El Ultimo Encantamiento - Mary Stewart PDF

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Este

libro es un sugerente fresco del reinado del rey Arturo en todo su


esplendor, en el cual juegan un importante papel las gestas de los caballeros
de la mesa redonda y los consejos del mago Merlín. Sus trazos dibujan la
senda amorosa de Arturo, la semilla de la destrucción introducida por
Morcadés, la sombra fantasmal que planea en forma de conjuro sobre el
nombre de Ginebra y el momento en que Merlín, ya en el umbral de la vejez,
experimenta las punzadas del amor.

Ésta es la tercera y última entrega de la «Trilogía de Merlín», iniciada con La


cueva de cristal y continuada con Las colinas huecas, en la que Mary Stewart
nos regala con una fascinante recreación, en volúmenes de lectura
independiente, de la vida y época del mítico rey Arturo y su corte en la
Bretaña del siglo V.

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Mary Stewart

El último encantamiento
Trilogía de Merlín

ePub r1.0
Fénix 08.09.13

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Título original: The Last Enchantment
Mary Stewart, 1979
Traducción: Pilar Daniel
Fotografía de portada: Ramiro Elena
Realización de portada: Damià Mathews

Editor digital: Fénix


Retoque del mapa: orhi
ePub base r1.0

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Los personajes y situaciones de esta obra son totalmente imaginarios y no
guardan relación con ninguna persona real ni con hechos verdaderos.

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Para quien había muerto
y vuelve a estar vivo,
se había perdido
y ha sido hallado.

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LIBRO PRIMERO

DUNPELDYR

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Capítulo I
A ningún rey le gustaría empezar su reinado con una matanza masiva de niños. Y
éste es precisamente el rumor que corre sobre Arturo, aunque por otro lado le
presentan como prototipo del noble soberano, protector por igual de poderosos y
humildes.
Sofocar un rumor es incluso más difícil que acallar una calumnia a voces.
Además, en la mente de las gentes sencillas, para quienes el Gran Rey es el
gobernante de sus vidas y el administrador de todos los destinos, Arturo sería
considerado responsable de cualquier cosa, mala o buena, que sucediera en su reino,
desde una resonante victoria en el campo de batalla hasta una terrible tormenta o la
esterilidad de un rebaño.
Por tanto, aunque una bruja planeó la matanza y otro rey la ordenó y aunque yo
mismo traté de cargar con la culpa, la murmuración todavía persiste; según ella, en el
primer año de su reinado Arturo el Gran Rey hizo que sus tropas buscaran y
exterminaran a varias decenas de niños recién nacidos con la esperanza de atrapar en
esta red sangrienta a un único chiquillo, el bastardo nacido del incesto con su media
hermana Morcadés.
De calumnia he calificado yo este infundio, y sería bueno que pudiera declarar
abiertamente que lo que se cuenta es mentira.
Pero eso no es exactamente así. Es mentira que él ordenara la matanza, pero su
pecado fue la causa primera de todo ello y, aunque a él nunca se le hubiera ocurrido
asesinar a niños inocentes, es cierto que deseaba que su propio hijo muriese. He aquí
por qué una parte de la culpa debe recaer sobre Arturo; he aquí también por qué una
parte de ella debe adjudicárseme, puesto que yo, Merlín, que soy considerado un
hombre con poderes y videncia, aguardé ociosamente hasta el momento en que el
peligroso niño fue engendrado, y el trágico plazo coincidió con los inicios de la paz y
la libertad que Arturo iba a ganar para su pueblo. Yo puedo atribuirme la culpa —por
ahora estoy por encima del juicio de los hombres—, pero Arturo es todavía
demasiado joven para tener que verse herido por estos hechos y atormentado por
pensamientos de expiación; y cuando esto sucedió era aún más joven: en resumidas
cuentas, experimentaba su primera, preciosa y pura emoción de la victoria y la
dignidad real, sostenido por el amor del pueblo, la aclamación de los soldados y el
halo de misterio que le circundaba desde que arrancó la espada de la piedra.
Sucedió de este modo: el rey Úter Pandragón se hallaba con su ejército en
Luguvallium, en el nórdico reino de Rheged, donde hacía frente a un ataque masivo
de sajones bajo el mando de los hermanos Colgrim y Badulf, nietos de Henguist. El
joven Arturo, apenas poco más que un niño, fue conducido a este su primer campo de
batalla por su padre adoptivo, el conde Antor de Galava, quien lo presentó al rey.

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Arturo había sido mantenido en la ignorancia de su real origen y parentesco, y Úter,
aunque por sí mismo se había procurado información acerca del desarrollo y
progresos del muchacho, ni una sola vez le había visto desde que nació. Y ello debido
a que, durante la frenética noche de amor en que Úter yació con Ygerne, a la sazón
mujer de Gorlois, duque de Cornualles y el más leal comandante jefe de Úter, el
propio viejo duque encontró la muerte. Muerte que, aunque no era culpa de Úter, le
pesó tanto al rey que juró no reclamar jamás para sí al hijo que pudiera nacer tras
aquella noche de amor culpable.
Andando el tiempo, Arturo me fue entregado para que lo criase, y eso es lo que
hice, manteniéndolo alejado del rey y de la reina.
Pero no engendraron otro hijo varón, y finalmente el rey Úter, que estuvo algún
tiempo enfermo y conocía el peligro de la amenaza sajona con que iba a enfrentarse
en Luguvallium, se vio impelido a mandar que le trajeran al muchacho para
reconocerlo públicamente como su heredero y presentarlo a los nobles y reyezuelos
allí reunidos.
Pero antes de que pudiera hacerlo los sajones atacaron. Úter, demasiado enfermo
para cabalgar a la cabeza de sus tropas, se trasladó sin embargo al campo de batalla
en una litera, con Cador duque de Rheged, con Caw de Strathclyde y otros caudillos
del norte. Sólo Lot, rey de Leonís y de Orcania, no se presentó en el campo de
batalla. El rey Lot, poderoso pero poco fiable como aliado, mantuvo a sus hombres en
reserva para lanzarlos al combate donde y cuando fuera necesario. Se dijo que los
había retenido atrás deliberadamente, con la esperanza de que el ejército de Úter
fuera derrotado y, en tal caso, el reino le pudiera corresponder a él. Si fue así, sus
esperanzas se vieron frustradas.
Cuando durante el feroz combate, librado junto a la litera del rey en el centro del
campo, al joven Arturo la espada se le quebró en la mano, el rey Úter le arrojó su
propia espada real para que la usara; como todos sus hombres comprendieron, con
ella le entregaba la jefatura del reino. A continuación, el rey volvió a postrarse en la
litera y observó al muchacho, quien, ardiente como un cometa victorioso, encabezó
un ataque que puso a los sajones en fuga.
Más tarde, durante la celebración de la victoria, Lot acaudilló a una facción de
nobles rebeldes que se oponían a la elección de heredero realizada por Úter. En medio
del alboroto y las pendencias del festejo el rey Úter murió, dejando al muchacho,
conmigo a su lado, afrontando la tarea de atraérselos a su bando.
Lo que entonces sucedió se ha convertido en materia de cantos y narraciones.
Basta decir que, por su propio porte regio así como por los signos enviados por la
divinidad, Arturo se mostró como un rey fuera de toda duda.
Pero la semilla del mal ya estaba sembrada. El día anterior, cuando todavía
ignoraba su verdadero parentesco, Arturo se había citado con Morcadés, hija bastarda

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de Úter y media hermana del propio Arturo. La muchacha era muy hermosa y él era
joven y se hallaba en toda la plenitud de su primera victoria, de modo que cuando ella
se le entregó aquella noche Arturo se abandonó ilusionado, pensando no sólo en el
placer que la noche podía proporcionarle sino en refrescar su sangre ardiente y en
perder su doncellez.
Ella, podéis estar bien seguros, ya la había perdido largo tiempo atrás. Tampoco
era inocente en otros puntos. Sabía quién era Arturo y pecó con él a sabiendas, en una
apuesta por el poder. Desde luego, no le cabía aspirar al matrimonio, pero un bastardo
incestuoso podría ser un arma poderosa en sus manos cuando su padre, el viejo rey,
muriese y el nuevo joven rey alcanzara el trono.
Cuando Arturo descubrió lo que había hecho hubiera podido añadir un nuevo
pecado matándola, de no ser por mi intervención.
La desterré de la corte ordenándole que cabalgara hacia York, en donde Morgana,
la hija legítima de Úter, se alojaba con su séquito a la espera de su boda con el rey de
Leonís. Morcadés, que como todo el mundo en aquella época me tenía miedo,
obedeció y se fue a practicar sus encantos femeninos y a criar a su bastardo en el
exilio. Cosa que hizo, según oiréis, a expensas de su hermana Morgana.
Pero de esto ya hablaremos más adelante. Sería preferible ahora retroceder en el
tiempo hasta el momento en que, al romper el alba de un nuevo y propicio día, con
Morcadés camino de York y fuera de su mente, Arturo Pandragón se disponía a
recibir un homenaje en Luguvallium de Rheged y el sol brillaba.
Yo no estaba allí. Le había ya rendido homenaje en las breves horas que van de la
luz de la luna a la salida del sol, en el lugar sagrado del bosque en donde Arturo había
levantado la espada de Maximus que estaba sobre el altar de piedra, y por cuyo acto
se había declarado a sí mismo como el verdadero rey. Más tarde, cuando con toda la
pompa y el esplendor del triunfo salió acompañado por los restantes príncipes y
nobles, yo me quedé solo en el santuario. Tenía una deuda pendiente con los dioses
del lugar.
Ahora lo llamaban capilla —la Capilla Peligrosa, la había denominado Arturo—,
pero fue un lugar sagrado desde mucho tiempo atrás y los hombres habían erigido el
altar colocando piedra sobre piedra. Al principio estuvo consagrado a los dioses de la
propia región, los espíritus menores que habitan colinas, arroyos y bosques, junto con
los grandes dioses del aire cuyo poder alienta a través de las nubes, la escarcha y el
rumoroso viento. Nadie supo para quién se construyó la primera capilla. Más tarde,
con los romanos, llegó Mitra, el dios de los soldados, y se le erigió un altar en su
interior. Pero el lugar estaba aún poblado por todas las anteriores santidades; los
dioses más antiguos recibían sus sacrificios y las nueve lámparas seguían ardiendo
inextinguibles a través de sus puertas abiertas.
A lo largo de todos aquellos años en que Arturo, por su propia seguridad, estuvo

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oculto con el conde Antor en el Bosque Salvaje, yo permanecí cerca de él,
considerado meramente como el guardián del lugar sagrado, la ermita de la Capilla
Verde. Allí escondí finalmente la gran espada de Maximus (a quien los galeses
llamaban Macsen) hasta que el muchacho alcanzara una edad que le permitiera
levantarla, y con ella echar fuera a los enemigos del reino y destruirlos. El propio
emperador Máximo lo había hecho así cien años atrás, y los hombres consideraban
ahora la espada como un talismán, una espada mágica enviada por los dioses para ser
empuñada sólo para la victoria y sólo por el hombre que tuviera el derecho a ello. Yo,
Merlinus Ambrosius, descendiente de Macsen, la había recogido del lugar en la tierra
donde había permanecido largo tiempo oculta y la había guardado en otra parte para
cuando llegara el único que tendría los mismos derechos que yo. Primero la escondí
en una caverna inundada bajo el lago del bosque, y luego, finalmente, en el altar de la
capilla, trabada como si estuviera esculpida en la piedra, y protegida de miradas o
contactos ajenos gracias al fuego helado e incandescente convocado desde los cielos
por mis artes.
Desde este resplandor sobrenatural, ante la maravilla y el terror de todos los
presentes, Arturo había alzado la espada. Más tarde, después de que el nuevo rey y
sus nobles y capitanes salieran de la capilla, pudo verse que el fuego destructor del
nuevo dios había limpiado el lugar de todo aquello a lo que anteriormente había sido
consagrado, dejando únicamente el altar que recientemente engalanaron para él solo.
Desde tiempo atrás yo sabía que este dios no aceptaba compañeros. No era el mío
y sospechaba que tampoco sería el de Arturo, pero en las tres dulces partes de
Bretaña estaba desplazando y vaciando los antiguos lugares sagrados y cambiando la
expresión del culto. Con temor y con dolor había yo visto cómo sus fuegos borraban
los signos de una clase de santidad más antigua; pero había señalado la Capilla
Peligrosa —y quizá la espada— como propia, y era imposible rechazarlo.
Por ello, durante todo aquel día trabajé para dejar la capilla otra vez limpia y en
condiciones para su nuevo morador. Me llevó mucho tiempo, pues estaba magullado
por lesiones recientes y por una noche de vigilia insomne; además, hay cosas que
deben ejecutarse decente y ordenadamente. Pero por fin todo se terminó y cuando
poco antes del amanecer el servidor de aquel lugar sagrado regresó de la ciudad, tomé
el caballo que traía y cabalgué hacia allá a través del silencioso bosque.

Era ya tarde cuando llegué hasta las puertas, que estaban aún abiertas; ningún
centinela me dio el alto cuando entré. El lugar estaba todavía en pleno bullicio; el
cielo se iluminaba con el resplandor de las hogueras, el aire vibraba con los cantos y a
través del humo se percibía un aroma de carnes asadas y el tufo del vino. Ni siquiera
la presencia del rey muerto, que yacía en la iglesia del monasterio con su guardia
alrededor, podía poner freno a las lenguas de los hombres. El momento estaba

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excesivamente preñado de sucesos, la ciudad era demasiado pequeña: sólo los muy
viejos y los muy jóvenes se hallaban durmiendo aquella noche.
La verdad es que no me encontré con ninguno. Era ya pasada la medianoche
cuando entró mi criado y, tras él, Ralf.
Agachó la cabeza bajo el dintel —era un joven muy alto— y aguardó hasta que se
cerró la puerta, mientras me observaba con una mirada tan recelosa como nunca me
había dirigido en el pasado, cuando era mi paje y temía mis poderes.
—¿Aún no te has acostado? —me preguntó Ralf.
—Ya ves.
Yo estaba sentado en la silla de respaldo alto junto a la ventana.
El criado trajo un brasero, que encendió para contrarrestar el frío de la noche de
septiembre. Yo había lavado y vuelto a curar mis heridas; antes de despedir al
sirviente, dejé que me colocara un camisón de dormir suelto, y luego me dispuse para
el descanso.
Después del apogeo de fuego, dolor y gloria que había conferido a Arturo la
dignidad real, yo, que toda mi vida había vivido sólo para esto, sentía necesidad de
soledad y silencio. El sueño no llegaría aún, pero yo permanecía recostado, satisfecho
e inactivo, contemplando el brillo oscilante del brasero.
Ralf, todavía armado y enjoyado tal como le había visto aquella mañana junto a
Arturo en la capilla, presentaba un rostro cansado y ojeroso, pero era joven y el punto
culminante de la noche era para él un nuevo comienzo, más que un final. De modo
brusco, dijo:
—Deberías descansar. Deduzco que anoche, de camino hacia la capilla, te
atacaron. ¿Fuiste malherido?
—No mortalmente, aunque eso parece bastante feo. No, no; no te preocupes; más
que heridas son magulladuras, y ya las he examinado. Pero me temo que tu caballo
cojea. Lo siento mucho.
—Ya lo he visto. El daño no es muy grave. Le tomará una semana, no más. Pero
tú, tú estás exhausto, Merlín. Deberían dejarte un tiempo para descansar.
—¿Y no me lo dejan?
Como le viera dudando, le miré alzando una ceja:
—Venga, adelante con ello. ¿Qué es lo que quieres decirme?
La expresión recelosa se deshizo en algo parecido a una sonrisa.
Pero la voz, repentinamente protocolaria, salió casi inexpresiva, como la de un
cortesano que no supiera muy bien hacia dónde correría el ciervo, como suele decirse.
—Príncipe Merlín, el rey me ha encomendado que te invite a sus aposentos.
Quiere verte tan pronto como te vaya bien.
Mientras hablaba, Ralf no apartaba la vista de la puerta de la pared que quedaba
frente a la ventana. Hasta la noche anterior Arturo había dormido en este anexo de mi

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aposento, e iba y venía según yo le ordenaba. Ralf advirtió que me había fijado en su
mirada y sonrió abiertamente.
—En otras palabras, ahora mismo —dijo—. Lo siento, Merlín, pero es que el
mensaje me llegó a través del chambelán. Podrían haberlo dejado hasta mañana por la
mañana. Yo daba por supuesto que estarías durmiendo.
—¿Lo sientes? ¿Por qué? Los reyes tienen que empezar a serlo en algún
momento. ¿Se ha tomado él mismo algún descanso?
—En absoluto. Pero por fin se desembarazó de la corona, y mientras estábamos
en el santuario le arreglaron los aposentos reales. Ahora se encuentra allí.
—¿Acompañado?
—Sólo por Beduier.
Eso, ya lo sé, significa que está con su amigo Beduier, un pequeño séquito de
camareros y sirvientes, y posiblemente incluso algún grupo de personas que todavía
esperan en las antecámaras.
—Entonces, ruégale que me excuse unos breves minutos. Estaré allí tan pronto
me vista. ¿Quieres llamar a Lleu, por favor?
Eso sí que no lo permitiría. Envió al criado con el mensaje y luego, con la misma
naturalidad con que lo había hecho en el pasado, cuando era un muchacho, el propio
Ralf me ayudó. Me quitó el camisón y lo dobló; luego, suavemente y con mucho
cuidado por las magulladuras de mi cuerpo, me colocó despacio un traje, se arrodilló
para ponerme las sandalias y me las sujetó.
—¿Resultó bien el día? —le pregunté.
—Muy bien. Ni el menor problema.
—¿Lot de Leonís?
Alzó la vista, evidentemente divertido.
—Se mantuvo en su lugar. El acontecimiento de la capilla dejó su impronta sobre
él…, igual que sobre todos nosotros.
La última frase fue sólo un murmullo, como dicha para sí, mientras inclinaba la
cabeza para abrochar la segunda sandalia.
—Sobre mí también, Ralf —le dije—. Yo tampoco soy inmune al fuego divino.
Ya lo has visto. ¿Cómo está Arturo?
—Sigue aún en su propia nube, elevada y ardiente. —Esta vez la expresión
risueña contenía afecto. Se puso en pie—. Con todo, pienso que ya está vigilando las
posibles tormentas. Ahora, tu cinto. ¿Es éste?
—Yo lo haré. Gracias. ¿Tormentas? ¿Tan pronto? Sí, supongo. —Tomé el cinto
que me daba y me lo abroché—. ¿Piensas quedarte con él, Ralf, y ayudarle a
afrontarlas, o consideras que ya has cumplido con tu deber?
Ralf había pasado los últimos nueve años en Galava de Rheged, el remoto rincón
del país en que, sin ser conocido, Arturo vivió bajo la tutela del conde Antor. Se casó

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con una muchacha del norte y tenía una joven familia.
—A decir verdad aún no lo he pensado —dijo—. Ha habido demasiados
acontecimientos, y todos demasiado deprisa. —Se rió—. Una cosa: si me quedo con
él, ya veo que recordaré con nostalgia los apacibles días en que no tenía nada más que
hacer sino guiar la protección de aquellos jóvenes, eso es, de Beduier y del rey. ¿Y
tú? ¿Te quedarás aquí, ahora, con tanta austeridad, como ermitaño de la Capilla
Verde? ¿O abandonarás la espesura y te irás con él?
—Debo hacerlo. Lo prometí. Además, es mi lugar. No el tuyo, en cambio, a
menos que así lo desees. Dicho sea entre tú y yo, nosotros le hemos hecho rey, y éste
es el final de la primera parte de la historia. Ahora puedes elegir. Pero tienes todavía
un montón de tiempo para hacerlo. —Me abrió la puerta y permaneció a un lado,
cediéndome el paso. Me detuve un momento—. Hemos levantado un fuerte vendaval,
Ralf. Veamos ahora hacia dónde nos empuja.
—¿Lo vas a permitir?
Reí.
—Tengo una mente habladora que me dice que tal vez tenga que hacerlo. Ven,
empecemos por obedecer este requerimiento.

Había algunas personas en la antecámara principal de los aposentos del rey,


aunque en su mayor parte eran sirvientes que despejaban y llevaban fuera los restos
de una comida que el rey, por lo visto, acababa de terminar. Unos guardias de rostro
inexpresivo permanecían de pie junto a la puerta de las habitaciones interiores. En un
banco bajo, junto a una ventana, yacía tumbado un joven paje, profundamente
dormido; viéndolo, recordé cuando tres días antes hice ese mismo camino para hablar
con el moribundo Úter. Ulfino, el servidor personal del rey y chambelán jefe, se
hallaba ahora ausente. Podía adivinar dónde estaba. Serviría al nuevo rey con la
devoción que había dispensado a Úter, pero esta noche querría encontrarse con su
antiguo señor en la iglesia del monasterio.
El hombre que vigilaba la puerta de Arturo me era desconocido, así como la
mitad de los criados que allí había; eran hombres y mujeres que normalmente servían
al rey de Rheged en su castillo y a los que habían hecho venir para que ayudaran,
debido a la cantidad de trabajo adicional y a la presencia del Gran Rey.
En cambio todos ellos me conocían. Tan pronto como entré en la antecámara se
hizo un silencio súbito y cesó por completo el movimiento, como si les hubieran
hechizado. Un sirviente que llevaba unas fuentes en equilibrio a lo largo del brazo
quedó congelado como si hubiera visto la cabeza de la Gorgona, y los rostros que se
volvieron hacia mí se congelaron de igual modo, pálidos, desencajados y llenos de
temor. Capté la mirada de Ralf sobre mí, burlona y afectuosa. Hizo un guiño peculiar
con la ceja, como diciendo: «¿Ves?», y comprendí del todo su propia vacilación al

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acudir a mi dormitorio con el mensaje del rey. Como sirviente y compañero mío
había estado muy cerca de mí en el pasado y, en muchas ocasiones, en la profecía o
en lo que los hombres llaman magia, había observado y experimentado mi poder en
acción; pero el poder que resplandeció y estalló en la Capilla Peligrosa la pasada
noche fue algo de un orden bastante diferente. No podía más que adivinar los relatos
que habrían corrido, rápidos y cambiantes como el propio fuego divino, por todo
Luguvallium: con seguridad la sencilla gente del pueblo no habría hablado de otra
cosa en todo el día. Y como sucede con todas las narraciones de sucesos extraños, se
habrían ido añadiendo detalles a medida que se contaban.
Por ello es por lo que se habían quedado petrificados al verme. En cuanto al
temor que congelaba el aire, semejante al soplo frío que precede a un fantasma, ya
estaba familiarizado con él. Anduve por entre la multitud inmóvil hasta la puerta del
rey, y el guardia se hizo a un lado sin poner el menor obstáculo, pero antes de que el
chambelán pudiera apoyar la mano en la puerta, ésta se abrió y salió Beduier.
Beduier era un muchacho moreno y callado, un mes o dos más joven que Arturo.
Su padre era Ban, el rey de Benoic y primo de un rey de la Pequeña Bretaña. Ambos
jóvenes habían sido muy amigos desde la infancia, cuando Beduier fue enviado a
Galava para aprender las artes de la guerra con el maestro de armas de Antor, y para
compartir las lecciones que yo le daba a Emrys —nombre por el cual era conocido
Arturo—, en el santuario del Bosque Salvaje.
Empezaba ya a mostrar que poseía aquella extraña contradicción: un guerrero
nato que también es poeta, y que se encuentra cómodo por igual en la acción como en
el mundo de la fantasía y de la música.
Puro celta, diríais, mientras Arturo, igual que mi padre el Gran Rey Ambrosio, era
romano. Esperaba ver en el semblante de Beduier el mismo temor que los
acontecimientos de la noche milagrosa habían dejado en los rostros de las gentes
sencillas que allí estaban, pero sólo pude advertir los efectos de la alegría, una
especie de felicidad sin complicaciones y una fuerte confianza en el futuro.
Se apartó para dejarme paso, sonriente.
—Ahora está solo.
—¿Dónde dormirás?
—Mi padre se aloja en la torre oeste.
—Entonces, buenas noches, Beduier.
Pero cuando inicié el movimiento para pasar, me lo impidió. Se inclinó
rápidamente, me tomó la mano, la atrajo hacia sí y la besó.
—Debería haber sabido que te asegurarías de que todo iba bien. Por unos minutos
me asusté, aquí, en la entrada, cuando Lot y sus secuaces iniciaron aquel alboroto
traicionero.
—Silencio —le dije. Había hablado en voz baja, pero allí había oídos para oír—.

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De momento, eso ya pasó. Márchate. Y ve directamente a reunirte con tu padre, en la
torre oeste. ¿Has entendido?
Sus ojos oscuros brillaron tenuemente.
—¿El rey Lot se aloja, me han dicho, en la del este?
—Exacto.
—No te preocupes. Emrys ya me hizo la misma advertencia. Buenas noches,
Merlín.
—Buenas noches y un sueño apacible para todos. Lo necesitamos.
Sonrió abiertamente, esbozó medio saludo y se fue. Hice un gesto con la cabeza
al guardia de la puerta y entré. La puerta se cerró tras de mí.
Las habitaciones reales se habían vaciado de todo el aparato de la enfermedad, y a
la gran cama le habían quitado la colcha carmesí. Las baldosas del suelo estaban
recién fregadas y pulidas, y sobre el lecho se extendían unas sábanas nuevas sin
blanquear y una manta de piel de lobo. La silla con el cojín rojo y el dragón bordado
sobre fondo de oro aún continuaba allí, con su escabel y la alta lámpara de tres patas
al lado. Las ventanas estaban abiertas a la fría noche de septiembre, y la corriente de
aire procedente de ellas enviaba las llamas de la lámpara hacia los lados, dibujando
extrañas sombras en las paredes pintadas.
Arturo estaba solo. Permanecía junto a una ventana, con una rodilla apoyada en
un taburete y los codos sobre el alféizar. La ventana no daba sobre la ciudad sino
sobre la franja de jardín que bordeaba el río. Miraba fijamente hacia la oscuridad, y
pensé que era como verle bebiendo, desde otro río, profundos tragos del fresco y
agitado aire. Tenía el cabello húmedo, como si acabara de lavárselo, pero vestía aún
la ropa que había llevado para las ceremonias del día: blanco y plata, y cinturón de
oro galés con turquesas incrustadas y hebillas con labores de esmalte. Se había
quitado el cinto de la espada, y la gran espada Escalibor colgaba envainada sobre el
muro al otro lado de la cama. La luz de la lámpara ardía sin llama sobre las joyas de
la empuñadura: esmeralda, topacio, zafiro. Destellaba también en el anillo de la mano
del joven: el anillo de Úter, tallado con el símbolo del Dragón.
Me oyó y se volvió. Se le veía enrarecido y ligero, como si los vientos del día
hubieran soplado a través de él y le hubieran dejado ingrávido. Su tez tenía la tensa
palidez del agotamiento, pero los ojos eran brillantes y vivos. Alrededor de él, ya aquí
e inconfundible, estaba el misterio que cae como un manto sobre un rey. Aparecía en
su alta mirada y en torno a su cabeza. Nunca más sería Emrys capaz de acechar en la
sombra. Ahora volvía a maravillarme de que, a través de todos aquellos años ocultos,
le hubiéramos mantenido a salvo y en secreto entre la gente común.
—Querías verme —le dije.
—Todo el día he querido verte. Me prometiste que te tendría a mi lado mientras
pasaba por el trance ese de salir del huevo convertido en rey. ¿Dónde estabas?

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—Al alcance de tu llamada, si no de tu mano. Me quedé en el santuario, en la
capilla, hasta casi la salida del sol. Pensé que estarías ocupado.
Tuvo un breve acceso de risa.
—¿Ocupado le llamas a eso? Me encontraba como si me fueran a comer vivo. O
quizá como si estuviera naciendo…, y de un parto difícil, sin más. He dicho «salir del
huevo», ¿no? Encontrarse de pronto convertido en príncipe es ya bastante difícil, pero
incluso eso es tan diferente de ser un rey como lo es el huevo del polluelo de un día.
—Al menos, conviértelo en un aguilucho.
—Con tiempo, quizás. Ése ha sido el problema, desde luego. Tiempo, no ha
habido tiempo. Un instante entre ser nadie, un desconocido bastardo de alguien, y
feliz porque te han dado la oportunidad de estar entre el clamor de la batalla y tal vez
de ser visto momentáneamente por el mismísimo rey al pasar, y ser, en el momento
siguiente, después de respirar a fondo un par de veces como príncipe y heredero real,
el propio Gran Rey, y de forma tan espectacular como creo que jamás haya vivido
antes rey ninguno. Me siento aún como si hubiera subido los peldaños del trono a
puntapiés y en posición arrodillada desde el suelo.
Sonreí.
—Sé cómo te encuentras, más o menos. Nunca fui empujado a puntapiés ni a la
mitad de esa altura, pero entonces yo tenía un punto de partida muchísimo más bajo.
Ahora, ¿puedes pararte un poco, lo suficiente como para echar un sueñecito? Dentro
de nada estaremos a mañana. ¿Quieres una pócima para dormir?
—No, no. ¿La tomé antes alguna vez? Dormiré gracias a que has venido. Merlín,
lamento haberte pedido que acudieras aquí a esa hora tan avanzada, pero tenía que
hablar contigo y hasta ahora no ha habido ocasión. Ni la habrá mañana.
Mientras hablaba vino desde la ventana y cruzó hasta la mesa, donde había
papeles y tablillas. Tomó un estilo y, por la parte despuntada, alisó la cera. Lo hizo de
modo ausente, con la cabeza inclinada de manera que el oscuro cabello osciló hacia
delante y la luz de la lámpara se deslizó por encima del perfil de la mejilla y rozó las
negras pestañas que bordeaban los párpados inferiores. La imagen se desdibujó de mi
vista. El tiempo retrocedía. Era Ambrosio, mi padre, quien estaba aquí, jugando
nerviosamente con el estilo y diciéndome: «Si un rey te tuviera a su lado, podría
gobernar el mundo…».
Bien, su sueño se había convertido por fin en realidad y el momento había
llegado. Expulsé momentáneamente el recuerdo y esperé a que el rey de un día
hablara.
—He estado pensando —dijo de repente—. El ejército sajón no fue totalmente
destruido, y aún no he tenido noticias seguras sobre el propio Colgrim, ni sobre
Badulf. Pienso que ambos salieron con vida. En los próximos días podemos oír que
han tomado un barco y o bien se han ido a casa por mar o bien han vuelto a los

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territorios sajones del sur. O quizá, simplemente han buscado refugio en las tierras
salvajes del norte de la Muralla y esperan reagruparse cuando hayan vuelto a reunir
suficientes fuerzas. —Alzó la vista—. No tengo necesidad de fingir ante ti, Merlín.
No soy un guerrero experimentado y carezco de medios para juzgar cuan decisiva fue
esta derrota o qué posibilidades hay de que los sajones se recuperen. He tomado
consejo, claro está. Al amanecer, después de terminar con los demás asuntos, he
convocado un consejo de urgencia. Envié a buscar…, es decir, me hubiera gustado
que estuvieses aquí, pero aún permanecías en la capilla y no te habías acostado. Coel
tampoco pudo asistir… Seguramente sabrás que fue herido. ¿Quizá le has visto?
¿Qué posibilidades tiene?
—Escasas. Es un hombre viejo, como sabes, y el corte fue muy grave. Sangró
demasiado antes de poder recibir ayuda.
—Me lo temía. Fui a verle, pero me dijeron que se había desvanecido y que
sospechaban que tenía una inflamación de los pulmones… Bien, el príncipe Urbgen,
su heredero, vino en su lugar, con Cador, y Caw de Strathclyde. Antor y Ban de
Benoic también estaban. Hablé de esto con ellos, y todos dijeron lo mismo: alguien
tendría que salir en persecución de Colgrim. Caw debe volver al norte lo antes que
pueda: tiene su propia frontera que defender. Urbgen ha de quedarse aquí, en Rheged,
con su padre el rey a las puertas de la muerte. Por tanto, la elección obvia debía
recaer en Lot o en Cador. Bien, Lot no podía ser, estarás de acuerdo, ¿no? Pese a su
juramento de lealtad ahí en la capilla, no voy a confiar todavía en él, y menos aún
para la búsqueda de Colgrim.
—Estoy de acuerdo. ¿Enviarás a Cador, entonces? ¿Puedes estar seguro de no
tener y a dudas respecto de él?
Cador, duque de Cornualles, era en efecto la elección obvia. Era un hombre en la
plenitud de sus fuerzas, un guerrero experto y leal. Una vez, erróneamente, le
consideré enemigo de Arturo y, de hecho, hubiera tenido un motivo para serlo. Pero
Cador era un hombre sensato, juicioso y clarividente y, más allá de su odio por Úter,
tenía una visión amplia sobre una Bretaña unida contra el Terror sajón. Por ello apoyó
a Arturo. Y allí arriba, en la Capilla Peligrosa, Arturo había declarado que Cador y
sus hijos eran los herederos del reino.
De modo que Arturo respondió tan sólo:
—¿Cómo podría? —y durante un largo rato se quedó mirando ceñudamente el
estilo. Luego lo dejó caer sobre la mesa y se irguió—. El problema reside en mi
propia jefatura, tan nueva… —Entonces levantó la vista y me vio sonreír. El
fruncimiento de ceño desapareció, sustituido por una expresión que yo ya conocía,
vehemente, impetuosa; una expresión de muchacho, pero tras ella la voluntad de un
hombre que quemaba etapas contra cualquier oposición. Sus ojos bailaban—. De
acuerdo. Como de costumbre, tienes razón. Iré yo mismo.

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—¿Y Cador contigo?
—No. Pienso que debo ir sin él. Después de lo que sucedió, la muerte de mi
padre, y luego, lo… —Vaciló—. Luego, lo que sucedió arriba, allá en la capilla… Si
tiene que haber más lucha yo mismo debo estar allí para dirigir el ejército y que me
vean terminar el trabajo que empezamos.
Se detuvo, como si esperase aún más preguntas o alguna objeción, pero no le
formulé ninguna.
—Pensé que tratarías de impedírmelo —dijo.
—No. ¿Por qué? Estoy de acuerdo contigo. Tienes que probarte a ti mismo que
estás por encima de la suerte.
—Eso es, exactamente. —Se quedó un momento pensativo—. Es difícil
expresarlo con palabras, pero desde que me llevaste a Luguvallium y me presentaste
al rey, me ha parecido…, no es exactamente como un sueño, pero es como si hubiera
algo que me estuviera utilizando, que nos estuviera utilizando a todos nosotros…
—Sí, un fuerte vendaval soplando y arrastrándonos a todos con él.
—Y ahora el viento ha cesado —dijo serenamente—, y nos ha dejado para que
vivamos la vida sólo con nuestras propias fuerzas. Como si…, en fin, como si todo
hubiera sido magia y milagros y ahora se hubieran acabado. ¿Te das cuenta, Merlín,
de que nadie ha hablado de lo que sucedió allá arriba en el santuario? Es ya como si
esto hubiera ocurrido en el pasado, en alguna canción o leyenda.
—Puede entenderse el porqué. La magia era real, y demasiado fuerte para muchos
de quienes fueron testigos, pero eso ha prendido en la memoria de todos los que lo
vieron y en la memoria del pueblo que elabora los cantos y las leyendas. Bien, eso es
un asunto para el futuro. Pero estamos aquí, ahora, y con el trabajo aún por hacer. Y
una cosa es cierta: sólo tú puedes hacerlo. De modo que debes ponerte al frente y
hacerlo según creas mejor.
El joven rostro se relajó. Extendió las manos sobre la mesa y descansó su peso
sobre ellas. Por vez primera se advertía que estaba muy cansado y que éste era el tipo
de alivio que le permitía expulsar fuera la fatiga y el que necesitaba para dormir.
—Debería haber sabido que tú lo comprenderías. De modo que ves por qué debo
ir yo mismo, sin Cador. A él no le gustaba, lo reconozco, pero sabía a lo que íbamos.
Y, si he de ser sincero, hubiera preferido que viniera conmigo… Sin embargo es algo
que debo hacer solo. Puedes creer que tanto para reforzar mi propia confianza como
para la del pueblo. A ti puedo decírtelo.
—¿Necesitas recobrar la confianza?
Una sonrisa insinuada.
—Realmente, no. Mañana por la mañana probablemente seré capaz de creerme
todo lo que sucedió en el campo de batalla y de saber qué pasó de verdad, pero ahora
es como si aún me encontrara al borde de un sueño. Dime, Merlín: ¿puedo pedirle a

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Cador que vaya al sur a escoltar a mi madre Ygerne desde Cornualles?
—No hay razón para que no lo hagas. Él es duque de Cornualles, así que desde la
muerte de Úter la casa de Ygerne en Tintagel debe quedar bajo su protección. Si
Cador fue capaz de arrojar de sí su odio hacia Úter en bien de todos, hace tiempo que
debe de haber perdonado a Ygerne por la traición a su padre. Y ahora tú has
declarado a sus hijos tus herederos del Gran Reino, de modo que todas las cuentas se
han saldado. Sí, envía a Cador.
Parecía aliviado.
—Entonces, todo está bien. Por supuesto, ya le envié a ella un mensajero con la
noticia. Cador debería reunírsele por el camino. Estarán en Amesbury cuando el
cuerpo de mi padre llegue allí para el entierro.
—¿Debo interpretar, pues, que quieres que escolte su cadáver hasta Amesbury?
—Si quieres. Posiblemente yo no podré ir, como debiera, y ha de tener una
escolta real. Quizá mejor contigo, ya que le conociste, mientras que yo he accedido a
la realeza tan recientemente. Además, si tienes que yacer junto a Ambrosio en la
Danza de las Piedras Colgantes, deberías estar allí para ver el traslado de la piedra
real y la preparación del sepulcro. ¿Lo harás?
—De acuerdo. Si todo va bien, eso puede llevarnos unos nueve días.
—Para entonces yo tendría que estar allí. —Un destello repentino—. Con suerte
regular, espero tener pronto nuevas sobre Colgrim. Saldré tras él sobre las cuatro, tan
pronto como haya luz de día. Beduier viene conmigo —añadió, como si eso fuera un
consuelo y añadiera seguridad.
—Y, ¿qué hay del rey Lot, ya que está claro que no va contigo?
Con lo cual me gané una mirada y un tono tan suaves como los de un político:
—Se va también, al despuntar el alba. No hacia su tierra… No, es decir, no hasta
que yo descubra hacia dónde se marchó Colgrim. No, recomendé al rey Lot que se
trasladara directamente a York. Creo que la reina Ygerne irá allí después del entierro,
y Lot puede acogerla. Luego, una vez que se haya celebrado la boda con mi hermana
Morgana, supongo que puedo contar con él como un aliado, le guste o no. Y el resto
de la lucha, lo que venga entre ahora y Navidad, puedo hacerlo sin él.
—Así que te veré en Amesbury. ¿Y después?
—Carlión —respondió sin vacilar—. Si la guerra lo permite, iré allá. Nunca
estuve antes y, por lo que me ha dicho Cador, aquello tiene que ser ahora mi cuartel
general.
—Hasta que los sajones rompan el tratado y nos invadan desde el sur.
—Como sin duda harán. Hasta entonces. Si Dios quiere, antes aún nos quedará
tiempo para respirar.
—Y para construir otra fortaleza.
Alzó rápidamente la vista.

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—Sí, lo estaba pensando. ¿Estarás allí para ocuparte de ello? —Y prosiguió con
repentina urgencia—: Merlín, ¿juras que te tendré siempre allí?
—Durante todo el tiempo que me necesites. Aunque me parece —añadí
alegremente— que al aguilucho le están creciendo ya las plumas bastante deprisa. —
Luego, como sabía lo que se encerraba tras esa repentina incertidumbre, le dije—: Te
esperaré en Amesbury, y estaré allá para presentarte a tu madre.

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Capítulo II
Amesbury es poco más que una aldea, pero desde los tiempos de Ambrosio
adquirió cierta grandeza, como corresponde a su lugar de nacimiento, y por su
proximidad al gran monumento de las Piedras Colgantes, que se halla en la ventosa
llanura de Sarum.
Se trata de una serie de enormes piedras dispuestas en círculo, una Danza de
gigantes, que originariamente se levantó en tiempos que están más allá de la memoria
de los hombres. Yo reconstruí la Danza —y debido a ello el pueblo persiste en verlo
como un «arte de magia»— para que fuera un monumento a la gloria de Bretaña y
lugar de enterramiento de sus reyes. Aquí iba a descansar Úter, junto a su hermano
Ambrosio.
Condujimos su cadáver hasta Amesbury sin incidentes y lo dejamos en el
monasterio del lugar, envuelto en especias y en el tronco hueco de un roble a modo
de ataúd, cubierto por un paño mortuorio color púrpura, ante el altar de la capilla. La
guardia real (que había cabalgado hacia el sur escoltando el cadáver del rey) lo
velaba, mientras los monjes y monjas de Amesbury rezaban junto al féretro. Como la
reina Ygerne era cristiana, el difunto rey sería enterrado con todos los ritos y
ceremonias de su Iglesia, aunque en vida él apenas se hubiera molestado en aparentar
rendirle culto al dios de los cristianos. Incluso ahora yacía con monedas de oro
brillando sobre sus párpados, para pagar a un barquero que había exigido dicho peaje
desde más siglos atrás que san Pedro en la puerta. La propia capilla parece que había
sido erigida en el emplazamiento de un santuario romano; era poco más que una
construcción oblonga de zarzos y argamasa, con postes de madera que sustentaban un
techo de paja, pero tenía un suelo de fina labor de mosaico, limpio, restregado y muy
bien conservado. Éste, que mostraba volutas con parras y acantos, no podía ofender
las almas cristianas, y en el centro se extendía una alfombra tejida, probablemente
para cubrir a no importa qué dios o diosa paganos que flotaran desnudos por entre las
uvas.
El monasterio reflejaba algo de la nueva prosperidad de Amesbury. Lo formaba
un grupo variado de edificios apiñados de cualquier modo en torno a un patio
empedrado, pero se mantenían en buen estado y la casa de Abbot, que se había
desocupado para ponerla a disposición de la reina y su séquito, estaba construida en
piedra, con suelo entarimado de madera y, a un extremo, un gran hogar con
chimenea.
También el jefe de la localidad disponía de una buena casa, que se apresuró a
ofrecerme como alojamiento, pero explicándole que el rey no tardaría en llegar, le
dejé con el trajín de una preparación extraordinaria y me dirigí con mis criados a la
posada. Era pequeña y sin pretensiones de grandes comodidades, pero estaba limpia y

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en ella se mantenía encendido un buen fuego contra los fríos otoñales.
Él posadero me recordaba de cuando me alojé allí durante la reconstrucción de la
Danza: aún se le notaba el respeto que le había producido la hazaña, y se apresuró a
ofrecerme la mejor habitación y a prometerme carne fresca de ave y tarta de cordero
para la cena.
Se mostró aliviado cuando le dije que llevaba conmigo dos criados, que me
servirían en mi propia habitación, y mandó a sus puestos, en los fogones, a sus
pasmados mozos de cocina.
Los criados que tomé eran dos de los sirvientes de Arturo. En los últimos años,
mientras vivía solo en el Bosque Salvaje, había cuidado de mí mismo y ahora no
tenía criado propio. Uno era un muchacho menudo y vivo, de las colinas de
Gwynedd; el otro era Ulfino, que había sido criado del propio Úter. El último rey lo
había sacado de la servidumbre más brutal y le había mostrado una amabilidad a la
que Ulfino correspondió con devoción. Ahora pertenecería a Arturo, pero hubiera
sido cruel impedirle la oportunidad de acompañar a su señor en su última jornada, de
modo que pregunté expresamente por él, mencionándolo por su nombre. Siguiendo
mi mandato, se fue a la capilla junto al féretro, y yo no estaba muy seguro de poder
verle antes de que el funeral se terminara. Entretanto, Lleu, el galés, desempaquetó
mis baúles, pidió agua caliente y envió al más despierto de los mozos del hostal hasta
el monasterio con un mensaje mío para entregárselo a la reina en cuanto llegara. En él
le daba la bienvenida y le proponía ir a visitarla tan pronto como me hiciera llamar,
en cuanto hubiera descansado lo suficiente. Ella ya había recibido noticias acerca de
lo sucedido en Luguvallium; ahora le añadía tan sólo que Arturo no estaba aún en
Amesbury, pero que esperábamos que llegaría a tiempo para el funeral. Yo no me
encontraba en Amesbury cuando el séquito de la reina llegó.
Había cabalgado hasta la Danza de los Gigantes para comprobar si todo estaba
dispuesto para la ceremonia. A mi regreso me dijeron que la reina y su escolta habían
llegado poco después del mediodía, y que Ygerne se había instalado con sus damas
en la casa de Abbot. Su llamada me llegó justo cuando la tarde entraba en la
oscuridad del anochecer.
El sol se había puesto bajo un cielo nublado, y cuando, rehusando el ofrecimiento
de una escolta, anduve el breve trecho hasta el monasterio, era ya casi oscuro del
todo. La noche pesaba como un paño mortuorio, como un cielo enlutado en el que no
brillaba ningún lucero. Recordaba la enorme estrella real que resplandeció a la muerte
de Ambrosio, y mi pensamiento volvió hacia el rey que reposaba cerca, en la capilla,
con los monjes por compañía y los guardias como estatuas junto al féretro. Y Ulfino,
el único que había llorado por él entre todos los que le vieron morir.
Un chambelán me recibió a la entrada del monasterio. No el portero de los
monjes, sino uno de los propios servidores de la reina, un chambelán real a quien

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reconocí de Cornualles. Por supuesto me conocía y me saludó con una muy profunda
inclinación, pero pude advertir que no recordaba nuestro último encuentro. Aunque
más canoso y más encorvado, era el mismo hombre que me dejó pasar a presencia de
la reina unos tres meses antes del nacimiento de Arturo, cuando ella prometió que
confiaría el niño a mi cuidado. Entonces yo me había disfrazado, por temor a la
enemistad de Úter, y era natural que el chambelán no reconociera en el alto príncipe
de la puerta al humilde y barbudo «doctor» que fuera llamado a consulta por la reina.
Me condujo a través de un patio cubierto de hierbajos hacia el gran edificio, de
techo de paja, en que la reina se alojaba. En el exterior de la puerta y aquí y allá a lo
largo de los muros ardían unas lámparas de aceite, con lo que la pobreza del lugar se
evidenciaba de forma total. Tras un verano húmedo las hierbas habían crecido rápida
y libremente entre el empedrado, y en los rincones del patio las ortigas llegaban hasta
la cintura. Entre ellas había arados de madera y azadones de los frailes labradores,
envueltos en arpillera. Cerca de una puerta había un yunque, y de un clavo hincado en
la jamba colgaba una hilera de herraduras.
Una carnada de lechones salió amontonándose y chillando a nuestro paso, y a
través de las tablas rotas de una media puerta la marrana los llamó con gruñidos
ansiosos. Los religiosos y religiosas de Amesbury eran gente sencilla. Me preguntaba
qué tal se encontraría allí la reina.
No debía temer por ella. Ygerne fue siempre una dama que sabía lo que quería, y
desde su boda con Úter se mantuvo en una posición de máxima realeza, posiblemente
impelida a ello por la misma irregularidad de dicha boda. Yo recordaba que la casa de
Abbot era un hogar humilde, limpio y seco, pero carente de comodidades. En aquel
momento, y en unas pocas horas, los servidores de la reina se habían ocupado de que
pareciera lujoso.
Las paredes, de piedra desnuda, quedaban ocultas bajo colgaduras color escarlata,
verde y azul pavonado y una alfombra oriental que yo le traje de Bizancio. El suelo
de madera se había restregado hasta dejarlo blanco, y los bancos que se alineaban a lo
largo de las paredes estaban cargados de pieles y cojines. Un gran fuego de leños
ardía en el hogar. Junto a él había una silla alta de madera dorada, tapizada de lana
bordada, con un escabel orlado de oro. En el lado opuesto había otra silla, de respaldo
alto y cabezas de dragón talladas en los brazos. La lámpara era un dragón de cinco
cabezas, de bronce. La puerta que daba al austero dormitorio de los Abbot estaba
abierta y más allá pude ver de una ojeada la colgadura azul de una cama y el brillo de
una orla de plata. Tres o cuatro mujeres —dos de ellas poco más que niñas— se
afanaban en la alcoba y junto a la mesa que, al fondo de la sala y alejada del fuego,
estaba dispuesta para la cena. Unos pajes vestidos de azul se apresuraban con platos y
jarras. Tres lebreles blancos reposaban tan cerca del fuego como podían resistir.
Cuando entré cesó tanto la actividad como la charla. Todas las miradas se

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volvieron hacia la puerta. Un paje que llevaba una jarra de vino, sorprendido a cinco
palmos de la puerta, se detuvo, dio un viraje repentino y se quedó mirando de hito en
hito, con los ojos en blanco. Alguien junto a la mesa dejó caer un tajadero de madera
y los lebreles se precipitaron sobre las tartas caídas. El escarbar de sus uñas y el ruido
al mascar eran los únicos sonidos que podían oírse a través del crepitar del fuego.
—Buenas noches —dije afablemente.
Correspondí a las reverencias de las mujeres, aguardé serio mientras un
muchacho recogía el tajadero caído y apartaba los perros de un puntapié, y a
continuación dejé que el chambelán me acompañara hacia la chimenea.
—La reina… —cuando empezaba a hablar, las miradas se volvieron desde mi
persona hasta la puerta interior, y los lebreles, meneándose agitados, brincaron para
recibir a la mujer que entró por ella.
Si no fuera por los perros y las reverenciosas mujeres, un extraño hubiera podido
pensar que quien acudía a recibirme era la abadesa del lugar. La mujer que entró
contrastaba con la rica sala tanto como la propia sala contrastaba con el escuálido
patio. Iba vestida de negro de pies a cabeza; un velo blanco le cubría el cabello —que
le caía hacia la espalda, por detrás de los hombros—, y sus pliegues suaves,
prendidos con alfileres, le enmarcaban el rostro como una toca. Las mangas del traje
estaban guarnecidas de seda gris y sobre el pecho llevaba una cruz de zafiros, pero
ningún otro alivio se advertía en el sombrío blanco y negro de su luto.
Hacía mucho tiempo que no había visto a Ygerne y esperaba encontrarla
cambiada, pero aún así me asombré por lo que vi.
Todavía le restaba belleza, en las líneas óseas, en sus grandes ojos azul oscuro y
en el porte regio de su cuerpo; pero la gracia había cedido el paso a la dignidad, y
había una delgadez en sus muñecas y manos que no me gustaba, y bajo sus ojos unas
sombras casi tan azules como los propios ojos. Todo esto, no los estragos del tiempo,
fue lo que me sorprendió. Por todas partes veía señales que un doctor podría leer muy
claramente.
Pero yo estaba aquí como príncipe y emisario, no como médico.
Le devolví la sonrisa de bienvenida, me incliné sobre su mano y la conduje hacia
la silla tapizada. A una señal suya los mozos pusieron los collares a los lebreles y se
los llevaron; luego se sentó, al tiempo que se alisaba la falda. Una de las muchachas
le acercó un escabel y, acto seguido, con los párpados bajos y las manos cruzadas, se
quedó junto a la silla de su señora.
La reina me invitó a sentarme, y le obedecí. Alguien escanció vino y, con las
copas en la mano, intercambiamos los lugares comunes de la entrevista. Con cortesía
puramente formal le pregunté cómo estaba, y me di cuenta de que ella no podía leer
en mi rostro absolutamente nada sobre lo que yo sabía.
—¿Y el rey? —preguntó finalmente. La palabra le salió con dificultad, como si le

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costara un esfuerzo.
—Arturo prometió que vendría. Le espero para mañana. No ha habido noticias
desde el norte, así que no tenemos manera de saber si se han vuelto a producir
combates. La falta de noticias no debe alarmaros: significa tan sólo que él llegará
aquí al mismo tiempo que el mensajero que os haya podido enviar.
La reina asintió con la cabeza, sin ninguna muestra de ansiedad. Tampoco podía
pensar mucho más allá de su propia pérdida, de modo que recibió mi tono sereno
como la promesa tranquilizadora del profeta.
—¿Esperaba que hubiera más combates?
—Se quedó tan sólo como medida de precaución. La derrota de los hombres de
Colgrim fue decisiva, pero el propio Colgrim escapó, tal como ya os escribí. No había
noticias sobre dónde había ido. Arturo pensó que era mejor asegurarse de que las
fuerzas sajonas dispersadas no pudieran reagruparse, al menos mientras venía hacia el
sur para el entierro de su padre.
—Es muy joven para semejante carga —señaló.
Sonreí.
—Pero preparado para todo esto, y sobradamente capaz. Creedme, era como ver
un joven halcón desplazándose por el aire, o un cisne por el agua. Cuando me despedí
de él, prácticamente no había dormido en dos noches, y seguía gozando de buen
ánimo y excelente salud.
—Me alegro mucho.
Hablaba formalmente, inexpresiva, pero pensé que más valía así.
—La muerte de su padre le ha supuesto un golpe, y también un pesar, pero
comprenderéis, Ygerne, que no puede haberle afectado muy íntimamente, y que tenía
otras cosas que hacer más que henchirse de tristeza.
—Yo no he sido tan afortunada —respondió en voz muy tenue, y bajó la mirada
hasta posarla en sus manos.
Permanecí en silencio, comprensivo. La pasión que había unido a Úter y su mujer
poniendo en juego un reino, no se había apagado con los años. Así como la mayoría
de hombres necesita comer y dormir, Úter había sido un hombre necesitado de
mujeres, y cuando sus obligaciones reales le llevaban lejos de la cama de la reina, la
suya propia raramente estaba vacía; pero cuando ambos estaban juntos nunca se le
veía a él en otra parte ni le daba a ella motivos de queja. El rey y la reina se habían
amado uno al otro en el antiguo estilo elevado de amor, y éste había sobrevivido a la
juventud, a la salud, y a las mudanzas por compromisos y conveniencias que son el
precio que conlleva la realeza. Yo había llegado a creer que su hijo Arturo, privado
como estuvo del rango real y criado oscuramente, había vivido mejor en su hogar
adoptivo de Galava que en la corte de su padre, en donde hacerlo con el rey y la reina
hubiera distado de ser lo más conveniente para él.

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Por último ella alzó la vista, con el rostro nuevamente sereno.
—Recibí vuestra carta y la de Arturo, pero hay muchas más cosas que quiero oír.
Decidme qué sucedió en Luguvallium. Cuando él partió hacia el norte contra Colgrim
yo sabía que no estaba en condiciones para ello. Juró que debía llegar hasta el campo,
incluso aunque tuvieran que transportarlo en una litera. ¿Debo entender que es esto lo
que sucedió?
Para Ygerne, el «él» de Luguvallium no era ciertamente su hijo. Lo que ella
quería era el relato de los últimos días de Úter, no el del milagroso comienzo del
reinado de Arturo. Se lo proporcioné.
—Sí, hubo un gran combate y el rey peleó magníficamente. Le trasladaron al
campo de batalla en una silla y durante la lucha sus sirvientes se ocuparon de él,
incluso en lo más duro de la contienda. Yo traje a Arturo desde Galava y lo puse a sus
órdenes, para que fuera reconocido públicamente, pero Colgrim atacó de repente y el
rey tuvo que entrar en combate sin haber hecho la proclamación. Mantuvo a Arturo
cerca, y cuando vio que la espada del muchacho se rompía durante la pelea, le arrojó
la suya propia. No sé si Arturo, en el fragor de la lucha, interpretó el gesto en todo su
significado, pero sí lo hicieron todos los que se hallaban cerca. Fue un gran gesto, de
un gran hombre.
Ygerne no respondió, pero me recompensó con una mirada. Sabía mejor que
nadie que Úter y yo nunca nos habíamos querido el uno al otro. Un elogio expresado
por mí era bastante mejor que cualquier adulación procedente de la corte.
—Y después el rey volvió a sentarse en su silla y observó a su hijo que combatía
contra el enemigo, y que pese a su inexperiencia desempeñaba su parte en la derrota
de los sajones. Más tarde, cuando por fin presentó el muchacho a los nobles y
capitanes, el trabajo estaba ya medio hecho. Todos habían visto la entrega de la
espada real y cuan valerosamente había sido utilizada. Pero, de hecho, había alguna
oposición…
Vacilé. Se trataba precisamente de la misma oposición que había matado a Úter
tan sólo unas pocas horas antes, pero con tanta seguridad como un hachazo. Y el rey
Lot, cabecilla de la facción oponente, estaba comprometido en matrimonio con
Morgana, la hija de Ygerne. Ygerne confirmó tranquilamente:
—Ah, sí. El rey de Leonís. Algo he oído sobre esto. Contadme.
Debería haber recordado cómo era la reina. Se lo expliqué todo sin omitir
detalles: la estrepitosa oposición, la traición, la repentina y silenciosa muerte del rey.
Le conté la aclamación final de Arturo por la multitud, aunque mencionando sólo
muy de pasada la parte que me correspondía en todo ello: («Si de veras ha
conseguido la espada de Macsen ha sido por un don divino, y si tiene a Merlín junto a
él, entonces, sea cual fuere el dios que le guíe, ¡yo le sigo!»). Tampoco di ningún
énfasis a la escena de la capilla; tan sólo mencioné la prestación de juramento, la

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sumisión de Lot y la proclamación que Arturo hizo de Cador, hijo de Gorlois, como
heredero suyo.
Ante estas palabras por vez primera la reina sonrió y sus hermosos ojos
resplandecieron. Pude advertir que eso era nuevo para ella, y que en cierto modo
debía de aliviar su culpabilidad por la parte que le correspondió en la muerte de
Gorlois. Al parecer, tal vez por delicadeza o quizá porque él e Ygerne aún mantenían
mutuamente sus reservas, Cador no se lo había contado. La reina alargó la mano
hacia la copa, se sentó y bebió unos sorbos, con la sonrisa aún en los labios, mientras
yo terminaba mi relato.
Otra cosa, una de las más importantes, habría sido también nueva para ella, pero
sobre esto nada le dije. No obstante, la parte callada de mi relato me pesaba en la
mente, de modo que cuando Ygerne volvió a tomar la palabra debí de saltar como un
perro ante un trallazo.
—¿Y Morcadés?
—¿Cómo decís?
—No me habéis hablado de ella. Estará muy apenada por su padre. Fue una suerte
que el rey hubiera podido tenerla cerca. Ambos dábamos gracias a Dios por su
destreza.
—Le cuidó con absoluta devoción. Estoy seguro de que le echará amargamente
en falta —respondí con voz neutra.
—¿Vendrá al sur con Arturo?
—No. Se ha ido a York, para estar con su hermana Morgana.
Para mi tranquilidad no hizo más preguntas sobre Morcadés, sino que cambió de
tema preguntando dónde me hospedaba.
—En la posada —le respondí—. La conozco desde los viejos tiempos en que
trabajé aquí. Es un lugar sencillo, pero se han tomado grandes molestias para
hacérmelo confortable. Tampoco me quedaré mucho tiempo. —Eché una rápida
mirada a mi alrededor, hacia la acogedora estancia, y pregunté a mi vez—: Y vos, mi
señora, ¿pensáis estar aquí mucho tiempo?
—Sólo unos pocos días.
Si advirtió mi mirada hacia el lujoso entorno, no dio muestras de ello. Yo, que
normalmente no soy buen conocedor de las costumbres femeninas, descubrí de
pronto que la riqueza y la belleza del lugar no se habían preparado para la propia
comodidad de Ygerne sino que deliberadamente se habían dispuesto como escenario
de su primer encuentro con su hijo. El escarlata y el oro, los perfumes y las velas de
cera eran el escudo y la espada encantada de esta mujer que envejecía.
—Decidme —empezó bruscamente, sin rodeos, mostrando la preocupación que
por encima de todo la constreñía—: ¿Me considera culpable?
En la medida de mi respeto por Ygerne, le respondí directamente, sin fingir que el

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tema no fuera también el que ocupaba el primer lugar en mi pensamiento.
—Pienso que sobre este encuentro nada tenéis que temer. Al principio, cuando se
enteró de su parentesco y de su herencia, se preguntaba por qué vos y el rey habíais
convenido en denegarle sus legítimos derechos. No podemos culparle de que en un
primer momento se sintiera agraviado. Había empezado ya a sospechar su origen real,
pero asumía que —como en mi caso— la realeza le tocaba tangencialmente…
Cuando supo la verdad, con la alegría le llegó el deseo de saber. Pero —y os juro que
es cierto— no dio muestras de amargura ni de enfado; sólo estaba ansioso de saber
por qué. Cuando le conté la historia de su nacimiento y crianza, dijo —y quiero
transmitiros sus palabras exactas—: «Lo veo como tú dices que lo veía ella: que para
ser príncipe hay que atenerse siempre a las necesidades. No se hubiera separado de
mí sin motivo».
Hubo un breve silencio. A través de él yo oía resonar, no expresadas pero
rescatadas en el recuerdo, las palabras con las que él terminó: «Estaba mejor en el
Bosque Salvaje, creyéndome huérfano de madre e hijo bastardo tuyo, Merlín, que en
el castillo de mi padre esperando año tras año que la reina diera a luz a otro hijo que
me suplantara».
Sus labios se relajaron y advertí un suspiro. Los suaves párpados inferiores de sus
ojos mostraban un tenue temblor, que se aquietó como si se hubiera posado un dedo
sobre una cuerda vibrante. El color volvió a su rostro, y me miró como lo había hecho
tantos años atrás, cuando me rogó que me llevara al niño y lo ocultara lejos de la
cólera de Úter.
—Decidme, ¿cómo es?
Sonreí levemente.
—¿No os lo dijeron, cuando os dieron noticia de la batalla?
—Oh, sí, me lo contaron. Es alto como un roble y fuerte como Fionn, y él sólo
mató a novecientos hombres con sus propias manos. Es Ambrosio revivido, o el
propio Máximo, con una espada como el relámpago y un aura sobrenatural que le
rodea durante la batalla, como las pinturas de los dioses en la caída de Troya. Y es la
sombra y el espíritu de Merlín, y un perrazo le sigue a todas partes y habla con él
como si fuera su compañero. —Le bailaban los ojos—. De todo esto podéis adivinar
que los mensajeros eran hombres morenos de Cornualles, de las tropas de Cador.
Siempre prefieren cantar unos versos a explicar la realidad. Y yo quiero hechos
reales.
Siempre había sido así. Como ella, Arturo se ocupaba de cosas reales, incluso
cuando era niño: dejó la poesía para Beduier. Le di a Ygerne lo que quería.
—El último trozo es casi verdad, pero os han dado una pista totalmente
equivocada. Es Merlín la sombra y el espíritu de Arturo y no al revés, lo mismo que
el enorme perro, que es totalmente auténtico; se trata de Cabal, el perro que le regaló

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su amigo Beduier. En cuanto al resto, ¿qué os diré? Ya juzgaréis vos misma
mañana… Es alto, y salió más parecido a Úter que a vos, aunque tiene tonos de mi
padre: los ojos y el cabello son oscuros como los míos. Es fuerte y rebosa valor y
resistencia: todo eso que os contaron vuestros hombres de Cornualles, aunque
reducido a tamaño natural. Tiene la sangre ardiente y el temperamento impetuoso de
la juventud, y puede ser impulsivo y arrogante, pero bajo todo ello hay un juicio
ponderado y un creciente poder de control, como en cualquier hombre de su edad. Y
posee lo que yo considero una gran virtud: muestra muy buena disposición para
escucharme.
Eso me valió una nueva sonrisa, realmente encantadora.
—Lo decís bromeando, pero ¡coincido con vos en considerarlo una virtud! Es
afortunado por teneros a su lado. Como cristiana no me está permitido creer en
vuestra magia. De hecho, no creo en ella como lo hace la gente del pueblo. Pero sea
lo que sea y proceda de donde proceda, yo he visto vuestro poder en acción y sé que
es bueno, y que vos sois sabio. Pienso que lo que os posee y guía vuestros actos es lo
mismo a lo que yo llamo Dios. Permaneced junto a mi hijo.
—Estaré con él todo el tiempo que me necesite.
El silencio cayó luego entre nosotros, mientras ambos contemplábamos el fuego.
Los ojos de Ygerne soñaban bajo sus párpados cubiertos de alargadas sombras, y en
su rostro reaparecían la calma y la tranquilidad, aunque pensé que se trataba de la
misma quietud expectante que hallamos en la profundidad del bosque cuando en lo
alto las ramas se agitan ruidosamente con el viento y los árboles se ven sacudidos por
la tormenta hasta las mismas raíces.
Un muchacho entró de puntillas y se arrodilló ante el hogar para apilar nuevos
troncos en el fuego. Las llamas crepitaron, crujieron, estallaron en luz. Yo las miraba.
También para mí la pausa era una simple espera: las llamas no eran más que llamas.
El mozo salió sin hacer ruido. La doncella tomó la copa de la relajada mano de la
reina y alargó tímidamente su propia mano hacia mi copa. Era una criatura deliciosa,
de cuerpo fino como un junco, ojos grises y cabello castaño brillante. Parecía medio
asustada de mí, y cuando le entregué la copa se cuidó de no rozarme la mano. Se
marchó rápidamente con los recipientes vacíos. Pregunté entonces, en voz queda:
—Ygerne, ¿está aquí, con vos, vuestro médico?
Sus párpados se estremecieron levemente. No me miró, pero contestó en voz
igualmente baja:
—Sí. Siempre viaja conmigo.
—¿Quién es?
—Se llama Melchior. Dice que os conoce.
—¿Melchior? ¿Un joven que conocí cuando estudiaba medicina en Pérgamo?
—El mismo, aunque ya no tan joven. Estaba ya conmigo cuando nació Morgana.

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—Es bueno —comenté satisfecho.
Me echó una mirada rápida, de reojo. La doncella seguía fuera del alcance de
nuestra conversación, con el resto de mujeres, al otro lado de la sala.
—Debería haber sabido que no podía ocultaros nada. Espero que no permitáis que
se entere mi hijo…
Se lo prometí en seguida. Tan pronto la vi supe que estaba mortalmente enferma;
pero Arturo, que no la conocía y tampoco tenía nociones de medicina, podía no
advertirlo. Tiempo habría para ello más adelante. Ahora él estaba más para
comienzos que para finales.
La muchacha volvió y le susurró algo a la reina, quien asintió y se puso en pie. La
imité. El chambelán avanzaba ceremoniosamente, otorgando a la cámara prestada
otro tono más de realeza. La reina se volvió a medias hacia mí, alzando la mano para
invitarme a acompañarla a la mesa, cuando súbitamente la escena se interrumpió.
Desde fuera llegó el distante toque de una trompeta, luego otro más cercano y por
último, simultáneamente, las carreras y la excitación de la llegada de unos jinetes,
más allá de los muros del monasterio.
Ygerne alzó la cabeza, con un deje de su antigua juventud y ánimo. Permanecía
aún tranquila.
—¿El rey?
Su voz era ligera y rápida. Alrededor de la sala expectante surgió como un eco el
susurro y el murmullo de las mujeres. La muchacha junto a la reina estaba tan tensa
como la cuerda de un arco, y advertí que un vivido rubor de excitación le cubría
desde el cuello hasta la frente.
—Llega pronto —dije.
Mi voz sonó terminante y precisa. Estaba echando un pulso con mi propia
muñeca, que, al aumentar del sonido de los cascos, había empezado a moverse.
«Necio —me dije—. Necio. Ahora es asunto suyo. Lo soltaste y lo has perdido. Es un
halcón que nunca volverá a ser encapirotado. Mantente entre las sombras, profeta del
rey; contempla tus visiones y sueña tus sueños. Déjale vivir su vida, y aguarda por si
te necesita».
Una llamada en la puerta y la rápida voz de un criado. El chambelán acudió
presuroso: ante él un muchacho llegaba a todo correr con el mensaje, transmitido
sucintamente y despojado de cualquier circunloquio protocolario:
—Con la venia de la reina… El rey está aquí y quiere ver al príncipe Merlín.
Ahora, dice.
Tan pronto como salí oí que el silencio de la habitación se rompía en una
barahúnda de voces, como si se hubiera encargado a los pajes que sin demora
volvieran a disponer las mesas y trajeran más velas de cera, perfumes y vino. Y las
mujeres, cloqueando y canturreando como en un patio atestado de gente, seguían

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apresuradamente a la reina hasta la alcoba.

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Capítulo III
—¿Está ella aquí, me han dicho?
Arturo, más que ayudar, estorbaba al criado que le quitaba las embarradas botas.
Ulfino había vuelto ya de la capilla; podía oírle en la habitación contigua dirigiendo a
los criados de la casa mientras desempaquetaban y ordenaban las ropas y efectos
personales de Arturo. Fuera, la ciudad parecía haberse abierto precipitadamente, con
ruido y luces de antorchas y estrépito de caballos y gritos de órdenes. De vez en
cuando podían oírse, por encima de la barahúnda de voces, las agudas risitas de
alguna muchacha. En Amesbury nadie estaba de luto.
El propio rey daba pocas muestras de ello. Se liberó al fin de las botas con un
puntapié y se sacudió de los hombros la pesada capa. Dirigió los ojos hacia mí, en
una réplica exacta de la mirada de soslayo de Ygerne.
—¿Has hablado con ella?
—Sí. Acabo de dejarla. Estaba a punto de invitarme a cenar, pero creo que ahora
tiene pensado darte de comer a ti en mi lugar. Está aquí justo desde hoy, y la
encontrarás fatigada, pero se ha tomado un breve descanso y descansará mejor aún
cuando te haya visto. No te esperábamos aquí para antes de la madrugada.
—«La rapidez del César» —dijo sonriendo, al citar una de las frases de mi padre.
No cabía duda de que como maestro suyo yo la habría usado en exceso—. Sólo yo y
unos pocos más, naturalmente. Nos adelantamos. El resto vendrá más tarde. Confío
en que lleguen a tiempo para el entierro.
—¿Quién viene?
—Maelgon de Gwynedd y su hijo Maelgon. El hermano de Urbgen, de Rheged
—el tercer hijo del viejo Coel. Se llama Morien, ¿no?—. Caw tampoco podía venir,
de manera que ha enviado a Riderch, no, a Heuil. Me alegra decirlo, nunca pude
soportar a ese fanfarrón malhablado. Así que, veamos: Ynyr y Gwillim, Bors…, y me
han dicho que Ceretic de Elmet se ha puesto en camino hacia aquí desde Loidis.
Siguió nombrando a unos cuantos más. Al parecer, la mayor parte de los reyes del
norte habían enviado a hijos suyos u otros sustitutos. Naturalmente, con los restos del
ejército sajón rondando todavía por el norte, preferían quedarse vigilando sus propias
fronteras. Y así tantos, claro está, iba diciendo Arturo mientras chapoteaba en el agua
que el criado le echaba encima para que se lavara.
—El padre de Beduier también volvió a casa —prosiguió—. Alegó un asunto de
cierta urgencia pero, entre nosotros, pienso que quería echar un vistazo por cuenta
mía a los movimientos de Lot.
—¿Y Lot?
—Se dirigió a York. Tomé la precaución de mantenerlo vigilado. Y, en efecto,
sigue su camino. ¿Está Morgana allí, todavía, o vino al sur para reunirse con la reina?

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—Sigue en York. Hay un rey al que aún no has mencionado.
El criado le tendió una toalla, y Arturo desapareció debajo, frotándose el cabello
mojado para secárselo. Su voz llegó amortiguada:
—¿Cuál?
—Colgrim —respondí en tono suave.
Emergió bruscamente de la toalla, con la piel arrebolada y los ojos brillantes.
«Parece que no tenga más de diez años», pensé.
—¿Necesitas preguntar?
La voz no era de diez años. Era de un hombre lleno de fingida arrogancia que, en
el fondo, bromas aparte, no era tan fingida. «Por los dioses —pensé—, tú le pusiste
ahí. No puedes considerárselo como un orgullo desmesurado». Pero me descubrí a mí
mismo haciendo un signo para conjurarlo.
—No, pero pregunto.
Se puso repentinamente serio.
—Fue tarea mucho más dura de lo que esperábamos. Podría decirse que la
segunda parte de la batalla estaba aún por completar. Destrozamos sus fuerzas en
Luguvallium y Badulf murió a causa de las heridas, pero Colgrim salió ileso y en
alguna parte del este había reunido lo que le restaba de su ejército. No era cuestión de
perseguir a los fugitivos hasta darles caza; tenían allí unas fuerzas formidables y
estaban dispuestos a todo. Si íbamos con menos hombres que ellos, incluso podían
volverse las tornas contra nosotros. Dudo que nos hubieran vuelto a atacar: se
dirigían a la costa este, a casa, pero les alcanzamos a medio camino e hicieron un alto
junto al río Glein. ¿Conoces esa parte del país?
—No muy bien.
—Es salvaje y escabrosa, de bosques profundos, valles estrechos y ríos que
serpentean hacia el sur desde la meseta. Una región mala para el combate, lo que iba
tanto en su contra como en la nuestra. Colgrim volvió a escapar, pero ahora no tenía
posibilidad de detenerse para volver a reunir ningún tipo de fuerzas en el norte.
Cabalgó hacia el este. Ésta es una de las razones por las que Ban se quedó atrás; sin
embargo se bastaba él solo, por lo que Beduier pudo venir nuevamente conmigo
hacia el sur. —Permanecía aún de pie, dócil ahora a las manos de su sirviente
mientras le vestía, le echaba un nuevo manto por detrás de los hombros y se lo
sujetaba con un broche—. Estoy satisfecho —terminó, resumiendo.
—¿De que Beduier esté aquí? Yo también…
—No. De que Colgrim volviera a escapar.
—¿Sí?
—Es un hombre valiente.
—No obstante, tendrás que matarlo.
—Ya lo sé. Ahora… —El criado dio un paso atrás. El rey estaba a punto. Le

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habían vestido de gris oscuro y el manto tenía un cuello y un forro de rica piel. Ulfino
llegó desde la alcoba portando un pequeño cofre tallado, tapizado de bordados, que
contenía el anillo real de Úter. Los rubíes atraparon la luz, respondiendo al centelleo
de las joyas de los hombros y el pecho de Arturo. Pero cuando Ulfino le ofreció el
estuche, negó con la cabeza—: Pienso que ahora no es momento.
Ulfino cerró el cofrecillo y salió de la habitación, llevándose consigo al otro
hombre. La puerta se cerró tras ellos. Arturo me miró, como un eco de la misma
vacilación de Ygerne.
—¿Debo entender que me espera ahora? —preguntó.
—Sí.
Jugueteó nerviosamente con el broche que tenía en el hombro, se pinchó el dedo y
soltó un juramento. Luego, esbozando media sonrisa, prosiguió:
—No hay muchos precedentes de este tipo de cosas, ¿no? ¿Cómo tiene uno que
presentarse por vez primera ante la madre que se deshizo de él en cuanto nació?
—¿Cómo lo hiciste con tu padre?
—Eso es diferente, y tú lo sabes.
—Sí. ¿Quieres que os presente?
—Iba a pedirte que… Bueno, será mejor que nos acostumbremos a esta situación.
Algunas cosas no mejoran evitándolas… Veamos, ¿estás seguro sobre lo de la cena?
No he comido nada desde el amanecer.
—Seguro. Cuando salí estaban disponiendo a toda prisa nuevos manjares.
Tomó aliento, como un nadador antes de una profunda zambullida.
—Entonces, ¿vamos?

Ella estaba aguardando junto a la silla, de pie a la luz del fuego. El color había
vuelto rápidamente a sus mejillas, y el arrebol de la lumbre latía sobre su piel y volvía
sonrosada la toca blanca. Eliminada la oscuridad, se la veía hermosa, y la juventud
regresaba gracias al fulgor de las llamas y al brillo de sus ojos.
Arturo se detuvo en el umbral. Yo veía el centelleo azul de la cruz de zafiro de
Ygerne a medida que su pecho subía y bajaba. Separó los labios, como si fuera a
hablar, pero permaneció en silencio. Arturo dio unos pasos hacia ella, lentamente, tan
digno y envarado que aún parecía más joven de lo que era. Le acompañé, repasando
mentalmente las palabras apropiadas que debería pronunciar, pero finalmente nada
hubo que decir. La reina Ygerne, que en otros momentos de su vida había tenido que
enfrentarse a peores circunstancias, tomó a su cargo el manejo de la situación. Le
miró un instante, fijamente, como si quisiera traspasar directamente su alma con la
mirada, y luego le hizo una reverencia hasta el suelo, mientras decía:
—Majestad.
Él le tendió inmediatamente una mano, luego ambas, y la alzó.

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Le dio un beso de salutación, breve y formal, y sostuvo sus manos un momento
más antes de soltarlas.
—¿Madre? —dijo, probando. Era el modo como siempre había llamado a Drusila,
la mujer del conde Antor. Y luego, con alivio—: ¿Señora? Siento que no pude estar
aquí, en Amesbury, para recibiros, pero aún había peligro en el norte. Merlín os habrá
contado. Y yo vine hacia aquí tan deprisa como pude.
—Fuisteis más rápido de lo que esperábamos. ¿Habéis tenido éxito, espero? ¿Y el
peligro de los hombres de Colgrim se acabó?
—De momento. Por lo menos, nos queda tiempo para un respiro… y para hacer
lo que hay que hacer en Amesbury. Lamento vuestra pena y vuestra pérdida, señora.
Yo… —Vaciló, pero luego habló con una sencillez que, según pude ver, la consoló a
ella y lo serenó a él—. No puedo fingir ante vos que estoy tan triste como quizá
debiera. Apenas le conocí como padre, pero toda mi vida le conocí como rey, un rey
muy fuerte. Su pueblo llorará su muerte y yo también la lloraré, como uno más de
ellos.
—En vuestras manos está el protegerlos a todos, al igual que lo intentó él.
Hubo una pausa mientras volvían a observarse el uno al otro. Por muy poco, la
reina era la más alta de los dos. Quizás ella tuvo este mismo pensamiento: le indicó
con la mano la silla en que yo me había sentado y recostó la espalda en los
almohadones bordados. Un paje llegó presuroso para servir vino y hubo una actividad
general y el murmullo producido por el movimiento. La reina empezó a hablar de la
ceremonia de la mañana siguiente; al responder, Arturo se fue relajando, y pronto
ambos hablaban más francamente. Pero tras los corteses intercambios podía
descubrirse la confusión de lo que aún no se había hablado entre ellos, el ambiente
tan cargado, sus mentes tan cerradas entre sí…, de modo que olvidaron mi presencia
tan por entero como sí yo hubiera sido uno de los criados que aguardaban para servir
la mesa. Miré un momento en aquella dirección, y luego a las damas y doncellas que
estaban junto a la reina: todas las miradas convergían en Arturo, devorándole, los
hombres con curiosidad y cierto temor (los relatos les habían llegado con suficiente
prontitud), las mujeres con algo más que curiosidad, y las dos jovencitas en un
deslumbrado trance de excitación.
El chambelán permanecía inmóvil junto a la entrada. Captó mi mirada y expresó
una interrogación. Hice un gesto de aquiescencia con la cabeza. Cruzó la sala hasta
llegar junto a la reina y murmuró algo. Ella asintió, aliviada, y se puso en pie, lo
mismo que el rey. Me informaron de que la mesa estaba ya dispuesta para tres, pero
cuando el chambelán llegó a mi lado, moví negativamente la cabeza. Después de la
cena su conversación sería más fácil, y podrían despedir a la servidumbre. Estarían
mejor solos. De modo que salí, haciendo caso omiso de la mirada casi suplicante de
Arturo, y volví a la posada para ver si mis huéspedes y amigos habían dejado algo de

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cena para mí.

El día siguiente amaneció brillante y luminoso, con las nubes bajas amontonadas
en el horizonte y una alondra cantando por alguna parte como si fuera primavera. A
menudo un día luminoso a fines de septiembre trae consigo heladas y un viento
penetrante, y en ninguna parte puede ser el viento tan penetrante como en la
superficie de la Gran Llanura. Pero el día del entierro de Úter fue un día prestado de
la primavera: un viento cálido y un cielo esplendoroso, y el sol dorado sobre la Danza
de las Piedras Colgantes.
El ceremonial en el sepulcro fue largo, y las colosales sombras de la Danza se
movieron en círculo con el sol hasta que la luz resplandeció abajo, en el mismo
centro, y era más fácil ver con claridad el suelo, la propia sepultura y las sombras de
las nubes concentrándose y desplazándose como ejércitos distantes, que el centro de
la Danza, donde estaban los sacerdotes con sus trajes talares y los nobles de luto
blanco, con joyas que centelleaban contra los ojos. Se había levantado un pabellón
para la reina, que permanecía de pie bajo su sombra, sosegada y pálida entre sus
damas, sin mostrar señal alguna de fatiga o enfermedad.
Finalmente todo terminó. Los sacerdotes salieron, y tras ellos el rey y su séquito.
Mientras cruzábamos por la hierba hacia los caballos y las literas, podíamos oír ya
detrás de nosotros los golpes sordos de la tierra sobre la madera. Entonces llegó desde
arriba otro sonido que los enmascaró. Alcé la mirada. A lo alto en el cielo de
septiembre podía verse una multitud de pájaros, veloces, negros y pequeños, con sus
chillidos y reclamos mientras se dirigían hacia el sur. La última bandada de
golondrinas llevándose el verano con ellas.
—Ojalá los sajones se apliquen la indirecta —dijo Arturo a mi lado, en voz baja
—. No vendría mal, tanto para los hombres como para mí, disponer de todo el
invierno antes de que volviera a empezar la lucha. Además, ahora hay que ir a
Carlión. Me gustaría marchar hoy.
Pero por supuesto tenía que quedarse allí, igual que todos los demás, mientras la
reina permaneciera en Amesbury. Después de la ceremonia Ygerne regresó
directamente al monasterio y no volvió a aparecer en público, sino que permaneció
descansando o en compañía de su hijo, quien se quedó con ella todo el tiempo que se
lo permitieron sus asuntos, mientras las damas de la reina lo disponían todo para el
trayecto a York tan pronto como ella se encontrara capaz de viajar.
Arturo ocultaba su impaciencia y se ocupaba de sus tropas realizando ejercicios o
conversando largas horas con sus amigos y capitanes. Cada día podía verle más y más
absorbido por lo que hacía y por lo que afrontaba, aunque les acompañé poco, tanto a
él como a Ygerne; buena parte de mi tiempo lo pasé fuera, en la Danza de los
Gigantes, dirigiendo la tarea de volver a erigir la piedra real encajándola sobre la

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tumba del rey.
Por fin, ocho días después del entierro de Úter el séquito de la reina emprendió
viaje hacia el norte. Arturo aguardó amablemente hasta que desaparecieron de su
vista en la carretera hacia Cunetio.
Dio luego un profundo suspiro de alivio y sacó a sus guerreros de Amesbury tan
hábil y rápidamente como se saca un tapón de una botella. Era el cinco de octubre y
estaba lloviendo. Nuestro destino era, como supe a mis expensas, el estuario del
Severn y el embarcadero para cruzarlo hacia Caerleon, o Carlión, la Ciudad de las
Legiones.

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Capítulo IV
En el lugar por donde cruza la balsa, el estuario del Severn es ancho, con altas
mareas que suben a gran velocidad por el denso barro rojo. Unos muchachos vigilan
el ganado noche y día, pues un rebaño entero puede hundirse en el lodo de las mareas
y perderse. Y cuando las mareas de primavera y otoño se encuentran con el curso del
río, crece una ola como la que vi en Pérgamo después del terremoto. En la parte sur,
el estuario está limitado por acantilados; la orilla norte es pantanosa, pero a un tiro de
ballesta desde el límite de la marea hay un terreno de gravilla bien drenado que
asciende suavemente hasta un amplio terreno boscoso poblado de robles y castaños.
Establecimos el campamento en la parte donde ascendía el terreno, al socaire del
bosque. Mientras se estaba montando, Arturo se fue a dar una vuelta de exploración
en compañía de Ynyr y Gwilim, los reyes de Guent y de Dyfed; más tarde, después
de la cena, permaneció en su tienda para recibir a los jefes de las localidades
próximas. Muchas gentes del lugar se agolparon para ver al nuevo joven rey, incluso
los pescadores que no tenían más hogar que las cuevas de los acantilados y sus
frágiles barquillas de cuero. Habló con todos ellos, aceptando tanto su homenaje
como sus quejas. Después de una o dos horas, le pedí permiso con la mirada para
irme, lo obtuve, y salí fuera, al aire libre. Hacía mucho tiempo que no percibía el
aroma de las colinas de mi propia tierra y, además, estábamos cerca de un lugar que
hacía mucho que deseaba visitar.
Se trataba del en otro tiempo famoso lugar sagrado de Nodens, o Nuatha de la
Mano de Plata, conocido en mi país como Llud, o Bilis, rey del Otro Mundo, cuyas
puertas de entrada son las colinas huecas. Él fue quien guardó la espada después de
que yo la sacara de su tan prolongada sepultura bajo el suelo del templo de Mitra en
Segontium. La dejé bajo su custodia en la caverna del lago que, como era sabido, le
estaba consagrada, antes de llevármela por fin a la Capilla Verde. Con Llud tenía yo
también una deuda pendiente.
Su santuario junto al Severn era mucho más antiguo que el templo de Mitra o la
capilla en el bosque. Sus orígenes se habían perdido desde tiempos remotos, incluso
en los cantos y las narraciones. Primeramente fue una fortaleza en la colina, quizá
con alguna piedra o algún manantial dedicados al dios que cuidaba los espíritus de los
difuntos. Allí se encontró hierro, y durante todo el período romano el lugar fue una
mina de la que se extrajeron copiosas riquezas. Puede que los romanos fueran los
primeros que llamaron al lugar la Colina de los Enanos, dado que los morenos
hombrecillos del oeste eran quienes trabajaban en ella. Después la mina estuvo
mucho tiempo cerrada, pero el nombre perduró, y hubo narraciones de los
Antepasados en las que se contaba que los habían visto ocultándose en los robledales
o saliendo tumultuosamente de las profundidades de la tierra en las noches de

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tormenta y a la luz de las estrellas, para unirse a la comitiva del rey oscuro mientras
cabalgaba desde su colina hueca junto con el salvaje tropel de fantasmas y espíritus
encantados.
Alcancé la cima de la colina detrás del campamento y descendí, entre los robles
dispersos, hacia la corriente, al pie del valle. Había una crecida luna otoñal que me
mostraba el camino. Las hojas de castaño, ya medio sueltas y secas, caían aquí y allá
sin ruido sobre la hierba, pero los robles aún mantenían las suyas, de tal modo que el
aire estaba lleno de susurros como si las ramas secas se agitaran y cuchicheasen. La
tierra, después de la lluvia, olía exquisita y suavemente; tiempo para labrar la tierra,
tiempo para recolectar nueces, momento de las ardillas ante la llegada del invierno.
Más abajo, en la ladera umbría, algo se movió. Había un alboroto sobre la hierba,
un golpeteo de pisadas, y luego, como si una tormenta de granizo se extendiera
resonante sobre el pasto, apareció una manada de ciervos tan veloz como un vuelo de
golondrinas.
Estaban muy cerca. La luz de la luna bañó súbitamente el moteado pelaje y las
puntas marfileñas de sus cornamentas. Tan cerca estaban que incluso veía el brillo
líquido de sus ojos. Había ciervos manchados y blancos, fantasmas de motas y plata,
corriendo tan ligeros como sus propias sombras, tan veloces como una repentina
ráfaga de viento. Huían de mi presencia, hacia abajo, al pie del valle, entre los senos
de las redondeadas colinas, y hacia arriba, rodeando un grupo de robles, hasta
desaparecer.
Dicen que un ciervo blanco es una criatura mágica. Creo que es verdad. He visto
dos así en mi vida, y cada uno fue heraldo de una maravilla. Éstos, además, vistos a la
luz de la luna, surgidos de repente como nubes entre la oscuridad de los árboles,
parecían cosa de magia. Quizá, junto con los Antepasados, frecuentaban una colina
que aún mantenía una puerta abierta al Otro Mundo.
Crucé la corriente, subí por la próxima colina y seguí mi trayecto hacia arriba,
hacia las paredes ruinosas que la coronaban. Encontré el camino a través de los
escombros de lo que parecían antiguas construcciones, y luego trepé por la última
pendiente que ascendía desde el sendero. Situada en un alto muro cubierto de
enredaderas había una puerta. Estaba abierta. Entré.
Me encontré en el recinto, un amplio patio que se extendía todo a lo ancho de la
chata cima del montículo. La luz de la luna, cuya intensidad crecía por momentos,
ponía a la vista un tramo de pavimento roto, tapizado de hierbajos. Dos lados del
recinto quedaban cerrados por altas paredes, medio desmoronadas por arriba. En los
otros dos lados hubo una vez amplios edificios, parte de los cuales estaban aún
techados. El lugar, bajo aquella iluminación, seguía siendo impresionante, al
destacarse a la luz de la luna la totalidad de los techos y pilares. Tan sólo una lechuza,
que volaba silenciosamente desde una ventana superior, ponía en evidencia que el

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lugar había permanecido en un largo abandono e iba cayéndose a pedazos sobre la
colina.
Había otro edificio, enclavado casi en el centro del patio. El aguilón de su alto
tejado se alzaba nítidamente contra la luz de la luna, pero sus rayos descendían a
través de las ventanas vacías. Eso, reconocí, tenía que ser el santuario. Los edificios
que bordeaban la explanada era lo que quedaba de las hospederías y dormitorios en
que se alojaban los peregrinos y quienes allí acudían para sus plegarias; había celdas
privadas, cerradas con muros sin ventanas, semejantes a las que vi en Pérgamo, en
donde la gente dormía, esperando tener sueños que les devolvieran la salud, o
visiones adivinatorias.
Avancé silenciosamente sobre el roto pavimento. Sabía lo que iba a encontrar: un
santuario lleno de polvo y aire frío, como el abandonado templo de Mitra en
Segontium. Pero mientras subía los peldaños entre las aún imponentes jambas de la
celia central, me decía que tal vez los antiguos dioses que habían surgido al igual que
los robles, la hierba y los propios ríos, tal vez esos seres hechos de aire y tierra y agua
de nuestro dulce país, eran más difíciles de desalojar que los dioses visitantes de
Roma. Como uno en el que había creído durante mucho tiempo y que era el mío.
Quizá todavía se encontrara allí, donde el aire nocturno sonaba a través del santuario
vacío, llenándolo con el rumor de los árboles.
Los rayos de luna, filtrándose a través de las ventanas superiores y los retazos
rotos del techo, iluminaban el lugar con una luz nítida e intensa. Algunos pimpollos,
que habían arraigado allí y crecían paredes arriba, se balanceaban con la brisa, de
modo que las sombras y la fría luz se agitaban y mudaban de posición más allá de la
zona de semipenumbra. Era como estar en el fondo de un pozo; el aire —luz y
sombra—, se deslizaba tan puro y frío como el agua sobre la piel. El mosaico bajo
mis pies, ondeante y desigual por donde la base del suelo se había desplazado, se
vislumbraba como el fondo del mar, con sus extrañas criaturas marinas nadando en la
vacilante claridad. Desde más allá de los maltrechos muros llegó el siseo, como
rompientes de espuma, de los susurrantes árboles.
Permanecí allí, callado y sin hacer ruido, durante largo tiempo.
Tanto como para que la lechuza regresara volando con sus alas silenciosas y
derivase hacia su percha en lo alto del dormitorio.
Tanto como para que el vientecillo cesara y las sombras acuosas se aquietaran.
Tanto como para que la luna se desplazara tras el aguilón del tejado y los delfines
bajo mis pies se desvanecieran en la oscuridad.
Nada se movía ni se oía. Ninguna presencia. Me dije para mis adentros, con
humildad, que aquello significaba inexistencia. Yo, que una vez fui un encantador y
profeta tan poderoso, había sido barrido por la potente marea hacia las verdaderas
puertas de Dios, y ahora era devuelto por el reflujo de una estéril orilla. Si aquí

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hubiera voces, yo no las oiría. Era tan mortal como el espectral ciervo.
Me di la vuelta para abandonar el lugar. Y sentí el olor a humo.
No el humo del sacrificio, sino un humo de madera corriente y, con él, unos
tenues aromas de cocción. Venía de alguna parte más allá de la semiderruida
hospedería de la zona norte del recinto.
Crucé el patio, entré a través de los restos de un imponente arco y, guiado por el
olfato y después por el débil resplandor de un fuego, me encaminé a una pequeña
habitación, donde un perro, despertando, empezó a ladrar, y dos personas que habían
estado durmiendo junto al fuego se pusieron bruscamente de pie.
Eran un hombre y un muchacho, padre e hijo a juzgar por el parecido; gente
pobre, según daban a entender las raídas ropas que vestían, pero en su aspecto había
algo que denotaba a unos hombres dueños de su propia vida. En esto me equivocaba,
como así se evidenció.
Actuaron con la rapidez del miedo. El perro —viejo y poco ágil, con el hocico
gris y un ojo blanco— no atacó, pero se levantó del suelo gruñendo. El hombre se
puso en pie mucho más deprisa que el perro, sosteniendo en la mano un largo
cuchillo. Era afilado y brillante, y parecía un arma sacrificial. El muchacho,
mostrando gran resolución frente al extraño y un valor como de doce personas, agarró
un pesado leño de la fogata.
—La paz sea con vosotros —dije, y lo repetí en su propia lengua—. Vine para
rezar una oración, pero nadie me respondía, de modo que cuando olí el humo del
fuego vine hacia acá para ver si el dios aún tenía aquí algún servidor.
La punta del cuchillo descendió, aunque el hombre seguía manteniéndolo
agarrado, y el viejo perro gruñó.
—¿Quién sois? —preguntó el hombre.
—Tan sólo un extranjero que pasaba por este lugar. A menudo oí hablar del
famoso santuario de Nodens, y me tomé un tiempo para visitarlo. ¿Sois su guardián,
señor?
—Lo soy. ¿Buscáis alojamiento para la noche?
—No era mi intención. ¿Por qué? ¿Todavía lo ofrecéis?
—A veces. —Estaba receloso. El muchacho, más confiado, o quizás advirtiendo
que yo iba desarmado, volvió hacia atrás y colocó cuidadosamente el leño en el
fuego. El perro, ahora callado, se acercó hasta rozarme la mano con su grisáceo
hocico. Movió la cola—. Es un buen perro, y muy fiero —aclaró el hombre—, pero
viejo y sordo.
Su actitud ya no era hostil. Ante el comportamiento del perro, el cuchillo
desapareció.
—Y sabio —añadí. Acaricié su cabeza levantada—. Es de los que pueden ver el
viento.

