extendieron las palmas de sus
manos. Traduje a los guerreros lo que los sacerdotes decían, pues como hombres
habituados a muchos escritos conocían el lenguaje de los jonios y griegos.
Akra, un anciano venerable, habló:
—Abandonad vuestro odio y espadas, pues los egipcios no son gentes amantes
de la guerra y nada malo desean para los persas, pese a que vuestras manos están llenas
de sangre y muchas cosas terribles han sucedido. Nosotros, sacerdotes de Ptah, nos
sometemos al nuevo poder, pues la razón por la que nosotros existimos no es terrena
sino de naturaleza divina. Del mismo modo que siempre conocemos previamente
cuándo han de elevarse las aguas del Nilo, supimos que la guerra y la desgracia
amenazaban al pueblo de Egipto. Sin embargo, el faraón desechó nuestros presagios.
Nosotros aconsejamos la paz, pero él tenía en su pecho ansias de batalla. Ahora en que
el poder de Psamético ha terminado y los conquistadores pueblan nuestras calles,
nosotros nos dirigimos a vosotros, soldados persas, con el ruego de que no derraméis
más sangre. Precaveros de las pasiones, pues ya suficientes muertos son arrastrados por
las aguas del Nilo para saciar a los pájaros voraces y los cocodrilos.
Yo traduje a los soldados su exhortación y estos respetaron todo el barrio de los
templos. Akra, el astuto anciano sonreía y se mesaba la barba. Confiadamente puso su
brazo en torno a mis hombros.
—Tú eres griego y con seguridad algo sabes de los designios de los dioses que
nosotros, hombres, en vano intentamos debilitar para finalmente hallar el día en que
debemos someternos, pues nadie ni siquiera un pueblo entero puede oponerse a ellos.
Bajo Amasis todo Egipto parecía un paraíso. Los templos prosperaban, pese a que
muchos jonios celebraban sus propios sacrificios. Pero luego vino Psamético y fue la
perdición. Intentó poner al pueblo de su parte y alejarle de los sacerdotes, lejos de los
templos. Despreció nuestros consejos, el número de los no creyentes aumentó, al igual
que la peste va haciendo estragos en un cuerpo enfermo. El faraón quería todo el poder
para sí solo. Por ello el castigo del cielo le alcanzó. Ahora sus soberbios planes están
reducidos a polvo, pues el desprecio de los sacerdotes es algo que halla siempre el
merecido castigo.
Me condujo hacia el interior. Sacerdotes ancianos y jóvenes vinieron y con
frutos intentaron devolverme las fuerzas extenuadas. A mi alrededor todos hablaban. Yo
me lavé las palmas de las manos. Akra dio una señal. Lentamente se hizo el silencio. Yo
podía hablar, pero aguardé hasta que los ojos de todos me miraran.
—Desde el día en que un hombre nace su destino le sigue como brisa de la que
nadie sabe de dónde procede. Tú eres un sacerdote, Akra, y hablaste como debías, pues
ante las divinidades nada son los hombres, incluso aunque sean reyes. Nuestros
conocimientos son pobres y frágiles. Nosotros hacemos y proclamamos lo que las voces
internas nos ordenan. Akra inclinó su cabeza y me contempló con sus grises ojos. —
¿Quién eres tú que así hablas? Tus palabras surgen de tu boca como fructífera tierra.
Eres joven y fuerte, sin duda un notable guerrero. Tu pelo brilla como si en tu piel
hubiera luz. —Un destello de claridad cruzó el rostro de Akra.— Seguro que eres
Tamburas, del que mucho oímos hablar y cuya fama se difundió como el fuego en la
noche.
Después de que yo confirmara sus sospechas todos manifestaron su asombro. Un
joven sacerdote, llamado Tefnoin, se inclinó profundamente y dijo:
—Tu nombre, Tamburas, es para muchos egipcios como una semilla que surge y
arraiga profundamente en la tierra. Nosotros te agradecemos que con el manto de la
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animales que eran muy pacíficos y se posaban incluso en los hombros de la gente. En el
palacio había sesenta y cuatro salas para el faraón y su corte, sin contar las dependencias
para esclavos y empleados en palacio.
El día que Cambises mandó llamar a su presencia a Psamético —era época de
luna llena— sufrió un ataque que le acometió como un rayo y lanzó al suelo. Erifelos
hubo de vencer el trismo con un cuchillo y estirarle la lengua de la garganta para salvar
al rey de un posible ahogo. Después Cambises, contó Erifelos, que era el único que
presenció el ataque, estuvo sentado con respiración jadeante y la boca abierta y
aspirando una madera olorosa. Su piel estaba oscura, sus ojos turbios. Pero pronto se
recuperó, pidió leche cuajada e higos frescos y comenzó a charlar como si nada hubiera
sucedido. En realidad, dijo Erifelos, el rey ignoraba incluso lo que le había pasado.
Cambises reunió a sus hombres adictos y vasallos al cabo de tres horas, después
del mediodía, en la sala de fiestas del palacio. Columnas pintadas de rojo oscuro
sostenían el techo, las paredes estaban cubiertas de frescos. El rey estaba sentado en el
trono del faraón, adornado con las insignias de su poder. En el pálido rostro brillaban
extrañamente los ojos enfermos. A veces apoyaba su mano en la barbilla, mientras los
sacerdotes egipcios le homenajeaban. Luego dio muestras de su magnanimidad y
confirmó en sus cargos a Akra, Tefnoin y los demás sacerdotes.
—Yo soy Cambises —dijo—, rey de reyes, conquistador de Egipto y dueño del
mundo. El camino de un pueblo a otro era largo. Pero una empresa indeclinable me
llamó aquí, un pedazo de mundo en que habita un pueblo laborioso, cuyos sacerdotes
tienen derecho a la miel del país. Por ello quiero ser para ellos como la sombra de un
bosque. Quien a mí acuda me hallará siempre despierto y dispuesto. En cambio, mis
enemigos inútilmente buscarán la lejanía, pues como el flujo del mar halla siempre la
arena de la playa, les encontraré y destruiré.
Durante la ceremonia de juramento de los sacerdotes, Akra le coronó y le
entregó el bastón de mando del faraón. Unas flautas tocaban una melodía inquietante y
todos en la sala se echaron al suelo, sobrecogidos por la grandiosidad de la ceremonia.
Al cabo de un momento la música dejó de sonar. Akra levantó los brazos y dijo:
—Yo te saludo, sol de los hombres, rey elegido, que diriges sabiamente y con
fructífera justicia el destino de los egipcios. A partir de esta hora eres el señor de este
país de tierra oscura. Tu fama es también nuestra felicidad. Que se eleve con el primer
resplandor de la mañana y permanezca hasta las fronteras de la eternidad. Sé un padre
para los pueblos y proscribe el silencio de los desiertos. Nosotros confiamos en tus
gracias y en la bendición de la divinidad. Da la paz y pide tan sólo un tributo soportable
que entreguemos nosotros con agradecimiento y alabemos tu nombre por encima de
todos los hombres.
En diversos incensarios se mezclaron hierbas sagradas con opio. Una señal de
tambor indicó el fin de la coronación y de nuevo todo el mundo se echó al suelo. Junto a
mí estaba Olov; ahora era jefe supremo del ejército; tenía, pues, una dignidad de primer
rango, inmediatamente después de Damán y Jedeschir, antes de mí, de Ochos y Kawad.
El barbarroja estaba satisfecho como si las palabras de Akra hubieran garantizado que
su espada nunca se enmohecería y nunca se olvidarían su gloria y fama.
Después de la ceremonia, soldados persas trajeron a Psamético, la familia real y
los nobles y dignatarios de la corte del faraón. A una distancia de diez pasos del trono
hubieron de postrarse y tocar con su frente el suelo. Al cabo de un rato el rey mandó que
se levantaran. Observó con curiosidad especialmente a Psamético. Era la primera vez
que ambos se veían. El rey derrocado había sido en sus mejores años un hombre fuerte.
Por lo visto, las noches de preocupación habían producido arrugas en su frente. Pese a
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que Psamético no había elegido su muerte, no parecía cobarde. Sin miedo miraba a
Cambises a los ojos y luego comenzó a hablar.
—Bien, ahora que te veo, sé en qué manos he caído. Tu fama se desplaza como
nube dorada sobre tu piel. Pero el brillo de tus ojos traiciona que no estás satisfecho. Tu
cara está pálida, pese a que mi país está ya a tus pies. Si quieres matarme, ordénalo. No
saldrán de mi boca quejas. Sí, en cambio, te ruego seas magnánimo con mi familia.
Cambises no se movió. Parecía una imagen rodeada de los rubíes y esmeraldas
refulgentes. Incluso la barba la llevaba espolvoreada con púrpura. Finalmente abrió la
boca.
—Probaré tu impasibilidad con la muerte, pero no ahora ni en este lugar, pues
aquí estoy celebrando mi triunfo.
Un aliento cálido me ofendió el rostro. Detrás de mí estaba Fanes. Respiraba
fatigosamente. Le miré y seguí la dirección de sus ojos. El sonido de las palabras se
perdió en seguida. Mi debilidad se unió a la de Fanes y comprendí la extraña pasión que
le llevó a hacer cuanto hizo y a traicionar a los egipcios.
A través de la ventana de alabastro en lo alto, junto al techo, entraba la luz del
día. Los guardianes habían dejado a la familia real y los dignatarios sus vestidos. Junto a
la mujer de Psamético, que me llamó la atención por el aro que llevaba en el brazo,
estaba una muchacha joven que se mantenía muy cerca de su madre como en busca de
protección. Era medio niña, medio mujer. Bajo las ricas vestiduras advertí la blancura de
su cuerpo. ¡Qué extraño que Cambises no se hubiera fijado en ella! Hablaba como si no
hubiera visto a la muchacha. De pronto levantaba algo la cabeza, curiosa, pero en
seguida volvía a ocultarse tras de su madre. Una vez se giró hacia la izquierda, luego un
poco a la derecha. Un puño invisible me apretó fuertemente el corazón. ¿Me engañaba,
o realmente su mirada se dirigía más allá de Cambises, incluso quizá más lejos de mí?
Fanes detuvo su aliento. La muchacha era Batike, debía serlo, pues de lo
contrario no estaría él tan impresionado. La mirada de Batike me embrujaba como atrae
una fuente fresca al sediento. Llevaba una peluca negra de la que el pelo caía sobre sus
hombros. Tenía pintadas las uñas de los pies y de las manos. Los ojos, que traicionaban
su temperamento apasionado, estaban remarcados con pinceladas gris azules, por lo que
parecían más grandes todavía y más rasgados de lo que en realidad eran. Al igual que la
mayoría de mujeres egipcias, llevaba el pecho desnudo: pequeñas manzanas duras con
los pezones coloreados de encarnado claro. Debajo del seno comenzaba el vestido,
finamente tejido; sobre los hombros llevaba un tul de pálido color.
Detrás de mí sentí pies que se movían, pues Cambises hablaba sin que pareciera
dispuesto a terminar. Su rostro había enrojecido por la excitación. Nuevamente sentí
aquella mirada. ¿Me miraba a mí? Junto a Olov, yo era el más alto de todos los caudillos
y seguramente mi pelo rubio llamaba la atención, al igual que su barba roja.
Nuevamente me dejé llevar por el encanto de sus ojos. Batike provocaba en mis
miembros una extraña sensación, un calor soporífero invadió mis venas.
Olov carraspeó y sentí de nuevo la voz del rey.
—Muchas injusticias sucedieron en los días de tu poder —le decía a Psamético
—. La justicia se redujo a polvo y cenizas. Apenas logro comprender el duelo de un
hombre a causa de la derrota, pero lo peor que cometiste fue permitir la muerte de
Ormanzón, que yo envié a ti como emisario de los persas y que tu gente mató como a un
perro, junto con los que le acompañaban. Desde entonces, día y noche me acompañó el
deseo de vengarle. Pero las ideas y previsiones son heridas que fácilmente curan. Mis
planes han variado en algunos detalles...
Dejé de nuevo de oír la voz y contemplé los bellos rasgos de Batike. ¡Qué
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hermosura, qué nobleza en los rasgos, qué piel blanca como el marfil! Sus miradas me
parecieron profundas como el abismo y luego piedras preciosas de claros destellos. Sus
finos dedos de uñas pintadas jugaban con el cabello falso. Estaba de pie y me sentí fuera
de allí; me sentía fijo como un barco a su ancla, sometido al terrible juego del viento de
la tormenta. Todo desaparece en interés cuando se siente el canto de la pasión.
Experimenté confusión, pero nuevamente me despertaba de mi sueño la voz del rey.
Ese día en que se decidía el destino de la familia real, encendió en mi pecho el
fuego. Lamentaba que Olov me hubiera aventajado. Si Memfis hubiera caído por obra
de un acto mío y no por la astucia de Olov, probablemente no hubiera dudado en pedir a
Cambises como recompensa a Batike, pues era como el verano que trae frutos, el rocío
en la hierba, era bosque fresco, era la cumbre de las montañas, que parecen tocar el
cielo, era como las profundidades del bosque, la extensión de los llanos. Era excitante y
provocaba la pasión de la tormenta en el mar calmado. Batike era para mí el mismo sol,
el centro del universo, en torno del cual giraban todos mis sentidos y pensamientos.
¿Era yo un bufón? Como siempre en que la pasión me acometía, sucedía de
modo repentino y como un golpe. Y cuanto más inalcanzable me parecía la muchacha,
mayor se hacía mi pasión.
Cambises había enmudecido. Psamético miraba hacia adelante, su cuerpo se
había inclinado. Daba la impresión de un anciano. Los soldados hicieron avanzar a los
prisioneros. Según la costumbre egipcia, Batike andaba descalza. Su vestido terminaba
en las rodillas y descubría las piernas bien formadas. Al cabo de un momento les
seguimos nosotros y el rey. Artakán había contratado a acróbatas. En cuanto advirtieron
la presencia de Cambises comenzaron sus ejercicios de agilidad. Un atleta egipcio
levantaba pesas de hierro como si fueran flores.
Donde terminaba la alfombra, montó Cambises en su carroza tirada por seis
corceles blancos. Abandonamos el palacio real por el único agujero que había en las
murallas. El pueblo saludó a los prisioneros, rodeados tan sólo por una hilera de
soldados, con un profundo silencio. Iban uno detrás del otro con la cabeza baja, como si
la luz hiriera sus ojos. En cambio, el rey iba rodeado de quinientos jinetes de su guardia
personal. La multitud estaba compuesta de soldados persas, de lidios, partos,
capadocios, argatas y sogdianos, de armenios, cilicios y bactrianos, de medas,
babilonios y sirios. Todos esos persas irrumpieron en un alborozado grito de alegría al
reconocer detrás de todos los prisioneros al faraón. También en ese momento
comenzaron a gritar los egipcios; las voces que más se oían eran las de las mujeres, pues
muy pronto habían olvidado cuanto les hicieran los conquistadores.
El cortejo atravesó una parte de la ciudad. Con una sonrisa semicomplaciente,
semidespreciativa, levantó Cambises su brazo y agradeció los gritos que le recibían. En
la parte sur de Memfis, frente a la muralla blanca se agolpaba una multitud
indescriptible. Se había oído decir lo que iba a pasar. Por ello habían venido, incluso,
niños y ancianos. Todos saludaban al rey y hasta ocultaban, al hacerlo, las manos en sus
mangas al estirar los brazos, tal como habían visto que hacían los persas.
Cambises se mantenía erguido. Su tronco se ocultaba en un vestido verde mar;
un cinto cubierto de piedras preciosas le ceñía al cuerpo las ropas. Las piernas las
llevaba cubiertas de paño rojo escarlata, pero a causa del calor no se había puesto manto
alguno. La gente le aclamaba y se arrodillaban a su paso. Así sucede en todas partes
cuando una estrella se apaga y otra se enciende.
Poco antes de llegar a las murallas, allí donde son más altas, se detuvo la
comitiva. Se dio un concierto. Por todas partes hacia donde se mirara estaba el pueblo
entusiasmado, agitando sus manos en señal de saludo. A lo largo de la muralla, con la
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cabeza baja, estaban colgados los egipcios y mercenarios que participaron en el ataque
contra Ormanzón. Fue asombroso cómo se fueron denunciando mutuamente, cómo
quisieron hacer recaer la culpa sobre otros y ni siquiera se avergonzaron de denunciar a
inocentes. Los persas habían empleado tres días tan sólo para reunir a culpables e
inocentes. Antes de matarles les habían azotado, para que las moscas y demás insectos
gozaran de sus heridas. Por lo visto, ahora entre los allí colgados ya no quedaba ninguno
con vida, pues grupos de cuervos devoraban sus carnes.
Allí donde el olor putrefacto menos podía molestar al rey, se colocó el trono.
Dignatarios y caudillos persas formaron en torno a Cambises un semicírculo. Un doble
cordón de soldados armados de espadas formaron a partir de ahí un estrecho paso que
terminaba en la muralla. Yo sabía para qué.
Se condujo a Psamético y sus seguidores ante Cambises. Se hizo un silencio de
muerte. Jorosmad, el sacerdote elegido, se arrodilló y leyó con grandes gestos una
oración persa. Los demás magos hacían signos extraños y misteriosos sobre las dos
divinidades de la luz y las tinieblas. Sobre un altar portátil se quemaban sacrificios. Las
hierbas sagradas fueron machacadas en un mortero dorado. El humo expandía un olor
dulce que molestaba mi olfato. Olov estornudó.
Después de que los sacerdotes hubieron terminado la ceremonia, Cambises
comenzó a hablar. Dirigía sus palabras preferentemente a Psamético.
—Yo, Cambises, hijo del dios de la luz, inmortal por voluntad de Ormuz, quien
otorga todos los bienes, ejemplar en actos e ideas, supremo jefe de mis guerreros
valientes como leones; yo, Cambises, hago justicia sobre estos cuyos nombres son
tachados del libro de la vida. La misión del rey es ejercer justicia. Así debe suceder para
gloria y honra de Ormuz.
Los soldados persas gritaron entusiasmados y la multitud respondió con voces
inseguras.
—Para gloria y honra de Ormuz.
El mismo Prexaspes había preparado el lugar de la ejecución. Yo le miré. Allí
donde la orilla de barro junto al Nilo se levanta alta, los persas habían clavado estacas
en la arena con las puntas hacia arriba, unas muy juntas a las otras, hasta el punto de que
ni siquiera una rata hubiera podido pasar entre ellas. El paso por entre los soldados que
llevaban las espadas era el camino más corto desde el rey hasta la muralla.
—Estrecho y peligroso es en época de guerra el camino de los caudillos y reyes
—dijo Cambises. Sus ojos se posaban sobre los prisioneros, para finalmente detenerse
sobre el rostro de Psamético—. Tú has hecho que la muerte se convirtiera en rica
cosecha. Tu pueblo y tus soldados han descendido a ella como simiente en manos del
sembrador. Pero tú y tus caudillos os librasteis hasta hoy de ella. Mira a tu entorno,
Psamético, y reconoce el paso por entre los guerreros. Allí donde termina, junto al muro,
termina para quienes tú dirigiste su vida. Tú mismo fijarás el orden en que deban
recorrer tal camino. Espero que sabrás hallar a los más dignos.
En la cara de Psamético se reflejó la lucha. Carraspeó por dos veces antes de
comenzar a hablar:
—Tú eres el vencedor, Cambises. Yo he perdido, esto es evidente. Pero debes
mostrar grandeza y no pretender cubrirme con la deshonra. Permite que sea yo sólo
quien recorra ese camino, pues mis caudillos sólo hicieron cumplir con su deber.
Además, te ruego por mis hijos y mi mujer. Se magnánimo como tu padre Ciro, al que
se llamaba el bondadoso. Además, ¿por qué habrías de perseguir a niños y mujeres, que
nada hicieron contra ti?
El sudor surcaba su cara. Psamético se atragantó varias veces; tosió y parecía
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Karlheinz Grosser Tamburas
faltarle el aire.
—Eres como un niño —replicó Cambises, molesto— y argumentas como un
mentiroso que espera que los tontos serán convencidos con sus palabras. ¿Crees que os
he traído para escuchar tu charla? Ya oíste mis palabras. Si tú mismo no quieres hacerlo,
seré yo quien lo haga, pese a que tan sólo tú conoces realmente los méritos de tus
caudillos. El primero deberá ser el más digno. Será... —su cara se contrajo, gozaba del
silencio.
—¡El primero! ¿Quién es el primero? —gritaba el pueblo.
Creo que la gente del pueblo egipcio gritaba más fuerte que los soldados persas.
—¡Menumenit! —determinó el rey.
—¡Menumenit! —resonó en las bocas del pueblo.
El citado caudillo levantó su cabeza asombrado. Luego dijo que no comprendía
la razón. Él era un soldado y no se le podía reprochar nada. Sin embargo, dos persas le
cogieron y le empujaron hacia adelante. Su rostro oscuro se tornó amarillo; agitó sus
manos atadas. Cuando quiso decir algo los soldados se detuvieron y le soltaron.
—¡No me importa morir! —gritó con voz débil—. Pero deja que lo haga con las
armas en la mano.
—Tuviste ocasión para ello —respondió Cambises— en el campo de lucha y en
el palacio real. Pero por lo visto fuiste demasiado cobarde y preferiste sacrificar la vida
de tus guerreros. Ahora es ya demasiado tarde y tu camino está fijado. ¡Adelante, o
mandaré que te azoten como si fueses un simple esclavo!
Menumenit abrió la boca y castañeteó con sus dientes amarillos.
—Yo te maldigo, perro de los persas...
No pudo continuar. Un soldado le golpeó el rostro con la lanza. Los persas le
arrastraron por el paso por donde los soldados le iban dando golpes. Menumenit no
volvió a abrir sus labios, anduvo cuan rápido pudo los diez últimos pasos y en un último
salto se lanzó con ímpetu por la muralla.
Durante un instante reinó el silencio; luego, cuando el cuerpo de Menumenit
apareció sobre la punta de una lanza, un suspiro recorrió la multitud. Mis venas
sintieron un frío helado.
—Esa muerte es absurda —murmuré confuso.
Pero quizá no llegué a decir nada, sino que tan sólo lo pensé para mis adentros,
pues nadie se volvió hacia mí. Mi mirada cayó sobre Batike. Estaba con el rostro pétreo
junto a su madre, la cual lloraba a gritos.
—¡Kalmala! —ordenó Cambises.
El egipcio, un hombre grueso de rostro sudoroso y grandes ojos redondos que
miraban a su entorno, perplejo como un niño al que se cuenta una fábula terrible,
intentó, pese al miedo, que se traslucía en sus movimientos, avanzar hacia adelante. Con
voz fuerte en la que, sin embargo, se traicionaba la excitación aterrada, gritó:
—¡Estoy preparado! ¡Sí, estoy dispuesto!
Pero las rodillas le traicionaron. Su voluntad parecía ser más poderosa que sus
fuerzas. Los soldados lo pusieron en pie y prácticamente le llevaron en andas. Uno de
entre el gentío egipcio imitó su voz:
—¡Estoy dispuesto! —y todos estallaron en carcajadas.
Los soldados le llevaron por entre aquel pasillo. Su rostro sudaba. Ante el
miedo, los ojos parecían saltarle de las órbitas. Quedaba claro en Kalmala que a un
caudillo le resulta tan dura la muerte como a cualquier otro soldado. Quizá para él es
todavía más dura, pues raramente está durante las batallas en primera línea como los
guerreros y no tiene ocasión frecuente de enfrentarse a la muerte. Finalmente cuatro
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persas lo levantaron en alto y lo llevaron hasta el muro, como un saco sobre sus
hombros. Le lanzaron sobre la pared formada por las lanzas. No murió en seguida sino
que se agitó como un cerdo degollado que ha recibido un golpe falso, no mortal por
completo.
Palbanibal fue el siguiente. Con él todo fue más rápido. Se había ordenado que
se actuara con más rapidez, pues Cambises encontraba gusto en el juego de ordenar los
siguientes turnos. Muchas veces sonreía con una sombra de placer cuando veía aparecer
en los rostros de los egipcios designados el miedo o el ruego. A veces tan sólo señalaba
al condenado con el dedo, cuando ignoraba su nombre.
Durante todo el tiempo que transcurrió, Psamético conservó el silencio de un
animal ante el sacrificio. Repetidamente contraía sus manos atadas. Manifestaba en su
rostro tensión e incluso una vez le vi llorar. Esto sucedió cuando los soldados
arrastraron a Palbanipal y éste, al pasar frente al faraón, se arrodilló y le susurró algo
que nadie entendió.
Treinta y dos caudillos y jefes militares fueron lanzados al muro; luego ya tan
sólo quedó uno junto a los dignatarios que llevara el manto de guerrero. Tras una pausa,
durante la que Cambises permitió a los arqueros persas que mataran definitivamente a
algunos de los que colgaban en las lanzas porque se agitaban y gritaban, el rey
pronunció otro nombre. Yo me sentí sobrecogido, pues Batike se abrazó a su madre
violentamente. La anterior reina de Egipto se lanzó hacia adelante, pero varios soldados
la echaron hacia atrás.
—Le toca el turno a Thatmonis —repitió Cambises.
Thatmonis era el hijo mayor de Psamético; un joven delgado de cara muy pálida
que parecía aquejado de alguna enfermedad de la sangre. Se inclinó respetuoso ante su
padre y pasó con rápido paso por delante de su madre, que lanzaba gritos de terror.
Parecía haber perdido la razón. Batike le hablaba, intentaba calmarla, pero era todo en
vano.
—Un hombre nace para morir —dijo en voz bien alta Thatmonis, y sus palabras
iban dirigidas a la madre—. Esto es una ley invariable. Nadie puede romperla, ni un
padre ni una madre, aunque se lamente. La muerte termina con todo. Con el dolor, la
tortura y el destino que todos tenemos.
Su compostura causó admiración entre la gente. Según luego me contaron,
Thatmonis tomaba diariamente drogas, pues durante el sitio de la ciudad sufría de agudo
dolor de muelas. Además su cuerpo estaba enfermo de algo que causaba la muerte de
muchos egipcios y que incluso llegaba a terminar con la vida de muchos jóvenes.
Muy lentamente y con la cabeza erguida recorrió el pasillo formado por
hombres. De pronto, sin embargo, se dio la vuelta y derribó de un puñetazo a un persa
que estaba distraído. Ocho o diez lanzas le atacaron por el pecho y la espalda. Me
parece que el hijo de Psamético estaba ya muerto cuando le lanzaron al muro. Pero
había logrado causar buena impresión y el pueblo habló durante mucho tiempo de su
hazaña.
Cambises ordenó luego que le siguieran dos funcionarios de la corte. Mientras el
último se agitaba como si intentara nadar en el mar, el otro se desesperaba gritando
como un loco. Gemía, juraba y auguraba los peores males para el rey. Los persas
terminaron con él. Debía de ser jonio, pese a sus ropas egipcias. Llamaba a los dioses
griegos. Sus dolores parecían tan terribles que incluso giré la cabeza y algunos persas
fruncieron la frente. Todo el mundo se sintió contento cuando sus gritos terminaron.
También el rey parecía algo fatigado. Se dio la vuelta hacia Psamético, que
contemplaba la escena con rostro petrificado, y dijo:
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Posteriormente los jardines estaban inmersos en una luz rojo amarillenta. La sala
de fiestas se hallaba profusamente adornada. De las paredes colgaban tapices, adornos
con flores estaban colocados en los jarrones egipcios o en las estrechas ánforas, divanes
con blandos almohadones se encontraban distribuidos en orden muy calculado.
Junto a sus íntimos, Cambises había invitado también al más alto escriba y
administrador egipcios, pues esa gente administraba también en estos momentos el país.
El rey quería dejar las cosas tal como estaban, de modo que no hubiera de dar ningún
crédito para obtener los gravámenes. De las paredes colgaban, sostenidas por aros,
vasijas de vino de todos los tamaños. Esclavos y esclavas servían en fuentes de madera
carne asada, en su mayor parte de pato, pollo o palomos con verdura y pan cocido en
diversas formas. Aquí el vino no se bebía en vasos, sino que se tomaba directamente de
jarras de bronce.
La gente estaba alborotada. Yo deambulaba por todas partes y miraba a las
damas egipcias, a sus ojos excitados, pese a que tan sólo buscaba la mirada de una de
ellas. Nubes de los perfumes más selectos surgían de los cuerpos y pelucas de las
mujeres. Muchas de ellas llevaban ramilletes de diamantes sobre la piel empolvada. Por
lo visto, los persas no habían sabido saquear por completo las casas. En el fondo una
pequeña orquesta tocaba una música incitante que repetía una serie de siete tonos
constantemente y que me pareció una melodía extraordinaria.
Detrás de Cambises estaban situadas sus mujeres más bellas. Atossa en el centro,
sentada sobre un cojín bellamente tejido. En su cabello llevaba un dije de piedras
preciosas montadas sobre oro y en el que refulgían los rubíes y las esmeraldas. Tenía sus
labios y mejillas pintados de rojo. Junto a ella, con el cuerpo algo inclinado, estaba
sentada Batike. La luz de las antorchas danzaba sobre su rostro. De nuevo mis ojos la
contemplaban. Psamético y su esposa no se hallaban presentes. Descansaban en una
casa especial, pues Cambises no se fiaba de ellos y no quería que amargaran la fiesta
con su pena por Thatmonis.
Después del banquete alegraron la vista un grupo de jóvenes muchachas. Las
bailarinas eran muy jóvenes e iban cubiertas tan sólo por velos. Olov hablaba al vino
como si tuviera la intención de ahogarse en él. Las ofensivas palabras que le había
dirigido ya no me las tuvo en cuenta, sino que por el contrario buscaba mi compañía,
cosa que en aquellos momentos no me interesaba. También yo bebí vino, pero sin lograr
alegrarme, pues mi lengua estaba torpe y mi corazón sufría.
Una vez el pelirrojo rozó mis hombros.
—Igual que yo, Tamburas, aunque lo niegues, tú buscas una mujer que logre
calmar la sed de un hombre.
Yo nada respondí, pues las bailarinas terminaban justamente su danza. Un
caudillo persa, cuyo torso se hinchó como el de un atleta, pasó y me lanzó al rostro
algunas palabras.
—Artakán dice —me explicó Olov— que cada uno puede procurarse una o
varias bailarinas. ¿Qué te parece, Tamburas, si encargamos alguna en común? Después
de duros días de lucha necesitamos algo de distensión. También ello ayudaría a que
salgan de tu mente algunas imaginaciones que, no voy a negarlo, me hicieron también a
mí perder la predilección por las mujeres gruesas y en lugar de ellas me hizo sentir el
anhelo de cuerpos esbeltos.
Mi cara estaba muy roja, sudaba.
—Cállate —le dije— y deja de buscar en mí a un compañero. Haz lo que te
plazca, pero es mejor que a mí me dejes en paz.
Miré de nuevo la reciente esposa del rey y supe que ninguna otra sería capaz de
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apagar en mí el ardor que sentía. Verdaderamente era la mejor de todas. Sus pechos eran
jóvenes, duros y brillaban como si estuvieran estucados, las puntas eran rojas.
Atossa, junto a ella, en la dignidad de sus corpulentos miembros, recordaba por
la inmovilidad de su rostro a una estatua, bella desde luego, pero fría. El cuerpo,
ligeramente arqueado, se ocultaba bajo ropas azules. Parecía el doble de alta que Batike.
Las finas cejas estaban artísticamente pintadas. Cuando hablaba se dirigía casi
exclusivamente a las mujeres de su derecha. Batike no era digna ni siquiera de que le
dirigiera la mirada. Por lo visto, odiaba a la más joven, a la más bella y con toda
seguridad intentaría perjudicarla de algún modo.
Mientras el pelirrojo carraspeaba y yo experimentaba los efectos del vino, vi que
Damán hacía señas. Casi inmediatamente vino Ochos hacia nosotros y nos invitó, a
Olov y a mí, a ir junto al rey. Ante mi asombro y pese a las miradas reprobadoras de los
caudillos, también Fanes apareció, tambaleándose y con ojos enrojecidos. Ochos nos
hizo sitio. Yo me senté al lado de Jedeschir y Artakán, junto a Prexaspes, Damán y
Kawad, asistido por los suspiros de Olov. Cambises parecía de humor excitado. ¿Se
alegraba de la noche que le esperaba con Batike? Erifelos, en segunda fila, vigilaba
solícito que no bebiera en exceso y permitía que se vertiera muy poco vino en la jarra
del rey, y a la vez ordenaba a los que debían probar el vino antes de darlo al rey que
bebieran incluso más de lo que dejaran para el rey.
La gente que está bebida dice sandeces, incluso si se trata de hombres selectos.
Prexaspes y Damán comenzaron a disputar sobre el rey, al que ensalzaban por encima
de todas las cosas. A veces sus gritos se confundían y llegaban a alcanzar el tono del
cacareo de gallinas, pero conservaban un tono elogioso y era el vino el que confundía
sus lenguas. A todo Cambises daba su aprobación, complacido como un bufón; luego,
de pronto, nos planteó una pregunta muy importante:
—Se llama a los que callan sabios —dijo—. Quizá lo son, pues quien mantiene
su lengua en el silencio se priva de decir necedades. De vosotros, sin embargo, vosotros
que sois mi brazo derecho y caudillos, mis amigos y consejeros, de vosotros quiero
escuchar qué pensáis acerca de mí. Ciro, que era mi padre, es llamado por los
historiógrafos el mayor aqueménida. ¿Quién soy yo entonces en comparación con su
dignidad?
Cambises entornó sus ojos y se dirigió al canciller.
—¿Bien? Contesta el primero tú, pues después de mí eres quien gobiernas.
Prexaspes colocó la jarra de vino en el suelo. Frunció su frente y pareció
reflexionar.
—Al igual que Ciro, eres padre de la nación —dijo lentamente—, un
conquistador del mundo y representante del buen Dios. Tu pueblo te ama, pues tú
significas riqueza para la patria. Tus actos son dignos de la obra de Ciro. Quien a ti te
contempla cree mirar las claridades del cielo. En cambio, tu gloria infecta el aire para
tus enemigos. Desaparecen tras de ella como gotas de rocío ante el sol. Al cabo de un
rato ya no existen.
Prexaspes cruzó los brazos e inclinó la cabeza.
Con aprobación, Jedeschir le dirigió la mirada. Damán dijo que pensaba igual
que Prexaspes.
—Excepcionalmente brilla la estrella de tu gloria, Cambises —terminó su
plática.
Olov, que se movía intranquilo junto a mí, creyó lo mejor hacerse el niño ante
Cambises. Golpeó su pecho que resonó como si alguien tocara un tambor.
—Eres el más grande de todos, Cambises —rápidamente, como si temiera que
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Muchas veces antes de una lucha me siento intranquilo y nervioso. Pero en ese
momento estaba tranquilo y sonreí a Cambises serenamente. Poseería a Batike, pero yo
no lo celebraba.
—Ciro, que era tu padre, a mi juicio es el mayor —repetí, y luego hice una
pausa que se vio llena de las respiraciones agitadas de los presentes—. ¿Nadie pregunta
por qué era Ciro el mayor? —miré a todos—. Entonces, voy a decirlo... Tenía hijos y
engendró uno, llamado Cambises, que extendió el reino hasta el país de Egipto, quien
llegó al mundo como una antorcha sobre un nido de gorriones... En esto, gran rey, te
superó Ciro, tal como habrás de convenir, pues todavía no engendraste tú ningún hijo
que sea capaz de engrandecer tu reino. Ciro fue tu padre, y alabado sea el hombre que
tuvo un hijo como él.
Yo me despreciaba a mí mismo, pues como un saltimbanqui jugué con las
palabras. Los demás exhalaron un suspiro de alivio. Incluso la desconfianza desapareció
de los ojos de Ochos. Prexaspes asintió con la cabeza y dijo:
—Tamburas es extraordinario, casi resulta imposible superarle. Su lengua quema
como el rayo. Pero esta vez he de aprobarle. El seno de Atossa, su cuerpo radiante, sea
bendito. —Se dirigió a Cambises.— Si tu mujer te da un hijo, será realmente el
diamante más bello en tu trono, oh rey. Así lo disponga Ormuz, que cumple siempre
todos nuestros deseos.
Cambises pidió más vino. Los que debían probarlo antes de dárselo, puesto que
Erifelos no estaba presente, tan sólo tomaron un breve sorbo y le dieron a Cambises la
jarra casi llena. El rey bebió. Sus mejillas ardían y los ojos brillaban excitados.
—Tamburas consigue crear tensión —dijo—. Sabe sorprender. También ahora
me propongo ofreceros una obra de arte. Mostraré que mi brazo real no se ha atrofiado
con la comodidad, sino que igual que mis caudillos y soldados sabe todavía sostener el
arco.
Hizo una seña. Como si todo hubiera estado ya preparado de antemano, acudió
un guardián y alargó al señor las armas reales. Lentamente, como si meditara, Cambises
colocó una flecha en el arco que tensó con el cuerpo inclinado hacia adelante. Sus
delgados dedos se dispusieron a disparar. El barbarroja respiraba a mi lado
fatigosamente. ¿Sospechaba yo lo que se proponía hacer, o cuál era la razón de que mi
corazón latiera tan rápido?
El brazo de Cambises pareció dispuesto a hacer fuerza. Apretó los labios, el
esfuerzo contrajo su rostro. El arco estaba tensado. La flecha parecía orientada hacia mí.
No era posible un error, si disparaba la flecha me alcanzaría justo a la altura del
corazón. Tragué saliva. Mi lengua estaba torpe, me sentía como frente a una fiera que
amenazara con ahogarme. Miré a Cambises, a sus ojos falsos y luego por encima de su
hombro a Batike para despedirme. El canciller y los caudillos parecían paralizados;
reinó silencio mortal.
Sonreí amargamente y esperé la muerte, pues que el rey se contuviera me
parecía imposible. Kermes, el dios del viento, vino y tocó mis sienes. Mi frente sudaba.
Atenea, la eterna de la cabeza de Zeus, me había olvidado. En lugar de otorgar a mi
lengua sabiduría me había permitido charlar como un niño. ¿Para gozo de quién?
¿Quizá de Batike? ¿Eran los celos los culpables? En todo caso era ya demasiado tarde
para corregir lo hecho. Ahora la muerte me hacía guiños desde la punta de la flecha. El
Hades abría sus puertas. Al instante siguiente pasaría yo su puerta.
Algo causaba confusión a mi mente. ¿Alcanzaría el rey su objetivo? Vi cambiar
la flecha de dirección. Ares, el dios del rojo poder, hizo que la flecha pasara frente a mí
y se clavó en la garganta de Fanes, que, alcanzado por la muerte, cayó al suelo.
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auténtico o te lo tiñes.
Mi corazón latió a saltos. Un movimiento traidor cruzó mi rostro. Intenté de
todos modos ocultar mi nerviosismo.
—Permite que imagine lo que respondiste.
Sonrió y dijo:
—No necesitas imaginarlo. Ya te lo cuento. Le dije que eras como una
golondrina de tormenta que cruza el mar, llegada de lejanos países. Pero le dije, además,
que en el ejército de su padre hubo jonios y mercenarios que tuvieron un aspecto
semejante al tuyo, e intenté averiguar por qué razón un hombre como tú, de pelo rubio,
ha sido el primero en llamar su atención.
—¿Y qué te dijo entonces?
—Se puso a reír. Luego respondió que probablemente era debido a que nunca un
hombre la había mirado tan desvergonzadamente como tú. —Hizo una pausa.— Te
advierto, Tamburas, pues veo tus intenciones reflejadas en tus ojos, que no esperes que
te haga de intermediario. Entre Goa y Batike hay todo un mundo.
—Exprésate más claro. Tú me conseguiste una, ¿por qué no la otra? Entonces,
como hoy, mi cama estaba vacía. Por aquel entonces me solicitaste para que salvara a
Goa; ahora soy yo el que te pide una oportunidad.
—No existe tal oportunidad y tú sabes con toda exactitud en qué consiste la
diferencia entre entonces y ahora. Goa te amaba con todas las fuerzas de su corazón.
Batike, por el contrario, sería como una puta en tus brazos. Además olvidas a Cambises,
que está interesado como rey de Egipto en una alianza con la familia de los faraones.
Créeme, si le pareciera útil para sus fines, Batike se entregaría al primer hombre. Pero
en estos momentos sólo le interesa defenderse de Atossa. Para ella no eres más que un
simple instrumento, quizás únicamente un juguete para poner celoso a Cambises, nada
más. Te digo esto, Tamburas, aunque te pueda parecer doloroso.
—¿Te ha embrujado? —pregunté irónico. Mi boca sabía amarga.
—Ruega a los dioses que te señalen el camino recto. No seas un bufón,
Tamburas, y no actúes como tal. Emplea la agudeza de tu ingenio. Batike es la otra
orilla. Quédate en esta playa, mientras halles en ella coral.
Erifelos me dejó. Sus palabras daban vueltas en mi mente como ruedas de
molino. La balanza de la reflexión parecía decantarse tan pronto hacia un lado como
hacia otro. Mientras, oí las palabras de Cambises. Lentamente pasé por entre los
hombres, que me molestaban con sus charlas como fuego de tormento en la estepa; fui
hacia la terraza.
