RatzingerZ-ZAZDucay 1
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La obra, como decimos, está compuesta con materiales diversos, ordenados según
un esquema en tres partes: la primera se dedica más bien a los principios de lo “católico”:
la coordinación de Escritura y Tradición, el papel de la historia, que es también historia
de salvación culminada en Jesús, y la relación de esa historia con la fe y con la razón. La
segunda considera lo “católico” en su relación con lo “no-católico”, o mejor, con aquello
que poseyó la catolicidad pero la perdió, es decir, se refiere a los principios en el ámbito
de la controversia ecuménica. Aquí se delinea bien la Iglesia como sujeto de la tradición
y el concepto mismo de tradición, fundado en la sucesión apostólica, con su importancia,
pero también con sus límites. La tercera parte, en fin, habla de la función de la teología y
de la humildad que compete a esta ciencia en relación con la fe y con la experiencia de
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Dios. Concluye el libro un interesante epílogo en el que el autor reflexiona sobre el
verdadero mensaje del concilio Vaticano II y sobre la situación de la teología en ese
momento. A pesar del paso del tiempo, las consideraciones del entonces futuro Benedicto
XVI, revisten gran actualidad y confirman la lucidez profética de sus análisis.
La obra no siempre es fácil de leer. Sus materiales son variados, a veces recogen
preocupaciones propias del contexto alemán, y pueden requerir una formación cultural o
filosófica previa, que no se deben presuponer en el lector. La comprensión de algunas
secciones requiere más de una lectura del texto. Cuando no se entiende bien se puede ir
adelante sin mayor preocupación, pues se trata de un libro rico de ideas que terminará
dejando un buen fruto. Para facilitar la lectura del libro señalo las secciones que me han
parecido particularmente interesantes:
Se trata de una obra penetrante, en la que se palpa que el mundo, tanto civil como
eclesiástico, está regido por ideas y movimientos profundos, por estructuras de
significado que evolucionan lentamente, y de acuerdo con lógicas que no se perciben
fácilmente. De la mano de un maestro, el lector descubre esos movimientos y se deja
fascinar por la luz que éstos proyectan sobre la realidad. Se gana perspectiva y una visión
más profunda de la fe y de su función en el mundo, se constata que no todo es igualmente
verdadero, sino que hay un camino y una verdad hacia la que dirigirse. El autor muestra
ser un buen conocedor no sólo de la Sagrada Escritura y del mundo antiguo, sino también
de la literatura clásica y de la cultura moderna, de la historia teológica y de la historia
general de la humanidad. En este sentido, la Teoría de los principios teológicos es un
libro que enseña a pensar, a integrar las distintas experiencias de la vida y a buscar el
fondo de las cuestiones, sin detenerse en las apariencias. Ayuda a afrontar los problemas
con rigor y honestidad, aunque sean difíciles de resolver.
Algunas ideas tienen a lo largo del libro una presencia “trasversal”. Me gustaría
destacar, entre ellas, el carácter eclesial de la fe: el “yo” que confiesa la fe (el sujeto que
la proclama) es, en primer lugar, la Iglesia, la cual mantiene su identidad y confiesa la fe
recibida en cada nueva circunstancia de la historia, aunque las formas externas en las que
se presentan una y otra (la Iglesia y la formulación de la fe) puedan variar a lo largo del
tiempo. La Iglesia es, en analogía con la Trinidad, comunión de personas, un “nosotros”
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que vive del “Nosotros” de Dios, y la fe se posee en esa comunión, que le pertenece
esencialmente (a la fe), y que es unidad de vida, de filiación y de fraternidad. Por su
continuidad como sujeto histórico, la Iglesia tiene una memoria, que es a la vez divina
(en cuanto memoria -actualizada en el Espíritu- de los dones divinos) y humana (la
memoria de su pasado histórico), que la constituye en sujeto apto para trasmitir y
comunicar la fe. Comunica lo que ella es y lo que ha recibido, por eso es inimaginable
una Iglesia sin Tradición, o sin Padres de la Iglesia, o sin santos y santas, una Iglesia que
subsiste como algo distinto de sí misma, como modelada con criterios temporales, aun
cuando, sujeta como está a la historia, esté siempre necesitada de purificación y abierta a
las nuevas exigencias de los tiempos.