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El muchacho se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos.
—¿Ver el viento? —preguntó el hombre, mirándome fijamente.
—¿No lo habéis oído decir de los perros que tienen un ojo blanco? Pues viejo y
lento como es, puede ver que yo he venido sin intención alguna de haceros daño. Mi
nombre es Myrddin Emrys, y vivo al oeste de aquí, cerca de Maridunum, en Dyfed.
He estado viajando y voy camino de casa. —Le di mi nombre galés; como cualquier
otro, podía haber oído hablar de Merlín el encantador y temer que no fuera un buen
amigo para tener al lado, junto al hogar—. ¿Puedo entrar y compartir un rato vuestra
fogata, y me contáis algo sobre el santuario que guardáis?
Me dejaron paso y el muchacho acercó un taburete que sacó de algún rincón.
Conforme le hacía preguntas, muy detalladas, el hombre se fue tranquilizando y
empezó a hablar. Se llamaba Mog. No era realmente un nombre, sino que significaba
simplemente «un servidor», lo que él debía de ser, pues hubo una vez un rey que no
rehusó llamarse a sí mismo Mog Nuata. Su hijo, todavía con mayor grandeza, llevaba
el nombre de un emperador.
—Constante será el servidor después de mí —dijo Mog, y siguió hablando con
orgullo y nostalgia de los buenos tiempos del santuario, cuando el emperador pagano
lo reedificó y equipó de nuevo, sólo medio siglo antes de que la última de las legiones
abandonara Bretaña. Desde mucho antes de esta época, me dijo, un «Mog Nuata»
había cuidado del santuario con toda su familia. Pero ahora sólo estaban él y su hijo;
su mujer había bajado aquella mañana al mercado, y pasaría la noche en el pueblo,
con su hermana enferma.
—Si es que ha quedado alguna habitación, con todo el movimiento que hay ahora
por allí —gruñó—. Desde aquella pared se puede divisar el río, y cuando vimos las
balsas que lo cruzaban envié al chico para que echara un vistazo. El ejército es, dijo,
con el joven rey. —De repente dejó de hablar, mirando con detenimiento, a través del
fuego, mi ropa de paisano y mi capa—. No seréis soldado, ¿verdad? ¿Vais con ellos?
—Sí a lo último, y no, a lo primero. Como podéis ver, no soy soldado, pero voy
con el rey.
—¿Qué sois, entonces? ¿Un secretario?
—Algo así.
Asintió con la cabeza. El muchacho, que escuchaba con total interés, estaba
sentado y con las piernas cruzadas entre el perro y mis pies. Su padre preguntó:
—¿Cómo es este jovencito a quien dicen que el rey Úter entregó la espada?
—Es joven, pero se ha convertido en un hombre y en un buen soldado. Puede
dirigir a hombres y tiene suficiente sentido común como para escuchar a sus mayores.
Volvió a asentir. No eran para esa gente los cuentos y las esperanzas de poder y
gloria. Ellos vivían toda su vida en la retirada cima de su colina, dando aquel único
sentido a sus días; lo que sucediera más allá de los robles no les concernía. Desde el

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principio de los tiempos nadie había asaltado el lugar sagrado. Preguntó pues sobre la
única cuestión que les importaba:
—¿Es cristiano ese joven Arturo? ¿Echará abajo el templo en el nombre de ese
dios recién inventado o respetará a los que hubo antes?
Le contesté tranquilo y tan lealmente como supe:
—Será coronado por el obispo cristiano, y se arrodillará ante el Dios de sus
padres. Pero es un hombre de este país, y conoce los dioses de esta tierra y a las
gentes que aún sirven a estos dioses en las montañas, en las fuentes y en los vados de
los ríos. —Capté con la mirada, en un amplio anaquel al lado opuesto del fuego, una
gran multitud de objetos cuidadosamente dispuestos. Yo había visto cosas semejantes
en Pérgamo y en otros lugares de curaciones milagrosas; eran ofrendas a los dioses:
piezas modeladas de partes del cuerpo humano, o esculturas talladas de animales o
peces, que encerraban algún mensaje de súplica o de gratitud. Le dije a Mog—: Ya
comprobarás que sus ejércitos pasarán de largo sin causar ningún daño, y que si
alguna vez él mismo viene aquí elevará una plegaria al dios y hará una ofrenda.
Como yo hice y haré.
—Así se habla —dijo de repente el chico, y sonrió abiertamente mostrando sus
blancos dientes.
Le sonreí a mi vez y dejé caer un par de monedas en su palma extendida.
—Para el santuario y para sus servidores.
Mog gruñó algo y Constante se deslizó sobre los pies hacia el armario del rincón.
Volvió con una bota de cuero, y una taza desportillada para mí. Mog alzó su propia
taza del suelo y el chico vertió licor en ella.
—A vuestra salud —exclamó Mog.
Le respondí y bebimos. Era hidromiel, dulce y fuerte.
Mog bebió otra vez y se pasó la manga de lado a lado sobre la boca.
—Habéis estado preguntando sobre tiempos pasados y os he contado las cosas lo
mejor que he podido. Ahora, señor, explicadnos qué ha estado sucediendo allá arriba,
en el norte. Ahí abajo todos hemos oído historias de batallas, y de reyes que se
morían y que se hacían. ¿Es verdad que los sajones se han ido? ¿Es verdad que el rey
Úter Pandragón mantuvo oculto a ese príncipe todo este tiempo, y lo sacó, tan
repentinamente como un trueno, allá en el campo de batalla, y que él solo mató a
cuatrocientos de los salvajes sajones con una espada mágica que cantaba y bebía
sangre?
Una vez más referí la historia, mientras el muchacho alimentaba calladamente el
fuego y las llamas chisporroteaban, brincaban y resplandecían sobre las
cuidadosamente pulidas ofrendas alineadas en el anaquel. El perro volvía a dormir,
con la cabeza apoyada en mi pie y el fuego calentándole el áspero pelaje. Mientras yo
hablaba la bota iba pasando de uno a otro y el hidromiel iba bajando; por último el

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fuego menguó, los leños quedaron reducidos a cenizas y yo terminé mi relato con el
entierro de Úter y los planes de Arturo de llegar a Carlión para preparar la campaña
de primavera.
Mi anfitrión alzó la bota hasta terminarla y la sacudió.
—Se acabó. Y nunca hizo mejor servicio nocturno. Gracias, señor, por vuestras
noticias. Vivimos aquí arriba a nuestro propio modo, pero vos sabréis, estando abajo,
en la urgencia de los acontecimientos, que incluso las cosas que suceden fuera, allá
en Bretaña —hablaba como si se tratara de otro país, a cientos de millas de su
tranquilo refugio—, pueden tener su eco, a veces con pena y aflicción, en los lugares
pequeños y solitarios. Rogaremos para que hayáis acertado acerca del nuevo rey.
Podéis decirle, si alguna vez estáis lo suficientemente cerca como para tener una
conversación con él, que mientras sea leal con su verdadera tierra tiene aquí a dos
hombres que son también sus servidores.
—Se lo diré. —Me levanté—. Gracias por vuestra acogida y por la bebida. Siento
haber interrumpido vuestro sueño. Ahora me voy y os lo dejo continuar.
—¿Iros, ahora? ¿Por qué? Está a punto de amanecer. Tened por seguro que habrán
cerrado ya vuestra hospedería. ¿O estáis en el campamento, allá abajo? Entonces el
centinela no os dejará pasar, a menos que tengáis la contraseña del propio rey. Haréis
mejor si os quedáis aquí. No —interrumpió mi inicio de excusa—, aún me queda una
habitación, conservada tal como estaba en aquellos tiempos en que acudían desde
lejos y de todas partes para tener sueños. La cama es buena y el lugar se mantiene
seco. En muchas hospederías estaríais peor. Hacednos este favor y quedaos.
Dudé. El muchacho lo apoyaba haciendo signos afirmativos con la cabeza, con
los ojos brillantes, y el perro, que se levantó al mismo tiempo que yo, movía la cola
mientras daba un amplio y gimoteante bostezo, al tiempo que extendía las
entumecidas patas delanteras.
—Sí, quedaos —rogaba el chico.
Me daba cuenta de que era importante para ellos que aceptara su invitación.
Quedarme era devolver al lugar algo de su antigua santidad: un huésped en la
hospedería, tan cuidadosamente barrida, ventilada y conservada para unos huéspedes
que hacía tiempo que ya no venían.
—Con mucho gusto —respondí.
Constante, sonriendo satisfecho, introdujo una antorcha entre las cenizas y la
tomó en cuanto prendió el fuego.
—Entonces, venid por aquí.
Mientras le seguía, su padre, acomodándose de nuevo en las mantas junto al
hogar, pronunció las palabras sacramentales de un lugar de curación:
—Dormid profundamente, amigo, y quizás el dios os envíe un sueño.

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Quienquiera que me lo enviara, el sueño llegó, y fue un sueño auténtico.
Soñé en Morcadés, a la que yo había enviado desde la corte de Úter en
Luguvallium, con una nutrida escolta para que la llevara sana y salva a través de los
altos Peninos y luego por el sureste hasta York, donde vivía su media hermana
Morgana.
El sueño llegó por intervalos, como aquellas cumbres montañosas que se
vislumbran a través de las nubes movidas por el viento en un día oscuro. Cosa que
también era así en el sueño. Primero vi la comitiva en el atardecer de un día húmedo
y ventoso, mientras una fina lluvia, que caía inclinada en la dirección del viento,
convertía la carretera de grava en una resbaladiza pista de barro. Se habían detenido
en la orilla del río, crecido por la lluvia. No reconocí el lugar.
El camino bajaba hasta introducirse en el río, en lo que debería ser un vado poco
profundo pero que ahora mostraba una corriente agitada de agua blanca que rompía y
formaba espuma en torno a un islote que dividía el curso del agua como un barco
navegando.
No había ninguna casa a la vista, ni tampoco ninguna cueva. Más allá del vado la
carretera serpenteaba en dirección este entre los árboles empapados y ascendía a
través de las onduladas estribaciones hacia las altas montañas.
Como el crepúsculo caía rápidamente, parecía que el grupo de viajeros tendría
que pasar la noche allí y esperar hasta que disminuyeran las aguas del río. El oficial
que mandaba el destacamento, al parecer, se lo estaba explicando a Morcadés; yo no
podía oír lo que le decía, pero se le veía furioso, y su caballo, cansado como estaba,
se mostraba impaciente. Adiviné que la elección del itinerario no había sido del
oficial: la ruta correcta desde Luguvallium es el camino que va por las altas
parameras, y que deja la carretera del oeste en Brocavum y cruza las montañas por
Verterae. Este último lugar, que se mantiene fortificado y en buen estado, habría
proporcionado acomodo para que la comitiva se tomara un descanso; ésta habría sido
la elección obvia de un soldado. En lugar de esto, debían de haber tomado el viejo
camino de las montañas con ramificaciones al sureste desde la quíntuple encrucijada
próxima al campamento junto al río Lune. Yo nunca había seguido esta ruta. No era
una carretera que se hubiera mantenido en absoluto en buen estado. Ascendía a partir
del valle de los Dubglas y a través de los altos páramos, y desde allí cruzaba las
montañas por el paso que formaban los ríos Tribuit e Isara. La gente llama a este paso
el Desfiladero de los Peninos, y en épocas pasadas los romanos lo mantuvieron
fortificado, y los caminos abiertos y vigilados. Es una región salvaje y, entre las
distantes cumbres y los riscos más allá de la línea de árboles, hay cuevas en las que
todavía habitan los Antepasados. Si éste era realmente el camino que había tomado
Morcadés, lo único que me cabía hacer era preguntarme por qué.
Nubes y niebla; lluvia en prolongados chaparrones grises; el crecido río,

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empujando las blancas estelas de sus olas contra los maderos a la deriva e inclinando
los sauces del islote fluvial. La oscuridad y un intervalo de tiempo me ocultaron la
escena.
En el momento siguiente vi que se habían detenido en algún punto elevado del
desfiladero, con árboles suspendidos sobre precipicios a la derecha del camino y, a la
izquierda, el amplio panorama en declive de un bosque, con un río serpenteante al pie
del valle y, más allá, unas montañas. Habían hecho un alto junto a una piedra miliar
cerca de la cresta del puerto. De ahí partía una senda, cuesta abajo, hacia donde, en
un distante hueco del valle, brillaban unas luces. Morcadés señalaba hacia ellas, y
parecía que estaba teniendo lugar una discusión.
Yo aún no podía oír nada, pero la causa de la disputa era obvia. El oficial había
avanzado resueltamente hasta colocarse junto a Morcadés y, ladeándose en su silla de
montar, discutía furioso mientras señalaba primero el mojón y luego el camino que
tenían delante. Un tardío rayo de sol de poniente mostró, grabado y sombreado en la
piedra, el nombre OLICANA. Yo no podía ver la piedra miliar, pero lo que decía el
oficial estaba claro: que sería una locura renunciar a las comodidades que sabían que
les aguardaban en Olicana, a cambio de correr el albur de que la lejana casa (si es que
tal era) pudiera acomodar al grupo. Sus hombres, apiñados a su alrededor, le
apoyaban abiertamente. Junto a Morcadés, las mujeres de su séquito la miraban
ansiosamente, podría decirse que en actitud suplicante.
Al poco tiempo, Morcadés, con gesto resignado, cedió. La escolta se reorganizó.
Las mujeres se agruparon en torno a ella, sonrientes.
Pero antes de que la comitiva hubiera dado diez pasos, una de las mujeres profirió
un agudo grito, y entonces la propia Morcadés, soltando las riendas sobre el cuello de
su caballo, alzó frágilmente una mano al aire, como buscando a tientas un apoyo, y se
tambaleó en la silla. Alguien volvió a gritar. Las mujeres se agolparon para
sostenerla.
El oficial, volviendo hacia atrás, espoleó su caballo corriendo al lado del de
Morcadés y tendió un brazo para sostener su cuerpo suelto. Ella se desplomó contra
él y cayó inerte.
No quedaba más que aceptar la derrota. Pocos minutos después el grupo de
viajeros se deslizaba con ruido sordo pendiente abajo, por la senda que se dirigía
hacia la luz distante en el valle. Morcadés, envuelta rápidamente en su gran manto,
permanecía inmóvil y desmayada en brazos del oficial.
Pero yo, que desconfío de las brujas, sabía que en el refugio de su capucha
ricamente forrada aquélla estaba despierta y sonriendo con su sonrisita de triunfo
mientras los hombres de Arturo la transportaban a la casa a la que por sus particulares
razones los había dirigido, y en la que planeaba quedarse.
Cuando las nieblas de mi visión sé volvieron a apartar, vi una alcoba

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primorosamente amueblada, con una cama dorada y colchas carmesí, y un brasero
encendido que arrojaba su roja luz sobre la mujer que allí se encontraba, recostada
contra los almohadones. También estaban las mujeres del séquito de Morcadés, las
mismas que la habían atendido en Luguvallium: la joven doncella llamada Lind —la
que condujo a Arturo al lecho de su dueña— y la vieja que aquella noche durmió con
un profundo sueño narcotizado. La joven Lind parecía pálida y cansada. Recordé que
Morcadés, en su furor contra mí, la había hecho azotar. Servía a su dueña con recelo,
con los labios cerrados y la mirada baja, mientras que la anciana, entumecida por la
larga y húmeda cabalgada, realizaba sus tareas lentamente y gruñendo, pero mirando
de soslayo para asegurarse de que su dueña no le prestaba atención.
En cuanto a Morcadés, no mostraba el menor signo de enfermedad, ni siquiera de
fatiga. Tampoco eran de esperar.
Tumbada sobre los almohadones carmesí, con sus rasgados ojos de atractivo color
verde dorado mirando fijamente más allá de las paredes de la habitación, hacia algo
lejano y placentero, sonreía con la misma sonrisa que le vi en los labios cuando
Arturo dormía acostado junto a ella.
Tendría que haberme despertado aquí, sacudiéndome este sueño aborrecible y
penoso, pero aún tenía la mano del dios sobre mí, porque regresé al sueño y a la
misma habitación. Tuvo que ser más tarde, tras un lapso de tiempo, incluso de unos
días: el tiempo que le hubiera llevado a Lot, rey de Leonís, esperar hasta el fin de las
ceremonias en Luguvallium, y después, reunir sus tropas y encaminarse al sur y al
este, hacia York, por la misma intrincada ruta. Sin duda sus fuerzas principales
habrían ido directamente, mientras él, con un pequeño grupo de jinetes rápidos, se
habría apresurado para su cita con Morcadés.
Ahora estaba claro que eso había sido convenido previamente.
Ella tuvo que recibir un mensaje suyo antes de dejar la corte, luego habría
obligado a su escolta a cabalgar lentamente, para hacer tiempo, y finalmente,
fingiéndose enferma, idearía el buscar refugio en la intimidad de una casa amiga. Creí
haber descubierto su plan.
Al fallarle la tentativa de conseguir poder mediante la seducción de Arturo, se las
ingenió para persuadir a Lot de que acudiera a aquella cita, y ahora, con sus artimañas
de bruja, querría ganarse su favor y situarse, para poder encontrar alguna clase de
posición en la corte de su hermana, la futura reina de Lot.
En el momento siguiente, cuando el sueño cambió, vi el tipo de tretas que usaba:
artes de brujería, supongo, pero de la clase que cualquier mujer sabe cómo emplear.
Aparecía nuevamente la alcoba, con el brasero repartiendo una grata sensación de
calor y, junto a él, sobre una mesa baja, comida y vino en vajilla de plata. Morcadés
estaba de pie junto al brasero; el reflejo rosáceo combinaba con su túnica blanca y su
piel cremosa, y brillaba tenuemente sobre el largo y resplandeciente cabello que le

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caía hasta la cintura en riachuelos de tono albaricoque claro. Incluso yo que la
aborrecía tenía que admitir que era muy hermosa. Sus rasgados ojos verde-oro,
espesamente orlados por unas pestañas doradas, miraban hacia la puerta. Estaba sola.
La puerta se abrió y entró Lot. El rey de Leonís era un hombre grande y moreno,
de hombros poderosos y ojos ardientes. Apreciaba las joyas y despedía reflejos
brillantes con sus pulseras y anillos, y la cadena del pecho con topacios de Palmira y
amatistas engastados.
En el hombro, en el punto en que el largo cabello negro le rozaba el manto,
llevaba un magnífico broche de granates y oro labrado, al estilo sajón. «Lo bastante
bonito como para ser un regalo de invitado del mismo Colgrim», pensé sarcástico.
Tenía el cabello y el manto mojados por la lluvia.
Morcadés estaba diciendo algo. Yo nada podía oír. Era una visión sólo de
movimiento y color. No hizo ningún gesto de bienvenida. Él tampoco parecía
esperarlo ni mostró sorpresa por verla allí. Lot dijo algo, brevemente. Luego se
detuvo junto a la mesa y, levantando la jarra de plata, escanció vino en una copa con
tanta prisa y falta de cuidado que el líquido carmesí se derramó por encima de la
mesa y en el suelo. Morcadés se rió. No hubo ninguna sonrisa de respuesta por parte
de Lot. Se bebió el vino de un trago, intensamente, como si lo estuviera necesitando,
y luego arrojó la copa al suelo, dio unas zancadas por delante del brasero y con sus
manazas, manchadas y embarradas aún por el viaje a caballo, asió por ambos lados la
túnica de Morcadés por el cuello y la rasgó en dos pedazos, desnudándole el cuerpo
hasta el ombligo. Entonces la agarró, y posó su boca contra la de ella, devorándola.
No se había molestado en cerrar la puerta. Vi que la escena se ampliaba, y Lind, la
doncella, sobresaltada sin duda por el estrépito de la copa caída, se asomó, con la cara
pálida. Al igual que Lot, tampoco manifestó sorpresa por lo que veía, pero, asustada
quizá por la violencia del hombre, vacilaba, como pensando si debía acudir en ayuda
de su señora. Pero entonces advirtió, como yo había advertido, el semidesnudo
cuerpo aferrándose al del hombre, fundido con él, y las manos de la mujer
deslizándose hacia arriba, introduciéndose en el húmedo cabello negro. La rasgada
túnica resbaló hacia abajo para quedar hecha un montón en el suelo. Morcadés dijo
algo y se rió. Las manos del hombre que la asían cambiaron de posición. Lind se
retiró, y la puerta se cerró. Lot alzó a Morcadés y en cuatro largas zancadas alcanzó la
cama.
Tretas de bruja, desde luego. Incluso para una violación habría sido precipitado:
para una seducción era algo sin precedentes.
Llamadme inocente o estúpido o lo que queráis, pero al principio, retenido aquí
entre las nubes del sueño, yo sólo podía pensar que se había puesto en acción algún
tipo de sortilegio. Creo que pensé confusamente en vino narcotizado, la copa de
Circe, que convertía a los hombres en verracos encelados. Sólo hasta algún tiempo

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después, cuando el hombre sacó una mano de entre las ropas de la cama y prendió la
mecha de la lámpara, y la mujer, aturdida por el sexo y el sueño, se recostó sonriendo
en los cojines carmesí y alzó las pieles para cubrirse, no empecé a sospechar la
verdad. Él anduvo unos pasos sobre el suelo, a través del derrumbado naufragio de
sus propias ropas, llenó hasta el borde otra copa de vino, lo bebió, volvió a llenar la
copa y regresó para ofrecérsela a Morcadés.
Entonces se metió de nuevo en la cama a su lado, se recostó en la cabecera y
empezó a hablar. Ella, medio incorporada y medio tendida junto a él, asentía y
preguntaba, seria y detenidamente.
Mientras hablaban la mano de Lot se deslizó para acariciarle los pechos; lo hacía
de modo casi ausente, lo que resultaba bastante natural en un hombre como él,
acostumbrado a las mujeres. Pero ¿y Morcadés, la doncella de cabellos sueltos y
vocecita recatada? Morcadés no prestaba a este detalle más atención que el hombre.
Sólo entonces, con una sacudida igual que una flecha que golpea profundamente
un escudo, percibí la verdad. Ambos ya se habían encontrado antes aquí. Estaban
familiarizados. Incluso con anterioridad a que ella hubiera yacido con Arturo, Lot la
había hecho suya, y muchas veces. Estaban tan acostumbrados el uno al otro que
podían permanecer acostados juntos en una cama, ambos desnudos, hablando
afanosamente y con la mayor gravedad…
¿Sobre qué?
Traición. Éste fue, naturalmente, mi primer pensamiento. Traición contra el Gran
Rey, a quien los dos, por diferentes razones, tenían motivos para odiar. Morcadés,
celosa desde hacía tiempo de su media hermana, que siempre debía precederla, había
asediado a Lot y se lo había llevado al lecho. Era de suponer que, además, habría
habido otros amantes. Luego vino la apuesta de Lot por el poder en Luguvallium.
Fracasó, y Morcadés, sin estimar que la fortaleza y clemencia de Arturo propiciarían
que éste aceptase el retorno de Lot entre sus aliados, se volvió hacia el mismo Arturo
en su propio y desesperado juego por el poder.
¿Y ahora? Ella poseía la magia de su especie. Es posible que supiera, como yo
sabía, que en el incesto de aquella noche con Arturo había concebido. Debería
conseguir un marido y, ¿quién mejor que Lot? Si podía convencerlo de que el niño
era suyo podría escamotear boda y reino a la odiada hermana menor y construir un
nido donde el cuco pudiera salir del huevo sin peligro.
Parecía como si fuera a conseguirlo. Cuando les volví a ver a través del humo del
sueño estaban riendo juntos; ella había liberado su cuerpo de las ropas de cama y se
había sentado sobre las pieles y junto a los cortinajes carmesí de la cabecera de la
cama, con el cabello rosa-dorado cayéndole como una cascada por detrás de los
hombros, igual que un manto de seda. Tenía desnuda la parte superior del cuerpo, y
sobre la cabeza la corona real de Lot, de oro blanco, brillaba tenuemente con los

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topacios y las perlas lechoso-azuladas de los ríos del norte. Sus ojos brillaban,
luminosos y rasgados como los de un gato ronroneante, y el hombre la acompañaba
en sus risas mientras alzaba la copa y parecía que brindaba por ella. Cuando la
levantaba, la copa se balanceó y el vino al rebosar se vertió y se desparramó como si
fuera sangre sobre los pechos de ella, que sonrió sin moverse. El rey se inclinó,
riendo, y lo sorbió chupando.
El humo se espesó. Yo podía olerlo como si estuviera en la habitación, junto al
brasero. Entonces, por la misericordia divina, me desperté en la fría y tranquila
noche, pero arrastrando todavía la pesadilla como un sudor sobre la piel.
Para cualquiera que no fuera yo, conociéndoles como les conocía, la escena no
hubiera resultado ofensiva. La muchacha era encantadora y el hombre bastante
guapo, y si ambos eran amantes, pues claro, ella tenía todo el derecho a ilusionarse
con la corona.
Nadie habría encontrado nada en la escena que le obligara a apartar la vista; más
de una docena como ésta pueden verse cada verano al atardecer a lo largo de los
setos, o en los salones a medianoche. Pero respecto a la corona, incluso con una
corona como la de Lot, eso es sagrado: la corona es un símbolo de este misterio, el
vínculo entre la divinidad y el rey, entre el rey y el pueblo. De manera que ver la
corona sobre esa cabeza libertina, y la propia cabeza del rey despojada de su realeza e
inclinada más abajo al igual que pacen los animales, era una gran profanación, lo
mismo que escupir sobre un altar.
De modo que me levanté, sumergí la cabeza en el agua y así expulsé fuera la
visión.

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Capítulo V
Cuando llegamos a Carlión al mediodía siguiente un luminoso sol de octubre
estaba secando el suelo mientras al abrigo de paredes y edificios perduraba la
escarcha azulada. Los alisos, de cuyas negras ramas pendían las monedas amarillas
de las hojas, se veían brillantes e inmóviles a lo largo de la orilla del río, como un
bordado contra la oscuridad creciente del pálido firmamento. Las hojas muertas,
todavía con un ribete de escarcha, crujían al quebrarse bajo los cascos de nuestros
caballos. Los aromas del pan reciente y de la carne asada iban llenando el aire desde
las cocinas de campaña, e hicieron brotar vividamente en mi recuerdo el encuentro
que aquí tuve con Tremorino, el maestro ingeniero que rehízo el campamento para
Ambrosio e incluyó en sus planes las mejores cocinas de la región.
Se lo hice a notar a mi compañero —era Cayo Valerio, un viejo amigo—, y
asintió con un murmullo apreciativo.
—Esperemos que el rey se reserve el debido tiempo para tomar una comida antes
de empezar su inspección.
—Creo que podemos confiar en ello.
—Oh, sí, es un chico que está creciendo.
Lo dijo con una especie de orgullo indulgente, sin la menor huella de
paternalismo. Viniendo de Valerio, sonaba bien. Era un veterano que había peleado al
lado de Ambrosio en Kaerconan, y a partir de entonces con Úter. Era también uno de
los capitanes que estuvo con Arturo en la batalla del río Glein. Si hombres de su talla
podían aceptar con respeto al joven rey y confiar en él como jefe, entonces mi tarea
estaba ya cumplida. Este pensamiento me llegó puro, sin ningún sentimiento de
pérdida o de declive sino como un alivio tranquilo que era nuevo para mí. Pensé:
«Me estoy volviendo viejo».
Me di cuenta de que Valerio acababa de preguntarme algo.
—Disculpa, estaba pensando en otra cosa. ¿Me decías…?
—Te preguntaba si te vas a quedar hasta la coronación.
—Creo que no. Puede necesitarme aquí por un tiempo, si se decide a reconstruir.
Espero que me deje marchar pasada la Navidad, pero volveré para la coronación.
—Si los sajones nos dejan aguantar hasta entonces.
—Tú lo has dicho. Dejarlo hasta Pentecostés puede parecer un pequeño riesgo,
pero lo ha decidido el obispo, y el rey será muy prudente si no le contradice.
Valerio gruñó.
—Tal vez, si lo han pensado así y hacen alguna plegaria en serio, Dios detenga la
ofensiva de primavera. De modo que Pentecostés, ¿eh? ¿Supones que quizás esperen
que vuelva el fuego de los cielos… sobre ellos, en esta ocasión? —Me miró de
soslayo—. ¿Qué me dices?

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Daba la casualidad de que yo sabía a qué leyenda se refería. Desde la aparición
del fuego incandescente en la Capilla Peligrosa, los cristianos solían aludir a su
propia historia según la cual una vez, en Pentecostés, el fuego había descendido de
los cielos sobre unos servidores elegidos de su dios. Yo no veía motivos para discutir
con ellos tal interpretación de lo que sucedió en la Capilla: era necesario que los
cristianos, con su poder creciente, aceptaran a Arturo como a su jefe designado por
Dios. Además, por lo que yo sabía, tenían razón.
Valerio estaba esperando aún mi respuesta. Sonreí.
—Sólo que si ellos saben de qué mano procede el fuego sabrán más que yo.
—Oh, sí, probablemente. —Su tono era levemente burlón. Valerio estaba de
servicio en la guarnición de Luguvallium la noche en que Arturo extrajo la espada del
fuego en la Capilla Peligrosa, pero, como todo el mundo, había oído lo que se
contaba. Y, como todo el mundo, sentía temor por lo sucedido allí—. ¿De modo que
nos dejarás después de Navidad? ¿Se puede saber a dónde vas?
—Voy a casa, a Maridunum. Hace cinco, no, seis años que salí de allí. Demasiado
tiempo. Me gustaría ver si todo va bien.
—Entonces ya veo que volverás para la coronación. Habrá grandes
acontecimientos aquí en Pentecostés. Sería una lástima perdérselos.
«Para aquellas fechas —pensé— ella estará a punto de cumplir». Dije en voz alta:
—Pues sí. Con o sin sajones, tendremos grandes acontecimientos en Pentecostés.
Luego seguimos hablando de otros temas hasta que llegamos a nuestro
acuartelamiento y nos mandaron reunimos con el rey y sus oficiales para comer.

Carlión, la antigua Ciudad de las Legiones romana, había sido reconstruida por
Ambrosio y desde entonces se había mantenido con una guarnición y en buen estado.
Ahora Arturo había decidido ampliarla hasta casi su capacidad original y, además,
convertirla tanto en baluarte y morada real como en fortaleza. La antigua ciudad real
de Winchester se consideraba ahora como demasiado cercana a las lindes del
territorio de la federación sajona, y además, demasiado vulnerable frente una nueva
invasión, al estar situada a orillas del río Itchen, donde ya en otras ocasiones
desembarcaron las lanchas. Londres aún se mantenía segura en manos britanas, y
ningún sajón había intentando adentrarse valle arriba del Támesis, pero en tiempos de
Úter las lanchas habían penetrado hasta Vagniacae, y hacía mucho que Rutupiae y la
isla de Thanet permanecían firmemente en manos de los sajones. Ahí se percibía la
amenaza, que aumentaba cada año, y desde la subida de Úter al trono Londres
empezó a mostrar su decadencia, al principio de modo imperceptible y luego con
rapidez creciente. Ahora era una ciudad en declive; muchos de sus edificios se habían
hundido por el paso del tiempo y el abandono: la pobreza era visible en todas partes,
al haberse desplazado los mercados a otros lugares, y todos los que pudieron se

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marcharon en busca de poblaciones más seguras. Se decía que la ciudad nunca
volvería a ser una capital.
Así pues, hasta que su nueva plaza fuerte estuviera en condiciones de detener una
invasión importante desde la Costa Sajona, Arturo planeaba convertir Carlión en su
cuartel general. Era la elección obvia.
A ocho millas de allí estaba la capital de Guent, la de Ynyr y la propia fortaleza,
establecida en un recodo del río pero libre del peligro de inundaciones; tenía
montañas detrás y, por añadidura, al este quedaba protegida por la zona pantanosa de
la confluencia del Isca y el pequeño Afon Lwyd. Por supuesto que la misma situación
defensiva de Carlión constituía una limitación: dominaba tan sólo una pequeña
porción del territorio que estaba bajo la protección de Arturo. Pero de momento le
proporcionaría un cuartel general para su política de defensa móvil.
Aquel primer invierno estuve con él todo el tiempo. Una vez, sonriendo mientras
arqueaba las cejas, me preguntó si no iba a dejarle para volver a mi cueva de las
montañas, a lo que simplemente le respondí: «Más adelante», y lo dejó correr.
No le conté nada sobre el sueño de aquella noche en el santuario de Nodens.
Bastantes cosas tenía ya en qué pensar, y yo me alegraba de que pareciese haber
olvidado las posibles consecuencias de aquella noche con Morcadés. Tiempo habría
para hablar cuando llegaran de York las nuevas de la boda.
Cosa que sucedió en el momento apropiado para interrumpir los preparativos de
la corte para ir al norte a celebrar la Navidad.
Primero llegó una larga carta de la reina Ygerne al rey; en el mismo correo llegó
otra para mí, y me la entregaron mientras paseaba junto al río.
Durante toda la mañana había estado vigilando atentamente la colocación de un
conducto, pero en aquel momento el trabajo había cesado, mientras los hombres iban
por su pan y vino del mediodía. La tropa que hacía la instrucción en la plaza de armas
junto al antiguo anfiteatro se había dispersado, y el día de invierno era tranquilo y
luminoso, con una niebla perlada.
Le di las gracias al mensajero, esperando, carta en mano, hasta que se fue.
Entonces rompí el sello.
El sueño había sido cierto. Lot y Morcadés se habían casado.
Antes incluso de que la reina Ygerne y su séquito alcanzaron York, les precedió la
noticia de que los amantes habían celebrado matrimonio uniendo su manos.
Morcadés —ahora leía entre líneas— entró en la ciudad cabalgando con Lot,
emocionada por el triunfo y cubierta de joyas, y el municipio, que se preparaba para
una boda real con las miras puestas en el propio Gran Rey, salió lo mejor posible de
su decepción y, con frugalidad norteña, celebró exactamente la misma fiesta de boda
que ya tenía prevista. El rey de Leonís, decía Ygerne, le mostró sumisión y entregó
regalos al principal de la ciudad, por lo que el recibimiento fue bastante cálido.

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En cuanto a Morgana —pude advertir el alivio expresado sin rodeos—, no había
mostrado enfado ni humillación: se rió sonoramente y luego lloró, de un modo que
parecía ser de pura liberación. Acudió a la fiesta con una alegre túnica de color rojo,
y ninguna muchacha se mostró tan alegre, si bien —terminaba Ygerne, con un
sentimiento punzante igual al que yo recordaba— Morcadés había ceñido su nueva
corona al levantarse de la cama…
En cuanto a la propia reacción de la reina, pensé que también era de alivio.
Comprensiblemente, Morcadés nunca le había sido muy querida, considerando que
Morgana había sido la única, entre sus hijos, a la que ella misma había criado. Estaba
claro que, aunque se disponían a obedecer al rey Úter, ni a ella ni a Morgana les
gustaba la boda con el negro lobo del norte. Me preguntaba si Morgana sabría de él
más que lo que le hubiera contado su madre. Incluso cabía dentro de lo posible que
Morcadés, siendo como era, hubiese alardeado de que ella y Lot ya se habían
acostado juntos.
Ygerne no parecía abrigar sospechas sobre esto, como tampoco sobre el embarazo
de la novia como una posible razón para la apresurada boda. Era de esperar que
tampoco hubiera ninguna alusión en la carta que le envió a Arturo. Bastante tenía él
en qué pensar ahora; tiempo habría luego para la cólera y el dolor. Primero tenía que
ser coronado y después quedar libre para emprender su formidable tarea bélica sin
sentirse sacudido por asuntos de mujeres (que sin duda muy pronto serían también
míos).

Arturo arrojó la carta. Estaba encolerizado, eso era evidente, pero no perdió el
dominio de sí mismo.
—¡Bueno! ¿Debo suponer que estabas enterado?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabías?
—Tu madre la reina me ha escrito. Ahora mismo acabo de leer la carta. Imagino
que trae la misma noticia que la tuya.
—No es eso lo que te pregunto.
—Si lo que me preguntas es si yo sabía de antemano que esto iba a ocurrir, mi
respuesta es que sí —respondí con suavidad.
La oscura irritación se encendió fulgurante.
—¿Lo sabías? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Por dos motivos. Porque estabas ocupado en asuntos de mayor envergadura, y
porque no estaba del todo seguro.
—¿Tú? ¿No estabas seguro? ¡Vamos, Merlín! ¿Y eres tú quien lo dice?
—Arturo, todo lo que yo sabía o sospechaba sobre esto me vino una noche a
través de un sueño, unas semanas atrás. No llegó como un sueño de poder o de

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adivinación, sino como una pesadilla causada por un exceso de vino, o por pensar
demasiado en esa gata diabólica, sus intrigas y sus tretas. Había estado acordándome
del rey Lot, y también de ella. Soñé que los veía juntos y que ella se estaba probando
la corona. ¿Crees que esto era suficiente como para que yo te pasara una información
que habría sembrado la discordia en la corte, y a ti quizá te hubiera lanzado corriendo
a York para pelearte con él?
—En otro tiempo esto habría bastado. —Sus labios aparecían como una línea
obstinada y todavía llena de cólera. Yo veía que esta cólera procedía de la
preocupación, que le golpeaba en un mal momento, acerca de las intenciones de Lot.
—Esto sucedía cuando yo era el profeta del rey —contesté. Y, ante su rápido
gesto, añadí—: No, yo no pertenezco a ningún otro hombre. Yo estoy contigo, como
siempre. Pero ya no soy un profeta, Arturo. Pensé que lo habías comprendido.
—¿Cómo podía yo…? ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que aquella noche en Luguvallium, cuando tú arrancaste la espada
que yo había mantenido oculta para ti tras el fuego, fue la última vez que el poder me
visitó. Tú no viste el lugar después, cuando el fuego desapareció y la capilla quedó
vacía. El fuego rompió la piedra en que estuvo depositada la espada, y destruyó las
sagradas reliquias. Yo no quedé destruido, pero pienso que el poder se consumió,
salió de mí tal vez para siempre. Los fuegos se desvanecen en cenizas, Arturo.
Pensaba que lo habrías adivinado.
—¿Cómo podía yo…? —repitió, pero su tono había cambiado. Ya no era brusco
ni irritado, sino pausado y pensativo. Del mismo modo que yo, después de
Luguvallium, me había dado cuenta de que envejecía, Arturo había dejado para
siempre su mocedad—. Me parecías el mismo de siempre. Con tu mente tan clara, y
tan seguro de ti mismo que era como pedirle consejo a un oráculo.
—Ya no tan clara, a juzgar por los acontecimientos —me reí—. Mujeres viejas o
estúpidas muchachas musitando algo entre el humo. Si me has visto seguro de mí
mismo en las pasadas semanas es debido a que recurrí al dictado de mis habilidades
profesionales. Nada más.
—¿«Nada más»? Diría que es suficiente para que cualquier rey acudiera a ti,
aunque no conociera más que esto… Pero sí, creo que lo entiendo. Te pasa lo mismo
que a mí: los sueños y visiones ya se acabaron y ahora tenemos que vivir una vida
acorde con las reglas humanas. Debería haberlo comprendido. Tú lo hiciste, cuando
salí en persecución de Colgrim. —Anduvo en torno a la mesa en la que había
quedado la carta de Ygerne y apoyó un puño sobre el mármol. Se inclino sobre él,
mirando ceñudamente hacia abajo pero sin ver nada. Luego alzó la mirada—: ¿Y qué
va a pasar en los próximos años? La lucha será encarnizada, y no se acabará este año
ni el que viene. ¿Me estás diciendo que ahora ya no podré contar contigo? No estoy
hablando de tus máquinas de guerra ni de tus conocimientos de medicina: te pregunto

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si no podré disponer de la «magia» de la que me hablan los soldados, de la ayuda que
prestaste a Ambrosio y a mi padre.
—Eso sí, con toda seguridad —le respondí sonriente. Estaba pensando en el
efecto que mis profecías y a veces mi presencia, habían causado sobre las tropa
combatientes—. Lo que los ejércitos piensen de mi ahora, seguirán pensándolo. Y
¿dónde ves la necesidad de nuevas profecías sobre guerras en las que estás
embarcado? Ni tú ni tus tropas necesitaréis recordarlas a cada oportunidad. Ya
conocen lo que yo he dicho. Fuera, en el campo de batalla, a lo ancho y a lo largo de
Bretaña, está la gloria para ti y para ellos. Tú alcanzarás un éxito tras otro, y al final
—y no sé cuánto falta para ello— lograrás la victoria. Eso es lo que te dije y eso
sigue siendo cierto. Es la misión para la que fuiste preparado: vete y cúmplela, y
déjame que yo encuentre mi camino para cumplir la mía.
—¿Cuál es, ahora que has soltado a tu aguilucho y te has quedado pegado a la
tierra? ¿Esperar la victoria y después ayudarme a volver a construir?
—A su debido tiempo. Aunque lo más inmediato es vérselas con asuntos como
éste. —Señalé hacia la estrujada carta—. Después de Pentecostés, con tu permiso,
saldré hacia el norte, hacia Leonís.
Hubo un momento de silencio, en el que advertí que un arrebol de alivio
coloreaba su rostro. No preguntó qué pensaba hacer allí sino que respondió,
simplemente:
—Me alegro. Ya lo sabes. No creo que tengamos que discutir por qué sucedió
aquello.
—No.
—Estabas en lo cierto, desde luego. Como siempre. Lo que ella buscaba era poder
y no le importaba cómo conseguirlo. Ni, por supuesto, dónde buscarlo. Ahora lo veo
claro. No puedo más que alegrarme de haber quedado libre de cualquier reclamación.
—Con un breve movimiento de la mano rechazó a Morcadés y a sus maquinaciones
—. Pero quedan dos cosas. La más importante es que yo todavía necesito a Lot como
aliado. Tuviste razón —¡una vez más!— al no hacerme partícipe de tu sueño. Seguro
que me habría peleado con él. Tal como ha ido…
Se detuvo, encogiendo los hombros. Asentí:
—Tal como ha ido, tú puedes aceptar la boda de Lot con tu media hermana, y
contar con que esto es una alianza suficiente para mantenerlo bajo tu estandarte. La
reina Ygerne parece que ha actuado con prudencia, lo mismo que tu hermana
Morgana. Después de todo, éste es el emparejamiento que originariamente propuso el
rey Úter. Podemos ignorar las razones para el actual.
—Todo ello resulta mucho más fácil —observó—, porque parece que Morgana no
está disgustada. Si ella se hubiera mostrado ofendida… Ése es el segundo problema
del que quería hablarte. Pero después de todo, no parece ser tal. ¿Te contó la reina en

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su carta que a Morgana se la veía sobre todo aliviada?
—Sí, y he preguntado al mensajero que trajo las cartas desde York. Me dice que
Urbgen de Rheged había acudido a York para la boda, y que Morgana estuvo tan
pendiente de él que apenas miró a Lot.
Urbgen era ahora el rey de Rheged, al haber muerto el viejo rey Coel poco
después de la batalla de Luguvallium. Este nuevo rey era un hombre que rondaba la
cincuentena, un notable guerrero, todavía vigoroso y lleno de atractivo. Había
enviudado dos o tres años atrás.
La mirada de Arturo se avivó con interés.
—¿Urbgen de Rheged? ¡Ésa sí que sería una buena pareja! Es la que con mucho
yo hubiera preferido, pero cuando se propuso aparejar a Morgana con Lot la mujer de
Urbgen aún vivía. Urbgen, sí… Junto con Maelgon de Gwynedd, es el mejor guerrero
del norte, y jamás hubo ninguna duda sobre su lealtad. Entre ellos dos podríamos
mantener el norte a raya…
Terminé el razonamiento por él:
—… Y dejar que Lot y su reina hagan lo que les plazca.
—Exactamente. ¿Crees que Urbgen querría casarse con ella?
—Se considerará afortunado. Y creo que a ella le irá mucho mejor de lo que
nunca le hubiera ido con el otro. Con toda seguridad vas a recibir otro correo muy
pronto; y eso que te digo es una conjetura, no una profecía.
—Merlín, ¿estás preocupado?
Era el rey quien me preguntaba, un hombre tan adulto y sabio como podía serlo
yo mismo; un hombre que tras su coronación podía encontrarse con problemas, y que
adivinaba que esto podía significar para mí como caminar en un mundo marchito que
en otro tiempo fue un jardín divinamente colmado.
Pensé un rato antes de contestarle.
—No estoy seguro. Anteriormente ha habido momentos como éste, momentos
pasivos, como de reflujo después de la inundación. Pero nunca cuando me encontraba
en el umbral de grandes acontecimientos. No estoy acostumbrado a sentirme
desvalido y confieso que es imposible que me guste. Pero si algo he aprendido
durante los años en que el dios ha estado conmigo es a confiar en él. Ahora soy lo
bastante viejo como para caminar tranquilamente, y cuando te miro sé que mi misión
se ha cumplido. ¿Por qué tendría que afligirme? Me quedaré en las cumbres vigilando
que tú hagas el trabajo por mí. Es el premio de la edad.
—¿Edad? ¡Hablas como si fueras un anciano! ¿Cuántos años tienes?
—Bastantes. Ando cerca de los cuarenta.
—¡Vaya por Dios…!
De esta manera, entre risas, superamos ese tramo incómodo. Me condujo luego
hasta la mesa al lado de la ventana, en donde tenía mis maquetas a escala de la nueva

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Carlión, y nos enfrascamos en una conversación sobre el tema. No volvió a
mencionar a Morcadés, y yo pensé: «He hablado de confianza, pero ¿qué clase de
confianza es ésta? Si le decepciono, entonces realmente no seré más que una sombra
y un nombre, y mi mano sobre la espada de Bretaña no habrá sido más que una
burla».
Cuando le pedí autorización para ir a Maridunum después de la Epifanía me la
concedió medio ausente, con la mente puesta ya en la próxima tarea que tenía entre
manos para la mañana siguiente.

La cueva que heredé del ermitaño Galapas estaba a unas seis millas al este de
Maridunum, la ciudad que defiende la desembocadura del río Tywy. Mi abuelo el rey
de Dyfed había vivido allí, y a mí, criado en la corte como un bastardo desatendido,
me había sido permitido corretear a mis anchas gracias a un tutor perezoso. Entablé
amistad con el viejo sabio solitario que vivía en la cueva de Bryn Myrddin, una
montaña consagrada al dios celestial Myrddin, el de la luz y el aire libre. Ahora
Galapas hacía años que había muerto, pero tiempo atrás convertí aquel sitio en mi
hogar, y las gentes de pueblo aún acudían a visitar la fuente curativa de Myrddin y a
buscar mis tratamientos y remedios. Pronto mi habilidad como médico sobrepasó
incluso la del anciano, y con ello mi reputación en cuanto al poder que los hombres
llamaban mágico, de modo que el lugar ahora se conocía como la Colina de Merlín.
Creo que las gentes más sencillas creían incluso que yo era el propio Myrddin, el
guardián de la fuente.
Hay un molino sobre el Tywy justo donde la senda hacia Bryn Myrddin se separa
del camino. Cuando llegué hasta él me encontré con que una barcaza había venido río
arriba y había amarrado allí.
Un gran caballo bayo pastaba la hierba de invierno, por donde podía, mientras un
hombre joven descargaba sacos en el muelle.
Trabajaba sin ayuda de nadie. El patrón de la embarcación debía de estar dentro,
apagando la sed. Levantar los sacos de grano a medio llenar que enviaban río arriba
para moler algunas reservas de invierno era realmente trabajo para un solo hombre.
Un chiquillo de unos cinco años correteaba de acá para allá dificultando la labor y
parloteando sin cesar en una mezcla extraña de galés y otra lengua familiar, pero tan
distorsionada —y encima balbuceante— que no la pude entender. El hombre joven le
respondió en la misma lengua, que entonces sí reconocí, y también a él. Me detuve.
—¡Estilicón! —llamé. Tan pronto como dejó el saco en el suelo y se volvió, añadí
en su propia lengua—: Debería haberte anunciado que venía, pero disponía de poco
tiempo y no esperaba llegar aquí tan pronto. ¿Cómo estás?
—¡Príncipe! —Durante un momento permaneció paralizado de asombro, luego
empezó a correr a través del patio lleno de hierbas hasta el borde del camino, se

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sacudió las manos en los pantalones, tomó la mía y la besó. Vi lágrimas en sus ojos.
Estaba emocionado.
Era un siciliano que había sido esclavo mío cuando yo viajaba fuera del país. En
Constantinopla lo emancipé, pero prefirió quedarse conmigo y volver a Bretaña, y fue
mi criado mientras viví en Bryn Myrddin. Cuando me marché al norte se casó con
Mai, la hija del molinero, y bajó al valle a vivir en el molino.
Me daba la bienvenida hablando con la misma lengua defectuosa y excitada del
niño, ya que el galés que aprendió por el momento parecía haberle abandonado. El
niño se acercó y se quedó mirándome fijamente, con el dedo en la boca.
—¿Es tuyo? —le pregunté—. Es un chico guapo.
—El mayor —explicó con orgullo—. Todos son varones.
—¿Todos? —Alcé una ceja con ademán interrogante.
—Sólo tres —aclaró, con la limpia mirada que yo le recordaba—. Y pronto, uno
más.
Me reí, le felicité y le deseé otro fuerte muchacho. Esos sicilianos se reproducían
como ratones. Al menos éste no se vería obligado a vender hijos como esclavos para
alimentar al resto de la familia, como tuvo que hacerlo su propio padre. Mai era la
única hija del molinero y tendría un buen patrimonio.
Lo tenía ya, según descubrí luego. El molinero había muerto dos años atrás.
Padecía mal de piedra y no quiso ni cuidados ni medicinas. Ahora había desaparecido
y Estilicón hacía las veces de molinero ocupando su lugar.
—Pero vuestra casa está cuidada, príncipe. O yo o el zagal que trabaja para mí
nos acercamos allá cada día para asegurarnos de que todo está en orden. No hay
miedo de que nadie se atreva a meterse dentro; encontraréis vuestras cosas tal y como
las dejasteis, y el lugar limpio y ventilado…, aunque, desde luego, allí no hay
comida. De manera que si queréis subir ahora… —Dudaba. Advertí que temía
parecer demasiado atrevido—. ¿Por qué no nos hacéis el honor de dormir aquí esta
noche, señor? Allá arriba hará frío y estará húmedo, por más que hayamos encendido
el brasero cada semana durante todo el invierno tal y como me encargasteis, para que
los libros no cogiesen mal olor. Quedaos aquí, mi señor, y el zagal se llegará ahora
mismo a encender el brasero, y por la mañana Mai y yo podemos subir y…
—Es muy amable por tu parte —le dije—, pero yo no voy a notar el frío, y quizá
pueda hacer los fuegos yo mismo…, más deprisa incluso que tu zagal ¿no crees? —
Sonreí ante su expresión: no había olvidado algunas de las cosas que vio hacer
cuando servía al mago—. Así que muchas gracias, pero no le crearé problemas a Mai.
Excepto, quizá, por un poco de comida… ¿Y si me quedo aquí un ratito, hablamos y
veo a tu familia, y luego me voy para la colina antes de que oscurezca? Puedo
llevarme conmigo todo cuanto necesite hasta mañana.
—Claro, claro… Se lo diré a Mai. Se sentirá muy honrada… Encantada… —Yo

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había ya entrevisto en la ventana un rostro pálido de ojos muy abiertos. Encantada
estaría cuando el imponente príncipe Merlín se hubiera marchado, eso lo sabía yo;
pero me encontraba cansado por el largo viaje, y además había olfateado el aromático
guiso con el que sin duda podría seguir mi camino de manera más fácil. Tanto más
cuanto que Estilicen estaba explicando con toda simplicidad—: Ahora tenemos una
gallina gorda en el puchero, de manera que eso estará bien. Entrad, calentaos y
descansad hasta la hora de la cena. Bran se ocupará de vuestro caballo mientras yo
recojo los últimos sacos de la barca para que pueda volverse a la ciudad. Y luego
seguís vuestro camino y regresáis felizmente a Bryn Myrddin.

De las muchas veces en que he subido valle arriba hacia mi casa de Bryn
Myrddin, no sé por qué tengo que recordar ésta con mayor claridad que ninguna otra.
Nada especial la distinguía: no era más que una vuelta a casa.
Pero hasta este momento muy posterior en que escribo sobre ello, cada detalle de
aquel viaje se conserva muy vivido: el sonido hueco de los cascos del caballo sobre el
acerado suelo invernal, el crujido de las hojas bajo los pies y el chasquido de las
frágiles ramitas, el vuelo de una chochaperdiz y el aleteo de una paloma asustada. Y
luego el sol rasante, poniéndose en toda su plenitud justo en el momento previo al
encendido de las velas, iluminando las hojas de roble caídas en su lecho de sombra,
con su filo de escarcha como diamante en polvo; las ramas de acebo sonoras y
vibrantes de pájaros a los que interrumpí mientras se alimentaban con sus frutos; el
olor del enebro húmedo mientras mi caballo se abría camino a su través; la visión de
una ramita solitaria de flores de tojo convertida en oro al contacto de la luz del sol,
con la helada nocturna volviendo el suelo duro y frágil, y el aire puro y diáfano como
un cristal lleno de resonancias.
Acomodé el caballo en el cobertizo bajo la escarpadura y ascendí por el sendero
hasta el pequeño prado que precedía a la cueva. Y allí estaba la misma cueva, con su
silencio y sus aromas familiares, con el aire inmóvil excepto un tenue roce de
terciopelo sobre terciopelo, donde los murciélagos desde su alto lucernario en la roca
oyeron mis pasos familiares y se quedaron donde estaban, esperando la oscuridad.
Estilicón me había dicho la verdad: el lugar estaba cuidado, seco y aireado y,
aunque sentía más frío por la delgadez de mi capa que por el helado aire exterior,
pronto le pondría remedio. El brasero estaba preparado para que pudiera encenderlo
enseguida, y en el hogar junto a la entrada de la cueva había troncos secos recién
colocados.
En el anaquel de costumbre había yesca y pedernal; en el pasado apenas me había
molestado en usarlos, pero esta vez los cogí y pronto hubo una llama prendida. Quizá
recordando una anterior y trágica vuelta a casa, incluso en este tranquilo momento
posterior sentía cierto miedo de poner a prueba el último de mis poderes, aunque creo

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que tomé esta decisión más por cautela que por temor.
Si aún tenía poderes que convocar, los reservaría para asuntos más importantes
que conseguir una llama con que calentarme. Es más fácil provocar una tormenta en
un cielo despejado que manipular el corazón de un hombre. Y muy pronto, si mis
presentimientos no me engañaban, necesitaría todo el poder que pudiera reunir para
enfrentarme a una mujer; y eso es más difícil de hacer que cualquier otra cosa con
respecto a los hombres, de la misma manera que es más difícil de ver el aire que una
montaña.
Por lo tanto, encendí el brasero en mi dormitorio y prendí los leños junto a la
entrada; luego desempaqueté las alforjas y saqué el cántaro para coger agua de la
fuente. Brotaba en un chorro fino de una roca cubierta de helechos en la boca de la
cueva y goteaba entre murmullos a lo largo de un colgante encaje de escarcha hasta
caer en un cuenco de piedra redondeado. Encima de ella, entre el musgo y coronado
por el brillo helado, estaba la imagen del dios Myrddin, guardián de los caminos del
cielo. Derramé una libación en su honor y volví a entrar para mirar mis libros y
medicinas.
Nada se había estropeado.
Incluso las hierbas de los botes —cerrados y atados como le enseñé a Estilicón
que debía hacerlo— parecían frescas y buenas. Quité la envoltura a la gran arpa que
estaba al fondo de la cueva y la trasladé junto al fuego para templarla. Después me
preparé la cama, calenté un poco de vino y lo bebí sentado junto al retozante fuego de
leños. Por último, desempaqueté la pequeña arpa de rodilla que me había
acompañado en todos los viajes y la devolví a su lugar en la cueva de cristal. Era una
pequeña gruta interior que tenía su entrada por la parte alta de la pared del fondo de la
cueva principal, detrás de un resalte de roca cuyas sombras la ocultaban normalmente
de la vista. Cuando era niño, en esta cueva penetré por vez primera en la visión. Aquí,
en el silencio interior de la colina, profundamente recogido en la penumbra y la
soledad, los sentidos no podían actuar, sino el ojo de la mente. No llegaba ningún
sonido.
Excepto, como ahora, el murmullo del arpa que acabo de mencionar. Es la que
hice cuando era niño, de cuerdas tan sutiles que el mismo aire podía provocarle
susurros. Los sonidos eran misteriosos y a veces muy bellos, pero en cierto modo se
apartaban del tipo de música de arpa que conocemos, al igual que es hermosa la
canción de la foca gris reverberando en las rocas, pero es más un sonido de viento y
olas que de un animal. El arpa cantaba sola, como dije, con una especie de zumbido
soñoliento como el ronroneo de un gato recostado en la piedra de la chimenea.
«Descansa aquí». Pronuncié estas palabras y el sonido de mi voz recorriendo el
interior de las paredes de cristal volvió a provocar su zumbido.
Regresé junto al alegre fuego. En el exterior las estrellas lucían como joyas sobre

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el cielo oscuro. Acerqué hasta mí el arpa grande y, vacilante al principio y con más
soltura después, toqué una melodía.

Descansa aquí, encantador, mientras la luz se apaga lentamente.


La visión se estrecha y el lejano filo celeste
se ha ido con el sol.
Alégrate por la minúscula chispa
de las ascuas; por el aroma
de la comida, y el hálito
de la escarcha tras la puerta cerrada.
Aquí está tu hogar y las cosas familiares:
una copa, un cuenco de madera, una manta,
la plegaria, una ofrenda para el dios, y el sueño.

(Y música, dice el arpa,


y música.)

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Capítulo VI
Con la primavera llegaron los inevitables problemas. Colgrim, husmeando y
rehaciendo con cautela su camino a lo largo de las costas orientales, penetró en los
antiguos territorios federados y se dedicó a reclutar otro ejército para reemplazar al
derrotado en Luguvallium y el Glein.
Por entonces yo había regresado a Carlión y me ocupaba de los planes de Arturo
para establecer en ese lugar su nuevo cuerpo móvil de caballería.
La idea, aunque sorprendente, no era enteramente original.
Asentada ya la federación sajona en las comarcas del sudeste de la isla mediante
un tratado, y con toda la costa oriental continuamente en peligro, era imposible
establecer y mantener de modo efectivo una línea defensiva fija. Por supuesto, había
ya algunas fortificaciones, la más importante de las cuales era la Muralla de
Ambrosio. (Omito mencionar aquí la Gran Muralla de Adriano: nunca fue una
estructura puramente defensiva e incluso en tiempos del emperador Macsen había
resultado imposible de mantener. Ahora tenía gran cantidad de brechas por todas
partes, y además el enemigo ya no era el celta de las salvajes tierras del norte: llegaba
por mar. O, como he dicho, estaba incluso en las mismas puertas del sudeste de
Bretaña).
Las restantes fortificaciones el propio Arturo decidió extenderlas y restaurarlas,
en especial el Dique Negro de Northumbria, que protege Rheged y Strathclyde, así
como la muralla más antigua que en un principio construyeron los romanos a través
de las calcáreas tierras bajas interiores, al sur de la llanura de Sarum. El rey pensaba
prolongarla hacia el norte. Las carreteras que la atravesaban deberían dejarse abiertas,
pero podrían cerrarse rápidamente en caso de que el enemigo intentara desplazarse al
oeste, hacia Summer Country, el País del Verano. Se habían proyectado otras obras
defensivas que pronto se iniciarían. Entretanto, todo lo que el rey podía tratar de
hacer era fortificar y proveer determinadas posiciones clave, establecer puestos de
transmisiones entre ellas y mantener abiertas las vías de comunicación. Los reyes y
jefes de los britanos querían custodiar cada uno su propio territorio, mientras la tarea
del Gran Rey sería mantener una fuerza de combate que pudiera ponerse al servicio
de cualquiera de ellos que necesitara ayuda, o cubrir cualquier brecha que se
produjera en nuestras defensas. Era el mismo viejo plan con el que Roma fue
defendiendo con éxito la provincia durante bastante tiempo antes de la retirada de las
legiones; el conde de la Costa Sajona había mandado un ejército móvil muy parecido
y, de hecho, más recientemente Ambrosio había hecho lo mismo.
Pero Arturo pensaba ir más allá. «La rapidez del César», a su entender, podía
resultar diez veces más rápida si la totalidad del ejército montaba a caballo. Hoy en
día la presencia de tropas de caballería en las carreteras y las plazas de armas es algo

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cotidiano, parece una cosa bastante normal; pero entonces, la primera vez que se le
ocurrió y me lo propuso, la idea se reveló con toda la fuerza del ataque por sorpresa
que él esperaba conseguir así. Esto llevaría su tiempo, desde luego; los comienzos
forzosamente serían modestos.
Hasta tener entrenada para pelear a caballo a una cantidad de tropa suficiente tuvo
que contar con un grupo de combate más bien pequeño, conseguido entre los oficiales
y sus propios amigos. Garantizado esto, el plan era factible. Pero semejante plan
tampoco podía hacerse realidad si no se contaba con los caballos adecuados, y
podíamos disponer de relativamente pocos de esta clase. Los vigorosos y pequeños
animales autóctonos, aunque resistentes, no eran ni lo suficiente veloces ni lo
bastante grandes como para soportar encima un hombre armado durante una batalla.
Hablamos sobre este tema noche y día, volviendo sobre cada detalle, antes de que
Arturo expusiera la idea ante los comandantes de sus tropas. Hubo quienes se
oponían a cualquier tipo de cambio; encima, a menudo eran los mejores de entre
ellos. Y a menos que cada argumento pudiera ser refutado, los indecisos eran atraídos
hacia el voto de los noes. En medio de ellos, Arturo y Cador, junto con Gwilim de
Dyfed e Ynyr de Caer Guent elaboraban trabajosamente el asunto sobre los mapas
extendidos encima de la mesa. Yo poco podía contribuir en sus conversaciones de
estrategia bélica, pero resolví el problema de los caballos.
Hay una raza de caballos de la que se dice que es la mejor del mundo. Lo cierto es
que son los más hermosos. Los había visto en Oriente, en donde los hombres del
desierto los aprecian más que el oro o que a sus propias mujeres. Sabía que los podía
encontrar más cerca. Los romanos se habían llevado consigo algunas de aquellas
criaturas desde el norte de África hasta Iberia, en donde se cruzaron con los caballos
europeos, más corpulentos. El resultado fue un espléndido animal, veloz y fogoso, y
al mismo tiempo todo lo fuerte, ágil y desafiante que debe ser un caballo de guerra. Si
Arturo enviaba a alguien para que viera los que podía comprar, tan pronto como el
tiempo permitiera un transporte seguro tendría los elementos necesarios para disponer
de su ejército montado el verano siguiente.
Así que cuando volví a Carlión en primavera ya se había iniciado la construcción
de grandes bloques de nuevos establos, mientras Beduier había sido enviado a
ultramar para negociar la compra de caballos.
Carlión estaba realmente transformada. El trabajo de la fortaleza había avanzado
deprisa y bien, y en los alrededores se levantaban nuevos edificios con comodidades
y magnificencia suficientes para embellecer la capital interina. Aunque Arturo usaría
como cuartel general de batalla el pabellón de los comandantes situado en el interior
del recinto amurallado, extramuros se estaba construyendo otro pabellón —que la
gente del pueblo llamaba «el palacio»—, en la deliciosa curva del río Isca, junto al
puente romano. Cuando estuviera terminado sería una gran mansión con varios patios

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para invitados y su servidumbre. Estaba bien hecho, de piedra y ladrillo enlucido y
pintado, y columnas esculpidas en la entrada. El tejado era dorado, como el de la
nueva iglesia cristiana que se alzaba en el lugar del antiguo templo de Mitra. Entre
ambos edificios y el gran patio de armas que quedaba al oeste habían surgido casas y
tiendas, convirtiendo en una activa ciudad lo que antes no fue más que una minúscula
aldea. La gente del pueblo, orgullosa por la elección que hizo Arturo de Carlión y
predispuesta a ignorar las razones que tuvo para ello, trabajaba con la voluntad de
convertirlo en un lugar digno de un nuevo reino y de un rey que quería
proporcionarles la paz.
Fue paz en cierto modo lo que les dio en Pentecostés. Colgrim y su nuevo ejército
cruzó las lindes por las regiones del este. Arturo le combatió por dos veces, una no
lejos del sur del Humber y la segunda más cerca de los límites de los sajones, en los
carrizales de Linnius. En la segunda de estas batallas Colgrim encontró la muerte.
Entonces, con la inquieta Costa Sajona batiéndose una vez más en retirada, Arturo
volvió a donde estábamos a tiempo para encontrarse con Beduier, que desembarcaba
el primer contingente de los caballos prometidos.
Valerio había acudido para ayudar en el desembarco y estaba entusiasmado.
—Altos hasta tu pecho y por añadidura fuertes, y dóciles como doncellas. Bueno,
como algunas doncellas. Y veloces como galgos, según dicen, aunque ahora todavía
están entumecidos por el viaje y tardarán algún tiempo en recuperar las patas para la
carrera. ¡Y hermosos! Hay muchas doncellas, dóciles o no, que ofrecerían sacrificios
a Hécate por unos ojos tan grandes y oscuros o por unas pieles tan sedosas…
—¿Cuántos trajo? ¿También hay yeguas? Cuando estuve en Oriente sólo se
desprendían de los sementales.
—También hay yeguas. En el primer lote hay un centenar de sementales y treinta
yeguas. Lo tienen mejor que el ejército en campaña, pero aún hay bastante
competencia, ¿no?
—Llevas demasiado tiempo en la guerra —le respondí.
Sonrió ampliamente y salió. Llamé a mis asistentes y nos metimos en las nuevas
caballerizas con el fin de asegurarnos de que todo estuviera dispuesto para recibir a
los caballos y examinar los nuevos y ligeros arneses de campaña que los talabarteros
habían preparado para ellos.
Cuando salía las campanas empezaron a tañer desde las torres doradas. El Gran
Rey estaba de vuelta y los preparativos para la coronación iban a comenzar.

Desde la fecha en que asistí a la coronación de Úter yo había viajado fuera de mi


país, y en Roma, Antioquía o Bizancio contemplé esplendores al lado de los cuales
los de Bretaña parecían ridículas mascaradas de volatineros en fiestas escolares. Pero
en la ceremonia de Carlión había una gloria de juventud y primavera que ninguno de

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los suntuosos festejos de Oriente había conseguido. Los obispos y sacerdotes estaban
espléndidos con sus vestidos escarlata, púrpura y blanco, que destacaban con mayor
brillantez al lado de los pardos y negros de los religiosos y religiosas que les
atendían. Los reyes, cada uno con su séquito de nobles y guerreros, centelleaban con
sus joyas y armas doradas. Los muros de la fortaleza, festoneados por las movedizas
y alzadas cabezas de las gentes del pueblo, agitaban las brillantes colgaduras y
resonaban de aclamaciones. Las damas de la corte aparecían tan vistosas como el
martín pescador. Incluso la reina Ygerne había abandonado sus ropas enlutadas y
brillaba como el resto, con un sentimiento de orgullo y felicidad. A su lado, Morgana
no tenía en absoluto el aspecto de una novia rechazada; iba algo menos ricamente
vestida que su madre y mostraba la misma sonriente y regia serenidad. Se hacía
difícil pensar en lo joven que era. Las dos damas reales ocupaban su puesto entre las
mujeres, no junto a Arturo. Aquí y allá pude oír murmullos entre las damas, y quizás
aún más entre las matronas, que dirigían la mirada hacia el puesto vacío junto al
trono, pero creo que era conveniente que aún no hubiera nadie que compartiera su
gloria. Permaneció solo en el centro de la iglesia con la luz de los largos ventanales
encendiendo los rubíes como una llamarada resplandeciente y formando paneles de
oro y zafiro sobre el blanco de su túnica y de la piel que guarnecía su manto escarlata.
Me pregunté si Lot asistiría. Antes de que lo supiéramos el hervidero de
murmuraciones alcanzó su punto máximo; pero al fin llegó. Quizás entendió que
perdería más permaneciendo lejos que presentándose sin temor ante el rey, la reina y
su desairada princesa, ya que pocos días antes de la ceremonia fue visto por el noreste
junto con Urién de Gorre, Aguisán de Bremenium, y Tydwal —que custodiaba
Dunpeldyr para él—, desafiando al cielo con sus lanzas. Esta comitiva de señores del
norte acampaba un poco más allá de la población, aunque habían llegado en grupo
para unirse a los festejos como si nada malo hubiera jamás ocurrido en Luguvallium
o York. El propio Lot mostraba una confianza demasiado natural para poder
considerarla como una bravata; probablemente contaba con que ahora era pariente de
Arturo.
Arturo ya me lo dijo, en privado; en público aceptó benévolamente las
ceremoniosas muestras de cortesía de Lot. Me pregunté con temor si Lot ya
sospechaba que el aún no nacido hijo del rey estaba a su merced.
Al final Morcadés no acudió. Conociendo a esa mujer como la conocía, pensé que
podía haber venido, e incluso haberse enfrentado conmigo, sólo por el placer de lucir
su corona ante Ygerne y su hinchado vientre ante Arturo y ante mí mismo. Pero fuera
que me tuviese miedo o fuera que a Lot le faltase valor y se lo hubiera impedido, el
hecho es que no vino, poniendo su embarazo como pretexto. Yo estaba junto a Arturo
cuando Lot le transmitió las excusas de la reina; ni en su rostro ni en su voz había
señales de que estuviera enterado del asunto, y si advirtió la rápida mirada que me

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lanzó Arturo o la leve palidez de sus mejillas no dio muestras de ello. Entonces el rey
volvió a dominar la situación y el momento difícil pasó.
El día fue transcurriendo a través de sus horas brillantes y agotadoras. Los
obispos no escatimaron nada del ceremonial sagrado y para los paganos presentes los
augurios eran buenos. Cuando la procesión pasaba por las calles vi que se hacían
otros signos además del de la cruz, y en las esquinas se decía la buenaventura con
huesos, dados y predicciones mediante la observación, mientras los buhoneros
comerciaban activamente con diversos tipos de amuletos y talismanes. Al amanecer
fueron sacrificados gallitos negros y se hicieron ofrendas en vados y encrucijadas,
donde el viejo Hermes solía esperar los regalos de los viajeros. Fuera de la ciudad, en
la montaña, el valle y el bosque, las gentes pequeñas y oscuras que habitaban las
cimas de las colinas estarían observando sus propios augurios y rogando a sus
propios dioses. Pero en el centro de la ciudad, lo mismo en la iglesia que en palacio o
en la fortaleza, se alzó la cruz. En cuanto a Arturo, pasó todo el largo día con la calma
y la dignidad reflejadas en la palidez del rostro, envarado con las piedras preciosas y
los bordados, rígido por la ceremonia, un títere en manos de los sacerdotes que lo
santificaban. Si todo ello era necesario para finalmente afirmar su autoridad a los ojos
del pueblo, eso es lo que haría. Pero yo, que le conocía y estuve a su lado durante
aquel interminable día, no pude captar en su inmóvil compostura la menor devoción o
plegaria. Creo que lo más probable es que estuviera pensando en la próxima incursión
bélica por el este. Para él, como para todos los allí presentes, el reino estaba en sus
manos desde el momento en que sacó la gran espada de Máximo de su largo olvido e
hizo su solemne promesa a los bosques que le escuchaban. La corona de Carlión
representaba tan sólo la confirmación pública de lo que entonces había sostenido en
su mano y que sostendría hasta su muerte.
A continuación, tras la ceremonia empezó la fiesta. Una fiesta se parece mucho a
otra, y ésta se destacó sólo por el hecho de que Arturo, que solía disfrutar mucho con
la comida, apenas la probó, aunque de vez en cuando la miraba como si estuviera
impaciente porque la fiesta terminara y llegase de nuevo el momento de ocuparse de
sus asuntos.
Me dijo que quería hablar conmigo aquella noche, pero estuvo retenido hasta muy
tarde por la multitud, de modo que vi antes a Ygerne. Se retiró pronto de la fiesta, y
cuando su paje se me acercó y me susurró su mensaje recabé un gesto de
asentimiento por parte de Arturo y le seguí.
Tenía sus aposentos en la casa del rey. Los sonidos del festejo llegaban muy
amortiguados, contrapuestos a los más distantes del jolgorio en la ciudad. Me abrió la
puerta la misma muchacha que estaba con ella en Amesbury; era delgada e iba de
verde, con perlas en el cabello castaño luminoso y los ojos verdes a tono con la
túnica.

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No era el reluciente verde hechicero de Morcadés sino un claro verde gris que
recordaba el de un rayo de sol al reflejar las tiernas hojas de primavera en un arroyo
del bosque. Tenía la piel arrebolada por la excitación y el festín, y al sonreírme
mostró un hoyuelo y una hermosa dentadura mientras hacía una reverencia hacia mí y
hacia la reina.
Ygerne me ofreció la mano. Parecía cansada, y su magnífica túnica color púrpura
con un trémulo reflejo de perlas y plata le acentuaba la palidez y las sombras en boca
y ojos. Pero sus ademanes, sosegados y controlados como siempre, no dejaban
traslucir la menor huella de fatiga.
Fue directa al tema:
—Así que se casó porque ella estaba embarazada.
Aunque sentí sobre mí la espada del temor, vi que la reina no sospechaba la
verdad. Se refería a Lot y a lo que juzgaba la causa de que rechazara a su hija
Morgana en favor de Morcadés.
—Eso parece —contesté con la misma franqueza—. Cuando menos esto salva la
cara de Morgana, que es todo cuanto debe importarnos.
—Es lo mejor que podía haber sucedido —comentó llanamente Ygerne. Ante mi
expresión, sonrió débilmente—: Nunca me gustó esa boda. Apoyé la primera idea de
Úter cuando años atrás ofreció Morcadés a Lot. Habría bastado para él y la hubiera
honrado a ella. Pero de un modo u otro Lot ya entonces era ambicioso y tan sólo le
satisfacía la propia Morgana. De manera que Úter lo aprobó. En aquella época
hubiera estado de acuerdo con quienquiera que comprometiese a los reinos del norte
en contra de los sajones. Pero aunque yo veía que esto tenía que hacerse así por
conveniencias políticas, siento demasiado cariño por mi hija para querer encadenarla
a ese rebelde y codicioso traidor.
Alcé las cejas en dirección a ella:
—Graves palabras, señora.
—¿Lo desmentís?
—Nada más lejos. Estuve en Luguvallium.
—Entonces sabréis cuánto ligaban a Lot con Arturo sus esponsales con Morgana
desde el punto de vista de la lealtad, y cuánto le habría ligado el matrimonio si las
ventajas apuntasen en otra dirección.
—Sí, estoy de acuerdo. Lo único que me alegra es veros así. Me temía que el
rechazo de Morgana os hubiera irritado a vos y la hubiera afligido a ella.
—Más que disgustarse, al principio se encolerizó. Entre los reyes menores Lot es
el principal y, tanto si él le gusta como si no, Morgana hubiera sido la reina de un
vasto reino y sus hijos habrían recibido una importante herencia. No podía gustarle
verse desplazada por una bastarda, una bastarda que, por añadidura, jamás se mostró
amable con ella.

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—Pero cuando originariamente se apalabraron los esponsales, Urbgen de Rheged
aún tenía mujer.
Alzó los párpados y estudió con la mirada mi rostro impasible.
—Precisamente. —Fue su único comentario, sin mostrar sorpresa.
Lo dijo como dando por zanjada una discusión, más que tratando de iniciarla.
No resultaba sorprendente que Ygerne hubiera seguido la misma línea de
pensamiento que Arturo y que yo mismo. Como su padre Coel, Urbgen se había
mostrado incondicional del Gran Rey. Las hazañas de los de Rheged en el pasado, y
más recientemente en Luguvallium, se relataban en las crónicas junto con las de
Ambrosio y de Arturo, lo mismo que el cielo recibe por igual la luz de la salida y de
la puesta del sol.
Ygerne iba diciendo, pensativa:
—Ésta podría ser la respuesta. No es necesario asegurarse de la lealtad de
Urbgen, por supuesto, pero además, para Morgana sería la clase de poder que creo
que puede manejar, y para sus hijos… —Se detuvo—. Bueno, Urbgen ya tiene dos,
ambos jóvenes, hombres hechos y derechos, y guerreros como su padre. ¿Quién nos
dice si querrán alcanzar la corona? Y el rey de un reino de la extensión de Rheged no
puede criar demasiados hijos.
—Ha pasado ya sus mejores años, y ella es aún muy joven.
A esta afirmación mía, ella contestó tranquilamente:
—¿Y qué? Yo no era mucho mayor que Morgana cuando Gorlois de Cornualles
se casó conmigo.
En aquel momento creo que olvidaba lo que este matrimonio había significado: el
enjaulamiento de una joven criatura ávida por extender sus alas y volar, la pasión
fatal del rey Úter por la encantadora duquesa de Gorlois, la muerte del viejo duque, y
luego la nueva vida, con todo su amor y su dolor.
—Ella cumplirá con su deber —prosiguió Ygerne, y ahora supe que había
recordado, aunque sus ojos no se empañaran—. Si estaba dispuesta a aceptar a Lot, a
quien temía, con mejor voluntad aceptará a Urbgen. Arturo debería sugerírselo. Es
una lástima que Cador tenga con ella una relación familiar tan estrecha. Me hubiera
gustado que Morgana se quedara cerca de mí, en Cornualles.
—No hay lazos de sangre —le recordé. Cador era hijo del primer matrimonio de
Gorlois, el esposo de Ygerne.
—Demasiada proximidad —insistió Ygerne—. La gente olvida excesivamente
pronto los detalles, y podría haber murmuraciones de incesto. No habría que dar lugar
ni siquiera a la menor insinuación de un delito tan espantoso.
—No. Ya veo. —Mi voz sonó neutra y desapasionada.
—Y además Cador está por casarse, cuando llegue el verano y regrese a
Cornualles. El rey lo aprueba. —Volvió una mano sobre su regazo, aparentemente

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para admirar el brillo de sus anillos—. De modo que quizás estaría bien hablar de
Urbgen al rey, tan pronto como pueda liberar un poco la mente para pensar en su
hermana, ¿no?
—Ya ha estado pensando en ella. Lo ha hablado conmigo. Creo que mandará
llamar a Urbgen muy pronto.
—¡Ah! Y entonces… —Por vez primera una satisfacción puramente humana y
femenina dio calor a su voz con un matiz inusual, parecido al rencor—. ¡Y entonces
veremos a Morgana recibiendo lo que le es debido en riqueza y primacía por encima
de esta bruja pelirroja, y tal vez Lot de Leonís se merezca las trampas que Morcadés
le ha tendido!
—¿Creéis que le tendió una trampa deliberadamente?
—¿Y cómo podía ser de otro modo? Ya la conocéis. Urdió sus hechizos para
conseguirlo.
—Un tipo de hechizo muy común —respondí en tono de broma.
—Oh, sí. Pero a Lot nunca le han faltado mujeres, y nadie puede negar que
Morgana es mejor pareja, e igualmente hermosa y joven. Y precisamente a causa de
todas esas artes de que se vanagloria Morcadés, Morgana sería preferible como reina
de un gran reino. Fue educada para ello, y no así la bastarda.
La observé con curiosidad. Junto a su silla, en un escabel, estaba sentada, medio
dormida, la muchacha de cabello castaño. A Ygerne no parecía preocuparle si
acertaba a oírla.
—Ygerne, ¿qué mal os pudo hacer Morcadés para que guardéis semejante
resentimiento contra ella?
Un rubor cubrió repentinamente su rostro y por un momento pensé que trataría de
eludir el tema, pero ninguno de los dos éramos ya jóvenes ni precisábamos buscar la
protección de la autoindulgencia. Respondió sencillamente:
—Si pensáis que aborrecía tener a una encantadora y joven muchacha siempre a
mi lado y al de Úter, y con un derecho respecto a él que iba más allá de mí misma,
estáis en lo cierto. Pero hay más que eso. Incluso cuando no era más que una niña,
doce o trece años a lo sumo, yo la veía como una depravada. Ésa es una de las
razones por las cuales aprobé con satisfacción su emparejamiento con Lot. Deseaba
verla lejos de la corte.
Había sido mucho más franca de lo que esperaba.
—¿Depravada? —pregunté.
La reina deslizó su mirada por un momento sobre la muchacha morena que estaba
a su lado en el escabel. Tenía los párpados cerrados y cabeceaba. Ygerne bajó la voz,
pero habló clara y cautelosamente:
—No estoy sugiriendo que hubiera nada pecaminoso en su relación con el rey,
aunque ella nunca se comportó con él como lo haría una hija; ni fue con él lo cariñosa

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que una hija debería ser: le halagaba para conseguir sus favores, nada más que eso.
Cuando la he llamado depravada, me refería a su práctica de la brujería. Siempre se
sintió atraída hacia ello, y le obsesionaban las hechiceras y los curanderos, y
cualquier conversación sobre magia la mantenía despierta con los ojos abiertos como
una lechuza por la noche. Intentó enseñar sus artes a Morgana cuando la princesa no
era más que una chiquilla. Eso es lo que no puedo perdonarle. No tengo tiempo para
tales cosas, y en manos semejantes a las de Morcadés…
Se interrumpió. La vehemencia le había hecho levantar la voz y advirtió que la
muchacha estaba también despierta y con los ojos abiertos igual que una lechuza.
Ygerne, recobrando el dominio de sí misma, inclinó la cabeza mientras su rostro
volvía a mostrar un toque de rubor.
—Príncipe Merlín, debéis perdonarme. No quisiera haberos ofendido.
Me reí. Comprendía, divertido, que la muchacha tenía que haber escuchado.
También ella se reía, en silencio, y me mostraba sus hoyuelos desde más atrás de los
hombros de su señora. Respondí:
—Soy demasiado orgulloso para pensar en mí mismo en comparación con las
aspiraciones de muchachas aficionadas a la hechicería. Siento lo de Morgana. Es
verdad que Morcadés tiene cierto poder, y es también verdad que estas cosas pueden
ser peligrosas. Cualquier poder es difícil de manejar, y si se emplea mal es
contraproducente para quien lo usa.
—Quizás algún día, si tenéis la oportunidad, deberíais hablar de ello con
Morgana. —Sonrió, ensayando un tono más ligero—. A vos os escuchará, en vez de
encogerse de hombros como hace conmigo.
—Con mucho gusto. —Traté de aparentar buena voluntad, como un abuelo al que
se ha pedido ayuda para sermonear a un joven.
—Puede que cuando descubra que es una reina con poder real deje de suspirar por
ser otro tipo de persona. —Cambió de tema—. Y si ahora Lot tiene una hija de la hija
de Úter, aunque sólo sea una bastarda, ¿se considerará ligado al estandarte de Arturo?
—No puedo decíroslo. Pero a menos que los sajones vayan ganando lo suficiente
como para que a Lot le merezca la pena intentar otra traición, creo que conservará el
poder que ahora tiene y luchará al menos en interés de su propia tierra, si no lo hace
en el del Gran Rey. Por ahí no veo ningún problema. —No añadí: «No de esta clase»,
sino que, simplemente, terminé con—: Cuando volváis a Cornualles, mi señora, si
queréis os iré escribiendo.
—Os quedaré muy agradecida. Vuestras cartas fueron un gran consuelo para mí
tiempo atrás, cuando mi hijo estaba en Galava.
Hablamos un rato más, principalmente sobre los acontecimientos del día. Cuando
le pregunté por su salud ignoró la pregunta con una sonrisa que me reveló que estaba
tan enterada como yo, de manera que lo dejé correr y cambié de tema interesándome

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por la proyectada boda del duque Cador:
—Arturo no me lo ha mencionado. ¿Con quién va a ser?
—Con la hija de Dinas. ¿La conocéis? Se llama Mariona. Por desgracia, la boda
estaba ya convenida desde que ambos eran niños. Ahora Mariona ya es mayor de
edad, así que se casarán en cuanto el duque vuelva a casa.
—Conozco a su padre, sí. ¿Por qué decís «por desgracia»?
Ygerne dirigió una mirada afectuosa a la muchacha que estaba junto a su silla:
—Porque de otro modo no habría resultado difícil encontrar una pareja para mi
pequeña Ginebra.
—Seguro que tal cosa resultará más que fácil —respondí.
—Pero una pareja como ésta… —exclamó la reina, y la muchacha esbozó una
sonrisa y bajó las pestañas.
—Si me atreviese a recurrir a la adivinación en vuestra presencia, señora mía —
dije sonriendo—, pronosticaría que otra igualmente espléndida se presentará por sí
misma, y pronto.
Hablé con ligereza y con una cortesía formal, pero me sorprendió oír en mi voz
un eco de cadencias proféticas, aunque fuera débil y se perdiera rápidamente. Ni una
ni otra lo oyeron. La reina me daba la mano, deseándome buenas noches, y la joven
Ginebra sostenía la puerta, hincándose a mi paso en una sonriente reverencia llena de
gracia y humildad.

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Capítulo VII
—¡Es mío! —exclamó violentamente Arturo—. ¡No tienes más que echar la
cuenta! Oí a los hombres que hablaban de ello en el cuerpo de guardia. No sabían que
yo estaba lo bastante cerca como para oírles. Decían que a ella le hicieron una buena
barriga el día de Epifanía, y que por suerte para ella había atrapado a Lot tan pronto
que podrían hacerlo pasar por un sietemesino. Merlín, ¡tú sabes tanto como yo que él
nunca estuvo cerca de ella en Luguvallium! Él no estuvo allí hasta la misma noche de
la batalla, y aquella noche…, fue aquella noche… —Se detuvo, atragantándose, se
dio la vuelta en un torbellino de ropas y siguió dando paseos por la habitación.
Era ya bien pasada la medianoche. Los ruidos del jolgorio de la ciudad llegaban
ahora más débiles, amortiguados por la helada de la hora que precede al amanecer. En
el aposento del rey las velas se habían consumido hasta convertirse en una masa
fundida de cera melosa. Su fragancia se mezclaba con el penetrante olor a humo de
una lámpara que precisaba algún arreglo.
De repente Arturo se dio media vuelta y vino a detenerse delante de mí. Se había
quitado la corona y la cadena adornada con piedras preciosas y había dejado a un lado
la espada, pero vestía aún los espléndidos ropajes de la coronación. El manto de
pieles cruzaba la mesa como un río de sangre bajo la luz de la lámpara. A través de la
puerta abierta de su alcoba se veía el enorme lecho dispuesto, con la colcha retirada,
pero aunque era tarde Arturo no daba muestras de fatiga. Cada movimiento suyo
parecía impulsado por una especie de furia nerviosa.
La controló, hablando en tono bajo.
—Merlín, cuando aquella noche hablamos de lo que había sucedido… —Hizo
una pausa para tomar aliento y a continuación cambió ese modo de hablar por una
franqueza brutal—: Cuando yací incestuosamente con Morcadés te pregunté qué
sucedería si ella concebía. Recuerdo lo que me dijiste, lo recuerdo bien. ¿Te acuerdas
tú?
—Sí —respondí de mala gana—, me acuerdo.
—Me dijiste: «Los dioses son celosos y toman sus medidas contra la gloria
excesiva. Cada hombre lleva consigo la semilla de su propia muerte y es inevitable
fijar las condiciones para cada vida. Todo lo que ha sucedido esta noche es que tú
mismo te has fijado estas condiciones».
No respondí. Se plantó ante mí con la franca y firme mirada que tan bien llegaba
a conocer.
—Cuando me hablabas de este modo, ¿estabas diciéndome la verdad? ¿Era una
verdadera profecía o tratabas de buscar palabras con que consolarme para que yo
pudiera afrontar los acontecimientos del día siguiente?
—Era la verdad.

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—¿Quieres decir que si ella da a luz a un hijo mío puedes prever que él, o ella,
podrían causar mi muerte?
—Arturo —le aclaré—, la profecía no funciona así. Ni podía yo saber, a la
manera en que la mayoría de los hombres entiende el «saber», si Morcadés
concebiría, ni tampoco si el chiquillo iba a convertirse en un peligro mortal para ti.
Durante todo el tiempo en que permaneciste con esa mujer yo sólo sabía que sobre
mis hombros se habían posado los pájaros de la muerte, aplastándome con su peso y
apestando a carroña. Mi corazón estaba agobiado por el temor, y pude ver, o eso creí,
cómo la muerte te enlazaba con los dos. La muerte y la traición. Pero de qué modo,
no lo sé. Antes de que pudiera comprenderlo la cosa ya estaba hecha y lo único que
cabía era quedarse a la espera de lo que los dioses quisieran enviar.
Nuevamente se alejó de mi lado, dando unos pasos hacia la puerta de la alcoba.
En silencio apoyó un hombro sobre la jamba, sin mirarme; luego se apartó y se dio la
vuelta. Cruzó la sala hacia la silla que estaba tras la mesa grande, se sentó y me miró,
apoyando el mentón en el puño. Sus movimientos eran controlados y suaves como
siempre, pero yo, que le conocía, podía oír el rechinar de la cadena del freno. Empezó
a hablar con calma:
—Y ahora sabemos que los pájaros carroñeros tenían razón. Ella concibió.
Añadiste algo más aquella noche, cuando reconocí mi falta. Me dijiste que había
pecado sin saberlo, por lo que era inocente. Así que ¿debe ser castigada la inocencia?
—No es infrecuente.
—¿Los pecados de los padres?
Reconocí la frase como una cita de las Escrituras cristianas.
—El pecado de Úter cayó sobre ti.
—¿Y el mío, ahora, sobre el niño?
No respondí. No me gustaban los derroteros que iba tomando la entrevista. Por
primera vez me veía incapaz de llevar el control en una conversación con Arturo. Me
dije que yo estaba fatigado, que me hallaba todavía en el reflujo de mi poder y que ya
volvería a llegar mi momento. Pero lo cierto es que me encontraba un poco como el
pescador del cuento oriental que destapó una botella y permitió la salida a un genio
muchísimo más poderoso que él.
—Muy bien —dijo el rey—. Mi pecado y el de ella tienen que recaer en el niño.
No se le debe permitir que viva. Ve al norte y díselo a Morcadés. O, si lo prefieres, te
daré una carta en la que yo mismo se lo comunicaré.
Tomé aliento, pero se me anticipó, sin darme tiempo a hablar.
—Además de tus presagios, que sabe Dios cuan necio sería yo si no los respetara,
¿no ves lo peligroso que eso podría ser ahora, si Lot lo descubriera todo? Lo que
sucedió está bastante claro. Ella temía quedar encinta y para librarse de la deshonra se
propuso atrapar un marido. ¿Quién mejor que Lot? Anteriormente ya le había sido

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ofrecida: por lo que sabemos, ella lo había estado deseando, y ahora vio la
oportunidad de eclipsar a su hermana y conseguir para ella un lugar y un nombre, que
iba a perder tras la muerte de su padre. —Tensó los labios—. ¿Y quién sabe mejor
que yo que si se propone conseguir a un hombre, a cualquier hombre, éste acudirá a
ella sólo con que le silbe?
—Arturo, mencionaste su «deshonra». No creerás que fuiste el primero en llegar
a su lecho, ¿no?
—Nunca pensé tal cosa —respondió con excesiva rapidez.
—Entonces, ¿cómo sabes que no se acostó con Lot antes de hacerlo contigo?
¿Qué ella no estaba ya embarazada de él, y que te atrajo a ti con la esperanza de
atrapar otro tipo de poder y consideración para ella? Sabía que Úter se estaba
muriendo; temía que Lot hubiera perdido el favor del rey debido a su actuación en
Luguvallium. Si podía colocarte a ti el hijo de Lot…
—Esto son meras conjeturas. No es lo que me dijiste aquella noche.
—No. Pero volvamos a considerarlo. Esto cuadraría igualmente bien con los
hechos en que se basaban mis presagios.
—Aunque no con su significado —respondió cortante—. Si el peligro que entraña
este niño es real, ¿qué importa en definitiva quién lo engendró? Las conjeturas no nos
ayudarán para nada.
—No estoy conjeturando cuando te digo que ella y Lot eran amantes antes de que
tú visitaras su lecho. Te expliqué que aquella noche en el santuario de Nodens tuve un
sueño. Los vi que se reunían en una casa apartada, en una carretera no frecuentada.
Tenían que haberse citado previamente. El encuentro correspondía a personas que
eran amantes desde hacía tiempo. Esta criatura puede ser efectivamente de Lot y no
tuya.
—¿Y nosotros hemos tenido un punto de vista totalmente equivocado? ¿Yo era
sólo el que ella llamaba silbando para salvar su honra?
—Es posible. Tú habías aparecido de repente, eclipsando a Lot como pronto
eclipsarías a Úter. Ella apostó por ti como padre del hijo de Lot, pero luego tuvo que
abandonar su intento porque tuvo miedo de mí.
Guardaba silencio, pensativo.
—Bueno —dijo al fin—, el tiempo lo aclarará. Pero ¿debemos esperar a que
suceda? Al margen de quién sea su padre, esta criatura representa un peligro; y no
hace falta ser un profeta para ver cuál podría ser…, ni un dios para obrar en
consecuencia. Si alguna vez Lot se entera de que su hijo mayor ha sido engendrado
por mí, ¿cuánto tiempo crees que durará su no muy voluntariosa lealtad? Leonís es un
punto clave, ya lo sabes. Necesito su lealtad. Tengo que tenerla. Incluso si se hubiera
casado con mi propia hermana Morgana sería difícil confiar en él, de modo que
ahora… —Extendió la mano, con la palma hacia arriba—. Merlín, eso es algo que se

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hace cada día, en cada pueblo del reino. ¿Por qué no en la casa del rey? Vete al norte
en representación mía y habla con Morcadés…
—¿Crees que me escucharía? Si no hubiera querido el hijo, hace tiempo que se
habría deshecho de él sin el menor escrúpulo. Ella no te conquistó por amor, Arturo,
ni guarda buena amistad contigo, porque permitiste que la alejaran de la corte. En
cuanto a mí… —Esbocé una agria sonrisa—, me profesa la más decidida y justificada
malevolencia. Se me reiría en la cara. Más que eso: escucharía y se reiría por el poder
que su acción le había otorgado sobre nosotros, y luego haría lo que se le ocurriera
que pudiese causarnos mayor daño.
—Pero…
—No creerás que ha convencido a Lot para casarse meramente en interés propio o
para triunfar sobre su hermana. No. Lo conquistó porque yo frustré sus planes de
corromperte y poseerte, y porque en el fondo, al margen de lo que las circunstancias
le obliguen a hacer ahora, Lot es enemigo tuyo y mío, y a través de él Morcadés
puede un día perjudicarte.
Hubo un marcado silencio.
—¿Lo crees así?
—Sí.
—Entonces, sigues dándome la razón. No debe tener este hijo —respondió
agitado.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Pagar a alguien para que le cueza el pan con cornezuelo?
—Tú encontrarás algún medio. Vas a ir…
—No voy a intervenir en este asunto.
Se puso en pie al igual que se endereza bruscamente un arco cuando la cuerda de
rompe. Los ojos le relucían a la luz de la vela.
—Declaraste que eras mi servidor. Me hiciste rey, según dijiste por voluntad
divina. Ahora soy rey y tienes que obedecerme.
Yo era más alto que él. Le pasaba dos dedos. Anteriormente había sostenido la
mirada a otros reyes, y Arturo era muy joven.
Precisamente eso es lo que hice durante bastante rato, y luego le hablé con
suavidad:
—Soy tu servidor, Arturo, pero primero sirvo al dios. No me obligues a elegir.
Tengo que permitirle obrar según su voluntad.
Aguantó mi mirada un momento más. Luego aspiró profundamente y soltó el aire
como si se tratara de un peso que estuviera soportando.
—¿Para eso? ¿Para destruir tal vez el verdadero reino que decías que yo estaba
llamado a construir?
—Si él te mandó construir, entonces será construido. Arturo, no pretendo
entenderlo. Únicamente puedo pedirte que hagas lo que yo: dejar que pase el tiempo

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y esperar. Ahora, actúa lo mismo que antes: aparta a un lado este asunto y trata de
olvidarlo. Déjalo de mi cuenta.
—¿Y qué harás tú?
—Ir al norte.
Tras un instante de silencio, saltó:
—¿A Leonís? ¡Pero si dijiste que no irías!
—No. Dije que no haría nada respecto a la cuestión de matar al niño. Pero puedo
vigilar a Morcadés y quizá, con tiempo, juzgar mejor lo que debemos hacer. Te tendré
informado de lo que suceda.
Hubo otro silencio. Luego desapareció la tensión: se apartó y empezó a soltarse el
broche del cinturón.
—Muy bien. —Inició una pregunta, pero luego se detuvo y me sonrió. Parecía
como si después de haberme enseñado el látigo lo que ahora le preocupase fuera
volver a la confianza y al afecto anteriores—. Pero te quedarás hasta el final de los
festejos, ¿no? Si las guerras lo permiten, tengo que quedarme todavía ocho días en
Carlión antes de poder cabalgar otra vez.
—No. Creo que debo partir. Quizá mejor mientras Lot está todavía aquí contigo.
Así yo puedo introducirme con disimulo entre los campesinos incluso antes de que él
llegue a casa, y vigilar y esperar, para ver qué acción se puede emprender. Con tu
venia, saldré mañana por la mañana.
—¿Quién va contigo?
—Nadie. Puedo viajar solo.
—Debes llevarte a alguien. No es como irse a casa, a Maridunum. Además,
puedes necesitar un mensajero.
—Usaré tus correos.
—De todas formas… —Se había soltado el cinturón. Lo arrojó sobre una silla—.
¡Ulfino!
Hubo un ruido en la habitación contigua, y luego unos pasos discretos. Ulfino,
con un largo camisón doblado sobre el brazo, acudió desde la alcoba, ahogando un
bostezo.
—¿Señor?
—¿Has estado aquí todo el tiempo? —le pregunté con aspereza.
Ulfino, con el rostro inexpresivo, conseguía soltar el broche del hombro de
Arturo. Tomó el largo manto del rey mientras éste se apartaba.
—Dormía, majestad.
Arturo se sentó y tendió un pie. Ulfino se arrodilló para descalzarle.
—Ulfino, mi primo el príncipe Merlín sale mañana para el norte, en lo que puede
resultar un largo y duro viaje. Me disgusta prescindir de ti, pero quiero que le
acompañes.