Allí había dos eunucos, luego tres. Se asustaron ante mi presencia, porque
precisamente intentaban robar una gran vasija de vino. Los muchachos desaparecieron
como ladrones, juntaron algunas cosas y se inclinaron profundamente. De ese modo
logré entrar en la otra casa sin que nadie me detuviera y crucé las primeras salas como
quien sediento va en busca de agua que ha de surgir por algún lugar del suelo.
Detrás de mí reinaba el silencio. Oí a los guardianes hablar entre ellos, luego
percibí un rumor suave. Estaban bebiendo. En la oscuridad me habían tomado
seguramente por Erifelos. Las trompetas parecían resonar en mi cabeza. ¿Estaba
embrujado? ¿Sabía lo que hacía?
Lo sabía y no lo sabía. Como por sí solos, mis pies andaban. Dos gradas, las
alfombras resbalaban bajo mis pies. Una sala apareció ante mí y ya me sentí de
inmediato en otra. Una cortina se ondulaba como llevada por el viento. Desde algún
sitio sonaba la voz de una mujer. Me situé en la sombra y me oculté en la cortina.
Un eunuco pasó delante de mí. Los pasos de sus pies cada vez se oían menos,
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pero de pronto volvían a sonar. Yo era un extranjero en la casa del rey, estaba ligado a la
tierra como un árbol y aguardaba el hacha que me cortara. ¿Me descubrirían? Ahora
había dos personas que se acercaban. Yo no los veía, pero reconocí la voz de Atossa.
—Con esto pongo mi destino en tus manos —susurraba. Hube de esforzarme
para comprenderlo todo—. Serás libre, oyes, y poseerás una casa propia. —Respiraba
alterada.— Al rey le contarás que has visto con tus propios ojos cómo Batike lanzaba
algo en su copa donde se halla su bebida tranquilizadora. Esta observación no la
guardaste en tu pecho sino que te apresuraste a venir a mí, para contarlo. Entonces dirás
que yo te ordené guardar silencio hasta que te llamara, para que el señor sepa por boca
tuya la desgracia.
La voz de Atossa se hizo más baja todavía, para perderse en un susurro.
—Ya sabes la recompensa y lo que debes hacer. Pero si conversaras inútilmente
mandaré que te despedacen. —El eunuco dijo palabras incomprensibles.— Yo te
aguardaré en esta sala, pues el rey se dirige ya hacia aquí. Mientras, tú esperarás en la
sala contigua desde donde oirás mi voz cuando te llame...
La voz descendió. Nuevamente rumor de pasos. Se ahogaban en la alfombra, se
alejaban lentamente. Sentía mi cabeza pesada por el vino ingerido, el calor producía
sudor en mi frente. Me esforcé por reflexionar sobre lo que había oído. Todo era tan
terrible que creí soñar. «Di al rey que viste cómo Batike echaba algo en su copa.» No,
no se trataba de imaginaciones, no era mi fantasía la que inventaba.
Cuánto tiempo permanecí allí, escuchando tras de la cortina, no lo sé. Una
eternidad, quizá meramente cinco o seis instantes. ¡Atossa fraguaba un ardid contra
Batike! ¡La mujer del rey tendía una red mortal! Debía reaccionar, hacer algo, pero no
me moví de mi lugar.
Por un par de palabras comprendí que Atossa había regresado a la sala. Como un
ratón corría de un lado para otro y pasó varias veces junto a mí sin descubrirme. Decía
palabras incoherentes, incomprensibles.
—No pienses en ello... separar... Sentirá... odio...
La excitación de Atossa se hizo tan fuerte que le castañeteaban los dientes.
Desapareció para espiar fuera. Yo no me atreví a abandonar mi lugar. Además,
¿para qué? Como una piedra quedé en la corriente de los acontecimientos y no era capaz
de sustraerme a ella. ¿Hubiera debido presentarme ante Atossa? Hoy lo sé: sin el vino
que confundía mis sentidos, lo hubiera hecho. Pero quedé petrificado como un trozo de
carne inerme tras la cortina.
También la reina parecía haberse calmado. Yo deseaba que se hubiera dormido.
De pronto oí fuera ruido de voces que iba en constante aumento.
—¡Atención! —dijo uno de los guardianes—. El señor se acerca con sus
acompañantes. Echa el miedo fuera de ti.
Atossa saltó del diván. Corrió a derecha y gritó al eunuco.
—Viene el rey. Por tu vida no tiembles tanto. Cambises está bebido. Nuestro
asunto es por ello mucho más fácil. Ahora, ve a tu sitio.
Casi debía admirarla. Atossa reía y supo dar a su voz un tono que dejaba
entrever su confianza en la victoria.
En mi escondrijo sudaba de modo extraordinario. Se oía a Cambises departir
órdenes a los vigilantes, luego entró tambaleándose como un barco llevado por las olas
de una tormenta. Erifelos le sostenía. Su mano izquierda asía un bastón. Cambises dijo:
—Realmente, debe estar ya impaciente de aguardar. Ya ves, Erifelos, un rey es
un hombre muy ocupado.
En este momento sus ojos percibieron la presencia de Atossa. Sorprendido, pasó
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dispuesto a aprovecharla.
Marchó hacia la puerta contigua y llamó a Cinur. El siervo, con pálida cara y
ojos asustados, apareció en la habitación. No estaba solo. Sus gruesos puños sostenían a
Batike, que, como una serpiente, intentaba deshacerse de ellos.
Los ojos de Atossa brillaron.
—Aquí está tu nueva amada, esposo real. ¿Te sientes triste porque te traicionó?
¡Mira su falsa mirada! Reconoce el sudor de miedo en su frente. Desprecia sus
maquinaciones que querían devolver mal por bien. Aquí está la copa. Dásela a beber a
ella misma.
Cambises estaba rojo de ira. Mostró su puño amenazante a Batike y Cinur, que,
asustado, retrocedió.
—¡Maldita sea la hora en que te vi por vez primera! El abismo del odio se abrirá
de nuevo para perderte a ti y a los tuyos. A tu madre, que te trajo al mundo como quien
pare una serpiente, haré que la sepulten hasta el cuello y colocaré en su cabeza herida
hormigas que se la coman. A tu padre...
—¡Dale la copa! —gritó Atossa—. Si no, quizá todavía logre liberarse. Desde
luego, es astuta para lograrlo.
Los grandes ojos de Batike iban de un lado a otro. Cinur se puso de rodillas. La
muchacha se quejó de dolor.
—Son mentiras lo que tu lengua dice. No sé nada de culpas ni de copas.
—Mira lo despreciable que es —se interpuso Atossa—. Continúa. Quizá
lograrás engañar al rey. —Se puso irónica.— Eres capaz de conseguirlo todo, ¿no es
verdad? Puedes tranquilizar al rey para que compadezca a la pobre criminal.
Batike se dio la vuelta.
—Miles de cosas existen para que me odies. Soy más joven y bella que tú. Se te
llama la mujer del rey por ley. ¿Lo eres realmente? Tú temes que algún día te quite ese
rango. A todas partes donde miras ves ansia en los ojos de los hombres que me
contemplan. Por eso sientes envidia, bruja. Realmente yo me esforzaría en dar al rey
hijos sin fin, mientras que tú desde hace años que estás a su lado tan sólo una vez has
engendrado y en realidad nadie sabe todavía qué es lo que oculta tu vientre. Quizá
desengañes al rey el día en que esto se vea.
Logró incluso sonreír. Sus oscuros ojos refulgían mirando a Cambises.
—No le creas. Atossa miente e intenta cogerme en sus redes como a una mosca.
Pero tú, señor, sabrás comprender que soy de veras inocente.
El pecho de Atossa se elevaba y descendía con rapidez.
—Si no confías en mí, pregúntale a aquél —y señaló a Cinur—. Pregúntale, para
que confirme mis palabras y deshaga tus dudas, antes de que logre engañarte con sus
patrañas.
Cambises se humedeció los labios con la lengua. Sacó su puñal del cinto y lo
agitó en el aire.
—Cállate —ordenó a Erifelos, que le murmuraba algo—, el rey reflexionará.
Se acercó a la muchacha, pero luego vi que miraba hacia donde estaba el grueso
eunuco. Este temblaba y se encogió como un gusano.
—Si mientes, admiro tu valor —dijo Cambises con agudeza.
Cinur soltó a Batike y retrocedió algunos pasos. Angustiado, miró a Atossa,
luego al rey.
—¡Habla! —ordenó Cambises.
Los gruesos labios temblaban más todavía.
—Yo quiero... todo... decirlo todo...
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los ricos carruajes y los blancos caballos cuyas cabezas iban adornadas con plumeros
multicolores.
Tras la ceremonia religiosa se celebraba siempre un auto. Yo creo que la mayoría
venían por presenciar ese espectáculo. Después de que entraran los sacerdotes se
castigaba públicamente a los criminales apresados, la mayoría de ellos ladrones y
asesinos. Gritaban, golpeados por los soldados, con sus vestidos destrozados y
ensangrentados, aguardando echados en la tierra su último destino.
Las trompetas daban la señal. Los soldados abrían el cuadrado que formaban y
se retiraban. Como único gigante el populacho se lanzaba contra ellos. Nadie tenía
derecho a emplear armas, pero se les permitía tener palos y porras, con las que mataban
a los condenados. Era tal la furia que la gente en estos casos desplegaba, que muchos de
los muertos perdían incluso el aspecto de seres humanos, para convertirse en un montón
de carne informe.
Mientras, los caudillos y administradores, los estrategas y dignatarios
negociaban con los sacerdotes. Todo el país, desde el delta hasta Tebas, fue ocupado por
destacamentos militares, con los que residían los escribas, empleados de recaudar
impuestos y demás personal administrativo persa. Se confeccionaron largas listas en que
se estipulaban plazos de pago de los tributos y se daba información sobre los bienes a
proporcionar.
Todo esto llevaba su tiempo. La vida reapareció para los egipcios, del mismo
modo que antes existiera, tan sólo que ahora debían tributar para señores extranjeros, y
eran heraldos extranjeros los que proclamaban las órdenes del faraón. En lo que respecta
a mujeres, Cambises había pedido a sus soldados que las respetaran. Para conseguirlo
mandó construir casas con mujeres de Siria y Babilonia, que conocían las artes capaces
de saciar los apetitos de los hombres.
Puesto que esas mujeres pronto dispusieron de mucho oro y plata y se acicalaron
tanto que brillaban como lámparas, también muchas egipcias se introdujeron en tales
casas causando la admiración de sus compatriotas al conseguir también buenos regalos
de los soldados persas.
Algunas de esas siervas del amor pagaban dinero a los administradores en
secreto para que estos no se inmiscuyeran en qué se hacía en tales casas. De este modo
más de uno se enriqueció con ese sucio negocio, que en realidad se montaba a costa de
los soldados, que muchas veces acababan pagando con su propia salud. Pero de este
modo el dinero de los conquistados recorría su ciclo, regresando rápidamente a su
origen, concretamente a los bolsillos de los ricos, que eran los propietarios de las casas
y eran los que contrataban a las bellas muchachas.
Cambises que durante este tiempo dormía con mucha más frecuencia con Batike
que con otras mujeres, un día marchó a Sais con un barco por el Nilo. Su mente enferma
le hacía ansiar vengarse de Amasis, el padre de Psamético, al que atribuía que los
egipcios no se hubieran rendido en seguida e incondicionalmente, ya años antes. Ya
hacía más de seis meses que Amasis había muerto, pero bajo la influencia de Ochos,
Cambises se proponía hallar el cadáver del abuelo de Batike y despedazarlo con objeto
de que el espíritu, que según las creencias egipcias habita en las momias, no pudiera
pasar a los nietos.
Mientras tropas de caballería nos seguían por la orilla, nuestros barcos se
deslizaban por el río, pasando por delante de sitios que meses antes atravesáramos en
nuestro avance de conquista. A los habitantes de las orillas debíamos parecerles como la
dignidad de la vida misma, pues los barcos, construidos por manos egipcias, tenían un
aspecto muy lujoso. No se trataba de barcos normales de guerra; eran barcos de lujo,
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muy adornados, con bancos tallados para los remeros y un mástil plateado con una vela
cuadrada de varios colores, bajo la que se encontraban las cabinas protegidas del viento,
que albergaban a los más nobles de la tripulación. La vela del barco del rey estaba
adornada con la imagen de una espada de oro. El espolón dorado del barco refulgía bajo
los rayos del sol. Toda la cubierta del barco estaba llena de flores de color azul, rosa y
amarillo.
Por todas partes hacia donde se miraba oscurecía el barro fructífero del Nilo el
agua. El río era muy ancho. Su curso estaba interrumpido por islas, aparecían colinas
ante nosotros para desaparecer al acercarnos, estrechando en algunas partes el curso del
río. Pero cuanto más avanzábamos hacia el norte más potente se hacía la fuerza de la
corriente. A veces se extendía la anchura hasta seis o siete estadios. Cerca de la orilla se
extendían campos verdes, extensiones de cultivo de mijo y trigo con sus amarillas
espigas. Detrás de éstos se divisaba el azul lapislázuli de las cepas de uva. Luego el
paisaje cambió, aparecieron las palmeras y acacias. Las ramas se agitaban bajo el
viento. Como grandes cestos, colgaban de esos árboles enormes nidos de pájaros.
Podíamos divisar también las casuchas de pueblos y localidades. Los remeros debían
esforzarse por remontar la corriente. Cruzamos en nuestro viaje algunas barcazas que
transportaban troncos. Nuestra flota encontraba el cálido saludo en la orilla, pues la
caballería avanzaba anunciando nuestro paso y todos los moradores eran concentrados
para expresar su saludo al rey.
Nuestros barcos viajaban en línea de flotación; tan sólo junto al barco real, a su
misma altura, bogaban dos botes de vigilancia. Cuando se levantaba el viento, que
generalmente soplaba desde el sur, desplegábamos las velas. Cuando cesaba, cosa que
también ocurría con mucha frecuencia, los remeros se lamentaban pues debían con sus
fuerzas solas lograr que el barco avanzara por el agua. De todos modos, a través del
Nilo avanzábamos, pese a las corrientes que dificultaban la marcha. El rey, puesto que
no sabía nadar, no gustaba del agua. Creo que incluso tal era la razón de sus prisas. Los
remeros, cuando protestaban por su trabajo, lo hacían en voz baja, pues estaba claro que
a la menor ocasión Cambises era capaz de montar en tal cólera que podía costar a más
de uno la vida. Por ello se inclinaban si sonaba el gong del barco real y con todas sus
fuerzas hundían sus remos en el agua. En ocasiones los esclavos del barco cantaban una
monótona canción o gritaban, cuando nos acercábamos a la orilla —pues Cambises no
gustaba de bogar por el centro si podía estar cerca de la tierra—, palabras jocosas a la
multitud que se agolpaba a nuestro paso. Los destacamentos persas habían contribuido a
agrupar a los pobladores, para que el paso del rey persa fuera saludado con el máximo
de entusiasmo.
En el barco del rey se hallaban, además de los guardias personales del monarca,
dos médicos, algunas de sus mujeres preferidas, Prexaspes y yo. El rey me demostraba
por entonces mucha simpatía; veía muchas veces a Batike, pero no tenía ocasión de
hablar con ella. Sin embargo, nuestras miradas se cruzaron en más de una ocasión y más
de una vez sus labios esbozaron una sonrisa al sentir mi mirada posada en ellos.
Cambises había aumentado mi paga, además ordenó que se me proporcionaran
mujeres con las que dormía, pues mi cuerpo era joven y reclamaba sus derechos.
Además me otorgó un palacio contiguo a la casa real. Anteriormente había pertenecido a
Menumenit. Ahora era Papkafar quien en su interior mandaba a los esclavos como un
príncipe a sus súbditos. La gente le temía a él más que a mí, pues les hacía trabajar y
hacía restallar el látigo mientras hablaba con ellos. Batike había conservado su vida
gracias a mí. Erifelos me dijo que comprendía que sin mi intervención hubiera sido
pasto de los cocodrilos.
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la luz del día. Pero la pieza más bella era el trono real, adornado con pinturas y
bajorrelieves llenos de piedras preciosas.
Una última puerta daba entrada a una cámara llena de dibujos alegóricos. Los
soldados cogieron el cofre que se hallaba en su interior y lo sacaron también a luz del
día. Ese gran cofre contenía en su interior otro cofre, más pequeño, que era el auténtico
sarcófago. Lo abrieron; mientras, mi corazón no se sentía de acuerdo con los soldados y
me admiraba de que Batike pudiera contemplar la escena con tanta tranquilidad.
Dentro se encontraba una momia ricamente ataviada, Amasis, el último
gobernante de Egipto. La cabeza y hombros estaban ocultos por una máscara delgada de
oro, muchas cadenas rodeaban su cuello. Cambises sonrió y mandó se desenvolviera a
la momia. Con puños muy pequeños el cadáver sostenía en sus manos un bastón de
mando, símbolo de su poder. Un tesorero persa tomó la máscara de oro. Durante todo el
rato nos molestaban moscas y bichos. Cambises estornudó y ordenó a las gentes que se
dieran más prisa.
—Me has librado de una preocupación —dijo luego a Amasis, muerto y
disecado—. Creí que eras muy corpulento, un poderoso hombre, pero pese a cuantos
países he cruzado jamás vi una cabeza tan pequeña como la tuya. Realmente te ocultaste
sin sospechar que un día disfrutaría yo contemplando tu débil aspecto —dejó la momia
en el suelo y mandó a los soldados que la pisotearan.
Los cortesanos del rey estaban sentados formando un círculo. Yo continuaba con
mis ojos puestos en Batike. Bellamente ataviada, con un vestido blanco y un cinto
dorado, estaba sentada y mostraba un rostro inmóvil. Por el contrario, Cambises
apretaba sus labios, como si degustara vino muy dulce.
—¡Realmente no has hallado en mí compasión alguna, Amasis! —gritó fuerte—.
Continúo odiándote, pues más de mil guerreros persas tuvieron que morir e igual
cantidad quedaron heridos.
—¡Ninguna compasión para Amasis! —gritaron a coro los soldados.
El rey se mesó la barba con una sonrisa cruel.
—Creíste que tu tumba sería como una isla en medio del mar, a la que nadie
lograría llegar —continuó—. Pero los persas descubren todos los secretos del mundo e
incluso pueden averiguar qué oculta la noche bajo su negro manto. Ahora te encuentras
a la luz del sol, descubierto, y yo me río del abismo de tu tumba en que te hallabas para
escapar a mis manos. Destrozad su cadáver, soldados, y echad su polvo en todas las
direcciones del viento.
—¡Lo destrozamos y lanzamos hacia todas partes! —gritaron los persas.
Un tambor resonó sordo. Pese a que los soldados eran bastantes para destrozar
por sí solos el cadáver, sacaron sus espadas y puñales que hundieron en la momia. Pero
por lo visto resultó más dura de lo supuesto, pues los soldados hubieron de realizar
esfuerzos para despedazarla. Después fueron en busca de caballos y ataron las distintas
partes del cuerpo a ellos, azuzándolos luego para que galoparan por aquel lugar. Como
una piedra que cae rodando, se separó la cabeza del cuerpo. Un soldado la agitó en el
aire triunfalmente y la lanzó a tierra con un grito salvaje.
Mientras profanaban el cadáver yo contemplaba a Batike. Mi pecho sintió
tristeza. Batike sonreía. ¿Cómo podía ella aprobar que los persas profanaran el cuerpo
de su abuelo y lanzaran a todas partes los restos de la momia destrozada?
La misma tarde encontré de nuevo a Batike en su residencia de Sais. Cambises
me había indicado que su mujer deseaba hablar conmigo para expresarme su
agradecimiento por lo ocurrido en Memfis.
—No te dejes llevar por ninguna debilidad —me dijo—. No te prohíbo hablar a
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solas con ella, tal como es su voluntad, pero sea quien sea que defraude mi confianza,
encontrará todo el peso de mi castigo, sean cuales sean sus méritos ante mí.
Yo respondí:
—Tú me muestras una gran confianza, Cambises. Pero si tú lo prefieres, no
tengo inconveniente en que una tercera persona esté presente durante nuestra entrevista.
Sin embargo, ten en cuenta que yo sé muy bien lo que es correcto y lo que podría
significar traición a tu confianza.
Cambises sonrió astutamente y dijo:
—Veo como resplandece tu rostro, Tamburas. Realmente ciertas mujeres logran
encender la pasión en el hombre. Incluso te envidio, pues tus sentidos parece que logran
inflamarse con mayor rapidez que los míos, pues yo necesito largas horas para sentir en
mí el deseo. Mientras tú conversas con ella yo me entregaré a dos mujeres que se dice
son verdaderas artistas en esta cuestión.
Dio unas palmadas y sus guardianes ordenaron a dos mujeres que entraran.
Rápidamente se quitaron la ropa, a excepción de un paño triangular que llevaban a la
altura del ombligo. Sus pelucas de abundante pelo llegaban hasta los hombros. Tenían
los ojos exageradamente pintados. Con movimientos desvergonzados comenzaron a
moverse de modo que el pequeño paño triangular cayó al suelo. Cambises las miraba
atentamente, siguiendo con todo detalle sus movimientos. Yo me incliné profundamente
ante él y desaparecí.
Atossa, a causa de una indisposición, se había quedado en Memfis. Por esa razón
Batike ocupaba la habitación más bella de la casa. Estaba reclinada encima de un
almohadón bellamente tejido y movía sus dedos. ¿Cómo no alegrarme de poder estar
por fin a solas con ella y poder hablar sintiendo en mi cara su aliento? Pero en realidad
mi corazón se sentía entristecido. La sala era grande y recordaba un salón. Cuatro
potentes columnas sostenían el techo abovedado. Los eunucos estaban junto al umbral
de la puerta. Yo carraspeé fuerte y avancé.
Levantó sus ojos cuando me incliné ante ella. Su rostro brillaba. Llevaba los
labios muy pintados y sus grandes ojos verdes me contemplaron atentamente. Como si
hubiera sentido frío, sus hombros se estremecieron. Yo me quedé quieto delante de ella,
como el sediento que contempla la fuente. Mi mirada se posó un instante en sus pechos
para seguir contemplando sin recato todo su cuerpo. Lentamente acercó hacia sí un
tambor de bordar, como si quisiera que algo interpuesto entre ella y mi mirada la
protegiera. Llevaba los brazos llenos de pulseras. Al mover el brazo se oyó un ruido
metálico. Ese ruido me hizo recuperar el dominio.
—Te saludo, hija del faraón, reina de los persas.
Inclinó su cabeza y luego se apoyó en los almohadones. Entonces me dijo:
—Leo en tu cara que has acudido con gusto a mi llamada —su voz era
agradable, aunque algo aguda—. ¿Por qué no llevas aquel manto real con que apareciste
ante mí por vez primera? Estoy habituada, Tamburas, a que ante mí se rindan honores;
incluso reyes ante mi presencia llevan ricas vestiduras.
Un jarro de agua fría no hubiera sido más eficaz para enfriar mi pasión que sus
despectivas palabras.
—Yo no doy importancia al vestido —respondí secamente—. Soy un hombre y
en ti sólo veo a una mujer. Reconozco que antes pensé muchas veces en ti y confusas
imágenes atormentaron mi mente. Pero ahora me río de ello e incluso comprendo que el
rey ocupe sus ratos de ocio con bailarinas antes que contigo. ¡Llevas la peluca bien
colocada! Pero desde que Cambises te la arrancó ante mí no has logrado colocarla tan
bien como antes.
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o deniega con la cabeza: ¿Es cierto que entonces, cuando nos vimos por vez primera,
sentiste deseos de mí y tu mente se vio acometida de malos pensamientos?
Puso su mano en mi brazo. Pese a que yo me resistía, sentí que mi cuerpo
experimentaba como un golpe. Como un niño dio palmadas.
—Es tal como yo suponía —dijo con voz satisfecha—. Y, sin embargo, no sabes
hoy todavía qué sucedería si mis miembros te acogieran o tu mano rozara mi pecho.
Mi rostro se desencajó.
—Hablas como si quisieras probarme. No tengo ganas de saltar desde la cumbre
de una montaña. Sería un absurdo.
—Tamburas, Tamburas —dijo. Su lengua humedeció sus labios dejando una
huella de brillo. Realmente experimentaba como si un veneno causara en mí algo
extraño y me hiciera desear beber de esos labios y sentir bajo mi cuerpo el suyo. Pero
mis hombros permanecieron quietos como si fueran de madera.— ¿Por qué te resistes?
—preguntó con voz cálida—. He de saber si sientes algo por mí. Tan sólo entonces
estaré segura de tu fidelidad. Tan sólo entonces podré hablar contigo.
—Antes sí sentía por ti deseo.
—¿Y por la noche perdías el sueño?
Batike tomó mi mano derecha y la puso sobre su pecho. Yo la retiré como si
hubiera sentido sobre mí el roce con una serpiente. Pero la miré a los ojos, que se
hicieron de pronto muy grandes; brillaban y un extraño poder se adueñó de mí. Todo
parecía desaparecer de mi vista. Su vestido era de una finísima tela rosa, bajo la cual
adivinaba yo la piel. Me sentía como si estuviera en medio del mar con una pequeña
barca, llevado por la tormenta. Era igual de donde procediera el viento. Todo era distinto
a como yo lo había imaginado, todo resultaba irreal, como si fuera un sueño. Sentí a
Batike en mis brazos, cómo me excitaba su contacto; el roce con su cuerpo, me liberaba,
me liberaba...
—¡Tamburas! —gritó Batike.
Yo estaba ante ella de rodillas jadeando como un loco que no comprende al
principio, tan sólo comienza a comprenderlo después y muy lentamente, que ha soñado,
que nada ha pasado. La vergüenza se reflejó en mi rostro. Me despreciaba y la odiaba.
Lentamente Batike comenzó a hablar.
—Creí que ibas a lanzarte como un perro sobre una perra. Tu pasión por mí es
muy fuerte por lo visto, pues de lo contrario no te hubiera sucedido esto. Además yo no
hice sino tan sólo mirarte y permitir que rozaras con tu mano mi pecho.
Desde luego sabía cómo situarse. Mi lengua continuaba negándose a hablar.
Además poco hubiera podido decir, como máximo un sonido gutural. ¿Estaba aliada con
algún demonio? ¿Me había embrujado?
—Eres tan joven como irreflexivo —continuó Batike—. Me imagino cuando tus
brazos me mueven, cuando me rodean (con más fuerza que el rey), cómo podrían
nuestros corazones unirse en uno solo hasta que tan sólo se oyera un solo latido.
Esa mujer tenía poder sobre mí, pues con su voz susurrante excitaba más todavía
mi pasión, de modo que comencé de nuevo a jadear. Pero ella se retiró, se soltó de mí y
me murmuró al oído:
—¿Estás loco, Tamburas? En cualquier instante podrían sorprendernos. Una
mujer, un eunuco o el mismo rey.
Durante un momento mis labios permanecieron pegados a su cuello, luego me
apartó.
—Posteriormente podrás tú gozar de todas estas cosas. Las sirvientas me
contaron muchas cosas que probaremos una tras otra —su voz se hacía penetrante—.
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presencia te dará valor. Por la ventana penetran los rayos de luna. Tú ves su cabeza. Su
cara está pegada al almohadón. No, no está ahogado. Está estirado como siempre al
dormir y tiene aspecto de muerto. Mientras tales cosas reflexionas, Tamburas, tus
músculos se crispan y comienzas a temblar. Pero yo te doy ánimos, confianza en ti
mismo en voz apenas perceptible, te transmito mis fuerzas internas. Te sientes tranquilo,
muy tranquilo, escuchando su débil aliento. Ese ruido llega a enervarte y quieres
terminar definitivamente con él. Tu cuchillo se hunde en su cuerpo y rompe lo que le
une a la vida... —Una sonrisa terrible apareció en su rostro.— Entonces me tendrás,
entonces. Cuando en el cuchillo haya esas gotas encarnadas, rojas como el rubí.
Su brazo descendió como si ya no fuera dueña de sus actos. Mis pies estaban
pegados a tierra como una mosca al mosto. Mi mano tomó su brazo por encima de la
muñeca. El cuchillo me rozó la piel. Fue más la sorpresa que el dolor lo que me arrancó
un grito...
Mis ojos la miraban aterrados. Batike comenzó a reír. Se sentó detrás de su
tambor de bordar, como si no se hubiera levantado, ni su cuchillo hubiera amenazado mi
piel.
—Por lo visto, no te sientes bien, Tamburas. Hace un momento te estaba
hablando y parecía que no me escucharas tan siquiera. ¿Quieres que llame a un esclavo
para que te traiga agua o leche?
—¿Dónde está el cuchillo?
Se rió sarcásticamente.
—¿Qué cuchillo? —Sus dedos se deslizaron por la tela del tambor de bordar.—
En realidad has soñado —reflexionó un instante y continuó hablando—. Es una pena
que no pueda contar esto a nadie, y menos todavía al rey, pues no es un honor para una
mujer que un hombre se duerma ante ella.
Sus palabras parecían algo absurdo, pero suscitaron en mi corazón la desazón.
Sentí de nuevo ante mí una visión. Mientras mis dientes se movían como si masticaran
una nuez, miré mi mano por todos los lados. No vi ninguna herida, ni siquiera un
rasguño. Yo mismo me senté de nuevo sin lograr comprender lo ocurrido. Desesperado,
buscaba comprender qué había pasado. ¿Dónde estaba el encanto?
Cerré los ojos y volví a abrirlos. Nuestras miradas se cruzaron. Me decidí a
hablar:
—¿Qué pasa que tu presencia me incita a tener sueños desagradables? Por
segunda vez mi imaginación, bajo la influencia de tus ojos, me ha llevado a ver algo que
no ha existido. ¿Por qué has hecho esto?
Batike sacudió su cabeza, pero luego respondió como obligada a ello. El éxito la
hacía feliz.
—El rey dice que poseo gran fuerza de voluntad, Tamburas. ¿Qué mejor sino
medir mis fuerzas con las tuyas? —Su mirada se sumergió en el vacío.— Lo que la
comparación ha dado por resultado, tú mismo puedes comprenderlo. Sin embargo, me
ha costado mucho esfuerzo llevarte a que siguieras mi voluntad. Chorosmad, el
sacerdote de los persas, que está a mi lado porque ama mi espíritu y mis esbeltos
miembros, me enseñó el secreto. Por ello yo puedo hablar y mirar a los ojos a un
hombre que esté desprevenido, llevarle a un mundo de fantasías y sumergirle en la
noche. Chorosmad es viejo. Puesto que ya domino su arte ya no gusto de su presencia.
Es una persona muy dominante y tan sólo piensa en envolverme en sus sueños de amor
de los que luego despierto con desagrado. Por el contrario, tú, Tamburas, eres joven y
hermoso. Puesto que ahora has experimentado las fuerzas que poseo sobre ti, quizá te
sentirás inclinado a depositar en mí tu confianza. Podríamos gozar indeciblemente y
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Lentamente me levanté.
—Al igual que ciertos vencedores que mantienen a los vencidos en la esclavitud,
has intentado colocarme las cadenas para que te sirviera. Con ayuda de los dioses las he
roto. Procura en lo sucesivo aconsejarte de los dioses, vence tu error y busca la verdad.
—¿Quien conoce un error ve ya la verdad? —preguntó.
—Siempre un sol de mañana anuncia el fin de la noche.
La miré, pero esta vez sus ojos se apartaron de mi mirada. Me fui y sólo escuché
el ruido de mis pasos. Pero Batike pareció querer nuevamente probar mis fuerzas e
interpuso entre la puerta y yo un lazo, un lazo de pensamientos y de sueños que excitan
la sangre. Yo pasé por el lazo, como vence el sol la luz de las estrellas. Mi amor quedó
pues como una lejana playa, un absurdo deseo que descendía en el horizonte.
El tiempo en que el Nilo se desborda sobre sus orillas y las cubre con el fango
fructífero, lo pasamos nosotros en Sais. La tierra recibió el viento del sur, trajo oscuras
nubes de lluvia y colocó sobre las colinas la niebla. Los dioses produjeron en las nubes
los terribles rayos y truenos, Zeus dirigía la tormenta y causó destrozos en las mieses
egipcias.
Bajo el cielo tormentoso, las aguas del Nilo crecieron e inundaron los campos
circundantes hasta sumirlo todo en un mar infinito. Pero al cabo de largos días, en los
que desapareció la fuerza de resistencia humana, los elementos se calmaron y el pulso
de toda vida, el sol, volvió a brillar como antes en el cielo. La fuerza de la tormenta
cedió, el agua se retiró, el Nilo recuperó de nuevo sus orillas y las aguas amarillas
volvieron a tomar sus viejos cauces. Sobre el país fecundado por las aguas se extendió
el sol con su luz potente. Los pájaros manifestaban su júbilo, y mientras los hombres al
despuntar el día se dirigían a su trabajo, cantaban sobre los campos los pájaros en busca
de la comida.
Puesto que nuevamente durante el mediodía el calor era agobiante, Cambises
sintió prisa. Mensajeros y enviados de todos los países llegaban a Sais para informar a
Cambises. Éste les escuchaba, tomaba los presentes y regalos que traían y ordenaba que
se les recompensara por su misión. Por el momento no sabía todavía el valor que tenía
la paz. Los países estaban obligados a separar oro y plata para él. Pero por
conversaciones con el rey y Prexaspes yo sabía que entraba dentro de sus planes pelear
por lo menos contra tres pueblos: los cartagineses, los amonios y los legendarios
etíopes, que habitaban al sur de Egipto y disfrutaban de muchas riquezas.
Durante la época de lluvias, Cambises había sufrido con frecuencia malhumor,
del que ni siquiera los cuidados de Erifelos habían logrado arrebatarle. A veces ni
siquiera aparecía ante sus más íntimos y se quedaba en sus habitaciones durante todo el
día. Permanecía sentado en la habitación a oscuras.
—Los días declinan —me dijo en una ocasión—, pero también la noche tiene
claridad y arde el fuego ante mis ojos, incluso aunque los cierre. Existen tantos
misterios, Tamburas. Incluso la mirada de la reina parece oculta por el velo de lo eterno.
A veces, en cambio, mi mente siente un destello de conocimiento. Queda tanto por
hacer, algo inexplicable me impulsa hacia adelante, pues todos mis actos son como agua
en un pozo sin fondo. La gloria de hoy no sirve para mañana. Por ello debo
apresurarme, llevado por la fuerza que me impulsa, y hacer que nuevas sombras se
extiendan sobre el mundo.
Luego se puso a gritar contra los fenicios que no querían atacar a Cartago y
conquistar para él la ciudad.
—Las gentes de Samos están más dispuestas a hacer esto —me dijo—. Pero son
débiles para conseguirlo —me miraba como si esperara que yo le rebatiera—.
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Meldones, el caudillo de los fenicios, dice que en ningún caso está dispuesto a dirigir
sus barcos en contra de Cartago. En esa ciudad habitan demasiados parientes y amigos,
con los que se siente unido. ¿Qué harías tú, Tamburas, si estuvieras en mi lugar?
—Si sientes hambre, señor, —le respondí con precaución—, debes buscar, como
todo el mundo, primero cocineros que puedan servirte comida que puedas comer y
beber con placer. Quien quiere segar debe sembrar primero. Cartago está lejos. En tu
lugar procuraría hallar algo para forzar a los fenicios a que se sintieran a disgusto. Junto
a los samios, son tus únicos aliados que disponen de una flota. El mar hacia el oeste es
grande y está lleno de muchos peligros. Busca primero una excusa para la guerra contra
Cartago. Búscate un camino más cómodo que pueda servir a tus propósitos.
En lo que respecta al ejército, los destacamentos persas traían noticias
alarmantes. El estado de salud de muchos soldados dejaba que desear. Los jefes
militares no se ocupaban de que los soldados a ellos confiados se endurecieran con el
trabajo y los juegos, sino que les dejaban hacer lo que quisieran. Los hombres
desperdiciaban sus fuerzas con el vino y las mujeres, de modo que enfermaban de
afecciones cuya causa resultaba difícil de establecer. Erifelos visitó a algunos de ellos. A
su regreso informó al rey.
—Tus soldados desperdician todo el día, Cambises. Se entregan a todas las
ocupaciones perniciosas e, incluso, intentan entrar en contacto con comerciantes que les
engañan y roban el dinero. Además tu gente no está contenta con lo que hace; sospecho
más bien todo lo contrario, pues su aspecto cada día empeora; pierden el prestigio de
que antes gozaban y gradualmente todo el mundo pierde el respeto por ellos.
—Tus guerreros, rey —apoyé las palabras de Erifelos—, son como los demás. Y
del mismo modo que todo el mundo, cambian sus ropas de tiempo en tiempo y son
llevados por unos u otros demonios. Castígalos con el poder de tu palabra, llena su
fantasía, dales algo que les saque de su inactividad. Abandona a los fenicios y ocúpate
de tus soldados para que renazca en ellos el fuego, sus miembros vuelvan a sentir la
fuerza y su fama no se eclipse.
Pero todo esto, en realidad, lo decía yo para apartar a Cambises de Cartago y de
mi pueblo, pues era tan cierto como la muerte que se proponía continuar la guerra por
aquellas regiones.
El rey reflexionó durante largo tiempo antes de comenzar a hablar.
—Tensaré mi arco y pondré en él una flecha. Esto será para los persas una señal.
El ejército desplazará los límites fronterizos por el sur y las banderas persas se plantarán
en tierra etíope, pues, como se dice, allí las gentes son tan ricas que ni siquiera dan más
importancia al oro que a la plata. Pero para que no me suceda como a quien sólo
escucha con un oído o incluso oculta sus ojos, primero quiero enviar emisarios. Deben
espiar, hallar buenos caminos e incluso ser buenos guías de mi gente.
Cambises sonrió astutamente.
—Desde luego, los etíopes deben haber oído hablar de mí y del arte de pelear de
mis soldados. Por ello mis emisarios no deberán ser persas, pues si tal fueran,
seguramente cortarían sus cabezas. Tú, Tamburas, te has manifestado ya capaz en otras
ocasiones... —sonrió impenetrable—. Incluso Batike habla siempre bien de ti. Alaba tu
inteligencia y busca tu compañía, pese a que, según a mí me parece, tu espíritu está más
decantado por los asuntos de la guerra. Por ello esta nueva y difícil misión recae en ti.
Realízala y te alegrarás del aplauso que recibirás, de la benevolencia y recompensa que
el rey ha de manifestar para contigo. Recorre el incómodo camino hacia el sur y graba
en tu mente lo que haya de tener importancia para los persas.
Antes de que los barcos nos llevaran de Sais a Memfis, escribí tres rollos de
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papiros con noticias mías para los míos en secreto. ¿Qué debían pensar en mi patria, en
Atenas y en Palero? Un profundo dolor me acometió. Mi fantasía se vio llena de
terribles imágenes. Agneta era ahora toda una mujer. De las cenizas del pasado surgió su
imagen bajo una nueva luz. Con frecuencia permanecía sentado con la frente fruncida y
me imaginaba su presencia, pero de nada servía. Hubo noches en que ni siquiera lograba
conciliar el sueño. Cuantas más veces me enviaba Batike mensajes para que acudiera a
verla, más decidido estaba contra ella y más me refugiaba en mis pensamientos para
Agneta, la pura, la reina que merecía realmente mi amor y cuya posesión, por lo visto,
los dioses diferían.
En el viaje de regreso, Cambises sufrió otro ataque, pero los cuidados médicos
lograron una rápida cura. Durante dos o tres días permaneció sin compañía alguna,
negando la visita a Prexaspes, e incluso a sus mujeres y fue, según me contó Erifelos, un
simple hombre que busca la paz para su corazón. Luego, como si despertara de pronto,
recuperó sus fuerzas. Estaba sentado bajo la vela escuchando el sonido del gong. Un
ligero viento del sur soplaba sobre el río; los remeros se esforzaban en su trabajo y cada
impulso suyo nos acercaba a la ciudad.
A los catorce días se divisaban ya los edificios y jardines del templo de Memfis.
Durante el viaje había pensado con frecuencia en Agneta y en mi patria, y había escrito
varios papiros con mis noticias para los míos. Al releerlos me di cuenta de que mis
pensamientos se repetían constantemente; eran las mismas frases, las mismas palabras.
Por ello rompí los rollos y eché sus pedazos a la corriente del río.
Cambises quería desembarcar con la luz del día y prometió a los remeros una
recompensa; pero a nuestra llegada la tarde comenzaba ya a perderse en el violeta de la
noche. Yo estaba fatigado por el largo viaje. El ligero viento había dejado de soplar y las
palmeras habían perdido su dulce rumor. El rey no quería que se le dispensara un gran
recibimiento. Emisarios suyos se habían adelantado y habían procurado que sus deseos
fueran cumplidos. Sin embargo, nos aguardaban una gran cantidad de dignatarios de la
corte y personalidades egipcias. En la luz de las antorchas, reconocí a Atossa. No
permitió que nadie saludara al rey antes que ella. Su mirada ignoró a Batike, que, en su
arrogancia altanera, tampoco prestó atención a su rival. La última luz del día se ahogaba
en el Nilo cuando Atossa se inclinaba ante el rey.
—Bajo la mirada de tus ojos, que durante tanto tiempo he imaginado, mi
corazón se dilata —dijo—. Atormentada de sed, aguardaba tu presencia. Sé bien venido,
mi señor. En nombre de todos los hombres y mujeres de la corte te transmito el primer
saludo.