Otro tema que aflora con frecuencia es el tema de la verdad. “¿Existe la verdad que,
a pesar de mediar históricamente en toda historia, permanece verdadera, porque es
verdadera?” se pregunta nuestro autor (p. 18). La entera obra es una constante afirmación
de la existencia de la verdad. El hombre tiene una naturaleza humana, la Iglesia tiene una
esencia, la salvación tiene un solo nombre, la pregunta última del hombre tiene a Dios
como referente … “Creer en Jesús quiere decir, por consiguiente, creer que existe una
verdad desde la que el hombre viene y que es su verdad más íntima, su verdadera esencia.
Emanciparse de esta verdad en beneficio de una finalidad autoinventada equivale a
emanciparse de la humanidad, del ser humano del hombre” (p. 109). Como se ve, no se
trata de ideas obsoletas sino de realidades que es necesario volver a retomar hoy, ante una
sociedad que persigue un proyecto fantasioso de hombre, fundado en un ser imaginario,
lo que el autor llama “un viaje espacial total del espíritu” (p. 108). Precisamente la Iglesia,
que debería ser quien saca al hombre de su cerrazón en el mundo para que mire a Dios,
tiene hoy la misión de recordarle cuál es su propia realidad, su grandeza, cierto, por ser
imagen de Dios, pero también su miseria de creatura infiltrada por poderes antihumanos,
por factores que lo conducen con frecuencia hacia la autodestrucción. Esta visión realista
y necesaria del hombre está, sin embargo, atravesada por la esperanza, que no es un
optimismo superficial sobre las posibilidades del hombre, sino que se apoya, en
definitiva, en el amor de Dios: “Quien es amado hasta tal punto que el otro identifica su
vida con el amor y no es capaz de seguir viviendo sin él, quien es amado hasta la muerte,
este tal se sabe amado de verdad. Si Dios nos ama así, es que somos verdaderamente
amados. Entonces el amor es verdad y la verdad amor. Entonces la vida merece la pena.
Justamente eso es el evangelio” (p. 94).
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Algunos textos útiles:
I. El sacerdote como mediador y servidor de Cristo a la luz del mensaje neotestamentario
(pp. 341-343).
Ya hemos indicado que el primado de Cristo rebaja y al mismo tiempo exonera al
sacerdote. Ahora debemos añadir que es también una indicación. Este primado significa
que el sacerdote debe saber que se halla internamente del lado de la Iglesia y del pueblo,
que se encuentra fuera del santo de los santos y confía en la intercesión de aquel que ha
sido el único que ha cruzado a través del velo. Significa que el sacerdote no puede decir
que me tenéis a mí como mediador ante Dios, sino que le tenéis a él. La objetividad de la
salvación, de la que hemos hablado en líneas anteriores, debe en cierto modo objetivar
también al sacerdote. No se anuncia a sí mismo, sino la fe de la Iglesia y, en esta fe, al
Señor Jesucristo. Este proceso de objetivación, de eliminación del yo en beneficio del
otro, a favor del cual se está, es la auténtica forma ascética que se deriva en la Iglesia a
partir de la cualificación cristológica del sacerdocio en la Iglesia. La santidad del
sacerdote se concreta en este proceso del ser pobre espiritual, del retroceso de lo propio
ante el otro, del perderse en favor de los otros: de Cristo y, a partir de él, en favor de los
demás, de los hombres que Cristo quiere confiarnos.
Permítaseme poner fin a estas reflexiones con una observación personal, que puede
contribuir a esclarecer todo lo hasta ahora dicho. Con ocasión de una conferencia sobre
la historicidad del dogma, me expresó un párroco la opinión de que podía darse vuelta al
tema, pues en realidad sería precisamente el dogma el obstáculo principal para todo tipo
de predicación. Esta afirmación es, a mi parecer, síntoma característico de una errónea
intelección, hoy ampliamente difundida, de la misión sacerdotal. De hecho ocurre
justamente todo lo contrario. Muchos cristianos actuales —entre los que me incluyo— se
sienten invadidos por un sentimiento de oculta desazón ante las ceremonias litúrgicas de
una Iglesia extraña, cuando reflexionan qué clase de teorías a medias entendidas, qué
sorprendentes e insípidas opiniones personales de algún sacerdote tiene uno que soportar
durante la predicación, para no hablar ya de las invenciones litúrgicas privadas. Nadie va
al templo para oír estas opiniones personales. A mí simplemente no me interesa qué clase
de elucubraciones ha hecho éste o aquél sobre las cuestiones de la fe cristiana. Esto puede
ser adecuado para una velada, pero no para aquel compromiso que, domingo tras
domingo, dirige mis pasos hacia la Iglesia. Quien de este modo se predica a sí mismo, se
sobreestima y se da una importancia que, sencillamente, no tiene. Si acudo al templo, es
para ir al encuentro de aquello que no me he imaginado yo, o éste o el otro, sino aquello
que se nos ha dado a todos por anticipado y nos puede sustentar a todos en cuanto fe de
la Iglesia que abarca los siglos.