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Ulfino, con el zapato en la mano, alzó la mirada hacia mí y sonrió.
—Con mucho gusto.
—¿No deberías quedarte con el rey? —protesté—. Esta semana entre todas las
semanas…
—Hago lo que él me manda —respondió sencillamente Ulfino, y empezó con el
otro pie.
«Como tú, al fin y al cabo». Arturo no pronunció estas palabras en voz alta, pero
estaban implícitas en la rápida ojeada que me dirigió mientras dejaba que Ulfino le
ciñera el camisón.
—Muy bien —cedí—. Me alegra contar contigo. Saldremos mañana, y debo
advertirte que tal vez estemos fuera por un tiempo considerable. —Le di las
instrucciones que pude, y luego me volví hacia Arturo—: Ahora será mejor que me
retire. Dudo que nos veamos antes de irme. Te enviaré noticias tan pronto como
pueda. Supongo que sabré dónde estás.
—Seguro. —De pronto su expresión volvía a tener un tono severo, mucho más
propio del caudillo militar—. ¿Puedes dedicarme unos momentos más? Gracias,
Ulfino, déjanos solos ahora. Tendrás que hacer tus preparativos… Merlín, acércate y
mira mi nuevo juguete.
—¿Otro?
—¿Cómo que otro? ¡Ah, estás pensando en la caballería! ¿Has visto los caballos
que trajo Beduier?
—Aún no. Valerio me habló de ellos.
—¡Son realmente espléndidos! —Los ojos le resplandecían—. Rápidos, fieros y
dóciles. Me han dicho que si es preciso pueden vivir con una ración escasa, y que su
corazón es tan resistente que pueden galopar todo el día y luego pelear contigo hasta
la muerte. Beduier se trajo también algunos mozos para cuidarlos. ¡Si es verdad todo
lo que cuentan, seguramente tendremos una fuerza de caballería capaz de conquistar
el mundo! Hay dos sementales entrenados, blancos, que son auténticas bellezas,
incluso superiores a mi Canrith. Beduier los escogió especialmente para mí. Aquí…
—Mientras hablaba, me condujo a través de la habitación hacia una arcada con
pilares, cerrada por una cortina—. Todavía no he tenido tiempo para probarlos, pero a
buen seguro que mañana podré liberarme de mis cadenas por una o dos horas.
Tenía voz de chico impaciente. Me reí.
—Eso espero. Yo soy más afortunado que el rey: estaré siguiendo mi camino.
—En tu viejo caballo negro castrado, naturalmente.
—Ni siquiera eso. Es una mula.
—¿Una mula…? Ah, claro. ¿Irás disfrazado?
—Es preciso. Difícilmente podría viajar al baluarte de Leonís como príncipe
Merlín.

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—Bueno, pues ten cuidado. ¿Estás seguro de que no quieres una escolta, al menos
para la primera parte del camino?
—Seguro. Estaré a salvo. ¿Qué es lo que ibas a enseñarme?
—Tan sólo un mapa. Aquí.
Retiró la cortina. Detrás había una especie de antesala, poco más que un amplio
pórtico que daba a un pequeño patio privado.
La luz de las antorchas titilaba sobre las lanzas de la guardia que permanecía allí
de servicio, pero por lo demás el lugar estaba vacío, desprovisto de muebles a no ser
por una enorme mesa de roble apenas desbastada con la azuela. Era una mesa-mapa
en la que en vez del habitual trazado de arena pude ver un mapa de arcilla, con
montañas y valles, costas y ríos, modelado por un inteligente escultor, de modo que
aquí quedaba expuesta la tierra de Bretaña como la vería desde los cielos un pájaro
que volase muy alto.
Arturo estaba francamente encantado ante mis elogios.
—¡Sabía que te interesaría! Hasta ayer no acabaron de montarlo. Es espléndido,
¿verdad? ¿Te acuerdas de cuando me enseñabas a hacer mapas en el polvo? Eso es
mucho mejor que amontonar arenas para las colinas y los valles, que cambian de
forma en cuanto respiras encima. Naturalmente, puede volver a modelarse a medida
que conozcamos más cosas. Al norte de Strathclyde todo es una suposición… De
todos modos, gracias a Dios, nada de lo que hay al norte de Strathclyde debe
preocuparme. Mejor dicho, no por ahora. —Tocó con el dedo una estaquilla, tallada y
coloreada como un dragón rojo, que estaba sobre Carlión—. Dime, ¿qué camino
piensas seguir mañana?
—La carretera oeste que cruza Deva y Bremet. En Vindolanda tengo que hacer
una visita.
Seguía con el dedo la ruta hacia el norte hasta que llegó a Bremetennacum
(llamada hoy más comúnmente Bremet) y lo detuvo.
—¿Querrás hacerme un favor?
—De buena gana.
—Ve por el este. No es mucho más largo, y en la mayor parte del recorrido la
carretera es mejor. Por aquí, ¿ves? Si te desvías hacia Bremet, tomarás este camino
que cruza por la garganta de la montaña.
Lo iba siguiendo con el dedo: al este de Bremetennacum ascendía por la antigua
carretera que seguía el curso del río Tribuit, luego cruzaba el puerto y bajaba al valle
de York pasando por Olicana. Por allí pasa Dere Street, una carretera todavía buena y
rápida que sube a través de Corstopitum y la Muralla, y desde allí al norte, derecho
hasta Manau Guotodin, donde se encuentra Dunpeldyr, la capital de Lot.
—Tienes que volver sobre tus pasos para llegar a Vindolanda —prosiguió Arturo
—, pero no está lejos. Creo que apenas perderás ningún tiempo. El camino que quiero

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que tomes, a través del Desfiladero de los Peninos, es éste. Yo nunca pasé por ahí. Me
han informado de que es bastante practicable. Yendo los dos, tú no deberías tener
ninguna dificultad, pero está demasiado estropeado en algunos tramos para poder
seguirlo las tropas de caballería. Tendré que enviar algunos destacamentos para que
lo reparen. Además, debería fortificarlo… ¿Estás de acuerdo? Con partes de la costa
este tan abiertas al enemigo, si intentaran tomar las llanuras orientales ésta sería su
vía para penetrar al corazón de las tierras británicas occidentales. Aquí hay ya dos
fortines; me han dicho que podrían ser mejorados. Quiero que les eches una mirada.
No hace falta que pierdas demasiado tiempo: puedo obtener informes detallados por
parte de los agrimensores. Pero si no te importa seguir esta ruta, me gustaría conocer
luego tu opinión sobre ella.
—La tendrás.
Mientras resolvía la situación sobre el mapa, fuera, en alguna parte, cantó un
gallo. En el patio apuntaba una luz gris. Dijo en voz baja:
—En cuanto al otro asunto de que hemos hablado, me encuentro en tus manos.
Dios sabe que debería alegrarme por ello. —Sonrió—. Ahora será mejor que
vayamos a la cama. Tú tienes por delante un viaje, y yo otro día de placer. ¡Te
envidio! Buenas noches, y que Dios te acompañe.

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Capítulo VIII
Al día siguiente, provisto de comida para dos jornadas y de tres buenas mulas de
uno de los trenes del bagaje, Ulfino y yo emprendimos el viaje hacia el norte.
Anteriormente había yo realizado viajes en circunstancias tan peligrosas como las
presentes, en las que ser reconocido podía significar correr al desastre o incluso a la
muerte. Por fuerza tuve que empezar a volverme un experto en el disfraz. Eso había
originado ya otra leyenda sobre «el encantador», quien, según ella, podía
desvanecerse a voluntad, volviéndose sutil como el aire para escapar de sus
enemigos. Ciertamente, había perfeccionado el arte de confundirme con el paisaje.
De hecho, lo que hacía era tomar las herramientas de algún oficio y frecuentar
aquellos lugares en los que nadie esperaría que pudiera encontrarse un príncipe. Los
ojos de los hombres se fijan en qué, no en quién es un viajero al que etiquetan con sus
habilidades. Viajé como cantor cuando quería acceder tanto a la corte de un príncipe
como a una humilde posada, pero con mayor frecuencia lo hice como médico o
curandero ambulante. Ésta era mi manera preferida. Me permitía ejercer mis
habilidades en donde fuera más necesario, entre los pobres, y me daba acceso a
cualquier tipo de vivienda, salvo a las más nobles.
Fue el disfraz que escogí ahora. Me llevé el arpa pequeña, pero sólo para mi uso
particular. No me atrevía a arriesgar mis dotes de cantor y ganarme una llamada a la
corte de Lot. De manera que el arpa, envuelta y arropada en el anonimato, colgaba
junto a la desgastada silla de la mula, mientras mis cajas de ungüento y toda la serie
de instrumentos iban expuestos de forma que quedaran bien visibles.
La primera parte de nuestro camino la conocía bien, pero después de alcanzar
Bremetennacum y torcer hacia el Desfiladero de los Peninos, la región era nueva para
mí.
El Desfiladero está formado por los valles de tres grandes ríos. Dos de ellos, el
Wharfe y el Isara, nacen en las tierras calizas de las cumbres Peninas y fluyen
formando meandros hacia el este. El otro, una importante corriente de agua con
incontables afluentes menores, equivoca su curso para ir hacia el oeste. Se llama
Tribuit. Una vez cruzado el Desfiladero y dentro del valle del Tribuit, el camino del
enemigo quedaría completamente despejado hasta la costa occidental y los últimos
rincones fortificados de Bretaña.
Arturo había hablado de dos fortines enclavados en el propio Desfiladero. A partir
de preguntas aparentemente sin importancia formuladas a lugareños en la taberna de
Bremetennacum, deduje que en el pasado hubo un tercer fortín que defendía la
entrada occidental del paso, donde el valle del Tribuit se ensancha hacia las tierras
bajas y la costa. Lo edificaron los romanos como campamento temporal para sus
marchas, aunque buena parte de las estructuras de madera y tepe se habrían podrido y

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desaparecido. Sin embargo, se me ocurrió que cabía efectuar una inspección de la
carretera que llevaba hasta allí y, si aún se mantenía en condiciones razonables,
podría convertirse en un atajo por el que la caballería bajase desde Rheged para
defender el Desfiladero.
Desde Rheged hasta Olicana, y York. La ruta que Morcadés debió tomar para
encontrarse con Lot.
No había más que decir. Tomaría el mismo camino, el camino de mi sueño en el
santuario de Nodens. Si el sueño correspondía a algo real —y yo no tenía la menor
duda sobre ello— encontraría cosas que deseaba averiguar.
Dejamos la carretera principal justo nada más salir de Bremetennacum y
enfilamos el valle del Tribuit arriba por una descuidada vía romana de grava. Un día
de cabalgada nos llevó hasta el campamento de marcha.
Tal como había sospechado, poco quedaba de él, excepto parapetos y fosos y
algún poste de madera podrido donde en otro tiempo hubo las puertas de entrada.
Pero al igual que otros campamentos parecidos, estaba hábilmente situado, en el
flanco de un páramo que permitía divisar en todas direcciones sobre un terreno sin
obstáculos. La ladera tenía al pie un afluente, y por el sur el río corría hacia el mar
cruzando una llanura. Tal como estaba situado el campamento, en el extremo
occidental, cabía esperar que no fuera necesario para funciones defensivas, pero
resultaba ideal como lugar de reunión de la caballería o como campamento temporal
para incursiones rápidas a través del Desfiladero.
No encontré a nadie que supiera cuál era el nombre del fortín. En mi informe de
aquella noche a Arturo lo llamé simplemente «Tribuit».
Al día siguiente iniciamos nuestro camino campo a través hacia el primero de los
fortines de que me habló Arturo. Estaba enclavado en el brazo de un curso de agua
pantanoso, cerca de la zona inicial del paso. El agua se extendía junto a éste hasta
formar un lago, del cual tomaba su nombre el lugar. Aunque en ruinas, consideré que
podría quedar reparado en poco tiempo. En el valle abundaba la madera y la piedra, y
en el profundo páramo podían conseguirse tepes para la construcción.
Llegamos a última hora de la tarde. El aire era seco y fragante y los muros de la
fortaleza aseguraban protección suficiente, por lo que acampamos allí. A la mañana
siguiente empezamos a trepar por la loma hacia Olicana.
Bastante antes del mediodía habíamos salido de la zona boscosa y llegado a unos
brezales. El día era agradable. La niebla retrocedía más allá de los brillantes juncos y
el canto del agua borbotaba en cada hendidura de la roca, en donde los arroyuelos
saltaban cuesta abajo para ir a llenar el joven río. Susurrante de murmullos estaba
también el cielo matutino, donde los zarapitos se lanzaban al sesgo hacia sus nidos en
la hierba entre las resonantes oleadas de sus cantos. Vimos una loba, henchida de
leche, cruzando furtivamente por la carretera adelante, con una liebre en la boca. Nos

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concedió una breve mirada indiferente y se ocultó con rapidez en el refugio de la
niebla.
Era un itinerario selvático, un Camino de Lobos de los que gustaban a los
Antepasados. Fijé la mirada en las rocas que coronaban la ladera pedregosa, pero en
sus incómodas y lejanas aguileras no vi la menor señal que pudiera reconocer. No
dudaba, sin embargo, de que cada paso de nuestra ruta estaba siendo vigilado.
Tampoco dudaba de que los vientos habían llevado al norte la noticia de que Merlín
el encantador se había puesto secretamente en camino. Eso no me preocupaba. No es
posible mantener secretos entre los Antepasados: conocen todo lo que va y viene por
el bosque y la montaña. Hacía tiempo que ellos y yo habíamos llegado a un
entendimiento, y Arturo gozaba de su confianza.
Nos detuvimos en lo alto del brezal. Miré a mi alrededor. La niebla ahora se había
levantado, dispersándose bajo un sol resueltamente tonificante. A nuestro alrededor y
por todas direcciones se extendían el brezal, interrumpido por rocas grises y helechos
y, a lo lejos, las aún brumosas cumbres de colinas y montañas. A la izquierda del
camino el suelo descendía hacia el amplio valle del Isara, en donde el agua destellaba
entre la densa arboleda.
La visión del santuario de Nodens oscurecida por la lluvia no podía tener un
aspecto más diferente, pero allí estaba la piedra miliar con su leyenda, OLICANA; y
ahí, a la izquierda, el sendero que se hundía profundamente hacia los árboles del
valle. Entre ellos, apenas visibles a través del follaje, asomaban los muros de una casa
de considerables dimensiones.
Ulfino, acercándose con su mula al paso de la mía, la señalaba:
—Si lo hubiéramos sabido, hubiésemos podido encontrar aquí un alojamiento
más cómodo.
—Lo dudo. Creo que hemos estado mejor bajo el cielo —respondí despacio.
—Creía que nunca habíais seguido esta ruta, señor. ¿Conocéis el lugar? —
preguntó, lanzándome una mirada de curiosidad.
—¿Diríamos que lo conozco? Y me gustaría saber más. En el próximo pueblo por
donde pasemos, o si encontramos a algún pastor en la montaña, averiguaremos de
quién es esta villa. ¿Te parece?
Me dirigió una nueva mirada, pero no dijo más y seguimos adelante.
Olicana, el segundo de los dos fortines de Arturo, quedaba a sólo unas diez millas
al este. Para mi sorpresa, la carretera, que bajaba en fuerte pendiente y luego cruzaba
una considerable extensión de páramos pantanosos, estaba en perfectas condiciones.
Tanto las cunetas como los terraplenes parecían haber sido recientemente reparados.
Había un buen puente de madera para cruzar el Isara, y el vado del próximo afluente
estaba limpio y empedrado. En consecuencia, pudimos ir a buen paso y llegar por la
tarde a la zona habitada. En Olicana hay una población bastante importante.

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Encontramos alojamiento en una taberna que estaba junto a las murallas de la
fortaleza para atender a los hombres de la guarnición.
A juzgar por lo que ya había visto en la carretera y por el bien conservado
equipamiento de las calles y la plaza de la ciudad, no me causó sorpresa alguna que
las murallas de la propia fortaleza estuvieran en el mismo excelente estado. Puertas y
puentes eran sólidos y macizos, y los herrajes parecían recién forjados. A través de
preguntas que intencionadamente lancé como al descuido, y de conversaciones que
escuché en la taberna a la hora de la cena, pude deducir que en tiempos de Úter se
había establecido aquí una incipiente guarnición para proteger la carretera que se
adentraba en el Desfiladero y para mantener la vigilancia sobre las torres de señales
del este. Fue una apresurada medida de emergencia que se tomó durante los peores
años del Terror sajón, pero los mismos hombres continuaban aquí, desesperando de
que les trasladasen a otro lugar, aburridos hasta la locura, aunque mantenidos en un
efervescente grado de eficiencia por un jefe de guarnición que, según podía
deducirse, merecía algo mejor que este fatal e inactivo puesto de avanzada.
La vía más simple para obtener información era darme a conocer a este oficial,
quien vería que yo iba a dar cuenta directamente al rey de los datos obtenidos. De
acuerdo con esto, dejé a Ulfino en la taberna y me presenté ante el cuerpo de guardia
con el salvoconducto que me había suministrado Arturo.
Por la rapidez con que me hicieron entrar y la falta de sorpresa que producían mi
aspecto de desarrapado y el rechazo a dar explicaciones sobre mi nombre y ocupación
a quienquiera que no fuese el propio comandante, podía adivinarse que no era extraño
ver mensajeros aquí. Mensajeros secretos, sin más. Si éste era realmente un puesto de
avanzada olvidado (y hay que admitirlo así, puesto que ni yo ni los consejeros del rey
teníamos conocimiento del mismo), entonces es que los mensajeros que iban y venían
con tal asiduidad eran espías. Comencé a considerar de la mayor importancia el
encuentro con el comandante.
Antes de dejarme pasar me registraron, cosa que era de esperar. Luego una pareja
de guardias me escoltó por el interior del fortín hasta el edificio del cuartel general.
Observé a mi alrededor. El lugar estaba bien iluminado y, hasta donde pude yo ver,
calles, patios, pozos, terreno para entrenamiento, talleres y cuartel se hallaban en
perfecto estado. Al pasar vi carpinteros, talabarteros y herreros. De los candados en
las puertas de los graneros deduje que estaban completamente abastecidos. El lugar
no era muy grande, pero aun así calculé que tenía poco personal. Podría dar acomodo
a la caballería de Arturo casi antes de que estuviera formado este cuerpo.
Pasaron dentro mi salvoconducto y a continuación me introdujeron en la sala del
comandante. Aquí era adonde venían los espías; y por lo común, supuse, a horas tan
tardías como ésta.
El comandante me recibió de pie, no como homenaje a mi persona sino al sello

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del rey. Lo primero que me impresionó fue su juventud. Podría tener no más de
veintidós años. Lo segundo, que estaba cansado. Arrugas de tensión surcaban su
rostro: su juventud, el solitario puesto que ocupaba aquí, encargado de un contingente
de hombres aburridos pero de carácter duro, la constante vigilancia de las mareas
invasoras en flujo y reflujo a lo largo de las costas orientales, todo ello tanto en
invierno como en verano, sin ayuda y sin garantías… Parecía verdad que, después de
haberlo enviado allí —cuatro años atrás—, Úter se hubiera olvidado completamente
de él.
—¿Tenéis novedades para mí? —Su tono sin matices no pretendía disimular sus
ansias; hacía ya mucho que habían sido disipadas por la frustración.
—Podré informaros de las noticias que hay cuando termine lo principal de mi
cometido. Más bien he sido enviado para recabar información de vuestra parte, si
tenéis a bien facilitármela. Debo enviar un informe al Gran Rey. Me alegraría que un
mensajero pudiera llevárselo tan pronto como lo haya completado.
—Esto tiene arreglo. ¿Ahora mismo? Puedo tener a un hombre a punto en una
media hora.
—No, no es tan urgente. ¿Podríamos antes hablar un poco, por favor?
Se sentó, al tiempo que me ofrecía una silla. Por primera vez mostró una chispa
de interés.
—¿Queréis decir que el informe se refiere a Olicana? ¿Puedo saber por qué?
—Os lo contaré, desde luego. El rey me encargó que averiguase todo lo que
pudiera sobre este lugar, y también sobre la derruida fortaleza del puerto de montaña,
la que llaman Lake Fort.
—La conozco —asintió—. Está en ruinas desde hace unos doscientos años. Fue
destruida durante la rebelión de los brigantes y se abandonó totalmente. Esta plaza
fuerte sufrió la misma suerte, pero Ambrosio la reconstruyó. También tenía proyectos
para Lake Fort, según me han contado. Si yo hubiera tenido un mandato, habría
podido… —Se detuvo—. Así que, bueno… ¿Venís de Bremet? Entonces sabréis que
un par de millas al norte de esta ruta hay otro fortín, nada, tan sólo el emplazamiento,
pero yo había pensado que sería igualmente vital para cualquier estrategia que tenga
que ver con el Desfiladero. Ambrosio lo veía así, según me han dicho. Él veía el
Desfiladero como un punto clave de su estrategia.
El énfasis sobre este «él» era apenas perceptible, pero la deducción era clara. Úter
no sólo había olvidado la existencia de Olicana y de su guarnición, sino que también
había ignorado o estimado insuficientemente la importancia de la carretera a través
del Desfiladero de los Peninos. Cosa que no le había sucedido a este hombre joven en
su desamparado aislamiento.
—Y ahora el nuevo rey también lo ve así —respondí rápidamente—, quiere
volver a fortificar el Desfiladero, no sólo con vistas a cerrarlo y mantenerlo frente a

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una penetración desde el este, en caso de que llegara a ser necesario, sino también
para usar el puerto como una línea rápida de ataque. Me ha encargado que vea qué es
lo que hay que hacer aquí. Creo que podéis esperar la llegada de los agrimensores en
cuanto mi informe haya sido estudiado. Este lugar tiene un grado de disponibilidad
que sé que el rey no espera. Le va a gustar.
Le expliqué algo sobre los planes de Arturo para la formación de una fuerza de
caballería. Escuchó ilusionado, olvidando su fastidioso aburrimiento, y las preguntas
que me hizo mostraban lo mucho que sabía acerca de los asuntos de la costa este.
Dejaba traslucir, además, un conocimiento sorprendentemente profundo de los
movimientos y la estrategia de los sajones.
De momento dejé este tema a un lado y empecé a plantearle mis propias
preguntas acerca de la capacidad de alojamiento y abastecimiento de Olicana. En
apenas un minuto se puso en pie, cruzó la sala hasta un cofre cerrado con otro de
aquellos grandes candados, lo abrió y extrajo tabletas y rollos en los que se
desprendía que había relaciones minuciosamente detalladas de todo cuanto yo
deseaba saber.
Las estudié durante unos minutos, hasta que me di cuenta de que estaba a la
espera, observándome, con otras relaciones en la mano.
—Creo… —empezó, pero luego dudó. Un momento después se decidió a
continuar—: No creo que el rey Úter, en los últimos años, hubiera ni siquiera
considerado lo que podía significar la carretera a través del Desfiladero en caso de
conflicto. Cuando me enviaron aquí, cuando era joven, veía esto sólo como un puesto
de avanzada, como un lugar para ejercitarse, podríamos decir. Entonces era mejor que
Lake Fort, pero sólo un poco… Llevó bastante tiempo convertirlo en algo
operativo… Bueno, señor, ya sabéis lo que sucedió. La guerra agitó el norte y el sur;
el rey Úter estaba enfermo y el país dividido; parecía que nos habían olvidado. De
vez en cuando enviaba correos con información, pero no recibía respuesta. De
manera que para mi propia información y, lo admito, como distracción, empecé a
enviar fuera a algunos hombres (no soldados, sino muchachos, mayormente de la
ciudad y con gusto por la aventura) con el fin de obtener datos. Hice mal, ya lo sé,
pero…
—Se detuvo.
—¿Los guardabais para vos? —le interrumpí.
—Sin mala intención —se apresuró a contestar—. Envié un correo con alguna
información que juzgaba valiosa, pero jamás volvía a saber de él ni de los
documentos que llevaba consigo. De modo que no quise volver a confiar a los
mensajeros cosas que pudieran no llegar a manos del rey.
—Puedo aseguraros que cualquier cosa que le envíe yo al rey no tiene más que
llegarle, con seguridad, para recibir su inmediata atención.

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Mientras hablábamos me había estado estudiando con disimulo, supongo que
comparando mi aspecto desarrapado con unos modales que ante él no intenté
disfrazar. Hablaba despacio, dando rápidas ojeadas a los documentos que sostenía en
la mano.
—Tengo aquí el salvoconducto y el sello del rey, de modo que debo confiar en
vos. ¿Podéis decirme vuestro nombre?
—Si así lo deseáis. Pero sólo para vos. ¿Me dais vuestra promesa?
—Por supuesto —respondió con leve impaciencia.
—Bien. Soy Myrddin Emrys, más conocido como Merlín. Como podéis deducir,
estoy en un viaje privado y se me conoce como Emrys, médico ambulante.
—Príncipe…
—No —le corté rápidamente—, volveos a sentar. Os he confiado esto sólo para
que estéis seguro de que vuestra información llegará a oídos del rey, y enseguida.
¿Puedo ver esto, ahora?
Dejó los documentos delante de mí. Los estudié. Más información: planos de
núcleos fortificados, número de tropas y armamentos; crónica cuidadosa de
movimientos de tropas; pertrechos; barcos…
Alcé la vista, alarmado.
—Pero… ¡éstos son los planos de los dispositivos sajones…!
Asintió con la cabeza.
—Y además, recientes, mi señor. El pasado verano tuve un golpe de suerte.
Estuve en contacto, el cómo no importa ahora, con un sajón, un federado de tercera
generación. Como muchos de los viejos federados, quiere conservar el orden antiguo.
Estos sajones mantienen su palabra consagrada por una promesa, y además —un
conato de sonrisa en la severa boca del joven—, desconfían de los recién llegados.
Algunos de esos nuevos aventureros desean reemplazar a los federados ricos con la
misma voluntad con que quieren echar fuera a los britanos.
—Y esta información procede de él. ¿Podéis creérosla?
—Pienso que sí. Las partes que he podido verificar han resultado ciertas.
Desconozco lo buena o reciente que pueda ser la propia información del rey, pero
creo que deberíais llamar su atención hacia esta parte —aquí— en torno a Elesa, y
Cerdic Elesing, que significa…
—El hijo de Elesa. Sí. ¿Elesa, que es nuestro viejo amigo Eosa?
—Cierto, el hijo de Horsa. Sabréis que después de que él y su pariente Octa
escaparan de la prisión de Úter, Octa murió en Rutupiae, pero Eosa se marchó a
Germania y organizó a Colgrim y Badulf, los hijos de Octa, para preparar un ataque
por el norte… Bueno, lo que probablemente no sabréis es que Octa antes de morir
reclamaba el título de «rey» de aquí, de Bretaña. Esto no significa otra cosa que el
caudillaje que anteriormente había tenido como hijo de Henguist; ni Colgrim ni

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Badulf parece que concedieran demasiada importancia al asunto. Pero ahora, además,
ellos han muerto y, como veis…
—Eosa plantea la misma reclamación. Sí. ¿Con mayor éxito?
—Eso parece. Rey de los sajones del oeste es como se llama a sí mismo, y a su
joven hijo Cerdic se le conoce como «el Aetheling». Pretenden descender de algún
antiguo héroe o semidiós. Es lo acostumbrado, claro, pero la cuestión es que su gente
se lo cree. Ya podéis ver que eso añade un matiz nuevo a las invasiones sajonas.
—Que puede modificar lo que estabais diciendo de los viejos federados.
—Claro, claro. Eosa y Cerdic tienen este tipo de consideración, ya veis. Esta
mención de un «reino»… Promete estabilidad (y derechos) para los viejos federados,
y la muerte inmediata para los sobrevenidos. Es franco, además. Creo que se muestra
a sí mismo más que como un aventurero listo: ha creado la leyenda de una monarquía
heroica, es aceptado como legislador y tiene suficiente poder como para imponer
nuevas costumbres. Ha cambiado incluso las de los enterramientos… Ahora no
queman a sus muertos, me han dicho, y ni siquiera los entierran con sus armas y sus
bienes, al estilo antiguo. Según dice Cerdic el Aetheling, esto es un despilfarro. —De
nuevo una breve sonrisa implacable—. Manda a sus sacerdotes que limpien las armas
de los muertos, y luego las vuelven a usar. Ahora creen que la lanza que hubiera
usado un buen combatiente hará tan bueno o mejor a su nuevo propietario… y que el
arma arrebatada a un guerrero vencido golpeará del modo más duro por haberle dado
una segunda oportunidad. Os lo digo, un hombre peligroso. El más peligroso quizá
desde el propio Henguist.
Quedé impresionado, y se lo dije.
—El rey verá todo esto tan pronto como pueda hacérselo llegar. Captará
inmediatamente su atención, os lo prometo. Debéis saber cuan valioso es. ¿Cuándo
podré disponer de copias?
—Ya tengo copias. Éstas pueden salir enseguida.
—Bien. Ahora, si me lo permitís, añadiré unas palabras a vuestro informe y
adjuntaré uno propio sobre Lake Fort.
Me trajo recado de escribir, me lo colocó delante y se dirigió a la puerta.
—Voy a disponer un correo.
—Gracias. Pero esperad un momento…
Se detuvo, habíamos estado hablando en latín, aunque algo en su uso me hizo
pensar que era de la región oeste.
—En la taberna me dijeron que os llamabais Gerontius. ¿Por casualidad vuestro
nombre fue antes Gereint? —pregunté.
—Y aún lo es, señor —respondió sonriendo, lo que le quitó años de encima.
—Un nombre que a Arturo le agradará conocer —comenté, volviendo a mi
escritura.

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Permaneció todavía un momento allí, luego se dirigió a la puerta, la abrió y habló
con alguien que estaba fuera.
Volvió y, cruzando hasta una mesa en un ángulo de la sala, escanció vino en una
copa y me la trajo. Le oí tomar aliento una vez, como si fuera a hablar, pero
permaneció callado.
Finalmente terminé. Volvió hacia la puerta y regresó, seguido ahora por un
hombre, un tipo delgado pero fuerte que parecía como si acabara de despertarse
aunque iba vestido como para salir de camino inmediatamente. Llevaba una bolsa de
piel con un cierre fuerte.
Estaba dispuesto para salir, dijo mientras guardaba los paquetes que Gereint le
entregaba; comería por el camino.
Las concisas instrucciones de Gereint evidenciaban una vez más el valor de su
información:
—Lo mejor será que vayas por Lindum. El rey habrá salido ya de Carlión y habrá
vuelto atrás hacia Linnuis. Para cuando llegues a Lindum ya tendrás noticias de él.
El hombre asintió brevemente y salió. Así que en cuestión de unas pocas horas
desde mi llegada a Olicana, mi informe y bastantes cosas más ya iban camino de
regreso. Ahora era libre de volver mi pensamiento hacia Dunpeldyr y lo que allí debía
averiguar.
Pero antes tenía que pagar a Gereint por sus servicios. Escanció más vino y, con
una ilusión que probablemente no habría experimentado desde hacía tiempo, se
acomodó para someterme a toda clase de preguntas sobre la accesión de Arturo a la
realeza en Luguvallium y lo sucedido hasta entonces en Carlión. Se había merecido
su premio y se lo di. No le hice mis propias preguntas hasta casi llegada la
medianoche.
—¿Pasó por aquí Lot de Leonís algo después de Luguvallium?
—Sí, pero no por Olicana propiamente dicho. Hay un camino, que ahora es poco
más que un sendero, que se bifurca desde la carretera principal y va hacia el este. Es
un camino malo que bordea algunas ciénagas peligrosas, de manera que apenas se usa
aunque resulte el atajo más rápido para quien vaya hacia el norte.
—¿Y Lot lo usó pese a que se dirigía hacia el sur, a York? ¿Pensáis que fue para
evitar que le vieran en Olicana?
—No se me había ocurrido —contestó Gereint—. Es decir, no hasta más tarde…
Tiene una casa junto a este camino. Iría para alojarse allí, más que para entrar en la
ciudad.
—¿Su propia casa? Ya recuerdo. Sí, la vi desde el puerto. Una casa resguardada,
aunque solitaria.
—En cuanto a eso —comentó—, la utiliza muy poco.
—¿Pero sabíais que estaba allí?

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—Me entero de la mayor parte de las cosas que suceden por aquí cerca. —Señaló
con un gesto hacia el cofre del candado—. Igual que una vieja comadre a la puerta de
su casa, no tengo otra cosa que hacer sino observar a mis vecinos.
—Y tengo motivos para estar agradecido por ello. Entonces, ¿debéis saber con
quién se reúne Lot en su casa de las colinas?
Su mirada sostuvo la mía durante diez segundos largos. Luego sonrió.
—Con cierta dama medio real. Llegaron por separado y se fueron por separado,
aunque llegaron juntos a York. —Sus labios se extendieron—. Pero ¿cómo sabéis
esto vos, señor?
—Tengo mis propios recursos para espiar.
—Me lo creo —dijo pausadamente—. Bueno, ahora todo está arreglado y
correcto a los ojos de Dios y de los hombres. El rey de Leonís ha ido con Arturo
desde Carlión hacia Linnuis mientras su nueva reina espera en Dunpeldyr el
nacimiento del niño. Por cierto, ¿sabíais lo del niño?
—Sí.
—Deben de haberse encontrado aquí antes —comentó Gereint afirmando con la
cabeza, y añadió sencillamente—, y ahora veremos los resultados de este encuentro.
—¿De veras se reunían aquí? ¿A menudo? ¿Y desde cuándo?
—Desde que llegué, quizá tres o cuatro veces. —El tono no era el de quien pasa
un chismorreo en la taberna, sino simple y brevemente informativo—. Una vez
estuvieron tanto como un mes juntos, pero permanecieron encerrados. Era sólo a
título de información; no les vimos para nada.
Pensé en la alcoba con su carmesí y oro reales. Había estado en lo cierto.
Amantes desde hacía mucho tiempo, claro. ¡Ojalá pudiera creer lo que le sugerí a
Arturo, que el hijo pudiera ser verdaderamente de Lot! Al menos, a juzgar por el tono
neutro empleado por Gereint, eso sería lo que supondría la mayor parte de la gente.
—Y ahora —prosiguió—, el amor ha seguido su curso, a pesar de los comienzos.
¿Es atrevido por mi parte preguntar si el Gran Rey está enojado?
Se había ganado una respuesta sincera, de modo que se la di:
—Estaba enojado, naturalmente, por la forma en que se celebró la boda, pero
ahora ve que ésta servirá lo mismo que la otra. Morcadés es su media hermana, de
manera que la alianza con el rey Lot se seguirá manteniendo. Y Morgana queda libre
para cualquier otra boda que él mismo pueda proponer.
—Rheged —dijo inmediatamente.
—Es posible.
Sonrió y dejó el tema. Hablamos un poco más y me levanté para irme.
—Decidme una cosa —le pregunté entonces—: ¿Vuestra información llegaba
hasta el conocimiento del paradero de Merlín?
—No. Me habían informado de que había dos viajeros, aunque sin darme el

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menor indicio de quiénes podían ser.
—¿Ni de adonde iban?
—No, príncipe.
Me quedé satisfecho.
—Creo que no necesito insistir en que nadie debe saber quién soy. No incluyáis
esta entrevista en vuestros informes.
—Entendido. Mi señor…
—¿Qué?
—Se trata de vuestro informe sobre Tribuit y Lake Fort. Dijisteis que vendrían los
agrimensores. Se me ocurre que podría ahorrarles gran cantidad de tiempo si envío
inmediatamente allá equipos para trabajar. Podrían empezar con los preparativos:
limpiando, haciendo acopio de tepes y madera, extrayendo piedra de la cantera,
cavando zanjas… Si autorizaseis el trabajo…
—¿Yo? No tengo autoridad.
—¿No tenéis autoridad? —repitió sin comprender, y luego empezó a reír—. No,
ya veo. Difícilmente voy a empezar apelando a la autoridad de Merlín de modo que la
gente me pregunte cómo llegó hasta mí. Y puede recordar a cierto humilde viajero
que andaba vendiendo hierbas y medicamentos por las casas… Bueno, después de
que el mismo viajero me entregue una carta del Gran Rey, mi propia autoridad sin
duda bastará.
—Eso es lo que habría que haber hecho desde hace ya bastante tiempo —convine
con él, y me despedí muy satisfecho.

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Capítulo IX
De este modo viajamos hacia el norte. Una vez que alcanzamos la carretera
principal que va al norte desde York, la vía denominada Dere Street, el camino fue
fácil y lo recorrimos con bastante rapidez.
A veces nos alojamos en posadas, pero con mayor frecuencia no quisimos
cabalgar después de que se acabara la luz y, como el tiempo era bueno y cálido,
acampábamos en algún soto florido próximo a la carretera. Entonces, después de
cenar tocaba un poco de música y Ulfino escuchaba, sumergido en sus propios
sueños, mientras el fuego se consumía hasta convertirse en blanca ceniza y las
estrellas desaparecían.
Era un buen compañero. Nos conocíamos desde muchachos, estando yo con
Ambrosio en la Pequeña Bretaña, en donde mi padre preparaba el ejército que iba a
derrotar a Vortiger y tomar Bretaña; Ulfino era sirviente —garzón esclavo— de mi
tutor Belasio. Su vida con aquel hombre extraño y cruel había sido dura, pero tras la
muerte de Belasio, Úter tomó al muchacho a su servicio y Ulfino pronto ascendió
hasta ganarse un puesto de confianza. Ahora tendría unos treinta y cinco años, cabello
oscuro y ojos grises, era muy callado y circunspecto, a la manera de los hombres que
saben que deben vivir hasta el fin de sus días en soledad o como compañeros de otros
hombres. Los años en que fue sodomizado por Belasio le habían marcado.
Un atardecer compuse una canción y la canté brindándola a las suaves colinas del
norte de Vinovia, en donde los apresurados arroyos descendían hasta sus boscosos
valles, mientras que la ancha carretera cruzaba sin dificultad las tierras altas,
atravesando leguas de helechos y aulagas en los extensos páramos cubiertos de
brezos, cuyos únicos árboles eran pinos, alisos y bosquecillos de abedules plateados.
Habíamos acampado en uno cuyo suelo estaba seco; las esbeltas ramas de abedul
pendían en el cálido anochecer cubriéndonos con una tienda de seda.
Ésta era la canción. La denominé canción de exilio. Después he oído otras
versiones, elaboradas por algún famoso cantor sajón, pero la original fue la mía:

El que carece de compañía


busca a menudo el favor,
la gracia
del creador, Dios.
Triste, triste el hombre fiel
que sobrevive a su señor.
Ve el mundo devastado
como un muro batido por el viento,
como un castillo vacío, donde la nieve

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se tamiza entre los marcos de las ventanas,
se amontona en el lecho roto
y la negra piedra del hogar.

¡Ay de la copa brillante!


¡Ay del salón de los festines!
¡Ay de la espada que mantiene
el aprisco y el pomar
a salvo de la garra del lobo!
El que mataba lobos ha muerto,
el legislador, el defensor de la ley ha muerto,
mientras el propio lobo miserable, con el águila y el cuervo,
vienen como reyes, en su lugar.

Estaba absorto en la música, y cuando al cabo dejé en suspenso la última nota y


alcé la mirada, quedé desconcertado al ver dos cosas: la una era que Ulfino, sentado
al otro lado del fuego, estaba ensimismado escuchando, con lágrimas en el rostro; la
otra era que teníamos compañía. Ni Ulfino ni yo, extasiados con la música, habíamos
advertido a los dos viajeros que se acercaban por el suave musgo de la senda del
brezal.
Ulfino los vio al mismo tiempo que yo y se puso inmediatamente en pie, cuchillo
en mano. Pero era obvio que no iban armados y el cuchillo volvió a su funda antes de
que yo dijera «Enváinalo», o el forastero que iba delante sonriera y mostrara una
mano tranquilizadora.
—Sin armas, maestros, sin armas. Siempre he sido aficionado a la música y aquí
hay bastante talento, vaya si lo hay.
Le di las gracias y, como si mis palabras hubieran sido una invitación, se acercó al
fuego y se sentó, mientras el chico que iba con él descargó con alivio los fardos que
llevaba al hombro y se dejó caer del mismo modo. Se quedó en el suelo, apartado del
fuego, aunque en la tardía hora de la anochecida se había levantado un airecillo fresco
que hacía apetecible el calor de los leños ardiendo.
El recién llegado era un hombre menudo y entrado en años, de recortada barba
grisácea y una cejas revueltas sobre un par de miopes ojos castaños. Vestía ropa de
viaje, pero cuidada: la capa de tela buena y las sandalias y el cinturón de cuero
flexible.
Sorprendentemente, la hebilla de su cinturón era de oro —o con un buen baño
dorado— y de un dibujo muy trabajado. La capa se sujetaba con un recio prendedor
en forma de disco, también dorado, y con un diseño bellamente elaborado, un dibujo
de tres líneas en espiral que partían del mismo centro, montado en filigrana sobre una
base de bordes acanalados. El muchacho, que en un principio tomé por su nieto, iba

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vestido de modo similar, pero su única joya era algo que parecía un gastado amuleto
colgado del cuello en una fina cadena. Entonces alargó la mano con el fin de extender
las mantas para pasar la noche y se le subió la manga, de modo que vi en su antebrazo
la arrugada cicatriz de una marca antigua: la de un esclavo. Y por la forma en que
permanecía alejado del calor del fuego y calladamente ocupado en desplegar los
fardos, aún lo era. El anciano era un hombre que poseía bienes.
—¿No os importa?
Esto último me lo decía a mí. Nuestras ropas sencillas y el aún más sencillo estilo
de vida —los lechos dispuestos bajo los abedules, los platos corrientes y los vasos de
cuerno para beber, así como las gastadas alforjas que usábamos como almohadas— le
habían dado a entender que aquí había unos viajeros que como mucho eran sus
iguales.
—Nos salimos del camino unas pocas millas atrás —prosiguió—, y sentimos gran
alivio cuando oímos vuestro canto y vimos el resplandor de la hoguera. Conjeturamos
que no podríais haberos alejado demasiado de la carretera, y ahora el muchacho me
dice que está justo un poco más allá, ¡gracias sean dadas a los fuegos de Vulcano!
Los brezales están muy bien a la luz del día, pero después de la anochecida son
traicioneros para hombres y bestias…
Continuó hablando. Entretanto Ulfino, a un gesto mío, se levantó a buscar el
frasco de vino y se lo ofreció, a lo que el recién llegado objetó, con una pizca, de
complacencia:
—No, no. Muchas gracias mi buen señor, pero llevamos comida. No queremos
causaros molestias; tan sólo, si nos lo permitís, compartir vuestro fuego y compañía
para esta noche. Me llamo Beltane, y mi criado Ninian.
—Nosotros somos Emrys y Ulfino. Sed bienvenidos. ¿No queréis vino?
Llevamos suficiente.
—Yo también. De hecho, me tomaré a mal si los dos no me acompañáis con un
trago de éste. Es de una calidad notable, espero que os guste… —Y luego, por
encima del hombro—: Comida, chico, rápido, y ofrece a estos caballeros un poco de
vino del que me dio el comandante.
—¿Venís de muy lejos? —Las normas de etiqueta del que va de camino no te
permiten preguntar directamente a un hombre de dónde viene ni a dónde se dirige,
pero es igualmente norma de etiqueta para él decírtelo, aunque lo que te cuenta pueda
ser ostensiblemente falso.
Beltane respondió sin vacilar, desde el otro lado del muslo de gallina que el joven
le tendía:
—De York. Pasamos el invierno allí. Normalmente nos ponemos en camino antes
de lo que lo hicimos ahora, pero hemos esperado un poco… La ciudad está llena…
—Masticó y tragó, y añadió con mayor claridad—: Era un momento propicio. Se

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hacían buenos negocios, de modo que me quedé.
—¿Pasasteis por Catraeth? —Me había hablado en la lengua británica, de modo
que, siguiéndole, mencioné el lugar por su nombre antiguo. Los romanos lo llamaron
Cataracta.
—No. Por la carretera al este de la llanura. No os lo aconsejo, señor. Queríamos
dejar los senderos del brezal para cruzar directamente por Dere Street hacia Vinovia.
Pero ese atolondrado —dio un tirón al hombro del esclavo— no vio el mojón. No me
queda más remedio que depender de él; mi vista es escasa, excepto para cosas tan
próximas como este bocado de ave. Bueno, Ninian estaba contando nubes, como de
costumbre, en lugar de fijarse en el camino, y a la caída del crepúsculo no teníamos la
menor idea de dónde estábamos, ni de si ya habíamos dejado atrás la ciudad. ¿La
hemos pasado? Me temo que sí.
—Sí, lo siento. Nosotros la cruzamos a última hora de la tarde. Lo lamento.
¿Teníais algún negocio allí?
—Mis negocios los tengo en cada ciudad.
El tono era notablemente despreocupado. Me alegré, en consideración al
muchacho. Éste estaba a mi lado, con el frasco de vino, escanciando con gran
concentración; pensé que Beltane era todo brusquedad y agitación, mientras Ninian
no mostraba el menor temor. Le di las gracias; alzó la vista y sonrió. Entonces vi que
había juzgado mal a Beltane: sus censuras parecían estar plenamente justificadas. Era
obvio que los pensamientos del chico, pese a la apariencia de concentración que
ponía en sus tareas, estaban a leguas de distancia; la dulce y nebulosa sonrisa venía
de un sueño en el que estaba sumido. En el juego de luces y sombras de la luna y el
fuego, sus ojos eran grises, bordeados de una oscuridad de humo. Algo en ellos y en
la gracia distraída de sus movimientos resultaba sin duda familiar… Noté el aire de la
noche soplando a mi espalda, y el cabello de la nuca se me erizó como la piel de un
gato en una ronda nocturna.
Sin decir nada, se había apartado y se detuvo junto a Ulfino con el frasco.
—Probadlo, señor —me apremió Beltane—. Es de muy buena calidad. Me lo dio
uno de los oficiales de la guarnición en Ebor… Dios sabrá dónde lo habrá conseguido
él, pero mejor será no preguntar, ¿eh? —El espectro de un guiño, mientras masticaba
otra vez su pollo.
El vino efectivamente era bueno, rico, suave y oscuro, y podía competir con
cualquiera de los que yo había probado, incluso en la Galia o en Italia. Felicité a
Beltane por ello, preguntándome mientras hablaba qué servicio podía haber merecido
semejante pago.
—¡Ajá! —respondió con idéntica complacencia—. Seguro que os estaréis
preguntando qué artimañas he usado para hacerme con un género como éste, ¿eh?
—Bueno sí, eso es —admití sonriendo—. ¿Sois mago, ya que podéis leer los

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pensamientos?
—No de esta clase. —Sofocó la risa—. Pero también sé lo que estáis pensando en
este momento.
—¿Sí?
—Estáis dándole vueltas a si soy el encantador del rey, disfrazado. ¡Estoy seguro!
Pensáis que puedo haber usado esta clase de magia para conseguir mediante hechizos
un vino como éste de Vitruvio… Y Merlín viaja por los caminos lo mismo que yo: lo
podríais tomar por un simple mercader, dicen, quizá con un esclavo por compañía,
quizá ni siquiera eso. ¿Acerté?
—Respecto al vino, sí, seguro. ¿Deduzco, pues, que sois algo más que «un simple
mercader»?
—Así podríais decirlo —asintió con la cabeza, dándose importancia—. Pero
ahora volvamos sobre Merlín. Oí que salió de Carlión. Nadie sabe a dónde se dirige
ni en qué misión anda, aunque eso es lo que siempre pasa con él. En York decían que
el Gran Rey regresaría a Linnuis antes de la nueva luna, pero Merlín desapareció al
día siguiente de la coronación. —Pasaba la vista de mí a Ulfino—. ¿Sabéis algo de lo
que se trama?
Su curiosidad no era otra que la del natural tráfico de noticias de un mercader que
viaja. Tales gentes son grandes portadoras e intercambiadoras de noticias: de este
modo se hacen recibir bien en todas partes y cuentan con ello como si fuera un
valioso surtido de existencias.
Ulfino sacudió negativamente la cabeza. Mostraba un rostro inexpresivo. El joven
Ninian ni siquiera escuchaba. Había girado la cabeza hacia la perfumada oscuridad
del brezal. Pude oír la quebrada y burbujeante llamada de algún pájaro tardío
agitándose en su nido; la alegría iba y venía por la cara del muchacho, un destello
rápido y evanescente como la luz de las estrellas sobre las movedizas hojas que
teníamos encima. Al parecer Ninian tenía su propio refugio frente a un dueño
parlanchín y al penoso trabajo del día.
—Venimos del oeste, sí, de Deva —expliqué, dándole a Beltane la información
que trataba de cazar—. Pero las noticias que yo tengo son viejas. Viajamos despacio.
Soy médico, y nunca me resulta fácil desplazarme lejos.
—¿Ah, sí? Bueno —dijo Beltane, mordiendo con gusto un trozo de pan de cebada
—. Sin duda algo oiremos cuando lleguemos a Puente Cor. ¿Seguís también este
mismo camino? Bueno, bueno, ¡no hay por qué tener miedo de viajar conmigo! ¡No
soy ningún encantador disfrazado o sin disfrazar, y aun en el caso de que los hombres
de la reina Morcadés llegaran a prometer oro o amenazar con la muerte en la hoguera,
yo me las arreglaría para demostrarlo!
Ulfino alzó rápidamente la vista pero yo pregunté, simplemente;
—¿Cómo?

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—Con mi oficio. Tengo mi propia clase de magia. Y por todo lo que dicen,
Merlín es maestro en muchas cosas, y la mía es una habilidad que no puedes simular
que dominas si antes no la has ejercitado. Y eso —añadió con la misma alegre
complacencia— te lleva una vida entera.
—¿Podemos saber cuál es? —La pregunta era de mera cortesía.
Saltaba a la vista que ése era el momento de la revelación que había estado
preparando.
—Os lo mostraré. —Se tragó las últimas migas de pan, se limpió delicadamente
la boca y tomó otro vaso de vino—. ¡Ninian! ¡Ninian! ¡Ya tendrás tiempo luego para
soñar! Saca el paquete de la bolsa y aviva el fuego. Queremos luz.
Ulfino alcanzó un puñado de astillas de detrás de él y lo arrojó al fuego. Las
llamas se elevaron a buena altura. El chico fue a buscar un voluminoso rollo de cuero
flexible y se arrodilló a mi lado.
Desató las cuerdas y lo desenrolló, extendiéndolo en el suelo a la luz de la fogata.
Hacían juego con los destellos y el resplandor: oro que apresaba la viva y
danzante luz, esmaltes en negro y escarlata, conchas nacaradas, cristal granate y azul,
engastado o prendido… A lo largo de la piel de cabritilla había piezas de joyería
maravillosamente realizadas. Vi prendedores, alfileres, collares, amuletos, hebillas
para sandalias o para cinturones, y un pequeño juego de encantadoras bellotas de
plata para un ceñidor de mujer. Los prendedores en su mayor parte eran de forma de
disco como el que llevaba el mercader, pero uno o dos tenían el antiguo diseño de
lazo, y vi también algunos animales, como una criatura semejante a un dragón
enroscado, elaborado con gran primor y habilidad con granates montados en celdillas
de filigrana.
Alcé la mirada y vi a Beltane que me observaba anhelante. Le concedí lo que
quería:
—Es un espléndido trabajo. Precioso. Lo más delicado que jamás he visto.
Rebosaba de placer. Ahora que lo había situado podía yo estar más tranquilo. Era
un artista, y los artistas viven de las alabanzas como las abejas del néctar. Tampoco
les preocupa cualquier cosa que vaya más allá de su propio arte. Beltane apenas se
había interesado por mi profesión. Sus preguntas eran bastante inocuas; la búsqueda
de noticias de un comerciante que viaja; y con los acontecimientos de Luguvallium
que todavía daban pie a algún relato a la vera de la lumbre en cada hogar, ¿qué
bocado de noticias más apetitoso podía haber que algún indicio sobre el paradero de
Merlín? Era seguro que no tenía idea de con quién estaba hablando. Le hice unas
pocas preguntas sobre su trabajo, por auténtico interés; donde fuera siempre aprendí
lo que pude sobre las habilidades humanas. Sus respuestas me dieron a entender
enseguida que, ciertamente, él mismo había hecho las joyas, de modo que el servicio
por el cual habría merecido la recompensa del vino quedaba también explicado.

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—Y vuestra vista —pregunté—, ¿la habéis estropeado con este trabajo?
—No, no. Mi vista es escasa, pero es buena para trabajar de cerca. De hecho, ésta
ha sido mi ventaja como artista. Incluso ahora, cuando ya no soy joven, puedo
apreciar detalles muy sutiles, pero vuestro rostro, mi buen señor, no lo distingo con
claridad, y en cuanto a los árboles que nos rodean, o lo que yo tomo por tales… —Se
rió y se encogió de hombros—. Por eso estoy en manos de ese muchacho holgazán y
soñador. Él es mis ojos. Sin él difícilmente podría viajar como lo hago y, en efecto,
afortunado soy por haber llegado hasta aquí sano y salvo, aunque sea con los ojos de
este locuelo. Esta comarca no es para abandonar la carretera y aventurarse por las
ciénagas.
Su mordacidad era cosa de rutina. El joven Ninian la ignoraba; había aprovechado
la oportunidad de mostrarme las joyas para poder quedarse junto al fuego avivado.
—¿Y ahora? —pregunté al orfebre—. Me habéis mostrado un trabajo digno de la
corte de un rey. Seguramente demasiado bueno para la plaza del mercado, ¿verdad?
¿A dónde lo lleváis?
—¿Necesitáis preguntarlo? A Dunpeldyr, en Leonís. Con el rey recién casado y la
reina tan hermosa como las flores de mayo y los capullos de acedera, seguro que
querrán comprar cosas tales como las que yo tengo.
Alargué las manos al calor de la hoguera.
—Ah, sí —asentí—. Al final se casó con Morcadés. Se comprometió con una
princesa y se casó con otra. Algo de eso oí. ¿Estabais allí?
—Claro que estaba. Y poca culpa hay que echarle al rey Lot: eso es lo que todos
decían. La princesa Morgana es muy bella y con todos los derechos como hija del rey,
pero la otra… Bueno, ya sabéis cómo va eso de las habladurías. Ningún hombre, sin
mencionar a uno como Lot de Leonís, podría llegar al alcance de los brazos de esta
dama y no desear vehementemente acostarse con ella.
—¿Vuestra vista sería suficientemente buena para tal cosa? —le pregunté.
Advertí que Ulfino sonreía.
—No la necesitaría —rió fuertemente—. Tengo oído, y oí lo que se contaba sobre
ella, y una vez estuve lo suficientemente cerca como para oler el perfume que usa y
vislumbrar el color de su cabello a la luz del sol y escuchar su bonita voz. Además,
tenía conmigo al chico para contarme cómo era, e hice esta cadena para ella. ¿Creéis
que su señor querrá comprármela?
Tomé la preciosa pieza entre los dedos; era de oro y cada eslabón, tan delicado
como la fina seda, sostenía flores de perlas y topacios de Palmira engastados en
filigrana.
—Tonto sería si no lo hiciera. Y si primero lo ve la dama, a buen seguro que él
querrá.
—Es lo que calculo —dijo sonriendo—. Para las fechas en que yo llegue a

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Dunpeldyr, ella ya volverá a estar bien y pensando en adornos. Lo sabíais, ¿no? Dio a
luz dos semanas antes de término.
La repentina inmovilidad de Ulfino provocó una pausa de silencio tan llamativa
como un grito. Ninian alzó la vista. Yo sentí mis nervios en tensión. El orfebre lo
interpretó como que se agudizaba el interés que había provocado, y parecía
complacido.
—¿No os habíais enterado? —insistió.
—No. Desde que dejamos Isurium no nos hemos alojado en ciudades. Hará unas
dos semanas. ¿Es eso cierto?
—Cierto, señor. Demasiado, tal vez, para la tranquilidad de algunas gentes. —Se
rió—. Nunca había visto a tanta gente contando con los dedos, ¡más de lo que jamás
contaron antes! Y todos los cálculos posibles, aunque se hagan con la mejor voluntad
del mundo, dan septiembre como mes de concepción del niño. Esto tuvo que ser en
Luguvallium —concluyó el chismoso—, cuando murió el rey Úter.
—Supongo —apostillé con indiferencia—. ¿Y el rey Lot? Lo último que oí es que
había ido a Linnuis para reunirse allí con Arturo.
—Así lo hizo, es verdad. Será difícil que haya recibido ya la noticia. Nosotros nos
enteramos cuando nos detuvimos por una noche en Elfete, en la carretera del este.
Estaba en el itinerario que tomó el correo de la reina. Contaba cierta historia de que
se evitaba problemas siguiendo esta vía, pero lo que yo creo es que tenía el encargo
de tomarse su tiempo. Para que cuando le llegara al rey Lot la noticia del nacimiento,
el intervalo transcurrido desde la fecha de la boda fuera más decente.
—¿Y el hijo? —pregunté como sin gran interés—. ¿Es un chico?
—Sí, y a decir de todos, de aspecto enfermizo; de modo que a pesar de las prisas
puede que Lot aún no tenga un heredero.
—Ah, bueno, le queda tiempo —comenté, y cambié de tema—: ¿No os asusta
viajar como lo hacéis, con una carga de tal valor?
—Confieso que tengo mis temores —admitió—. Sí, sí, de veras. Debéis entender
que, por lo general, cuando cierro mi taller y tomo la carretera, en verano, me llevo
sólo el género que los aldeanos gustan de comprar en los mercados o, como mucho,
adornos llamativos para las esposas de los comerciantes. Pero tenía la suerte en
contra y no pude terminar a tiempo estas joyas para mostrarlas a la reina Morcadés
antes de que fuera al norte, de manera que tuve que llevármelas conmigo al salir
después que ella. Ahora mi suerte me ha llevado al encuentro de un hombre honesto
como vos; no necesito ser un Merlín para hablar así… Puedo ver que sois honesto, y
un caballero como yo mismo. Decidme, ¿conservaré mañana mi suerte? ¿Podré gozar
de vuestra compañía, mi buen señor, hasta el Puente Cor?
Yo ya había cambiado de idea al respecto:
—Hasta Dunpeldyr, si queréis. Allí me dirijo. Y si por el camino os detenéis para

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vender vuestras mercancías y me conviene, también. Últimamente he recibido una
serie de noticias que me indican que no debo apresurarme en llegar allá.
Estaba encantado, y afortunadamente no advirtió la expresión sorprendida de
Ulfino. Yo ya había decidido que el orfebre podría serme útil. Consideré que
difícilmente se habría quedado en York más allá de la primavera realizando las
magníficas joyas que me había mostrado sin tener algún tipo de seguridad de que
Morcadés al menos las vería. Y como hablaba descuidadamente, no necesitaría
animarle demasiado para que contara más cosas de lo sucedido en York, por lo que
pensé que actuaba acertadamente. De un modo u otro se las había ingeniado para
atraer el interés de Lind, la joven camarera de Morcadés, y la convenció para que, a
cambio de una o dos baratijas graciosas, hablara de su mercancía a la reina. Beltane
no fue requerido en persona, pero Lind se había llevado un par de piezas para
enseñárselas a su dueña y garantizó al orfebre el interés de Morcadés. Me contó todo
esto con bastante detalle. Durante un rato le dejé hablar y luego le pregunté, sin darle
importancia:
—Mencionasteis algo sobre Morcadés y Merlín. Me pareció entender que ella
tenía a unos soldados buscándolo. ¿Por qué?
—No, no me entendisteis. Hablaba en broma. Cuando estaba en York,
escuchando las conversaciones de la plaza como suelo hacer, oí que alguien decía que
Merlín y ella habían discutido en Luguvallium, y que ahora ella hablaba de él con
odio cuando anteriormente lo había hecho con envidia por sus artes. Y últimamente,
en efecto, todo el mundo se está preguntando dónde se habrá metido. Reina o no,
poco daño podría ella causarle a un hombre como él.
«Y vos, pensé, por suerte sois corto de vista, pues de otro modo yo hubiera debido
andar muy cauteloso ante un hombrecillo tan perspicaz y parlanchín». Tal como iban
las cosas, me alegraba de haberme topado con él.
Todavía estaba pensando en ello, aunque sin preocupación, cuando Beltane
decidió que ya era hora de dormir. Dejamos que el fuego se fuera consumiendo y nos
envolvimos en las mantas bajo los árboles. Su presencia daría credibilidad a mi
disfraz y él podría ser, si no mis ojos, mis oídos e información en la corte de
Morcadés. ¿Y Ninian, que actuaba como sus «ojos»? La fresca brisa volvía a
alborotarme la nuca y mis vagas consideraciones perdían luminosidad como cuando
una sombra cubre el sol. ¿Qué era eso? ¿Presciencia, la semiolvidada agitación de
una clase de poder? Pero incluso esta especulación se desvanecía, mientras la brisa
nocturna imponía silencio a través de las delicadas ramas de abedul y la última astilla
se incorporaba a la ceniza. La noche sin sueños nos cercaba. No quería pensar para
nada en el enfermizo chiquillo de Dunpeldyr, excepto en la esperanza de que no
medrase y me librara así de un problema.
Pero sabía que esta esperanza era vana.

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Capítulo X
Apenas hay treinta millas desde Vinovia hasta la ciudad del Puente Cor, pero esta
distancia nos llevó seis días de viaje. No seguimos por la carretera, sino que
anduvimos dando rodeos por caminos a veces realmente malos, visitando todos los
pueblos y granjas que había hasta llegar al Puente, por humildes que fueran.
Como no había motivo para las prisas, el viaje transcurría agradablemente. Era
obvio que Beltane disfrutaba mucho en nuestra compañía, y la suerte de Ninian había
mejorado con el uso de las mulas para acarrear sus molestos fardos. El orfebre estaba
más parlanchín que nunca, pero era un hombre de buen corazón y además un
minucioso y honesto artesano, lo cual es algo digno de respeto. Nuestro errabundo
avance se volvió más lento que nunca en cuanto se hizo cargo de su trabajo
(mayormente de reparación, en las poblaciones más pobres); en los pueblos más
grandes o en las posadas estaba ocupado todo el tiempo, por supuesto.
Y del mismo modo estaba el muchacho, pero en los viajes entre poblaciones y al
anochecer junto a la fogata cuando acampábamos iniciamos una extraña clase de
amistad. Él permanecía siempre callado, aunque a partir del momento en que
descubrió que yo conocía las costumbres de pájaros y bestias, que mi destreza como
médico iba acompañada de un detallado conocimiento de las plantas, y que de noche
yo podía incluso leer el mapa de las estrellas, se mantuvo junto a mí siempre que le
fue posible e incluso cobró suficiente ánimo para hacerme alguna pregunta. Amaba la
música y tenía buen oído, por lo que empecé a enseñarle cómo templar el arpa. No
sabía leer ni escribir, pero una vez captado su interés mostraba una inteligencia
dispuesta que, con tiempo y un maestro adecuado, podría hacer eclosión. Para cuando
llegamos a Puente Cor estaba empezando a preguntarme si podría ser yo este
maestro, y si Ninian, con permiso de su dueño, podría entrar a mi servicio. Con este
pensamiento mantuve bien abiertos los ojos siempre que pasábamos por una cantera o
una granja, por si acaso encontraba alguna especie de esclavo que pudiera comprar
para que sirviera a Beltane y convencerle así de que liberase al muchacho.
De vez en cuando la nubecilla aún me oprimía: el escalofrío de un vago presagio
que se cernía sobre mí y me volvía inquieto y aprensivo; mi problema residía en la
situación de espera para iniciar el ataque por alguna parte. Al cabo de un tiempo
renuncié al intento de ver dónde caería el golpe. Estaba seguro de que esto no
afectaría a Arturo y que, si afectaba a Morcadés, pasaría bastante tiempo antes de que
me causara preocupaciones. Incluso en Dunpeldyr pensaba que estaría bastante a
salvo: Morcadés tendría otras cosas en la cabeza, y el regreso de su señor, que podía
echar sus cuentas con los dedos igual que cualquier otro hombre, no sería la menos
importante.
El problema podría ser no más hondo que la superficial irritación de un día,

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pronto olvidada. Cuando los dioses arrastran las sombras de la presciencia a través de
la luz, no es fácil explicar si la nube va a causar la desaparición de un reino o si
provocará el llanto de un niño mientras duerme.
Por fin llegamos a Puente Cor, en la ondulada región justo al sur de la Gran
Muralla. En época de los romanos el lugar se llamaba Corstopitum. Había aquí una
fortificación muy recia, bien situada en el punto en que Dere Street, desde el sur,
cruzaba la gran carretera de Agrícola, trazada de este a oeste. En tiempos un
asentamiento civil surgió en este lugar privilegiado y pronto se convirtió en un
municipio floreciente que acogía todo tipo de tránsito, civil y militar, de los cuatro
confines de Bretaña. En nuestros días la fortificación presenta un estado ruinoso, ya
que buena parte de sus piedras han sido saqueadas para construir nuevos edificios,
pero más al oeste, en una curva de la elevación del terreno bordeada por el arroyo
Cor, la ciudad nueva aún crece y prospera, con viviendas, posadas y comercios, y un
floreciente mercado que es el vestigio más vivo de la prosperidad que conoció
durante la época romana.
El magnífico puente romano que da al lugar su nombre actual cruza sobre el Tyne
en el punto en que recibe las aguas del arroyo Cor, procedente del norte. En este lugar
hay un molino, y las vigas de madera del puente crujen todo el día bajo las cargas de
grano. Bajo el molino hay un muelle en donde pueden atracar las barcazas de poco
calado. El Cor es poco más que un riachuelo, pero se cuenta con su abrupta caída de
agua para mover la rueda del molino; en cambio, el gran río Tyne es ancho y rápido,
y corre en esta parte sobre pulidos guijarros entre gráciles arboledas. Su valle es
extenso y fértil, cubierto de frutales que sobresalen apenas del maíz que allí crece.
Desde esta florida y sinuosa extensión verde, la tierra va subiendo en dirección norte
hasta los ondulados brezales en donde, bajo el amplio cielo expuesto a los vientos, de
repente unos lagos azules titilan al sol. En invierno es una región inhóspita en la que
lobos y hombres salvajes vagan errantes por las cumbres y a veces llegan muy cerca
de las casas; pero en verano es una tierra deliciosa, con bosques llenos de ciervos y
bandadas de cisnes surcando las aguas. Sobre los brezales el aire se anima con cantos
de pájaros y los valles se llenan de vida con el rasante vuelo de las golondrinas y el
brillante centelleo de los martines pescadores. Y a lo largo del borde basáltico se
extiende la Gran Muralla del emperador Adriano, que asciende y desciende según
sube y baja la roca. Domina la región desde la larga cima del acantilado, de manera
que, desde cualquier punto, la distancia azulada se desdibuja hondonada tras
hondonada hacia el este y hacia el oeste, hasta que la tierra se pierde de vista en el
borde brumoso del cielo.
No era una región que yo ya conociera. Tal como le expliqué a Arturo, había
seguido este itinerario porque tenía una visita que hacer. Uno de los secretarios de mi
padre, a quien traté primero en la Pequeña Bretaña y más tarde en Winchester y

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Carlión, tras la muerte de Ambrosio se había trasladado al norte, en Nochebuena, en
una especie de retiro. La pensión que recibía de mi padre le permitió adquirir una
propiedad cerca de Vindolanda, en un lugar abrigado al lado de la carretera de
Agrícola, con una pareja de esclavos robustos para trabajar en ella. Allí se había
instalado, cultivando raras plantas en su bien dotado jardín y, según me habían
contado, escribiendo la historia de la época en que había vivido. Se llamaba Blaise.
Nos alojamos en la parte vieja de la ciudad, en un mesón situado en las
inmediaciones de la fortaleza originaria. Beltane, con repentina e inalterable
obstinación, se había negado a pagar el peaje exigido en el puente, de manera que
cruzamos por el vado a una media milla río abajo, y luego regresamos a lo largo del
río por delante de la fragua y entramos en la ciudad por la puerta antigua del este.
Estaba cayendo la noche cuando llegamos, por lo que nos detuvimos en el primer
mesón que encontramos. Era un lugar respetable, no lejos de la plaza del mercado
principal. Pese a lo avanzado de la hora, todo era aún idas y venidas. Las criadas
chismorreaban junto a la cisterna mientras llenaban las jarras de agua; entre las risas
y las charlas llegaba el fresco chapoteo de una fuente; en alguna casa cercana una
mujer cantaba una tonada reiterativa. Beltane se mostraba rebosante de júbilo ante la
perspectiva de ventas para el día siguiente, y de hecho empezó los negocios aquella
misma noche, cuando el posadero lo inscribió después de la cena. Yo no estaba
presente y no pude ver cómo lo hizo. Ulfino se había enterado de que había una casa
de baños todavía en servicio cerca de la vieja muralla oeste, de modo que pasé allí la
última hora de la noche y, una vez refrescado, me retiré a descansar.
A la mañana siguiente, Ulfino y yo desayunamos a la sombra de un enorme
plátano que se alzaba junto a la posada. El día se anunciaba caluroso.
Con todo y ser muy temprano, Beltane y el muchacho se nos habían adelantado.
El orfebre ya casi había montado su puesto en un lugar estratégico junto a la cisterna;
lo que significaba sencillamente que él, o más bien Ninian, había extendido una
estera de junco en el suelo y sobre ella había dispuesto los objetos llamativos que
pudieran atraer las miradas y las bolsas de la gente sencilla. Los trabajos finos
estaban cuidadosamente escondidos entre los forros de las bolsas.
Beltane estaba en su elemento, hablando incesantemente con cualquiera que
pasara por allí y que se detuviera aunque sólo fuera un instante para mirar sus
mercancías; con cada pieza soltaba una auténtica lección, por así decirlo, sobre el
oficio de la joyería. El muchacho, como de costumbre, guardaba silencio. Volvía a
colocar con paciencia en su sitio cada pieza que alguien había cogido y vuelto a dejar
descuidadamente sobre la estera, y recibía el dinero, o a veces hacía intercambio con
comida o ropas. Y cuando no, se sentaba con las piernas cruzadas y cosía las
desgastadas correas de sus sandalias, que le habían dado un montón de problemas por
el camino.

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—¿…O ésta, señora? —Beltane estaba hablando con una mujer carirredonda con
una cesta de pasteles en el brazo—. A esto lo llamamos «labor de celdillas», o de
incrustación; precioso, ¿verdad? Aprendí esta técnica en Bizancio y, podéis creerme,
ni siquiera en la propia Bizancio veríais otra más fina… Y ésta es exactamente el
mismo diseño; la he visto hecha en oro, lucida por las mujeres más elegantes del país.
¿Ésta? ¿Por qué? Es de cobre, señora… y su precio, en consonancia, pero es
igualmente buena en cada una de sus partes: el mismo trabajo, como bien podéis
ver… Fijaos en estos colores. Levántala contra la luz, Ninian. Qué brillante y
transparentes son, y mirad cómo brillan las tiras de cobre, manteniendo separados los
colores… Sí, hilo de cobre, muy delicado. Tienes que trazar con él el dibujo, luego
colocar dentro los colores, y el hilo hace de pared, podríamos decir, para contener el
dibujo. ¡Oh, no, señora! ¡Piedras preciosas no, no a este precio! Es cristal, pero os
garantizo que nunca habéis visto gemas de colores más delicados. El cristal lo hago
yo mismo; muy habilidoso trabajo es éste, también. Aquí, en mi pequeño «etna», así
llamo yo a mi hornillo de fundición. Pero esta mañana no disponéis de tiempo, ya lo
veo, señora. Enséñale la gallinita, Ninian; ¿o tal vez preferís el caballo…? Eso es,
Ninian… A ver, señora, ¿son o no hermosos los colores? Dudo que en otra parte, a lo
largo y a lo ancho del país, podáis encontrar un trabajo igual a éste, y todo por un
penique de cobre. ¡Anda! Hay casi tanto cobre en el prendedor como en el penique
que me vais a dar por él…
En aquel momento apareció Ulfino, conduciendo las mulas. Habíamos acordado
que él y yo haríamos el breve viaje a Vindolanda y volveríamos al día siguiente,
mientras Beltane y el chico seguían con sus ventas en la ciudad. Pagué entonces el
desayuno, me levanté y fui a despedirme de ellos.
—¿Os vais ahora? —Beltane hablaba sin quitar los ojos de la mujer, que le daba
vueltas en la mano al prendedor—. Entonces buen viaje, maese Emrys, y espero
vuestro regreso para mañana por la noche… No, no, señora, no me hacen falta sus
pasteles, aunque tienen un aspecto delicioso. Un penique de cobre es su precio, hoy.
Ah, y gracias. No lo lamentará. Ninian, préndele el broche a la dama… Como una
reina, señora, se lo aseguro. De veras, la propia reina Ygerne, que es la más
importante del país, os envidiaría. ¡Ninian! —exclamó en cuanto se fue la mujer,
pasando inmediatamente al habitual tono regañón que usaba con el muchacho—. ¡No
te quedes ahí mientras se te hace la boca agua! Ahora toma el penique y vete a buscar
un par de zapatos nuevos. Cuando vayamos al norte no puedo tenerte cojeando y
retrasándote con las suelas colgando como has venido haciendo durante todo el
camino…
—¡No! —Ni siquiera me di cuenta de que había hablado hasta que advertí que me
miraban fijamente. Incluso entonces no sé qué me impulsó a decir—: Deja que el
chico tome los pasteles, Beltane. La sandalias aguantarán, y mira, tiene hambre y el

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sol está alto.
Los ojos miopes del orfebre se fruncieron para clavarse en mí a contraluz.
Finalmente, con alguna sorpresa por mi parte, asintió con la cabeza mientras se
dirigía al muchacho en tono malhumorado:
—Está bien, vete para allá.
Ninian me dedicó una mirada luminosa y luego salió corriendo entre la multitud,
en pos de la compradora. Pensé que Beltane iba a pedirme explicaciones, pero no lo
hizo. Empezó a ordenar otra vez las mercancías, y tan sólo comentó:
—Tenéis razón, sin ninguna duda. Los jóvenes siempre están hambrientos, y éste
es formal y de confianza. Puede ir descalzo si es preciso, pero al menos dejémosle
llenar la barriga. Encontrar dulces no es muy frecuente, y los pasteles olían como un
auténtico festín. ¡Vaya que sí!
Mientras cabalgábamos hacia el oeste siguiendo la orilla del río Ulfino me
preguntó, con marcada preocupación en la voz:
—¿Qué sucede, mi señor? ¿Os encontráis mal?
Negué con la cabeza y no dijo nada más, pero con seguridad debió advertir que le
mentía, porque yo mismo con el viento veraniego podía notarme las frías lágrimas
sobre las mejillas.

Maese Blaise nos recibió en una confortable casita de piedra color arena,
edificada en torno a un pequeño patio plantado de manzanos con guías por las
paredes arriba y rosales que ocultaban los modernos pilares de base cuadrada.
Bastante tiempo atrás la casa perteneció a un molinero; por delante corría un
riachuelo cuyo desnivel se regulaba por saltos de agua escalonados y poco profundos,
y en los muretes de cuyas orillas había pequeños helechos y flores. Un centenar de
pasos más abajo de la casa el río desaparecía bajo una bóveda formada por hayas y
avellanos. Por encima de esta zona boscosa, en la fuerte pendiente que había detrás
de la casa, estaba el jardín vallado y bien expuesto al sol donde crecían las apreciadas
plantas del anciano.
Me reconoció inmediatamente, aunque habían pasado muchos años desde la
última vez que nos vimos. Vivía sin más compañía que sus dos jardineros, y una
mujer con su hija que se ocupaban de la casa y de guisarle la comida. Le mandó que
preparase las camas y la apremió tras los fogones con una regañina. Ulfino se
encaminó al establo para acomodar las mulas y Blaise y yo nos quedamos hablando
en total libertad.
En el norte la luz tarda en desaparecer, de modo que después de cenar salimos a la
terraza que daba sobre el río. El calor del día alentaba aún desde las piedras y el aire
de la noche olía a ciprés y a romero. Aquí y allá, entre las sombras que colgaban de
los árboles, se vislumbraba la pálida forma de una estatua. Desde alguna parte se oyó

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el canto de un zorzal, y el eco más sonoro de un ruiseñor. A mi lado, el anciano (el
magister artium, como ahora le gustaba denominarse) hablaba del pasado en un latín
romano puro, sin el menor acento. Era una noche que parecía trasplantada de Italia:
volvía a sentirme joven, en uno de mis viajes juveniles.
Yo hice otro tanto, y él sonreía de placer.
—Me gusta pensar así. Uno intenta atenerse a los valores civilizados de su época
de formación. ¿Sabías que estudié allí cuando era joven, antes de gozar el privilegio
de entrar al servicio de tu padre? ¡Qué años, aquellos! Ah, sí, aquellos fueron los
mejores años, pero cuando uno se hace viejo tal vez tiende demasiado a mirar hacia
atrás. Demasiado.
Le dije algo amable respecto a lo ventajoso que era esto para un historiador, y le
pregunté si me honraría con una lectura de su trabajo. Me había fijado en la lámpara
encendida sobre la mesa de piedra junto a los cipreses, y los rollos que estaban a
mano, junto a ella.
—¿De veras te interesa oírlo? —Se movió enseguida en aquella dirección—.
Algunas partes te interesarán enormemente, estoy seguro. Y hay una que creo que
podrás ayudarme a completar. Por suerte tengo el rollo aquí; sí, es éste… ¿Nos
sentamos? La piedra está seca, y la noche tolerablemente suave. Creo que no nos
haremos daño aquí, con los rosales…
La sección que eligió para leer era su relato de los acontecimientos tras el regreso
de Ambrosio a Gran Bretaña; la mayor parte de aquel tiempo él estuvo cerca de mi
padre, mientras que yo había estado fuera, comprometido en otras cosas. Cuando
terminó de leer me hizo algunas preguntas, y yo pude proporcionarle detalles de la
batalla final de Henguist en Kaerconan y el subsiguiente asedio de York, así como
sobre el trabajo de asentamiento y reconstrucción que vino después. Le completé
también los datos sobre la campaña que Úter prosiguió contra Gilomán en Irlanda. Yo
había ido allá con Úter, mientras Ambrosio se quedaba en Winchester; Blaise
permaneció allí con él, y a Blaise fue a quien debí el relato de la muerte de mi padre
mientras yo estaba allende el mar.
Volvió a contármelo.
—Aún me parece ver aquella enorme alcoba en Winchester, con los doctores y los
nobles allí presentes y tu padre acostado entre almohadones, próximo a la muerte
pero consciente, y dirigiéndose a ti como si estuvieras en la habitación. Yo estaba a su
lado, preparado para escribir cuanto fuera necesario, y más de una vez eché una
ojeada a los pies de la cama del rey, pensando casi que iba a verte allí. Y todo esto en
el mismo momento en que tú viajabas de vuelta de las guerras en Irlanda, trayendo
contigo la gran piedra para colocarla en su tumba.
Entonces empezó a asentir con la cabeza, como hacen los viejos, como si quisiera
regresar para siempre a las historias de los tiempos que ya se fueron. Le volví al

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presente:
—¿Y cuan lejos has llegado en tu relato de estos tiempos?
—Bueno, intento consignar todo lo que pasa. Pero ahora que estoy fuera del
centro de los acontecimientos y tengo que depender de lo que se cuenta desde la
ciudad o de cualquiera que venga a verme, es difícil saber de cuánto no llego a
enterarme. Tengo corresponsales, pero a veces son descuidados, sí, los jóvenes de
ahora ya no son lo que eran… Es una gran suerte que hayas venido por aquí, Merlín,
un gran día para mí. ¿Te quedarás? Todo el tiempo que quieras, querido muchacho;
habrás visto que vivimos con gran sencillez, pero es una buena vida, y aquí hay tanto
que contar aún, tanto… Y tienes que ver mis vides; sí, una uva blanca fina que si el
año ha sido bueno madura hasta poseer una dulzura maravillosa. Los higos se dan
bien aquí, y los melocotones, e incluso tengo cierto éxito con los granados de Italia.
—Esta vez no me puedo quedar, lo siento. —Se lo dije lamentándolo
sinceramente—. Tengo que salir para el norte mañana por la mañana. Pero si puedo,
volveré antes de que pase mucho tiempo, y además, con un montón de cosas que
contarte. ¡Te lo prometo! Ahora se están urdiendo grandes acontecimientos, y harás
un gran servicio a los hombres si los pones por escrito. Entretanto, me atrevo a
pedirte si querrás enviarme alguna carta de vez en cuando. Espero estar de regreso
junto a Arturo antes del invierno, y mantendré contacto contigo.
Su satisfacción era patente. Hablamos un ratito más y luego, cuando los insectos
voladores nocturnos empezaron a amontonarse junto a la lámpara, la llevamos dentro
con nosotros y nos fuimos a descansar.
La ventana de mi alcoba daba a la terraza donde habíamos estado sentados. Antes
de acostarme para dormir permanecí largo tiempo con los codos apoyados en el
alféizar mirando hacia fuera y aspirando los aromas de la noche que llegaban oleada
tras oleada con la brisa. El zorzal había cesado su canto y ahora el suave siseo del
agua al caer llenaba la noche. Una luna nueva pintaba su reverso y las estrellas habían
salido. Aquí, lejos de las luces y los sonidos de la ciudad o del pueblo, la noche era
profunda, el negro cielo se extendía insondable entre las esferas, hasta un mundo
inimaginable por donde paseaban los dioses, y los soles y las lunas se derramaban
como lluvias de pétalos. Hay alguna fuerza que atrae los ojos y los corazones de los
hombres hacia arriba y hacia afuera, más allá del pesado barro que los sujeta a la
tierra. La música puede arrebatarlos, y la luz de la luna y el amor, supongo, aunque
por entonces yo aún no lo había experimentado, excepto por lo que se refiere al culto
divino.
De nuevo brotaban las lágrimas, y las dejé caer. Ahora sabía qué clase de nube era
la que se extendía sobre mi horizonte desde aquel encuentro fortuito en el camino del
brezal. El cómo lo ignoraba, pero Ninian, aquel muchacho tan joven y callado y con
una gracia en la mirada y el movimiento que desmentía la degradante marca de

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esclavitud en su brazo, había tenido sobre sí el preaviso de la muerte. Una vez visto,
cualquier hombre podría haber llorado por ello. Pero yo, además, lloraba por mí
mismo, por Merlín el encantador, que lo vio y no pudo hacer nada; que caminaba por
sus propias alturas solitarias, donde parecía que nadie podría nunca acercársele.
Aquella noche en que los pájaros dejaron oír su reclamo en el brezal, en el tranquilo
rostro y los atentos ojos del muchacho capté un destello de lo que pudo haber sido.
Por vez primera desde los lejanos días en que yo me sentaba a los pies de Galapas
para aprender las artes de magia había visto a alguien que podía aprender de mí cosas
valiosas. No como otros que querían aprender para obtener poder o emociones, no
para proceder contra un enemigo o en favor de la codicia personal, sino porque había
vislumbrado, misteriosamente y con ojos de niño, cómo se mueven los dioses con los
vientos y hablan con el mar y duermen entre las suaves hierbas; y cómo el propio
Dios es la suma de todo cuanto hay en la faz de la maravillosa tierra. La magia es la
puerta a través de la cual el hombre mortal puede a veces avanzar para encontrar la
entrada en las hondonadas de las colinas que le permitirá penetrar en los vestíbulos de
ese otro mundo. De no ser por este brillante filo de la muerte, yo hubiera podido
franquearle esta entrada y cuando hubiera hecho falta, no mucho más tarde, haberle
dado la llave.
Y ahora había muerto. Creo que lo supe después de haber hablado en la plaza del
mercado. Mi súbita e irreflexiva protesta se produjo sin razón que yo supiera: el
conocimiento me vino más tarde. Y siempre, cuando hablé de esta manera, los
hombres hicieron sin preguntar lo que yo les ordenaba. De modo que al menos el
chico tuvo sus pasteles y un día de sol.
Me aparté del tenue brillo lunar y me acosté.

«Al menos tuvo sus pasteles y un día de sol». Beltane, el orfebre, nos lo contó a la
noche siguiente mientras compartíamos la cena en la posada de la ciudad. Estaba
poco hablador, lo que era inusual en él, y parecía aturdido, pegándose a nuestra
compañía como, pese a su lengua mordaz, debía haberse pegado a la del muchacho.
—Pero…, ¡ahogado! —exclamó Ulfino en tono incrédulo, aunque capté en él una
mirada que me dio a entender que empezaba a relacionar y a comprender algunos
hechos—. ¿Cómo ocurrió?
—Por la noche, a la hora de cenar, me acompañó aquí y empaquetó las cosas.
Habíamos tenido un buen día y la bolsa se había llenado; estábamos seguros de que
íbamos a comer bien. El chico había trabajado duro, así que cuando vio que algunos
muchachos bajaban a tomar un baño en el río, me preguntó si podía ir con ellos. Era
una buena ocasión para lavarse… y había sido un día caluroso y los pies de la gente
levantan un montón de polvo, e incluso estiércol, en los mercados. Le dejé ir. Lo
siguiente que pasó fue que los chicos volvieron corriendo, contándome lo que había

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sucedido. Debió de poner los pies en un hoyo y resbalaría hacia dentro. Es un río
traicionero, me dijeron… ¿Cómo iba yo a saberlo? ¿Cómo podía saberlo? Cuando
llegamos el día anterior el vado parecía tan poco profundo, tan seguro…
—¿Y el cuerpo? —preguntó Ulfino tras una pausa, al ver que yo no iba a hablar.
—Desaparecido. Según dijeron los muchachos se fue río abajo, como un leño en
la corriente. Lo fueron siguiendo como una media legua, pero ninguno de ellos pudo
acercársele, y luego desapareció. Es una mala muerte, la muerte de un cachorro.
Habría que encontrarlo y enterrarlo como a un ser humano.
Ulfino dijo algo amable y un rato después cesaron las lamentaciones del
hombrecillo; llegó la cena y se las arregló para comer y beber, y era lo mejor que
podía hacer.
A la mañana siguiente el sol lucía de nuevo y salimos hacia el norte, los tres
juntos, y cuatro días después alcanzamos la región de los Votadini, que en lengua
británica se llama Manau Guotodin.

