La Persona

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LA PERSONA

Nuestra cultura ha ido descubriendo paulatinamente la importancia de la persona


humana. Por ejemplo, en el campo jurídico: el derecho apoya en este concepto la

legislación positiva acerca de los derechos fundamentales, los derechos humanos, etc. Y

es que la fuente última de la dignidad del hombre es su condición de persona.

Del mismo modo, esta noción es básica en otras ciencias humanas, especialmente en la
filosofía reciente, en la ética profesional, etc. ¿Por qué? Porque es un concepto que

apunta a lo que constituye el núcleo más específico de cada ser humano. Nuestro
propósito aquí es abordar la cuestión haciendo una descripción antropológica de ese
núcleo, que sirva en primera lugar para entender por qué el hombre es inviolable y, en

consecuencia, por qué los atentados contra el hombre – aunque posibles en la práctica –
son siempre un desorden. Además, al trazar el perfil de la persona saldrán a la luz los
aspectos más profundos de su ser. Se trata, por tanto, de una descripción, que apunta

sólo a destacar sus rasgos fundamentales en orden a comprender lo más relevante e

inédito que hay en cada ser humano.

Una vez descritos esos rasgos, podremos abordar algunas definiciones del hombre y de
su naturaleza basadas en su condición personal. El ser persona arroja nueva luz sobre lo

dicho en los dos primeros capítulos. Se trata de obtener así una visión global del hombre
a partir de su ser personal. Desde ella se puede acceder fácilmente a los muchos y muy
diferentes ámbitos de la vida humana, al conjunto de los cuales se dirige la antropología:

la noción de persona constituye el punto nuclear de todo cuanto vamos a tratar.

3.1. NOTAS QUE DEFINEN LA PERSONA

Como las notas características de la persona no se pueden separar, primero las


describiremos muy brevemente en su conjunto. Después, nos detendremos en cada una
de ellas.

Ricardo Yepes Stork y Javier Aranguren Echeverría, Fundamentos de


Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
1999.
Dijimos que la inmanencia era una de las características más importantes de los seres
vivos. Inmanente es lo que se guarda y queda en el interior. Pusimos ejemplos de

operaciones inmanentes, tales como conocer, vivir, dormir, leer, en las cuales lo que el
sujeto hace queda en él. Las piedras no tienen un dentro, los vivientes sí. Hay diversos

grados de vida, cuya jerarquía viene establecida por el distinto grado de inmanencia. Los
animales realizan operaciones más inmanentes que las plantas, y el hombre realiza
operaciones más inmanentes que los animales.

El conocimiento intelectual y el querer, por ser inmateriales, no son medibles


orgánicamente: son “interiores”. Sólo los conoce quien los posee, y sólo se comunican

mediante el lenguaje, o a través de la conducta, pues nadie puede leer los pensamientos
de otro. Cada uno tiene en sus manos la decisión de comunicarlos.

La primera nota, queda claro con lo que acabamos de decir, es la intimidad. La intimidad
indica un dentro que sólo conoce uno mismo. El hombre tiene dentro, es para sí, y se abre
hacia su propio interior en la medida en que se atreve a conocerse, a introducirse en la
profundidad de su alma. Mis pensamientos no los conoce nadie, hasta que los digo. Tener

interioridad, un mundo interior abierto para mí y oculto para los demás, es intimidad: una

apertura hacia dentro. La intimidad es el grado máximo de inmanencia, porque no es sólo


un lugar donde las cosas quedan guardadas para uno mismo sin que nadie las vea, sino
que además es, por así decir, un dentro que crece, del cual brotan realidades inéditas,
que no estaban antes: son las cosas que se nos ocurren, planes que ponemos en
práctica, intervenciones, etc. Es decir, del carácter de intimidad surge también lo creativo:

porque tengo interior y me abro a él soy capaz de innovar, de aportar lo que antes no
estaba y ni siquiera era previsible. La intimidad tiene capacidad creativa. Por eso, la

persona es una intimidad de la que brotan novedades, capaz de crecer. Lo propio del
hombre es el ser algo nuevo y causar lo nuevo.

Ahora bien, las novedades que brotan de dentro (por ejemplo, una novela que a uno se le
ocurre que podría escribir) tienden a salir fuera. La persona posee una segunda y
sorprendente capacidad: sacar de sí lo que hay en su intimidad. Esto puede llamarse

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Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
1999.
manifestación de la intimidad. La persona es un ser que se manifiesta, puede mostrarse a
sí misma y mostrar las “novedades” que tiene, es “un ente que habla”, que se expresa,

que muestra lo que lleva dentro: “Con la palabra y el acto nos insertamos en el mundo
humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento (…). Su impulso surge del

comienzo que se adentró en el mundo cuando nacimos, y al que respondemos


comenzando algo nuevo por nuestra propia iniciativa (…). Este comienzo no es el
comienzo del mundo, no es el comienzo de algo sino de alguien: el principio de la libertad

se creó al crearse el hombre”.

La intimidad y la manifestación indican que el hombre es dueño de ambas, y al serlo, es

dueño de sí mismo y principio de sus actos. Esto nos indica que la libertad es la tercera
nota definitoria de la persona y una de sus características más radicales. El hombre es el
animal que, como origen de sus actos, tiene el dominio de hacer de sí lo que quiere.