Cambises rodeó con el brazo su cuello y posó su mejilla junto a la suya. Era más
esbelto y más joven que la mujer que a la vez era hermana y mujer suya. Me di cuenta
de que Atossa miraba a Batike por ver si adivinaba en su cuerpo alguna novedad. La
egipcia de ojos penetrantes y manos delgadas estaba tan delgada como antes de nuestra
marcha. Me pareció que Atossa suspiraba aliviada.
Cambises soltó a su hermana. La mujer retrocedió un paso. Artakán se inclinó
profundamente y muchos dignatarios se postraron en el suelo. Cambises saludó, pero
nuevamente Atossa tomó la palabra.
—El amor mora en mí igual que la preocupación, pero puesto que has regresado
sano, permaneceré junto a ti solícita para cuando dispongas llamarme.
El rey titubeó. Luego rogó a Atossa que subiera al carruaje. Pero al otro lado
colocó a Batike y se mostró con ambas igual, como si no tuviera preferencias. Los
cortesanos formaron detrás de los jinetes de la guardia real un paso. Algunos gritaron en
tono festivo:
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palabras obscenas y tocaban las espaldas y caderas de las mujeres como si fueran
catadores de vino que primero quieren asegurarse del valor de la mercancía. Un vapor
desagradable llenaba el aire. Un par de borrachos tropezaron conmigo con la boca
abierta y ojos redondos infantiles.
No, era mi casa, debía serlo, me di cuenta por un esclavo que servía a los
invitados. En el suelo, junto a las alfombras, había algunas flores deshojadas. Cuando
mis ojos miraron en derredor, reconocí todas las caras. Casi todos los hombres que aquí
se divertían eran caudillos o jefes militares de los persas y los medas.
Gritos, chillidos, risas. El alboroto me sublevaba la sangre. Mientras los
hombres no se preocupaban de mi presencia, una de las mujeres se me acercó. Yo no
conocía a la mujer, pero con sus ojos pintados de color violeta me sonreía. De sus
vestiduras blancas destacaban sus manos morenas, extendidas hacia mí como si quisiera
ponerlas en torno a mi cuello.
—¡Bien venido, rompecorazones! —dijo.
Involuntariamente retrocedí algunos pasos. Era una muchacha joven todavía; sus
hombros brillaban bajo la luz de las lámparas de aceite untados con grasa. Reía alegre y
continuó acercándose como alguien que no ceja en su empeño; se colocó junto a mí.
—¿Por qué miras asombrado a todas partes como si fueras un hombre sencillo
que regresa y descubre algo inesperado? —qué cerca de la verdad estaba—. En todo
caso, tienes aspecto de alguien que no encuentra su sitio. ¿Quién eres y cómo te llamas?
¡No te había visto nunca por aquí!
Con un movimiento calculado me dio una palmadita en la cara. En su muñeca
llevaba pulseras; un dulce perfume me invadió. Como no respondí a sus preguntas se
cogió de mi brazo. Su cara y su rostro estaban muy pintados. Tenía dientes muy blancos
y hacía todo lo posible para mostrarlos mientras reía o hablaba.
—¿Eres un invitado de honor, y por eso apareces tan tarde? —continuó con sus
preguntas—. Pareces alguien que prefiere no ser visto y que además es sordo. En
cambio, el capitán, con el que estuve sirviendo hasta ahora, era tan charlatán que hastió
mis oídos con gritos insulsos. ¡Qué placer poder gozar de tu silencio!
Realmente mordisqueaba mis vestidos, luego inclinó su cabeza con curiosidad.
—Hueles igual que el agua del Nilo y tienes aspecto de regresar de un viaje. Tu
lengua parece fatigada, casi agotada, y no tiene ganas de moverse como la de los demás
hombres. Tus manos muestran el aspecto de muy cuidadas, como si fueran propias de
un hombre que sólo se ocupa de los menesteres de la corte y del rey. Por ello quiero
cuidar de tu cansancio con toda atención, pues poseo conocimientos de las artes más
secretas. Si es que tienes deseos de ocuparte de mí, sígueme rápidamente, para que los
demás ojos no nos observen y se den cuenta de cuanto te digo. —Sonrió misteriosa.—
Te aseguro que no te desengañaré.
Era egipcia y sus ojos brillaban tan verdes como los de Batike. Pero su sonrisa
desapareció lentamente.
—¿Por qué no respondes? ¿Es que realmente eres mudo? Entre tus cejas hay
arrugas y no parece por tu expresión que estés demasiado contento. ¡Espera! Yo te he
visto en algún sitio.
Separé la capucha que ocultaba mi cabeza y me pasé la mano por los cabellos
rubios. Sus ojos se agrandaron.
—¡Tamburas! —gritó asombrada. Bajo la pintura su cara se sonrojó—. Tú eres
Tamburas, el caudillo del rey persa.
—Sí, soy Tamburas y además el dueño de esta casa. —Estaba casi sin respirar
frente a mí.— Pero tú, ¿qué haces aquí? ¿Y qué quieren esas gentes, hombres y mujeres
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perlas y oro.
—Casi creo, Tamburas —dijo con voz quejosa—, que te proporciona placer
desanimarme y torturarme. Que la juventud disculpe tus actos, apenas me sirve de
consuelo. Pero permíteme antes una comparación. Cuando alguien dice algo sobre ti que
no es agradable en tu ausencia, cómo podrías sentirte molesto. Tú estabas fuera y tu
casa sirvió a otros. Dime, ¿qué hay de malo en eso?
—¿No has hecho nada malo? —le respondí en tono de asombro—. Permite que
refresque tu memoria. ¿No permitiste que mi casa fuera sala de visita para hombres y
mujeres que se sentaron en mis cojines? ¿No tomaste por ello dinero como un hombre
sin honra? —Yo levanté el látigo.— ¡Ven hacia la casa conmigo! Allí recibirás el castigo
y todo el mundo oirá lo que guste.
Mientras yo agitaba significativamente el látigo, Papkafar pasó aterrado por
delante; estaba claro que no veía muy seguro que antes de llegar a la casa no le soltara
algún golpe.
—Ormuz no permita que hagas un disparate.
Yo hacía restallar el látigo, aunque procuraba que no le tocara. Echó a correr por
el jardín.
Mientras yo le seguía lentamente, oía su chillona voz. Las siervas y esclavos
tenían tanto respeto a Papkafar que desaparecieron al instante. Cuando yo entré en la
casa su cara cambió de expresión. Derrotado, cruzó los brazos e inclinó la cabeza.
—Bueno, Tamburas, ahora te toca a ti —dijo—. Puedes comenzar. Desde luego,
todos cometemos errores, naturalmente también yo los cometo; pero en el último tiempo
creo que no he hecho sino acrecentar nuestras fortunas, la mía y la tuya. Incluso mandé
que repintaran la fachada.
—Oye, pobre esclavo —le respondí airado—, ¿es que quieres convencerme de
que tan sólo te preocupaste de mejorar mi casa durante mi ausencia? ¿Es que te has
procurado toda esa compañía por mi bien y no por tu egoísmo? ¿Quizá no sabes,
esclavo, que todo el oro que tú tengas no te pertenece, sino que es propiedad mía?
Papkafar extendió sus manos en ademán de súplica.
—Pero, ¿crees realmente, Tamburas, que durante este tiempo he pensado en algo
distinto a tus intereses? Soy un esclavo y te pertenezco. Del mismo modo todo cuanto
poseo te pertenece, y todo cuanto tú adquieres repercute en mi bien, puesto que soy yo
quien administro tus bienes.
—Te presentas más desprendido de lo que en realidad eres —le dije—.
Realmente, para hallar un mentiroso como tú debería recorrer medio mundo. ¡Quizás
incluso debería llegar a la conclusión de que no existen gentes de tu ralea! ¿Invitaste a
toda esa gente y a las mujeres tan sólo para mejorar el aspecto de mi casa? ¿No me lo
hubieras ocultado todo si no te hubiera sorprendido? Voy a decirte, esclavo, lo que
pienso de ti. Después de que saqueaste a tantos soldados y ya no hallaste medio para
continuar con tus robos, has intentado situar tus negocios a escala mayor. Es decir, ahora
ya no han sido esclavos sino caudillos y jefes militares las víctimas de tu avaricia. Como
he podido comprobar, tuviste éxito en tus propósitos e incluso lograste convertir mi
propia casa en un lupanar.
Papkafar suspiró profundamente.
—Deja que te explique, Tamburas, cómo sucedió en realidad. Te digo toda la
verdad, pese a que a veces pueda sonar a mentira. Escucha pues. Después de que el rey
marchara y tú con él, en una casa, visitada tan sólo por gentes destacadas y a la que no
tenían acceso los soldados, ocurrió una lucha. Un persa de alto rango perdió la vida. El
dueño de la casa era amigo mío. Temía, naturalmente, el castigo que pudiera
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CUARTA PARTE
Fue mucha agua del Nilo la que desembocó en el mar plateado antes de que
alcanzáramos Tebas. El barco que nos llevaba era una barcaza de remeros egipcia. Cada
día, cuando el sol se ponía, anclábamos junto a la orilla y pasábamos la noche bajo los
rayos de la luna. La tripulación se procuraba los víveres con la luz de las antorchas
durante la noche. Se amasaba pan y se cocinaba mientras se podían escuchar durante la
noche gritos de animales salvajes y se podían ver las fauces de los cocodrilos.
El propietario del barco era un egipcio joven que amaba mucho su navío y decía
que era el más veloz de todos. Para causar mi admiración, forzaba los esclavos a que
remaran con más brío, pues a causa del viento desfavorable no podíamos emplear la
vela. Además, no permitía nunca que ningún barco nos adelantara. En cambio,
procuraba por todos los medios avanzar a cuantos divisábamos delante de nosotros.
Cuando lo lograba, y no recuerdo ninguna ocasión en que no lo consiguiera, sonreía
satisfecho como si acabara de realizar una proeza. Se dirigía a sus remeros y les
felicitaba a cada uno en particular, dándoles apodos como el «incansable», «brazos del
barco», «fuerte cocodrilo» y «viento sobre el agua». Sin prometer a la tripulación
raciones extraordinarias o cualquier otro tipo de recompensa, lograba que su gente
realizara los máximos esfuerzos.
Cuanto más avanzábamos hacia el sur, más se estrechaba el cauce del río.
Escuchando los cantos de los pájaros de aquellas regiones, pasábamos por estrechos
peligrosos y encontrábamos a nuestro paso muchos barcos encallados en rocas o
cualesquiera otros obstáculos ocultos en el río. Por eso nuestro guía viajaba en esos
parajes con una sonda en la parte anterior del barco para evitar que la corriente del río
nos deparara sorpresas peligrosas. Un grupo de marineros se ocupaba constantemente de
verificar la profundidad de las aguas, y en caso de encontrar el paso libre, movían sus
brazos a la vez que decían:
—¡Adelante! —Luego continuaban gritando:— Podemos pasar.
Pero a veces advertían a la tripulación de que el lecho del río era poco profundo
y entonces el barco realizaba toda clase de maniobras para evitar los escollos.
Sin embargo, pocas eran las veces que nuestro barco se veía obligado a cambiar
su rumbo, pues nuestro capitán conocía estas aguas como su propia casa y sabía
conducir el barco por los lugares más aptos para evitar retrasos. Muchas veces él mismo
tomaba el timón y maniobraba con su barco. Siempre al hacerlo me miraba orgulloso de
su destreza, esperando la natural alabanza de nuestras bocas.
Durante este tiempo tenía muchos ratos libres que ocupaba conversando con
Olov. ¿Dije ya que fue una vez más compañero de viaje? Mi misión real no había
permitido al pelirrojo que continuara sus vacaciones. Fue él mismo quien solicitó del
rey participar en la misión encomendada, esperando conseguir con esto nuevos triunfos
y laureles.
—Oh, señor, abismo de sabiduría —le dijo—, que sabes hallar el camino para
conquistar el mundo. Llena las esperanzas de mi corazón y no me castigues con la
inactividad. Siento que mis huesos enmohecen. Permíteme que acompañe a Tamburas y
manda que seamos tus emisarios en el sur. ¡Qué fácil te es contentarme! Ya veo a
Tamburas con la cabeza rota o con la garganta cortada. Solo, se encontrará como un
hombre sin brazos o sin piernas, precisamente en un país desconocido. Durante tiempo
hemos marchado siempre codo junto a codo, acoplando nuestros actos el uno al otro
como si fuéramos una única persona. Juntos es seguro que nada malo puede sucedernos.
Juntos es seguro que regresaremos cerca de ti. Hemos conocido tu gloria y sabemos
apreciar tus dones. Ahora te ruego, señor, que nos envíes juntos, pues siempre cuatro
ojos ven más cosas que sólo dos y un compañero puede completar lo que uno informe,
si es que luego hay algún detalle que te parece necesario completar.
Lo que impulsaba a Olov a actuar de este modo me era ya conocido. Temía que
nuevamente mi gloria le ofuscase sus consecuciones. Pero a mí su compañía me
resultaba agradable, pues es cierto que en momentos de peligro podía confiar totalmente
en él. Por ello aprobé sus palabras y me alegré de que Cambises consintiera en ello.
Así pues, ambos nos encontrábamos en medio de la corriente del Nilo y
marchábamos en dirección del país del sol ardiente. Pasábamos la noche junto a la orilla
y continuábamos nuestra marcha al despuntar el alba. La orilla estaba llena de palmeras;
las aguas, de cocodrilos que miraban fijamente nuestro barco. Todos sentíamos terror
ante esa mirada fija que nos seguía hasta que el barco desaparecía de su vista.
En Tebas la tripulación descargó nuestro equipaje. Yo pagué el precio convenido
al dueño del barco y recompensé generosamente a los esclavos de la tripulación. El
comandante que estaba al frente de aquella ciudad tenía noticias de nuestra llegada. Nos
recibió con los honores debidos y nos cuidó excelentemente. Mientras Papkafar juntaba
todas nuestras cosas, pues en estas cuestiones sabía desenvolverse muy bien, Olov y yo
marchamos al banquete que nos habían preparado. Teníamos curiosidad por saber cosas
de Etiopía, pero los persas lo único que sabían es que el país en cuestión se encontraba
en la parte sur de Egipto y que en sus cercanías había nómadas, generalmente nubios y
no etíopes, gentes que corrían tan rápidamente casi como los camellos en los desiertos.
Mientras Papkafar compraba lo necesario y cargaba nuestros carruajes, Olov y
yo fuimos a dar una vuelta. Visitamos la casa sagrada y el bosque de la muerte de la
antigua capital de Egipto. Ahora que Memfis era la sede principal del país y se había
convertido en la ciudad de la gente rica y privilegiada, Tebas había perdido mucho de
sus viejos esplendores. El valle de los muertos continuaba, sin embargo, vigilado,
aunque en parte estaba derruido; de generación en generación cuidaban de los lugares
sagrados donde se hallaban los cadáveres embalsamados y los sarcófagos, llenos de
pinturas. La mayoría de tumbas de reyes y de dignatarios egipcios habían sido
despojadas en el último siglo. Pero muchos artesanos, pese a que eran muy exiguos sus
ingresos, habían permanecido en esta ciudad aguardando un milagro que volviera a
recuperar para la ciudad su antiguo esplendor. Olov y yo asistimos incluso a la
ceremonia de disecar un cadáver. Un viejo embalsamador nos contó detalladamente
todo el proceso.
Primeramente los egipcios extraían con unos garfios el cerebro del cadáver por
la nariz y por el mismo camino echaban un jugo. Luego vaciaban el cuerpo, y los
lugares que habían quedado vacíos los rellenaban con hierbas olorosas. Seguidamente
sumergían al cadáver en salmuera, donde permanecía quince días, al abrigo del sol. Tras
esos días, todas las partes del cuerpo eran envueltas en tela a la vez que untaban el
cuerpo con un líquido especial que adhería totalmente la tela al cuerpo; luego repetían la
misma operación con lino. Finalmente, los cadáveres, reducidos en su tamaño,
aproximadamente a la mitad, eran colocados en cofres, que según la categoría estaban
más o menos bellamente adornados. Estos cofres se colocaban en cámaras dentro de
rocas, que tenían un clima muy frío y seco, donde la momia descansaba hasta que
llegara el día en que algún ladrón de sepulturas se apoderara de ella y la devolviera a la
luz del día, para enriquecerse con sus tesoros.
En general, a Olov le gustó el procedimiento de conservar los cuerpos de los
muertos. Lo único que le desagradaba era que se colocaran ácidos al cadáver y se
vaciara sus cuerpos. Me dijo:
—De todos modos, es mejor permanecer a lo largo del tiempo de esa forma, que
ser devorado por cuervos y chacales y dejar los restos para que fecunden la tierra. Es
una pena que las momias sean tan pequeñas. Es una pena, digo, porque si yo me
sometiera a mi muerte a tal procedimiento, hubiera podido conservar mi figura para
asombro de cuantos me vieran.
Para cumplir los deseos del rey, partimos al cabo de cinco días en dirección
hacia el sur. Papkafar había adquirido diez siervos, hombres corpulentos, individuos
perdidos y sin familia, puesto que tan sólo gentes que todo lo tuvieran perdido podían
embarcarse en tales aventuras.
Olov y yo viajamos en camellos. Cabalgar encima de estos animales me
resultaba incómodo. Ya al primer día me sentí enfermo. Makabit, nuestro guía, un
bastardo de padre egipcio y madre nubia, que los persas nos habían proporcionado
porque conocía el idioma de los etíopes, me dio unos polvos hechos de plantas secas. En
la boca formaban una espuma que tenía sabor amargo, pero realmente creo que curaron
mi malestar de modo que recuperé mis fuerzas. Olov se reía. Cabalgaba en medio de las
gibas de su camello muy satisfecho y se encontraba tan feliz como pez en el agua.
Yo gustaba del fresco de la noche y de la madrugada, pero cuanto más
avanzábamos hacia el sur más calurosa era la temperatura, de modo que sólo podíamos
cabalgar antes del mediodía y por la tarde cuando el sol se había puesto. Yo pensaba en
el ejército y me decía que esto resultaría un inconveniente quizá grave. Para protegernos
del sol, Makabit nos dio un chal blanco que nos colocábamos en la cabeza y protegía
nuestros hombros y espaldas. Ya al cabo de pocos días nuestros rostros habían
oscurecido notablemente. Papkafar iba siempre sentado a la sombra del carro. A causa
de su obesidad, sudaba mucho.
Nuestras bestias de carga eran de lo más apropiadas y realmente se comprendía
que no podían sustituirse por caballos. Cambises habría de equipar su ejército con
camellos en abundancia. Según me dijeron, los camellos sólo necesitaban beber cada
cuatro o cinco días. Makabit decía que era falso lo que ciertas gentes suponían de que
los camellos guardaban el agua en una bolsa junto al estómago. La verdad era,
aseguraba él, que estas bestias no sudan como los hombres y los caballos y por tal razón
apenas necesitan ingerir líquidos.
—Pon la mano en su piel, señor; incluso en los días más calurosos podrás
comprobar que no se calienta sino muy poco.
Les daba, además de la habitual ración de bebida, cada diez días, algo de sal.
Según me pareció, las bestias lo agradecían con la misma alegría que un hombre un
pastel. Al preguntarle, Makabit encogió los hombros. Ni siquiera él sabía por qué se lo
daba. Los camellos necesitan la sal, así se lo habían enseñado los ancianos. Pero luego
dijo:
—La sal logra que se necesite menos líquido. Tal como sabes, señor, se puede
conservar carne fresca durante más tiempo si se ha puesto antes durante cierto tiempo en
una vasija con agua salada, porque entonces se reseca menos.
Los camellos no eran muy exigentes para la comida. Durante la noche comían
las pocas hierbas secas que encontraban en el suelo. Naturalmente, mientras dispusimos
en abundancia de agua la recibían hasta saciarse.
El terreno se hacía cada vez más seco y árido. Las plantas verdes crecían sólo en
las cercanías de los charcos. El paisaje cambió en sabanas y selvas. Divisábamos
innumerables animales, manadas de elefantes, jirafas, antílopes y rinocerontes y a veces
nuestra caravana advertía incluso leones. Papkafar lo miraba todo desde el carro con la
cara blanca como el yeso, pues los animales salvajes mostraban realmente muy poco
respeto ante nosotros, hombres. Se acercaban a nosotros y huían sólo cuando les
gritábamos. Makabit nos había indicado que debíamos gritar bien fuerte, pues las fieras
se asustan por lo visto, de ese modo.
Casi todas las tardes marchábamos Olov y yo con nuestro guía a cazar.
Hallábamos búfalos, disparábamos flechas a los antílopes en cuanto los veíamos
acercarse. En una ocasión toda una manada de jabalíes se me vino encima, de modo que
hube de salvarme dando un gran salto a la rama de un árbol que estaba junto a mí.
Las gentes de aquellos parajes vivían en chozas. No eran etíopes, sino negros de
frente ancha y rostros oscuros. Esos nubios habían servido anteriormente a los egipcios
como esclavos. Llevaban adornos de colmillos de elefantes o de plata y parecían muy
valientes, pues cazaban incluso cuatro o cinco elefantes grandes. Pero también en las
cacerías a veces alguno hallaba la muerte. Su único vestido era un taparrabos. Contra las
moscas y mosquitos protegían su piel con grasa maloliente. Los cabecillas y más
valientes llevaban pieles de leopardo sobre los hombros. Sus voces eran roncas. Makabit
lograba entenderse con ellos. Parecían tan ingenuos como desconfiados, y una vez temí
por nuestras vidas, pues nuestra vida dependía de una concha de la que los adivinos y
hechiceros obtenían todo su saber. La llamaban la concha madre.
A nuestra llegada el hechicero colocó su oído en la concha y anunció a su estirpe
la llegada de doscientos guerreros; así se lo había contado la madre concha; nosotros
éramos amigos y no les amenazábamos con ningún peligro. Respiré aliviado.
En este pueblo fuimos testigos de una extraña ceremonia. Los negros
atravesaron con la lanza sagrada una vaca. Los hombres saltaban por encima de ella y
recogían en vasijas la sangre que manaba. Sobre cenizas se encendió un fuego sobre el
que se colocó la vasija con la sangre, luego todos bebieron de ella. También nosotros
tuvimos que beber. Bebimos pese a la repugnancia que nos causaba, pues muchas
moscas se habían ahogado en la vasija, pero todos nos miraban por ver si realmente
bebíamos.
Papkafar carraspeó por dos veces, pese a que en realidad hizo como si bebiera,
pero yo me di perfecta cuenta de que no había probado una sola gota. Luego, al cabo de
un rato, volvió a carraspear por tercera vez; me di cuenta entonces de que algo le
pasaba. Al final vomitó y Makabit hubo de esforzarse por convencer a aquellas gentes
de que hacía ya días que se hallaba enfermo. Yo envidié a mi siervo, pues mientras él
descansaba en una tienda nosotros hubimos de beber más de aquella sangre hasta que
comenzaron a oírse los gritos de los animales de la noche.
—Realmente —dijo Papkafar al día siguiente—, viajar contigo, Tamburas, es
algo tan fatigoso para mí como para un pez nadar en la arena del desierto. No es que me
queje, pero no encuentro el sentido a todo esto. ¿Por qué quiere el rey conquistar un país
como éste? Son más tontos que las vacas; realmente saben cazar y comportarse con sus
mujeres de modo que su estirpe no se pierda. Pero se ponen en el pelo excrementos de
vaca y cuando se embadurnan con grasa todo el aire se llena de la peste que hacen hasta
el punto de que los animales, incluso, huyen. Prefiero no pensar en todas las cosas que
hacen, no sea que de nuevo mi estómago no lo resistiera. ¡Ah! Tamburas, si todo esto
fuera un sueño, quizá podría despertar de él y poder contarlo...
Continuamos nuestro viaje hacia el sur y abandonamos las estepas. Llegamos a
una región pantanosa, poblada de rinocerontes y llena de prados y serpientes y largos
cocodrilos. Makabit daba la vuelta a muchos pantanos, por eso perdimos mucho tiempo.
Por las tardes, al anochecer, con luz de una antorcha, anotaba yo el camino recorrido
sobre un rollo de papiro. Olov era más sensible que yo a las picaduras de insectos, sus
mejillas estaban hinchadas y constantemente se daba palmadas para aplastar a alguno
que se posaba sobre su piel.
Estábamos, según Makabit decía, en la tierra del Nilo negro. Aquí se bifurcaba la
gran corriente. Me dibujó con la mano en la arena cómo transcurría el Nilo. Una tarde
—estábamos acampados en las proximidades del río— oí un grito. En contra de sus
habituales costumbres, Papkafar se había decidido a lavarse algo el cuerpo. Pero las
grandes rocas que había por allí terminaron por parecerle enormes cabezas de
cocodrilos.
—Por todos los demonios de la noche —dijo Papkafar, asustado mortalmente,
cuando regresó—. De poco muero en las fauces de esos terribles animales. Tres pasos
me separaban del agua, cuando me di cuenta de mi error. No, no, Tamburas, te aseguro
que de ésta yo no salgo. ¿Es que te he seguido hasta aquí para que me destrocen esos
bichos?
—No hables tan fuerte —le dijo Olov—. Podría ser que oyeran tu voz y se
asustaran.
Cuando marchamos con él para ver a los supuestos cocodrilos, el barbarroja se
puso a burlarse de él.
Yo eché una piedra enorme al agua y aquellas «cabezas» permanecieron quietas
sin moverse un solo ápice. Pero entonces apareció un auténtico cocodrilo que se lanzó
sobre la piedra como si se tratara de una presa. Realmente aquellos animales eran tan
largos como tres hombres. Quedamos petrificados por el terror.
Al día siguiente Papkafar dijo que apenas había dormido durante toda la noche.
Cuando logró conciliar el sueño tuvo una pesadilla de la que despertó en seguida, pues
una manada de cocodrilos se le tiraba encima.
Recorrimos el río para hallar un paso. Al cabo de cierto tiempo hallamos un sitio
en que el cauce se estrechaba. Los siervos, con lanzas, probaban la profundidad de las
aguas. Makabit iba delante de ellos. Hacia el medio del río vi que sus caderas
desaparecían en el agua, luego se hundió hasta el pecho; por fin alcanzó la orilla
opuesta. Así pues, los siervos condujeron por las aguas a los camellos. Papkafar iba
montado en un dromedario y se ocultaba la cara con las manos, pues prefería no ver el
peligro.
No sucedió nada. Makabit llevaba razón al decir que allí no había cocodrilos,
pues en donde las aguas se agitan tales animales no abundan. Prefieren estar en aguas
quietas desde donde espían a sus víctimas. Cuando ven a un animal herido lo tragan
simplemente. Cuando Makabit contaba estas cosas, Olov se reía y decía que le hubiera
gustado ver alguna de tales escenas.
Pero Papkafar durante todo el día se mostró enfadado porque algunos siervos se
habían burlado de él.
—¡Esa plebe! —se quejaba, enfadado—. Cuando más prudente es un hombre,
más perdura en la vida. El inteligente sabe que tan sólo puede perder la vida una vez.
Tan sólo el necio es el que se entrega irreflexivamente al peligro, porque su razón no
alcanza, a imaginarse lo que puede suceder al instante siguiente. En cambio, yo ya veía
en torno mi dromedario a los cocodrilos tirando de mis pies. —Frunció la frente.—
Sobre Olov prefiero no decir nada, pero tú también, Tamburas, parece que no poseas
una potente imaginación, pues estabas como un niño que no prevé nada. Así pues, yo no
pienso perder mis precauciones y espero que mi oráculo no me haya engañado y
efectivamente logremos salvar todos los peligros que nos amenazan.
Lentamente fueron desapareciendo los pantanos. El terreno se hizo más
accidentado. Las colinas que se elevaban por estas regiones nos impedían divisar el
camino que nos quedaba por recorrer.
Precisamente aquí comenzaba el país de los etíopes. En el idioma de mi pueblo,
de los griegos, Etiopía equivale a «cara quemada». Los mismos habitantes denominan
su país la mesa del sol, pues tiene la forma de un llano elevado. Antes de que nuestros
camellos comenzaran la ascensión, pues el camino se elevaba, contemplamos algunos
restos humanos que se encontraban en este lugar. Semejaba que en este escenario se
hubieran desarrollado largas batallas, por lo menos tal parecían indicar los restos óseos.
Papkafar dijo solemnemente:
—Penetrar en este país ha sido cosa conseguida, pero nadie puede garantizar que
lograremos regresar.
¿Qué podíamos responderle? Comenzamos pues el ascenso entre las rocas. Día a
día el camino se elevaba hacia lo alto. Makabit nos indicó que desde ciertos
promontorios los etíopes se hacían señales con finos hilos de humo. Vimos algunos
hombres esbeltos con escudos y aires de guerreros, pero pese a que nuestros esclavos les
llamaron, echaron siempre a correr. En lo que respecta a sus cabezas, no eran tan negras
como las de los habitantes de los desiertos y del país de los pantanos. Pelo muy negro
cubría sus cráneos, pero la cara recordaba en sus facciones a los persas y armenios.
Puesto que no podíamos hallar de momento contacto alguno con los hombres de
aquellas regiones, por la noche hacíamos vigilancia frente al campamento.
—La gente de estos parajes es de espíritu muy guerrero —indicaba Makabit—.
Vigilan muy orgullosos su miel y el mijo. Al que se acerca sin ser llamado, le derriban o
asaltan, para luego preguntarle qué es lo que quiere.
Yo le pregunté acerca de las riquezas naturales y añadí que los persas creían que
los etíopes eran muy ricos. Makabit encogió sus hombros.
—Esto es cierto y no lo es a la vez. En el ganado tienen su gran riqueza. El oro
abunda en su tierra, pero ellos no le dan gran valor, pues emplean el metal amarillo para
hacer las puntas de sus lanzas y flechas. Ya ves pues, Tamburas, que según el valor que
se dé a las cosas todo varía. Sucede lo mismo que con la comida: lo que a uno place,
disgusta a veces a otros.
En un lago que debía ser la fuente del Nilo —los moradores de la región le
llamaban el lago azul—, encontramos algunas localidades. Las gentes sabían ya que
llegábamos. Los que hacían señales con el humo se lo habían indicado. Después del
primer momento de timidez, las gentes parecían muy amables. Makabit habló con varios
de sus jefes. Por fin indicaron que para llegar a donde habitaba el rey de aquel país
debíamos viajar todavía más de diez días.
Junto con los etíopes, nos bañamos en el lago. Estaban habituados a bañarse a
menudo. Las mujeres iban desnudas y chapoteaban con los niños, sin avergonzarse de la
presencia de extranjeros. Olov se divertía junto a un grupo de muchachas jóvenes.
Reían, mostraban sus blancos dientes y jugaban con él. Por lo visto, se admiraban de lo
corpulento que era Olov, pues incluso le señalaban con el dedo. Una mujer que llevaba
un niño en brazos señalaba a Papkafar sus pechos. Luego metió su mano por debajo de
su ropa y comparó sus pechos con los de mi criado, pues éste estaba realmente obeso.
Olov parecía excitado.
—Las muchachas no me dejan, como si fuera un buen pedazo de carne para su
comida —dijo.
Sudaba y se tomó un largo trago de agua, casi tanta como beben los camellos.
Al cuarto día, contado a partir de nuestra partida del lago, sucedió algo. Yo iba
montado al lado de Olov al final de la caravana. Habíamos divisado, en la pradera de
detrás de unas rocas, a varios hombres. Los primeros camellos daban entonces la vuelta
por unas rocas enormes que por su gigantesco tamaño parecían montañas. Oí un grito, y
puesto que un siervo, un hombre que tenía una gran cicatriz en la frente, echó
inmediatamente su lanza, la horda de guerreros etíopes avanzó. Quizá no entraba en sus
propósitos el atacarnos y tan sólo deseaban preguntarnos hacia dónde íbamos y por qué,
pues suyo era el país y éramos extranjeros que caminábamos sin permiso. Pero era ya
demasiado tarde. Olov y yo avanzamos con nuestros camellos. Vi la luz del sol que se
rompía en la punta de la lanza de un etíope. Un esbelto guerrero les gritó algo en un
tono muy gutural. Se lanzaron como una nube sobre nosotros. Cayeron dos siervos, y un
tercero además. Olov ardía de indignación y sacó su espada.
Comenzó a pelear. Una lanza de refulgente punta chocó contra mi escudo y cayó
a tierra. Ya otro etíope parecía dispuesto a atacarme, pero yo era más rápido en el
manejo de la espada y le alcancé en el cuello. Papkafar me llamó, antes de desaparecer
en el carro. Yo me dirigí hacia allí. Estaba agarrado a un guerrero. Mi espada le alcanzó
aún a tiempo. El hombre abrió la boca gritando. Su vestido iba sujeto con agujas de oro.
Pero mi espada le había atravesado el pecho. Se escuchaban gritos y gemidos por todas
partes. No había tiempo para largas explicaciones. Makabit desapareció rápidamente y
tampoco los siervos parecían dispuestos a dejar allí gratuitamente la vida.
Olov y yo intentamos avanzar con los camellos rechazando los golpes de los
etíopes con nuestros escudos. Varias veces oí al barbarroja dar gritos de satisfacción; el
combate era algo que le causaba siempre alegría. Con su barba y su enorme figura,
recordaba siempre a un guerrero nórdico. El hombro izquierdo le sangraba.
Junto a mí y más lejos incluso, algunos etíopes huían en desbandada; algunos
estaban heridos. Junto a las rocas continuaba la lucha. Un siervo se ocultaba detrás de su
camello. Pero por el otro lado le atacaron otros tres con sus lanzas por la espalda. Junto
a mí, Olov acudió en su ayuda. Las oscuras figuras desaparecieron como un grupo de
pájaros huye ante un ruido que los asusta. No eran muchos, quizá veinte o veinticinco;
pero después de un grito del cabecilla, se agruparon y buscaron su salvación en la huida.
Corrían muy rápidamente, quizá más que nuestros camellos. Olov quería seguirles, pero
le ordené que regresara.
Tres siervos habían muerto y otro estaba gravemente herido. Con asombro
observé que Papkafar ni siquiera se quejaba ni tenía nada que decir de nuestros actos,
sino que ayudó a curar a los heridos. Yo vi cómo Makabit terminaba con un etíope
herido. Era ya demasiado tarde para detenerle. Doce de los atacantes estaban en el suelo
muertos.
¿Es que el ataque había sido una advertencia de los dioses? Me pareció que
había suficientes razones para interrumpir nuestro viaje hacia el rey. Por la razón que
fuera, el combate había comenzado, quizá fuera a causa de una incomprensión, de una
imprudencia de algún siervo de los que permanecían muertos en el suelo. Pero, ¿cómo
lograr explicarse? Una herida, una muerte son muy difíciles de reparar.
Informé a los demás de mi decisión. Papkafar elevó sus ojos al cielo.
—Gracias a Ormuz —murmuró—, que por fin recuperas la razón, Tamburas. Es
mejor que huyamos antes de que esos carniceros regresen con nuevos guerreros y
armas.
Olov llamó a los siervos. Se habían preocupado muy poco de sus compañeros
heridos, y habían preferido saquear a los etíopes muertos, de los que lograron conseguir
mucho oro. Papkafar insistió en su propuesta.
—Ordena la retirada. Esos individuos pueden regresar en cualquier momento y
nada podremos contra ellos.
No le contesté nada y ordené la marcha.
Anduvimos durante todo el día y la noche siguiente. En las horas de la
madrugada hicimos un breve descanso para dar de comer a los animales. Evitamos el
encuentro de pueblos y localidades, pero por la tarde hombres y animales estaban
agotados y ordené que se montara el campamento.
No se podía resistir a las necesidades físicas. Me dormí casi inmediatamente,
pero soñé de manera agitada. Los leones me daban caza, había de salvarme de los
ataques de los cocodrilos y de los búfalos. Luego Cambises sonreía con sus astutos ojos
y se divertía con Batike. Por fin me dormí, aunque varias veces me desperté aterrado.
Estábamos en un recodo, que no nos permitía divisar las cercanías, pero parecía
que se oyeran voces. El siervo que estaba encargado de guardar el campamento con su
vigilancia estaba dormido detrás de una roca. Le desperté con una patada. Se asustó,
pero mientras murmuraba algo, los párpados se le volvieron a cerrar.
También nuestros atacantes debían descansar en algún lugar, me dije. Así pues,
dejé al vigilante allí donde estaba y me coloqué debajo del carro, donde Olov roncaba.
Durante algún rato volví a sumirme en el sueño. Nuestros camellos, atados por las patas,
comían hierba que encontraban junto a ellos. Pero a mí continuaba pareciéndome oír
ruidos extraños. Era como el sonido de tambores. El sol de la tarde descendía como un
ojo rojo en el cielo y formaba al adentrarse en el horizonte un velo rojizo. Morfeo llegó
y me tomó en sus brazos, más allá de los límites de la realidad.
Era ya la mañana cuando desperté. Papkafar me daba golpes en los hombros. En
sus ojos se reflejaba el temor. Al recuperar la conciencia desapareció de mis músculos el
cansancio. Papkafar señalaba hacia el cielo. Cuatro enormes columnas de humo se
elevaban hacia él. Olov estaba junto al carro.
—Tam, tam, tam, tam.
En algún sitio estaba claro que resonaba un tambor. Makabit vino y se apoyó en
su espada.
—Es ya tarde, Tamburas. Han corrido más que nosotros y durante la noche nos
han alcanzado. Nuestro camino lleva a la muerte, está claro, pero es mejor que no
seamos nosotros los primeros en avanzar, pues para morir igual podemos morir aquí.
Desearía, sin embargo, tener plumas, pues con plumas en la cabeza los etíopes
seguramente me escucharían.
Uno de los siervos castañeteaba con los dientes. Ocultaba cuanto había robado
de los etíopes muertos, bajo una piedra, como si deseara salvar antes lo robado que él
mismo. Miré al herido, pero ya había muerto.
—¡Ya vienen! —gritó alguien con voz angustiada.
Olov me hizo una seña y desenvainó su espada. Yo me dirigí hacia él y me situé
allí donde el terreno hacía un declive.
Venían hacia nosotros como una corriente inacabable. Los etíopes formaron
grandes círculos en torno a nuestro campamento. Eran esbeltas y orgullosas figuras con
grandes escudos y lanzas más altas que un hombre. Se movían casi sin hacer ruido, sin
gritos, tan sólo un sordo rumor les acompañaba. Uno de ellos parecía el jefe. La piel de
leopardo brillaba sobre sus espaldas. Movía su lanza hacia arriba y hacia abajo
constantemente y según sus movimientos los guerreros apresuraban el paso o andaban
más despacio, de modo que el círculo se hiciera más simétrico y estrecho.
Pese al sol que anunciaba ya con sus rayos la mañana, sentí un escalofrío. Hice
una señal a Makabit.
—Llámales y diles que somos inocentes de la muerte de sus compañeros. No
hicimos sino defendernos.
Hizo lo que le dije, pero sus palabras fueron como el chispazo de un fuego que
el viento aviva. Nada cambió en la cara de los etíopes. Acompasaron más sus pasos y
formaron el círculo más compacto.
Un grito de alerta. Los guerreros de la primera fila movieron sus escudos y
levantaron las lanzas. ¿Era la señal de la muerte? Yo me estremecí y me situé detrás de
mi escudo. La luz de la mañana se hizo blanca. Olov carraspeó nervioso.
—Soy realmente un idiota, Tamburas —dijo con voz entrecortada—, he
cambiado mi comodidad en Egipto por un objetivo incierto, para conseguir nuevamente
ser un igual a ti. Ahora me veo como una rata en una trampa. Pero antes de que mi
sangre fluya y riegue la tierra, seguro que detrás de mi escudo lograré quitar la vida por
lo menos a un par de etíopes.
Tales fueron las palabras del barbarroja frente a la inminente muerte. Yo no le
respondí, pues los guerreros que avanzaban, parecían aguardar nuevamente un grito de
su jefe. Detrás de ellos avanzó la segunda hilera con la lanza a punto.
De pronto detrás de mí sonó una voz muy clara, como un perro que aullara.
Papkafar, que se había ocultado detrás del carro, estaba junto a mí con su enorme
barriga. Una excitación patente se reflejaba en su rostro y hacía que sus miembros se
movieran. ¿Se había vuelto loco mi siervo?
—¡El sol! —gritó a la vez que con sus brazos le señalaba.
Entre los etíopes se oyó un siseo. Como si Papkafar con sus movimientos
hubiera comenzado un juego mágico, la luz del sol pareció debilitarse. El sol se
oscureció como si una invisible mano de Dios se hubiera puesto delante. El cielo se
llenó de sombras y Zeus, que anda envuelto en el viento, mostró su poder sobre nuestras
cabezas.
—¡El sol desaparece! —gritó Papkafar con voz excitada.
Y lo invisible, que rige sobre la cuna y la muerte, sopló un aire helado. Los
etíopes soltaron sus armas de la mano y con los ojos fijos miraron a Papkafar que con
saltos grotescos se agitaba como un mago. Otros, temerosos, miraban hacia el cielo.
Algunos gritaron aterrados y llamaron a su jefe. Mientras, el sol se volvió gris como la
ceniza.