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Capítulo XI
Unos diez días más tarde, después de detenernos dos veces para vender, llegamos
a Dunpeldyr, la ciudad de Lot. Era el atardecer de un día nublado y estaba lloviendo.
Tuvimos bastante suerte al encontrar alojamiento apropiado en una posada junto a la
puerta sur.
La ciudad era poco más que un apiñado conjunto de casas y comercios al pie de
un gran peñasco en el que se alzaba el castillo.
En el pasado, el peñasco había contenido enteramente la plaza fuerte, pero ahora
las casas se agrupaban de cualquier modo entre los acantilados y el río, y en las
pendientes del propio despeñadero trepando hacia los muros del castillo. El río (otro
Tyne) rodea en una hoz la base del precipicio y luego discurre en un amplio meandro
cruzando más o menos una milla de tierra llana hasta alcanzar su arenoso estuario. A
lo largo de sus riberas se arraciman las casas, y las embarcaciones se detienen junto a
las orillas de guijarros. Hay dos puentes, uno de madera maciza montada sobre
pilares de piedra que lleva la carretera hasta la puerta principal superior del castillo, y
otro de tablas y de arcada corta que conduce a un sendero empinado que da acceso a
la puerta lateral del castillo. Aquí no se construyó carretera; esta parte creció sin
planificación ninguna y, por cierto, sin belleza ni atractivo. La ciudad es pobre, con
casas de adobe techadas con tepes y empinadas callejuelas que en tiempo tormentoso
se convierten en torrentes de agua sucia. El río, que sólo un poco más allá es tan
hermoso, está aquí lleno de hierbajos y escombros. Entre el despeñadero y el río,
hacia el este, se celebra el mercado. Allí expondría Beltane sus mercancías al día
siguiente.
Una cosa sabía yo que debía hacer sin falta. Si Beltane iba a ser «mis ojos» dentro
del castillo, por más irónico que resultara, ni Ulfino ni yo debíamos ser vistos en su
compañía; por otra parte, dado que tenía absoluta necesidad de un ayudante, habría
que encontrar a alguien que reemplazara al muchacho ahogado.
Mientras íbamos de camino hacia el norte Beltane no había tomado ninguna
iniciativa en este sentido, y ahora se deshacía en gratitud cuando me ofrecí para
ocuparme de ello por cuenta suya.
A corta distancia fuera de las puertas de la ciudad advertí que había una cantera;
no era gran cosa, pero aún funcionaba. A la mañana siguiente, cuidadosamente
protegido en el anonimato mediante una raída capa de color parduzco amarillento, me
llegué hasta allá y busqué al patrón, un matón grandote de aspecto simpático que se
paseaba entre unas obras semiabandonadas y unos obreros igualmente abandonados,
como un señor que en verano toma el aire en su finca campestre.
Me miró de pies a cabeza con un aire levemente desdeñoso.
—Los criados robustos salen caros, amigo mío. —Se notaba que mientras hablaba

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estaba haciendo sus valoraciones respecto a mí, lo que le sugirió a una respuesta
bastante mezquina—: Y no tengo ninguno de sobra. Uno pilla a toda la gentuza del
lugar, como…, presos, criminales, todo. Ni uno que pudiera ser esclavo en una casa
decente, o que resultara de fiar en una granja, o en cualquier tipo de trabajo que
requiriese una mínima pericia. Y el músculo sale caro. Será mejor que esperes a la
feria. Entonces llegan de todas clases, se alquilan ellos y sus familias, o se venden a sí
mismos o a sus mocosos a cambio de comida. Sin embargo, para conseguirlo deberías
esperar al invierno: el mal tiempo abarata el mercado.
—No deseo esperar. Puedo pagar. Yo viajo y necesito un hombre o un mozo. No
es preciso que posea ninguna habilidad especial, únicamente que sea limpio y leal a
su dueño, y que tenga la suficiente fortaleza para viajar, incluso en invierno cuando
las carreteras están peor.
Según le hablaba, sus modales se volvieron más corteses y la valoración que
había hecho de mí subió un punto o dos:
—¿Viajes? ¿Y a qué te dedicas?
No vi razón para explicarle que el criado no era para mí.
—Soy médico.
Mi respuesta tuvo el mismo efecto que producía nueve veces de cada diez.
Empezó a explicarme con vehemencia todos sus variados achaques, que eran
abundantes desde que sobrepasó los cuarenta años.
—Bueno —decidí, cuando hubo terminado—. Creo que puedo ayudarte, pero eso
tiene que ser recíproco. Si tienes un peón apropiado que puedas cederme como criado
(y será bastante barato dada la gentuza que dices tener aquí), entonces quizá
podríamos hacer un trato. Ah, otra cosa. Como comprenderás, en mi oficio hay
secretos que guardar. No quiero bocazas; debe ser parco en palabras.
A esto, el tunante me miró fijamente, luego se golpeó el muslo y se echó a reír,
como si se tratara de la broma más divertida del mundo. Volvió, la cabeza y llamó a
voces:
—¡Casso! ¡Ven aquí! ¡Rápido, zoquete! ¡Tienes suerte, zagal, y un nuevo dueño,
y una nueva y hermosa vida aventurera!
Un joven alto y flaco se destacó entre una cuadrilla que estaba picando piedra
bajo una cubierta que parecía estar a punto de derrumbarse. Se incorporó despacio y
miró sorprendido antes de soltar el mango del pico y ponerse a caminar hacia
nosotros.
—Te cederé éste, maese doctor —dijo el patrón en tono divertido—. Es
exactamente lo que andabas buscando —y volvió a estallar en abundantes carcajadas.
El joven se acercó y se quedó en pie, con los brazos colgando y los ojos bajos.
Tendría unos dieciocho o diecinueve años, poco más o menos. Parecía bastante fuerte
(tendría que serlo para haber sobrevivido más de seis meses a aquella vida), pero

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estúpido hasta el grado de idiocia.
—¿Casso? —le dije.
Alzó la vista y descubrí que estaba simplemente exhausto. En una vida sin
esperanza ni placer no tenía objeto gastar energía pensando.
Su dueño estaba riéndose otra vez.
—Es inútil hablarle. Si quieres saber algo tienes que preguntármelo a mí, o tratar
de averiguarlo por tu cuenta. —Tomó la muñeca del chico y le sostuvo en alto el
brazo—. ¿Ves? Fuerte como una mula, y en buen estado físico. Y suficientemente
discreto, incluso para ti. Discreto como el demonio es nuestro Casso. Es mudo.
El joven no parecía enterarse del asunto más que lo haría una mula pero, a la
última frase, sus ojos se volvieron a encontrar brevemente con los míos. Me había
equivocado. Allí había pensamiento y, con él, esperanza; vi morir la esperanza.
—¿Pero no sordo por añadidura, imagino? ¿Y sabes cuál fue la causa? —
pregunté.
—Tal vez te lo aclare su propia estúpida lengua. —Empezaba otra vez una gran
risotada, pero advirtió mi mirada y en vez de reír se aclaró la garganta—. Aquí no
puedes hacer ninguna cura, maese doctor, la lengua no está. Nunca supe las razones
de ello, pero sé que estuvo sirviendo abajo, en Bremenium, y según he oído, en otro
tiempo abría demasiado la boca y con demasiada frecuencia. No es el rey Aguisán
persona que aguante insolencias… Ah, bueno, pero se aprendió la lección. Yo lo
conseguí con un lote de trabajadores después de que se reparasen los puentes de la
ciudad. No me dio ningún problema. Y por lo que yo sé, esto sucedió en la casa en
que estuvo sirviendo antes, así que harás un buen negocio con un joven y escogido…
¡Eh, vosotros!
Mientras hablaba la mirada se le iba de vez en cuando hacia la cuadrilla que
trabajaba la piedra. Ahora se acercó a ellos, gritando algunos improperios a esta
«escoria ociosa» que había aprovechado la oportunidad para trabajar más despacio.
Miré pensativamente a Casso. Había captado en su rostro la expresión de la
mirada, y la rápida e involuntaria sacudida de cabeza cuando el amo pronunció la
palabra «insolencia». Le pregunté:
—¿Estuviste sirviendo en casa de Aguisán?
Un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ya comprendo. —Desde luego, lo pensaba como lo decía. Aguisán era un
hombre de pésima reputación, un chacal para el lobo de Lot que tenía su cubil en los
restos de la fortaleza de Bremenium en la cima de las colinas de cara al sur. Allí
sucedían cosas que una persona decente sólo de lejos podía imaginar. Yo había oído
rumores acerca de su manía de utilizar esclavos mudos o ciegos.
—¿Me equivoco al pensar que viste algo que no te estaba permitido contar?
Otro gesto afirmativo. Esta vez mantuvo los ojos fijos en mí. Debía haber pasado

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bastante tiempo desde la última vez que alguien intentase alguna forma de
comunicación con él, siquiera tan limitada como ésta.
—Me lo figuraba. Yo mismo he oído cosas del tal rey Aguisán. ¿Sabes leer o
escribir, Casso?
Un gesto negativo con la cabeza.
—Puedes dar gracias —contesté irónicamente—. Si supieras, a estas horas
estarías muerto.
El amo tenía de nuevo a la cuadrilla trabajando a su entera satisfacción. Venía
hacia nosotros. Pensé con rapidez.
La mudez del joven no tenía por qué resultar una desventaja para Beltane, que era
sobradamente capaz de mantener su propia charla; pero mi gestión iba encaminada a
que el nuevo esclavo pudiera actuar como «los ojos» de su dueño mientras
estuviéramos en Dunpeldyr. Ahora me daba cuenta de que no había necesidad de ello:
Beltane estaba suficientemente capacitado para investigar por sí mismo todo lo que
sucediera en la plaza fuerte de Lot. Su vista no era buena, pero su oído sí, y podría
contarnos lo que se decía: cómo fuese el lugar poco importaría. Si cuando nos
fuéramos de Dunpeldyr el orfebre necesitara un criado diferente, sin duda podríamos
encontrarlo. Pero ahora el tiempo apremiaba y en este caso tenía la plena seguridad
de que obtenía discreción, aunque fuera forzosa, y la lealtad nacida de la gratitud.
—¿Qué hacemos? —preguntó el amo.
—Uno que ha sobrevivido después de servir en Bremenium será, a buen seguro,
suficientemente fuerte para todo cuando pueda requerir de él. Muy bien. Lo tomaré
—le respondí.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —A grandes voces, el individuo se puso a
deshacerse en tales elogios acerca de mi juicio y las variadas excelencias de Casso,
que empecé a preguntarme si los esclavos le pertenecían de veras para disponer de
ellos o si estaba buscando una manera de llenar su bolsa para luego, tal vez, informar
a sus patrones de que el joven había muerto.
Cuando empezó sus regateos sobre el precio envié a Casso a recoger sus
pertenencias, y le indiqué que me esperase en la carretera. Nunca he entendido por
qué, por el hecho de que un hombre sea un cautivo o una adquisición de otro, deba
ser despojado de una dignidad elemental. Incluso un caballo o un perro se esfuerzan
al máximo para conservar la propia estima.
En cuanto se fue me volví hacia el patrón de la cantera:
—Si te acuerdas, habíamos convenido que te pagaría una parte del precio en
medicinas. Me encontrarás en la posada de la puerta sur. Si vienes esta noche o envías
a alguien preguntando por maese Emrys, habré preparado las medicinas y estarán a
punto para que alguien las recoja. Y ahora, por lo que respecta al resto del precio…
Al fin nos pusimos de acuerdo y, seguido por mi nueva adquisición, tomé el

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camino de regreso a la posada.
El rostro de Casso se demudó cuando oyó que no era a mí a quien iba a servir
sino a Beltane, pero a medida que avanzaba la noche, con la cálida atmósfera, la
buena comida y la animada compañía que llenaba el mesón parecía una planta que,
moribunda en la oscuridad, de repente hubiera sido puesta en agua y a la luz del sol.
Beltane me estaba francamente agradecido, y casi inmediatamente se lanzó a
ofrecerle a Casso una detallada y gozosa exposición de su arte. Difícilmente hubiera
podido el joven encontrar un puesto en el que su mutilación importara menos. A
medida que transcurría la noche sospeché que Beltane empezaba a considerar como
una ventaja a su favor el tener un criado mudo.
Ninian había sido muy poco hablador, pero al fin y al cabo él tampoco le
escuchaba. Casso estaba pendiente de todo, tocando las piezas con sus manos callosas
mientras su cerebro despertaba del entumecimiento provocado por un trabajo
agotador y desesperanzado y, tal como podía observarse, se expansionaba en su
íntimo disfrute.
La posada era demasiado pequeña —y nosotros ostensiblemente demasiado
pobres— como para poder tener un dormitorio privado, pero al final del comedor,
más allá de la chimenea, había un hueco bastante grande, con una mesa y unos
bancos gemelos, que podría resultar suficientemente privado. Nadie reparó apenas en
nosotros y permanecimos en nuestro rincón toda la velada, atentos a los cotillees que
llegaban al mesón. No había acontecimientos, pero sí gran cantidad de rumores. El
más importante era que Arturo había entablado y ganado dos combates más y que los
sajones habían aceptado unas condiciones. El Gran Rey iba a quedarse algún tiempo
más en Linnuis, pero podía esperarse la vuelta de Lot a casa en cualquier momento,
según se decía.
De hecho transcurrieron cuatro días más antes de que llegara.
Yo pasaba el día dentro de la posada, escribiendo a Ygerne y a Arturo, y por la
noche procuraba familiarizarme con la ciudad y sus alrededores. La ciudad era
pequeña y no atraía a demasiados forasteros. Por ello, como no quería llamar la
atención, salía a la hora del crepúsculo, cuando la mayoría de la población estaba
cenando. Por la misma razón no anuncié mi profesión: cualquiera que se acercara a
nuestro grupo sentía inmediatamente reclamada su atención por Beltane y ya no
estaba pendiente de nada más. Me imagino que me tomaban por una especie de
escribiente de poca categoría. Ulfino solía rondar por las puertas de la ciudad
recogiendo cuantas novedades podía y esperando noticias de la llegada de Lot.
Beltane, que nada sabía ni sospechaba, manejaba su negocio. Plantó su hornillo en la
plaza próxima a la posada y empezó a enseñar a Casso los primeros rudimentos del
oficio de reparador.
Inevitablemente, esto atrajo el interés y luego la clientela, y poco después el

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orfebre estaba haciendo buenos negocios.
Al tercer día, este montaje desembocó precisamente en el resultado que todos
habíamos estado esperando. La muchacha Lind, al pasar un día por la plaza del
mercado y ver a Beltane, se le acercó y se dio a conocer. Beltane le entregó un
mensaje para su dueña y una hebilla para ella, y pronto obtuvo su recompensa. Al día
siguiente fue llamado al castillo, y salió para allá de modo triunfal, seguido de Casso
y todo su cargamento.
Aunque Casso no hubiera sido mudo, ninguna información hubiera podido
aportar. Cuando ambos traspasaron el postigo de entrada, Casso fue retenido para que
esperase en la garita del portero mientras un criado de más categoría conducía al
orfebre hasta los aposentos de la reina.
Regresó a la posada al anochecer henchido de noticias. Pese a todo lo que contaba
sobre personas importantes, ésta era la primera vez que entraba en una mansión real,
y Morcadés la primera reina que luciría sus joyas. La admiración que ella le había
despertado en York había subido ahora en grado máximo, hasta la adoración. De
cerca, su belleza rosácea y dorada actuaba como una droga, incluso sobre él. Durante
la cena nos lo estuvo explicando todo hasta el menor detalle, obviamente sin dudar ni
por un instante de que yo quedaría absorto por cualquier chismorreo que él pudiera
contarme. Nos obsequió a Casso y a mí —ya que Ulfino aún estaba fuera— con un
relato palabra por palabra sobre todo cuando fue dicho, la finura de la reina, los
elogios a su trabajo, su generosidad al comprarle tres piezas y aceptar una cuarta;
incluso sobre el perfume que usaba. Por otra parte, se esforzó al máximo en la
descripción de su belleza y del esplendor de la sala en que le recibiera, pero en este
caso todo versaba únicamente sobre impresiones: la pintura que nos transmitió era
una perfumada neblina de luz y color: la fresca luminosidad de una ventana que
recorría el brillo de una túnica ambarina y encendía el maravilloso cabello de oro
rosado, el crujir de la seda, el crepitar de los leños encendidos en el día gris… Y
además, la música; la voz de la muchacha susurrando una canción de cuna.
—¿O sea que el niño estaba allí?
—¡Claro! Dormía en una cuna alta cerca del fuego. Pude verla allí, sí, claramente,
en el contraluz de las llamas; y a la chica, meciéndola y cantando. La cuna tenía un
dosel de gasa y seda, con una campanilla que sonaba cuando la muchacha la mecía y
que destellaba a la luz del fuego. Una cuna regia. ¡Qué hermosa escena! Sólo por esto
hubiera deseado que mis viejos ojos fueran otros.
—Y al niño, ¿también le visteis?
Parecía que no. El niño se despertó una vez y lloró un poquito, de modo que la
niñera lo hizo callar sin sacarlo de entre las mantas. En aquel momento la reina se
estaba probando una gargantilla y sin volver la cabeza tomó el espejo de la mano de
la muchacha y le mandó que fuera a cantarle al bebé.

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—Una linda voz —comentó Beltane—, pero la cancioncilla un poco triste. Y, de
verdad, difícilmente hubiera yo reconocido a la doncella si no hubiera venido a
hablarme ayer. Tan delgada y sigilosa como un ratón, y su voz que se afinaba,
demasiado, como si se fuera consumiendo. Lind se llama, ¿os lo dije? Un nombre
extraño para una doncella, ¿a que sí? ¿No significa «serpiente»?
—Eso creo. ¿Oísteis el nombre del niño?
—Le llamaron Mordred.
Beltane tendía a insistir en su descripción de la cuna y en la hermosa escena
formada por la joven meciéndola y cantando, pero le hice volver a lo que importaba:
—¿Dijeron algo sobre la llegada a casa del rey Lot?
Beltane, artista que orientaba su mente sólo hacia una dirección, ni siquiera
percibió las implicaciones de la pregunta. Le esperaban en cualquier momento, me
explicó alegremente. La reina le había parecido tan excitada como una chiquilla. De
veras, no podía hablar de otra cosa. ¿Le gustaría a su señor la gargantilla? ¿Los
pendientes conseguían que sus ojos se vieran más brillantes? ¡Toma!, añadió Beltane,
¡si la mitad de la compra la consiguió gracias a la venida del rey!
—¿Y no parecía tener miedo?
—¿Miedo? —Me miró sin expresión—. No. ¿Por qué debería tenerlo? Se la veía
feliz y excitada. «Esperad —les decía a sus damas, igual que haría cualquier joven
madre cuyo marido se hubiera ido a la guerra—, esperad sólo a que mi señor vea el
precioso hijo que le he dado, y tan parecido a su padre como un lobo a otro lobo». Y
se reía una y otra vez. Era una broma, ¿entendéis, maese Emrys? En estas tierras a
Lot le llaman el Lobo y él se enorgullece, lo que es sencillamente natural entre
pueblos tan salvajes como éstos del norte. No era más que una broma. ¿Por qué
habría de tener miedo?
—Estaba pensando en los rumores que ya mencionasteis una vez. Me contasteis
cosas que habíais oído en York, y dijisteis que en aquel momento había miradas y
cuchicheos entre la gente sencilla del pueblo, en la plaza del mercado.
—¡Ah, aquello, sí…! Bueno, pero no eran más que habladurías. Ya sé a qué os
referís, maese Emrys: a las maliciosas historias que corrieron en torno al asunto. Ya
sabéis, eso sucede siempre que un nacimiento tiene lugar antes de tiempo, y
tratándose de la casa del rey tenía que haber aún más habladurías, porque hay más
intrigas, podríamos decir.
—¿De modo que nació antes de tiempo?
—Sí, eso dicen. Los pilló a todos por sorpresa. Nació antes incluso de que pudiera
llegar aquí el propio médico del rey, que fue enviado al norte desde donde estaba el
ejército para atender a la reina. Las mujeres la asistieron en el parto, y gracias a Dios
todo fue bien. ¿Recordáis que nos dijeron que era un niño enfermizo? En efecto, yo
podría decir otro tanto por la forma en que lloraba. Pero ahora se desarrolla bien y

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gana peso. La doncella Lind me lo dijo, cuando hablé con ella de camino hacia la
salida. «¿Y es cierto que es la viva imagen del rey Lot?», le pregunté. Ella me lanzó
una mirada que fue tanto como decir que quería acallar la murmuración, pero todo lo
que dijo en voz alta fue: «Sí, lo más parecido posible».
Se inclinó hacia delante, apoyado en la mesa y, moviendo la cabeza con animado
énfasis, prosiguió:
—Así que ya lo veis, todo era mentira, maese Emrys. Y, la verdad, no hay más
que hablar con ella. ¿Esta hermosa criatura engañando a su señor? ¡Toma, si parecía
como si volviera a ser una novia pensando sólo en él, en su vuelta a casa! ¡Y se reiría
con esta deliciosa risa, como la campanilla de plata de la cuna! Oh, sí, podéis estar
seguro de que estos cuentos son todos mentira. Que se hayan hecho correr en York
por quienes tienen motivo para sentirse envidiosos, puede ser… Ya sabéis a quién me
refiero, ¿verdad? Y el chiquillo, su retrato. Todos diciendo lo mismo: «El rey Lot se
verá a sí mismo como en un espejo, tan cierto como os veis vos misma, señora.
Miradlo, su retrato, el corderito…» Ya sabéis cómo hablan las mujeres, maese Emrys.
«El vivo retrato de su real padre».
De este tenor seguía hablando mientras Casso, ocupado en pulir unas hebillas
baratas, escuchaba y sonreía, en tanto que yo, tan sólo un poco menos silencioso, le
dejaba continuar su charla mientras seguía el hilo de mis propios pensamientos.
¿Como su padre? Cabello oscuro, ojos oscuros, la descripción podía cuadrar a
ambos, a Lot y a Arturo. ¿Había aquí alguna remota posibilidad de que la suerte
estuviera del lado de Arturo? ¿De que hubiera concebido de Lot y luego sedujera a
Arturo en un intento de encadenarlo a ella?
De mala gana, aparté la esperanza. Cuando en Luguvallium descubrí el hado
amenazante fue en una época de poder. Y ni siquiera necesité que me lo contaran para
recelar de Morcadés. Había ido al norte para vigilarla, y ahora el nuevo fragmento de
información que acababa de oír por medio de Beltane podía muy bien explicarme qué
era lo que debía vigilar.
En aquel momento entró Ulfino, sacudiendo la fina lluvia de su capa. Miró de un
lado a otro, nos vio y me hizo una señal apenas perceptible. Me puse en pie y, tras
unas palabras a Beltane, fui hacia él.
—Hay noticias —dijo en voz baja—. El mensajero de la reina acaba de llegar. Lo
he visto. El caballo había sufrido una dura cabalgada, estaba extenuado. ¿Os conté
que me relacionaba con uno de los guardias de la puerta de entrada? Dice que el rey
Lot va camino de casa. Viaja deprisa. Le están esperando para esta noche o mañana.
—Gracias —le respondí—. Y ahora, has estado fuera todo el día, de modo que
ponte ropa seca y toma algo de comer. Precisamente acabo de enterarme por Beltane
de algo que me inclina a creer que una vigilancia en el postigo de entrada podría ser
provechosa. Después te contaré. Cuando hayas comido, baja y reúnete conmigo. Voy

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a buscar un lugar seco para esperarte, en donde no seamos vistos. —Nos acercamos a
los demás y pregunté—: Beltane, ¿puedes dejarme a Casso por media hora?
—Por supuesto, por supuesto. Pero después lo necesitaré. Tengo que devolver
esto mañana, con esta hebilla reparada para el chambelán y para ello necesito la
ayuda de Casso.
—No me lo quedaré. ¿Vamos, Casso?
El esclavo ya se había puesto en pie. En tono aprensivo, Ulfino preguntó:
—¿Así que ya sabéis qué hay que hacer ahora?
—Estoy haciendo conjeturas —le expliqué—. En esto no tengo ningún poder, tal
como te dije. —Hablaba en tono tranquilo, y con el vocerío del mesón Beltane no
pudo oírme, pero sí Casso, quien pasó rápidamente la vista de mí a Ulfino, para
volver a mí. Le sonreí—. Esto no te concierne. Ulfino y yo tenemos asuntos aquí que
no te afectan a ti ni a tu dueño. Ahora ven conmigo.
—Puedo ir yo —intervino rápido Ulfino.
—No. Haz lo que te he dicho, y primero come. Puede resultar una larga
vigilancia. Casso…
Anduvimos a través del laberinto de sucias callejuelas. La lluvia, ahora regular,
formaba turbios charcos en los que se esparcía el maloliente estiércol. Las luces que
sobresalían en algunas casas eran débiles, destellos de llamas humeantes protegidas
de la húmeda noche por trozos de cuero o de arpillera. Nada dificultaba nuestra
inspección nocturna y dentro de poco podríamos abrirnos paso por un camino limpio
gracias a los relucientes arroyos. Un momento después, el terraplén arbolado en el
declive de la roca del castillo apareció por encima de nosotros. Un farol colgado en lo
alto de la negrura indicaba la situación de la puerta pequeña.
Casso, que venía tras de mí, me tocó el brazo y señaló hacia un callejón estrecho,
poco más que un embudo para el agua de lluvia, que bajaba en fuerte pendiente.
Nunca había yo pasado antes por este camino. Al fondo, y por encima del siseo
continuado de la lluvia, pude oír el rumor del río.
—¿Un atajo para el puente de a pie? —pregunté.
Afirmó con la cabeza enérgicamente.
Descendimos con tiento al pisar los sucios guijarros. El bramido del río crecía.
Pude ver el agua blanca del rompiente y, contra él, la rueda de un molino. Más allá,
perfilado por la trémula luz reflejada desde la espuma, estaba el puente para
viandantes.
No había nadie alrededor. El molino no funcionaba; probablemente el molinero
viviría arriba, pero había cerrado las puertas y no se veía ninguna luz. Un estrecho
sendero profundamente embarrado conducía, más allá del cerrado molino y a lo largo
de las empapadas hierbas de la orilla del río, hasta el puente.
Me preguntaba con cierta irritación por qué eligió Casso este camino. Debía de

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haber comprendido que era necesaria alguna discreción, aunque la calle principal, con
este tiempo y a esta hora, con toda seguridad estaría desierta. Pero entonces unas
voces y la oscilante luz de la linterna me hizo subir rápidamente a refugiarme en el
portal del molino.
Tres hombres bajaban por la calle. Iban apresurados, hablando entre sí en voz
baja. Vi una botella que pasaba de mano en mano.
Sin duda, criados del castillo volviendo de la taberna. Se detuvieron al final del
puente y miraron atrás. Ahora pude advertir que sus movimientos tenían un aire
furtivo. Uno de ellos dijo algo y hubo una risa, rápidamente sofocada. Reanudaron la
marcha, pero no antes de que les hubiera visto con suficiente claridad a la luz de la
linterna: iban armados y estaban sobrios.
Casso permanecía junto a mí, muy cerca, con la espalda apretada contra la oscura
puerta. Los hombres no habían mirado en nuestra dirección. Se fueron rápidamente
por el puente. Sus pasos sonaron huecos sobre las tablas mojadas.
La luz al pasar me había dejado ver algo: justo después del molino, en la esquina
del callejón, otro portal permanecía abierto.
A juzgar por el montón de madera almacenada y los aros de rueda aserrados que
estaban en una zona del patio llena de maleza, interpreté que sería el taller de un
carretero. Por la noche estaba abandonado, pero dentro del cobertizo principal aún
brillaban los restos de una fogata. Desde esta oscuridad protectora podría oír y ver a
todos cuantos se aproximaran al puente.
Casso corrió ante mí al interior de la cálida cueva del almacén y sacó un par de
haces de leña. Los llevó junto al fuego e hizo ademán de echarlos entre las cenizas.
—Sólo uno —le dije en voz baja—. ¡Bravo! Ahora, si vuelves a buscar a Ulfino y
lo traes aquí conmigo, puedes ir tú también a secarte y calentarte, y olvídate
totalmente de nosotros.
Un gesto afirmativo con la cabeza y luego, sonriendo, una pantomima para darme
a entender que mi secreto, fuera cual fuese, estaría a salvo con él. Dios sabe qué
pensaba que estaba haciendo: una cita, tal vez, o una labor de espía. Incluso en este
caso, él sabía de esto tanto como yo.
—Casso, ¿te gustaría aprender a leer y a escribir?
Inmovilidad. La sonrisa desapareció. En el creciente brillo vacilante del fuego le
vi rígido, todo ojos, incrédulo, como el viajero perdido que contra toda esperanza
tiene la pista en la mano. Una vez más dio nerviosas sacudidas de asentimiento con la
cabeza.
—Ya veré lo que se te puede enseñar. Ahora vete, y gracias. Buenas noches.
Salió corriendo como si el apestoso callejón fuera tan luminoso como la luz del
día. Hacia mitad de la cuesta le vi saltando y brincando como un animal joven al que
de pronto se hubiera dejado salir de su encierro en una hermosa mañana. Sin ruido

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regresé al taller abriéndome paso más allá de las llantas de ruedas y el pesado mazo
que estaba apoyado en el montón de radios. Cerca de la chimenea se encontraba el
taburete que utilizaría el mozo encargado del funcionamiento del fuelle. Me senté a
esperar y extendí mi capa húmeda al calor del fuego.
En el exterior, apagando el sonido suave de la lluvia, el agua del rompiente
bramaba. Una paleta suelta de la rueda principal, martilleada por el agua, producía un
rumor sordo. Un par de perros hambrientos corrían por allí, peleándose por alguna
horrible pieza obtenida en el muladar. El taller del carretero olía a madera tierna, a
savia secándose y a nudos de olmo quemados. El débil siseo del fuego era claramente
audible en la cálida oscuridad con el fondo de los ruidos exteriores del agua. El
tiempo pasaba.
Anteriormente ya había estado otra vez sentado como ahora, solo junto a un
fuego, con la mente puesta en la sala donde tenía lugar un nacimiento, y el destino de
un niño me era revelado por el dios. Eso fue en una noche estrellada, con el viento
soplando sobre un mar limpio y la gran reina de las estrellas brillando. Entonces yo
era joven, seguro de mí mismo y del dios que me guiaba. Ahora no estaba seguro de
nada, excepto de que mis esperanzas para desviar cualquier intriga diabólica de
Morcadés eran parejas a las de una rama seca para contener la fuerza del rompiente.
Pero el poder que residía en el conocimiento, éste sí lo tendría.
Conjeturas humanas me habían traído hasta aquí, y había que ver si había
interpretado correctamente a la hechicera. Y aunque mi dios me hubiera abandonado,
tenía todavía más poder que el que se otorga al común de los mortales: tenía un rey a
mi alcance.
Y ahora aquí estaba Ulfino, para compartir conmigo esta vigilia como lo había
hecho en Tintagel. No oí nada hasta que le vi en el portal ocultando con su cuerpo el
sombrío cielo.
—Por aquí —le indiqué, y entró, avanzando a tientas hacia el resplandor del
fuego.
—¿Todavía nada, príncipe?
—Nada.
—¿Qué estáis esperando?
—No estoy muy seguro, pero pienso que esta noche alguien pasará por aquí,
enviado por la reina.
En la oscuridad noté que se volvía hacia mí para mirarme con curiosidad.
—¿Porque se espera la vuelta de Lot a casa?
—Sí. ¿Hay más noticias sobre eso?
—Únicamente lo que os dije antes. Se figuran que se dará mucha prisa para llegar
a casa. Podría estar aquí muy pronto.
—Yo también pienso lo mismo. En cualquier caso, Morcadés tendrá que

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asegurarse.
—¿Asegurarse de qué, príncipe?
—De poder contar con el hijo del Gran Rey.
Una pausa.
—¿Queréis decir que…? ¿Pensáis que lo sustituirán, por si Lot se cree los
rumores y mata al chiquillo? Pero en tal caso…
—¿Sí? ¿En tal caso…?
—Nada, mi señor. Me preguntaba, eso es todo… ¿Creéis que se lo llevarán por
este camino?
—No. Creo que ya se lo han llevado.
—¿Se lo han llevado? ¿Visteis por dónde?
—No desde que estoy aquí. Pienso que, con toda seguridad, el bebé que está en el
castillo no es el hijo de Arturo. Lo han cambiado.
Un largo suspiro a mi lado en la oscuridad.
—¿Por miedo a Lot?
—Claro. Piénsalo, Ulfino. Pese a lo que Morcadés le haya podido contar a Lot, él
tiene que haber oído lo que todo el mundo está diciendo, incluso desde que se supo
que estaba encinta. La reina ha intentado convencerle de que es hijo suyo, pero
prematuro; y él puede creerla. Pero ¿crees que querrá correr el riesgo de que le esté
mintiendo y de que el hijo de algún otro hombre, al margen de que pueda ser de
Arturo, esté durmiendo en esta cuna y crezca, como heredero de Leonís? Crea lo que
crea, hay posibilidades de que mate al chico. Y Morcadés lo sabe.
—¿Pensáis que habrá oído los rumores de que podría ser del Gran Rey?
—Es del todo inevitable. Arturo no hizo un secreto de su visita a Morcadés
aquella noche y ella tampoco. Ella lo quiso así. Más tarde, cuando la obligué a
cambiar sus planes, ella pudo convencer o atemorizar a sus damas para que guardaran
el secreto, pero los guardias la vieron y a la mañana siguiente todos los hombres de
Luguvallium lo sabrían. Si así son las cosas, ¿qué puede hacer Lot? No toleraría un
bastardo de otro hombre cualquiera, pero de Arturo podría resultar peligroso.
Permaneció un rato callado.
—Esto me trae el recuerdo de Tintagel. No de la noche que facilitamos la entrada
del rey Úter, sino del otro momento, cuando la reina Ygerne os entregó a Arturo para
mantenerlo a distancia del rey Úter.
—Sí.
—Mi señor, ¿estáis planeando también el llevaros a este chiquillo para salvarlo de
Lot?
Su voz, forzadamente baja como era, sonó muy tenue y ligeramente deformada.
Apenas le presté atención: en algún lugar a lo lejos, en la oscuridad de la noche y más
allá del ruido de la presa, acababa de oír golpes de cascos; no un sonido, sino más

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bien una vibración bajo los pies transmitida por la tierra. Luego el débil latido
desapareció y se oyó de nuevo el bramido del agua.
—¿Qué decías?
—Preguntaba, mi señor, cómo estáis tan seguro acerca del niño del castillo.
—Seguro de lo que me dicen los hechos, nada más. Fíjate. Ella mintió sobre la
fecha del nacimiento porque así podía hacer creer que el parto fue prematuro. Muy
bien, esto podía servir para salvar la cara, pero no más: esto siempre se ha hecho.
Pero fíjate en cómo lo hizo. Se las ingenió para que no estuviera presente ningún
doctor y entonces alegó que el nacimiento fue inesperado, y tan rápido que no se
pudo llamar a ningún testigo a su habitación, según es costumbre con los nacimientos
reales. Sólo sus damas, que son sus subordinadas.
—Bueno, ¿y por qué, príncipe? ¿Qué iba a conseguir con ello?
—Sólo eso: un niño para enseñarle a Lot y que pudiera matarlo si se diera el caso,
mientras el hijo de Arturo y de ella desaparecía libre de daño.
Una exclamación sofocada por el silencio:
—¿Queréis decir…?
—Los hechos encajan, ¿no? Ella puede haber arreglado ya un intercambio con
alguna otra mujer que esperase dar a luz en las mismas fechas, alguna desgraciada
que quisiera recibir unas monedas y mantener quieta la lengua, y estar contenta por la
oportunidad de amamantar al hijo de un rey. Fácilmente podemos imaginar lo que le
contaría Morcadés; la mujer no tendría la menor sospecha de que su hijo podía estar
en peligro. De manera que el niño cambiado vivía allí, en el castillo, mientras que el
hijo de Arturo, herramienta de poder de Morcadés, permanecía oculto por los
alrededores. Según mis conjeturas, no demasiado lejos. Querrían tener noticias suyas
de vez en cuando.
—Y si lo que decís es cierto, entonces, cuando Lot llegue aquí…
—Habrá algún movimiento. Si él causa algún daño a la criatura cambiada,
Morcadés deberá procurar que la madre no se entere de nada. Aunque quizá tenga
que encontrar otra casa para Mordred.
—Pero…
—Ulfino, nada podemos hacer para salvar al niño cambiado. Sólo Morcadés
podría salvarlo, si quisiera. Y no es completamente seguro que esté en peligro; a fin
de cuentas, Lot no es del todo un salvaje. Pero tú y yo correríamos hacia la muerte, y
el chiquillo con nosotros.
—Ya lo sé. Pero ¿qué pasa con todo eso que se comenta allá arriba, en el castillo?
Beltane os lo debió de contar. Estuvo hablando mientras yo cenaba. Quiero decir, que
el niño es tan parecido al rey Lot, su vivo retrato, todos lo repiten. ¿Puede esto según
vos no ser más que una conjetura, señor? ¿Y el chiquillo ser de Lot, después de todo?
Incluso la fecha podría ser cierta. Dicen que era un bebé enfermizo y pequeño.

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—Podría ser. Ya te dije que lo mío eran sólo conjeturas. Pero nosotros
alcanzamos a saber que la reina Morcadés obra con engaños, y que es enemiga de
Arturo. Sus actos y los de Lot hay que vigilarlos. El propio Arturo tendrá que saber,
excluyendo cualquier duda, cuál es la verdad.
—Claro, ya comprendo. Podríamos hacer una cosa: indagar quién tuvo un hijo
varón aproximadamente al mismo tiempo que la reina. Mañana puedo preguntar por
ahí, en la plaza. Tengo ya uno o dos compañeros de copas que pueden ser útiles.
—A la escala de una ciudad de estas dimensiones, dentro de una puntuación esto
representaría el valor de uno. Y no tenemos tiempo. ¡Escucha!
A través del suelo ascendía, ahora claramente, el trapalear de cascos. Un
escuadrón cabalgando con dureza. Luego el sonido más y más cerca, claro por
encima de los ruidos del río, y enseguida los ruidos de la ciudad y de la gente que se
apiñaba fuera para ver. Unos hombres que gritaban; el crujido de la madera sobre la
fábrica de piedra al abrir las puertas de golpe; el cascabeleo de los arneses y el
estruendo de las armaduras; los resoplidos de los caballos tras una dura cabalgada.
Más gritos, y el eco desde lo alto de la roca del castillo, por encima de nosotros, y
después el son de una trompeta.
El puente principal retumbaba. Las pesadas puertas rechinaron y se cerraron de
golpe. Los sonidos menguaron hacia el patio interior y se perdieron entre otros ruidos
más próximos.
Me puse en pie, anduve hacia la entrada del taller del carretero y miré hacia
arriba, más allá del tejado del molino, hacia donde el castillo se destacaba
contrastando con la nublada noche. La lluvia había cesado, había luces moviéndose.
Las ventanas se iluminaban y se apagaban a medida que los criados del rey le
alumbraban a través del castillo. En la parte oeste, dos ventanas brillaban con luz
suave. Las luces móviles llegaron hasta allí, y se quedaron.
—Lot llega a casa —sentencié.

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Capítulo XII
Desde alguna parte del castillo sonó el tañido de una campana. Medianoche.
Apoyándome en el portal del taller del carretero, desentumecí mis hombros doloridos
por la humedad de la noche. Detrás de mí Ulfino alimentaba el fuego con otro haz de
leña, con mucho cuidado para que ningún chisporroteo pudiera llamar la atención de
nadie que estuviera despierto. La ciudad, devuelta a su estupor nocturno, permanecía
silenciosa, a no ser por los ladridos de los perros callejeros y, de vez en cuando, el
siseo de alguna lechuza entre los árboles del terraplén lateral del peñasco.
Me aparté sin ruido de la protección de la puerta y me metí por la calle que daba
al puente. Miré hacia arriba, al negro bulto del peñasco. En las ventanas superiores
del castillo aún se veía luz, y la de las antorchas de los soldados de caballería, roja y
humeante, se desplazaba por detrás de los muros que ocultaban el patio inferior.
A mi lado, Ulfino tomó aliento para hacer una pregunta.
Nunca la llegó a formular. Alguien que cruzaba el puente peatonal corriendo y
con la cara vuelta hacia atrás se vino de cabeza contra mí, sofocó un grito, emitió un
sonido angustiado e hizo un movimiento para pasar esquivándome.
Igualmente sobresaltado, fui lento en reaccionar, pero Ulfino saltó, lo agarró por
un brazo y le tapó fuertemente la boca con la mano para ahogar el siguiente grito. El
recién llegado se revolvió y golpeó el brazo que le sujetaba, pero fue fácilmente
reducido.
—¡Una muchacha! —exclamó sorprendido Ulfino.
—Al taller —ordené rápidamente, y me dirigí hacia allí.
Una vez dentro, eché al fuego otro pedazo de madera de olmo. Las llamas
subieron de repente. Ulfino trajo junto al fuego a su cautiva, que aún se debatía y
daba patadas. Se le había caído la capucha, dejándole la cabeza y la cara al
descubierto. Con satisfacción, la reconocí.
—Lind.
Se puso rígida bajo la presa del brazo de Ulfino. Vi el destello de sus asustados
ojos que, por encima de la mano que le cubría la boca, me miraban fijamente.
Entonces se abrieron mucho más y se quedó totalmente quieta, como hace la perdiz
en presencia del armiño. Ella también me había reconocido.
—Sí —le confirmé—. Soy Merlín y estaba esperándote, Lind. Ahora, si Ulfino te
suelta, no harás ningún ruido.
Movió la cabeza, asintiendo. Ulfino quitó la mano que le tapaba la boca pero la
mantuvo agarrada por el brazo.
—Déjala —le indiqué.
Me obedeció, y reculó para quedarse entre ella y la puerta de salida, pero no hacía
falta tomarse la molestia. Tan pronto como se sintió libre corrió hacia mí y cayó de

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rodillas entre los desperdicios de virutas. Se agarró a mis vestiduras. Su cuerpo se
sacudía con un sollozo aterrorizado.
—¡Oh, príncipe, mi señor! ¡Ayudadme!
—No estoy aquí para hacerte ningún daño, ni a ti ni al niño. —Para calmarla, le
hablaba con frialdad—. El Gran Rey me envía aquí para obtener noticias de su hijo.
Ya sabes que yo no puedo acercarme hasta la propia reina y por eso estaba aquí,
esperándote a ti. ¿Qué ha pasado arriba, en el castillo?
Pero la muchacha no hablaba. Creo que no podía. Se aferraba, temblaba y lloraba.
—Sea lo que fuere lo que allí haya sucedido, Lind, yo no puedo ayudarte si no lo
sé —proseguí en tono más amable—. Acércate al fuego, tranquilízate y cuéntame.
Pero cuando traté de librar mis ropas se asió todavía con más fuerza. Sus sollozos
eran violentos.
—¡No me retengáis aquí, señor, dejadme marchar! ¡Oh, ayudadme! Tenéis el
poder, sois un hombre de Arturo, no teméis a mi señora…
—Te ayudaré si hablas. Quiero noticias del hijo del rey Arturo. ¿Era Lot el que
acaba de llegar?
—Sí. ¡Oh, sí! Llegó hace una hora. ¡Está loco, loco, lo que os digo! Y ella ni
siquiera intentó detenerlo. Se reía, y permitió que lo hiciera.
—¿Le permitió que hiciera qué?
—Que matara al bebé.
—¿Mató al niño que Morcadés tiene en el castillo?
Lind estaba demasiado turbada para advertir nada extraño en la forma de la
pregunta.
—¡Sí, sí! —sollozó—. Y eso que era su propio hijo, su verdadero propio hijo. Yo
estaba allí cuando nació, y lo juro por mis propios dioses familiares. Era…
—¿Qué era? —se oyó de repente a Ulfino, que vigilaba junto a la puerta.
—¡Lind! —Me incliné hacia ella, la ayudé a levantarse y la sujeté para
tranquilizarla—. No es momento para acertijos. Vamos. Cuéntame todo lo que
sucedió.
Apoyó el dorso de la muñeca en la boca y en unos instantes se las arregló para
hablar con cierta calma.
—Cuando llegó estaba furioso. Nosotras ya nos lo esperábamos, pero no tanto.
Había oído lo que decía la gente, que el Gran Rey se había acostado con ella. Vos lo
sabíais, príncipe, vos sabíais que era verdad… Y así estaba el rey Lot, enfurecido
contra ella e insultándola, llamándola ramera, adúltera… Estábamos todas allí, sus
damas, pero a él eso le daba igual. Y ella… Sólo con que ella le hubiera hablado
dulcemente, incluso mintiéndole… —Tragó saliva—. Esto lo habría calmado. La
habría creído. Nunca pudo resistírsele. Eso es lo que todas pensábamos que haría ella,
pero no. Se le rió en la cara y le dijo: «Pero ¿no ves cuánto se te parece? ¿De verdad

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crees que un muchacho como Arturo podría tener un hijo semejante?». Él le
preguntó: «¿De manera que es cierto? ¿Te acostaste con él?». Ella replicó: «¿Por qué
no? Tú no te ibas a casar conmigo. Tú ibas a tomar a esa dulce damisela, Morgana, y
no a mí. Yo no era tuya, no entonces». Esto aún le puso más furioso. —Se estremeció
—. Si le hubierais visto entonces, incluso vos habríais tenido miedo.
—Sin duda. ¿Lo tenía ella?
—No. Ni se movió. Precisamente se quedó sentada allí, con su túnica verde y sus
joyas, y sonreía. Se diría que trataba de enfurecerle.
—Muy propio de ella —interrumpí—. Continúa, Lind, rápido.
Ahora había recuperado el dominio de sí misma. La solté y se quedó de pie,
temblando aún, pero con los brazos cruzados sobre el pecho, tal como suelen hacer
las mujeres cuando están afligidas.
—Lot desgarró las colgaduras de la cuna. El bebé empezó a llorar. Él gritó:
«¿Igual que yo? El mocoso Pandragón es moreno y yo soy moreno. Eso es todo».
Luego se volvió hacia nosotras, las mujeres, y nos mandó salir. Huimos. Parecía un
lobo enloquecido. Las otras se fueron corriendo, pero yo me escondí tras las cortinas
en la cámara exterior. Pensé… Pensé…
—¿Qué pensaste…?
Sacudió la cabeza. Las lágrimas brotaron copiosas, brillantes a la luz del fuego.
—Fue en el momento en que lo hizo. El crío dejó de llorar. Hubo un estrépito,
como si la cuna se hubiera caído. La reina, más sosegada que una balsa de aceite,
decía: «Deberías haberme creído. Era tuyo, de un revolcón que tuviste con una puerca
en la ciudad. Ya te dije que era tu retrato». Y se echó a reír. Durante un rato él no
habló. Podía oír su respiración. Luego dijo: «Cabello oscuro, ojos tirando a oscuro. El
mocoso que echara la marrana de él sería igual. Y entonces, ¿dónde está ese
bastardo?». Ella contestó: «Era un niño enfermizo. Murió». El rey la increpó: «Sigues
mintiendo». A lo que ella le respondió, muy lentamente: «Sí, estoy mintiendo. Le dije
a la partera que se lo llevara y me encontrara a un hijo que yo pudiera atreverme a
mostrarte. Tal vez me equivoqué. Lo hice para salvar mi nombre y tu honor. Odiaba
al niño. ¿Cómo podía querer criar a un hijo de otro hombre que no fueras tú? Tenía la
esperanza de que fuera hijo tuyo y no de él, pero era suyo. Es cierto que estaba
enfermo. Así que esperemos que haya muerto también». El rey sentenció: «Haremos
más que eso. Nos cercioraremos».
Esta vez fue Ulfino quien dijo, vivamente:
—¿Sí? Continúa.
La muchacha suspiró con un estremecimiento.
—La reina esperó un momento, y luego, de una manera entre irreflexiva y
superficial, una manera como pensada para inducir a un hombre a acometer algo
peligroso, dijo: «¿Y cómo podrías hacerlo, rey de Leonís, a no ser que mataras a

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todos los niños nacidos en esta ciudad desde el uno de mayo? Ya te dije que no sé
dónde se lo llevaron». Él ni siquiera se paró a pensar. Respiraba fuerte, como cuando
uno está corriendo. Dijo: «Eso es precisamente lo que voy a hacer. Sí, tanto niños
como niñas. ¿De qué otro modo puedo yo saber la verdad sobre este maldito parto?».
Entonces quise escaparme, pero no podía. La reina empezó a decir algo acerca de la
gente, pero él no la escuchó. Salió hacia la puerta y llamó a sus capitanes. Acudieron
corriendo. A grandes voces, les repitió lo mismo… Precisamente estas órdenes, que
cada niño pequeño de la ciudad… No recuerdo bien lo que les dijo. Pensé que me
desmayaría y me caería, y que me verían. Pero oí que la reina gritaba algo con voz
llorosa, algo sobre órdenes del Gran Rey, y que el rey Arturo no cortaría las
habladurías que había habido desde Luguvallium.
Entonces los soldados salieron. Y después la reina ya no lloraba ni una pizca, mi
señor, sino que se reía otra vez, y rodeaba con los brazos al rey Lot. Por la manera en
que le hablaba, hubierais dicho que acababa de realizar alguna noble acción. Él
empezó a reírse también, y dijo: «Sí, dejemos que digan que ha sido Arturo y no yo.
Esto denigrará su nombre más que cualquier otra cosa que jamás hubiera yo podido
hacerle». Luego entraron ambos en la alcoba de la reina y cerraron la puerta. Oí que
ella me llamaba, pero me alejé de allí y salí corriendo. ¡Es diabólica, diabólica!
Siempre la odié, pero es una bruja y me da miedo.
—Nadie te cargará a ti las culpas de lo que hizo tu dueña —la tranquilicé—. Pero
ahora puedes redimir este mal. Dime dónde se encuentra escondido el hijo del Gran
Rey.
Se encogió y miró fijamente con una mirada salvaje por encima de su hombro,
como si otra vez estuviera corriendo.
—Vamos, Lind —proseguí—. Si temías a Morcadés, ¿cuánto más deberías
temerme a mí? Corrías hacia aquí para protegerlo, ¿verdad? No puedes hacerlo sola.
Ni siquiera puedes defenderte a ti misma. Pero si me ayudas ahora, te protegeré yo.
Lo necesitarás. Escúchame.
Por encima de nosotros, las puertas principales del castillo se abrieron con
estrépito. A través de las tupidas ramas pudimos ver un movimiento de antorchas que
se agitaban descendiendo hacia el puente principal. Con el brillo de las antorchas nos
llegó también el estruendo del batir y trapalear de los cascos y el griterío de órdenes.
Ulfino exclamó de pronto:
—Han salido. ¡Demasiado tarde!
—¡No! —gritó la muchacha—. La casa de campo de Macha está en la otra
dirección. ¡Llegarán allí en último lugar! Os enseñaré dónde está, señor. Por aquí.
Sin más palabras se dirigió a la puerta, con Ulfino y yo inmediatamente detrás.
Subimos por el camino por el que habíamos venido, cruzamos un espacio abierto,
bajamos por otra vereda empinada que volvía a torcer hacia el río, luego tomamos por

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una senda junto al río llena de ortigas en donde lo único que se movía eran ratas que
se escabullían desde los muladares. Estaba muy oscuro y no podíamos correr
demasiado, aunque la noche nos echaba el aliento de su horror en la nuca como un
perro de caza que nos persiguiera. Detrás, en la parte más lejana de la ciudad,
empezaron los ruidos. Primero los ladridos de los perros, luego el vocerío de los
soldados, el fuerte pisoteo de los cascos. Y después, los portazos, los chillidos de las
mujeres, los gritos de los hombres; y una y otra vez el fragor penetrante de las armas.
Yo había asistido al saqueo de ciudades, pero esto era diferente.
—¡Allí! —jadeó Lind, y torció por la curva de otro sendero que seguía adelante
desde el río. Los horribles ruidos procedentes de las casas lejanas hacían la noche aún
más espantosa. Corrimos por el barro resbaladizo del camino, luego subimos un
tramo de peldaños rotos y fuimos a dar nuevamente a un callejón angosto. Aquí todo
permanecía aún en silencio, aunque se veía temblar alguna luz en algunas casas en
que sus asustados habitantes se habían despertado preguntándose qué eran aquellos
ruidos. Abandonamos corriendo el final del callejón que daba a un campo de hierba
en el que había un asno trabado con una cuerda, dejamos atrás un huerto de cuidados
árboles y la puerta abierta de una herrería, y llegamos hasta una agradable casita
apartada de las demás por un seto de espino, con un pequeño jardín delantero, un
palomar y una perrera junto a la puerta.
La puerta de la casa estaba completamente abierta y oscilando. El perro, al final
de la cadena, gritaba y saltaba como loco. Las palomas habían salido del palomar y
aleteaban en la oscuridad. Ninguna luz en la casa; tampoco el menor ruido.
Lind cruzó corriendo el jardín y se detuvo en la oscuridad del portal, asomándose
para mirar dentro.
—¿Macha? ¿Macha?
En un saliente junto a la puerta había un fanal. No había tiempo para buscar yesca
y pedernal. Con suavidad aparté a un lado a la muchacha.
—Llévatela afuera —le pedí a Ulfino y, mientras seguía mi indicación, tomé el
fanal y lo hice oscilar en alto. La llama arrancó, silbando desde la mecha, súbita e
intensa. Oí un grito sofocado de Lind, y luego el sonido atrapado en su garganta. La
brillante luz mostraba todos los rincones de la casa: la cama contra la pared, la
maciza mesa y los bancos; la loza para la comida y el aceite; el taburete, y a su lado
la rueca tirada por el suelo con la lana aún sin hilar; la limpia chimenea y el suelo de
piedra blanco de tan restregado, excepto en el lugar en donde yacía el cadáver de la
mujer, tumbado sobre la sangre que había brotado de su garganta degollada. La cuna
junto a la cama estaba vacía.

Lind y Ulfino esperaban junto al seto del huerto. La muchacha ahora callaba, tan
trastornada que ni siquiera podía llorar; a la luz del fanal la cara se le veía blanca y

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descompuesta. Ulfino la rodeaba con un brazo, sosteniéndola. Estaba realmente
pálida. El perro dio un gañido; luego se sentó sobre sus patas traseras y levantó el
hocico en un prolongado e intenso aullido. Le respondió el eco de una oscuridad llena
de estruendo y gritos agudos tres calles más allá. Y luego otra vez, más cerca.
Cerré tras de mí la puerta de la casita.
—Lo lamento mucho, Lind. Aquí no hay nada que hacer. Debemos irnos.
¿Conoces el mesón que está en la puerta del sur? ¿Nos acompañas hasta allí? Evita
pasar por el centro de la población, donde hay más ruido. Trata de no tener miedo. Te
dije que te protegería y eso haré. A la hora que es, será mejor que te quedes con
nosotros. Ahora, vámonos.
No se movió.
—¡Se lo han llevado! ¡El niño, tienen al niño y han matado a Macha! —Se volvió
hacia mí con la mirada extraviada—. ¿Por qué han matado a Macha? El rey nunca
habría ordenado una cosa así. ¡Si era su amiga!
La miré pensativo.
—¿Por qué? ¡Precisamente! —Entonces, rápidamente, tomándola por el hombro
y dándole una ligera sacudida, proseguí—: Vámonos, chiquilla. No debemos
quedarnos aquí. Esos hombres ya no volverán por aquí, pero mientras estés por la
calle corres peligro. Llévanos hasta la puerta sur.
—¡Ella tiene que haberles dado las señas! —sollozó Lind. Era como si yo no le
hubiera dicho nada—. ¡Es el primer sitio al que han ido! ¡Llegué demasiado tarde! Si
no me hubierais detenido en el puente…
—En este caso tú también estarías muerta —cortó Ulfino, resuelto. Hablaba en
tono casi normal, como si los horrores de la noche no le afectaran lo más mínimo—.
¿Y qué podíais haber hecho, Macha y tú? Te habrían encontrado y antes de que
llegaras al otro extremo del huerto te habrían derribado. Ahora será mejor que hagas
lo que te dice mi señor. A menos que quieras regresar junto a la reina para contarle lo
que ha pasado aquí. De una cosa puedes estar segura: ha adivinado a donde te fuiste.
Pronto te estarán buscando.
Era brutal, pero funcionó. La mención de Morcadés la hizo volver en sí. Lanzó
una última mirada de horror a la casa; a continuación se embozó nuevamente el rostro
con la capucha y comenzó a retroceder por entre los árboles del huerto.
Me detuve junto al afligido perro y me incliné para pasarle la mano por el lomo.
El espantoso aullido cesó. El animal estaba temblando. Saqué mi daga y corté el
collar de cuerda que lo sujetaba. No se movió y allí lo dejé.
Aquella noche arrebataron a una veintena de niños.
Alguien —mujeres chismosas, parteras…— tuvo que informar a las tropas sobre
dónde buscar. Para cuando volvíamos a la posada, dando un rodeo por los desiertos
alrededores de la ciudad, el horror había acabado, las tropas ya no estaban. Nadie se

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nos acercó, ni siquiera pareció advertir nuestra presencia. Las calles estaban llenas de
gente y de voces. Corrían en todas direcciones sin rumbo fijo o bien se asomaban con
terror desde los oscuros portales. Aquí y allá se congregaban multitudes, en torno a
alguna mujer que se lamentaba o a algún hombre anonadado o indignado. Eran
pobres gentes que carecían de medios para oponerse a la voluntad del rey. Su cólera
real había barrido la ciudad de parte a parte, sin dejar tras de sí más que dolor.
Y maldición. Oí el nombre de Lot; después de todo, habían sido sus tropas. Pero
con el nombre de Lot vino también el de Arturo. La mentira estaba ya en marcha, y
con el tiempo podía adivinarse que se superpondría a la verdad. Arturo era el Gran
Rey, y el origen de lo bueno y de lo malo.
Una cosa habían procurado evitar: el derramamiento de sangre. La única muerte
era la de Macha. Los soldados habían arrancado a los niños de sus cunas y escapado
con ellos en la oscuridad. Excepto los golpes en la cabeza a uno o dos padres que les
ofrecieron resistencia, no hubo otros actos de violencia.
Eso es lo que Beltane me contó, con voz entrecortada. Nos esperaba en el portal
de la posada, completamente vestido y temblando de agitación. Al parecer, ni siquiera
se dio cuenta de la presencia de Lind. Me sujetó por el brazo y vertió
tumultuosamente su relato de los sucesos de la noche. El dato que destacaba más
claramente de toda su explicación era que las tropas habían pasado por allí con los
niños no hacía mucho.
—¡Todavía vivos, y llorando…! ¡Ya podéis imaginar, maese Emrys! —Se retorcía
las manos mientras se lamentaba—. Terrible, terrible. Son tiempos violentos, de
verdad. Y todas las habladurías sobre las órdenes de Arturo, ¿quién va a creerse
semejante historia? ¡Pero callaos, no digáis nada! Cuanto antes estemos en camino,
mejor. Éste no es lugar para honrados comerciantes. Quería haberme ido antes, maese
Emrys, pero me quedé por vos. Pensé que tal vez os hubieran llamado para ayudar,
decían que había algunos hombres heridos. Ahogarán a los niños, ¿lo sabíais? ¡Por
los dioses, y pensar que tan sólo hoy…! ¡Ah, Casso, pobre muchacho…! Me tomé la
libertad de ensillar vuestras monturas, maese Emrys. Estaba seguro de que estaríais
de acuerdo conmigo. Tenemos que salir ahora mismo. Ya he pagado al posadero, todo
está arreglado. Deberíais poneros en camino conmigo… Y, veréis, compré mulas para
nosotros. Hace mucho tiempo que quería hacerlo, y hoy, con la buena suerte que tuve
en el castillo… ¡Qué suerte! ¡Qué suerte! Aunque aquella hermosa señora, ¿quién iba
a pensar…? ¡Pero no sigamos con lo mismo…! Las paredes oyen, y éstos son malos
tiempos. ¿Quién es? —Miró atentamente con sus ojos miopes a Lind, que estaba
pegada al brazo de Ulfino medio desvanecida—. Pero ¡seguro!, ¿no es la joven
doncella…?
—Más tarde —le corté rápidamente—. Fuera preguntas ahora. Viene con
nosotros. Entretanto, maese Beltane, muchas gracias. Sois un buen amigo. Sí,

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debemos partir sin más dilación. El equipaje de Casso hay que sacarlo, ¿os ocuparéis
vos, por favor? La muchacha montará en la mula de carga. Ulfino, has dicho que
tenías un amigo en la caseta de guardia. Cabalga delante y vete hablando por
nosotros. Averigua qué camino tomaron las tropas. Soborna a los guardias, si es
preciso.
Tal como sucedieron las cosas, no fue necesario. Cuando llegamos precisamente
se estaban cerrando las puertas, pero los guardias no pusieron ninguna objeción y nos
dejaron pasar. A juzgar por las conversaciones que acertamos a oírles entre
murmullos, de hecho estaban tan conmocionados por todo lo sucedido como los
habitantes de la población, y encontraban bastante comprensible que unos pacíficos
mercaderes recogieran apresuradamente su equipaje y abandonaran la ciudad en
plena noche.
Ya abajo en el camino y fuera del alcance del oído del guardia tiré de las riendas.
—Maese Beltane, tengo que averiguar todavía algunos asuntos. No, no tengo que
volver a la ciudadano temáis por mí. Luego me reuniré con vos. ¿Podéis llegaros
hasta el mesón en donde paramos cuando íbamos hacia el norte? Aquel que tenía
fuera un arbusto de retama…, ¿os acordáis? Esperadnos allí. Lind, con estos hombres
estarás a salvo. No tengas miedo, pero harás mejor en guardar silencio hasta que yo
vuelva, ¿entendido? —La muchacha asintió con la cabeza, sin una palabra—.
Entonces, ¿hasta el Arbusto de Retama, maese Beltane?
—De acuerdo, de acuerdo. No entiendo nada, pero tal vez mañana por la
mañana…
—Por la mañana espero que todo se habrá aclarado. Por ahora, buenas noches.
Se alejaron con ruido de cascos. Obligué a la mula a mantener en alto la cabeza.
—¿Ulfino?
—Tomaron la carretera del este, príncipe.
De manera que salimos por la carretera del este.

Cabalgando a paso regular como íbamos, normalmente no hubiéramos esperado


alcanzar unas tropas que lo hacían a marchas forzadas. Pero nuestras monturas
estaban descansadas mientras que los hombres de Lot, pensaba yo, no tenían más
remedio que seguir usando las pobres bestias que les habían traído desde los campos
de batalla del sur.
Por eso, cuando tras media hora de cabalgar no alcanzaba a ver nada ni a oír
ningún ruido que pudiera proceder de ellos, tiré de la rienda y me giré desde la silla.
—Ulfino, quiero hablar un momento contigo.
Acercó ligeramente su mula para colocarla al costado de la mía. En aquella
ventosa oscuridad no podía ver su rostro, pero pude sentir algo que procedía de él:
estaba asustado.

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No le había visto asustado anteriormente, ni siquiera en la casita de Macha. Y
aquí sólo podía haber un origen para su miedo: yo mismo.
—¿Por qué me mientes? —le pregunté.
—Mi señor…
—Los soldados a caballo no tomaron esta dirección, ¿verdad?
Le oí tragar saliva.
—No, príncipe.
—Entonces, ¿cuál tomaron?
—Hacia el mar. Pienso…, la gente pensaba que iban a meter a los niños en una
barca y que la dejarían a la deriva. El rey había dicho que quería dejar en las manos
de Dios el que los inocentes…
—¡Bah! —le corté—. ¿Lot hablando de las manos de Dios? Lo que temía era lo
que el pueblo pudiera hacer si veía las gargantas de los niños cortadas, eso es todo.
Sin duda hizo correr el rumor de que Arturo había ordenado la matanza pero que él
quería mitigar la sentencia y daba una oportunidad a las criaturas. La orilla del mar.
¿Dónde?
—No lo sé.
—¿De verdad?
—Claro, claro que sí. Hay varios caminos. Nadie lo sabía con seguridad. Ésa es la
verdad, príncipe.
—Sí. En caso de que alguien lo hubiera sabido, alguno de los hombres del pueblo
podría haber intentado seguirlos. De manera que volveremos atrás y tomaremos la
primera carretera que lleve hacia la costa. Podemos buscarlos cabalgando a lo largo
de la playa. Vamos.
Pero cuando empujé la cabeza de la mula para que se diera la vuelta, bajó la mano
y sujetó la rienda. Era algo que difícilmente hubiera osado hacer a menos que
estuviera desesperado.
—Mi señor… Perdonadme. ¿Qué vais a hacer? Después de todo aquello…,
¿intentáis todavía encontrar al chiquillo?
—¿Pues qué te piensas? ¡El hijo de Arturo!
—¡Pero si el propio Arturo quiere que muera!
De modo que era eso. Debí adivinarlo mucho antes. Mi mula se plantó cuando le
di unos tirones bruscos con las riendas.
—Así que en Carlión estuviste escuchando. Oíste cuanto me dijo aquella noche.
—Sí. —Esta vez apenas podía oírle—. Una cosa es no querer matar a un niño,
señor. Pero cuando la muerte se la da otro por ti…
—¿No es necesario esforzarse por evitarlo? Tal vez no. Pero ya que aquella noche
estuviste escuchando a escondidas, también debiste oír que le dije al rey que yo
recibía órdenes de una autoridad que estaba por encima de él mismo. Y hasta ahora

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mis dioses no me han dicho ni indicado nada. ¿Te imaginas que quieran que
emulemos a Lot y a la bruja de su reina? Y ya oíste la calumnia que han arrojado
sobre Arturo. Por su honor, e incluso aunque no fuera más que por la paz de su
espíritu, tiene que conocer la verdad. Yo he venido aquí en su lugar, para ver qué
pasaba e informarle. Cualquier cosa que deba hacerse, debo hacerla. Ahora, aparta la
mano de mis riendas.
Obedeció. Espoleé la mula para lanzarla al galope. Desandamos la carretera con
el martilleo de los cascos.
Era el camino que habíamos tomado al principio, cuando fuimos a Dunpeldyr con
luz de día. Traté de recordar lo que entonces vi del litoral: una costa de acantilados
altos y amplias bahías arenosas entre ellos. A una milla aproximadamente de la
ciudad sobresalía un gran promontorio, e incluso durante la marea baja parecía
improbable que un jinete pudiera rodearlo. Pero justo más allá del promontorio había
un sendero que llevaba hacia el mar. Desde allí —y contaba con que ahora no habría
marea— podíamos tomar el camino de vuelta cabalgando todo el tiempo a la orilla
del mar hasta la desembocadura del Tyne.
Débilmente pero de modo perceptible la noche iba dando paso al alba. Ya era
posible distinguir el camino.
A nuestra derecha apareció ahora un mojón de piedras. En una losa plana de la
base, un bulto con plumas se agitó con el viento y las mulas abrieron muchísimo los
ojos; supuse que podían oler la sangre. Y aquí estaba el sendero que conducía hacia el
mar a través de praderas de quebrada superficie. Empezamos a seguirlo. Poco
después el caminito bajaba en pendiente y allí, ante nosotros, estaba la orilla y el gris
murmullo del mar.
El vasto promontorio se levantaba a la derecha; a la izquierda se extendía la
arena, llana y gris. Doblamos en esta dirección y una vez más nos lanzamos
resueltamente al galope.
La marea se había retirado y la rizada arena estaba muy compacta. A nuestra
derecha el mar devolvía al cielo nublado una luz grisácea. Algo más al norte, la masa
de la gran roca en la que se encontraba el faro se levantaba como un obstáculo en
medio de aquel gris luminoso. La luz era roja e uniforme. Pensé que muy pronto,
mientras nuestras mulas siguieran avanzando con golpes de cascos, podríamos
distinguir la amenazante forma del peñasco de Dunpeldyr en el lado de la tierra, y la
uniforme extensión de la bahía en el punto en que el río se encuentra con el mar.
Frente a nosotros sobresalía otro pequeño promontorio; la parte que terminaba en
el mar era negra y accidentada, y el agua blanqueaba el borde con sus burbujas. Al
rodearlo, las mulas chapotearon hundiendo profundamente las patas en la cremosa
espuma del rompiente. A una o dos millas tierra adentro podíamos vislumbrar ya
Dunpeldyr, todavía rebosante de luces. Ante nosotros se extendía el último tramo de

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arena. Masas oscuras de árboles señalaban el curso del río, y el lugar en donde sus
aguas se dispersaban al encontrarse con las del mar brillaba con luz trémula y
cenicienta. Y junto a la orilla del río, por donde pasaba la carretera que llevaba al
mar, se agitaban las antorchas de los jinetes que regresaban a la ciudad a un medio
galope uniforme. La misión estaba cumplida.
Mi mula respondió de muy buena gana cuando le di el alto. La de Ulfino se
detuvo resoplando a medio cuerpo por detrás de la mía. Bajo sus cascos la marea
menguante se retiraba arrastrando la rechinante arena.
—Parece que tu deseo se ha realizado —comenté pasados unos instantes.
—Mi señor, perdonadme. Todo cuanto podía pensar de…
—¿Qué debo perdonar? ¿Tengo que sentirme molesto contigo por haber servido a
tu dueño antes que a mí?
—Debería haber confiado en vos para saber lo que hacíais.
—Cuando ni yo mismo lo sabía. Por cuanto alcanzo a conocer, has sido más sabio
que yo. Al menos, ya que todo está hecho y parece que a Arturo le corresponderá
cargar con una parte de la culpa, se nos puede perdonar el deseo de que el hijo de
Morcadés muera junto con los otros.
—¿Cómo podría librarse ninguno de ellos? Fijaos, mi señor.
Me giré en redondo hacia donde señalaba.
Lejos en el mar, más allá del arrecife bajo que limitaba la bahía, se veía una vela,
una pálida media luna tremolando débilmente al reflejo luminoso del mar. Una vez
salvado el arrecife, la embarcación salió a mar abierto. El viento, una brisa terral
constante, hinchó la vela y se llevó la embarcación con la velocidad de un vuelo de
gaviota. La misericordia de Herodes para con los inocentes estaba aquí, en el
movimiento del viento y el mar, mientras en su vaivén el barco a la deriva
transportaba rápidamente su desventurado cargamento lejos de la orilla.
La vela se fundió con el gris y desapareció. El mar susurraba y murmuraba bajo el
viento. Sus olas pequeñas lamían las rocas y arrastraban hacia el mar la arena y las
conchas rotas por las patas de las mulas. En el cerro cercano, el viento silbaba entre
las hierbas combadas. Entonces, por encima de estos sonidos, muy débilmente
arrastrado hacia nosotros a través del agua en un recalmón del viento, lo oí: un fino y
penetrante gemido, tan poco humano como el canto de las focas grises en sus lugares
de encuentro. Disminuyó tan pronto lo oímos; súbitamente volvió otra vez, fuerte y
penetrante, directamente sobre nosotros como si algún espíritu, abandonando ya la
embarcación condenada, hubiera partido hacia la tierra para volver a casa. Ulfino,
espantado como si se tratara de un fantasma, hizo el signo para conjurar al diablo.
Pero sobre nosotros sólo había una gaviota volando majestuosamente en lo alto.
Ulfino no volvió a hablar y yo me monté silenciosamente en la mula. Había algo
en aquella oscuridad, algo que me abrumaba de pesar. No era solamente el destino de

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los niños; tampoco, desde luego, la presumible muerte del hijo de Arturo. Sino que la
visión confusa de aquella vela alejándose sobre el agua gris y los sonidos llenos de
tristeza que salieron de la oscuridad encontraron un eco en alguna parte del mismo
centro de mi espíritu.
Estaba allí sentado sin moverme mientras el viento se llevaba el silencio, el agua
lamía las rocas y en el mar dejaban lentamente de oírse los gemidos.

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LIBRO SEGUNDO

CAMELOT

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Capítulo I
Por más que me hubiera gustado hacerlo, no abandoné Dunpeldyr
inmediatamente. Arturo todavía estaba en Linnuis y querría mi informe no sólo sobre
la propia matanza sino también acerca de lo que sucedió después. Creo que Ulfino
esperaba que le mandaría marcharse. No obstante, considerando que si me alojaba en
la propia ciudad de Dunpeldyr difícilmente podría estar a salvo, me fui al Arbusto de
Retama, y por ello mantuve a Ulfino a mi lado, para que actuara como mensajero y
recogiera información. Beltane, que comprensiblemente estaba muy conmocionado
por los acontecimientos de aquella noche, marchó inmediatamente hacia el sur en
compañía de Casso. Mantuve mi promesa respecto a este último; fue una promesa
hecha bajo un impulso, pero yo había descubierto que tales impulsos por lo general
tenían una procedencia que impedía rechazarlos. Por ello, hablé con el orfebre y le
convencí fácilmente de las ventajas de un criado capaz de leer y escribir; además, le
dejé claro que permitía que Casso se fuera con él por menos de lo que me había
costado, a condición de que mi deseo se cumpliera. No tuve necesidad de insistir: el
bueno de Beltane me prometió de buen grado que él mismo enseñaría a Casso, y
después ambos se despidieron de mí y se marcharon hacia el sur, con el propósito de
volver otra vez a York. Con ellos se iba Lind, quien al parecer había conocido en
York a un hombre que podría protegerla; era un pequeño mercader, un tipo honrado
que le había hablado de matrimonio, pero al que rechazó por miedo a la reina. Me
despedí de ellos y me instalé allí a la espera de lo que iban a traer los próximos días.
Un par o tres de días después de la terrible noche del regreso de Lot, los restos del
naufragio de la barca empezaron a llegar a la orilla, y con ellos, los cadáveres. Era
evidente que la embarcación se había golpeado contra alguna roca y se había hecho
pedazos con la marea.
Las pobres mujeres que bajaron a la playa empezaron una serie de espantosas
disputas sobre qué niño era de quién. Estas desdichadas mujeres rondaban
constantemente y de forma obsesiva por la orilla. Lloraban muchísimo y hablaban
muy poco; era obvio que, como las bestias, estaban acostumbradas a tomar lo que sus
dueños les echaran, fueran limosnas o golpes… También para mí, sentado entre las
sombras de la taberna y escuchando, era obvio que a pesar de lo que se contaba sobre
la responsabilidad de Arturo en la matanza, la mayor parte de la gente del pueblo
hacía recaer la culpa rotundamente sobre quien correspondía: Morcadés, y Lot, que
había sido engañado y estaba furioso por este motivo. Y, puesto que los hombres son
hombres en todas partes, no se sentían inclinados a culpar demasiado al rey por la
precipitada reacción motivada por su cólera. Cualquier hombre hubiera hecho lo
mismo, es lo que enseguida se les ocurrió decir: llega a casa y encuéntrate con que tu
mujer ha dado a luz a un hijo de otro hombre; poco se te podrá culpar si pierdes los

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estribos. Y en cuanto a la propia matanza, bueno, un rey era un rey, y en tanta
consideración debía tener su trono como su lecho. Y hablando de reyes, ¿no había
proporcionado una reparación digna de un rey? Por lo que respecta a esto, Lot había
obrado con acierto, y aunque muchas mujeres estuvieran aún llorosas y con duelo, los
hombres en general aceptaron la acción de Lot, junto con la compensación en oro que
la siguió, como un acto natural en un rey agraviado y colérico.
¿Y Arturo? Lo planteé una noche, como quien no quería la cosa, en una
conversación sobre este tema. Si los rumores que se habían estado difundiendo acerca
de la implicación del Gran Rey en la matanza eran ciertos, ¿no quedaba Arturo
justificado de modo similar? Si el niño Mordred era efectivamente un bastardo suyo
con su media hermana, y un rehén que el azar dejaba en poder de Lot —que no
siempre sostuvo con él las mejores relaciones—, ¿no podría decirse que había una
razón política que justificaba tal acción? ¿Qué otro sistema más apropiado podía
encontrar Arturo para mantener en actitud amistosa al gran rey de Leonís que
asegurarse de la muerte del cuco en su nido y asumir la responsabilidad de aquella
matanza?
Ante este razonamiento hubo comentarios en voz baja y meneos de cabeza que
finalmente se resolvieron en una especie de aprobación moderada. Entonces añadí
otra idea: todo el mundo sabía que en cuestiones políticas como aquélla —y de alta y
secreta política, tratándose de un país tan importante como Leonís—, de todos era
sabido, insistí, que no era el joven Arturo quien tomaba las decisiones civiles sino su
consejero principal, Merlín. Era segurísimo que se trataba de la decisión de una
mente implacable y tortuosa, no de la de un joven y valiente soldado que dedicaba
todos los momentos del día al campo de batalla en contra de los enemigos de Bretaña,
y que disponía de poco tiempo para políticas de alcoba… a excepción, claro está, de
aquéllas para las que todo hombre debía encontrar su momento…
La idea se esparció al igual que se siembra la hierba, y con la misma rapidez que
la hierba se diseminó y se desarrolló, de manera que antes de que llegaran nuevas del
siguiente combate victorioso de Arturo el hecho de la matanza se había aceptado, y su
culpa, correspondiera a Merlín, Arturo o Lot, casi condonada. Estaba claro que el
Gran Rey —¡que Dios guardara del enemigo!— había tenido poco que ver con todo
aquello, excepto el comprender su necesidad.
Sin contar con que los niños, o la mayor parte de ellos, habrían muerto durante su
infancia por una u otra causa, y que además ello habría sucedido sin unas dádivas de
oro como las que Lot había entregado a los afligidos padres. Además, la mayoría de
las mujeres pronto volvería a criar y por fuerza habrían de olvidar sus lágrimas.
También la reina. Ahora se consideraba que la forma en que Lot se comportó era
verdaderamente digna de un rey. Lleno de cólera, había hecho limpieza en casa y
quitado de enmedio al bastardo (fuera por mandato de Arturo o por el suyo propio);

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después hizo un heredero de verdad en sustitución del chiquillo muerto y se volvió a
marchar. Su lealtad para con el Gran Rey no había disminuido.
Algunos de los afligidos padres, a los que se había ofrecido plaza en las tropas, se
fueron con él, confirmando así su lealtad. La propia Morcadés (a la que vi en una o
dos ocasiones en que salió a cabalgar), lejos de mostrarse acobardada por la violencia
de su señor o aprensiva por la cólera del pueblo, aparecía con muy buen aspecto y
contenta consigo misma. Creyera lo que creyese la gente sobre su participación en el
despiadado crimen, ahora que se decía que iba a traer un legítimo heredero para el
reino quedaba a salvo de todo rencor.
Si penaba por su hijo perdido no daba muestras de ello. El pueblo decía que eso
demostraba que en realidad había sido seducida por Arturo y que jamás podía haber
querido al bastardo que le habían hecho tener. Pero para mí, que observaba y
aguardaba en un gris anonimato, su actitud empezó a tener un significado bastante
distinto. Yo no creía que el pequeño Mordred hubiera estado en aquel barco cargado
de seres totalmente inocentes condenados al sacrificio. Recordaba a los tres hombres
armados, serenos y resueltos que regresaban al castillo por la puerta trasera justo
antes del regreso de Lot… y después de que llegara desde el sur el mensajero de
Morcadés. Y luego Macha, aquella mujer muerta en el suelo, en su casa, degollada
junto a la cuna vacía. Y Lind, que salía corriendo en la oscuridad, sin el conocimiento
ni el permiso de Morcadés, para advertir a Macha y poner al pequeño Mordred a
salvo.
Encajando todas las piezas, llegué a pensar que sabía lo que había sucedido.
Macha había sido elegida para criar a Mordred porque ella había dado a luz a un
bastardo de Lot; Morcadés incluso pudo haber disfrutado al ver cómo mataba al niño;
se había reído, según nos contó Lind. Con Mordred a salvo y el niño cambiado
dispuesto para el sacrificio, Morcadés estuvo esperando el regreso de Lot. Tan pronto
como tuvo noticias de ello, envió a sus hombres de armas con órdenes de enviar a
Mordred a otra casa adoptiva segura y de matar a Macha, que pudiera verse tentada a
traicionar a la reina si a su propio hijo le pasaba algo. Y ahora Lot se había calmado,
la ciudad callaba y el niño que era un arma de poder para Morcadés crecía sin peligro
en alguna parte, de eso estaba seguro.
Después de que Lot saliera a caballo para reunirse con Arturo envié a Ulfino otra
vez al sur, pero yo me quedé en Leonís esperando y observando. Con Lot fuera de mi
camino, volví a Dunpeldyr e intenté, por todas las vías que pude, encontrar algún
indicio sobre el lugar en que Mordred podría estar escondido ahora.
No sé qué es lo que hubiera hecho si lo hubiera encontrado, pero el dios no me
echó esta carga encima. De modo que esperé durante cuatro meses enteros en aquella
miserable y exigua ciudad, y aunque paseé por la playa a la luz de las estrellas y a la
del sol y le hablé a mi dios en cada lengua y de cada una de las maneras que sabía, no

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vi nada ni a la luz del día ni en el sueño, que me guiara hasta el hijo de Arturo.
En algún momento llegué a pensar que podía haberme equivocado; incluso que
Morcadés no podía ser tan malvada y que Mordred había muerto como el resto de los
inocentes en aquel mar de medianoche.
Al final, como el otoño se deslizaba hacia los primeros fríos del invierno,
llegaban noticias de que había terminado el combate de Linnuis y Lot pronto se
pondría otra vez camino de su casa, abandoné con alivio Dunpeldyr. Arturo estaría en
Carlión para Navidad y me buscaría allí. Sólo una vez me detuve durante el viaje,
para pasar unas pocas noches con Blaise en Northumbria y darle noticias mías. Luego
me encaminé al sur, para estar allí cuando el rey llegara a casa.

Regresó en la segunda semana de diciembre, con el suelo cubierto de escarcha y


los niños fuera, recogiendo hiedra y acebo para preparar los adornos de las fiestas
navideñas. Apenas esperó a bañarse y cambiarse la ropa de viaje antes de enviar a
llamarme. Me recibió en la misma habitación en que estuvimos hablando antes de
que nos fuéramos. Esta vez tenía cerrada la puerta de la alcoba y estaba solo.
En los meses transcurridos desde Pentecostés había cambiado muchísimo. Más
alto, sí, como una media cabeza —es una edad en la que los jóvenes se disparan hacia
arriba como tallos de cebada— y con la anchura que correspondía a ello, y el
bronceado de sus duros músculos, obtenido en la vida de soldado que había estado
llevando.
Pero éste no era el cambio más importante. Era su autoridad. Su porte revelaba
ahora que sabía lo que estaba haciendo y a dónde iba.
A no ser por eso, la entrevista hubiera podido parecer un eco de la que tuve con el
Arturo más joven la noche en que Mordred fue engendrado.
—¡Dicen que yo ordené tan abominable cosa! —Apenas se había molestado en
saludarme. Daba grandes zancadas por la habitación, con la misma fuerza y agilidad
en el andar que un león rondando en busca de presa, pero con los pasos un palmo más
largos. La habitación era como una jaula que le limitaba—. Cuando tú muy bien
sabes que en esta misma habitación yo dije que no, que lo dejáramos en las manos del
dios. ¡Y ahora me salen con ésas!
—Pero es lo que querías, ¿no?
—¿Todas esas muertes? No seas loco, ¿cómo podía yo querer que se hiciera una
cosa así? ¿O lo querrías tú?
No cabía réplica para esta pregunta, y no se la di. Tan sólo le recordé:
—Lot nunca se destacó por su prudencia ni su contención, y además, tenía un
acceso de furia. Podríamos decir que la acción le fue sugerida desde fuera, o cuando
menos alentada.
Me lanzó una mirada rápida y provocativa.

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—¿Por Morcadés? Así lo entiendo yo.
—Supongo que Ulfino te habrá contado todo lo sucedido. ¿Te refirió su propia
participación en el asunto?
—¿Que trató de engañarte para dejar que el destino cayera sobre los niños? Sí,
eso me lo explicó. —Una breve pausa—. Se equivocó y ya se lo dije. Pero es difícil
enfadarse ante algo que se ha hecho por devoción. Pensó…, sabía que la muerte del
chiquillo me tranquilizaría. Pero aquellas otras criaturas… A tan sólo un mes del
juramento que hice de proteger al pueblo, y mi nombre circulando de ese modo por
las calles…
—Pienso que puedes consolarte, pues dudo que pocos vayan a creer que tú
tuvieras nada que ver con todo aquello.
—No importa. —Era como si cargara con todo sobre sus espaldas—. Algunos lo
harán, y eso basta. En cuanto a Lot, tiene cierta excusa, es decir una excusa que todos
los hombres pueden comprender. Pero ¿y yo? ¿Puedo divulgar por todas partes que el
profeta Merlín me dijo que el niño podía representar un peligro para mí, por lo que
tenía que matarlo, y a otros con él por miedo a que escapara de la redada? ¿En qué
clase de rey me convierte eso? ¿En una especie de Lot?
—Sólo puedo repetirte que dudo de que tengas que cargar con la culpa. Las
damas de Morcadés estaban allí oyendo, recuérdalo; y los guardias conocían de quién
procedían las órdenes. La escolta de Lot, además, sabía que él regresaba a casa lleno
de deseos de venganza, y no puedo imaginar que Lot callara sus intenciones. No sé lo
que te ha contado Ulfino, pero cuando salí de Dunpeldyr la mayor parte del pueblo
achacaba a las órdenes de Lot la responsabilidad de la matanza, y los que pensaban
que tú la habías ordenado creían que lo habías hecho por consejo mío.
—¿Ah, sí? —exclamó. Estaba realmente enojado—. ¿Qué clase de rey soy que no
puedo decidir por mí mismo? Si la culpa hay que atribuirla a uno de nosotros dos, en
este caso soy yo quien debe asumirla y no tú. Y eso lo sabes de sobra. Recuerdas
exactamente igual que yo lo que se habló.
Tampoco ahora cabía la réplica, y permanecí callado. Paseó arriba y abajo por la
habitación antes de proseguir.
—Diera la orden quien la diese, si te parece podrías decir que me siento culpable
por ello. Y tendrías razón. Pero ¡por todos los dioses del cielo y del infierno, yo no
habría actuado de esta manera! ¡Esa clase de cosas viven contigo y después de ti! ¡No
quiero ser recordado como el rey que echó fuera de Bretaña a los sajones y al mismo
tiempo como el hombre que hizo de Herodes en Dunpeldyr y asesinó a los niños! —
Se detuvo—. ¿A qué viene esta sonrisa?
—Dudo que necesites preocuparte por la fama que dejes detrás de ti.
—Eso es lo que dices.
—Eso es lo que dije. —El cambio de tiempo o algo especial en mi tono llamó su

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atención. Tropecé con su mirada y la sostuve—. Sí, yo, Merlín, lo dije. Lo dije
cuando tenía poderes y es cierto. Tienes razón en sentirte disgustado por este hecho
abominable, y tienes razón también al hacer recaer sobre ti una parte de la culpa. Pero
si esto pasara a la historia como acto tuyo, aun así te verías libre de culpabilidad.
Puedes creerme. Va a suceder otra cosa que te absolverá de todo.
El enojo había desaparecido y estaba cavilando.
—¿Quieres decir que algún peligro va a llegar a causa del nacimiento y la muerte
del niño? ¿Algo tan terrible que los hombres advertirán que el crimen estaba
justificado?
—No quería decir eso, no…
—Hiciste otra profecía, recuérdalo —empezó, hablando muy despacio—. Me
insinuaste, no, me anunciaste, que el hijo de Morcadés podría ser un peligro para mí.
Bueno, el niño ahora está muerto. ¿Podría haber sido éste, el peligro? ¿Esa mancha
sobre mi nombre? —Se calló, impresionado—. ¿O quizá llegará un día en que alguno
de los hombres cuyo hijo fue asesinado me esperará en la oscuridad con un cuchillo?
¿Es algo así lo que estás pensando?
—Ya te lo dije, no pienso nada en especial. No te dije que el niño «podría» ser un
peligro para ti, Arturo. Te dije que lo sería. Y, si hay que creer en mis palabras, lo
sería directamente y no por medio de un cuchillo en la mano de otro hombre.
Quedó ahora tan inmóvil como inquieto había estado antes. Me miró ceñudo, a
propósito:
—¿Quieres decir que no se consiguió el objetivo de la matanza? ¿Que el
chiquillo, Mordred dijiste, sigue vivo?
—He llegado a pensarlo.
Dio un respingo.
—En este caso, ¿de un modo u otro se habría salvado del naufragio?
—Es posible. Una de dos: o se salvó fortuitamente y está viviendo en alguna
parte, ignorante e ignorado como tú mismo cuando eras niño, en cuyo caso puedes
encontrártelo algún día, como le pasó a Layo con Edipo, y sucumbir ante él en el más
absoluto desconocimiento.
—Lo acepto. Todos podemos sucumbir ante alguien alguna vez. ¿O…?
—O jamás estuvo en la barca.
Asintió lentamente con la cabeza.
—Morcadés, sí. Encajaría. ¿Qué es lo que sabes?
Le conté lo poco que sabía y las conclusiones a las que había llegado.
—Ella tenía que saber que Lot reaccionaría con violencia —terminé—. No
ignoramos que Morcadés quería conservar al niño, ni por qué. Difícilmente iba a
exponer a su propio hijo al riesgo que correría cuando regresara Lot. Está bastante
claro que ella lo urdió todo. Más tarde Lind nos amplió detalles. Sabemos que

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Morcadés provocó a Lot hasta despertar la furiosa cólera que ordenó la matanza;
sabemos también que empezó a difundir el rumor de que tú eras el culpable. ¿Qué
consiguió con esto? Calmó las aprensiones de Lot y aseguró su propia posición. Y
creo, por lo que he observado y lo que sé de ella, que al mismo tiempo ha logrado…
—… Conservar su peligrosa adquisición para sacarle partido. —El color había
desaparecido de su rostro. Se le veía helado; sus ojos eran como pizarras sobre las
que cayera la fría lluvia. Era un Arturo desconocido para mí, aunque no lo fuera para
otros hombres. ¿Cuántos sajones habrían visto esos ojos justo antes de morir? Se
lamentaba amargamente—: He pagado un alto precio por aquella noche de lujuria.
Ojalá me hubieras dejado que la matara entonces. Esa señora hará mejor en no
acercárseme otra vez, a menos que sea de rodillas y con hábito de penitente. —Por el
tono daba a sus palabras carácter de promesa. Luego cambió—: ¿Cuándo llegaste del
norte?
—Ayer.
—¿Ayer? Pensé que…, entendí que estos hechos abominables habían sucedido
hace meses.
—Sí. Me quedé para observar los acontecimientos. Después, cuando empecé a
sacar mis conjeturas, esperé para ver si Morcadés hacía algún movimiento que me
indicara dónde podía tener oculto al niño. Si Lind hubiera sido capaz de volver con
ella y se hubiese atrevido a ayudarme…, pero eso fue imposible. De manera que me
quedé hasta que me llegaron noticias de que habías salido de Linnuis, y de que Lot
pronto estaría en camino de vuelta a casa. Sabía que una vez que él llegara yo no
podría hacer nada, por lo que me marché.
—Ya veo. Todo este viaje, y ahora yo te tengo ahí de pie, soportando mis quejas
como si fueras un guardia al que se ha pillado durmiendo mientras estaba de servicio.
¿Me perdonarás?
—No hay nada que perdonar. He descansado. Pero ahora me apetecería sentarme.
Gracias —fue mi respuesta mientras Arturo me acercaba una silla y luego se sentaba
a su vez en otra silla grande tras la mesa maciza.
—En tus informes no me habías dicho nada acerca de esta suposición de que
Mordred aún estuviera vivo. Y Ulfino nunca mencionó tal posibilidad.
—No creo que siquiera le pasara por la cabeza. Yo volví sobre el asunto y saqué
mis propias conclusiones sobre todo después de marcharse él, cuando tuve tiempo
para pensar y observar por mí mismo. Todavía no hay ninguna prueba, desde luego,
de que esté en lo cierto. Y para saber si eso tiene o no importancia cuento tan sólo
con el recuerdo de un antiguo presagio. Pero una cosa puedo confesarte: desde su
ociosa tranquilidad actual, el profeta del rey tiene el presentimiento de que ninguna
amenaza procedente de Mordred está por llegar, directa o indirectamente, durante un
dilatado período.

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En la mirada que me dedicó no quedaba la menor sombra de enojo. Una sonrisa le
chispeó en lo hondo de los ojos.
—Por lo tanto, me queda tiempo.
—Te queda tiempo. Es un asunto feo y tenías razón al enojarte, pero es algo que
ya apenas se recuerda, y pronto será olvidado bajo el resplandor de tus victorias. Por
lo que a ellas se refiere, no he oído hablar de otra cosa. Así que deja todo eso a un
lado y piensa en lo inmediato. El tiempo dedicado a mirar hacia atrás con ira es
tiempo malgastado.
La tensión se disolvió finalmente en una sonrisa familiar.
—Ya lo sé. Un creador, nunca un destructor. ¿Cuántas veces me lo dijiste? Bueno,
soy un simple mortal. Primero destruí, para hacerle un sitio a… Está bien, lo olvidaré.
Hay gran cantidad de cosas en que pensar o de planes por realizar, en lugar de perder
el tiempo en lo que ya está hecho. Por cierto —su sonrisa se hizo más amplia—, oí
que el rey Lot piensa trasladar la capital de su reino más al norte. ¿Quién sabe si a
pesar de haberme cargado con la culpa se encuentra incómodo en Dunpeldyr…? Las
islas de Orcania son fértiles, según me han dicho, y agradables en los meses de
verano, pero tienden a quedar incomunicadas con el continente todo el invierno,
¿verdad?
—A menos que el mar se hiele.
—Y eso —prosiguió con una satisfacción a todas luces poco regia—,
seguramente quedará incluso fuera del alcance de los poderes de Morcadés. De
manera que la distancia nos ayudará a olvidarnos de Lot y de sus maniobras…
Movía la mano entre los documentos y tablillas de la mesa. Yo iba pensando que
debía haber buscado a Mordred más lejos. Si Lot había confiado a la reina sus planes
de trasladar la corte más al norte, ella podía habérselas arreglado para enviar allí al
chiquillo.
Pero Arturo volvía a hablar:
—¿Sabes algo sobre sueños?
Me alarmó.
—¿Sueños? Bueno, yo los he tenido.
—Sí, la pregunta era estúpida, ¿no? —dijo, con una chispa de regocijo—. Quiero
decir, ¿puedes contarme el significado de los sueños de otros hombres?
—Lo dudo. Cuando los propios significan algo, están claros y fuera de toda duda.
¿Por qué? ¿Ha sido perturbado tu sueño?
—Últimamente y durante muchas noches. —Vacilaba, mientras iba cambiando de
sitio las cosas que estaban sobre la mesa—. Parece una trivialidad preocuparse por
ello, pero el sueño es tan vivido y reiterado…
—Cuéntamelo.
—Estoy solo y he salido a cazar. Sin perro, sólo yo y mi caballo siguiendo

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esforzadamente el rastro de un ciervo. Esta parte varía un poco, pero siempre soy
consciente de que la cacería viene durando varias horas. Entonces, justo cuando
parece que ya vamos a darle alcance al ciervo, penetra de un brinco en una arboleda y
desaparece. En el mismo momento, mi caballo cae muerto debajo de mí. Salgo
despedido contra la hierba. A veces me despierto cuando llego a esta parte, pero si me
vuelvo a dormir otra vez me encuentro tendido aún sobre la hierba, a la orilla de un
arroyo y con el caballo muerto a mi lado. Entonces de repente oigo perros que se
acercan, una jauría entera, y me levanto y miro a mi alrededor. Ahora he tenido el
sueño tantas veces que, incluso cuando estoy soñando ya sé lo que está por llegar y
tengo miedo… No es una jauría de perros lo que se aproxima, sino una bestia, una
extraña bestia que, aunque la he visto tantas veces, soy incapaz de describir. Viene
con gran estrépito a través de los helechos y la maleza, y el ruido que hace es como
treinta pares de perros que estuvieran rastreando. Hace caso omiso de mí y de mi
caballo; en lugar de ello, se detiene junto al riachuelo y bebe, y después prosigue su
camino y se pierde en el bosque.
—¿Y se acaba así?
—No, el final varía también, pero siempre, después de la bestia rastreadora, llega
un caballero solo y a pie que me cuenta que él también en su búsqueda ha matado un
caballo sobre el que cabalgaba. Cada vez —cada noche que esto sucede— trato de
preguntarle qué bestia es ésa y qué es lo que busca, pero justo cuando está a punto de
explicármelo llega mi mozo de cuadra con un caballo de refresco para mí y el
caballero, tomándolo con total descortesía lo monta y se dispone a marchar
cabalgando. Y yo me veo colocando las manos sobre las riendas para detenerlo,
suplicándole que me deje acometer la búsqueda «porque yo soy el Gran Rey —le
digo—, y por ello a mí me corresponde emprender cualquier búsqueda que pueda
entrañar un peligro». Pero él me aparta la mano diciendo: «Más adelante. Más
adelante, cuando lo necesites, podrás encontrarme aquí y te responderé por lo que he
hecho». Y se marcha cabalgando, y me deja solo en el bosque. Entonces me
despierto, todavía con esa sensación de miedo. Merlín, ¿qué significará?
—No podría explicártelo —respondí, acompañando mis palabras con un
movimiento negativo de cabeza—. Podría contentarte diciendo que se trata de una
lección de humildad, que el Gran Rey no tiene por qué asumir todas las
responsabilidades…
—¿Quieres decir volver atrás y permitir que cargues tú con la culpa por la
matanza? No, ¡eso es pasarse de listo, Merlín!
—Te dije que eso sería si fuera poco sincero, ¿no? Lo cierto es que no tengo la
menor idea de lo que tu sueño pueda significar. Probablemente no sea más que una
mezcla de inquietud y mala digestión. Pero una cosa te diré, y es la misma que te
vengo repitiendo: sean cuales fueren los peligros que se presenten ante ti, los

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vencerás y alcanzarás la gloria, y suceda lo que suceda, cualquier cosa que sea lo que
hayas hecho o vayas a hacer, tendrás una muerte digna de veneración. Yo me apagaré
lentamente, y me desvaneceré del mismo modo que cesa la música del arpa y las
gentes calificarán mi muerte de vergonzosa. Pero tú seguirás viviendo en la
imaginación y el corazón de los hombres. Entretanto, tienes bastante tiempo, tienes
años por delante. Así que cuéntame lo que pasó en Linnuis.
Hablamos durante largo rato. Por último, volvió al futuro inmediato.
—Hasta que llegue la primavera y los caminos se vuelvan transitables podemos
ponernos a trabajar aquí, en Carlión. Te quedarás aquí para eso. Pero en primavera
quiero que empieces a trabajar en mi nuevo cuartel general. —Le interrogué con la
mirada y asintió con la cabeza—. Sí, ya hablamos de eso en otra ocasión. Lo que
estaba bien en tiempos de Vortiger o incluso de Ambrosio, más o menos dentro de un
año ya no será válido. El panorama está cambiando por el este. Ven a ver el mapa y
déjame que te muestre… Este último hombre tuyo, Gereint, es un hallazgo. Envié a
buscarle. Es la clase de hombre que necesito para mí. La información que me mandó
a Linnuis no tenía precio. ¿Te contó sobre Eosa y Cerdic? Vamos reuniendo todos los
datos que podemos, pero estoy seguro de que tiene razón. La última noticia es que
Eosa ha regresado a Germania y está prometiendo el sol, la luna y las estrellas, y un
reino sajón asegurado a quien quiera unírsele…
Durante algún tiempo estuvimos hablando de la información de Gereint, y Arturo
me contó lo que le había llegado últimamente a través de esta fuente. Luego
prosiguió:
—También tiene razón en lo relativo al Desfiladero, desde luego. Empezábamos a
trabajar sobre ello en cuanto recibí tus informes. Hice subir la torre… Creo que la
próxima ofensiva vendrá por el norte. Estoy esperando noticias de Caw y de Urbgen.
Pero para este largo trayecto será aquí, en el suroeste, donde deberemos establecer un
puesto para las provisiones y todo lo necesario. Con Rutupiae como base y la costa
detrás de ellos, se llame o no «reino» a eso, la gran amenaza debe llegar por esa vía,
por aquí y por aquí… —Desplazaba el dedo sobre el relieve del mapa de arcilla—. Al
volver de Linnuis recorrimos este camino. Me hice una idea de la configuración del
terreno. Pero por ahora ya está bien, Merlín. Me están haciendo mapas nuevos, y
podremos seguir trabajando con ellos más tarde. ¿Conoces más o menos la región?
—No. He viajado por esta carretera, pero mi pensamiento estaba en otras cosas.
—Todavía es un poco precipitado. Si podemos empezar en abril o mayo, y tú
pones en acción tus habituales milagros, podría ser suficiente. Piensa sobre esto, y
luego, llegado el momento, vete y observa. ¿Lo harás?
—De mil amores. Ya me lo he mirado… No, quiero decir mentalmente. Y me he
acordado de algo. Hay un cerro que domina por entero esa zona del país… Si no
recuerdo mal, la cima es llana y lo suficientemente grande como para albergar un

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ejército, una ciudad o algo parecido que se te ocurra. Y a suficiente altitud. Desde allí
puedes ver Ynys Witrin —la Isla de Cristal—, y toda la notable cordillera, y de nuevo
muchas millas despejado, tanto hacia el sur como al oeste.
—Señálame dónde —solicitó vivamente.
—Más o menos por aquí. —Situé el dedo—. No puedo ser exacto, pero creo que
el mapa tampoco lo es. Pienso que éste debe ser el riachuelo que lo sigue.
—¿Cómo se llama?
—Desconozco el nombre. Se trata de un cerro con un curso de agua que lo
bordea; creo que el arroyo se llama Camel. El cerro fue una fortaleza antes de que los
romanos llegaran a Bretaña, de manera que incluso los primitivos britones debieron
verlo como un punto estratégico. En él se resistieron contra los romanos.
—¿Que lo tomaron?
—Con el tiempo. Entonces lo fortificaron también, y lo mantuvieron.
—Ah. Entonces habrá una calzada.
—Seguro. Quizá la misma que va más allá del lago desde la Isla de Cristal.
Entonces se la mostré en el mapa y él miró, y habló, y volvió a pasear por la sala,
y luego los criados trajeron la cena y luces, y él se arregló, apartando los cabellos de
los ojos y echándolos hacia atrás, y emergió de sus proyectos igual que el que bucea
emerge fuera del agua.
—Bueno, habrá que esperar hasta que pase Navidad. Pero vete tan pronto como
puedas, Merlín, y dime lo que piensas. Tendrás la ayuda que necesites, ya lo sabes. Y
ahora cena conmigo y te lo contaré todo sobre el combate en el Blackwater. De tantas
veces como lo he explicado, lo he hecho crecer de tal manera que a duras penas ni yo
mismo lo reconozco. Pero hacerlo una vez más, para ti, no es indecoroso.
—Es obligado. Y te prometo que me voy a creer todas y cada una de tus palabras.
—Siempre he sabido que podía contar contigo —comentó riendo.

