El Ultimo Encantamiento - Mary Stewart PDF
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El Ultimo Encantamiento - Mary Stewart PDF
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Mary Stewart
El último encantamiento
Trilogía de Merlín
ePub r1.0
Fénix 08.09.13
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Título original: The Last Enchantment
Mary Stewart, 1979
Traducción: Pilar Daniel
Fotografía de portada: Ramiro Elena
Realización de portada: Damià Mathews
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Los personajes y situaciones de esta obra son totalmente imaginarios y no
guardan relación con ninguna persona real ni con hechos verdaderos.
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Para quien había muerto
y vuelve a estar vivo,
se había perdido
y ha sido hallado.
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LIBRO PRIMERO
DUNPELDYR
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Capítulo I
A ningún rey le gustaría empezar su reinado con una matanza masiva de niños. Y
éste es precisamente el rumor que corre sobre Arturo, aunque por otro lado le
presentan como prototipo del noble soberano, protector por igual de poderosos y
humildes.
Sofocar un rumor es incluso más difícil que acallar una calumnia a voces.
Además, en la mente de las gentes sencillas, para quienes el Gran Rey es el
gobernante de sus vidas y el administrador de todos los destinos, Arturo sería
considerado responsable de cualquier cosa, mala o buena, que sucediera en su reino,
desde una resonante victoria en el campo de batalla hasta una terrible tormenta o la
esterilidad de un rebaño.
Por tanto, aunque una bruja planeó la matanza y otro rey la ordenó y aunque yo
mismo traté de cargar con la culpa, la murmuración todavía persiste; según ella, en el
primer año de su reinado Arturo el Gran Rey hizo que sus tropas buscaran y
exterminaran a varias decenas de niños recién nacidos con la esperanza de atrapar en
esta red sangrienta a un único chiquillo, el bastardo nacido del incesto con su media
hermana Morcadés.
De calumnia he calificado yo este infundio, y sería bueno que pudiera declarar
abiertamente que lo que se cuenta es mentira.
Pero eso no es exactamente así. Es mentira que él ordenara la matanza, pero su
pecado fue la causa primera de todo ello y, aunque a él nunca se le hubiera ocurrido
asesinar a niños inocentes, es cierto que deseaba que su propio hijo muriese. He aquí
por qué una parte de la culpa debe recaer sobre Arturo; he aquí también por qué una
parte de ella debe adjudicárseme, puesto que yo, Merlín, que soy considerado un
hombre con poderes y videncia, aguardé ociosamente hasta el momento en que el
peligroso niño fue engendrado, y el trágico plazo coincidió con los inicios de la paz y
la libertad que Arturo iba a ganar para su pueblo. Yo puedo atribuirme la culpa —por
ahora estoy por encima del juicio de los hombres—, pero Arturo es todavía
demasiado joven para tener que verse herido por estos hechos y atormentado por
pensamientos de expiación; y cuando esto sucedió era aún más joven: en resumidas
cuentas, experimentaba su primera, preciosa y pura emoción de la victoria y la
dignidad real, sostenido por el amor del pueblo, la aclamación de los soldados y el
halo de misterio que le circundaba desde que arrancó la espada de la piedra.
Sucedió de este modo: el rey Úter Pandragón se hallaba con su ejército en
Luguvallium, en el nórdico reino de Rheged, donde hacía frente a un ataque masivo
de sajones bajo el mando de los hermanos Colgrim y Badulf, nietos de Henguist. El
joven Arturo, apenas poco más que un niño, fue conducido a este su primer campo de
batalla por su padre adoptivo, el conde Antor de Galava, quien lo presentó al rey.
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Arturo había sido mantenido en la ignorancia de su real origen y parentesco, y Úter,
aunque por sí mismo se había procurado información acerca del desarrollo y
progresos del muchacho, ni una sola vez le había visto desde que nació. Y ello debido
a que, durante la frenética noche de amor en que Úter yació con Ygerne, a la sazón
mujer de Gorlois, duque de Cornualles y el más leal comandante jefe de Úter, el
propio viejo duque encontró la muerte. Muerte que, aunque no era culpa de Úter, le
pesó tanto al rey que juró no reclamar jamás para sí al hijo que pudiera nacer tras
aquella noche de amor culpable.
Andando el tiempo, Arturo me fue entregado para que lo criase, y eso es lo que
hice, manteniéndolo alejado del rey y de la reina.
Pero no engendraron otro hijo varón, y finalmente el rey Úter, que estuvo algún
tiempo enfermo y conocía el peligro de la amenaza sajona con que iba a enfrentarse
en Luguvallium, se vio impelido a mandar que le trajeran al muchacho para
reconocerlo públicamente como su heredero y presentarlo a los nobles y reyezuelos
allí reunidos.
Pero antes de que pudiera hacerlo los sajones atacaron. Úter, demasiado enfermo
para cabalgar a la cabeza de sus tropas, se trasladó sin embargo al campo de batalla
en una litera, con Cador duque de Rheged, con Caw de Strathclyde y otros caudillos
del norte. Sólo Lot, rey de Leonís y de Orcania, no se presentó en el campo de
batalla. El rey Lot, poderoso pero poco fiable como aliado, mantuvo a sus hombres en
reserva para lanzarlos al combate donde y cuando fuera necesario. Se dijo que los
había retenido atrás deliberadamente, con la esperanza de que el ejército de Úter
fuera derrotado y, en tal caso, el reino le pudiera corresponder a él. Si fue así, sus
esperanzas se vieron frustradas.
Cuando durante el feroz combate, librado junto a la litera del rey en el centro del
campo, al joven Arturo la espada se le quebró en la mano, el rey Úter le arrojó su
propia espada real para que la usara; como todos sus hombres comprendieron, con
ella le entregaba la jefatura del reino. A continuación, el rey volvió a postrarse en la
litera y observó al muchacho, quien, ardiente como un cometa victorioso, encabezó
un ataque que puso a los sajones en fuga.
Más tarde, durante la celebración de la victoria, Lot acaudilló a una facción de
nobles rebeldes que se oponían a la elección de heredero realizada por Úter. En medio
del alboroto y las pendencias del festejo el rey Úter murió, dejando al muchacho,
conmigo a su lado, afrontando la tarea de atraérselos a su bando.
Lo que entonces sucedió se ha convertido en materia de cantos y narraciones.
Basta decir que, por su propio porte regio así como por los signos enviados por la
divinidad, Arturo se mostró como un rey fuera de toda duda.
Pero la semilla del mal ya estaba sembrada. El día anterior, cuando todavía
ignoraba su verdadero parentesco, Arturo se había citado con Morcadés, hija bastarda
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de Úter y media hermana del propio Arturo. La muchacha era muy hermosa y él era
joven y se hallaba en toda la plenitud de su primera victoria, de modo que cuando ella
se le entregó aquella noche Arturo se abandonó ilusionado, pensando no sólo en el
placer que la noche podía proporcionarle sino en refrescar su sangre ardiente y en
perder su doncellez.
Ella, podéis estar bien seguros, ya la había perdido largo tiempo atrás. Tampoco
era inocente en otros puntos. Sabía quién era Arturo y pecó con él a sabiendas, en una
apuesta por el poder. Desde luego, no le cabía aspirar al matrimonio, pero un bastardo
incestuoso podría ser un arma poderosa en sus manos cuando su padre, el viejo rey,
muriese y el nuevo joven rey alcanzara el trono.
Cuando Arturo descubrió lo que había hecho hubiera podido añadir un nuevo
pecado matándola, de no ser por mi intervención.
La desterré de la corte ordenándole que cabalgara hacia York, en donde Morgana,
la hija legítima de Úter, se alojaba con su séquito a la espera de su boda con el rey de
Leonís. Morcadés, que como todo el mundo en aquella época me tenía miedo,
obedeció y se fue a practicar sus encantos femeninos y a criar a su bastardo en el
exilio. Cosa que hizo, según oiréis, a expensas de su hermana Morgana.
Pero de esto ya hablaremos más adelante. Sería preferible ahora retroceder en el
tiempo hasta el momento en que, al romper el alba de un nuevo y propicio día, con
Morcadés camino de York y fuera de su mente, Arturo Pandragón se disponía a
recibir un homenaje en Luguvallium de Rheged y el sol brillaba.
Yo no estaba allí. Le había ya rendido homenaje en las breves horas que van de la
luz de la luna a la salida del sol, en el lugar sagrado del bosque en donde Arturo había
levantado la espada de Maximus que estaba sobre el altar de piedra, y por cuyo acto
se había declarado a sí mismo como el verdadero rey. Más tarde, cuando con toda la
pompa y el esplendor del triunfo salió acompañado por los restantes príncipes y
nobles, yo me quedé solo en el santuario. Tenía una deuda pendiente con los dioses
del lugar.
Ahora lo llamaban capilla —la Capilla Peligrosa, la había denominado Arturo—,
pero fue un lugar sagrado desde mucho tiempo atrás y los hombres habían erigido el
altar colocando piedra sobre piedra. Al principio estuvo consagrado a los dioses de la
propia región, los espíritus menores que habitan colinas, arroyos y bosques, junto con
los grandes dioses del aire cuyo poder alienta a través de las nubes, la escarcha y el
rumoroso viento. Nadie supo para quién se construyó la primera capilla. Más tarde,
con los romanos, llegó Mitra, el dios de los soldados, y se le erigió un altar en su
interior. Pero el lugar estaba aún poblado por todas las anteriores santidades; los
dioses más antiguos recibían sus sacrificios y las nueve lámparas seguían ardiendo
inextinguibles a través de sus puertas abiertas.
A lo largo de todos aquellos años en que Arturo, por su propia seguridad, estuvo
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oculto con el conde Antor en el Bosque Salvaje, yo permanecí cerca de él,
considerado meramente como el guardián del lugar sagrado, la ermita de la Capilla
Verde. Allí escondí finalmente la gran espada de Maximus (a quien los galeses
llamaban Macsen) hasta que el muchacho alcanzara una edad que le permitiera
levantarla, y con ella echar fuera a los enemigos del reino y destruirlos. El propio
emperador Máximo lo había hecho así cien años atrás, y los hombres consideraban
ahora la espada como un talismán, una espada mágica enviada por los dioses para ser
empuñada sólo para la victoria y sólo por el hombre que tuviera el derecho a ello. Yo,
Merlinus Ambrosius, descendiente de Macsen, la había recogido del lugar en la tierra
donde había permanecido largo tiempo oculta y la había guardado en otra parte para
cuando llegara el único que tendría los mismos derechos que yo. Primero la escondí
en una caverna inundada bajo el lago del bosque, y luego, finalmente, en el altar de la
capilla, trabada como si estuviera esculpida en la piedra, y protegida de miradas o
contactos ajenos gracias al fuego helado e incandescente convocado desde los cielos
por mis artes.
Desde este resplandor sobrenatural, ante la maravilla y el terror de todos los
presentes, Arturo había alzado la espada. Más tarde, después de que el nuevo rey y
sus nobles y capitanes salieran de la capilla, pudo verse que el fuego destructor del
nuevo dios había limpiado el lugar de todo aquello a lo que anteriormente había sido
consagrado, dejando únicamente el altar que recientemente engalanaron para él solo.
Desde tiempo atrás yo sabía que este dios no aceptaba compañeros. No era el mío
y sospechaba que tampoco sería el de Arturo, pero en las tres dulces partes de
Bretaña estaba desplazando y vaciando los antiguos lugares sagrados y cambiando la
expresión del culto. Con temor y con dolor había yo visto cómo sus fuegos borraban
los signos de una clase de santidad más antigua; pero había señalado la Capilla
Peligrosa —y quizá la espada— como propia, y era imposible rechazarlo.
Por ello, durante todo aquel día trabajé para dejar la capilla otra vez limpia y en
condiciones para su nuevo morador. Me llevó mucho tiempo, pues estaba magullado
por lesiones recientes y por una noche de vigilia insomne; además, hay cosas que
deben ejecutarse decente y ordenadamente. Pero por fin todo se terminó y cuando
poco antes del amanecer el servidor de aquel lugar sagrado regresó de la ciudad, tomé
el caballo que traía y cabalgué hacia allá a través del silencioso bosque.
Era ya tarde cuando llegué hasta las puertas, que estaban aún abiertas; ningún
centinela me dio el alto cuando entré. El lugar estaba todavía en pleno bullicio; el
cielo se iluminaba con el resplandor de las hogueras, el aire vibraba con los cantos y a
través del humo se percibía un aroma de carnes asadas y el tufo del vino. Ni siquiera
la presencia del rey muerto, que yacía en la iglesia del monasterio con su guardia
alrededor, podía poner freno a las lenguas de los hombres. El momento estaba
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excesivamente preñado de sucesos, la ciudad era demasiado pequeña: sólo los muy
viejos y los muy jóvenes se hallaban durmiendo aquella noche.
La verdad es que no me encontré con ninguno. Era ya pasada la medianoche
cuando entró mi criado y, tras él, Ralf.
Agachó la cabeza bajo el dintel —era un joven muy alto— y aguardó hasta que se
cerró la puerta, mientras me observaba con una mirada tan recelosa como nunca me
había dirigido en el pasado, cuando era mi paje y temía mis poderes.
—¿Aún no te has acostado? —me preguntó Ralf.
—Ya ves.
Yo estaba sentado en la silla de respaldo alto junto a la ventana.
El criado trajo un brasero, que encendió para contrarrestar el frío de la noche de
septiembre. Yo había lavado y vuelto a curar mis heridas; antes de despedir al
sirviente, dejé que me colocara un camisón de dormir suelto, y luego me dispuse para
el descanso.
Después del apogeo de fuego, dolor y gloria que había conferido a Arturo la
dignidad real, yo, que toda mi vida había vivido sólo para esto, sentía necesidad de
soledad y silencio. El sueño no llegaría aún, pero yo permanecía recostado, satisfecho
e inactivo, contemplando el brillo oscilante del brasero.
Ralf, todavía armado y enjoyado tal como le había visto aquella mañana junto a
Arturo en la capilla, presentaba un rostro cansado y ojeroso, pero era joven y el punto
culminante de la noche era para él un nuevo comienzo, más que un final. De modo
brusco, dijo:
—Deberías descansar. Deduzco que anoche, de camino hacia la capilla, te
atacaron. ¿Fuiste malherido?
—No mortalmente, aunque eso parece bastante feo. No, no; no te preocupes; más
que heridas son magulladuras, y ya las he examinado. Pero me temo que tu caballo
cojea. Lo siento mucho.
—Ya lo he visto. El daño no es muy grave. Le tomará una semana, no más. Pero
tú, tú estás exhausto, Merlín. Deberían dejarte un tiempo para descansar.
—¿Y no me lo dejan?
Como le viera dudando, le miré alzando una ceja:
—Venga, adelante con ello. ¿Qué es lo que quieres decirme?
La expresión recelosa se deshizo en algo parecido a una sonrisa.
Pero la voz, repentinamente protocolaria, salió casi inexpresiva, como la de un
cortesano que no supiera muy bien hacia dónde correría el ciervo, como suele decirse.
—Príncipe Merlín, el rey me ha encomendado que te invite a sus aposentos.
Quiere verte tan pronto como te vaya bien.
Mientras hablaba, Ralf no apartaba la vista de la puerta de la pared que quedaba
frente a la ventana. Hasta la noche anterior Arturo había dormido en este anexo de mi
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aposento, e iba y venía según yo le ordenaba. Ralf advirtió que me había fijado en su
mirada y sonrió abiertamente.
—En otras palabras, ahora mismo —dijo—. Lo siento, Merlín, pero es que el
mensaje me llegó a través del chambelán. Podrían haberlo dejado hasta mañana por la
mañana. Yo daba por supuesto que estarías durmiendo.
—¿Lo sientes? ¿Por qué? Los reyes tienen que empezar a serlo en algún
momento. ¿Se ha tomado él mismo algún descanso?
—En absoluto. Pero por fin se desembarazó de la corona, y mientras estábamos
en el santuario le arreglaron los aposentos reales. Ahora se encuentra allí.
—¿Acompañado?
—Sólo por Beduier.
Eso, ya lo sé, significa que está con su amigo Beduier, un pequeño séquito de
camareros y sirvientes, y posiblemente incluso algún grupo de personas que todavía
esperan en las antecámaras.
—Entonces, ruégale que me excuse unos breves minutos. Estaré allí tan pronto
me vista. ¿Quieres llamar a Lleu, por favor?
Eso sí que no lo permitiría. Envió al criado con el mensaje y luego, con la misma
naturalidad con que lo había hecho en el pasado, cuando era un muchacho, el propio
Ralf me ayudó. Me quitó el camisón y lo dobló; luego, suavemente y con mucho
cuidado por las magulladuras de mi cuerpo, me colocó despacio un traje, se arrodilló
para ponerme las sandalias y me las sujetó.
—¿Resultó bien el día? —le pregunté.
—Muy bien. Ni el menor problema.
—¿Lot de Leonís?
Alzó la vista, evidentemente divertido.
—Se mantuvo en su lugar. El acontecimiento de la capilla dejó su impronta sobre
él…, igual que sobre todos nosotros.
La última frase fue sólo un murmullo, como dicha para sí, mientras inclinaba la
cabeza para abrochar la segunda sandalia.
—Sobre mí también, Ralf —le dije—. Yo tampoco soy inmune al fuego divino.
Ya lo has visto. ¿Cómo está Arturo?
—Sigue aún en su propia nube, elevada y ardiente. —Esta vez la expresión
risueña contenía afecto. Se puso en pie—. Con todo, pienso que ya está vigilando las
posibles tormentas. Ahora, tu cinto. ¿Es éste?
—Yo lo haré. Gracias. ¿Tormentas? ¿Tan pronto? Sí, supongo. —Tomé el cinto
que me daba y me lo abroché—. ¿Piensas quedarte con él, Ralf, y ayudarle a
afrontarlas, o consideras que ya has cumplido con tu deber?
Ralf había pasado los últimos nueve años en Galava de Rheged, el remoto rincón
del país en que, sin ser conocido, Arturo vivió bajo la tutela del conde Antor. Se casó
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con una muchacha del norte y tenía una joven familia.
—A decir verdad aún no lo he pensado —dijo—. Ha habido demasiados
acontecimientos, y todos demasiado deprisa. —Se rió—. Una cosa: si me quedo con
él, ya veo que recordaré con nostalgia los apacibles días en que no tenía nada más que
hacer sino guiar la protección de aquellos jóvenes, eso es, de Beduier y del rey. ¿Y
tú? ¿Te quedarás aquí, ahora, con tanta austeridad, como ermitaño de la Capilla
Verde? ¿O abandonarás la espesura y te irás con él?
—Debo hacerlo. Lo prometí. Además, es mi lugar. No el tuyo, en cambio, a
menos que así lo desees. Dicho sea entre tú y yo, nosotros le hemos hecho rey, y éste
es el final de la primera parte de la historia. Ahora puedes elegir. Pero tienes todavía
un montón de tiempo para hacerlo. —Me abrió la puerta y permaneció a un lado,
cediéndome el paso. Me detuve un momento—. Hemos levantado un fuerte vendaval,
Ralf. Veamos ahora hacia dónde nos empuja.
—¿Lo vas a permitir?
Reí.
—Tengo una mente habladora que me dice que tal vez tenga que hacerlo. Ven,
empecemos por obedecer este requerimiento.
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acudir a mi dormitorio con el mensaje del rey. Como sirviente y compañero mío
había estado muy cerca de mí en el pasado y, en muchas ocasiones, en la profecía o
en lo que los hombres llaman magia, había observado y experimentado mi poder en
acción; pero el poder que resplandeció y estalló en la Capilla Peligrosa la pasada
noche fue algo de un orden bastante diferente. No podía más que adivinar los relatos
que habrían corrido, rápidos y cambiantes como el propio fuego divino, por todo
Luguvallium: con seguridad la sencilla gente del pueblo no habría hablado de otra
cosa en todo el día. Y como sucede con todas las narraciones de sucesos extraños, se
habrían ido añadiendo detalles a medida que se contaban.
Por ello es por lo que se habían quedado petrificados al verme. En cuanto al
temor que congelaba el aire, semejante al soplo frío que precede a un fantasma, ya
estaba familiarizado con él. Anduve por entre la multitud inmóvil hasta la puerta del
rey, y el guardia se hizo a un lado sin poner el menor obstáculo, pero antes de que el
chambelán pudiera apoyar la mano en la puerta, ésta se abrió y salió Beduier.
Beduier era un muchacho moreno y callado, un mes o dos más joven que Arturo.
Su padre era Ban, el rey de Benoic y primo de un rey de la Pequeña Bretaña. Ambos
jóvenes habían sido muy amigos desde la infancia, cuando Beduier fue enviado a
Galava para aprender las artes de la guerra con el maestro de armas de Antor, y para
compartir las lecciones que yo le daba a Emrys —nombre por el cual era conocido
Arturo—, en el santuario del Bosque Salvaje.
Empezaba ya a mostrar que poseía aquella extraña contradicción: un guerrero
nato que también es poeta, y que se encuentra cómodo por igual en la acción como en
el mundo de la fantasía y de la música.
Puro celta, diríais, mientras Arturo, igual que mi padre el Gran Rey Ambrosio, era
romano. Esperaba ver en el semblante de Beduier el mismo temor que los
acontecimientos de la noche milagrosa habían dejado en los rostros de las gentes
sencillas que allí estaban, pero sólo pude advertir los efectos de la alegría, una
especie de felicidad sin complicaciones y una fuerte confianza en el futuro.
Se apartó para dejarme paso, sonriente.
—Ahora está solo.
—¿Dónde dormirás?
—Mi padre se aloja en la torre oeste.
—Entonces, buenas noches, Beduier.
Pero cuando inicié el movimiento para pasar, me lo impidió. Se inclinó
rápidamente, me tomó la mano, la atrajo hacia sí y la besó.
—Debería haber sabido que te asegurarías de que todo iba bien. Por unos minutos
me asusté, aquí, en la entrada, cuando Lot y sus secuaces iniciaron aquel alboroto
traicionero.
—Silencio —le dije. Había hablado en voz baja, pero allí había oídos para oír—.
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De momento, eso ya pasó. Márchate. Y ve directamente a reunirte con tu padre, en la
torre oeste. ¿Has entendido?
Sus ojos oscuros brillaron tenuemente.
—¿El rey Lot se aloja, me han dicho, en la del este?
—Exacto.
—No te preocupes. Emrys ya me hizo la misma advertencia. Buenas noches,
Merlín.
—Buenas noches y un sueño apacible para todos. Lo necesitamos.
Sonrió abiertamente, esbozó medio saludo y se fue. Hice un gesto con la cabeza
al guardia de la puerta y entré. La puerta se cerró tras de mí.
Las habitaciones reales se habían vaciado de todo el aparato de la enfermedad, y a
la gran cama le habían quitado la colcha carmesí. Las baldosas del suelo estaban
recién fregadas y pulidas, y sobre el lecho se extendían unas sábanas nuevas sin
blanquear y una manta de piel de lobo. La silla con el cojín rojo y el dragón bordado
sobre fondo de oro aún continuaba allí, con su escabel y la alta lámpara de tres patas
al lado. Las ventanas estaban abiertas a la fría noche de septiembre, y la corriente de
aire procedente de ellas enviaba las llamas de la lámpara hacia los lados, dibujando
extrañas sombras en las paredes pintadas.
Arturo estaba solo. Permanecía junto a una ventana, con una rodilla apoyada en
un taburete y los codos sobre el alféizar. La ventana no daba sobre la ciudad sino
sobre la franja de jardín que bordeaba el río. Miraba fijamente hacia la oscuridad, y
pensé que era como verle bebiendo, desde otro río, profundos tragos del fresco y
agitado aire. Tenía el cabello húmedo, como si acabara de lavárselo, pero vestía aún
la ropa que había llevado para las ceremonias del día: blanco y plata, y cinturón de
oro galés con turquesas incrustadas y hebillas con labores de esmalte. Se había
quitado el cinto de la espada, y la gran espada Escalibor colgaba envainada sobre el
muro al otro lado de la cama. La luz de la lámpara ardía sin llama sobre las joyas de
la empuñadura: esmeralda, topacio, zafiro. Destellaba también en el anillo de la mano
del joven: el anillo de Úter, tallado con el símbolo del Dragón.
Me oyó y se volvió. Se le veía enrarecido y ligero, como si los vientos del día
hubieran soplado a través de él y le hubieran dejado ingrávido. Su tez tenía la tensa
palidez del agotamiento, pero los ojos eran brillantes y vivos. Alrededor de él, ya aquí
e inconfundible, estaba el misterio que cae como un manto sobre un rey. Aparecía en
su alta mirada y en torno a su cabeza. Nunca más sería Emrys capaz de acechar en la
sombra. Ahora volvía a maravillarme de que, a través de todos aquellos años ocultos,
le hubiéramos mantenido a salvo y en secreto entre la gente común.
—Querías verme —le dije.
—Todo el día he querido verte. Me prometiste que te tendría a mi lado mientras
pasaba por el trance ese de salir del huevo convertido en rey. ¿Dónde estabas?
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—Al alcance de tu llamada, si no de tu mano. Me quedé en el santuario, en la
capilla, hasta casi la salida del sol. Pensé que estarías ocupado.
Tuvo un breve acceso de risa.
—¿Ocupado le llamas a eso? Me encontraba como si me fueran a comer vivo. O
quizá como si estuviera naciendo…, y de un parto difícil, sin más. He dicho «salir del
huevo», ¿no? Encontrarse de pronto convertido en príncipe es ya bastante difícil, pero
incluso eso es tan diferente de ser un rey como lo es el huevo del polluelo de un día.
—Al menos, conviértelo en un aguilucho.
—Con tiempo, quizás. Ése ha sido el problema, desde luego. Tiempo, no ha
habido tiempo. Un instante entre ser nadie, un desconocido bastardo de alguien, y
feliz porque te han dado la oportunidad de estar entre el clamor de la batalla y tal vez
de ser visto momentáneamente por el mismísimo rey al pasar, y ser, en el momento
siguiente, después de respirar a fondo un par de veces como príncipe y heredero real,
el propio Gran Rey, y de forma tan espectacular como creo que jamás haya vivido
antes rey ninguno. Me siento aún como si hubiera subido los peldaños del trono a
puntapiés y en posición arrodillada desde el suelo.
Sonreí.
—Sé cómo te encuentras, más o menos. Nunca fui empujado a puntapiés ni a la
mitad de esa altura, pero entonces yo tenía un punto de partida muchísimo más bajo.
Ahora, ¿puedes pararte un poco, lo suficiente como para echar un sueñecito? Dentro
de nada estaremos a mañana. ¿Quieres una pócima para dormir?
—No, no. ¿La tomé antes alguna vez? Dormiré gracias a que has venido. Merlín,
lamento haberte pedido que acudieras aquí a esa hora tan avanzada, pero tenía que
hablar contigo y hasta ahora no ha habido ocasión. Ni la habrá mañana.
Mientras hablaba vino desde la ventana y cruzó hasta la mesa, donde había
papeles y tablillas. Tomó un estilo y, por la parte despuntada, alisó la cera. Lo hizo de
modo ausente, con la cabeza inclinada de manera que el oscuro cabello osciló hacia
delante y la luz de la lámpara se deslizó por encima del perfil de la mejilla y rozó las
negras pestañas que bordeaban los párpados inferiores. La imagen se desdibujó de mi
vista. El tiempo retrocedía. Era Ambrosio, mi padre, quien estaba aquí, jugando
nerviosamente con el estilo y diciéndome: «Si un rey te tuviera a su lado, podría
gobernar el mundo…».
Bien, su sueño se había convertido por fin en realidad y el momento había
llegado. Expulsé momentáneamente el recuerdo y esperé a que el rey de un día
hablara.
—He estado pensando —dijo de repente—. El ejército sajón no fue totalmente
destruido, y aún no he tenido noticias seguras sobre el propio Colgrim, ni sobre
Badulf. Pienso que ambos salieron con vida. En los próximos días podemos oír que
han tomado un barco y o bien se han ido a casa por mar o bien han vuelto a los
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territorios sajones del sur. O quizá, simplemente han buscado refugio en las tierras
salvajes del norte de la Muralla y esperan reagruparse cuando hayan vuelto a reunir
suficientes fuerzas. —Alzó la vista—. No tengo necesidad de fingir ante ti, Merlín.
No soy un guerrero experimentado y carezco de medios para juzgar cuan decisiva fue
esta derrota o qué posibilidades hay de que los sajones se recuperen. He tomado
consejo, claro está. Al amanecer, después de terminar con los demás asuntos, he
convocado un consejo de urgencia. Envié a buscar…, es decir, me hubiera gustado
que estuvieses aquí, pero aún permanecías en la capilla y no te habías acostado. Coel
tampoco pudo asistir… Seguramente sabrás que fue herido. ¿Quizá le has visto?
¿Qué posibilidades tiene?
—Escasas. Es un hombre viejo, como sabes, y el corte fue muy grave. Sangró
demasiado antes de poder recibir ayuda.
—Me lo temía. Fui a verle, pero me dijeron que se había desvanecido y que
sospechaban que tenía una inflamación de los pulmones… Bien, el príncipe Urbgen,
su heredero, vino en su lugar, con Cador, y Caw de Strathclyde. Antor y Ban de
Benoic también estaban. Hablé de esto con ellos, y todos dijeron lo mismo: alguien
tendría que salir en persecución de Colgrim. Caw debe volver al norte lo antes que
pueda: tiene su propia frontera que defender. Urbgen ha de quedarse aquí, en Rheged,
con su padre el rey a las puertas de la muerte. Por tanto, la elección obvia debía
recaer en Lot o en Cador. Bien, Lot no podía ser, estarás de acuerdo, ¿no? Pese a su
juramento de lealtad ahí en la capilla, no voy a confiar todavía en él, y menos aún
para la búsqueda de Colgrim.
—Estoy de acuerdo. ¿Enviarás a Cador, entonces? ¿Puedes estar seguro de no
tener y a dudas respecto de él?
Cador, duque de Cornualles, era en efecto la elección obvia. Era un hombre en la
plenitud de sus fuerzas, un guerrero experto y leal. Una vez, erróneamente, le
consideré enemigo de Arturo y, de hecho, hubiera tenido un motivo para serlo. Pero
Cador era un hombre sensato, juicioso y clarividente y, más allá de su odio por Úter,
tenía una visión amplia sobre una Bretaña unida contra el Terror sajón. Por ello apoyó
a Arturo. Y allí arriba, en la Capilla Peligrosa, Arturo había declarado que Cador y
sus hijos eran los herederos del reino.
De modo que Arturo respondió tan sólo:
—¿Cómo podría? —y durante un largo rato se quedó mirando ceñudamente el
estilo. Luego lo dejó caer sobre la mesa y se irguió—. El problema reside en mi
propia jefatura, tan nueva… —Entonces levantó la vista y me vio sonreír. El
fruncimiento de ceño desapareció, sustituido por una expresión que yo ya conocía,
vehemente, impetuosa; una expresión de muchacho, pero tras ella la voluntad de un
hombre que quemaba etapas contra cualquier oposición. Sus ojos bailaban—. De
acuerdo. Como de costumbre, tienes razón. Iré yo mismo.
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—¿Y Cador contigo?
—No. Pienso que debo ir sin él. Después de lo que sucedió, la muerte de mi
padre, y luego, lo… —Vaciló—. Luego, lo que sucedió arriba, allá en la capilla… Si
tiene que haber más lucha yo mismo debo estar allí para dirigir el ejército y que me
vean terminar el trabajo que empezamos.
Se detuvo, como si esperase aún más preguntas o alguna objeción, pero no le
formulé ninguna.
—Pensé que tratarías de impedírmelo —dijo.
—No. ¿Por qué? Estoy de acuerdo contigo. Tienes que probarte a ti mismo que
estás por encima de la suerte.
—Eso es, exactamente. —Se quedó un momento pensativo—. Es difícil
expresarlo con palabras, pero desde que me llevaste a Luguvallium y me presentaste
al rey, me ha parecido…, no es exactamente como un sueño, pero es como si hubiera
algo que me estuviera utilizando, que nos estuviera utilizando a todos nosotros…
—Sí, un fuerte vendaval soplando y arrastrándonos a todos con él.
—Y ahora el viento ha cesado —dijo serenamente—, y nos ha dejado para que
vivamos la vida sólo con nuestras propias fuerzas. Como si…, en fin, como si todo
hubiera sido magia y milagros y ahora se hubieran acabado. ¿Te das cuenta, Merlín,
de que nadie ha hablado de lo que sucedió allá arriba en el santuario? Es ya como si
esto hubiera ocurrido en el pasado, en alguna canción o leyenda.
—Puede entenderse el porqué. La magia era real, y demasiado fuerte para muchos
de quienes fueron testigos, pero eso ha prendido en la memoria de todos los que lo
vieron y en la memoria del pueblo que elabora los cantos y las leyendas. Bien, eso es
un asunto para el futuro. Pero estamos aquí, ahora, y con el trabajo aún por hacer. Y
una cosa es cierta: sólo tú puedes hacerlo. De modo que debes ponerte al frente y
hacerlo según creas mejor.
El joven rostro se relajó. Extendió las manos sobre la mesa y descansó su peso
sobre ellas. Por vez primera se advertía que estaba muy cansado y que éste era el tipo
de alivio que le permitía expulsar fuera la fatiga y el que necesitaba para dormir.
—Debería haber sabido que tú lo comprenderías. De modo que ves por qué debo
ir yo mismo, sin Cador. A él no le gustaba, lo reconozco, pero sabía a lo que íbamos.
Y, si he de ser sincero, hubiera preferido que viniera conmigo… Sin embargo es algo
que debo hacer solo. Puedes creer que tanto para reforzar mi propia confianza como
para la del pueblo. A ti puedo decírtelo.
—¿Necesitas recobrar la confianza?
Una sonrisa insinuada.
—Realmente, no. Mañana por la mañana probablemente seré capaz de creerme
todo lo que sucedió en el campo de batalla y de saber qué pasó de verdad, pero ahora
es como si aún me encontrara al borde de un sueño. Dime, Merlín: ¿puedo pedirle a
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Cador que vaya al sur a escoltar a mi madre Ygerne desde Cornualles?
—No hay razón para que no lo hagas. Él es duque de Cornualles, así que desde la
muerte de Úter la casa de Ygerne en Tintagel debe quedar bajo su protección. Si
Cador fue capaz de arrojar de sí su odio hacia Úter en bien de todos, hace tiempo que
debe de haber perdonado a Ygerne por la traición a su padre. Y ahora tú has
declarado a sus hijos tus herederos del Gran Reino, de modo que todas las cuentas se
han saldado. Sí, envía a Cador.
Parecía aliviado.
—Entonces, todo está bien. Por supuesto, ya le envié a ella un mensajero con la
noticia. Cador debería reunírsele por el camino. Estarán en Amesbury cuando el
cuerpo de mi padre llegue allí para el entierro.
—¿Debo interpretar, pues, que quieres que escolte su cadáver hasta Amesbury?
—Si quieres. Posiblemente yo no podré ir, como debiera, y ha de tener una
escolta real. Quizá mejor contigo, ya que le conociste, mientras que yo he accedido a
la realeza tan recientemente. Además, si tienes que yacer junto a Ambrosio en la
Danza de las Piedras Colgantes, deberías estar allí para ver el traslado de la piedra
real y la preparación del sepulcro. ¿Lo harás?