Mostrarse a uno mismo y mostrar lo que a uno se le ocurre es de algún modo darlo: otra
nota característica de la persona es la capacidad de dar. La persona humana es efusiva,
capaz de sacar de sí lo que tiene para dar o regalar. Se ve especialmente en la capacidad

de amar. El amor “es el regalo esencial”, en el sentido de que es el darse total del amante

al amado. Quien se guarda, quien no se da, no está amando, y por lo tanto no se cumple
como amante, no es capaz de realizar la actividad más alta para los seres que piensan y
quieren. Pero, para que haya posibilidad de dar o de regalar, es necesario que alguien se
quede con lo que damos. A la capacidad de dar de la persona le corresponde la
capacidad de aceptar, de acoger en nuestra propia intimidad lo que nos dan. En caso

contrario, el don se frustra.

Hay que centrarse en el dar. Puede parecer algo extraño pero nos desvela el núcleo de lo
personal: el hombre, en cuanto persona, no se cumple en solitario, no alcanza su plenitud
centrado en sí sino dándose. Pero ese darse es comunicativo en el sentido de que exige

una reciprocidad: el don debe ser recibido, agradecido, correspondido. De otro modo ese
amor es una sombra, un aborto como amor, pues nadie lo acoge y se pierde. Dar no es

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sólo dejar algo abandonado, sino que alguien lo recoja. Alguien tiene que quedarse con lo
que damos. Si no, no hay dar; sólo dejar.

Si no hay otro, la persona quedaría frustrada, porque no podríamos dar. Se da algo a

alguien. Por tanto, otra nota característica de la persona es el diálogo con otra intimidad.
Esa apertura que se entrega tiene como receptor lógico a otra persona y así se establece

la necesidad del diálogo: dar lleva al intercambio inteligente de la palabra, de la novedad,

de la riqueza interior de cada uno de los que se da. Una persona sola no puede ni
manifestarse, ni dar, ni dialogar: se frustraría por completo.

3.1.1. La intimidad: el yo y el mundo interior

La intimidad designa el ámbito interior a cubierto de extraños (J.Choza). Lo íntimo es lo

que sólo conoce uno mismo: lo más propio. Intimidad significa mundo interior, el
“santuario” de lo humano, un “lugar” donde sólo puede entrar uno mismo. Lo íntimo es tan
central al hombre que hay un sentimiento natural que lo protege: la vergüenza o pudor.
Éstos son el cubrir u ocultar espontáneamente lo íntimo frente a las miradas extrañas.

Existe el derecho a la intimidad, que asiste a la gente que es espiada sin que lo sepan, o
que es preguntada públicamente por asuntos muy personales.

La vergüenza o pudor es el sentimiento que surge cuando vemos descubierta nuestra

intimidad sin nosotros quererlo. Lo íntimo se confía a las personas que están en mi
intimidad, pero no a todo el mundo: “yo digo mi canción a quien conmigo va”, no a todos.
Y la vergüenza no aparece por hacer algo malo, sino porque se publica algo que por

definición no es público. Así, cuando en el murmullo de una clase se produce un silencio y

de pronto resalta la voz de alguien inadvertido diciendo una tontería, la reacción es la risa
y el enrojecimiento del otro: hay cosas que se pueden decir sólo si se está envuelto dentro
de una masa, pero no individualmente. Uno baila en una fiesta, pero no en un lugar serio:
la expresión de mi interior tiene su contexto, no es indiferente ante las circunstancias. Del

mismo modo, resulta molesto que entre otro y mire lo que estamos escribiendo; nuestros
pensamientos más hondos no los revelamos a cualquiera, sino que exigimos cierta

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confianza, es decir, mundo compartido, intimidad común expresada por un “tú sí que me
puedes entender”.

La vergüenza o pudor (un sentimiento muy acusado en los adolescentes y atenuado en

los ancianos) da origen al concepto de privacy, lo “privado”, un reducto donde no se


admiten extraños (en mi casa, en mi cuarto, en mi carpeta o en mi diario no entra

cualquiera). El pudor se refiere a todo lo que es propio de la persona, que forma parte de

su intimidad. Todo lo que el hombre tiene pertenece a su intimidad: cuanto más


intensamente se tiene, más íntimo es: el cuerpo, la ropa, el armario, la habitación, la casa,
la conversación familiar, los motes que nos dan nuestros padres… son cosas que no

tienen por qué saltar a lo público.

La característica más importante de la intimidad es que no es estática, sino algo vivo,


fuente de cosas nuevas, creadora: siempre está como en ebullición, es un núcleo del que
brota el mundo interior. Ninguna intimidad es igual a otra, cada una es algo irrepetible,
incomunicable: nadie puede ser el yo que yo soy. La persona es única e irrepetible,
porque es un alguien, no es sólo un qué, sino un quién. La persona es la contestación a

la pregunta ¿quién eres? Persona significa inmediatamente quién, y quién significa un ser

que tiene nombre. Así, el hombre es el animal que usa nombre propio, porque el nombre
designa la persona.

“La noción de persona va ligada indisociablemente al nombre, que se adquiere o se recibe


después del nacimiento de parte de una estirpe que junto con otras constituye una
sociedad, y en virtud del cual el que lo recibe queda reconocido, (…) constituido como
“actor” en un “escenario” – la sociedad - , de forma que puede representar o ejercer las

funciones y capacidades que le son propias”. Ser persona significa ser reconocido por los
demás como tal persona concreta. El concepto de persona surgió como respuesta a la
pregunta ¿quién eres?, ¿quién soy? Es decir, respuestas a unas preguntas sobre un yo.