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Capítulo II
Era un día suave y aún primaveral cuando me desvié de la carretera y divisé el
cerro llamado Camelot.
Este fue su nombre posterior; entonces se le conocía como Caer Camel,
designación tomada del pequeño arroyo que serpenteaba por la llanura circundante y
que formaba una hoz junto a su base. Tal como le había dicho a Arturo, se trataba de
una loma de cima llana, no muy alta, pero lo suficiente como para proporcionar una
clara panorámica, por cada lado, de las planicies del contorno; además, las laderas
eran bastante escarpadas, lo que propiciaba una defensa formidable. Se veía
fácilmente por qué los celtas primero y los romanos después eligieron este lugar
como baluarte. Desde el punto más elevado la vista es tremenda en casi todas las
direcciones. Hacia el este unas pocas colinas ondulantes cierran la visión, pero hacia
el sur y hacia el oeste el ojo puede viajar a lo largo de muchas millas; hacia el norte
también, al menos hasta la costa. Por el noroeste el mar penetra unas ocho millas y
las mareas se extienden y filtran por una llanura de marismas que alimentan el Gran
Lago donde está la Isla de Cristal. Esta isla, o grupo de islas, descansa sobre el agua
cristalina como una diosa recostada; de hecho, desde tiempo inmemorial se ha
dedicado a la propia diosa, y su santuario se encuentra muy cerca del palacio real. Por
encima de ella se divisa claramente el gran faro en la cúspide del Tor, y muchas
millas más allá, justo en la costa del Canal de Severn, puede verse el siguiente faro, el
de Brent Knoll.
Las colinas de la Isla de Cristal, con las tierras bajas inundadas que las rodean, se
conocen como el País del Verano. El rey era un hombre joven llamado Melvas, un
incondicional partidario de Arturo.
Me dio alojamiento durante mis primeras visitas de inspección a Caer Camel y
parecía complacido de que el Gran Rey planeara establecer su bastión principal en los
márgenes de su territorio. Se interesó profundamente en los mapas que le mostré y
me prometió todo tipo de ayuda, desde procurarme trabajadores de la región hasta
adquirir un compromiso de defensa, llegado el caso, mientras durase la construcción
de la obra.
El rey Melvas se ofreció para mostrarme el lugar él mismo, pero para mi primera
inspección prefería estar solo, de manera que traté de apartarlo con amable cortesía.
Él y sus jóvenes caballeros cabalgaron conmigo durante la primera parte del camino,
y luego se desviaron por un sendero que era poco más que una calzada a través del
pantanal, y se fueron alegremente a practicar su deporte del día.
Es una región muy buena para la caza; abundan todo tipo de ánades. Consideré
como de buen augurio el hecho de que, casi nada más dejarme, el rey Melvas soltara
su halcón hacia una bandada de aves migratorias que llegaban desde el sureste y en

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cuestión de segundos el halcón cazara limpiamente y regresara directo hacia el puño
de su dueño. Luego, entre gritos y risas el grupo de jóvenes se alejó cabalgando entre
los sauces, y yo proseguí solo mi camino.
Había estado en lo cierto al suponer que habría un camino que me conduciría
hasta la en otro tiempo fortaleza romana de Caer Camel. La carretera sale de Ynys
Witrin mediante una calzada, que bordea la base del Tor, cruza un estrecho brazo del
lago y alcanza una franja de tierra seca y dura que se extiende hacia el este. Ahí se
une a la antigua Vía del Foso, y un poco más adelante tuerce de nuevo hacia el sur,
hacia la aldea que está al pie de Caer Camel.
Originariamente fue un asentamiento celta, luego el vicus de la fortaleza romana.
Sus ocupantes arañaban algún sustento del suelo y en tiempos de peligro se retiraban
arriba, al interior de las murallas. A partir del momento en que la fortaleza se
desmoronó, su vida fue enormemente difícil. Además del perpetuo peligro que podía
proceder del sur y del este, en años malos tenían también que rechazar a los
habitantes del País del Verano, cuando las tierras húmedas circundantes a Ynis Witrin
dejaban de proveer otra cosa que no fueran peces y aves de los pantanos, y los
hombres jóvenes buscaban emociones más allá de los confines de su propio territorio.
Había poco que ver mientras cabalgaba entre las ruinosas chozas con sus techos
de paja podridos. Aquí y allá había ojos escrutándome desde un umbral oscuro, o una
voz de mujer que llamaba a sus hijos con estridencia. Mi caballo chapoteaba entre el
barro y el estiércol; vadeó el Camel con el agua hasta los corvejones y finalmente le
guié hacia arriba, a través de los árboles, y tomó la pendiente curva del camino
carretero a un medio galope corcoveante.
Aunque ya sabía lo que iba a encontrar, me sorprendió la extensión de la cima.
Ascendí a través de las ruinas de la puerta sureste hasta un enorme campo, algo
inclinado en dirección al sur pero con una fuerte pendiente ante mí hacia una cresta
con un alto promontorio al oeste de la parte central. Hice subir lentamente hacia allí a
mi caballo. El campo, que más propiamente era una altiplanicie, mostraba los relieves
y hoyos formados por restos de construcciones, y estaba rodeado por todos lados de
profundos fosos y de vestigios de paredes y murallas fortificadas. Las aliagas y las
zarzas se entretejían sobre los rotos muros, y las toperas habían levantado las rotas
losas del pavimento. Por todas partes había piedra, buena piedra romana labrada en
alguna cantera del lugar.
Más allá de la ruinosa fortificación las laderas del cerro caían abruptamente, y en
ellas los árboles, talados en otro tiempo a ras del suelo, habían echado pimpollos y
una gran espesura de retoños. Entre ellos los declives estaban tapizados por una red
invernal de zarzas y espinos. Un caminito de tierra batida entre los exuberantes
helechos y ortigas conducía a un paso por la muralla norte. Siguiéndolo, pude ver que
más abajo, hacia mitad de la ladera norte, había un manantial escondido entre los

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árboles. Tenía que ser el Pozo de la Dama, la benéfica fuente dedicada a la diosa. La
otra fuente, la principal que surtía de agua a la fortaleza, se encontraba más arriba, a
mitad del empinado camino hacia la puerta noreste, en la esquina de la colina opuesta
al camino carretero que yo había tomado. Parecía que el ganado aún abrevaba aquí:
en cuanto me fijé, pude observar un rebaño que ascendía lentamente por el escarpado
paso y se dispersaba para pastar al sol, con un débil y desafinado repique de
cencerros. Lo seguía el pastor, una figura frágil que al principio tomé por un niño
pero que luego, por la forma en que se movía, apoyándose en el cayado para ayudarse
a subir, advertí que era un anciano.
Volví el caballo en esa dirección y cabalgué con cuidado a través de las ruinas de
piedra. Una urraca levantó el vuelo graznando. El viejo miró hacia arriba. Se detuvo
bruscamente, asustado y creo que con aprensión. Alcé una mano a modo de
salutación. Algo debió ver en el solitario y desarmado jinete que le tranquilizó, pues
un momento después empezó a andar hasta los restos de una paredilla en pleno sol y
se sentó a esperarme.
Desmonté y dejé que mi caballo pastara.
—Saludos, buen hombre.
—Lo mismo digo —musitó apenas, con el marcado y áspero acento de la
comarca. Me miró suspicaz, entrecerrando los ojos, unos ojos nublados por cataratas
—. No sois de aquí.
—Vengo del oeste.
Esto no le tranquilizó. Parecía que los pueblos del contorno habían tenido una
historia de guerras demasiado larga.
—Entonces, ¿por qué habéis dejado la carretera? ¿Qué buscáis aquí arriba?
—Vengo de parte del rey para examinar los muros de la fortaleza.
—¿Otra vez?
Al ver que me quedaba mirándole absolutamente sorprendido, golpeó
violentamente la hierba con el cayado, como expresando su protesta, y habló con una
especie de trémula irritación:
—Ésta era nuestra tierra antes de que el rey llegara, y vuelve a ser nuestra aunque
le pese. ¿Por qué «eyos» no nos la dejan tal como está?
—No creo que… —empecé, pero me detuve ante una idea repentina—. Habéis
hablado de un rey. ¿De qué rey?
—No sé su nombre.
—¿Melvas? ¿O Arturo?
—Tal vez. Ya os dije que no lo sé. ¿Qué buscáis aquí?
—Soy un hombre del rey. Vengo de su parte…
—Sí. Para levantar otra vez los muros de la fortaleza, y luego llevarse nuestro
ganado y matar a nuestros chiquillos y violar a nuestras mujeres.

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—No. Para edificar un baluarte que proteja vuestro ganado, y a los niños y a las
mujeres.
—Antes no los protegió.
Se hizo un silencio. La mano del viejo temblaba sobre el bastón. El sol abrasaba
la hierba. Mi caballo pastaba delicadamente alrededor de una flor de cardo que crecía
baja y circular como una rueda extendida. Una mariposa temprana se posó sobre la
flor púrpura de un trébol. Una alondra alzó el vuelo cantando.
—Abuelo —le dije suavemente—, aquí no ha habido ninguna fortaleza en toda
vuestra vida ni en la de vuestro padre. ¿Qué murallas había aquí que vigilaran el sur y
el norte y el oeste por encima de las aguas? ¿Qué rey vino a tomarlas por asalto?
Me miró por unos instantes, sacudiendo a ambos lados la cabeza con el temblor
de la edad.
—Es una leyenda, maestro, sólo una leyenda. Mi abuelo me la contó: cómo vivía
el pueblo aquí, con ganado y cabras y buenos pastos, tejiendo las ropas y labrando el
campo de arriba, hasta que vino el rey y los echó por aquella carretera abajo hacia el
fondo del valle, y aquel día hubo allí una tumba, tan ancha como el río y tan profunda
como la colina hueca, en donde enterrarían al propio rey, al que poco después le
llegaría su momento.
—¿Qué colina era? ¿Ynys Witrin?
—¿Qué? ¿Cómo podrían transportarlo hasta allí? Aquello es un país extranjero.
Lo llaman el País del Verano porque todo él es una extensión de agua del lago el año
entero y se conserva durante el tiempo seco del pleno verano. No, hicieron un camino
en el interior de la cueva y le enterraron allí, y con él a los que con él se ahogaron. —
De repente, soltó una risa aguda—. Ahogado en el lago, y el pueblo lo veía y no hizo
el menor movimiento para salvarle. Fue la diosa quien se lo llevó, y a sus nobles
capitanes junto con él. ¿Quién hubiera podido detenerla? Dicen que pasaron tres días
antes de que lo devolviera, y entonces el rey llegó desnudo, sin corona ni espada. —
Otra vez la risa aguda, mientras asentía con la cabeza—. Sería mejor que vuestro rey
hiciera las paces con ella, díselo.
—Lo haré. ¿Cuándo sucedió esto?
—Hace cien años. Doscientos. ¿Cómo voy a saberlo?
Otro silencio, mientras yo valoraba sus palabras. Lo que acababa de oír era la
memoria popular que había pasado de boca en boca: cuentos de invierno junto a
apacibles chimeneas. Pero confirmaba lo que me habían contado. La plaza debió de
fortificarse en épocas inmemoriales. «El rey» podía ser cualquier monarca celta
expulsado andando el tiempo de la cima de la colina por los romanos, o el propio
general romano que hubiera permanecido aquí para reforzar la fortificación
conquistada.
Súbitamente le pregunté:

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—¿Dónde está el camino de la colina?
—¿Qué camino?
—La entrada a la tumba del rey, donde hicieron el camino para su tumba.
—¿Cómo voy a saberlo? Está, es todo cuanto sé. Y a veces por la noche salen
fuera otra vez para cabalgar. Yo les he visto. Llegan con la luna del verano, y vuelven
al interior de la colina al amanecer. Y a veces, en noches de tormenta, cuando les
sorprende el amanecer uno de ellos llega tarde y se encuentra la puerta cerrada. Por
ello se ve condenado a vagar solo por la cima de la colina hasta la siguiente luna,
hasta… —Su voz desfalleció. Agachó la cabeza, temeroso. Me miró con sus ojos
cegatos—. ¿Un hombre del rey, me dijisteis que erais?
—No tengas miedo de mí, buen hombre —respondí riendo—. No soy uno de
ellos. Soy un hombre del rey, sí, pero he venido de parte de un rey vivo, que quiere
volver a levantar la fortaleza y ocuparse de vos y de vuestro ganado, de vuestros hijos
y de los suyos, y manteneros a salvo de los enemigos sajones que están en el sur. Y
volveréis a tener buenos pastos para vuestro rebaño. Os lo prometo.
Nada me respondió a todo esto, pero se sentó un momento, cabeceando al sol.
Pude advertir que era un poco simple.
—¿Por qué debería tener miedo? Siempre ha habido un rey aquí, y siempre lo
habrá. Un rey no es cosa nueva.
—Éste lo será.
Dejó de prestarme atención. Gorjeó llamando a las vacas:
—Ven, Zarzamora. Ven, Gota de Rocío. ¿Un rey, y guardará el ganado por mí?
¿Me tomáis por loco? Pero la diosa cuida de sí misma. El rey haría mejor ocupándose
de la diosa. —Y se alejó, hablándole entre dientes a su cayado y refunfuñando.
Le di una moneda de plata, al igual que se da al cantor una recompensa por su
relato, y conduje mi caballo hacia la loma que señalaba la parte más alta de la
altiplanicie.

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Capítulo III
Algunos días más tarde llegó el primer grupo de agrimensores para empezar a
tomar medidas y contar pasos mientras su jefe se encerraba conmigo en el cuartel
general provisional que nos habían construido en el lugar.
Tremorino, el maestro ingeniero que tanto me enseñó de su oficio cuando yo era
niño en la Pequeña Bretaña, había muerto hacía ya algún tiempo. El actual maestro de
obras de Arturo era un hombre llamado Derwen, al que conocí años atrás, a raíz de la
reconstrucción de Carlión en tiempos de Ambrosio. Era un hombre rubicundo y de
barba pelirroja, pero sin el temperamento que a menudo acompaña a esta tonalidad;
era realmente taciturno hasta llegar casi a la hosquedad, y si se le acosaba podía
mostrarse tan resentido como un mulo. Pero yo sabía que era tan competente como
experimentado, y tenía recursos para conseguir que los hombres trabajaran para él
con rapidez y de buena gana.
Además, había puesto especial cuidado en dominar por sí mismo todos los oficios
y jamás le importaba subirse las mangas y ponerse a hacer un trabajo duro si las
circunstancias lo requerían. Ni daba a entender que le molestara recibir órdenes mías.
Parecía considerar mis habilidades con el respeto más lisonjero, y ello no por ninguna
brillante demostración que yo le hubiera hecho en Carlión o en Segontium —pues
estos lugares se construyeron según el modelo romano, siguiendo pautas consolidadas
a través del tiempo y familiares para todos los constructores—, sino porque Derwen
era un aprendiz en Irlanda cuando yo trasladé las macizas piedras reales de Killare, y
continuó en Amesbury, cuando la reconstrucción de la Danza de los Gigantes. De
manera que entre ambos había una relación bastante buena y cada uno sabía para qué
valía el otro.
La previsión de Arturo sobre los problemas en el norte había resultado cierta y
tuvo que salir hacia allí a principios de marzo. Pero durante los meses de invierno él y
yo, con Derwen, dedicamos muchas horas a trazar juntos los planos del nuevo
baluarte. Llevado por mi empeño y por el entusiasmo de Arturo, Derwen finalmente
había llegado a aceptar la que obviamente había juzgado descabellada idea de
reconstruir Caer Camel. Resistencia y rapidez: yo quería que Arturo tuviera la plaza a
punto cuando la campaña del norte estuviera a punto de concluir, y también deseaba
que perdurase. Sus dimensiones y su potencia debían corresponder a su rango.
Las dimensiones existían: la cima del cerro era vasta, unos ocho acres de
superficie. En cuanto a la capacidad de resistencia… Hice listas de qué material había
aún allí y entre las ruinas estudié lo mejor que pude cómo había sido edificada
anteriormente la fortificación, la fábrica de piedra romana encima de las primitivas
zanjas y murallas celtas, construidas hilera sobre hilera. Mientras trabajaba, tenía
presentes algunos fuertes que había visto en mis viajes por el mundo, puestos

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defensivos levantados en lugares tan salvajes y en terreno tan difícil como éste.
Reconstruir según el modelo romano hubiera sido una formidable si no imposible
tarea; incluso si los albañiles de Derwen hubieran conocido la técnica de construcción
en piedra de los romanos, la magnitud total de Caer Camel se lo hubiera impedido.
Pero los albañiles eran expertos en su propio estilo de edificación en piedra seca, y
allí tenían a mano gran cantidad de piedras labradas y una cantera próxima. Había
robledales y carpinteros, y los patios de los aserraderos entre Caer Camel y el Lago se
habían llenado durante todo el invierno con maderos que se estaban secando. De
manera que preparé mis planes finales.
Que fueron llevados a cabo magníficamente es algo que cualquiera puede ver. Las
laderas escarpadas como fosos del lugar que hoy llaman Camelot están coronadas por
muros macizos de piedra y madera. Los centinelas hacen su ronda en las almenas y
montan guardia ante las puertas principales. Hacia la del norte trepa un camino para
carros entre resguardados terraplenes, mientras que en dirección a la puerta de la
esquina suroeste —la llamada Puerta del Rey— asciende entre curvas una vía para
carruajes de superficie bien combada, apropiada para las ruedas más veloces, y
suficientemente amplia para permitir el paso de tropas de caballos al galope.
Entre estos muros, tan bien protegidos en esos tiempos de paz como en aquellos
días turbulentos para los que los erigí, ha surgido hoy una ciudad vistosa por sus
ornamentos dorados y el ondear de las banderas, y refrescante por sus jardines y
árboles frutales. Por las enlosadas terrazas pasean mujeres ricamente vestidas, y en
los jardines hay niños jugando. Las calles están atestadas de gente y llenas de
conversaciones y risas, las chanzas de la plaza del mercado, los rápidos cascos de los
ligeros y lustrosos caballos de Arturo, el griterío de los mozos y el clamor de las
campanas de la iglesia. Ha crecido rica con su apacible comercio y espléndida con las
artes de la paz. Camelot es un espectáculo maravilloso, uno de los que hoy son
familiares para viajeros de las cuatro partes del mundo.
Pero entonces, en aquella pelada cima del cerro y entre las ruinas de edificios
abandonados no era más que una idea, y una idea surgida de las duras necesidades de
la guerra. Empezaríamos por las murallas exteriores, por supuesto, y a tal fin pensaba
usar los restos de escombros diseminados por todas partes: tejas de antiguos
hipocaustos, losas, piedras del suelo o incluso de la antigua calzada construida en la
fortaleza romana. Con todos estos cascotes levantaríamos rápidamente un fuerte muro
de contención exterior, que al mismo tiempo soportaría una ancha plataforma de
combate que correría a lo largo de la parte interior de las almenas. Este mismo muro
por su parte exterior se construiría directamente a partir de la ladera escarpada del
cerro, como una corona sobre la cabeza de un rey. La ladera se limpiaría de árboles y
se sembraría de fosos, de forma que se convirtiera efectivamente en un peligroso
precipicio de peñascos menores que culminaría en una enorme muralla revestida de

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piedra. Para ello usaríamos la toba labrada que se encontraba en el lugar, junto con
nuevos materiales que los albañiles de Melvas y los nuestros extraerían de las
canteras. Por encima de ella pensaba colocar nuevamente una pared maciza de
madera pulida, trabada con la obra de piedra y cascote del muro de contención por un
sólido bastidor de vigas de madera. En las puertas de entrada, donde los caminos de
acceso que iban cuesta arriba quedaban hundidos entre terraplenes rocosos, diseñé
una especie de túnel que penetraría por el muro fortificado y permitiría que la
plataforma de combate diese la vuelta al recinto sin interrupción, quedando por
encima de las puertas. Dichos túneles con puerta, suficientemente anchos y altos para
permitir la circulación de caballos o el paso de tres jinetes de fondo, podrían ser
colgados mediante enormes portalones que se plegarían hacia atrás contra los muros
revestidos de roble. Para hacer esto teníamos que hundir aún más las carreteras.
Todo esto y muchas otras cosas se lo había explicado a Derwen. Al principio se
mostró escéptico y sólo por respeto hacia mí se retuvo de manifestar su categórico y
obstinado desacuerdo mientras yo le hablaba en especial sobre el tema de las puertas,
de las que no podía haber visto ningún precedente; es cierto que la mayoría de
ingenieros y arquitectos trabajan a partir de precedentes bien experimentados, sobre
todo en materia de guerra y defensa, y no les falta razón. En el primer momento no
podía ver ningún motivo para abandonar un modelo tan bien probado como el de las
torres gemelas y las salas para cuerpos de guardia. Pero con el tiempo, sentado hora
tras hora frente a mis proyectos y estudiando las listas que yo había estado
preparando de los materiales que se podían obtener a pie de obra, llegó a una
moderada aceptación de mi propuesta de amalgama de piedra y madera de
construcción y, por consiguiente, a una especie de contenido entusiasmo por todo
ello. Era suficientemente profesional como para sentirse excitado ante nuevas ideas,
sobre todo porque la culpa de cualquier fallo no recaería sobre él sino sobre mí.
No es que tal culpa fuera probable. Arturo, que tomó parte en las sesiones de
planificación, estaba entusiasmado pero —tal como puntualizó en una ocasión en que
difería sobre un aspecto técnico— él entendía en sus asuntos y confiaba en que
nosotros conociéramos bien los nuestros. Todos nosotros sabíamos cuál debía ser la
función de la plaza fuerte: edificarla de acuerdo con ella era nuestro cometido. Una
vez la hubiéramos construido, él sabría cómo conservarla, —concluyó, con la
brevedad de una total e inconsciente arrogancia.
Ahora, por fin en su puesto y con un buen tiempo que llegó pronto y parecía
estabilizado, Derwen empezó a trabajar con entusiasmo y diligencia, y antes de que el
viejo pastor hubiera llevado las vacas hacia el establo para el primer ordeño de la
tarde, las estacas estaban clavadas, las zanjas empezadas y el primer cargamento de
suministros crujía cuesta arriba tras los esforzados bueyes.
Caer Camel estaba renaciendo. El rey iba a volver.

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Llegó en un resplandeciente día de junio. Subió cabalgando desde el pueblo en su
yegua gris Amrei, acompañado de Beduier, de su hermano de leche Keu y de quizás
una docena de sus capitanes de caballería. Éstos ahora eran conocidos generalmente
como equites o caballeros; Arturo les llamaba sus «compañeros». Cabalgaban sin
armadura, como si se tratara de una partida de caza. Arturo se giró desde el lomo de
su yegua, arrojó las riendas a Beduier, y, mientras los demás desmontaban y dejaban
pacer a sus caballos, recorrió a pie y solo la cuesta cubierta de ondeante hierba.
Me vio y me saludó con la mano, pero no se dio ninguna prisa. Se detuvo junto al
muro exterior y habló con los hombres que trabajaban allí, luego anduvo sobre los
tablones que tendían un puente sobre una zanja mientras los obreros cesaban
momentáneamente de trabajar y se erguían para responder a sus preguntas. Vi que
uno de ellos le señalaba algo; el rey miró en aquella dirección y lo mismo hicieron
todos los que estaban alrededor antes de que les dejara para subir a la loma central de
la colina en donde se habían cavado los cimientos de su cuartel general. Desde allí
podía dominar toda la región y quizá captar el sentido de todo aquello, por encima del
laberinto de zanjas y cimientos, semioculto como estaba bajo la maraña de cuerdas y
andamios.
Se giró lentamente sobre sus talones hasta completar un círculo entero. Luego
vino rápidamente hacia donde yo estaba, dibujos en mano.
—Sí —fue todo lo que dijo, aunque con viva satisfacción. Y después—: ¿Para
cuándo?
—Aquí habrá algo para ti cuando llegue el invierno.
Volvió a lanzar una mirada en torno, una mirada de orgullo y clarividencia que
podía haber sido la mía propia. Sabía que estaba viendo, como yo podía ver, las
murallas terminadas, las altivas torres, la piedra y la madera y el hierro que
encerrarían este espacio de dorado aire veraniego y lo convertirían en su primera
creación. También era la mirada de un guerrero que ve un arma muy poderosa, y que
se la ofrecen para él. Sus ojos, henchidos de esa intensa y vehemente satisfacción,
volvieron hasta mí.
—Te pedí que obraras un milagro, y creo que lo has hecho. Así es como lo veo.
¿Quizás eres demasiado profesional para sentirlo de este modo, cuando ves que lo
que no era más que un dibujo sobre arcilla o tan sólo un pensamiento en tu mente
toma forma como algo real, que perdurará para siempre?
—Creo que todos los constructores lo sienten de este modo. Yo, desde luego.
—¡Qué rápido ha progresado! ¿Lo edificas con música, como la Danza de los
Gigantes?
—He aplicado aquí el mismo milagro. Tú mismo puedes verlo: los hombres.
Me lanzó una rápida mirada y luego paseó su vista a través del desorden del suelo

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removido y los peones afanándose, hasta el lugar en que, tan ordenadamente como en
una antigua ciudad amurallada, los talleres de carpinteros, herreros y albañiles
resonaban con martillazos y voces. Sus ojos parecieron mirar menos a lo lejos, más
hacia dentro. Habló suavemente:
—Recordaré esto. Dios sabe quién debe encargarse de cada cosa. Yo practico el
mismo milagro. —Dirigiéndose nuevamente a mí, prosiguió—: ¿Y para el próximo
invierno?
—Para el próximo invierno tendrás esto terminado por dentro, tanto para estar a
salvo como para luchar desde aquí. El lugar es en todo tal y como habíamos esperado.
Más tarde, cuando las guerras acaben, habrá espacio y tiempo para construir con otros
fines, con comodidades, gracia y esplendor dignos de ti y de tus victorias. Te
edificaremos un auténtico nido de águila, suspendido en lo alto de una hermosa
colina. Una fortaleza desde donde cazar en tiempos de guerra y un hogar en el que
criar hijos en tiempos de paz.
Se había medio vuelto de espaldas a mí para hacer una señal al expectante
Beduier. Los jóvenes caballeros montaron y Beduier se nos acercó, llevando consigo
la yegua de Arturo. El rey se volvió hacia mí, arqueando una ceja.
—¿De modo que ya lo sabías? Debería haber sabido que contigo no podía guardar
secretos.
—¿Secretos? Yo no sé nada. ¿Qué secreto intentas guardar?
—Ninguno. ¿De qué serviría? Quería habértelo contado enseguida, pero esto era
primero… Pienso que a ella no le gustaría oírme lo que acabo de decir. —Debí de
quedarme boquiabierto como un estúpido. Los ojos le bailaban—. Sí, lo siento,
Merlín. Pero la verdad es que estaba a punto de explicártelo. Me caso. Vamos, no te
enfades. Es algo en lo que difícilmente podrías guiarme a mi entera satisfacción.
—No me enfado. ¿Con qué derecho? Es una decisión que debes tomar por ti
mismo. Parece que lo has hecho y me alegro. ¿Está ya concertado?
—No, ¿cómo podría estarlo? Esperaba hablar contigo primero. Hasta ahora no
hay más que unas cartas entre la reina Ygerne y yo. La sugerencia partió de ella, y
supongo que antes habrá que hablarlo mucho. Pero te lo advierto —hubo un destello
en sus ojos—: estoy decidido. —Beduier se deslizó de la ensilladura junto a nosotros
y Arturo tomó de sus manos las riendas de la yegua. Le miré interrogante e hizo un
gesto de asentimiento—. Sí, Beduier lo sabe.
—Entonces, ¿me dirás quién es ella?
—Su padre era Marco, que combatió a las órdenes del duque Cador; le mataron
en una escaramuza en la costa irlandesa. Su madre había muerto al nacer ella, y desde
que faltó su padre ha estado bajo la protección de la reina Ygerne. Debes de haberla
visto, aunque supongo que no te habrás fijado. Atendía a la reina en Amesbury, y
luego otra vez cuando la coronación.

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—La recuerdo. ¿Oiría su nombre? Lo he olvidado.
—Ginebra.
Un chorlito voló sobre nosotros, aleteando bajo el sol. Su sombra cruzó entre
nosotros sobre la hierba. Algo pulsó las cuerdas de la memoria; algo procedente de
aquella otra vida de poder y terror y clarividencia. Pero se me escapaba. La
disposición de ánimo de una consecución tranquila estaba tan inalterada como la lisa
superficie del Lago.
—¿Qué pasa, Merlín?
Su voz era ansiosa, como la de un niño que teme la desaprobación. Miré hacia
arriba. Beduier, a su lado, me observaba con la misma expresión preocupada.
—No pasa nada. Es una muchacha preciosa, con un nombre precioso. Estoy
seguro de que los dioses bendecirán el matrimonio cuando llegue el momento.
Los jóvenes rostros se relajaron. Beduier dijo unas palabras en son de broma;
siguió con algún excitado comentario sobre la obra en construcción y los dos se
sumergieron en una discusión en la que no salieron para nada los planes
matrimoniales. Vi a Derwen cerca de la puerta de entrada y anduve hacia allá para
hablar con él. Entonces Arturo y Beduier se despidieron y montaron, y los demás
jóvenes caballeros dieron la vuelta a sus impacientes caballos para cabalgar cuesta
abajo hacia la carretera siguiendo a su rey.
No llegarían muy lejos. Cuando la pequeña cabalgata penetró en la hundida
puerta de entrada dieron de frente con Zarzamora, Gota de Rocío y sus hermanas que
seguían su lento camino cuesta arriba. Tenaz como las ganchudas cápsulas del amor
de hortelano, el viejo pastor seguía aferrado a sus derechos de pasto en Caer Camel,
por lo que diariamente conducía el rebaño cuesta arriba hacia la parte del terreno que
aún no estaba estropeada por las obras en construcción.
Vi que la yegua rucia se detenía, viraba un poco y empezaba a corcovear. El
ganado, mascando estólido, según movía las patas delanteras iba balanceando las
ubres. De algún lugar entre el rebaño, tan repentinamente como una humareda
surgida del suelo, apareció el viejo apoyándose en su cayado. La yegua alzó las patas
delanteras, agitando los cascos. Arturo la llevó a un lado pero ella retrocedió con
fuerza y dio contra la pata delantera del potro negro de Beduier, que inmediatamente
se puso a dar coces, faltando sólo unas pulgadas para alcanzar a Gota de Rocío.
Beduier se reía, pero Keu gritaba furioso:
—¡Lárgate, viejo loco! ¿No ves que es el rey? ¡Y saca a tus condenadas vacas del
camino! ¡Aquí no pintan nada!
—Pintan lo mismo que tú, joven señor, si no más —respondió el viejo con
aspereza—. Sacando lo bueno de la tierra están. ¡Lo que tú y los que son como tú
hacéis nada más es estropearla! ¡Así que deberíais llevaros a vuestros caballos e ir a
cazar al País del Verano, y dejar en paz a las gentes honestas!

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Keu era uno de aquellos que nunca saben cuándo deben refrenar su cólera, o ni
siquiera cuándo deben ahorrar palabras. Pasó con su caballo por delante de la yegua
de Arturo, empujándola, y se encaró al viejo con el rostro encendido:
—¿Eres sordo, viejo loco, o más bien estúpido? ¿Cazadores? ¡Somos los
capitanes de combate del rey, y éste es el rey!
—¡Oh, déjalo, Keu! —empezó Arturo, medio riendo, pero luego tuvo que
dominar repentinamente a la yegua una vez más, pues el viejo trasgo volvió a surgir
inesperadamente junto a sus riendas.
Los ojos cegatos miraban hacia arriba con insistencia.
—¿Rey? No, no me tomaréis el pelo, señores. Ése no’s más que un chiquillo
travieso. El rey es un hombre hecho y derecho. Además, no’s aún su momento.
Vendrá a mitad del verano, co’ la luna llena. Verlo, lo he visto, con todos sus
guerreros. —Hizo un movimiento con su cayado que volvió a provocar bruscas
sacudidas de cabeza a los caballos—. ¿Ésos, capitanes de combate? ¡Chiquillos, eso
es lo que sois todos! Los guerreros del rey tienen armadura, y lanzas largas como
fresnos, y se ponen plumas como las crines de sus caballos. Verlos, los he visto, solo,
aquí, en una noche de verano. Oh, sí, yo conozco al rey.
Keu volvía a abrir la boca, pero Arturo alzó la mano. Habló como si él y el
anciano estuvieran solos en el campo.
—¿Un rey que vino aquí en verano? ¿Qué nos estáis contando, buen hombre?
¿Quiénes eran ellos?
Quizás hubo algo en su ademán que comunicó con el otro. Parecía inseguro.
Entonces alcanzó a verme y me señaló:
—Se lo conté a él, lo hice. Sí. El hombre del rey, dijo que era. Y me habló con
suavidad. Un rey iba a venir, dijo, que cuidaría mis vacas por mí y me daría pasto
para ellas… —Miró a su alrededor como si por vez primera advirtiera los espléndidos
caballos, los vistosos arreos, y las confiadas y risueñas expresiones de los jóvenes
caballeros. Su voz titubeó y fue cayendo en un murmullo entre dientes. Arturo me
miró.
—¿Sabes de qué está hablando?
—De una leyenda del pasado, y de un escuadrón de fantasmas que dice que llegan
cabalgando desde su tumba de la colina a medianoche, en verano. Imagino que cuenta
un antiguo relato acerca de los gobernantes celtas de aquí, o de los romanos, o tal vez
de ambos. Nada que deba preocuparte.
—¿Nada que deba preocuparme? —Se oyó una voz, que sonaba intranquila; creo
que fue Lamorak, un valiente y muy excitable caballero que observaba las estrellas
para descubrir señales y los arreos de cuyo caballo resonaban por hechizos—.
¿Fantasmas, y no debemos preocuparnos?
—¿Y los ha visto por sí mismo, en este mismo lugar? —preguntó alguien más.

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Y otros, entre murmullos:
—¿Lanzas y plumas como crines de caballos? ¡Toma, como los sajones!
Y de nuevo Lamorak, mientras manoseaba una pieza de coral que llevaba sobre el
pecho:
—¿Fantasmas de muertos, matados aquí y enterrados bajo el mismo cerro en el
que planeas construir un bastión y una ciudad segura? Arturo, ¿lo sabías?
Pocos hombres hay más supersticiosos que los soldados. Después de todo, son
hombres que viven en gran proximidad con la muerte.
Todas las risas se habían desvanecido, se habían apagado, y un escalofrío traspasó
el radiante día de un modo tan indudable como si una nube hubiera pasado entre el
sol y nosotros.
Arturo estaba ceñudo. También era un soldado, pero además era un rey, y como
su padre, el rey anterior, resuelto en sus actos.
Con notable energía replicó:
—Y eso, ¿qué importa? ¡Mostradme un sólido baluarte, tan bueno como éste, que
no haya sido defendido por hombres valerosos y cimentado con su sangre! ¿Somos
chiquillos para temer a los fantasmas de hombres que han muerto aquí antes que
nosotros para guardar esta tierra? ¡Si estuvieran ahora aquí serían de los nuestros,
caballeros! —Luego se dirigió al pastor—: ¡Bueno! Cuéntanos tu historia, buen
hombre. ¿Quién era este rey?
El anciano vaciló, confundido. Súbitamente preguntó:
—¿Oísteis hablar alguna vez de Merlín, el encantador?
—¿Merlín? —Ése era Beduier—. ¿Por qué? ¿No conoces…?
Captó mi mirada y se calló. Nadie más habló. Arturo, sin echar la menor ojeada
hacia mí, preguntó en medio del silencio:
—¿Qué pasa con Merlín?
Los ojos empañados fueron dando la vuelta como si pudieran ver claramente a
cada hombre, cada rostro que le escuchaba. Incluso los caballos permanecían
tranquilos. El pastor parecía extraer valor del atento silencio. Repentinamente volvió
a la lucidez:
—Una vez había un rey que se dispuso a construir un baluarte. Y, como hacían los
reyes de antaño, que eran hombres fuertes y despiadados, buscó a un héroe para
matarlo y enterrarlo bajo los cimientos, y así mantenerlos firmes. De modo que atrapó
y retuvo a Merlín, que era el hombre más importante de toda la Gran Bretaña, y lo
habría matado, pero Merlín convocó a sus dragones y salió volando a salvo por los
cielos, y buscó a un nuevo rey en Gran Bretaña que quemó al otro hasta reducirlo a
cenizas, y a su reina con él. ¿Habías oído ese relato, señor?
—Sí.
—¿Y es cierto que eres un rey y ésos tus capitanes?

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—Sí.
—Entonces, preguntad a Merlín. Cuentan que aún vive. Preguntadle qué rey
temería tener la tumba de un héroe bajo su umbral. ¿No sabéis lo que hizo? Puso al
gran Rey Dragón bajo las Piedras Colgantes, eso hizo, y a eso lo llamó el castillo más
seguro de toda la Gran Bretaña. O eso dicen.
—Dicen la verdad —corroboró Arturo. Miró a su alrededor, para comprobar si el
alivio se había sobrepuesto a la inquietud. Volvió a dirigirse al pastor—: ¿Y el
poderoso rey que yace con sus hombres en el interior de la colina?
Pero ya no obtuvo nada más. Cuando le forzaban, el anciano empezaba a decir
vaguedades, y luego se volvía ininteligible. Aquí y allá podía captarse alguna palabra:
cascos, plumas, escudos redondos y caballos pequeños, y vuelta a las lanzas «largas
como fresnos», y capas agitándose al viento «cuando el viento no sopla».
Con el fin de interrumpir nuevas visiones fantasmagóricas, dije fríamente:
—Sobre esto deberíais preguntar también a Merlín, mi señor rey. Creo saber lo
que diría.
Arturo sonrió.
—¿Pues qué diría?
Me volví hacia el anciano.
—Me contasteis que la diosa mató a ese rey y a sus hombres, y que fueron
enterrados aquí. Me contasteis también que el nuevo joven rey tendría que hacer las
paces con la diosa, o que si no ella le rechazaría. Ahora veamos lo que ha hecho la
diosa. Él nada sabía sobre esta leyenda, pero ha venido hasta aquí conducido por ella
para edificar este baluarte en el mismo punto en que la propia diosa mató y enterró a
una escuadra de fuertes guerreros y a su jefe, para convertirlos en la piedra real de su
umbral. Y ella le entregó la espada y la corona. De modo que así podéis contárselo a
vuestra gente, y contadles también que el nuevo rey viene, con la aprobación de la
diosa, para edificar una fortaleza para él y para protegeros a vos y a vuestros hijos, y
para que vuestro ganado pueda pastar en paz.
—¡Por la propia diosa, ya es tuyo, Merlín! —se oyó a Lamorak, conteniendo el
aliento.
—¿Merlín? —Cualquiera pensaría que el anciano oía este nombre por primera
vez—. Sí, eso es lo que diría… Y he oído contar cómo sacó él mismo la espada de las
profundidades del agua y la entregó al rey…
Durante unos minutos, mientras los demás se agrupaban y hablaban otra vez entre
ellos, tranquilos y sonrientes, el pastor volvió a rezongar entre dientes. Pero luego mi
última e imprudente frase, que había ido abriéndose paso, le llegó de repente, y con la
mayor claridad de palabra volvió al tema de sus vacas y de la iniquidad de los reyes
que interfieren en su pasto. Arturo, con una rápida y acusadora mirada hacia mí, le
escuchó muy serio mientras sus jóvenes compañeros contenían la risa y los últimos

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vestigios de inquietud se desvanecían entre el regocijo. Al final, con gentil cortesía el
rey le prometió que le permitiría conservar el pasto mientras creciera hierba fresca en
Caer Camel, y cuando ya no creciera, le encontraría pastos en otro lado.
—Bajo mi palabra de Gran Rey —concluyó.
Sin embargo, ni siquiera ahora estaba muy claro que el viejo pastor le creyera.
—Bueno, tanto si tú mismo te llamas rey como si no, para el atolondrado
chiquillo que eres aún demuestras un poco de sentido —dijo—. Escuchas a aquellos
que conoces, no como algunos —y echó una ojeada malevolente en dirección a Keu
—, que no son más que ruido y viento. ¡Guerreros, claro! Cualquiera que sepa una
pizca sobre combates y cosas parecidas sabe que no hay hombre que pueda luchar
con la panza vacía. Tú dame hierba para mis vacas y nosotros llenaremos vuestras
panzas.
—Te he dicho que la tendrás.
—Y cuando ese constructor —ése era yo— haya estropeado Caer Camel, ¿qué
tierra me darás?
Arturo no había pensado que le fuera a tomar la palabra tan rápidamente, pero
dudó tan sólo un momento:
—Veo buenos tramos verdes abajo, al otro lado del río, más allá del pueblo. Si
puedo…
—Eso no es en absoluto bueno para las bestias. Cabras quizás, y gansos, pero no
vacas. Es hierba agria, eso es, y llena de ranúnculos. Eso es veneno para el pasto.
—¿De veras? No lo sabía. ¿Dónde habría buena tierra, pues?
—En la colina de los tejones. Eso está más allá —precisó—. ¡Ranúnculos! —
Soltó una risa aguda—. Rey o no, joven señor, por más gente que conozcas siempre
te queda alguno más por conocer.
—Esto es algo más que siempre voy a recordar —dijo Arturo gravemente—. Muy
bien. Si puedo adquirir la colina de los tejones, tuya será.
A continuación tiró de las riendas hacia atrás para dejar paso al anciano y,
dirigiéndome un saludo, cabalgó camino abajo, con sus caballeros tras él. Derwen me
estaba esperando junto a los cimientos de la torre suroeste. Anduve en aquella
dirección. Un chorlito —tal vez el mismo— se inclinó y se deslizó lateralmente en el
aire ventoso. El recuerdo volvía, deteniéndome…
… La Capilla Verde más arriba de Galava. Los mismos dos jóvenes rostros, el de
Arturo y el de Beduier, contemplándome mientras les contaba historias de batallas y
remotos lugares. Y a través de la sala, proyectada por la luz de la lámpara, la sombra
de un pájaro en el aire —la lechuza blanca que vivía en el tejado— guenhwyvar, la
sombra blanca, el blanco fantasma, cuya mención me puso la carne de gallina; fue un
momento de inquieta premonición que ahora apenas podía recordar, si no fuera por el
temor de que el nombre de Ginebra, Guenever, representara una fatalidad para él.

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Tal advertencia no la había experimentado hoy. No la esperaba. Sólo sabía que el
poder que en otro tiempo tuve para advertir y proteger me había abandonado. Hoy no
era más que lo que el viejo pastor me había llamado: un constructor.
«¿No más?». Recordé el orgullo y el temor reverencial en los ojos del rey
mientras supervisaba el trabajo preliminar del «milagro» que ahora estaba obrando
para él. Bajé la vista hacia los planos que sostenía en la mano y experimenté la
conocida y humana excitación del constructor que se agitaba en mi interior. La
sombra flotó y se desvaneció en la luz del sol y yo me apresuré para reunirme con
Derwen. Al menos aún poseía la suficiente habilidad para construirle a mi muchacho
un baluarte seguro.

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Capítulo IV
Tres meses más tarde Arturo se casaba con Ginebra en Carlión.
El rey no había tenido oportunidad de volver a ver a la novia; la verdad, creo que
no había hablado con ella más que las triviales formalidades que se hubieran
intercambiado en la fiesta de la coronación. A principios de julio Arturo tuvo que
volver al norte, así que no dispuso de tiempo para viajar a Cornualles y escoltarla
hasta Guent. En cualquier caso, puesto que era el Gran Rey lo apropiado era que la
novia fuera conducida hasta él. Por ello, prescindió de Beduier durante un precioso
mes para que bajara hasta Tintagel y se trajera consigo a la novia hasta Carlión.
Durante todo aquel verano hubo esporádicos combates en el norte; la mayor parte
de las veces, en aquella región montañosa y cubierta de bosque se trataba de ataques
por sorpresa y escaramuzas aquí y allá, pero a finales de julio Arturo forzó una
batalla por un paso sobre el río Bassas. Su victoria fue lo bastante decisiva como para
establecer una bien acogida tregua, que él mismo prolongó luego en una suspensión
de la lucha durante la época de la cosecha; de este modo pudo finalmente viajar hasta
Carlión con tranquilidad de espíritu. Por todo ello, la suya era una boda de
guarnición; no podía permitirse sacrificar ningún tipo de disponibilidad, de manera
que las nupcias estaban incluidas —es un decir— entre sus otras preocupaciones. La
novia parecía contar con ello y se lo tomaba todo con tanta alegría como si se tratara
de una importante ocasión festiva en Londres. Había tal animación y vistosidad en
torno a la ceremonia como nunca había yo visto en ocasiones semejantes, pese a que
los hombres mantenían sus lanzas dispuestas a la salida de la sala de la recepción y
sus espadas prestas a levantarse, y el propio rey dedicaba cada momento disponible a
reunirse en consejo con sus oficiales, a salir fuera para realizar ejercicios sobre el
terreno o —a veces ya tarde, por la noche— a estudiar los mapas teniendo en la mesa
de al lado los informes de sus espías.
Salí de Caer Camel la primera semana de septiembre y cabalgué campo a través
hacia Carlión. Las obras en la fortaleza iban bien y pude dejar a Derwen al cargo de
ellas. Iba con el corazón ligero.
Todo cuanto había sido capaz de averiguar sobre la muchacha hablaba en su
favor: era joven, sana y de buen linaje, y ya era tiempo de que Arturo se casara y
pensara en tener hijos propios.
Mis consideraciones respecto a ella no iban más lejos.
Estuve en Carlión a tiempo para ver la llegada de la comitiva de la novia. No
cruzaron el estuario con las balsas sino que vinieron subiendo por la carretera desde
Glevum, adornados sus caballos con cuero dorado y teselas de colores y las literas de
las mujeres brillantes con su pintura reciente. Las damas más jóvenes vestían mantos
de todos los colores y sus caballos lucían flores trenzadas con las crines.

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La novia rehusó una litera; cabalgaba sobre un precioso caballo color crema, un
regalo procedente de las caballerizas de Arturo.
Beduier, con una capa bermeja nueva, permanecía al costado de su brida, y al otro
lado cabalgaba la princesa Morgana, hermana de Arturo. Su montura era tan fogosa
como dócil era la de Ginebra, pero la dominaba sin esfuerzo. Parecía estar de
excelente humor y, según se podía ver, tan excitada ante sus propias nupcias ya
próximas como por la otra boda, más importante. Tampoco parecía envidiar a
Ginebra su papel central en los festejos, o las deferencias de que era objeto a causa de
su nuevo rango. La propia Morgana tenía rango de sobra. En ausencia de Ygerne,
acudía para representar a la reina y, juntamente con el duque de Cornualles, para
depositar la mano de Ginebra en la del Gran Rey.
Arturo, ignorante todavía de lo grave de la enfermedad de Ygerne, había contado
con que ella acudiera. Beduier a su llegada tuvo unas palabras en voz baja con él y vi
que una sombra se posaba en el rostro del rey. Luego la desterró para saludar a
Ginebra. Su saludo era público y formal, pero dejando entrever una sonrisa que ella
respondió con unos hoyuelos de recatada coquetería. Las damas susurraron y
arrullaron y examinaron detenidamente al rey, y los hombres miraron con
indulgencia, los de más edad aprobando la juventud y vigor de ella, con el
pensamiento vuelto hacia un heredero para el reino. Los más jóvenes observaban con
la misma aprobación, teñida de simple envidia.
Ginebra tenía entonces quince años. Era una pizca más alta que la última vez que
la vi, y más mujer, pero era todavía una criatura menuda, de piel fresca y ojos alegres,
evidentemente encantada por la suerte que la había sacado de Cornualles como novia
del querido del país, Arturo, el joven rey.
Ginebra le presentó con gracia las excusas de la reina, sin insinuar que Ygerne
sufriera otra cosa que un achaque pasajero, y el rey lo aceptó con tranquilidad; luego
le ofreció el brazo y la acompañó, con Morgana, a la casa dispuesta para ella y sus
damas. Era la mejor de las casas de la ciudad extramuros de la fortaleza, donde
podrían descansar y hacer los preparativos para la boda.
Poco después regresó a sus habitaciones, y mientras estaba aún abajo en el
corredor pude oírle hablando afanosamente con Beduier. No se trataba de una
conversación sobre bodas ni sobre mujeres. Entró en la habitación despojándose ya
de sus galas, y Ulfino, que conocía sus costumbres, estaba ya a punto para coger la
espléndida capa en cuanto él se la quitara de un revuelo, y sacarle el pesado cinto de
la espada y depositarlo a un lado. Arturo me saludó alegremente.
—¡Bueno! ¿Qué piensas? Se ha hecho toda una guapa mujer, ¿no?
—Es muy hermosa. Será una buena pareja para ti.
—Y no es ni tímida ni remilgada, gracias a Dios. No tengo tiempo para eso.
Vi a Beduier sonriendo. Ambos sabíamos qué quería decir esto literalmente. No

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tenía tiempo para preocuparse en cortejar a una novia delicada. Quería boda y lecho,
y después, con los nobles de más edad por fin satisfechos y con su propia mente
liberada, volvería a los asuntos pendientes en el norte.
Ahora, mientras se dirigía a la antesala donde tenía la mesa del mapa, no cesaba
de hablar:
—Pero lo discutiremos dentro de un momento, cuando llegue el resto de los
miembros del Consejo. Les he mandado llamar. Anoche recibí noticias frescas, con
un correo. Incidentalmente ya te lo conté, Merlín, ¿verdad?, que hice venir a tu joven
amigo Gereint, de Olicana. Llegó aquí la última noche. ¿Le has visto ya? ¿No?
Bueno, vendrá con los demás. Te estoy muy agradecido. Es un hallazgo, y ha
demostrado ya su valía en más de tres ocasiones. Trajo noticias de Elmet… Pero
dejemos eso ahora. Antes de que estén aquí quiero preguntarte por la reina Ygerne.
Beduier me dice que no era cuestión de que ella viajara hacia el norte para la boda.
¿Sabías que estaba enferma?
—Me di cuenta en Amesbury de que no estaba bien, pero ella no quiso hablar de
este tema ni entonces ni más tarde, ni nunca me consultó. Y pues, Beduier, ¿qué
novedades hay ahora de ella?
—No soy un experto —aclaró Beduier—, pero a mí me parecía gravemente
enferma. Desde la coronación acá le he advertido un cambio, delgada como un
espíritu y pasando la mayor parte del tiempo en la cama. Envió una carta a Arturo y
quisiera haberte escrito también a ti, pero era superior a sus fuerzas. Tengo que darte
sus saludos y las gracias por tus cartas y por acordarte de ella. Siempre espera tu
llegada.
Arturo me miró.
—¿Sospechabas algo así cuando la viste? ¿Es una enfermedad mortal?
—Yo diría que sí. Cuando la vi en Amesbury la semilla de la enfermedad ya
estaba sembrada. Y cuando volví a hablar con ella en la coronación creo que ella
misma era sabedora de su debilitamiento. Pero de ahí a sacar conjeturas sobre cuánto
puede durar… Incluso si yo fuera su médico dudo que pudiera juzgarlo.
Hubiera sido de esperar que él me preguntara por qué me había abstenido de
comentarle mis sospechas, pero las razones eran lo suficientemente obvias como para
ahorrar las palabras. Simplemente asintió con la cabeza, con semblante preocupado.
—Yo no puedo… Ya sabes que debo volver al norte en cuanto este asunto esté
resuelto. —Hablaba del casamiento como si fuera una reunión del Consejo o una
batalla—. No puedo bajar hasta Cornualles. ¿Debería enviarte a ti?
—Sería inútil. Además, su propio médico es todo lo bueno que pudieras desear.
Le conocí cuando era un joven estudiante en Pérgamo.
—Bueno —dijo, aceptándolo, y luego repitió—: Bueno… —Pero se movía
inquieto, toqueteando nervioso los alfileres clavados aquí y allá en el mapa de arcilla

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—. El problema es que uno siempre siente que hay algo que debe hacer. Me gusta
cargar los dados, no aguardar sentado a que otro los tire. Oh, sí, ya sé lo que me vas a
decir: que la esencia de la sabiduría consiste en saber cuándo hay que hacerlo y
cuándo es inútil incluso intentarlo. Pero a veces pienso que nunca tendré bastante
edad para ser sabio.
—Quizá lo mejor que puedes hacer para ambos, para la reina Ygerne y para ti
mismo, sea consumar este matrimonio y ver a tu hermana Morgana coronada como
reina de Rheged —le sugerí.
Beduier lo corroboró:
—Estoy de acuerdo. Por la manera en que ella habló sobre este asunto, tuve la
impresión de que vive sólo para ver ambos vínculos matrimoniales sólidamente
afianzados.
—Eso es lo que me dice en su carta —confirmó el rey. Volvió la cabeza hacia la
puerta. Débilmente llegaba desde el corredor un sonido de propuestas y réplicas—.
Bueno, Merlín, mal podía haberte ocupado yo en un viaje a Cornualles. Quiero que
vayas otra vez al norte. ¿Puede dejarse a Derwen al cargo de Caer Camel?
—Si así lo deseas, por supuesto. Lo hará muy bien, aunque me gustaría estar de
vuelta cuando haga buen tiempo, en primavera.
—No hay ninguna razón por la que no puedas estar.
—¿Es por la boda de Morgana? ¿O quizás haya debido ser más precavido, y se
trate otra vez de Morcadés…? Te lo advierto, si es un viaje a Orcania, declinaré tal
honor.
Se echó a reír. La verdad es que ni parecía que hubiera estado pensando en
Morcadés o en su bastardo, ni habló como si así fuera.
—No quisiera meterte en tales riesgos, tanto por Morcadés como por los mares
nórdicos… No, se trata de Morgana. Quiero que la acompañes a Rheged.
—Lo haré con mucho gusto. —Y así iba a ser, desde luego. Los años que pasé en
Rheged, en el Bosque Salvaje, que es parte del gran territorio que llaman Bosque
Caledoniano, fueron los de la cumbre de mi vida; fueron los años en que guié y
enseñé a Arturo cuando era muchacho—. ¿Confío en que podré ver a Antor?
—¿Por qué no, después de que hayas visto llevar a buen término la boda de
Morgana? Debo admitir que tranquilizará mi ánimo tanto como el de la reina el verla
establecida en Rheged. Es posible que en primavera vuelva a haber guerra en el norte.
Dicho así sin más sonaría extraño, pero en el contexto de aquellos tiempos
adquiere sentido. Fueron aquellos unos años de bodas de invierno. Los hombres
abandonaban su casa en primavera para ir a combatir, y era mejor dejar tras ellos un
hogar seguro.
Para un hombre como Urbgen de Rheged, ya no demasiado joven, señor de
muchos dominios y gran guerrero, hubiera sido necio posponer ni un tanto más el

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propuesto matrimonio. Le respondí:
—Por supuesto, la llevaré hasta allí. ¿Cuándo?
—Tan pronto como las cosas de aquí hayan acabado, y antes de que llegue el
invierno.
—¿Irás para allá?
—Si puedo. Volveremos a hablar de esto. Te daré unos mensajes y, desde luego,
llevarás mis regalos a Urbgen.
Hizo una seña a Ulfino, quien se acercó hasta la puerta. Luego entraron los
demás: sus caballeros, con los hombres de Consejo y algunos de los reyes menores
que habían acudido a Carlión para la boda. Allí estaban Cador y Gwilim y otros, de
Powys, Dyfed y Dumnonia, pero nadie de Elmet ni del norte. Era comprensible. Era
un alivio no ver a Lot. Entre los hombres más jóvenes me encontré con Gereint. Me
saludó con ademán sonriente pero no hubo tiempo para conversaciones. El rey tomó
la palabra y permanecimos reunidos en consejo hasta la puesta del sol, momento en
que nos trajeron la comida; después los presentes se despidieron, y yo con ellos.
Mientras iba hacia mis aposentos, Beduier me alcanzó y caminó a mi lado; con él
iba Gereint. Los dos jóvenes parecían conocerse bastante bien. Gereint me saludó
afectuosamente.
—Fue un buen día para mí aquel en que este médico ambulante llegó a Olicana
—comentó sonriendo.
—Y para Arturo, según creo —contesté—. ¿Cómo va el trabajo en el
Desfiladero?
Me habló sobre ello. Al parecer, no había inmediato peligro desde el este. Arturo
había hecho un barrido de limpieza en Linnuis, y en aquellos momentos el rey de
Elmet lo mantenía bajo vigilancia y custodia por encargo suyo. La carretera a través
del Desfiladero se había reconstruido enteramente, desde Olicana hasta Tribuit, y
ambos fuertes occidentales habían quedado muy bien preparados.
Esta conversación nos llevó al tema de Caer Camel, y aquí se nos unió Beduier
asaeteándome a preguntas. En aquellos momentos llegamos al punto donde nuestros
caminos se separaban.
—Os dejo aquí —dijo Gereint.
Echó una ojeada hacia atrás, al camino por donde habíamos venido, en dirección
a los aposentos del rey.
—¡Fijaos, la mitad no me la habían contado! —exclamó. Hablaba como si citara a
alguien, pero yo no lo había oído antes—. Éstos son días importantes para todos
nosotros.
—Y más lo serán.
Luego nos dimos las buenas noches y Beduier y yo seguimos andando juntos. El
muchacho portador de la antorcha iba unos pasos más adelante. Al principio

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conversamos en voz baja sobre Ygerne. Pudo contarme más de lo que había dicho
delante de Arturo. Su médico, que no deseaba enviar nada por escrito, había confiado
a Beduier alguna información para mí, pero nada era nuevo. La reina se estaba
muriendo, a la espera tan sólo (según añadía Beduier por su cuenta) de que las dos
jóvenes, coronadas y con el debido esplendor, ocuparan su lugar; después de eso (y
ahora según palabras de Melchior), sería extraño si durase hasta la Navidad. Me
enviaba un mensaje de buena voluntad y un presente para que se lo entregara a Arturo
como recuerdo después de su muerte. Se trataba de un broche de oro y esmalte azul
finamente realizado, con una imagen de la madre del dios de los cristianos y el
nombre MARÍA inscrito alrededor del borde. Había ya entregado joyas tanto a su hija
Morgana como a Ginebra; a esta última le habían llegado como regalos de boda, si
bien Morgana ya conocía la verdad. Ginebra, al parecer, no. La joven había sido tan
querida por Ygerne como su propia hija, y últimamente casi más, y la reina había
dado cuidadosas instrucciones a Beduier según las cuales nada debía empañar las
celebraciones de ambas bodas. No es que la reina se hiciera ilusiones respecto a la
pena que Arturo pudiera sentir por ella —aclaró Beduier, que obviamente guardaba
por Ygerne el mayor respeto—: había sacrificado su amor por el de Úter y el futuro
del reino y confortada por su fe, estaba resignada a morir. Pero era consciente de lo
mucho que la joven había llegado a quererla.
—¿Y qué me dices de Ginebra? —pregunté al fin—. Debes de haber llegado a
conocerla bien durante el viaje. Y conoces a Arturo mejor que nadie. ¿Se caerán
bien? ¿Cómo es?
—Deliciosa. Está llena de vida (en su propia condición, tanto como él) y es
inteligente. Me mareó a preguntas sobre las guerras, y no eran ociosas. Comprende lo
que él está haciendo y ha seguido cada uno de sus movimientos. Se enamoró
perdidamente de él desde el primer momento en que le vio, en Amesbury… De
hecho, creo que estaba enamorada de él antes de eso, como cualquier otra muchacha
en Bretaña. Pero tiene humor y buen sentido, no es una damisela enfermiza que sueña
con una corona y un lecho; conoce cuál será su deber. Sé que la reina Ygerne lo
planeó así y tenía esperanzas de que se realizara. Estuvo instruyendo a la muchacha
todo este tiempo.
—Difícilmente pudo tener mejor preceptora.
—Estoy de acuerdo. Pero Ginebra es muy dulce y al mismo muy risueña. Me
alegro —terminó con sencillez.
Luego hablamos de Morgana y de la otra boda.
—Esperemos que encajen tan bien —dije—. Esto es a buen seguro lo que Arturo
desea. ¿Y Morgana? Parece bien dispuesta, incluso contenta por ello.
—Oh, sí —corroboró, y luego añadió, quitándole importancia con una sonrisa—:
Dirías que es una pareja por amor, como si nunca hubiera habido todo aquel asunto

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con Lot. Merlín, tú siempre dices que no sabes nada de mujeres y que ni siquiera
puedes adivinar qué es lo que las mueve. Bueno, no más que yo, y yo no soy un
ermitaño nato. He conocido a un montón y acabo de pasar un mes atendiéndolas
diariamente, y ni siquiera empiezo a comprenderlas. Ansían el matrimonio, que para
ellas es una especie de esclavitud, y peligroso, sin más. Podrías entenderlo en
aquellas que nada poseen. Pero fíjate en Morgana: tiene riqueza y una posición, y la
libertad que ello le da, y está bajo la protección del Gran Rey. Con todo, se habría ido
con Lot, cuya reputación ya conoces, y ahora se va ilusionada con Urbgen de Rheged,
que le triplica sobradamente la edad y al que apenas ha visto. ¿Por qué?
—Sospecho que a causa de Morcadés.
Me lanzó una mirada.
—Es posible. He hablado con Ginebra sobre este asunto. Ella dice que desde que
llegaron noticias del último parto de Morcadés, y sus cartas sobre el estado que
dirige…
—¿En Orcania?
—Eso dice. Parece verdad que gobierna el reino. ¿Quién, si no? Lot ha estado con
Arturo… Bueno, Ginebra me dijo que últimamente a Morgana se le estaba agriando
el humor y que había empezado a hablar de Morcadés con odio. Además, había
vuelto a practicar lo que la reina llamaba sus «artes oscuras». A Ginebra parece que
esto la asusta. —Vaciló—. Hablan de ello como si fuera magia, Merlín, pero no tiene
nada que ver con tu poder. Es algo humeante, en una habitación cerrada.
—Si le enseñó Morcadés, entonces forzosamente tiene que ser oscuro. Bueno,
cuanto antes sea Morgana reina en Rheged, con una familia propia, tanto mejor. ¿Y
qué hay de ti, Beduier? ¿Has pensado en el matrimonio?
—Todavía no —respondió jovialmente—. No tengo tiempo.
Tras lo cual nos reímos y seguimos nuestros respectivos caminos.

Al día siguiente, con un magnífico sol radiante y toda la pompa, la música y el


jolgorio que una gozosa multitud podía convocar, Arturo se casó con Ginebra. Y tras
el festejo, cuando las antorchas se habían consumido completamente y hombres y
mujeres habían comido y reído y bebido hasta no poder más, se llevaron a la novia, y
más tarde, escoltado por sus compañeros caballeros, el novio fue por ella.
Aquella noche tuve un sueño. Fue breve y nebuloso, tan sólo un vislumbre de
algo que podía ser verdadera visión. Había cortinas descorridas agitadas por el viento
y un lugar lleno de frías sombras y una mujer tendida en una cama. No podía verla
claramente ni decir quién era. Pensé al principio que era Ygerne, pero luego, a un
cambio de la luz vacilante, podía haber sido Ginebra. Estaba tendida como si
estuviera muerta, o como si durmiera profundamente después de una noche de amor.

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Capítulo V
Una vez más me dirigía al norte, esta vez sin apartarme de la carretera oeste en
todo el camino hasta Luguvallium. Era un auténtico viaje de nupcias. El buen tiempo
se mantuvo a lo largo de todo aquel mes, el hermoso septiembre, un mes de oro que
es el mejor para los viajeros desde el momento en que Hermes, el dios de la marcha,
lo reclama como propio.
Su mano nos guió durante todo el viaje. La carretera, principal ruta de Arturo para
subir por el oeste, estaba reparada y firme, e incluso en los pantanales la tierra estaba
seca, de tal modo que en nuestro viaje no tuvimos necesidad de estar pendientes del
momento de llegada para buscar hospedaje con el fin de acomodar a las mujeres. Si a
la caída del sol no había ninguna población o aldea próximas, acampábamos en el
mismo sitio en que nos deteníamos y comíamos junto a algún río, con los árboles
como protección, mientras los chorlitos chillaban en el crepúsculo y las garzas
aleteaban sobre nuestras cabezas al regresar de sus pesquerías. Para mí el viaje
hubiera resultado idílico a no ser por dos cosas. La primera era el recuerdo de mi
último viaje hacia el norte. Como cualquier hombre sensato, había apartado de mi
mente cualquier lamentación, o al menos eso creía, pero cuando una noche alguien
me pidió que cantara y mi criado me alcanzó el arpa, de pronto me pareció como si
no tuviera más que alzar la vista de las cuerdas para verles aparecer en la zona
iluminada por el fuego: al orfebre Beltane, sonriente, y a Ninian detrás de él. Y
después de que el muchacho estuviera presente durante la noche, en el recuerdo o en
sueños, y con él la más profunda de todas las tristezas, volvió el pesar por lo que
pudo haber sido y se fue para siempre. Era más que una simple aflicción por un
discípulo perdido que podía haber continuado el trabajo en mi lugar después de que
yo desapareciera. Había en todo esto un hiriente autodesprecio por el camino
desamparado que le había permitido seguir. ¿Sería posible que yo no hubiera sabido,
en aquel momento de mi punzante e involuntaria protesta en el Puente Cor, el porqué
de tal protesta? La verdad era que la pérdida del muchacho fue muchísimo más grave
que el haberse malogrado la posibilidad de conseguir un heredero y un discípulo: su
pérdida fue el verdadero símbolo de mi propia pérdida. Ninian había muerto debido a
que yo ya no era Merlín.
La segunda avispa en la miel de este viaje era la misma Morgana.
Nunca la conocí bien. Había nacido en Tintagel y crecido allí durante todos
aquellos años en que yo permanecí escondido en Rheged, velando por Arturo
mientras era muchacho. Desde entonces no la había visto más que dos veces: en la
coronación y en la boda de su hermano, y en cada ocasión apenas hablé con ella.
Se parecía a su hermano en que era alta para su edad, y por su cabello oscuro, y
sus ojos también oscuros que creo le venían de la sangre hispana aportada por el

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emperador Máximo a la familia de los Ambrosio; pero en sus rasgos se parecía a
Ygerne, mientras Arturo había salido a Úter. Tenía la piel pálida y era tan reposada
como exaltado era Arturo. Por todo lo cual yo podía percibir en ella el mismo tipo de
fuerza, como un poder controlado, que el fuego guarda bajo las frías cenizas. Había
también algo de la astucia que su media hermana Morcadés mostraba en tal
abundancia, y de la que Arturo carecía. Pero ésta es mayormente una cualidad
femenina: todas las mujeres la poseen en uno u otro grado; con demasiada frecuencia
es su única arma y su único escudo.
Morgana rehusó utilizar la litera dispuesta para ella y cada día cabalgaba algún
tiempo a mi lado. Supongo que mientras estaba con las mujeres o entre los hombres
más jóvenes las conversaciones debían de girar en torno a la boda que se avecinaba y
a los tiempos venideros, pero cuando estaba conmigo hablaba sobre todo del pasado.
Una y otra vez me hacía contar aquellas de mis hazañas que se habían transformado
en leyenda: la historia de los dragones en Dinas Emrys, la erección de la piedra real
en Killare, cómo se extrajo de la piedra la espada de Macsen…
Respondía a sus preguntas de bastante buena gana, separando los hechos reales de
la leyenda y —teniendo en cuenta lo que sobre Morgana me habían comentado su
madre y Beduier— tratando de transmitirle el significado de la «magia». Para estas
jóvenes es una cuestión de filtros, susurros en habitaciones oscurecidas, conjuros para
atrapar el corazón de un hombre o para provocar la visión de un amante en la Víspera
del Solsticio de Verano. Su principal interés, como puede comprenderse, radica en el
saber popular acerca de temas afrodisíacos, cómo conseguir o evitar un embarazo,
hechizos para un buen parto o predicciones sobre el sexo de una criatura. Para hacerle
justicia, Morgana nunca abordó estos temas conmigo; cabía esperar que ya estaba
versada en ellos. Tampoco parecía interesada, como lo estuvo la joven Morcadés, en
la medicina y las artes curativas. Todas sus preguntas giraban en torno al poder
mayor, y en especial a lo que de éste había alcanzado a Arturo. Estaba ávida por
conocer todo lo que sucedió desde el primer cortejo de Úter a su madre y la
concepción de Arturo, hasta que éste levantó la gran espada de Macsen. Yo le
contestaba cortésmente y bastante por extenso; a mi entender, ella tenía derecho a
conocer lo sucedido. Puesto que iba a ser la reina de Rheged y con toda probabilidad
sobreviviría a su marido, por lo que debería guiar al futuro rey de esta poderosa
provincia, intenté hacerle ver cuáles eran los objetivos de Arturo para los tiempos
sosegados de después de la guerra, con el fin de imbuirle ambiciones parecidas.
Sería difícil decir si lo conseguí. Pasado un tiempo advertí que su conversación
tendía más y con mayor frecuencia hacia las razones y los detalles del poder que yo
había tenido. Aunque dejaba de lado sus preguntas, ella insistía, finalmente incluso
sugiriendo, con un aplomo tan imperturbable como el del propio Arturo, que debería
hacer alguna demostración ante todo el mundo, como si yo fuera una vieja

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combinando ensalmos y hierbas sobre el fuego o un adivino pronosticando el futuro
ante la bola de cristal en un día de mercado. Creo que mi respuesta ante esta última
impertinencia fue demasiado helada para que pudiera soportarla.
Inmediatamente aflojó las riendas y dejó que su palafrén se fuera retrasando; a
partir de entonces, el resto del camino cabalgó junto a la gente joven.
Como su hermana, Morgana raramente se encontraba a gusto en compañía de
otras mujeres. Su acompañante más asiduo era un tal Accalón, un joven muy bien
vestido, coloradote y de risa fuerte. Ella procuraba no quedarse a solas con él más de
lo correcto, aunque él no hacía un secreto de sus sentimientos: la seguía a todas partes
con la mirada y siempre que podía le tocaba la mano o se las ingeniaba para acercar
tanto su caballo que sus muslos rozaban los de ella y las crines de sus respectivas
cabalgaduras se confundían. Ella no parecía advertirlo, y ni una sola vez pude ser
testigo de que le dedicara nada distinto a las indiferentes miradas y respuestas que
otorgaba a cualquiera.
Desde luego, yo tenía el deber de conducirla incólume y virgen (si virgen era
todavía) hasta el lecho de Urbgen, pero en el presente no cabía abrigar temores
respecto a su honor. Un amante difícilmente podía plantearse llegar hasta Morgana
durante aquel viaje, incluso aunque ella hubiera querido atraerle.
La mayoría de las noches, cuando acampábamos Morgana era atendida por sus
damas en su pabellón, que compartía con dos mujeres de edad que estaban a su
servicio así como con sus compañeras más jóvenes. No daba muestras de desear que
fuera de otro modo. Actuaba y hablaba como una novia real que iba al encuentro de
su lecho nupcial, y si el hermoso rostro de Accalón y su vehemente cortejo le
producían alguna emoción, no daba la menor muestra de ello.
Hicimos nuestro último alto cuando faltaba sólo un poco para llegar a los límites
del territorio de Caerluel, como los bretones llaman a Luguvallium. En este lugar
dejamos reposar a nuestros caballos mientras los criados se ocupaban en bruñir los
arneses y en limpiar las pintadas literas, y algunas de las mujeres acicalaban sus
trajes, cabellos y cutis. Después se recompuso la cabalgata y fuimos al encuentro del
grupo de bienvenida, que nos recibió más allá de los límites de la ciudad.
Iba encabezado por el propio rey Urbgen, en un magnífico caballo que le había
regalado Arturo, un semental bayo adornado con paños de oro y carmesí. Junto a él,
un sirviente conducía una yegua blanca con bridas de plata y borlas azules para la
princesa.
Urbgen era tan magnífico como su corcel: un hombre vigoroso, de pecho amplio
y brazos fuertes, y tan activo como cualquier guerrero la mitad más joven. Había sido
pelirrojo y ahora el cabello y la barba, como sucede con los pelirrojos, se le habían
vuelto casi blancos, poblados y atractivos. Tenía el rostro curtido por los veranos en
guerra y los inviernos cabalgando en frías marchas. Yo le consideraba un hombre

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fuerte, un aliado leal y un gobernante inteligente.
Me saludó con la misma cortesía que si yo hubiera sido el propio rey, y a
continuación le presenté a Morgana. Se había vestido de amarillo pálido y blanco y
había trenzado con oro su largo cabello oscuro. Tendió una mano al rey, hizo una
profunda reverencia y le ofreció su fresca mejilla para que la besara. Luego montó en
la yegua blanca y cabalgó al lado de Urbgen, concentrando la atención de su séquito
y las propias miradas de valoración que el rey le dirigió con imperturbable serenidad.
Vi que Accalón se rezagaba, con semblante acalorado y mal humor, mientras el
séquito de Urbgen nos rodeaba a los tres e íbamos cabalgando a paso lento al
encuentro de los tres ríos en donde está situada Luguvallium entre los árboles de
otoño que se teñían de rojo.

El viaje había ido bien, pero su final fue realmente malo, sobrepasando el peor de
mis temores. Morcadés asistía a la boda.
Tres días antes de la ceremonia llegó un mensajero a galope con la noticia de que
en el estuario se había avistado un barco con la vela negra y la insignia de los
orcanianos. El rey Urbgen cabalgó hasta el puerto para recibirlo. Envié a mi propio
criado para obtener noticias y volvió con ellas a toda prisa antes de que los de
Orcania hubieran ni siquiera desembarcado. El rey Lot no estaba con ellos, me dijo,
pero había venido la reina Morcadés, y con cierta pompa. Le envié rápidamente hacia
el sur, con un consejo para Arturo: no le sería difícil encontrar alguna excusa para no
estar presente. Afortunadamente para mí, no necesité rebuscar mucho para encontrar
un pretexto con similares fines: días atrás, a petición del propio Urbgen, había
decidido ya una salida para inspeccionar los puestos de transmisiones a lo largo del
estuario.
Con prontitud y tal vez una ligera falta de dignidad salí de la ciudad antes de la
llegada de Morcadés y su gente y no regresé hasta la misma víspera de la boda.
Después me enteré de que también Morgana había evitado encontrarse con su
hermana, pero en aquel momento difícilmente hubiera podido esperarse otra cosa de
una novia tan absorta en los preparativos de una boda real.
Por lo tanto, estuve allí para presenciar el encuentro de las hermanas en la misma
puerta de la iglesia en la que Morgana iba a casarse según los ritos cristianos. Ambas,
reina y princesa, iban espléndidamente vestidas y estaban magníficamente atendidas.
Se reunieron, intercambiaron algunas palabras y se dieron un abrazo, con sonrisas tan
lindas como las de los cuadros y con igual fijeza pintadas en sus bocas. Creo que
Morgana salió vencedora en el encuentro, dado que iba vestida para la boda y brillaba
como la radiante pieza central de la celebración. Su traje era magnífico, con una cola
púrpura recamada de plata. Sobre su cabello oscuro ceñía una corona y entre las
maravillosas joyas que Urbgen le había regalado reconocí alguna de las que Úter

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entregó a Ygerne en los primeros días de su pasión. Su cuerpo esbelto se erguía bajo
el peso de las ricas telas, y su rostro era claro, sosegado y muy hermoso. Me
recordaba a la joven Ygerne, llena de energía y gracia.
Deseé de todo corazón que las informaciones sobre las diferencias entre una y
otra hermana fueran ciertas y que Morcadés no tratara de congraciarse con ella ahora
que la hermana estaba en el umbral de una posición y un poder. Pero me sentía
intranquilo; no podía descubrir ninguna razón por la cual la bruja hubiera acudido a
contemplar el triunfo de su hermana y a ser eclipsada por ella tanto en resultados
como en hermosura.
Nada había podido arrebatarle a Morcadés su belleza entre rosa y dorada que en
su madurez se mostraba, si cabía, más esplendorosa que nunca. Pero era bien notorio
que estaba nuevamente encinta, y además había traído consigo a otro hijo, un niño.
Era una criatura, aún en brazos de su nodriza. Hijo de Lot; no aquel en quien, medio
esperanzado y medio aprensivo, estaba yo pensando.
Morcadés había advertido que la miraba. Sonrió con aquella sonrisita suya como
si hiciera una reverencia y siguió sin detenerse hacia el interior de la iglesia con su
comitiva. Yo, como representante de Arturo en aquel acto, esperaba para hacer la
entrega de la novia. Obediente a mi mensaje, el Gran Rey tenía asuntos que resolver
en otro lugar.
Todas mis esperanzas de poder seguir evitando a Morcadés se estrellaron en el
convite de bodas. Ella y yo, como los dos príncipes más próximos a la novia, fuimos
situados uno al lado del otro en la mesa principal. Era en el mismo comedor en que
Úter celebró la victoria que precedió a su muerte. En un dormitorio de este mismo
castillo Morcadés se acostó con Arturo para concebir a Mordred, y a la mañana
siguiente, en un amargo choque de voluntades, destruí sus esperanzas y la envié lejos
de Arturo. Por lo que a ella se le alcanzaba, aquél había sido nuestro último
encuentro. Morcadés ignoraba —o al menos eso esperaba yo— mi viaje a Dunpeldyr
y mi vigilancia allá.
La vi observándome de reojo bajo los alargados párpados blancos. De pronto me
pregunté con aprensión si estaría enterada de mi actual carencia de defensas contra
ella. La última vez que nos vimos intentó sus artes de brujería sobre mí, e hice
fracasar su eficacia envolviéndolas en la mente como una telaraña pegajosa.
Pero entonces Morcadés no podía hacerme más daño que una araña que hubiera
conseguido atrapar un halcón. Volví contra ella sus conjuros poniendo su furia
enteramente bajo la autoridad del poder. Que ahora me había abandonado. Tal vez
ella calibrara mi debilidad. No podría decirlo. Nunca había subestimado a Morcadés,
y tampoco ahora.
Me dirigí a ella con amable cortesía:
—Tienes un niño muy guapo, Morcadés. ¿Cómo se llama?

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—Galván.
—Se parece mucho a su padre.
Aflojó los labios.
—Mis dos hijos tienen un enorme parecido al padre —dijo pausadamente.
—¿Dos?
—Vamos, Merlín, ¿dónde están tus artes? ¿Te creíste las espantosas noticias
cuando las oíste? Debías haber sabido que no eran ciertas.
—Sabía que no era verdad que Arturo ordenara el crimen, pese a la calumnia que
dejaste caer sobre él.
—¿Yo? —Los hermosos ojos se abrieron del todo con aire inocente.
—Sí, tú. La matanza pudo haberla realizado Lot, el loco exaltado, y ciertamente
fueron los hombres de Lot los que arrojaron a los niños a la barca y los soltaron con
la marea. Pero ¿quién le provocó? Era tu plan desde el principio, ¿no? Incluso el
asesinato de aquella pobre criatura en la cuna. Y no fue Lot quien mató a Macha y
libró al otro niño de la matanza y se lo llevó para ocultarlo. —Hice un remedo de su
propio tono burlón—: Vamos, Morcadés, ¿dónde están tus artes? Deberías saber
hacer otra cosa mejor que jugar a la inocente conmigo.
A la mención del nombre de Macha vi un temor, como una chispa verde, que
saltaba en sus ojos, pero no dio otras muestras.
Se sentaba rígida y erguida, con una mano curvada en torno al vapor de su copa, a
la que daba vueltas suavemente de manera que el oro abrasaba al calor de la antorcha.
Noté que el pulso le latía muy rápido en el hueco de la garganta.
En el mejor de los casos, era una amarga satisfacción. Había estado en lo cierto.
Mordred estaba vivo, oculto. Sospechaba que en alguna de las islas llamadas Orkney
u Orcania, donde Morcadés tenía autoridad y en las que yo, sin la Visión, no tenía
poder para encontrarlo. Ni mandato para matarlo si se le encontraba, me recordé a mí
mismo.
—¿Lo viste?
—Pues claro que lo vi. ¿Cuándo has podido ocultarme algo?
Deberías saber que todo está completamente claro para mí, y también, permíteme
recordártelo, para el Gran Rey.
Permanecía rígida y aparentemente serena, a no ser por aquel rápido latido bajo la
carne cremosa. Me preguntaba si había conseguido convencerla de que yo todavía era
alguien a quien temer. No se le habría ocurrido que Lind pudiera haber llegado hasta
mí, y ¿por qué debería siquiera acordarse de Beltane? La gargantilla que había hecho
para ella se agitaba y destellaba sobre su garganta. Tragó saliva y dijo, en una voz tan
tenue que me llegó con dificultad a través del ruido confuso del comedor:
—Entonces sabrás que, aunque lo salvé de Lot, ignoro dónde está. ¿Quizá tú
podrías decírmelo?

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—¿Esperas que me lo crea?
—Debes creerme porque es la verdad. No sé dónde está. —Volvió la cabeza hacia
mí, mirándome abiertamente—. ¿Lo sabes tú?
No le respondí. Simplemente sonreí, alcé la copa y bebí. Pero, sin mirarla, advertí
en ella una repentina tranquilidad, y me pregunté con un creciente escalofrío si habría
cometido un error.
—Incluso aunque lo supiera —prosiguió—, ¿cómo podría tenerlo conmigo si se
parece a su padre como una gota de vino a otra? —Bebió, dejó la copa y se recostó en
la silla, cruzando las manos sobre la túnica para hacer resaltar el volumen de su
vientre. Me sonrió, con malicia y odio y sin trazas de miedo—. Entonces profetiza
sobre éste, Merlín el encantador, ya que no lo harás sobre el otro. ¿Ocupará este hijo
el lugar del que perdí?
—No me cabe la menor duda —dije con sequedad, y ella se echó a reír
sonoramente.
—Me alegra oírlo. No estoy acostumbrada a las niñas. —Sus ojos fueron hasta la
novia, sentada junto a Urbgen, sosegada y erguida. Él había bebido bastante y tenía
las mejillas coloradas pero mantenía la dignidad, aunque acariciaba a la novia con la
mirada y se inclinaba junto a su silla. Morcadés lo observó y luego dijo con desprecio
—: Así que mi hermanita consiguió por fin su rey. Un reino, sí, y una hermosa ciudad
con amplios territorios. Pero un hombre viejo, rozando los cincuenta y ya con hijos…
—Acarició con la mano la parte delantera de su vestido—. Lot será un loco exaltado,
tal como le has calificado, pero es un hombre.
Era un anzuelo, pero no quise tragarlo. Le pregunté:
—¿Dónde está, que no pudo venir a la boda?
Para sorpresa mía, respondió casi con naturalidad, aparentemente abandonando el
malicioso juego de ajedrez. Lot, según dijo, había vuelto al este en Northumbria con
Urién, el marido de su hermana, y estaba ocupado supervisando la prolongación del
Dique Negro. Sobre esto ya he escrito anteriormente. Va tierra adentro desde el mar
del Norte y proporciona alguna defensa contra incursiones a lo largo de la costa
noreste. Morcadés me habló de ello con conocimiento, y muy a pesar mío me sentí
interesado. En la conversación que siguió la atmósfera se aligeró; luego alguien me
preguntó algo sobre la boda de Arturo y la nueva joven reina; Morcadés se echó a reír
y replicó casi con naturalidad:
—¿De qué sirve preguntar a Merlín? Puede tener todo el conocimiento del
mundo, pero pídele que te describa una boda ¡y apuesto algo a que ni siquiera sabe de
qué color es el cabello de la novia, o su traje!
Luego la conversación entre nosotros se generalizó, con muchas risas; se
pronunciaron discursos y se hicieron brindis, y debí de beber mucho más de lo que
acostumbro, porque recuerdo bien cómo bajaba y subía la luz de la antorcha,

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alternando luz y oscuridad, mientras charlas y risas surgían y se interrumpían a
rachas, y junto a ello el perfume de mujer, una dulzura densa como de madreselva
cogiendo y atrapando el sentido, lo mismo que una ramita pegajosa retiene una abeja.
Entre medio ascendían los vapores de vino. Se vertía un jugo dorado, y mi copa
rebosaba otra vez. Alguien decía, sonriendo:
—Bebe, príncipe.
Sentía en la boca un sabor a albaricoque, dulce y picante; la textura de la piel era
igual que la de una abeja, o de una avispa agonizante a la luz del sol sobre el muro de
un jardín… Y todo el tiempo unos ojos me observaban, excitados y con cautelosa
esperanza, y luego despreciativos y triunfantes… Después unos criados estaban junto
a mí, ayudándome a levantarme de la silla, y vi que la novia ya se había ido y que el
rey Urbgen, con impaciencia apenas contenida, vigilaba la puerta atento a la señal de
que ya había llegado el momento de seguirla a la cama.
La silla de al lado estaba vacía. Los criados se apretujaban a mi alrededor,
sonriendo, para ayudarme a regresar a mis aposentos.

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Capítulo VI
A la mañana siguiente tenía un dolor de cabeza peor que ninguno de los que
solían causarme los efectos de la magia. Me quedé todo el día en mis habitaciones. Al
otro día me despedí del rey Urbgen y de su reina. Habíamos estado discutiendo
formalmente sobre una serie de temas antes de la llegada de Morcadés, de manera
que ahora podía abandonar la ciudad (puede suponerse con cuánto alivio) y
emprender mi camino hacia el suroeste a través del Bosque Salvaje, en cuyo corazón
se encontraba el castillo de Galava, del conde Antor.
No me despedí de Morcadés.
Era agradable estar otra vez fuera, y ahora sólo con dos acompañantes. La escolta
de Morgana la había formado principalmente su propia gente de Cornualles, que se
había quedado con ella en Luguvallium. Los dos hombres que cabalgaban conmigo
fueron asignados a mi servicio por Urbgen; irían conmigo hasta Galava y luego se
volverían. Mis protestas acerca de que prefería ir solo y de que no corría ningún
peligro fueron vanas; el rey Urbgen meramente repitió, sonriendo, que ni siquiera mi
magia serviría de nada contra los lobos o las nieblas de otoño o una repentina
embestida de las primeras nieves, que en aquella región montañosa pueden atrapar
muy rápidamente al viajero entre los abruptos valles y llevarlo hasta la muerte. Sus
palabras me llevaron a recordar que, armado como estaba ahora con sólo mi
reputación del pasado poder y no con el poder mismo, estaba tan sujeto a los
desmanes de ladrones u hombres desesperados como cualquier otro viajero solitario
en aquella región salvaje; por esta razón acepté agradecido la escolta, y por hacerlo
así me figuro que salvé la vida.
Salimos por el puente y cruzamos el agradable valle verde por el que discurre el
río, bordeado de alisos y sauces. Aunque el dolor de cabeza había desaparecido y me
encontraba bastante bien, me rondaba todavía cierta debilidad, por lo que aspiraba
con gratitud al aire suave y familiar, cargado de olor a pinos y helechos.
Recuerdo un pequeño incidente. Tan pronto como dejamos las puertas de la
ciudad y cruzamos el puente del río, oí un chillido agudo que al principio tomé por el
de un pájaro, una de las gaviotas que revoloteaban en busca de desperdicios junto a
las orillas del río.
Pero un movimiento atrajo mi vista y alcancé a ver a una mujer con un chiquillo,
paseando por la pedregosa orilla del río bajo el puente. El niño lloraba y ella le hacía
callar. La mujer me vio y se quedó completamente inmóvil, mirando fijamente hacia
arriba.
Reconocí a la nodriza de Morcadés. Luego mi caballo abandonó ruidosamente el
puente y los sauces ocultaron de mi vista a la mujer y al niño.
No di importancia alguna al incidente, y al poco rato lo había olvidado.

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Continuamos cabalgando por pueblos y granjas donde pastaban abundantes rebaños
de vacas. Los sauces mostraban un tono dorado y los bosquecillos de avellanos
bullían por los rápidos saltos de ardillas. Golondrinas tardías se reunían bajo las
cornisas de los tejados, y a medida que nos acercábamos a aquel nido de montañas y
lagos que marcan el límite sur del gran bosque, las colinas más bajas llameaban al sol
con sus helechos en sazón, oro herrumbroso entre las rocas. En otra parte del bosque,
con robles y pinos esparcidos acá y allá, las tonalidades variaban entre doradas y
oscuras. Pronto llegamos al mismo borde del Bosque Salvaje, en cuyos valles los
árboles crecían con tal espesura que dejaban fuera los rayos del sol. Bastante rato
antes cruzamos el sendero que subía hasta la Capilla Verde. Me hubiera gustado
volver de nuevo al lugar, pero esto habría añadido algunas horas a la jornada, aparte
de que la visita se podía hacer más fácilmente desde Galava. Por lo que continuamos
por nuestro camino sin dejar la carretera hasta Petrianae.
Este lugar a duras penas conserva hoy el nombre de ciudad, aunque en tiempos de
los romanos fue un próspero centro comercial. Todavía hay un mercado en el que
unas pocas vacas, ovejas y otros bienes cambian de mano, pero la misma Petrianae no
es más que un pequeño grupo de cabañas de zarzos y barro, y su único santuario, una
mera cubierta de piedra que contiene un ruinoso altar dedicado a Marte, en la
representación del dios local Cocidius. Allí, sobre la grada cubierta de musgo, no vi
otras ofrendas que una honda de cuero de las que suelen usar los pastores y un
montoncito de piedras para lanzar con ella. Me pregunté de qué se habría librado el
pastor que daba gracias por ello, si de un lobo o de un hombre salvaje.
Pasada Petrianae dejamos la carretera y tomamos senderos de la colina que mis
escoltas conocían bien. Viajábamos a gusto, disfrutando del calorcillo del último sol
otoñal. Cuando llegamos a lo más alto la calidez tardó aún en desaparecer, y el aire
era suave, aunque producía un escalofrío que indicaba que las primeras heladas ya no
estaban lejos.
Nos detuvimos para que descansaran los caballos en un alto y hermoso anfiteatro
con un pequeño lago encajado en el fondo de la copa formada por el hueco de una
pradera pedregosa; allí nos topamos con un pastor, uno de aquellos duros montañeses
que pasan todo el verano al exterior, en las cumbres de las colinas, con las pequeñas
ovejas azuladas de Rheged. Ya pueden sucederse y pelearse guerras y batallas en el
valle, que ellos antes vigilan el peligro procedentes de arriba que de abajo, y a los
primeros embates del invierno empiezan a meterse en las cuevas con un pequeño
surtido de pan negro y uvas, y tortas de harina cocidas con fuego de turba. Para
mayor seguridad encierran a sus rebaños en apriscos construidos entre las rocas que
afloran en las laderas de las montañas. A veces no oyen otra voz humana desde la
época de la esquila de las ovejas, y a la sazón íbamos para finales del otoño.
Aquel zagal estaba tan poco acostumbrado a hablar que tuvo dificultades para

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encontrar palabras, y cuanto dijo salió con un acento tan cerrado que ni siquiera los
soldados, que eran de aquella zona, podían sacar nada en claro; y yo, que tengo don
de lenguas, me encontré en un aprieto para entenderle. Al parecer había celebrado un
parlamento con los Antepasados y estaba bastante dispuesto para pasar sus noticias.
Eran negativas, aunque eso no significa que fueran muy malas. Después de su boda,
Arturo había permanecido en Carlión casi un mes; luego salió con sus caballeros,
subiendo a través del desfiladero Penino, aparentemente hacia Olicana y la llanura de
York, donde se habría reunido con el rey de Elmet. Esto difícilmente podía ser nuevo
para mí, pero al menos era la confirmación de que no había habido nuevos
movimientos de guerra durante la última paz de otoño. El pastor había guardado para
el final su mejor bocado. El Gran Rey (él le llamaba «el joven Emrys», con tal
mezcla de orgullo y familiaridad que conjeturé que en el pasado el camino de Arturo
se habría cruzado con el suyo) le había hecho un niño a su reina. A eso los soldados
se mostraron abiertamente escépticos; tal vez sí —era su veredicto—, pero ¿cómo
podía saberlo nadie con seguridad, en un mes escaso? Por mi parte, cuando lo
reconsideré, fui más crédulo. Como ya he dicho, los Antepasados tienen vías de
conocimiento incomprensibles, pero merecedoras de respeto. ¿Y si el muchacho se lo
había oído a ellos…?
Así había sido. Eso era todo cuanto sabía. El joven Emrys había ido hasta Elmet y
la moza con la que se había casado estaba encinta.
La palabra que usó era «preñada», ante lo cual los soldados empezaron a reír
alborozados, pero yo le di las gracias al pastor y le entregué una moneda, con lo que
se volvió con sus ovejas muy satisfecho, aunque antes de marcharse se quedó un
momento mirándome, y supongo que reconociendo a medias al ermitaño de la Capilla
Verde.
Aquella noche estábamos todavía bastante apartados de cualquier carretera, sin
ninguna posibilidad de encontrar alojamiento, de forma que cuando cayó el
crepúsculo, muy temprano y sombrío a causa de la niebla, acampamos bajo los altos
pinos a la orilla del bosque y los hombres prepararon la cena. Yo había estado
bebiendo agua durante todo el viaje, como me gusta hacer en las regiones montañosas
donde la hay pura y buena, pero para celebrar la noticia que nos había dado el pastor
destapé un frasco de vino que me habían proporcionado de las bodegas de Urbgen.
Pensaba compartirlo con mis acompañantes pero rehusaron, prefiriendo su propia
escasa ración de vino con el sabor de los pellejos que lo contenían. De manera que
comí y bebí solo, y me eché a dormir.