—De acuerdo. Si todo va bien, eso puede llevarnos unos nueve días.
—Para entonces yo tendría que estar allí. —Un destello repentino—. Con suerte
regular, espero tener pronto nuevas sobre Colgrim. Saldré tras él sobre las cuatro, tan
pronto como haya luz de día. Beduier viene conmigo —añadió, como si eso fuera un
consuelo y añadiera seguridad.
—Y, ¿qué hay del rey Lot, ya que está claro que no va contigo?
Con lo cual me gané una mirada y un tono tan suaves como los de un político:
—Se va también, al despuntar el alba. No hacia su tierra… No, es decir, no hasta
que yo descubra hacia dónde se marchó Colgrim. No, recomendé al rey Lot que se
trasladara directamente a York. Creo que la reina Ygerne irá allí después del entierro,
y Lot puede acogerla. Luego, una vez que se haya celebrado la boda con mi hermana
Morgana, supongo que puedo contar con él como un aliado, le guste o no. Y el resto
de la lucha, lo que venga entre ahora y Navidad, puedo hacerlo sin él.
—Así que te veré en Amesbury. ¿Y después?
—Carlión —respondió sin vacilar—. Si la guerra lo permite, iré allá. Nunca
estuve antes y, por lo que me ha dicho Cador, aquello tiene que ser ahora mi cuartel
general.
—Hasta que los sajones rompan el tratado y nos invadan desde el sur.
—Como sin duda harán. Hasta entonces. Si Dios quiere, antes aún nos quedará
tiempo para respirar.
—Y para construir otra fortaleza.
Alzó rápidamente la vista.
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—Sí, lo estaba pensando. ¿Estarás allí para ocuparte de ello? —Y prosiguió con
repentina urgencia—: Merlín, ¿juras que te tendré siempre allí?
—Durante todo el tiempo que me necesites. Aunque me parece —añadí
alegremente— que al aguilucho le están creciendo ya las plumas bastante deprisa. —
Luego, como sabía lo que se encerraba tras esa repentina incertidumbre, le dije—: Te
esperaré en Amesbury, y estaré allá para presentarte a tu madre.
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Capítulo II
Amesbury es poco más que una aldea, pero desde los tiempos de Ambrosio
adquirió cierta grandeza, como corresponde a su lugar de nacimiento, y por su
proximidad al gran monumento de las Piedras Colgantes, que se halla en la ventosa
llanura de Sarum.
Se trata de una serie de enormes piedras dispuestas en círculo, una Danza de
gigantes, que originariamente se levantó en tiempos que están más allá de la memoria
de los hombres. Yo reconstruí la Danza —y debido a ello el pueblo persiste en verlo
como un «arte de magia»— para que fuera un monumento a la gloria de Bretaña y
lugar de enterramiento de sus reyes. Aquí iba a descansar Úter, junto a su hermano
Ambrosio.
Condujimos su cadáver hasta Amesbury sin incidentes y lo dejamos en el
monasterio del lugar, envuelto en especias y en el tronco hueco de un roble a modo
de ataúd, cubierto por un paño mortuorio color púrpura, ante el altar de la capilla. La
guardia real (que había cabalgado hacia el sur escoltando el cadáver del rey) lo
velaba, mientras los monjes y monjas de Amesbury rezaban junto al féretro. Como la
reina Ygerne era cristiana, el difunto rey sería enterrado con todos los ritos y
ceremonias de su Iglesia, aunque en vida él apenas se hubiera molestado en aparentar
rendirle culto al dios de los cristianos. Incluso ahora yacía con monedas de oro
brillando sobre sus párpados, para pagar a un barquero que había exigido dicho peaje
desde más siglos atrás que san Pedro en la puerta. La propia capilla parece que había
sido erigida en el emplazamiento de un santuario romano; era poco más que una
construcción oblonga de zarzos y argamasa, con postes de madera que sustentaban un
techo de paja, pero tenía un suelo de fina labor de mosaico, limpio, restregado y muy
bien conservado. Éste, que mostraba volutas con parras y acantos, no podía ofender
las almas cristianas, y en el centro se extendía una alfombra tejida, probablemente
para cubrir a no importa qué dios o diosa paganos que flotaran desnudos por entre las
uvas.
El monasterio reflejaba algo de la nueva prosperidad de Amesbury. Lo formaba
un grupo variado de edificios apiñados de cualquier modo en torno a un patio
empedrado, pero se mantenían en buen estado y la casa de Abbot, que se había
desocupado para ponerla a disposición de la reina y su séquito, estaba construida en
piedra, con suelo entarimado de madera y, a un extremo, un gran hogar con
chimenea.
También el jefe de la localidad disponía de una buena casa, que se apresuró a
ofrecerme como alojamiento, pero explicándole que el rey no tardaría en llegar, le
dejé con el trajín de una preparación extraordinaria y me dirigí con mis criados a la
posada. Era pequeña y sin pretensiones de grandes comodidades, pero estaba limpia y
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en ella se mantenía encendido un buen fuego contra los fríos otoñales.
Él posadero me recordaba de cuando me alojé allí durante la reconstrucción de la
Danza: aún se le notaba el respeto que le había producido la hazaña, y se apresuró a
ofrecerme la mejor habitación y a prometerme carne fresca de ave y tarta de cordero
para la cena.
Se mostró aliviado cuando le dije que llevaba conmigo dos criados, que me
servirían en mi propia habitación, y mandó a sus puestos, en los fogones, a sus
pasmados mozos de cocina.
Los criados que tomé eran dos de los sirvientes de Arturo. En los últimos años,
mientras vivía solo en el Bosque Salvaje, había cuidado de mí mismo y ahora no
tenía criado propio. Uno era un muchacho menudo y vivo, de las colinas de
Gwynedd; el otro era Ulfino, que había sido criado del propio Úter. El último rey lo
había sacado de la servidumbre más brutal y le había mostrado una amabilidad a la
que Ulfino correspondió con devoción. Ahora pertenecería a Arturo, pero hubiera
sido cruel impedirle la oportunidad de acompañar a su señor en su última jornada, de
modo que pregunté expresamente por él, mencionándolo por su nombre. Siguiendo
mi mandato, se fue a la capilla junto al féretro, y yo no estaba muy seguro de poder
verle antes de que el funeral se terminara. Entretanto, Lleu, el galés, desempaquetó
mis baúles, pidió agua caliente y envió al más despierto de los mozos del hostal hasta
el monasterio con un mensaje mío para entregárselo a la reina en cuanto llegara. En él
le daba la bienvenida y le proponía ir a visitarla tan pronto como me hiciera llamar,
en cuanto hubiera descansado lo suficiente. Ella ya había recibido noticias acerca de
lo sucedido en Luguvallium; ahora le añadía tan sólo que Arturo no estaba aún en
Amesbury, pero que esperábamos que llegaría a tiempo para el funeral. Yo no me
encontraba en Amesbury cuando el séquito de la reina llegó.
Había cabalgado hasta la Danza de los Gigantes para comprobar si todo estaba
dispuesto para la ceremonia. A mi regreso me dijeron que la reina y su escolta habían
llegado poco después del mediodía, y que Ygerne se había instalado con sus damas
en la casa de Abbot. Su llamada me llegó justo cuando la tarde entraba en la
oscuridad del anochecer.
El sol se había puesto bajo un cielo nublado, y cuando, rehusando el ofrecimiento
de una escolta, anduve el breve trecho hasta el monasterio, era ya casi oscuro del
todo. La noche pesaba como un paño mortuorio, como un cielo enlutado en el que no
brillaba ningún lucero. Recordaba la enorme estrella real que resplandeció a la muerte
de Ambrosio, y mi pensamiento volvió hacia el rey que reposaba cerca, en la capilla,
con los monjes por compañía y los guardias como estatuas junto al féretro. Y Ulfino,
el único que había llorado por él entre todos los que le vieron morir.
Un chambelán me recibió a la entrada del monasterio. No el portero de los
monjes, sino uno de los propios servidores de la reina, un chambelán real a quien
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reconocí de Cornualles. Por supuesto me conocía y me saludó con una muy profunda
inclinación, pero pude advertir que no recordaba nuestro último encuentro. Aunque
más canoso y más encorvado, era el mismo hombre que me dejó pasar a presencia de
la reina unos tres meses antes del nacimiento de Arturo, cuando ella prometió que
confiaría el niño a mi cuidado. Entonces yo me había disfrazado, por temor a la
enemistad de Úter, y era natural que el chambelán no reconociera en el alto príncipe
de la puerta al humilde y barbudo «doctor» que fuera llamado a consulta por la reina.
Me condujo a través de un patio cubierto de hierbajos hacia el gran edificio, de
techo de paja, en que la reina se alojaba. En el exterior de la puerta y aquí y allá a lo
largo de los muros ardían unas lámparas de aceite, con lo que la pobreza del lugar se
evidenciaba de forma total. Tras un verano húmedo las hierbas habían crecido rápida
y libremente entre el empedrado, y en los rincones del patio las ortigas llegaban hasta
la cintura. Entre ellas había arados de madera y azadones de los frailes labradores,
envueltos en arpillera. Cerca de una puerta había un yunque, y de un clavo hincado en
la jamba colgaba una hilera de herraduras.
Una carnada de lechones salió amontonándose y chillando a nuestro paso, y a
través de las tablas rotas de una media puerta la marrana los llamó con gruñidos
ansiosos. Los religiosos y religiosas de Amesbury eran gente sencilla. Me preguntaba
qué tal se encontraría allí la reina.
No debía temer por ella. Ygerne fue siempre una dama que sabía lo que quería, y
desde su boda con Úter se mantuvo en una posición de máxima realeza, posiblemente
impelida a ello por la misma irregularidad de dicha boda. Yo recordaba que la casa de
Abbot era un hogar humilde, limpio y seco, pero carente de comodidades. En aquel
momento, y en unas pocas horas, los servidores de la reina se habían ocupado de que
pareciera lujoso.
Las paredes, de piedra desnuda, quedaban ocultas bajo colgaduras color escarlata,
verde y azul pavonado y una alfombra oriental que yo le traje de Bizancio. El suelo
de madera se había restregado hasta dejarlo blanco, y los bancos que se alineaban a lo
largo de las paredes estaban cargados de pieles y cojines. Un gran fuego de leños
ardía en el hogar. Junto a él había una silla alta de madera dorada, tapizada de lana
bordada, con un escabel orlado de oro. En el lado opuesto había otra silla, de respaldo
alto y cabezas de dragón talladas en los brazos. La lámpara era un dragón de cinco
cabezas, de bronce. La puerta que daba al austero dormitorio de los Abbot estaba
abierta y más allá pude ver de una ojeada la colgadura azul de una cama y el brillo de
una orla de plata. Tres o cuatro mujeres —dos de ellas poco más que niñas— se
afanaban en la alcoba y junto a la mesa que, al fondo de la sala y alejada del fuego,
estaba dispuesta para la cena. Unos pajes vestidos de azul se apresuraban con platos y
jarras. Tres lebreles blancos reposaban tan cerca del fuego como podían resistir.
Cuando entré cesó tanto la actividad como la charla. Todas las miradas se
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volvieron hacia la puerta. Un paje que llevaba una jarra de vino, sorprendido a cinco
palmos de la puerta, se detuvo, dio un viraje repentino y se quedó mirando de hito en
hito, con los ojos en blanco. Alguien junto a la mesa dejó caer un tajadero de madera
y los lebreles se precipitaron sobre las tartas caídas. El escarbar de sus uñas y el ruido
al mascar eran los únicos sonidos que podían oírse a través del crepitar del fuego.
—Buenas noches —dije afablemente.
Correspondí a las reverencias de las mujeres, aguardé serio mientras un
muchacho recogía el tajadero caído y apartaba los perros de un puntapié, y a
continuación dejé que el chambelán me acompañara hacia la chimenea.
—La reina… —cuando empezaba a hablar, las miradas se volvieron desde mi
persona hasta la puerta interior, y los lebreles, meneándose agitados, brincaron para
recibir a la mujer que entró por ella.
Si no fuera por los perros y las reverenciosas mujeres, un extraño hubiera podido
pensar que quien acudía a recibirme era la abadesa del lugar. La mujer que entró
contrastaba con la rica sala tanto como la propia sala contrastaba con el escuálido
patio. Iba vestida de negro de pies a cabeza; un velo blanco le cubría el cabello —que
le caía hacia la espalda, por detrás de los hombros—, y sus pliegues suaves,
prendidos con alfileres, le enmarcaban el rostro como una toca. Las mangas del traje
estaban guarnecidas de seda gris y sobre el pecho llevaba una cruz de zafiros, pero
ningún otro alivio se advertía en el sombrío blanco y negro de su luto.
Hacía mucho tiempo que no había visto a Ygerne y esperaba encontrarla
cambiada, pero aún así me asombré por lo que vi.
Todavía le restaba belleza, en las líneas óseas, en sus grandes ojos azul oscuro y
en el porte regio de su cuerpo; pero la gracia había cedido el paso a la dignidad, y
había una delgadez en sus muñecas y manos que no me gustaba, y bajo sus ojos unas
sombras casi tan azules como los propios ojos. Todo esto, no los estragos del tiempo,
fue lo que me sorprendió. Por todas partes veía señales que un doctor podría leer muy
claramente.
Pero yo estaba aquí como príncipe y emisario, no como médico.
Le devolví la sonrisa de bienvenida, me incliné sobre su mano y la conduje hacia
la silla tapizada. A una señal suya los mozos pusieron los collares a los lebreles y se
los llevaron; luego se sentó, al tiempo que se alisaba la falda. Una de las muchachas
le acercó un escabel y, acto seguido, con los párpados bajos y las manos cruzadas, se
quedó junto a la silla de su señora.
La reina me invitó a sentarme, y le obedecí. Alguien escanció vino y, con las
copas en la mano, intercambiamos los lugares comunes de la entrevista. Con cortesía
puramente formal le pregunté cómo estaba, y me di cuenta de que ella no podía leer
en mi rostro absolutamente nada sobre lo que yo sabía.
—¿Y el rey? —preguntó finalmente. La palabra le salió con dificultad, como si le
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costara un esfuerzo.
—Arturo prometió que vendría. Le espero para mañana. No ha habido noticias
desde el norte, así que no tenemos manera de saber si se han vuelto a producir
combates. La falta de noticias no debe alarmaros: significa tan sólo que él llegará
aquí al mismo tiempo que el mensajero que os haya podido enviar.
La reina asintió con la cabeza, sin ninguna muestra de ansiedad. Tampoco podía
pensar mucho más allá de su propia pérdida, de modo que recibió mi tono sereno
como la promesa tranquilizadora del profeta.
—¿Esperaba que hubiera más combates?
—Se quedó tan sólo como medida de precaución. La derrota de los hombres de
Colgrim fue decisiva, pero el propio Colgrim escapó, tal como ya os escribí. No había
noticias sobre dónde había ido. Arturo pensó que era mejor asegurarse de que las
fuerzas sajonas dispersadas no pudieran reagruparse, al menos mientras venía hacia el
sur para el entierro de su padre.
—Es muy joven para semejante carga —señaló.
Sonreí.
—Pero preparado para todo esto, y sobradamente capaz. Creedme, era como ver
un joven halcón desplazándose por el aire, o un cisne por el agua. Cuando me despedí
de él, prácticamente no había dormido en dos noches, y seguía gozando de buen
ánimo y excelente salud.
—Me alegro mucho.
Hablaba formalmente, inexpresiva, pero pensé que más valía así.
—La muerte de su padre le ha supuesto un golpe, y también un pesar, pero
comprenderéis, Ygerne, que no puede haberle afectado muy íntimamente, y que tenía
otras cosas que hacer más que henchirse de tristeza.
—Yo no he sido tan afortunada —respondió en voz muy tenue, y bajó la mirada
hasta posarla en sus manos.
Permanecí en silencio, comprensivo. La pasión que había unido a Úter y su mujer
poniendo en juego un reino, no se había apagado con los años. Así como la mayoría
de hombres necesita comer y dormir, Úter había sido un hombre necesitado de
mujeres, y cuando sus obligaciones reales le llevaban lejos de la cama de la reina, la
suya propia raramente estaba vacía; pero cuando ambos estaban juntos nunca se le
veía a él en otra parte ni le daba a ella motivos de queja. El rey y la reina se habían
amado uno al otro en el antiguo estilo elevado de amor, y éste había sobrevivido a la
juventud, a la salud, y a las mudanzas por compromisos y conveniencias que son el
precio que conlleva la realeza. Yo había llegado a creer que su hijo Arturo, privado
como estuvo del rango real y criado oscuramente, había vivido mejor en su hogar
adoptivo de Galava que en la corte de su padre, en donde hacerlo con el rey y la reina
hubiera distado de ser lo más conveniente para él.
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Por último ella alzó la vista, con el rostro nuevamente sereno.
—Recibí vuestra carta y la de Arturo, pero hay muchas más cosas que quiero oír.
Decidme qué sucedió en Luguvallium. Cuando él partió hacia el norte contra Colgrim
yo sabía que no estaba en condiciones para ello. Juró que debía llegar hasta el campo,
incluso aunque tuvieran que transportarlo en una litera. ¿Debo entender que es esto lo
que sucedió?
Para Ygerne, el «él» de Luguvallium no era ciertamente su hijo. Lo que ella
quería era el relato de los últimos días de Úter, no el del milagroso comienzo del
reinado de Arturo. Se lo proporcioné.
—Sí, hubo un gran combate y el rey peleó magníficamente. Le trasladaron al
campo de batalla en una silla y durante la lucha sus sirvientes se ocuparon de él,
incluso en lo más duro de la contienda. Yo traje a Arturo desde Galava y lo puse a sus
órdenes, para que fuera reconocido públicamente, pero Colgrim atacó de repente y el
rey tuvo que entrar en combate sin haber hecho la proclamación. Mantuvo a Arturo
cerca, y cuando vio que la espada del muchacho se rompía durante la pelea, le arrojó
la suya propia. No sé si Arturo, en el fragor de la lucha, interpretó el gesto en todo su
significado, pero sí lo hicieron todos los que se hallaban cerca. Fue un gran gesto, de
un gran hombre.
Ygerne no respondió, pero me recompensó con una mirada. Sabía mejor que
nadie que Úter y yo nunca nos habíamos querido el uno al otro. Un elogio expresado
por mí era bastante mejor que cualquier adulación procedente de la corte.
—Y después el rey volvió a sentarse en su silla y observó a su hijo que combatía
contra el enemigo, y que pese a su inexperiencia desempeñaba su parte en la derrota
de los sajones. Más tarde, cuando por fin presentó el muchacho a los nobles y
capitanes, el trabajo estaba ya medio hecho. Todos habían visto la entrega de la
espada real y cuan valerosamente había sido utilizada. Pero, de hecho, había alguna
oposición…
Vacilé. Se trataba precisamente de la misma oposición que había matado a Úter
tan sólo unas pocas horas antes, pero con tanta seguridad como un hachazo. Y el rey
Lot, cabecilla de la facción oponente, estaba comprometido en matrimonio con
Morgana, la hija de Ygerne. Ygerne confirmó tranquilamente:
—Ah, sí. El rey de Leonís. Algo he oído sobre esto. Contadme.
Debería haber recordado cómo era la reina. Se lo expliqué todo sin omitir
detalles: la estrepitosa oposición, la traición, la repentina y silenciosa muerte del rey.
Le conté la aclamación final de Arturo por la multitud, aunque mencionando sólo
muy de pasada la parte que me correspondía en todo ello: («Si de veras ha
conseguido la espada de Macsen ha sido por un don divino, y si tiene a Merlín junto a
él, entonces, sea cual fuere el dios que le guíe, ¡yo le sigo!»). Tampoco di ningún
énfasis a la escena de la capilla; tan sólo mencioné la prestación de juramento, la
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sumisión de Lot y la proclamación que Arturo hizo de Cador, hijo de Gorlois, como
heredero suyo.
Ante estas palabras por vez primera la reina sonrió y sus hermosos ojos
resplandecieron. Pude advertir que eso era nuevo para ella, y que en cierto modo
debía de aliviar su culpabilidad por la parte que le correspondió en la muerte de
Gorlois. Al parecer, tal vez por delicadeza o quizá porque él e Ygerne aún mantenían
mutuamente sus reservas, Cador no se lo había contado. La reina alargó la mano
hacia la copa, se sentó y bebió unos sorbos, con la sonrisa aún en los labios, mientras
yo terminaba mi relato.
Otra cosa, una de las más importantes, habría sido también nueva para ella, pero
sobre esto nada le dije. No obstante, la parte callada de mi relato me pesaba en la
mente, de modo que cuando Ygerne volvió a tomar la palabra debí de saltar como un
perro ante un trallazo.
—¿Y Morcadés?
—¿Cómo decís?
—No me habéis hablado de ella. Estará muy apenada por su padre. Fue una suerte
que el rey hubiera podido tenerla cerca. Ambos dábamos gracias a Dios por su
destreza.
—Le cuidó con absoluta devoción. Estoy seguro de que le echará amargamente
en falta —respondí con voz neutra.
—¿Vendrá al sur con Arturo?
—No. Se ha ido a York, para estar con su hermana Morgana.
Para mi tranquilidad no hizo más preguntas sobre Morcadés, sino que cambió de
tema preguntando dónde me hospedaba.
—En la posada —le respondí—. La conozco desde los viejos tiempos en que
trabajé aquí. Es un lugar sencillo, pero se han tomado grandes molestias para
hacérmelo confortable. Tampoco me quedaré mucho tiempo. —Eché una rápida
mirada a mi alrededor, hacia la acogedora estancia, y pregunté a mi vez—: Y vos, mi
señora, ¿pensáis estar aquí mucho tiempo?
—Sólo unos pocos días.
Si advirtió mi mirada hacia el lujoso entorno, no dio muestras de ello. Yo, que
normalmente no soy buen conocedor de las costumbres femeninas, descubrí de
pronto que la riqueza y la belleza del lugar no se habían preparado para la propia
comodidad de Ygerne sino que deliberadamente se habían dispuesto como escenario
de su primer encuentro con su hijo. El escarlata y el oro, los perfumes y las velas de
cera eran el escudo y la espada encantada de esta mujer que envejecía.
—Decidme —empezó bruscamente, sin rodeos, mostrando la preocupación que
por encima de todo la constreñía—: ¿Me considera culpable?
En la medida de mi respeto por Ygerne, le respondí directamente, sin fingir que el
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tema no fuera también el que ocupaba el primer lugar en mi pensamiento.
—Pienso que sobre este encuentro nada tenéis que temer. Al principio, cuando se
enteró de su parentesco y de su herencia, se preguntaba por qué vos y el rey habíais
convenido en denegarle sus legítimos derechos. No podemos culparle de que en un
primer momento se sintiera agraviado. Había empezado ya a sospechar su origen real,
pero asumía que —como en mi caso— la realeza le tocaba tangencialmente…
Cuando supo la verdad, con la alegría le llegó el deseo de saber. Pero —y os juro que
es cierto— no dio muestras de amargura ni de enfado; sólo estaba ansioso de saber
por qué. Cuando le conté la historia de su nacimiento y crianza, dijo —y quiero
transmitiros sus palabras exactas—: «Lo veo como tú dices que lo veía ella: que para
ser príncipe hay que atenerse siempre a las necesidades. No se hubiera separado de
mí sin motivo».
Hubo un breve silencio. A través de él yo oía resonar, no expresadas pero
rescatadas en el recuerdo, las palabras con las que él terminó: «Estaba mejor en el
Bosque Salvaje, creyéndome huérfano de madre e hijo bastardo tuyo, Merlín, que en
el castillo de mi padre esperando año tras año que la reina diera a luz a otro hijo que
me suplantara».
Sus labios se relajaron y advertí un suspiro. Los suaves párpados inferiores de sus
ojos mostraban un tenue temblor, que se aquietó como si se hubiera posado un dedo
sobre una cuerda vibrante. El color volvió a su rostro, y me miró como lo había hecho
tantos años atrás, cuando me rogó que me llevara al niño y lo ocultara lejos de la
cólera de Úter.
—Decidme, ¿cómo es?
Sonreí levemente.
—¿No os lo dijeron, cuando os dieron noticia de la batalla?
—Oh, sí, me lo contaron. Es alto como un roble y fuerte como Fionn, y él sólo
mató a novecientos hombres con sus propias manos. Es Ambrosio revivido, o el
propio Máximo, con una espada como el relámpago y un aura sobrenatural que le
rodea durante la batalla, como las pinturas de los dioses en la caída de Troya. Y es la
sombra y el espíritu de Merlín, y un perrazo le sigue a todas partes y habla con él
como si fuera su compañero. —Le bailaban los ojos—. De todo esto podéis adivinar
que los mensajeros eran hombres morenos de Cornualles, de las tropas de Cador.
Siempre prefieren cantar unos versos a explicar la realidad. Y yo quiero hechos
reales.
Siempre había sido así. Como ella, Arturo se ocupaba de cosas reales, incluso
cuando era niño: dejó la poesía para Beduier. Le di a Ygerne lo que quería.
—El último trozo es casi verdad, pero os han dado una pista totalmente
equivocada. Es Merlín la sombra y el espíritu de Arturo y no al revés, lo mismo que
el enorme perro, que es totalmente auténtico; se trata de Cabal, el perro que le regaló
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su amigo Beduier. En cuanto al resto, ¿qué os diré? Ya juzgaréis vos misma
mañana… Es alto, y salió más parecido a Úter que a vos, aunque tiene tonos de mi
padre: los ojos y el cabello son oscuros como los míos. Es fuerte y rebosa valor y
resistencia: todo eso que os contaron vuestros hombres de Cornualles, aunque
reducido a tamaño natural. Tiene la sangre ardiente y el temperamento impetuoso de
la juventud, y puede ser impulsivo y arrogante, pero bajo todo ello hay un juicio
ponderado y un creciente poder de control, como en cualquier hombre de su edad. Y
posee lo que yo considero una gran virtud: muestra muy buena disposición para
escucharme.
Eso me valió una nueva sonrisa, realmente encantadora.
—Lo decís bromeando, pero ¡coincido con vos en considerarlo una virtud! Es
afortunado por teneros a su lado. Como cristiana no me está permitido creer en
vuestra magia. De hecho, no creo en ella como lo hace la gente del pueblo. Pero sea
lo que sea y proceda de donde proceda, yo he visto vuestro poder en acción y sé que
es bueno, y que vos sois sabio. Pienso que lo que os posee y guía vuestros actos es lo
mismo a lo que yo llamo Dios. Permaneced junto a mi hijo.
—Estaré con él todo el tiempo que me necesite.
El silencio cayó luego entre nosotros, mientras ambos contemplábamos el fuego.
Los ojos de Ygerne soñaban bajo sus párpados cubiertos de alargadas sombras, y en
su rostro reaparecían la calma y la tranquilidad, aunque pensé que se trataba de la
misma quietud expectante que hallamos en la profundidad del bosque cuando en lo
alto las ramas se agitan ruidosamente con el viento y los árboles se ven sacudidos por
la tormenta hasta las mismas raíces.
Un muchacho entró de puntillas y se arrodilló ante el hogar para apilar nuevos
troncos en el fuego. Las llamas crepitaron, crujieron, estallaron en luz. Yo las miraba.
También para mí la pausa era una simple espera: las llamas no eran más que llamas.
El mozo salió sin hacer ruido. La doncella tomó la copa de la relajada mano de la
reina y alargó tímidamente su propia mano hacia mi copa. Era una criatura deliciosa,
de cuerpo fino como un junco, ojos grises y cabello castaño brillante. Parecía medio
asustada de mí, y cuando le entregué la copa se cuidó de no rozarme la mano. Se
marchó rápidamente con los recipientes vacíos. Pregunté entonces, en voz queda:
—Ygerne, ¿está aquí, con vos, vuestro médico?
Sus párpados se estremecieron levemente. No me miró, pero contestó en voz
igualmente baja:
—Sí. Siempre viaja conmigo.
—¿Quién es?
—Se llama Melchior. Dice que os conoce.
—¿Melchior? ¿Un joven que conocí cuando estudiaba medicina en Pérgamo?
—El mismo, aunque ya no tan joven. Estaba ya conmigo cuando nació Morgana.
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—Es bueno —comenté satisfecho.
Me echó una mirada rápida, de reojo. La doncella seguía fuera del alcance de
nuestra conversación, con el resto de mujeres, al otro lado de la sala.
—Debería haber sabido que no podía ocultaros nada. Espero que no permitáis que
se entere mi hijo…
Se lo prometí en seguida. Tan pronto la vi supe que estaba mortalmente enferma;
pero Arturo, que no la conocía y tampoco tenía nociones de medicina, podía no
advertirlo. Tiempo habría para ello más adelante. Ahora él estaba más para
comienzos que para finales.
La muchacha volvió y le susurró algo a la reina, quien asintió y se puso en pie. La
imité. El chambelán avanzaba ceremoniosamente, otorgando a la cámara prestada
otro tono más de realeza. La reina se volvió a medias hacia mí, alzando la mano para
invitarme a acompañarla a la mesa, cuando súbitamente la escena se interrumpió.
Desde fuera llegó el distante toque de una trompeta, luego otro más cercano y por
último, simultáneamente, las carreras y la excitación de la llegada de unos jinetes,
más allá de los muros del monasterio.
Ygerne alzó la cabeza, con un deje de su antigua juventud y ánimo. Permanecía
aún tranquila.
—¿El rey?
Su voz era ligera y rápida. Alrededor de la sala expectante surgió como un eco el
susurro y el murmullo de las mujeres. La muchacha junto a la reina estaba tan tensa
como la cuerda de un arco, y advertí que un vivido rubor de excitación le cubría
desde el cuello hasta la frente.
—Llega pronto —dije.
Mi voz sonó terminante y precisa. Estaba echando un pulso con mi propia
muñeca, que, al aumentar del sonido de los cascos, había empezado a moverse.
«Necio —me dije—. Necio. Ahora es asunto suyo. Lo soltaste y lo has perdido. Es un
halcón que nunca volverá a ser encapirotado. Mantente entre las sombras, profeta del
rey; contempla tus visiones y sueña tus sueños. Déjale vivir su vida, y aguarda por si
te necesita».
Una llamada en la puerta y la rápida voz de un criado. El chambelán acudió
presuroso: ante él un muchacho llegaba a todo correr con el mensaje, transmitido
sucintamente y despojado de cualquier circunloquio protocolario:
—Con la venia de la reina… El rey está aquí y quiere ver al príncipe Merlín.
Ahora, dice.
Tan pronto como salí oí que el silencio de la habitación se rompía en una
barahúnda de voces, como si se hubiera encargado a los pajes que sin demora
volvieran a disponer las mesas y trajeran más velas de cera, perfumes y vino. Y las
mujeres, cloqueando y canturreando como en un patio atestado de gente, seguían
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apresuradamente a la reina hasta la alcoba.
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Capítulo III
—¿Está ella aquí, me han dicho?
Arturo, más que ayudar, estorbaba al criado que le quitaba las embarradas botas.
Ulfino había vuelto ya de la capilla; podía oírle en la habitación contigua dirigiendo a
los criados de la casa mientras desempaquetaban y ordenaban las ropas y efectos
personales de Arturo. Fuera, la ciudad parecía haberse abierto precipitadamente, con
ruido y luces de antorchas y estrépito de caballos y gritos de órdenes. De vez en
cuando podían oírse, por encima de la barahúnda de voces, las agudas risitas de
alguna muchacha. En Amesbury nadie estaba de luto.
El propio rey daba pocas muestras de ello. Se liberó al fin de las botas con un
puntapié y se sacudió de los hombros la pesada capa. Dirigió los ojos hacia mí, en
una réplica exacta de la mirada de soslayo de Ygerne.
—¿Has hablado con ella?
—Sí. Acabo de dejarla. Estaba a punto de invitarme a cenar, pero creo que ahora
tiene pensado darte de comer a ti en mi lugar. Está aquí justo desde hoy, y la
encontrarás fatigada, pero se ha tomado un breve descanso y descansará mejor aún
cuando te haya visto. No te esperábamos aquí para antes de la madrugada.
—«La rapidez del César» —dijo sonriendo, al citar una de las frases de mi padre.
No cabía duda de que como maestro suyo yo la habría usado en exceso—. Sólo yo y
unos pocos más, naturalmente. Nos adelantamos. El resto vendrá más tarde. Confío
en que lleguen a tiempo para el entierro.
—¿Quién viene?
—Maelgon de Gwynedd y su hijo Maelgon. El hermano de Urbgen, de Rheged
—el tercer hijo del viejo Coel. Se llama Morien, ¿no?—. Caw tampoco podía venir,
de manera que ha enviado a Riderch, no, a Heuil. Me alegra decirlo, nunca pude
soportar a ese fanfarrón malhablado. Así que, veamos: Ynyr y Gwillim, Bors…, y me
han dicho que Ceretic de Elmet se ha puesto en camino hacia aquí desde Loidis.
Siguió nombrando a unos cuantos más. Al parecer, la mayor parte de los reyes del
norte habían enviado a hijos suyos u otros sustitutos. Naturalmente, con los restos del
ejército sajón rondando todavía por el norte, preferían quedarse vigilando sus propias
fronteras. Y así tantos, claro está, iba diciendo Arturo mientras chapoteaba en el agua
que el criado le echaba encima para que se lavara.
—El padre de Beduier también volvió a casa —prosiguió—. Alegó un asunto de
cierta urgencia pero, entre nosotros, pienso que quería echar un vistazo por cuenta
mía a los movimientos de Lot.
—¿Y Lot?
—Se dirigió a York. Tomé la precaución de mantenerlo vigilado. Y, en efecto,
sigue su camino. ¿Está Morgana allí, todavía, o vino al sur para reunirse con la reina?
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—Sigue en York. Hay un rey al que aún no has mencionado.
El criado le tendió una toalla, y Arturo desapareció debajo, frotándose el cabello
mojado para secárselo. Su voz llegó amortiguada:
—¿Cuál?
—Colgrim —respondí en tono suave.
Emergió bruscamente de la toalla, con la piel arrebolada y los ojos brillantes.
«Parece que no tenga más de diez años», pensé.
—¿Necesitas preguntar?
La voz no era de diez años. Era de un hombre lleno de fingida arrogancia que, en
el fondo, bromas aparte, no era tan fingida. «Por los dioses —pensé—, tú le pusiste
ahí. No puedes considerárselo como un orgullo desmesurado». Pero me descubrí a mí
mismo haciendo un signo para conjurarlo.
—No, pero pregunto.
Se puso repentinamente serio.
—Fue tarea mucho más dura de lo que esperábamos. Podría decirse que la
segunda parte de la batalla estaba aún por completar. Destrozamos sus fuerzas en
Luguvallium y Badulf murió a causa de las heridas, pero Colgrim salió ileso y en
alguna parte del este había reunido lo que le restaba de su ejército. No era cuestión de
perseguir a los fugitivos hasta darles caza; tenían allí unas fuerzas formidables y
estaban dispuestos a todo. Si íbamos con menos hombres que ellos, incluso podían
volverse las tornas contra nosotros. Dudo que nos hubieran vuelto a atacar: se
dirigían a la costa este, a casa, pero les alcanzamos a medio camino e hicieron un alto
junto al río Glein. ¿Conoces esa parte del país?