Esta proclamación confiere a las palabras del más infeliz predicador el peso de los
siglos; celebrarlo en la liturgia de la Iglesia hace que merezca la pena asistir al acto
litúrgico más sobrio y desprovisto de solemnidad externa. Sustituir la fe de la Iglesia por
las invenciones personales será siempre tarea demasiado fácil, por mucho que a esta
sustitución se la quiere adornar de altas pretensiones intelectuales o técnicas (raras veces
estéticas).
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Lo objetivo de la fe eclesial necesita, por supuesto, para mantenerse vivo, la carne y
la sangre de los hombres, la entrega de su pensamiento y de su voluntad. Pero justamente
entrega, no renuncia en beneficio del instante fugitivo. El sacerdote malogra su misión
cuando intenta dejar de ser servidor, dejar de ser enviado que sabe que no es de él de lo
que se trata, sino de aquello que también él recibe y que sólo puede tener en cuanto
recibido. Sólo en la medida en que consiente en ser insignificante puede ser
verdaderamente importante, porque así se convierte en puerta por la que el Señor entra en
este mundo. Puerta de entrada de aquél es el mediador verdadero hacia la profunda
inmediatez del amor eterno.
III. Iglesia y mundo: sobre el problema de la aceptación del Concilio Vaticano II (pp.
470-472: sobre la sabiduría cristiana)
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drama de la despedida de la edad media y la irrupción de la edad moderna; y ello a través
de la pluma de un autor que se sabía «más versado en desdichas que en versos»: Miguel
de Cervantes.
Su Don Quijote comienza con una bufonada, con una amarga burla que no es mero
producto de la desnuda fantasía o simple diversión literaria. El alegre auto de fe que el
cura y el barbero llevan a cabo, en el capítulo 6, con los libros del pobre hidalgo, tiene un
aire absolutamente real: se echa afuera el mundo medieval y se tapia la puerta de entrada:
pertenece ya irremisiblemente al pasado. En la figura de Don Quijote, una nueva era se
burla de la anterior. El caballero se ha vuelto loco. Despertando de los sueños de antaño,
una nueva generación se enfrenta con la verdad desnuda y sin afeites. En la alegre burla
de los primeros capítulos hay algo de eclosión, de la seguridad de sí de una nueva época
que olvida los sueños, que ha descubierto la realidad y está orgullosa de ello.
Pero en el curso de la novela, le ocurre al autor algo curioso. Poco a poco, comienza
a cobrar afecto al loco caballero. Esto se advierte no sólo en el hecho de que se sintiera
molesto por la burla de un plagiador, que convertía al noble loco en vulgar payaso. Tal
vez en la contraimagen del falso Don Quijote advirtió plenamente, por vez primera, que
su loco tenía un alma noble, que su locura de consagrar su vida a la protección de los
débiles y a la defensa de la verdad y la justicia tenía grandeza en sí. Tras la locura,
descubre Cervantes la sencillez: «Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar
que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés y comedido y
oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador y, sobre todo, caritativo». ¡Qué noble
locura aquella que hace que Don Quijote elija una profesión en la que: «...ha de ser casto
en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos,
sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y finalmente, mantenedor de la
verdad, aunque le cuesta la vida el defenderla»! Las locuras insensatas se han convertido
en amable espectáculo en el que se hace perceptible un corazón puro. Más aún, el núcleo
de la locura, que ahora llega al nivel de la conciencia, coincide con el extrañamiento de
la bondad en un mundo cuyo realismo se burla, por lo demás, de aquel que acepta la
verdad como realidad y que arriesga la vida en su defensa. Aquella altiva seguridad con
que Cervantes había quemado los puentes que quedaban a sus espaldas y se había reído
del tiempo antiguo, se torna ahora en melancolía por lo perdido. No se trata de un retorno
al mundo de las novelas de caballería, pero sí de mantenerse despierto para aquello que
nunca debe perderse y de ver bien el peligro que amenaza a los hombres cuando, al
quemar el pasado, pierden parte de sí mismos.