Las personas no son intercambiables, no son individuos numéricos: no son como los
pollos. “tengo tres gallinas” no tiene el mismo contenido que “tengo tres hijos”, aunque

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cuantitativamente coincida. Y no por un interés protector de la propia especie, sino porque
cada hijo se presenta a la madre siempre como una totalidad irreductible a cualquiera de

los otros. De hecho nos llamamos siempre por el nombre. Expresiones del tipo “¡Eh, tú!”
son máximamente despreciativas. Además, cada uno tiene conciencia de sí mismo: yo no

puedo cambiar mi personalidad con nadie. Quién significa: intimidad única, un yo interior
irrepetible, consciente de sí. La persona es un absoluto, en el sentido de algo único,
irreductible a cualquier otra cosa. La palabra yo apunta a ese núcleo de carácter

irrepetible: yo soy yo, y nadie más es la persona que yo soy.

3.1.2. La manifestación: el cuerpo.

Hemos dicho que la manifestación de la persona es el mostrarse o expresarse a sí misma


y a las “novedades” que nacen de ella. La manifestación de la intimidad se realiza a través
del cuerpo, del lenguaje y de la acción. A la manifestación en sociedad de la persona se le
llama cultura.

La persona humana experimenta muchas veces que, precisamente por tener una

interioridad, no se identifica con su cuerpo, sino que se encuentra a sí misma en él. “como
cuerpo en el cuerpo”. Somos nuestro cuerpo, y al mismo tiempo lo poseemos, podemos

usarlo como instrumento, porque tenemos un dentro, una conciencia desde la que
gobernarlo. El cuerpo no se identifica con la intimidad de la persona, pero a la vez no es
un añadido que se pone al alma: yo soy también mi cuerpo.

Se trata de una dualidad que nos conforma de raíz: hay “una posición interna” de nosotros

mismos en nuestro cuerpo, y de él dependemos. Precisamente por eso, “la existencia del
hombre en el mundo está determinada por la relación con su cuerpo”, puesto que él es

mediador entre el dentro y el fuera, entre la persona y el mundo. Y así, el cuerpo es la


condición de posibilidad de la manifestación humana. La persona expresa y manifiesta su
intimidad precisamente a través del cuerpo.

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Esto se ve sobre todo en el rostro, que es “una singular abreviatura de la realidad
personal en su integridad”. El rostro representa externamente a la persona. Se suele decir

que “la cara es el espejo del alma”: el hombre no se limita a tener cara, sino que tiene
rostro. El rostro humano, especialmente la mirada, es tremendamente significativo e
interpelante: cruzar la mirada con alguien es entrar en comunicación con él. Si no
queremos saludar a alguien lo mejor es no mirarle, pues cuando nuestras miradas se
crucen se verán necesariamente engarzadas.

La expresión de la intimidad se realiza también mediante un conjunto de acciones


expresivas. A través de ellas el hombre habla el lenguaje de los gestos: expresiones del
rostro (desprecio, alegría), de las manos (saludo, amenaza, ternura), etc. A través de los
gestos el hombre expresa su interior.

Otra forma de manifestación es hablar. Es un acto mediante el cual exteriorizo la


intimidad, y lo que pienso se hace público, de modo que puede ser comprendido por
otros. La palabra nació para ser compartida. Y tiene mayor capacidad de manifestación
que el gesto. Además, puede “quedar” por la expresión escrita. La persona es un animal

que habla, y por lo tanto es un ser social, abierto a los otros.

Pero también hay que caer en la cuenta de que el cuerpo forma parte de la intimidad: la
persona es también su cuerpo. La intimidad no es algo raro, como un ángel, que habita en
nosotros, sino que es el hombre mismo quien necesita vivir lo íntimo. La tendencia
espontánea a proteger la intimidad de miradas extrañas envuelve también al cuerpo. Por
eso el hombre se viste, cambiando su atuendo según las circunstancias: fiesta, trabajo,
boda, deportes, pues así muestra lo que quiere decir en cada ocasión. A la vez, y no deja

de ser curioso, deja al descubierto su rostro a no ser que realice una acción poco honrada
(los ladrones o los asesinos usan máscaras), necesite ocultar su intimidad (policía en
misión peligrosa) o bien, lleve a cabo una actuación en la que representa algo que no es

él mismo (el brujo y el actor se ocultan tras las máscaras y el maquillaje).

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El hombre se viste para proteger su indigencia corporal del medio exterior, pero también
lo hace porque su cuerpo forma parte de su intimidad, y no está disponible para

cualquiera. En primer lugar, el vestido protege la intimidad del anonimato: yo, al vestirme,
me distingo de los otros, dejo claro quién soy. El vestido contribuye a identificar el quién.

El vestido también me identifica como persona. La personalidad se refleja a menudo en el


modo de vestir constituyendo lo que podemos llamar “estilo” (tribu urbana, clásico,
gremial, desenfadado, hortera, etc.)

El vestido sirve, además, para mantener el cuerpo dentro de la intimidad. El nudismo no


es natural, porque supone una renuncia a la intimidad. Al que no la guarda se le llama

impúdico. El peligro es claro: la cosificación del cuerpo que se presenta de modo


anónimo. Así ocurre con la pornografía: se utiliza como objeto una realidad (el cuerpo)
que es personal (fin de sí misma), y por lo tanto se degrada. Lo mismo puede ocurrir con
modos de vestir que desvelan demasiado la propia desnudez: ¿acaso es un ámbito
abierto para cualquiera? No, si se entiende que en el amor erótico la entrega del cuerpo

significa la donación de la persona. A este asunto tendremos que tornar al hablar del

amor.