—No muy bien.
—Es salvaje y escabrosa, de bosques profundos, valles estrechos y ríos que
serpentean hacia el sur desde la meseta. Una región mala para el combate, lo que iba
tanto en su contra como en la nuestra. Colgrim volvió a escapar, pero ahora no tenía
posibilidad de detenerse para volver a reunir ningún tipo de fuerzas en el norte.
Cabalgó hacia el este. Ésta es una de las razones por las que Ban se quedó atrás; sin
embargo se bastaba él solo, por lo que Beduier pudo venir nuevamente conmigo
hacia el sur. —Permanecía aún de pie, dócil ahora a las manos de su sirviente
mientras le vestía, le echaba un nuevo manto por detrás de los hombros y se lo
sujetaba con un broche—. Estoy satisfecho —terminó, resumiendo.
—¿De que Beduier esté aquí? Yo también…
—No. De que Colgrim volviera a escapar.
—¿Sí?
—Es un hombre valiente.
—No obstante, tendrás que matarlo.
—Ya lo sé. Ahora… —El criado dio un paso atrás. El rey estaba a punto. Le
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habían vestido de gris oscuro y el manto tenía un cuello y un forro de rica piel. Ulfino
llegó desde la alcoba portando un pequeño cofre tallado, tapizado de bordados, que
contenía el anillo real de Úter. Los rubíes atraparon la luz, respondiendo al centelleo
de las joyas de los hombros y el pecho de Arturo. Pero cuando Ulfino le ofreció el
estuche, negó con la cabeza—: Pienso que ahora no es momento.
Ulfino cerró el cofrecillo y salió de la habitación, llevándose consigo al otro
hombre. La puerta se cerró tras ellos. Arturo me miró, como un eco de la misma
vacilación de Ygerne.
—¿Debo entender que me espera ahora? —preguntó.
—Sí.
Jugueteó nerviosamente con el broche que tenía en el hombro, se pinchó el dedo y
soltó un juramento. Luego, esbozando media sonrisa, prosiguió:
—No hay muchos precedentes de este tipo de cosas, ¿no? ¿Cómo tiene uno que
presentarse por vez primera ante la madre que se deshizo de él en cuanto nació?
—¿Cómo lo hiciste con tu padre?
—Eso es diferente, y tú lo sabes.
—Sí. ¿Quieres que os presente?
—Iba a pedirte que… Bueno, será mejor que nos acostumbremos a esta situación.
Algunas cosas no mejoran evitándolas… Veamos, ¿estás seguro sobre lo de la cena?
No he comido nada desde el amanecer.
—Seguro. Cuando salí estaban disponiendo a toda prisa nuevos manjares.
Tomó aliento, como un nadador antes de una profunda zambullida.
—Entonces, ¿vamos?
Ella estaba aguardando junto a la silla, de pie a la luz del fuego. El color había
vuelto rápidamente a sus mejillas, y el arrebol de la lumbre latía sobre su piel y volvía
sonrosada la toca blanca. Eliminada la oscuridad, se la veía hermosa, y la juventud
regresaba gracias al fulgor de las llamas y al brillo de sus ojos.
Arturo se detuvo en el umbral. Yo veía el centelleo azul de la cruz de zafiro de
Ygerne a medida que su pecho subía y bajaba. Separó los labios, como si fuera a
hablar, pero permaneció en silencio. Arturo dio unos pasos hacia ella, lentamente, tan
digno y envarado que aún parecía más joven de lo que era. Le acompañé, repasando
mentalmente las palabras apropiadas que debería pronunciar, pero finalmente nada
hubo que decir. La reina Ygerne, que en otros momentos de su vida había tenido que
enfrentarse a peores circunstancias, tomó a su cargo el manejo de la situación. Le
miró un instante, fijamente, como si quisiera traspasar directamente su alma con la
mirada, y luego le hizo una reverencia hasta el suelo, mientras decía:
—Majestad.
Él le tendió inmediatamente una mano, luego ambas, y la alzó.
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Le dio un beso de salutación, breve y formal, y sostuvo sus manos un momento
más antes de soltarlas.
—¿Madre? —dijo, probando. Era el modo como siempre había llamado a Drusila,
la mujer del conde Antor. Y luego, con alivio—: ¿Señora? Siento que no pude estar
aquí, en Amesbury, para recibiros, pero aún había peligro en el norte. Merlín os habrá
contado. Y yo vine hacia aquí tan deprisa como pude.
—Fuisteis más rápido de lo que esperábamos. ¿Habéis tenido éxito, espero? ¿Y el
peligro de los hombres de Colgrim se acabó?
—De momento. Por lo menos, nos queda tiempo para un respiro… y para hacer
lo que hay que hacer en Amesbury. Lamento vuestra pena y vuestra pérdida, señora.
Yo… —Vaciló, pero luego habló con una sencillez que, según pude ver, la consoló a
ella y lo serenó a él—. No puedo fingir ante vos que estoy tan triste como quizá
debiera. Apenas le conocí como padre, pero toda mi vida le conocí como rey, un rey
muy fuerte. Su pueblo llorará su muerte y yo también la lloraré, como uno más de
ellos.
—En vuestras manos está el protegerlos a todos, al igual que lo intentó él.
Hubo una pausa mientras volvían a observarse el uno al otro. Por muy poco, la
reina era la más alta de los dos. Quizás ella tuvo este mismo pensamiento: le indicó
con la mano la silla en que yo me había sentado y recostó la espalda en los
almohadones bordados. Un paje llegó presuroso para servir vino y hubo una actividad
general y el murmullo producido por el movimiento. La reina empezó a hablar de la
ceremonia de la mañana siguiente; al responder, Arturo se fue relajando, y pronto
ambos hablaban más francamente. Pero tras los corteses intercambios podía
descubrirse la confusión de lo que aún no se había hablado entre ellos, el ambiente
tan cargado, sus mentes tan cerradas entre sí…, de modo que olvidaron mi presencia
tan por entero como sí yo hubiera sido uno de los criados que aguardaban para servir
la mesa. Miré un momento en aquella dirección, y luego a las damas y doncellas que
estaban junto a la reina: todas las miradas convergían en Arturo, devorándole, los
hombres con curiosidad y cierto temor (los relatos les habían llegado con suficiente
prontitud), las mujeres con algo más que curiosidad, y las dos jovencitas en un
deslumbrado trance de excitación.
El chambelán permanecía inmóvil junto a la entrada. Captó mi mirada y expresó
una interrogación. Hice un gesto de aquiescencia con la cabeza. Cruzó la sala hasta
llegar junto a la reina y murmuró algo. Ella asintió, aliviada, y se puso en pie, lo
mismo que el rey. Me informaron de que la mesa estaba ya dispuesta para tres, pero
cuando el chambelán llegó a mi lado, moví negativamente la cabeza. Después de la
cena su conversación sería más fácil, y podrían despedir a la servidumbre. Estarían
mejor solos. De modo que salí, haciendo caso omiso de la mirada casi suplicante de
Arturo, y volví a la posada para ver si mis huéspedes y amigos habían dejado algo de
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cena para mí.
El día siguiente amaneció brillante y luminoso, con las nubes bajas amontonadas
en el horizonte y una alondra cantando por alguna parte como si fuera primavera. A
menudo un día luminoso a fines de septiembre trae consigo heladas y un viento
penetrante, y en ninguna parte puede ser el viento tan penetrante como en la
superficie de la Gran Llanura. Pero el día del entierro de Úter fue un día prestado de
la primavera: un viento cálido y un cielo esplendoroso, y el sol dorado sobre la Danza
de las Piedras Colgantes.
El ceremonial en el sepulcro fue largo, y las colosales sombras de la Danza se
movieron en círculo con el sol hasta que la luz resplandeció abajo, en el mismo
centro, y era más fácil ver con claridad el suelo, la propia sepultura y las sombras de
las nubes concentrándose y desplazándose como ejércitos distantes, que el centro de
la Danza, donde estaban los sacerdotes con sus trajes talares y los nobles de luto
blanco, con joyas que centelleaban contra los ojos. Se había levantado un pabellón
para la reina, que permanecía de pie bajo su sombra, sosegada y pálida entre sus
damas, sin mostrar señal alguna de fatiga o enfermedad.
Finalmente todo terminó. Los sacerdotes salieron, y tras ellos el rey y su séquito.
Mientras cruzábamos por la hierba hacia los caballos y las literas, podíamos oír ya
detrás de nosotros los golpes sordos de la tierra sobre la madera. Entonces llegó desde
arriba otro sonido que los enmascaró. Alcé la mirada. A lo alto en el cielo de
septiembre podía verse una multitud de pájaros, veloces, negros y pequeños, con sus
chillidos y reclamos mientras se dirigían hacia el sur. La última bandada de
golondrinas llevándose el verano con ellas.
—Ojalá los sajones se apliquen la indirecta —dijo Arturo a mi lado, en voz baja
—. No vendría mal, tanto para los hombres como para mí, disponer de todo el
invierno antes de que volviera a empezar la lucha. Además, ahora hay que ir a
Carlión. Me gustaría marchar hoy.
Pero por supuesto tenía que quedarse allí, igual que todos los demás, mientras la
reina permaneciera en Amesbury. Después de la ceremonia Ygerne regresó
directamente al monasterio y no volvió a aparecer en público, sino que permaneció
descansando o en compañía de su hijo, quien se quedó con ella todo el tiempo que se
lo permitieron sus asuntos, mientras las damas de la reina lo disponían todo para el
trayecto a York tan pronto como ella se encontrara capaz de viajar.
Arturo ocultaba su impaciencia y se ocupaba de sus tropas realizando ejercicios o
conversando largas horas con sus amigos y capitanes. Cada día podía verle más y más
absorbido por lo que hacía y por lo que afrontaba, aunque les acompañé poco, tanto a
él como a Ygerne; buena parte de mi tiempo lo pasé fuera, en la Danza de los
Gigantes, dirigiendo la tarea de volver a erigir la piedra real encajándola sobre la
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tumba del rey.
Por fin, ocho días después del entierro de Úter el séquito de la reina emprendió
viaje hacia el norte. Arturo aguardó amablemente hasta que desaparecieron de su
vista en la carretera hacia Cunetio.
Dio luego un profundo suspiro de alivio y sacó a sus guerreros de Amesbury tan
hábil y rápidamente como se saca un tapón de una botella. Era el cinco de octubre y
estaba lloviendo. Nuestro destino era, como supe a mis expensas, el estuario del
Severn y el embarcadero para cruzarlo hacia Caerleon, o Carlión, la Ciudad de las
Legiones.
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Capítulo IV
En el lugar por donde cruza la balsa, el estuario del Severn es ancho, con altas
mareas que suben a gran velocidad por el denso barro rojo. Unos muchachos vigilan
el ganado noche y día, pues un rebaño entero puede hundirse en el lodo de las mareas
y perderse. Y cuando las mareas de primavera y otoño se encuentran con el curso del
río, crece una ola como la que vi en Pérgamo después del terremoto. En la parte sur,
el estuario está limitado por acantilados; la orilla norte es pantanosa, pero a un tiro de
ballesta desde el límite de la marea hay un terreno de gravilla bien drenado que
asciende suavemente hasta un amplio terreno boscoso poblado de robles y castaños.
Establecimos el campamento en la parte donde ascendía el terreno, al socaire del
bosque. Mientras se estaba montando, Arturo se fue a dar una vuelta de exploración
en compañía de Ynyr y Gwilim, los reyes de Guent y de Dyfed; más tarde, después
de la cena, permaneció en su tienda para recibir a los jefes de las localidades
próximas. Muchas gentes del lugar se agolparon para ver al nuevo joven rey, incluso
los pescadores que no tenían más hogar que las cuevas de los acantilados y sus
frágiles barquillas de cuero. Habló con todos ellos, aceptando tanto su homenaje
como sus quejas. Después de una o dos horas, le pedí permiso con la mirada para
irme, lo obtuve, y salí fuera, al aire libre. Hacía mucho tiempo que no percibía el
aroma de las colinas de mi propia tierra y, además, estábamos cerca de un lugar que
hacía mucho que deseaba visitar.
Se trataba del en otro tiempo famoso lugar sagrado de Nodens, o Nuatha de la
Mano de Plata, conocido en mi país como Llud, o Bilis, rey del Otro Mundo, cuyas
puertas de entrada son las colinas huecas. Él fue quien guardó la espada después de
que yo la sacara de su tan prolongada sepultura bajo el suelo del templo de Mitra en
Segontium. La dejé bajo su custodia en la caverna del lago que, como era sabido, le
estaba consagrada, antes de llevármela por fin a la Capilla Verde. Con Llud tenía yo
también una deuda pendiente.
Su santuario junto al Severn era mucho más antiguo que el templo de Mitra o la
capilla en el bosque. Sus orígenes se habían perdido desde tiempos remotos, incluso
en los cantos y las narraciones. Primeramente fue una fortaleza en la colina, quizá
con alguna piedra o algún manantial dedicados al dios que cuidaba los espíritus de los
difuntos. Allí se encontró hierro, y durante todo el período romano el lugar fue una
mina de la que se extrajeron copiosas riquezas. Puede que los romanos fueran los
primeros que llamaron al lugar la Colina de los Enanos, dado que los morenos
hombrecillos del oeste eran quienes trabajaban en ella. Después la mina estuvo
mucho tiempo cerrada, pero el nombre perduró, y hubo narraciones de los
Antepasados en las que se contaba que los habían visto ocultándose en los robledales
o saliendo tumultuosamente de las profundidades de la tierra en las noches de
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tormenta y a la luz de las estrellas, para unirse a la comitiva del rey oscuro mientras
cabalgaba desde su colina hueca junto con el salvaje tropel de fantasmas y espíritus
encantados.
Alcancé la cima de la colina detrás del campamento y descendí, entre los robles
dispersos, hacia la corriente, al pie del valle. Había una crecida luna otoñal que me
mostraba el camino. Las hojas de castaño, ya medio sueltas y secas, caían aquí y allá
sin ruido sobre la hierba, pero los robles aún mantenían las suyas, de tal modo que el
aire estaba lleno de susurros como si las ramas secas se agitaran y cuchicheasen. La
tierra, después de la lluvia, olía exquisita y suavemente; tiempo para labrar la tierra,
tiempo para recolectar nueces, momento de las ardillas ante la llegada del invierno.
Más abajo, en la ladera umbría, algo se movió. Había un alboroto sobre la hierba,
un golpeteo de pisadas, y luego, como si una tormenta de granizo se extendiera
resonante sobre el pasto, apareció una manada de ciervos tan veloz como un vuelo de
golondrinas.
Estaban muy cerca. La luz de la luna bañó súbitamente el moteado pelaje y las
puntas marfileñas de sus cornamentas. Tan cerca estaban que incluso veía el brillo
líquido de sus ojos. Había ciervos manchados y blancos, fantasmas de motas y plata,
corriendo tan ligeros como sus propias sombras, tan veloces como una repentina
ráfaga de viento. Huían de mi presencia, hacia abajo, al pie del valle, entre los senos
de las redondeadas colinas, y hacia arriba, rodeando un grupo de robles, hasta
desaparecer.
Dicen que un ciervo blanco es una criatura mágica. Creo que es verdad. He visto
dos así en mi vida, y cada uno fue heraldo de una maravilla. Éstos, además, vistos a la
luz de la luna, surgidos de repente como nubes entre la oscuridad de los árboles,
parecían cosa de magia. Quizá, junto con los Antepasados, frecuentaban una colina
que aún mantenía una puerta abierta al Otro Mundo.
Crucé la corriente, subí por la próxima colina y seguí mi trayecto hacia arriba,
hacia las paredes ruinosas que la coronaban. Encontré el camino a través de los
escombros de lo que parecían antiguas construcciones, y luego trepé por la última
pendiente que ascendía desde el sendero. Situada en un alto muro cubierto de
enredaderas había una puerta. Estaba abierta. Entré.
Me encontré en el recinto, un amplio patio que se extendía todo a lo ancho de la
chata cima del montículo. La luz de la luna, cuya intensidad crecía por momentos,
ponía a la vista un tramo de pavimento roto, tapizado de hierbajos. Dos lados del
recinto quedaban cerrados por altas paredes, medio desmoronadas por arriba. En los
otros dos lados hubo una vez amplios edificios, parte de los cuales estaban aún
techados. El lugar, bajo aquella iluminación, seguía siendo impresionante, al
destacarse a la luz de la luna la totalidad de los techos y pilares. Tan sólo una lechuza,
que volaba silenciosamente desde una ventana superior, ponía en evidencia que el
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lugar había permanecido en un largo abandono e iba cayéndose a pedazos sobre la
colina.
Había otro edificio, enclavado casi en el centro del patio. El aguilón de su alto
tejado se alzaba nítidamente contra la luz de la luna, pero sus rayos descendían a
través de las ventanas vacías. Eso, reconocí, tenía que ser el santuario. Los edificios
que bordeaban la explanada era lo que quedaba de las hospederías y dormitorios en
que se alojaban los peregrinos y quienes allí acudían para sus plegarias; había celdas
privadas, cerradas con muros sin ventanas, semejantes a las que vi en Pérgamo, en
donde la gente dormía, esperando tener sueños que les devolvieran la salud, o
visiones adivinatorias.
Avancé silenciosamente sobre el roto pavimento. Sabía lo que iba a encontrar: un
santuario lleno de polvo y aire frío, como el abandonado templo de Mitra en
Segontium. Pero mientras subía los peldaños entre las aún imponentes jambas de la
celia central, me decía que tal vez los antiguos dioses que habían surgido al igual que
los robles, la hierba y los propios ríos, tal vez esos seres hechos de aire y tierra y agua
de nuestro dulce país, eran más difíciles de desalojar que los dioses visitantes de
Roma. Como uno en el que había creído durante mucho tiempo y que era el mío.
Quizá todavía se encontrara allí, donde el aire nocturno sonaba a través del santuario
vacío, llenándolo con el rumor de los árboles.
Los rayos de luna, filtrándose a través de las ventanas superiores y los retazos
rotos del techo, iluminaban el lugar con una luz nítida e intensa. Algunos pimpollos,
que habían arraigado allí y crecían paredes arriba, se balanceaban con la brisa, de
modo que las sombras y la fría luz se agitaban y mudaban de posición más allá de la
zona de semipenumbra. Era como estar en el fondo de un pozo; el aire —luz y
sombra—, se deslizaba tan puro y frío como el agua sobre la piel. El mosaico bajo
mis pies, ondeante y desigual por donde la base del suelo se había desplazado, se
vislumbraba como el fondo del mar, con sus extrañas criaturas marinas nadando en la
vacilante claridad. Desde más allá de los maltrechos muros llegó el siseo, como
rompientes de espuma, de los susurrantes árboles.
Permanecí allí, callado y sin hacer ruido, durante largo tiempo.
Tanto como para que la lechuza regresara volando con sus alas silenciosas y
derivase hacia su percha en lo alto del dormitorio.
Tanto como para que el vientecillo cesara y las sombras acuosas se aquietaran.
Tanto como para que la luna se desplazara tras el aguilón del tejado y los delfines
bajo mis pies se desvanecieran en la oscuridad.
Nada se movía ni se oía. Ninguna presencia. Me dije para mis adentros, con
humildad, que aquello significaba inexistencia. Yo, que una vez fui un encantador y
profeta tan poderoso, había sido barrido por la potente marea hacia las verdaderas
puertas de Dios, y ahora era devuelto por el reflujo de una estéril orilla. Si aquí
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hubiera voces, yo no las oiría. Era tan mortal como el espectral ciervo.
Me di la vuelta para abandonar el lugar. Y sentí el olor a humo.
No el humo del sacrificio, sino un humo de madera corriente y, con él, unos
tenues aromas de cocción. Venía de alguna parte más allá de la semiderruida
hospedería de la zona norte del recinto.
Crucé el patio, entré a través de los restos de un imponente arco y, guiado por el
olfato y después por el débil resplandor de un fuego, me encaminé a una pequeña
habitación, donde un perro, despertando, empezó a ladrar, y dos personas que habían
estado durmiendo junto al fuego se pusieron bruscamente de pie.
Eran un hombre y un muchacho, padre e hijo a juzgar por el parecido; gente
pobre, según daban a entender las raídas ropas que vestían, pero en su aspecto había
algo que denotaba a unos hombres dueños de su propia vida. En esto me equivocaba,
como así se evidenció.
Actuaron con la rapidez del miedo. El perro —viejo y poco ágil, con el hocico
gris y un ojo blanco— no atacó, pero se levantó del suelo gruñendo. El hombre se
puso en pie mucho más deprisa que el perro, sosteniendo en la mano un largo
cuchillo. Era afilado y brillante, y parecía un arma sacrificial. El muchacho,
mostrando gran resolución frente al extraño y un valor como de doce personas, agarró
un pesado leño de la fogata.
—La paz sea con vosotros —dije, y lo repetí en su propia lengua—. Vine para
rezar una oración, pero nadie me respondía, de modo que cuando olí el humo del
fuego vine hacia acá para ver si el dios aún tenía aquí algún servidor.
La punta del cuchillo descendió, aunque el hombre seguía manteniéndolo
agarrado, y el viejo perro gruñó.
—¿Quién sois? —preguntó el hombre.
—Tan sólo un extranjero que pasaba por este lugar. A menudo oí hablar del
famoso santuario de Nodens, y me tomé un tiempo para visitarlo. ¿Sois su guardián,
señor?
—Lo soy. ¿Buscáis alojamiento para la noche?
—No era mi intención. ¿Por qué? ¿Todavía lo ofrecéis?
—A veces. —Estaba receloso. El muchacho, más confiado, o quizás advirtiendo
que yo iba desarmado, volvió hacia atrás y colocó cuidadosamente el leño en el
fuego. El perro, ahora callado, se acercó hasta rozarme la mano con su grisáceo
hocico. Movió la cola—. Es un buen perro, y muy fiero —aclaró el hombre—, pero
viejo y sordo.
Su actitud ya no era hostil. Ante el comportamiento del perro, el cuchillo
desapareció.
—Y sabio —añadí. Acaricié su cabeza levantada—. Es de los que pueden ver el
viento.
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El muchacho se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos.
—¿Ver el viento? —preguntó el hombre, mirándome fijamente.
—¿No lo habéis oído decir de los perros que tienen un ojo blanco? Pues viejo y
lento como es, puede ver que yo he venido sin intención alguna de haceros daño. Mi
nombre es Myrddin Emrys, y vivo al oeste de aquí, cerca de Maridunum, en Dyfed.
He estado viajando y voy camino de casa. —Le di mi nombre galés; como cualquier
otro, podía haber oído hablar de Merlín el encantador y temer que no fuera un buen
amigo para tener al lado, junto al hogar—. ¿Puedo entrar y compartir un rato vuestra
fogata, y me contáis algo sobre el santuario que guardáis?
Me dejaron paso y el muchacho acercó un taburete que sacó de algún rincón.
Conforme le hacía preguntas, muy detalladas, el hombre se fue tranquilizando y
empezó a hablar. Se llamaba Mog. No era realmente un nombre, sino que significaba
simplemente «un servidor», lo que él debía de ser, pues hubo una vez un rey que no
rehusó llamarse a sí mismo Mog Nuata. Su hijo, todavía con mayor grandeza, llevaba
el nombre de un emperador.
—Constante será el servidor después de mí —dijo Mog, y siguió hablando con
orgullo y nostalgia de los buenos tiempos del santuario, cuando el emperador pagano
lo reedificó y equipó de nuevo, sólo medio siglo antes de que la última de las legiones
abandonara Bretaña. Desde mucho antes de esta época, me dijo, un «Mog Nuata»
había cuidado del santuario con toda su familia. Pero ahora sólo estaban él y su hijo;
su mujer había bajado aquella mañana al mercado, y pasaría la noche en el pueblo,
con su hermana enferma.
—Si es que ha quedado alguna habitación, con todo el movimiento que hay ahora
por allí —gruñó—. Desde aquella pared se puede divisar el río, y cuando vimos las
balsas que lo cruzaban envié al chico para que echara un vistazo. El ejército es, dijo,
con el joven rey. —De repente dejó de hablar, mirando con detenimiento, a través del
fuego, mi ropa de paisano y mi capa—. No seréis soldado, ¿verdad? ¿Vais con ellos?
—Sí a lo último, y no, a lo primero. Como podéis ver, no soy soldado, pero voy
con el rey.
—¿Qué sois, entonces? ¿Un secretario?
—Algo así.
Asintió con la cabeza. El muchacho, que escuchaba con total interés, estaba
sentado y con las piernas cruzadas entre el perro y mis pies. Su padre preguntó:
—¿Cómo es este jovencito a quien dicen que el rey Úter entregó la espada?
—Es joven, pero se ha convertido en un hombre y en un buen soldado. Puede
dirigir a hombres y tiene suficiente sentido común como para escuchar a sus mayores.
Volvió a asentir. No eran para esa gente los cuentos y las esperanzas de poder y
gloria. Ellos vivían toda su vida en la retirada cima de su colina, dando aquel único
sentido a sus días; lo que sucediera más allá de los robles no les concernía. Desde el
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principio de los tiempos nadie había asaltado el lugar sagrado. Preguntó pues sobre la
única cuestión que les importaba:
—¿Es cristiano ese joven Arturo? ¿Echará abajo el templo en el nombre de ese
dios recién inventado o respetará a los que hubo antes?
Le contesté tranquilo y tan lealmente como supe:
—Será coronado por el obispo cristiano, y se arrodillará ante el Dios de sus
padres. Pero es un hombre de este país, y conoce los dioses de esta tierra y a las
gentes que aún sirven a estos dioses en las montañas, en las fuentes y en los vados de
los ríos. —Capté con la mirada, en un amplio anaquel al lado opuesto del fuego, una
gran multitud de objetos cuidadosamente dispuestos. Yo había visto cosas semejantes
en Pérgamo y en otros lugares de curaciones milagrosas; eran ofrendas a los dioses:
piezas modeladas de partes del cuerpo humano, o esculturas talladas de animales o
peces, que encerraban algún mensaje de súplica o de gratitud. Le dije a Mog—: Ya
comprobarás que sus ejércitos pasarán de largo sin causar ningún daño, y que si
alguna vez él mismo viene aquí elevará una plegaria al dios y hará una ofrenda.
Como yo hice y haré.
—Así se habla —dijo de repente el chico, y sonrió abiertamente mostrando sus
blancos dientes.
Le sonreí a mi vez y dejé caer un par de monedas en su palma extendida.
—Para el santuario y para sus servidores.
Mog gruñó algo y Constante se deslizó sobre los pies hacia el armario del rincón.
Volvió con una bota de cuero, y una taza desportillada para mí. Mog alzó su propia
taza del suelo y el chico vertió licor en ella.
—A vuestra salud —exclamó Mog.
Le respondí y bebimos. Era hidromiel, dulce y fuerte.
Mog bebió otra vez y se pasó la manga de lado a lado sobre la boca.
—Habéis estado preguntando sobre tiempos pasados y os he contado las cosas lo
mejor que he podido. Ahora, señor, explicadnos qué ha estado sucediendo allá arriba,
en el norte. Ahí abajo todos hemos oído historias de batallas, y de reyes que se
morían y que se hacían. ¿Es verdad que los sajones se han ido? ¿Es verdad que el rey
Úter Pandragón mantuvo oculto a ese príncipe todo este tiempo, y lo sacó, tan
repentinamente como un trueno, allá en el campo de batalla, y que él solo mató a
cuatrocientos de los salvajes sajones con una espada mágica que cantaba y bebía
sangre?
Una vez más referí la historia, mientras el muchacho alimentaba calladamente el
fuego y las llamas chisporroteaban, brincaban y resplandecían sobre las
cuidadosamente pulidas ofrendas alineadas en el anaquel. El perro volvía a dormir,
con la cabeza apoyada en mi pie y el fuego calentándole el áspero pelaje. Mientras yo
hablaba la bota iba pasando de uno a otro y el hidromiel iba bajando; por último el
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fuego menguó, los leños quedaron reducidos a cenizas y yo terminé mi relato con el
entierro de Úter y los planes de Arturo de llegar a Carlión para preparar la campaña
de primavera.
Mi anfitrión alzó la bota hasta terminarla y la sacudió.
—Se acabó. Y nunca hizo mejor servicio nocturno. Gracias, señor, por vuestras
noticias. Vivimos aquí arriba a nuestro propio modo, pero vos sabréis, estando abajo,
en la urgencia de los acontecimientos, que incluso las cosas que suceden fuera, allá
en Bretaña —hablaba como si se tratara de otro país, a cientos de millas de su
tranquilo refugio—, pueden tener su eco, a veces con pena y aflicción, en los lugares
pequeños y solitarios. Rogaremos para que hayáis acertado acerca del nuevo rey.
Podéis decirle, si alguna vez estáis lo suficientemente cerca como para tener una
conversación con él, que mientras sea leal con su verdadera tierra tiene aquí a dos
hombres que son también sus servidores.
—Se lo diré. —Me levanté—. Gracias por vuestra acogida y por la bebida. Siento
haber interrumpido vuestro sueño. Ahora me voy y os lo dejo continuar.
—¿Iros, ahora? ¿Por qué? Está a punto de amanecer. Tened por seguro que habrán
cerrado ya vuestra hospedería. ¿O estáis en el campamento, allá abajo? Entonces el
centinela no os dejará pasar, a menos que tengáis la contraseña del propio rey. Haréis
mejor si os quedáis aquí. No —interrumpió mi inicio de excusa—, aún me queda una
habitación, conservada tal como estaba en aquellos tiempos en que acudían desde
lejos y de todas partes para tener sueños. La cama es buena y el lugar se mantiene
seco. En muchas hospederías estaríais peor. Hacednos este favor y quedaos.
Dudé. El muchacho lo apoyaba haciendo signos afirmativos con la cabeza, con
los ojos brillantes, y el perro, que se levantó al mismo tiempo que yo, movía la cola
mientras daba un amplio y gimoteante bostezo, al tiempo que extendía las
entumecidas patas delanteras.
—Sí, quedaos —rogaba el chico.
Me daba cuenta de que era importante para ellos que aceptara su invitación.
Quedarme era devolver al lugar algo de su antigua santidad: un huésped en la
hospedería, tan cuidadosamente barrida, ventilada y conservada para unos huéspedes
que hacía tiempo que ya no venían.
—Con mucho gusto —respondí.
Constante, sonriendo satisfecho, introdujo una antorcha entre las cenizas y la
tomó en cuanto prendió el fuego.
—Entonces, venid por aquí.
Mientras le seguía, su padre, acomodándose de nuevo en las mantas junto al
hogar, pronunció las palabras sacramentales de un lugar de curación:
—Dormid profundamente, amigo, y quizás el dios os envíe un sueño.
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Quienquiera que me lo enviara, el sueño llegó, y fue un sueño auténtico.
Soñé en Morcadés, a la que yo había enviado desde la corte de Úter en
Luguvallium, con una nutrida escolta para que la llevara sana y salva a través de los
altos Peninos y luego por el sureste hasta York, donde vivía su media hermana
Morgana.
El sueño llegó por intervalos, como aquellas cumbres montañosas que se
vislumbran a través de las nubes movidas por el viento en un día oscuro. Cosa que
también era así en el sueño. Primero vi la comitiva en el atardecer de un día húmedo
y ventoso, mientras una fina lluvia, que caía inclinada en la dirección del viento,
convertía la carretera de grava en una resbaladiza pista de barro. Se habían detenido
en la orilla del río, crecido por la lluvia. No reconocí el lugar.
El camino bajaba hasta introducirse en el río, en lo que debería ser un vado poco
profundo pero que ahora mostraba una corriente agitada de agua blanca que rompía y
formaba espuma en torno a un islote que dividía el curso del agua como un barco
navegando.
No había ninguna casa a la vista, ni tampoco ninguna cueva. Más allá del vado la
carretera serpenteaba en dirección este entre los árboles empapados y ascendía a
través de las onduladas estribaciones hacia las altas montañas.
Como el crepúsculo caía rápidamente, parecía que el grupo de viajeros tendría
que pasar la noche allí y esperar hasta que disminuyeran las aguas del río. El oficial
que mandaba el destacamento, al parecer, se lo estaba explicando a Morcadés; yo no
podía oír lo que le decía, pero se le veía furioso, y su caballo, cansado como estaba,
se mostraba impaciente. Adiviné que la elección del itinerario no había sido del
oficial: la ruta correcta desde Luguvallium es el camino que va por las altas
parameras, y que deja la carretera del oeste en Brocavum y cruza las montañas por
Verterae. Este último lugar, que se mantiene fortificado y en buen estado, habría
proporcionado acomodo para que la comitiva se tomara un descanso; ésta habría sido
la elección obvia de un soldado. En lugar de esto, debían de haber tomado el viejo
camino de las montañas con ramificaciones al sureste desde la quíntuple encrucijada
próxima al campamento junto al río Lune. Yo nunca había seguido esta ruta. No era
una carretera que se hubiera mantenido en absoluto en buen estado. Ascendía a partir
del valle de los Dubglas y a través de los altos páramos, y desde allí cruzaba las
montañas por el paso que formaban los ríos Tribuit e Isara. La gente llama a este paso
el Desfiladero de los Peninos, y en épocas pasadas los romanos lo mantuvieron
fortificado, y los caminos abiertos y vigilados. Es una región salvaje y, entre las
distantes cumbres y los riscos más allá de la línea de árboles, hay cuevas en las que
todavía habitan los Antepasados. Si éste era realmente el camino que había tomado
Morcadés, lo único que me cabía hacer era preguntarme por qué.
Nubes y niebla; lluvia en prolongados chaparrones grises; el crecido río,
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empujando las blancas estelas de sus olas contra los maderos a la deriva e inclinando
los sauces del islote fluvial. La oscuridad y un intervalo de tiempo me ocultaron la
escena.
En el momento siguiente vi que se habían detenido en algún punto elevado del
desfiladero, con árboles suspendidos sobre precipicios a la derecha del camino y, a la
izquierda, el amplio panorama en declive de un bosque, con un río serpenteante al pie
del valle y, más allá, unas montañas. Habían hecho un alto junto a una piedra miliar
cerca de la cresta del puerto. De ahí partía una senda, cuesta abajo, hacia donde, en
un distante hueco del valle, brillaban unas luces. Morcadés señalaba hacia ellas, y
parecía que estaba teniendo lugar una discusión.
Yo aún no podía oír nada, pero la causa de la disputa era obvia. El oficial había
avanzado resueltamente hasta colocarse junto a Morcadés y, ladeándose en su silla de
montar, discutía furioso mientras señalaba primero el mojón y luego el camino que
tenían delante. Un tardío rayo de sol de poniente mostró, grabado y sombreado en la
piedra, el nombre OLICANA. Yo no podía ver la piedra miliar, pero lo que decía el
oficial estaba claro: que sería una locura renunciar a las comodidades que sabían que
les aguardaban en Olicana, a cambio de correr el albur de que la lejana casa (si es que
tal era) pudiera acomodar al grupo. Sus hombres, apiñados a su alrededor, le
apoyaban abiertamente. Junto a Morcadés, las mujeres de su séquito la miraban
ansiosamente, podría decirse que en actitud suplicante.
