Empezar A Leer Yago

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I

D ecidió salir de casa, sin avisar a nadie.


Abrió la ventana de par en par y respiró el aire fresco
y cortante del amanecer. Llenó sus pulmones y con
un salto acertado, logró caer en cuclillas sobre el huertecillo de
lechugas que su madre se esmeraba todas las mañanas en regar.
Sabía que su huída no iba a afectar a nadie, ni siquiera
le echarían de menos. Ni una lágrima de su madre, ningún
reproche se escaparía de los labios de su padre, su hermanita
jugaría como siempre con el potrillo en el establo. Todo seguiría
inalterable.
El niño echó a correr sin mirar atrás, veloz como los ciervos
que contemplaba desde el ventanuco de su dormitorio. Aquellos
que después de clavar sus profundos ojos negros en Yago,
masticaban lentamente las lechugas del jardín y se estremecían
ante los gritos de su madre. ¡Cómo corrían aquellos animalitos
alejándose del peligro!
Cuando estaba lo bastante lejos y notó que sus piernas
comenzaban a flaquear, Yago aminoró el paso y se acercó a un
arroyo. En su apresurada huída no había reparado en llevarse
consigo lo necesario para hacer su camino. En los libros que
leía sobre peregrinos y viajeros en el camino de Santiago, jamás
supo de ninguno que no llevara su cantimplora o calabaza llena
de agua, así que él sería el primero en bebérsela a sorbos en sus
pequeñas manos.
—Venga, Yago... ¿dónde vamos ahora? —se preguntó en voz
alta—. Ya estoy aquí y comienza mi viaje hacia ninguna parte.
Por lo pronto, me encaminaré a la gran ciudad de Santiago de
Compostela. Estuve sólo dos veces allí con mis padres, aunque
no está muy lejos de casa y creo que sabré llegar hasta el Monte
del Gozo. ¡Será una buena caminata!
Animosamente, comenzó a silbarle a los pajarillos que
gorjeaban con escándalo en la frondosidad de los árboles del
camino y sin apenas darse cuenta, el sol se ocultó dando paso a
unos nubarrones que parcheaban el cielo y cubrían de rocío la
espesura del bosque. Los sauces alicaídos y la hiedra enredada
en mil anillos sobre troncos y ramas abrían paso a la magia
de la noche oscura. Los sonidos de los pájaros se apagaron
y tímidamente comenzaron a oírse las voces de las criaturas
nocturnas y salvajes que dormían durante el día y despertaban
con los rayos de la luna. Lejos de tener miedo, Yago disfrutaba
de aquella ceremonia encantada. Sólo comenzó a preocuparse
cuando descubrió que su ropa estaba completamente
empapada por la fina lluvia. Así que corrió enérgicamente
hasta toparse con la cálida luz que salía de las ventanas de un
cobertizo situado en una colina escarpada y cuajada de hierba.
Era el refugio donde un pastor guardaba su ganado. Tras
curiosear a las ovejas medio dormidas, quedó paralizado por
los violentos ladridos de un perro enorme.
—¡Quieeeto, Pancho! —ordenó el pastor
tras una linterna cegadora—. ¿Quién eres tú? —preguntó el
hombre curtido como un viejo roble—. Hace un frío que pela.
Anda, pasa y caliéntate al fuego.
Yago permanecía en silencio, mientras sentía el calor
del hogar y escuchaba el crujido de los leños en la chimenea.
Enfundado en una gran camisa del pastor mientras su ropa se
secaba, el niño devoraba un trozo de requesón con miel y un
tazón de caldo bien caliente.
—Es mi primer día de viaje —dijo Yago con mirada
interesante—. Me queda todavía mucho camino, y si no hubiera
sido por la lluvia de esta noche, habría continuado mi viaje un
poco más allá... hasta el monte del Gozo.
El pastor sonreía y no daba crédito a las palabras de un
mozuelo tan atrevido. Le acercó una hogaza de pan y continuó
con lo que para él era un juego.
—Por lo menos esta noche deberías descansar en sitio
cerrado y seguro. No es recomendable dormir en mitad del
bosque entre fieras y duendes —le dijo en tono divertido—. ¿Y a
dónde te diriges, chico?
—No sé a dónde voy, pero sé dónde no quiero estar
—continuó Yago con mirada ausente y soñadora—.
Mañana, al alba, seguiré caminando... esta noche
dormiré en su cabaña y recordaré este requesón
como el mejor que he probado nunca.
Y así transcurrió la primera noche de la gran
aventura de nuestro querido Yago.
II

¡Q ué hermosa apareció la mañana siguiente


ante los ojos del niño! Castaños, eucaliptos,
cedros y nogales se entrelazaban caprichosamente
en un gigantesco espectáculo de color y movimiento. Y Yago
caminaba por un sendero borrado cada día por inesperadas
setas, violetas y musgo.
Contemplando todo esto estaba Yago, cuando oyó a lo lejos
un gemido ahogado e insistente que captó su atención. Intentó
aguzar el oído, porque cada segundo hacía que aquel lamento
fuera apagándose, hasta que por fin, encontró su origen. Un
zorrito curioso había encajado su cabeza en una lechera de
metal, y le era imposible sacarla. Había malgastado su energía,
y el cachorro se asfixiaba en aquella trampa mortal.
—¡Espera pequeño! —exclamó manos a la obra—. Te voy a
sacar de ahí. ¡Tranquilo!
Con ágiles dedos deslizó con suavidad la cabecita del
cachorro, que tardó unos minutos en recuperarse totalmente.
Yago ofreció al zorro agua de la cantimplora que el pastor le
había regalado y acarició con afecto el áspero pelaje del animal.
—He llegado a tiempo, ¿eh?, eres un tipo con suerte Señor
Pelayo. ¿Te gusta el nombre verdad? —sonrió Yago—. ¡Oye!
—dijo el niño con entusiasmo— acompáñame si quieres.
Cuidaremos el uno del otro en este viaje. ¡Será nuestra aventura!
De un salto, Yago se levantó y prosiguió su camino
hablando en voz alta. De forma increíble, el Señor Pelayo
brincaba tras los pasos de su nuevo y desde entonces,
inseparable amigo.

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