No puedo escribir lo que sucedió a continuación. Los Antepasados conocen lo


que pasó y es posible que en otra parte algún otro hombre lo haya consignado, pero
yo sólo lo recuerdo confusamente, como si se tratara de una visión a través de un

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cristal oscuro y ahumado.
Pero no era una visión; éstas persisten más vividamente incluso que la memoria.
Fue una especie de locura que me alcanzó y se produjo, según sé ahora, por alguna
droga en el vino que bebí. Ya antes, en otras dos ocasiones en que Morcadés y yo nos
habíamos encontrado cara a cara, intentó conmigo sus artes de brujería, pero su magia
de principiante rebotó lejos de mí como el guijarro de un chiquillo en una roca. Pero
esta última vez… Ahora iba a recordar cómo, en la fiesta de la boda, la luz bajaba y
subía junto a mí mientras el olor a madreselva cargaba de perfidia la memoria y el
sabor a albaricoques volvía a evocar el crimen. Y cómo a mí, que soy frugal en la
comida y en la bebida, tuvieron que llevarme embriagado a la cama. Recordaba
también la voz que decía: «Bebe, príncipe», y los ojos verdes, expectantes. Sin duda
intentó otra vez sus tretas, y comprobó que ahora su magia era lo bastante fuerte
como para atraparme en sus pegajosas hebras.
Quizá las semillas de la locura fueran sembradas entonces, en la fiesta nupcial,
para que se desarrollaran más tarde, cuando estuviera ya lo suficientemente lejos de
allí como para que no se la pudiera culpar. Su criada permaneció junto al puente del
río para ser testigo de que salí de la ciudad sano y salvo.
Posteriormente, la bruja habría preparado la droga con algún otro veneno y la
habría deslizado al interior de uno de los frascos que yo llevaba. La suerte le había
sido favorable. Si yo no hubiera oído la noticia del embarazo de Ginebra,
probablemente nunca habría destapado el frasco emponzoñado. Así las cosas,
estábamos muy lejos de Luguvallium cuando me bebí el veneno. Si los hombres que
me acompañaban lo hubieran compartido, tanto peor para ellos. Aunque se
perjudicaran otros cien, Morcadés hubiera hecho caso omiso con tal de dañar a
Merlín, su enemigo.
No había que buscar muy lejos para descubrir el motivo por el que asistió a la
boda de su hermana.
Fuera cual fuese el veneno, mis hábitos frugales la privaron de mi muerte. Lo que
sucediera después de beber y acostarme sólo puedo recomponerlo a través de lo que
me han contado y de algunos fragmentos de recuerdos dispersos.
Parece que los soldados, alarmados por la noche a causa de mis quejidos,
acudieron corriendo al lugar donde dormía y se horrorizaron al encontrarme
visiblemente enfermo y con gran sufrimiento, retorciéndome por el suelo y gimiendo,
al parecer mucho más de lo que sería razonable. Hicieron cuanto pudieron, que no fue
mucho, pero su tosca ayuda me salvó, pues nada hubiera yo podido hacer de haber
estado solo. Me provocaron el vómito, luego trajeron sus propias mantas para
añadirlas a la mía, me arroparon y avivaron el fuego. Después uno de ellos
permaneció junto a mí mientras el otro bajaba al valle en busca de auxilio o
alojamiento. Iba a enviarnos ayuda y un guía, y él continuaría hasta Galava para

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informar de lo sucedido.
En cuanto se fue, el otro compañero hizo lo que pudo, y después de una o dos
horas me hundí en una especie de sopor. A él no le daba muy buena impresión, pero
por fin se atrevió a dejarme para dar uno o dos pasos entre los árboles con el fin de
hacer sus necesidades; cuando vio que yo no me movía ni emitía el menor ruido, se
aventuró a ir por agua al arroyo. Estaba a unos escasos veinte pasos más abajo,
amortiguados por el musgo. Una vez allí se acordó del fuego, que se había vuelto a
consumir, por lo que cruzó el arroyo y siguió un poco más allá —treinta pasos, no
más, según juró y perjuró— para recoger un poco de leña. Había mucha, esparcida, y
él estuvo ausente sólo unos pocos minutos.
Cuando regresó adonde habíamos acampado yo había desaparecido y, pese a que
registró a fondo el lugar, no pudo encontrar ni rastro de mí. No hay que culparle
porque, después de una hora de buscarme y llamarme entre la oscuridad llena de ecos
del gran bosque, tomara su caballo y galopara en pos de su compañero. Merlín el
encantador tenía demasiadas desapariciones extrañas atribuidas como para que al
simple soldado no le quedara ninguna duda sobre lo que había sucedido.
El encantador se había esfumado y lo más que podían hacer era informar y
esperar a que regresara.

Fue como un sueño muy largo. No recuerdo nada de cómo empezó, pero supongo
que, animado por una especie de fuerza delirante, me arrastré desde donde estaba
acostado y salí vagando entre los espesos musgos del bosque y luego me echaría,
quizás, en el mismo sitio en que me habría caído, en lo hondo de alguna zanja o tras
un matorral, donde el soldado no me pudo encontrar. Debí de recuperarme a tiempo
para poder refugiarme de las inclemencias del tiempo, y desde luego tuve que
encontrar comida y posiblemente incluso hice fuego durante las semanas de tormenta
que siguieron, pero de nada de esto guardo memoria. Todo lo que puedo recordar
ahora es una serie de imágenes, una especie de sueño brillante y silencioso a través
del cual me muevo como un espíritu ingrávido e incorpóreo que se eleva por el aire lo
mismo que un cuerpo pesado es subido por el agua. Las imágenes, aunque vividas,
disminuyen en una distancia carente de emociones, como si las estuviera
contemplando en un mundo que apenas me concierne. De la misma manera que
imagino a veces que los muertos sin cuerpo tienen que mirar el mundo que han
dejado.
Así anduve a la deriva, en lo más hondo del bosque de otoño, desatendido como
un fantasma de la bruma forestal. Forzando mucho la memoria hacia atrás, me llegan
ahora las imágenes: profundos pasadizos entre hayas, con una espesa capa de hayucos
en donde hozaba el jabalí, el tejón escarbaba en busca de comida, y los venados
entrechocaban y luchaban bramando sin mirar una sola vez hacia mí. También los

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lobos; la ruta a través de estos profundos bosques se conoce como el Camino del
Lobo, pero supongo que habrían tenido un buen verano y no me molestaron, aunque
hubiera resultado un bocado fácil para ellos. Luego con el primer frío verdadero del
invierno llegó el destello canoso de las mañanas heladas, con los juncos rígidos y
doblados bajo el hielo cuajado, y el bosque abandonado: el tejón en la madriguera y
el ciervo abajo, en el fondo del valle; el ánade silvestre se había ido y los cielos
estaban vacíos.
Después, la nieve. Una breve visión ésta, la del aire silencioso y en torbellino,
cálido después de la helada; la del bosque que se retira entre la niebla, en la
semioscuridad, deshaciéndose en un torbellino de copos blancos y grises, y luego un
frío cegador y silencioso…
Una cueva oliendo a cueva, y turba ardiendo, y el sabor de un cordial, y voces
broncamente groseras en la áspera lengua de los Antepasados hablando fuera del
alcance del oído. El hedor de las pieles de lobo mal curtidas, la ardiente picazón de
ropas llenas de piojos y, una vez, una pesadilla de extremidades atadas y un peso que
me oprimía…
Aquí hay un gran vacío de oscuridad pero más tarde, la luz del sol, nuevo verdor,
el primer canto de un pájaro; y la visión —intensa como la primera impresión de la
primavera en la mirada de un niño— de un macizo de celidonias brillando como si
tuvieran un baño de oro. La vida agitándose de nuevo en el bosque: los ligeros zorros
saliendo con pisadas silenciosas; la tierra ondulándose de madrigueras; los ciervos
trotando desarmados y apacibles; y otra vez el jabalí, en busca de forraje. Y un
absurdo y brumoso sueño sobre el descubrimiento de un pequeño jabato, todavía con
las listas y el largo y sedoso pelaje del cachorro, que andaba cojeando con una pata
rota, abandonado por sus semejantes.
Y luego, de repente, un amanecer gris, el sonido de caballos galopando que llena
completamente el bosque, y el estruendo de las espadas y el girar de las hachas, los
alaridos y los gritos de bestias y de hombres heridos y, como un centelleo, un
intermitente sueño de violencia, la tempestad de la batalla que dura todo un día y que
termina con un débil gemido y el olor a sangre y a helechos pisoteados.
Finalmente el silencio, y el aroma de los manzanos, y el sentimiento de dolor de
pesadilla que llega cuando un hombre se despierta otra vez para experimentar la
pérdida de algo que ha olvidado en el sueño.

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Capítulo VII
—¡Merlín! —me decía Arturo junto al oído—: ¡Merlín!
Abrí los ojos. Estaba acostado en la cama, en una habitación que parecía de muy
buena construcción. La brillante luz del sol de la mañana temprana se derramaba en
su interior, bañando unas paredes de piedra labrada cuya forma curvada daba a
entender que se trataba de una torre. Al nivel del alféizar entreví las copas de unos
árboles que se movían contra las nubes. El aire se arremolinaba y era frío, pero en la
habitación ardía un brasero y yo estaba cómodamente abrigado entre mantas y
sábanas de lino con fragancia de madera de cedro. Habían echado algún tipo de
hierba entre el carboncillo del brasero. El fino humo olía limpio y resinoso. No había
colgaduras en las paredes, pero gruesas pieles de cordero de color gris pizarra cubrían
el suelo, y había una cruz lisa de madera de olivo colgando de la pared de enfrente de
la cama. Una residencia cristiana y, a juzgar por los detalles, de salud. Junto a la
cama, en una mesilla de madera dorada, había un jarro, una copa de fina cerámica
roja de Samos y una escudilla de plata batida. Al lado, una silla de patas cruzadas en
la que debió de estar sentado un sirviente para velarme; ahora estaba de pie con la
espalda contra la pared y no me miraba a mí sino al rey.
Arturo dejó escapar un largo suspiro, y el color empezó a volver a su rostro.
Nunca le había visto antes un aspecto igual. Los ojos sombreados por la fatiga y la
carne hundida bajo los pómulos. Los últimos restos de su juventud se habían
desvanecido; ante mí se encontraba un hombre que había vivido duramente, sostenido
por una voluntad que a diario le empujaba a él y a sus compañeros hasta sus
auténticos límites e incluso más allá.
Estaba arrodillado junto a la cama. Tan pronto como moví los ojos para mirarle
dejó caer la mano sobre mi muñeca en un rápido apretón. Noté callos en la palma de
su mano.
—¿Merlín? ¿Me conoces? ¿Puedes hablar?
Intenté articular una palabra, pero no pude. Tenía los labios secos y agrietados.
Sentía la mente bastante despejada, pero el cuerpo no me obedecía. El brazo del rey
me rodeó, me incorporó y, a una señal suya, el sirviente se acercó y llenó la copa.
Arturo la tomó y me la acercó a la boca. El contenido era un cordial, dulce y fuerte.
Cogió una servilleta que llevaba el sirviente, me secó los labios con ella y me volvió
a recostar entre las almohadas.
Le sonreí. Debía mostrarle algo más que un débil movimiento de músculos. Probé
con su nombre, «Emrys». No alcancé a oír ningún sonido. Me figuro que sólo pareció
un suspiro.
Bajó otra vez la mano sobre la mía.
—No te esfuerces en hablar. Me equivoqué al pedírtelo. Estás vivo. Eso es lo que

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importa. Ahora, descansa.
Mis ojos, vagando, se posaron en algo que estaba detrás de él: mi arpa, colocada
en una silla junto a la pared.
—Encontrasteis mi arpa —dije, todavía sin un hilo de voz, y el alivio y la alegría
regresaron, en cierto modo como si ahora todo fuera a ir bien.
Arturo siguió mi mirada.
—Sí, la encontramos. No sufrió ningún daño. Descansa ahora, querido. Todo va
bien. Todo va bien, claro que sí…
Intenté otra vez decir su nombre; no lo conseguí, y volví a deslizarme en la
oscuridad. Débilmente, como si fueran movimientos desde el Otro Mundo del sueño,
recuerdo órdenes rápidas dadas en voz baja, sirvientes que se apresuraban, pisadas
deslizantes y el crujido de prendas femeninas, manos frías, voces suaves. Y el
consuelo del olvido.

Cuando volví a despertar, me sentía plenamente consciente, como después de un


sueño largo y reparador. El cerebro me funcionaba con claridad, sentía el cuerpo muy
débil, pero lo notaba como propio. Dando gracias por ello, también era consciente de
tener hambre. Moví la cabeza, a modo de tanteo, y luego las manos. Las encontraba
rígidas y pesadas, pero me pertenecían. Había estado paseando en otra parte. Había
vuelto a mi cuerpo. Había abandonado el mundo del sueño.
Por los cambios en la luz pude darme cuenta de que era el atardecer. Un sirviente
—otro distinto— esperaba cerca de la puerta. Una cosa era idéntica: Arturo seguía
estando allí. Había empujado la silla hacia delante y estaba sentado junto a mi lado.
Volvió la cabeza, advirtió que le miraba y su rostro cambió. Hizo un rápido
movimiento hacia la cama y depositó nuevamente su mano sobre la mía, un toque
suave como el de un doctor buscando el pulso en la muñeca.
—¡Por Dios, nos habías asustado! —exclamó—. ¿Qué sucedió? No, no, olvídalo.
Más tarde nos contarás todo lo que recuerdes… Ahora basta con saber que estás a
salvo, y vivo. Tienes mejor aspecto. ¿Cómo te encuentras?
—He estado soñando. —No era mi propia voz; parecía salir de alguna otra parte,
lejos, en el aire, casi fuera de mi control. Era casi tan débil como el quejido del
pequeño jabalí cuando le recomponía la pata rota—. He estado enfermo, creo.
—¿Enfermo? —Tuvo un acceso de risa que no contenía la menor alegría—.
Estabas completamente loco, mi querido profeta real. Pensé que estabas
completamente ido y que jamás volverías con nosotros.
—Debo de haber tenido fiebre o algo parecido. Apenas recuerdo… —Fruncí las
cejas, pensando en lo que había ocurrido—. Sí. Viajaba hacia Galava con dos de los
hombres de Urbgen. Nos detuvimos para acampar cerca del Camino del Lobo, y…
¿Dónde estoy ahora?

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—En la misma Galava. Éste es el castillo de Antor. Estás en casa.
Ésta había sido la casa de Arturo, más que la mía. Por cuestiones de discreción yo
nunca había vivido en el propio castillo, sino que los años ocultos los había pasado
arriba en el bosque, en la Capilla Verde. Pero en cuanto volví la cabeza y capté los
aromas familiares del pinar y del agua del lago, y el olor de la bien abonada tierra del
jardín de Drusila bajo la torre, volvió la tranquilidad, como la visión de una luz
familiar a través de la niebla.
—La batalla que vi —pregunté—, ¿era real o la imaginé?
—Oh, era completamente real. Pero no intentes hablar sobre esto aún. Escucha lo
que te digo, todo va bien. Ahora debes volver a descansar. ¿Cómo te encuentras?
—Hambriento.
Eso, desde luego, activó nuevas idas y venidas. Los sirvientes trajeron caldo y
pan y más cordiales; la propia condesa Drusila me ayudó a comer, y después, una vez
más, me preparó para un agradable sueño sin sueños.

Otra vez la mañana, y la brillante y limpia luz con que me desperté la primera
vez. Aún me sentía débil, pero dueño de mis actos. Al parecer el rey había dado
órdenes de que le llamaran tan pronto como me despertara, pero yo no lo permití
hasta haberme bañado, afeitado y desayunado.
Cuando por fin vino su aspecto era bastante diferente. Las líneas de tensión en
torno a sus ojos habían disminuido, y bajo el tono moreno de la intemperie su rostro
tenía color. Una de sus propias y especiales cualidades había vuelto también: la
energía juvenil de la que los hombres podrían beber como si de una fuente se tratara y
así fortalecerse ellos mismos.
Tuve que tranquilizarle acerca de mi propia recuperación antes de que me
permitiera hablar, pero finalmente se sentó para contarme sus noticias.
—Lo último que oí es que habías ido hasta Elmet… —empecé a decirle—. Pero
eso parece que ahora ya es historia pasada. ¿Deduzco que se rompió la tregua? ¿Qué
batalla era la que vi? ¿Se levantaron por aquí, por el Bosque Caledoniano? ¿Quién
estaba implicado?
Me miró, pensé que de un modo extraño, pero respondió enseguida:
—Urbgen me llamó. Los enemigos penetraron en la región hasta Strathclyde, y
Caw no conseguía contenerlos. Le habrían obligado a seguir su ruta hacia abajo a
través del bosque hasta la carretera. Les di alcance, les hice pedazos y les obligué a
retirarse. Los pocos que quedaron huyeron hacia el sur. Les habría perseguido
inmediatamente, pero entonces te encontramos y tuve que quedarme… No iba a
dejarte otra vez, hasta saber que estabas en casa y cuidado.
—¿Así que vi la batalla de verdad? Me preguntaba si era parte del sueño.
—Debes de haberla visto entera. Luchamos por todo el bosque, a lo largo del río.

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Ya sabes cómo es aquello: buen campo abierto con zonas arboladas poco densas,
abedules y alisos, justo el lugar adecuado para rápidos ataques por sorpresa con la
caballería. Teníamos la montaña a nuestra espalda y les alcanzamos cuando llegaban
al vado. El río iba crecido: sencillo para los jinetes, pero para soldados de infantería,
una trampa… Después, cuando volvíamos de la primera persecución, vinieron
corriendo a decirme que tú estabas allí. Te habían encontrado paseando entre los
muertos y heridos, dando instrucciones a los médicos… Al primer momento nadie te
reconoció, pero luego empezaron los cuchicheos acerca de que el fantasma de Merlín
estaba allí. —Sonrió irónicamente—. Deduzco que el consejo del fantasma unas
veces sería bueno y otras no. Pero es evidente que los cuchicheos fueron infundiendo
miedo, y algunos imbéciles empezaron a arrojarte piedras para ahuyentarte. Uno de
los enfermeros, un hombre llamado Paulo, fue quien te reconoció, y puso punto final
a las historias de fantasmas. Te siguió para ver dónde te alojabas y envió a buscarme.
—Paulo. Sí, claro. Un buen hombre. A menudo trabajé con él. ¿Y dónde estaba
viviendo yo?
—En un torreón en ruinas, rodeado de un antiguo huerto. ¿No lo recuerdas?
—No. Pero algo me va viniendo a la memoria. Un torreón, sí, ruinoso, lleno de
hiedra y lechuzas. ¿Y manzanos?
—Sí. Era poco más que un montón de piedras, con una yacija de helechos para
dormir, pilas de manzanas pudriéndose, una alfombra de nueces, y andrajos puestos a
secar colgando de las ramas de los manzanos. —Se detuvo para aclararse la garganta
—. Primero pensaron que eras uno de esos ermitaños salvajes, y de hecho, al
principio cuando te vi, yo mismo… —Le bailó la sonrisa—. Desempeñabas tu papel
mucho mejor de lo que nunca lo hiciste en la Capilla Verde.
—Me lo puedo imaginar.
Claro que podía. Antes de que me la afeitaran, la barba estaba crecida, larga y
gris; las manos, posadas débilmente sobre las limpísimas mantas, se veían flacas y
viejas, con los huesos unidos entre sí por una red de venas nudosas.
—Te trajimos aquí. Yo tenía que volver al sur poco después. Les alcanzamos en
Caer Guinnion y allí nos comprometimos en un sangriento combate. Todo iba bien,
pero entonces llegó un mensajero desde Galava con más noticias tuyas. Cuando te
encontramos y te trajimos aquí, tú estabas lo bastante fuerte como para venir por tu
propio pie, aunque loco: no conocías a nadie y hablabas sobre cosas que no tenían el
menor sentido; pero una vez aquí y puesto bajo el cuidado de las mujeres caíste en el
sueño y el silencio. Bueno, el mensajero llegó después de la batalla para decirme que
no te habías vuelto a despertar ni una sola vez. Parecías tener muchísima fiebre y
seguías diciendo cosas insensatas, hasta que finalmente perdiste el conocimiento por
tanto tiempo, que te tomaron por muerto y enviaron un correo para avisarme. Regresé
enseguida que pude.

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Entrecerré los ojos mientras le miraba. La luz que entraba por la ventana era muy
fuerte. Al fijarme en ello, hice una seña al esclavo y corrió la cortina.
—Déjame poner esto en claro. Después de encontrarme en el bosque y traerme
para Galava te fuiste al sur. ¿Y allí hubo otra batalla? Arturo, ¿cuánto tiempo hace
que estoy aquí?
—Tres semanas desde que te encontré. Pero siete meses largos desde que te fuiste
por el bosque sin darte cuenta y te perdiste. Pasaste fuera todo el invierno. ¿Tiene
algo de extraño que te diéramos por muerto?
—¿Siete meses? —A menudo, como médico, había tenido que dar este tipo de
noticias a enfermos que habían sufrido largos períodos de fiebre o permanecido en
coma, y siempre descubría la misma clase de sobresalto incrédulo e indagador. Ahora
yo mismo me encontraba con ello. Enterarme de que medio año se había desprendido
del tiempo, y en semejante año… En todos aquellos meses, ¿qué no habría sucedido
en un país tan desgarrado y en pie de guerra como el mío? ¿Y a su rey? Otras cosas,
olvidadas hasta ahora entre las nieblas de la enfermedad, empezaban a regresar a mi
memoria.
Mirando a Arturo observé otra vez con temor los prominentes pómulos, y bajo
sus ojos la marca oscura de las noches sin sueño.
Arturo, que comía como un joven lobo y dormía como un niño, que era la alegría
y la fortaleza personificadas. No había encontrado derrotas en los campos de batalla,
su gloria no se había oscurecido en lo más mínimo. Su ansiedad por mí no podía
haberle llevado a la actual situación. Aquélla seguía siendo su casa.
—Emrys, ¿qué ha sucedido?
Una vez más, en aquel lugar su nombre de niño me acudió como la cosa más
natural. Vi una mueca en su rostro, como si la memoria fuera un dolor. Bajó la cabeza
y fijó la vista en las mantas.
—Mi madre, la reina. Murió.
La memoria despertó. ¿La mujer que yacía en el gran lecho con ricas colgaduras?
Entonces, yo lo había sabido.
—Lo siento —manifesté.
—Me enteré justo antes de librar la batalla de Caer Guinnion. Lucano trajo la
noticia, junto con el recuerdo de ella que tú le habías confiado, un broche con el
símbolo cristiano, ¿te acuerdas? Su muerte no fue una sorpresa, era de esperar. Pero
creo que la pena contribuyó a precipitarla.
—¿Pena? ¿Por qué? ¿Hubo…? —Me callé de golpe. Ahora se me acababa de
presentar aquello con toda nitidez, la noche en el bosque y el frasco de vino que
destapé para compartir con los soldados. Y el motivo. La visión volvía a
conmoverme: la habitación a la luz de la luna, las cortinas que se agitaban al viento y
la mujer muerta. Se me hizo un nudo en la garganta.

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—¿Ginebra? —pude articular apenas.
Asintió con la cabeza, sin levantar la mirada.
—¿Y el niño? —pregunté, aunque conocía ya la respuesta.
Alzó rápidamente la vista.
—¿Lo sabías? Sí, claro, lo sabrías… No llegó a término. Dijeron que esperaba un
niño, pero poco antes de Navidad empezó a sangrar, y luego, en Año Nuevo murió en
medio de grandes dolores. Si hubieras estado aquí… —Se detuvo, tragó saliva y
guardó silencio.
—Lo siento —repetí.
Continuó, con una voz tan ronca que parecía enfadado:
—Pensábamos que tú también habías muerto. Y después de la batalla aquí estabas
tú, sucio, viejo y loco, pero los médicos de campaña dijeron que quizá te
recuperarías. Eso era, al menos, lo que había salvado de los escombros del invierno…
Luego tuve que dejarte para ir a Caer Guinnion. Gané, sí, pero perdí algunos hombres
excelentes. Después, nada más terminar la batalla recibí un correo de Antor
comunicándome que habías muerto. Cuando llegué aquí ayer al amanecer esperaba
encontrar tu cadáver ya quemado o enterrado.
Se calló, bajó la frente para apoyarla con rudeza sobre el puño cerrado y
permaneció así. El sirviente, rígido junto a la ventana, captó mi mirada y salió sin
hacer ruido. Pasados unos instantes Arturo alzó la cabeza y habló con su voz normal:
—Perdona. Todo el tiempo en que iba cabalgando hacia el norte no podía apartar
de la cabeza tus palabras sobre morir con una muerte vergonzosa. Era difícil de
soportar.
—Pues aquí estoy, limpio e ileso, con el juicio claro y dispuesto a que se vuelva
más claro aún en cuanto me expliques todo lo sucedido en los últimos seis meses.
Ahora, si eres tan amable, ponme un poco de ese vino de ahí y volvamos, si quieres, a
tu viaje a Elmet.
Me obedeció y al cabo de un momento la conversación se había hecho más
natural. Habló de su viaje por el Desfiladero hacia Olicana, de lo que encontró allí y
de su entrevista con el rey de Elmet. Luego, de su regreso a Carlión y del aborto y
muerte de la reina. Esta vez, cuando le pregunté fue capaz de contestarme, y al acabar
pude darle el triste consuelo de saber que mi presencia en la corte junto a la joven
reina no le habría resultado de ninguna ayuda.
Sus doctores eran expertos en drogas y con ellas la libraron de los dolores más
fuertes. Yo no hubiera podido hacer más. La criatura se había malogrado desde su
concepción y nada la habría salvado, como tampoco a su madre.
Cuando hubo oído lo que le decía lo aceptó y él mismo cambió de tema. Estaba
impaciente por saber qué me había sucedido, y no soportaba el que pudiera recordar
tan poco de lo sucedido tras la fiesta nupcial en Luguvallium.

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—¿No puedes recordar nada de cómo llegaste al torreón en donde te
encontramos?
—Un poco. Se va aclarando muy despacito. Debí de vagar por el bosque y de un
modo u otro conseguí mantenerme vivo por mis propios medios hasta la llegada del
invierno. Luego me parece como si algunos rudos habitantes de las colinas boscosas
me hubieran recogido y cuidado. A no ser por esto, dudo de haber podido sobrevivir a
la nieve. Creo que pudieron ser gentes de Mab, los Antepasados de la región
montañosa, pero si así fuera, seguramente te habrían enviado algún aviso.
—Lo hicieron. Llegó el recado, pero fue después de que volvieras a esfumarte.
Tal como suele pasar, los Antepasados quedaron aislados por la nieve en sus cuevas
de arriba todo el invierno, y tú con ellos. Cuando la nieve se fundió salieron a cazar, y
al regresar a las cuevas se encontraron con que habías desaparecido. Por ellos tuve la
primera noticia de que habías enloquecido. Dijeron que habían tenido que atarte, pero
que después, en esa época, estabas calmado y muy débil; fue en el momento en que te
dejaron solo. Cuando volvieron a casa te habías ido.
—Recuerdo que me ataban. Sí. Después de eso tuve que escaparme cuesta abajo y
al final subiría hacia las ruinas próximas al vado. Supongo que en mi enloquecido
camino me dirigía aún a Galava. Era primavera, de esto me acuerdo un poco. Luego
la batalla debió de atraparme de improviso, y fue cuando me encontrasteis allí, en el
bosque. De esta parte no puedo recordar nada.
Volvió a contarme cómo me habían encontrado: flaco, sucio y diciendo
incongruencias, escondiéndome en el torreón en ruinas, con una provisión de bellotas
y hayucos propia de una ardilla y al lado manzanas secas caídas del árbol, y por
compañía una cría de jabalí con una pata entablillada.
—¡Así que esta parte era real! —exclamé sonriendo—. Puedo recordar que
encontré el animal y le curé la pata, pero no mucho más. Si mi aspecto era tan
escuálido como dices, fue un acto de bondad por mi parte el no comerme a Maese
Cochinillo. ¿Qué pasó con él?
—Está aquí, en las pocilgas de Antor. —El primer indicio de humor aparecía en
sus labios—. Y marcado, según creo, para una larga y deshonrosa vida. Ningún
criado osaría poner la mano encima del cerdo personal del encantador, que parece
estar convirtiéndose en un jabalí muy combativo, por lo que acabará siendo el rey de
la pocilga, que al fin y al cabo es lo apropiado. Merlín, me has contado todo lo que
puedes recordar de lo que sucedió después de que acampasteis allá arriba, en el
Camino del Lobo. ¿Qué es lo que recuerdas anterior a esto? ¿Qué te puso enfermo?
Los hombres de Urbgen dijeron que sucedió de repente. Pensaron que era veneno, y
yo también. Me preguntaba si la bruja había hecho que te siguieran, después de la
fiesta de la boda, y una de sus criaturas hubiera podido arrastrarte fuera del lecho
aquella noche, mientras el soldado estaba vuelto de espaldas. Pero si hubiera

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sucedido así, lo más seguro es que te hubieran matado, ¿verdad? No cabía sospechar
que hubiera juego sucio por parte de aquellos dos hombres; los había elegido el
propio Urbgen.
—No, no, en absoluto. Eran buenos compañeros y les debo la vida.
—Explicaron que aquella noche bebiste vino, de un frasco tuyo. Ellos no lo
compartieron. Dicen también que te embriagaste durante la fiesta nupcial. ¿Tú?
Nunca vi que te sentara mal el vino. Y en la mesa estuviste al lado de Morcadés.
¿Tienes alguna razón para creer que pudo echarte alguna droga en el vino?
Abrí la boca para responder, y hasta hoy juraría que la palabra que tenía en los
labios era «Sí». Esto, hasta donde se me alcanza, era la verdad. Pero algún dios tuvo
qué habérseme anticipado para impedirlo. En lugar del «Sí» que se había fraguado en
mi mente, mis labios dijeron «No».
Supongo que mi voz le sonó extraña, porque le vi que se quedaba observándome
con atención, entrecerrando los ojos. Era una mirada intranquila, y de pronto me vi
dándole detalles:
—¿Cómo podría asegurarlo? Pero no lo creo. Ya te conté que ahora no tengo
poder, pero la bruja no lo sabía. Aún me tenía miedo. Tiempo atrás intentó, no una
sino dos veces, atraparme con sus encantos femeninos. Ambas veces fracasó, y no
creo que se atreviera a intentarlo otra vez.
Permaneció unos momentos en silencio. Luego dijo brevemente:
—Cuando mi reina murió, hubo quien habló de veneno. ¡Quién sabe!
Contra esto sí que podía protestar sinceramente:
—¡Eso siempre pasa, pero te suplico que ni lo consideres! Por lo que me
explicaste, estoy seguro de que no hubo tal. Además, ¿cómo? —De la manera más
convincente que pude, añadí—: Créeme, Arturo. Si ella fuera culpable, ¿puedes
encontrar alguna razón por la cual yo quisiera proteger a Morcadés de ti?
Me miraba aún lleno de dudas, pero no siguió más allá con el tema. Todo lo que
dijo fue:
—Bueno, ahora tendrá las alas cortadas durante un tiempo. Volvió a Orcania, y
Lot ha muerto.
Lo encajé en silencio. Era otro golpe. En esos pocos meses, ¡cuántas cosas habían
cambiado!
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Cuándo?
—En la batalla del bosque. No puedo decir que lo siento, a no ser porque tenía
metido en un puño a aquella rata de Aguisán, quien imagino que pronto me dará
problemas.
—He recordado algo más —dije lentamente—. Durante la pelea en el bosque oí
que los soldados se decían unos a otros que el rey había muerto. Eso me hirió con un
dolor sin consuelo. Para mí, sólo hay un rey… Pero deberían estar hablando de Lot.

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Bueno, sí, en fin de cuentas Lot era un conocido malvado. Ahora supongo que Urién
podrá hacer todo cuanto le venga en gana en el noreste, y también Aguisán… Pero
tiempo habrá para eso. Entretanto, ¿qué me cuentas de Morcadés? En Luguvallium
llevaba un hijo en el vientre, que ya debe de haber dado a luz, ¿no? ¿Un niño?
—Dos. Hijos gemelos, nacidos en Dunpeldyr. Allí se reunió con Lot después de
la boda de Morgana. Bruja o no —comentó con un deje de amargura—, es una buena
reproductora. Cuando Lot se encontró con nosotros en Rheged se jactaba de que antes
de abandonar Dunpeldyr ya le había hecho otro hijo. —Bajó los ojos y se miró las
manos—. Debes de haber hablado con ella en la boda. ¿Averiguaste algo sobre el otro
niño?
No hacía falta preguntarle a qué otro niño se refería. Parecía que le faltaban
ánimos para decir «mi hijo».
—Sólo que está vivo.
Sus ojos subieron rápidamente al encuentro de los míos. Hubo en ellos un
destello, suprimido al instante. Pero estoy seguro de que expresaba alegría. Y hacía
tan poco tiempo que había buscado al niño sólo para matarlo…
—Ella dice que no sabe dónde podría encontrarlo —proseguí, dominando la voz
para disimular la compasión—. Puede estar mintiendo. No lo sé de cierto. Debe de
ser verdad que lo mantuvo oculto, lejos de Lot. Pero ahora podría sacarlo
abiertamente del escondrijo. ¿Qué temerá, ahora que Lot ya no está? ¿Quizá tiene
miedo de ti?
Volvía a mirarse las manos.
—Por lo que a eso se refiere, ahora no tiene por qué abrigar ningún temor —
comentó, inexpresivo.
Eso es todo cuanto recuerdo de aquella entrevista. Oí que alguien hablaba, pero
las palabras parecían girar en torno a las curvas paredes de la torre como un eco
susurrado o como voces que estuvieran únicamente en mi cabeza:
—Es la dama más falsa de cuantas viven hoy día, pero debe vivir para criar a sus
cuatro hijos habidos con el rey de Orcania, para que sean tus leales servidores y los
más valientes de tus compañeros.
A continuación debí de cerrar los ojos, para librarme de la oleada de agotamiento
que se abatía sobre mí; para cuando los volví a abrir estaba oscuro, Arturo se había
ido y el sirviente se arrodillaba junto a la cama ofreciéndome un cuenco de sopa.

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Capítulo VIII
Soy un hombre fuerte y me curé con rapidez. Poco después de esto ya me
levantaba y dos o tres semanas más tarde pensaba que ya me encontraba lo bastante
bien como para cabalgar hacia el sur en pos de Arturo. Él había salido a la mañana
siguiente, en dirección a Carlión. Después, un correo trajo la noticia de que en el
estuario del Severn se habían divisado naves de grandes dimensiones, lo que hacía
suponer que el rey pronto tendría que intervenir en otra batalla.
Me hubiera gustado quedarme algún tiempo más en Galava, pasar quizás el
verano en aquellas tierras familiares y volver a visitar los lugares del bosque que
antaño frecuenté. Pero tras la visita del correo, aunque Antor y Drusila trataron de
retenerme, consideré que ya era tiempo de irme. La batalla ahora inminente tendría
lugar en Carlión: de hecho, según decía el despacho, era posible que los invasores
estuvieran tratando de reunir fuerzas para destruir el principal baluarte y centro de
aprovisionamiento del caudillo. No me cabía la menor duda de que Arturo
conseguiría retener Carlión, pero ya era hora de que yo volviera a Caer Camel para
ver qué había hecho Derwen durante mi ausencia.
Era ya pleno verano cuando volvía a inspeccionar el lugar, y el equipo de Derwen
había hecho maravillas.
Allí estaba, alzándose sobre el escarpado cerro de cima llana, la visión hecha
realidad. La construcción exterior estaba terminada, la gran doble muralla de piedra
labrada y rematada con vigas de madera que recorría todo el borde de la pendiente
para coronar la totalidad de la cresta de la montaña. Perforándola en sus dos esquinas
opuestas, las vastas entradas estaban ya terminadas y eran impresionantes. Unas
enormes puertas dobles de madera de roble claveteadas con hierro permanecían
abiertas y los túneles que permitían el paso a través del grueso muro defensivo
estaban retirados contra la pared. Por encima de ellos y tras las almenas corría el
camino de ronda.
Por otra parte, allí había centinelas. Derwen me explicó que desde el invierno el
rey había mandado una dotación a la plaza, de manera que las obras de acabado
pudieran seguir adelante en el interior de los muros protegidos. Y eso estaría pronto
terminado. Arturo había comunicado que entre julio y agosto quería estar allí con sus
caballeros-compañeros y toda la caballería.
Derwen ponía todo su empeño en adelantar la construcción del cuartel general y
de los aposentos del rey, pero yo conocía mejor la manera de pensar de Arturo. Había
dado instrucciones para que los alojamientos de hombres y caballos, las cocinas y los
servicios para los cuarteles se completaran lo primero, y esto se había hecho. Un buen
comienzo se había realizado también en los edificios generales: por cierto, el rey
podría alojarse provisionalmente bajo palos y pieles como si aún se encontrara en

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campaña, pero el comedor principal estaba construido y techado, y los carpinteros
trabajaban en su interior en la fabricación de las largas mesas y los bancos.
No había faltado la ayuda local. Los campesinos que vivían cerca, contentos al
ver que se estaba levantando una plaza fuerte junto a sus pueblos, se habían acercado
siempre que podían para traer y llevar cosas o para ofrecer sus propias habilidades a
nuestros operarios. Con ellos vinieron muchos que, pese a su buena voluntad, eran
demasiado viejos o demasiado jóvenes para trabajar. Derwen los hubiera enviado de
vuelta, pero yo los puse a limpiar las zanjas llenas de ortigas de un lugar no lejos del
cuartel general en donde anteriormente tuvo que haber un santuario.
Ignoraba a qué dios estuvo consagrado, y ellos también, pero yo sé que los
soldados y todos los hombres que combaten necesitan algún punto de concentración,
con una luz y una ofrenda con la que atraer a su dios, para que descienda entre ellos
en un momento de comunión en el que pueda recibirse fortaleza a cambio de
esperanza y fe.
De modo semejante, puse a las mujeres a limpiar el manantial del terraplén
situado al norte, que quedaba encerrado dentro de las obras exteriores de la
fortificación. Hicieron este trabajo con ilusión, pues se sabía que desde tiempos
inmemoriales esta fuente había estado dedicada a la misma diosa. Durante largos
años se había descuidado y estaba hundida en una maraña de zarzas muy crecidas que
les impedían depositar sus ofrendas y elevar el tipo de plegarias a que acostumbran
las mujeres. Ahora los leñadores habían derribado los matorrales a hachazos, con lo
que las mujeres pudieron preparar su propio santuario. Cantaban mientras trabajaban.
Creo que habían temido que su lugar sagrado quedaría recluido en un enclave de
hombres. Les aclaré que no sería así: una vez que se hubiera destruido el poder de los
sajones el plan del Gran Rey era que hombres y mujeres pudieran ir y venir en paz, y
Caer Camel más que un campamento de soldados sería una hermosa ciudad en la
cima de una colina.
Finalmente, en la parte más baja del campo próximo a la puerta noreste
limpiamos un lugar para los campesinos y su ganado, en el que pudieran refugiarse y
vivir si era preciso hasta que pasara el peligro.
Luego vino Arturo. Por la noche, el Tor llameó de repente y más allá de la llama
podía verse el punto luminoso del faro en la colina de detrás. Con las primeras luces
de la mañana vino cabalgando por la orilla del lago al frente de sus caballeros. Blanco
era aún su color: cabalgaba en su blanco caballo de guerra, blanco era su estandarte y
también su escudo, demasiado orgulloso para lucir una divisa similar a la de los
demás. Brillaba destacando sobre el paisaje brumoso como un cisne sobre la perlada
superficie del lago.
Luego la cabalgata se perdió de vista más allá de los árboles que poblaban el pie
del cerro, y poco después el batir de los cascos fue creciendo progresivamente y

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ascendió por la nueva carretera sinuosa hacia la Puerta del Rey.
Las puertas dobles permanecían abiertas para recibirle. Tras ellas, alineados a
ambos lados del camino recién enlosado, le esperaban todos los que habían
construido el fuerte para él. Por vez primera Arturo, caudillo de batallas, Gran Rey
entre los otros reyes de Bretaña, entraba en la fortaleza que sería su propia y hermosa
ciudad de Camelot.

Naturalmente, estaba muy complacido por ello, y aquella noche se celebró una
fiesta en la que todos los que habían contribuido con su trabajo, hombres, mujeres y
niños, estuvieron invitados. Él y sus caballeros, con Derwen, yo mismo y unos
cuantos más, nos sentamos en el comedor, junto a la larga mesa tan recientemente
pulida que aún flotaba el polvillo en el aire y formaba un halo alrededor de las
antorchas. Era una ocasión gozosa, sin ningún tipo de solemnidad, como si se tratara
de una fiesta tras la victoria en el campo de batalla. Arturo pronunció una especie de
discurso de bienvenida —del que ahora no recuerdo la menor palabra— forzando la
voz para que el público que se apretujaba al otro lado de las puertas pudiera oírle;
después, una vez que los que estábamos en el comedor habíamos empezado a comer,
abandonó su sitio en la cabecera de la mesa y, con un hueso de cordero en una mano
y una copa en la otra, empezó a dar vueltas por el lugar, sentándose ahora con este
grupo ahora con el de más allá, rebanando un puchero con los albañiles o permitiendo
que los carpinteros le invitaran repetidamente a beber del barril de hidromiel, todo el
tiempo mirando, preguntando y elogiando, enteramente a su antigua y radiante
manera. En unos instantes el temor reverencial de la gente se desvaneció y
empezaron a lanzarle preguntas como si de bolas de nieve se tratara. ¿Qué pasó en
Carlión? ¿Y en Linnuis? ¿Y en Rheged? ¿Cuándo vendría a establecerse aquí? ¿Qué
probabilidades había de que los sajones pudieran acosarles desde la lejanía y cruzar
toda aquella distancia? ¿Cuáles eran las fuerzas de Eosa? ¿Era verdad lo que se
contaba sobre esto, lo otro o lo de más allá? A todo ello respondía pacientemente: los
hombres que conocieran a qué debían enfrentarse se enfrentarían a ello; el miedo a la
sorpresa y a la flecha en la oscuridad era lo que acobardaba a los más fuertes.
Todo se desarrollaba en el estilo del anterior Arturo, el joven rey que yo conocí.
Su aspecto también encajaba. La fatiga y la desesperación se habían esfumado, había
apartado el dolor, volvía a ser otra vez el rey que atraía las miradas de todos los
hombres y con el apoyo de cuya fortaleza sentían que podrían confiar para siempre,
sin que nunca se debilitara. Por la mañana no habría allí ni uno solo que no estuviera
dispuesto a morir al servicio del rey. El hecho de que él lo supiera y fuera plenamente
consciente del efecto que causaba, no desvirtuaba para nada su grandeza.
Tal como teníamos por costumbre, charlamos los dos antes de ir a dormir. Arturo
estaba alojado con sencillez, pero mejor que en una tienda de campaña. Habían

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tendido un techo de cuero entre las vigas de su dormitorio a medio construir, y
cubierto el suelo con unas alfombras. Su propio lecho de campaña estaba arrimado a
una pared, así como la mesa y la lámpara de lectura que usaba para trabajar, un par de
sillas, el arcón de la ropa y la mesilla con el cuenco de plata y la jarra de agua.
Desde Galava no habíamos vuelto a hablar en privado. Se interesó por mi salud y
hablamos del trabajo que yo había realizado en Caer Camel y del que aún quedaba
por hacer. De lo sucedido en el combate de Carlión ya me había enterado durante la
conversación en la mesa. Le hice algún comentario acerca del cambio que observaba
en él. Me miró unos instantes y acto seguido pareció tomar una decisión:
—Hay algo que quería decirte, Merlín. No sé si tengo derecho, pero te lo diré de
todos modos. La última vez que me viste, en Galava, incluso estando enfermo como
estabas tuviste que darte cuenta de que algo me preocupaba. En realidad, ¿cómo
podías ayudarme? Como de costumbre, yo descargué en ti todos mis problemas al
margen de que tú estuvieras en condiciones de soportarlos o no.
—No lo recuerdo. Hablamos, sí. Te pregunté qué había sucedido y me lo
explicaste.
—Lo dice, desde luego. Y ahora te pido que vuelvas a escucharme de nuevo con
paciencia. Esta vez espero no descargar nada sobre ti, pero… —Hizo una breve pausa
para ordenar sus pensamientos. Parecía extrañamente vacilante. Me preguntaba con
qué iba a salirme. Prosiguió—: Una vez me dijiste que la vida se dividía en luz y
oscuridad, de la misma manera que el tiempo lo hace en día y noche. Es verdad. Una
desgracia parece engendrar otra, y eso es lo que me sucedió a mí. Fue una época de
oscuridad, la primera que sufría. Cuando llegué hasta ti estaba semidesesperado por
el abatimiento y el peso de las pérdidas que se habían sucedido una tras otra, como si
el mundo se hubiera agriado y mi suerte hubiese muerto. La pérdida de mi madre por
sí misma no podía causarme gran dolor; conoces mis sentimientos hacia ella y, a decir
verdad, me habría apenado mucho más la muerte de Drusila o de Antor. Pero la
muerte de mi reina, la pequeña Ginebra… Podíamos haber formado un buen
matrimonio, Merlín. Creo que habríamos podido enamorarnos. Lo que hizo este dolor
tan amargo fue la pérdida del hijo, y la de su joven vida en medio del sufrimiento, y
además, el miedo a que su muerte hubiera sido provocada, y encima, por mis
enemigos. A esto había que añadir —ante ti, lo admito— la fastidiosa perspectiva de
tener que empezar de nuevo a buscar una pareja conveniente y, una vez más, a pasar
por todo el ritual del desposorio cuando tantas cosas por hacer estaban detenidas,
aguardándome.
—¿Supongo que no sigues pensando que la mataron? —inquirí con viveza.
—No. Ya entonces me tranquilizaste respecto a eso, como también acerca de tu
propia enfermedad. Había abrigado el mismo temor respecto a ti: que tu muerte había
sido por culpa mía. —Calló un momento y luego dijo, de modo terminante—: Y lo

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peor de todo es que la tuya llegaba como la pérdida final, descollando sobre todas las
demás. —Tuvo un gesto medio avergonzado, medio resignado—. Me habías dicho,
no una vez sino muchas, que cuando te buscara en caso de necesidad tú estarías allí.
Y hasta un determinado momento siempre fue verdad. Entonces, repentinamente, en
la época oscura, tú habías desaparecido. Y con tantas cosas aún por hacer. Caer
Camel justo en sus comienzos, con expectativas de más combates, y después los
asentamientos, y las leyes que habría que promulgar, y el establecimiento de un orden
civil… Pero tú habías desaparecido…, te habían dado muerte. Y yo creía que por mi
culpa, como mi pequeña reina. No podía creerlo. Yo no maté a los niños en
Dunpeldyr pero, por Dios, ¡habría acabado con la reina de Orcania si se hubiera
cruzado en mi camino durante aquellos meses!
—Lo comprendo. Creo que ya lo sabía. Sigue.
—Ahora has oído referir mis victorias en los campos de batalla durante este
tiempo. A los demás debe de haberles parecido como si mi fortuna estuviera subiendo
hasta la cima. Pero para mí, y muy especialmente por tu pérdida, la vida era como la
más profunda sima. No sólo por el dolor de la pérdida de lo que existe entre nosotros,
la larga amistad, la protección, yo diría el amor…, sino por una razón que no tengo
que recordarte otra vez. Ya sabes que, excepto en asuntos de guerra, estaba
acostumbrado a acudir a ti para todo.
Esperé, pero no continuó. Le dije:
—Bueno, ésa es mi función. Nadie, ni siquiera el Gran Rey, puede hacerlo todo.
Todavía eres joven, Arturo. Incluso mi padre Ambrosio, con todos sus años tras él,
pedía consejo en cada oportunidad. No hay debilidad en ello. Perdona, pero
considerarlo de este modo es señal de juventud.
—Ya lo sé. No es eso lo que pienso ni lo que trato de decirte. Quiero contarte algo
que sucedió mientras estabas enfermo. Después de la batalla de Rheged tomé
rehenes. Los sajones huyeron hacia la espesura del bosque en una colina, por encima
del torreón donde precisamente después te encontramos. Rodeamos la colina y
penetramos atacando por todas las laderas hasta que los poco que quedaban se
rindieron. Creo que podían haberlo hecho antes, pero no les di la oportunidad. Quería
matarlos. Finalmente aquellos pocos que habían quedado arrojaron al suelo sus armas
y salieron. Los apresamos. Uno de ellos era Cynewulf, el que había sido el segundo
de Colgrim. Le habría matado entonces y allí mismo, pero había entregado sus armas.
Lo solté, con la promesa de que tomara sus barcos y se fuera, y me quedé con
rehenes.
—¿Sí? Fue una medida prudente. Aunque sabemos que no funcionó. —Lo dije de
forma inexpresiva. Suponía lo que sucedió después. Había oído ya el relato por boca
de otros.
—Merlín, cuando me enteré de que en vez de volver a Germania Cynewulf había

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regresado nuevamente a nuestras costas y estaba quemando aldeas, hice matar a los
rehenes.
—No tenías otra elección. Cynewulf lo sabía. Es lo que él habría hecho.
—Él es un bárbaro de otro país. Yo no. Por supuesto que Cynewulf lo sabía. Pero
pudo pensar que yo no iba a cumplir la amenaza. Algunos eran apenas algo más que
niños. El más joven tenía trece años, los mismos que yo cuando mi primer combate.
Los trajeron ante mí y di la orden.
—Como era debido. Y ahora, olvídalo.
—¿Cómo? Eran valientes. Pero yo había formulado mi amenaza y la cumplí.
Hablaba de un cambio en mí. Tienes razón. No soy el hombre que era antes de este
último invierno. Ha sido la primera cosa que he hecho en una guerra a sabiendas de
que encerraba maldad.
Me acordé de Ambrosio en Doward, o de mí mismo en Tintagel, y le dije:
—Todos hemos hecho cosas que preferiríamos olvidar. Quizá la misma guerra es
malvada.
—¿Cómo podría no serlo? —Hablaba con impaciencia—. Pero no te estoy
contando ahora todo esto porque busque tu consejo o tu consuelo. —Yo aguardaba,
perplejo. Siguió adelante, escogiendo las palabras—: Es la peor cosa que he tenido
que hacer. La hice, y me atendré a ello. Lo que debo decir ahora es lo siguiente: si
hubieras estado allí, habría acudido a ti, como siempre, y te habría pedido consejo. Y
aunque has dicho que ya no tienes el don de la profecía, con toda seguridad yo aún
habría esperado que pudieras ver qué me reservaba el futuro y me guiaras sobre el
camino que debía tomar.
—¿Pero como por entonces tu profeta había muerto elegiste tu propio camino…?
—Exactamente.
—Comprendo. ¿Me ofreces como un consuelo que tanto actos como decisiones
pueden dejarse sin temor en tus manos aunque yo vuelva a estar aquí? ¿Sabiendo,
como ambos sabemos, que tu «profeta» todavía está muerto…?
—No —respondió enseguida, enérgicamente—. Me has entendido mal. Estoy
ofreciéndote consuelo, sí, pero de distinta clase. ¿Piensas que no sé que también hubo
un tiempo oscuro contigo desde que levanté la espada? Perdona si me meto en
asuntos que no entiendo, pero mirando hacia atrás, hacia todo lo que ha pasado,
pienso que… Merlín, lo que intento decirte es que creo que tu dios está todavía
contigo.
Hubo un silencio. A través de él llegaba el temblor de la llama en la lámpara de
bronce y, desde infinitamente más lejos, los ruidos del campamento exterior. Nos
miramos el uno al otro, él aún en su temprana adultez, y yo, viejo y gravemente
debilitado por mi reciente enfermedad, cosa que no ignoraba. Sutilmente, el
equilibrio estaba cambiando entre nosotros; tal vez había cambiado ya. Él,

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ofreciéndome a mí fortaleza y consuelo. «Tu dios está todavía contigo». ¿Cómo podía
pensarlo? No tenía más que recordar la ausencia de toda mi magia, incluso de los
trucos más triviales, mi falta de defensas contra Morcadés, mi falta de habilidad para
averiguar nada sobre Mordred. Pero Arturo había hablado no con la apasionada
convicción de la juventud sino con la tranquila seguridad de un juez.
Me puse a recordar, mientras por vez primera desde mi enfermedad arrinconaba
la apatía que había seguido a la primera actitud de tranquila aceptación. Empecé a
descubrir el rumbo que habían seguido sus pensamientos. Se diría que eran los
pensamientos de un general que de una retirada planificada puede extraer una
victoria. O de un conductor de hombres que con una sola palabra es capaz de infundir
confianza o de eliminarla.
«Tu dios está contigo», había dicho. ¿Conmigo, acaso en la copa envenenada y en
los meses de sufrimiento que me habían apartado del lado de Arturo y le habían
forzado a un poder solitario? ¿Conmigo, en el rumor en voz baja —aunque esto él no
lo sabía— que me había llevado a negar el envenenamiento, y de este modo librar de
su venganza a Morcadés, la madre de aquellos cuatro hijos…? ¿Conmigo, al perder la
pista de Mordred, cuya supervivencia había provocado aquel brillo de alegría en la
mirada de Arturo? ¿Estaba igualmente conmigo, incluso, cuando finalmente me llegó
el entierro en vida que yo temía y dejé a Arturo solo en medio de la tierra, con
Mordred, su sino, aún en libertad?
Así como el primer soplo de viento es la vida para el marinero que sufre por el
aire encalmado y está desfallecido por el hambre, del mismo modo sentí renacer mi
esperanza. En aquel momento era insuficiente para acoger, para aguardar el retorno
del dios en todo su esplendor y su fuerza. En la oscuridad de la marea menguante
puede hallarse la fuerza plena del mar lo mismo que en el flujo creciente.
Incliné la cabeza, como el hombre que recibe un regalo del rey.
No había necesidad de hablar. Nos leíamos mutuamente el pensamiento. Con un
brusco cambio de tono, Arturo preguntó:
—¿Cuánto falta para que la plaza fuerte esté a punto?
—En completa disposición de batalla, otro mes. Está ya prácticamente terminada.
—Es lo que me parecía. ¿Puedo trasladar ya desde Carlión regimientos, caballos
y bagajes?
—Cuando quieras.
—¿Y después? ¿Qué planes tienes para ti, hasta que te necesite otra vez para
construir para la paz?
—No he hecho planes. Ir a casa, quizá.
—No. Quédate aquí.
Sonó como una orden. Alcé las cejas.
—Merlín, quiero decir… Quiero que estés aquí. No hay necesidad de dividir en

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dos el poder del Gran Rey antes de que llegue el momento en que haya que hacerlo.
¿Me entiendes?
—Sí.
—Entonces, quédate. Dispón aquí un lugar para ti, y permanece alejado de tu
maravillosa cueva galesa durante algún tiempo más.
—Durante algún tiempo más —le prometí, sonriendo—. Pero no aquí, Arturo.
Necesito silencio y soledad, cosas difíciles de conseguir en una ciudad como en la
que ésta se convertirá una vez que vengas aquí como Gran Rey. ¿Puedo buscar un
lugar y hacerme una casa? Para cuando te dispongas a colgar tu espada en la pared
sobre tu silla de gobierno, mi maravillosa cueva estará aquí, cerca, y el ermitaño
instalado y a punto para participar en tus consejos. Si para entonces te acuerdas de
que lo necesitas.
Ante estas palabras se rió y parecía contento, y nos fuimos a la cama.

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Capítulo IX
Al día siguiente, Arturo y sus compañeros volvían a Ynys Witrin y me fui con
ellos, íbamos invitados por el rey Melvas y su madre la reina, para asistir a una
ceremonia de acción de gracias por las recientes victorias del rey.
Ahora, aunque en Ynys Witrin había una iglesia cristiana y un recinto monástico
en la colina próxima al pozo sagrado, la deidad predominante de aquella antigua isla
era todavía la diosa, la Madre cuyo santuario había estado allí desde tiempo
inmemorial y era servido aún por sus sacerdotisas, las ancillae. Era un culto similar al
dedicado al fuego vestal de la antigua Roma, aunque creo que anterior. El rey Melvas,
junto con la mayor parte de sus súbditos, dedicaba su devoción a los dioses de antaño
y, lo que es más importante, su madre, una anciana formidable, veneraba a la diosa y
había sido generosa con las sacerdotisas. La actual Dama del santuario —la suma
sacerdotisa, como representante de la diosa, tomaba este título— estaba emparentada
con ella.
Aunque Arturo se había criado en una casa cristiana, no me sorprendió que
aceptara la invitación de Melvas. Pero algunos sí se sorprendieron. Cuando nos
reunimos junto a la Puerta del Rey, a punto para marchar, capté algunas miradas que
le lanzaron aquí y allá sus compañeros con muestras de desasosiego.
Arturo advirtió mi mirada —estábamos esperando mientras Beduier hablaba un
momento con el guardia de la entrada— y sonrió abiertamente.
—¿A ti tendré que explicártelo? —dijo en voz baja.
—De ninguna manera. Te has acordado de que Melvas va a ser tu vecino más
próximo y de que te ha ayudado considerablemente para edificar esto. Tú también ves
acertado complacer a la anciana reina. Y, naturalmente, estás acordándote de Gota de
Rocío y de Zarzamora, y de todo lo que hablasteis sobre que había que aplacar a la
diosa.
—¿Gota de Rocío y…? ¡Oh, las vacas del viejo! ¡Sí, claro! ¡Tenía que haber
pensado que me sacarías enseguida este tema! En realidad, recibí un mensaje de la
propia Dama. Los habitantes de la isla querían dar gracias por las victorias de este
año e impetrar una bendición sobre Caer Camel. ¡Y yo vivo con el temor de que
alguien les comente que llevaba puesto el regalo de Ygerne durante el combate de
Caer Guinnion!
Se refería al broche con el nombre MARÍA grabado alrededor. Es el nombre de la
diosa de los cristianos.
—No creo que debas preocuparte —le tranquilicé—. Este santuario es tan viejo
como la tierra en la que se asienta, y puedes hablar aquí con cualquier Dama, que la
que te escuchará será siempre la misma. Hay sólo una desde el principio. O al menos
eso pienso… Pero ¿qué va a decir el obispo?

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—Yo soy el Gran Rey —afirmó Arturo, y terminó así la conversación.
Beduier se reunió con nosotros y salimos por el portal cabalgando.
Era un día suave y gris, con la promesa de una lluvia de verano encerrada en las
nubes. Pronto estuvimos fuera de la zona boscosa y nos adentramos por el terreno
pantanoso. A ambos lados de la carretera se extendía la superficie del agua, gris y
rizada por las huellas de lince de la brisa que la cruzaba una y otra vez. Los álamos se
veían blanquear por el efecto de las ráfagas caprichosas, y los sauces se inclinaban
hacia abajo, rozando los bajíos. Islotes, salcedas y zonas de lodo se extendían
aparentemente flotantes sobre la superficie plateada, ofreciendo una imagen
desdibujada por la brisa. La carretera de losas cubierta de musgo y helechos como
sucede enseguida en esos caminos de las tierras bajas, conducía a través de aquella
soledad de carrizos y agua hacia la cresta de una elevación del terreno que se extiende
como un brazo rodeando a medias uno de los extremos de la isla. Los cascos
resonaron de pronto sobre la piedra y el camino culminó en una ligera elevación.
Enfrente quedaba ahora el lago, como un mar que sirviera de foso a la isla, de aguas
ininterrumpidas salvo por la estrecha calzada que conducía la carretera al otro lado y,
aquí y allá, los botes de pescadores o las barcazas de los habitantes del pantanar.
De aquella brillante extensión de agua emergía la abrupta colina llamada Tor, un
tormo en forma de cono gigante, tan simétrico como si hubiera sido edificado a mano
por los hombres. Estaba flanqueado por otra colina más suave y redondeada, y más
allá por otra, una sierra alargada y de poca altura, como una extremidad que se alzara
desde el agua. Allí estaban los muelles; podían verse los mástiles como juncos por
encima de un declive del prado. Más allá de la triple colina de la isla, alargándose en
la distancia, había la extensa y brillante superficie del agua sembrada de juncias y
espadañas y, apiñados entre los sauces, los techos de paja y juncos de las viviendas de
los habitantes de los pantanos. Todo era un largo, cambiante, móvil y trémulo brillo,
tan profundo como el mar. Podía comprenderse por qué llaman a la isla Ynys Witrin,
la Isla de Cristal. A veces, ahora la llaman también Avalón.
En Ynys Witrin había huertos por todas partes. Los árboles crecían espesos a lo
largo de la sierra en torno al puerto y trepaban por la parte baja de las laderas del
Tormo, de tal manera que sólo los penachos del humo de leña, ascendiendo por entre
las ramas, descubrían dónde estaba la aldea; aunque era la capital del rey, no podía
recibir un título más distinguido. A poco trecho subiendo por la colina, por encima de
los árboles, podía verse un grupo de cabañas, como colmenas, donde vivían los
ermitaños cristianos y las santas mujeres. Melvas los dejaba en paz; incluso habían
edificado su propia iglesia junto al santuario de la diosa. La iglesia era una humilde
construcción de zarzos y barro, con techo de paja. Parecía como si a la primera
tormenta fuerte todo tuviera que desaparecer, derribado por el suelo.
Cosa muy distinta era el santuario de la diosa. Se decía que en el transcurso de los

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siglos la tierra había crecido lentamente en torno a él y se lo había apropiado, de
modo que ahora quedaba bajo el nivel de los pies de los humanos, como una cripta.
Yo no lo había visto nunca. Normalmente los hombres no eran admitidos en el
interior del recinto, pero hoy la propia Dama, con las mujeres y muchachas veladas y
vestidas de blanco situadas detrás de ella y portando flores, esperaba para dar la
bienvenida al Gran Rey. La anciana que estaba a su lado, con el rico manto y la
corona real sobre su cabello gris, debía de ser la madre de Melvas, la reina. En este
lugar tenía precedencia sobre su hijo. Melvas se había quedado algo alejado, a un
lado, entre sus capitanes y los jóvenes. Era un tipo grueso, bien parecido, con un
casquete rizado de cabello castaño y una barba lisa. Jamás estuvo casado: corría el
rumor de que ninguna mujer había superado la prueba del dictamen de su madre.
La Dama recibió a Arturo, y dos o tres de las doncellas más jóvenes se acercaron
a él y le colgaron flores en el cuello. Hubo cantos, todos con voces de mujer, agudas
y dulces. El cielo gris se abrió y dio paso al destello de un rayo de sol. Parecía como
un presagio: las gentes se miraron sonriendo unas a otras y el canto creció, más
gozoso. La Dama se volvió, y con sus mujeres encabezó el largo recorrido que
descendía al interior del santuario por unos escalones de poca altura. La seguía la
anciana reina y, tras ella, Arturo y todos nosotros. Al final venía Melvas con su
séquito. La gente del pueblo permaneció fuera. Durante toda la ceremonia pudimos
oír los murmullos y los cambios de sitio de los que trataban de ver por otro instante al
legendario Arturo de las nueve batallas.
El santuario no era grande; los allí presentes ocupábamos por completo su
capacidad. Estaba débilmente iluminado, con no más de media docena de lámparas
perfumadas agrupadas a ambos lados de la arcada que conducía al santuario interior.
En la luz tamizada por el humo, las vestiduras blancas de las mujeres brillaban
fantasmagóricamente. Unos velos ocultaban sus rostros, les cubrían el cabello y
flotaban como nubes por encima del sueño. De todas ellas, la única que podía verse
con claridad era la Dama: permanecía bajo la plena iluminación de las lámparas, con
una estola de plata, y llevaba una diadema que prendía toda la luz posible. Era una
figura regia; bien podría pensarse que procedía de estirpe real.
Velado estaba también el santuario interior: nadie, excepto los iniciados —ni
siquiera la propia reina madre— vería jamás lo que había tras aquella cortina. La
ceremonia que presenciábamos (si bien no sería correcto escribir aquí sobre ella) no
era la que se solía dedicar a la diosa. Por cierto fue larguísima; la soportamos durante
dos horas, en las que permanecimos todos apiñados. Sospecho que la Dama quería
sacar el mejor partido de la ocasión, y ¿quién iba a culparla si tenía en mente
pensamientos de futuro patrocinio? Pero por fin todo terminó. La Dama aceptó la
ofrenda de Arturo, presentada con el rezo adecuado, y emergimos a la luz del día con
el debido orden para recibir las aclamaciones del pueblo.

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Hubo un pequeño incidente que probablemente no habría dejado huella en mi
memoria a no ser por algo que sucedió después. Así las cosas, todavía puedo recordar
la suave y vital sensación del día, las primeras gotas de lluvia que inesperadamente
nos cayeron sobre el rostro cuando salíamos del santuario, y el canto del zorzal desde
el espino profundamente hincado en el prado veraniego tachonado de pálidas
orquídeas y tupido con el oro de las florecillas que llaman zapatillas de la reina. El
camino hacia el palacio de Melvas cruzaba unos terrenos con césped de estío, y entre
los manzanos crecían unas flores que no podían haber llegado aquí de manera natural,
pues como yo bien sabía todas ellas tenían aplicaciones en medicina o en magia. Las
ancillae practicaban artes sanativas y habían plantado hierbas con virtudes curativas.
(No las vi de otra clase. No se trata de la misma diosa cuyo sangriento cuchillo fue
arrojado una vez desde la Capilla Verde). «Al menos —pensé—, si tengo que vivir
por aquí cerca esta tierra es mejor jardín para mis plantas que la ladera abierta de mi
casa».
En esto que llegamos al palacio y fuimos recibidos por Melvas en el comedor del
banquete.
El festín se pareció mucho a cualquier otro, excepto por la excelencia y variedad
de los platos de pescado, cosa natural en aquel lugar. La anciana reina ocupaba el
lugar central en la mesa principal, con Arturo a un lado y Melvas al otro. No estaba
presente ninguna de las mujeres del santuario, ni siquiera la propia Dama. Me hizo
cierta gracia observar que las mujeres asistentes distaban mucho de ser unas bellezas
y que ninguna de ellas era joven. Quizás eran ciertos los rumores que corrían sobre la
reina. Recordé una mirada y una sonrisa al paso entre Melvas y una muchacha de las
que estaban entre la multitud: bueno, la anciana no podría vigilarle todo el tiempo.
Sus demás apetitos estaban muy bien atendidos: la comida era abundante y bien
cocinada, aunque nada caprichosa, y había un cantor de agradable voz. El vino, que
era bueno, según me dijeron procedía de una viña que estaba a cuarenta millas de
distancia, en la zona caliza. Había sido destruida recientemente en una de las
incursiones repentinas de los sajones que habían empezado muy cerca ya del verano.
Dicho esto, era inevitable el rumbo que iba a tomar la conversación. Entre el
análisis minucioso del pasado y la discusión sobre el futuro el tiempo pasó deprisa,
con Arturo y Melvas en armonía, lo que significaba un buen augurio.
Nos marchamos antes de la medianoche. Una luz que se acercaba a su plenitud
nos proporcionó una luz clara. Colgaba baja y próxima al contorno del faro que
estaba en la cima del Tormo, la colina abrupta, silueteando con sombras bien
definidas los muros del baluarte de Melvas, un fuerte reedificado sobre el
emplazamiento de una antigua fortaleza en la cima del monte. Era una plaza fuerte
para retirarse en épocas de conflictos; su palacio, en donde nos habían agasajado,
estaba abajo, próximo al nivel del agua.

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No era demasiado temprano. Una neblina se estaba levantando desde el Lago. Se
arremolinaba en pálidas espirales de una parte a otra por la hierba y bajo los árboles,
llegando hasta las rodillas de nuestros caballos como si fuera humo. La calzada
quedaría pronto oculta a la vista. Melvas, escoltándonos con sus portadores de
antorchas, nos guió a través de la bruma blanquecina procedente del Lago hasta llegar
más arriba, donde el aire estaba limpio, en la resonante piedra de la cresta. A
continuación se despidió de nosotros y volvió a casa.
Me detuve y miré hacia atrás. Desde allí, de las tres colinas que conformaban la
isla sólo el Tormo era visible, emergiendo de un lago de nubes. Próxima a su base, a
través de la niebla que la envolvía, podía verse brillar la roja luz de las antorchas del
palacio, aún no apagadas para la noche. La luna había salido del todo por detrás del
Tormo, en un cielo oscuro. Cerca de la torre del faro, en la espiral de la carretera que
subía hasta la fortaleza, parpadeaba y se movía una luz.
Se me erizó el pelo, como el de un perro a la vista de un espectro. Allí en lo alto
había un jirón de niebla, y a su través pasó una sombra, como de un gigante. El
Tormo era una conocida entrada al Otro Mundo. Por un instante me pregunté si, con
la Clarividencia volviendo a mí, estaba viendo uno de los guardianes del lugar, uno
de los ardientes espíritus que protegen la entrada. Luego mi visión se aclaró y
distinguí que era un hombre con una antorcha que subía corriendo la pendiente del
Tormo para encender el fuego de la atalaya.
Espoleé el caballo y oí la voz de Arturo, alzándose en una breve orden. Un jinete
se destacó del grupo y se adelantó apresuradamente en un esforzado galope. Los
demás, callados repentinamente, le siguieron, rápidos pero sin separarse, mientras
detrás de nosotros las llamas ascendían en la noche llamando al Arturo de las nueve
batallas a otro combate.

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Capítulo X
El cerco de Caer Camel vio el inicio de una nueva campaña. Llevó cuatro años
más. Asedio y escaramuzas, ataques relámpago y emboscadas: excepto durante los
meses de pleno invierno, nunca hubo un instante de reposo. Y por dos veces más,
hacia el final de aquel período Arturo triunfó sobre el enemigo en una importante
acción militar.
En la primera de estas batallas se participó en respuesta a una llamada desde
Elmet. Eosa en persona había venido desde Germania a la cabeza de partidas de tropa
sajona de refresco, a las que se unirían los sajones del este ya establecidos al norte del
Támesis. Cerdic añadió un tercer punto a la ofensiva con unas fuerzas transportadas
en lancha desde Rutupiae. Era la peor amenaza desde los tiempos de Luguvallium.
Los invasores llegaron en gran número y en tropel subiendo por el Valle y
amenazaban con lo que Arturo había previsto desde hacía tiempo: irrumpir a través
de la barrera montañosa por el Desfiladero. Sorprendidos y sin duda desconcertados
por la preparación defensiva del fuerte de Olicana, fueron contenidos y rechazados en
dicho lugar, mientras se enviaba a toda velocidad un mensaje hacia el sur para Arturo.
La fuerza sajona del este, que era considerable, se había concentrado sobre Olicana.
El rey de Elmet los contenía allí, pero los otros corrían hacia el oeste a través del
Desfiladero. Arturo, subiendo rápidamente por la carretera del oeste, llegó al fuerte
de Tribuit antes que ellos y, tras recomponer en aquel lugar sus efectivos, alcanzó al
enemigo en el Vado de Nappa. Allí les venció en una sangrienta pelea; luego les echó
encima su caballería rápidamente a través del Desfiladero hasta Olicana y, codo a
codo con el rey de Elmet, hizo retroceder al enemigo hasta el Valle. Desde allá, con
un movimiento imposible de contrarrestar, les empujó por el este y el sur
directamente hasta las antiguas fronteras, y el «rey» sajón, contemplando a su
alrededor sus desangradas y mermadas tropas, tuvo que admitir la derrota.
Una derrota que, de la manera como se produjo, sería casi la final. Tal era ahora el
renombre de Arturo que su simple mención venía a significar la victoria, y «la llegada
de Arturo» era sinónimo de la salvación. La siguiente ocasión en que le llamaron —
en una operación de limpieza tras la larga campaña—, tan pronto como tuvo a punto
la temida caballería con el caballo blanco al frente y el Dragón centelleando sobre los
cascos de los soldados, se mostró en el paso montañoso de Agned y el enemigo, presa
de pánico, corrió en desbandada, de modo que la acción bélica fue más una
persecución que una batalla, una limpieza del territorio tras la acción principal.
Gereint, que conocía palmo a palmo el terreno, estuvo durante toda aquella lucha con
la caballería y con mando notable sobre ella. Así premió Arturo sus servicios.
Eosa había recibido una herida en el combate de Nappa. Nunca volvió al campo
de batalla. El joven Cerdic, el Aetheling, fue quien condujo a los sajones hasta Agned

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e hizo cuanto pudo para que resistieran el terror de las embestidas de Arturo. Se dijo
que más tarde, al retirarse —en un orden digno de alabanza— y mientras esperaba las
lanchas, prometió solemnemente que la próxima vez que pusiera sus plantas sobre
territorio británico sería para quedarse y ni siquiera Arturo podría impedirlo.
Para lo cual —hubiera podido advertirle yo— Cerdic tendría que esperar hasta
que Arturo ya no estuviera allí.

Nunca fue mi intención el dar aquí detalles de los años de lucha. Ésta es otra clase
de crónica. Además, hoy todo el mundo conoce cómo se desarrolló la campaña de
Arturo para liberar Bretaña y limpiar sus costas del Terror. Todo esto fue puesto por
escrito en aquella casa allá arriba, en Vindolanda, por Blaise y el solemne y callado
escribano que de vez en cuando iba a ayudarle.
Lo único que repetiré aquí es que, durante todos los años que le llevó luchar
contra los sajones hasta paralizarlos, ni una sola vez fui capaz de proporcionarle
ayuda con profecías o magia. La de aquellos años es una historia de valentía humana,
de resistencia y dedicación. Hubo doce combates de gran importancia y el duro
trabajo de cerca de siete años antes de que el joven rey pudiera considerar el país
finalmente a salvo para el buen gobierno y las artes de la paz.
No es verdad, como quisieran poetas y cantores, que Arturo expulsara a todos los
sajones de las costas de Bretaña. Al igual que lo había hecho Ambrosio, tuvo que
reconocer que era imposible limpiar unas tierras que se extendían a lo largo de
muchas millas de terreno accidentado, y que además ofrecían por detrás la fácil
retirada por mar. Desde los tiempos de Vortiger, fue el primero que invitó a los
sajones a acudir a Inglaterra como aliados suyos, la orilla sureste de nuestro país se
había convertido en un territorio de asentamiento sajón, con sus propios gobiernos y
sus propias leyes. Había alguna justificación para que Eosa asumiera el título de rey.
Incluso aunque le hubiera sido posible a Arturo limpiar la Costa Sajona, habría tenido
que expulsar a unos habitantes tal vez ya de tercera generación, que habían nacido y
se habían criado en aquellas costas, y hacerlos regresar al país de sus abuelos, donde
podían ser tan mal recibidos como aquí. Los hombres luchan desesperadamente por
sus casas cuando la alternativa es quedarse sin hogar. Y aunque eso fuera necesario
para ganar las grandes batallas campales, sabía que si forzaba a los hombres a buscar
refugio en montes, bosques o tierras deshabitadas, de donde nunca podrían ser
desalojados, o incluso los acorralaba y combatía, les estaba invitando a una larga
guerra en la que no podría haber victoria. Antes de él ya había el ejemplo de los
Antepasados: habían sido desposeídos por los romanos y se habían escondido en las
zonas deshabitadas de los montes.
Cuatrocientos años más tarde todavía seguían allí, en sus remotas espesuras de la
montaña, mientras que los propios romanos se habían ido. Aceptando el hecho de que

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de todos modos tendrían que quedar reinos sajones establecidos en las costas de
Bretaña, Arturo se cuidó de que los límites fueran seguros y de que por el mucho
temor sus reyes se mantuvieran tras ellos.
Así las cosas, cumplió su vigésimo aniversario. Regresó a Camelot a finales de
octubre y se metió de lleno en el Consejo. Yo estuve allí y, aunque en ocasiones fui
interpelado, la mayor parte del tiempo la pasé únicamente observando y escuchando:
cuando yo le daba consejos lo hacía en privado, a puerta cerrada. Ante los demás, las
decisiones eran suyas. En verdad eran más a menudo suyas que mías, y con el paso
del tiempo me complacía en dejar que su criterio siguiera su propio rumbo. A veces
era impulsivo y en muchas materias aún carecía de experiencia o de precedentes, pero
nunca se permitió a sí mismo que sus dictámenes se rigieran por impulsos, y pese a
que hubiera cabido esperar que el éxito los tiñera de arrogancia, mantuvo el hábito de
dejar que los hombres expresaran cuanto quisieran, de modo que cuando al final se
anunciara la decisión del rey cada uno pensara que había tomado parte en ella.
Uno de los asuntos que por fin salió a colación fue el de un nuevo matrimonio.
Pude observar que él no se lo esperaba, pero guardó silencio, y poco después se sintió
más cómodo y escuchó a los ancianos. Eran los que tenían en la memoria nombres,
linajes y derechos sobre territorios. Observándoles, se me ocurrió que eran los
mismos que al principio, cuando Arturo fue proclamado, no apoyaron la pretensión.
Ahora ni siquiera sus propios compañeros podían mostrarse más leales. Arturo había
conquistado a sus mayores de la misma manera que había conquistado todo lo demás.
Pensaríais que cada uno de ellos había descubierto al desconocido en el Bosque
Salvaje y le había entregado la espada del reino.
Creeríais también que cada hombre estaba hablando sobre el matrimonio de su
hijo preferido. Había mucho acariciar de barbas y menear de cabezas; muchos
nombres fueron sugeridos y discutidos, e incluso hubo riñas al respecto, pero ninguno
obtenía la aclamación general, hasta que un día un hombre de Gwynedd, que había
combatido en todas las guerras al lado de Arturo y era pariente del propio Maelgon,
se puso en pie y soltó un discurso sobre su país natal.
Pues bien, cuando se os pone en pie un galés de piel morena y empieza a contar
algo es como si hubierais invitado a un bardo: el asunto se expone en orden, con
cadencia y durante muy largo tiempo, pero era tal el estilo de este hombre y tal la
belleza de su voz al hablar que, pasados los cinco primeros minutos, todos los
presentes se habían acomodado para escucharle como lo habrían hecho en una fiesta.
El tema parecía ser su país, el encanto de sus valles y montañas, los lagos azules,
los mares espumeantes, los ciervos, las águilas y las diminutas aves canoras, la
bravura de los hombres y la hermosura de las mujeres. Luego oímos sobre poetas y
cantores, huertos y praderas floridas, la riqueza en ovejas y vacas y las vetas de
minerales en las rocas. Tras esto siguió con la valerosa historia de la tierra, batallas y

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victorias, el coraje en la derrota, la tragedia de los jóvenes muertos y la fecunda
belleza de los amores jóvenes.
Se estaba acercando al punto central. Vi que Arturo se removía en su sitial.
Y la riqueza, hermosura y valentía del país se fundamenta en la familia de sus
reyes, decía el orador, una familia que… (yo había dejado de prestarle excesiva
atención: estaba observando a Arturo a la luz de una lámpara mal prendida, y me
dolía la cabeza) una familia que parece tener una genealogía tan antigua como la de
Noé y el doble de larga…
Y había, desde luego, una princesa. Joven, hermosa, procedente de un linaje de
antiguos reyes galeses emparentados con un noble clan romano. Ni el propio Arturo
venía de una estirpe tan alta… Y ahora uno entendía el porqué del larguísimo
panegírico y de las breves miradas furtivas hacia el joven rey.
Al parecer su nombre era Guinevere, Ginebra.

Volvía a verlos, a los dos. Beduier, moreno e inquieto, con una mirada de afecto
puesta en el otro muchacho; Arturo-Emrys, el líder a los doce años, lleno de energía y
de una gran pasión de vivir. Y la blanca sombra de la lechuza planeando entre ellos
desde arriba: la guenhwyvar de una pasión y un pesar, de un elevado esfuerzo y una
búsqueda que introduciría a Beduier en el mundo del espíritu y dejaría a Arturo en
solitario, aguardando allí en el centro de la gloria para convertirse él mismo en una
leyenda y él mismo en un grial…

Regresé al comedor. El dolor que sentía en la cabeza era muy intenso. La


deslumbrante y espasmódica luz me golpeaba los ojos como una lanza. Podía notar
cómo me goteaba el sudor bajo la ropa. Deslicé las manos sobre los brazos tallados
de la silla.
Luchaba por regularizar la respiración y los martillazos de mi corazón.
Nadie se había fijado en mí. Había pasado un tiempo. La formalidad del Consejo
se había acabado. Arturo se hallaba ahora en el centro de un grupo, conversando y
riendo; junto a la mesa los ancianos permanecían aún sentados, relajados y a gusto,
charlando entre ellos. Habían acudido unos criados y escanciaban vino. El sonido de
las palabras me rodeaba por completo, como agua en una crecida. En medio podían
oírse las notas de triunfo y de alivio. Eso estaba hecho: habría una nueva reina y una
nueva sucesión. Las guerras se habían superado y la Gran Bretaña, libre de la antigua
dominación territorial de Roma, se encontraba segura tras las defensas reales para el
inmediato período de tiempo radiante de luz.
Arturo volvió la cabeza y se encontró con mis ojos. Ni me moví ni hablé, pero la
risa desapareció de su rostro y se puso en pie.

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Acudió tan deprisa como una lanza que sale en busca del blanco, mientras
agitando la mano indicaba a sus compañeros que se quedaran atrás, fuera del alcance
del oído.
—Merlín, ¿qué es eso? ¿Esa boda? No irás a pensar que…
Negué sacudiendo la cabeza. El dolor que me produjo fue como una sierra. Creo
que lancé un grito. Al movimiento del rey callaron las voces; ahora en el comedor
había un silencio total. Silencio, ojos y el brillo inestable de las llamas.
Se inclinó hacia mí, como si fuera a tomarme la mano.
—¿Qué es eso? ¿Te encuentras enfermo? Merlín, ¿puedes hablar?
Su voz crecía, resonaba, desaparecía en un torbellino. Me era ajena. Todo me era
ajeno, excepto la necesidad de hablar. Las llamas de las lámparas estaban quemando
algo dentro de mi pecho, con su aceite caliente derramándose en forma de burbujas a
través de mi sangre. El aire que respiraba era denso y penetrante, como humo en los
pulmones. Cuando por fin recuperé el habla, mis palabras me sorprendieron. Aparte
de la evocación de la cámara, tiempo atrás, en la Capilla Peligrosa, ninguna otra cosa
había visto, y aun esta visión podía tener significado o no tenerlo. Lo que yo mismo
me oí decir, con una voz áspera y vibrante que hizo que Arturo se incorporase como
si le hubieran golpeado y puso en pie a todos los presentes, sobrecogidos, era de un
calibre muy diferente.
—¡Aún no está todo terminado, rey! ¡Coge tu caballo y vete! ¡Han roto la paz y
enseguida estarán en Badon! Hombres y mujeres están muriendo bañados en su
sangre y los niños lloran antes de que les ensarten como a los pollos. No hay ningún
rey cerca para protegerlos. ¡Vete allá ahora mismo, rey de todos los reyes! ¡Cuando el
pueblo te reclama a gritos, la llamada es para ti! ¡Vete con tus compañeros y ponle fin
a este asunto! ¡Pues, por la Luz, Arturo de Bretaña, ésta es la última vez y la última
victoria! ¡Vete ahora!
Las palabras retumbaron en el silencio total. Aquellos que nunca me habían oído
hablar con autoridad estaban pálidos; todos se persignaron. Mi respiración sonaba
fuerte en medio de la callada expectación, como la de un viejo que está aplazando la
muerte.
Después, entre la muchedumbre de los más jóvenes llegaron expresiones de
incredulidad, incluso de burla. No tenía nada de extraño. Habían oído relatos sobre
mis hazañas pasadas, pero la mayoría eran manifiestamente obra de poetas, y al
haberse incorporado a los cantos, todo se había teñido del color de la leyenda. La
última vez que hablé fue en Luguvallium, antes del levantamiento de la espada, y
muchos de ellos entonces todavía eran unos niños. Me conocían solamente como un
artífice de ingenios o un hombre versado en medicina, el lacónico consejero a quien
el rey favorecía.
El rumor me rodeaba por todas partes, como viento entre los árboles.

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«… No hay ningún indicio. ¿De qué está hablando? ¡Como si el Gran Rey
pudiera salir fiando sólo en su mera palabra, para un susto como éste! Bastante ha
hecho ya Arturo, y nosotros también. La paz está asegurada, ¡eso es algo que
cualquiera puede ver! ¿Badon? ¿Por dónde cae esto? Bueno, pero los sajones no
atacarán por allí, no ahora… Sí, pero si lo hacen, allí no hay fuerzas para detenerlos,
en eso tienen razón… No, no tiene sentido, el viejo ha vuelto a perder la razón.
¿Recuerdas, allá arriba en el Bosque, qué parecía? Loco, ésa es la verdad… ¿y ahora,
chiflado otra vez, con la misma enfermedad?…».
Arturo no me había quitado los ojos de encima. Los cuchicheos circulaban de
aquí para allá. Alguien preguntó por un doctor y había idas y venidas por todo el
comedor. Él los ignoraba. Él y yo estábamos solos, juntos los dos. Adelantó una
mano y me cogió por la muñeca. A través del dolor que me mareaba, sentí cómo su
joven energía me forzaba amablemente para que volviera a sentarme en la silla. Ni
siquiera me había dado cuenta de que estaba de pie. Su otra mano se apartó y alguien
puso en ella una copa. Acercó el vino hasta mis labios.
Volví la cabeza a un lado.
—No. Déjame. Vete ahora. Créeme.
—Por todos los dioses que existen —exclamó desde lo más profundo de su
garganta—. Te creo. —Giró sobre sí mismo y habló—: Tú, y tú, y tú, dad las órdenes.
Saldremos ahora. Vamos a ver. —Luego se volvió hacia mí, pero hablando de forma
que todos pudieran oírle—: ¿Victoria, has dicho?
—Victoria. ¿Puedes dudarlo?
Por un momento, entre los espasmos de dolor, vi su mirada. La mirada del
muchacho que a una palabra mía desafió la llama blanca y levantó la espada
encantada.
—No tengo la menor duda —respondió Arturo.
Entonces rió, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.
Seguido de sus caballeros salió rápidamente del comedor.
El dolor desapareció. Pude respirar y ver. Me levanté y caminé tras ellos, que ya
se habían esfumado. Los que quedaban en el comedor se retiraron para abrirme un
pasillo entre ellos. Nadie me dijo una palabra ni osó hacerme preguntas. Subí a la
muralla y miré a lo lejos. El centinela que estaba de guardia me dejó pasar, no como
un soldado sino con aire medroso. Era visible el blanco de sus ojos,
desmesuradamente abiertos. La voz había corrido rápidamente. Me sujeté la capa en
torno al cuerpo para protegerme del viento y me quedé allí.
Se habían ido, una tropa tan pequeña para lanzarse contra lo que podía ser la
última tentativa sajona contra Bretaña. El galope disminuía en la noche hasta
desaparecer. En aquella oscuridad, en alguna parte hacia el norte, el Tormo se elevaba
contra el cielo negro. Ninguna luz, nada. Detrás de ella, ninguna luz. Ni al sur ni al

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este; ninguna luz en ninguna parte, ni fuegos de advertencia. Sólo mi palabra.
Un sonido desde algún lugar de la creciente oscuridad. Por un momento lo tomé
por un eco de aquel distante galope; luego, al sentir en él como un griterío y choque
de ejércitos, pensé que había recuperado la clarividencia. Pero tenía la cabeza
despejada, y la noche, con todos sus sonidos y sombras, era una noche común de
mortales.
Luego los ruidos cambiaron de rumbo y se aproximaron, fluyendo por encima de
nuestras cabezas en las negras alturas. Eran los ánsares, la jauría celeste, el Cazador
Salvaje que recorre los cielos con Llud, rey del Otro Mundo, en épocas de guerra y
tempestad. Habían surgido de las aguas del Lago y ahora venían por lo alto,
recorriendo la oscuridad. Acudían directamente desde el silente Tormo para
revolotear sobre Caer Camel y regresar cruzando la dormida isla, con el ruido de sus
voces y de su batir de alas perdiéndose finalmente en el transcurso de la noche de
camino hacia Badon.
Con el alba, las luces del faro resplandecían de una parte a otra de las tierras. Pero
quienquiera que condujera las hordas sajonas hacia Badon, apenas habrían podido
poner sus pies en su ensangrentado suelo cuando desde la oscuridad, más veloces que
un vuelo de pájaros o una señal de fuego, el Gran Rey Arturo y sus escogidos
caballeros caerían sobre ellos y les destruirían, aniquilando completamente el poder
bárbaro en aquel día y para el resto de su generación. De esta manera fue cómo el
dios regresó a mí, a Merlín, su servidor. Al día siguiente salí de Caer Camel y
cabalgué por sus alrededores buscando un lugar en el que pudiera levantar mi propia
casa.

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LIBRO TERCERO

APPLEGARTH

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Capítulo I
Hacia el este de Caer Camel la tierra es ondulada y boscosa, con sierras y colinas
de un verde suave. Aquí y allá, entre los matorrales y los helechos de las cumbres hay
restos de antiguas moradas o fortificaciones de tiempos pasados.
Yo ya conocía desde antes este lugar, y ahora, buscando entre montes y valles, lo
observé de nuevo y lo encontré apropiado. Era un sitio solitario, en un repliegue entre
dos colinas, en el que una fuente manaba del césped y formaba un arroyuelo que
bajaba saltando hasta unirse a un río del valle. Mucho tiempo atrás allí había vivido
gente. Según cómo le daba el sol podía distinguirse bajo la hierba el suave perfil de
antiguas paredes. Aquel asentamiento había desaparecido desde hacía muchísimo
tiempo, pero después, en épocas más difíciles, otros pobladores habían levantado una
torre, la mayor parte de la cual estaba todavía en pie. Estaba construida con piedra
romana, traída desde Caer Camel. Las formas escuadradas de la piedra cincelada
mostraban aún los bien definidos bordes bajo la invasión de pimpollos y de esos
picantes espectros que se apiñan en todo lugar en donde ha habitado el hombre: las
ortigas. Incluso estas hierbas no eran molestas: son supremas para muchas
enfermedades, y tan pronto como tuviera edificada la casa yo me proponía plantar un
jardín, que entre las artes de la paz es la principal.
Y paz era lo que teníamos por fin. La noticia de la victoria en Badon me llegó
incluso antes de haber medido a pasos las dimensiones de mi nueva casa. A juzgar
por el informe de la batalla que me hizo llegar Arturo, parecía cierto que ésta era sin
duda la victoria final de la campaña y ahora el rey estaba imponiendo condiciones y
fijando de manera decisiva las fronteras del reino. Decía el mensaje que no había
razón para suponer que pudiera tener lugar en los próximos tiempos ningún ataque
más, ni siquiera resistencia alguna. Y aunque no estuve presente en el campo de
batalla, sabiendo lo que sabía me preparé con el fin de construir para una época de
paz en la que pudiera vivir en la soledad que amaba y necesitaba, trasladándome
como era debido desde el ajetreado centro en el que residiría Arturo.
Mientras tanto sería prudente procurarme todos los albañiles y artesanos precisos
antes de que empezaran a retoñar los grandes esquemas de Arturo para su ciudad.
Vinieron, menearon la cabeza sobre mis planos y se pusieron alegremente a trabajar
para edificar lo que yo quería.
Era una casa pequeña, una vivienda campestre si se quiere, situada en la
hondonada de la ladera, orientada a mediodía y a poniente, alejada de Caer Camel, en
dirección hacia la distante ondulación de las colinas. El emplazamiento estaba
resguardado del norte y del este y, por una curva de la parte baja de la colina, de los
escasos transeúntes de la carretera del valle. Reconstruí la torre siguiendo su anterior
diseño, y apoyada contra ella edifiqué la casa nueva, de una sola planta, y con un

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patio cuadrado o jardín al estilo romano por detrás. La torre formaba una esquina del
mismo entre mi propia vivienda y las dependencias de la cocina. Al lado opuesto de
la casa había talleres y cobertizos para almacenaje. En la parte norte del jardín había
una pared alta, protegida con tejas, al abrigo de la cual pensaba cultivar algunas de las
plantas más delicadas. Desde hacía tiempo había pensado en hacer algo ante lo cual
los albañiles meneaban la cabeza: una doble pared a cuyo interior se haría llegar aire
caliente desde el hipocausto. No sólo estarían a salvo en invierno las parras y los
melocotoneros sino que, pensaba yo, el jardín entero se beneficiaría del calor,
también por el que recogería y conservaría del sol. Era la primera vez que veía puesta
en práctica semejante idea, pero más tarde se aplicó también en Camelot y en el otro
palacio de Arturo en Carlión. Un acueducto en miniatura llevaba agua desde la fuente
hasta un pozo situado en el centro del jardín.
Los hombres, que encontraban un agradable cambio en relación con los años de
construcciones militares, trabajaban deprisa. Aquel año tuvimos un invierno
despejado. Yo me fui hasta Bryn Myrddin para supervisar el traslado de mis libros y
de determinados productos medicinales que guardaba, y luego pasé la Navidad en
Camelot con Arturo. Los carpinteros entraron en mi casa a principios del nuevo año,
y para la primavera la obra estaba terminada y los hombres disponibles a tiempo para
empezar las edificaciones permanentes en Camelot.
Yo seguía sin tener ningún criado para mí, y ahora me ocupé de encontrar uno.
No era tarea fácil: pocos hombres podían encontrarse a gusto en la clase de soledad
que yo reclamaba, y mis costumbres tampoco habían sido nunca las de un dueño
corriente.
Mis horarios son extraños; requiero poca comida o sueño y tengo una enorme
necesidad de silencio. Podía haber comprado un esclavo que habría tenido que
aguantar todo cuanto yo quisiera, pero nunca me gustó comprar servidumbre. Y esta
vez, como siempre, tuve suerte. Uno de los albañiles del lugar tenía un tío que era
jardinero.
Según me dijo, le había contado lo de la construcción de la pared caldeada y su
tío había meneado dubitativamente la cabeza y murmurado algo sobre las tonterías de
los nuevos inventos llegados de fuera, pero a partir de entonces mostró la más viva
curiosidad sobre cada estadio de la construcción. Se llamaba Varro. Estaría encantado
de venir —me dijo el albañil—, y acudiría con su hija, que podría guisar y limpiar.
Y así se decidió. Varro empezó inmediatamente a quitar hierbas y cavar y Mora,
la muchacha, a fregar y ventilar. A continuación, en uno de aquellos claros y
encantadores períodos de clima anticipado, con las prímulas mostrando ya sus
capullos bajo los espinos en ciernes y los corderos acostados al calor de las ovejas
entre los huecos de los tojos en flor, entré mi caballo en el establo, quité el envoltorio
del arpa grande y me encontré en casa.