Al poco tiempo, Morcadés, con gesto resignado, cedió. La escolta se reorganizó.
Las mujeres se agruparon en torno a ella, sonrientes.
Pero antes de que la comitiva hubiera dado diez pasos, una de las mujeres profirió
un agudo grito, y entonces la propia Morcadés, soltando las riendas sobre el cuello de
su caballo, alzó frágilmente una mano al aire, como buscando a tientas un apoyo, y se
tambaleó en la silla. Alguien volvió a gritar. Las mujeres se agolparon para
sostenerla.
El oficial, volviendo hacia atrás, espoleó su caballo corriendo al lado del de
Morcadés y tendió un brazo para sostener su cuerpo suelto. Ella se desplomó contra
él y cayó inerte.
No quedaba más que aceptar la derrota. Pocos minutos después el grupo de
viajeros se deslizaba con ruido sordo pendiente abajo, por la senda que se dirigía
hacia la luz distante en el valle. Morcadés, envuelta rápidamente en su gran manto,
permanecía inmóvil y desmayada en brazos del oficial.
Pero yo, que desconfío de las brujas, sabía que en el refugio de su capucha
ricamente forrada aquélla estaba despierta y sonriendo con su sonrisita de triunfo
mientras los hombres de Arturo la transportaban a la casa a la que por sus particulares
razones los había dirigido, y en la que planeaba quedarse.
Cuando las nieblas de mi visión sé volvieron a apartar, vi una alcoba
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primorosamente amueblada, con una cama dorada y colchas carmesí, y un brasero
encendido que arrojaba su roja luz sobre la mujer que allí se encontraba, recostada
contra los almohadones. También estaban las mujeres del séquito de Morcadés, las
mismas que la habían atendido en Luguvallium: la joven doncella llamada Lind —la
que condujo a Arturo al lecho de su dueña— y la vieja que aquella noche durmió con
un profundo sueño narcotizado. La joven Lind parecía pálida y cansada. Recordé que
Morcadés, en su furor contra mí, la había hecho azotar. Servía a su dueña con recelo,
con los labios cerrados y la mirada baja, mientras que la anciana, entumecida por la
larga y húmeda cabalgada, realizaba sus tareas lentamente y gruñendo, pero mirando
de soslayo para asegurarse de que su dueña no le prestaba atención.
En cuanto a Morcadés, no mostraba el menor signo de enfermedad, ni siquiera de
fatiga. Tampoco eran de esperar.
Tumbada sobre los almohadones carmesí, con sus rasgados ojos de atractivo color
verde dorado mirando fijamente más allá de las paredes de la habitación, hacia algo
lejano y placentero, sonreía con la misma sonrisa que le vi en los labios cuando
Arturo dormía acostado junto a ella.
Tendría que haberme despertado aquí, sacudiéndome este sueño aborrecible y
penoso, pero aún tenía la mano del dios sobre mí, porque regresé al sueño y a la
misma habitación. Tuvo que ser más tarde, tras un lapso de tiempo, incluso de unos
días: el tiempo que le hubiera llevado a Lot, rey de Leonís, esperar hasta el fin de las
ceremonias en Luguvallium, y después, reunir sus tropas y encaminarse al sur y al
este, hacia York, por la misma intrincada ruta. Sin duda sus fuerzas principales
habrían ido directamente, mientras él, con un pequeño grupo de jinetes rápidos, se
habría apresurado para su cita con Morcadés.
Ahora estaba claro que eso había sido convenido previamente.
Ella tuvo que recibir un mensaje suyo antes de dejar la corte, luego habría
obligado a su escolta a cabalgar lentamente, para hacer tiempo, y finalmente,
fingiéndose enferma, idearía el buscar refugio en la intimidad de una casa amiga. Creí
haber descubierto su plan.
Al fallarle la tentativa de conseguir poder mediante la seducción de Arturo, se las
ingenió para persuadir a Lot de que acudiera a aquella cita, y ahora, con sus artimañas
de bruja, querría ganarse su favor y situarse, para poder encontrar alguna clase de
posición en la corte de su hermana, la futura reina de Lot.
En el momento siguiente, cuando el sueño cambió, vi el tipo de tretas que usaba:
artes de brujería, supongo, pero de la clase que cualquier mujer sabe cómo emplear.
Aparecía nuevamente la alcoba, con el brasero repartiendo una grata sensación de
calor y, junto a él, sobre una mesa baja, comida y vino en vajilla de plata. Morcadés
estaba de pie junto al brasero; el reflejo rosáceo combinaba con su túnica blanca y su
piel cremosa, y brillaba tenuemente sobre el largo y resplandeciente cabello que le
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caía hasta la cintura en riachuelos de tono albaricoque claro. Incluso yo que la
aborrecía tenía que admitir que era muy hermosa. Sus rasgados ojos verde-oro,
espesamente orlados por unas pestañas doradas, miraban hacia la puerta. Estaba sola.
La puerta se abrió y entró Lot. El rey de Leonís era un hombre grande y moreno,
de hombros poderosos y ojos ardientes. Apreciaba las joyas y despedía reflejos
brillantes con sus pulseras y anillos, y la cadena del pecho con topacios de Palmira y
amatistas engastados.
En el hombro, en el punto en que el largo cabello negro le rozaba el manto,
llevaba un magnífico broche de granates y oro labrado, al estilo sajón. «Lo bastante
bonito como para ser un regalo de invitado del mismo Colgrim», pensé sarcástico.
Tenía el cabello y el manto mojados por la lluvia.
Morcadés estaba diciendo algo. Yo nada podía oír. Era una visión sólo de
movimiento y color. No hizo ningún gesto de bienvenida. Él tampoco parecía
esperarlo ni mostró sorpresa por verla allí. Lot dijo algo, brevemente. Luego se
detuvo junto a la mesa y, levantando la jarra de plata, escanció vino en una copa con
tanta prisa y falta de cuidado que el líquido carmesí se derramó por encima de la
mesa y en el suelo. Morcadés se rió. No hubo ninguna sonrisa de respuesta por parte
de Lot. Se bebió el vino de un trago, intensamente, como si lo estuviera necesitando,
y luego arrojó la copa al suelo, dio unas zancadas por delante del brasero y con sus
manazas, manchadas y embarradas aún por el viaje a caballo, asió por ambos lados la
túnica de Morcadés por el cuello y la rasgó en dos pedazos, desnudándole el cuerpo
hasta el ombligo. Entonces la agarró, y posó su boca contra la de ella, devorándola.
No se había molestado en cerrar la puerta. Vi que la escena se ampliaba, y Lind, la
doncella, sobresaltada sin duda por el estrépito de la copa caída, se asomó, con la cara
pálida. Al igual que Lot, tampoco manifestó sorpresa por lo que veía, pero, asustada
quizá por la violencia del hombre, vacilaba, como pensando si debía acudir en ayuda
de su señora. Pero entonces advirtió, como yo había advertido, el semidesnudo
cuerpo aferrándose al del hombre, fundido con él, y las manos de la mujer
deslizándose hacia arriba, introduciéndose en el húmedo cabello negro. La rasgada
túnica resbaló hacia abajo para quedar hecha un montón en el suelo. Morcadés dijo
algo y se rió. Las manos del hombre que la asían cambiaron de posición. Lind se
retiró, y la puerta se cerró. Lot alzó a Morcadés y en cuatro largas zancadas alcanzó la
cama.
Tretas de bruja, desde luego. Incluso para una violación habría sido precipitado:
para una seducción era algo sin precedentes.
Llamadme inocente o estúpido o lo que queráis, pero al principio, retenido aquí
entre las nubes del sueño, yo sólo podía pensar que se había puesto en acción algún
tipo de sortilegio. Creo que pensé confusamente en vino narcotizado, la copa de
Circe, que convertía a los hombres en verracos encelados. Sólo hasta algún tiempo
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después, cuando el hombre sacó una mano de entre las ropas de la cama y prendió la
mecha de la lámpara, y la mujer, aturdida por el sexo y el sueño, se recostó sonriendo
en los cojines carmesí y alzó las pieles para cubrirse, no empecé a sospechar la
verdad. Él anduvo unos pasos sobre el suelo, a través del derrumbado naufragio de
sus propias ropas, llenó hasta el borde otra copa de vino, lo bebió, volvió a llenar la
copa y regresó para ofrecérsela a Morcadés.
Entonces se metió de nuevo en la cama a su lado, se recostó en la cabecera y
empezó a hablar. Ella, medio incorporada y medio tendida junto a él, asentía y
preguntaba, seria y detenidamente.
Mientras hablaban la mano de Lot se deslizó para acariciarle los pechos; lo hacía
de modo casi ausente, lo que resultaba bastante natural en un hombre como él,
acostumbrado a las mujeres. Pero ¿y Morcadés, la doncella de cabellos sueltos y
vocecita recatada? Morcadés no prestaba a este detalle más atención que el hombre.
Sólo entonces, con una sacudida igual que una flecha que golpea profundamente
un escudo, percibí la verdad. Ambos ya se habían encontrado antes aquí. Estaban
familiarizados. Incluso con anterioridad a que ella hubiera yacido con Arturo, Lot la
había hecho suya, y muchas veces. Estaban tan acostumbrados el uno al otro que
podían permanecer acostados juntos en una cama, ambos desnudos, hablando
afanosamente y con la mayor gravedad…
¿Sobre qué?
Traición. Éste fue, naturalmente, mi primer pensamiento. Traición contra el Gran
Rey, a quien los dos, por diferentes razones, tenían motivos para odiar. Morcadés,
celosa desde hacía tiempo de su media hermana, que siempre debía precederla, había
asediado a Lot y se lo había llevado al lecho. Era de suponer que, además, habría
habido otros amantes. Luego vino la apuesta de Lot por el poder en Luguvallium.
Fracasó, y Morcadés, sin estimar que la fortaleza y clemencia de Arturo propiciarían
que éste aceptase el retorno de Lot entre sus aliados, se volvió hacia el mismo Arturo
en su propio y desesperado juego por el poder.
¿Y ahora? Ella poseía la magia de su especie. Es posible que supiera, como yo
sabía, que en el incesto de aquella noche con Arturo había concebido. Debería
conseguir un marido y, ¿quién mejor que Lot? Si podía convencerlo de que el niño
era suyo podría escamotear boda y reino a la odiada hermana menor y construir un
nido donde el cuco pudiera salir del huevo sin peligro.
Parecía como si fuera a conseguirlo. Cuando les volví a ver a través del humo del
sueño estaban riendo juntos; ella había liberado su cuerpo de las ropas de cama y se
había sentado sobre las pieles y junto a los cortinajes carmesí de la cabecera de la
cama, con el cabello rosa-dorado cayéndole como una cascada por detrás de los
hombros, igual que un manto de seda. Tenía desnuda la parte superior del cuerpo, y
sobre la cabeza la corona real de Lot, de oro blanco, brillaba tenuemente con los
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topacios y las perlas lechoso-azuladas de los ríos del norte. Sus ojos brillaban,
luminosos y rasgados como los de un gato ronroneante, y el hombre la acompañaba
en sus risas mientras alzaba la copa y parecía que brindaba por ella. Cuando la
levantaba, la copa se balanceó y el vino al rebosar se vertió y se desparramó como si
fuera sangre sobre los pechos de ella, que sonrió sin moverse. El rey se inclinó,
riendo, y lo sorbió chupando.
El humo se espesó. Yo podía olerlo como si estuviera en la habitación, junto al
brasero. Entonces, por la misericordia divina, me desperté en la fría y tranquila
noche, pero arrastrando todavía la pesadilla como un sudor sobre la piel.
Para cualquiera que no fuera yo, conociéndoles como les conocía, la escena no
hubiera resultado ofensiva. La muchacha era encantadora y el hombre bastante
guapo, y si ambos eran amantes, pues claro, ella tenía todo el derecho a ilusionarse
con la corona.
Nadie habría encontrado nada en la escena que le obligara a apartar la vista; más
de una docena como ésta pueden verse cada verano al atardecer a lo largo de los
setos, o en los salones a medianoche. Pero respecto a la corona, incluso con una
corona como la de Lot, eso es sagrado: la corona es un símbolo de este misterio, el
vínculo entre la divinidad y el rey, entre el rey y el pueblo. De manera que ver la
corona sobre esa cabeza libertina, y la propia cabeza del rey despojada de su realeza e
inclinada más abajo al igual que pacen los animales, era una gran profanación, lo
mismo que escupir sobre un altar.
De modo que me levanté, sumergí la cabeza en el agua y así expulsé fuera la
visión.
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Capítulo V
Cuando llegamos a Carlión al mediodía siguiente un luminoso sol de octubre
estaba secando el suelo mientras al abrigo de paredes y edificios perduraba la
escarcha azulada. Los alisos, de cuyas negras ramas pendían las monedas amarillas
de las hojas, se veían brillantes e inmóviles a lo largo de la orilla del río, como un
bordado contra la oscuridad creciente del pálido firmamento. Las hojas muertas,
todavía con un ribete de escarcha, crujían al quebrarse bajo los cascos de nuestros
caballos. Los aromas del pan reciente y de la carne asada iban llenando el aire desde
las cocinas de campaña, e hicieron brotar vividamente en mi recuerdo el encuentro
que aquí tuve con Tremorino, el maestro ingeniero que rehízo el campamento para
Ambrosio e incluyó en sus planes las mejores cocinas de la región.
Se lo hice a notar a mi compañero —era Cayo Valerio, un viejo amigo—, y
asintió con un murmullo apreciativo.
—Esperemos que el rey se reserve el debido tiempo para tomar una comida antes
de empezar su inspección.
—Creo que podemos confiar en ello.
—Oh, sí, es un chico que está creciendo.
Lo dijo con una especie de orgullo indulgente, sin la menor huella de
paternalismo. Viniendo de Valerio, sonaba bien. Era un veterano que había peleado al
lado de Ambrosio en Kaerconan, y a partir de entonces con Úter. Era también uno de
los capitanes que estuvo con Arturo en la batalla del río Glein. Si hombres de su talla
podían aceptar con respeto al joven rey y confiar en él como jefe, entonces mi tarea
estaba ya cumplida. Este pensamiento me llegó puro, sin ningún sentimiento de
pérdida o de declive sino como un alivio tranquilo que era nuevo para mí. Pensé:
«Me estoy volviendo viejo».
Me di cuenta de que Valerio acababa de preguntarme algo.
—Disculpa, estaba pensando en otra cosa. ¿Me decías…?
—Te preguntaba si te vas a quedar hasta la coronación.
—Creo que no. Puede necesitarme aquí por un tiempo, si se decide a reconstruir.
Espero que me deje marchar pasada la Navidad, pero volveré para la coronación.
—Si los sajones nos dejan aguantar hasta entonces.
—Tú lo has dicho. Dejarlo hasta Pentecostés puede parecer un pequeño riesgo,
pero lo ha decidido el obispo, y el rey será muy prudente si no le contradice.
Valerio gruñó.
—Tal vez, si lo han pensado así y hacen alguna plegaria en serio, Dios detenga la
ofensiva de primavera. De modo que Pentecostés, ¿eh? ¿Supones que quizás esperen
que vuelva el fuego de los cielos… sobre ellos, en esta ocasión? —Me miró de
soslayo—. ¿Qué me dices?
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Daba la casualidad de que yo sabía a qué leyenda se refería. Desde la aparición
del fuego incandescente en la Capilla Peligrosa, los cristianos solían aludir a su
propia historia según la cual una vez, en Pentecostés, el fuego había descendido de
los cielos sobre unos servidores elegidos de su dios. Yo no veía motivos para discutir
con ellos tal interpretación de lo que sucedió en la Capilla: era necesario que los
cristianos, con su poder creciente, aceptaran a Arturo como a su jefe designado por
Dios. Además, por lo que yo sabía, tenían razón.
Valerio estaba esperando aún mi respuesta. Sonreí.
—Sólo que si ellos saben de qué mano procede el fuego sabrán más que yo.
—Oh, sí, probablemente. —Su tono era levemente burlón. Valerio estaba de
servicio en la guarnición de Luguvallium la noche en que Arturo extrajo la espada del
fuego en la Capilla Peligrosa, pero, como todo el mundo, había oído lo que se
contaba. Y, como todo el mundo, sentía temor por lo sucedido allí—. ¿De modo que
nos dejarás después de Navidad? ¿Se puede saber a dónde vas?
—Voy a casa, a Maridunum. Hace cinco, no, seis años que salí de allí. Demasiado
tiempo. Me gustaría ver si todo va bien.
—Entonces ya veo que volverás para la coronación. Habrá grandes
acontecimientos aquí en Pentecostés. Sería una lástima perdérselos.
«Para aquellas fechas —pensé— ella estará a punto de cumplir». Dije en voz alta:
—Pues sí. Con o sin sajones, tendremos grandes acontecimientos en Pentecostés.
Luego seguimos hablando de otros temas hasta que llegamos a nuestro
acuartelamiento y nos mandaron reunimos con el rey y sus oficiales para comer.
Carlión, la antigua Ciudad de las Legiones romana, había sido reconstruida por
Ambrosio y desde entonces se había mantenido con una guarnición y en buen estado.
Ahora Arturo había decidido ampliarla hasta casi su capacidad original y, además,
convertirla tanto en baluarte y morada real como en fortaleza. La antigua ciudad real
de Winchester se consideraba ahora como demasiado cercana a las lindes del
territorio de la federación sajona, y además, demasiado vulnerable frente una nueva
invasión, al estar situada a orillas del río Itchen, donde ya en otras ocasiones
desembarcaron las lanchas. Londres aún se mantenía segura en manos britanas, y
ningún sajón había intentando adentrarse valle arriba del Támesis, pero en tiempos de
Úter las lanchas habían penetrado hasta Vagniacae, y hacía mucho que Rutupiae y la
isla de Thanet permanecían firmemente en manos de los sajones. Ahí se percibía la
amenaza, que aumentaba cada año, y desde la subida de Úter al trono Londres
empezó a mostrar su decadencia, al principio de modo imperceptible y luego con
rapidez creciente. Ahora era una ciudad en declive; muchos de sus edificios se habían
hundido por el paso del tiempo y el abandono: la pobreza era visible en todas partes,
al haberse desplazado los mercados a otros lugares, y todos los que pudieron se
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marcharon en busca de poblaciones más seguras. Se decía que la ciudad nunca
volvería a ser una capital.
Así pues, hasta que su nueva plaza fuerte estuviera en condiciones de detener una
invasión importante desde la Costa Sajona, Arturo planeaba convertir Carlión en su
cuartel general. Era la elección obvia.
A ocho millas de allí estaba la capital de Guent, la de Ynyr y la propia fortaleza,
establecida en un recodo del río pero libre del peligro de inundaciones; tenía
montañas detrás y, por añadidura, al este quedaba protegida por la zona pantanosa de
la confluencia del Isca y el pequeño Afon Lwyd. Por supuesto que la misma situación
defensiva de Carlión constituía una limitación: dominaba tan sólo una pequeña
porción del territorio que estaba bajo la protección de Arturo. Pero de momento le
proporcionaría un cuartel general para su política de defensa móvil.
Aquel primer invierno estuve con él todo el tiempo. Una vez, sonriendo mientras
arqueaba las cejas, me preguntó si no iba a dejarle para volver a mi cueva de las
montañas, a lo que simplemente le respondí: «Más adelante», y lo dejó correr.
No le conté nada sobre el sueño de aquella noche en el santuario de Nodens.
Bastantes cosas tenía ya en qué pensar, y yo me alegraba de que pareciese haber
olvidado las posibles consecuencias de aquella noche con Morcadés. Tiempo habría
para hablar cuando llegaran de York las nuevas de la boda.
Cosa que sucedió en el momento apropiado para interrumpir los preparativos de
la corte para ir al norte a celebrar la Navidad.
Primero llegó una larga carta de la reina Ygerne al rey; en el mismo correo llegó
otra para mí, y me la entregaron mientras paseaba junto al río.
Durante toda la mañana había estado vigilando atentamente la colocación de un
conducto, pero en aquel momento el trabajo había cesado, mientras los hombres iban
por su pan y vino del mediodía. La tropa que hacía la instrucción en la plaza de armas
junto al antiguo anfiteatro se había dispersado, y el día de invierno era tranquilo y
luminoso, con una niebla perlada.
Le di las gracias al mensajero, esperando, carta en mano, hasta que se fue.
Entonces rompí el sello.
El sueño había sido cierto. Lot y Morcadés se habían casado.
Antes incluso de que la reina Ygerne y su séquito alcanzaron York, les precedió la
noticia de que los amantes habían celebrado matrimonio uniendo su manos.
Morcadés —ahora leía entre líneas— entró en la ciudad cabalgando con Lot,
emocionada por el triunfo y cubierta de joyas, y el municipio, que se preparaba para
una boda real con las miras puestas en el propio Gran Rey, salió lo mejor posible de
su decepción y, con frugalidad norteña, celebró exactamente la misma fiesta de boda
que ya tenía prevista. El rey de Leonís, decía Ygerne, le mostró sumisión y entregó
regalos al principal de la ciudad, por lo que el recibimiento fue bastante cálido.
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En cuanto a Morgana —pude advertir el alivio expresado sin rodeos—, no había
mostrado enfado ni humillación: se rió sonoramente y luego lloró, de un modo que
parecía ser de pura liberación. Acudió a la fiesta con una alegre túnica de color rojo,
y ninguna muchacha se mostró tan alegre, si bien —terminaba Ygerne, con un
sentimiento punzante igual al que yo recordaba— Morcadés había ceñido su nueva
corona al levantarse de la cama…
En cuanto a la propia reacción de la reina, pensé que también era de alivio.
Comprensiblemente, Morcadés nunca le había sido muy querida, considerando que
Morgana había sido la única, entre sus hijos, a la que ella misma había criado. Estaba
claro que, aunque se disponían a obedecer al rey Úter, ni a ella ni a Morgana les
gustaba la boda con el negro lobo del norte. Me preguntaba si Morgana sabría de él
más que lo que le hubiera contado su madre. Incluso cabía dentro de lo posible que
Morcadés, siendo como era, hubiese alardeado de que ella y Lot ya se habían
acostado juntos.
Ygerne no parecía abrigar sospechas sobre esto, como tampoco sobre el embarazo
de la novia como una posible razón para la apresurada boda. Era de esperar que
tampoco hubiera ninguna alusión en la carta que le envió a Arturo. Bastante tenía él
en qué pensar ahora; tiempo habría luego para la cólera y el dolor. Primero tenía que
ser coronado y después quedar libre para emprender su formidable tarea bélica sin
sentirse sacudido por asuntos de mujeres (que sin duda muy pronto serían también
míos).
Arturo arrojó la carta. Estaba encolerizado, eso era evidente, pero no perdió el
dominio de sí mismo.
—¡Bueno! ¿Debo suponer que estabas enterado?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabías?
—Tu madre la reina me ha escrito. Ahora mismo acabo de leer la carta. Imagino
que trae la misma noticia que la tuya.
—No es eso lo que te pregunto.
—Si lo que me preguntas es si yo sabía de antemano que esto iba a ocurrir, mi
respuesta es que sí —respondí con suavidad.
La oscura irritación se encendió fulgurante.
—¿Lo sabías? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Por dos motivos. Porque estabas ocupado en asuntos de mayor envergadura, y
porque no estaba del todo seguro.
—¿Tú? ¿No estabas seguro? ¡Vamos, Merlín! ¿Y eres tú quien lo dice?
—Arturo, todo lo que yo sabía o sospechaba sobre esto me vino una noche a
través de un sueño, unas semanas atrás. No llegó como un sueño de poder o de
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adivinación, sino como una pesadilla causada por un exceso de vino, o por pensar
demasiado en esa gata diabólica, sus intrigas y sus tretas. Había estado acordándome
del rey Lot, y también de ella. Soñé que los veía juntos y que ella se estaba probando
la corona. ¿Crees que esto era suficiente como para que yo te pasara una información
que habría sembrado la discordia en la corte, y a ti quizá te hubiera lanzado corriendo
a York para pelearte con él?
—En otro tiempo esto habría bastado. —Sus labios aparecían como una línea
obstinada y todavía llena de cólera. Yo veía que esta cólera procedía de la
preocupación, que le golpeaba en un mal momento, acerca de las intenciones de Lot.
—Esto sucedía cuando yo era el profeta del rey —contesté. Y, ante su rápido
gesto, añadí—: No, yo no pertenezco a ningún otro hombre. Yo estoy contigo, como
siempre. Pero ya no soy un profeta, Arturo. Pensé que lo habías comprendido.
—¿Cómo podía yo…? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que aquella noche en Luguvallium, cuando tú arrancaste la espada
que yo había mantenido oculta para ti tras el fuego, fue la última vez que el poder me
visitó. Tú no viste el lugar después, cuando el fuego desapareció y la capilla quedó
vacía. El fuego rompió la piedra en que estuvo depositada la espada, y destruyó las
sagradas reliquias. Yo no quedé destruido, pero pienso que el poder se consumió,
salió de mí tal vez para siempre. Los fuegos se desvanecen en cenizas, Arturo.
Pensaba que lo habrías adivinado.
—¿Cómo podía yo…? —repitió, pero su tono había cambiado. Ya no era brusco
ni irritado, sino pausado y pensativo. Del mismo modo que yo, después de
Luguvallium, me había dado cuenta de que envejecía, Arturo había dejado para
siempre su mocedad—. Me parecías el mismo de siempre. Con tu mente tan clara, y
tan seguro de ti mismo que era como pedirle consejo a un oráculo.
—Ya no tan clara, a juzgar por los acontecimientos —me reí—. Mujeres viejas o
estúpidas muchachas musitando algo entre el humo. Si me has visto seguro de mí
mismo en las pasadas semanas es debido a que recurrí al dictado de mis habilidades
profesionales. Nada más.
—¿«Nada más»? Diría que es suficiente para que cualquier rey acudiera a ti,
aunque no conociera más que esto… Pero sí, creo que lo entiendo. Te pasa lo mismo
que a mí: los sueños y visiones ya se acabaron y ahora tenemos que vivir una vida
acorde con las reglas humanas. Debería haberlo comprendido. Tú lo hiciste, cuando
salí en persecución de Colgrim. —Anduvo en torno a la mesa en la que había
quedado la carta de Ygerne y apoyó un puño sobre el mármol. Se inclino sobre él,
mirando ceñudamente hacia abajo pero sin ver nada. Luego alzó la mirada—: ¿Y qué
va a pasar en los próximos años? La lucha será encarnizada, y no se acabará este año
ni el que viene. ¿Me estás diciendo que ahora ya no podré contar contigo? No estoy
hablando de tus máquinas de guerra ni de tus conocimientos de medicina: te pregunto
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si no podré disponer de la «magia» de la que me hablan los soldados, de la ayuda que
prestaste a Ambrosio y a mi padre.
—Eso sí, con toda seguridad —le respondí sonriente. Estaba pensando en el
efecto que mis profecías y a veces mi presencia, habían causado sobre las tropa
combatientes—. Lo que los ejércitos piensen de mi ahora, seguirán pensándolo. Y
¿dónde ves la necesidad de nuevas profecías sobre guerras en las que estás
embarcado? Ni tú ni tus tropas necesitaréis recordarlas a cada oportunidad. Ya
conocen lo que yo he dicho. Fuera, en el campo de batalla, a lo ancho y a lo largo de
Bretaña, está la gloria para ti y para ellos. Tú alcanzarás un éxito tras otro, y al final
—y no sé cuánto falta para ello— lograrás la victoria. Eso es lo que te dije y eso
sigue siendo cierto. Es la misión para la que fuiste preparado: vete y cúmplela, y
déjame que yo encuentre mi camino para cumplir la mía.
—¿Cuál es, ahora que has soltado a tu aguilucho y te has quedado pegado a la
tierra? ¿Esperar la victoria y después ayudarme a volver a construir?
—A su debido tiempo. Aunque lo más inmediato es vérselas con asuntos como
éste. —Señalé hacia la estrujada carta—. Después de Pentecostés, con tu permiso,
saldré hacia el norte, hacia Leonís.
Hubo un momento de silencio, en el que advertí que un arrebol de alivio
coloreaba su rostro. No preguntó qué pensaba hacer allí sino que respondió,
simplemente:
—Me alegro. Ya lo sabes. No creo que tengamos que discutir por qué sucedió
aquello.
—No.
—Estabas en lo cierto, desde luego. Como siempre. Lo que ella buscaba era poder
y no le importaba cómo conseguirlo. Ni, por supuesto, dónde buscarlo. Ahora lo veo
claro. No puedo más que alegrarme de haber quedado libre de cualquier reclamación.
—Con un breve movimiento de la mano rechazó a Morcadés y a sus maquinaciones
—. Pero quedan dos cosas. La más importante es que yo todavía necesito a Lot como
aliado. Tuviste razón —¡una vez más!— al no hacerme partícipe de tu sueño. Seguro
que me habría peleado con él. Tal como ha ido…
Se detuvo, encogiendo los hombros. Asentí:
—Tal como ha ido, tú puedes aceptar la boda de Lot con tu media hermana, y
contar con que esto es una alianza suficiente para mantenerlo bajo tu estandarte. La
reina Ygerne parece que ha actuado con prudencia, lo mismo que tu hermana
Morgana. Después de todo, éste es el emparejamiento que originariamente propuso el
rey Úter. Podemos ignorar las razones para el actual.
—Todo ello resulta mucho más fácil —observó—, porque parece que Morgana no
está disgustada. Si ella se hubiera mostrado ofendida… Ése es el segundo problema
del que quería hablarte. Pero después de todo, no parece ser tal. ¿Te contó la reina en
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su carta que a Morgana se la veía sobre todo aliviada?
—Sí, y he preguntado al mensajero que trajo las cartas desde York. Me dice que
Urbgen de Rheged había acudido a York para la boda, y que Morgana estuvo tan
pendiente de él que apenas miró a Lot.
Urbgen era ahora el rey de Rheged, al haber muerto el viejo rey Coel poco
después de la batalla de Luguvallium. Este nuevo rey era un hombre que rondaba la
cincuentena, un notable guerrero, todavía vigoroso y lleno de atractivo. Había
enviudado dos o tres años atrás.
La mirada de Arturo se avivó con interés.
—¿Urbgen de Rheged? ¡Ésa sí que sería una buena pareja! Es la que con mucho
yo hubiera preferido, pero cuando se propuso aparejar a Morgana con Lot la mujer de
Urbgen aún vivía. Urbgen, sí… Junto con Maelgon de Gwynedd, es el mejor guerrero
del norte, y jamás hubo ninguna duda sobre su lealtad. Entre ellos dos podríamos
mantener el norte a raya…
Terminé el razonamiento por él:
—… Y dejar que Lot y su reina hagan lo que les plazca.
—Exactamente. ¿Crees que Urbgen querría casarse con ella?
—Se considerará afortunado. Y creo que a ella le irá mucho mejor de lo que
nunca le hubiera ido con el otro. Con toda seguridad vas a recibir otro correo muy
pronto; y eso que te digo es una conjetura, no una profecía.
—Merlín, ¿estás preocupado?
Era el rey quien me preguntaba, un hombre tan adulto y sabio como podía serlo
yo mismo; un hombre que tras su coronación podía encontrarse con problemas, y que
adivinaba que esto podía significar para mí como caminar en un mundo marchito que
en otro tiempo fue un jardín divinamente colmado.
Pensé un rato antes de contestarle.
—No estoy seguro. Anteriormente ha habido momentos como éste, momentos
pasivos, como de reflujo después de la inundación. Pero nunca cuando me encontraba
en el umbral de grandes acontecimientos. No estoy acostumbrado a sentirme
desvalido y confieso que es imposible que me guste. Pero si algo he aprendido
durante los años en que el dios ha estado conmigo es a confiar en él. Ahora soy lo
bastante viejo como para caminar tranquilamente, y cuando te miro sé que mi misión
se ha cumplido. ¿Por qué tendría que afligirme? Me quedaré en las cumbres vigilando
que tú hagas el trabajo por mí. Es el premio de la edad.
—¿Edad? ¡Hablas como si fueras un anciano! ¿Cuántos años tienes?
—Bastantes. Ando cerca de los cuarenta.
—¡Vaya por Dios…!
De esta manera, entre risas, superamos ese tramo incómodo. Me condujo luego
hasta la mesa al lado de la ventana, en donde tenía mis maquetas a escala de la nueva
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Carlión, y nos enfrascamos en una conversación sobre el tema. No volvió a
mencionar a Morcadés, y yo pensé: «He hablado de confianza, pero ¿qué clase de
confianza es ésta? Si le decepciono, entonces realmente no seré más que una sombra
y un nombre, y mi mano sobre la espada de Bretaña no habrá sido más que una
burla».
Cuando le pedí autorización para ir a Maridunum después de la Epifanía me la
concedió medio ausente, con la mente puesta ya en la próxima tarea que tenía entre
manos para la mañana siguiente.
La cueva que heredé del ermitaño Galapas estaba a unas seis millas al este de
Maridunum, la ciudad que defiende la desembocadura del río Tywy. Mi abuelo el rey
de Dyfed había vivido allí, y a mí, criado en la corte como un bastardo desatendido,
me había sido permitido corretear a mis anchas gracias a un tutor perezoso. Entablé
amistad con el viejo sabio solitario que vivía en la cueva de Bryn Myrddin, una
montaña consagrada al dios celestial Myrddin, el de la luz y el aire libre. Ahora
Galapas hacía años que había muerto, pero tiempo atrás convertí aquel sitio en mi
hogar, y las gentes de pueblo aún acudían a visitar la fuente curativa de Myrddin y a
buscar mis tratamientos y remedios. Pronto mi habilidad como médico sobrepasó
incluso la del anciano, y con ello mi reputación en cuanto al poder que los hombres
llamaban mágico, de modo que el lugar ahora se conocía como la Colina de Merlín.
Creo que las gentes más sencillas creían incluso que yo era el propio Myrddin, el
guardián de la fuente.
Hay un molino sobre el Tywy justo donde la senda hacia Bryn Myrddin se separa
del camino. Cuando llegué hasta él me encontré con que una barcaza había venido río
arriba y había amarrado allí.
Un gran caballo bayo pastaba la hierba de invierno, por donde podía, mientras un
hombre joven descargaba sacos en el muelle.
Trabajaba sin ayuda de nadie. El patrón de la embarcación debía de estar dentro,
apagando la sed. Levantar los sacos de grano a medio llenar que enviaban río arriba
para moler algunas reservas de invierno era realmente trabajo para un solo hombre.
Un chiquillo de unos cinco años correteaba de acá para allá dificultando la labor y
parloteando sin cesar en una mezcla extraña de galés y otra lengua familiar, pero tan
distorsionada —y encima balbuceante— que no la pude entender. El hombre joven le
respondió en la misma lengua, que entonces sí reconocí, y también a él. Me detuve.
—¡Estilicón! —llamé. Tan pronto como dejó el saco en el suelo y se volvió, añadí
en su propia lengua—: Debería haberte anunciado que venía, pero disponía de poco
tiempo y no esperaba llegar aquí tan pronto. ¿Cómo estás?
—¡Príncipe! —Durante un momento permaneció paralizado de asombro, luego
empezó a correr a través del patio lleno de hierbas hasta el borde del camino, se
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sacudió las manos en los pantalones, tomó la mía y la besó. Vi lágrimas en sus ojos.