Un estremecimiento pareció recorrer el mundo. El horizonte se oscureció y todos
los árboles, arbustos, declives, montañas, se sumieron en las tinieblas como ante un
peligro desconocido. Los pájaros chillaban angustiados, nuestros camellos intentaban,
pese a las ataduras, echar a correr despavoridos. Yo vi una manada de grullas que se
lanzaban aterradas sobre las piedras, como si buscaran un refugio seguro.
Naturalmente había oído hablar en ocasiones de las tinieblas del sol. Los sabios
de los babilonios, persas y griegos contaban cosas sobre esto y especialmente entre los
babilonios había quienes se ocupaban tan sólo de investigar las fuentes del día y de la
noche y creían que podían incluso predecir con antelación un eclipse de luna. Yo nunca
había visto un eclipse de luna ni de sol, a no ser que quisiera entender por ello la
ocultación del sol detrás de las nubes.
Pero en una hora como esa no se piensa ni en los sabios ni en su sabiduría. El
conocimiento de la impotencia del hombre me sobrecogió y me hizo sentirme como
indefenso polvo. Los dioses hablaban y con su aliento producían aire helado, la
oscuridad se cernía ante nuestros ojos. Makabit gritó, también nuestros siervos proferían
gritos aterrados junto a los etíopes. Repentinamente, de golpe, se precipitaba la noche.
La vida desaparecía y los animales perdían su tranquilidad. Papkafar estaba en el centro
como un mago, con la mano frente a sus ojos. Con la otra, la derecha, señalaba el cielo,
como si quisiera coger las tinieblas y enrollarlas.
La oscuridad era total. Los etíopes se postraron en el suelo y tocaron con sus
frentes la tierra. Mientras yo me sentía casi incapaz de comprender lo ocurrido, vi
avanzar al jefe de los etíopes. Sus armas habían quedado abandonadas en algún lugar
del suelo. Extendía sus brazos hacia adelante en ademán de súplica y se puso frente a
Papkafar de rodillas. Gritó algo. Sus ojos miraban aterrados a todas partes. El día
parecía terminar en lugar de comenzar, tal era la oscuridad que reinaba.
Cuánto rato duró esta situación, durante cuánto tiempo quedamos sumidos en la
noche a deshora, no lo recuerdo. Los etíopes parecían realmente aterrados. Clamaban
con sus gritos y sus movimientos con toda seguridad a sus dioses que tuvieran piedad de
ellos. Miraban con actitud de adoración a Papkafar, que parecía dominar las tinieblas y
poder decidir el momento de su desaparición.
Papkafar me susurró al oído:
—¡Alabado sea Ormuz! En un instante se ha ocultado el sol bajo su poder.
Tamburas, toma esto en consideración y ten en lo sucesivo más respeto por tu siervo.
Levanta tus brazos y clama a tus dioses, tan sólo así logramos salvarnos de la ira de los
etíopes. Debemos lograr que queden en la ignorancia, tan sólo así podremos dominarlos,
pues aunque en mi juventud tuve amistad con un hombre que sabía acerca de estos
sucesos, no sé exactamente cuánto ha de durar uno de estos eclipses. En todo caso es
seguro que periódicamente esto sucede y me doy cuenta ya de que no encontraré la
muerte en estas tierras.
Se puso de nuevo en el centro, elevó sus brazos al cielo y comenzó a agitarse
como si estuviera hablando con los dioses. Yo, por mi parte, levanté mis brazos y hablé
con los dioses, sin dejarme impresionar por los gestos de Papkafar.
—Eternidad, en la que reside el misterio de nuestra vida y muerte —dije—, que
os manifestáis por el amor, pero también en ocasiones mostráis vuestra ira, vosotros,
dioses, que moráis en el verano y en el invierno, en los rayos y en las tinieblas, tú, Zeus,
padre del universo, y tú, madre Hera, tú, Poseidón, y tú, Hestia, tú, Deméter, y tú,
Dionisios, a todos vosotros, moradores del Hades y del Olimpo, os llamo, para por
medio de vuestro nombre invocar a quien tenga poder en estos momentos sobre
nosotros. Hacedme saber qué está sucediendo. Yo no soy ante vosotros sino un débil
hombre sometido a vuestros designios que busco la fama y la gloria. Olvidad mis
ambiciones, pues deseo cumplir vuestra voluntad; mostrad también vuestros deseos de
paz para con estos hombres, pues ya se derramó suficiente sangre en la tierra. No nos
castiguéis con las tinieblas, ordenad de nuevo al sol que luzca sobre nosotros para que
los ríos y los pájaros sigan de nuevo su curso y todo en su movimiento alabe vuestra
existencia.
Papkafar dejó que yo hablara y se quedó quieto durante mi súplica a los dioses.
Seguramente los dioses debieron sonreír ante mis ingenuidades, pues sus fuerzas son
mucho más potentes de lo que nuestro pensamiento es capaz de concebir. Pero los
etíopes y nuestros siervos seguían los movimientos de mi esclavo llenos de esperanza.
El jefe incluso le llamó y Makabit pronunció con unción su nombre. Yo vi cómo levantó
su cabeza, mientras la esperanza se reflejaba en su rostro. Se dirigió a mi siervo:
—Da muestras de tu poder —gritó—. Oye, Papkafar, los etíopes temen de tu
magia. Su jefe prometió que si logras que el sol vuelva al cielo, no tocarán un solo pelo
de nuestras cabezas.
Papkafar me miró y comenzó a saltar más violentamente que antes dando
espantosos gritos mientras los etíopes, helados por el frío, permanecían inmóviles
contemplándole. Papkafar cogió un poco de tierra y de hierba, tomó una piedra y tras
pasársela de una mano a la otra la lanzó al aire.
Los hombres, y no sólo los etíopes, lanzaron una exclamación de asombro. El
cielo se aclaraba. Lentamente, muy lentamente volvía la luz. Papkafar se movió con
saltos todavía más bruscos y violentos y movía sus brazos como si estuviera nadando e
intentara con el movimiento de sus manos romper la oscuridad y dar paso libre a la luz.
Junto a mí oí la exclamación de Olov. Mientras las sombras se habían
agrandado, parecía impresionado. Pero ahora el disco de la luna se separaba y aparecía
el disco brillante del sol que parecía clavarse en los ojos.
Mientras los demás estaban helados, Papkafar sudaba como un guerrero tras una
dura batalla. Sintió que los ojos del jefe de los etíopes estaban clavados en él y dijo:
—Vosotros llegasteis con el odio reflejado en vuestros rostros y quisisteis
matarnos. Pero vuestros dioses se han mostrado muy débiles en este caso. Más de cien
días de camino, lejos de aquí, están los verdaderos sabios a los que yo pertenezco.
Aunque vosotros, etíopes, sois malos y teníais malos propósitos, yo os he protegido de
la ira de las tinieblas. Yo y mis compañeros fuimos enviados a este país no para
transmitiros la ira del señor más poderoso de la tierra, nuestro señor, el rey de los persas,
sino que vinimos para daros fe de nuestras buenas intenciones. Tus guerreros nos han
atacado por dos veces, sin permitirnos tan siquiera explicar cuáles eran nuestros
propósitos para con vosotros. Ahora en que la rueda del sol lentamente regresa a su
sitio, acepta el saludo amistoso que nosotros dirigimos a tu gente. Pero en el futuro
respetad la vida de los extranjeros y nuestra presencia para que el dios de los persas no
sienta de nuevo deseos de mostrar su potencia y decida destruiros a todos.
Makabit tradujo rápidamente estas palabras. El jefe respondió, mientras los
guerreros se levantaban del suelo. Llenos de alegría, daban palmadas, pues cada vez se
hacía más claro el cielo. Makabit nos tradujo las palabras del jefe.
—Se llama a nuestra tierra la mesa del sol. Vuestra llegada ha ido acompañada
de signos evidentes. Es muy rara la presencia de extranjeros en estas tierras. Por ello el
rey envió un destacamento hacia el norte. La primera lanza no partió de entre los
nuestros sino de entre los vuestros. Por ello la sangre de los caídos clamaba venganza.
El cielo lo ha querido de otro modo. Los etíopes no sabían que el fuego divino estaba de
acuerdo con vosotros y que ése de entre vosotros es uno de sus servidores —señaló a
Papkafar—, pero ahora que nuestro miedo ya pasó os rogamos reine entre nosotros la
paz. Yo no se qué es lo que quiere vuestro rey de los persas al enviar a nuestras tierras
tan temibles hombres. Puedo suponer que lo hizo con los mejores propósitos para los
etíopes. Pero soy un guerrero y sé poco de los pensamientos del rey y de sus sabios. Sin
embargo, Thet, al que yo sirvo, aprecia mucho la paz y la justicia. Acompañadme pues,
vosotros, extranjeros y emisarios de los persas, para que el señor os salude y pueda yo
informarle de vuestra presencia.
Makabit al traducir se dirigió siempre a Papkafar, tan impresionado estaba de los
actos de éste, pero luego dirigió su mirada hacia mí y aguardó mi respuesta. El jefe de
los etíopes habló de nuevo:
—Al que se llama Sio, señor, promete que nos construirás junto a Thet una
cabaña tan grande y hermosa como la que posee el rey.
Papkafar asintió. Se puso a mi lado y dijo:
—Siempre mi destino me coloca en situaciones difíciles. Pero ahora, Tamburas,
me he dado cuenta de cuál es mi misión y por qué debía yo participar en esta
expedición, pues realmente sin mí tú te hubieras perdido. Más de cien lanzas se dirigían
en contra tuya, y tan sólo la fuerza de mi voz logró detenerlas y protegerte ante la
inminente muerte. Por ello me siento reconciliado con cuanto provocó que yo hubiera
de tomar parte de vuestro viaje. También tus injusticias, Tamburas, ya no las pienso
tener más en cuenta. Pero espero que en lo sucesivo tengas más respeto por mí y
regreses de esta misión conmigo, pues tanto como a ti estas gentes me valoran a mí.
Así habló Papkafar y sus ojos brillaban de satisfacción. Se alegraba de que
nuestra vida se debiera a su intercesión. Y yo comprendí que con el tiempo llegaría a
imaginarse que realmente tenía poder sobre el sol, pues cuando nos preciamos de algo
terminamos por convencernos de que realmente es nuestro.
El pueblo donde habitaba el rey se encontraba en una pendiente muy frondosa.
Todos los alrededores eran muy accidentados; había montañas y terrenos rocosos. En
los campos pacían corderos, cabras y vacas. Muchos etíopes acudieron a nuestro
encuentro. Agitaban alegremente sus lanzas y se colocaban junto a nosotros. Sio, el
joven jefe, sonreía tranquilizándoles:
—Son gentes pacíficas —decía para tranquilizarnos—. Pero es lógico que todos
se sientan curiosos. Todos quieren ser los primeros en ver la cara de quienes tienen
poder sobre el sol y pueden poner en peligro la vida sobre estas tierras.
Fueron muchísimos los que acompañaron a nuestra caravana. Los tambores
resonaban junto a nosotros. Las gentes iban bailando y se acompañaban rítmicamente
con palmadas. Las mujeres y muchachas de los etíopes eran delgadas y hermosas; tenían
ojos oscuros y bustos erguidos. Los guerreros me parecieron fuertes y ágiles. Todos
mostraban caras satisfechas y levantaban sus manos en señal de saludo. En muchas
ocasiones nos gritaban cosas, pero Makabit era el único que podía contestarles.
—Olov y tu cabello, señor, les admira —me dijo—. Y he de explicarles
constantemente que es Papkafar el que tiene realmente poder sobre el sol. Son muchos
los que desean que duerma en su cabaña. Quieren que interceda para expulsar los malos
espíritus y logre que algunas mujeres puedan tener hijos.
Papkafar saludaba a todos, mientras la mirada de Olov buscaba a las mujeres y
la mirada de las jóvenes muchachas.
El rey Thet era muy delgado, aunque más alto y aparentemente más fuerte que
sus súbditos. Se levantó a nuestra llegada y avanzó hacia nosotros. A su lado estaba un
anciano, Oba-Chur, el hechicero del pueblo etíope. Su rostro tenía expresión de dureza y
la mirada era astuta, parecía convencido de ser el hombre más importante de todos. Pero
tuvo a bien dividir su alto rango con Papkafar.
—Muy pocas son las ocasiones en que extranjeros penetran en nuestras tierras
—comenzó a decir el rey—. Este país es el más hermoso de la tierra. Montañas
frondosas extienden sus bosques hasta el llano. En los bosques hay fuentes
innumerables, de modo que pocas son nuestras escaseces de agua. Los etíopes están
aquí contentos, con cuanto a sus pies se ofrece, y con el ganado de estas tierras que
constituye nuestra riqueza. En lo que respecta a los hombres que matasteis, no pienso
molestaros más con quejas. No era su misión realmente atacar a nadie. Pero pese a que
hace unos días me pareció lo mejor que vosotros fuerais muertos, he cambiado ahora de
parecer, después de ver el milagro que realizasteis. También aquí entre nosotros el cielo
se oscureció y desapareció el día para dar paso a la noche. Pero puesto que ahora todo
ha vuelto a su lugar, os doy la bienvenida. Permaneced entre nosotros cuanto tiempo
gustéis y mientras habitéis entre nosotros podéis elegir una muchacha o una mujer para
dormir.
A través de la traducción de Makabit, di respuesta a estas palabras.
—Eres un señor poderoso, Thet, el supremo señor en estas tierras. Nosotros
venimos enviados por el rey de los persas para poder informarle sobre vuestro pueblo y
el país de los leopardos. Cambises envía saludos y amistad... —aquí mis palabras se
interrumpieron, pues me di cuenta de que no era la amistad nuestro propósito, sino
conocer un camino para el ejército persa—. Ciertamente cuando regrese habré de
informarle de que estas tierras son hermosas. Diré al rey de los persas cuanto he visto y
oído. Lo mínimo que él te pide es una alianza en la que uno esté junto al otro si es que el
tiempo lo reclama. Por todas partes los pueblos se sublevan y a veces lo que para unos
representa lo mejor resulta para otros la perdición.
Me causó un gran asombro que antes de la traducción de Makabit de mis
palabras los ojos de Thet manifestaron desconfianza. Conocía el idioma de los egipcios
y dijo:
—Hablemos, pues, en el idioma que ambos conocemos. Mi pueblo habita muy
lejos de las tierras del norte. Nosotros no tememos a nadie, ni a los egipcios ni a los
persas, del que tú eres enviado. Pero puesto que llegas a mí como extranjero, te diré lo
que quizás ignores. Hace ya años un rey etíope llamado Sabakon marchó hacia el norte
y conquistó tierras egipcias hasta las llanuras del Nilo y el mar. Fue el primer faraón de
estirpe etíope. El último se llamó Tirhaka, pero los ejércitos asirios le obligaron a
replegarse. Sin embargo, nadie logró penetrar en Etiopía, a no ser que nosotros lo
permitiéramos. Sed, pues, mis invitados, y si luego sentís deseos de permanecer aquí
para siempre, nosotros os acogeremos con gusto.
Oba-Chur manifestó su conformidad. Thet hizo una pausa. Como las nubes se
reflejan en un estanque, mis pensamientos parecieron reflejarse en su cara. Sus labios
hicieron una mueca de desprecio.
—Pero para que podáis informar al rey de los persas sólo de lo justo, os
mostraré un arco. Está hecho de la madera más fuerte y lo tensaré. Si alguien de
vosotros logra hacerlo como yo, me aliaré con vuestro rey, aunque no logre comprender
en qué puede esto ser útil a mi pueblo.
Acompañados de miles de mujeres y hombres, entramos en la cabaña del rey. Un
hombre trajo el arco. Parecía muy pesado y era casi tan grueso como un brazo. El
guerrero jadeaba por el peso del mismo. Observé el instrumento; la madera brillaba y
era de color oscuro. A un grito de Oba-Chur las mujeres y hombres formaron un círculo.
Thet levantó el arco y lo mostró a todos. Tranquilamente el rey nos miraba, luego
inclinó su cuerpo. Cuando el rey se incorporó de nuevo el arco estaba tensado.
—Ténsalo —le dijo a Makabit lanzándolo a sus brazos.
Pese a que las venas de su cuello se hincharon considerablemente, Makabit no lo
logró. Papkafar se inclinó y me susurró que si simulaba estar herido no quedaría en
ridículo.
Mientras, Olov dio un paso hacia adelante. Sonreía con autosuficiencia, pues
sentía sobre sí las miradas de las mujeres y muchachas; tomó el arco en sus manos.
—Creo que es mejor que sea yo el que lo intente —me dijo—, pues en lo que
respecta a fuerza, yo te sobrepaso, Tamburas. Me parece que saldré vencedor.
Sus rasgos se contrajeron. Sus músculos se tensaron hasta tomar el grueso de
dedos. El barbarroja jadeaba. Los etíopes gritaban entusiasmados. Oba-Chur, sin
embargo, permanecía junto a Thet y movía su cabeza como indicando que ya lo
esperaba.
Olov se abrió el vestido. Por lo visto lo hacía por gustar a alguna muchacha que
le contemplaba admirada, pues en lo que respecta a su estatura sobrepasaba en mucho a
la de los etíopes.
—Llama en mi ayuda a tus dioses, Tamburas —me dijo—. Esa madera por lo
visto está embrujada y creo que necesito más suerte y ayuda que propiamente fuerzas.
Yo cumplí sus deseos y solicité de Hércules que protegiera sus hombros. El
barbarroja juntó todas sus fuerzas, su cuerpo se tensó. Thet, así por lo menos me pareció
a mí, le contemplaba irónicamente. En ese instante sucedió que la madera bajo los
brazos de Olov se movió. Con un rápido movimiento el barbarroja logró tensarlo. Los
etíopes dieron patadas en el suelo contentos, pero Thet levantó la mano.
—Ha realizado dos intentos —dijo en voz alta.
La gente se alegró, tan sólo una muchacha pareció desilusionada.
El rey hizo un gesto y un hombre trajo un cesto trenzado. Thet tomó una lanza.
Hizo otra seña al hombre para que abriera el cesto.
—¡Busca el tiempo en los campos el viento! —gritó el rey.
Un lagarto verde salió del cesto y corrió por el polvo. Se quedó parado, confuso
ante la gente y regresó junto al cesto.
Thet lanzó su lanza, con el cuerpo inclinado. La lanza se clavó detrás del lagarto
en la tierra.
Los guerreros etíopes estaban detrás de sus lanzas y manifestaron su aprobación.
Las mujeres intentaron atraer al lagarto, pero el animal no se movió de su sitio.
Lentamente tomé mi lanza.
—Si le alcanzas, te otorgo las posesiones de un caudillo —me dijo el rey.
Alcanzar a un lagarto a seis o siete pasos de distancia es prácticamente
imposible. Pero yo lo intenté pues me sentía impulsado a ello. Grité y di patadas en el
suelo. El lagarto echó a correr como un rayo. Lancé mi lanza rápidamente, sin ni
siquiera inclinarme, pues habría perdido demasiado tiempo en ello; mis dedos, por la
rapidez, no lograron enviarla con toda exactitud, sino que se desvió algo a la izquierda.
Pero también el reptil en ese instante se dirigió algo más a la izquierda. Un poder
oculto que actúa desde lo oscuro guió al lagarto hacia el lugar de la muerte. No fue mi
mano la que causaba su muerte, sino que el lagarto mismo se dirigió hacia ella. Nadie se
dio cuenta de ello, tan sólo yo lo sabía. Un grito de admiración surgió de la boca de los
espectadores. Yo quité la lanza del animal y corté su cabeza.
Las voces de los etíopes se hicieron ensordecedoras. Lo que se consigue, sea
como sea, es algo que impulsa al aplauso. Olov había igualado en proeza al rey, pero yo
le había sobrepasado. Thet me contemplaba reflexivo.
—Quizá sea lo mejor para mi pueblo que me alíe con los persas —mandó que se
buscara una piel de caudillo y la colocó sobre mis hombros.
Los etíopes manifestaron su entusiasmo, pero a un signo del rey callaron.
Como siempre, Olov encontró de qué quejarse.
—Has conseguido una piel de caudillo —me dijo con envidia—. ¿Para qué
entonces hube de esforzarme en hacer lo mismo que el rey?
Su mirada se dirigió hacia aquella muchacha. Esto le bastó para cambiar sus
pensamientos en otra dirección.
Yo hice una seña a los siervos y trajeron nuestros presentes. Lo primero que le
entregué al rey fue un manto de púrpura. Era una pieza valiosa de Cambises,
primorosamente tejida, pero demasiado pequeña para Thet. Este contempló fijamente la
tela, luego se puso a reír.
—El color es bello. Hace parpadear los ojos como si se tratara de un rayo del
cielo. ¿Para qué habría de servir un manto de tal clase? Yo soy el rey, pero como todo el
mundo me ocupo de la caza. Todos los animales se asustarían si me vieran vestido con
él. Los pájaros advertirían de mi llegada y mi lanza no encontraría donde clavarse, a no
ser que alcanzara algún animal en su huida.
—Un manto como este lo llevan los caudillos y el rey de los persas, de los
griegos y de los egipcios —le dije—. El color de la ropa es lo que indica el rango de
quien lo lleva.
Thet ladeó la cabeza.
—Quizás un manto de este tipo sea bueno para asustar a los espíritus o
conjurarles, quizá para encantar el corazón de las mujeres. Pero si yo me lo pusiera para
combatir a un enemigo, sería advertido por él inmediatamente y todas las lanzas se
dirigirían hacia mí. Así pues, tu manto no cumple el objetivo que pide el oficio de
guerrero. Yo no amo el color rojo, es propio de la sangre, y de nada sirve.
El rey se echó el manto en los hombros y algunas mujeres se acercaron para ver
la clase de ropa.
En realidad, Thet era muy difícil de contentar. Le regalé piezas de alabastro,
pero él desconfiadamente dio golpes a las vasijas; tampoco sintió gusto por las joyas de
oro y plata que le entregaba. Todas estas piezas de valor las echaba en el suelo.
—Nosotros poseemos grandes cantidades de este metal amarillo del que ni
siquiera sabemos qué hacer. Lo encontramos en las montañas en grandes cantidades. Es
ligero y duro. Los etíopes hacen cadenas de él con las que sujetan a los criminales o a
los animales.
Dijo en su idioma algunas palabras y una mujer trajo un montón de tales
cadenas. Los ojos de Papkafar brillaban de codicia. Pero se mantuvo quieto, pues los
ojos de Oba-Chur no le perdían de vista.
En cambio, cuando le entregué a Thet armas, espadas y puñales, sus ojos
brillaron. Produjo con su boca sonidos como si fuera un pájaro. También Oba-Chur, al
que los etíopes llamaban el médico de la tierra porque era responsable de la fertilidad de
la tierra, observó interesado las armas, pues poseían poco hierro y bronce, y por ello los
objetos de tales metales les parecen mucho más apreciables que el mismo oro.
Por la tarde festejamos nuestra llegada con comida, danzas y juegos. Nos dieron
frutas y carne de ternera. Bellas mujeres adornadas repartían un jugo embrujador de
mijo. Todo el mundo nos miraba con curiosidad y se asombraban del arte de brujería de
Papkafar. Pero los ojos de las mujeres y muchachas se dirigían preferentemente hacia
Olov y hacia mí, pues algo resultaba claro: entre los etíopes las mujeres eran mayoría.
Olov parecía encantado con ellas. A veces algunas muchachas le cogían la mano como
si quisieran quedarse con él y tocaban con su nariz su cara. Entonces él parecía muy
satisfecho. Yo me mantenía algo a distancia de la gente; entre pueblos extraños sin
querer es fácil contravenir alguna costumbre y causar ofensas involuntarias.
Thet me presentó luego a sus veinte mujeres. Las mujeres etíopes no eran
tímidas. Se pasearon delante de mí y mostraban al moverse lo mejor de sus cuerpos. En
una el rey alababa su porte, en otra el busto, en la siguiente su paso de gacela, como si
fuera un comerciante que me presentara su artículo.
Posteriormente me aclaró que debía hallar en cada una de ellas una gracia
especial para que fuera comprensible que necesitara veinte. Lo normal era que un jefe
como él dispusiera de muchas; de lo contrario, todos creerían que no era digno de su
cargo. Si, por ejemplo, no llovía desde hacía mucho, el rey debía demostrar
públicamente con dos mujeres, que podía elegir él mismo, que no era suya la culpa. Si
la prueba de masculinidad no resultaba satisfactoria, otro rey sería elegido.
Olov reía y consideraba que le resultaría un placer ser rey entre los etíopes, pues
en lo que respecta a sus fuerzas en una noche podía disponer de diez o incluso de más
mujeres. Oba-Chur dominaba su timidez delante de Papkafar y charlaba con él. Makabit
traducía cuanto decía. Además de la prueba de virilidad del rey, entre los etíopes existía
otra curiosa costumbre. Tan sólo el más fuerte podía ser rey. Por ello cada año Thet
debía medir sus fuerzas con otros guerreros etíopes. El barbarroja quedó mudo al oír
esto. Meditó unos instantes y luego movió intranquilo los pies.
Durante toda la noche se cantó, bailó y bebió. Papkafar estaba muy ocupado en
preparar comidas y bebidas. Especialmente las mujeres ancianas estaban junto a él,
esperando que se produjera algún milagro. Mi siervo murmuraba entre dientes palabras
que nadie comprendía. Sudaba mucho y se quitó la ropa del torso y una mujer con hojas
frescas procuraba calmar su sudor. Una anciana con una enorme nariz se acercó a él y
observó con curiosidad su blanca piel. Con sus uñas intentaba arrancar algo de su piel
para llevárselo a su cabaña como amuleto. Mi siervo se dio la vuelta, le dio una patada y
la mujer marchó corriendo.
A mí me pareció que Olov desaparecía por varias veces. Casi siempre le
encontraba de nuevo junto a aquella muchacha que se había admirado de su fuerza. Sus
senos y sus hombros brillaban por el aceite. Sus caderas eran pronunciadas; tenía las
piernas bastante largas y su juventud se patentizaba en su cuerpo. No era de admirar que
gustara al barbarroja. Makabit le tradujo que se trataba de una nieta de Oba-Chur y se
llamaba Sánala.
Más tarde, cuando la gente parecía ya algo cansada, Sánala se encontraba
sentada al lado de Olov. Se inclinaba solícita sobre la herida que el barbarroja tenía en
su hombro. Por lo visto, para agradecerle los cuidados, le parecía apropiado colocar su
mano en su pecho. En una ocasión se dirigió a mí y me dijo:
—Realmente, Tamburas, jamás conocí un pueblo tan agradable como éste. Aquí
no hay falsedad ni juegos sucios o mujeres que pidan dinero a cambio de su amor. Las
muchachas son mayoría. Según parece, todas ansían tener un hombre. Esta de aquí que
se llama Sánala es la que por el momento me resulta más agradable de todas. Antes le
dije a Makabit que mi corazón se siente atraído por esta muchacha. ¿Sabes una cosa,
Tamburas? Me gustaría que se cuidara de lavar mis ropas y de cuidar mi casa.
Realmente en estos momentos no envidio a nadie.
Sánala le miraba fijamente con sus bellos ojos. Sus dedos se atrevieron a jugar
con su barba y a tocarle el pelo. El barbarroja suspiraba de contento.
—Tamburas —me dijo—. Me parece que mi destino está en estos momentos
tomando un rumbo distinto al que ha seguido hasta hoy. Quien toma por mujer a una
muchacha etíope, me dijo Makabit, es como si fuera uno de ellos. Y todos pueden llegar
a ser rey si demuestran ser el más fuerte. Precisamente las competiciones han de tener
lugar dentro de dos meses. —Volvió a suspirar, pues Sánala le acariciaba el cuello.—
Dime, Tamburas, ¿crees que entre esa gente hay alguien que pueda ganarme o sea más
apropiado para ser rey que yo?
El barbarroja comenzaba ya incluso a delirar, pues había bebido mucho. Luego
desapareció definitivamente con Sánala del brazo. La noche terminaba. El destino de
Olov cambiaba realmente de signo.
Permanecimos veintisiete días entre los etíopes y recorrimos en ese tiempo el
país hasta los cráteres de los volcanes apagados. El frío más intenso y el calor más
sofocante, la fertilidad más acusada con los terrenos más estériles se cambiaban en esas
regiones. La gente parecía haber nacido de la misma luz, pues todavía no había habido
ningún conquistador que les hubiera hecho comprender las miserias de la muerte. Al día
veintiocho de nuestra llegada, di la señal de partida.
El sol iniciaba su curso en el cielo y marcaba su arco. Las mujeres etíopes, para
la despedida, adornaron sus cabezas. Papkafar no parecía lamentar abandonar aquellas
tierras, pues casi siempre eran ancianas las que se ocuparon de él.
—Esas mujeres son realmente pesadas —dijo—, sólo están contentas si se les
enseña a cocinar algo nuevo. Te aseguro que estoy contento de marchar. A veces me
traían a sus hijas para que aprendieran. Pero yo no me podía alegrar por eso, ya que
muchas de esas criaturas son demasiado grandes para mí y por lo visto la naturaleza las
ha dotado de doble fuerza que a mí. Deseo ya encontrarme en Egipto, junto a los persas,
aunque en mi patria no sea tan considerado como entre esas gentes; siento nostalgia por
nuestra cómoda casa, que supongo que los siervos habrán sabido conservar en buen
estado. Pero ya procuraré yo a mi llegada, si es que en algo han faltado, que todo vuelva
a su orden.
La tarde anterior Thet había ordenado que se sacrificaran corderos. Asistimos,
pues, a su último banquete. Olov estaba allí y parecía ausente. Estaba triste sin decir
palabra, comía la carne mecánicamente. Varias veces le dirigí la palabra, pero parecía
sordo o mudo, pues no contestó ninguna vez.
—Te hablo a ti, pero parece que me dirija a una pared —le dije mientras en la
sombra de la cabaña los siervos preparaban nuestro equipaje.
El barbarroja me miró y se retorció nerviosamente los dedos.
—No te enfades, Tamburas, yo mismo no sé qué es lo que me pasa.
Probablemente estoy enfermo, pues la carne me pareció amarga y apenas lograba
tragarla. Hay algo que me duele como si me hubiera tragado una bola. Y ni siquiera he
bebido mucho.
De pronto su rostro pareció iluminarse:
—Puesto que sabes lo que a mí me pasa, ¿por qué no difieres algo nuestro
regreso?
—¿Por cuánto tiempo? —le pregunté.
—Sí –– pareció titubear—, quizá por unos catorce días.
—Dentro de catorce días Thet deberá medir sus fuerzas con otros para mostrar
que es todavía el más fuerte de entre los suyos. Es esto lo que tú quieres aguardar, ¿no
es cierto? —Di unas palmadas en su espalda.— Despierta de tu sueño, Olov ¡Rey de los
etíopes! ¿Es que realmente te atrae medir tus fuerzas con otros, o son simplemente las
veinte mujeres?
Intenté reír, pero me miró fijamente a la cara.
—Si quieres partir, Tamburas, es asunto tuyo. Yo me quedo.
Iba en serio, me di cuenta en seguida.
—Sánala ha apresado tu corazón. Olov, piensa que eres hombre de mar. Al cabo
de cierto tiempo la vida aquí te resultará insoportable; tampoco el amor es lo último de
la vida. Ruego al cielo que aclare tu corazón y te haga ver las cosas más claras.
El barbarroja arrugó su entrecejo.
—Son muchos los años que llevo andando por el mundo y he recorrido muy
diversos países. He dejado atrás muchos cadáveres y muchas batallas. Pero he de
confesarte que no he alcanzado grandes cosas desde que abandoné mi patria. Junto a
Polícrates fui capitán de barco, con Cambises he ascendido a caudillo, alcanzando
iguales honores a los tuyos. Ayer por la noche, Tamburas, contemplaba la luna y me
preguntaba qué debo hacer. Creo que alguna voz me hablaba.
—Era tu imaginación, seguro, o quizá tu locura. ¿Quizás incluso Sánala
pronunciara esas palabras?
—No estaba con ella, quería reflexionar solo. Desde luego, es como un ángel
que siento ya dentro de mi carne propia, sin mencionar a las demás mujeres, que sólo
aguardan el honor de prepararme una cama. Mírame, Tamburas. Soy Olov, un caudillo
de Cambises y un hombre poderoso. ¿Es que podría alcanzar un puesto más importante?
Sí, puedo, yo mismo respondo a la pregunta. Dentro de cierto tiempo tendré
oportunidad de medir mis fuerzas con las de Thet. Podré vencerle. Entonces seré rey,
dueño de un gran país, que gobierne hombres y mujeres. Me mirarán con respeto y no
tendré que temer como entre los persas, donde nunca se está seguro de si el día siguiente
no ha de traemos la muerte, pues siempre se nos considera extranjeros.
Asombrado, le dije:
—¿Pero por qué sólo piensas en el mañana o máximo pasado mañana? ¿Es que
olvidaste que Cambises se propone someter este país al igual que quiere vencer a los
pueblos nórdicos?
Sonrió confiadamente.
—Un guerrero responde al ataque con batallas de las que espera obtener la
victoria. Al igual que tú, yo también mantuve bien abiertos los ojos y procuré sacar
enseñanzas de cuanto vimos. El ejército persa habrá de tragar mucho polvo, pues el
camino hasta aquí es largo. Deben atravesar los desiertos y luego las zonas rocosas.
Quizá me equivoque, Tamburas, pero te aseguro que no creo que Cambises logre vencer
a los etíopes. En caso de que mis predicciones resultaran falsas, podrás quizá tú
ayudarme diciendo que me quedé porque me sentí enfermo y le espero aquí. ¿No le
esperé ya en una ocasión tras los muros de la ciudad sitiada? Puede ser que Cambises
crea también esta vez que se trata de algo parecido. Pero si es que no llega hasta aquí,
estoy seguro de que seré el amo de los etíopes y acumularé tesoros como jamás lo logró
otro hombre.
Olov sonrió astutamente.
—Si algún día me siento saciado, pues en esto, Tamburas, llevas razón cuando
piensas que nada permanece en el tiempo y que las montañas, las mujeres y la caza
quizás un día llegarán a hastiarme, juntaré el oro etíope que pueda, lo cargaré en
animales, me inventaré alguna historia y me dirigiré hacia el este, hacia el mar que
llaman Rojo, o quizás incluso hacia el norte por el camino que ya conocemos, pasando
por Egipto o sus alrededores para acceder al mar, junto al que me compraré un barco,
quizás incluso toda una flota, puesto que seguramente dispondré de oro en abundancia
para poder llegar hasta Efeso, a mi casa o hacia algún otro lugar que pueda resultar
agradable para un hombre rico. Disfrutaré de la vida, viajaré quizás hacia los países del
norte, donde una mujer me trajo al mundo sin sospechar entonces que amamantaba a un
hombre que llegaría a caudillo y rey. Y si no hallo lugar que me plazca, puedo incluso
regresar a Etiopía, pues el que no habiten en palacios sino en chozas es algo que no me
importa.
Hablé con él como se habla con un niño que expone sus sueños e ilusiones.
—El camino que pretendes recorrer transcurre por muchas inseguridades. Yo
estoy habituado a mirar siempre hacia lo claro y seguro, por eso no comprendo tu
decisión. ¿Es que olvidaste a Pura, tu mujer, que te aguarda en Susa?
—He intentado pensar en ella, pero no sentí nada. Su imagen desapareció de mi
mente. Para un marino cada puerto esconde sorpresas nuevas. Pura era una esclava. Yo
la elevé y le ofrecí una casa. En ella debe habitar y puede ser feliz sin mí.
El barbarroja puso su mano en mis hombros.
—No intentes oponerte a mi decisión, Tamburas. Has sido mi compañero y yo el
tuyo. Pero de la corte real hay muchas cosas que no me placen. Tú dices que soy
ambicioso y es cierto, pues estoy seguro de que lo que me impulsa es el afán de
traspasar los límites humanos que me fueron impuestos al nacer.
—Pero ¿a dónde ha de llevarte la ambición, después de que hayas conseguido
ser rey? —le dije en voz baja—. ¿Quizás entonces aspires a ser un dios? Cuanto más
asciende un hombre más grave puede ser su caída.
—No hables de caídas. Todavía no alcancé la cumbre. En lo que respecta a ti,
Tamburas, recuerdo cuántos días buenos y malos pasamos juntos. Mi corazón siente
tristeza al separarnos; pero no me parece que nuestra separación pueda ser definitiva.
Seguro que volveremos a vernos, junto a los persas o en algún otro lugar, pues el tiempo
es como una mariposa con alas multicolores.
Puesto que me di cuenta de que su decisión era irrevocable, mi voz sintió
desfallecimiento.
—No sé si es cierto cuanto dices y si algún día volveremos a vernos o no, pero
lo cierto es que jamás te olvidaré.
Olov me abrazó y puso su barba roja junto a mi cara. Lloraba y reía a la vez.
Luego mi viejo compañero dijo:
—El único dolor que siento, Tamburas, es porque nos separamos. Junto a mí
fuiste siempre el héroe más valiente. Serás inmortal en mi memoria. Si Sánala me llega
a dar un hijo, te aseguro que le llamaré Tamburas y le amaré como nunca otro padre a su
hijo.
—No quiero probar mi poder de convicción frente a tu decisión —le respondí—.
En todas partes existen muros y barreras que el propio corazón interpone. Te deseo
fuerza, Olov, y espíritu libre. Si es que llegas a ser rey, gobierna con generosidad y
benevolencia, ejerce la justicia también contra los poderosos y respeta a los hombres por
pobres y miserables que sean a veces. Si es que realmente Cambises llegara hasta aquí,
yo intercederé para que nada te suceda. Salud, compañero de muchos años, no olvides a
los dioses.
Cuando me respondió sus ojos estaban enrojecidos.
—Cambises es para mí una espina, sus actos realmente me causan espanto. ¿Por
qué, Tamburas, quieres continuar presenciando sus injusticias? Quédate aquí, junto a mí
podrás ser el segundo hombre del país, esto puedo garantizarlo.
—Pero sólo existe un rey —le dije sonriendo.
—En esto llevas razón —murmuró en voz baja, y volvió a abrazarme—. Por ello
es realmente doloroso y a la vez necesario que nuestros caminos se separen, pues tú eres
el único que siempre me ha vencido. Ve en paz. Salud, y no olvides que hasta nuestra
muerte es mucha el agua que ha de bajar de las montañas. Volveremos a vernos, algún
día, y aunque sea muy largo el camino que deba recorrer, quiero volver a verte para ver
si realmente tus dioses continúan protegiéndote como hasta hoy.
Thet no quedó sorprendido al decirle que Olov se quedaba.
—El rey viene y el rey se va —dijo—. Todavía soy yo quien gobierna Etiopía.
Pero si Olov llega a tensar el arco deberá luchar contra los hombres más fuertes del país,
antes de medir sus fuerzas con las mías. He gobernado por siete años y durante este
tiempo las tierras tuvieron abundantes lluvias. No quiero ser pretencioso, pero nunca
hubo otro rey igual. No temo los músculos de Olov ni su ancho pecho y siento
realmente deseos de competir con él, pues el más fuerte habrá de ser rey.
Cuando partimos nuestra caravana dejaba en aquellas tierras cinco hombres.
Cuatro habían perdido su vida en aquellas regiones, pero en lo que respecta al quinto,
Olov, no podía yo decir qué es lo que el destino le depararía.
—Que tengáis buen viaje —nos gritó Thet al despedirnos—. Deseo que no
sufráis hambre ni sed, que el sol no queme tu cabeza.
Así me habló el rey, pese a que en realidad yo sólo le había traído intranquilidad
y dificultades, le había hecho promesas falsas y pese a que Olov, mi compañero,
pretendía arrebatarle el trono.
Papkafar llegó algo tarde, se había entretenido con Olov, prometiéndole buenos
augurios en el futuro. Había pronunciado, pues, el oráculo que mi compañero deseaba.
Unos hombres se echaron a reír, pues una anciana de brazos escuálidos se lamentaba de
su partida.
Yo levanté la mano y mis oídos se llenaron de saludos de despedida de las gentes
que cariñosamente habían acudido con motivo de nuestra partida. Realmente los etíopes
eran un pueblo magnífico; no existía el hambre entre ellos y yo deseaba que Cambises
fracasara en sus propósitos.
Olov estaba con Sánala en primera fila. Me miraba tan sólo a mí, sus ojos
estaban llenos de lágrimas. Sio, el joven jefe, agitaba su lanza. Thet levantó su brazo en
señal de despedida. Pero yo tan sólo miraba al barbarroja, y al igual que una antorcha
pierde su luz al aparecer el sol en la mañana, su imagen desapareció de mi vista al
alejarnos. Antes de que el dolor se reflejara en mis ojos, espoleé mi animal con todas las
fuerzas. Luego volví mi cabeza y sentí que todo desaparecía, para de nuevo sumirse en
la oscuridad de lo ignorado.
Pronto recorrimos un largo trecho entre el rey y nuestro nuevo objetivo. Oí la
voz de Papkafar:
—No estés triste, Tamburas. Olov, que busca su felicidad, estaba ahí como un
animal antes de su sacrificio. Incluso te aseguro que llegué a creer que en el último
instante se soltaría de Sánala y se vendría con nosotros. Pero ha sido mejor así, pues
junto a nosotros habría sentido nostalgia y se habría quejado por cuanto había perdido a
causa de tu amistad. En cambio, ahora será Sánala la que haya de soportar su malhumor,
pues de la parte que un hombre se decante, siempre recuerda la otra que abandonó y
atribuye a lo perdido lo mejor.
