Sobre Nuestra Verdadera Sangre

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Nuestra verdadera sangre, por Agustín Caldaroni

Para entrar a saco en el asunto, como creo que corresponde a nues-


tro aristocrático mal gusto, y evitar así los aconsejados merodeos
por las anfractuosidades de los rasgos circunstanciales –cuyo ele-
vado culto compartimos en juicioso silencio–, decir que lo que se
impone en los relatos de Nuestra verdadera sangre no es ni el pre-
sente, ni la generación, ni el nuevo paisaje urbano, las nuevas con-
diciones de vida en común o demás astutas chucherías a la usanza,
sino más bien la simple y dura fascinación por el otro. Pero ese
otro de la fascinación no es ciertamente el otro plano, liso, lejano,
meramente paisajístico, que compone el catálogo esterilizado del
bien liberal, sino de alguna manera el otro de los propios, de la
tribu, el otro al que nos une una forma de fidelidad y una gama
de rituales compartidos: esos seres infectos por lo nuestro. Los hé-
roes que Agustín Caldaroni pone en acción son cualquier cosa me-
nos campeones del estilo new age, profesores de vida macrista, en-
tusiastas del zen de cutis blanco, autonomistas a la Kant o estirne-
rianos a la que te criaste. Tanque para Glauco es el otro excedido
que representa a la épica y a la vitalidad sin cálculos. Es entrañable
e intrépido, tan abusivo como generoso. A su vez Glauco es para
la chica que toma la voz en el segundo relato ese otro insoluble y
medular, igualmente heroico e idealizado como fosco y no amor-
tizable, hincado en la amistad y el amor. Chele es para Iván tam-
bién una íntima equis de tal suerte, aquel cuyo embrujo lo induce
a los ritos adolescentes de iniciación (Iván teme ser “un burgués
sin sangre” a los ojos de Chele). Esa relación hechizada entre dos
en la entretela sinuosa y quebradiza del grupo parece el eje de cada
uno de los cinco relatos en los que la amistad de los protagonistas
aflora dotada de la desmesura del amor sexual, del amor pasión, y
las relaciones amorosas –Berta y José, Glauco y su compañera– son
a la vez otra forma de esa amistad inmoderada o cuotidiana y te-
nuemente trágica, descrita como un juego sacrificial siempre más
en roce con el desastre que con el rédito individual. Del otro lado
quedan los personajes como Ángelo, el cineasta, un canalla y vivi-
dor cultural, que abaraja las peores taras del conchetaje antisis-
tema o del almabellismo contestatario oficial. Nuestra verdadera san-
gre despliega contextos sociales apenas distantes del presente, situa-
dos en una infancia una adolescencia y primera juventud cercanas
al tiempo actual, con una geografía política común, y una idea viva
de territorio más bien, evocado y acaso amenazado: los barrios
fronterizos del suroeste de la Jauja de espanto que ahora llamamos
CABA, espacio vital donde pudieron tomar curso las redes vincu-
lares que urden la fragmentada trama. ¿Pero cuál será la tal tropa
abismada y en candente tiesura interna? Según el improbable au-
todiagnóstico de uno de los personajes podría tratarse de una frac-
ción de una “clase media baja” sorprendida entre “los negros” y
“los rubios”, amenazada por lo alto y por lo bajo; y será acaso sobre
ese tablado tripartito que el autor le da una vuelta original y cas-
taño oscura a la escena perenne de El Matadero echeverriano. La
civilización occidental –es decir, el saber de sus castas ilustradas–
se ha izado desde los orígenes en este punto, tengo para mí, sobre
una frase desprendida de un párrafo de la Ética Nicomaquea de
Aristóteles: “amigo de Platón; pero más amigo de la verdad”. Prin-
cipio que es radicalizado –caricaturizado más bien– por la inesta-
ble y burlona vía de la chreia, la anécdota biográfica –suerte de
antecedente clásico y extraoficial de la vagarosa escolástica de la
sospecha que dominó el siglo pasado–, en la supuesta instancia
del lecho mortuorio del de Estagira, que le habría arrojado a sus
impávidos leales: “Amigos, no hay amigos”… El texto caldaro-
niano, a riesgo de imputarle a un mero título excesivas potestades
y demasiados atributos, podrá leerse como una parábola que carga
contra tal escisión primigenia entre amistad y verdad, a cambio de
apelar a aquello que reclamó Nietzsche en el ejercicio de la escri-
tura: la sangre; o como diría aquel de cuyo nombre no quiero acor-
darme, “los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra, y de la pasión”,
perseverando en un contexto histórico en el que prima facie holga-
rían como aparejos museológicos. En Nuestra verdadera sangre en
fin, y en general en la abigarrada y porosa literatura de Agustín
Caldaroni, los héroes y los villanos no están encriptados con disi-
mulo; Caldaroni es –se lo podrá decir con toda impunidad, car-
gando contra prudencia ad hominem y simulando que deducimos
un autor de los destilados de sus narradores– un escritor moral;
más aún: un esteta moral (aunque este adjetivo incriminado es más
bien de rango hegeliano, del gremio de la Sittlichkeit). Nada hay en
él de la neutral fe en el presente de aquellos que lo testimonian
con antisepsia de escalpelo sociológico, sino la toma de posición
por una estética de la existencia de sentido épico, adjunta a una
ética de lo común. Y su herramienta de trabajo es un realismo que
hace del lenguaje más un problema que un atajo para abordar al
amancebado objeto, o de la lengua un medio que se enfiesta en
fin. Se trata de una roña alada después de todo, y no de la utilitaria
suciedad rastrera de la tramposa eficacia narrativa. Aleteos con
olor a rancio que excitan una memoria involuntaria de las más
variadas trazas ancestrales de las literaturas, que con provocador
anacronismo rondan fantasmagóricamente. Desafío para un lector
corriente tendido de manera muelle sobre la gastada llanura con-
temporánea, acostumbrado a los inermes parricidios de los idiotas
de familia, o a los escenarios apagados y suspicaces o aprensivos y
enclenques del nuevo minimalismo urbano. Muchos de sus con-
temporáneos llevan esa carga como un fardo del que se quieren
desembarazar como si se lo hubieran impuesto en calidad de obli-
gación. Agustín lleva esa pesada herencia como un blasón, o más
aun como un don al que hay que trasuntar en extraño porvenir, al
que hay que poner a prueba de cara a lo real. Parto a mi domicilio
apurada; retumba ahora en mi cabeza feminal, no sé por qué, una
antigua expresión uruguaya: Toute l'eau de la mer ne suffirait pas à
laver une tache de sang intellectuelle…

Luciana Fernández,

publicado en La Viñole, 4/1/2020

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