Estaba emocionado.
Era un siciliano que había sido esclavo mío cuando yo viajaba fuera del país. En
Constantinopla lo emancipé, pero prefirió quedarse conmigo y volver a Bretaña, y fue
mi criado mientras viví en Bryn Myrddin. Cuando me marché al norte se casó con
Mai, la hija del molinero, y bajó al valle a vivir en el molino.
Me daba la bienvenida hablando con la misma lengua defectuosa y excitada del
niño, ya que el galés que aprendió por el momento parecía haberle abandonado. El
niño se acercó y se quedó mirándome fijamente, con el dedo en la boca.
—¿Es tuyo? —le pregunté—. Es un chico guapo.
—El mayor —explicó con orgullo—. Todos son varones.
—¿Todos? —Alcé una ceja con ademán interrogante.
—Sólo tres —aclaró, con la limpia mirada que yo le recordaba—. Y pronto, uno
más.
Me reí, le felicité y le deseé otro fuerte muchacho. Esos sicilianos se reproducían
como ratones. Al menos éste no se vería obligado a vender hijos como esclavos para
alimentar al resto de la familia, como tuvo que hacerlo su propio padre. Mai era la
única hija del molinero y tendría un buen patrimonio.
Lo tenía ya, según descubrí luego. El molinero había muerto dos años atrás.
Padecía mal de piedra y no quiso ni cuidados ni medicinas. Ahora había desaparecido
y Estilicón hacía las veces de molinero ocupando su lugar.
—Pero vuestra casa está cuidada, príncipe. O yo o el zagal que trabaja para mí
nos acercamos allá cada día para asegurarnos de que todo está en orden. No hay
miedo de que nadie se atreva a meterse dentro; encontraréis vuestras cosas tal y como
las dejasteis, y el lugar limpio y ventilado…, aunque, desde luego, allí no hay
comida. De manera que si queréis subir ahora… —Dudaba. Advertí que temía
parecer demasiado atrevido—. ¿Por qué no nos hacéis el honor de dormir aquí esta
noche, señor? Allá arriba hará frío y estará húmedo, por más que hayamos encendido
el brasero cada semana durante todo el invierno tal y como me encargasteis, para que
los libros no cogiesen mal olor. Quedaos aquí, mi señor, y el zagal se llegará ahora
mismo a encender el brasero, y por la mañana Mai y yo podemos subir y…
—Es muy amable por tu parte —le dije—, pero yo no voy a notar el frío, y quizá
pueda hacer los fuegos yo mismo…, más deprisa incluso que tu zagal ¿no crees? —
Sonreí ante su expresión: no había olvidado algunas de las cosas que vio hacer
cuando servía al mago—. Así que muchas gracias, pero no le crearé problemas a Mai.
Excepto, quizá, por un poco de comida… ¿Y si me quedo aquí un ratito, hablamos y
veo a tu familia, y luego me voy para la colina antes de que oscurezca? Puedo
llevarme conmigo todo cuanto necesite hasta mañana.
—Claro, claro… Se lo diré a Mai. Se sentirá muy honrada… Encantada… —Yo
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había ya entrevisto en la ventana un rostro pálido de ojos muy abiertos. Encantada
estaría cuando el imponente príncipe Merlín se hubiera marchado, eso lo sabía yo;
pero me encontraba cansado por el largo viaje, y además había olfateado el aromático
guiso con el que sin duda podría seguir mi camino de manera más fácil. Tanto más
cuanto que Estilicen estaba explicando con toda simplicidad—: Ahora tenemos una
gallina gorda en el puchero, de manera que eso estará bien. Entrad, calentaos y
descansad hasta la hora de la cena. Bran se ocupará de vuestro caballo mientras yo
recojo los últimos sacos de la barca para que pueda volverse a la ciudad. Y luego
seguís vuestro camino y regresáis felizmente a Bryn Myrddin.
De las muchas veces en que he subido valle arriba hacia mi casa de Bryn
Myrddin, no sé por qué tengo que recordar ésta con mayor claridad que ninguna otra.
Nada especial la distinguía: no era más que una vuelta a casa.
Pero hasta este momento muy posterior en que escribo sobre ello, cada detalle de
aquel viaje se conserva muy vivido: el sonido hueco de los cascos del caballo sobre el
acerado suelo invernal, el crujido de las hojas bajo los pies y el chasquido de las
frágiles ramitas, el vuelo de una chochaperdiz y el aleteo de una paloma asustada. Y
luego el sol rasante, poniéndose en toda su plenitud justo en el momento previo al
encendido de las velas, iluminando las hojas de roble caídas en su lecho de sombra,
con su filo de escarcha como diamante en polvo; las ramas de acebo sonoras y
vibrantes de pájaros a los que interrumpí mientras se alimentaban con sus frutos; el
olor del enebro húmedo mientras mi caballo se abría camino a su través; la visión de
una ramita solitaria de flores de tojo convertida en oro al contacto de la luz del sol,
con la helada nocturna volviendo el suelo duro y frágil, y el aire puro y diáfano como
un cristal lleno de resonancias.
Acomodé el caballo en el cobertizo bajo la escarpadura y ascendí por el sendero
hasta el pequeño prado que precedía a la cueva. Y allí estaba la misma cueva, con su
silencio y sus aromas familiares, con el aire inmóvil excepto un tenue roce de
terciopelo sobre terciopelo, donde los murciélagos desde su alto lucernario en la roca
oyeron mis pasos familiares y se quedaron donde estaban, esperando la oscuridad.
Estilicón me había dicho la verdad: el lugar estaba cuidado, seco y aireado y,
aunque sentía más frío por la delgadez de mi capa que por el helado aire exterior,
pronto le pondría remedio. El brasero estaba preparado para que pudiera encenderlo
enseguida, y en el hogar junto a la entrada de la cueva había troncos secos recién
colocados.
En el anaquel de costumbre había yesca y pedernal; en el pasado apenas me había
molestado en usarlos, pero esta vez los cogí y pronto hubo una llama prendida. Quizá
recordando una anterior y trágica vuelta a casa, incluso en este tranquilo momento
posterior sentía cierto miedo de poner a prueba el último de mis poderes, aunque creo
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que tomé esta decisión más por cautela que por temor.
Si aún tenía poderes que convocar, los reservaría para asuntos más importantes
que conseguir una llama con que calentarme. Es más fácil provocar una tormenta en
un cielo despejado que manipular el corazón de un hombre. Y muy pronto, si mis
presentimientos no me engañaban, necesitaría todo el poder que pudiera reunir para
enfrentarme a una mujer; y eso es más difícil de hacer que cualquier otra cosa con
respecto a los hombres, de la misma manera que es más difícil de ver el aire que una
montaña.
Por lo tanto, encendí el brasero en mi dormitorio y prendí los leños junto a la
entrada; luego desempaqueté las alforjas y saqué el cántaro para coger agua de la
fuente. Brotaba en un chorro fino de una roca cubierta de helechos en la boca de la
cueva y goteaba entre murmullos a lo largo de un colgante encaje de escarcha hasta
caer en un cuenco de piedra redondeado. Encima de ella, entre el musgo y coronado
por el brillo helado, estaba la imagen del dios Myrddin, guardián de los caminos del
cielo. Derramé una libación en su honor y volví a entrar para mirar mis libros y
medicinas.
Nada se había estropeado.
Incluso las hierbas de los botes —cerrados y atados como le enseñé a Estilicón
que debía hacerlo— parecían frescas y buenas. Quité la envoltura a la gran arpa que
estaba al fondo de la cueva y la trasladé junto al fuego para templarla. Después me
preparé la cama, calenté un poco de vino y lo bebí sentado junto al retozante fuego de
leños. Por último, desempaqueté la pequeña arpa de rodilla que me había
acompañado en todos los viajes y la devolví a su lugar en la cueva de cristal. Era una
pequeña gruta interior que tenía su entrada por la parte alta de la pared del fondo de la
cueva principal, detrás de un resalte de roca cuyas sombras la ocultaban normalmente
de la vista. Cuando era niño, en esta cueva penetré por vez primera en la visión. Aquí,
en el silencio interior de la colina, profundamente recogido en la penumbra y la
soledad, los sentidos no podían actuar, sino el ojo de la mente. No llegaba ningún
sonido.
Excepto, como ahora, el murmullo del arpa que acabo de mencionar. Es la que
hice cuando era niño, de cuerdas tan sutiles que el mismo aire podía provocarle
susurros. Los sonidos eran misteriosos y a veces muy bellos, pero en cierto modo se
apartaban del tipo de música de arpa que conocemos, al igual que es hermosa la
canción de la foca gris reverberando en las rocas, pero es más un sonido de viento y
olas que de un animal. El arpa cantaba sola, como dije, con una especie de zumbido
soñoliento como el ronroneo de un gato recostado en la piedra de la chimenea.
«Descansa aquí». Pronuncié estas palabras y el sonido de mi voz recorriendo el
interior de las paredes de cristal volvió a provocar su zumbido.
Regresé junto al alegre fuego. En el exterior las estrellas lucían como joyas sobre
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el cielo oscuro. Acerqué hasta mí el arpa grande y, vacilante al principio y con más
soltura después, toqué una melodía.
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Capítulo VI
Con la primavera llegaron los inevitables problemas. Colgrim, husmeando y
rehaciendo con cautela su camino a lo largo de las costas orientales, penetró en los
antiguos territorios federados y se dedicó a reclutar otro ejército para reemplazar al
derrotado en Luguvallium y el Glein.
Por entonces yo había regresado a Carlión y me ocupaba de los planes de Arturo
para establecer en ese lugar su nuevo cuerpo móvil de caballería.
La idea, aunque sorprendente, no era enteramente original.
Asentada ya la federación sajona en las comarcas del sudeste de la isla mediante
un tratado, y con toda la costa oriental continuamente en peligro, era imposible
establecer y mantener de modo efectivo una línea defensiva fija. Por supuesto, había
ya algunas fortificaciones, la más importante de las cuales era la Muralla de
Ambrosio. (Omito mencionar aquí la Gran Muralla de Adriano: nunca fue una
estructura puramente defensiva e incluso en tiempos del emperador Macsen había
resultado imposible de mantener. Ahora tenía gran cantidad de brechas por todas
partes, y además el enemigo ya no era el celta de las salvajes tierras del norte: llegaba
por mar. O, como he dicho, estaba incluso en las mismas puertas del sudeste de
Bretaña).
Las restantes fortificaciones el propio Arturo decidió extenderlas y restaurarlas,
en especial el Dique Negro de Northumbria, que protege Rheged y Strathclyde, así
como la muralla más antigua que en un principio construyeron los romanos a través
de las calcáreas tierras bajas interiores, al sur de la llanura de Sarum. El rey pensaba
prolongarla hacia el norte. Las carreteras que la atravesaban deberían dejarse abiertas,
pero podrían cerrarse rápidamente en caso de que el enemigo intentara desplazarse al
oeste, hacia Summer Country, el País del Verano. Se habían proyectado otras obras
defensivas que pronto se iniciarían. Entretanto, todo lo que el rey podía tratar de
hacer era fortificar y proveer determinadas posiciones clave, establecer puestos de
transmisiones entre ellas y mantener abiertas las vías de comunicación. Los reyes y
jefes de los britanos querían custodiar cada uno su propio territorio, mientras la tarea
del Gran Rey sería mantener una fuerza de combate que pudiera ponerse al servicio
de cualquiera de ellos que necesitara ayuda, o cubrir cualquier brecha que se
produjera en nuestras defensas. Era el mismo viejo plan con el que Roma fue
defendiendo con éxito la provincia durante bastante tiempo antes de la retirada de las
legiones; el conde de la Costa Sajona había mandado un ejército móvil muy parecido
y, de hecho, más recientemente Ambrosio había hecho lo mismo.
Pero Arturo pensaba ir más allá. «La rapidez del César», a su entender, podía
resultar diez veces más rápida si la totalidad del ejército montaba a caballo. Hoy en
día la presencia de tropas de caballería en las carreteras y las plazas de armas es algo
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cotidiano, parece una cosa bastante normal; pero entonces, la primera vez que se le
ocurrió y me lo propuso, la idea se reveló con toda la fuerza del ataque por sorpresa
que él esperaba conseguir así. Esto llevaría su tiempo, desde luego; los comienzos
forzosamente serían modestos.
Hasta tener entrenada para pelear a caballo a una cantidad de tropa suficiente tuvo
que contar con un grupo de combate más bien pequeño, conseguido entre los oficiales
y sus propios amigos. Garantizado esto, el plan era factible. Pero semejante plan
tampoco podía hacerse realidad si no se contaba con los caballos adecuados, y
podíamos disponer de relativamente pocos de esta clase. Los vigorosos y pequeños
animales autóctonos, aunque resistentes, no eran ni lo suficiente veloces ni lo
bastante grandes como para soportar encima un hombre armado durante una batalla.
Hablamos sobre este tema noche y día, volviendo sobre cada detalle, antes de que
Arturo expusiera la idea ante los comandantes de sus tropas. Hubo quienes se
oponían a cualquier tipo de cambio; encima, a menudo eran los mejores de entre
ellos. Y a menos que cada argumento pudiera ser refutado, los indecisos eran atraídos
hacia el voto de los noes. En medio de ellos, Arturo y Cador, junto con Gwilim de
Dyfed e Ynyr de Caer Guent elaboraban trabajosamente el asunto sobre los mapas
extendidos encima de la mesa. Yo poco podía contribuir en sus conversaciones de
estrategia bélica, pero resolví el problema de los caballos.
Hay una raza de caballos de la que se dice que es la mejor del mundo. Lo cierto es
que son los más hermosos. Los había visto en Oriente, en donde los hombres del
desierto los aprecian más que el oro o que a sus propias mujeres. Sabía que los podía
encontrar más cerca. Los romanos se habían llevado consigo algunas de aquellas
criaturas desde el norte de África hasta Iberia, en donde se cruzaron con los caballos
europeos, más corpulentos. El resultado fue un espléndido animal, veloz y fogoso, y
al mismo tiempo todo lo fuerte, ágil y desafiante que debe ser un caballo de guerra. Si
Arturo enviaba a alguien para que viera los que podía comprar, tan pronto como el
tiempo permitiera un transporte seguro tendría los elementos necesarios para disponer
de su ejército montado el verano siguiente.
Así que cuando volví a Carlión en primavera ya se había iniciado la construcción
de grandes bloques de nuevos establos, mientras Beduier había sido enviado a
ultramar para negociar la compra de caballos.
Carlión estaba realmente transformada. El trabajo de la fortaleza había avanzado
deprisa y bien, y en los alrededores se levantaban nuevos edificios con comodidades
y magnificencia suficientes para embellecer la capital interina. Aunque Arturo usaría
como cuartel general de batalla el pabellón de los comandantes situado en el interior
del recinto amurallado, extramuros se estaba construyendo otro pabellón —que la
gente del pueblo llamaba «el palacio»—, en la deliciosa curva del río Isca, junto al
puente romano. Cuando estuviera terminado sería una gran mansión con varios patios
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para invitados y su servidumbre. Estaba bien hecho, de piedra y ladrillo enlucido y
pintado, y columnas esculpidas en la entrada. El tejado era dorado, como el de la
nueva iglesia cristiana que se alzaba en el lugar del antiguo templo de Mitra. Entre
ambos edificios y el gran patio de armas que quedaba al oeste habían surgido casas y
tiendas, convirtiendo en una activa ciudad lo que antes no fue más que una minúscula
aldea. La gente del pueblo, orgullosa por la elección que hizo Arturo de Carlión y
predispuesta a ignorar las razones que tuvo para ello, trabajaba con la voluntad de
convertirlo en un lugar digno de un nuevo reino y de un rey que quería
proporcionarles la paz.
Fue paz en cierto modo lo que les dio en Pentecostés. Colgrim y su nuevo ejército
cruzó las lindes por las regiones del este. Arturo le combatió por dos veces, una no
lejos del sur del Humber y la segunda más cerca de los límites de los sajones, en los
carrizales de Linnius. En la segunda de estas batallas Colgrim encontró la muerte.
Entonces, con la inquieta Costa Sajona batiéndose una vez más en retirada, Arturo
volvió a donde estábamos a tiempo para encontrarse con Beduier, que desembarcaba
el primer contingente de los caballos prometidos.
Valerio había acudido para ayudar en el desembarco y estaba entusiasmado.
—Altos hasta tu pecho y por añadidura fuertes, y dóciles como doncellas. Bueno,
como algunas doncellas. Y veloces como galgos, según dicen, aunque ahora todavía
están entumecidos por el viaje y tardarán algún tiempo en recuperar las patas para la
carrera. ¡Y hermosos! Hay muchas doncellas, dóciles o no, que ofrecerían sacrificios
a Hécate por unos ojos tan grandes y oscuros o por unas pieles tan sedosas…
—¿Cuántos trajo? ¿También hay yeguas? Cuando estuve en Oriente sólo se
desprendían de los sementales.
—También hay yeguas. En el primer lote hay un centenar de sementales y treinta
yeguas. Lo tienen mejor que el ejército en campaña, pero aún hay bastante
competencia, ¿no?
—Llevas demasiado tiempo en la guerra —le respondí.
Sonrió ampliamente y salió. Llamé a mis asistentes y nos metimos en las nuevas
caballerizas con el fin de asegurarnos de que todo estuviera dispuesto para recibir a
los caballos y examinar los nuevos y ligeros arneses de campaña que los talabarteros
habían preparado para ellos.
Cuando salía las campanas empezaron a tañer desde las torres doradas. El Gran
Rey estaba de vuelta y los preparativos para la coronación iban a comenzar.
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los suntuosos festejos de Oriente había conseguido. Los obispos y sacerdotes estaban
espléndidos con sus vestidos escarlata, púrpura y blanco, que destacaban con mayor
brillantez al lado de los pardos y negros de los religiosos y religiosas que les
atendían. Los reyes, cada uno con su séquito de nobles y guerreros, centelleaban con
sus joyas y armas doradas. Los muros de la fortaleza, festoneados por las movedizas
y alzadas cabezas de las gentes del pueblo, agitaban las brillantes colgaduras y
resonaban de aclamaciones. Las damas de la corte aparecían tan vistosas como el
martín pescador. Incluso la reina Ygerne había abandonado sus ropas enlutadas y
brillaba como el resto, con un sentimiento de orgullo y felicidad. A su lado, Morgana
no tenía en absoluto el aspecto de una novia rechazada; iba algo menos ricamente
vestida que su madre y mostraba la misma sonriente y regia serenidad. Se hacía
difícil pensar en lo joven que era. Las dos damas reales ocupaban su puesto entre las
mujeres, no junto a Arturo. Aquí y allá pude oír murmullos entre las damas, y quizás
aún más entre las matronas, que dirigían la mirada hacia el puesto vacío junto al
trono, pero creo que era conveniente que aún no hubiera nadie que compartiera su
gloria. Permaneció solo en el centro de la iglesia con la luz de los largos ventanales
encendiendo los rubíes como una llamarada resplandeciente y formando paneles de
oro y zafiro sobre el blanco de su túnica y de la piel que guarnecía su manto escarlata.
Me pregunté si Lot asistiría. Antes de que lo supiéramos el hervidero de
murmuraciones alcanzó su punto máximo; pero al fin llegó. Quizás entendió que
perdería más permaneciendo lejos que presentándose sin temor ante el rey, la reina y
su desairada princesa, ya que pocos días antes de la ceremonia fue visto por el noreste
junto con Urién de Gorre, Aguisán de Bremenium, y Tydwal —que custodiaba
Dunpeldyr para él—, desafiando al cielo con sus lanzas. Esta comitiva de señores del
norte acampaba un poco más allá de la población, aunque habían llegado en grupo
para unirse a los festejos como si nada malo hubiera jamás ocurrido en Luguvallium
o York. El propio Lot mostraba una confianza demasiado natural para poder
considerarla como una bravata; probablemente contaba con que ahora era pariente de
Arturo.
Arturo ya me lo dijo, en privado; en público aceptó benévolamente las
ceremoniosas muestras de cortesía de Lot. Me pregunté con temor si Lot ya
sospechaba que el aún no nacido hijo del rey estaba a su merced.
Al final Morcadés no acudió. Conociendo a esa mujer como la conocía, pensé que
podía haber venido, e incluso haberse enfrentado conmigo, sólo por el placer de lucir
su corona ante Ygerne y su hinchado vientre ante Arturo y ante mí mismo. Pero fuera
que me tuviese miedo o fuera que a Lot le faltase valor y se lo hubiera impedido, el
hecho es que no vino, poniendo su embarazo como pretexto. Yo estaba junto a Arturo
cuando Lot le transmitió las excusas de la reina; ni en su rostro ni en su voz había
señales de que estuviera enterado del asunto, y si advirtió la rápida mirada que me
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lanzó Arturo o la leve palidez de sus mejillas no dio muestras de ello. Entonces el rey
volvió a dominar la situación y el momento difícil pasó.
El día fue transcurriendo a través de sus horas brillantes y agotadoras. Los
obispos no escatimaron nada del ceremonial sagrado y para los paganos presentes los
augurios eran buenos. Cuando la procesión pasaba por las calles vi que se hacían
otros signos además del de la cruz, y en las esquinas se decía la buenaventura con
huesos, dados y predicciones mediante la observación, mientras los buhoneros
comerciaban activamente con diversos tipos de amuletos y talismanes. Al amanecer
fueron sacrificados gallitos negros y se hicieron ofrendas en vados y encrucijadas,
donde el viejo Hermes solía esperar los regalos de los viajeros. Fuera de la ciudad, en
la montaña, el valle y el bosque, las gentes pequeñas y oscuras que habitaban las
cimas de las colinas estarían observando sus propios augurios y rogando a sus
propios dioses. Pero en el centro de la ciudad, lo mismo en la iglesia que en palacio o
en la fortaleza, se alzó la cruz. En cuanto a Arturo, pasó todo el largo día con la calma
y la dignidad reflejadas en la palidez del rostro, envarado con las piedras preciosas y
los bordados, rígido por la ceremonia, un títere en manos de los sacerdotes que lo
santificaban. Si todo ello era necesario para finalmente afirmar su autoridad a los ojos
del pueblo, eso es lo que haría. Pero yo, que le conocía y estuve a su lado durante
aquel interminable día, no pude captar en su inmóvil compostura la menor devoción o
plegaria. Creo que lo más probable es que estuviera pensando en la próxima incursión
bélica por el este. Para él, como para todos los allí presentes, el reino estaba en sus
manos desde el momento en que sacó la gran espada de Máximo de su largo olvido e
hizo su solemne promesa a los bosques que le escuchaban. La corona de Carlión
representaba tan sólo la confirmación pública de lo que entonces había sostenido en
su mano y que sostendría hasta su muerte.
A continuación, tras la ceremonia empezó la fiesta. Una fiesta se parece mucho a
otra, y ésta se destacó sólo por el hecho de que Arturo, que solía disfrutar mucho con
la comida, apenas la probó, aunque de vez en cuando la miraba como si estuviera
impaciente porque la fiesta terminara y llegase de nuevo el momento de ocuparse de
sus asuntos.
Me dijo que quería hablar conmigo aquella noche, pero estuvo retenido hasta muy
tarde por la multitud, de modo que vi antes a Ygerne. Se retiró pronto de la fiesta, y
cuando su paje se me acercó y me susurró su mensaje recabé un gesto de
asentimiento por parte de Arturo y le seguí.
Tenía sus aposentos en la casa del rey. Los sonidos del festejo llegaban muy
amortiguados, contrapuestos a los más distantes del jolgorio en la ciudad. Me abrió la
puerta la misma muchacha que estaba con ella en Amesbury; era delgada e iba de
verde, con perlas en el cabello castaño luminoso y los ojos verdes a tono con la
túnica.
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No era el reluciente verde hechicero de Morcadés sino un claro verde gris que
recordaba el de un rayo de sol al reflejar las tiernas hojas de primavera en un arroyo
del bosque. Tenía la piel arrebolada por la excitación y el festín, y al sonreírme
mostró un hoyuelo y una hermosa dentadura mientras hacía una reverencia hacia mí y
hacia la reina.
Ygerne me ofreció la mano. Parecía cansada, y su magnífica túnica color púrpura
con un trémulo reflejo de perlas y plata le acentuaba la palidez y las sombras en boca
y ojos. Pero sus ademanes, sosegados y controlados como siempre, no dejaban
traslucir la menor huella de fatiga.
Fue directa al tema:
—Así que se casó porque ella estaba embarazada.
Aunque sentí sobre mí la espada del temor, vi que la reina no sospechaba la
verdad. Se refería a Lot y a lo que juzgaba la causa de que rechazara a su hija
Morgana en favor de Morcadés.
—Eso parece —contesté con la misma franqueza—. Cuando menos esto salva la
cara de Morgana, que es todo cuanto debe importarnos.
—Es lo mejor que podía haber sucedido —comentó llanamente Ygerne. Ante mi
expresión, sonrió débilmente—: Nunca me gustó esa boda. Apoyé la primera idea de
Úter cuando años atrás ofreció Morcadés a Lot. Habría bastado para él y la hubiera
honrado a ella. Pero de un modo u otro Lot ya entonces era ambicioso y tan sólo le
satisfacía la propia Morgana. De manera que Úter lo aprobó. En aquella época
hubiera estado de acuerdo con quienquiera que comprometiese a los reinos del norte
en contra de los sajones. Pero aunque yo veía que esto tenía que hacerse así por
conveniencias políticas, siento demasiado cariño por mi hija para querer encadenarla
a ese rebelde y codicioso traidor.
Alcé las cejas en dirección a ella:
—Graves palabras, señora.
—¿Lo desmentís?
—Nada más lejos. Estuve en Luguvallium.
—Entonces sabréis cuánto ligaban a Lot con Arturo sus esponsales con Morgana
desde el punto de vista de la lealtad, y cuánto le habría ligado el matrimonio si las
ventajas apuntasen en otra dirección.
—Sí, estoy de acuerdo. Lo único que me alegra es veros así. Me temía que el
rechazo de Morgana os hubiera irritado a vos y la hubiera afligido a ella.
—Más que disgustarse, al principio se encolerizó. Entre los reyes menores Lot es
el principal y, tanto si él le gusta como si no, Morgana hubiera sido la reina de un
vasto reino y sus hijos habrían recibido una importante herencia. No podía gustarle
verse desplazada por una bastarda, una bastarda que, por añadidura, jamás se mostró
amable con ella.
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—Pero cuando originariamente se apalabraron los esponsales, Urbgen de Rheged
aún tenía mujer.
Alzó los párpados y estudió con la mirada mi rostro impasible.
—Precisamente. —Fue su único comentario, sin mostrar sorpresa.
Lo dijo como dando por zanjada una discusión, más que tratando de iniciarla.
No resultaba sorprendente que Ygerne hubiera seguido la misma línea de
pensamiento que Arturo y que yo mismo. Como su padre Coel, Urbgen se había
mostrado incondicional del Gran Rey. Las hazañas de los de Rheged en el pasado, y
más recientemente en Luguvallium, se relataban en las crónicas junto con las de
Ambrosio y de Arturo, lo mismo que el cielo recibe por igual la luz de la salida y de
la puesta del sol.
Ygerne iba diciendo, pensativa:
—Ésta podría ser la respuesta. No es necesario asegurarse de la lealtad de
Urbgen, por supuesto, pero además, para Morgana sería la clase de poder que creo
que puede manejar, y para sus hijos… —Se detuvo—. Bueno, Urbgen ya tiene dos,
ambos jóvenes, hombres hechos y derechos, y guerreros como su padre. ¿Quién nos
dice si querrán alcanzar la corona? Y el rey de un reino de la extensión de Rheged no
puede criar demasiados hijos.
—Ha pasado ya sus mejores años, y ella es aún muy joven.
A esta afirmación mía, ella contestó tranquilamente:
—¿Y qué? Yo no era mucho mayor que Morgana cuando Gorlois de Cornualles
se casó conmigo.
En aquel momento creo que olvidaba lo que este matrimonio había significado: el
enjaulamiento de una joven criatura ávida por extender sus alas y volar, la pasión
fatal del rey Úter por la encantadora duquesa de Gorlois, la muerte del viejo duque, y
luego la nueva vida, con todo su amor y su dolor.
—Ella cumplirá con su deber —prosiguió Ygerne, y ahora supe que había
recordado, aunque sus ojos no se empañaran—. Si estaba dispuesta a aceptar a Lot, a
quien temía, con mejor voluntad aceptará a Urbgen. Arturo debería sugerírselo. Es
una lástima que Cador tenga con ella una relación familiar tan estrecha. Me hubiera
gustado que Morgana se quedara cerca de mí, en Cornualles.
—No hay lazos de sangre —le recordé. Cador era hijo del primer matrimonio de
Gorlois, el esposo de Ygerne.
—Demasiada proximidad —insistió Ygerne—. La gente olvida excesivamente
pronto los detalles, y podría haber murmuraciones de incesto. No habría que dar lugar
ni siquiera a la menor insinuación de un delito tan espantoso.
—No. Ya veo. —Mi voz sonó neutra y desapasionada.
—Y además Cador está por casarse, cuando llegue el verano y regrese a
Cornualles. El rey lo aprueba. —Volvió una mano sobre su regazo, aparentemente
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para admirar el brillo de sus anillos—. De modo que quizás estaría bien hablar de
Urbgen al rey, tan pronto como pueda liberar un poco la mente para pensar en su
hermana, ¿no?
—Ya ha estado pensando en ella. Lo ha hablado conmigo. Creo que mandará
llamar a Urbgen muy pronto.
—¡Ah! Y entonces… —Por vez primera una satisfacción puramente humana y
femenina dio calor a su voz con un matiz inusual, parecido al rencor—. ¡Y entonces
veremos a Morgana recibiendo lo que le es debido en riqueza y primacía por encima
de esta bruja pelirroja, y tal vez Lot de Leonís se merezca las trampas que Morcadés
le ha tendido!
—¿Creéis que le tendió una trampa deliberadamente?
—¿Y cómo podía ser de otro modo? Ya la conocéis. Urdió sus hechizos para
conseguirlo.
—Un tipo de hechizo muy común —respondí en tono de broma.
—Oh, sí. Pero a Lot nunca le han faltado mujeres, y nadie puede negar que
Morgana es mejor pareja, e igualmente hermosa y joven. Y precisamente a causa de
todas esas artes de que se vanagloria Morcadés, Morgana sería preferible como reina
de un gran reino. Fue educada para ello, y no así la bastarda.
La observé con curiosidad. Junto a su silla, en un escabel, estaba sentada, medio
dormida, la muchacha de cabello castaño. A Ygerne no parecía preocuparle si
acertaba a oírla.
—Ygerne, ¿qué mal os pudo hacer Morcadés para que guardéis semejante
resentimiento contra ella?
Un rubor cubrió repentinamente su rostro y por un momento pensé que trataría de
eludir el tema, pero ninguno de los dos éramos ya jóvenes ni precisábamos buscar la
protección de la autoindulgencia. Respondió sencillamente:
—Si pensáis que aborrecía tener a una encantadora y joven muchacha siempre a
mi lado y al de Úter, y con un derecho respecto a él que iba más allá de mí misma,
estáis en lo cierto. Pero hay más que eso. Incluso cuando no era más que una niña,
doce o trece años a lo sumo, yo la veía como una depravada. Ésa es una de las
razones por las cuales aprobé con satisfacción su emparejamiento con Lot. Deseaba
verla lejos de la corte.
Había sido mucho más franca de lo que esperaba.
—¿Depravada? —pregunté.
La reina deslizó su mirada por un momento sobre la muchacha morena que estaba
a su lado en el escabel. Tenía los párpados cerrados y cabeceaba. Ygerne bajó la voz,
pero habló clara y cautelosamente:
—No estoy sugiriendo que hubiera nada pecaminoso en su relación con el rey,
aunque ella nunca se comportó con él como lo haría una hija; ni fue con él lo cariñosa
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que una hija debería ser: le halagaba para conseguir sus favores, nada más que eso.
Cuando la he llamado depravada, me refería a su práctica de la brujería. Siempre se
sintió atraída hacia ello, y le obsesionaban las hechiceras y los curanderos, y
cualquier conversación sobre magia la mantenía despierta con los ojos abiertos como
una lechuza por la noche. Intentó enseñar sus artes a Morgana cuando la princesa no
era más que una chiquilla. Eso es lo que no puedo perdonarle. No tengo tiempo para
tales cosas, y en manos semejantes a las de Morcadés…
Se interrumpió. La vehemencia le había hecho levantar la voz y advirtió que la
muchacha estaba también despierta y con los ojos abiertos igual que una lechuza.
Ygerne, recobrando el dominio de sí misma, inclinó la cabeza mientras su rostro
volvía a mostrar un toque de rubor.
—Príncipe Merlín, debéis perdonarme. No quisiera haberos ofendido.
Me reí. Comprendía, divertido, que la muchacha tenía que haber escuchado.
También ella se reía, en silencio, y me mostraba sus hoyuelos desde más atrás de los
hombros de su señora. Respondí:
—Soy demasiado orgulloso para pensar en mí mismo en comparación con las
aspiraciones de muchachas aficionadas a la hechicería. Siento lo de Morgana. Es
verdad que Morcadés tiene cierto poder, y es también verdad que estas cosas pueden
ser peligrosas. Cualquier poder es difícil de manejar, y si se emplea mal es
contraproducente para quien lo usa.
—Quizás algún día, si tenéis la oportunidad, deberíais hablar de ello con
Morgana. —Sonrió, ensayando un tono más ligero—. A vos os escuchará, en vez de
encogerse de hombros como hace conmigo.
—Con mucho gusto. —Traté de aparentar buena voluntad, como un abuelo al que
se ha pedido ayuda para sermonear a un joven.
—Puede que cuando descubra que es una reina con poder real deje de suspirar por
ser otro tipo de persona. —Cambió de tema—. Y si ahora Lot tiene una hija de la hija
de Úter, aunque sólo sea una bastarda, ¿se considerará ligado al estandarte de Arturo?
—No puedo decíroslo. Pero a menos que los sajones vayan ganando lo suficiente
como para que a Lot le merezca la pena intentar otra traición, creo que conservará el
poder que ahora tiene y luchará al menos en interés de su propia tierra, si no lo hace
en el del Gran Rey. Por ahí no veo ningún problema. —No añadí: «No de esta clase»,
sino que, simplemente, terminé con—: Cuando volváis a Cornualles, mi señora, si
queréis os iré escribiendo.
—Os quedaré muy agradecida. Vuestras cartas fueron un gran consuelo para mí
tiempo atrás, cuando mi hijo estaba en Galava.
Hablamos un rato más, principalmente sobre los acontecimientos del día. Cuando
le pregunté por su salud ignoró la pregunta con una sonrisa que me reveló que estaba
tan enterada como yo, de manera que lo dejé correr y cambié de tema interesándome
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por la proyectada boda del duque Cador:
—Arturo no me lo ha mencionado. ¿Con quién va a ser?
—Con la hija de Dinas. ¿La conocéis? Se llama Mariona. Por desgracia, la boda
estaba ya convenida desde que ambos eran niños. Ahora Mariona ya es mayor de
edad, así que se casarán en cuanto el duque vuelva a casa.