La variación de las modas y los aspectos del vestido, según las épocas y los pueblos, son
variaciones en la intensidad y en la manera en que se vive el sentido del pudor. Esta
diferencia de intensidad tiene que ver con diferencias de intensidad en la relación entre
sexualidad y familia: cuando el ejercicio de la sexualidad queda reservado a la intimidad
familiar, entonces es “pudorosa”, no se muestra fácilmente. Cuando el individuo dispone

de su propia sexualidad a su arbitrio individual, y llega a considerarla como un intercambio


ocasional con la pareja, el pudor pierde importancia y el sexo sale de la intimidad con

mayor facilidad. La sexualidad tiene una relación intensa con la intimidad y la vergüenza.
La sexualidad permisiva tiene que ver con el debilitamiento de la familia: la pérdida del
sentido del pudor corporal, con la aparición del erotismo y la pornografía.

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3.1.3 El diálogo: la intersubjetividad

Hemos dicho que una forma de manifestar la intimidad es hablar: el hombre necesita

dialogar. Para hablar nos hace falta un interlocutor, alguien que nos comprenda. Las
personas hablan para que alguien las escuche: no se dirigen al vacío. La condición
dialógica de la persona es estrictamente social, comunitaria. El hombre no puede vivir sin

dialogar, es un ser constitutivamente dialogante. Para crecer hay que poder hablar, de

otro modo la existencia se hace imposible, el hombre se convierte en un idiota y la vida


resulta gris, aborrecible. La ficción del buen salvaje no puede creerse desde la
antropología. Los salvajes de ficción (como Tarzán o Mowgli) sobreviven porque en sus

cuentos los animales hablan, están personificados. Por ser persona, el hombre necesita el
encuentro con el tú. El lenguaje no tiene sentido si no es para esta apertura a los demás.

Esto se comprueba porque la falta de diálogo es lo que motiva casi todas las discordias y
lo que arruina las comunidades humanas (matrimonios, familias, empresas, instituciones
políticas, etc.) Sin comunicación no hay verdadera vida social, a lo sumo apariencia de
equilibrio, pero falta el terreno común sobre el cual poder construir. Muchos estudiosos

conciben la sociedad ideal como aquella en la cual todos dialogan libremente. La

preocupación teórica y práctica por el diálogo es hoy más viva que nunca: cuando una
sociedad tiene muchos problemas, hay que celebrar muchas conversaciones para que la
gente se ponga de acuerdo. Pero no basta reunirse: dialogar es compartir la interioridad,
es decir, estar dispuesto a escuchar, a crecer en la compañía de otro. Por eso, tantas
mesas de negociación no son más que farsas, callejones sin salida, pues los que allí se
sientan no abandonan el solipsismo de sus posturas por un bien superior: la mejora de
todos. Que el diálogo sólo tiene lugar cuando se habla y se escucha, si en este

intercambio uno está dispuesto a modificar su opinión cuando el otro muestra una vedad
hasta ahora no conocida. No existe diálogo si no se escucha. Tampoco, como acabamos
de ver, si no se afirma la necesidad de la verdad. La verdad es aquello que comparten (y

buscan) los que hablan. No tiene sustitutivo útil (L.Polo).

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No hay un yo si no hay un tú. Una persona sola no existe como persona, porque ni
siquiera llegaría a reconocerse a sí misma como tal. El conocimiento de la propia

identidad, la conciencia de uno mismo, sólo se alcanza mediante la intersubjetividad. Este


proceso de intercambio constituye la formación de la personalidad humana. En él se

modula el propio carácter, se asimilan el idioma, las costumbres y las instituciones d ela
colectividad en que se nace, se incorporan sus valores comunes, sus pautas, etc. La
educación, si busca la eficacia calando en las personas, si quiere evitar el convertirte en

una pátina de datos y frases hechas, debe basarse en un proceso de diálogo constante.

3.1.4. El dar y la libertad.

Que el hombre es un ser capaz de dar, quiere decir que se realiza como persona cuando
extrae algo de su intimidad y lo entrega a otra persona como valioso, y ésta lo recibe
como suyo. En esto consiste el uso de la voluntad que llamaremos amor. Tal es el caso,
por ejemplo, de los sentimientos de gratitud hacia los padres: uno queda en deuda con los
que le han dado la vida. La intimidad se constituye y se nutre con aquello que los demás
nos dan, con lo que recibimos como regalo. Por eso nos sentimos obligados a

corresponder a lo recibido. El lenguaje popular lo expresa proverbialmente: “es de buen

nacido ser agradecido”, es decir, caer en la cuenta de la deuda que cada uno tiene por
todo lo que ha recibido y, por lo tanto, evitar el egoísmo de quien cree que todo se lo debe
a sí mismo. Dar, devolver, es una consecuencia de la percepción realista de la propia
existencia.

No hay nada más “enriquecedor” que una persona con cosas que enseñar y que decir,
con una intimidad “llena”, rica. El fenómeno del maestro y el discípulo radica en trasmitir

un saber teórico y práctico, y también una experiencia de la vida. La misión de la


universidad se podría explicar cómo el intento de construir una comunidad de diálogo
entre maestros y discípulos, y de intercambio de conocimientos entre personas, y no sólo

un lugar donde aprender unas técnicas. El maestro congrega porque tiene algo que dar a
los discípulos.