Papkafar se mostró raramente comprensivo y se portó conmigo como un
hermano o amigo. Cuando ya se acercaba la tarde, se puso a mi lado, me forzó a comer,
habló conmigo e hizo cuanto era necesario para distraerme. Entre otras cosas dijo:
—Seguro que habrá todavía ocasiones en que te enfades conmigo, Tamburas.
Pero has de saber que yo estoy a tu lado dispuesto siempre a salvarte la vida y hacer
cuanto necesites.
Olov escogió su propio camino. Si es que nada malo le sucede, estoy seguro que
alcanzará sus propósitos: oro y poder. Pero para que no te sientas molesto, dejaré de
burlarme de ese hombre, cuyas sandeces ya en otras ocasiones te indiqué. En realidad,
cuanto más nos alejamos de Olov, más orgulloso me siento de haberle conocido, pues
era tu amigo y ahora siento que también es mi amigo.
En mi vida hasta entonces había conseguido muchas cosas y perdido otras
muchas. Oí como Makabit charlaba con los siervos y no comprendía entonces qué
sentido podía tener la vida. Me sentía cansado, cansado de todo cuanto había sucedido y
quedaba por suceder. Apreté, pues, mi boca y rogué a los dioses que me devolvieran la
razón y el comedimiento. Pero no sentí respuesta alguna. Papkafar envolvió mis pies y
yo me eché hacia un lado para conciliar el sueño, pero durante mucho rato no lo logré.
Durante la noche muchas imágenes torturaron mi espíritu. Mirtela, la criada,
salía de la casa de mis padres de Palero y gritaba:
«¿Dónde has estado todo este tiempo?»
Agneta corría a mi encuentro y se echaba en mis brazos. Luego hube de luchar
contra Limón. Esta vez me venció y me golpeó con sus puños en la cara. Oí gritos de
mujer y me di cuenta de que estaba en Samos. Polícrates contemplaba su anillo. Vi los
pies de Olov junto a mí en el barco de Dimenocos. Me derribó en la lucha. Miré en mi
derredor y la sonrisa de mis hermanastros ofendió mi rostro. Hippias reía
sarcásticamente:
«Te hemos salvado para que por fin mueras», dijo.
Me colocaron en un saco lleno de piedras grandes. Me cargaron sobre sus
hombros y me echaron al mar.
Mientras sentía que me ahogaba y el rumor del mar ensordecía mis oídos, mis
manos arrancaron hierba y tierra. Frente a mí había una enorme serpiente. De nuevo
llamé en mi ayuda a los dioses, pedí a Zeus que quitara de mi pecho la desazón. El cielo
oscuro se cernía sobre mi cabeza. Las estrellas brillaban y una en especial destacaba
entre todas, hasta el punto de que mis ojos no podían soportar su brillo.
Era de nuevo niño. Gemmanos, que me educó como el mejor de los padres,
estaba junto a mí y me llevaba a la casa.
«Escucha siempre a los dioses —me decía—. Y si estás enfermo, confía en ellos
tus dolencias, pues tan sólo ellos son capaces de sanar tus dolores. No pienses nunca
que tu sola razón sea capaz de protegerte de todo, Tamburas. Mira siempre hacia
adelante y nunca hacia atrás. Debes mantenerte siempre confiado y sereno frente a todo
tipo de acontecimientos. Pero si alguna desgracia te ocurre, no te lamentes por ello ni te
desesperes; échate siempre en brazos de los dioses. Ellos saben el sentido oculto de los
designios que sobre tu vida pesan.»
El día siguiente amaneció como un sueño más. Mientras atravesábamos
montañas y desfiladeros, sentí nostalgia en mi corazón. ¿Estaba ciego? ¿Estaba sordo?
¿Qué buscaba en tierras lejanas a mi patria? ¿Quería oro, amor, felicidad? ¿Es que no
había llegado ya el tiempo de regresar a mi patria entre los míos? ¿Cuándo dejaría de ir
errante?
—Estás muy preocupado —me dijo Papkafar—. Tus ojos se posan en el infinito
como si hubieras abandonado algo importante en tu camino. Pero todos nuestros actos
en el fondo tienen un solo significado. Quien duerme en exceso, aspira a estar despierto,
quien se ve forzado a permanecer despierto, aspira a dormir. Hay gentes que llegan a
odiar tanto su destino que incluso preferirían haber muerto. Pero ¿quién sabe si
precisamente ese estado de desesperación es lo que les causa felicidad? Posiblemente
tampoco la muerte logre traernos nada mejor que esta vida. Por ello el hombre en
realidad siempre se tortura, le pase lo que le pase. Te voy a dar un buen consejo,
Tamburas. Pensar en el pasado es un asunto triste. Se olvidan entonces las cosas que
realmente constituyen la vida. Vienen los hombres y te hablan; en cambio, tú respondes
de modo que nadie te comprende, porque el pensador oye las voces de la noche durante
el día. Dispersa, pues, de tu mente todo recuerdo y piensa, preferiblemente, cómo
podrás conseguir regresar sano y salvo a nuestro amado Egipto, pues, lo creas o no,
Tamburas, también nuestra casa de Susa resultaría agradable de volver a ver.
En el transcurso de los días siguientes mis pensamientos recuperaron el orden.
Logré paulatinamente volver a la calma. Observaba el azul del cielo, la luz y las
sombras. Mi voz recuperó su fuerza cuando hablaba con la gente. Como si
comprendieran mis sentimientos, ni Makabit ni Papkafar mencionaban a Olov. Así pues,
progresivamente, el pasado fue retrocediendo ante el presente sin dejar rastro en mi
expresión externa.
Rodeamos el lago y escalamos las rocas. Una mañana, antes de que partiéramos,
Papkafar se alejó algo para, según dijo, limpiar sus dientes con agua y un palito. Tan
sólo al cabo de un rato, mientras esperábamos preocupados su regreso, volvió y nos
contó excitado que había luchado contra un enorme zambo. Por intervención de los
dioses, el mono había sido derrotado, pues era mucho más fuerte y grande que él.
—Ya creía que todo había terminado para mí —dijo Papkafar con voz trémula
—. Como un diablo se me apareció la terrible bestia. Pero, gracias a Ormuz, nada
sucedió antes de tiempo.
Ya conocíamos los pantanos y ríos con los cocodrilos. Comparé el camino
recorrido con ayuda de mi mapa y conté los días. El regreso transcurría con más rapidez
que nuestra ida, porque ahora ya no necesitábamos orientarnos como antes.
En los desiertos de Nubia un siervo fue mordido por una serpiente. Makabit la
mató. Yo abrí con mi cuchillo los dos agujeros de la piel del siervo y aspiré con todas
mis fuerzas el veneno. Sin embargo, el siervo perdió la vida tras terribles luchas entre
sus fuerzas y el mal. Sus labios se volvieron morados, se golpeaba con sus brazos,
castañeteaba con los dientes y de su boca salía espuma amarillenta. Lo enterramos para
que los chacales no destrozaran su carne.
Finalmente, tras muchas dificultades y una huida nocturna ante una horda de
ladrones negros, llegamos a Egipto. Una señal fronteriza, con un pergamino colgado,
fue lo primero que vi. En el pergamino estaba escrito con letra muy cuidada: «Tú que
penetras en este país has de saber que cuanto en él hay pertenece al faraón. También,
pues, tu propia vida.»
Papkafar dijo:
—Te aseguro que hasta los excrementos de vaca que aquí quedaron me parecen
mejores que los que vi en Etiopía. Realmente tan sólo ahora he aprendido a apreciar
Egipto.
Luego encontramos un grupo de jinetes persas. Su jefe se mostró muy cauto al
hablar. Parecía no saber muchas cosas. Pero ya en el sur de Tebas, me di cuenta de que
Cambises había ordenado la partida. Más de treinta mil guerreros estaban acampados en
las cercanías de la ciudad. Los soldados me reconocieron pese a mi aspecto desastrado y
su saludo entusiasta me acompañó hasta llegar a la tienda real.
Erifelos fue el primero en recibirme. Volvió a abrazarme y besó mis mejillas.
—Mi corazón salta de alegría —me dijo—, pues al igual que el rey, tuve incluso
pesadillas y te creía derrotado junto a Olov.
Yo le informé rápidamente de que el barbarroja vivía, pero se había quedado a
causa de una enfermedad. Y creo que no mentí, pues, ¿qué son ambición y amor sino
enfermedades? A algunos llegan a derrotarles, a otros les fortalecen y a terceros quizá
les causan tan sólo fiebres pasajeras. Pero lo cierto es que ningún hombre se ve libre de
ellas.
Erifelos marchó a la tienda para informar al rey de mi llegada. Yo miré a mi
entorno. Por todas partes había guardias personales del rey que me saludaban
respetuosamente. Me alegré de volver a ver a Prexaspes y Damán, pero también el
hombre que menos deseaba ver se presentó a mi vista: Ochos. Me miró con sus ojos
perspicaces y dijo muy lentamente.
—Así, pues, has regresado.
Parecía que le costase un esfuerzo el hablar.
—¿Hubieras preferido que me quedara?
—Tu muerte a mí de nada me sirve —me respondió molesto—. Espero que
hayas hallado un buen camino para nuestros soldados.
—Hice cuanto pude —le respondí fríamente.
—¿Y cuál es tu informe?
—No será cosa fácil someter a los etíopes.
—Es el rey quien dicta órdenes y no tú. Continúa.
—¿Crees realmente que es a ti a quien quiero informar? —le dije admirado.
Su mirada atravesó mis ojos como el filo de un cuchillo. Luego miró detrás de
mí y dijo:
—¿Dónde está Olov, el que iba contigo? ¡No lo veo!
—Ya te he dicho que es a Cambises a quien he de informar.
Una sonrisa de desprecio se dibujó en sus labios.
—Si es que tienes oído, oye. En lugar de Damán, soy yo el que dirigiré el
ejército. Se cayó de su caballo y se rompió una pierna. En lo que respecta a Prexaspes,
ha de marchar a la patria para arreglar allí algunos asuntos. Jedeschir sufre calenturas;
por tanto, permanecerá en Memfis. El rey ha dejado, pues, el mando en mis manos, y el
poder es mío.
Sentí que mi lengua se hacía espesa. Ochos desde un principio no había sentido
ninguna simpatía por mí. Pero tampoco yo sentía amistad por él.
—Si el poder es tuyo, también la responsabilidad descansa sobre tus hombros —
le dije—. Un ejército está en el sur, otro llega por el norte. Pero delante de los persas se
halla el desierto y una enorme montaña de rocas, infinitas estepas donde los pájaros no
cantan ni la hierba logra medrar.
Hizo un movimiento despreciativo con su mano.
—Hablas como un ganso o es que quizá te molesta que sea yo quien esté al
frente de los soldados.
Sus ojos me miraron arrogantes. Antes de que le diera respuesta llegó Erifelos de
la tienda del rey.
—El rey te aguarda —me dijo en voz baja.
Así pues, me di la vuelta y dirigí mis pasos hacia el rey, mientras el calor cubría
mi rostro de sudor, y escuchaba tras de mí el rumor de los pasos de Ochos.
Cambises estaba sentado en una silla tapizada con piel de león. Su cara estaba
pálida. Iba muy ricamente vestido. Cuando me vio su rostro pareció iluminarse.
Cambises, el fratricida, me miró amistosamente. Yo me arrodillé ante él tal como el
ceremonial señalaba y escuché sus palabras.
Cambises tardó unos instantes en decir:
—Levántate, Tamburas, y dime si soy bastante poderoso para someter otros
pueblos.
—El mundo te pertenece, señor de reyes —le dije en voz bien alta—. Tu pie
posa en las espaldas de príncipes y reyes, tú, que gobiernas sobre infinitos pueblos.
Babilonia y Mesopotamia te envían sus presentes y solicitan tus gracias. Tus soldados se
han instalado ya en Egipto. Pero Etiopía queda muy lejos y yo no sé si realmente vale la
pena su conquista; podrías obtener una alianza sin guerra.
No estoy seguro de si me comprendió. El rey me miró como si no me escuchara.
Su frente estaba levantada y comprendí que miraba a Ochos.
—Te creíamos muerto, Tamburas, por eso di señal de partida para someter a los
etíopes.
—Los hombres allí son amigos de la paz —le dije rápidamente—. No piensan en
la guerra. Pero si se ven obligados a defenderse, serán terribles enemigos.
—Así pues, hombres amantes de la paz —dijo Cambises—. ¿Cuan grandes son
sus vasijas de aceite? ¿Tienen mucho trigo y granos recogidos? ¿Tienen miel en
abundancia? ¿Y oro? ¿Poseen ganados y vacas? Dime, ¿qué hay de todo eso?
—Poseen cuanto necesitan.
—Y sabrán defenderlo, piensas tú. ¿No es verdad?
—Creen en la bendición del sol y protegerán las fuentes de riqueza de su país.
—Tanto mejor —se interfirió Ochos—. Una caza obtenida con la lanza en la
mano, proporciona mayores alegrías que la obtenida por sorpresa. Nuestros guerreros
aguardan la victoria y la obtendrán. ¡Adelante con Cambises y aplastemos al enemigo!
En la cara de Cambises ningún gesto se dibujó.
—Creo en Ormuz, que dirige siempre mis decisiones. Es la fuente de toda vida.
Para él vivo y a él le sirvo, aunque sea un rey. Es por eso que quiero someter a los
pueblos para que reine sobre todos. Así está escrito y tal fue el oráculo que Chorosmad
dio.
—Pero antes escucha mis palabras —le dije rápidamente—, pues muchas son las
cosas que tengo que decirte y que observé en compañía de Olov, que enfermó y se
quedó entre los etíopes. Hubimos de soportar muchas dificultades. Los días son largos y
comprendí, Cambises, que para recorrer aquellas extensiones te son necesarios
camellos. Pero no disponemos de ellos. Además serían necesarios elefantes y carros
para transportar las cosas y abundantes provisiones de agua. También es preciso llevar
abundantes cantidades de pan y carne salada, pues el polvo que levantemos en la
marcha seguramente asustará la caza.
—¡Entonces iremos a pie! —dijo Ochos—. ¡Tú no conoces la voluntad de los
persas!
—¡Pero qué sabe un joven como tú de los desiertos! —le dije
despreciativamente. Era ya tiempo de que se diera cuenta de cuál era su situación ante
Cambises.— Debes prestar tus oídos a los consejos y no proponerte sólo complacer al
rey —continué con burla en mi tono—. ¿Qué consejos se te ocurren a ti, Ochos?
No respondió. Cambises carraspeó. Los dos guardianes personales de Cambises
me miraron asombrados.
—No respondes. Te preguntaré más cosas todavía. Entraste detrás de mí en la
tienda del rey. ¿Quién eres tú? ¿Es que desde tu inexperiencia crees que puedes
realmente ser consejero del rey?
Ochos abrió la boca y dijo muy rápidamente:
—Soy un persa y se me ha confiado la más alta misión, pues nada une más que
el parentesco de sangre. ¿Es que no te dije que tengo en mis manos el mando supremo
del ejército? Pareces haberlo olvidado y creo que hice bien en seguirte antes de que tú
pudieras tramar algo contra mí.
—Pero ¿por qué habría de querer tramar algo, Ochos? —le respondí con
asombro—. Yo no tengo por qué hablar de ti, pues nada me importan tus asuntos.
Cambises levantó la mano como para dar respuesta a mis cuestiones.
—Es como es, Tamburas. Después de Prexaspes y Damán, Ochos es el que goza
de mi máxima confianza. No te incomodes con él, pues es del mejor linaje y siempre ha
sido valiente.
—Pero la valentía sola no basta para guiar un ejército, por ello temo por tus
soldados, señor.
—Tu preocupación, Tamburas, es como una pequeña nube en el cielo. Pero yo
estoy siempre atento a lo que Ormuz dispone. Su voluntad es en estos momentos la
guerra. El dios del sol promete a mis guerreros y Ochos la victoria.
Una idea vino de pronto a mi mente. Antes de meditarla la expuse.
—¿Es que alguna mujer intercedió cerca de ti por Ochos, señor? Me parece que
nadie, sino alguien que prefiero no nombrar y cuya voz semeja al canto de un pájaro en
la rama de un árbol, podría haber aconsejado tal cosa. Ni Damán, ni Prexaspes, ni
Jedeschir. Ochos es demasiado joven. Pero, en cambio, una mujer es siempre una mujer,
aunque se trate de Atossa o de Batike.
La nombré en último lugar expresamente. Mientras Ochos palidecía, una sombra
cruzó el rostro de Cambises. Yo había lanzado una flecha en el vacío, pero había dado
en el blanco. Mis sospechas se confirmaron, pues Cambises dijo:
—¡Qué debo esperar de un caudillo que se preocupa siempre de lo que sólo
atañe al rey! Ve con cuidado, Tamburas, no te suceda como a un hombre que tanto miró
al sol que se deslumbró. —Guardó un momento de silencio y continuó diciendo:— No
nos ocupemos ahora de las mujeres. Es mejor que hablemos de nuestros futuros
objetivos. Dime, Tamburas: ¿tienen los etíopes tanto oro como se dice?
—Tienen el bastante para hacer cadenas con las que guardan a los criminales
para ahogarles en un lago y por el peso de las mismas son llevados al fondo. Del mismo
modo piensan los etíopes actuar con cuantos les causen daño. Las cadenas de oro son la
señal del hombre condenado...
Así pues, hube de recorrer con el ejército el mismo camino otra vez. A veces ni
una sola nube se divisaba en el cielo. Los jinetes persas levantaban mucho polvo y a
mucha distancia se podía advertir su llegada. A veces nos sorprendían los moradores de
las estepas, armados con sus lanzas y pintados de modo muy pintoresco. Pero nuestros
soldados les derrotaban rápidamente. Ochos había ordenado que tan sólo se tomaran
esclavos en el camino de regreso, de modo que en la ida ni niños ni mujeres debían
quedar con vida. Las hordas del ejército asesinaban con el nombre del rey en los labios,
cometían toda clase de injusticias llamando en su ayuda a Ormuz. Con sus actos
demostraron ser mucho más despiadados y crueles que los mismos lobos.
Ochos, de día en día parecía más entusiasmado en su nueva misión. Ardía en
deseos de entablar lucha y no desaprovechaba una sola ocasión, por pequeña que fuera,
para hacer correr sangre sobre la tierra. Se mostraba con mucha frecuencia a los
soldados y gustaba de que todos conocieran su nombre y le aclamaran al paso. Iba
sentado en su caballo como un rey en su trono.
El ejército persa irrumpió en el país como una horda de salvajes, dejando tras de
sí las huellas de la violencia y la sangre. Pero por rápidos que marcharan los animales,
con mayor rapidez avanzaban las noticias sobre nuestros actos en todo el país. Los
hombres huían al divisarnos desde lejos, llevándose consigo todo cuanto poseían.
Además entregaban a las llamas sus pueblos y moradas, para que los persas a su llegada
no hallaran ni ganado ni un techo en que guarecerse. A los catorce días nuestros víveres
ya escaseaban. Ochos había querido que se enrolaran en su ejército muchos guerreros;
en cambio, había limitado extraordinariamente la cantidad de víveres. Yo, durante sus
preparativos, había guardado silencio. Pero me sonreía e incluso me sentía alegre de
cuantas torpezas cometía.
Muy pronto hubimos de sacrificar caballos. Asábamos su carne y nos la
comíamos. Pero los soldados se sentían tristes y acariciaban sus bestias antes de que
fueran sacrificadas. Los persas nada decían, pero todos amaban mucho a sus animales, a
los que a veces hablaban como si se tratara de un amigo que pudiera comprenderles.
Pero consideraban que antes era su propia vida y por ello siguieron las órdenes, pese a
que les resultara doloroso desprenderse de sus animales.
Papkafar había querido quedarse durante este tiempo en Memfis. Yo había
pagado a Makabit y a los siervos y enviado a Papkafar, según sus deseos, a nuestra casa
de Memfis. Cuando el ejército partió me dijo:
—Esta vez pondré mucho cuidado, Tamburas, en que nada suceda en tu casa que
no sea de tu agrado. Haré que la limpien los criados por dentro y por fuera y las
habitaciones te aguardarán como una novia a su señor. Te seré fiel como el pájaro que
siempre indefectiblemente canta al sol que le da vida. Vuelve pronto, señor, pues creo
que llegó ya el tiempo en que espadas y lanzas sean apartadas de tu mano. Tan sólo un
necio, Tamburas, permite que toda su vida transcurra en batallas.
—¡Cállate! —le respondí sonriendo—. ¿O es que de nuevo habré de emplear las
fuerzas para que no te desmandes?
—Ormuz me libre de ello —respondió el siervo, sorprendido; pero luego añadió
—: ¿Quieres que te prepare un té, Tamburas, para que se te quite el calor que parece
haberse apoderado de tu frente? Algunas mujeres dicen que las alivia cuando se sienten
molestas. Tu frente está caliente como el sol y tu boca dice cosas que en estado normal
nunca se oirían de ti.
Mi mente en esos momentos estaba en Memfis. Desde allí habría podido huir en
secreto hacia la costa. Nadie podría impedírmelo. Pero no podía hacer eso, pues nadie
sabía qué podía suceder con Olov y si Cambises llegaría realmente a conquistar Etiopía.
No podía hacer otra cosa sino seguir al ejército. Me separé pues de Papkafar.
Esto había sucedido hacía ya veinte días. Ahora el ejército sufría hambre. Puesto
que no había caza, continuábamos sacrificando caballos. Pero ¿a qué alcanzaban cien
caballos entre diez mil hombres? Cuando Kawad me buscó —contrariamente a Ochos,
sentía amistad por mí— le aconsejé formar un grupo de cazadores. Debían preceder al
ejército, siquiera diez parasangas; de ese modo conseguirían cazar animales.
Así se hizo. Primeramente obtuvieron algunos éxitos, por lo menos los
cazadores lograron saciar su hambre; pero, por el calor, la carne que guardaban se
pudrió, antes de que el resto del ejército les alcanzara. En las dificultades, los soldados
se encomendaban a sus dioses. Los fuegos sagrados ardían todas las noches. Dos magos
de la corte de Cambises rogaban constantemente y hacían plegarias. Caían de rodillas y
aguardaban lo que los dioses les dijeran. Decían que Ormuz dormía y daban las culpas a
Ahrimán, el malo. Además algunos soldados comenzaron a enfermar, pues se habían
decidido a comer cuantas hierbas hallaran. Esas enfermedades comenzaron a
contagiarse entre otros soldados. Así, pues, antes de haber recorrido la tercera parte de
nuestro camino, el ejército estaba ya casi derrotado.
La tarde del día veintiséis después de nuestra partida, Kawad entró en mi tienda.
Diariamente yo recibía una ración de medio vaso de vino por ser caudillo. Precisamente
llevaba mi copa a los labios cuando oí su voz:
—Me envía el rey, Tamburas. Cambises quiere verte.
Los guardianes me saludaron al pasar con ojos de hambrientos. Desde hacía una
semana ya no había verduras, ni pan, ni féculas, tan sólo un cocido muy escaso como
única ración diaria. La tienda del rey estaba llena de telas de seda. Cambises estaba
sentado en su silla de piel de león, debajo de un palio en el que había el sol bordado. A
su derecha estaba Ochos y a su izquierda Artakán. Yo saludé a Cambises y él me señaló
un sitio para sentarme, a unos seis pasos de distancia de su silla. Me senté, pues, como
el acusado ante sus jueces. Detrás del rey, en lugar de dos había cuatro hombres de su
guardia personal.
El rey me contempló en silencio durante un rato, luego comenzó a hablar con
voz pausada:
—Yo, Cambises, rey de reyes, nacido de una mujer, recibí el poder para dirigir a
los hombres. Pero puesto que también soy hombre, necesito la ayuda del fuerte brazo de
mis caudillos. Tú has sido mi consejero, Tamburas, y dibujaste incluso un mapa para mi
ejército. Pero ahora mis guerreros sienten hambre e incluso el agua comienza a escasear.
¿Qué piensas de lo que está ocurriendo?
Yo no respondí inmediatamente, sino que miré a Ochos. El jefe supremo del
ejército levantaba orgulloso su mirada. Pese a que pretendía mantenerse indiferente a mi
mirada, sus labios se movieron inquietos y una mirada de odio surgió de sus ojos.
Ochos, por lo visto, quería ahora que todas las culpas recayeran sobre mí. Así pues, dije:
—Antes de salir de Tebas ya informé, oh rey, de todo esto. ¿No dije que el calor
de los desiertos obligaría a prescindir de los caballos? Informé acerca de los pantanos
con cocodrilos y las serpientes y expuse mis temores de que estas tierras serían
sepultura para muchos de nuestros guerreros. Aconsejé que tomáramos camellos y más
provisiones de pan y alimentos. Pero Ochos quiso que fueran caballos; mis advertencias
de nada le sirvieron. Por eso el destino ha seguido su curso y nos arrastra ahora a sus
abismos. ¿Es culpa mía?
Cambises me miró fijamente. Yo mantuve su mirada.
—Si yo te ordeno que entregues tus armas, las entregarías, ¿no es cierto? —me
dijo lentamente—. Pero qué sucederá si yo te pregunto: ¿Qué debo hacer, Tamburas?
Aconséjame, pues mis guerreros están en una grave situación.
—Yo ya preví que llegaría esta situación —le dije tranquilamente, y me levanté
de mi asiento—. Quien irrumpe como Ochos, semeja a un ciego ante el sol, para el que
todo el día es noche. Pero cuando dos hablan y sus palabras se contradicen, es que uno
dice verdad y otro miente. Para que los dioses quiten el velo de tus ojos, rey Cambises,
manda que se consulte el oráculo. Pon dos vasos de vino en medio, ambos de idéntico
color y forma, de modo que no se distingan entre sí. Echa veneno en uno. Seguro que
los médicos poseen veneno; de lo contrario, yo tengo esos polvos. Luego cambia de
postura los vasos. Ochos podrá elegir el que quiera. Si es que lo prefiere, seré yo el
primero en vaciar el vaso, pues yo no temo al oráculo y sé que los dioses están de mi
parte. Tan sólo el que sobreviva decidirá qué debe hacerse. Yo regresaría a Egipto con el
ejército, allí lo equiparía como es conveniente. Pero si Ochos es el que halla en su copa
el veneno, es siempre mejor que un caudillo incapaz muera a que diez mil de los
mejores soldados persas encuentren la muerte.
Artakán se mesó la barba, yo sentí la respiración agitada de Kawad. De este
modo el agresor se convertía en agredido. Ochos palideció. Puso su mano en el cinto.
—La ofensa de Tamburas de que soy un incapaz debe retirarse, de lo contrario...
—¿Qué? —le pregunté con voz acerada—. ¿Es que la serpiente de la irreflexión
habita de nuevo en tu mente que te atreves a levantar tu mano en presencia del rey?
Llevado de tu inexperiencia, has buscado la lucha. Los soldados debían aclamarte a
gritos, las estrellas del cielo debían escribir tu nombre en el universo. Pero olvidaste
algo y ello es que un soldado tan sólo lucha bien cuando tiene comida suficiente. En
esto comenzaron ya las dificultades. Detrás de las estepas quedan las tierras sin árboles,
los desiertos. Tan sólo un ejército muy bien provisto y con suficientes camellos, con
abundante carne salada, pan y frutos secos podría atravesar esas regiones. Si es que tu
opinión se opone a la mía, Ochos, lucha conmigo. Será entonces el oráculo el que
decida.
El rey me miró y yo penetré en lo oscuro de sus pupilas. Luego sonrió. Un juego
en que se decidiera vida y muerte le resultaba agradable.
—Si es que persistes en que se cumpla el oráculo, Tamburas, y Ochos nada
opone en contra, suceda como tú quieres.
Ochos se humedeció los labios con la lengua.
—¡Yo no tengo nada ni nadie que temer! —dijo arrogante.
El rey dio unas palmadas y mandó que trajeran dos copas a su tienda. Un siervo
trajo lo pedido. Dos copas junto con una varilla para remover.
—Llamad a Erifelos para el veneno —dijo el rey.
—No es necesario —dije yo rápidamente. Como llevadas por la fiebre, surgieron
mis palabras—. En mi cinto tengo un saquito con polvos venenosos que son mortales.
Permite, rey de los persas, que te lo entregue para que tú mismo seas quien lo eches en
la copa, mientras Ochos y yo nos giramos de espaldas.
Los magos de los pueblos se precian de preparar tales escenas, pero creo que ni
el mismo Papkafar hubiera sido capaz de realizar una como la que yo realizaba. Antes
de que el rey me diera respuesta, di unos pasos y le entregué la bolsita que todos los
guerreros llevan siempre consigo con algo de sal, pues, igual que un camello, también el
hombre puede necesitarla a veces. Mis dedos tomaron un poco de ella y la eché en la
mano de Cambises.
El rey sonrió. Sus ojos parecían pequeñas bolas de fuego en la noche, parecía
haber desaparecido de su cara todo cansancio, sus mejillas brillaban. Miró a Ochos,
luego me miró a mí y echó la sal con un rápido movimiento en una copa. Con su varilla
removió y añadió algo de agua a la mezcla.
—Permite, señor —le dije—, que mueva la copa hasta que ya nadie sepa cuál de
las dos contiene los polvos. —Tras darle muchas vueltas dije—: Así ahora, sol de los
hombres, sé tú quien disponga la posición de las copas, para que Ochos no crea que soy
un mentiroso o tramposo; pues ambos habremos de beber vino, pero tan sólo uno de
nosotros gustará de esos polvos.
Me di cuenta de la impresión que mis palabras causaron en todos. Artakán
carraspeó y las mejillas de Ochos enrojecieron.
—Daos la vuelta —ordenó el rey— los dos, para que ninguno tenga ventaja
sobre el otro.
Al cabo de unos momentos ya regresábamos al lugar de la prueba. Nadie de
nosotros podía saber cuál era la copa que nada contenía sino vino, y nadie con toda
seguridad deseaba tomar la que contuviera la sal.
—Di, rey, quién debe ser el primero en elegir. Yo, desde luego, me ofrezco como
voluntario.
—Que sea Ochos —decidió Cambises—, pues el veneno procedió de ti,
Tamburas. Así pues, debe ser él el primero en escoger —se frotó las manos—. Coge,
Ochos, una de las copas y procura ser astuto. Según me dijera Batike, eres listo y
valiente, como debe serlo un hombre de guerra.
Ochos murmuró:
—Veo la muerte ante mí aunque se esconda bajo la dulzura del vino. Esa muerte
me avergüenza, pero puesto que soy un caudillo he de callar. —Titubeó unos instantes.
— ¿Por qué no es Tamburas el primero en elegir? Él es mayor que yo.
Lentamente avancé y puse mi mano en disposición de tomar una copa. Ochos
me siguió con la vista. Su frente se volvió blanca como la nieve.
—Es cierto que soy el mayor. Pero también es cierto que es Ochos quien
conduce el ejército.
Ochos se inclinó hacia adelante. Se le veía indeciso. De pronto dijo:
—¿Tú quieres que muera?
—¡Lo que yo quiero es también tu deseo! ¡Coge la copa que sea la buena!
—¿Por qué tus labios mienten?
—Si entre nosotros existe una mentira, en ti está. No soy yo sino tú el que ha
engañado, y precisamente para ocultar tu error. Ahora elige, rápido, pues ya estoy harto
de tu indecisión.
Sus ojos se encontraron con mi mirada. Su frente estaba cubierta de sudor. Su
mano derecha rozó una copa, pero la soltó inmediatamente.
—¿Por qué hablas como un narrador de cuentos, Tamburas, que conozca muy
bien sus historias? ¿Es que has visto en qué copa está el veneno y echaste de su
contenido en la otra, de modo que estés seguro de que, sea cual sea la que yo elija,
estará envenenada?
Yo le contemplé fijamente. Ochos retrocedió unos pasos.
—¿Estás loco? —le grité—. Estás hablando ante el rey. Cambises ha sido testigo
de todo cuanto aquí ha pasado. Tus palabras le hacen cómplice de algo indigno;
realmente tu mente no razona ya. ¡Seré yo el que elija y tú tomarás la copa que quede!
Con mi mano derecha levanté una de las copas y la mostré al rey. Artakán me
miraba. Su rostro estaba contraído. Cambises levantó su mano.
—Bebed los dos a la vez.
Ochos tragó saliva. Sus ojos iban de uno a otro y se quedaron mirando fijamente
la copa como si se tratara de un animal peligroso. Yo la señalé y le dije:
—Tan sólo queda ésa. Tú mismo con tu indecisión has perdido la oportunidad de
elegir. Tan sólo se puede morir una vez. ¿Qué te pasa, Ochos, es que temes por tu alma
después de la muerte?
—No tengo nada que temer, ya te lo dije.
—Entonces coge la copa sin miedo.
Desde luego era un juego terrible el que yo estaba imponiendo, pero si no
lograba desenmascararle era mi vida la que peligraba. Sus dedos se abrieron y tomaron
la copa que quedaba. Yo me apresuré a decir:
—El que pierda su vida caerá al suelo. ¿No es verdad?
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Yo continué diciendo:
—El vino tendrá el mismo sabor para ambos, dulce. Pero tan sólo uno de
nosotros gustará de la verdad. Bebamos, Ochos.
Lentamente, con movimientos que parecían no llegar nunca a su fin, levanté mi
mano y me acerqué la copa a los labios; incliné la copa y bebí dos veces. El vino tenía
sabor normal, la sal estaba en la otra copa. Muy cuidadosamente hice bajar la copa y
contemplé su interior como si quisiera leer algo allí dentro. Luego respiré
profundamente y volví a beber hasta terminarme el contenido.
—El que pierda la vida caerá al suelo —volví a decir; dejé que la copa cayera de
mis manos.
Kawad respiraba entrecortadamente, creo que los ojos saltaban de las órbitas a
todos los presentes. Cambises apretaba sus puños, pero parecía sonreír. Sus ojos, en
cambio, permanecieron misteriosamente oscuros.
—¿Sientes en ti el mal de la muerte que sube por las venas? ¿Oyes mi pregunta?
Yo crucé mis manos sobre el pecho.
—Me siento bien. Mi corazón alaba la justicia del rey.
Lentamente me di la vuelta.
—Entonces es Ochos quien debe beber de su copa, después de que haya
escuchado tus palabras dignas.
El joven caudillo cerró sus ojos y volvió a abrirlos inmediatamente. Parecían los
grandes ojos de un niño asustado. ¿Quizá creía estar soñando?
—Es ya tiempo de que bebas, Ochos —le dije—. Te toca a ti.
Parecía petrificado, la copa contra sus dientes. Miró hacia arriba como si
aguardara algún movimiento que debiera salvarle. Pero Batike y el poder de sus ojos no
estaban presentes.
—Nadie perderá, pues perder significa aquí la muerte —murmuré de modo
significativo.
Lentamente sus ojos parecieron volver a la realidad. Su copa parecía pesarle en
la mano. Naturalmente no le resultaba fácil morir. Y que era su copa la que contenía el
veneno se lo indicaba que a mí no me hubiera pasado nada.
—Decídete, caudillo de los persas —mis palabras resonaron en la tienda.
Ochos abrió sus labios, pero no para beber sino para hablar. Resultaba difícil
entender sus palabras.
—Si mi muerte pudiera servir para algo... Sin embargo, se trata de una muerte
absurda...
—Son muchos los soldados que han muerto de hambre bajo tu mando —le dije
con dureza—. ¿No te parece eso suficiente explicación? ¿Por qué dudas ahora?
Confuso, me miró. Sus labios formaron una palabra, pero no llegó a
pronunciarla. Yo leí en sus labios: ¡Batike! Sus manos se crisparon sobre la copa. El
caudillo tenía los ojos cerrados y apretaba contra sí la copa.
Detrás de mí oí respirar al rey. Artakán suspiraba. Entonces sucedió que Ochos
se atragantó. Su cuerpo se curvó y echó el vino de la boca como si fuera sangre. Sus
manos se movieron en el aire como buscando apoyo; perdió la copa de sus manos y el
rojo contenido fue a manchar la alfombra hasta junto a mis pies. Su rostro se contrajo
dolorosamente. Sus manos se posaban sobre la boca, como si quisieran limpiarse el
húmedo líquido.
Yo respiré aliviado y agradecí a los dioses que hubieran sabido hallar la solución
favorable a todos. No debía descubrir mi juego, pues de lo contrario Ochos me hubiera
odiado durante toda su vida.
—El destino es como el filo de una espada —dije en voz bien alta—. A veces
alcanza a la víctima, otras veces yerra el golpe. He visto lo que todos presenciaron. Los
dioses no han querido que el siervo del rey muera. Ha ocurrido un milagro. Algo en la
garganta de Ochos ha impedido que el veneno penetrara en su interior y le causara la
muerte.
Hubo un silencio.
Me miró sorprendido. Seguro que esperaba de mí otras palabras. Lentamente las
tinieblas desaparecieron de su mirada. Me contempló lleno de asombro y luego se echó
ante el rey de rodillas.
—Perdona, señor, no fui capaz de tragar la amargura de la muerte.
Yo me coloqué a su lado y me incliné ante Cambises.
—En el cielo reina el sol, rey de reyes, y decide sobre los hombres. El sol de tu
poder asciende por oriente y se dirige hacia el horizonte del occidente. Tú eres quien
hace justicia sobre la tierra. Después de que el oráculo decidiera, pues tan sólo yo bebí
el contenido de la copa sin que la culpa de Ochos recayera en mí, ordena que
regresemos y tus soldados se aprovisionen en Egipto. Dirige tu ejército hacia el norte,
para sanar las heridas y estragos que el hambre causó entre nosotros.
Cambises guardó silencio durante un rato, luego dio respuesta con voz potente.
—Prefiero sea Ochos quien te responda. Quiero ver qué enseñanza ha extraído
de lo pasado. Levántate, Ochos, olvida tus debilidades y responde como si fueras el rey
mismo.
Ochos se levantó. Su rostro brillaba. Cuando me miró mi corazón se sintió
aliviado, pues su mirada no reflejaba odio. Habló lentamente, y sus palabras me
tranquilizaron.
—Un gorrión ve volar una paloma de distinto modo que un halcón. Yo era el
gorrión y como tal actué. En lo que erré quiero enmendarme. Perdona, rey de los persas,
que mi torpeza ensuciara tu manto real.
Ochos respiró profundamente y su mirada se posó sucesivamente en el rey y en
mí.
Artakán se interfirió en la conversación:
—Quien sabe reconocer sus culpas y se propone enmendarlas demuestra ser
hombre inteligente. Los actos torpes que persisten en su torpeza merecen castigo del
cielo. Pero el que sabe reconocer sus faltas merece el aplauso de los dioses y del rey.
Debes ver en este día, Ochos, algo importante para ti, pues más aprende a veces el
hombre en el fracaso que en la victoria.
Cambises dio unas palmadas y pidió vino. Kawad me miró aliviado y me di
cuenta de que me apreciaba como si fuera su hermano. El aire estaba puro como tras
una tormenta. Todos comenzaron a hablar y todos alababan el proceder del rey. Luego el
rey despidió a todos, pero a mí me ordenó que me quedara.
Durante un rato me contempló en silencio, luego se inclinó hacia adelante y dijo:
—Eres astuto, Tamburas; no diré que como una serpiente, pues sería muy poco,
más, creo que como un nido de serpientes.
—Una serpiente con su beso mata; en cambio, yo no di muerte a nadie —le dije
en voz baja.
—Ya lo vi, pues tengo ojos —respondió el rey—. ¡Realmente no te hubieras
atrevido a matarle!
—¿Porque Ochos es un persa? —le pregunté.
Cambises entornó sus ojos.
—Puesto que eres inteligente, tú mismo puedes responder a tu pregunta. Cuando
me diste los polvos, en mi mano quedó un cristal. Yo lo probé mientras os dabais la
vuelta.
—¿Entonces durante todo el rato sabías... ?
—¿Hubiera debido decir: matadle, pues está engañando al rey?
Sentí que los dioses de nuevo me habían protegido y comprendí que nuevamente
les debía la vida.
—Tu benevolencia es grande, oh rey.
—Hay algo que deberías comprender, Tamburas —dijo Cambises—. Un mismo
camino conduce adelante y hacia atrás. ¿Por qué hoy te perdoné la vida? No lo sé, pues
ni el mismo rey sabe comprender a veces los corazones de los hombres.
Ya sólo de Olov dependía si alcanzaría el trono etíope o perdería la lucha contra
Thet. En todo caso, el país de esas gentes quedó salvado del ataque persa, pues con los
guerreros hambrientos regresamos de donde veníamos, a Tebas, donde el rey decretó un
descanso de veinte días que debían aprovecharse para equipar de nuevo al ejército.
Erifelos y los demás médicos tuvieron mucho trabajo, pues muchos sufrían
enfermedades que costaba esfuerzo vencer. Una gran cantidad de soldados tenía los pies
deshechos, pues al sacrificar los caballos habían tenido que recorrer a pie el camino.