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Poco después, Arturo vino a verme. Yo estaba en el jardín, sentado al sol en un
banco entre los pilares de una columnata en miniatura. Estaba ocupado en clasificar
semillas recolectadas el verano anterior y empaquetadas en bolsas de pergamino
enrollado. Más allá de los muros oí las pisadas y el cascabeleo de los caballos de la
escolta del rey, pero él entró solo. Varro le precedió, con un saludo, sin quitarle la
vista de encima y acarreando su azada. Me puse en pie en cuanto Arturo me tendió la
mano saludándome.
—Esto es muy pequeño —fueron sus primeras palabras, mientras miraba a su
alrededor.
—Suficiente. Es sólo para mí.
—¡Sólo! —Se rió, y luego dio una vuelta sobre sí mismo—. Mmmm…, si te
gustan las perreras, y parece que sí, en este caso debo decirte que es muy agradable.
Así que ésta es la famosa pared, ¿no? Los albañiles estuvieron hablándome de ella.
¿Qué vas a plantar aquí?
Se lo expliqué y después le llevé a dar una vuelta por mi jardincillo. Arturo, que
entendía de jardines tanto como yo de guerras pero que siempre se interesaba por las
cosas que se estaban haciendo, miró, tocó y preguntó; dedicó un montón de tiempo a
la pared caldeada y a la construcción del pequeño acueducto que alimentaba el pozo.
—Verbena, camomila, consuelda, caléndula… —Miraba el dorso de los paquetes
de semillas etiquetados que estaban en el banco—. Recuerdo que Drusila solía
cultivar caléndulas. Cuando tenía dolor de muelas solía darme un brebaje
confeccionado con estas flores. —Volvió a pasear la vista alrededor—. ¿Sabes? Aquí
hay un poco de la misma paz que uno tenía en Galava. Si no fuera por mí, tendrías
razón de no querer vivir en Camelot. Sentiré que dispongo aquí de un refugio cuando
me encuentre muy apremiado.
—Espero que sea así. Bueno, eso es todo. En esta parte tendré mis flores y, en el
exterior, un huerto. Aquí había ya algunos viejos árboles y parece que no les va mal.
¿Quieres entrar ahora, y ver la casa?
—Con mucho gusto —respondió, en un tono tan repentinamente formal que volví
la vista hacia él, justo para advertir que su atención no estaba en absoluto puesta en
mí sino en Mora, que había salido por uno de los portales y estaba sacudiendo al aire
un mantel. La brisa le pegaba la túnica al cuerpo, y el cabello, que era muy hermoso,
le ondeaba en una brillante maraña alrededor del rostro. Se detuvo para echarlo hacia
atrás, vio a Arturo, se ruborizó, soltó una risilla y se fue corriendo otra vez para
adentro. Vi un ojo brillante atisbando furtivamente a través de una rendija; luego
advirtió que la observaba y se retiró. La puerta se cerró. Era evidente que la
muchacha no tenía la menor idea de quién era aquel joven que la había mirado con tal
atrevimiento.

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Arturo me sonreía abiertamente:
—Voy a casarme dentro de un mes, de manera que ya puedes dejar de mirarme de
esta manera. Tengo que ser el mejor modelo de hombre casado.
—No lo dudo. ¿Te estaba mirando, yo? Eso no me concierne, pero debo advertirte
que el jardinero es su padre.
—Y parece un buen tipo. De acuerdo, mantendré mi sangre fría hasta mayo. Sabe
Dios que eso me trajo problemas en otro tiempo, y volvería a traérmelos.
—¿Un modelo de hombre casado?
—Hablaba de mi pasado. Me advertiste que esto recaería sobre mi futuro. —Lo
dijo con ligereza; el pasado, conjeturé, debía seguirle ahora muy de cerca. Tenía mis
dudas acerca de si el recuerdo de Morcadas todavía turbaba su sueño. Me siguió al
interior de la casa y, mientras yo le buscaba vino y se lo escanciaba, prosiguió con
otra de sus rondas de descubrimiento.
Había sólo dos habitaciones. La sala de estar abarcaba dos tercios de la longitud
de la casa y su anchura total, con ventanas a ambos lados, sobre el jardín y la
montaña. El portal se abría hacia la columnata que bordeaba el jardín. Hoy por vez
primera la puerta permanecía abierta al aire templado, y la luz de sol se derramaba
cálidamente sobre las baldosas de terracota del suelo.
En un extremo de la sala estaba el hogar, con una amplia chimenea para dejar
salir el humo hacia fuera. En Bretaña necesitamos la lumbre tanto como los suelos
caldeados. La piedra del hogar era de pizarra, y en las paredes de la sala, de piedra
bien pulida, colgaban ricos tapices que yo me había traído de mis viajes por Oriente.
La mesa y los taburetes eran de roble, de un mismo árbol, pero la silla grande era de
madera de olmo, igual que la mesilla bajo la ventana en la que tenía mis libros. Una
puerta al final de la habitación conducía a mi dormitorio, que estaba amueblado muy
sencillamente, con una cama y una percha para la ropa. Quizá por algún recuerdo de
infancia, había plantado un peral en la parte de fuera de la ventana.
Le mostré todo esto y luego le llevé a la torre. La puerta de entrada comunicaba
con la columnata en la esquina del jardín. En la planta baja estaba mi taller-almacén,
en donde secaba las hierbas y confeccionaba las medicinas. Como único mobiliario
había una mesa grande, taburetes, armarios y una pequeña estufa de ladrillo con su
horno y su quemador de carbón. Una escalera de piedra junto a una de las paredes
conducía al piso superior. Era la habitación que yo pensaba usar como estudio
privado. Aquí no había más que una mesa de trabajo y una silla, un par de taburetes y
un armario con tablillas y los instrumentos matemáticos que me traje de Antioquía.
En un rincón tenía un brasero. Me había hecho una ventana orientada hacia el sur y
no estaba cubierta ni por láminas de cuerno ni por cortinas. Yo no sentía fácilmente el
frío.
Arturo dio una vuelta por la minúscula habitación, parándose, observando con

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curiosidad, abriendo cajas y armarios, apoyándose en los puños para contemplar el
exterior de la ventana, llenando el reducido espacio con su inmensa vitalidad, de
manera que incluso las macizas paredes construidas por los romanos apenas parecían
poder contenerlo.
De vuelta a la sala principal, tomó la copa que le tendía y la alzó:
—¡Por tu nueva casa! ¿Cómo la vas a llamar?
—Applegarth, jardín de manzanos.
—Me gusta. Está bien. Entonces, ¡por Applegarth, y por tu larga vida aquí!
—Gracias. Y por mi primer invitado.
—¿Soy yo? Me alegro. Que pueda haber muchos más y que todos puedan venir
en paz. —Bebió, dejó la copa y volvió a mirar a su alrededor—. Esto está ya lleno de
paz. Sí, empiezo a ver por qué lo elegiste… pero ¿estás seguro de que es todo cuanto
quieres? Tú sabes, y yo sé, que mi reino entero te pertenece por derecho, y puedes
tener la completa certeza de que te concedería la mitad de él con sólo pedirlo.
—Por el momento te permito que lo conserves. Bastantes problemas ha habido
hasta ahora como para que te envidie demasiado. ¿Tienes tiempo de sentarte un
ratito? ¿Te quedarás a comer? La sola idea le provocará una epilepsia a Mora, del
susto, porque puedes estar seguro de que ha salido a preguntar a su padre quién era el
joven forastero; no obstante, no dudo de que algo sabrá encontrar…
—Gracias, no; ya he comido. ¿Tienes sólo estos dos criados? ¿Quién te cocina?
—La chica.
—¿Bien?
—¿Eh? Oh, bastante bien.
—Lo que significa que ni siquiera te has enterado. ¡Por el amor de Dios! —
exclamó Arturo—. Déjame que te envíe un cocinero. No me gusta pensar que no vas
a comer otra cosa que rancho de campesinos.
—No, por favor. Ellos dos dando vueltas a mi alrededor durante el día es lo
máximo que soporto, e incluso se van a su casa por la noche. Así está bien, te lo
aseguro.
—De acuerdo. Pero me gustaría que me dejaras hacer algo, regalarte algo.
—Cuando quiera algo, puedes tener por seguro que te lo pediré. Ahora cuéntame
cómo va la construcción. Me temo que he estado demasiado ocupado con mi perrera
para prestarle la debida atención. ¿Estará terminado para tu boda?
Movió negativamente la cabeza.
—Para el verano tal vez esté a punto para traer aquí a una reina. Pero para la boda
volveré a Carlión. Será en mayo. ¿Irás?
—A menos que tu deseo sea que esté allí, preferiría quedarme aquí. Empiezo a
sentir que en los últimos años he estado viajando demasiado.
—Como prefieras. No, no más vino, gracias. Una cosa quería preguntarte.

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Cuando se discutió por vez primera la idea de mi matrimonio —el primer matrimonio
—, tú parecías abrigar algunas dudas acerca del mismo, ¿te acuerdas? Entendí que
habías tenido algún tipo de presentimiento desgraciado. Si fue así, tuviste razón.
Dime, por favor: ¿has tenido dudas semejantes en esta ocasión?
Me han dicho que cuando protejo mi rostro nadie puede leer lo que pasa por mi
mente. Crucé mi mirada con la suya:
—Ninguna. ¿Necesitas preguntármelo? ¿Acaso tienes tú alguna?
—Ninguna. —El relámpago de una sonrisa—. Al menos, todavía no. ¿Cómo
podría tenerlas, cuando me han dicho que ella es la perfección misma? Todos dicen
que es hermosa como una mañana de mayo, y me cuentan esto y lo otro y lo de más
allá. Pero bueno, es lo que hacen siempre. Me bastaría con que tuviera un aliento
dulce y un carácter sumiso… Oh, y una bonita voz. Me doy cuenta de que me
importan las voces. Garantizado todo esto, no puede haber mejor pareja. Como galés
que eres, Merlín, tienes que estar de acuerdo conmigo.
—Y lo estoy. Estoy de acuerdo con todo lo que dijo Gwyl allí, en el comedor.
¿Cuándo irás a Gales para llevártela a Carlión?
—No puedo ir personalmente. Tengo que salir para el norte en el plazo de una
semana. Volveré a enviar a Beduier, y a Gereint con él, y, en honor de ella, ya que no
puedo ir yo mismo, al rey Melvas del País del Verano.
Asentí con un movimiento de cabeza y la conversación derivó hacia los motivos
de su viaje al norte. Según supe, iba principalmente para examinar la obra defensiva
en el noroeste. Tydwal, pariente de Lot, gobernaba ahora Dunpeldyr, ostensiblemente
en nombre de Morcadés y del hijo mayor de Lot, Galván, aunque era dudoso que la
familia de la reina fuera jamás a abandonar Orcania.
—Cosa que a mí me va muy bien —dijo el rey con indiferencia—, pero que crea
ciertas dificultades en el noreste.
Siguió explicándomelo. El problema residía en Aguisel, que poseía el sólido
castillo de Bremenium, una guarida en los montes de Northumbria donde Dere Street
sube adentrándose en High Cheviot. Mientras Lot reinaba en el norte Aguisel se
había contentado con gobernar a su lado.
—Como su chacal —decía Arturo con desprecio—, junto con Tydwal y Urién.
Pero ahora que Tydwal se sienta en el trono de Lot, Aguisán empieza a ser ambicioso.
He oído un rumor, no tengo pruebas de ello, de que cuando finalmente los anglos
enviaron sus barcos aguas arriba del río Alaunus, Aguisel tuvo un encuentro con
ellos, no en son de guerra sino para hablar con su jefe. Y Urién le sigue todavía,
chacales hermanos jugando a ser leones. Probablemente piensan que están
suficientemente lejos de mí, por lo que proyecto rendirles visita y desilusionarles. Mi
excusa es que voy a examinar la obra que se ha realizado en el Dique Negro. Por todo
lo que he oído, me gustaría tener un pretexto para quitar de en medio definitivamente

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a Aguisel, pero debo hacerlo sin suscitar en Tydwal y Urién las ganas de salir en su
defensa. Mientras no esté seguro de los sajones del oeste, lo último que haría es una
desmembración de los reyes aliados en el norte. Si tengo que suprimir a Tydwal, esto
puede significar la vuelta de Morcadés a Dunpeldyr. Algo sin importancia,
comparado con el resto, pero el día en que ella vuelva a establecerse en un castillo de
esta isla no puede ser un día bueno para mí.
—En tal caso, déjame desearte que ese día nunca llegue.
—Así sea. Haré todo lo que pueda para lograrlo. —Miró a su alrededor otra vez
mientras se volvía para irse—. Es un sitio agradable. Me temo que no tendré tiempo
para volver a verte antes del viaje, Merlín. Me iré antes de que acabe la semana.
—Entonces, que todos los dioses vayan contigo, mi querido amigo. Espero que
estén a tu lado también para tu boda. Y vuelve aquí a verme algún día.
Salió. Parecía que la habitación vibraba y volvía a ensancharse, y que en el aire se
instalaba de nuevo la tranquilidad.

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Capítulo II
Y tranquilidad fue en suma lo que hubo durante los meses que siguieron. Poco
después de la marcha de Arturo para el norte volví a Camelot para ver cómo iban las
obras de construcción; después, satisfecho, dejé a Derwen que las fuera completando
y me retiré a mi fortaleza recién terminada casi con el mismo sentimiento de vuelta a
casa que experimentaba en Bryn Myrddin. El resto de aquella primavera lo dediqué a
mis propios asuntos, cultivando plantas en el jardín, escribiendo a Blaise y, a medida
que el campo retoñaba, recolectando las hierbas que necesitaba para renovar mis
reservas.
No volví a ver a Arturo antes de su boda. Un correo me trajo noticias, breves pero
favorables. Arturo había hallado pruebas de la vileza de Aguisel y le había atacado en
Bremenium. No supe otros detalles, sino que el rey tomó la plaza fuerte y dio muerte
a Aguisel, y ello sin levantar en su contra ni a Tydwal, ni a Urién, ni a ninguno de sus
parientes. De hecho, Tydwal peleó al lado de Arturo en el asalto final a las murallas.
Cómo lo consiguió el rey es algo que no decía el informe, pero con la muerte de
Aguisel todas las cosas estarían más aclaradas y, puesto que murió sin dejar hijos, el
castillo que controlaba el paso de Cheviot podría confiarse ahora a un hombre elegido
por Arturo. El rey designó a Brewyn, un hombre en el que podía confiar, y luego se
marchó muy satisfecho al sur, a Carlión.
A su debido tiempo doña Ginebra llegó a Carlión con una escolta real de
príncipes —Melvas y Beduier— y una compañía de caballeros de Arturo. Keu no
había ido con el grupo; como senescal de Arturo, su deber le retenía en el palacio de
Carlión, donde la boda se iba a celebrar con gran esplendor. Más tarde oí que el padre
de la novia había sugerido como fecha el primer día de mayo, y que Arturo, tras una
brevísima vacilación, respondió «No» de un modo tan terminante que provocó un
enarcamiento de cejas. Pero ésta fue la única sombra. Todo lo demás pareció
desarrollarse de manera favorable. La pareja se casó hacia finales de mes, en un
glorioso día de sol radiante, y Arturo llevó por segunda vez a una desposada a su
lecho, en esta ocasión con días y noches para dedicarle. Vinieron a Camelot a
comienzos del verano, y por vez primera vi a la segunda Ginebra.
La reina Ginebra de Norgales superaba con creces el «bastaría con que tuviese un
aliento dulce»: era una belleza. Para describirla haría falta arrebatar a los bardos todas
sus convenciones clásicas: cabellos como trigo de oro, ojos como cielo de verano,
piel fresca como una flor y cuerpo ligero. Pero a todo esto habría que añadir lo
deslumbrante de su personalidad, una especie de alegría manifiesta y una tendencia a
comunicarla, y así podríais haceros una idea de su fascinación. Pues en efecto, era
fascinante: la noche en que llegó a Camelot la observé durante la fiesta y vi que a lo
largo de la velada otros ojos se fijaban en ella además de los del rey. Era evidente que

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sería la reina no sólo de Arturo sino también de todos sus compañeros. Tal vez con la
excepción de Beduier. Sus ojos eran los únicos que no la buscaban constantemente.
Parecía más callado que de costumbre, perdido en sus propios pensamientos y, por lo
que respecta a Ginebra, apenas le dirigía la mirada. Me pregunté si durante el viaje
desde Norgales habría sucedido algo cuyo recuerdo resultara punzante para Beduier.
En cambio Melvas, que se sentaba al lado de ella, estaba pendiente de cada palabra
suya y la miraba con los mismos ojos de veneración que los hombres más jóvenes.
Recuerdo que aquél fue un hermoso verano. El sol brillaba deslumbrante, pero de
vez en cuando llegaban dulcificantes lluvias y un viento suave, de manera que los
campos ostentaban cultivos tan espléndidos que pocos hombres recordaban otros
semejantes, y vacas y ovejas lucían el mejor aspecto y la tierra propiciaba una
cosecha excepcional. Aunque las campanas tañían los domingos en las iglesias
cristianas y actualmente había cruces donde antes se erigieron monumentos con
piedras o estatuas junto al camino, los campesinos bendecían al joven rey no sólo por
la paz que permitía los cultivos sino por la propia riqueza de las cosechas. Para ellos,
tanto la riqueza como la gloria procedían de su joven gobernante, de la misma manera
que durante el último año de la enfermedad de Úter la tierra se vio cubierta por una
añublo aciago. Y las sencillas gentes del pueblo esperaban confiadas —al igual que lo
esperaban los nobles en Camelot— el anuncio de que había sido engendrado un
heredero. Pero el verano pasó y llegó el otoño, y aunque la tierra produjo su
excepcional cosecha, la reina, que cada día salía a cabalgar con sus damas, seguía tan
ligera y esbelta como siempre, y ningún anuncio se produjo.
En Camelot, el recuerdo de la joven que concibió a su heredero y murió por esta
causa no perturbaba a nadie. Todo era nuevo y reluciente, todo se estaba
construyendo y haciendo. Terminado el palacio, había comenzado ahora el turno de
tallistas y pulidores; las mujeres tejían y cosían, y cada día llegaban a la nueva ciudad
mercancías de loza y plata y oro, de modo que los caminos se veían animados de idas
y venidas. Era el tiempo de la juventud y las risas, y de la construcción después de la
conquista; los años encarnizados habían caído en el olvido. En cuanto a la sombra
blanca de mi presagio, empezaba a preguntarme si efectivamente había sido la muerte
de la otra linda Ginebra la que había arrojado aquella sombra a través de la luz y
parecía permanecer aún en los rincones como un fantasma. Pero nunca la volví a ver,
y si Arturo la recordó alguna vez nada me dijo.
Cuatro inviernos pasaron. Las torres de Camelot brillaban con dorados nuevos,
las fronteras estaban tranquilas, las cosechas eran buenas y el pueblo se había
acostumbrado a la paz y a la seguridad.
Arturo había cumplido los veinticinco y permanecía bastante más silencioso que
antaño; al parecer se ausentaba de casa con mayor frecuencia y cada vez por períodos
más largos. La duquesa de Cador le dio un hijo al duque; Arturo fue hasta Cornualles

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en calidad de padrino, pero la reina Ginebra no le acompañó. Durante algunas
semanas corrieron esperanzados rumores de que había una buena razón para evitar el
viaje, pero el rey y su séquito partieron y regresaron, y después Arturo volvió a
marchar hacia Gwynedd por mar, y la reina, en Camelot, seguía cabalgando, riendo y
bailando, aparentemente libre de cuidados.
Así las cosas, un día lluvioso de comienzos de la primavera, justo a la caída del
crepúsculo, un jinete llamó a mi puerta con un mensaje. El rey aún seguía fuera, y no
se esperaba que volviera antes quizá de otra semana. Y la reina había desaparecido.

El mensajero era el senescal Keu, hermano de leche de Arturo e hijo de Antor de


Galava. Hombre corpulento, unos tres años mayor que el rey, rubicundo y de anchas
espaldas, era buen guerrero y un hombre esforzado pero, a diferencia de Beduier, no
era un jefe natural. Carecía de audacia e imaginación, y mientras que esto refuerza el
valor en la guerra, no suele dar buenos resultados en el mando. Beduier, el poeta y
soñador, que sufría diez veces más ante cualquier dolor, era hombre de mayor mérito.
En cambio Keu era leal, y ahora, como responsable del buen gobierno de la casa
del rey, vino a verme en persona, acompañado sólo por un criado. Y ello pese a que
llevaba un brazo en un tosco cabestrillo y parecía agotado y tenía que esforzarse
mucho dada su lentitud de razonamiento. Me relató lo sucedido sentado en mi
habitación, con el resplandor del fuego parpadeando en las vigas del techo. Aceptó
una copa de vino caliente especiado y hablaba rápido al tiempo que, ante mi
insistencia, se quitaba el cabestrillo y me permitía examinarle el brazo herido.
—Beduier me envió aquí para que te lo explicara. Yo estaba herido, de manera
que me hizo volver. No me vio ningún médico. ¡Maldita sea, si no ha habido tiempo!
Puede haber sucedido cualquier cosa, espera que te lo cuente… Ella estaba fuera
desde el amanecer. ¿Recuerdas qué tiempo más agradable hacía esta mañana? Salió
con sus damas, y con sólo los mozos de la caballeriza y un par de hombres como
escolta. Como de costumbre, ya lo sabes.
—Sí.
Era cierto. A veces acompañaban a la reina uno o dos caballeros, pero con
frecuencia debían ocuparse de asuntos más importantes que escoltarla en sus diarios
paseos a caballo. Ella disponía de soldados y de mozos de caballos y, en estos
tiempos, tan cerca de Camelot no había ningún riesgo de encontrar temibles
proscritos como los que habían frecuentado los lugares solitarios cuando yo era niño.
Ginebra, pues, se había levantado temprano en lo que prometía ser una hermosa
mañana, montó en su yegua gris y salió con dos o tres damas y cuatro hombres, dos
de los cuales eran soldados. Se dirigieron hacia el sur a través de una franja seca del
brezal, limitada al sur por un denso bosque. A su derecha se extendían las tierras
pantanosas en donde los ríos serpenteaban hacia el mar a través de sus profundos

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canales cubiertos de carrizos; por el este la tierra aparecía ondulada y boscosa en las
cimas de las colinas. El grupo había encontrado caza en abundancia. Los lebreles
corrieron frenéticos tras ella y, según decía Keu, los mozos habían tenido que
cabalgar tras los perros para hacerlos volver. Mientras tanto la reina había soltado su
esmerejón tras una liebre, y ella misma lo había seguido inmediatamente al interior
del bosque.
Keu gruñó cuando al tentarle con los dedos encontré el músculo dañado.
—Bueno, pero ya te dije que eso no tenía mucha importancia. Sólo una torcedura,
¿no? ¿Un músculo dislocado? ¿Me llevará mucho tiempo? Bueno, al menos no es el
brazo de la espada… En fin, la reina hizo galopar la yegua gris hacia dentro y las
mujeres se quedaron atrás. Su doncella no es buena jinete y la otra, doña Melisa, no
es joven. Los mozos se habían ido con sus caballos tras los lebreles y aún estaban
lejos. Nadie estaba preocupado. Es una gran amazona. ¿Sabías que incluso montó el
semental blanco de Arturo y que se las arreglaba bien? Además, es algo que ya había
hecho otras veces, tan sólo para gastarles una broma a los demás. De manera que se
lo tomaron con calma mientras los soldados salían en pos de ella.
El resto era fácil de completar. Era cierto que había sucedido con anterioridad, sin
riesgo de daño, de modo que los soldados al galopar tras la reina no estimularon a los
caballos con la espuela sino tan sólo con las riendas. Podían oír las pisadas de la
yegua más adelante, en la espesura, y los crujidos y chasquidos de los arbustos y la
leña seca bajo sus patas. El bosque se hacía más denso; los dos soldados acortaron el
paso de los caballos e iban esquivando las ramas que aún se balanceaban por el paso
de la reina, y guiando a los caballos entre el laberinto de leña caída y cavidades
inundadas que convertían el suelo del bosque en un terreno bastante peligroso.
Entre maldiciones y risas, y ocupados por entero como estaban, pasaron varios
minutos antes no advirtieran que desde hacía un rato habían dejado de oír a la yegua
de la reina. La enmarañada maleza no presentaba ninguna huella del paso de un
caballo. Refrenaron sus cabalgaduras para escuchar. Nada se oía excepto el distante
graznido de un arrendajo. Llamaron a voces y no obtuvieron respuesta. Más irritados
que alarmados se separaron, el uno cabalgando en dirección al graznido del arrendajo
y el otro adentrándose más en el bosque.
—El resto voy a ahorrártelo —dijo Keu—. Ya sabes cómo van estas cosas. Poco
después volvieron a reunirse, y entonces, por supuesto, estaban ya alarmados.
Gritaron un poco más, los mozos les oyeron y se les unieron en la búsqueda. Al cabo
de un rato volvieron a oír la yegua. Andaba pesadamente, según dijeron y relinchaba.
Picaron espuelas y fueron en su busca.
—¿Sí?
Coloqué el brazo herido en el nuevo cabestrillo que acababa de preparar, y me dio
las gracias.

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—Eso está mejor. Te lo agradezco mucho. Bueno, encontraron a la yegua tres
millas más allá, coja y arrastrando una rienda rota, pero sin rastro de la reina.
Enviaron a las mujeres de vuelta con uno de los mozos, y continuaron buscando.
Beduier y yo salimos con unas cuadrillas y por todo el resto del día estuvimos
rastreando el bosque tanto como pudimos, pero sin resultado. —Levantó la mano
sana—. Ya sabes cómo es esta comarca: donde no hay una maraña de árboles y
maleza que detendría un dragón de aliento abrasador hay una ciénaga en la que un
caballo o un hombre se hundiría hasta más arriba de la cabeza. Incluso dentro del
bosque hay zanjas tan profundas como la altura de un hombre, y demasiado anchas
para que puedan cruzarse saltando. Ahí es donde sufrí el accidente. Unas ramas de
abeto secas estaban esparcidas por encima de un agujero exactamente como una
trampa para lobos. Suerte tengo de haberme librado tan sólo con esto. Mi caballo se
clavó una púa en el vientre, pobre animal. Dudo de que vuelva a ponerse bien en
mucho tiempo.
—Y la yegua —quise saber—. ¿Se había caído? ¿Estaba embarrada?
—Hasta los ojos, pero esto no quiere decir nada. Tuvo que estar galopando por la
zona pantanosa y llena de lodo alrededor de una hora. Sin embargo, la sudadera
estaba desgarrada. Pienso que la reina tuvo que caerse; por otra parte, no me la
imagino cayendo…, a menos que la golpeara una rama. Créeme, habremos buscado
en cada tojo, en cada zanja del bosque. Estará desmayada en alguna parte… si no se
trata de algo peor. Dios, si ella tenía que hacer una cosa semejante, ¿por qué no pudo
esperar a que el rey estuviera en casa?
—Le habréis informado, por supuesto…
—Beduier le envió un jinete antes de que saliéramos de Camelot. En este
momento hay más hombres por allí. Está oscureciendo demasiado para encontrarla,
pero si ha estado tendida sin sentido y vuelve en sí, tal vez oigan sus llamadas. ¿Qué
otra cosa podemos hacer? Ahora Beduier ha bajado a unos hombres allí con redes
barrederas para rastrear el fondo. Algunos de estos pozos son profundos, y en este río
hay corrientes hacia el oeste… —En este punto lo dejó. Sus ojos azules un tanto
estúpidos me miraron fijamente, como si me estuviera pidiendo un milagro—.
Después de sufrir la caída me hizo volver para avisarte. Merlín, ¿vendrás ahora
conmigo para indicarnos dónde tenemos que buscar a la reina?
Bajé la vista hacia mis manos y luego hacia el fuego, que ahora languidecía en
pequeñas llamas que daban lametazos en torno a un leño grisáceo. Desde lo de Badon
no había puesto a prueba mis poderes. Y antes de aquello, ¿cuánto tiempo dejé pasar
hasta que me atreví a convocar el menor de ellos? Ni llamas ni sueños, ni siquiera la
luz trémula de la Visión en el cristal o en las gotas de agua. No quería yo importunar
a Dios por el menor soplo del poderoso viento. Si llegaba hasta mí, llegaba. A él le
correspondía elegir el momento, y a mí, acomodarme a él.

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—¿O igual me lo vas a decir ahora? —La voz de Keu se quebró, implorante.
«Hubo un tiempo —pensé— en que no habría tenido más que mirar hacia el
fuego, como ahora, y levantar una mano, como ahora…».
Las llamitas se alzaron y saltaron hasta el palmo y medio de altura, envolviendo
el leño gris con encendidas estolas de luz y desprendiendo un calor que abrasaba la
piel. Saltaron chispas ardientes, con la antigua bienvenida y el avivado dolor. La luz,
el fuego, el mundo vivo entero fluía de abajo arriba, brillante y oscuro, llama y humo
y trémula visión, arrastrándome con todo ello.
Un ruido de Keu hizo volver por un instante mi atención hacia él.
Estaba de pie, apartado de las llamaradas. A través de la rojiza luz derramada
sobre él advertí que se había puesto pálido. Tenía el rostro cubierto de sudor. Con voz
ronca, murmuró:
—Merlín…
Estaba empezando a desvanecerse, ahogado entre las llamas y la oscuridad. Me oí
a mí mismo diciéndole:
—Vete. Prepárame el caballo y espérame.
No le oí salir. Me encontraba ya muy lejos de la habitación iluminada por el
fuego, renacido en el frío y ardiente río que en la oscuridad me llevaba, ligero como
una hoja arrastrada por el viento, hasta las puertas del Otro Mundo.

Las cuevas seguían y seguían sin fin, con sus techos perdidos en la oscuridad y
sus paredes iluminadas con una extraña y difusa luz que parecía tamizada por agua y
subrayada cada protuberancia y cada pliegue en la roca.
De las arcadas de piedras pendían estalactitas, como musgo de antiguos árboles, y
unas columnas de roca se alzaban desde el suelo de piedra para unirse a ellas. Por
todas partes caía agua, con su resonante eco, y la luz, propagándose en ondas,
reflejaba el conjunto.
Luego, distante y pequeña, apareció una luz: la forma de una entrada flanqueada
por columnas, convencional y elegante. Tras ella, algo —alguien— se movía. En el
momento en que quise ir hacia allá y ver, me encontré en el lugar sin esfuerzo, como
una hoja al viento, un fantasma en una noche de tormenta.
La puerta era la entrada a un gran salón iluminado como para una fiesta. Aquello
que había visto moverse, fuera lo que fuese, ya no estaba allí; apenas había nada más
que enormes espacios de brillante luz, el pavimento de color de una estancia real,
columnas doradas, antorchas sustentadas por pedestales en forma de dragones de oro.
Vi asientos dorados, alineados en torno a las relucientes paredes, y mesas argentadas.
En una de ellas había un tablero de ajedrez de plata mate y pulida, con piezas de plata
dorada dispuestas como si se hubiera interrumpido una partida a la mitad.
En el centro del vasto suelo había una enorme silla de marfil. Enfrente, otro

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tablero de ajedrez, de oro, y sobre él una docena de piezas, también de oro, y una
medio terminada junto a una varilla de oro y una lima con las que alguien había
estado trabajando para tallarla.
Supe entonces que no se trataba de una verdadera visión sino de un sueño sobre la
legendaria sala de Llud-Nuatha, rey del Otro Mundo. Hasta este palacio habían
acudido todos los héroes de los cantos y de las leyendas. Aquí había estado
depositada la espada, y aquí un día se podría contemplar el grial y la lanza, y podrían
recogerse. Aquí Macsen había visto en sueños a su princesa, la muchacha con la que
se había casado en el mundo de arriba y en la que engendró el linaje de gobernantes
cuyo último vástago era Arturo…
Se desvaneció al igual que un sueño por la mañana. Pero las grandes cuevas
todavía seguían allí, y en ellas ahora un trono y, sentado en él, un rey de piel oscura, y
a su lado una reina, visible a medias entre las sombras. En algún lugar estaba
cantando un zorzal; vi que ella volvía la cabeza y la oí suspirar.
Entonces a través de todo esto supe que yo, Merlín, en esta ocasión no quería ver
la verdad. Y quizá porque por debajo del nivel de pensamiento consciente ya lo sabía,
me había construido para mí mismo el palacio de Llud, la sala de Dis[1] y su
prisionera Perséfone. Tras ellos dos se escondía la verdad y, como yo era el servidor
del dios y de Arturo, tenía que encontrarla. Volví a mirar.
El sonido del agua y el canto de un zorzal. Una habitación indefinida, pero no
distinguida, ni amueblada con plata y oro; una habitación con cortinas, bien
iluminada, en la que un hombre y una mujer, sentados frente una mesilla adornada
con taraceas, jugaban al ajedrez. Ella parecía estar ganando.
Vi que él fruncía el entrecejo y que sus hombros adoptaban una postura tensa al
encorvarse por encima del tablero para considerar su movimiento. Ella estaba riendo.
Él levantó la mano, vacilante, pero la volvió a retirar y permaneció un rato sentado,
casi sin moverse. Ella dijo algo y él lanzó una ojeada a un lado y luego se volvió para
ajustar la mecha de una de las lámparas que tenía cerca. Mientras apartaba la vista del
tablero, la mano de ella se deslizó con disimulo y movió una pieza, tan limpiamente
como lo haría un ladrón en la plaza del mercado. Cuando él volvió a mirar, la mujer
estaba sentada, muy seria, con las manos en el regazo. El hombre miró, clavó la vista
sorprendido, se echó a reír y movió una pieza: se comió la reina con el caballo. Ella
pareció asombrada y levantó las manos, hermosa como un cuadro, y a continuación
empezó a colocar de nuevo las piezas. Pero él, repentinamente impaciente, se levantó
de un salto y a través del tablero le alcanzó las manos, las tomó entre las suyas y la
atrajo hacia sí. El tablero se cayó entre ellos y las piezas se esparcieron por el suelo.
Vi que la reina blanca rodó cerca del pie de él, y el rey de color, encima. El rey
blanco había quedado aparte, tumbado de cara hacia abajo. Él la miró, volvió a reír, y
le dijo algo al oído. La rodeó con sus brazos. El vestido de ella desparramó las piezas,

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y el pie del hombre cayó sobre el rey blanco. El marfil se rompió, haciéndose añicos.
Con esto también la visión se hizo pedazos, desgajada en sombras con jirones que
se volvían grises, retrocediendo al interior de la luz de la lámpara y al último destello
del fuego mortecino.
Me puse en pie con dificultad. Fuera los caballos pateaban, y en algún lugar del
jardín cantaba un zorzal. Cogí la capa de la percha y me envolví con ella. Salí. Keu
estaba nervioso junto a los caballos, mordiéndose las uñas. Salió corriendo a mi
encuentro.
—¿Sabes algo?
—Poco. Está viva y libre de daño.
—¡Ah! ¡Gracias sean dadas a Cristo! ¿Dónde, pues?
—Aún no lo sé, pero lo sabré. Un momento, Keu. ¿Encontrasteis el esmerejón?
—¿Qué? —preguntó sin comprender.
—El halcón de la reina. El esmerejón que ella soltó y luego siguió al interior del
bosque.
—Ni rastro. ¿Por qué? ¿Habría ayudado en algo?
—Es difícil saberlo. Sólo era una pregunta. Ahora llévame hasta Beduier.

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Capítulo III
Afortunadamente Keu no me hizo más preguntas, completamente ocupado como
estaba con su caballo mientras resbalábamos por el difícil terreno o nos aferrábamos a
él, alternativamente. Pese a la lluvia aún había suficiente luz como para ver el
camino, pero no era fácil encontrar una ruta rápida y segura a través de la región de
tierras pantanosas que era el recorrido más corto entre Applegarth y el bosque en el
que la reina había desaparecido.
Durante la última parte del camino nos guiamos por las distantes antorchas y por
las voces de los hombres, magnificadas y distorsionadas por el agua y el viento.
Encontramos a Beduier metido en el agua hasta los muslos, alejado unos tres o cuatro
pasos de la orilla en un profundo arroyo de aguas quietas bordeado de nudosos alisos
y tocones de viejos robles, algunos cortados mucho tiempo atrás para madera de
construcción y otros derribados por el tiempo y las tormentas, que retoñaban entre la
confusión de ramas rotas.
Cerca de uno de ellos estaban reunidos los hombres. Había antorchas sujetas a las
ramas muertas, y otros dos hombres, también con antorchas, se habían acercado hasta
el arroyo donde se encontraba Beduier para iluminar el trabajo de rastreo. A lo largo
de la orilla, a corta distancia del tocón de roble, había un montón de broza empapada
y escurriendo agua que destellaba a la luz de las teas. Podía adivinarse que cada vez
que las redes eran pesadamente izadas desde el fondo todos los presentes se
inclinaban tensos hacia allá, bajo la luz de las antorchas, con el temor de ver aparecer
en la red el cuerpo ahogado de la reina.
Una de esas cargas acababa de verterse en el momento en que Keu y yo nos
acercábamos, con los caballos resbalando para detenerse en el mismo borde del agua
(lo cual era de agradecer). Beduier no nos había visto. Oí su voz, ronca y fatigada,
indicando a los hombres que manejaban la red dónde tenían que hundirla la vez
siguiente. Los de la orilla le llamaron; se volvió y, tomando una antorcha de manos
del hombre que estaba a su lado, vino chapoteando hacia nosotros.
—¿Keu? —Había llegado a tal extremo de preocupación y agotamiento que ni
siquiera pudo ver que yo estaba allí—. ¿Le has encontrado? ¿Qué te ha dicho?
Espera, enseguida estoy contigo. —Se volvió para gritar por encima del hombro—:
¡Continuad! ¡Por aquí!
—No es necesario —intervine—. Detén el trabajo, Beduier. La reina está ilesa.
Se encontraba justo en la parte inferior de la orilla. Su cara levantada hacia la luz
quedó inmediatamente cubierta de tal resplandor de alivio y alegría que hubierais
jurado que las antorchas de repente ardían con mayor brillo.
—¿Merlín? ¡Gracias sean dadas a los dioses! ¿La encontraste, pues?
Alguien había retirado nuestros caballos. Ahora los hombres se amontonaban

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todos a nuestro alrededor, con sus preguntas apremiantes. Alguno le tendió una mano
a Beduier, que subió de un salto a la orilla y se quedó allí, de pie, con el agua
embarrada escurriéndosele sobre el cuerpo.
—Tuvo una visión —aclaró Keu, sin rodeos.
A sus palabras, los hombres enmudecieron, mirando de hito en hito, y las
preguntas se fueron debilitando hasta convertirse en un temeroso y turbado
murmullo. Pero Beduier preguntó, simplemente:
—¿Dónde está?
—Aún no te lo puedo decir. Lo siento. —Miré a mi alrededor. A la izquierda, el
canal lleno de barro daba un profundo giro hacia la oscuridad del bosque, pero hacia
el oeste, a la derecha, la luz del anochecer permitía ver un espacio entre los árboles
que se abría hacia un lago pantanoso—. ¿Por qué estáis rastreando precisamente
aquí? Había entendido que los soldados no sabían dónde cayó.
—Es verdad que nada vieron ni oyeron, y la reina tuvo que caerse cierto tiempo
antes de que ellos recuperaran el rastro de la yegua. Pero da toda la impresión de que
aquí ocurrió un accidente. Ahora el suelo ha sido muy pisoteado de modo que no
puedes ver gran cosa, pero aquí había señales de una caída: probablemente el caballo
se espantó y luego rompería a correr a través de esas ramas. Acerca la antorcha,
¿quieres? Aquí, Merlín, ¿lo ves? Las señales en las ramas y un trozo de tela que
seguramente es de su capa… Aquí había sangre también, manchando uno de los
tocones. Pero si dices que está ilesa…
Levantó fatigosamente la mano para apartarse el cabello de los ojos. Se dejó un
trazo de barro bajándole por la mejilla. Ni lo advirtió.
—La sangre tal vez era de la yegua —sugirió alguien detrás de mí—. Tenía
rasguños en las patas.
—Sí, eso podría ser —confirmó Beduier—. Cuando la encontramos cojeaba, y
una de las riendas estaba rota. Después, cuando descubrimos aquí estas señales en la
orilla y entre las ramas, pensé que era evidente…, me asusté al darme cuenta de lo
que había ocurrido. Pensé que la yegua había dado un respingo y se había caído,
arrojando a la reina al agua. Aquí, justo bajo la orilla, hay mucha profundidad.
Calculé que ella se habría sujetado a la rienda y habría tratado de conseguir que la
yegua la ayudara a salir, pero la rienda se rompió y la yegua habría salido desbocada.
O quizá la rienda quedó enredada en uno de los tocones y poco después la yegua
lograría soltarse y escapar a galope tendido. Pero ahora…, ¿qué sucedió?
—Eso no puedo decírtelo. Lo que en este momento importa es encontrarla, y
rápido. Para ello necesitamos la ayuda del rey Melvas. ¿Está aquí, él o alguien de los
suyos?
—Ninguno de sus hombres de armas, no. Pero nos encontramos con tres o cuatro
habitantes de los pantanos, buenos tipos, que nos enseñaron algunos pasos a través

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del bosque. —Alzó la voz, al tiempo que se daba la vuelta—: ¿Los hombres del Lago
están todavía por aquí?
Al parecer sí estaban. Se acercaron, a regañadientes y sumamente temerosos,
empujados por sus compañeros: dos hombres, más bien pequeños pero fornidos,
barbudos y desaseados, acompañados de un mozuelo imberbe, que supuse sería hijo
del más joven. Me dirigí al mayor.
—¿Sois del Lago, del País del Verano?
Afirmó con la cabeza mientras con los dedos retorcía nerviosamente un pliegue
delantero de su empapada túnica.
—Ha sido buena cosa por vuestra parte ayudar a los hombres del Gran Rey. No
perderéis nada con ello, os lo prometo. Y ahora, ¿sabes quién soy?
Otro gesto afirmativo y más retorcimiento de manos. El niño tragó saliva de
forma audible.
—Entonces no tengáis miedo, pero responded a mis preguntas si podéis. ¿Sabéis
dónde está ahora el rey Melvas?
—No exactamente, mi señor, no. —El hombre hablaba despacio, casi como suele
hacerse cuando se usa una lengua extranjera. Esos habitantes de los pantanos son
gente taciturna, y cuando hablan entre ellos de sus propios asuntos lo hacen en su
dialecto peculiar—. Pero no lo encontraréis en su palacio de la isla, que yo sepa. Le
vimos cazando, nosotros, dos días atrás. Es algo que hace de vez en cuando, él solo y
con uno o dos de sus nobles.
—¿Cazando? ¿En estos bosques?
—Mejor dicho, señor, estaba cazando patos silvestres. Justo él, y uno para remar
el bote.
—¿Y le visteis salir? ¿En qué dirección?
—Otra vez al suroeste. —Indicó con el dedo—. Más abajo, en donde la calzada
cruza por el pantano. Por allá en algunos lugares la tierra está seca y se cría gran
abundancia de ánades. Hay un refugio que tiene, uno principal más lejos, pero no
estará allí ahora. Está vacío desde el invierno pasado y no tiene criados en ese lugar.
Además, al amanecer han llegado noticias aguas arriba de que el joven rey iba de
camino para casa desde Caer-y-n’ar Von con una veintena de barcos así que los iba a
meter en la isla, tal vez con la próxima marea. ¿Y nuestro rey Melvas no tendrá que
estar allí para recibirle?
Esto era nuevo para mí y, según pude advertir, para Beduier. Es un constante
misterio cómo pueden enterarse tan rápidamente de las noticias esos habitantes de los
pantanos.
Beduier me miró:
—No había ningún faro encendido en el Tormo cuando llegó la noticia sobre la
reina. ¿Tú lo viste, Merlín?

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—No, ni ése ni ninguno. Los barcos aún no pueden haber sido avistados.
Tenemos que irnos ahora, Beduier. Vamos hacia el Tormo.
—¿Piensas hablar con Melvas incluso antes de buscar a la reina?
—Sí. ¿Querrías dar las órdenes? ¿Y preocuparte de que estos hombres sean
recompensados por su ayuda?
En el revuelo que siguió, cogí del brazo a Beduier e hice que se quedara a mi
lado:
—No puedo contártelo ahora, Beduier. Éste es un asunto importante y peligroso.
Tú y yo tenemos que ir solos en busca de la reina. ¿Puedes arreglártelas para que sea
así sin que te hagan preguntas?
Frunció el entrecejo al observar mi expresión, pero respondió inmediatamente:
—Desde luego. Pero ¿y Keu? ¿Lo aceptará?
—Está herido. Además, si Arturo está por llegar, Keu debe regresar a Camelot.
—Es verdad. Y los demás pueden cabalgar hacia la isla, esperando la marea.
Pronto habrá oscurecido lo suficiente como para que podamos escabullimos. —Las
tensiones del día hicieron mella repentinamente en su voz—: ¿Vas a contarme qué
hay de todo esto?
—Te lo explicaré por el camino. Pero no quiero que nadie más lo oiga, ni siquiera
Keu.
Pocos minutos más tarde estábamos en marcha. Yo cabalgaba entre Keu y
Beduier, mientras el resto del grupo trapaleaba detrás de nosotros. Iban entretenidos
hablando entre ellos, al parecer completamente alentados por mis palabras de que
todo iba bien. Yo mismo, aunque continuaba sabiendo tan sólo lo que el sueño me
permitía conocer, me sentía curiosamente ligero y tranquilo, cabalgando al paso
apresurado que marcaba Beduier a través del suelo traicionero, sin pensarlo ni
preocuparme y sin siquiera prestar atención a la silla o a la brida. No era una
sensación nueva, pero hacía muchos años que no la había experimentado: la voluntad
del dios marcando una dirección ante mí, y yo mismo acompañándola, como una
chispa saltando entre las últimas estrellas. Desconocía qué nos aguardaba más
adelante en aquel húmedo anochecer, excepto que la reina y su aventura no eran sino
una mínima parte del destino de la noche, apartadas ya las sombras por aquel gran
oleaje progresivo de poder.
Mi recuerdo de aquella cabalgada es ahora una total confusión. El grupo de Keu
nos dejó y poco después encontramos unas embarcaciones; Beduier embarcó a la
mitad de la partida por el camino más corto a través del lago. Dividió el resto, unos
por el camino de la orilla y otros por la calzada que llevaba directamente al muelle.
Había dejado de llover y ahora, con la llegada de la noche, la niebla se extendía por
todas partes; arriba el cielo se estaba llenando de estrellas, como una red con
centelleantes peces de plata. Se encendieron más antorchas, y las planas balsas,

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completamente llenas de hombres y caballos, fueron lentamente impelidas con una
pértiga a través de la neblinosa agua en cuyo curso reflejaba una luz semejante a
humo. Al tiempo que las tropas en la orilla, una vez dominados y reorganizados los
caballos, se abrían paso entre la densa niebla, vimos el parpadeo de una antorcha
distante subiendo por el Tormo. Las naves de Arturo habían sido avistadas.
Fue fácil entonces para Beduier y para mí escabullimos sin que nadie lo
advirtiera. Nuestros caballos dejaron el piso firme para hundirse con un pesado medio
galope a través de una legua de prado húmedo y alcanzaron rápidamente la carretera
que llevaba al suroeste.
Pronto las luces y sonidos de la isla se apagaron y alejaron a nuestras espaldas. La
niebla formaba volutas desde el agua, a ambos lados. Las estrellas nos mostraban el
camino, aunque débilmente, como lámparas a lo largo de una ruta para fantasmas.
Los caballos acompasaron el ritmo de su marcha; poco después la senda se ensanchó
y pudimos cabalgar uno al costado del otro.
—El refugio del suroeste. —La voz le brotó jadeante—. ¿Es ahí adonde vamos?
—Eso espero. ¿Lo conoces?
—Puedo encontrarlo. ¿Por esto necesitabas la ayuda de Melvas? Seguramente
cuando se entere del accidente de la reina permitirá que nuestras tropas recorran estas
tierras de un extremo a otro para buscarla. Y si él no está ahora en el refugio…
—Esperemos que no esté.
—¿Es un acertijo? —Por vez primera desde que le conocí el tono de su voz era
poco cortés—. Dijiste que me lo explicarías. Dijiste que sabías dónde estaba la reina,
y ahora estás buscando a Melvas. Bueno, y entonces…
—Beduier, ¿es que no lo has entendido? Creo que Ginebra está en el refugio.
Melvas se la llevó.
El silencio que siguió a mis palabras fue más tempestuoso que ninguna blasfemia.
Cuando habló apenas pude oírle:
—No tengo que preguntarte si estás seguro. Siempre lo estás. Y si has tenido una
visión, no me queda más que aceptarlo. Pero dime: ¿Cómo? ¿Y por qué?
—El porqué es obvio. El cómo todavía no lo sé. Sospecho que lo ha estado
planeando durante algún tiempo. El hábito de la reina de salir a cabalgar es conocido,
y a menudo va hasta el bosque que bordea el pantano. Si se lo encontró allí mientras
cabalgaba al frente de sus acompañantes, ¿qué más natural que detuviera su yegua y
hablara con él? Esto explicaría el silencio cuando al principio los soldados trataban de
encontrarla.
—Sí… Y si él agarró las riendas y trató de asirla, y ella espoleó la yegua… Esto
explicaría la rienda rota y las huellas que encontramos en la orilla. ¡Por todos los
dioses, Merlín! ¡De lo que estás hablando es de un rapto…! ¿Y decías que lo habrá
estado planeando durante tiempo?

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—Sólo son conjeturas —aclaré—. Parece como si hubiera tenido varios intentos
fallidos antes de que se le presentara la oportunidad: la reina sin su guardia personal,
y el bote cerca y a punto.
No seguí más allá con mis propias reflexiones. Estaba recordando la habitación
iluminada, tan cuidadosamente preparada para ella; el juego de ajedrez; la
compostura de disimulada coquetería de la reina, su aspecto risueño. Estaba
pensando, también, en las largas horas de luz diurna y de oscuridad nocturna que
habían pasado desde que desapareció.
Obviamente, lo mismo se le ocurrió a Beduier:
—¡Tiene qué estar loco! ¿Un reyezuelo como Melvas arriesgándose a la cólera de
Arturo? ¿No está en sus cabales?
—Ya puedes decirlo —respondí con ironía—. No es la primera vez que ocurre,
habiendo mujeres de por medio.
Otro silencio, roto al fin por un gesto apenas visible y un cambio en el paso de su
caballo:
—Despacio ahora. Enseguida dejaremos la calzada.
Obedecí. Nuestros caballos moderaron su marcha al trote, luego al paso, mientras
nosotros buscábamos cuidadosamente a nuestro alrededor a través de la niebla.
Entonces lo descubrimos: un sendero que al parecer llevaba directamente al pantano.
—¿Es éste?
—Sí. Es un mal camino. Puede que sea preciso hacer nadar a los caballos. —Vi
que me echaba una ojeada—. ¿Estarás en condiciones?
La memoria tiró de mí: Beduier y Arturo en el Bosque Salvaje apostando
peligrosamente a ver cuál de ellos corría más, como hacen los muchachos, pero sin
dejar de preocuparse nunca por mí, el pobre jinete que pacientemente iba
siguiéndoles los pasos.
—Puedo arreglármelas.
—Entonces, bajemos por aquí.
Su caballo se sumergió en la estrecha franja de barro movedizo entre los juncos y
luego se metió en el agua deslizándose igual que un bote; el mío le siguió y ambos
avanzamos por las quietas aguas, mojados hasta los muslos. Era una marcha extraña,
porque la niebla ocultaba el agua; ocultaba incluso las cabezas de los caballos. Me
preguntaba cómo podía Beduier distinguir el camino; en aquel momento, bastante
más allá de los reflejos del agua, los bancos de niebla y los negros bultos de árboles y
arbustos, entreví por un instante el minúsculo destello de luz que delata la presencia
de una vivienda. Veía cómo se aproximaba palmo a palmo, mientras mi pensamiento
recorría apresuradamente este u otro camino, estudiando las posibilidades de lo que
convenía hacer. Arturo, Beduier, Melvas, Ginebra… Y todo el tiempo, como el
profundo murmullo que crea el arpa bajo un intrincado tejido musical, estaba aquella

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otra presión de un poder que me guiaba… ¿hacia qué?
Los caballos salieron fuera del agua con esfuerzo y permanecieron resoplando y
chorreantes en la parte seca de una exigua elevación del terreno, que se extendía hasta
unos cincuenta pasos más adelante; después, tras unos veinte pasos más, estaba la
casa, al otro lado de un nuevo canal de agua. No había puente.
—Y tampoco embarcación. —Le oí maldecir en voz baja—. Ahí es donde nos
toca a nosotros nadar.
—Beduier, tendré que dejar que este último trozo lo hagas tú solo. Pero…
—¡Sí, por Dios! —Se oyó el susurro de la espada, suelta en la vaina.
Extendí rápidamente una mano y le agarré la brida del caballo por encima del
bocado:
—… pero harás exactamente lo que yo te diga —terminé.
Hubo un silencio. Y luego su voz, suave pero resuelta:
—Tengo que matarle, por supuesto.
—No harás tal cosa. Debes salvar el nombre del Gran Rey y el de ella. Éste es
asunto de Arturo, no tuyo. Deja que él lo maneje.
Otro silencio, esta vez más largo.
—Muy bien. Seguiré tus instrucciones.
—Perfecto. —Sin hacer ruido coloqué mi caballo al amparo de un grupo de
alisos. El suyo forzosamente me siguió, pues aún le tenía sujeto por el bocado—.
Ahora espera. Mira allá lejos.
Con el dedo señalé hacia el noreste, en dirección a donde habíamos venido. En la
lejanía nocturna y a través del llano pantanal se divisaba un grupo de luces,
destacadas igual que estrellas: el baluarte de Melvas, iluminado para una bienvenida.
A menos que el propio rey estuviera allí, de vuelta a casa tras una cacería, aquello
sólo podía significar una cosa: Arturo había regresado.
En aquel momento, con un ruido tan aumentado por el agua que nos sobresaltó,
nos llegó el chasquido y el chirrido de una puerta que se abría muy cerca, y el
murmullo suave de un bote deslizándose por el canal. Los sonidos procedían de
detrás de la casa, en donde algo que nosotros no podíamos ver llegaba hasta el agua y
se alejaba entre la niebla. Una voz de hombre dijo algo, en tono muy bajo.
Beduier se movió bruscamente, y su caballo levantó la cabeza sacudiendo la
mano con que yo le restringía el movimiento.
—Melvas. Ha visto las luces. Maldita sea, Merlín, se la está llevando…
—No. Espera. Escucha.
Aún se veía luz en la casa. Una voz de mujer había lanzado una llamada. En el
grito había una especie de súplica, pero si era de miedo, anhelo o pesar por haberse
quedado sola, era algo imposible de decir. El ruido de la barca se fue apagando. La
puerta de la casa se cerró.

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Yo seguía manteniendo sujeta la brida del caballo de Beduier.
—Ahora cruza el agua, recoge a la reina y la llevaremos a casa.

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Capítulo IV
Casi antes de que yo acabara de hablar, Beduier había saltado del caballo y, tras
cruzar su pesada capa sobre la montura, estaba ya en el agua, nadando como una
nutria hacia el talud cubierto de hierba, ante la puerta de la casa. Llegó hasta allá y
empezó a darse impulso para salir del agua. Le vi detenerse y oí un gruñido de dolor,
un grito sofocado, un juramento.
—¿Qué sucede?
No respondió. Apoyó una rodilla en el borde del terraplén y fue saliendo
despacio, con ayuda de las ramas colgantes de un sauce, hasta ponerse en pie. Se
detuvo un instante para sacudirse el agua de los hombros y luego caminó por la
resbaladiza pendiente hasta la puerta. Se movía despacio, como con dificultad. Me
pareció que cojeaba. Mientras andaba para allá, la espada rechinaba al rozar con la
vaina.
Golpeó la puerta con el puño. El ruido resonó, como si la casa estuviera vacía. No
hubo ningún movimiento. Ninguna respuesta. («Excesivo —pensé con acritud— para
la dama que espera que acudan a rescatarla»).
Beduier golpeó otra vez.
—¡Melvas! ¡Abre a Beduier de Benoic! ¡Abre en nombre del rey!
Hubo una larga pausa. Podía pensarse que en la casa había alguien, que aguardaba
conteniendo el aliento y con el corazón desbocado. Luego la puerta se abrió.
Se abrió, no con un golpe de desafío o de bravura sino lentamente, tan sólo una
rendija que dejó ver la mínima luz de una bujía y la sombra de alguien que se
asomaba apenas. Una figura delicada, ágil y erguida, con el cabello suelto ondeando
y una larga túnica de fina tela y brillo cremoso.
—¿Señora? ¡Mi señora! ¿Estáis bien? —A Beduier la voz le salió estrangulada.
—Príncipe Beduier. —La de ella era jadeante, pero baja y aparentemente
sosegada—. Gracias a Dios por vuestra llegada. Cuando os oí llegar me asusté… Pero
después, cuando supe que erais vos… ¿Cómo llegasteis hasta aquí? ¿Cómo me
encontrasteis?
—Merlín me guió.
Desde donde estaba yo sujetando los caballos oí claramente su rápida toma de
aliento. La bujía iluminaba la pálida figura de su cara cuando volvió bruscamente la
cabeza y me vio al otro lado del agua.
—¿Merlín? —Luego su voz volvió a ser suave y serena—. En este caso, doy
gracias nuevamente a Dios por su arte. Llegue a pensar que nadie acudiría jamás a
este lugar.
«Eso sí que me lo creo», pensé. Y luego pregunté en voz alta:
—¿Podéis preparaos, mi señora? Hemos venido para devolveros al lado del rey.

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No me respondió, sino que se volvió para entrar, luego se detuvo brevemente y le
dijo algo a Beduier, demasiado bajo para que yo alcanzara a oírlo. Él respondió y la
reina abrió del todo la puerta y le hizo señas para que la siguiera. Beduier entró,
dejando la puerta abierta. Dentro de la habitación se veían los rítmicos flujos y
reflujos de luz que revelaban la presencia de un fuego. La habitación estaba
suavemente iluminada por una lámpara, y a través de la puerta y la ventana pude
vislumbrar que estaba amueblada más suntuosamente que ningún desatendido refugio
de caza que yo hubiera visto nunca, con escabeles dorados y cojines escarlata y, más
allá de otra puerta entreabierta, la esquina de un lecho o un sofá, con un cobertor
tirado entre un revoltijo de ropa de cama. Era evidente que Melvas le había preparado
bien el nido. Mi visión de un hogar encendido, una mesa para cenar y un amistoso
juego de ajedrez había sido bastante exacta. Las palabras de lo que habría que
contarle a Arturo se agitaban, se aceleraban y se reordenaban en mi cerebro. La
niebla ascendía como humo alrededor de la casa, igual que fantasmas blancos,
sombras blancas…
Beduier salió de la casa. La espada estaba nuevamente envainada; en una mano
llevaba una lámpara y con la otra sostenía una pértiga como las que llevan los
habitantes de los pantanos para empujar sus embarcaciones de fondo plano entre los
juncos. Se aproximó al borde del agua moviéndose con precaución.
—¿Merlín?
—¿Sí? ¿Quieres que cruce haciendo nadar a los caballos?
—¡No! —respondió tajantemente—. Hay cuchillos dispuestos bajo el agua. Había
olvidado esta vieja trampa y me fui directo a meter una rodilla entre ellos.
—Me di cuenta de que cojeabas. ¿Estás malherido?
—No. Sólo son heridas superficiales. Mi señora me las ha vendado.
—Entonces, razón de más para que no puedas volver nadando. ¿Cómo sugieres
traerla a ella hacia aquí? Debe haber algún lugar por donde yo pueda hacer llegar a
los caballos a ese lado sin peligro. Pregúntale a ella.
—Ya lo he hecho. No lo sabe. Y no hay ninguna barca.
—¿De veras? —le dije—. ¿No tiene Melvas por aquí ningún artefacto que pueda
flotar?
—Es lo que estaba pensando. Seguro que habrá algo que nos sirva; y cuanto más
valioso, mejor.
Una nota de diversión animó su voz severa, pero ninguno de los dos tenía ganas
de comentar la situación a través de treinta palmos de un agua cargada de ecos y al
alcance del oído de la propia Ginebra.
—Se está vistiendo —me aclaró brevemente, como respondiendo a mi
pensamiento. Bajó la lámpara hasta el borde del agua. Esperamos.
—¿Príncipe Beduier?

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La puerta se abrió de nuevo. Ella iba en traje de montar y se había sujetado el
pelo. Llevaba la capa doblada en el brazo.
Beduier subió cojeando por el terraplén. Le sostuvo la capa y Ginebra se arrebujó
en ella y alzó la capucha para cubrirse el brillante cabello. Él le dijo algo y a
continuación desapareció en el interior de la casa para reaparecer al cabo de un
instante acarreando una mesa.
Supongo que si alguien hubiera estado de humor para apreciarlo habría
encontrado los minutos que siguieron muy abundantes en comicidad, pues tal
resultaban: la reina Ginebra a una orilla del agua y yo en la otra, de pie y en silencio,
observando a Beduier mientras improvisaba su absurda almadía y después arrojaba
dentro de ella un par de cojines, como ocurrencia adicional, e invitaba a la reina a
embarcar.
Así lo hizo, y ambos cruzaron: un avance poco ceremonioso, con la reina
acurrucada abajo, agarrándose a una pata de mesa tallada y dorada, mientras el
príncipe de Beduier impelía erráticamente el artilugio a través del canal con ayuda de
una pértiga.
El armatoste llegó a la orilla. Atrapé una pata y la sujeté. Beduier desembarcó con
dificultad y se volvió para ayudar a la reina, quien lo hizo con bastante elegancia al
tiempo que daba sofocadamente las gracias y luego se puso a sacudir su manchada y
arrugada capa. Vi que estaba rasgada. Una cosa pálida se soltó de entre sus pliegues y
cayó a la hierba embarrada. Me detuve para cogerla. Era una pieza de ajedrez de
marfil blanco. El rey, roto.
Ella no se dio cuenta. Beduier devolvió la mesa al agua de un empujón y tomó de
mis manos la brida de su caballo. Le tendí su capa y me dirigí formalmente a la reina,
tan formalmente que mi voz sonó dura y fría:
—Me alegra veros bien y a salvo, señora. Hemos pasado un mal día, temiendo
por vos.
—Lo siento mucho. —Hablaba en tono bajo y con la cara oculta bajo la caperuza
—. Sufrí una violenta caída cuando mi yegua tropezó en el bosque. Yo…, yo apenas
recuerdo lo que pasó después, hasta que volví en mí aquí, en esta casa.
—¿Y con el rey Melvas a vuestro lado?
—Sí, sí. Me encontró tendida en el suelo y me trajo hasta aquí. Yo estaba
desmayada, supongo. No me acuerdo. Su criado me atendía.
—Hubiera hecho mejor, seguramente, si se hubiera quedado junto a vos hasta que
llegara vuestra propia gente. Os estuvieron buscando por el bosque.
Hizo un movimiento con la mano para mantener la capucha pegada al rostro.
Advertí que le temblaba.
—Sí, lo supongo. Pero este lugar quedaba cerca, justo al otro lado del agua, y
según dijo estaba asustado por mí, y además el bote parecía mejor. Yo no hubiera

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podido cabalgar.
Beduier había montado ya en su caballo. Tomé el brazo de la reina para ayudarla
a subir delante de él. Con sorpresa —ya que nada en aquella vocecilla sosegada me lo
hubiera hecho sospechar— advertí que todo su cuerpo temblaba. Abandoné mi
interrogatorio y dije tan sólo:
—Pues ahora lo haremos tranquilamente. El rey ha vuelto, ¿lo sabíais?
Noté que se estremecía como si tuviera fiebre. No dijo nada. Su cuerpo era
delgado y ligero como el de una muchacha cuando la levanté para colocarla en la
parte delantera de la silla de Beduier.
Recorrimos despacio el camino de vuelta. Cuando nos aproximábamos a la isla
pude ver que el muelle resplandecía de luces y por todas partes había hombres a
caballo.
Estábamos aún a cierta distancia cuando vimos, iluminado por sus antorchas
movedizas, a un grupo de jinetes que se separaba de la multitud y venía a galope por
la calzada. A la cabeza iba un hombre montado sobre un caballo, negro, señalando el
camino. Entonces nos vieron. Hubo unos gritos. Pronto nos alcanzaron. Al frente
ahora estaba Arturo, con su blanco semental negro de barro hasta la cruz. A su lado,
en el caballo negro, con estentóreas manifestaciones de alivio e interés por la reina,
cabalgaba Melvas, rey del País del Verano.

Regresé a casa solo. No había nada que ganar y sí demasiado que perder
confrontando a Arturo con Melvas en este momento. Hasta aquí, gracias a la rápida
ocurrencia de Melvas de dejar la casa del pantano, regresar y estar presente para dar
la bienvenida a Arturo cuando sus naves entraron en el muelle, el asunto quedaba a
salvo del escándalo y, cualesquiera que fuesen sus sentimientos privados cuando
descubriera o adivinara la verdad, Arturo no se vería forzado a una precipitada pelea
pública con un aliado. Por el momento era mejor dejarlo. Melvas les acogería en su
palacio iluminado, les ofrecería comida y vino, y quizás alojamiento para la noche, y
a la mañana siguiente Ginebra le habría contado a su marido su historia, alguna
historia. Yo no podía empezar a hacer conjeturas sobre cuál sería esta historia. Había
algunos elementos que ella tendría dificultades para justificar: la habitación tan
cuidadosamente dispuesta para ella; el vestido suelto que llevaba puesto; el lecho
revuelto; sus mentiras a Beduier y a mí mismo acerca de Melvas. Y por encima de
todo ello, la pieza de ajedrez rota y, por ella, la evidencia de que se trataba de un
sueño verdadero.
Pero todo esto tendría que esperar, por lo menos, hasta que estuviéramos fuera de
las tierras de Melvas y ya no rodeados por sus hombres de armas. Por lo que se
refiere a Beduier, no había dicho nada; en el futuro, pensara lo que pensase, su amor
por Arturo le mantendría la boca cerrada.

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¿Y yo? Arturo era el Gran Rey y yo su principal consejero. Le debía la verdad.
Pero aquella noche no estaría allí para afrontar sus preguntas y quizá buscar evasivas
o esquivarlas con mentiras. Mientras mi cansado caballo caminaba penosamente
bordeando la orilla del Lago pensé fatigado que más adelante vería más claro qué
debía hacer.

Volví a casa dando un largo rodeo, sin molestar al barquero. Incluso aunque se
hubiera prestado a transportarme tan tarde, no me sentía con fuerzas para soportar su
charla o la de las tropas que pudieran estar haciendo el camino de vuelta. Quería el
silencio y la noche y los blandos velos de la niebla.
El caballo, olfateando vuelta a casa y cena, aguzó el oído y apretó el paso. Pronto
dejamos atrás los ruidos y las luces de la isla; el propio Tormo no era más que una
negra forma en la noche, con estrellas tras el lomo.
Suspendidos en la niebla aparecieron unos árboles; bajo ellos el agua del Lago
lamía los lisos guijarros. El olor a agua, a juncos y a barro removido, los lentos e
uniformes golpes de los cascos, el murmullo del Lago y, a través de todo ello, casi
imperceptible e infinitamente distante pero hormigueando como si fuera sal en la
lengua, el hálito de la marea en el mar cambiando su reflujo aquí, en su
languideciente límite.
Un pájaro gritó con voz ronca, chapoteando en alguna parte, invisible. El caballo
sacudió el empapado cuello y siguió andando pesadamente.
El aire silencioso e inmóvil, y la calma de la soledad. Ambos tendían un velo, tan
palpable como la niebla, entre las tensiones del día y la tranquilidad de la noche. La
mano del dios se había retirado. Ninguna visión se imprimía en la oscuridad. No
quería pensar en el mañana ni en la parte que en él me correspondería. Había sido
guiado por un sueño profético para impedir un rapto, pero qué «elevados asuntos»
anunciaban la súbita renovación en mí del poder del dios era algo que no podía
explicar y estaba demasiado fatigado para tratar de adivinarlo. Chasqué la lengua para
animar al caballo, y apresuró el paso. La silueta de la luna, por encima de las copas
de unos olmos, alumbraba una noche negra y plata. Al cabo de una media milla
escasa íbamos a dejar la orilla del Lago y acabaríamos el camino hasta casa por la
carretera de grava.
El caballo se detuvo tan repentinamente que me vi arrojado contra su cuello. Si el
animal no hubiera estado tan agotado habría dado un respingo y quizá me hubiera
hecho caer al suelo. De la manera en que se plantó, con las patas delanteras clavadas
ante él con rigidez, me sacudió hasta los huesos.
En aquel tramo el camino discurría por la parte alta de un talud que bordeaba el
Lago: una mera pendiente, la mitad de la altura de un hombre, que bajaba hasta la
misma superficie del agua. Había una niebla espesa, pero un movimiento del aire —

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tal vez provocado por la propia marea— la agitaba ligeramente, la arremolinaba y la
levantaba formando pequeñas cumbres, igual que nata en un cubo, o la derramaba
como agua, espesa y lenta.
Entonces oí un débil chapoteo y descubrí lo que mi caballo había visto: una barca,
impulsada con una pértiga paralelamente a un caminito de la orilla; en ella había
alguien, balanceándose tan delicadamente como un pájaro en una oscilante ramita.
Sólo tuve un vislumbre, confuso y semejante a una sombra, de alguien aparentemente
joven y delicado, vestido con una especie de capa que pendía hasta la bancada y
pasaba luego por encima del borde de la barca para arrastrarse en el agua. El
muchacho se detuvo, la volvió a colocar bien y escurrió la tela. La niebla formó una
espiral, interrumpió luego el movimiento y su pálida deriva reflejó brevemente la luz
de las estrellas. Vi su rostro. Bajo mi corazón sentí un impacto sordo como el de una
flecha que alcanza su blanco.
—¡Ninian!
Se sobresaltó, se giró y detuvo con pericia la embarcación. Sus oscuros ojos
parecían enormes en su cara pálida.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Merlín. El príncipe Merlín. ¿No te acuerdas de mí? —Me detuve. La impresión
me había vuelto estúpido. Había olvidado que cuando me encontré con el orfebre y su
asistente de camino hacia Dunpeldyr yo iba disfrazado. Añadí rápidamente—: Me
conociste como Emrys, Myrddin Emrys de Dyfed. Había razones por las cuales yo no
podía viajar con mi propio nombre. ¿Recuerdas, ahora?
La barca osciló. La niebla se espesaba y la ocultó; por unos momentos
experimenté un pánico ciego. Se había ido otra vez. Entonces le vi, todavía en el
mismo lugar con la cabeza ladeada. Pensó un momento y luego habló, tomándose su
tiempo, como siempre.
—¿Merlín? ¿El encantador? ¿Sois vos?
—Sí. Disculpa si te he asustado. Me impresionó verte aquí. Pensaba que te habías
ahogado aquella vez en Puente Cor cuando fuiste a nadar al río con los otros chicos.
¿Qué sucedió?
Me pareció que dudaba.
—Soy un buen nadador, mi señor.
Había algo que no me quería revelar. No importaba. Nada importaba. Le había
encontrado. A eso era a lo que me había estado conduciendo la noche. Eso, y no el
rapto de la reina, era el «importante asunto» hacia el que me había guiado el poder.
Aquí estaba el futuro. Las estrellas brillaban y destellaban tal como brillaron y
destellaron en otra ocasión en la empuñadura de la gran espada.
Me incliné hacia él por encima del cuello del caballo y le hablé con apremio.
—Ninian, escúchame. Si no quieres responder preguntas, nada te preguntaré. De

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acuerdo, huiste de la esclavitud; eso a mí no me concierne. Puedo protegerte, no
temas. Quiero que vengas conmigo. Nada más verte la primera vez supe cómo eras:
eres como yo, y por la visión que Dios me ha dado creo que tú serás capaz de lo
mismo. Tú también lo adivinaste, ¿no es así? ¿Quieres venir conmigo y dejar que te
enseñe? No será fácil. Aún eres joven, pero yo lo era más todavía cuando me fui con
mi maestro. Sé que puedes aprenderlo todo. Confía en mí. ¿Quieres venir conmigo, a
mi servicio, y aprender de mi arte todo cuanto sea yo capaz de ofrecerte?
En esta ocasión no hubo la menor muestra de duda. Era como si la pregunta
hubiera sido formulada y respondida mucho tiempo atrás. Como tal vez había
sucedido. Algunas cosas son así de inevitables: estaba escrito en las estrellas desde el
último día del Diluvio.
—Sí —contestó—, iré. Pero déjadme un poco de tiempo. Tengo algunas cosas
que… que arreglar.
Me enderecé. Me dolía el costillar de tan profundamente como aspiraba.
—¿Sabes dónde vivo?
—Todo el mundo lo sabe.
—Entonces ven en cuanto puedas. Serás muy bien recibido. —Y añadí en voz
baja, más para mí que para él—: Por el mismo Dios, serás muy bien recibido.
No hubo respuesta. Cuando volví a mirar, no había más que la blanca niebla
iluminada por las estrellas, amarga blancura, y abajo las aguas del lago lamiendo la
orilla.

Incluso así, el darme cuenta de la simple verdad me llevó todo el tiempo que tardé
en llegar a casa.
Desde que me encontré con el muchacho Ninian y suspiré por él como el único
ser humano entre todos los que había conocido que hubiera podido ir conmigo a
dondequiera que yo fuese, habían transcurrido bastantes años. ¿Cuántos? ¿Nueve,
diez? Y él entonces debía de tener unos dieciséis. Entre un chico de dieciséis y un
hombre entre los veinte y los treinta hay un mundo de cambios y de desarrollo: el
joven que acababa de reconocer con semejante conmoción de alegría, el rostro que
tantas veces había recordado con pena, no podía ser aún el del mismo muchacho,
incluso aunque hubiera escapado del río tantos años atrás y todavía estuviera vivo.
Aquella noche, mientras permanecía acostado en la cama, insomne,
contemplando las estrellas a través de las negras ramas del peral tal como hacía
cuando era niño, volví a rememorar la escena: la niebla, la fantasmal niebla; arriba, la
luz de las estrellas; la voz, llegando como un eco desde las escondidas aguas; el
rostro tan bien recordado, soñado a lo largo de aquellos diez años; todo esto,
combinándose de repente para despertar una olvidada y fútil esperanza, me había
engañado.

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Y entonces supe, con lágrimas en los ojos, que el joven Ninian estaba
verdaderamente muerto, y que aquel encuentro en la fantasmal oscuridad no había
sido más que una burla para mi fatiga mediante una ensoñación desconcertante y
cruel.

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Capítulo V
Por supuesto, no vino. Mi próximo visitante fue un correo de Arturo instándome a
que fuera a Camelot.
Cuatro días habían pasado. Yo medio esperaba que me reclamaría antes, pero al
no recibir noticias deduje que Arturo aún no había decidido qué iba a hacer, o que
estaba resuelto a echar tierra sobre el asunto y no forzaría una discusión pública ni
siquiera en el Consejo.
Normalmente circulaba entre nosotros un correo tres o cuatro veces por semana, y
hacía tiempo que habíamos adquirido la costumbre de que cualquier mensajero con
algún encargo que le llevara por delante de mi casa llamaba a Applegarth para ver si
había alguna carta preparada o para responder a mis preguntas. Así es como me iba
manteniendo informado.
Con incredulidad oí que Ginebra estaba aún en Ynys Witrin, donde se le habían
reunido algunas de sus damas como huéspedes de la anciana reina. También Beduier
continuaba alojado en el palacio de Melvas: los cuchillos estaban oxidados y dos de
las heridas se habían inflamado; a ello había que añadir un resfriado que había cogido
a causa de la humedad y la intemperie, y ahora se encontraba enfermo y con fiebre.
Algunos de sus propios hombres estaban allí con él, invitados a la residencia de
Melvas. Según decía mi informante, la reina Ginebra en persona le visitaba
diariamente e insistía en ayudar a cuidarle.
Por mi cuenta obtuve otra pequeña información: el esmerejón de la reina fue
hallado muerto, colgando en lo alto de un árbol por las correas de las patas, cerca del
lugar en donde Beduier había rastreado el canal.
Al quinto día llegó la convocatoria, una carta que me requería para conferenciar
con el Gran Rey acerca de la nueva sala del consejo, que se había terminado mientras
él estaba en Gwynedd.
Ensillé el caballo y partí inmediatamente para Camelot.
Arturo me estaba esperando en la terraza, de palacio que daba a poniente. Era un
amplio paseo enlosado, con arriates dispuestos regularmente en los que florecían
rosas de la reina, así como pensamientos y otras hermosas flores de verano. Ahora, en
la fría tarde de primavera, el único color que se percibía era el de los narcisos, y las
pálidas y colgantes flores de las campanillas de invierno.
Arturo estaba junto al pretil de la terraza mirando hacia la lejana y
resplandeciente línea que trazaba el borde del mar abierto. No se volvió para
saludarme, sino que aguardó hasta que estuve a su lado. Entonces echó una ojeada
para asegurarse de que el criado que me acompañaba se había ido y dijo sin rodeos:
—Habrás adivinado que el tema no tiene nada que ver con la sala del consejo. Era
una excusa para guardar el secreto. Quería hablarte en privado.

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—¿Melvas?
—Por supuesto. —Giró sobre sus talones y apoyó la espalda semiinclinada contra
el parapeto. Me miraba frunciendo el entrecejo—. Tú estabas con Beduier cuando
encontró a la reina y cuando la trajo de vuelta a Ynys Witrin. Te vi allí, pero cuando
volví para buscarte te habías ido. Además, me dijeron que fuiste tú quien indicó a
Beduier dónde encontrarla. Si tú sabías algo sobre este asunto que yo desconocía,
¿por qué no esperaste y hablaste conmigo, entonces?
—Lo que yo hubiera podido decirte en aquel momento tal vez habría causado
problemas que no te convenían. Lo que se necesitaba era tiempo. Tiempo para que la
reina descansara; para que tú hablaras con ella; tiempo para aquietar los temores de
los hombres, no para inflamarlos. Que es lo que creo que has hecho. Me han
comentado que Beduier y la reina están aún en Ynys Witrin.
—Sí. Beduier está enfermo. Tuvo que ir directamente a la cama con escalofríos, y
a la mañana siguiente tenía fiebre.
—Eso he oído. La culpa es mía. Tenía que haber permanecido a su lado para
curarle esos cortes. ¿Has hablado con él?
—No. No estaba en condiciones.
—¿Y la reina?
—Está bien.
—¿Pero no lo suficiente todavía como para emprender el regreso a casa?
—No —contestó brevemente. Se dio la vuelta nuevamente y se quedó mirando el
lejano destello del mar.
—¿Debo entender que Melvas te ha dado alguna explicación? —pregunté
finalmente.
Esperaba que la pregunta provocase una reacción de algún tipo, pero tan sólo se le
veía cansado, gris en una tarde gris.
—Sí, claro. Hablé con Melvas. Me contó lo que había sucedido. Estaba cazando
patos silvestres en los pantanos en compañía de un asistente, un hombre llamado
Berin. Habían subido al bote por la parte en donde empieza el bosque, aguas arriba
del río que viste. Oyó ruido entre los árboles y luego vio que la yegua de la reina
saltaba y resbalaba en el barro de la orilla. La reina cayó despedida en medio del
agua. Ninguno de los suyos estaban allí en aquel momento para advertirlo. Los dos
hombres remaron hasta ella y la sacaron. Se hallaba inconsciente, como si en la caída
se hubiera golpeado la cabeza. Mientras andaban así ocupados oyeron que los
acompañantes de la reina pasaban a alguna distancia de allí, sin acercarse al río. —
Una pausa—. Sin duda llegado a este punto Melvas hubiera debido enviar a su
hombre tras ellos, pero él iba a pie y los otros montados, y además la reina estaba
empapada, desvanecida y muy fría, y difícilmente se la hubiera podido trasladar a
casa, a no ser en barca. De manera que Melvas hizo que su criado remara hasta el

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refugio y encendiera fuego. Allí había comida y vino. Tenía pensado ir a pasar la
noche allí, y por eso el lugar estaba en condiciones.
—Lo cual fue una suerte.
Me guardé de hablar con ironía, pero en su rápida mirada hubo un parpadeo
afilado como una daga.
—Claro, claro. Al cabo de un momento la reina empezó a recuperarse. Melvas
envió al criado con el bote hasta Ynys Witrin para buscar ayuda y mujeres que la
atendieran, así como caballos y una litera, o alguna barcaza en la que poder
trasladarla con comodidad. Pero el hombre no había llegado aún muy lejos cuando
regresó para decir que mis naves estaban a la vista y que parecía como si yo quisiera
desembarcar aprovechando la marea. Melvas consideró preferible salir
inmediatamente él mismo hacia el muelle para recibirme, como era su deber, e
informarme de que ella estaba a salvo.
—Sin llevársela consigo —dije en tono neutro.
—Sin llevársela consigo. La única embarcación de que disponía era el ligero bote
de cuero que usaba para sus incursiones de caza. No era adecuado para ella, y menos
en el estado en que se encontraba. Cuando Beduier me la trajo no hacía más que
llorar y temblar. Tuve que dejar que las mujeres la atendieran inmediatamente y la
acostaran.
Impulsivamente se separó del parapeto; se alejó media docena de pasos rápidos y
volvió. Arrancó una ramita de romero y empezó a pasársela de una mano a otra.
Desde donde yo estaba podía oler su aroma acre y picante. No dije nada. Al cabo de
un momento dejó de pasear y se detuvo, con los pies separados, observándome,
mientras seguía manoseando y estrujando el romero entre los dedos.
—De manera que ésa es la historia —concluyó.
—Ya veo. —Le miré pensativo—. Así que tú pasaste allí la noche como huésped
de Melvas, y Beduier todavía sigue, y la reina también se aloja allá…, ¿hasta cuándo?
—Mañana enviaré a buscarla.
—Y hoy enviaste a que me buscaran a mí. ¿Por qué? Parece que el asunto está
liquidado y que tus decisiones ya han sido tomadas.
—Tú deberías saber muy bien por qué te he mandado llamar. —Su voz había
adquirido súbitamente una aspereza cortante que desmentía la calma precedente—.
¿Qué es lo que sabes que «habría causado problemas» si me lo hubieras contado
aquella noche? Si tienes algo que decirme, Merlín, dímelo.
—Muy bien. Pero cuéntame primero: ¿hablaste con la reina acerca de todo esto?
Enarcó las cejas.
—¿Pues qué te crees? ¿Un hombre que ha estado casi un mes lejos de su mujer?
¿Y una mujer necesitada de consuelo?
—Pero como estaba enferma, al cuidado de las mujeres…

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—No estaba enferma. Estaba cansada, angustiada y muy asustada.
Pensé en la compostura de Ginebra, su voz tranquila, su mesurada serenidad y su
cuerpo tembloroso.
—No por mi llegada —prosiguió cortante, respondiendo a una pregunta que yo
no había formulado—. Temía a Melvas, y también te teme a ti. ¿Te sorprende? A
mucha gente le pasa. En cambio a mí no me tiene miedo. ¿Por qué habría de tenerlo?
Yo la quiero. Pero a ella le asustaba pensar que alguna lengua malvada pudiera
envenenarme con mentiras… Por esta causa, hasta que estuve con ella y escuché su
relato no se tranquilizó.
—¿Sentía miedo de Melvas? ¿Por qué? ¿Acaso su relato y el de él no coincidían?
Esta vez acusó la insinuación. Arrojó el magullado brote de romero más allá del
antepecho de la terraza.
—Merlín —dijo en tono bajo, pero firme y terminante—. Merlín, no es preciso
que me digas que Melvas me mintió y que esto fue un rapto. Si el golpe que Ginebra
recibió al caer fue tan fuerte como para dejarla desvanecida durante casi todo el resto
del día, difícilmente hubiera podido regresar a casa cabalgando con vosotros ni
encontrarse tan sana e ilesa como estaba aquella noche cuando me acosté con ella. No
había recibido el menor golpe. Lo único que tenía era miedo.
—¿Te dijo ella que el relato de Melvas era mentira?
—Sí.
Si Ginebra le había contado otra cosa, era evidente que no quedaba libre de
sospechas, pensé. Lentamente, le informé:
—Cuando habló con Beduier y conmigo, su relato coincidía con el de Melvas.
¿Ahora dices que la propia reina te refirió que se trataba de un rapto?
—Sí. —Contrajo ambas cejas a la vez—. No te crees ninguna de las dos
versiones, ¿verdad? ¿Es eso lo que intentas insinuarme? Tú piensas que… Por Dios,
Merlín, ¿se puede saber qué es lo que piensas?
—Aún no conozco lo que cuenta la reina. Explícame lo que te dijo.
Le vi tan furioso que creí que me despediría en aquel momento, allí mismo. Pero
después de una o dos vueltas a lo largo de la terraza volvió hasta donde yo aguardaba.
Su aspecto parecía el del hombre que está a punto de iniciar un combate singular.
—Muy bien. Después de todo eres mi consejero, y parece que estoy necesitado de
consejo. —Tomó aliento. El relato fue breve, sin matices expresivos—: Esto es lo que
dijo. No se cayó, ni mucho menos. Vio descender a su halcón, y que las correas se le
enredaban en un árbol. Detuvo la yegua y desmontó. Luego vio a Melvas en el bote
junto a la orilla. Le llamó para que la ayudara. Subió por el talud hasta donde ella se
encontraba, pero nada hizo para alcanzar el esmerejón. Empezó a hablarle de su amor
por ella, de cómo la había querido a partir del momento en que viajaron juntos desde
Gales. No la quiso escuchar cuando Ginebra intentó acallar sus palabras y, en el

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momento en que ella hizo ademán de volver a montar en la yegua, él la agarró y en el
forcejeo la yegua se soltó y escapó desbocada. La reina trató de llamar a gritos a su
gente, pero él le tapó la boca con la mano y la arrojó al fondo del bote. El criado lo
apartó de la orilla y empezó a remar. El hombre estaba asustado e inició una especie
de protesta, pero hizo lo que Melvas le ordenaba. La llevó hasta el refugio. Todo
estaba preparado, como si la estuviera esperando a ella…, o a alguna otra mujer. Tú
lo viste. ¿No era así?
Pensé en el fuego, la cama, las ricas colgaduras, la ropa que Ginebra había
vestido.
—Algo vi. Sí, estaba preparado.
—La había tenido tanto tiempo en su pensamiento… No había hecho más que
esperar su oportunidad. Ya la había seguido con anterioridad. Era cosa conocida que
ella tenía por costumbre apartarse de su escolta.
Un velo de sudor le cubría el rostro. Se pasó el dorso de la mano por la frente y la
secó.
—¿Se acostó con ella, Arturo?
—No. La retuvo allí todo el día, según me contó, rogándole, suplicándole su
amor… Empezó con dulces parlamentos y promesas, pero cuando vio que no le
llevaban a ninguna parte se puso medio loco, decía ella, y violento, y empezó a darse
cuenta del peligro que corría. Después que hizo marchar a su criado ella pensó que la
iba a forzar, pero el hombre volvió enseguida para contar a su dueño que mis naves
habían sido avistadas; Melvas la dejó lleno de pánico y corrió a mi encuentro para
explicarme sus mentiras. La amenazó con que si me contaba la verdad, él, Melvas,
diría que se había acostado con ella, de modo que yo la mataría lo mismo que a él.
Ella tenía que repetir la misma historia que él. Y es lo que hizo contigo.
—Sí.
—¿Y tú sabías que no era verdad?
—Sí.
—Ya veo. —Seguía observándome con aquella intensa aunque fatigada mirada. Y
yo empezaba a darme cuenta, aunque sin gran sorpresa, de que tampoco yo podía
mantener ahora secretos con él—. Y tú creías que ella podía haberme mentido. ¿Este
es el «problema» que preveías?
—En cierto modo, sí.
—¿Creías que me mentiría? ¿A mí? —Lo repetía como si fuera algo impensable.
—Si estaba asustada, ¿quién sería capaz de culparla por mentir? Sí, ya sé que has
dicho que a ti no te teme. Pero después de todo no es más que una mujer, y podría
tener miedo de tu enojo. Cualquier mujer mentiría para mantenerse a salvo. Habrías
estado en tu derecho matándola, y a él también.
—Todavía estoy en mi derecho de hacerlo, tanto si ha sido un rapto como si no.