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Por otro lado está la libertad. La persona es libre porque es dueña de sus actos y del
principio de sus actos. Al ser dueña de sus actos, también lo es del desarrollo de su vida y

de su destino: elige ambos. Hemos definido lo voluntario como aquello cuyo principio está
en uno mismo. Lo voluntario es lo libre: se hace si no quiere: si no, no.

3.1.5. Aparición de un problema

Tras la presentación de las notas definitorias de la persona podría plantearse una


pregunta delicada: ¿para ser persona es preciso ejercer actualmente o haber ejercido las

capacidades o dimensiones hasta aquí mencionadas? ¿Es persona quien está en coma
profundo, el niño no nacido, o el discapacitado? ¿quién no tiene conciencia de sí es ya o
todavía persona? La eutanasia y el aborto voluntario son respuestas negativas a esta
pregunta: si abortar o matar a un anciano o a un enfermo no tiene ningún mal, o incluso
es una conquista de la libertas (?), entonces es que o bien la vida de la persona no es
sagrada o los fetos, embriones, dementes, enfermos y ancianos no son personas.

No se trata de discutir si es persona a efectos jurídicos, sino si en sí mismo es o no es

persona quien no ejerce las capacidades propias de ella. ¿Un feto de tres semanas es
una mera vida humana, pero no una persona? La respuesta más sencilla, que nos

limitaremos a señalar, dice que el hecho de no ejercer, o no haber ejercido aún, las
capacidades propias de la persona no conlleva que ésta no lo sea o deje de serlo, puesto
que quien no es persona nunca podrá actuar como tal, y quien sí puede llegar en el futuro
a actuar como tal tiene esa capacidad porque es ya persona. Quienes dicen que sólo se
es persona una vez que se ha actuado como tal, reducen al hombre a sus acciones, y no
explican de dónde procede esa capacidad: es la explicación materialista. De nuevo,

afirmamos que en ella se da una precipitación metodológica que lleva a reducir la realidad
a lo medible, negando la pregunta por la razón de posibilidad de aquello que se mide.

Un ejemplo puede aclarar el argumento. Yo podría ser ingeniero de caminos: tengo la

capacidad para ello (suponiendo que me pusiera a estudiar concienzudamente). El hecho


de que haya estudiado derecho, biología, económicas o de que me haya puesto a trabajar

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a los dieciséis años indica que todavía no soy ingeniero, pero no que no pueda serlo: la
capacidad de desarrollar mi intelecto en esa dirección estará siempre presente, aún en el

caso de que nunca la actualice. Un feto tiene tanta capacidad de pensar como un niño de
tres meses, un hombre adulto o un enfermo terminal. Un enfermo mental también (yo

siempre seré un ingeniero en potencia, aunque fácticamente no vaya a serlo nunca).


Evidentemente la actualización de esa capacidad sólo se lleva a cabo en el hombre adulto
y sano. Pero, es claro, si ese hombre es capaz de pensar ahora es porque desde el

principio de su existencia, de un modo potencial, estaba capacitado para pensar o – al

menos – podía estarlo. La dignidad de la persona no puede depender del nivel actual de
autoconciencia que alguien tenga, sino de que cualquier persona se presenta como la

imagen de un absoluto. De otro modo podríamos disponer de la vida de los niños, de los
viejos, de los que duermen, o de los que la ley dictara como no pertenecientes al universo
de las personas (los esclavos, los hebreos, los antiestalinistas, etc.) El dolor que han
causado esos argumentos prepotentes es demasiado grande como para seguir

apoyándolos.

3.2. LA PERSONA COMO FIN DE SI MISMA

Las notas de la persona que se acaban de mostrar nos hacen, por tanto, verla como una
realidad absoluta, no condicionada por ninguna realidad inferior o del mismo rango.
Siempre debe ser por eso respetada. Respetarla es la actitud más digna del hombre,
porque al hacerlo, se respeta a sí mismo; y al revés: cuando la persona atenta contra la
persona, se prostituye a sí misma, se degrada. La persona es un fin en sí misma. Es un

principio moral fundamental: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, sea en tu
propia persona o en la persona de otro, siempre como un fin, nunca sólo como un medio”.

Según nos dice Kant, usar a las personas es instrumentalizarlas, es decir, tratarlas como
seres no libres. Nunca es lícito negarse a reconocer y aceptar la condición personal, libre
y plenamente humana de los demás. Y por eso, servirse de ellas para conseguir nuestros

propios fines es manipulación, algo criticable, incorrecto. Dirigir a las personas como si

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fueran instrumentos, procurando que no sean conscientes de que están sirviendo a
nuestros intereses, es profundamente inmoral.

La actitud de respeto a las personas estriba en el reconocimiento de su dignidad y en

comportarse hacia las personas de acuerdo con la altura de esta dignidad. El


reconocimiento no es una declaración jurídica abstracta, sino un tipo de comportamiento

práctico hacia los demás. Todas las personas deben ser reconocidas como personas

concretas, con una identidad propia y diferente a las demás, nacida de su biografía, de su
situación, de su cultura y del ejercicio de su libertad. “La negación del reconocimiento
puede constituir una forma de opresión” significa despojar a la persona de aquello que le

hace ser él mismo y que le da su identidad. Por ejemplo: a nadie se le debe cambiar su
nombre por un número, negarle el derecho a manifestar sus convicciones, a hablar su
propia lengua, a reunirse, etc.