—Conozco a su padre, sí. ¿Por qué decís «por desgracia»?
Ygerne dirigió una mirada afectuosa a la muchacha que estaba junto a su silla:
—Porque de otro modo no habría resultado difícil encontrar una pareja para mi
pequeña Ginebra.
—Seguro que tal cosa resultará más que fácil —respondí.
—Pero una pareja como ésta… —exclamó la reina, y la muchacha esbozó una
sonrisa y bajó las pestañas.
—Si me atreviese a recurrir a la adivinación en vuestra presencia, señora mía —
dije sonriendo—, pronosticaría que otra igualmente espléndida se presentará por sí
misma, y pronto.
Hablé con ligereza y con una cortesía formal, pero me sorprendió oír en mi voz
un eco de cadencias proféticas, aunque fuera débil y se perdiera rápidamente. Ni una
ni otra lo oyeron. La reina me daba la mano, deseándome buenas noches, y la joven
Ginebra sostenía la puerta, hincándose a mi paso en una sonriente reverencia llena de
gracia y humildad.
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Capítulo VII
—¡Es mío! —exclamó violentamente Arturo—. ¡No tienes más que echar la
cuenta! Oí a los hombres que hablaban de ello en el cuerpo de guardia. No sabían que
yo estaba lo bastante cerca como para oírles. Decían que a ella le hicieron una buena
barriga el día de Epifanía, y que por suerte para ella había atrapado a Lot tan pronto
que podrían hacerlo pasar por un sietemesino. Merlín, ¡tú sabes tanto como yo que él
nunca estuvo cerca de ella en Luguvallium! Él no estuvo allí hasta la misma noche de
la batalla, y aquella noche…, fue aquella noche… —Se detuvo, atragantándose, se
dio la vuelta en un torbellino de ropas y siguió dando paseos por la habitación.
Era ya bien pasada la medianoche. Los ruidos del jolgorio de la ciudad llegaban
ahora más débiles, amortiguados por la helada de la hora que precede al amanecer. En
el aposento del rey las velas se habían consumido hasta convertirse en una masa
fundida de cera melosa. Su fragancia se mezclaba con el penetrante olor a humo de
una lámpara que precisaba algún arreglo.
De repente Arturo se dio media vuelta y vino a detenerse delante de mí. Se había
quitado la corona y la cadena adornada con piedras preciosas y había dejado a un lado
la espada, pero vestía aún los espléndidos ropajes de la coronación. El manto de
pieles cruzaba la mesa como un río de sangre bajo la luz de la lámpara. A través de la
puerta abierta de su alcoba se veía el enorme lecho dispuesto, con la colcha retirada,
pero aunque era tarde Arturo no daba muestras de fatiga. Cada movimiento suyo
parecía impulsado por una especie de furia nerviosa.
La controló, hablando en tono bajo.
—Merlín, cuando aquella noche hablamos de lo que había sucedido… —Hizo
una pausa para tomar aliento y a continuación cambió ese modo de hablar por una
franqueza brutal—: Cuando yací incestuosamente con Morcadés te pregunté qué
sucedería si ella concebía. Recuerdo lo que me dijiste, lo recuerdo bien. ¿Te acuerdas
tú?
—Sí —respondí de mala gana—, me acuerdo.
—Me dijiste: «Los dioses son celosos y toman sus medidas contra la gloria
excesiva. Cada hombre lleva consigo la semilla de su propia muerte y es inevitable
fijar las condiciones para cada vida. Todo lo que ha sucedido esta noche es que tú
mismo te has fijado estas condiciones».
No respondí. Se plantó ante mí con la franca y firme mirada que tan bien llegaba
a conocer.
—Cuando me hablabas de este modo, ¿estabas diciéndome la verdad? ¿Era una
verdadera profecía o tratabas de buscar palabras con que consolarme para que yo
pudiera afrontar los acontecimientos del día siguiente?
—Era la verdad.
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—¿Quieres decir que si ella da a luz a un hijo mío puedes prever que él, o ella,
podrían causar mi muerte?
—Arturo —le aclaré—, la profecía no funciona así. Ni podía yo saber, a la
manera en que la mayoría de los hombres entiende el «saber», si Morcadés
concebiría, ni tampoco si el chiquillo iba a convertirse en un peligro mortal para ti.
Durante todo el tiempo en que permaneciste con esa mujer yo sólo sabía que sobre
mis hombros se habían posado los pájaros de la muerte, aplastándome con su peso y
apestando a carroña. Mi corazón estaba agobiado por el temor, y pude ver, o eso creí,
cómo la muerte te enlazaba con los dos. La muerte y la traición. Pero de qué modo,
no lo sé. Antes de que pudiera comprenderlo la cosa ya estaba hecha y lo único que
cabía era quedarse a la espera de lo que los dioses quisieran enviar.
Nuevamente se alejó de mi lado, dando unos pasos hacia la puerta de la alcoba.
En silencio apoyó un hombro sobre la jamba, sin mirarme; luego se apartó y se dio la
vuelta. Cruzó la sala hacia la silla que estaba tras la mesa grande, se sentó y me miró,
apoyando el mentón en el puño. Sus movimientos eran controlados y suaves como
siempre, pero yo, que le conocía, podía oír el rechinar de la cadena del freno. Empezó
a hablar con calma:
—Y ahora sabemos que los pájaros carroñeros tenían razón. Ella concibió.
Añadiste algo más aquella noche, cuando reconocí mi falta. Me dijiste que había
pecado sin saberlo, por lo que era inocente. Así que ¿debe ser castigada la inocencia?
—No es infrecuente.
—¿Los pecados de los padres?
Reconocí la frase como una cita de las Escrituras cristianas.
—El pecado de Úter cayó sobre ti.
—¿Y el mío, ahora, sobre el niño?
No respondí. No me gustaban los derroteros que iba tomando la entrevista. Por
primera vez me veía incapaz de llevar el control en una conversación con Arturo. Me
dije que yo estaba fatigado, que me hallaba todavía en el reflujo de mi poder y que ya
volvería a llegar mi momento. Pero lo cierto es que me encontraba un poco como el
pescador del cuento oriental que destapó una botella y permitió la salida a un genio
muchísimo más poderoso que él.
—Muy bien —dijo el rey—. Mi pecado y el de ella tienen que recaer en el niño.
No se le debe permitir que viva. Ve al norte y díselo a Morcadés. O, si lo prefieres, te
daré una carta en la que yo mismo se lo comunicaré.
Tomé aliento, pero se me anticipó, sin darme tiempo a hablar.
—Además de tus presagios, que sabe Dios cuan necio sería yo si no los respetara,
¿no ves lo peligroso que eso podría ser ahora, si Lot lo descubriera todo? Lo que
sucedió está bastante claro. Ella temía quedar encinta y para librarse de la deshonra se
propuso atrapar un marido. ¿Quién mejor que Lot? Anteriormente ya le había sido
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ofrecida: por lo que sabemos, ella lo había estado deseando, y ahora vio la
oportunidad de eclipsar a su hermana y conseguir para ella un lugar y un nombre, que
iba a perder tras la muerte de su padre. —Tensó los labios—. ¿Y quién sabe mejor
que yo que si se propone conseguir a un hombre, a cualquier hombre, éste acudirá a
ella sólo con que le silbe?
—Arturo, mencionaste su «deshonra». No creerás que fuiste el primero en llegar
a su lecho, ¿no?
—Nunca pensé tal cosa —respondió con excesiva rapidez.
—Entonces, ¿cómo sabes que no se acostó con Lot antes de hacerlo contigo?
¿Qué ella no estaba ya embarazada de él, y que te atrajo a ti con la esperanza de
atrapar otro tipo de poder y consideración para ella? Sabía que Úter se estaba
muriendo; temía que Lot hubiera perdido el favor del rey debido a su actuación en
Luguvallium. Si podía colocarte a ti el hijo de Lot…
—Esto son meras conjeturas. No es lo que me dijiste aquella noche.
—No. Pero volvamos a considerarlo. Esto cuadraría igualmente bien con los
hechos en que se basaban mis presagios.
—Aunque no con su significado —respondió cortante—. Si el peligro que entraña
este niño es real, ¿qué importa en definitiva quién lo engendró? Las conjeturas no nos
ayudarán para nada.
—No estoy conjeturando cuando te digo que ella y Lot eran amantes antes de que
tú visitaras su lecho. Te expliqué que aquella noche en el santuario de Nodens tuve un
sueño. Los vi que se reunían en una casa apartada, en una carretera no frecuentada.
Tenían que haberse citado previamente. El encuentro correspondía a personas que
eran amantes desde hacía tiempo. Esta criatura puede ser efectivamente de Lot y no
tuya.
—¿Y nosotros hemos tenido un punto de vista totalmente equivocado? ¿Yo era
sólo el que ella llamaba silbando para salvar su honra?
—Es posible. Tú habías aparecido de repente, eclipsando a Lot como pronto
eclipsarías a Úter. Ella apostó por ti como padre del hijo de Lot, pero luego tuvo que
abandonar su intento porque tuvo miedo de mí.
Guardaba silencio, pensativo.
—Bueno —dijo al fin—, el tiempo lo aclarará. Pero ¿debemos esperar a que
suceda? Al margen de quién sea su padre, esta criatura representa un peligro; y no
hace falta ser un profeta para ver cuál podría ser…, ni un dios para obrar en
consecuencia. Si alguna vez Lot se entera de que su hijo mayor ha sido engendrado
por mí, ¿cuánto tiempo crees que durará su no muy voluntariosa lealtad? Leonís es un
punto clave, ya lo sabes. Necesito su lealtad. Tengo que tenerla. Incluso si se hubiera
casado con mi propia hermana Morgana sería difícil confiar en él, de modo que
ahora… —Extendió la mano, con la palma hacia arriba—. Merlín, eso es algo que se
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hace cada día, en cada pueblo del reino. ¿Por qué no en la casa del rey? Vete al norte
en representación mía y habla con Morcadés…
—¿Crees que me escucharía? Si no hubiera querido el hijo, hace tiempo que se
habría deshecho de él sin el menor escrúpulo. Ella no te conquistó por amor, Arturo,
ni guarda buena amistad contigo, porque permitiste que la alejaran de la corte. En
cuanto a mí… —Esbocé una agria sonrisa—, me profesa la más decidida y justificada
malevolencia. Se me reiría en la cara. Más que eso: escucharía y se reiría por el poder
que su acción le había otorgado sobre nosotros, y luego haría lo que se le ocurriera
que pudiese causarnos mayor daño.
—Pero…
—No creerás que ha convencido a Lot para casarse meramente en interés propio o
para triunfar sobre su hermana. No. Lo conquistó porque yo frustré sus planes de
corromperte y poseerte, y porque en el fondo, al margen de lo que las circunstancias
le obliguen a hacer ahora, Lot es enemigo tuyo y mío, y a través de él Morcadés
puede un día perjudicarte.
Hubo un marcado silencio.
—¿Lo crees así?
—Sí.
—Entonces, sigues dándome la razón. No debe tener este hijo —respondió
agitado.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Pagar a alguien para que le cueza el pan con cornezuelo?
—Tú encontrarás algún medio. Vas a ir…
—No voy a intervenir en este asunto.
Se puso en pie al igual que se endereza bruscamente un arco cuando la cuerda de
rompe. Los ojos le relucían a la luz de la vela.
—Declaraste que eras mi servidor. Me hiciste rey, según dijiste por voluntad
divina. Ahora soy rey y tienes que obedecerme.
Yo era más alto que él. Le pasaba dos dedos. Anteriormente había sostenido la
mirada a otros reyes, y Arturo era muy joven.
Precisamente eso es lo que hice durante bastante rato, y luego le hablé con
suavidad:
—Soy tu servidor, Arturo, pero primero sirvo al dios. No me obligues a elegir.
Tengo que permitirle obrar según su voluntad.
Aguantó mi mirada un momento más. Luego aspiró profundamente y soltó el aire
como si se tratara de un peso que estuviera soportando.
—¿Para eso? ¿Para destruir tal vez el verdadero reino que decías que yo estaba
llamado a construir?
—Si él te mandó construir, entonces será construido. Arturo, no pretendo
entenderlo. Únicamente puedo pedirte que hagas lo que yo: dejar que pase el tiempo
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y esperar. Ahora, actúa lo mismo que antes: aparta a un lado este asunto y trata de
olvidarlo. Déjalo de mi cuenta.
—¿Y qué harás tú?
—Ir al norte.
Tras un instante de silencio, saltó:
—¿A Leonís? ¡Pero si dijiste que no irías!
—No. Dije que no haría nada respecto a la cuestión de matar al niño. Pero puedo
vigilar a Morcadés y quizá, con tiempo, juzgar mejor lo que debemos hacer. Te tendré
informado de lo que suceda.
Hubo otro silencio. Luego desapareció la tensión: se apartó y empezó a soltarse el
broche del cinturón.
—Muy bien. —Inició una pregunta, pero luego se detuvo y me sonrió. Parecía
como si después de haberme enseñado el látigo lo que ahora le preocupase fuera
volver a la confianza y al afecto anteriores—. Pero te quedarás hasta el final de los
festejos, ¿no? Si las guerras lo permiten, tengo que quedarme todavía ocho días en
Carlión antes de poder cabalgar otra vez.
—No. Creo que debo partir. Quizá mejor mientras Lot está todavía aquí contigo.
Así yo puedo introducirme con disimulo entre los campesinos incluso antes de que él
llegue a casa, y vigilar y esperar, para ver qué acción se puede emprender. Con tu
venia, saldré mañana por la mañana.
—¿Quién va contigo?
—Nadie. Puedo viajar solo.
—Debes llevarte a alguien. No es como irse a casa, a Maridunum. Además,
puedes necesitar un mensajero.
—Usaré tus correos.
—De todas formas… —Se había soltado el cinturón. Lo arrojó sobre una silla—.
¡Ulfino!
Hubo un ruido en la habitación contigua, y luego unos pasos discretos. Ulfino,
con un largo camisón doblado sobre el brazo, acudió desde la alcoba, ahogando un
bostezo.
—¿Señor?
—¿Has estado aquí todo el tiempo? —le pregunté con aspereza.
Ulfino, con el rostro inexpresivo, conseguía soltar el broche del hombro de
Arturo. Tomó el largo manto del rey mientras éste se apartaba.
—Dormía, majestad.
Arturo se sentó y tendió un pie. Ulfino se arrodilló para descalzarle.
—Ulfino, mi primo el príncipe Merlín sale mañana para el norte, en lo que puede
resultar un largo y duro viaje. Me disgusta prescindir de ti, pero quiero que le
acompañes.
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Ulfino, con el zapato en la mano, alzó la mirada hacia mí y sonrió.
—Con mucho gusto.
—¿No deberías quedarte con el rey? —protesté—. Esta semana entre todas las
semanas…
—Hago lo que él me manda —respondió sencillamente Ulfino, y empezó con el
otro pie.
«Como tú, al fin y al cabo». Arturo no pronunció estas palabras en voz alta, pero
estaban implícitas en la rápida ojeada que me dirigió mientras dejaba que Ulfino le
ciñera el camisón.
—Muy bien —cedí—. Me alegra contar contigo. Saldremos mañana, y debo
advertirte que tal vez estemos fuera por un tiempo considerable. —Le di las
instrucciones que pude, y luego me volví hacia Arturo—: Ahora será mejor que me
retire. Dudo que nos veamos antes de irme. Te enviaré noticias tan pronto como
pueda. Supongo que sabré dónde estás.
—Seguro. —De pronto su expresión volvía a tener un tono severo, mucho más
propio del caudillo militar—. ¿Puedes dedicarme unos momentos más? Gracias,
Ulfino, déjanos solos ahora. Tendrás que hacer tus preparativos… Merlín, acércate y
mira mi nuevo juguete.
—¿Otro?
—¿Cómo que otro? ¡Ah, estás pensando en la caballería! ¿Has visto los caballos
que trajo Beduier?
—Aún no. Valerio me habló de ellos.
—¡Son realmente espléndidos! —Los ojos le resplandecían—. Rápidos, fieros y
dóciles. Me han dicho que si es preciso pueden vivir con una ración escasa, y que su
corazón es tan resistente que pueden galopar todo el día y luego pelear contigo hasta
la muerte. Beduier se trajo también algunos mozos para cuidarlos. ¡Si es verdad todo
lo que cuentan, seguramente tendremos una fuerza de caballería capaz de conquistar
el mundo! Hay dos sementales entrenados, blancos, que son auténticas bellezas,
incluso superiores a mi Canrith. Beduier los escogió especialmente para mí. Aquí…
—Mientras hablaba, me condujo a través de la habitación hacia una arcada con
pilares, cerrada por una cortina—. Todavía no he tenido tiempo para probarlos, pero a
buen seguro que mañana podré liberarme de mis cadenas por una o dos horas.
Tenía voz de chico impaciente. Me reí.
—Eso espero. Yo soy más afortunado que el rey: estaré siguiendo mi camino.
—En tu viejo caballo negro castrado, naturalmente.
—Ni siquiera eso. Es una mula.
—¿Una mula…? Ah, claro. ¿Irás disfrazado?
—Es preciso. Difícilmente podría viajar al baluarte de Leonís como príncipe
Merlín.
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—Bueno, pues ten cuidado. ¿Estás seguro de que no quieres una escolta, al menos
para la primera parte del camino?
—Seguro. Estaré a salvo. ¿Qué es lo que ibas a enseñarme?
—Tan sólo un mapa. Aquí.
Retiró la cortina. Detrás había una especie de antesala, poco más que un amplio
pórtico que daba a un pequeño patio privado.
La luz de las antorchas titilaba sobre las lanzas de la guardia que permanecía allí
de servicio, pero por lo demás el lugar estaba vacío, desprovisto de muebles a no ser
por una enorme mesa de roble apenas desbastada con la azuela. Era una mesa-mapa
en la que en vez del habitual trazado de arena pude ver un mapa de arcilla, con
montañas y valles, costas y ríos, modelado por un inteligente escultor, de modo que
aquí quedaba expuesta la tierra de Bretaña como la vería desde los cielos un pájaro
que volase muy alto.
Arturo estaba francamente encantado ante mis elogios.
—¡Sabía que te interesaría! Hasta ayer no acabaron de montarlo. Es espléndido,
¿verdad? ¿Te acuerdas de cuando me enseñabas a hacer mapas en el polvo? Eso es
mucho mejor que amontonar arenas para las colinas y los valles, que cambian de
forma en cuanto respiras encima. Naturalmente, puede volver a modelarse a medida
que conozcamos más cosas. Al norte de Strathclyde todo es una suposición… De
todos modos, gracias a Dios, nada de lo que hay al norte de Strathclyde debe
preocuparme. Mejor dicho, no por ahora. —Tocó con el dedo una estaquilla, tallada y
coloreada como un dragón rojo, que estaba sobre Carlión—. Dime, ¿qué camino
piensas seguir mañana?
—La carretera oeste que cruza Deva y Bremet. En Vindolanda tengo que hacer
una visita.
Seguía con el dedo la ruta hacia el norte hasta que llegó a Bremetennacum
(llamada hoy más comúnmente Bremet) y lo detuvo.
—¿Querrás hacerme un favor?
—De buena gana.
—Ve por el este. No es mucho más largo, y en la mayor parte del recorrido la
carretera es mejor. Por aquí, ¿ves? Si te desvías hacia Bremet, tomarás este camino
que cruza por la garganta de la montaña.
Lo iba siguiendo con el dedo: al este de Bremetennacum ascendía por la antigua
carretera que seguía el curso del río Tribuit, luego cruzaba el puerto y bajaba al valle
de York pasando por Olicana. Por allí pasa Dere Street, una carretera todavía buena y
rápida que sube a través de Corstopitum y la Muralla, y desde allí al norte, derecho
hasta Manau Guotodin, donde se encuentra Dunpeldyr, la capital de Lot.
—Tienes que volver sobre tus pasos para llegar a Vindolanda —prosiguió Arturo
—, pero no está lejos. Creo que apenas perderás ningún tiempo. El camino que quiero
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que tomes, a través del Desfiladero de los Peninos, es éste. Yo nunca pasé por ahí. Me
han informado de que es bastante practicable. Yendo los dos, tú no deberías tener
ninguna dificultad, pero está demasiado estropeado en algunos tramos para poder
seguirlo las tropas de caballería. Tendré que enviar algunos destacamentos para que
lo reparen. Además, debería fortificarlo… ¿Estás de acuerdo? Con partes de la costa
este tan abiertas al enemigo, si intentaran tomar las llanuras orientales ésta sería su
vía para penetrar al corazón de las tierras británicas occidentales. Aquí hay ya dos
fortines; me han dicho que podrían ser mejorados. Quiero que les eches una mirada.
No hace falta que pierdas demasiado tiempo: puedo obtener informes detallados por
parte de los agrimensores. Pero si no te importa seguir esta ruta, me gustaría conocer
luego tu opinión sobre ella.
—La tendrás.
Mientras resolvía la situación sobre el mapa, fuera, en alguna parte, cantó un
gallo. En el patio apuntaba una luz gris. Dijo en voz baja:
—En cuanto al otro asunto de que hemos hablado, me encuentro en tus manos.
Dios sabe que debería alegrarme por ello. —Sonrió—. Ahora será mejor que
vayamos a la cama. Tú tienes por delante un viaje, y yo otro día de placer. ¡Te
envidio! Buenas noches, y que Dios te acompañe.
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Capítulo VIII
Al día siguiente, provisto de comida para dos jornadas y de tres buenas mulas de
uno de los trenes del bagaje, Ulfino y yo emprendimos el viaje hacia el norte.
Anteriormente había yo realizado viajes en circunstancias tan peligrosas como las
presentes, en las que ser reconocido podía significar correr al desastre o incluso a la
muerte. Por fuerza tuve que empezar a volverme un experto en el disfraz. Eso había
originado ya otra leyenda sobre «el encantador», quien, según ella, podía
desvanecerse a voluntad, volviéndose sutil como el aire para escapar de sus
enemigos. Ciertamente, había perfeccionado el arte de confundirme con el paisaje.
De hecho, lo que hacía era tomar las herramientas de algún oficio y frecuentar
aquellos lugares en los que nadie esperaría que pudiera encontrarse un príncipe. Los
ojos de los hombres se fijan en qué, no en quién es un viajero al que etiquetan con sus
habilidades. Viajé como cantor cuando quería acceder tanto a la corte de un príncipe
como a una humilde posada, pero con mayor frecuencia lo hice como médico o
curandero ambulante. Ésta era mi manera preferida. Me permitía ejercer mis
habilidades en donde fuera más necesario, entre los pobres, y me daba acceso a
cualquier tipo de vivienda, salvo a las más nobles.
Fue el disfraz que escogí ahora. Me llevé el arpa pequeña, pero sólo para mi uso
particular. No me atrevía a arriesgar mis dotes de cantor y ganarme una llamada a la
corte de Lot. De manera que el arpa, envuelta y arropada en el anonimato, colgaba
junto a la desgastada silla de la mula, mientras mis cajas de ungüento y toda la serie
de instrumentos iban expuestos de forma que quedaran bien visibles.
La primera parte de nuestro camino la conocía bien, pero después de alcanzar
Bremetennacum y torcer hacia el Desfiladero de los Peninos, la región era nueva para
mí.
El Desfiladero está formado por los valles de tres grandes ríos. Dos de ellos, el
Wharfe y el Isara, nacen en las tierras calizas de las cumbres Peninas y fluyen
formando meandros hacia el este. El otro, una importante corriente de agua con
incontables afluentes menores, equivoca su curso para ir hacia el oeste. Se llama
Tribuit. Una vez cruzado el Desfiladero y dentro del valle del Tribuit, el camino del
enemigo quedaría completamente despejado hasta la costa occidental y los últimos
rincones fortificados de Bretaña.
Arturo había hablado de dos fortines enclavados en el propio Desfiladero. A partir
de preguntas aparentemente sin importancia formuladas a lugareños en la taberna de
Bremetennacum, deduje que en el pasado hubo un tercer fortín que defendía la
entrada occidental del paso, donde el valle del Tribuit se ensancha hacia las tierras
bajas y la costa. Lo edificaron los romanos como campamento temporal para sus
marchas, aunque buena parte de las estructuras de madera y tepe se habrían podrido y
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desaparecido. Sin embargo, se me ocurrió que cabía efectuar una inspección de la
carretera que llevaba hasta allí y, si aún se mantenía en condiciones razonables,
podría convertirse en un atajo por el que la caballería bajase desde Rheged para
defender el Desfiladero.
Desde Rheged hasta Olicana, y York. La ruta que Morcadés debió tomar para
encontrarse con Lot.
No había más que decir. Tomaría el mismo camino, el camino de mi sueño en el
santuario de Nodens. Si el sueño correspondía a algo real —y yo no tenía la menor
duda sobre ello— encontraría cosas que deseaba averiguar.
Dejamos la carretera principal justo nada más salir de Bremetennacum y
enfilamos el valle del Tribuit arriba por una descuidada vía romana de grava. Un día
de cabalgada nos llevó hasta el campamento de marcha.
Tal como había sospechado, poco quedaba de él, excepto parapetos y fosos y
algún poste de madera podrido donde en otro tiempo hubo las puertas de entrada.
Pero al igual que otros campamentos parecidos, estaba hábilmente situado, en el
flanco de un páramo que permitía divisar en todas direcciones sobre un terreno sin
obstáculos. La ladera tenía al pie un afluente, y por el sur el río corría hacia el mar
cruzando una llanura. Tal como estaba situado el campamento, en el extremo
occidental, cabía esperar que no fuera necesario para funciones defensivas, pero
resultaba ideal como lugar de reunión de la caballería o como campamento temporal
para incursiones rápidas a través del Desfiladero.
No encontré a nadie que supiera cuál era el nombre del fortín. En mi informe de
aquella noche a Arturo lo llamé simplemente «Tribuit».
Al día siguiente iniciamos nuestro camino campo a través hacia el primero de los
fortines de que me habló Arturo. Estaba enclavado en el brazo de un curso de agua
pantanoso, cerca de la zona inicial del paso. El agua se extendía junto a éste hasta
formar un lago, del cual tomaba su nombre el lugar. Aunque en ruinas, consideré que
podría quedar reparado en poco tiempo. En el valle abundaba la madera y la piedra, y
en el profundo páramo podían conseguirse tepes para la construcción.
Llegamos a última hora de la tarde. El aire era seco y fragante y los muros de la
fortaleza aseguraban protección suficiente, por lo que acampamos allí. A la mañana
siguiente empezamos a trepar por la loma hacia Olicana.
Bastante antes del mediodía habíamos salido de la zona boscosa y llegado a unos
brezales. El día era agradable. La niebla retrocedía más allá de los brillantes juncos y
el canto del agua borbotaba en cada hendidura de la roca, en donde los arroyuelos
saltaban cuesta abajo para ir a llenar el joven río. Susurrante de murmullos estaba
también el cielo matutino, donde los zarapitos se lanzaban al sesgo hacia sus nidos en
la hierba entre las resonantes oleadas de sus cantos. Vimos una loba, henchida de
leche, cruzando furtivamente por la carretera adelante, con una liebre en la boca. Nos
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concedió una breve mirada indiferente y se ocultó con rapidez en el refugio de la
niebla.
Era un itinerario selvático, un Camino de Lobos de los que gustaban a los
Antepasados. Fijé la mirada en las rocas que coronaban la ladera pedregosa, pero en
sus incómodas y lejanas aguileras no vi la menor señal que pudiera reconocer. No
dudaba, sin embargo, de que cada paso de nuestra ruta estaba siendo vigilado.
Tampoco dudaba de que los vientos habían llevado al norte la noticia de que Merlín
el encantador se había puesto secretamente en camino. Eso no me preocupaba. No es
posible mantener secretos entre los Antepasados: conocen todo lo que va y viene por
el bosque y la montaña. Hacía tiempo que ellos y yo habíamos llegado a un
entendimiento, y Arturo gozaba de su confianza.
Nos detuvimos en lo alto del brezal. Miré a mi alrededor. La niebla ahora se había
levantado, dispersándose bajo un sol resueltamente tonificante. A nuestro alrededor y
por todas direcciones se extendían el brezal, interrumpido por rocas grises y helechos
y, a lo lejos, las aún brumosas cumbres de colinas y montañas. A la izquierda del
camino el suelo descendía hacia el amplio valle del Isara, en donde el agua destellaba
entre la densa arboleda.
La visión del santuario de Nodens oscurecida por la lluvia no podía tener un
aspecto más diferente, pero allí estaba la piedra miliar con su leyenda, OLICANA; y
ahí, a la izquierda, el sendero que se hundía profundamente hacia los árboles del
valle. Entre ellos, apenas visibles a través del follaje, asomaban los muros de una casa
de considerables dimensiones.
Ulfino, acercándose con su mula al paso de la mía, la señalaba:
—Si lo hubiéramos sabido, hubiésemos podido encontrar aquí un alojamiento
más cómodo.
—Lo dudo. Creo que hemos estado mejor bajo el cielo —respondí despacio.
—Creía que nunca habíais seguido esta ruta, señor. ¿Conocéis el lugar? —
preguntó, lanzándome una mirada de curiosidad.
—¿Diríamos que lo conozco? Y me gustaría saber más. En el próximo pueblo por
donde pasemos, o si encontramos a algún pastor en la montaña, averiguaremos de
quién es esta villa. ¿Te parece?
Me dirigió una nueva mirada, pero no dijo más y seguimos adelante.
Olicana, el segundo de los dos fortines de Arturo, quedaba a sólo unas diez millas
al este. Para mi sorpresa, la carretera, que bajaba en fuerte pendiente y luego cruzaba
una considerable extensión de páramos pantanosos, estaba en perfectas condiciones.
Tanto las cunetas como los terraplenes parecían haber sido recientemente reparados.
Había un buen puente de madera para cruzar el Isara, y el vado del próximo afluente
estaba limpio y empedrado. En consecuencia, pudimos ir a buen paso y llegar por la
tarde a la zona habitada. En Olicana hay una población bastante importante.
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Encontramos alojamiento en una taberna que estaba junto a las murallas de la
fortaleza para atender a los hombres de la guarnición.
A juzgar por lo que ya había visto en la carretera y por el bien conservado
equipamiento de las calles y la plaza de la ciudad, no me causó sorpresa alguna que
las murallas de la propia fortaleza estuvieran en el mismo excelente estado. Puertas y
puentes eran sólidos y macizos, y los herrajes parecían recién forjados. A través de
preguntas que intencionadamente lancé como al descuido, y de conversaciones que
escuché en la taberna a la hora de la cena, pude deducir que en tiempos de Úter se
había establecido aquí una incipiente guarnición para proteger la carretera que se
adentraba en el Desfiladero y para mantener la vigilancia sobre las torres de señales
del este. Fue una apresurada medida de emergencia que se tomó durante los peores
años del Terror sajón, pero los mismos hombres continuaban aquí, desesperando de
que les trasladasen a otro lugar, aburridos hasta la locura, aunque mantenidos en un
efervescente grado de eficiencia por un jefe de guarnición que, según podía
deducirse, merecía algo mejor que este fatal e inactivo puesto de avanzada.
La vía más simple para obtener información era darme a conocer a este oficial,
quien vería que yo iba a dar cuenta directamente al rey de los datos obtenidos. De
acuerdo con esto, dejé a Ulfino en la taberna y me presenté ante el cuerpo de guardia
con el salvoconducto que me había suministrado Arturo.
Por la rapidez con que me hicieron entrar y la falta de sorpresa que producían mi
aspecto de desarrapado y el rechazo a dar explicaciones sobre mi nombre y ocupación
a quienquiera que no fuese el propio comandante, podía adivinarse que no era extraño
ver mensajeros aquí. Mensajeros secretos, sin más. Si éste era realmente un puesto de
avanzada olvidado (y hay que admitirlo así, puesto que ni yo ni los consejeros del rey
teníamos conocimiento del mismo), entonces es que los mensajeros que iban y venían
con tal asiduidad eran espías. Comencé a considerar de la mayor importancia el
encuentro con el comandante.
Antes de dejarme pasar me registraron, cosa que era de esperar. Luego una pareja
de guardias me escoltó por el interior del fortín hasta el edificio del cuartel general.
Observé a mi alrededor. El lugar estaba bien iluminado y, hasta donde pude yo ver,
calles, patios, pozos, terreno para entrenamiento, talleres y cuartel se hallaban en
perfecto estado. Al pasar vi carpinteros, talabarteros y herreros. De los candados en
las puertas de los graneros deduje que estaban completamente abastecidos. El lugar
no era muy grande, pero aun así calculé que tenía poco personal. Podría dar acomodo
a la caballería de Arturo casi antes de que estuviera formado este cuerpo.
Pasaron dentro mi salvoconducto y a continuación me introdujeron en la sala del
comandante. Aquí era adonde venían los espías; y por lo común, supuse, a horas tan
tardías como ésta.
El comandante me recibió de pie, no como homenaje a mi persona sino al sello
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del rey. Lo primero que me impresionó fue su juventud. Podría tener no más de
veintidós años. Lo segundo, que estaba cansado. Arrugas de tensión surcaban su
rostro: su juventud, el solitario puesto que ocupaba aquí, encargado de un contingente
de hombres aburridos pero de carácter duro, la constante vigilancia de las mareas
invasoras en flujo y reflujo a lo largo de las costas orientales, todo ello tanto en
invierno como en verano, sin ayuda y sin garantías… Parecía verdad que, después de
haberlo enviado allí —cuatro años atrás—, Úter se hubiera olvidado completamente
de él.
—¿Tenéis novedades para mí? —Su tono sin matices no pretendía disimular sus
ansias; hacía ya mucho que habían sido disipadas por la frustración.
—Podré informaros de las noticias que hay cuando termine lo principal de mi
cometido. Más bien he sido enviado para recabar información de vuestra parte, si
tenéis a bien facilitármela. Debo enviar un informe al Gran Rey. Me alegraría que un
mensajero pudiera llevárselo tan pronto como lo haya completado.
—Esto tiene arreglo. ¿Ahora mismo? Puedo tener a un hombre a punto en una
media hora.
—No, no es tan urgente. ¿Podríamos antes hablar un poco, por favor?
Se sentó, al tiempo que me ofrecía una silla. Por primera vez mostró una chispa
de interés.
—¿Queréis decir que el informe se refiere a Olicana? ¿Puedo saber por qué?
—Os lo contaré, desde luego. El rey me encargó que averiguase todo lo que
pudiera sobre este lugar, y también sobre la derruida fortaleza del puerto de montaña,
la que llaman Lake Fort.
—La conozco —asintió—. Está en ruinas desde hace unos doscientos años. Fue
destruida durante la rebelión de los brigantes y se abandonó totalmente. Esta plaza
fuerte sufrió la misma suerte, pero Ambrosio la reconstruyó. También tenía proyectos
para Lake Fort, según me han contado. Si yo hubiera tenido un mandato, habría
podido… —Se detuvo—. Así que, bueno… ¿Venís de Bremet? Entonces sabréis que
un par de millas al norte de esta ruta hay otro fortín, nada, tan sólo el emplazamiento,
pero yo había pensado que sería igualmente vital para cualquier estrategia que tenga
que ver con el Desfiladero. Ambrosio lo veía así, según me han dicho. Él veía el
Desfiladero como un punto clave de su estrategia.