Llegué a enterarme de que algunos soldados durante el tiempo de hambre habían
comido carne humana. La vanguardia del ejército mataba a recién nacidos que
encontrara en el avance y bebían su sangre y comían su carne.
Todas las regiones egipcias cercanas a Tebas sufrieron el pillaje de los soldados
del rey. Cambises, sin embargo, envió mensajes hacia todas partes. Ya al cabo de siete
días llegaban los primeros camellos. Chorosmad, el mago, llegó a Memfis. Una tarde, al
ponerse el sol, se encendió el fuego sagrado. El rey estaba sentado en su silla de piel de
león. Doce alfombras calentaban sus pies, el cielo brillaba en un tono violáceo y la luna
aparecía ya recortada sobre ese fondo.
En la noche recién comenzada el mago cantó palabras misteriosas. En esos
versos se hablaba que Ormuz descendía del cielo, tomaba forma terrena y se ocultaba en
la cabeza del rey.
—No temáis —gritó Chorosmad—. Entonad oraciones y cánticos sagrados, pues
el dios os escucha a todos.
Todos los presentes comenzaron a gritar y repetían de tanto en tanto el canto
entonado por Chorosmad.
Luego el mago movió su cuerpo de modo muy violento y comenzó a danzar.
Con el cuchillo de sacrificios cortó las venas del cuello de tres terneros recién nacidos;
la sangre se recogió en unos recipientes. Luego abrió el vientre de los animales
sacrificados para ver sus entrañas. Finalmente les sacó el hígado, que mostró a todos y
echó en una vasija llena de oro. Levantó sus manos en actitud de plegaria, como si
rogara al fuego en el que el espíritu de dios mora.
Luego tomó de la vasija el hígado depositado y comenzó a amasarlo. Tomó
forma de cabeza. Todos pudieron verlo muy claramente, también yo. O quizá todos
vimos simplemente lo que su voluntad quiso que viéramos.
—Mirad hacia donde mira esta cabeza, es hacia el norte —gritó Chorosmad—.
Es un signo del cielo, que ordena, rey Cambises, que dirijas hacia allí tus camellos. Algo
ha de suceder, lo que no puedo saber es si para bien o para mal.
Los presentes estallaron en agudos gritos.
—¡Ormuz! ¡Cambises, Cambises! —gritaban todos.
La luna cada vez se veía más clara, colgada en el cielo, sobre nuestras cabezas.
Así pues, por el oráculo consultado, el ejército se desplazó hacia el norte en
lugar de hacia el sur. Cambises iba en busca de nuevas víctimas y victorias, pues no
quería regresar a la capital, tras el fracaso de su invasión de Etiopía, sin nuevos triunfos
en sus manos.
El ejército primeramente permaneció en las regiones próximas al Nilo, luego se
dirigió hacia los oasis de los ammonitas. Se contaba de esos pueblos que poseían
grandes riquezas. De ahí procedían las riquezas de Egipto. Hacía siglos que habían sido
despojados por los egipcios, que les robaron sus imágenes divinas de oro, de plata y
piedras preciosas, los altares de grandes templos al sol, cocodrilos de oro y riquezas
innumerables. Cambises quería poseer la imagen del dios del sol Ammon-Ra, a la que
los ammonitas continuaban elevando sus plegarias.
Durante cinco días los soldados se hicieron camino a través de desiertos. La
mayoría de veces no hacía viento, pero en otras ocasiones el aire se movía y azotaba
nuestros rostros con la arena polvorienta. Los guerreros se sentían bien, pese a que más
de uno sentía sobre sí la tortura de la sed y experimentaba las visiones típicas del calor
del sol. Las provisiones de agua, siguiendo mis consejos, fueron suministradas muy
cuidadosamente. Tan sólo por la mañana y por la tarde se daba algo de beber.
Las noches en los desiertos eran frías. Los hombres encendían pequeñas fogatas,
pese a que poca cosa se encontraba para poder quemar, y dormían amontonados para
proporcionarse calor mutuamente.
Por la tarde del sexto día, aproximadamente a medio camino del objetivo
propuesto, sucedió de pronto que el cielo se cubrió de nubes. Del cielo parecía surgir
como una pared gris que terminó por ocultar el sol y sumió la tierra en la oscuridad. La
arena del desierto tomó tonos oscuros y sombras. Por última vez, de entre las nubes
surgió un rayo de sol. Antes el calor había sido insoportable, pero en cambio ahora el
viento era helado. Soplaba con toda fuerza y silbaba amenazador.
Los soldados se quedaron sentados. La arena que el viento levantaba llegaba a
cegar nuestros ojos. Yo me protegí la cara con las manos y me puse el turbante, que
normalmente me servía para protegerme del sol, hasta las cejas. Por todas partes se oían
gritos, rotos por el viento, que parecían aguas desbordadas. Los hombres pegaban a los
camellos, pues los animales, allí donde estuvieran, se echaban al suelo y no querían
volver a levantarse.
Erifelos agitó sus brazos. A través del aire sus manos formaron como un círculo.
Gritaba algo, pero la arena llenaba su boca. Algunos guías se esforzaron inútilmente en
montar para el rey un techo de protección. El viento lo destrozaba todo, formaba un
enorme huracán y arrasaba todo cuanto hallaba a su paso. Todo volaba por los aires.
Yo apenas podía respirar. La enorme pared violeta estaba frente a nosotros y los
elementos se desencadenaban; tan sólo en el mar había visto semejantes escenas. Pero
aquí el viento arrastraba arena en lugar de agua, que lanzaba con toda su fuerza sobre
hombres y animales. El viento era helado, pero la arena al golpear el rostro parecía
agujas candentes. Era como si miles de flechas atravesaran mi cuerpo. Sobre cada
hombre, sobre cada animal, la naturaleza se desencadenaba, rodeándole del muro que le
hacía sentirse solo ante la muerte. Así era y así será siempre. La muerte, cuando se
presenta, nos encuentra siempre solos.
Encorvado me defendía del viento. No se podía reconocer nada, como si algo
tapara nariz, orejas, ojos y boca. Delante de mí oí gritar a un camello. Tropecé y me di
cuenta de que se trataba de algo con vida. Me coloqué, pues, junto al animal.
Arena, cada vez en cantidades mayores, y viento helado. Tras una eternidad —o
quizá sólo un instante— sentí una presión en los hombros; intenté desprenderme, pero la
sentí nuevamente; me esforcé en liberar mis piernas hundidas hasta las caderas.
Mi situación resultaba cada vez más difícil. Llamé a los dioses en mi ayuda,
mientras mi corazón martilleaba y mis dientes comían arena. La tormenta levantaba
cada vez más arena, eran verdaderos ríos de arena que se levantaban y caían de nuevo al
suelo, formando montañas que se derrumbaban sobre hombres y animales. ¡Aire! ¡Aire!
Pero la tormenta no respetaba a nadie, ni se compadecía de los esfuerzos humanos. El
peso sobre mis hombros se hizo tan fuerte como si dos hombres a la vez me empujaran.
Me desmayé. Una melodía pareció resonar en mis oídos. Me creí herido.
Tomadme en vuestras manos, oh dioses, para que pueda entrar en vuestro reino. Un
puño invisible me tomó y me llevaba por el aire. Yo volé, volé, volé...
Cuánto tiempo transcurrió entre mi desvanecimiento y la noche definitiva, no lo
sé. Un camello me salvó de la profundidad de la tumba de arena. Una vez acabada la
tormenta, el animal sacó mi cuerpo a la superficie. Recuperaba la conciencia para
perderla al cabo de unos instantes; finalmente la recuperé por completo y sentí en mi
boca y ojos la arena. Primeramente no comprendí nada. El cielo estaba claro, las
estrellas brillaban como siempre. Se oían voces lejanas como si el viento las trajera
desde muy lejos. Progresivamente la debilidad fue cediendo y recuperé mi estado
normal. Me di cuenta en seguida de lo magullado que estaba.
Al comienzo de todas las cosas existió el esfuerzo, el agotamiento y el dolor.
Resucitado, me toqué las piernas y quité de ellas la arena. Al igual que el recién nacido
lo primero que hace es gritar, clamé yo a los dioses y les agradecí que hubieran
protegido mi vida también en esta ocasión, por lo que me resultó evidente que llegaría el
día en que volviera a ver mi patria.
Mientras me quitaba la arena de encima y me arrastraba hasta un lugar en que vi
agua, la noche se aclaraba. Algunos hombres tropezaron conmigo, me miraron a los
ojos, con el reflejo de la búsqueda en sus ojos. En cambio, otros ni siquiera se movían,
tan sólo se lamentaban y llamaban a los dioses en su ayuda. Con sus caras llenas de
arena, parecían recién nacidos en una extraña fantasía. Probablemente yo me parecía a
ellos, pues muchos no me reconocían y preguntaban mi nombre.
Lentamente amaneció el nuevo día. Se hizo la luz, fuente de toda vida. El sol no
tardó en salir, renaciendo con él la vida sobre la arena. Pero muchísimos soldados del
ejército de Cambises quedaron allí sepultados, la arena del desierto les hizo de tumba.
Los supervivientes se afanaban en recuperar sus cosas y agrupar a los camellos. Todos
buscaban agua. Algunos parecían desesperados removiendo la arena con sus manos. Los
ahogados tenían la cara azul, otros parecía que simplemente durmieran o estuvieran
plácidamente charlando con sus compañeros. Muchos de los cadáveres estaban
hinchados, como si hubieran aspirado el aire y la muerte les sorprendiera antes de
expulsarlo. El rey vivía, pero en sus ojos se reflejaba la demencia y no decía una sola
palabra.
Kawad mandó que se construyera una tienda donde instaló a Cambises. Sus ojos
miraban a la lejanía. Entró un caudillo y detrás de él unos soldados trajeron a un hombre
recuperado de la arena. Era Artakán, estaba muerto. Ochos daba órdenes. Su cara
parecía la de un cadáver, sus ojos piedras incrustadas. En el cielo aparecían ya los
primeros cuervos.
Lentamente sentí que la desazón subía por mis venas. Pregunté a uno y a otro.
Se encontró un cuchillo, era el suyo. Cavé y llamé a soldados en mi ayuda. Encontramos
ahogados, muchos ahogados. Kawad estaba junto a mí.
—¿Por qué lloras, Tamburas?
—Mis ojos están irritados. Es a causa del viento.
Sí, era a causa del viento y se encontraba enterrado bajo la arena, pues se trataba
de Erifelos. Otros vivían, incapaces y tiranos, gentes despiadadas y falsas; en cambio él,
el mejor de todos, mi amigo, que acudía siempre en ayuda del que la necesitara, había
perdido su vida. En un lugar bajo las dunas de arena quedó su tumba. Estaría entre los
dioses, si había alcanzado el Hades.
Por la tarde, cuando Ochos dio la señal, acudieron los supervivientes, un ejército
derrotado, vencido por segunda vez sin enfrentarse a ningún enemigo; yo volví a
remover arena buscándole. Por salvar a Olov, había perdido a mi segundo compañero.
Mientras oía como me llamaba, saqué mi espada y la hundí en la arena diciendo:
—Esté donde esté el cuerpo de Erifelos, aquí sitúo yo su tumba. Pero de ti,
amigo mío, sentiré siempre tu ausencia, pues los jueces de la muerte sin duda sabrán
hacer justicia. Tomarán tus manos y las llevarán hasta el Hades. Te llamo y pido a los
dioses que te recuerden, pues apatrida al morir lo es sólo aquel cuyos actos y
pensamientos carecieron de dios.
El ejército recorrió el mismo camino de ida. Pero los valles y desiertos parecían
otros, la tormenta había cambiado su aspecto. El cielo formaba una cúpula ardiente, los
camellos marchaban despacio, el sol parecía un disco de oro. Por la noche nos
orientábamos por las estrellas, siempre todos callados, tristes nuestras caras, pues donde
muchos existieron y sólo quedan unos pocos reina siempre la tristeza. El ejército
invencible estaba irremisiblemente herido, los soldados habían perdido la sonrisa. Por la
tarde, Ochos iba de una fogata a otra, sin llevar en su mano el bastón de mando, ponía
su mano cariñosamente sobre el hombro de muchos soldados.
En una ocasión le oí hablar:
—No fueron hombres los que nos derrotaron, sino las sombras de Ahrimán —
dijo—. Permanecían ocultas en los desiertos. Quizás ahora os preguntéis: ¿por qué? Yo
os digo, sin embargo, que volveremos a formar filas cerradas que sabrán atacar, vencer
y lograr victorias para el rey de nuestro pueblo. Lo que ayer sucedió se olvidará.
Vuestros corazones deben orientarse hacia el futuro, burlaos de la muerte y reíd, pues
invencibles por hombres regresamos hacia Memfis.
Cuanto más nos acercábamos a las regiones del Nilo, más alegres se ponían los
soldados. Por la tarde ardían siempre las fogatas, para vencer a la oscuridad y el frío.
Reinaba en esos momentos siempre el silencio. A veces se veía a Cambises, cuando el
calor del mediodía nos forzaba a hacer un alto en el camino, o por la tarde, cuando los
camellos comían algo para reponer sus fuerzas. Un rey ha de inspirar confianza, tener
siempre el aspecto de vencedor; sin importarle sin embargo estas cosas, Cambises se
mostraba impresionado, avergonzado y se ocultaba casi siempre en su tienda.
La vanguardia y los guías avanzaban al grueso del ejército para ir marcando el
camino a seguir. Llegó el día en que todos vimos de nuevo el Nilo y un grito de júbilo
ascendió al cielo. Los camellos se lanzaron a la corriente sin que nuestros gritos
pudieran detenerlos. Los hombres se sintieron premiados en sus esfuerzos. Alababan a
Ormuz y al rey y decían:
—Realmente llegó el tiempo en que todas nuestras heridas sean curadas y
nuestros vientres, ávidos de comida y bebida, logren saciarse.
Ahora, por fin, teníamos toda el agua que deseáramos. Por la tarde un suave
viento refrescó nuestras caras. Los persas hablaban de la capital como de una sirena,
alababan sus jardines y toda la belleza de las mujeres egipcias. Pero todavía nos
quedaba un largo camino.
Mi situación con Ochos resultaba soportable. Por ello le hablé y le rogué que me
llevara a ver a Cambises para exponerle mis pensamientos. Pedí para los soldados plata
para que regresaran a Memfis como vencedores con sus manos llenas y no como
aventureros despojados por los bárbaros.
En esa tarde Cambises me mandó llamar. Mi tienda no estaba lejos de la suya.
Yo recorrí la distancia con paso rápido y miré hacia la colina, tras la cual se ocultaba
entonces el sol, lanzando sobre el río destellos rojizos que desaparecían ya en el
anochecer.
Cambises me hizo una seña para que me acercara. Su rostro parecía reseco, sus
ojos hundidos.
—Sentí alegría de que por fin me llamaras a tu presencia —le dije.
La sangre afluyó a su cara y comenzó a sudar. Anteriormente le había odiado, le
llamaba el fratricida, pero en estos momentos no sentía nada, porque el hombre llega a
acostumbrarse a vivir incluso en el mismo infierno.
—Contra lo sucedido nada podía yo —dijo Cambises—. Y sin embargo,
Tamburas, no logro desprenderme de este mal recuerdo de que mi triunfo haya sido
coronado por dos derrotas. Por mucho que me esfuerce, este recuerdo me sobreviene de
nuevo. Dentro de seis o siete días llegaremos a Memfis; los soldados obtendrán su plata.
Pero sin embargo una sospecha anida en mi pecho. Quiero decírtelo a ti, Tamburas;
temo realmente el encuentro con los hombres de la ciudad. Durante todo este tiempo
reflexioné por qué el dios de la luz retiró su mano de mis empresas. ¿Le ofendí? ¿Quizá
no tuve el debido respeto ante él? ¿No sacrifiqué bastante en su honor? ¿No lo hice todo
por su gloria? —La mirada del rey, interrogante, se clavaba en mi rostro.— Erifelos era
un hombre de tu pueblo. Con él hablé de muchas cosas y fueron muchas las veces que
respondió a mis preguntas como si fuera mi propia conciencia. Te aseguro que le
encuentro mucho a faltar, pues lograba calmar mi corazón.
Toda su actitud dictatorial, toda su superioridad había desaparecido. Cambises
pensaba y hablaba como un hombre, como alguien abandonado en medio del desierto,
que se desespera porque el sol brilla en exceso.
—Los misterios de Dios no son los mismos que los de los hombres —le dije
pausadamente—. Quizás haya sacerdotes que sepan interpretar los signos. Pero yo,
personalmente, sólo sé que la cumbre ya alcanzada debe conservarse. Por eso yo te
aconsejo, Cambises, que no inicies nuevas guerras. En lugar de ello, construye un gran
templo, mucho más grande y bello de cuantos hayan existido en Persia, estampa en él
las iniciales de tu poder, construye nuevas viviendas, haz que la paz reine entre los
hombres, a la que en realidad todos aspiran, y haz siempre el bien; tu dios te
recompensará espléndidamente por todo ello.
Sus ojos estaban fijos en mi cara.
—Quizá lleves razón, Tamburas. Yo amo a Ormuz y a la vez le temo. Mañana
construiré un templo, en lo que mañana puede entenderse como dentro de un año o
incluso diez. Pero hoy es hoy. ¿Qué sucederá cuando el pueblo de Memfis reciba a mis
guerreros y pregunte por el éxito de su rey?
—¿Qué ha de suceder? —pregunté asombrado—. Los muertos ya no hablan y
los vivientes hablarán de la plata recibida. Da a tus guerreros el doble de lo que
esperaban conseguir. Todos los soldados te alabarán y todos se convertirán en tus
defensores.
—Aconseja, finalmente, una cosa —pidió Cambises—. ¿Crees que es mejor que
entre en la ciudad bajo la luz de las antorchas, porque así hallaré a los egipcios
durmiendo y podré sustraerme a sus burlas y chanzas?
Un sentimiento de satisfacción me invadió al ver al rey tan derrotado por sus
sentimientos, lleno de temores de que los soldados pudieran burlarse de él. Sin embargo,
moví mi cabeza y dije:
—¿Eres un esclavo que temes la luz del día? El ejército ha de cabalgar bajo la
luz del día para ser muestra de tus triunfos, aunque en realidad no hayas conseguido esta
vez ninguno. El idioma de los soldados depende del dinero. Quien regresa con sus
manos llenas sabrá en la tarde alabar tu proceder. Envía emisarios a la ciudad, ordena
que se prepare una gran fiesta para recibirnos, reparte comida y vino en abundancia y
nadie preguntará por Etiopía ni por los tesoros de los ammonitas.
Tal se hizo y nosotros aguardamos a cierta distancia de Memfis, donde los
soldados pusieron orden en sus vestidos y aspecto. Nos levantamos al despuntar el alba.
Atravesamos los muros de Memfis con los primeros rayos del día.
El recibimiento fue tan impresionante que incluso superó lo que yo mismo me
había imaginado que sería. Como el mar lleva la espuma hacia la playa, el pueblo
acudía de todas partes a la puerta de las murallas por las que entrábamos. Gran cantidad
de jinetes, armados de sus corazas, ordenaban a la multitud no se agolpara y dejara paso
a nuestras tropas. Todas las calles estaban llenas del olor a buena comida. Todo el
mundo estaba contento por el vino repartido y celebraban felices nuestro regreso. Los
niños gritaban contentos y las mujeres se habían puesto sus mejores atavíos. Todos
cantaban y danzaban, saludaban a los que regresaban y se echaban al suelo para saludar
al rey.
Cambises iba de pie junto al que guiaba su carruaje real. La última noche
Jedeschir había venido a nuestro encuentro y había traído ocho blancos corceles. El
caudillo estaba ya curado de su enfermedad; dos mil soldados de los «invencibles»
habían acudido también para desfilar.
Cambises llevaba sus ropas más fastuosas. Sobre su cabeza lucía la tiara. Los
diamantes, perlas, rubíes y esmeraldas brillaban como desafiando al cielo. Su cara no
tenía la expresión de un vencedor en un principio, pero progresivamente se dejó ganar
por el ambiente de júbilo y llegó incluso a sonreír. De vez en cuando levantaba su mano
para saludar a los que le aclamaban. Luego sus brazaletes brillaban y los ramilletes de
diamantes despedían radiantes destellos a la luz del día.
Cuando llegamos a la calle principal, que según dicen fue construida por un
faraón egipcio con el fin de dar al templo de Ptah una entrada digna, el clamor se hizo
indescriptible. Tan sólo junto al rey se conservó el orden. A cada grito de júbilo, los
soldados levantaban sus lanzas y escudos en señal de respuesta. Muchos niños lograban
traspasar los cordones formados para detener a la multitud y echaban flores al paso del
ejército. Las mujeres daban besos a todos los soldados y las muchachas no miraban al
suelo cuando los soldados las llamaban con pasión.
Por todas partes resonaba:
—¡Viva nuestro dios y faraón del país!
Cambises, impresionado por el recibimiento, comenzó a echar oro y plata a la
multitud. Hombres y mujeres se abalanzaron para obtener las escasas monedas. Muchos
persas parecían envidiar su situación y lamentar estar entre los que desfilaban, pero los
jefes lograron mantener las filas en orden y que los soldados no abandonaran sus
puestos.
Mi cabeza retumbaba al entrar finalmente en el recinto del palacio. Las risas,
gritos y clamores quedaron atrás. Mientras los soldados marchaban hacia sus casas,
donde esperaban por fin lavarse y reposar de todas las calamidades sufridas, abandoné
yo el cortejo real, cuando Cambises subía por las escaleras de su palacio. Kawad, que no
quería que me marchara, me llamó; pero yo no tenía humor para tomar parte en la
última ceremonia.
Aspiré con placer el aire perfumado del jardín de mi casa. Alabé en mi interior la
belleza de esta ciudad y mis oídos escucharon en silencio la vieja canción:
Detente, tiempo.
Jamás comprenderé
por qué te encuentro hoy por vez primera,
blanco muro, amante como una mujer.
En el azul del cielo
se refleja el Nilo.
Te amo,
Men-nefrú,
pues en el embrujo de tus calles
y en la luna anaranjada
de tu noche
mora la divinidad.
Una estrecha avenida de árboles conducía directamente a la entrada de la casa.
Mi corazón latía y me daba la impresión de que el edificio constituyera para mí toda una
familia. Pero ni Agneta ni Tambonea salieron a mi encuentro. Era Papkafar el que desde
las escalinatas aguardaba mi llegada. Recordé su aspecto grotesco, que me hizo volver a
la triste realidad de mi situación.
Detrás de mi esclavo me aguardaban todos los criados. Papkafar, ante mí, se
arrodilló. Yo hice que se levantara y le abracé, pues, aunque mentiroso y tramposo,
sabía que me quería como un padre a su hijo; le besé en ambas mejillas. Mientras me
alababa mis ricas vestiduras, sus labios pronunciaron las siguientes palabras:
—Bendito sea el día, Tamburas, en que regresas a esta casa y te presentas sano y
salvo de nuevo a mis ojos. Bendita la hora en que te has dignado tratarme como a tu
amigo.
Miró en torno a sí, bajó el tono de su voz y dijo:
—Entra, señor, tu llegada ha sido anunciada y tus siervos han limpiado la casa
para que te reciba como la novia más amante.
A todos dirigí amables palabras. Snofra, sin embargo, la más joven y bella de las
esclavas, recibió de mi mano una palmada cariñosa en la mejilla. Su cara enrojeció.
Luego denunció sus sentimientos al llevarse la mano al corazón. Papkafar iba delante de
mí, muy inquieto. Quedé asombrado: en la sala había un nuevo surtidor de agua rojo
que constituía un adorno magnífico.
En el baño hallé el agua a una temperatura ideal. Con ayuda de Papkafar, me
quité los zapatos y me sumergí en el agua. Mi esclavo me miró con cautela y
desapareció de pronto. En lugar suyo apareció Snofra. Sus ojos brillaban, pero no ya
con timidez, sino de placer. Se puso ante mí en espera de mis órdenes. Se quitó las
sandalias, que colocó junto a las mías. Movía sus caderas y sus ojos se clavaron en los
míos como flechas. Toda mi sangre acudió al corazón.
—Te he aguardado, señor, contando los días y las horas de tu regreso... —
susurró.
—¡Ven!
Oí su voz.
—Espera —dijo—. Espera un instante.
Qué lentos me parecieron sus movimientos, dolorosamente lentos.
Me miró con los ojos entornados. Snofra era joven y, sin embargo,
experimentada como una mujer de siglos. Con la boca seca, contemplé cómo se quitaba
las ropas. Su cuerpo hizo todavía un par de movimientos. Mi piel parecía que estuviera
ardiendo.
Sus ropas quedaron en el suelo y avanzó lentamente hacia mí. La luz ponía
reflejos dorados sobre su piel. Movía las rodillas, contraía sus músculos y vi cómo sus
pechos puntiagudos se levantaban y bajaban.
La muchacha vino hacia mí y su voz en mis oídos se ahogó bajo la ola de aquel
sentimiento contra el cual es imposible resistencia alguna. Un simple echarse,
incorporarse, abrazar y estremecerse, siempre igual, entre dos, infinito dar y recibir, que
dura un instante eterno...
La sala estaba arreglada para mí. Carne, frutas, pasteles. Comí y bebí; informé a
Papkafar a grandes rasgos mientras él me servía los manjares. Lamentó la muerte de
Erifelos y dijo:
—La muerte de ese noble hombre me resulta tan inconcebible como a ti. Pero
quizá su vida estaba tan llena de cosas desagradables que los dioses prefirieron acogerlo
en su seno. Come, Tamburas, y repón tus fuerzas, pues en todas partes hoy es fiesta y
todos los egipcios están ocupados en celebrar el acontecimiento.
—¿Tanto se alegran del regreso del rey que todos se han puesto sus mejores
vestidos? —le pregunté.
Papkafar inclinó su cabeza y se llevó la mano al oído como si hubiera entendido
mal mis palabras.
—¿El regreso del rey dices que festejan?
—Lo he visto con mis propios ojos. Todavía en mis oídos resuenan sus gritos de
júbilo.
—Es posible que tú lo sepas mejor que yo. Sin embargo, el sonido de los gritos
suena con distinto significado para unos que para otros.
¿De qué se trataba? Las palabras de Papkafar me daban que pensar.
—Explícate —bebí de nuevo vino.
—Nadie puede asegurar que se trate realmente de lo que tú dices. Simplemente
celebran una fiesta. Casualmente coincide con el regreso del rey.
—¿De qué se trata?
—Puedes coger ese recipiente con agua para limpiarte los dedos. El agua está
caliente. —Tomó un trapo seco y me enjuagó los dedos.— En lo que respecta a los
egipcios, no sé si llegarás a comprenderlo. Sin embargo, es mejor no entrometerse en las
creencias de otro pueblo. Los egipcios, que normalmente son gente muy razonable,
creen concretamente que ayer su dios se les apareció bajo la forma de buey. Ellos dicen
que tal animal, llamado Apis, nace solamente cada cincuenta años. Cuando Apis viene a
la tierra por su propia voluntad, pronto recibe el país un rey nuevo y sus campos se
llenan de frutos y cosechas como nunca. Todo se vuelve para bien en su favor,
concretamente durante tanto tiempo como Apis viva. Incluso los enfermos llegan a
sanar y resulta inútil destrozarse el cerebro por comprender cómo es que así sucede.
Sólo es necesario, así dicen las gentes, poner la mano en su lengua y ya se está sano.
Mi siervo reía astutamente.
—Eso es lo que cuentan los egipcios y su gran mayoría cree estas cosas. Yo,
personalmente, sin embargo, creo que se trata sólo de figuraciones y fantasías de los
sacerdotes, que quieren conseguir de este modo que se hable de ellos.
—¿Viste tú el buey?
Papkafar sacudió violentamente su cabeza. —Agudicé mi mirada y mis oídos.
Pero a excepción de los rebaños pacientes y sumisos de miles de hombres, nada vi;
dicen que los sacerdotes guardan oculto a Apis en sus templos para que no se asuste al
ver a los hombres. Sin embargo, casi cada hora los sacerdotes salen de detrás de las
columnas y echan sermones al pueblo. Describen al dios con toda clase de detalles.
Dicen es negro a excepción de dos lugares. En la frente tiene una mancha blanca
triangular y en la espalda una figura que semeja el sol. Su lengua tiene una mancha
como si fuera un escarabajo de oro. Esto último es lo que consideran la señal de que se
trata del dios Apis, enviado por Ptah a la tierra. No puedes imaginarte, Tamburas, cómo
festeja el pueblo estas palabras que los sacerdotes les dicen. Se ponen fuera de sí.
—Todavía se pondrán más fuera de sí, si Cambises se enterase de a quién se
dirigió en realidad el júbilo. No fue a él sino a un animal mitológico.
Me levanté, di unas palmadas y ordené a un siervo que preparara mi caballo.
—¿Te vas? —preguntó inquieto Papkafar—. ¿Es que quieres que los sacerdotes
te muestren a Apis? Me temo que ni siquiera a ti te lo mostrarán, puesto que estoy
seguro de que en realidad no existe.
—Sería muchísimo mejor que en realidad Apis no existiera.
Llevado por mis sentimientos, me dirigí hacia palacio. Intchu, durante mi
ausencia, había hecho poco ejercicio. Por eso yo no le forcé, sino que dejé que se
moviera a su gusto. Tan sólo le guié para que sus pasos se encaminaran al palacio de los
faraones.
El día era magnífico. Un suave viento hacía llegar hasta mí el aroma de los
viñedos y campos. Me pareció que la guardia había sido redoblada. Vi muchos rostros
nuevos. Pasé quizá más de doce puestos de vigilancia hasta llegar a la sala de audiencias
del rey; todos iban ataviados con nuevos vestidos; por lo visto, el uniforme persa había
sido variado.
Kamsarkán, un sobrino del Artakán que se quedó en los desiertos, fue quien
ordenó a los guardias que no me conocían que me dejaran pasar. Cambises estaba
rodeado de sus hombres de confianza: Jedeschir, Damán, Ochos y Kawad estaban a su
lado.
Antes de entrar oí gritos y el chasquido de un látigo. Dos de sus guardias
personales azotaban a un siervo egipcio. Su torso estaba desnudo, la piel mostraba
estrías sangrientas. Apretaba los dientes a cada latigazo. Tenía los ojos cerrados y
saltaba cada vez que el látigo tocaba su cuerpo.
Cambises me dirigió una mirada, luego hizo una seña a los guardianes. Se
retiraron algunos pasos.
—Habla, desgraciado, pero di la verdad; de lo contrario, haré que te azoten hasta
que la vida abandone tu cuerpo.
—Poderoso señor, ruego a tu benevolencia se digne tener piedad de mí, pues
cuanto sé ya lo dije. Con otros que cantan y bailan recorrí las calles y celebré tu llegada.
—¿Qué fiesta celebran tus compatriotas? ¿He sido yo la causa de su júbilo o ese
animal de que hablan los egipcios y del que creen ha de traerles un nuevo faraón?
¿Celebran, en realidad, su llegada y no la mía? Habla, pues de lo contrario...
—Detente, Cambises —le dije, y avancé unos pasos hacia él. Los dioses me
dieron fuerzas, pues el hombre ensangrentado me causaba lástima.— ¿Qué te propones
conseguir por esos medios? Quien considera que por la fuerza puede obligar a un
hombre a decir la verdad, está en un error. Si es que quieres realmente saber la verdad,
déjale libre. Envía soldados a que recorran las calles, a ser posible con dinero para que
inviten a algunos a beber, pues cuanto más vino, más cosas dirán. Te aconsejo, además,
que ocultes tu rostro para que el que preguntas no te reconozca y no pueda paralizar su
lengua la presencia del rey. Si actúas tal como te digo, conseguirás saber lo que quieres
sin causar daño a nadie.
Cambises me miró como a un astuto zorro.
—Son ya muchas las veces, Tamburas, en que has enmendado mis actos. Pero
puesto que tus palabras suenan razonables, haré lo que me aconsejas que haga.
Mandó que se llevaran al hombre y dio órdenes a un guardián de que buscara a
algún borracho y lo trajera a su presencia, pero sin decirle con quién iba a hablar.
Damán me sonrió, pues pese a su enfado Cambises me hizo seña para que me
colocara junto a su trono. Le trajeron al rey bebida y algunos dátiles, de los que me dio
algunos a probar.
—Tú estuviste presente, Tamburas. El pueblo te aclamó a ti junto a mí. Me
recibieron con música de tambores y trompetas. Lleno de esperanza como un niño,
pensé todo el rato que ese gran entusiasmo se dirigía a mí. ¿No lo viste tú también así,
Tamburas? ¿No viste cómo bebían y manifestaban su júbilo en las calles? Cantaban,
bailaban, gritaban. Pero, por lo visto, no era a mí, sino a su Apis al que aclamaban.
Quizá pasaría aún algún tiempo hasta que los guardianes consiguieran traer a
algún borracho. Mientras, era necesario que el rey se tranquilizara, si no, entraría de
inmediato en cólera, pues yo estaba seguro de que el borracho sólo hablaría de su Apis.
Por ello le respondí con cautela:
—Cada pueblo tiene sus costumbres. Hasta hoy has sabido actuar con
inteligencia al no censurarles sus hábitos y creencias, sin pretender imponerles los
dioses persas.
—Un dios que toma la forma de buey es algo inaudito. ¿Qué clase de dios puede
ser? —dijo con desprecio Cambises—. Mis ojos no tienen vendas delante y mi espíritu
se mantiene sano. Enseñaré a los egipcios que no deben gastar su plata en tonterías
como las de hoy. Expulsaré a las gentes de sus hogares y les obligaré a construir calles y
templos para que olviden por mi nombre el de Apis. Habrán de trabajar día y noche, de
modo que no les quedará tiempo para tales sandeces.
Cambises hizo una seña y un guardia golpeó un gong. Con ojos que parecían
adormecidos y una voz que sonaba muy violenta, pero que resonó muy claramente,
llamó el rey a sus jefes para que dieran la señal de alerta a los soldados.
—Tú, Jedeschir, recorrerás las calles y harás que todos cuantos estén festejando
el día se marchen; te diriges luego hacia el templo. Tráeme los sacerdotes y el dios que
se oculta en un buey.
Sobre el rostro del rey parecía que pasaba un huracán. Su débil figura se agitaba
nerviosa. Yo sabía que no había quien pudiera detenerle.
—¿Quizá tienes algo que decir a lo que he dispuesto, Tamburas? —me preguntó
irónico, a la vez que me miraba como un gato al ratón.
Vi como Damán sacudía su cabeza y me hacía señas en secreto, pero las palabras
salieron de mis labios como por sí solas.
—Eres realmente un gran rey —dije en voz bien fuerte—. Has extendido el
reino como ningún otro rey persa anteriormente. Pero todos los actos que un rey hace
quedan escritos para que los hombres puedan guardarlos en su memoria. En estos
momentos has decidido algo que seguramente ha de traer inconvenientes. Los egipcios
no querían nada malo contra el rey persa. También tu padre, Ciro, supo respetar todas
las creencias de los pueblos que sometió. Piensa un momento qué es un animal, ese
buey, contra tu enorme poder.
—Precisamente, verificar eso es lo que pienso hacer —respondió rápidamente
—. Mi pregunta, respuesta a la tuya, es la siguiente: ¿Qué clase de siervo es el que habla
en contra del rey y critica sus órdenes?
Cambises me miraba lleno de ira. Los guardias, detrás de mí, levantaron sus
lanzas. Una palabra, un solo gesto del rey y me darían muerte.
En ese instante se interpuso Damán y puso su mano sobre el corazón:
—Olvida, señor, que has sido ofendido por Ahrimán. No siempre las palabras
suenan a nuestros oídos como miel sobre la lengua. Tamburas es heleno y como tal se
expresa; muchas veces habla de cosas que debería guardarse para sí. Reflexiona como
un griego, que tal es, y no como un persa, que sabe reprimirse delante del rey y
permanece en su sitio, delimitado claramente por tu majestad. Señor, olvida sus
palabras. Pero a ti, Tamburas —y se dirigió a mí—, te aconsejo que sepas reprimir tus
pasiones, no vaya a sucederte lo que a un asno que se echó contra los cardos.
Un dignatario de la corte debía arrodillarse y tocar con su frente el suelo, tal
prescribían las costumbres, para que el señor pudiera mostrar su benevolencia. Yo toqué
con mis rodillas la tierra. Entonces resonaron voces irritadas y un guardia entró en la
sala.
—Tal como ordenaste, así hemos cumplido tus indicaciones —dijo—. Fuera
aguarda un hombre totalmente bebido y fuera de todo cuidado. Ríe y canta y da besos a
los soldados en las mejillas.
Cambises hizo una seña a Ochos, que salió en seguida. Al cabo de un rato,
mientras oíamos gritos y cantos, volvió a entrar.
—Realmente, señor, ese hombre responderá a tus preguntas sin intimidación
alguna, pues tiene la conciencia totalmente embotada.
Cambises se levantó de su trono y se ocultó en la sombra de una columna. Todos
los demás salimos de las alfombras y nos colocamos junto a las paredes. Al hacerlo así
toqué la mano de Kawad. Estaba caliente y seca como la arena del desierto.
—Haz que entre, Ochos, y permanece a su lado —ordenó el rey.
El egipcio al entrar dio unos cuantos tumbos. Con sus labios esbozando una
mueca de desprecio, Ochos se mantuvo a su lado.
—Hola, hola —decía entrecortadamente el hombre—. Aquí no huele mal del
todo... Parece que estoy entre gente selecta. Hip... Dónde están los hombres que me
trajeron... Eran soldados como yo lo fui en otro tiempo... Me parece que querían saber
algo de mí... —Cayó sobre la alfombra y extendió sus dos brazos.— Ooooh...
Ochos le puso de pie.
—¡Eh! —gritó el borracho—. ¿Es que no sabes quién soy y cómo debes
tratarme? Nefu-neher me llamaban en otros tiempos...
Se cayó de nuevo sobre la alfombra y dijo algo incomprensible.
—¿Eras soldado antes? —dijo Cambises detrás de su columna sin que su cara
pudiera verse.
El borracho levantó la cabeza.
—Y qué soldado, amigo mío... Antes tenía incluso una barriga... Pero luego los
persas nos machacaron a todos... —Tosió.— Pero antes de que eso sucediera, más de
uno quedó clavado en mi lanza.
De pronto pareció asustado y se tapó la boca, mirando a Ochos.
—¿He dicho quizás alguna tontería? ¿Eres tú un persa? —Puesto que Ochos no
contestó, murmuró en tono conciliador:— Bueno, ya pasó todo. Ahora los persas son
nuestros dominadores, y si nada peor sucede, un faraón es siempre igual a otro...
Oí como Cambises carraspeaba. Ochos puso al hombre frente a la columna en
que el rey se ocultaba.
—Contéstame una pregunta —dijo la voz del rey— y no temas, pues no te ha de
suceder nada. ¿Festejan los egipcios la fiesta de Apis, o manifiestan su alegría por el
regreso del rey?
—Te... mer, nada temo. —Luego se rascó la frente y se pasó la mano por la
cabeza.— Tus palabras se embrollan en mi mente, pero maldito sea Ptah si llego a
entender su significado... ¿Cómo te llamas? Tu cara es tan oscura como las sombras.
¿Eres quizás un espíritu?
—¡Responde! —le gritó Ochos.
Sabía que los ojos de todos estaban dirigidos a él, pues estaba junto al borracho
en medio, a plena luz. Por eso tomó al egipcio por los hombros y le sacudió tan
fuertemente que el hombre perdió el equilibrio.
—Si he de hablar contigo, por lo menos dame algo que beber, para que mi mente
se aclare y logre entender las palabras de ése que me habla detrás de la columna... —El
egipcio se echó a reír y comenzó a dar palmadas.— Ahora ya sé qué es lo que queréis.
Sois persas y os habéis molestado por vuestro rey. Por eso queréis maltratarme. Pero a
mí poco me importa vuestro rey, te lo digo a ti y a los tuyos también. Poco nos importan
a nosotros los asuntos de estado y las guerras. Mi amigo el herrero siempre dice que
Cambises es mucho lo que ha alcanzado. Los hombres le temen, pero pronto
desaparecerá su poder, pues si no, ¿por qué Apis nos envió dios? Los sacerdotes callan
cuando se les pregunta. Pero es que todavía viven con miedo de Cambises. Pero a veces
sonríen en secreto, ponen sus manos sobre la gente y les tranquilizan. Ya ves, hermano
mío...
El borracho intentó abrazar a Ochos.
—Las cosas son tal como son. Todavía no llegó el tiempo, pero llegará el
momento en que cada uno reciba lo que dio... —Eructó.— ¿Qué sostienes delante de mi
pecho? Todo da vueltas ante mis ojos y el olor a pescado molesta mis narices.
Volvió a eructar y algo de vino junto con comida salió de su boca.
—¡Basta ya de juego! ¡Sacad a ese cerdo! —gritó Cambises.
Ochos cogió al egipcio por la nuca de modo que volvió a vomitar.
Varios guardias salieron de sus escondrijos y se lo llevaron.
El rey volvió a sentarse en su trono.
—Las palabras de ese individuo me abrieron los ojos —dijo—. Si realmente
Apis existe, lo mostraré a los egipcios para que sepan cómo actúa el rey de los persas
con él. Hasta que Jedeschir venga podemos conversar algo.