Hemos dicho que la persona tiene un cierto carácter absoluto respecto de sus iguales e
inferiores. ¿Indica eso que puede hacer lo que quiera? No parece, en la medida en que
los otros hombres se le aparecen también como absolutos. El hombre es un absoluto

relativo. El hecho de que dos personas se reconozcan mutuamente como absolutas y


respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay una instancia superior que las
reconozca a ambas como tales: un Absoluto del cual dependan ambas de algún modo. Es
decir, el “absoluto relativo”. El hecho de que dos personas se reconozcan mutuamente
como absolutas y respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay una instancia
superior que las reconozca a ambas como tales: un Absoluto del cual dependena ambas

de algún modo. Es decir, el “absoluto relativo”, en cuanto relativo, se sabe imagen de un


Absoluto incondicionado que le presta su propia incondicionalidad, al tiempo que le hace

responsable del respeto al carácter de imagen de lo incondicionado del resto de las


personas humanas. La dignidad del hombre, entonces, sólo se capta en profundidad si se
sostiene que es fruto de la afirmación que el mismo Dios hace de cada hombre, del

novum que cada uno somos. Aquí se entra necesariamente en el terreno de lo teológico y
de la revelación.

Ricardo Yepes Stork y Javier Aranguren Echeverría, Fundamentos de


Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
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No hay ningún motivo suficientemente serio para respetar a los demás si no se reconoce
que, respetando a los demás, respeto a Aquel que me hace a mí respetable frente a ellos.

Si sólo estamos dos iguales, frente a frente, y nada más, quizá puedo decidir no respetar
al otro, si me siento más fuerte que él. Si no tuviera que responder ante ninguna instancia

superior ¿qué problema plantearía el vivir en la injusticia si pudiera fácticamente hacerlo?


La dignidad de la persona humana no puede surgir de los mismos hombres pues, en ese
caso, se encontraría sujeta a los caprichos de los que mandan, que son volubles. Para

afirmar el respeto incondicionado tengo que referirme a un nivel anterior de

incondicionalidad que sea fundamento del humano. De otro modo, la violencia es una
tentación demasiado frecuente para el hombre como para no tenerla en cuenta.

Si, en cambio, reconozco en el otro la obra de Aquel que me hace a mí respetable,


entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi reconocimiento, porque
maltrataría también al que me ha hecho a mí: me estaría portando injustamente con
alguien con quien estoy en profunda deuda. Por aquí, ya lo hemos señalado, podemos

plantear una justificación ética y antropológica de una de las tendencias humanas más

importantes: Dios, la religión.

3.3. LA PERSONA EN EL ESPACIO Y EN EL TIEMPO

La persona no es sólo un “alguien corporal” (J. Marías): somos también nuestro cuerpo y
por tanto nos encontramos instalados en el espacio y en el tiempo. Los hombres son las
personas que viven su vida en un mundo configurado espacio-temporalmente. Este vivir
en se expresa muy bien con el verbo castellano estar: Yo estoy en el mundo; vivo, me
muevo y transcurro con él. Estoy instalado dentro de esas coordenadas.

La situación o instalación en el tiempo y en el espacio es una realidad que afecta muy


profundamente a la persona: la vida humana se despliega desde esa instalación y
contando siempre con ella. La dimensión temporal de la persona constituye un rasgo

central de la persona. Por ser-en-el-tiempo, el hombre vive en una instalación que va

Ricardo Yepes Stork y Javier Aranguren Echeverría, Fundamentos de


Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
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cambiando con su propio transcurrir y en la cual el hombre proyecta y realiza su propia
vida. Mi estar en el mundo tiene una estructura biográfica.

La existencia en el tiempo del hombre es curiosa. Gracias a su inteligencia, tiene la

singular capacidad y la constante tendencia a situarse por encima del tiempo en la medida
en que es capaz de pensar sobre él, de objetivarlo, de considerarlo de una manera

abstracta, atemporal. El hombre lucha contra el tiempo, trata de dejarlo atrás, de estar por

encima de él. Esa lucha no sería posible si no existiera en el hombre algo efectivamente
intemporal, inmaterial e inmortal. Lo temporal y lo intemporal conviven juntos en el hombre
dándole su perfil característico.

El primer modo de superar el tiempo es guardar memoria del pasado, ser capaz de
volverse hacia él y advertir hasta qué punto dependemos de lo que hemos sido. La
segunda manera es desear convertir el presente en algo que permanezca, que quede a
salvo del devenir que todo se lo lleva. Y así, el hombre desea que las cosas buenas y
valiosas duren, que el amor no se marchite, que los momentos felices “se detengan”, que
la muerte no llegue, que lo hermoso se salve por medio del arte o que exista la eternidad.

En el hombre se da una pretensión de inmortalidad: los hombres quieren quedar, que su

pasar no pase nunca. Una fiesta, el enamoramiento en sus primero momentos llenos de
ilusión, la madurez de una relación que ha sabido alcanzar su equilibrio perfecto y que la
hace bella: son momentos que reclaman permanencia y que, por eso mismo, marcan la
vida humana con cierta melancolía, amargura o esperanza, según se confíe o no en su
permanencia. Rescatar el tiempo, revivir lo verdadero, son constantes en el

comportamiento humano (de ahí las representaciones populares de las grandes historias
de los pueblos, o las confidencias familiares en torno a la mesa en las grandes fiestas). El

ser humano es reiterativo: quiere volver porque querría quedarse. En ese sentido, la
propuesta cristiana de una eternidad que sacie sin saciarse es antropológicamente
pertinente.