El énfasis sobre este «él» era apenas perceptible, pero la deducción era clara. Úter
no sólo había olvidado la existencia de Olicana y de su guarnición, sino que también
había ignorado o estimado insuficientemente la importancia de la carretera a través
del Desfiladero de los Peninos. Cosa que no le había sucedido a este hombre joven en
su desamparado aislamiento.
—Y ahora el nuevo rey también lo ve así —respondí rápidamente—, quiere
volver a fortificar el Desfiladero, no sólo con vistas a cerrarlo y mantenerlo frente a
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una penetración desde el este, en caso de que llegara a ser necesario, sino también
para usar el puerto como una línea rápida de ataque. Me ha encargado que vea qué es
lo que hay que hacer aquí. Creo que podéis esperar la llegada de los agrimensores en
cuanto mi informe haya sido estudiado. Este lugar tiene un grado de disponibilidad
que sé que el rey no espera. Le va a gustar.
Le expliqué algo sobre los planes de Arturo para la formación de una fuerza de
caballería. Escuchó ilusionado, olvidando su fastidioso aburrimiento, y las preguntas
que me hizo mostraban lo mucho que sabía acerca de los asuntos de la costa este.
Dejaba traslucir, además, un conocimiento sorprendentemente profundo de los
movimientos y la estrategia de los sajones.
De momento dejé este tema a un lado y empecé a plantearle mis propias
preguntas acerca de la capacidad de alojamiento y abastecimiento de Olicana. En
apenas un minuto se puso en pie, cruzó la sala hasta un cofre cerrado con otro de
aquellos grandes candados, lo abrió y extrajo tabletas y rollos en los que se
desprendía que había relaciones minuciosamente detalladas de todo cuanto yo
deseaba saber.
Las estudié durante unos minutos, hasta que me di cuenta de que estaba a la
espera, observándome, con otras relaciones en la mano.
—Creo… —empezó, pero luego dudó. Un momento después se decidió a
continuar—: No creo que el rey Úter, en los últimos años, hubiera ni siquiera
considerado lo que podía significar la carretera a través del Desfiladero en caso de
conflicto. Cuando me enviaron aquí, cuando era joven, veía esto sólo como un puesto
de avanzada, como un lugar para ejercitarse, podríamos decir. Entonces era mejor que
Lake Fort, pero sólo un poco… Llevó bastante tiempo convertirlo en algo
operativo… Bueno, señor, ya sabéis lo que sucedió. La guerra agitó el norte y el sur;
el rey Úter estaba enfermo y el país dividido; parecía que nos habían olvidado. De
vez en cuando enviaba correos con información, pero no recibía respuesta. De
manera que para mi propia información y, lo admito, como distracción, empecé a
enviar fuera a algunos hombres (no soldados, sino muchachos, mayormente de la
ciudad y con gusto por la aventura) con el fin de obtener datos. Hice mal, ya lo sé,
pero…
—Se detuvo.
—¿Los guardabais para vos? —le interrumpí.
—Sin mala intención —se apresuró a contestar—. Envié un correo con alguna
información que juzgaba valiosa, pero jamás volvía a saber de él ni de los
documentos que llevaba consigo. De modo que no quise volver a confiar a los
mensajeros cosas que pudieran no llegar a manos del rey.
—Puedo aseguraros que cualquier cosa que le envíe yo al rey no tiene más que
llegarle, con seguridad, para recibir su inmediata atención.
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Mientras hablábamos me había estado estudiando con disimulo, supongo que
comparando mi aspecto desarrapado con unos modales que ante él no intenté
disfrazar. Hablaba despacio, dando rápidas ojeadas a los documentos que sostenía en
la mano.
—Tengo aquí el salvoconducto y el sello del rey, de modo que debo confiar en
vos. ¿Podéis decirme vuestro nombre?
—Si así lo deseáis. Pero sólo para vos. ¿Me dais vuestra promesa?
—Por supuesto —respondió con leve impaciencia.
—Bien. Soy Myrddin Emrys, más conocido como Merlín. Como podéis deducir,
estoy en un viaje privado y se me conoce como Emrys, médico ambulante.
—Príncipe…
—No —le corté rápidamente—, volveos a sentar. Os he confiado esto sólo para
que estéis seguro de que vuestra información llegará a oídos del rey, y enseguida.
¿Puedo ver esto, ahora?
Dejó los documentos delante de mí. Los estudié. Más información: planos de
núcleos fortificados, número de tropas y armamentos; crónica cuidadosa de
movimientos de tropas; pertrechos; barcos…
Alcé la vista, alarmado.
—Pero… ¡éstos son los planos de los dispositivos sajones…!
Asintió con la cabeza.
—Y además, recientes, mi señor. El pasado verano tuve un golpe de suerte.
Estuve en contacto, el cómo no importa ahora, con un sajón, un federado de tercera
generación. Como muchos de los viejos federados, quiere conservar el orden antiguo.
Estos sajones mantienen su palabra consagrada por una promesa, y además —un
conato de sonrisa en la severa boca del joven—, desconfían de los recién llegados.
Algunos de esos nuevos aventureros desean reemplazar a los federados ricos con la
misma voluntad con que quieren echar fuera a los britanos.
—Y esta información procede de él. ¿Podéis creérosla?
—Pienso que sí. Las partes que he podido verificar han resultado ciertas.
Desconozco lo buena o reciente que pueda ser la propia información del rey, pero
creo que deberíais llamar su atención hacia esta parte —aquí— en torno a Elesa, y
Cerdic Elesing, que significa…
—El hijo de Elesa. Sí. ¿Elesa, que es nuestro viejo amigo Eosa?
—Cierto, el hijo de Horsa. Sabréis que después de que él y su pariente Octa
escaparan de la prisión de Úter, Octa murió en Rutupiae, pero Eosa se marchó a
Germania y organizó a Colgrim y Badulf, los hijos de Octa, para preparar un ataque
por el norte… Bueno, lo que probablemente no sabréis es que Octa antes de morir
reclamaba el título de «rey» de aquí, de Bretaña. Esto no significa otra cosa que el
caudillaje que anteriormente había tenido como hijo de Henguist; ni Colgrim ni
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Badulf parece que concedieran demasiada importancia al asunto. Pero ahora, además,
ellos han muerto y, como veis…
—Eosa plantea la misma reclamación. Sí. ¿Con mayor éxito?
—Eso parece. Rey de los sajones del oeste es como se llama a sí mismo, y a su
joven hijo Cerdic se le conoce como «el Aetheling». Pretenden descender de algún
antiguo héroe o semidiós. Es lo acostumbrado, claro, pero la cuestión es que su gente
se lo cree. Ya podéis ver que eso añade un matiz nuevo a las invasiones sajonas.
—Que puede modificar lo que estabais diciendo de los viejos federados.
—Claro, claro. Eosa y Cerdic tienen este tipo de consideración, ya veis. Esta
mención de un «reino»… Promete estabilidad (y derechos) para los viejos federados,
y la muerte inmediata para los sobrevenidos. Es franco, además. Creo que se muestra
a sí mismo más que como un aventurero listo: ha creado la leyenda de una monarquía
heroica, es aceptado como legislador y tiene suficiente poder como para imponer
nuevas costumbres. Ha cambiado incluso las de los enterramientos… Ahora no
queman a sus muertos, me han dicho, y ni siquiera los entierran con sus armas y sus
bienes, al estilo antiguo. Según dice Cerdic el Aetheling, esto es un despilfarro. —De
nuevo una breve sonrisa implacable—. Manda a sus sacerdotes que limpien las armas
de los muertos, y luego las vuelven a usar. Ahora creen que la lanza que hubiera
usado un buen combatiente hará tan bueno o mejor a su nuevo propietario… y que el
arma arrebatada a un guerrero vencido golpeará del modo más duro por haberle dado
una segunda oportunidad. Os lo digo, un hombre peligroso. El más peligroso quizá
desde el propio Henguist.
Quedé impresionado, y se lo dije.
—El rey verá todo esto tan pronto como pueda hacérselo llegar. Captará
inmediatamente su atención, os lo prometo. Debéis saber cuan valioso es. ¿Cuándo
podré disponer de copias?
—Ya tengo copias. Éstas pueden salir enseguida.
—Bien. Ahora, si me lo permitís, añadiré unas palabras a vuestro informe y
adjuntaré uno propio sobre Lake Fort.
Me trajo recado de escribir, me lo colocó delante y se dirigió a la puerta.
—Voy a disponer un correo.
—Gracias. Pero esperad un momento…
Se detuvo, habíamos estado hablando en latín, aunque algo en su uso me hizo
pensar que era de la región oeste.
—En la taberna me dijeron que os llamabais Gerontius. ¿Por casualidad vuestro
nombre fue antes Gereint? —pregunté.
—Y aún lo es, señor —respondió sonriendo, lo que le quitó años de encima.
—Un nombre que a Arturo le agradará conocer —comenté, volviendo a mi
escritura.
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Permaneció todavía un momento allí, luego se dirigió a la puerta, la abrió y habló
con alguien que estaba fuera.
Volvió y, cruzando hasta una mesa en un ángulo de la sala, escanció vino en una
copa y me la trajo. Le oí tomar aliento una vez, como si fuera a hablar, pero
permaneció callado.
Finalmente terminé. Volvió hacia la puerta y regresó, seguido ahora por un
hombre, un tipo delgado pero fuerte que parecía como si acabara de despertarse
aunque iba vestido como para salir de camino inmediatamente. Llevaba una bolsa de
piel con un cierre fuerte.
Estaba dispuesto para salir, dijo mientras guardaba los paquetes que Gereint le
entregaba; comería por el camino.
Las concisas instrucciones de Gereint evidenciaban una vez más el valor de su
información:
—Lo mejor será que vayas por Lindum. El rey habrá salido ya de Carlión y habrá
vuelto atrás hacia Linnuis. Para cuando llegues a Lindum ya tendrás noticias de él.
El hombre asintió brevemente y salió. Así que en cuestión de unas pocas horas
desde mi llegada a Olicana, mi informe y bastantes cosas más ya iban camino de
regreso. Ahora era libre de volver mi pensamiento hacia Dunpeldyr y lo que allí debía
averiguar.
Pero antes tenía que pagar a Gereint por sus servicios. Escanció más vino y, con
una ilusión que probablemente no habría experimentado desde hacía tiempo, se
acomodó para someterme a toda clase de preguntas sobre la accesión de Arturo a la
realeza en Luguvallium y lo sucedido hasta entonces en Carlión. Se había merecido
su premio y se lo di. No le hice mis propias preguntas hasta casi llegada la
medianoche.
—¿Pasó por aquí Lot de Leonís algo después de Luguvallium?
—Sí, pero no por Olicana propiamente dicho. Hay un camino, que ahora es poco
más que un sendero, que se bifurca desde la carretera principal y va hacia el este. Es
un camino malo que bordea algunas ciénagas peligrosas, de manera que apenas se usa
aunque resulte el atajo más rápido para quien vaya hacia el norte.
—¿Y Lot lo usó pese a que se dirigía hacia el sur, a York? ¿Pensáis que fue para
evitar que le vieran en Olicana?
—No se me había ocurrido —contestó Gereint—. Es decir, no hasta más tarde…
Tiene una casa junto a este camino. Iría para alojarse allí, más que para entrar en la
ciudad.
—¿Su propia casa? Ya recuerdo. Sí, la vi desde el puerto. Una casa resguardada,
aunque solitaria.
—En cuanto a eso —comentó—, la utiliza muy poco.
—¿Pero sabíais que estaba allí?
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—Me entero de la mayor parte de las cosas que suceden por aquí cerca. —Señaló
con un gesto hacia el cofre del candado—. Igual que una vieja comadre a la puerta de
su casa, no tengo otra cosa que hacer sino observar a mis vecinos.
—Y tengo motivos para estar agradecido por ello. Entonces, ¿debéis saber con
quién se reúne Lot en su casa de las colinas?
Su mirada sostuvo la mía durante diez segundos largos. Luego sonrió.
—Con cierta dama medio real. Llegaron por separado y se fueron por separado,
aunque llegaron juntos a York. —Sus labios se extendieron—. Pero ¿cómo sabéis
esto vos, señor?
—Tengo mis propios recursos para espiar.
—Me lo creo —dijo pausadamente—. Bueno, ahora todo está arreglado y
correcto a los ojos de Dios y de los hombres. El rey de Leonís ha ido con Arturo
desde Carlión hacia Linnuis mientras su nueva reina espera en Dunpeldyr el
nacimiento del niño. Por cierto, ¿sabíais lo del niño?
—Sí.
—Deben de haberse encontrado aquí antes —comentó Gereint afirmando con la
cabeza, y añadió sencillamente—, y ahora veremos los resultados de este encuentro.
—¿De veras se reunían aquí? ¿A menudo? ¿Y desde cuándo?
—Desde que llegué, quizá tres o cuatro veces. —El tono no era el de quien pasa
un chismorreo en la taberna, sino simple y brevemente informativo—. Una vez
estuvieron tanto como un mes juntos, pero permanecieron encerrados. Era sólo a
título de información; no les vimos para nada.
Pensé en la alcoba con su carmesí y oro reales. Había estado en lo cierto.
Amantes desde hacía mucho tiempo, claro. ¡Ojalá pudiera creer lo que le sugerí a
Arturo, que el hijo pudiera ser verdaderamente de Lot! Al menos, a juzgar por el tono
neutro empleado por Gereint, eso sería lo que supondría la mayor parte de la gente.
—Y ahora —prosiguió—, el amor ha seguido su curso, a pesar de los comienzos.
¿Es atrevido por mi parte preguntar si el Gran Rey está enojado?
Se había ganado una respuesta sincera, de modo que se la di:
—Estaba enojado, naturalmente, por la forma en que se celebró la boda, pero
ahora ve que ésta servirá lo mismo que la otra. Morcadés es su media hermana, de
manera que la alianza con el rey Lot se seguirá manteniendo. Y Morgana queda libre
para cualquier otra boda que él mismo pueda proponer.
—Rheged —dijo inmediatamente.
—Es posible.
Sonrió y dejó el tema. Hablamos un poco más y me levanté para irme.
—Decidme una cosa —le pregunté entonces—: ¿Vuestra información llegaba
hasta el conocimiento del paradero de Merlín?
—No. Me habían informado de que había dos viajeros, aunque sin darme el
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menor indicio de quiénes podían ser.
—¿Ni de adonde iban?
—No, príncipe.
Me quedé satisfecho.
—Creo que no necesito insistir en que nadie debe saber quién soy. No incluyáis
esta entrevista en vuestros informes.
—Entendido. Mi señor…
—¿Qué?
—Se trata de vuestro informe sobre Tribuit y Lake Fort. Dijisteis que vendrían los
agrimensores. Se me ocurre que podría ahorrarles gran cantidad de tiempo si envío
inmediatamente allá equipos para trabajar. Podrían empezar con los preparativos:
limpiando, haciendo acopio de tepes y madera, extrayendo piedra de la cantera,
cavando zanjas… Si autorizaseis el trabajo…
—¿Yo? No tengo autoridad.
—¿No tenéis autoridad? —repitió sin comprender, y luego empezó a reír—. No,
ya veo. Difícilmente voy a empezar apelando a la autoridad de Merlín de modo que la
gente me pregunte cómo llegó hasta mí. Y puede recordar a cierto humilde viajero
que andaba vendiendo hierbas y medicamentos por las casas… Bueno, después de
que el mismo viajero me entregue una carta del Gran Rey, mi propia autoridad sin
duda bastará.
—Eso es lo que habría que haber hecho desde hace ya bastante tiempo —convine
con él, y me despedí muy satisfecho.
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Capítulo IX
De este modo viajamos hacia el norte. Una vez que alcanzamos la carretera
principal que va al norte desde York, la vía denominada Dere Street, el camino fue
fácil y lo recorrimos con bastante rapidez.
A veces nos alojamos en posadas, pero con mayor frecuencia no quisimos
cabalgar después de que se acabara la luz y, como el tiempo era bueno y cálido,
acampábamos en algún soto florido próximo a la carretera. Entonces, después de
cenar tocaba un poco de música y Ulfino escuchaba, sumergido en sus propios
sueños, mientras el fuego se consumía hasta convertirse en blanca ceniza y las
estrellas desaparecían.
Era un buen compañero. Nos conocíamos desde muchachos, estando yo con
Ambrosio en la Pequeña Bretaña, en donde mi padre preparaba el ejército que iba a
derrotar a Vortiger y tomar Bretaña; Ulfino era sirviente —garzón esclavo— de mi
tutor Belasio. Su vida con aquel hombre extraño y cruel había sido dura, pero tras la
muerte de Belasio, Úter tomó al muchacho a su servicio y Ulfino pronto ascendió
hasta ganarse un puesto de confianza. Ahora tendría unos treinta y cinco años, cabello
oscuro y ojos grises, era muy callado y circunspecto, a la manera de los hombres que
saben que deben vivir hasta el fin de sus días en soledad o como compañeros de otros
hombres. Los años en que fue sodomizado por Belasio le habían marcado.
Un atardecer compuse una canción y la canté brindándola a las suaves colinas del
norte de Vinovia, en donde los apresurados arroyos descendían hasta sus boscosos
valles, mientras que la ancha carretera cruzaba sin dificultad las tierras altas,
atravesando leguas de helechos y aulagas en los extensos páramos cubiertos de
brezos, cuyos únicos árboles eran pinos, alisos y bosquecillos de abedules plateados.
Habíamos acampado en uno cuyo suelo estaba seco; las esbeltas ramas de abedul
pendían en el cálido anochecer cubriéndonos con una tienda de seda.
Ésta era la canción. La denominé canción de exilio. Después he oído otras
versiones, elaboradas por algún famoso cantor sajón, pero la original fue la mía:
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se tamiza entre los marcos de las ventanas,
se amontona en el lecho roto
y la negra piedra del hogar.
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vestido de modo similar, pero su única joya era algo que parecía un gastado amuleto
colgado del cuello en una fina cadena. Entonces alargó la mano con el fin de extender
las mantas para pasar la noche y se le subió la manga, de modo que vi en su antebrazo
la arrugada cicatriz de una marca antigua: la de un esclavo. Y por la forma en que
permanecía alejado del calor del fuego y calladamente ocupado en desplegar los
fardos, aún lo era. El anciano era un hombre que poseía bienes.
—¿No os importa?
Esto último me lo decía a mí. Nuestras ropas sencillas y el aún más sencillo estilo
de vida —los lechos dispuestos bajo los abedules, los platos corrientes y los vasos de
cuerno para beber, así como las gastadas alforjas que usábamos como almohadas— le
habían dado a entender que aquí había unos viajeros que como mucho eran sus
iguales.
—Nos salimos del camino unas pocas millas atrás —prosiguió—, y sentimos gran
alivio cuando oímos vuestro canto y vimos el resplandor de la hoguera. Conjeturamos
que no podríais haberos alejado demasiado de la carretera, y ahora el muchacho me
dice que está justo un poco más allá, ¡gracias sean dadas a los fuegos de Vulcano!
Los brezales están muy bien a la luz del día, pero después de la anochecida son
traicioneros para hombres y bestias…
Continuó hablando. Entretanto Ulfino, a un gesto mío, se levantó a buscar el
frasco de vino y se lo ofreció, a lo que el recién llegado objetó, con una pizca, de
complacencia:
—No, no. Muchas gracias mi buen señor, pero llevamos comida. No queremos
causaros molestias; tan sólo, si nos lo permitís, compartir vuestro fuego y compañía
para esta noche. Me llamo Beltane, y mi criado Ninian.
—Nosotros somos Emrys y Ulfino. Sed bienvenidos. ¿No queréis vino?
Llevamos suficiente.
—Yo también. De hecho, me tomaré a mal si los dos no me acompañáis con un
trago de éste. Es de una calidad notable, espero que os guste… —Y luego, por
encima del hombro—: Comida, chico, rápido, y ofrece a estos caballeros un poco de
vino del que me dio el comandante.
—¿Venís de muy lejos? —Las normas de etiqueta del que va de camino no te
permiten preguntar directamente a un hombre de dónde viene ni a dónde se dirige,
pero es igualmente norma de etiqueta para él decírtelo, aunque lo que te cuenta pueda
ser ostensiblemente falso.
Beltane respondió sin vacilar, desde el otro lado del muslo de gallina que el joven
le tendía:
—De York. Pasamos el invierno allí. Normalmente nos ponemos en camino antes
de lo que lo hicimos ahora, pero hemos esperado un poco… La ciudad está llena…
—Masticó y tragó, y añadió con mayor claridad—: Era un momento propicio. Se
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hacían buenos negocios, de modo que me quedé.
—¿Pasasteis por Catraeth? —Me había hablado en la lengua británica, de modo
que, siguiéndole, mencioné el lugar por su nombre antiguo. Los romanos lo llamaron
Cataracta.
—No. Por la carretera al este de la llanura. No os lo aconsejo, señor. Queríamos
dejar los senderos del brezal para cruzar directamente por Dere Street hacia Vinovia.
Pero ese atolondrado —dio un tirón al hombro del esclavo— no vio el mojón. No me
queda más remedio que depender de él; mi vista es escasa, excepto para cosas tan
próximas como este bocado de ave. Bueno, Ninian estaba contando nubes, como de
costumbre, en lugar de fijarse en el camino, y a la caída del crepúsculo no teníamos la
menor idea de dónde estábamos, ni de si ya habíamos dejado atrás la ciudad. ¿La
hemos pasado? Me temo que sí.
—Sí, lo siento. Nosotros la cruzamos a última hora de la tarde. Lo lamento.
¿Teníais algún negocio allí?
—Mis negocios los tengo en cada ciudad.
El tono era notablemente despreocupado. Me alegré, en consideración al
muchacho. Éste estaba a mi lado, con el frasco de vino, escanciando con gran
concentración; pensé que Beltane era todo brusquedad y agitación, mientras Ninian
no mostraba el menor temor. Le di las gracias; alzó la vista y sonrió. Entonces vi que
había juzgado mal a Beltane: sus censuras parecían estar plenamente justificadas. Era
obvio que los pensamientos del chico, pese a la apariencia de concentración que
ponía en sus tareas, estaban a leguas de distancia; la dulce y nebulosa sonrisa venía
de un sueño en el que estaba sumido. En el juego de luces y sombras de la luna y el
fuego, sus ojos eran grises, bordeados de una oscuridad de humo. Algo en ellos y en
la gracia distraída de sus movimientos resultaba sin duda familiar… Noté el aire de la
noche soplando a mi espalda, y el cabello de la nuca se me erizó como la piel de un
gato en una ronda nocturna.
Sin decir nada, se había apartado y se detuvo junto a Ulfino con el frasco.
—Probadlo, señor —me apremió Beltane—. Es de muy buena calidad. Me lo dio
uno de los oficiales de la guarnición en Ebor… Dios sabrá dónde lo habrá conseguido
él, pero mejor será no preguntar, ¿eh? —El espectro de un guiño, mientras masticaba
otra vez su pollo.
El vino efectivamente era bueno, rico, suave y oscuro, y podía competir con
cualquiera de los que yo había probado, incluso en la Galia o en Italia. Felicité a
Beltane por ello, preguntándome mientras hablaba qué servicio podía haber merecido
semejante pago.
—¡Ajá! —respondió con idéntica complacencia—. Seguro que os estaréis
preguntando qué artimañas he usado para hacerme con un género como éste, ¿eh?
—Bueno sí, eso es —admití sonriendo—. ¿Sois mago, ya que podéis leer los
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pensamientos?
—No de esta clase. —Sofocó la risa—. Pero también sé lo que estáis pensando en
este momento.
—¿Sí?
—Estáis dándole vueltas a si soy el encantador del rey, disfrazado. ¡Estoy seguro!
Pensáis que puedo haber usado esta clase de magia para conseguir mediante hechizos
un vino como éste de Vitruvio… Y Merlín viaja por los caminos lo mismo que yo: lo
podríais tomar por un simple mercader, dicen, quizá con un esclavo por compañía,
quizá ni siquiera eso. ¿Acerté?
—Respecto al vino, sí, seguro. ¿Deduzco, pues, que sois algo más que «un simple
mercader»?
—Así podríais decirlo —asintió con la cabeza, dándose importancia—. Pero
ahora volvamos sobre Merlín. Oí que salió de Carlión. Nadie sabe a dónde se dirige
ni en qué misión anda, aunque eso es lo que siempre pasa con él. En York decían que
el Gran Rey regresaría a Linnuis antes de la nueva luna, pero Merlín desapareció al
día siguiente de la coronación. —Pasaba la vista de mí a Ulfino—. ¿Sabéis algo de lo
que se trama?
Su curiosidad no era otra que la del natural tráfico de noticias de un mercader que
viaja. Tales gentes son grandes portadoras e intercambiadoras de noticias: de este
modo se hacen recibir bien en todas partes y cuentan con ello como si fuera un
valioso surtido de existencias.
Ulfino sacudió negativamente la cabeza. Mostraba un rostro inexpresivo. El joven
Ninian ni siquiera escuchaba. Había girado la cabeza hacia la perfumada oscuridad
del brezal. Pude oír la quebrada y burbujeante llamada de algún pájaro tardío
agitándose en su nido; la alegría iba y venía por la cara del muchacho, un destello
rápido y evanescente como la luz de las estrellas sobre las movedizas hojas que
teníamos encima. Al parecer Ninian tenía su propio refugio frente a un dueño
parlanchín y al penoso trabajo del día.
—Venimos del oeste, sí, de Deva —expliqué, dándole a Beltane la información
que trataba de cazar—. Pero las noticias que yo tengo son viejas. Viajamos despacio.
Soy médico, y nunca me resulta fácil desplazarme lejos.
—¿Ah, sí? Bueno —dijo Beltane, mordiendo con gusto un trozo de pan de cebada
—. Sin duda algo oiremos cuando lleguemos a Puente Cor. ¿Seguís también este
mismo camino? Bueno, bueno, ¡no hay por qué tener miedo de viajar conmigo! ¡No
soy ningún encantador disfrazado o sin disfrazar, y aun en el caso de que los hombres
de la reina Morcadés llegaran a prometer oro o amenazar con la muerte en la hoguera,
yo me las arreglaría para demostrarlo!
Ulfino alzó rápidamente la vista pero yo pregunté, simplemente;
—¿Cómo?
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—Con mi oficio. Tengo mi propia clase de magia. Y por todo lo que dicen,
Merlín es maestro en muchas cosas, y la mía es una habilidad que no puedes simular
que dominas si antes no la has ejercitado. Y eso —añadió con la misma alegre
complacencia— te lleva una vida entera.
—¿Podemos saber cuál es? —La pregunta era de mera cortesía.
Saltaba a la vista que ése era el momento de la revelación que había estado
preparando.
—Os lo mostraré. —Se tragó las últimas migas de pan, se limpió delicadamente
la boca y tomó otro vaso de vino—. ¡Ninian! ¡Ninian! ¡Ya tendrás tiempo luego para
soñar! Saca el paquete de la bolsa y aviva el fuego. Queremos luz.
Ulfino alcanzó un puñado de astillas de detrás de él y lo arrojó al fuego. Las
llamas se elevaron a buena altura. El chico fue a buscar un voluminoso rollo de cuero
flexible y se arrodilló a mi lado.
Desató las cuerdas y lo desenrolló, extendiéndolo en el suelo a la luz de la fogata.
Hacían juego con los destellos y el resplandor: oro que apresaba la viva y
danzante luz, esmaltes en negro y escarlata, conchas nacaradas, cristal granate y azul,
engastado o prendido… A lo largo de la piel de cabritilla había piezas de joyería
maravillosamente realizadas. Vi prendedores, alfileres, collares, amuletos, hebillas
para sandalias o para cinturones, y un pequeño juego de encantadoras bellotas de
plata para un ceñidor de mujer. Los prendedores en su mayor parte eran de forma de
disco como el que llevaba el mercader, pero uno o dos tenían el antiguo diseño de
lazo, y vi también algunos animales, como una criatura semejante a un dragón
enroscado, elaborado con gran primor y habilidad con granates montados en celdillas
de filigrana.
Alcé la mirada y vi a Beltane que me observaba anhelante. Le concedí lo que
quería:
—Es un espléndido trabajo. Precioso. Lo más delicado que jamás he visto.
Rebosaba de placer. Ahora que lo había situado podía yo estar más tranquilo. Era
un artista, y los artistas viven de las alabanzas como las abejas del néctar. Tampoco
les preocupa cualquier cosa que vaya más allá de su propio arte. Beltane apenas se
había interesado por mi profesión. Sus preguntas eran bastante inocuas; la búsqueda
de noticias de un comerciante que viaja; y con los acontecimientos de Luguvallium
que todavía daban pie a algún relato a la vera de la lumbre en cada hogar, ¿qué
bocado de noticias más apetitoso podía haber que algún indicio sobre el paradero de
Merlín? Era seguro que no tenía idea de con quién estaba hablando. Le hice unas
pocas preguntas sobre su trabajo, por auténtico interés; donde fuera siempre aprendí
lo que pude sobre las habilidades humanas. Sus respuestas me dieron a entender
enseguida que, ciertamente, él mismo había hecho las joyas, de modo que el servicio
por el cual habría merecido la recompensa del vino quedaba también explicado.
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—Y vuestra vista —pregunté—, ¿la habéis estropeado con este trabajo?
—No, no. Mi vista es escasa, pero es buena para trabajar de cerca. De hecho, ésta
ha sido mi ventaja como artista. Incluso ahora, cuando ya no soy joven, puedo
apreciar detalles muy sutiles, pero vuestro rostro, mi buen señor, no lo distingo con
claridad, y en cuanto a los árboles que nos rodean, o lo que yo tomo por tales… —Se
rió y se encogió de hombros—. Por eso estoy en manos de ese muchacho holgazán y
soñador. Él es mis ojos. Sin él difícilmente podría viajar como lo hago y, en efecto,
afortunado soy por haber llegado hasta aquí sano y salvo, aunque sea con los ojos de
este locuelo. Esta comarca no es para abandonar la carretera y aventurarse por las
ciénagas.
Su mordacidad era cosa de rutina. El joven Ninian la ignoraba; había aprovechado
la oportunidad de mostrarme las joyas para poder quedarse junto al fuego avivado.
—¿Y ahora? —pregunté al orfebre—. Me habéis mostrado un trabajo digno de la
corte de un rey. Seguramente demasiado bueno para la plaza del mercado, ¿verdad?
¿A dónde lo lleváis?
—¿Necesitáis preguntarlo? A Dunpeldyr, en Leonís. Con el rey recién casado y la
reina tan hermosa como las flores de mayo y los capullos de acedera, seguro que
querrán comprar cosas tales como las que yo tengo.
Alargué las manos al calor de la hoguera.
—Ah, sí —asentí—. Al final se casó con Morcadés. Se comprometió con una
princesa y se casó con otra. Algo de eso oí. ¿Estabais allí?
—Claro que estaba. Y poca culpa hay que echarle al rey Lot: eso es lo que todos
decían. La princesa Morgana es muy bella y con todos los derechos como hija del rey,
pero la otra… Bueno, ya sabéis cómo va eso de las habladurías. Ningún hombre, sin
mencionar a uno como Lot de Leonís, podría llegar al alcance de los brazos de esta
dama y no desear vehementemente acostarse con ella.
—¿Vuestra vista sería suficientemente buena para tal cosa? —le pregunté.
Advertí que Ulfino sonreía.
—No la necesitaría —rió fuertemente—. Tengo oído, y oí lo que se contaba sobre
ella, y una vez estuve lo suficientemente cerca como para oler el perfume que usa y
vislumbrar el color de su cabello a la luz del sol y escuchar su bonita voz. Además,
tenía conmigo al chico para contarme cómo era, e hice esta cadena para ella. ¿Creéis
que su señor querrá comprármela?
Tomé la preciosa pieza entre los dedos; era de oro y cada eslabón, tan delicado
como la fina seda, sostenía flores de perlas y topacios de Palmira engastados en
filigrana.
—Tonto sería si no lo hiciera. Y si primero lo ve la dama, a buen seguro que él
querrá.
—Es lo que calculo —dijo sonriendo—. Para las fechas en que yo llegue a
Maese Blaise nos recibió en una confortable casita de piedra color arena,
edificada en torno a un pequeño patio plantado de manzanos con guías por las
paredes arriba y rosales que ocultaban los modernos pilares de base cuadrada.
Bastante tiempo atrás la casa perteneció a un molinero; por delante corría un
riachuelo cuyo desnivel se regulaba por saltos de agua escalonados y poco profundos,
y en los muretes de cuyas orillas había pequeños helechos y flores. Un centenar de
pasos más abajo de la casa el río desaparecía bajo una bóveda formada por hayas y
avellanos. Por encima de esta zona boscosa, en la fuerte pendiente que había detrás
de la casa, estaba el jardín vallado y bien expuesto al sol donde crecían las apreciadas
plantas del anciano.
Me reconoció inmediatamente, aunque habían pasado muchos años desde la
última vez que nos vimos. Vivía sin más compañía que sus dos jardineros, y una
mujer con su hija que se ocupaban de la casa y de guisarle la comida. Le mandó que
preparase las camas y la apremió tras los fogones con una regañina. Ulfino se
encaminó al establo para acomodar las mulas y Blaise y yo nos quedamos hablando
en total libertad.
En el norte la luz tarda en desaparecer, de modo que después de cenar salimos a la
terraza que daba sobre el río. El calor del día alentaba aún desde las piedras y el aire
de la noche olía a ciprés y a romero. Aquí y allá, entre las sombras que colgaban de
los árboles, se vislumbraba la pálida forma de una estatua. Desde alguna parte se oyó
«Al menos tuvo sus pasteles y un día de sol». Beltane, el orfebre, nos lo contó a la
noche siguiente mientras compartíamos la cena en la posada de la ciudad. Estaba
poco hablador, lo que era inusual en él, y parecía aturdido, pegándose a nuestra
compañía como, pese a su lengua mordaz, debía haberse pegado a la del muchacho.
—Pero…, ¡ahogado! —exclamó Ulfino en tono incrédulo, aunque capté en él una
mirada que me dio a entender que empezaba a relacionar y a comprender algunos
hechos—. ¿Cómo ocurrió?
—Por la noche, a la hora de cenar, me acompañó aquí y empaquetó las cosas.
Habíamos tenido un buen día y la bolsa se había llenado; estábamos seguros de que
íbamos a comer bien. El chico había trabajado duro, así que cuando vio que algunos
muchachos bajaban a tomar un baño en el río, me preguntó si podía ir con ellos. Era
una buena ocasión para lavarse… y había sido un día caluroso y los pies de la gente
levantan un montón de polvo, e incluso estiércol, en los mercados. Le dejé ir. Lo
siguiente que pasó fue que los chicos volvieron corriendo, contándome lo que había
Lind y Ulfino esperaban junto al seto del huerto. La muchacha ahora callaba, tan
trastornada que ni siquiera podía llorar; a la luz del fanal la cara se le veía blanca y
CAMELOT
El viaje había ido bien, pero su final fue realmente malo, sobrepasando el peor de
mis temores. Morcadés asistía a la boda.