Dio unas palmadas y ordenó que trajeran vino y algo de comida.
Damán, mientras, habló conmigo, y cuando quise decir algo, colocó su mano
sobre mi boca. Luego escuchamos a través de los muros del palacio un griterío que se
acercaba. Las voces subían y bajaban, volvían a levantarse y resultaban
incomprensibles. Mientras, todos callábamos; oímos cómo un grito salido quizá de
miles de bocas atravesaba las paredes del palacio. El rey parecía nervioso. Se levantó
del trono y se dirigió hacia fuera.
La puerta del palacio real estaba abierta. El suelo amenazaba con irse abajo.
Entre cientos de jinetes que allí se encontraban, reconocí un carro del tipo que los
campesinos usan cuando transportan arroz o granos. Tres de sus esquinas estaban
decoradas con cabezas de patos. Reconocí a dos hombres y un animal, sin duda el buey
Apis.
Los caudillos daban órdenes aguadamente. Jedeschir hizo señas y los jinetes se
colocaron ordenadamente en torno al carro. Un persa soltó el animal del carro y otros
dos persas saltaron al carro, del que hicieron bajar a los ocupantes. Akra apareció ante
nosotros. Tefnoin se colocó en actitud protectora delante del buey negro.
—¡Protesto! —gritó el anciano sacerdote. La cara de Akra estaba roja de
indignación—. Rey Cambises, quizás han perdido tus soldados la razón, pues
irrumpieron en el templo sagrado, golpearon a los sacerdotes y ensuciaron el altar con
su sangre. Tú no fuiste testigo del atropello, oye pues lo que sucedió. Aullando como
perros, penetraron en el recinto sagrado, destrozando cuanto hallaban a su paso. Yo no
puedo creer, señor del reino, que todo esto respondiera a órdenes tuyas, tal como
Jedeschir dijo. Finalmente, tus soldados me obligaron a venir aquí junto con el animal
sagrado y Tefnoin. Además, golpearon al pueblo con sus caballos y con lanzas,
despiadadamente.
—¡Calla! —ordenó Cambises.
Distribuyó órdenes entre los soldados y éstos obligaron a Tefnoin a echarse al
suelo. Luego cogieron al animal. Uno de ellos mantenía su boca cerrada para que no
pudiera gritar. Sus ojos reflejaban terror. Apis, al andar, hizo un ruido sordo.
—¡Señor, por cuanto tú eres faraón, no permitas se haga injusticia y no permitas
que la culpa recaiga sobre tu cabeza! —gritó Akra. Se echó al suelo ante el rey—. No
mates a Apis, pues procede de dios. Ninguno que no crea puede poner su mano sobre él.
Cambises entornó sus ojos hasta que se convirtieron en pequeñas agujas.
—Te responderé luego y lamentarás después que estas palabras hayan salido de
tus labios. Pero antes he de ocuparme de ese dios. Ormuz es más poderoso que todo mi
saber y fuerzas, más que todo el poder de los egipcios juntos. —Su mano hizo un
movimiento.— ¡Traed ante mí a Apis!
Cuatro soldados colocaron una cuerda en el cuello del animal y lo obligaron a
avanzar. Los sacerdotes no habían mentido: Apis tenía el mismo aspecto que se decía.
Sobre la frente tenía una mancha blanca triangular. Sobre la espalda una señal
interrumpía el negro de su piel, un círculo redondo del tamaño de un puño con finas
estrías hacia todas partes. Yo sentí mi boca reseca, pues hasta entonces había creído que
los sacerdotes mentían.
Ochos susurró algo al oído de Cambises. Este pidió agua, luego comenzó a
querer sacar la mancha del lomo del animal. Inútil. Luego fue Damán el que se
interpuso. Abrió la boca del animal y le forzó a sacar la lengua. El animal parecía
aterrado. El caudillo cerró sus ojos deslumbrado. ¿Buscaba quizás el escarabajo dorado
que debía tener Apis en su lengua?
Una leve sonrisa apareció en los labios de Damán cuando habló al rey.
—Desde luego el animal tiene un escarabajo en la lengua, pero no es de oro,
sino, según me parece, de carne.
Cuando me dirigí hacia el animal para convencerme de la realidad de Apis,
Damán abrió rápidamente la boca del animal y me mostró su encarnada lengua.
—¡No! —gritó Akra—. ¡No!
Cambises levantó el pie y le dio una patada en medio del pecho y el anciano
cayó al suelo.
—Si ese buey es un dios, egipcios, podría proteger mejor vuestras vidas. Pero
antes quiero saber si es que comprende vuestro idioma.
Dijo algo a un guardia y éste marchó hacia Akra con el látigo levantado.
Un grito de odio, temor y terror a la vez surgió de la garganta de Tefnoin.
—¡Maldito sea el hombre que ha ordenado tales cosas!
A todos vosotros, y a ti rey, os llegará la hora en que un dios poderoso os pida
cuentas de lo aquí sucedido. —Dos soldados se echaron encima de él y le sujetaron.
Tefnoin les recibió a patadas y se agitó como un loco hasta que le ataron.— Seréis
abrasados y destrozados, ahogados como gatos recién nacidos, vuestros cuerpos serán
comidos por animales, que os devorarán también las entrañas. No creéis que...
Su voz se quebró. Cambises había hecho una señal y un guardia se había
colocado frente al sacerdote, al que hundió con todas las fuerzas su lanza. Los soldados
soltaron al sacerdote, que cayó de bruces en el suelo.
—Basta —dijo Cambises al guardia que azotaba a Akra—. Ya que el otro fue tan
necio que no tuvo respeto ni siquiera de su propia vida, por lo menos éste conservará su
aliento para poder informar a los egipcios de cómo el rey de los persas trató a su animal.
Tras esas palabras, Cambises se sacó del cinto un puñal. Clavó con todas sus
fuerzas el arma en el animal.
El buey comenzó a sangrar. Se desplomó. En mis oídos algo parecía a punto de
estallar y el suelo creí que se movía a mis pies. Pero Cambises sonreía y limpiaba su
arma ensangrentada en el lomo del animal.
—El dios de los egipcios tiene un corazón débil. Parece incapaz de soportar ese
ligero corte. —Los guardianes levantaron sus lanzas, pero Cambises dijo:— Si Ptah
vive, o cualquiera otro dios de los egipcios, a mí me resulta indiferente. Pero Apis, en
todo caso, no es un enviado de dios, pues sufre al igual que cualquier otro buey, es de
carne y sangre como los demás, y que un ser divino pueda padecer tales cosas me
parece a mí imposible. Si fuera realmente un enviado de Ptah, en estos instantes rayos y
truenos deberían destruir al rey de los persas.
Cambises se rió cruelmente y gritó insolente:
—Si realmente eres un dios, Apis, levántate y anda ante mis ojos. —Reinó un
silencio de muerte.— Levántate y sana las heridas que te he hecho. Si es que no puedes,
haz que Akra ruegue y cante para que Ptah lo haga.
Aguardó unos momentos mientras el animal tenía los últimos estertores. Los
persas estallaron en gritos de alegría. Luego Cambises levantó su mano.
—Puesto que nada ha sucedido y mis actos fueron más poderosos que el dios de
los egipcios, podéis echar a Akra y a ese buey al carro y devolverlos al templo, donde
ambos deberán exponerse para que el pueblo los vea. Yo, el rey, ordeno además a mis
soldados que patrullen por las calles de la ciudad. Allí donde vean a hombres que ruegan
por el dios Apis, les cortarán el cuello, les romperán la crisma o siquiera les azotarán
hasta que su lengua enmudezca y olvide lo que dijo. Esto lo ordena el rey Cambises
para la honra de Ormuz.
Dicho esto, se retiró.
Durante todo el resto del día, la noche y las primeras horas de la madrugada la
ciudad se llenó de gritos. Los persas azotaron con sus látigos a los egipcios o les
clavaron lanzas en el cuerpo. Desde hacía mucho el sonido de cantos y risas había
enmudecido. Por todas partes se oían lamentos y gemidos. Las gentes se encerraron en
sus casas y se vistieron de luto. Pero allí donde se juntaban varios egipcios para llamar a
Apis o Ptah, los soldados de Cambises se presentaban como negras sombras y a más de
uno le sumían en la noche eterna.
Durante la noche los persas hicieron lo peor, pues la oscuridad ocultaba sus
rostros. La crueldad se alimenta de la guerra. En estos momentos podían actuar
impunemente, sin tormenta de arena que les amenazara; ahora veían hombres —muchos
de ellos simples borrachos, mujeres indefensas o niños desvalidos—, que consideraban
enemigos. Las calles se cubrieron de sangre y el vino se vio sustituido por el rojo de
otro tono. Incluso una casa fue incendiada porque sus moradores clamaban a Ptah.
Puesto que las llamas amenazaban toda la ciudad, algunos caudillos ordenaron que se
apagara el fuego y prohibieron que volviera a incendiarse ninguna otra casa.
Yo intenté hablar a Cambises varias veces, pero no me autorizaba. Hacia la
madrugada, finalmente, me dormí profundamente, tras muchos momentos de
desesperación, sueño del que desperté hacia mediodía. Era triste oír a Papkafar y ver su
figura junto a mi lecho.
Mi esclavo parecía un acróbata que aguarda del público el aplauso. Me colocó
un almohadón debajo de la cabeza.
—Actos necios se han cometido en la ciudad —me dijo—. No se ve a ningún
hombre, ni se oye un solo ruido, a excepción del trote de los caballos. Nadie trabaja, los
comerciantes no han acudido al mercado, las puertas de todas las casas permanecen
cerradas. Durante la noche murió Apis, y según un siervo egipcio me dijo, el pueblo
cree que pronto sucederá algo terrible.
—Así será si no ocurre un milagro.
Papkafar se quejaba y me secaba el sudor del sueño con un trapo seco.
—Tú no sabes una cosa —titubeó un instante—. Creo que quizá te molestes si te
lo digo —continuó hablando precipitadamente—. Seguro, Tamburas, que llegará el día
en que abandones Egipto, hoy o mañana. ¿Qué harás entonces con esta casa que te
pertenece? Muchos estarían dispuestos a quitártela, pero seguro que no recibirías
entonces el precio adecuado. Por ello yo con antelación, gracias a una voz interna, he
concertado un contrato con un comerciante en tu nombre, como representante, que es lo
que en realidad soy. Pese a que nunca hablaste de este asunto, sé que deseas regresar a
tu patria. Tampoco a mí me disgustaría ver de nuevo nuestra casa de Susa, pues ya
comienzo a sentirme a disgusto aquí. En Persia, además, los precios de edificios son
más bajos; por el precio de esta casa, seguramente obtendré allí por lo menos tres
iguales. —Mi siervo respiraba fatigosamente, me di cuenta que tenía miedo.— ¿No
contestas, Tamburas? ¿No me has entendido?
—Has vendido la casa. ¿No es eso?
Se inclinó hacia mí y me susurró al oído.
—Gracias a Ormuz, mi señor no me regaña. Oye lo que te voy a decir ahora.
Abajo tengo dos cofres llenos hasta arriba con oro y exóticos tesoros. El resto lo enterré
en el jardín. Contiene marfil y piedras preciosas. —Su voz se tornó más baja todavía,
casi no se le entendía.— Todo eso, Tamburas, nos pertenece a ti y a mí y fue pagado por
la casa que el rey te regaló en cierta ocasión. No hemos de apresurarnos a cambiar de
residencia, pues el comprador, un antiguo prestamista de Psamético, que ahora ejerce su
profesión entre los persas, tan sólo tiene prisa en emplear el oro que consigue en sus
negocios invirtiéndolo en algo más sólido. Es un tramposo de gran estilo y te aseguro
que no me hago reproches porque haya debido pagar el doble del precio de lo que
realmente la casa vale. Puesto que antes comerció con Psamético, ahora pondrá mucho
cuidado, pues los amigos de aquel faraón están llenos de rabia, porque se ha hecho
amigo de los persas.
Yo me levanté de la cama y me vestí, en lo que Papkafar me ayudó solícito.
—¿Por qué?
—Olvidé, señor, que estuviste durmiendo durante toda la mañana. Los egipcios
ahora se quejan no sólo por lo de Apis, sino por el destino de su anterior faraón.
Cambises dijo que tenía algo que hablar con Psamético. Pero puesto que no tenía ganas
de verle de cuerpo entero, mandó que le cortaran la cabeza y se la trajeran en una
bandeja. Un par de guardianes contaron lo ocurrido y yo sé simplemente lo que he oído
decir a otros, puesto que no estuve presente. Dicen que el rey dijo: «¡Ah! Psamético, ya
estás aquí. Te agradezco que hayas venido. Pero lo que he de decirte no te resultará
quizás agradable, tú no serás el nuevo faraón que Apis anunció con su llegada.» Luego
Cambises se rió tan violentamente que parecía un loco. De pronto se cayó como un
árbol derribado por un rayo. Los guardianes llamaron en seguida a un médico, pero
antes de que éste llegara, el rey estaba de nuevo ya en pie, aunque muy pálido; entonces
se fue a dormir con las mujeres.
Apenas Papkafar había terminado su explicación, oí el galope de un caballo. Era
un mensajero del rey. Me llamaba a su presencia. Me apresuré, pues, a marchar hacia el
palacio real. Papkafar me miró muy intranquilo.
En el patio había muchos caballos polvorientos, como si hubieran hecho un
largo viaje. Yo me dirigí a un caudillo que se ocupaba de dar órdenes para que los
animales fueran atendidos. Antes de dirigirle la palabra oí que decía:
—Han venido de Persia. Son príncipes e importantes dignatarios.
Pasé por delante, pues, sin decir nada.
En la sala del trono había muy poca luz, pero a la primera mirada reconocí a
Cambises, junto al cual estaba Prexaspes. ¡Había regresado de Susa!
Parecía que había una asamblea general. Por todas partes a donde miraba había
consejeros y gentes de muy alto rango. Prexaspes, vestido de ropas muy oscuras, parecía
muy cansado, como si durante noches no hubiera podido dormir. Detrás de él se veía a
cuatro nobles jóvenes de la raza de los aqueménidas. A dos de ellos les conocía, Gobrias
y Dareios. De Dareios se contaban cosas extraordinarias. Decían que solo con su caballo
iba a cazar leones y tigres con una lanza. Parecía realmente un hombre poderoso. Su
persona imponía y al hablar mostraba sus blancos dientes como si quisiera embrujar el
aire con sus palabras. Realmente siempre destacaba entre todos los caudillos.
Los guardianes pronunciaron mi nombre. El rey se dio la vuelta y me dio la
impresión de que estaba muy nervioso.
—Ese Apis, ese animal maldito de los egipcios, me ha causado desgracias. Oye,
Tamburas, lo sucedido. Embustes y desasosiego se ciernen sobre mi país. Un hombre
que se hace llamar Esmerdis se ha situado en el trono de Susa. Su consejero es
Gautama, un mago que yo consideré siempre de mi total confianza. Pero ahora, por lo
visto, manda que sean perseguidos muchos de mis seguidores que se atreven a oponerse
a sus planes. Amenaza a los soldados con castigos si no se ponen a su lado y al pueblo
promete mejoras y una mejor vida. Pero lo más necio de todo es que ese Esmerdis
pretende ser hermano mío.
Yo miré a Cambises muy fijamente, pues estaba dando gritos como si fuera un
niño.
—Pero que ese individuo no es mi hermano puedes tú atestiguarlo ante todos,
Tamburas, Prexaspes y tú estabais presentes cuando Esmerdis murió.
Yo reflexioné muy rápidamente y puse orden en mis ideas.
—Yo me opuse a que un hombre perdiera la vida, hombre al que tú, rey,
llamabas hermano. Nunca vi otro Esmerdis.
Lleno de cólera, Cambises pataleó en el suelo. Su boca estaba abierta de
asombro.
—¡Esmerdis murió, es tan cierto como que yo vivo! —gritó—. Tuve una visión,
un sueño y mi hermano murió a manos de Samin. ¿No te acuerdas tú como Prexaspes
recuerda?
Me di cuenta del enorme peligro de esos instantes, una sola falsa palabra que mi
boca pronunciara y seguro que perdía mi vida.
—Samin perdió la razón de pronto —continuó el rey—. Inesperadamente tensó
su arco y su flecha alcanzó a Esmerdis. —Cambises se volvió hacia sus consejeros y
caudillos.— Pero por suerte antes de que Samin causara más daños, entró Tamburas que
se interpuso y le destrozó el cráneo con su bastón de mando. Esmerdis y Samin
murieron y ordené que ambos fueran enterrados. Ordené que nada se dijera al pueblo de
la muerte de mi hermano. Pues consideraba que podía interpretarse como un signo
desfavorable y estábamos en vísperas de iniciar la campaña de Egipto. Los testigos
realmente jamás dijeron nada de lo ocurrido.
Pese a su indignación, Cambises sonrió heladamente. ¿Le creían los caudillos y
consejeros? No lo sé. Prexaspes tenía la cara muy pálida y miraba al suelo. Yo le vi de
pronto frente al rey tensando el arco, obedeciendo sus órdenes, y disparando contra
Esmerdis, al que yo sostenía en mis brazos y el cual, antes de expirar, maldijo al rey.
Las sombras del pasado surgían y volvían a aparecer ante Cambises.
—¡Abrid vuestros ojos y oídos, consejeros y caudillos! —gritó el rey—. Yo y mi
padre Ciro engrandecimos el reino, pero ahora estamos bajo la amenaza de que se
derrumbe. Ese hombre que con ayuda de Gautama se sienta en el trono, no es Esmerdis
sino un impostor. Así, pues, marcharé hacia allí con todo el ejército y mataré al traidor,
desenmascarando sus supercherías. Todos los traidores deberán beber su sangre, hasta
que se ahoguen. Su nombre desaparecerá para que nadie pueda nunca volver a
nombrarle.
—Tengo una pregunta que hacerte, Prexaspes —grité por encima del hombro del
rey—. Tú estabas en Susa. Por qué no desenmascaraste al impostor, denunciando su
patraña? Tú eres el canciller y, después de Cambises, todo el poder está en tus manos.
Los ojos de Dareios parecían soltar rayos. En lugar de Prexaspes, fue él quien
respondió:
—Le hirieron. Fue algo repentino como el viento sopla de pronto sin advertir de
sus próximos destrozos. En el palacio real y en el primer instante inmediato a su
llegada, dos hombres le atacaron. Llevaban turbantes a la usanza de los magos. Le
clavaron un cuchillo por la espalda. Yo me interpuse y les derribé a ambos. Pero, a
Prexaspes le llevé a mi casa, donde se recuperó. Sin embargo, ni a él ni a sus amigos
nos pareció prudente que fuera nuevamente a palacio, pues Esmerdis, o el que tal
nombre emplea, comenzó a tomar medidas por su cuenta. Habló al pueblo de muchas
cosas en contra de las disposiciones de Cambises. Entre otras cosas, dijo a las mujeres
que sus maridos pronto regresarían de la guerra. Por eso nosotros nos apresuramos a
emprender viaje para ver al rey y poder así, con toda certeza, conocer la verdad.
Con pasos inseguros, torpes, Cambises se paseó de un lado para otro. La ira se
reflejaba en su cara. Su rostro ardía de indignación; se pasó la lengua por los labios,
extendió sus manos crispadas y volvió a contraerlas nerviosamente. Era algo terrible
mirarle; creo que no era yo sólo quien sentía temor por su estado mental. Pero
finalmente logró dominarse y dijo:
—No quiero quejarme al cielo a causa de injusticias que me ocurren en mi
propia patria. Vosotros, caudillos, seréis instrumentos de mi venganza.
Cambises rozó con su pie a cada uno de los dignatarios que se postraron ante él,
para confirmar de ese modo nuevamente su majestad.
—Yo, rey de reyes —dijo al cabo de un rato—, ordeno la partida de mis
soldados para mañana a primera hora de la madrugada. Estigmatizaremos al falso
Esmerdis, que se está construyendo una red para desde ella cometer injusticias, así
como también al mago Gautama; serán malditos los días en que nacieron. Su sangre
caerá sobre cuantos les apoyaron. Mi cólera les alcanzará a todos. Cada instante que les
queda todavía de vida habrá de significar luego terribles tormentos de dolor de su
inminente muerte, puesto que merecen el peor castigo, principalmente porque han
utilizado el nombre de mi querido hermano.
Sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo. ¡Cuántos embustes, qué falsedad!
¡Cómo era posible que su lengua pudiera pronunciar tales patrañas! Pero luego pensé
que los dioses son siempre pacientes en sus actos y llegaría el día en que fuera
alcanzado por su ira.
—Enviad emisarios, Jedeschir y Damán —ordenó Cambises—. Agrupad a dos
tercios de las fuerzas de combate de todos los destacamentos del país. Los estrategas
deben disponer sus planes para que estos guerreros se agrupen y se unan a nosotros. Los
persas deben despertar a su nueva misión, que reclamará duros esfuerzos. Hoy, sin
embargo, me mostraré a los egipcios. Obligaré a todas esas hienas a sonreír, aunque
para ello deba emplear la violencia. Quiero que mi mirada les cause espanto para que
durante mi ausencia no se atrevan a hacer necedades y pretendan de nuevo llamar a su
Apis. Además, Akra no podrá enterrar a su buey, sino que él mismo deberá lanzarlo al
río, para que halle la tumba en la boca de los cocodrilos. —Dio unas palmadas.—
Preparadme el caballo. Quiero además que me acompañen quinientos jinetes. —En sus
ojos se reflejaba el odio. Cambises golpeó con su puño izquierdo la palma de su mano
derecha.— Vamos al templo y luego con los sacerdotes al Nilo.
Las voces de la gente primero alborotaron, luego fueron extinguiéndose. Pero
mis oídos parecía que quisieran estallar. ¡Dejadme marchar! Quería gritar. ¡Marchar!
Pero no logré articular las palabras; incliné la cabeza. Marcharíamos hacia tierras sirias,
luego hacia Babilonia y después pasaríamos por las anchas calles de Susa. Los soldados
gritarían: «¡Adelante con Cambises, señor de la humanidad!» Vi ante mí todos esos
días, uno tras otro, iguales entre sí y a la vez distintos. En silencio pedí a Ormuz y a
Zeus que no llegaran tales fechas para mí. Alguien me tocó en el brazo. Era Kawad. En
su mano había una copa.
—Bebe, Tamburas, tu cara está pálida —dijo, mirándome como una madre
contempla a su hijo enfermo—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Dejadme marchar.
—¿A dónde? —me preguntó sorprendido.
—Llevas razón —le respondí—. La puerta que conduce a la libertad tiene
muchos nombres, pero cada uno debe pasarla solo.
Tomé el vino que me ofrecía.
Kawad me miró preocupado, luego su cara enrojeció.
—Sigamos al rey —dijo confuso.
Se veía en sus ojos que no había alcanzado a comprenderme, intentó sonreír,
pero apenas logró esbozar la sonrisa. Yo le seguí, pues Kawad era joven y no sabía nada
de mí.
Al final del recorrido que hicimos hallamos al rey en el patio. Oí su voz aguda,
excitada. Sobre el cielo revoloteaban dos buitres, sombras tétricas en el claro esplendor
del día. Los jinetes estaban ya preparados en el patio, los caudillos pidieron sus
corceles. Había un gran alboroto, como si cien mujeres en el mercado se pelearan por el
mejor vino.
El caballo del rey fue conducido hasta él por uno de los esclavos. Estaba muy
ricamente adornado. Hasta ese día siempre había visto al monarca en su carruaje. ¿Era
quizá también un buen jinete? No sabía por qué, de pronto mi corazón latía con tanto
ímpetu. El trecho que el siervo recorriera estaba cubierto de flores. En un grupo de
mujeres reconocí a Batike. Precisamente estaba ocupada cortando flores, pero
interrumpió su trabajo para hablar con el siervo. Lo que dijo no pudo oírse a causa del
ruido, pero vi, al igual que todos, como su mano acariciaba al caballo. Cambises gritó
impaciente. Un caudillo extendió su brazo y el siervo se apresuró. Batike me miró.
Seguramente estaba sonriendo, pese a que Cambises había ordenado que se cortara la
cabeza de su padre; sonreía como una mujer que sabe soportar muy bien sus propios
dolores.
Un sacerdote de los del grupo de Chorosmad echó agua consagrada al caballo en
que Cambises debía montar. Ochos juntó sus manos y las presentó al rey para ayudarle a
montar. Cambises miró a su alrededor y bruscamente montó sobre el caballo.
En ese preciso instante sucedió algo extraño. Los buitres descendieron y
desaparecieron bajo el techo del establo. La montura del caballo se rompió precisamente
por el punto que sostenía todo el peso del rey, quien, con las venas de su frente
hinchadas, quería soltar su pierna. Vi sus ojos asombrados y los dientes por entre su
boca abierta. Era como si el rey hubiera recibido un violento golpe por el aire que le
echara a un lado y le derribara a tierra. Todo esto sucedió de una manera muy rápida y a
la vez, espiritualmente, muy lenta, de modo que todos pudieron seguir detalladamente
los movimientos. Cambises quedó echado en el suelo, con la cara sobre el pavimento.
Fue un ruido como cuando alguien echa un cesto al suelo.
Durante un breve instante reinó un silencio de muerte. Oí el quejido del rey,
luego surgió de entre todos los guerreros un enorme lamento. Todos intentaban ser el
primero en ayudar a Cambises a levantarse. Los caudillos tropezaban unos con otros en
su apresuramiento. Yo me encontré en medio del tumulto, indefenso.
—¡Atrás, guerreros! ¡Separaros, locos! —gritó desaforadamente Prexaspes.
Golpeaba con sus puños y daba patadas. Detrás de Kawad también yo me puse a
separar a la gente agolpada. Detrás de Damán estaba Jedeschir sudando. Llevaba al rey
apoyado sobre su pecho como un niño enfermo. Sus labios estaban muy apretados, el
dolor se reflejaba en sus ojos. Mientras yo hacía sitio y Kawad en el otro lado
ensanchaba el paso, Damán pasó muy junto a mí.
Cambises respiraba, pero su cadera estaba manchada de rojo oscuro, como de
vino derramado. Al caer, la fina vaina de su puñal se había roto y el filo había penetrado
en el cuerpo del rey. Me di cuenta en seguida de que era el mismo puñal con que hiriera
de muerte a Apis. Precisamente le había herido su propia arma a él y en lugar idéntico
en que él hiriera al animal.
—¡Un médico! ¡Un médico!
Todo el mundo gritaba lo mismo. Grobias comenzó a dar órdenes a los jinetes,
que abandonaron el patio. Muchos soldados ni siquiera sabían lo que había sucedido.
Habían permanecido todo el rato sentados, con la cara hacia la puerta, y no habían
podido ver la caída. Algunos caudillos se ocupaban de que esos soldados abandonaran
rápidamente el palacio.
—¡Ormuz poderoso!
Descompuesto, pasó frente a mí Prexaspes y desapareció detrás de Damán en el
palacio.
Mis oídos escuchaban susurros. Yo sabía que los dioses tenían mucho que ver
con lo ocurrido. Pero me quedé en mi sitio y seguí con la mirada a Dareios, que se
dirigió hasta el caballo y recogió de su lado la montura del suelo. Estaba dividida en
dos, como si alguien con un cuchillo la hubiera rasgado.
Dareios la contempló largo rato, luego levantó el brazo y nos mostró a todos el
cuero partido. Ochos se volvió pálido como un cadáver. Dijo algo a Dareios. Yo no
entendí sus palabras.
—No es posible —dijo Kawad—. ¡No, esto no es verdad!
Lentamente, como si sus brazos y sus piernas le pesaran como el plomo, Dareios
se dio la vuelta. El pobre esclavo que había traído el caballo, retrocedió lleno de espanto
y se echó al suelo ante Dareios.
—Mi gran señor, soy inocente.
—¿Lo eres realmente? —preguntó Dareios—. ¿No eras responsable por el
caballo? ¿No fuiste tú quien lo preparaste?
Miraba con ojos despiadados al que estaba echado delante de él. Su frente
parecía reflexionar.
—No señor, no fui yo quien lo preparara; se preparó en el establo. Lo único que
yo hice fue traerlo hasta aquí.
—Pero ¿no debías examinar su estado? —El hombre no respondió.— ¿Qué?
—Ya lo hice, señor... No faltaba nada, puedo asegurarlo.
—Levántate. ¿Cómo te llamas?
El hombre se levantó. En sus ojos se reflejaba el espanto. Sus mejillas se
coloreaban y nuevamente palidecieron.
—Narbata, señor.
—Dame tu cuchillo, Narbata.
Los labios del esclavo temblaron.
—No poseo, señor.
—Entonces dame tu espada.
Dareios se la tomó de la mano.
El pobre esclavo levantó sus brazos como para defenderse y bajó la cabeza
sumisamente. Pero Dareios no se preocupó de él. Examinó el arma. Era grande y
pesada. Dareios me mostró la espada y la montura de cuero, lo mostró también a Ochos,
Gobrias y Kawad.
—Con una espada como ésta se puede perforar una piel, pero no se podría nunca
partirla.
Muy lentamente Dareios volvió a dirigirse al siervo y puso la punta de la espada
junto a su vientre.
—Tu vida está en tu respuesta, di pues la verdad —titubeó un instante—. Antes
una mujer te llamó y tú te detuviste. ¿Qué hizo?
—No lo sé. —El hombre apenas podía hablar. Tragó saliva y añadió:— Yo iba
con el caballo, a su lado derecho, y éste me impedía verla. Fue Batike, la mujer del rey,
la que me llamara. Me dijo: «¡Qué animal tan precioso!» Y quiso acariciarlo.
—¿Qué hacía antes de que tú te acercaras con el caballo?
—No lo sé, señor.
—¿No cortaba flores con un cuchillo?
—Creo que sí, señor.
El hombre temblaba.
Dareios retiró su espada. Todos aguardaban que la hundiera en el cuerpo del
desgraciado, pero se la devolvió.
—Márchate y lleva el caballo al establo. No hay nada que censurarte.
El joven príncipe aqueménida se dirigió hacia la casa de las mujeres.
Ochos se estiraba los dedos, en su confusión miró a izquierda y derecha.
Nuestras miradas se encontraron y bajó sus ojos como un animal salvaje que ha sido
alcanzado por el arma de un hombre. ¿Es que todavía amaba a Batike? ¿Se había vuelto
loco por su pasión? Debía de ser así, pues de pronto echó a correr y quiso interponerse
entre Dareios y la casa a la que se dirigían los pasos de éste.
—¡No puedes hacer eso!
Todos nosotros nos dirigimos a ellos y formamos un semicírculo en torno suyo.
Dareios hizo un gesto nervioso, como para sacarse de encima a un niño tonto.
—Déjame pasar. —Al ver que Ochos no le cedía el paso, apretó sus mandíbulas
y repitió:— Déjame pasar y no me mires como si fuera tu enemigo.
—Lo eres, pues protejo la casa de las mujeres. Nadie puede penetrar en ella y
menos porque una necia sospecha se levante en tu pecho contra la reina.
Dareios denegó con la cabeza.
—Atossa es nuestra reina. Pero yo quiero buscar a la egipcia, la que cortaba
antes flores con un cuchillo. Agitó la montura de cuero y de pronto la lanzó a la cara de
Ochos, de modo que le dio un golpe en la frente. Luego se echó sobre Ochos antes de
que éste pudiera desenvainar la espada y le apretó los brazos contra el cuerpo. Pero el
loco luchaba con la fuerza de un león. Comenzó a proferir terribles gritos y su cara se
contrajo dolorosamente bajo la presión de los musculosos brazos del joven príncipe. No
se le ocurrió nada mejor que echarse sobre los hombros de Dareios para morderle
mientras le daba patadas. Comenzaron a luchar entre sí de modo que tan pronto subían
un escalón de la casa como lo bajaban. Por fin Dareios logró derribarle con un golpe y
echarle contra las piedras. Ochos gritó de dolor. Kawad quiso interponerse, para
separarles, pero Gobrias le detuvo.
—Uno de los dos ha de ganar, para que termine la pelea —dijo.
Al caerse, Ochos se había herido, pero volvió a lanzarse sobre Dareios. Luego
vimos cómo Dareios con una mano cogía las dos de Ochos y con la otra cogía su cabeza
que golpeó contra las piedras. Ochos gritaba, pero continuaba dispuesto a atacar. Yo me
di la vuelta, pues no deseaba ver cómo Dareios mataba al amante de Batike. Pero el
joven príncipe tan sólo le golpeó en el rostro con su puño y vi como le alcanzaba en la
cara.
Dareios dejó que el vencido rodara por las gradas. En sus ojos de pantera no se
reflejaba el triunfo, sino tan sólo el asombro. Subió dos, tres escalones.
—¡Batike! —gritó—. Ven aquí y trae tu cuchillo, he de hablar contigo. Si no
vienes, iré a buscarte.
Su voz resonaba fría, sin pasión alguna, aunque lograba provocar espanto.
Gobrias avanzó unos pasos y advirtió a Dareios, pues Ochos, casi muerto, con la
cara ensangrentada y curvada la espalda, como si su columna vertebral estuviera rota,
intentaba de nuevo dirigirse hacia él. Extendía una de sus manos, como el que pide algo;
en su mano llevaba la espada, mientras con su mano izquierda se apretaba la cadera para
que su cuerpo se mantuviera en pie.
—¡Detente! —le gritó Dareios, pero luego sacó también su espada, pues Ochos
subía ya las escaleras.
Las dos espadas chocaron y comenzaron de nuevo la lucha. Naturalmente
Dareios era mucho más rápido y seguro en sus golpes que el otro; luego vi cómo cerraba
sus ojos mientras hacía que su espada avanzara y alcanzaba con ella el pecho de Ochos.
Le dio todavía un par de golpes más en el cuello y en el hombro. Ochos se desplomó,
estaba muerto antes de que sus hombros alcanzaran el suelo.
Dareios conservó la espada en la mano. Nos miró. Nadie dijo nada. Finalmente
fue él quien habló.
—Responderé de lo que acabo de hacer. Si el rey quiere castigarme, moriré por
mis propias manos. Pero ahora voy a hacer lo que me proponía y preguntaré a la mujer a
causa de la cual está este hombre muerto aquí.
Atravesó la puerta llevando en su mano la espada ensangrentada, y las mujeres
del harén que habían acudido al oír el griterío se hicieron a un lado para cederle el paso.
Dos eunucos, llenos de espanto, se pusieron frente a él. Pero del interior de la casa se
oyó la voz de Atossa e inmediatamente se hicieron también hacia un lado. Dareios dijo
algo y la reina respondió.
—¡Voy hacia ti, Batike! —gritó Dareios, y se puso en movimiento. Por segunda
vez gritó y su voz era la de un verdugo.
Como en el pasado, todas las mañanas el horizonte enrojecía y el cielo se
extendía alto, ancho y azul sobre la tierra egipcia. Las heridas del pueblo cicatrizaban, la
vida proseguía su curso y reclamaba sus derechos. Después de que las gentes tomaran
conocimiento de la enfermedad del rey, las casas volvieron a abrir sus puertas.
Prexaspes dio acertadas órdenes para tratar a los habitantes de Memfis. Nadie debía
molestarles en lo sucesivo por sus creencias. Así pues, progresivamente, los niños
reaparecieron en las calles de la ciudad y el pueblo permanecía sentado en los terrados
de sus casas cuando al finalizar la tarde soplaba el viento fresco, como tiempos antes. Se
les veía también en los jardines y en las tabernas. Muchas veces comenzaban a hablar
por lo bajo, cuando no veían cerca de sí a persas, y decían que Apis se había vengado
del rey con una terrible enfermedad. Cuando muriera ya nadie hablaría de él, si no era
para referir sus malos actos, que sería difícil enumerar. Luego se reían y se daban golpes
amistosos en el hombro.
De hecho, el rey se debatía entre la vida y la muerte. El cuchillo le había herido
gravemente. Cambises estaba totalmente agotado en sus fuerzas y los médicos persas
tenían mucho trabajo para calmar su sangre alterada. A los catorce días tuvo fiebre. Con
el rostro congestionado, el rey se agitaba en su lecho. No reconocía a nadie y en muy
pocas ocasiones despertaba de su estado de delirio. Gobrias, Aspatines y Megabizos
montaban guardia a su lado, al igual que Dareios. Dareios era el que más resistía. Yo le
admiraba. Siempre le hallaba allí, con su mirada dirigida al monarca, controlando el
trabajo de los médicos y las mujeres.
Pero los galenos persas no veían que hubiera nada a hacer. Prexaspes llamó a
palacio a un médico egipcio. Debía dormir allí, pues no se quería que el pueblo supiera
nada acerca del estado del rey. Pero este médico era ya anciano y estaba muy habituado
a la bebida. Yo mismo había visto con mis propios ojos como se bebía grandes vasos de
vino. Junto a los instrumentos, sus ayudantes le traían siempre grandes jarras, pues era
incapaz de trabajar. A veces sus manos temblaban como hojas agitadas por el viento, y
sólo hallaba de nuevo la calma al tomar en sus manos la jarra llena de vino. En lo que
respecta a su vestido, a veces lo llevaba muy sucio, como si fuera un porquero. Llevaba
la barba muy descuidada, su ropa interior despedía muy mal olor y nunca se lavaba ni
tan siquiera la cara, pero también es cierto que en todas partes hay médicos de esta
clase. En ciertas ocasiones ese desaliño exterior causa entre el pueblo cierta fe en sus
capacidades como si precisamente el desprecio ante tales cuestiones fuera signo de
facultades especiales sobrehumanas. Su lenguaje era grosero, gritaba a Prexaspes y
Damán y las pocas palabras amables que surgían de su boca eran siempre para sus
ayudantes. Luego bebía otro trago y se miraba la jarra como si tuviera ante sí a su
amada. A veces, cuando no estaba junto al rey, estaba tan bebido que ni siquiera podía
sostenerse en pie y debía apoyarse en sus ayudantes para andar. Pero nada podía
reprocharse a sus conocimientos médicos. Lavaba la herida, la cubría con plantas
medicinales, colocaba encima paños calientes, todo ello con movimientos precisos y
calculados, y proporcionaba al monarca bebedizos para calmar sus dolores y té para
tranquilizarle, logrando calmarle.
Al quinto día de su estancia en palacio el médico dijo a Prexaspes:
—Todo esto es inútil. Dentro de dos días, como máximo tres, el faraón estará
muerto.
Todos nosotros estábamos en la antesala de la cámara del rey. Dareios se dirigió
hacia él. Con su manó cogió al borracho violentamente y sacudiéndole dijo:
—Si tal sucede, cerdo que hueles siempre a mierda, será tu última hora.
El egipcio no manifestó miedo.
—Tú matas mientras yo intento sanar —respondió—. Pero la decisión sobre este
asunto no está en manos de los hombres, sino en algo que yo ignoro y luchar contra ello
sería absurdo. —Yo miré sus hinchados párpados.— Yo soy un anciano —murmuró con
voz tranquila, pues hacía poco que había bebido y por lo visto el vino le daba fuerzas—.
La muerte es algo que poco me asusta, la he visto miles de veces e incluso la considero
mi amiga. Pero aquí todo el arte de un médico de nada sirve. Ningún hombre, ni tan
siquiera yo, puede ayudar al faraón.
Las pocas horas que pasaba en mi casa, la cual en realidad ya no era mía, eran
para comer, beber y dormir, si es que no lo había hecho ya en palacio, y firmar
escrituras en que Papkafar firmaba también como testigo. Al entregarle a firmar una de
ellas su rostro se tornó muy rojo. Al preguntarle yo amablemente:
—¿Pasa algo?
Se mesó los cabellos y me miró como un niño desdeñado.
—¿Estás loco, Tamburas, o es que en tu mente hay un demonio? Regalas tus
esclavos sin tomarte la molestia en pensar que yo tuve mucho trabajo en hacer de ellos
lo que son, los mejores esclavos de Memfis. Nunca volverás a poseer otros iguales.
—Yo no los regalo, sino que les concedo la libertad. ¿Es que no hay diferencia
entre ambas cosas?
—¿Y por qué no echas también a la vez todo tu dinero por la ventana? Poseemos
catorce hombres y doce siervas, sin contar sus hijos. ¡Qué sandez! —Se rió
irónicamente.— Pero en realidad yo fui necio. ¿Por qué no vendí junto con la casa los
esclavos? Todo eso que habría ganado.
—Papkafar, Papkafar —le respondí suavemente—. Tus ideas son realmente
sucias y odiosas. ¿Crees realmente que debo vender mis esclavos, entregarlos a otras
manos sin saber qué es lo que en el futuro ha de sucederles? ¿Es que has olvidado que
también un hombre llamado Papkafar no es sino un esclavo? Si vendo mis esclavos, te
prometo que tal nombre encabezaría la lista.
Me miró petrificado.
—Añadiré, además —continué—, que poco puedo ya esperar de ti. Comienzas a
ser viejo y, a causa de tu espalda curvada, poco es el trabajo que puedes hacer. Además
te has puesto muy gordo. En realidad, si alabo a un comerciante tus facultades mentales
creo que le asustaría más que si le dijera que eres un gandul y tonto. En ambos casos,
poco sería el dinero que me diera. Pero, en fin, si eres tú mismo el que deseas que te
venda...