Hay una tercera manera de situarse por encima del tiempo que es anticipar el futuro,
proyectarse con la inteligencia y la imaginación hacia él, para decidir lo que vamos a ser y

Ricardo Yepes Stork y Javier Aranguren Echeverría, Fundamentos de


Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
1999.
hacer. “La vida es una operación que se hace hacia delante. Yo soy futurizo: orientado
hacia el futuro, proyectado hacia él”. Y así, además de instalación en una forma concreta

de estar en el mundo, el hombre tiene proyección, pues vive el presente en función de lo


por venir. La biografía es la manera en que se ha vivido, la vida que se ha tenido. Por ser

cada persona singular e irrepetible, cada biografía es diferente. No hay dos vidas
humanas iguales, porque no hay dos personas iguales. Pero no sólo porque las
circunstancias o movimientos sean distintos (en eso son iguales los animales), sino

porque cada uno es fuente original de novedad. Para captar lo que es una persona hay

que conocer su vida, contar su historia, narrar su existencia. Como toda historia, para ser
mínimamente interesante ha de tener una meta (fin), que se concreta en un proyecto y la

adquisición de los medios para ejecutar ese proyecto (virtudes), a la vez que va
acompañada de obstáculos (externos y la propia debilidad), que dan los toques de
emoción y la posibilidad del fracaso a esa narración. Por la decisión de la propia libertad
cada uno llega a ser, o no, aquel que quiere ser.

El transcurso temporal de la vida humana puede ser contemplado como una unidad

gracias a la memoria. El modo humano de dar cuenta de lo ocurrido a lo largo del tiempo
es la narración, una historia contada, es decir, recreada, depositada como objeto cultural

transmisible. La narración biográfica es el enunciado adecuado para la realidad de la


persona : a la pregunta ¿quién eres? Se contesta contando la propia historia. La memoria
es la que hace posible la identidad de las personas e instituciones. Esto explica el

constante afán del hombre de recuperar, conocer y conservar sus propios orígenes. Sin

ellos, se pierde la identidad, la posibilidad de ser reconocido. Si yo no sé quién es mi


padre, me falta algo decisivo: ¿de dónde vengo, dónde se asientan mis ancestros? Son
preguntas necesitadas de respuesta.

Sin embargo, el hombre no depende por completo del pasado, éste no le determina,
porque tiene capacidad creadora. A lo largo del tiempo pueden aparecer asuntos nuevos,

que no están precontenidos en lo que ya ha ocurrido: la novedad no es explicable en


términos de genética, no tiene causas, la libertad es lo estrictamente nuevo, lo puesto

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“porque sí” “La estructura de la vida consiste en ser radical innovación: la vida es siempre
nueva… El hecho decisivo es que en cualquier fase de ella se inician nuevas trayectorias,

y por tanto surgen novedades”.

3.4. LA PERSONA COMO SER CAPAZ DE TENER

Hemos tratado de dar respuestas a la pregunta ¿quién es el hombre? Esta pregunta se


dirige al ser personal, al carácter de quién, de alguien. Trataremos ahora de responder a
esta otra pregunta: ¿qué es el hombre?, y por eso hablaremos más bien de las

dimensiones esenciales de la persona, es decir, aquellas que expresan su operar, su


actividad, en suma, su naturaleza. ¿Quién es el hombre? Es una pregunta que se dirige al
ser personal, singular e irrepetible; si se interroga por ¿qué es el hombre? Se plantea
aquello que todos tenemos en común.

La persona posee mediante el conocimiento. Pero una consideración más detenida de la


posesión nos permite acceder a una nueva definición del hombre. Suele definirse a éste
como el animal racional. Esta definición es válida, pero insuficiente, porque resume

demasiado. El hombre tiene razón, es racional, y la razón es hegemónica en él. Pero


también tiene otras dimensiones: voluntad, sentimientos, tendencias y apetitos,

conocimiento sensible, historia, proyectos… El hombre es un ser capaz de tener, un


poseedor. La historia de cada ser humano es la de alguien que posee realidades, que las
adscribe a sí, haciéndolas parte de su narración: soy de Bilbao, tengo estas habilidades,
éstos son mis amigos, mis sueños, etc. Podemos definir a la persona humana como un
ser capaz de tener, capaz de decir mío. Se puede tener a través del cuerpo o de la
inteligencia. Ambas maneras culminan en una tercera, que es una posesión más

permanente y estable: los hábitos. Estos últimos, por su importancia, requieren una
explicación especial.

El verbo tener se emplea normalmente para expresar el tener con el cuerpo. Uno “tiene” lo

que agarra con la mano o pone (adscribe) en su cuerpo: se tiene un martillo, se tiene un
puesto de vestido, etc. Como veremos, la relación del hombre con el medio físico en el

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que vive se realiza mediante este tener: el hombre tiene los campos y los montes, en
cuanto que los organiza por medio de cultivos o carreteras; tiene las ciudades, pues las

causa; por eso mismo tiene los paisajes, pues los crea a la vez que es quien tiene
conciencia de ellos; tiene sus posesiones: es joya, un reloj, mis libros, mis cosas (con

unos significados que existen porque yo se los asigno). En general, el tener físico del
hombre es una manera de crear relaciones de sentido entre los cuerpos (que no existirían
si no existiera el ser humano), a la vez que prolongaciones del mismo cuerpo humano.