Tres días antes de la ceremonia llegó un mensajero a galope con la noticia de que
en el estuario se había avistado un barco con la vela negra y la insignia de los
orcanianos. El rey Urbgen cabalgó hasta el puerto para recibirlo. Envié a mi propio
criado para obtener noticias y volvió con ellas a toda prisa antes de que los de
Orcania hubieran ni siquiera desembarcado. El rey Lot no estaba con ellos, me dijo,
pero había venido la reina Morcadés, y con cierta pompa. Le envié rápidamente hacia
el sur, con un consejo para Arturo: no le sería difícil encontrar alguna excusa para no
estar presente. Afortunadamente para mí, no necesité rebuscar mucho para encontrar
un pretexto con similares fines: días atrás, a petición del propio Urbgen, había
decidido ya una salida para inspeccionar los puestos de transmisiones a lo largo del
estuario.
Con prontitud y tal vez una ligera falta de dignidad salí de la ciudad antes de la
llegada de Morcadés y su gente y no regresé hasta la misma víspera de la boda.
Después me enteré de que también Morgana había evitado encontrarse con su
hermana, pero en aquel momento difícilmente hubiera podido esperarse otra cosa de
una novia tan absorta en los preparativos de una boda real.
Por lo tanto, estuve allí para presenciar el encuentro de las hermanas en la misma
puerta de la iglesia en la que Morgana iba a casarse según los ritos cristianos. Ambas,
reina y princesa, iban espléndidamente vestidas y estaban magníficamente atendidas.
Se reunieron, intercambiaron algunas palabras y se dieron un abrazo, con sonrisas tan
lindas como las de los cuadros y con igual fijeza pintadas en sus bocas. Creo que
Morgana salió vencedora en el encuentro, dado que iba vestida para la boda y brillaba
como la radiante pieza central de la celebración. Su traje era magnífico, con una cola
púrpura recamada de plata. Sobre su cabello oscuro ceñía una corona y entre las
maravillosas joyas que Urbgen le había regalado reconocí alguna de las que Úter
Fue como un sueño muy largo. No recuerdo nada de cómo empezó, pero supongo
que, animado por una especie de fuerza delirante, me arrastré desde donde estaba
acostado y salí vagando entre los espesos musgos del bosque y luego me echaría,
quizás, en el mismo sitio en que me habría caído, en lo hondo de alguna zanja o tras
un matorral, donde el soldado no me pudo encontrar. Debí de recuperarme a tiempo
para poder refugiarme de las inclemencias del tiempo, y desde luego tuve que
encontrar comida y posiblemente incluso hice fuego durante las semanas de tormenta
que siguieron, pero de nada de esto guardo memoria. Todo lo que puedo recordar
ahora es una serie de imágenes, una especie de sueño brillante y silencioso a través
del cual me muevo como un espíritu ingrávido e incorpóreo que se eleva por el aire lo
mismo que un cuerpo pesado es subido por el agua. Las imágenes, aunque vividas,
disminuyen en una distancia carente de emociones, como si las estuviera
contemplando en un mundo que apenas me concierne. De la misma manera que
imagino a veces que los muertos sin cuerpo tienen que mirar el mundo que han
dejado.
Así anduve a la deriva, en lo más hondo del bosque de otoño, desatendido como
un fantasma de la bruma forestal. Forzando mucho la memoria hacia atrás, me llegan
ahora las imágenes: profundos pasadizos entre hayas, con una espesa capa de hayucos
en donde hozaba el jabalí, el tejón escarbaba en busca de comida, y los venados
entrechocaban y luchaban bramando sin mirar una sola vez hacia mí. También los
Otra vez la mañana, y la brillante y limpia luz con que me desperté la primera
vez. Aún me sentía débil, pero dueño de mis actos. Al parecer el rey había dado
órdenes de que le llamaran tan pronto como me despertara, pero yo no lo permití
hasta haberme bañado, afeitado y desayunado.
Cuando por fin vino su aspecto era bastante diferente. Las líneas de tensión en
torno a sus ojos habían disminuido, y bajo el tono moreno de la intemperie su rostro
tenía color. Una de sus propias y especiales cualidades había vuelto también: la
energía juvenil de la que los hombres podrían beber como si de una fuente se tratara y
así fortalecerse ellos mismos.
Tuve que tranquilizarle acerca de mi propia recuperación antes de que me
permitiera hablar, pero finalmente se sentó para contarme sus noticias.
—Lo último que oí es que habías ido hasta Elmet… —empecé a decirle—. Pero
eso parece que ahora ya es historia pasada. ¿Deduzco que se rompió la tregua? ¿Qué
batalla era la que vi? ¿Se levantaron por aquí, por el Bosque Caledoniano? ¿Quién
estaba implicado?
Me miró, pensé que de un modo extraño, pero respondió enseguida:
—Urbgen me llamó. Los enemigos penetraron en la región hasta Strathclyde, y
Caw no conseguía contenerlos. Le habrían obligado a seguir su ruta hacia abajo a
través del bosque hasta la carretera. Les di alcance, les hice pedazos y les obligué a
retirarse. Los pocos que quedaron huyeron hacia el sur. Les habría perseguido
inmediatamente, pero entonces te encontramos y tuve que quedarme… No iba a
dejarte otra vez, hasta saber que estabas en casa y cuidado.
—¿Así que vi la batalla de verdad? Me preguntaba si era parte del sueño.
—Debes de haberla visto entera. Luchamos por todo el bosque, a lo largo del río.
Naturalmente, estaba muy complacido por ello, y aquella noche se celebró una
fiesta en la que todos los que habían contribuido con su trabajo, hombres, mujeres y
niños, estuvieron invitados. Él y sus caballeros, con Derwen, yo mismo y unos
cuantos más, nos sentamos en el comedor, junto a la larga mesa tan recientemente
pulida que aún flotaba el polvillo en el aire y formaba un halo alrededor de las
antorchas. Era una ocasión gozosa, sin ningún tipo de solemnidad, como si se tratara
de una fiesta tras la victoria en el campo de batalla. Arturo pronunció una especie de
discurso de bienvenida —del que ahora no recuerdo la menor palabra— forzando la
voz para que el público que se apretujaba al otro lado de las puertas pudiera oírle;
después, una vez que los que estábamos en el comedor habíamos empezado a comer,
abandonó su sitio en la cabecera de la mesa y, con un hueso de cordero en una mano
y una copa en la otra, empezó a dar vueltas por el lugar, sentándose ahora con este
grupo ahora con el de más allá, rebanando un puchero con los albañiles o permitiendo
que los carpinteros le invitaran repetidamente a beber del barril de hidromiel, todo el
tiempo mirando, preguntando y elogiando, enteramente a su antigua y radiante
manera. En unos instantes el temor reverencial de la gente se desvaneció y
empezaron a lanzarle preguntas como si de bolas de nieve se tratara. ¿Qué pasó en
Carlión? ¿Y en Linnuis? ¿Y en Rheged? ¿Cuándo vendría a establecerse aquí? ¿Qué
probabilidades había de que los sajones pudieran acosarles desde la lejanía y cruzar
toda aquella distancia? ¿Cuáles eran las fuerzas de Eosa? ¿Era verdad lo que se
contaba sobre esto, lo otro o lo de más allá? A todo ello respondía pacientemente: los
hombres que conocieran a qué debían enfrentarse se enfrentarían a ello; el miedo a la
sorpresa y a la flecha en la oscuridad era lo que acobardaba a los más fuertes.
Todo se desarrollaba en el estilo del anterior Arturo, el joven rey que yo conocí.
Su aspecto también encajaba. La fatiga y la desesperación se habían esfumado, había
apartado el dolor, volvía a ser otra vez el rey que atraía las miradas de todos los
hombres y con el apoyo de cuya fortaleza sentían que podrían confiar para siempre,
sin que nunca se debilitara. Por la mañana no habría allí ni uno solo que no estuviera
dispuesto a morir al servicio del rey. El hecho de que él lo supiera y fuera plenamente
consciente del efecto que causaba, no desvirtuaba para nada su grandeza.
Tal como teníamos por costumbre, charlamos los dos antes de ir a dormir. Arturo
estaba alojado con sencillez, pero mejor que en una tienda de campaña. Habían
Nunca fue mi intención el dar aquí detalles de los años de lucha. Ésta es otra clase
de crónica. Además, hoy todo el mundo conoce cómo se desarrolló la campaña de
Arturo para liberar Bretaña y limpiar sus costas del Terror. Todo esto fue puesto por
escrito en aquella casa allá arriba, en Vindolanda, por Blaise y el solemne y callado
escribano que de vez en cuando iba a ayudarle.
Lo único que repetiré aquí es que, durante todos los años que le llevó luchar
contra los sajones hasta paralizarlos, ni una sola vez fui capaz de proporcionarle
ayuda con profecías o magia. La de aquellos años es una historia de valentía humana,
de resistencia y dedicación. Hubo doce combates de gran importancia y el duro
trabajo de cerca de siete años antes de que el joven rey pudiera considerar el país
finalmente a salvo para el buen gobierno y las artes de la paz.
No es verdad, como quisieran poetas y cantores, que Arturo expulsara a todos los
sajones de las costas de Bretaña. Al igual que lo había hecho Ambrosio, tuvo que
reconocer que era imposible limpiar unas tierras que se extendían a lo largo de
muchas millas de terreno accidentado, y que además ofrecían por detrás la fácil
retirada por mar. Desde los tiempos de Vortiger, fue el primero que invitó a los
sajones a acudir a Inglaterra como aliados suyos, la orilla sureste de nuestro país se
había convertido en un territorio de asentamiento sajón, con sus propios gobiernos y
sus propias leyes. Había alguna justificación para que Eosa asumiera el título de rey.
Incluso aunque le hubiera sido posible a Arturo limpiar la Costa Sajona, habría tenido
que expulsar a unos habitantes tal vez ya de tercera generación, que habían nacido y
se habían criado en aquellas costas, y hacerlos regresar al país de sus abuelos, donde
podían ser tan mal recibidos como aquí. Los hombres luchan desesperadamente por
sus casas cuando la alternativa es quedarse sin hogar. Y aunque eso fuera necesario
para ganar las grandes batallas campales, sabía que si forzaba a los hombres a buscar
refugio en montes, bosques o tierras deshabitadas, de donde nunca podrían ser
desalojados, o incluso los acorralaba y combatía, les estaba invitando a una larga
guerra en la que no podría haber victoria. Antes de él ya había el ejemplo de los
Antepasados: habían sido desposeídos por los romanos y se habían escondido en las
zonas deshabitadas de los montes.
Cuatrocientos años más tarde todavía seguían allí, en sus remotas espesuras de la
montaña, mientras que los propios romanos se habían ido. Aceptando el hecho de que
Volvía a verlos, a los dos. Beduier, moreno e inquieto, con una mirada de afecto
puesta en el otro muchacho; Arturo-Emrys, el líder a los doce años, lleno de energía y
de una gran pasión de vivir. Y la blanca sombra de la lechuza planeando entre ellos
desde arriba: la guenhwyvar de una pasión y un pesar, de un elevado esfuerzo y una
búsqueda que introduciría a Beduier en el mundo del espíritu y dejaría a Arturo en
solitario, aguardando allí en el centro de la gloria para convertirse él mismo en una
leyenda y él mismo en un grial…
APPLEGARTH
Las cuevas seguían y seguían sin fin, con sus techos perdidos en la oscuridad y
sus paredes iluminadas con una extraña y difusa luz que parecía tamizada por agua y
subrayada cada protuberancia y cada pliegue en la roca.
De las arcadas de piedras pendían estalactitas, como musgo de antiguos árboles, y
unas columnas de roca se alzaban desde el suelo de piedra para unirse a ellas. Por
todas partes caía agua, con su resonante eco, y la luz, propagándose en ondas,
reflejaba el conjunto.
Luego, distante y pequeña, apareció una luz: la forma de una entrada flanqueada
por columnas, convencional y elegante. Tras ella, algo —alguien— se movía. En el
momento en que quise ir hacia allá y ver, me encontré en el lugar sin esfuerzo, como
una hoja al viento, un fantasma en una noche de tormenta.
La puerta era la entrada a un gran salón iluminado como para una fiesta. Aquello
que había visto moverse, fuera lo que fuese, ya no estaba allí; apenas había nada más
que enormes espacios de brillante luz, el pavimento de color de una estancia real,
columnas doradas, antorchas sustentadas por pedestales en forma de dragones de oro.
Vi asientos dorados, alineados en torno a las relucientes paredes, y mesas argentadas.
En una de ellas había un tablero de ajedrez de plata mate y pulida, con piezas de plata
dorada dispuestas como si se hubiera interrumpido una partida a la mitad.
En el centro del vasto suelo había una enorme silla de marfil. Enfrente, otro
Regresé a casa solo. No había nada que ganar y sí demasiado que perder
confrontando a Arturo con Melvas en este momento. Hasta aquí, gracias a la rápida
ocurrencia de Melvas de dejar la casa del pantano, regresar y estar presente para dar
la bienvenida a Arturo cuando sus naves entraron en el muelle, el asunto quedaba a
salvo del escándalo y, cualesquiera que fuesen sus sentimientos privados cuando
descubriera o adivinara la verdad, Arturo no se vería forzado a una precipitada pelea
pública con un aliado. Por el momento era mejor dejarlo. Melvas les acogería en su
palacio iluminado, les ofrecería comida y vino, y quizás alojamiento para la noche, y
a la mañana siguiente Ginebra le habría contado a su marido su historia, alguna
historia. Yo no podía empezar a hacer conjeturas sobre cuál sería esta historia. Había
algunos elementos que ella tendría dificultades para justificar: la habitación tan
cuidadosamente dispuesta para ella; el vestido suelto que llevaba puesto; el lecho
revuelto; sus mentiras a Beduier y a mí mismo acerca de Melvas. Y por encima de
todo ello, la pieza de ajedrez rota y, por ella, la evidencia de que se trataba de un
sueño verdadero.
Pero todo esto tendría que esperar, por lo menos, hasta que estuviéramos fuera de
las tierras de Melvas y ya no rodeados por sus hombres de armas. Por lo que se
refiere a Beduier, no había dicho nada; en el futuro, pensara lo que pensase, su amor
por Arturo le mantendría la boca cerrada.
Volví a casa dando un largo rodeo, sin molestar al barquero. Incluso aunque se
hubiera prestado a transportarme tan tarde, no me sentía con fuerzas para soportar su
charla o la de las tropas que pudieran estar haciendo el camino de vuelta. Quería el
silencio y la noche y los blandos velos de la niebla.
El caballo, olfateando vuelta a casa y cena, aguzó el oído y apretó el paso. Pronto
dejamos atrás los ruidos y las luces de la isla; el propio Tormo no era más que una
negra forma en la noche, con estrellas tras el lomo.
Suspendidos en la niebla aparecieron unos árboles; bajo ellos el agua del Lago
lamía los lisos guijarros. El olor a agua, a juncos y a barro removido, los lentos e
uniformes golpes de los cascos, el murmullo del Lago y, a través de todo ello, casi
imperceptible e infinitamente distante pero hormigueando como si fuera sal en la
lengua, el hálito de la marea en el mar cambiando su reflujo aquí, en su
languideciente límite.
Un pájaro gritó con voz ronca, chapoteando en alguna parte, invisible. El caballo
sacudió el empapado cuello y siguió andando pesadamente.
El aire silencioso e inmóvil, y la calma de la soledad. Ambos tendían un velo, tan
palpable como la niebla, entre las tensiones del día y la tranquilidad de la noche. La
mano del dios se había retirado. Ninguna visión se imprimía en la oscuridad. No
quería pensar en el mañana ni en la parte que en él me correspondería. Había sido
guiado por un sueño profético para impedir un rapto, pero qué «elevados asuntos»
anunciaban la súbita renovación en mí del poder del dios era algo que no podía
explicar y estaba demasiado fatigado para tratar de adivinarlo. Chasqué la lengua para
animar al caballo, y apresuró el paso. La silueta de la luna, por encima de las copas
de unos olmos, alumbraba una noche negra y plata. Al cabo de una media milla
escasa íbamos a dejar la orilla del Lago y acabaríamos el camino hasta casa por la
carretera de grava.
El caballo se detuvo tan repentinamente que me vi arrojado contra su cuello. Si el
animal no hubiera estado tan agotado habría dado un respingo y quizá me hubiera
hecho caer al suelo. De la manera en que se plantó, con las patas delanteras clavadas
ante él con rigidez, me sacudió hasta los huesos.
En aquel tramo el camino discurría por la parte alta de un talud que bordeaba el
Lago: una mera pendiente, la mitad de la altura de un hombre, que bajaba hasta la
misma superficie del agua. Había una niebla espesa, pero un movimiento del aire —
Incluso así, el darme cuenta de la simple verdad me llevó todo el tiempo que tardé
en llegar a casa.
Desde que me encontré con el muchacho Ninian y suspiré por él como el único
ser humano entre todos los que había conocido que hubiera podido ir conmigo a
dondequiera que yo fuese, habían transcurrido bastantes años. ¿Cuántos? ¿Nueve,
diez? Y él entonces debía de tener unos dieciséis. Entre un chico de dieciséis y un
hombre entre los veinte y los treinta hay un mundo de cambios y de desarrollo: el
joven que acababa de reconocer con semejante conmoción de alegría, el rostro que
tantas veces había recordado con pena, no podía ser aún el del mismo muchacho,
incluso aunque hubiera escapado del río tantos años atrás y todavía estuviera vivo.
Aquella noche, mientras permanecía acostado en la cama, insomne,
contemplando las estrellas a través de las negras ramas del peral tal como hacía
cuando era niño, volví a rememorar la escena: la niebla, la fantasmal niebla; arriba, la
luz de las estrellas; la voz, llegando como un eco desde las escondidas aguas; el
rostro tan bien recordado, soñado a lo largo de aquellos diez años; todo esto,
combinándose de repente para despertar una olvidada y fútil esperanza, me había
engañado.
Cabalgamos hacia casa en un resplandeciente día que olía a prímulas. Las nubes
se habían retirado y el lago aparecía azul y destellante bajo los sauces dorados. Una
golondrina temprana se lanzó volando a cazar insectos, rasando la brillante superficie
del agua. Y la Reina de la Primavera, rehusando la litera que hice traer para ella,
cabalgaba junto a mí.
Sólo una vez conversó conmigo, y muy brevemente.
—Os mentí aquella noche, ¿lo sabíais?
—Sí.
—Entonces, ¿sois vidente? ¿De veras veis así? ¿Lo veis todo?
—Veo mucho. Si me dispongo a ver y Dios lo quiere, veo.
Volvió el color a su rostro y le brilló la mirada como si se sintiera liberada de
algo. Antes creí que era inocente: ahora lo sabía.
—Así que también vos le habréis contado a mi señor la verdad. Cuando vi que no
venía él a buscarme, me asusté.
—No tenéis por qué asustaros, ni ahora ni nunca. Creo que no necesitaréis dudar
jamás respecto a su amor. Y puedo deciros también, Ginebra, prima mía, que incluso
aunque nunca puedas darle un heredero, nunca te repudiará. Tu nombre permanecerá
siempre junto al suyo, mientras él sea recordado.
—Lo intentaré —respondió, con voz tan tenue que apenas pude oírla.
Entonces aparecieron ante nuestra vista las torres de Camelot y ella guardó
silencio, cobrando ánimos para afrontar cualquier cosa que fuera a suceder.
La construcción de la sala del consejo seguía el estilo de otra sala más pequeña
que Arturo había visto en una de las visitas que le hizo al padre de la reina en Gales.
Aquélla era simplemente una versión ampliada de la casa redondeada de los celtas,
construida con zarzos y barro; éste de Camelot era un gran edificio circular,
construido sólidamente para que perdurase, con nervaduras de piedra labrada y, entre
ellas, paredes de finos ladrillos romanos, de tejares próximos que hacía tiempo habían
sido abandonados.
Había amplias puertas de roble de doble hoja, con el Dragón esculpido y
finamente doradas. Dentro había un espacio abierto, con un suelo de baldosas finas
que partían en hileras desde el centro, como una tela de araña. Y, al igual que la anilla
exterior de la tela, las paredes no eran curvas sino cortadas al fondo en paneles lisos.
Estos paneles estaban revestidos con esteras de fina paja dorada con el fin de
resguardar de las corrientes de aire, pero con el tiempo resplandecerían, con labores
de aguja: Ginebra había puesto ya a bordar a sus doncellas. Contra cada una de estas
secciones se apoyaba una silla alta, con su propio escabel, y la del rey no era más alta
que las restantes. Decía que éste iba a ser un lugar para la libre discusión entre el
Gran Rey y sus pares y un lugar al que cualquiera de los jefes del rey podía acudir
con sus problemas. La única cosa que distinguía la silla del rey era el escudo blanco
que colgaba sobre ella; con el tiempo tal vez luciría allí el Dragón, en oro y escarlata.
Algunos de los demás paneles mostraban ya los blasones de los compañeros, sus
caballeros. El asiento opuesto al del rey estaba vacío. Era el reservado para quien
quisiera exponer algún agravio que debiera ser resuelto por la corte. Arturo la
llamaba la Silla de las Quejas. Sin embargo en años posteriores oí que la
denominaban la Silla Peligrosa, y creo que el nombre fue acuñado a partir de esta
fecha.
Era mediodía cuando se enfrentaron el uno al otro en el campo llano del cuartel
del noreste de Caer Camel. El cielo estaba despejado pero una brisa constante y
fresca suavizaba el calor del día. La luz era intensa e uniforme. El borde del campo
estaba atestado de gente, una auténtica muralla humana. En la parte superior de una
de las doradas torres de Camelot vi el grupo azul, verde y escarlata formado por las
mujeres que se habían reunido para mirar. Entre ellas la reina, vestida de blanco, el
color de Arturo.
Me preguntaba cómo se sentiría ella, y pude adivinarlo a través de la inmóvil
serenidad con la que solía ocultar su miedo. En aquel momento sonó la trompeta y se
hizo el silencio.
Los dos combatientes iban armados con lanzas y escudos, y cada uno llevaba al
cinto espada y daga. Arturo no había tomado Escalibor, la espada real. Su armadura
—un casco ligero y un coselete de cuero— no lucía ninguna joya ni emblema. El
En los últimos años he oído diversos relatos acerca de este combate. Algunos
dicen que quien peleó fue Beduier y no Arturo, pero eso es evidentemente absurdo.
Otros aseguran que no hubo tal pelea, pues en tal caso Melvas seguramente habría
Así fue como conseguí a mi asistente, y el dios a su sirviente. Durante todo este
tiempo nos había guiado a ambos. Ahora me parecía que el primer Ninian no era sino
un precursor —una sombra proyectada de antemano— del real que después acudió a
mí desde el Lago.
Desde un principio fue evidente que el instinto no nos había engañado a ninguno
de los dos; Ninian del Lago, aun conociendo poco las artes que yo profesaba,
demostraba ser un adepto natural.
Aprendía rápido, absorbiendo conocimiento y arte de la misma manera que la
ropa absorbe el agua limpia. Era capaz de leer y escribir con fluidez, y aunque no
poseía el don de lenguas como yo lo poseí en mi juventud, hablaba en puro latín tan
bien como en lengua vernácula, y había aprendido el suficiente griego como para
poder leer una etiqueta o ser exacto en una receta. Me contó que en una ocasión tuvo
acceso a una traducción de Galeno, pero de Hipócrates no sabía más que lo que había
oído. Se lo di a leer en una versión latina que tenía, y en cierta medida me encontré
como si yo mismo volviera a la escuela, dado el nivel de las preguntas que formulaba,
cuyas respuestas había obtenido yo hacía tanto tiempo que puedo garantizar que
había olvidado ya cómo las había conseguido. No sabía nada de música, ni quería
aprender: fue ésta la primera vez en que me encontré cara a cara con aquella amable
pero inamovible terquedad suya. Con el rostro invadido por una luz soñadora
escuchaba mientras yo tocaba o cantaba; pero cantar él mismo, o al menos probarlo,
no lo haría; y tras unos pocos intentos de enseñarle las notas en el arpa grande, me di
por vencido. Me hubiera gustado que tuviese voz; la verdad es que tampoco me
habría apetecido quedarme sentado mientras a mi lado otro hombre hacía música con
mi arpa, pero ahora, con la edad, mi propia voz ya no era tan buena como fue en otro
tiempo, y hubiera resultado agradable oír una voz joven cantando los poemas que yo
componía. Pero no. Sonreía, negaba con la cabeza, me afinaba el arpa (que ya era
BRYN MYRDDIN
El día declina,
el viento amaina.
Los seres animados se fueron.
Sólo quedo yo.
¿Quién iba a adivinar qué clase de día? Cansado por el trabajo, dormí
profundamente y me desperté más tarde de lo habitual, a la luz de una brillante hebra
de sol y el sonido de alguien que voceaba mi nombre.
Durante un momento permanecí inmóvil, pensando que aún me encontraba entre
Al día siguiente continuaba soplando el viento del norte, frío, fuerte, y constante.
No cabía la menor posibilidad de que mi barco pudiera proseguir el viaje hacia el
norte. Volví a pensar en enviar algún mensaje a Camelot, pero el navío de Morcadés
adelantaría fácilmente a cualquier jinete, y, de todos modos, ¿a quién podía dirigirlo?
¿A Nimue? ¿A Beduier o a la reina? Nada podía hacer hasta que el Gran Rey
estuviera de vuelta a Bretaña. Y, por la misma razón, mientras Arturo siguiera todavía
ausente, Morcadés no podría causarle ningún daño. Iba pensando en ello mientras
salía de la ciudad y empezaba a seguir el sendero más allá de las murallas de la
fortaleza que conducía hacia la Torre de Macsen. Sería efectivamente un viento
desfavorable si después de todo no podía sacarle ningún beneficio. El descanso de la
víspera me había dado nuevas fuerzas y ahora tenía el día por delante. De manera que
lo utilizaría.
La última vez que estuve en Segontium, la gran ciudad militar levantada y
fortificada por Máximo, a quien los galeses llaman Macsen, no era sino una pura
ruina. Desde entonces, Cador de Cornualles la había reparado y vuelto a fortificar
contra asaltantes irlandeses. Eso sucedió muchos años atrás, pero más recientemente
Arturo se había preocupado de que Maelgon, su comandante en el oeste, la
mantuviera en buen estado.
Me interesaba comprobar lo que se había hecho, y cómo; y esto más que nada fue
lo que me llevó a seguir el sendero del valle. Pronto estuve muy por encima de la
ciudad. Era un día soleado y de frío viento, la población se extendía allá abajo
brillante y bañada de color junto a un brazo del mar oscuro. Junto al camino se
alzaban las sólidas y bien construidas murallas de la fortaleza y dentro se oía el
estruendo y el ajetreo de una guarnición alerta y en buen estado de mantenimiento.
Presté atención a todo cuanto veía, como si aún fuera un ingeniero de Arturo que
estuviera pensando en prepararle un informe. Luego me dirigí a la parte sur de la
plaza fuerte, en donde las ruinas y los cuatro vientos se habían abierto paso, y me
detuve para alzar los ojos por la pendiente del valle hacia la Torre de Macsen.
Ahí estaba el camino, antaño transitado por los leales legionarios pero ahora
usado probablemente sólo por ovejas y cabras y sus pastores; conducía por la
escarpada ladera hasta el oleaje de turba pedregosa que ocultaba el antiguo y
subterráneo santuario de Mitra. Durante más de cien años el lugar había permanecido
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi el gran comedor de
Camelot. Ahora estaba iluminado, contrarrestando la oscuridad de un anochecer de
otoño. Un derroche de cirios refulgía sobre los brillantes vestidos de las mujeres y las
joyas y armas de los hombres. Justo se había acabado la cena. Ginebra estaba sentada
en su sitio, en el centro de la mesa principal, muy hermosa en su silla con respaldo de
oro. Beduier se encontraba a su izquierda. Parecían felices, pensé, con buen ánimo y
sonrientes. A la derecha de la reina, el gran sitial del rey estaba vacío.
Pero ni bien acababa de experimentar un estremecimiento por no ver a quien
deseaba, le descubrí. Bajaba desde el comedor y se detenía aquí y allá para hablar con
alguno al pasar. Iba tranquilo y sonriente, y en una o dos ocasiones le vi reír. Un paje
le precedía: seguramente, le habría hecho llegar algún mensaje hasta arriba, a la mesa
principal, y el rey iba a atenderlo personalmente. Alcanzó el portal y, dando unas
instrucciones a los centinelas, despidió al joven y caminó unos pasos hacia fuera. Dos
soldados de la caseta de guardia le esperaban allí, y con ellos un hombre al que yo ya
había visto anteriormente: el ayuda de cámara de Morcadés.
Tan pronto como apareció el rey, este último empezó a avanzar y luego se detuvo,
aparentemente desconcertado. Era obvio que no esperaba que acudiera Arturo en
persona. A continuación, dominando su sorpresa, dobló una rodilla en el suelo.
Empezó a hablar, con aquel extraño acento del norte, pero Arturo le atajó:
—¿Dónde están?
—¿Cómo? En la puerta, majestad. La dama, vuestra hermana, me envía para que
os solicite una audiencia esta noche, aquí, en el comedor.
—Mis órdenes eran que debía acudir mañana a la Sala de la Mesa Redonda. ¿No
recibió el mensaje?
—Por supuesto, mi señor. Pero ha viajado desde lejos y está fatigada, y algo
inquieta por vuestro requerimiento. Ni ella ni los niños podrán descansar hasta
conocer qué es lo que queréis. Se los ha traído a todos con ella, esta noche, y os ruega
que le concedáis la gracia, vos y la reina, de recibirles…
—Les recibiré, sí, pero no en el comedor. En la puerta. Vuelve para allá y dile que
me espere en la entrada.
—Pero, majestad…
Ante el silencio del rey, las protestas del hombre se desvanecieron. Volvió a
Balin se aplastó sobre su caballo y picó espuelas, al tiempo que soltaba un alarido
y acudía en ayuda de su compinche. Una tira de cuero semidesprendida de la coraza
de Arturo dejaba ver el sitio en donde uno de ellos le había acuchillado por la espalda
—probablemente mientras estaba matando a Barba Castaña—, pero ahora, por más
Después amaneció otro frío año, que lentamente nos fue llevando hasta la
primavera. Volví a casa a finales de abril, con el viento cada vez más cálido, las crías
de los corderos balando en las montañas y los amentos vibrando amarillos en los
sotos.
La cueva volvía a estar barrida y caldeada, un lugar para vivir, y había comida,
con pan fresco, una jarra de leche y un tarro de miel. Fuera, junto a la fuente, había
ofrendas dejadas por gentes que yo conocía, y todas mis pertenencias, con mis libros
y medicinas, los instrumentos y el arpa grande de pie, me las habían traído desde
Applegarth.
Mi regreso a la vida había resultado más fácil de lo que imaginara. Al parecer,
para los sencillos aldeanos —y desde luego para los habitantes de las partes más
remotas de Bretaña— el relato de mi regreso desde la muerte se aceptó no como la
pura verdad sino como una leyenda. El Merlín que ellos conocieron y temieron había
muerto; había un Merlín que vivía en la «cueva sagrada» ocupado en la magia menor,
pero sólo un fantasma, aunque así fuera, del encantador que habían conocido. Tal vez
pensaran que yo, como tantos falsarios del pasado, era algún oscuro mago que
meramente pretendía la reputación de Merlín y su puesto. En la corte, las ciudades y
las grandes poblaciones de la Tierra, las gentes se dirigían ahora a Nimue cuando
buscaban poder y ayuda. Los aldeanos locales acudían a mí para que pusiera remedio
a sus heridas y a sus dolencias; Ban, el pastor, me traía los corderos enfermos, y los
niños del pueblo sus cachorros domésticos.
Así iba transcurriendo el año, pero tan sin sentir que parecía sólo como el
atardecer de un día tranquilo. Los días eran excelentes, reposados y agradables. No
había reclamos de poder ni fuertes vendavales de los que todo lo arrasan, ni pena en
el corazón ni aguijonazos de la carne. Los grandes acontecimientos del reino parecían
no inquietarme ya. Ni ansiaba noticias ni las pedía, pues si tal ocasión llegaba me las
Un día saqué el arpa pequeña y me dispuse a componer unos versos nuevos para
una canción cantada muchos años atrás.
Tuve que dejar la canción en ese punto porque se rompió una cuerda. Él me
prometió traerme otras nuevas la próxima vez que venga.
Volvió ayer. Me dijo que algo le había reclamado abajo, en Carlión, y que lo
aprovechaba para subir hasta aquí cabalgando, sólo para una hora. Cuando le
pregunté qué era lo que le traía a Carlión desvió el tema, y hasta me pregunté si no
habría hecho el viaje simplemente para verme —luego lo descarté por absurdo—. Me
Blaise. Según Malory, Blaise «puso por escrito las batallas de Arturo palabras por
palabra», una crónica que si existió ha desaparecido totalmente. Me he tomado la
libertad de suponer un agente destructor en la persona de Gildas, el hijo menor de
Caw de Strathclyde y hermano de Heuil. Éstos fueron personajes históricos. Se ha
dicho que Arturo y Heuil se odiaban. El monje Gildas, al escribir en torno al 540
después de Cristo, se refiere a la victoria del «Monte Badón» (Mons Badonius) pero
sin mencionar a Arturo por su nombre. Esto ha sido interpretado como un signo
cuando menos de desaprobación de un caudillo que no se había mostrado amistoso
para con la Iglesia.
Las dos Ginebras (Genever y Guinevere). La tradición afirma que Arturo tuvo
dos mujeres con el mismo nombre, o incluso tres —aunque esto último quizás sea
una conveniencia poética en torno al número—. El rapto de Ginebra por Meleagant
(o Melvas) aparece en la novela medieval Lancelot de Chrétien de Troyes. En la
narración de Chrétien, Lancelot tiene que cruzar el Puente de la Espada que conduce
a la montaña hueca del País de las Hadas. Se trata de una versión de la antigua
invención fantástica que encontramos en los relatos de Dis y Perséfone o de Orfeo y
Eurídice.
En las leyendas medievales es habitual que de vez en cuando Ginebra sea víctima
de raptos, de la misma manera que es habitual que sea Lanzarote quien la rescate. Un
lector moderno puede advertir cómo proliferan los relatos en torno al tema de «la
reina reiteradamente raptada». Los cantores medievales encontraron en «el rey Arturo
Cerdic Elesing. Los anales anglosajones consignan que Cerdic y su hijo Cynric
desembarcaron en Cerdices-ora con cinco naves. El nombre de Elesing que se le
aplicó a Cerdic significa «el hijo de Elesa», o «de Eosa». La fecha que se da para el
desembarco es el 494 después de Cristo.
Aunque pueda haber dudas sobre las fechas de las batallas de Cerdic o las
rico». Es equivalente al Hades griego, dios de los infiernos, y del mundo subterráneo,
llamado también Plutón (que significa «rico»), porque se consideraba que el interior
de la Tierra encerraba todas las riquezas. (N. de la T.)<<
centro, que en su origen usaron los romanos como ornato en las guarniciones de los
caballos y más tarde como condecoración militar, y como adorno que los soldados
cosían a sus corazas de cuero. (N. de la T.)<<
vez del s. VI—, en gaélico, que contiene poemas relacionados con el mundo artúrico.
(N. de la T.)<<