—Pero, señor, yo hablaba de los otros y no de mí. ¿Desde cuándo me consideras
igual a los otros? ¿Es que no te seguí desde Susa? ¿No me esforcé por cuidarte y que
siempre tuvieras de qué comer y beber? Hoy eres uno de los hombres más ricos de la
ciudad. ¿No te salvé la vida al conjurar el sol y rechazar a los etíopes? ¿No estuve
siempre a tu lado y pasé muchas vicisitudes que, he de reconocerlo, no siempre me
resultaron agradables? ¿No te cuidé, en fin, como un padre a su hijo, al abandonarnos
Olov? Tamburas, ¿es que tu mente se ha confundido y ya ni siquiera reconoces quién
soy?
—Eres Papkafar —le respondí en un tono indiferente—, un esclavo que es tan
necio que me pide venda a todos mis siervos, es decir, también a él, en lugar de
regalarles la libertad.
Mi apreciado embustero pareció empezar a comprender.
—Veo en tus manos un último documento. Entrégamelo o mejor quizá léemelo,
pues mis ojos comienzan a estar cansados. Soy un asno, Tamburas. Creo que ya ni
siquiera sé a veces distinguir entre las sombras y la luz en tu mirada.
Le leí lo que en el escrito se decía y Papkafar ocultó su cara bajo sus manos.
—Ya no sé ni tan siquiera si ese escrito me hace feliz o desgraciado —dijo
finalmente—. Durante todo este tiempo aspiré a llegar a ser libre, pero ahora te aseguro
que me da la impresión de que una luz desaparece. Soy libre, Tamburas, y además un
hombre rico, pues la mitad de todas tus riquezas me pertenecen. Pero en mi mente y en
mi pecho siento una presión. —Se puso a llorar y a suspirar.— Realmente soy un
hombre extraño —continuó—. En lugar de saltar de alegría, parece que me lamente.
Quizás esto es sólo por nuestra próxima separación, que hace sufrir a mi corazón. Jamás
deseé estar en dos lugares a la vez. Pero ahora, en tanto alegremente pienso en mi
regreso a Susa, deseo con todas mis fuerzas encontrarme también a tu lado...
Dominó su emoción y pasó a hablar de mil cosas distintas, de los años en que
fue esclavo a mi lado, luego del futuro que le aguardaba a partir de entonces, rico y
orgulloso de su poder, y hubiera charlado mucho más tiempo si de pronto no me hubiera
acometido a mí el temor de que en palacio pudieran necesitar de mí con urgencia.
Muchas veces Cambises, cuando volvía en sí, me llamaba a mí o a otro para
intercambiar algunas palabras.
Prexaspes me aguardaba en el umbral de la puerta de la cámara real.
—Precisamente iba a enviar alguien en tu busca, Tamburas —me dijo. Detrás de
él reconocí a Damán, Kawad, Jedeschir, Dareios y otros de los fieles—. El rey está muy
débil y llama a Erifelos. «¡Decid a Tamburas que busque a Erifelos!» ha ordenado. Ha
olvidado que aquel a quien llama ya no se cuenta entre los vivos. Ve, Tamburas, y habla
con él.
En la habitación poco iluminada se encontraba Gobrias de vigilancia. Atossa,
orgullosa y hermosa, se levantó del lado del rey. En otra ocasión fui yo quien
descubriera su complot contra Batike. Pero ahora me miró sin animosidad y se hizo
hacia un lado. El médico egipcio no estaba presente. Probablemente debería de estar
bebiendo en algún rincón de la casa.
Cambises tenía un aspecto muy débil. Su cara estaba roja, arrugada como una
manzana asada. ¿Era el mismo conquistador que en su anhelo de gloria pretendía vencer
a todo el mundo?
—La muerte vuela por el cielo... llevada por una suave brisa... sobre una negra
nube... —Abrió sus ojos.— Siéntate junto a mí, Erifelos...
El rey no me había reconocido. Su mano salió de la cobertura de la cama y se la
colocó junto al pecho. Realmente se sentía la presencia de la muerte y Cambises era
incapaz de vencerla. El brillo enfermizo de sus ojos se extinguiría para no existir ya
nunca más. Por ello hice lo que me pedía y no le odié, pues todos los hombres ante la
muerte son iguales y todos merecen la más profunda compasión.
—Pon tu mano sobre mi frente, Erifelos —susurró el rey—. Intenta calmar el
dolor de mis ideas. —De pronto comenzó a llorar. En su cara no se movió un solo
músculo, pero las lágrimas fluían por sus mejillas.— El rey está solo y a veces grito
incluso, pues siento que cae sobre mi cabeza sangre que amenaza con ahogarme. —
Respiró fatigosamente.— Siento miedo, estoy solo y nadie me ayuda a extender sobre la
tierra la voluntad de Ormuz...
Yo sequé su frente y sus mejillas con un trapo seco. ¿Qué debía responderle?
Cambises era un hombre frente al juicio de su propia conciencia. Sus actos estaban
frente a él, acusándole.
—¿Por qué el Dios de la luz se oculta en las tinieblas? —susurró—. ¿Por qué no
se me manifiesta para que pueda comprender qué fue malo? ¿Por qué no siento en mí la
semilla de la comprensión?
Sus manos comenzaron a agitarse nerviosamente. Coloqué mis manos sobre las
suyas para calmarle.
—Los hombres no poseen la clave para comprender a los dioses —murmuré al
cabo de una pausa—. Desde nuestra infancia debemos prepararnos para presentarnos al
juicio de los dioses e intentar mantenernos siempre dignos.
—Calma mi corazón. Llénalo de paz y tranquilidad. Tú eres un extranjero,
Erifelos, no perteneces a mi pueblo, pero yo siento confianza en ti.
Yo contemplé a aquel hombre derrotado, en el que ya no veía a un rey ni a un
hombre de treinta años. Las palabras fluyeron de mis labios, como si fuera otro quien
hablara y no yo.
—Confianza, temor de los dioses, amor y sentimientos de felicidad, todas esas
cosas arraigan en nuestro corazón lo invisible. No tiene ningún sentido perseguir lo que
no se encuentra en uno mismo. —Hablaba tan bajo que no me oyó. Coloqué mi mano
sobre la frente del rey y la retiré sorprendido por el calor que recibí. Sus mejillas
estaban encendidas como brasas.— Pronto te dormirás, Cambises. Luego los dioses
surgirán sobre una nube para recibirte. Quizá serán benévolos contigo, pues la medida
que aplican a los hombres sobrepasa a nuestro entendimiento. Deja que las cosas sean
tal cual son. Darse a lo celestial y recibir a lo celestial. Nuestra vida corre por entre sus
manos como agua.
—Quiero la paz —gimió—. Paz.
—¿La has buscado? ¿La perseguiste con los ojos del sediento, del perro que
olfatea, con los oídos de la liebre?
—¿Es... demasiado tarde?
Guardé silencio durante un rato.
—La respuesta, rey de los persas, no puede darla ningún hombre. Purifica pues
tu corazón de todo mal que mora en nosotros, pues insaciables en nuestra vida
buscamos mujeres hermosas, la fama y la gloria, desmesuradamente, sin razón. Pero
llega el día en que nuestras posibilidades se terminan, dispersas en nuestra agitación.
Nos hallamos con las manos vacías ante el campo de la vida como el sembrador cuya
esperanza es el fruto que ha de surgir de su trabajo. Aspiramos a obtener una buena
cosecha y que los dioses escuchen las voces que luchan por alcanzarles.
Tomé su mano derecha y la acogí entre las mías. Al cabo de un rato sentí sus
dedos calmados.
—Continúa hablando. Tus palabras me tranquilizan, tus palabras poseen fuerza.
Ante mis ojos surgen imágenes distintas y las flores se acercan a mí...
—El hombre semeja a un árbol —le susurré al oído al que agonizaba—. Sus
ramas se elevan hacia lo alto como nuestro espíritu, pero las venas de su vida se
enraízan en la tierra. Hacia lo alto y hacia abajo, tal es nuestro destino. Durante el
verano de la vida nuestros actos reverdecen como las hojas de las ramas. Pero en otoño
el árbol muda de vestido y aguarda el viento, desnudo. Todos cuantos se sintieron
alegres en verano, cantaron y bailaron entonces, lucharon y amaron, sentirán lo mismo
que ese árbol. Tal es el misterio de la vida. Nacimos desnudos y marchamos de esta vida
igualmente desnudos. Pero del cordón umbilical depende nuestro primer grito, cordón
que nos une invisiblemente a los dioses, pues tal como existen entre los distintos
pueblos profetas que prevén las cosas que luego acontecen, nosotros sólo realizamos lo
que ya estuvo determinado con antelación en el eterno juego entre el cielo y la tierra.
Hablé porque sentí en mí algo que me impulsaba a hacerlo y pese a que muchas
de las cosas que mis labios decían me parecían a mí mismo incomprensibles. Mi
corazón se abrió y mi pecho se sintió liberado, pues daba a Cambises el mensaje de los
dioses tal como yo lo concebía. Su rostro se distendió y se tornó mate, como un capullo
en una rama. Abrió sus manos como si quisiera alcanzar algo y dijo:
—Veo los cuatro pájaros sagrados de Ormuz que vuelan en el cielo como
emisarios de medianoche, de la mañana, del mediodía, de la tarde. Me traen una corona
hermosa...
Luego observé que Cambises dormía. Me levanté y, junto con Erifelos, pues tal
era yo en esos momentos, Tamburas abandonó al rey para siempre, pues en la siguiente
noche la muerte visitó el lecho sobre el que extendió su mano.
Permanecí hasta la tarde entre los dignatarios de la corte y abandoné luego el
palacio. Junto al río había mucha agitación. Chorosmad y sus magos perseguían niños
para con su sangre calmar al dios malo, Ahrimán. Por eso dirigí mi caballo hacia arriba
de la corriente del Nilo, lleno de las peores sospechas, puesto que Kawad me había
contado algunas de las cosas que los sacerdotes hacían en su locura.
No tardé mucho tiempo en descubrir el fuego sagrado. Había allí, además, diez o
doce antorchas y vi a aquellos locos agitándose y cantando a gritos como salvajes. Sus
caras estaban desencajadas, sus ojos parecían de locos. Todos se sentían unidos por el
crimen en común, se lanzaban sangre a la cara y ponían sus manos desnudas en el fuego
encendido sobre un altar.
Yo espoleé a Intchu y pasé con mi caballo por en medio de aquel tumulto.
Algunos hombres se quedaron quietos, con ojos de espanto; otros se retiraron
rápidamente como serpientes atacadas. Chorosmad, sin embargo, se salvó vestido con
sus ropas doradas, de un salto, pero cayó al río. Era de esperar que los cocodrilos
supieran terminar con él.
Por la noche no pude dormir. Veía surgir en el cielo una antorcha. Las nubes se
agolpaban y un rayo traspasaba la tierra. Ese rayo derribó a dos persas bajo un árbol
junto al palacio real. Luego supe que en ese preciso instante el rey expiró.
Por la mañana se anunció la muerte del rey. Los emisarios galoparon hacia todas
partes y los heraldos notificaron a las gentes de Memfis lo que había sucedido y lo que
debían hacer. Las puertas de las casas se cerraron, el comercio se suspendió durante tres
días. Las mujeres y niños espolvorearon sus cabezas con ceniza e incluso los hombres
se abstuvieron en esos días de hacer comentarios sarcásticos, pues si a su lado se hallaba
alguien desconocido podía ser que sus ligeras palabras pudieran costarles la vida.
En palacio se apagó el fuego sagrado para encenderlo de nuevo por la noche. El
ejército desfiló por última vez delante del rey ya difunto. A izquierda y derecha había
miles y miles de egipcios. El cortejo fue abierto por las tropas de los «invencibles».
Detrás seguían los príncipes y dignatarios de cada provincia. La infantería desfilaba al
compás de flautas y trompetas. Levantaban sus escudos e inclinaban sus largas lanzas en
señal de último saludo. Los medos y susianos seguían con sus caras tristes, en su
espalda llevaban el carcaj con flechas y en su mano el arco. A éstos seguían partos y
otros soldados de distintos pueblos, de Asiria y Babilonia. Los altos yelmos de los sirios
brillaban bajo el sol. Muchos bactrianos al desfilar llevaban su mano sobre el pecho,
aclamando al rey.
El desfile parecía interminable, miles y miles de soldados, de estandartes,
banderas, etc. Para los egipcios constituyó sin duda un bello espectáculo y su
entusiasmo se manifestó varias veces. Detrás de las columnas de caballería pasaban más
de veinte mil guerreros. Agitaban sus escudos de cuero e incluso los lanzaban al aire,
como si quisieran atacar a un enemigo invisible. Así pues, los persas pasaron por última
vez frente a su rey, unos a caballo, otros a pie y otros en carruajes, frente a aquel rey que
pese a sus muchas mujeres no dejaba descendencia alguna. Era una escena realmente
impresionante y de hecho constituía el paso a una nueva época.
Los egipcios contemplaban todo el despliegue de fuerzas, impresionados.
Aquellos que no se habían puesto encima de la cabeza ceniza, el polvo cubrió sus
cabezas. La multitud, al finalizar los actos, se dispersó lentamente. En los templos se
celebraban sacrificios. Chorosmad, al que los cocodrilos perdonaron la vida, tuvo
mucho trabajo. Artistas que habían aprendido de él el arte de tañer la lira, tocaron
melodías y luego, dejando los instrumentos, entonaron cantos en que se contaban las
hazañas de Cambises, el gran hijo de Ciro.
Al mediodía y por la tarde más de mil trompetas proclamaron el duelo
nuevamente al aire. Yo por mi parte me coloqué sobre los hombros el manto de púrpura,
di instrucciones a Papkafar y marché en busca de Prexaspes y Damán, Dareios,
Jedeschir y Kawad. Quería hablar con ellos, decirles que partía y no quería hacerlo a
escondidas como lo hace un ladrón.
—Eres un caudillo de los persas, Tamburas —dijo Prexaspes, que fue el primero
en atenderme—, y francamente siento pena al considerar que nos abandonas. Pero
puesto que no eres de nuestro pueblo, puedes marchar a donde gustes. En Susa un
impostor ha ocupado el trono, pero son muchos los que le aclaman. Nadie sabe qué va a
suceder, pues el futuro permanece en las sombras. Debemos encontrar entre todos cuál
es nuestra misión, pero con Dareios y Damán marcharé gustoso a Susa para cumplir los
deseos de nuestro difunto rey.
Kawad dijo:
—Puesto que la tierra es pequeña y los hombres pueden recorrerla a caballo
desde una punta a otra, es seguro que volveremos a vernos. Me alegro por ello, pues
fuiste para mí como un hermano y siempre te he apreciado en mucho.
Me despedí de todos, pero cuando hablé con Dareios y me abrazó para
despedirme, me sentí como un soldado que huye, abandonando la lucha.
Cuanto más me alejaba del palacio, menor se hacía la opresión en mi pecho.
Papkafar reunió a todos los siervos y esclavos en el patio. Todos tenían la cara muy
sofocada y me contemplaban llenos de esperanza. Les entregué los documentos y les
dije que a partir de ese momento ya eran libres. Al mismo tiempo ordené que trajeran de
mi habitación un cofre y les regalé oro y plata. Todos me aclamaron y manifestaron su
júbilo. Snofra estaba en un lado sola. Su cara estaba muy pálida. No dijo una sola
palabra, su silencio era como una bofetada en pleno rostro. Pero dominé mis
sentimientos. En esos momentos veía mi futuro y a Agneta con más claridad que todo
cuanto me rodeaba.
Un último banquete. Todos se afanaron en prepararlo con gran esmero. Comí y
bebí con mis antiguos esclavos y esclavas. Cada uno de ellos se esforzó en resultar
agradable. Bebieron mucho, llegaron incluso a perder su temor ante Papkafar y se
abrazaban unos a otros locos de alegría.
Por la noche Snofra apareció junto a mí. Con los ojos cerrados alargué mi mano
hacia ella. Estaba llorando y temblando, como si un invisible enemigo la estuviera
azotando.
—Llévame contigo o de lo contrario moriré. —En el mismo instante dijo
apasionadamente:— Nadie puede ya ordenarme nada, puesto que soy libre. Te seguiré,
pues, allí donde vayas.
Qué hermosa era, qué joven en su apasionamiento, qué constante en su amor.
Pero Palero y Egipto eran dos cosas muy distintas.
—Las gentes de mi patria son muy distintas. Hablan un idioma extraño para ti,
no te sentirías bien y serías como una flor que agoniza por estar plantada en terreno
pedregoso.
En realidad, sin embargo, mi pensamiento volaba hacia Agneta. El recuerdo se
hizo paso en mi memoria y se me apareció su figura más clara que la de Snofra, como si
la tuviera más cerca de mí todavía que a aquella esclava, tan hermosa como Batike, con
sus ojos verdes.
¡Batike!
Qué lejos quedaba ya de mí. Dareios la halló, seguido de Atossa y el griterío de
las mujeres y eunucos. Estaba echada en su cama con el cuchillo que sirvió para cortar
flores atravesando su pecho. Sonreía muerta, irónicamente, a Dareios. La vencedora, por
fin, aunque derrotada ella misma por sus propios actos.
Cuando desperté mis brazos estaban vacíos. Me sentí responsable y llamé al
padre de Snofra; le di doble cantidad de oro que a los otros, como si con dinero se
pudieran comprar los sentimientos. Me juró por Ptah y todos los dioses que cuidaría de
Snofra como de sus propias pupilas y no la entregaría a ningún hombre en contra de su
voluntad.
Damán puso a mi disposición cincuenta jinetes persas como acompañamiento.
Mis anteriores esclavos me saludaban en señal de despedida, las mujeres lloraban.
Papkafar estaba muy atareado disponiendo todas las cosas necesarias para la partida.
Sus ojos no se separaban de los cofres que contenían nuestras riquezas. Hoy sé que
aquella noche en que tuve presentes en mí tantos recuerdos, fue mucho lo que perdí con
Snofra. Pero entonces me sentí contento al ver que su madre apartaba a la muchacha,
que no dejaba de sollozar. «Por el nuevo trabajo y con el tiempo llegará a olvidarme»,
pensé. Su padre tenía la intención de abrir un comercio, en que se ocuparía de cerámicas
y otros objetos artísticos. Tan fáciles fueron los cálculos que yo entonces me hacía.
Quedaban dieciocho días y noches hasta Tiro, el puerto de los fenicios. Este era
el lugar del que partían muchos viajes hacia distintas partes del mundo. Por todos lados
se veía mucho ajetreo, las gentes estaban ocupadas en sus quehaceres como hormigas
laboriosas. Suciedad, polvo, miseria del puerto, todo se unía a la brisa del agua del mar.
Cuánto tiempo hacía que había olvidado tales cosas. Siguiendo las indicaciones de
Papkafar, que sentía miedo por mi dinero, me instalé en un puesto militar donde me
acogieron muy favorablemente. Mis acompañantes hicieron todo lo restante para acabar
de popularizar mi nombre en Tiro, como el del vencedor de la primera batalla persa
contra los egipcios, puesto que estaban muy contentos por la plata que les había
regalado. Los persas permanecieron tres días y, pese a las recomendaciones de Papkafar,
no me mostré avaro con ellos, sino que llené sus manos nuevamente de plata.
Muchas veces me sentaba junto al mar y miraba a lo lejos, por encima de la
superficie del agua, hacia el horizonte sin fin. Mientras Papkafar se ocupaba de juntar
una pequeña caravana y adquiría siervos para sí, yo busqué con tranquilidad un barco.
Tiro era un lugar de mucha agitación y tránsito. Continuamente acudían al puerto o
partían de él barcos con velas de distintos colores. En la parte norte de la ciudad
habitaban los pescadores. Sus torsos casi siempre al aire estaban curtidos por la brisa y
la sal del mar y muy tostados por el sol. Los niños merodeaban a su entorno y se
lanzaban al agua como animalitos despreocupados. Todos los días junto al puerto había
mercado. Se descargaban barcos, los comerciantes proclamaban sus mercancías y
concertaban negocios. Había toda clase de gentes, artesanos, soldados, portadores,
muchachas del viejo oficio y gentes dispuestas a gastar, que llamaban a las muchachas,
mientras éstas hacían como si no les oyeran. Mendigos y otras clases de gentes propias
de todos los puertos existían también; ladrones que a veces ocasionaban con sus actos
incluso riñas, hasta el punto de que los guardianes debían intervenir con sus armas para
mantener el orden. Y todas esas cosas las había yo olvidado; por eso ahora me sentaba
horas y horas contemplándolo todo como si fuera la primera vez que viera todo esto,
sintiendo realmente placer al aspirar el aire infecto de mil olores distintos, la grasa de
los barcos, el aceite, el vino, los desperdicios echados sobre el suelo de las calles y el
sudor de tantas gentes.
Papkafar se ocupaba de sus negocios. Era algo cómico. Pese a que su aspecto era
tan extraño, esto no ocasionaba que las gentes se rieran de él sino que, por el contrario,
consideraban que tal aspecto realzaba más su origen selecto. Papkafar causaba
admiración entre todos, gritaba y agitaba su látigo cuando no le obedecían.
Pero por fin llegó el día en que todo estuvo ya dispuesto. Hallé un barco a mi
gusto con un capitán que inspiraba confianza. Se llamaba Teiatón, y cambiaba sus
vestidos como un príncipe dos veces al día; por la mañana su túnica era de seda amarilla
o verde, durante el calor del mediodía se ponía una túnica del lino más fino de Egipto.
Llevaba en su barco carga para Chipre y desde allí quería ir a Creta. Tras largas
negociaciones conseguí que Teiatón cambiara sus planes y prometiera desde Creta
dirigirse al Ática.
—Llegó la hora en que debemos separarnos —le dije al día siguiente a Papkafar.
Detrás de mí estaba el barco, impaciente ya sobre las aguas. Los remeros estaban ya
dispuestos y aguardaban las órdenes de su capitán.— Son muchas las palabras que
pueden decirse, pero la mejor despedida es aquella que no se menciona.
En el alboroto sonrió y se secó los ojos. Le brillaban húmedos.
—Al igual que tú, señor, estoy contento y triste a la vez. Ahora soy un hombre
libre y poseo muchas riquezas propias, pero cuando me imagino que quizá nunca
volveremos a vernos y que marchas sin llevarme contigo mi mente siente de pronto
angustia y me hago censuras por abandonarte. Realmente, Tamburas, esto me pesa en la
conciencia como si mi espalda llevara el peso que no puede soportar. ¿Quién vigilará en
lo sucesivo tu dinero? ¿Quizá confiarás tus riquezas a gentes que te engañen y que en
lugar de lamentar sus malos actos todavía se rían, encima, de ti?
—¿Quizá quieres acompañarme a un país extranjero sin saber qué es lo que allí
te aguarda? —Me reí de sus tontas preocupaciones.— Deja las cosas tal como están,
Papkafar, y administra tus bienes. El rico tiene poder. Deseo que no te conviertas en un
hombre demasiado poderoso. Estoy seguro que posees más dinero que yo, pues te
conozco y sé que al repartir habrás sabido quedarte con la mejor parte...
—Dios te perdone esas ingratas palabras —murmuró—. Dividí todo justamente,
y si es que me equivoqué, no habrá sido voluntariamente. Además, Tamburas, muchas
veces me has tratado injustamente y nunca me diste paga por mis servicios, a no ser lo
que yo mismo me tomé por propia iniciativa. ¿Es que no valoras en nada los servicios
que te presté?
Lo abracé y besé en ambas mejillas. No podía sentir nunca enfado, pues
comprendía que a su modo me quería. Lentamente me separé de él.
—Te aseguro que sé apreciarte en lo que vales, pues no fuiste un siervo sino
siempre un amigo. Pero del mismo modo que te necesité a veces, también tú necesitabas
de mí para que el dinero no endureciera tu corazón. No te dejes llevar por el brillo del
oro. Al igual que seguramente tú no estás exento de culpa, has de comprender que
muchas gentes se encuentran en dificultad y penurias injustamente. A los mendigos
debieras dar, cuando a ti acudan, bebida y comida. Regálales algo de dinero y sabrán
alabar tu proceder.
Papkafar se secó nuevamente los ojos. Se tragó lo que seguro tenía ganas de
decir, para que la última vez que nos veíamos no tuviéramos más discusiones, y dijo:
—A veces hablas de modo muy misterioso, incluso no alcanzo a comprenderte.
Pero intentaré seguir tus consejos. Te aseguro que son muchas las cosas que he
aprendido a tu lado. —Levantó sus manos.— Ya ves, Tamburas, que estoy temblando, y
es que contigo se va una parte de mi vida. Espero que esta despedida no signifique para
ninguno de los dos una catástrofe y que en el futuro hay la ocasión en que nuestras vidas
vuelvan a cruzarse. Salud, y si en tu patria no te sientes bien, ven a Susa, donde sin duda
hallarás un hogar. Ten siempre presente, Tamburas, que te amo como a un hijo, aunque
fui en otro tiempo tu esclavo...
Marché a bordo del barco, casi sordo por el ruido del puerto y las palabras de
Papkafar. El capitán me había llamado ya tres veces. Vi a Papkafar en el puerto que iba
reduciéndose de tamaño al alejarse el barco; detrás de él estaban los animales de carga
que debían transportar sus riquezas y los esclavos que había comprado. Los remeros
acompasaban sus impulsos. Era un barco tan bello como rápido.
Con los ojos semiciegos me quedé en la cubierta del barco contemplando la
tierra firme que desaparecía. La lejanía aumentaba cada vez más. Papkafar era ya sólo
un punto. Agitaba su pañuelo blanco que yo ya no veía. Dejaba en tierra a mi tramposo
esclavo y con él quedaban también en tierra Olov y Erifelos. Olov, que se había
quedado en Etiopía porque quería ser rey, y Erifelos, al que los dioses prepararon un
lecho mortal de arena. El rey de los persas, Cambises, ya no existía, un falso Esmerdis
estaba sentado en su trono y el futuro de Persia y de Egipto me pareció tan inseguro
como el mío propio.
El capitán me señaló un lugar bajo la vela para poder dormir. Allí estaban mis
cosas y mis armas; allí dormí, bebí y comí. Muchas veces escuchaba las voces del mar.
Pero a veces mi mirada contemplaba en mi propio interior para ver las imágenes que mi
recuerdo me presentaba. Todo el pasado aparecía a mis ojos con tanta fuerza que parecía
que todo hubiera sucedido realmente ayer.
Sobre el resto del viaje poco hay que contar. Mi corazón se ocupaba la mayoría
de veces de mi propio futuro, que permanecía oculto bajo la incerteza. Las noches a
bordo eran muy agradables, los días llenos de paz. Las tormentas perdonaron a nuestro
barco; tan sólo un vendaval nos acometió, pero no fue intenso.
Chipre y Creta, Knossos, la capital legendaria de los cretenses, parecía en esos
días una ciudad abandonada por la vida. Todo su significado, sin embargo, me era
presente. Muchos historiógrafos han escrito sobre Minos y la cultura de los cretenses;
muchos de esos relatos, serían imaginaciones, suposiciones sobre cosas muertas, pero a
mí, por las calles laberínticas de su ciudad, me acometió el soplo de toda su gran época
pasada.
Mientras Teiatón realizaba sus negocios y concertaba nuevos encargos, yo
ocupaba mi tiempo en algunas tabernas. Conversaba con las gentes de miles de cosas
mientras bebía con ellos vino. A veces ocurría que alguien comentaba con el corazón en
la mano todo su destino. Uno había tenido mujer e hijos a los que perdiera por una
terrible enfermedad y sus tristezas intentaba ahogarlas en el vino, pues así lograba
conciliar el sueño en la noche. He olvidado los nombres de cuantos me contaron su
vida. También yo contaba mis aventuras.
Sólo quedaba ya el último trecho del viaje. Durante todo el día e incluso a veces
durante la noche, cuando bordeábamos la costa, aspiraba el aire fresco del norte, de
aquel viento que procedía de mi patria.
Contaba los días y con un trozo de madera iba tachando rayas pese a que el
tiempo me parecía interminable. Pero llegó por fin la mañana en que Ática se ofreció
ante nuestros ojos.
Con mi cansada mirada, llena de infinito anhelo, reconocí nuevamente todo lo
que fue escenario en otra ocasión de mi despedida. Vi Palero y a lo lejos las columnas
de mármol de Atenas. Hablé con Poseidón y Zeus y les agradecí que me hubieran
permitido regresar a mi patria.
Escuché la orden del capitán. Los remeros levantaron sus brazos. Teiatón ordenó
que se desplegara la vela. El azul del mar se hizo más intenso. Mis manos estaban
húmedas. Lo que durante tanto tiempo aguardara estaba ante mí finalmente.
Comencé a contar los mástiles de los barcos anclados en el puerto, pero pronto
me desconté y recomencé de nuevo, puesto que eran muchos los comerciantes que
atracaban sus barcos en este puerto; como antes y como siempre, trabajadores y siervos
corrían apresuradamente por las tablas y puentes llevando madera y mijo, artículos de
cerámica, exóticas raíces, cestos con pimienta, higos y frutos, dátiles, limones, olivas,
mandarinas y naranjas, sacos con granos egipcios y azúcar moreno, así como
instrumentos de hierro; otros cargaban barcos que estaban a punto de zarpar.
Ya ni siquiera sé cómo ni cuándo me despedí de Teiatón. Le vi, oí su voz,
recuerdo desde luego que le di dinero y con manos trémulas repartí plata entre la
tripulación. Una tabla constituía el puente entre el barco y la tierra, era lo que unía el
pasado con el presente. Sintiendo debilidad en mis rodillas, pasé por esa tabla,
agradeciendo a los dioses que hubieran siempre guiado mis pasos y tras siete años en el
extranjero mis pies tocaron nuevamente suelo patrio.
Todo mi equipaje, las armas y tesoros, lo dejé a los vigilantes del puerto. Eran
demasiadas cosas las que llevaba para tomarlas conmigo y temía que pudieran robarme.
Vi caras nuevas; nadie me reconocía. Me mezclé, pues, entre la muchedumbre, recorrí
callejas y callejones, pasé por delante de aquella herrería —eran ya otros quienes
trabajaban allí—; mis oídos escuchaban atentamente todos los ruidos y mis ojos
parecían beber cuanto a su mirada se ofrecía. Me sentía como si a cada paso esperara
que fantasmas del pasado surgieran ante mí. Las casas, las gentes eran como antes y sin
embargo todo me parecía más viejo, más pequeño. ¿Es que había aguardado demasiado
tiempo? ¿Quizá mi fantasía había desorbitado la auténtica realidad?
Mi lengua me pesaba en la boca. Qué extraño me parecía hablar mi propio
idioma, formar sus sílabas y palabras. Un grupo de obreros abandonaba la ciudad y se
dirigía hacia el norte. Un anciano, al que pregunté, dijo que los atenienses al norte de
Palero construían otro puerto, que sería para ellos más cómodo, pero representaría la
muerte para nuestra ciudad.
Novedades y cosas incomprensibles. Marché hacia adelante. Mi mirada buscaba
caras conocidas: Agneta, Limón, Tambonea. Emprendí el ascenso hacia lo alto de la
ciudad. Describiendo un gran círculo, llegué por fin a la casa en que transcurriera mi
juventud.
Un gran olivo estaba como siempre frente a la casa. Cuántas veces me había
imaginado durante noches de insomnio mi regreso, pero ahora la fantasía dejaba paso a
la realidad. Reinaba el silencio, ni voces de hombres, ni criadas, ni ladridos de perro. El
taller de teñidos tenía una pared muy deteriorada. El establo parecía necesitar
reparaciones.
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —Qué vacía sonaba mi voz.
Buen Zeus, dame poder para que todo vuelva a la realidad pasada. Con ojos
ciegos daba vueltas, respiraba hondo sin hallar reposo para mi pecho. Finalmente se
oyeron pasos. Venían de la casa; reconocí a una mujer encorvada que se protegía la cara
del sol con la mano extendida sobre sus ojos. Rasgos viejos, muy viejos, una nariz
aguileña y una boca muy estrecha. Espeso cabello blanco le llegaba hasta los hombros,
recogidos en la espalda. Hace años esa mujer había tenido una lengua muy acerada,
ahora su rostro parecía muy apático.
—¡Mirtela! —grité. Me contempló estupefacta—. Mirtela, ¿No me reconoces?
Tomé el manto de púrpura que había tomado conmigo en un hatillo y lo extendí
sobre mis hombros. Naturalmente ya no tenía aquel precioso brillo de años antes, pues
estaba algo descolorido e incluso roto en algunos lugares. Retiré la capucha que llevaba
sobre mi cabeza y mi rostro esbozó una sonrisa.
Los labios temblorosos de Mirtela se abrieron. Me contemplaba como si
estuviera viendo ante sí algo que su conciencia se negaba a admitir. En sus ojos incluso
se podía leer el temor, luego el asombro y finalmente dio un grito. Salté y la cogí en mis
brazos, la mujer se desmayaba.
Al declinar la tarde, al cabo de horas, ya lo sabía todo.
—También el mal tiene un fin —dijo Mirtela—. Yo fui la única en creer que no
estabas muerto, Tamburas, y un día regresarías.
Ella y Soscenes, un viejo esclavo de mi padre, vivían todavía en nuestra casa,
que decaía progresivamente. Envié al anciano con un carro al puerto por mis cosas.
Mientras, Mirtela hablaba y me contaba, con voz excitada, cuanto había sucedido en los
últimos años.
¿Lo dije ya al comienzo de mi narración? Gemmanos, al que llamaba padre, ya
no existía. Poseidón se lo llevó en una tormenta. La que me dio nombre, Tambonea,
murió poco después. Tan sólo Agneta vivía, pero era la mujer de Limón. Y cada vez que
consideraba las cosas tal cual son, mi espíritu y mi lengua sentían el sabor de la sangre.
Mirtela contaba que Limón había colocado en el puerto un vigilante que
constantemente preguntara a todos los barcos por mí y Dirtilo. Pero nunca llegaron
noticias. Se nos consideraba perdidos. Tres años después de mi partida, Agneta se
entregó a Limón y se convirtió en su mujer. Mirtela calló. El fuego continuaba ardiendo
en la chimenea y envié a los dos ancianos a sus dependencias.
Llegó un nuevo día, una nueva noche y otro día. Estaba sentado —como un
prisionero— ocupado con mis pensamientos. ¿Es que había soñado con un mundo que
ya no existía? El presente era como un árbol maldito que ya no puede reverdecer.
Regalé dinero a Mirtela y Soscenes, y les ordené que guardaran silencio sobre mi
llegada. No comprendían por qué les pedía tal cosa, pero cuando Mirtela se dio cuenta
de mi excitación me aseguró que no temiera nada, pues harían lo que yo deseaba.
De ese modo comencé a recapitular todas las cosas acontecidas. Comencé esta
narración en que, como eslabones de una cadena, surgen todos los acontecimientos de
mi vida, hasta el último en el que ya no existe más esperanza, a no ser quizá marchar de
nuevo al extranjero. Agneta había dado a Limón tres hijos. Tan grande como era mi
deseo de volver a verla lo era mi rechazo de que tal sucediera.
Reflexioné.
—Deja los muertos a los muertos y deja que el acontecer siga su curso, pues el
pasado ni siquiera los dioses pueden modificarlo —le decía a Mirtela.
Transcurrieron tres lunas. Desde la mañana hasta el comienzo de la noche escribí
incansable. Mis esperanzas, mis pensamientos se agotaron en el fluir de lo escrito. Pero
cuando la noche se imponía salía de la casa y como un ladrón recorría todas las callejas
de mi vieja ciudad, incluso en una ocasión me atreví a llegar hasta Atenas y contemplé
desde lejos a Limón. Puesto que un esclavo me estaba hablando, me di la vuelta y sin
pronunciar palabra marché de allí, para que no pudieran ver mis lágrimas. Mis amigos
Achios, Delfino y Artaquides se habían casado y tenían hijos. Para ellos, igual que para
Agneta, yo estaba muerto. ¿Para qué, pues, presentarme a ellos y hablarles como un
bufón de nuestra infancia? Un día más y mi escrito tendrá ya su final.
Fue un error, transcurrió una semana. Durante ese tiempo clamé a los dioses,
abjuré de Limón e incluso de mí mismo. ¿Es que conservé la razón durante esa semana?
¿Lo quisieron así los dioses... o fue todo sólo obra de Limón? ¿Nací para sufrir, y ya en
el seno de mi madre se me había señalado un triste destino?
Describo el día en que supe la terrible verdad. Hiparco, mi hermanastro, que,
desde la muerte de Pisístrato, gobernaba Atenas, tenía espías suyos en todas partes.
Supo por un hombre que vivía yo en casa de Gemmanos. Así pues, una noche un carro
llegó a nuestro patio. Dejé mis armas allí donde estaban y me dispuse a recibir la muerte
sin resistencia. Entró Hiparco, le reconocí inmediatamente. Detrás de él iban cuatro o
cinco hombres armados. Con un movimiento de su mano ordenó que se retiraran.
—Realmente, eres Tamburas. No me engaño —dijo lentamente, y se puso frente
a mí, después de orientar su espada contra la pared—. Así pues, regresaste como una
paloma que sabe hallar siempre el nido en la patria. —Yo guardé silencio y él continuó:
— Te transmito un último saludo de nuestro padre. Pisístrato murió con tu nombre en
sus labios, pese a que le desilusionaste. Pero ¿qué fue de tu vida? —Le miré fijamente
como a un fantasma.— ¿Por qué te marchaste entonces?
Cuántos días después de su visita estuve luchando conmigo mismo, con el deseo
de venganza que invadía mi corazón, es algo que ya no recuerdo. Limón había mentido
a todos, a Agneta, a los míos y a mí. Había recurrido a las mentiras y embustes para
conseguir a Agneta. Se fue a ver a Hipias e Hiparco para convencerles de que Tamburas
pretendía arrebatarles el poder. Llegó a pedirles que me mataran. Puesto que ellos no se
atrevieron a hacerlo por miedo a su padre, se apresuró a venir a mi encuentro para
convencerme de sus patrañas urdidas. De ese modo el día de mi cumpleaños sucedió
que hube de huir, convencido de que mis hermanastros querían perderme. La única
solución era la huida. Dirtilos debía conducirme para con sus propias manos terminar
realmente con mi vida. Limón, luego, se preocupó de que llegaran todas mis noticias a
él y ocultarlas a mis padres y a los míos.
Durante días y noches permanecí despierto. Voces del cielo y del averno
luchaban dentro de mi pecho. Mi conciencia estaba envenenada y mentalmente más de
mil veces ataqué a Limón. De ese modo creció en mí el odio y me convertí en una bestia
que aguarda tan sólo la hora de realizar su venganza.
Mi espíritu fue cogido por los poderes de las tinieblas. ¿No podía realmente
conseguir lo que me propusiera? ¿No era caudillo de los persas? Con infinitos jinetes
podía irrumpir en el Ática, sorprender a mis compatriotas con todo el poder de mi odio
y saldar con Limón todas sus responsabilidades.
A los siete días nació de nuevo el día y sentí que todos mis desengaños
desaparecían. El mundo era hermoso, existía el día y la noche, la claridad y la
oscuridad, la belleza y la armonía, aunque también la vida estaba llena de terribles
peligros. Si lograba derrotar a Limón, ¿conseguiría a Agneta para mí, sería por eso yo el
padre de sus hijos? ¿Era lícito responder al mal con mal y a la crueldad con crueldad? El
único que sale realmente vencedor es quien logra dominarse. El mundo no es un edén en
que se pueda ir de rama en rama para tomar exclusivamente los frutos de los árboles.
Existen también frutos podridos y envenenados. Quien busque la pureza y la belleza, la
perfección y la felicidad, debe saber conformarse con las desgracias, con el veneno que
a veces se oculta tras la hermosura de una manzana.
De ese modo reflexioné sobre muchas cosas. Mi salud se quebrantaba, pues
difícilmente conseguía conciliar el sueño. Había regresado para recuperar mi juventud y
a la muchacha que lo había significado todo para mí. Pero los dioses echaban sombras
sobre mi pasado. ¿Es que Limón habría conseguido realmente ser feliz? ¿No lo
compararía Agneta constantemente conmigo, en cuya comparación yo debería salir
airoso? La costumbre termina por imponerse, pero un amor inalcanzable es siempre una
herida dolorosa en nuestro corazón que no cicatriza hasta la muerte.
Hay algo que ciertamente sé: soy un hombre, una simple semilla en la arena, una
hoja agitada por el viento. Al igual que existen gentes felices, las hay desgraciadas.
Quien hoy llora su desgracia, mañana quizá reirá nuevamente. ¿Es lícito desesperarse
desde el momento que existen Snofra, Papkafar, Kawad y Olov, quien quizás en esos
momentos sea ya rey de los etíopes? Son los dioses los que conocen todas nuestras
cosas. Cuanto ellos determinan está sometido tan sólo a sus propias razones.
Llegará, pues, también el día en que se ajusten las cuentas a Limón,
concretamente cuando le llegue el turno de abandonar esta vida. Su castigo será el
merecido y el asunto quedará definitivamente zanjado. Esto lo sé con toda certeza, y por
eso quise que toda mi historia quedara escrita, para que aquel que la lea pueda obtener
de ella experiencia y fuerzas para aceptar su vida.