Esta creación de relaciones nos lleva al segundo nivel del tener: el tener cognoscitivo. Si

el hombre no conociera, no sería capaz de fabricar instrumentos ni de inventar campos de


sentido entre las cosas.

Decíamos que el tercer nivel del tener es el hábito. Un hábito es una tendencia no natural,
sino adquirida, que refuerza nuestra conducta, concretando nuestra apertura a la totalidad
de lo real por medio de la adquisición de algunos automatismos que impidan que
tengamos que estar siempre inventándolo todo. Tener hábitos es el modo más perfecto de
tener, porque los hábitos perfeccionan al propio hombre, quedan en él de modo estable

configurando su modo de ser. Cuando el hombre actúa, lo que hace le mejora o le


empeora, y en definitiva le cambia. La acción humana es el medio por el cual la persona

se realiza como tal, porque con ello adquiere hábitos. Los hábitos, desde este punto de
vista, se pueden definir como una segunda naturaleza: de partida todos somos bastante
parecidos; la realidad final dependen en muy buena parte del desarrollo que sepamos

llevar a cabo de nosotros mismos. Se adquieren por repetición de actos, produciendo un

acostumbramiento que da facilidad para la ejecución de la acción propia.

Hay varias clases de hábitos: a) técnicos: destrezas en el manejo de instrumentos o en la

producción de determinadas cosas (saber fabricar zapatos, cocinar paellas en el campo,


papiroflexia o dar toques al balón sin que toque el suelo); b) intelectuales: es el pensar
habitual (saber multiplicar, hablar francés, conocer la propia historia); c) del carácter: son

los que se refieren a la conducta pues nos hacen ser de un determinado modo (sonreír,
ser afables, ser rígidos o intransigentes, tener doblez de carácter, fumar después de

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comer, recrear mundos imaginarios mientras damos un paseo, avergonzarnos por hablar
en público, mentir…) Parte de estos hábitos de carácter se refieren al dominio de los

sentimientos. La ética trata sobre ellos, y los divide en positivos y negativos dependiendo
de que ayuden a esta armonía o no. A los primeros los llama virtudes, y a los segundos

vicios.

¿Cómo se adquieren los hábitos? Mediante el ejercicio de las acciones correspondientes:

¿cómo se aprende a conducir?, conduciendo: ¿cómo se aprende a no ser tímido?,


superando la vergüenza, aunque al principio cueste; ¿a ser justo?, ejerciendo actos de
justicia, etc. Es muy importante ser consciente de que los hábitos se adquieren con la

práctica. No hay otro modo. La repetición de actos se convierte en costumbre y la


costumbre es como una segunda naturaleza, una continuación de la naturaleza humana
que permite la realización, el perfeccionamiento del mismo hombre. El hombre es un
animal de costumbres, porque su naturaleza se desarrolla mediante la adquisición de
hábitos.

Los hábitos son importantes porque modifican al sujeto que los adquiere, modulando su

naturaleza de una determinada manera, haciéndole ser de un determinado modo. Los que

gustan demasiado de los movimientos en adagio suelen ser más volcados a lo interior, a
la vez que se predisponen a un exceso de sensibilidad (de cuidado por la realidad) que
puede facilitar el sufrimiento ante las situaciones injustas que nos e pueden cambiar.
Construir casas o tocar la cítara es la única manera de hacerse constructores o citaristas”.
“El hombre no hace nada sin que al hacerlo no se produzca alguna modificación de su

propia realidad”. Esto quiere decir que las acciones que el hombre lleva a cabo repercuten
siempre sobre él mismo: “nada funciona sin que al funcionar no se modifique: la máquina,
el animal, el ser humano, en tanto que la acción repercute en él”. El ser humano resulta
afectado por sus propias acciones: lo que hace no es un producto ajeno a su propia
intimidad, sino que le afecta. “El hombre es aquel ser que no puede actuar sin mejorar o

empeorar”. Pues al actuar siempre se cambia.

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Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
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Cuando uno desprecia, se convierte en despreciador; cuando uno comete una injusticia,
se convierte en injusto, cuando uno hace una chapuza, se ha empezado a convertir en un

chapucero. No basta preocuparse de sí un productor fabrica un buen producto (unos


zapatos): hay que preocuparse del productor mismo (su preparación técnica para fabricar

los zapatos, su estado anímico, su identificación con la empresa, su situación personal).


La preocupación por los recursos humanos en el mundo de la empresa apunta en esta
dirección. El motivo puede ser aumentar la productividad, pero no importa; las causas

antropológicas son claras, pues para optimizar recursos hay que cuidar al principal

recurso (el trabajador), pero eso sólo se puede hacer tratándole como persona, es decir,
dotándole de iniciativa, responsabilidad, ilusión en su esfera de poder, etc.

A este repercutir de la acción del hombre sobre sí mismo se le ha llamado carácter


cibernético. Las acciones cambian al sujeto a la vez que modifican sus objetivos: lo que el
hombre lleva a cabo re – incide sobre el mismo hombre; se da una retroalimentación que
cambia las condiciones de partida.

Ricardo Yepes Stork y Javier Aranguren Echeverría, Fundamentos de


Antropología. Un ideal de la existencia humana, Eunsa, Pamplona (4° ed.),
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