La Mujer Sin Cabeza

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En su tercer trabajo de esa filmografía tan escueta como perfecta, Lucrecia Martel sigue al

mando de su exploración sobre las posibilidades expresivas del sonido y revela en este
thriller psicológico aquella hilacha suelta de lo cotidiano, la espina que se oculta en los
jardines, el lunar que pasa desapercibido sobre la piel. Después de un accidente
automovilístico en la ruta, Vero (Maria Onetto) se da a la fuga quedando en un profundo
estado de shock y con la duda de si la víctima fue un chico o un perro carcomiéndole la
cabeza. Pero antes que psicóloga, Martel es cineasta, de esas cineastas lúcidas que
consideran al cine como totalidad y bajo esos presupuestos obran. Por eso, la película no se
mete de intrusa en los vericuetos internos de la protagonista (tampoco lo hacía Cassavettes
cuando retrataba a la desequilibrada Gena Rowlands en A Woman under the Influence),
sino que la cámara es contagiada por el shock y queda vagando con la mirada pérdida,
enajenada de la realidad.

A diferencia de sus otros largometrajes que tematizaban fuertemente la idiosincrasia de la


sociedad salteña, la localización de la historia en la provincia natal de la realizadora es puro
fondo, pura reverberación. El foco es Vero, el foco está en Vero y mientras el mundo sigue
su cauce, ella va perdiendo poco a poco la cabeza. Esos planos que decapitan a la
protagonista. sea con un radiógrafo o con el filo del encuadre, son una impecable
ilustración del título. Desde ya, La mujer sin cabeza es incómoda, laberíntica e
impredecible en sus modos -jamás en sus objetivos. Se hace imposible discernir los cuerpos
dentro del espacio, y más imposible discernir cómo son esos espacios, siempre duplicados,
con imágenes que rebotan y espejos que acoplan.

En Martel, cualquier cosa que haga eco indudablemente es más profunda de lo que parece.
Un panorama “cenagoso” (haciéndole juego a La Ciénaga, su debut del 2001) que nos
exige por sobreestímulación de confusiones a mantener los ojos abiertos y en especial, los
oídos en alerta para poder así, asimilar ese grueso entramado sonoro. Detrás de la imagen
resuenan frases, se repiten palabritas. La contradicción ocupa las conversaciones y ese
recuerdo del choque aparentemente sepultado pareciera buscar siempre la manera más
discreta de asomar la mano de la tierra. Aforismo: todo muerto deja olor.

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