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—Bueno, ¿entonces…? ¿Podía saber ella que tú incluso la escucharías, que serías
rey y hombre de estado antes de permitirte a ti mismo actuar como marido vengador?
Incluso yo estoy admirado, y creo que te conozco.
Hizo una mueca de humor macabro.
—Con Beduier y la reina en la isla como rehenes, podrías decir que tengo las
manos atadas… A él le mataré, por supuesto. Ya lo sabes, ¿no? Pero a su debido
tiempo y por otra causa, cuando todo esto se haya olvidado y el honor de la reina no
pueda verse afectado por ello.
Se dio la vuelta y apoyó ambas manos sobre el parapeto, mirando otra vez hacia
el mar a través de la extensión de tierra ensombrecida por las nubes. Un rayo de sol
se filtró entre ellas y dejó caer un haz de luz crepuscular que iluminó una lejana
porción de agua con un penetrante destello.
Habló despacio, distante:
—He estado pensando en la versión que voy a difundir. Confeccionaré un relato a
medias entre la mentira de Melvas y lo que la reina me ha contado. En fin de cuentas
ella estuvo allí todo el día con él, desde el amanecer hasta bien entrada la noche…
Dejaremos que se divulgue que ella se cayó del caballo, como dijo Melvas, y fue
trasladada inconsciente al refugio de caza, y allí, temblando y desvanecida,
permaneció acostada la mayor parte del día. Beduier y tú debéis corroborarlo. Si se
supiera que no recibió ningún golpe habría quienes la culparían por no haber
intentado escapar. Sin embargo, el sirviente tenía todo el día la mirada puesta en el
bote, e incluso si ella hubiera podido nadar, estaban los cuchillos… Claro que
Ginebra podía haberle amenazado con mi venganza, pero este camino la conducía tan
sólo a su propio fin. Él pudo haberla retenido allí, haberla gozado y luego matarla. Ya
sabes que su escolta había aceptado incluso el hecho de su muerte. Excepto tú. Que
fuiste quien la salvó.
No dije nada. Se volvió.
—Sí. Excepto tú. Les dijiste que estaba viva y condujiste a Beduier hasta ella.
Ahora, cuéntame cómo lo supiste. ¿Fue una «visión»?
Incliné la cabeza.
—Cuando Keu vino a buscarme convoqué los viejos poderes y respondieron. La
vi entre las llamas del fuego, y también a Melvas.
Hubo un momento de repentina y penetrante concentración.
No era habitual que el Gran Rey practicara en mí una búsqueda de la verdad
como no lo habría hecho con otros hombres de inferior condición. Podía percibir en
ello una parte de la cualidad que le había hecho ser lo que era. Se había quedado
inmóvil.
—Sí, ahora vamos a ello, ¿no? Cuéntame exactamente lo que viste.
—Vi un hombre y una mujer en una habitación suntuosa, y más allá de la puerta

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había un dormitorio, con una cama revuelta. Se estaban riendo juntos y jugando al
ajedrez. Ella vestía ropas holgadas, como para la noche, y llevaba el cabello suelto.
Cuando él la tomó en sus brazos el tablero de ajedrez se cayó y el hombre pisó las
piezas. —Tendí una mano hacia él, con la pieza rota—: Cuando la reina salió con
nosotros se le había quedado esto entre un pliegue de la capa.
Tomó la pieza y se inclinó sobre ella, como estudiándola. Luego la envió dando
tumbos tras la ramita de romero.
—Bueno. Pues el sueño era verdadero. Ella dijo que había una mesa con un juego
de ajedrez de marfil y ébano. —Para mi sorpresa, sonreía—. ¿Eso es todo?
—¿Todo? Es más de lo que nunca te hubiera contado si no fuera porque te lo
debo como consejero tuyo.
Afirmó con la cabeza, sonriendo todavía. Todo el enojo parecía haberse disipado.
Volvió a asomarse hacia la llanura ensombrecida, con sus destellos de claridad y
rayos de luz cambiante.
—Merlín, hace un rato dijiste «ella no es más que una mujer». Muchas veces me
has comentado que desconoces a las mujeres. ¿No se te ha ocurrido nunca que llevan
una vida de dependencia tan absoluta que sólo pueden alimentar inseguridad y
miedo? ¿Que sus vidas son como las de los esclavos, o las de animales al servicio de
seres mucho más fuertes que ellas y a menudo crueles? Pues incluso las damas de la
realeza son compradas y vendidas, y se las cría para que lleven una vida alejada de
sus hogares y de sus allegados, como propiedades de hombres que les son
desconocidos.
Esperé para ver hacia dónde derivaba su razonamiento. Yo ya había pensado
alguna vez en esto, cuando veía a mujeres que sufrían por culpa de caprichos de los
hombres; incluso mujeres que, como Morcadés, eran más fuertes e inteligentes que la
mayoría de ellos. Parecía como si estuvieran hechas para uso de los hombres, y
sufrían por ello. Sólo algunas afortunadas encontraban a varones a quienes gobernar,
o que las amaran. Como era el caso de la reina.
—Eso es lo que le sucedió a Ginebra —prosiguió—. Tú mismo acabas de decir
que yo aún debo de resultarle un extraño en algunos aspectos. Ella no me teme, no,
pero a veces pienso que está asustada de la propia vida, y de vivir… Y con mayor
seguridad, tenía miedo de Melvas. ¿No lo ves? Tu sueño era verdadero. Sonreía y
hablaba con él amablemente y ocultaba su miedo. ¿Qué querías que hiciera? ¿Pedir
socorro al criado? ¿Amenazar a ambos con mi venganza? Sabía que este camino sólo
la conduciría a su propio fin. Cuando le mostró el dormitorio para que pudiera
cambiarse sus ropas húmedas (como a veces lleva a mujeres a este lugar, lejos de la
vista de su madre, tiene allí vestidos y otros aderezos de los que a ellas les gustan),
Ginebra apenas le dio las gracias y cerró la puerta tras él. Más tarde, cuando la llamó
para comer simuló un desmayo, pero poco después Melvas empezó a sospechar y

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luego a importunar, y ella temió que rompiera la puerta, así que cenó con él y le habló
como si nada. Y esto durante un largo día, hasta el anochecer. Ella le hizo creer que a
la caída de la noche podría gozarla, mientras mantenía aún la esperanza de que
durante este tiempo alguien iría a rescatarla.
—Lo que finalmente sucedió.
—Contra todo pronóstico y gracias a ti, sucedió. Bueno, éste es su relato y me lo
creo. —Volvió rápidamente la cabeza—: ¿Y tú?
No respondí enseguida. Arturo esperaba sin mostrar enfado ni impaciencia, ni
tampoco la menor sombra de duda.
Cuando finalmente hablé, lo hice con certidumbre:
—Sí. Te contó la verdad. Ya sea por razonamiento, instinto, «videncia» o fe ciega,
puedes estar seguro de ello. Dudé de Ginebra y lo lamento. Tenías razón al
recordarme que no comprendo a las mujeres. Debería haberme dado cuenta de que
estaba asustada y, sabiéndolo, hubiera adivinado que por pobres que fueran sus armas
contra Melvas las usaría… Y por lo demás, su silencio hasta tener ocasión de hablar
contigo, su preocupación por tu honor y la seguridad de tu reino, tiene toda mi
admiración. Y tú también la tienes, rey.
Vi que se fijaba en la forma de tratamiento. Con su gesto de alivio se mezclaba
uno de risa.
—¿Por qué? ¿Porque no me dejé llevar por la furia propia de un rey y no empecé
a pedir cabezas? Si la reina, por miedo, pudo desempeñar un determinado papel
durante un día, ¿no podría haberlo hecho yo durante unas breves horas, al estar en
juego su honor y el mío propio? Pero no por mucho más tiempo. ¡Por Hades, no por
mucho más tiempo! —La fuerza con que descargó el puño cerrado sobre el pretil
mostraba precisamente cuánto se había refrenado. Con un brusco cambio de tono,
añadió—: Merlín, debes de haber notado que el pueblo no… no quiere a la reina.
—He oído rumores, sí. Pero no es por ella misma ni por nada que haya hecho.
Sólo es porque continuamente están a la espera de un heredero, y hace cuatro años
que es reina sin haberles dado ninguno. Es natural que sientan frustrados sus deseos y
que algunos murmuren.
—No habrá heredero. Es estéril. Ahora ya estoy convencido, y ella también.
—Me lo temía. Lo lamento.
—Si yo no hubiera plantado otras semillas aquí y allá podría compartir con ella
mi parte de culpa —dijo con una sonrisa irónica—. Pero hubo el niño que engendré
con mi primera reina, por no hablar del bastardo que Morcadés tuvo conmigo. Así
que la falta, si es que así se la puede llamar, se sabe que es de la reina, y puesto que es
una reina, su dolor por esta circunstancia no puede mantenerse en privado. Y siempre
habrá quienes pongan murmuraciones en circulación, con la esperanza de que yo la
repudie. —Y añadió, como un trallazo—: Cosa que no haré.

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—Ni a mí se me ocurriría aconsejártelo —dije suavemente—. Lo que me
pregunto es si ésta es la sombra que una vez vi extenderse por encima de tu lecho
matrimonial… Pero dejemos eso. Lo que ahora debemos hacer es conseguir que
recupere el afecto de su pueblo.
—Así suena muy fácil. Si sabes cómo…
—Creo que sí. Hace un momento has jurado por Hades y esto ha descifrado un
sueño que tuve. ¿Me permites que vaya a Ynys Witrin y yo mismo te la traiga otra
vez?
Empezó a preguntarme por qué, pero luego sonrió a medias y se encogió de
hombros.
—¿Por qué no? Quizá para ti sea tan fácil como suena… Vete, pues. Les enviaré
un mensaje para que preparen una escolta real. A ella la recibiré aquí. Al menos esto
me libra de tener que volver a ver a Melvas. ¿Acaso con todos tus sabios consejos
intentarás evitar que mate a ese miserable?
—Con el mismo resultado que obtiene la madre gallina cuando llama al joven
cisne para que salga del agua. Harás lo que mejor te parezca. —A través de la llanura
anegada Arturo miraba otra vez hacia el Tormo y la forma chata de su isla vecina, en
donde se abría el puerto. Añadí, pensativo—: Es una lástima que Melvas estime
conveniente cobrar derechos por el uso del puerto —y encima tan exorbitantes— al
caudillo militar que le protege.
Abrió completamente los ojos, calibrando mis palabras. La boca se le alargó
formando una sonrisa. Dijo, con lentitud:
—Sí, ¿verdad? Y aquí está el asunto del peaje por la carretera que circula por la
parte de arriba. Si mis capitanes por cualquier motivo se negaran a pagar, sin duda
Melvas me traería aquí su queja personalmente, y ¿quién sabe si no sería el primero
en acudir a la nueva cámara del consejo? Ahora, puesto que le dije al escribiente que
ibas a venir, ¿por qué no vamos y lo vemos? Y mañana, a la hora tercera, enviaré la
escolta real para traernos a casa a la reina.

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Capítulo VI
Con Beduier aún en Ynys Witrin, la escolta real fue conducida por Nentres, uno
de los soberanos del oeste que habían peleado bajo las órdenes de Úter y que ahora
brindaba a Arturo su lealtad y la de sus hijos. Era un veterano canoso, de cuerpo
enjuto y tan flexible en la montura como lo fue en su juventud. Dejó la escolta
agitándose nerviosamente bajo el Dragón de sus estandartes en la carretera que
pasaba por debajo de mi casa y subió personalmente cabalgando por la curvada senda
junto al río, seguido por un mozo que guiaba un caballo castaño enjaezado de plata.
Caballo y arreos parecían bruñidos, pues despedían reflejos tan brillantes como el
escudo de Nentres; en la parte del pecho destellaban unas joyas. La tela de la silla era
morada, bordada con hilos de plata.
—Os lo envía el rey —dijo con una amplia sonrisa—. Considera que debéis estar
a la altura de los demás. No lo miréis de este modo, es mucho más manso de lo que
parece.
El mozo me dio la mano para que montara. El zaino sacudió la cabeza y tascó el
freno, pero tenía un paso suave y tranquilo. En comparación con mi terco y viejo
caballo capón negro era como navegar en un barco velero después de haberlo hecho
en una barcaza impulsada con pértiga.
La mañana era fría, a consecuencia del viento del norte que desde mediados de
marzo helaba los campos. Al amanecer de ese mismo día había yo subido a la cumbre
más allá de Applegarth y notado en la piel aquella indefinible variación que anuncia
un cambio de viento. Los espinos de la cumbre empezaban tan sólo a echar yemas,
mientras que abajo, en el valle, podía verse el verde esfumado de los bosques
distantes y las cercanas riberas resguardadas, tupidas ya de prímulas y ajos silvestres.
Los grajos graznaban y revoloteaban junto a los árboles recubiertos de hiedra. La
primavera estaba allí, esperando, aunque los fríos vientos retrasaban su llegada al
igual que las flores del endrino se mantenían encerradas en las yemas. Pero el cielo
estaba aún encapotado, cubierto casi como si amenazara nieve, y yo me sentía a gusto
bajo mi capa, con su regio esplendor de piel y escarlata.
En la residencia de Melvas todo estaba dispuesto para nosotros. El rey se había
vestido de un brillante azul oscuro y, según advertí, iba completamente armado. Su
apuesto rostro lucía una sonrisa simpática y acogedora, pero había en sus ojos una
mirada de recelo, y en total eran demasiados los hombres de armas apiñados en la
sala, además de la compañía entera instalada en el exterior que, bajada desde la
fortaleza de la cumbre para estar disponible, atestaba las huertas que servían de jardín
al palacio. Estandartes y galas de alegre colorido daban a la bienvenida un aire
festivo, pero era evidente que cada hombre era portador de una espada y una daga.
Por supuesto, a quien esperaba era a Arturo. Cuando me vio a mí, al principio su

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mirada expresó un claro alivio, luego el recelo se hizo más profundo y en torno a su
boca se dibujaron unos apretados surcos. Me recibió amablemente, pero de modo
muy formal, como el jugador que inicia un movimiento de gambito en el ajedrez. Le
respondí con el largo y estudiado parlamento del representante de Arturo y luego me
volví hacia la reina, su madre, que estaba sentada junto a él en el extremo de un largo
salón. La anciana no mostraba la misma prevención del hijo. Me saludó con una
autoridad natural e hizo un signo en dirección a una puerta a la derecha de la sala.
Hubo un revuelo en tanto la multitud se apartaba y la reina Ginebra aparecía entre sus
damas.
También ella había esperado a Arturo. Vaciló, buscándolo con los ojos entre el
resplandor del atestado salón. Su mirada pasó sobre mí sin verme. Me preguntaba qué
dios la había impulsado a vestir de verde, un verde primaveral con flores bordadas en
la pechera de la túnica. El manto que llevaba era también verde, con un cuello blanco
de piel de marta que enmarcaba su rostro y le daba una apariencia frágil. Estaba muy
pálida pero se comportaba con absoluta serenidad.
Recordé cómo la encontré aquella noche, temblando bajo mi mano al sujetarla; y
al punto, igual que si me hubieran sumergido en agua fría, me di cuenta de que
Arturo tenía razón respecto a ella: podía ser una reina en porte y coraje, pero debajo
de todo ello había una muchacha tímida y una búsqueda permanente de amor. La
alegría, la risa fácil y el optimismo de la juventud habían enmascarado una ansiosa
demanda de amistad de una exiliada entre extraños, en una corte totalmente distinta al
doméstico hogar de piedra del reino de su padre. Dedicado completamente a Arturo
tal como lo había estado durante veinte años, nunca me había ni siquiera molestado
en pensar en ella de manera diferente a como lo hacía el pueblo: un recipiente para su
semilla, una compañera para su placer, un radiante pilar de belleza para brillar, plata
junto al oro del rey en la cima de su gloria. Ahora la miraba como si nunca la hubiera
visto antes. Descubría a una muchacha de cuerpo tierno y espíritu bastante sencillo
que había tenido la suerte de casarse con el hombre más importante de su tiempo. Ser
la reina de Arturo era una carga nada despreciable, con todo lo que el hecho
implicaba, como la soledad y una vida de destierro en un país ajeno, y con frecuencia
sin un marido cerca que se colocara entre ella y los aduladores, los intrigantes
ansiosos de poder, los envidiosos de su rango y belleza o —quizá lo más peligroso de
todo— los hombres jóvenes dispuestos a cortejarla. Encima, habría todos aquellos (y
podemos estar seguros de que serían muchos) que le habrían hablado repetidamente
de «la otra Ginebra», la linda reina que concibió del rey la primera vez que se acostó
con él y por la cual él había penado tan amargamente. No habrían dejado ningún
detalle por contar. Pero todo esto no habría importado nada, sería agua pasada y
olvidada gracias al amor del rey y a su nuevo y excitante poder, sólo con que ella
hubiera sido capaz de concebir un hijo. Que Arturo no hubiera utilizado el asunto de

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Melvas para repudiarla y llevar una mujer fértil a su cama era una prueba clara de su
amor; pero yo dudaba sobre si Ginebra había podido llegar a darse cuenta de ello.
Tenía razón Arturo cuando me decía que la reina temía a la vida, a la gente que le
rodeaba, a Melvas; y —ahora podía yo comprobarlo— más que a ningún otro, me
temía a mí.
Me había visto. Abrió completamente sus ojos azules y subió las manos para
sujetarse la piel de la capa en torno a la garganta. Por un instante detuvo el paso y
luego, dominando una vez más aquella pálida compostura, tomó su lugar junto a la
reina, en el lado opuesto a Melvas. Ni ella ni el rey se habían dirigido la mirada.
Había un silencio rotundo. Crujió un vestido, y resonó como un árbol agitado por
el viento.
Di unos pasos hacia ella. Como si Ginebra hubiera sido la única persona presente,
le hice una profunda reverencia y luego me erguí.
—Saludos, mi señora. Me alegro de veros recuperada. He venido con algunos de
vuestros amigos y servidores para escoltaros hasta vuestra casa. El Gran Rey os
aguarda para recibiros en vuestro palacio de Camelot.
El color de su rostro se debilitó. Ginebra me llegaba tan sólo a la altura de la
garganta. Había visto ojos como los suyos en jóvenes ciervos abatidos al suelo y en
espera de la lanza. Murmuró algo y enmudeció. Para salvar la situación y darle
tiempo, me volví hacia Melvas y su madre e inicié suavemente un cortés y muy
elaborado discurso agradeciéndoles sus desvelos para con la reina de Arturo.
Mientras iba hablando se hizo patente que la madre de Melvas aún no tenía idea
de que se hubiera cometido nada incorrecto. En tanto que su hijo me observaba con
una mirada a un tiempo audaz y de disculpa, con una mezcla de cautela y
envalentonamiento, la anciana reina me respondía con igualmente corteses gracias,
recados para Arturo, cumplidos para Ginebra y, finalmente, un insistente ofrecimiento
de hospitalidad. A esto la joven reina alzó brevemente la vista pero enseguida los
párpados volvieron a cubrirle los ojos. Cuando rehusé la invitación advertí que sus
manos se relajaban. Conjeturé que hasta el momento, desde que se marchó del
refugio del pantano, Melvas no había tenido oportunidad para hablar con ella e
intentar enterarse de lo que le había contado a Arturo. Pienso que a buen seguro iba a
insistir en que nos quedáramos, pero algo en mi mirada le detuvo, por lo que su
madre, aceptando la decisión, abordó con visible impaciencia la cuestión que le
interesaba.
—Os buscamos aquella noche, príncipe Merlín. Entiendo que vuestra videncia os
guió para encontrar a la reina antes de que mi hijo regresara a la isla con la noticia.
¿Podéis contarnos, mi señor, cuál fue vuestra visión?
Melvas prestó atención de inmediato. Su mirada audaz me animó a una
explicación detallada. Sonreí y la expresión de mis ojos le hizo bajar los suyos. Sin

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yo proponérmelo, la anciana me había planteado la pregunta que precisamente estaba
deseando. Levanté la voz.
—Con mucho gusto, señora. Es cierto que tuve una visión, aunque si procedía de
los dioses del aire y el silencio que me habían hablado en el pasado o de la Diosa
Madre a cuyo culto está consagrado el santuario más allá de aquellos manzanos, es
cosa que no podría decir. Pero tuve una visión que me guió directamente a través del
pantanal igual que una flecha emplumada llega hasta su blanco. Fue una doble visión,
un sueño luminoso a través del cual el que sueña pasa a otro sueño más oscuro que se
esconde debajo: un reflejo visto en aguas profundas cuya superficie de color se
extiende como un cristal por encima del sombrío mundo que se encuentra debajo. Las
visiones eran confusas pero su significado claro. Hubiera podido interpretarlas más
deprisa, pero creo que los dioses lo querían de otra manera.
Al oír mis palabras Ginebra levantó la cabeza y abrió mucho los ojos.
Nuevamente en los de Melvas aquel destello de duda. Quien ahora preguntaba era la
anciana reina:
—¿Cómo, de otra manera? ¿No querían que la reina fuera encontrada? ¿Qué
enigma es éste, príncipe Merlín?
—Os lo contaré. Pero primero quiero explicaros el sueño que tuve. Vi un salón
real, pavimentado con mármol y sostenido con pilares de plata y oro, donde no había
criados aguardando y sí en cambio lámparas y bujías ardiendo con humo perfumado,
brillando como el día…
Dejé que mi voz adquiriese el ritmo del bardo que canta en un salón; su
resonancia llenaba la sala y transportaba las palabras directamente a través de la
columnata hasta la silenciosa multitud del exterior. Los dedos se movían para formar
el signo contra una magia fuerte; incluso los de Ginebra. La anciana reina escuchaba
con satisfacción y placer evidentes; hay que recordar que era la patrona principal del
santuario sagrado de la Diosa. En cuanto a Melvas, mientras hablaba le vi pasar del
recelo y la aprensión a la perplejidad y, finalmente, al temor reverencial. Para todos
los presentes el sueño había adquirido ya una pauta familiar, el arquetipo del viaje de
cada ser humano al mundo del cual pocos viajeros retornan.
—… Y sobre la preciosa mesa, un juego de ajedrez de oro, y muy próxima una
gran silla de brazos rizados como cabezas de león, esperando al rey, y un escabel de
plata con garras de palomas, esperando a la dama. Así pude reconocer que se trataba
del salón de Llud, en donde está guardado el vaso sagrado y en donde una vez estuvo
colgada la gran espada que hoy pende sobre la pared de Arturo en Camelot. Y por
encima, en el cielo más allá de la montaña hueca, le oí galopar: oí al Cazador Salvaje,
en el lugar en donde los caballeros del Otro Mundo hacen bajar corriendo a sus presas
y las llevan a un sitio muy profundo, muy profundo, a unas salas adornadas con
piedras preciosas, de las que no se regresa. Pero justo cuando empezaba a

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preguntarme si el dios me estaba anunciando que la reina había muerto, la visión
cambió…
A mi derecha, en lo alto de la pared, había una ventana. Fuera se ofrecía un
panorama del cielo nublado sobre las copas de los árboles del huerto. Los brotes
nacientes de las ramas de manzano, en su tierna tonalidad verde y canela, aparecían
más luminosos que el pizarroso cielo. Los chopos se alzaban rectos como lanzas.
Pero por la mañana había sentido aquel hálito de cambio, que ahora todavía percibía;
sin dejar de mirar hacia aquella nube añil, reemprendí mi relato, ahora más
lentamente.
—… Y yo me encontraba en una sala más antigua, en una caverna más profunda.
Me encontraba en el propio Mundo Subterráneo y allí estaba el rey oscuro, más
antiguo aún que Llud, y junto a él se sentaba la pálida joven reina que había sido
arrebatada a la fuerza de los brillantes campos de Enna y separada del mundo cálido
para ser la reina de los Infiernos: Perséfone, hija de Deméter, la Madre de todo lo que
crece sobre la faz de la Tierra…
La nube se desplazaba lentamente, lentamente. Más allá de las ramas que
brotaban podía ver el borde de su sombra apartando su velo. Una brisa llegó desde no
se sabía dónde y un estremecimiento recorrió los altos chopos que festoneaban el
huerto.
La mayor parte de los reunidos no conocería la historia, de manera que la conté,
con la visible satisfacción de la anciana reina quien, como todos los devotos del culto
de la Madre, debía sentir la fría amenaza de cambio incluso allí dentro, en su antiguo
baluarte. En una ocasión en que Melvas, dudando del significado de mi relato, quiso
intervenir, su madre le silenció con un gesto y (quizá con una comprensión más
instintiva) alargó una mano y atrajo más cerca de ella a la reina.
Yo no miraba ni al Melvas de piel oscura ni a Ginebra, pálida y sorprendida, sino
que vigilaba la ventana de arriba sin perderla de vista y narraba la vieja leyenda del
rapto de Perséfone por Hades y la larga y fatigosa búsqueda que emprendió Deméter,
la Diosa Madre, mientras la tierra, privada de su renovación primaveral, languidecía
en el frío y la oscuridad.
Tras la ventana, los chopos pincelados con la primera luz adquirieron súbitamente
una bella tonalidad de oro.
—… Y cuando la visión se apagó, comprendí lo que se me había dicho. Vuestra
reina, vuestra joven y maravillosa reina, estaba viva y a salvo, socorrida por la diosa
y esperando tan sólo ser trasladada a casa. Y con su regreso por fin volverá la
primavera y las frías lluvias cesarán, y nuestras tierras producirán una vez más sus
ricas cosechas, en la paz que nos ha traído la espada del Gran Rey y la alegría que nos
ha traído el amor de la reina por él. Éste es el sueño que tuve, y que yo, Merlín,
príncipe y profeta, interpreto para vos. —Hablaba directamente a la anciana reina,

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prescindiendo de Melvas—. De manera que ahora os suplico, mi señora, que me
permitáis llevarme a la reina a su casa, con honor y alegría.
Y en aquel preciso instante apareció el bendito sol brillando de repente y tendió
un rayo de luz que cruzó claramente el suelo hasta los pies de la reina, de modo que
ella se levantó, toda oro y blanco y verde, bañada de luz.

Cabalgamos hacia casa en un resplandeciente día que olía a prímulas. Las nubes
se habían retirado y el lago aparecía azul y destellante bajo los sauces dorados. Una
golondrina temprana se lanzó volando a cazar insectos, rasando la brillante superficie
del agua. Y la Reina de la Primavera, rehusando la litera que hice traer para ella,
cabalgaba junto a mí.
Sólo una vez conversó conmigo, y muy brevemente.
—Os mentí aquella noche, ¿lo sabíais?
—Sí.
—Entonces, ¿sois vidente? ¿De veras veis así? ¿Lo veis todo?
—Veo mucho. Si me dispongo a ver y Dios lo quiere, veo.
Volvió el color a su rostro y le brilló la mirada como si se sintiera liberada de
algo. Antes creí que era inocente: ahora lo sabía.
—Así que también vos le habréis contado a mi señor la verdad. Cuando vi que no
venía él a buscarme, me asusté.
—No tenéis por qué asustaros, ni ahora ni nunca. Creo que no necesitaréis dudar
jamás respecto a su amor. Y puedo deciros también, Ginebra, prima mía, que incluso
aunque nunca puedas darle un heredero, nunca te repudiará. Tu nombre permanecerá
siempre junto al suyo, mientras él sea recordado.
—Lo intentaré —respondió, con voz tan tenue que apenas pude oírla.
Entonces aparecieron ante nuestra vista las torres de Camelot y ella guardó
silencio, cobrando ánimos para afrontar cualquier cosa que fuera a suceder.

Así se esparció la semilla de la leyenda. Durante las doradas semanas de


primavera que se sucedieron, más de una vez oí a los hombres hablando en voz baja
del «rapto» de la reina y de cómo había sido conducida abajo, casi a las mismas
oscuras salas de Llud, pero que Beduier, el principal de los caballeros de Arturo, la
había rescatado. De esta forma se extrajo el punzante aguijón de la verdad: ninguna
vergüenza cayó sobre Arturo ni tampoco sobre la reina. En cuanto a Beduier, acreditó
la primera de sus numerosas glorias a medida que la historia se difundía y el héroe
acrecentaba su valor mientras sus heridas sanaban y finalmente se recuperaba. Por lo
que respecta a Melvas, si el «Rey Oscuro» del Mundo Subterráneo, según suelen
suceder estas cosas, quedó relacionado en las mentes de los hombres con el rey de tez

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oscura que tenía su baluarte en el Tormo, ello era sin desdoro de Ginebra. Lo que
Melvas pensara nadie lo sabía. Debió de comprender que Ginebra le habría contado
la verdad a Arturo. Seguramente se habría ido cansando de que se le hubiera asignado
el papel del villano de la historia, y de esperar (como todos esperaban) que el Gran
Rey emprendiera alguna acción contra él. Incluso pudo todavía abrigar la esperanza
de que en un incierto futuro llegaría a poseer a la reina.
Fuera como fuese, el caso es que quien dio el siguiente paso fue él, y de este
modo le allanó el camino a Arturo. Una mañana cabalgó hasta Camelot y, dejando
obligatoriamente su escolta armada fuera de la sala del consejo, ocupó su lugar en la
Silla de las Quejas.

La construcción de la sala del consejo seguía el estilo de otra sala más pequeña
que Arturo había visto en una de las visitas que le hizo al padre de la reina en Gales.
Aquélla era simplemente una versión ampliada de la casa redondeada de los celtas,
construida con zarzos y barro; éste de Camelot era un gran edificio circular,
construido sólidamente para que perdurase, con nervaduras de piedra labrada y, entre
ellas, paredes de finos ladrillos romanos, de tejares próximos que hacía tiempo habían
sido abandonados.
Había amplias puertas de roble de doble hoja, con el Dragón esculpido y
finamente doradas. Dentro había un espacio abierto, con un suelo de baldosas finas
que partían en hileras desde el centro, como una tela de araña. Y, al igual que la anilla
exterior de la tela, las paredes no eran curvas sino cortadas al fondo en paneles lisos.
Estos paneles estaban revestidos con esteras de fina paja dorada con el fin de
resguardar de las corrientes de aire, pero con el tiempo resplandecerían, con labores
de aguja: Ginebra había puesto ya a bordar a sus doncellas. Contra cada una de estas
secciones se apoyaba una silla alta, con su propio escabel, y la del rey no era más alta
que las restantes. Decía que éste iba a ser un lugar para la libre discusión entre el
Gran Rey y sus pares y un lugar al que cualquiera de los jefes del rey podía acudir
con sus problemas. La única cosa que distinguía la silla del rey era el escudo blanco
que colgaba sobre ella; con el tiempo tal vez luciría allí el Dragón, en oro y escarlata.
Algunos de los demás paneles mostraban ya los blasones de los compañeros, sus
caballeros. El asiento opuesto al del rey estaba vacío. Era el reservado para quien
quisiera exponer algún agravio que debiera ser resuelto por la corte. Arturo la
llamaba la Silla de las Quejas. Sin embargo en años posteriores oí que la
denominaban la Silla Peligrosa, y creo que el nombre fue acuñado a partir de esta
fecha.

Yo no estaba presente cuando Melvas presentó su queja. Aunque en esta época yo

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tenía mi propio sitio en la Sala Redonda o de la Mesa Redonda (como se la vino a
llamar), rara vez lo ocupaba. Si aquí sus pares eran iguales al rey, entonces el rey
debía ser visto como igual en conocimiento y emitir sus juicios sin la guía o el
consejo de un mentor. Cualquier discusión entre Arturo y yo la manteníamos en
privado.
Habíamos hablado muchas horas sobre el asunto de Melvas antes de que llegara a
la mesa del consejo. Para empezar, Arturo parecía estar seguro de que yo intentaría
evitar que peleara con Melvas, pero éste era un caso en que el punto de vista frío y el
acalorado coincidían. Sería satisfactorio para Arturo y expeditivo para mí que Melvas
sufriera públicamente las consecuencias de sus actos. El lapso de tiempo transcurrido
y el silencio de Arturo, juntamente con la leyenda que invoqué, aseguraban que el
honor de Ginebra no estaba en entredicho: sus súbditos habían vuelto a tomarle afecto
y dondequiera que fuese las flores cubrían el camino y le echaban bendiciones como
pétalos. Era su reina —su querida entre las queridas—, que casi les había sido
arrebatada por la muerte y se había salvado por la magia de Merlín. Así circuló la
historia entre la gente del pueblo. Pero entre quienes no eran tan pueblerinos había los
que esperaban que el rey actuara en contra de Melvas y que rápidamente le hubieran
despreciado si les fallaba. Era una deuda que tenía consigo mismo, como hombre y
como rey. La disciplina que se había impuesto acerca del rapto de la reina había sido
severa. Ahora, al descubrir que yo estaba de acuerdo con él, empezó a hacer planes
con furiosa alegría.
Por supuesto que inventando cualquier excusa podía haber requerido al rey
Melvas para que acudiera a la sala del consejo. Pero eso no lo haría.
—Si le hostigamos hasta que exponga él mismo su reclamación, ante los ojos de
Dios viene a ser la misma cosa —decía guasón—, pero en términos de mi conciencia
(o de mi orgullo, si lo prefieres) no habré empleado una falsa acusación en la Sala
Redonda. Esta sala tiene que ser conocida como un lugar en el que nadie debe temer
presentarse ante mí, a menos de que actúe con falsedad.
De modo que le hostigamos. Tal como estaba situada la isla, entre el baluarte del
Gran Rey y el mar, era bastante fácil encontrar motivos. De un modo u otro surgían
constantes disputas en torno al pago de derechos por el uso del puerto, peajes,
exacciones y tasas impuestas con arbitrariedad e impugnadas con violencia.
Cualquier otro reyezuelo habría ido aumentando su inquietud bajo el flujo constante
de pequeñas vejaciones, pero Melvas era más pronto a la protesta que la mayoría.
Según Beduier (a quien le debo el relato de lo sucedido en la reunión del Consejo),
era evidente desde el principio que Melvas adivinaba que había sido deliberadamente
empujado ante el rey para responder de la más antigua y peligrosa acusación. Parecía
deseoso de que así fuera, pero naturalmente no permitía que se trasluciera en sus
palabras el menor indicio de ello: hubiera significado su muerte cierta por traición,

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pues tal habría votado el Consejo en pleno. Así que los agravios sobre derechos y
tasas y las discusiones sobre exacciones por la protección que ofrecía Camelot
siguieron su largo trazado y tedioso curso mientras ambos hombres se medían con la
vista el uno al otro como lo harían dos espadachines, y finalmente llegaron al meollo
de la cuestión. Precisamente fue Melvas quien sugirió el combate individual. Cómo
cobró suficiente ánimo para llegar hasta ello no quedó bastante claro. Supongo que se
tomó muy poco tiempo para decidir su actuación. Joven, de temperamento vivo,
bueno con la espada, conocedor de que estaba en un grave peligro, tuvo que
apresurarse a aprovechar la oportunidad de una rápida y decisiva solución que le
diera alguna esperanza de éxito.
Pudo haberse confiado en exceso. Con vehemencia planteó al fin su reto:
—¡Un encuentro para dirimir estas cuestiones aquí y ahora, y de hombre a
hombre, para ver si volvemos a ponernos de acuerdo, como vecinos! Vos sois la ley,
rey; entonces, ¡confirmadla con vuestra espada!
Siguió un alboroto, con rápidas discusiones de una parte a otra de la sala. Los más
viejos de los presentes consideraban impensable que el rey en persona tuviera que
arriesgarse, pero por entonces todos tenían alguna sospecha de que allí había en
litigio algo más que unos pagos en relación con el puerto, y por otra parte los
caballeros más jóvenes, con franqueza, estaban bastante deseosos de presenciar un
combate. Más de uno (y Beduier con mayor insistencia que nadie) se ofreció para
luchar en sustitución de Arturo, hasta que finalmente el rey, juzgando que había
llegado su momento, se puso en pie con decisión. En el repentino silencio, anduvo a
largos pasos hasta la mesa redonda en el centro de la sala, cogió las tablillas en donde
estaba la relación de quejas de Melvas y las estrelló contra el suelo.
—Ahora, dadme mi espada —dijo.

Era mediodía cuando se enfrentaron el uno al otro en el campo llano del cuartel
del noreste de Caer Camel. El cielo estaba despejado pero una brisa constante y
fresca suavizaba el calor del día. La luz era intensa e uniforme. El borde del campo
estaba atestado de gente, una auténtica muralla humana. En la parte superior de una
de las doradas torres de Camelot vi el grupo azul, verde y escarlata formado por las
mujeres que se habían reunido para mirar. Entre ellas la reina, vestida de blanco, el
color de Arturo.
Me preguntaba cómo se sentiría ella, y pude adivinarlo a través de la inmóvil
serenidad con la que solía ocultar su miedo. En aquel momento sonó la trompeta y se
hizo el silencio.
Los dos combatientes iban armados con lanzas y escudos, y cada uno llevaba al
cinto espada y daga. Arturo no había tomado Escalibor, la espada real. Su armadura
—un casco ligero y un coselete de cuero— no lucía ninguna joya ni emblema. El

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atuendo de Melvas era más principesco. Melvas era un poquito más alto; se le veía
altivo y vehemente y advertí que echaba una ojeada hacia la torre del palacio en
donde estaba la reina. Arturo no miró en aquella dirección. Parecía tranquilo e
infinitamente experimentado, escuchando aparentemente con grave atención el aviso
formal del heraldo.
A un lado del campo había un sicómoro. Beduier, a su sombra y junto a mí, me
dirigió una larga mirada y dio un suspiro de alivio.
—Perfecto. No estás preocupado. ¡Gracias sean dadas a Dios!
—Ya lo haremos al final. Es mejor. Pero si hubiera entrañado un peligro para él lo
habría impedido.
—De todos modos es una locura. Sí, ya sé que él lo quería, pero nunca debió
arriesgarse así. Tenía que haberme dejado a mí.
—¿Y qué papel hubieras hecho? ¿Te imaginas? Aún estás cojo. Podría derribarte,
si no algo peor, y después, vuelta a empezar la leyenda. Todavía hay gente sencilla
que cree que la razón está del lado de la espada más fuerte.
—Y así es hoy, o tú no te estarías aquí presenciándolo sin intervenir, eso lo sé
bien. Pero desearía… —Se calló.
—Ya sé lo que desearías. Y pienso que cumplirás tu deseo no una sino muchas
veces antes de morir.
Me lanzó una mirada rápida y penetrante, empezó a decir algo más, pero en aquel
momento bajaron el pendón y empezó el combate.
Durante largo tiempo los hombres estuvieron dando rodeos cada uno en torno al
otro, con las lanzas listas para ser arrojadas y los escudos preparados. La luz no daba
ventaja a ninguno. Melvas fue quien atacó primero. Hizo un amago y luego, con gran
velocidad y fuerte impulso, arrojó la lanza. El escudo de Arturo salió disparado hacia
arriba para desviarla. El filo se deslizó por delante del ombligo del escudo con un
sonido estridente y la lanza se enterró sin daño en la hierba. Melvas retrocedió a toda
prisa para agarrar la empuñadura de la espada. Pero Arturo, en el mismo momento en
que desviaba la lanza de Melvas arrojó la suya. Al hacerlo, anulaba la ventaja
adquirida por Melvas al atacar primero, aunque no sacó su propia espada, sino que
alcanzó la lanza que el otro le había enviado y que había clavado en la hierba, la
arrancó y la levantó, justo en el momento en que Melvas, abandonando el puño de la
espada, apartaba con el escudo y sin daño la lanza también silbante del rey y, rápido
como un zorro, se giraba igualmente para cogerla y enfrentarse una vez más lanza
con lanza.
Sin embargo el arma de Arturo, arrojada con más violencia y rechazada con
mayor desesperación, voló hacia un lado girando en espiral para rebotar a ras del
suelo, sobre la hierba, fuera del alcance de la mano de Melvas. No podría asirla antes
de que Arturo lanzara de nuevo. Con el escudo a la defensiva, Melvas se movió por

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aquí y por allá con la esperanza de atrapar la lanza del otro y de este modo recuperar
la ventaja. Llegó hasta el arma caída; se detuvo junto a donde se encontraba, con el
asta semiapoyada en una mata de cardos y en dirección a su mano. Arturo movió el
brazo y la hoja de su lanza destelló a la luz atrayendo la mirada de Melvas, quien
agachó la cabeza, levantó rápidamente el escudo en la línea de lanzamiento y casi
simultáneamente se desvió bruscamente hacia abajo para apropiarse del arma caída.
Pero el del rey había sido un movimiento falso. En el instante de descuido en que
Melvas se ladeó para coger la otra lanza, la del rey, arrojada directa y baja, le alcanzó
en el extendido brazo. En la mano de Arturo la espada se movía con rapidez, en tanto
él salía corriendo tras la lanza.
Melvas se tambaleó. Mientras un griterío alcanzaba los muros y resonaba en torno
al campo, se recuperó, asió la lanza y la arrojó derecha hacia el rey.
Arturo, que fue algo menos rápido, hubiera tenido que llegar junto a él antes de
que pudiera usar la lanza. Así las cosas, el arma de Melvas dio un golpe certero
cuando el rey había recorrido la mitad del espacio que les separaba. Arturo paró la
lanza con el escudo, pero a tan corta distancia el ímpetu era demasiado grande para
lograr que se desviara. La larga asta formó un semicírculo, deteniendo la carrera del
rey. Sosteniendo aún la espada en la mano derecha, intentó sacar la punta de la lanza
del cuero, pero había entrado junto a uno de los soportes metálicos y se había
atascado con él, pillada entre sus ganchos. Arrojó el escudo a un lado, con lanza y
todo, y emprendió una carrera hacia Melvas, sin más protección en aquel lado
descubierto que la daga en la mano izquierda.
La prisa no le dejó tiempo a Melvas para recuperarse y coger la lanza para una
tercera acometida. Con la sangre corriendo brazo abajo, arrastró como pudo la espada
y se enfrentó al ataque del rey, cuerpo a cuerpo y con un choque deslizante de
metales. Los cambios producidos les mantenían todavía igualados: la herida de
Melvas y la pérdida de fuerza en el brazo de la espada, contra el lado descubierto del
rey. Melvas era un buen espadachín, rápido y muy fuerte, y durante los primeros
minutos de la lucha mano a mano apuntaba cada golpe y cuchillada hacia la izquierda
del rey. Pero cada vez daba contra hierro. Y paso a paso el rey le iba acosando; paso a
paso Melvas se veía forzado a ceder ante el avance del ataque. La sangre manaba,
debilitándole cada vez más. Arturo, hasta donde podía verse, no estaba herido.
Avanzaba asestando sonoros golpes, rápidos y fuertes, con los silbantes movimientos
de ataque y defensa del largo puñal sonando entre ellos. Detrás de Melvas estaba la
lanza caída. Él lo sabía, pero no se atrevía a echar una ojeada para ver dónde se
encontraba. El temor a tropezar con ella y caer le hacía moverse más despacio.
Sudaba a chorros y empezaba a jadear como un caballo tras un duro galope.
Un momento culminante tuvo lugar cuando, pecho contra pecho, arma contra
arma, ambos hombres quedaron trabados, completamente inmóviles. Alrededor del

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campo la muchedumbre estaba ahora silenciosa, conteniendo la respiración.
El rey habló, suave y reposadamente. Nadie pudo oír lo que dijo.
Melvas no replicó. Hubo una pausa momentánea, luego un movimiento rápido,
una presión súbita, un gruñido de Melvas y una especie de respuesta refunfuñante. A
continuación, Arturo se soltó con cuidado y, mientras decía otra frase en voz baja,
atacó de nuevo.
La mano derecha de Melvas era una mancha de sangre brillante. Movía la espada
con mayor lentitud, como si le pesara demasiado. Su respiración era fatigosa, fuerte
como la de un venado en celo. Con gran esfuerzo y jadeante lanzó el escudo hacia el
rey, impulsándolo con un golpe hacia abajo como si fuera un hacha.
Arturo hurtó el cuerpo pero resbaló. El borde del escudo le alcanzó en el hombro
derecho y tuvo que dejarle el brazo insensible. La espada salió despedida lejos. Un
grito sofocado y un gran clamor brotó de los espectadores. Melvas profirió un alarido
y blandió la espada en alto para dar el golpe final.
Pero Arturo, armado ahora solamente con una daga, no dio ningún paso atrás para
ponerse fuera de su alcance. Antes de que nadie pudiera recobrar el aliento ya había
saltado directamente por delante del escudo, y su largo puñal pinchaba la garganta de
Melvas.
Y se quedó quieto.
Lo que hubo a continuación fue tan sólo un hilillo de sangre. Ninguna puñalada.
El rey volvió a hablar, en tono bajo y furioso. Melvas se quedó clavado en donde
estaba. Soltó la espada de la mano levantada. El escudo cayó sobre la hierba.
El rey retiró la daga y dio un paso atrás. Lentamente y ante la vista de todos los
congregados, los hombres del rey y los propios, y de la reina que lo estaba viendo
desde la torre, Melvas, rey del País del Verano, se arrodilló ante Arturo sobre la
hierba ensangrentada e hizo pública su rendición.
En aquel instante no se oía el menor ruido.
Con un movimiento tan lento que era casi como una ceremonia, el rey levantó la
daga y la arrojó, con la punta hacia abajo, para envainarla en la hierba. Luego
pronunció nuevamente unas palabras, en voz aún más baja que antes. Esta vez
Melvas, con la cabeza inclinada, le respondió. Hablaron durante algún tiempo.
Finalmente el rey, todavía con aquella ceremonia gestual, tendió una mano y
ayudó a Melvas a ponerse en pie. Luego hizo señas a la escolta del vencido y
mientras su propia gente se acercaba en tropel se mezcló entre ellos y regresó
andando hacia el palacio.

En los últimos años he oído diversos relatos acerca de este combate. Algunos
dicen que quien peleó fue Beduier y no Arturo, pero eso es evidentemente absurdo.
Otros aseguran que no hubo tal pelea, pues en tal caso Melvas seguramente habría

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muerto. Decían que Arturo y Melvas habían sido llevados al consejo por algún
mediador para solventar sus diferencias.
Eso no es verdad. Sucedió exactamente como lo he contado. Más tarde supe por
el rey lo que había pasado entre los dos hombres en el campo del combate: Melvas,
temiendo que iba a morir, se decidió a admitir que era cierta la acusación de la reina,
así como su propia culpa. Es cierto que a Arturo no le habría servido de nada matarlo,
pero además —y eso fue sin recibir ningún consejo mío—, actuó con sabiduría y
comedimiento. Es un hecho que a partir de aquel día Melvas le fue leal, y que Ynys
Witrin se consideró como una joya en el conjunto de las de la soberanía de Arturo.
Consta públicamente que los barcos del rey no volvieron a pagar más tasas por el
uso del puerto.

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Capítulo VII
El año fue transcurriendo y llegó el mes delicioso, septiembre, el mes de mi
nacimiento, el mes del viento, el mes del cuervo y del propio Myrddin, aquel viajero
entre el cielo y la tierra. Los manzanos estaban cargados de frutos y las hierbas
recolectadas y secándose; colgaban en haces y manojos de las vigas de los cobertizos
en Applegarth y el almacén estaba lleno de tarros ordenados y cajas a la espera de ser
llenadas. La casa entera, jardín, torre y vivienda, olía suavemente a hierbas y fruta, y
también a la miel que manaba de las colmenas e incluso del olmo hueco, al final del
jardín, en el que vivían abejas silvestres.
Applegarth, dentro de sus pequeños límites, parecía reflejar la dorada abundancia
del verano del reino. El verano de la reina lo llamaron, cuando la recolección siguió a
la siega del heno y la tierra aún rebosaba los copiosos dones de la diosa. Una edad de
oro, decían. Una edad de oro también para mí. Pero ahora, como nunca
anteriormente, tenía tiempo para estar solo. Y cuando al anochecer el viento soplaba
desde el suroeste podía notarlo en los huesos y agradecía el fuego. Aquellas semanas
de desnudez y hambre, de exposición al clima de montaña en el Bosque Caledoniano,
me habían dejado una herencia de la que ni siquiera un cuerpo fuerte hubiera podido
librarse, y me empujaban a la vejez.
Otra herencia me dejó esta época: tanto si se debía a una prolongada consecuencia
del veneno de Morcadés o a alguna otra causa, de vez en cuando sufría breves
ataques de algo que podría llamar mal de decaimiento, salvo que ésta no es
enfermedad que sobrevenga en los años tardíos si no se ha padecido antes. Además,
los síntomas tampoco eran como los de los casos que yo había visto o tratado. En
total me había sucedido tres veces, y únicamente estando solo, de manera que nadie
se había enterado excepto yo mismo. Esto fue lo que sucedió: mientras descansaba
tranquilamente al parecer caí dormido, para despertar muchas horas después, frío,
rígido, débil y hambriento, aunque sin ganas de comer. La primera vez fue sólo
cuestión de unas doce horas, pero por el vértigo y la sensación de vacío y postración
deduje que no había sido un sueño normal. En la segunda ocasión, el lapso de tiempo
fue de dos noches y un día, y tuve suerte de que el mal me atacara mientras estaba
seguro en mi cama.
No lo conté a nadie. Cuando el tercer ataque era inminente reconocí las señales:
una ligera sensación de estar medio hambriento, un leve vértigo, un deseo de
descansar y de guardar silencio. De manera que mandé a Mora para su casa, cerré las
puertas y me fui a mi dormitorio. Más tarde me sentí como a veces me sentía después
del momento de la profecía: animado como una criatura dispuesta a volar, con los
sentidos despiertos y limpios como recién estrenados, recibiendo los colores y
sonidos con la frescura y brillantez con que deben llegarle a un niño. Por supuesto

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que recurrí a mis libros para informarme, pero al no encontrar ayuda en ellos dejé de
lado este asunto, aceptándolo al igual que había aprendido a aceptar las penalidades
de la profecía, y su retirada como un toque de la mano del dios. Quizás ahora esta
mano me estaba atrayendo más cerca. Este pensamiento no me asustaba.
Había hecho lo que el dios había requerido de mí y, cuando el momento llegara,
estaría preparado para irme.
Pero consideraba que no iba a requerir que sacrificara mi orgullo. Que permitiría
que los hombres recordaran al encantador y profeta real que se retiró de la presencia
de los hombres y del servicio del rey a su debido tiempo; no como un viejo chocho
que había esperado excesivamente su destitución.
De manera que permanecí solitario, ocupándome con el jardín y mi medicina,
escribiendo y enviando largas cartas a Blaise en Northumbria y siendo bastante bien
cuidado por Mora, cuya cocina se enriquecía de vez en cuando con algún obsequio de
la mesa de Arturo. Obsequios que yo también le devolvía: una cesta de manzanas de
uno de los árboles jóvenes que eran especialmente exquisitas; cordiales y medicinas;
incluso perfumes, que había confeccionado para satisfacción de la reina; hierbas para
la cocina del rey. Simples bagatelas después de los valiosos regalos de profecía y
victoria, pero que hacían pensar en la paz y la edad de oro. Ofrendas de afecto y
contento; ahora teníamos tiempo para los dos. Una época verdaderamente dorada, no
turbada por presagios, pero con la aguijoneante sensación por la que reconocía que
algún cambio se iba a producir; algo que no me inspiraba temor, pero ineluctable
como la caída de las hojas y la llegada del invierno.
Fuera lo que fuese, no me iba a permitir pensar en ello. Era como un hombre solo
en una habitación vacía, bastante satisfecho aunque escuchando los ruidos tras la
puerta cerrada y aguardando medio esperanzado a alguien que tenía que llegar, y
sabiendo en lo más íntimo de su corazón que esto no sucedería.
Pero sucedió.
Sucedió en un dorado atardecer, a mediados de mes. Había una luna llena que se
había deslizado como un fantasma en el cielo mucho antes de la puesta del sol.
Pendía tras las ramas del manzano como un gran faro brumoso cuya luz, a medida
que el cielo oscurecía, pasaba lentamente al albaricoque y al oro. Yo estaba en el
taller-almacén, desmenuzando un montón de hisopo seco. Los tarros estaban limpios
y preparados. La habitación olía a hisopo, y a manzanas y ciruelas puestas a madurar
en los anaqueles. Unas pocas avispas tardías estaban zumbando, y una mariposa,
atraída por el calor de la habitación, extendía sus preciosas alas sobre la piedra del
marco de la ventana. Oí unas leves pisadas detrás de mí y me volví.
Me llaman mago y en verdad lo soy. Pero ni esperaba su llegada ni le oí hasta que
le vi de pie allí, en el crepúsculo, iluminado por el cada vez más profundo oro de la
luna. Como si hubiera sido un fantasma, así me quedé, con la mirada fija y

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completamente paralizado. Con frecuencia me había vuelto la imagen del encuentro
en la niebla junto a la orilla de la isla, pero nunca como algo real; a cada intento de
evocarlo se convertía más y más en un sueño, en algo imaginado, en tan sólo un
deseo.
Ahora el muchacho real estaba aquí, sofocado y jadeando, sonriente pero no
totalmente a gusto, como si no estuviera seguro de ser bien recibido. Sostenía un
hatillo, que supuse debía contener sus pertenencias. Iba vestido de gris, con una capa
del color de los brotes de haya. No llevaba adornos ni armas. Empezó:
—Supongo que os acordaréis de mí, pero…
—¿Cómo no iba a recordarte? Tú eres el muchacho que no es Ninian.
—Oh, sí lo soy. Quiero decir, es uno de mis nombres. De verdad.
—Ya veo. Así que cuando yo te llamé…
—Sí. Cuando empezasteis a hablar pensé que debíais de conocerme; pero luego,
cuando dijisteis quién erais, me di cuenta de que os habíais confundido y… bueno,
me asusté. Lo siento. Debía habéroslo dicho enseguida, en vez de escapar corriendo
de aquella manera. Lo siento.
—Pero cuando te expliqué que te quería enseñar mis artes y te pedí si querías
venir conmigo estabas de acuerdo. ¿Por qué?
Sus manos, blancas sobre el fardo, se apretaban y retorcían sobre los pliegues de
la capa. Esperaba aún en el umbral, como si estuviera a punto de salir corriendo.
—Es que… Cuando dijisteis que él… aquel otro chico… había sido la… la clase
de persona que podía aprender de vos… De todo esto os habíais dado cuenta hacía
tiempo, dijisteis, y también qué él lo sabía. Bueno —tragó saliva—, creo que yo
también lo soy… Toda mi vida he sentido que había puertas detrás de la mente que se
abrirían a la luz sólo con que fuera capaz de encontrar la llave.
Titubeó, pero sus ojos no vacilaron ante los míos.
—¿Sí? —No le proporcioné la menor ayuda.
—En aquel momento, cuando me hablasteis así, de repente, salido de la niebla,
fue como un sueño convertido en realidad. El propio Merlín dirigiéndose a mí por mi
nombre y ofreciéndome la auténtica llave… Pese a que me di cuenta de que me
habíais confundido con algún otro que estaba muerto, tuve la descabellada idea de
que quizá yo podría ir a vuestro lado y ocupar su lugar… Luego, naturalmente, me di
cuenta de cuan estúpido era pensar que podía engañaros precisamente a vos entre
todos. Por eso no me atrevía a venir.
—Pero ahora te has atrevido.
—Sí, me he atrevido. —Hablaba con sencillez, afirmando un hecho—. Desde
aquella noche no he pensado en otra cosa. Tenía miedo, porque… Tenía miedo, pero
hay cosas que tienes que hacer, no te dejarán en paz, es como si fueras guiado. Más
que guiado, empujado. ¿Me entendéis?

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—Perfectamente. —Me costaba mantener la voz firme y grave. En ella debía de
haber alguna nota de lo que mi corazón sentía, porque desde la habitación de arriba
escuché la respuesta dulce y casi imperceptible del arpa.
Él no había oído nada. Estaba todavía cobrando ánimos, desafiándome, haciendo
un esfuerzo dentro de su papel de suplicante.
—Ahora sabéis la verdad. No soy el muchacho que conocisteis. No sabéis nada
de mí. Sea lo que fuere lo que yo sienta aquí, en mi interior —movió la mano como si
fuera a ponerla sobre el pecho, pero volvió a apretarla sobre el hatillo—, si juzgáis
que no vale la pena enseñarme no espero que lo intentéis ni que perdáis ningún
tiempo conmigo. Pero si queréis…, si quisierais tan sólo dejarme quedar aquí, dormir
en el establo, cualquier cosa, ayudaros con…, bueno, con trabajos como éste —lanzó
una mirada rápida al montón de hisopo—, hasta que quizá llegarais a conocer… —
Volvió a titubear, y esta vez su voz se apagó. Pasó la lengua por los resecos labios y
permaneció silencioso, observándome.
Era mi mirada la que vacilaba, no la suya. Me di la vuelta para ocultar la alegría
que sentía traslucirse en las mejillas. Hundí las manos hasta las muñecas en la
fragante hierba y restregué los secos fragmentos entre los dedos. El aroma del hisopo,
nítido y penetrante, ascendió hasta mí y me tranquilizó.
Hablé con lentitud, mirando hacia los tarros de hierbas:
—Cuando te llamé junto al lago, te había tomado por un muchacho con el que
viajé al norte hace muchos años y cuyo espíritu se comunicaba con el mío. Murió, y
desde aquel día no he dejado de lamentar su muerte. Cuando te vi pensé que habría
habido un error y que él aún vivía; pero luego, cuando tuve tiempo para pensar en
ello, caí en la cuenta de que ahora ya no sería un muchacho sino un hombre hecho.
Dirás que fue un error estúpido. Generalmente no cometo equivocaciones de esta
clase, pero en aquel momento me dije que había sido producida por el cansancio y la
pena, y por la esperanza aún viva en mí de que algún día él mismo o un espíritu
semejante acudiría otra vez a mi encuentro.
Me callé. El muchacho no decía nada. La luna se había desplazado tras el marco
de la ventana, y la puerta en donde él permanecía en pie estaba en la penumbra. Me
volví a mirarle.
—Tenía que haberme dado cuenta de que no se trataba de un error. Fue la mano
del dios la que hizo que tu camino y el mío se cruzaran, y ahora te ha conducido hasta
mí a pesar de tu miedo. No eres el muchacho que conocí, pero si no hubieras sido tan
igual al otro, puedes estar seguro de que ni te habría visto ni habría hablado contigo.
Aquella noche estaba henchida de una fuerte magia. Debería haberlo tenido presente;
debería haber confiado en ella.
—Yo también lo noté —confirmó con vehemencia—. Podía sentir las estrellas
como la helada sobre la piel. Había salido a pescar…, pero lo dejé. No era noche para

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la muerte, ni siquiera para un pez. —Confusamente le vi sonreír, pero luego tomó
aliento, inseguro—. ¿Queréis decir que puedo quedarme? ¿Sí?
—Sí. —Levanté los dedos del hisopo y dejé que volviera a caer despacio sobre el
mantel sacudiendo juntas las puntas de los dedos—. Después de esto, ¿quién de
nosotros osaría ignorar que el propio Dios es quien nos guía? No me tengas miedo.
Eres muy bien recibido. No dudes de que cuando tenga tiempo para ser precavido te
advertiré acerca de la dura tarea que estás emprendiendo y de las espinas que se
encuentran en el camino, pero en este preciso momento no me atrevo a decirte nada
que por temor pueda ahuyentarte otra vez de mí. Entra y déjame que te vea.
Mientras me obedecía, tomé del estante una lámpara que no alumbraba. Con el
aire la mecha prendió una llama y produjo una iluminación intensa.
A plena luz advertí que nunca podría haberlo confundido con el ayudante del
orfebre, aunque se le parecía mucho. Era un poco más alto y el contorno de la cara se
veía menos enflaquecido. Tenía la piel más delicada, y las manos, de huesos tan finos
y aspecto tan habilidoso como las del otro muchacho, jamás habían realizado trabajos
de esclavo. El cabello era idéntico, una melena espesa y oscura, toscamente cortado
justo a la altura de los hombros. La boca era igual, tanto que hubiera podido
engañarme otra vez; tenía unos trazos suaves y soñadores que, según yo sospechaba,
encubrían una firmeza de intenciones, tal vez obstinación. El otro Ninian mostraba
una tranquila indiferencia por aquello de lo que no quería enterarse: los discursos de
su dueño le pasaban por alto, mientras se refugiaba en sus propios pensamientos.
Aquí había la misma suave porfía y en estos ojos encontraba una idéntica mirada
soñadora y medio ausente que podía cerrarse al mundo exterior con tanta eficacia
como si bajara los párpados. Eran grises, con el iris bordeado de negro, y tenían la
claridad del agua del Lago. Comprobé que, al igual que el agua del Lago, podían
reflejar el color y parecer verdes, azules o negro tempestuoso según fuera su
disposición de ánimo. Ahora me observaban con lo que parecía una mezcla de
fascinación y miedo.
—¿La lámpara? —pregunté—. ¿Nunca viste una invocación del fuego? Bueno,
pues es una de las primeras cosas que aprenderás; es la primera que mi propio
maestro me enseñó. ¿O son los tarros? Los miras como si pensaras que ahí dentro
estaba guardando veneno. Lo que hago es almacenar las hierbas del jardín para
usarlas en invierno.
—Hisopo —dijo. Me pareció notar una chispa de travesura, que en una muchacha
podría denominarse coquetería—. «Debe quemarse con azufre para inflamaciones de
garganta; o hervirse con miel para aliviar la pleuresía de los pulmones».
—¿Galeno? —pregunté riendo—. Bueno, parece que el comienzo irá rápido.
¿Puedes leer? ¿Sabes…? No, tengo que esperar hasta mañana. Por ahora, lo primero
es: ¿has cenado?

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—Sí, gracias.
—Me has dicho que Ninian es «uno de tus nombres». ¿Cómo quieres que te
llame?
—«Ninian» está bien… eso es, a menos que prefiráis no usarlo. ¿Qué le pasó al
muchacho que conocisteis? Creo que mencionasteis que se ahogó.
—Sí. Estábamos en Corstopitum y se fue con otros chicos a nadar al río, junto al
puente que hay en la parte en que el Cor desagua en el Tyne. Volvieron a toda prisa
diciendo que la corriente se lo había llevado.
—Lo siento.
Le sonreí.
—Tendrás que trabajar duro para conseguir que esta pérdida pueda considerarse
un bien. De manera que, ven, Ninian, tenemos que buscarte un sitio para dormir.

Así fue como conseguí a mi asistente, y el dios a su sirviente. Durante todo este
tiempo nos había guiado a ambos. Ahora me parecía que el primer Ninian no era sino
un precursor —una sombra proyectada de antemano— del real que después acudió a
mí desde el Lago.
Desde un principio fue evidente que el instinto no nos había engañado a ninguno
de los dos; Ninian del Lago, aun conociendo poco las artes que yo profesaba,
demostraba ser un adepto natural.
Aprendía rápido, absorbiendo conocimiento y arte de la misma manera que la
ropa absorbe el agua limpia. Era capaz de leer y escribir con fluidez, y aunque no
poseía el don de lenguas como yo lo poseí en mi juventud, hablaba en puro latín tan
bien como en lengua vernácula, y había aprendido el suficiente griego como para
poder leer una etiqueta o ser exacto en una receta. Me contó que en una ocasión tuvo
acceso a una traducción de Galeno, pero de Hipócrates no sabía más que lo que había
oído. Se lo di a leer en una versión latina que tenía, y en cierta medida me encontré
como si yo mismo volviera a la escuela, dado el nivel de las preguntas que formulaba,
cuyas respuestas había obtenido yo hacía tanto tiempo que puedo garantizar que
había olvidado ya cómo las había conseguido. No sabía nada de música, ni quería
aprender: fue ésta la primera vez en que me encontré cara a cara con aquella amable
pero inamovible terquedad suya. Con el rostro invadido por una luz soñadora
escuchaba mientras yo tocaba o cantaba; pero cantar él mismo, o al menos probarlo,
no lo haría; y tras unos pocos intentos de enseñarle las notas en el arpa grande, me di
por vencido. Me hubiera gustado que tuviese voz; la verdad es que tampoco me
habría apetecido quedarme sentado mientras a mi lado otro hombre hacía música con
mi arpa, pero ahora, con la edad, mi propia voz ya no era tan buena como fue en otro
tiempo, y hubiera resultado agradable oír una voz joven cantando los poemas que yo
componía. Pero no. Sonreía, negaba con la cabeza, me afinaba el arpa (que ya era

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mucho que quisiera y pudiera hacerlo) y escuchaba.
En cambio para el aprendizaje de todo lo demás ponía ilusión y rapidez.
Recordando lo mejor que pude el modo con que el viejo Galapas, mi maestro, me
había iniciado en las artes de la magia, le introduje paso a paso en las extrañas y
brumosas estancias del arte.
Poseía ya algún grado de videncia, pero aquello en lo que yo había sobrepasado a
mi maestro desde un principio Ninian lo haría bien si llegaba a tiempo para poder
igualarme; en cuanto a los vuelos de la profecía, todavía le resultaban ajenos. Si
llegaba la mitad de lejos que yo me daría por satisfecho. Como les pasa a todos los
viejos, me resultaba increíble que aquel joven cerebro y aquel cuerpo tierno pudieran
soportar las presiones que tantas veces había soportado yo. Al igual que lo había
hecho Galapas conmigo, le aliviaba con ciertas drogas, sutiles pero no peligrosas, y
pronto pudo ver en el fuego o en la lámpara, y después despertar de la visión tan sólo
fatigado, y algunas veces alterado por lo que había visto. Hasta entonces no había
conseguido combinar una cosa verdadera con una visión. Yo no le ayudaba; y, por
supuesto, en aquellos pacíficos meses de su aprendizaje hubo pocos sucesos de
suficiente entidad como para que surgiera una profecía removiendo el fuego. Una o
dos veces me habló, con bastante confusión, de la reina y Melvas y Beduier y el rey,
pero deseché las visiones como oscuras y no las volví a tomar en cuenta.
Rehusaba con firmeza hablarme de sí mismo o de dónde procedía. Me dijo que la
mayor parte de su vida había vivido en la isla o cerca y me dejó deducir que sus
padres habían sido humildes moradores de una de las aisladas aldeas del lago. Ninian
del Lago es como se llamaba a sí mismo y decía que con esto bastaba, de modo que
así lo acepté. Su pasado, después de todo, no contaba; lo que iba a ser lo haría yo. No
le presioné; bastante había tenido yo, como bastardo y niño sin padre conocido, de la
vergüenza de pasar por tales interrogatorios, por lo que respeté los silencios del
muchacho y no le pregunté más que lo que quisiera contarme.
Toda la parte práctica de las curaciones, el estudio de la anatomía y el uso de las
drogas le interesaba y con provecho. También era diestro en el dibujo, cosa que yo
nunca fui. Aquel primer invierno empezó a compilar por sí mismo un herbario local,
por el mero placer de hacerlo, aunque para la búsqueda e identificación de las plantas,
cosa que representa más de la mitad del arte médica, hubiera debido esperar hasta la
primavera. Pero para eso no había prisa. Según me dijo, tenía toda la vida por delante.
Pasó el invierno en medio de una profunda felicidad y cada día era demasiado
corto para todo aquello con lo que podía llenarse. Estar con Ninian significaba tenerlo
todo: otra vez mi propia juventud, ilusionada y rápida en aprender, con una vida sin
dobleces y llena de brillantes promesas, y, al mismo tiempo, los placeres del
pensamiento tranquilo y de la soledad. Parecía presentir cuándo necesitaba yo estar
solo y, o bien se retiraba físicamente de mi presencia e iba a su habitación, o

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permanecía en silencio y aparentemente en una profunda abstracción, con lo cual
dejaba libre mi pensamiento. No quería compartir conmigo la casa, sino que dijo que
prefería tener sus propios aposentos donde no me causaría perturbación alguna; así
las cosas, hice que Mora preparase las habitaciones superiores que habrían alojado a
los criados si alguno hubiera vivido conmigo. Estaban situadas sobre el taller-
almacén, de cara al oeste, y, aunque pequeñas y con techo de poca altura por debajo
de las vigas, eran agradables y aireadas. Al principio me pregunté si Mora y él habían
llegado a alguna clase de entendimiento: pasaban gran cantidad de tiempo charlando
juntos en la cocina o abajo, junto a la corriente en donde la muchacha hacía la colada.
Les oía reírse y podía ver que se profesaban simpatía mutua, pero no había señales de
intimidad, y en su momento, y por cosas que él mismo dejó caer en la conversación,
me di cuenta de que Ninian sabía tan poco del amor como yo mismo. Lo cual, desde
el punto de vista del poder que crecía en él, palpable semana a semana, yo no podía
verlo más que como algo natural. Los dioses no otorgan dos dones a la vez, y son
celosos.

Al año siguiente la primavera llegó temprana, con días apacibles y soleados en


marzo, y los ánades silvestres pasando diariamente por arriba, hacia sus lugares de
nidificación, en el norte. Yo cogí una especie de resfriado y permanecí dentro de la
casa, pero un día que hacía buen tiempo salí al exterior para sentarme en el
jardincillo, en el que las palomas estaban ya ocupadas en su galanteo. Las paredes
caldeadas lo convertían en un lugar tan agradable como el asiento junto a la lumbre;
contra la piedra había rosadas copas de membrilleros y al pie de la pared unos lirios
de invierno estaban en su apogeo. Oía los golpes sordos de la laya de Varro en los
jardines que estaban más allá del establo y pensaba distraídamente en lo que había
proyectado plantar. Nada más ocupaba mi mente fuera de unos vagos y agradables
planes de tipo doméstico, la visión del brillo rojizo en las plumas del pecho de las
palomas y el sonido adormecedor de su arrullo…
Más tarde, mirando hacia atrás, me preguntaba si por espacio de una breve hora
mi enfermedad me habría privado de la conciencia del presente. Me hubiera gustado
creerlo. Pero parece probable que el mal que me había alcanzado era la edad, la
debilidad producida por el resfriado y la sosegante droga del contento.
Rápidos pasos en una escalera de piedra me despertaron alarmado. Miré hacia
arriba. Ninian bajaba corriendo desde su habitación con pasos inseguros, como si
fuera él y no yo quien estuviese medio drogado, o incluso enfermo. Posó una mano
sobre la pared de piedra, como para evitar el dar un traspié. Todavía tambaleante
cruzó la columnata y salió a la luz del sol. Se detuvo, buscando apoyo con la mano en
uno de los pilares. Tenía la cara pálida y los ojos enormes, con las negras pupilas
cubriéndole casi completamente el iris. Los labios parecían secos, pero tenía la frente

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mojada y dos agudos pliegues de dolor le surcaban el entrecejo.
—¿Qué pasa? —Alarmado, me disponía a levantarme, pero alargó una mano para
tranquilizarme y luego se acercó. Se dejó caer sobre las losas a mis pies, al sol.
—He tenido un sueño —me confió, e incluso su voz era distinta—. No, no
dormía. Estaba leyendo junto a la ventana. Había allí una tela de araña, todavía llena
de gotas de la lluvia de anoche. Estaba mirándola cuando de pronto le dio la luz del
sol…
Entonces comprendí. Bajé la mano hasta su hombro y la mantuve allí con
firmeza.
—Quédate un rato callado. No olvidarás el sueño. Ahora espera. Más tarde me lo
contarás.
Pero en tanto yo me ponía de pie estiró la mano y me agarró la ropa.
—¡No me entendéis! ¡Era un aviso! ¡Estoy seguro! Hay alguna especie de
peligro…
—Te entiendo muy bien. Pero mientras no te desaparezca el dolor de cabeza no
recordarás nada con claridad. Ahora, espera. Vuelvo enseguida.
Entré en el almacén. Mientras estaba ocupado preparando el cordial sólo tenía un
pensamiento. Él, que estaba sentado leyendo y pensando, había tenido una visión
proporcionada por una chispa de luz en una gota de rocío. Yo, aguardando
ociosamente y con la mente pasiva a pleno sol, nada había visto. Noté que la mano
me temblaba un poco mientras vertía el cordial. Pensé que exigiría amor el hacerme
apaciblemente a un lado para contemplar cómo el dios retiraba el ala con que me
cubría y acogía a otro bajo su sombra. No importa que el poder te haya
proporcionado sufrimiento, y el miedo de los hombres y a veces su odio: nadie que
haya conocido un poder como éste desea abdicar de él en favor de otro. De nadie, en
absoluto.
Llevé la copa fuera, a la luz del sol. Ninian, enroscado aún sobre las losas de
piedra, tenía la cabeza agachada y se apretaba fuertemente la frente con el puño. Se le
veía muy joven y frágil. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y sus ojos grises, anegados
en lágrimas de dolor, me miraron sin verme. Me senté, le tomé una mano entre la mía
y le guié la copa hasta la boca.
—Bebe esto. Hará que dentro de nada te encuentres bien. No, no intentes hablar
aún.
Bebió y volvió a bajar la cabeza, apoyándola esta vez en mi rodilla. Le pasé la
mano por el cabello. Durante algún tiempo permanecimos sentados así, mientras las
palomas, dispersadas por su llegada, volvían a bajar volando hasta la albardilla de la
pared y reanudaban una vez más su amable galanteo. Más allá de los establos el
monótono sonido de la laya de Varro seguía y seguía.
Ahora Ninian se agitaba. Retiré la mano.

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—¿Mejor?
Agitó afirmativamente la cabeza y la levantó. Los surcos de dolor habían
desaparecido.
—Sí, sí. Casi se me ha pasado. Era más que un dolor de cabeza; era como un
zarpazo agudo en medio del cerebro. Nunca había sentido nada parecido. ¿Estoy
enfermo?
—No, se trata simplemente de que eres un vidente, un profeta, un ojo y una voz
para el dios más tiránico. Has tenido un sueño despierto, lo que se llama una visión.
Ahora cuéntamela, y veremos si es verdadera.
Alzó las rodillas y las estrechó entre ambas manos. Hablaba mirando por delante
de mí hacia la pared en donde se veían las negras ramas y las rojas copas del
membrillo. Tenía los ojos todavía oscuros, dilatados por la visión, y la voz baja y
uniforme, como si recitara algo aprendido maquinalmente.
—Vi una extensión de mar gris, azotado por vientos tempestuosos, rompiéndose
espumeante contra las rocas igual que garras de zorro. Había una playa de guijarros,
también grises, entre los que corrían arroyuelos de lluvia. Las olas llegaban a la
playa, y traían con ellas mástiles rotos, barriles y velas desgarradas, los restos de un
naufragio. Y gente, cuerpos ahogados de hombres y mujeres. El cadáver de uno de
los hombres rodó cerca de mí y vi que no había muerto ahogado: tenía una profunda
herida en el cuello, pero el mar se había llevado toda la sangre. Parecía como cuando
se desangra un animal. También había niños muertos, tres. Uno estaba desnudo y lo
habían atravesado con una lanza. Después, más allá de los despojos, vi otro barco,
éste entero, con las velas recogidas al viento y los remos sacados manteniéndolo
estable. Esperaba allí y advertí que la cubierta sobresalía poco por encima del agua,
como si fuera cargado con mucho peso. La proa era alta y curvada, con un par de
cuernos sujetos a ella; no pude ver si eran de verdad o estaban tallados en la madera.
Creo que pude ver el nombre: era King Stag, «Ciervo Real». Los hombres del barco
miraban cómo daban tumbos los cadáveres en la orilla y se reían. Aunque había
mucha extensión de mar en medio, pude oír lo que decían con bastante claridad…
¿Podéis creerlo?
—Sí. Continúa.
—Estaban diciendo: «¡Ibas bien guiado, por Dios! ¿Quién hubiera dicho que la
vieja gabarra estaba tan ricamente provista? Una suerte como la tuya y un reparto
equitativo del botín, y todos nos haremos con una buena fortuna». Le estaban
hablando al capitán.
—¿Oíste su nombre?
—Creo que sí. Le llamaron «Heuil».
—¿Eso es todo?
—No. Hubo una especie de oscuridad, como una niebla. Luego el King Stag

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había desaparecido, aunque cerca de mí, en la orilla, había jinetes, y algunos de ellos
habían desmontado y estaban mirando los cadáveres. Un hombre levantó un trozo
roto de la tablazón de la cubierta que tenía encima algo que podía ser el nombre del
barco naufragado y lo arrastró hasta donde había otro jinete montado a caballo, un
hombre moreno: no pude ver que llevara ninguna divisa, pero era obvio que era su
jefe. Parecía furioso. Dijo algo y los demás volvieron a coger sus caballos y se
alejaron todos de la playa galopando hacia arriba, por las dunas y las altas hierbas. Yo
me quedé allí, y luego también los cadáveres habían desaparecido, y el viento me
soplaba en los ojos y me hacía llorar… Eso fue todo. Estaba mirando la telaraña, pero
las gotas se habían esfumado con el sol. Una mosca, atrapada en la tela, la sacudía.
Supongo que eso es lo que me despertó. Merlín…
Se calló bruscamente y ladeó la cabeza para escuchar. En aquel momento,
procedente del camino de abajo, capté el ruido de una tropa de jinetes y una distante
orden de alto. Un jinete se destacó en solitario y se aproximó con un vivo galope.
—¿Un mensajero de Camelot? —le pregunté—. Quien sabe, quizás es el de tu
visión que viene para casa.
El caballo se detuvo. Se oyó el campanilleo de la brida mientras se la tendían a
Varro. Pasando bajo la arcada entró Arturo.
—Merlín, me alegra verte ahí fuera. Me han dicho que habías estado enfermo y
venía para saber personalmente cómo estabas.
Hizo una pausa, mirando hacia Ninian. Por supuesto sabía que el muchacho
estaba conmigo, pero hasta el momento no habían sido presentados. Ninian había
rehusado acompañarme a Camelot, y hasta la fecha cada vez que el rey me visitaba
Ninian se retiraba a sus aposentos con alguna excusa. Conociendo el temor
reverencial que los habitantes del Lago sentían por el Gran Rey, yo tampoco le había
forzado para nada.
Estaba yo de pie justo empezando a decir: «Éste es Ninian», cuando el propio
muchacho me interrumpió. Se levantó de un salto, tan rápido como una serpiente
desenroscándose, y gritó:
—¡Ése es el hombre! ¡Es él! ¡Eso quiere decir que era un sueño verdadero! ¡Era
verdadero!
Arturo levantó mucho las cejas, no ante la falta de ceremonia, según advertí, sino
ante sus palabras. Pasó la mirada de Ninian a mí.
—¿Un sueño verdadero? —repitió suavemente. Conocía la frase desde antiguo.
Oía la voz entrecortada de Ninian mientras volvía al presente a través del
sedimento de la visión. Todavía estaba parpadeando, como alguien al que se coloca
bruscamente frente a una luz brillante:
—Es el rey. O sea que era el rey.
—¿Cuál era el rey?

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Ninian, sofocado, empezó a tartamudear:
—Nada. Es decir, estaba tan sólo hablando con Merlín. Al primer momento no os
conocí. Yo…
—No importa. Ahora ya me conoces. ¿Qué era eso que decías de un sueño
verdadero?
Ninian me dirigió una mirada suplicante. Una cosa era contarme su sueño y otra
bastante diferente formular su primera profecía en presencia del rey. Me dirigí al rey
en su lugar:
—Parece que un viejo amigo tuyo se ha dado a la piratería o a alguna vileza tan
infrecuente como ésta en algún lugar de sus aguas territoriales. Crimen y robo,
pacíficos comerciantes saqueados y su barco hundido, sin que quedara ni un solo
superviviente para contarlo.
—¿Un viejo amigo mío? ¿Pues quién? —preguntó frunciendo el entrecejo.
—Heuil.
—¿Heuil? —Su rostro se ensombreció. Se quedó unos momentos pensativo—. Sí,
eso encaja. Eso encaja. Hace algún tiempo tuve noticias de Antor, quien me dijo que
Caw se estaba acabando y que su salvaje progenie rondaba a su alrededor como
perros ociosos a la espera de que cayese algo. Y posteriormente, hace tres días,
Urbgen, el marido de mi hermana y señor de Rheged, me habló de un pueblo costero
que fue atacado y saqueado, y sus habitantes muertos o dispersados. Él se sentía
inclinado a culpar a los irlandeses, pero yo lo dudaba; hacía un tiempo demasiado
duro para cualquier incursión que no fuera meramente local. ¿Así que se trata de
Heuil? No me sorprende. ¿Debo ir?
—Parece que sería lo mejor. Supongo que Caw ha muerto o está muriendo. De
otro modo, no puedo creer que Heuil se atreviera a provocar a Rheged.
—¿Supones?
—Eso es todo.
Asintió con un movimiento de cabeza.
—Parece verosímil. En cualquier caso, esto me vendrá muy bien. Casi había
estado a punto de inventar algún pretexto para una correría por el norte. Con el
dominio de Caw debilitándose y ese perro negro de Heuil reuniendo secuaces con los
que poder disputar las pretensiones de su hermano al gobierno de Strathclyde, me
gustaría estar allí para enterarme personalmente de lo que pasa. ¿Piratería, eh? ¿No
viste dónde?
Eché una mirada a Ninian. Negó con la cabeza.
—No —respondió—, pero lo encontraréis. Estabais en la orilla mientras los restos
del naufragio y los cadáveres aún yacían por allí. El barco corsario es el King Stag.
Es todo cuanto sabemos. Deberíais poder hacer pagar la culpa a quien le corresponda.
—Lo haré, descuida —dijo con humor sombrío—. Esta noche enviaré un aviso al

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norte, a Urbgen y a Antor, para que me esperen, y yo emprenderé el viaje mañana por
la mañana. Os estoy agradecido. Había estado buscando una excusa para suprimir al
señor Heuil de la jauría, y ahora me dais ésta. Tal vez sea precisamente la
oportunidad que preciso para ratificar otro acuerdo entre Strathclyde y Rheged, y dar
mi apoyo al nuevo rey. No sé cuánto tiempo estaré fuera. ¿Y tú, Merlín? ¿De veras te
encuentras bien del todo?
—Muy bien.
Sonrió. La mirada que nos cruzamos entre Ninian y yo no le había pasado por
alto.
—Parece que al fin tienes a alguien con quien compartir tus visiones. Bueno,
Ninian, me alegro de haberte conocido.
Sonrió al muchacho y le dijo unas palabras amables. Ninian, con la mirada fija,
articuló alguna respuesta. Me había equivocado respecto a él, ahora me daba cuenta:
no se había sentido atemorizado por la presencia del rey. En su manera de mirar a
Arturo había una calidad, algo que no sabría cómo llamar; no era la veneración que
solía ver en los ojos de los hombres, sino un aprecio firme. Arturo lo percibió y
pareció que le caía en gracia; luego se apartó del muchacho y volvió a mi lado para
preguntarme si deseaba enviar algún mensaje a Morgana y a Antor. A continuación se
despidió y se fue.
Ninian andaba pensando en todo ello:
—Sí, era un sueño verdadero. El jefe moreno en el caballo blanco, con el escudo
blanco brillando, sin más blasón en él que la luz del cielo. Era Arturo, sin ninguna
duda. ¿Quién es exactamente Heuil, y por qué quiere el rey una excusa para abatirlo?
—Es uno de los hijos de Caw de Strathclyde, quien ha reinado en Dumbarton
Rock desde casi antes de lo que yo pueda recordar. Es muy viejo y ha tenido
diecinueve hijos de varias mujeres. También puede haber algunas hijas, pero esos
salvajes del norte tienen en poco a las hembras. El más joven de la prole, Gildas,
recientemente ha sido enviado a mi viejo amigo Blaise, de quien ya te he hablado,
para que aprenda a leer y escribir. Al menos éste será un hombre de paz. Pero Heuil
es el más salvaje de una casta salvaje. Él y Arturo siempre se han profesado mutua
aversión. Una vez riñeron y se pelearon por una muchacha, en el norte, cuando
Arturo era aún muy joven. Desde entonces, y con la salud de Caw debilitándose, el
rey ha visto a Heuil como un peligro para el mantenimiento de la paz en el norte.
Pienso que Heuil haría lo que fuera para perjudicar a Arturo, incluso aliarse con los
sajones. O al menos eso cree Arturo. Sin embargo, ahora que Heuil se ha dedicado a
la rapiña y el crimen puede ser perseguido y aniquilado, y el peor peligro se habrá
conjurado.
—¿Y el rey se lleva el ejército al norte, así como suena, basándose en vuestra
palabra?

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Ahora sí que veía yo temor en su rostro, pero no un temor a reyes y a sus
consejos. Por vez primera estaba sintiendo el poder en sí mismo.
—No, en la tuya —respondí sonriendo—. Si pareció que me atribuía el mérito de
la visión, lo lamento. Pero el asunto era urgente, y podía no haberte creído tan
fácilmente.
—Seguro que no. Pero ¿vos también lo visteis?
—Yo no vi nada.
Parecía alarmado.
—Pero me creísteis inmediatamente…
—Pues claro. Que yo no lo haya compartido no significa que no sea un sueño
verdadero.
Se le veía preocupado, o mejor asustado.
—Pero Merlín: ¿queréis decir que no sabíais nada de todo eso antes de que os
contara mi sueño? Es decir, sobre la conversación de Heuil el pirata… ¿O, quizá más
exacto, la intención de convertirse en pirata? ¿Habéis enviado al rey hacia el norte
basándonos sólo en mis palabras?
—Eso es lo que quiero decir, sí.
Un silencio, mientras preocupación, percepción, emoción y finalmente alegría
fueron mostrándose en su rostro con tanta claridad como el reflejo de la luz y de las
nubes en movimiento a través de las aguas de su lago nativo.
Todavía estaba tratando de comprender las consecuencias del poder. Pero cuando
volvió a hablar, me sorprendió. Como Arturo, iba directamente más allá, hasta
aquellas consecuencias ajenas que me concernían a mí y no a él. Y las palabras que
siguieron eran un eco exacto de las de Arturo:
—Merlín, ¿os importa?
—Tal vez —le respondí así de simple—. Ahora, un poco. Pero pronto, en
absoluto. Es un don muy duro, y quizá ya sea momento de que el dios te lo traspase y
me deje en paz para poder sentarme al sol y contemplar las palomas sobre el muro.
Sonreí mientras hablaba, pero su rostro no correspondió a mi gesto. Entonces hizo
una cosa extraña. Me tomó la mano, la levantó hasta su mejilla y luego la dejó caer y
subió escaleras arriba a su habitación sin más palabras ni miradas. Me quedé de pie
allí, al sol recordando a otro muchacho mucho más joven subiendo cuesta arriba
desde la cueva de Galapas con un torbellino de visiones en la cabeza y lágrimas en el
rostro, y todo el dolor y el peligro para él solo pendiendo de las nubes delante de él.
Después entré en mi habitación y estuve leyendo junto al fuego hasta que Mora me
trajo la comida del mediodía.

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Capítulo VIII
Arturo salió hacia el norte al día siguiente, y después no tuvimos más noticias.
Ninian andaba por la casa con la mirada semiaturdida, creo que con una mezcla de
asombro por sí mismo y la «visión verdadera», y por mí, que no parecía dolido por la
manera en que aquello me había pasado de largo. Por lo que a mí concierne, admito
que me sentía dividido: evocando lo sucedido aquel día, yo sabía que por aquella
época había estado bordeando aquel sueño ponzoñoso que era mi enfermedad, pero
tampoco tras la visita de Arturo y la aceptación de la profecía de Ninian se produjo
nada que me resultara revelador, ni para probar ni para desmentir. Por todo ello, el
preciado silencio de aquellos días lo interpreté como una tranquila aprobación. Era
como contemplar una sombra que lentamente, a medida que se mueven las nubes
lejanas, se retira de un campo o bosque y pasa por encima para cubrir el siguiente. Se
me había mostrado, de manera bastante suave, dónde residía ahora la felicidad; así la
alcanzaba yo preparando al muchacho Ninian para ser como yo había sido, y a mí
mismo para un futuro que en muchas ocasiones había medio entrevisto y adivinado,
pero que ahora veía con mayor claridad y ya no soñándolo sino avanzando hacia él, al
igual que las bestias se dirigen inevitablemente hacia su letargo invernal.
Ninian parecía replegarse en sí mismo, incluso más que antes. En una o dos
ocasiones, mientras yacía insomne durante la noche, le oí cruzar el jardín con pasos
suaves y después, como una criatura joven que se siente repentinamente libre, correr
valle abajo hasta la carretera. En un par de ocasiones incluso hice un esfuerzo por
seguirle con una visión, pero seguramente tomó precauciones para mantenerse oculto
de mí, ya que no pude distinguir más que la calzada y la ligera figura corriendo,
corriendo entre la niebla que se extendía entre Applegarth y la isla. Que guardara
secretos no me perturbaba más que oírle hablar con Mora —a veces durante largo
rato— en el taller-almacén o en la cocina. Yo nunca había contado con compañía
bulliciosa, y con la edad tendía a vivir todavía más retirado. Lo único que me
complacía es que la gente joven tuviera intereses comunes y que cada uno se
encontrara a gusto a mi servicio.
Porque de servicio se trataba. Al muchacho le hacía trabajar más que a un
esclavo. Considero que es el camino del amor; se ansia tan fervientemente que la
persona amada logre los mejores resultados que no se perdona nada. Y de que yo
quería a Ninian ya no podía caber la menor duda: el muchacho era yo mismo y a
través de él yo seguiría viviendo. Mientras el rey necesitara la visión y el poder de su
profeta los encontraría tan al alcance de la mano como la espada real.
Un anochecer avivamos mucho el fuego para protegernos contra el frío viento de
abril y nos sentamos a su lado contemplando las llamas. Ninian se colocó
directamente abajo, en su sitio de costumbre, en la alfombra que estaba delante del

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hogar, con la barbilla apoyada en el puño y los grises ojos que se estrechaban al mirar
el fuego. Gradualmente sobre su fina y pálida piel apareció un brillo de sudor, un velo
que atrapaba la luz del fuego y pintaba su rostro con un trazo puro, nimbando los
bordes del cabello y orlando de arco iris las negras pestañas. Tal como últimamente
me venía sucediendo cada vez con mayor frecuencia, me encontré más absorto en su
contemplación que en el alcance de mi propio poder. Había en ello una mezcla de
profunda satisfacción y un amor cruelmente perturbador que no intentaba analizar ni
comprender. Había aprendido las lecciones del pasado; armonizaba con el momento
creyendo que era lo suficientemente dueño de mí mismo y de mis pensamientos como
para no dañar al muchacho.
Su rostro experimentó un cambio. Algo lo agitaba, un reflejo de pena, angustia o
dolor, como una escena débilmente entrevista tras un cristal. El sudor se le deslizaba
entre los ojos, pero ni pestañeaba ni se movía.
Había llegado el momento de acompañarle. Dejé de mirarle y volví los ojos hacia
el fuego.
Inmediatamente vi a Arturo. Montado en su gran caballo blanco, estaba junto a la
orilla del mar. Era una playa de guijarros y reconocí el castillo firmemente asentado
en un peñasco que se veía al fondo: el faro marino de Rheged que domina el estuario
del Ituna. Estaba anocheciendo y el cielo tormentoso amontonaba nubes de color añil
tras un mar gris más claro que su propio horizonte. Olas espumosas rompían sobre las
piedras y se precipitaban ruidosas hasta la parte alta de la orilla para amainar en una
cremosa espuma y retirarse arrastrándose siseantes entre los guijarros. El semental
blanco se mantenía firme, con la espuma arremolinándosele en torno a los espolones.
Sus salpicados y brillantes flancos y la capa gris de Arturo ondeando lo mismo que
las crines del caballo parecían parte de la escena, como si el rey se hubiera librado de
un peligro en el mar.
Un hombre que parecía un campesino le sostenía la brida a Arturo mientras
hablaba muy seriamente y señalaba hacia el mar. El rey siguió el gesto, se irguió en la
silla y colocó la mano en pantalla sobre los ojos. Vi lo que estaba mirando: una luz
muy lejos, hacia el horizonte, que se agitaba en el agitado mar. El rey hizo una
pregunta y el hombre volvió a señalar algo, esta vez tierra adentro.
El rey hizo un movimiento de cabeza afirmativo, pasó algo de una mano a otra,
luego dio la vuelta al semental y levantó un brazo. El caballo blanco subió galopando
hasta la senda que bordeaba el mar y a través de las espesas nieblas de la visión pude
ver las tropas que se apiñaban tras él. Justo antes de que la visión se desvaneciera vi
en la parte alta del acantilado unas luces que se prendían en la torre.
Regresé a la habitación iluminada por el fuego para encontrarme con Ninian ante
mí. Estaba arrodillado o, para ser más exacto, acurrucado en la alfombra con la
cabeza entre las manos.

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—¿Ninian?
No hubo más movimiento que una ligera sacudida de cabeza. Dejé pasar unos
instantes y luego alcancé el cordial que guardaba a mano.
—Toma. Bebe esto.
Dio unos tragos y me lo agradeció con la mirada, pero siguió sin hablar.
Le observé en silencio unos pocos minutos, y finalmente dije:
—Parece pues que el rey ha llegado a las orillas del Ituna y ha averiguado detalles
sobre los piratas. Se encuentra en la torre marina de Rheged y no dudo de que
mañana por la mañana estará tras las huellas de Heuil. De manera que ¿qué te pasa?
Arturo está a salvo, tu visión era verdadera y él está haciendo lo que se proponía
hacer.
Todavía nada, salvo aquella expresión de pálida angustia. Le dije vivamente:
—Vamos, Ninian, no te lo tomes tan a pecho. Para Arturo eso es cosa de poca
importancia. Lo único delicado es que tiene que castigar a Heuil sin ofender a sus
hermanos, e incluso esto no le será demasiado difícil. Hace ya mucho tiempo que
Heuil, metafóricamente hablando, escupió sobre el hogar de su padre y salió para
cometer maldades por su cuenta. De modo que incluso aunque el viejo Caw estuviera
todavía vivo dudo que se afligiera por ello. —Luego añadí, más vehemente—: Si lo
que has visto es una tragedia o un desastre, es de la máxima importancia que hables
de ello. La muerte de Caw la esperábamos. ¿La de quién, pues? ¿De Morgana, la
hermana del rey? ¿O del conde Antor?
—No. —Su voz sonaba extraña, como un instrumento destinado a la música a
través del cual soplara un viento arenoso—. No vi al rey, en absoluto.
—¿Quieres decir que no viste nada? Mira, Ninian, eso pasa a veces. Recuerda que
el otro día me sucedió, incluso a mí. No debes afligirte por ello. Habrá muchas veces
en que nada acudirá a ti. Ya te lo dije antes, hay que esperar al dios. Él elige la
ocasión, no tú.
Denegó con la cabeza.
—No es eso. Yo he visto. Pero no al Gran Rey. Otra cosa.
—Entonces, cuéntamelo.
—No puedo —respondió mirándome con desesperación.
—Mira, querido, de la misma manera que no eliges lo que vas a ver, tampoco
eliges lo que vas a contar. Quizá llegará algún día en que uses tu discernimiento en
los salones de los reyes, pero a mí dime todo lo que veas.
—¡No puedo!
Aguardé un momento.
—Ahora. ¿Has tenido una visión en las llamas?
—Sí.
—¿Lo que has visto contradice lo que sucedió anteriormente o lo que yo creo que

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acabo de ver?
—No.
—Entonces, si te mantienes en silencio por miedo a mí o a que por alguna razón
pueda yo enfadarme…
—Nunca os he temido.
—Por lo tanto —insistí, pacientemente—, a buen seguro no hay ninguna razón
por la que guardar silencio, y sí todas las razones para explicarme lo que crees que
has visto. Quizá no sea una cosa tan trágica como tú tan obviamente imaginas. Puede
que lo interpretes erróneamente. ¿No se te había ocurrido?
Un relámpago de esperanza, excluida inmediatamente. Tomó aliento, tembloroso,
y pensé que iba a hablar, pero luego se mordió el labio y siguió callado. Me
preguntaba si habría tenido una visión anticipada de mi muerte.
Me incliné hacia él, le tomé la cara entre las manos y le forcé a que la levantara
hacia mí. Alzó los ojos de mala gana al encuentro de los míos.
—Ninian, ¿piensas que no soy capaz de ir hasta donde tú acabas de llegar? ¿Irás a
producirme esta preocupación, esta tensión, o ahora me vas a obedecer? ¿Qué es lo
que viste en la llama?
Sacó la lengua para humedecerse los labios resecos y luego habló en un
murmullo, como si el sonido de su voz le asustara.
—¿Sabíais que Beduier no está con el Gran Rey? ¿Que se quedó en Camelot?
—No, pero podía haberlo supuesto. Era obvio que el rey tenía que dejar a uno de
sus capitanes principales para defender su fortaleza y proteger a la reina.
—Sí. —Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Eso es lo que vi: Beduier en
Camelot…, con la reina. Eran…, creo que son…
Se detuvo. Aparté las manos y bajó los ojos, separándolos —¡y cuan agradecido!
— de los míos.
Sólo había una manera de interpretar su angustia:
—¿Amantes?
—Eso creo. Sí. Sé que lo son. —A continuación, y ahora a toda prisa, prosiguió
—: Merlín, ¿cómo puede la reina hacer semejante cosa? Después de todo lo que ha
sucedido…, ¡después de lo que el rey ha hecho por ella! El asunto de Melvas…
¡Todo el mundo sabe lo que sucedió allí! Y Beduier, ¿cómo puede traicionar al rey de
este modo? La reina…, una mujer a la que hay que mirar como la que está junto a un
hombre como éste, un rey como éste… ¡Si al menos pudiera pensar que no se trata de
un sueño verdadero! ¡Pero sé que lo es! —Me miraba fijamente, con los ojos aún
dilatados por la visión—. Merlín, en nombre de Dios, ¿qué debemos hacer?
—Todavía no puedo decírtelo —respondí lentamente—. Pero júzgalo por ti
mismo si puedes. Ésa es una responsabilidad que no debes pedirme que comparta
contigo…

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—¿Se lo contaréis?
—Soy su servidor. ¿Qué crees que voy a hacer?
Volvió a morderse el labio mientras contemplaba fijamente el fuego, pero esta vez
yo sabía que no veía nada. Tenía la cara pálida y abatida. Recuerdo que me sentí
vagamente sorprendido de que pareciera culpar más a Ginebra por su debilidad que a
Beduier por su traición. Al final dijo:
—¿Cómo podríais contarle semejante cosa?
—Aún no lo sé. La ocasión me lo mostrará.
—No os coge de sorpresa —constató, y alzó la cabeza. Sonaba como una
acusación.
—No. Creo que lo supe aquella noche mientras nadaba hasta el refugio de Melvas
en el lago. Y después, cuando ella le curaba… Y recuerdo que cuando Ginebra acudió
por vez primera a Carlión, para la boda, Beduier era el único de los caballeros que no
la miraba, ni tampoco ella a él. Creo que ya se habían sentido atraídos durante el viaje
desde Norgales, aun antes de que ella viera al rey. —Y añadí—: Y podría decirte que
se me había hecho claramente explícito muchos años antes, cuando ambos eran
todavía muchachos y ninguna mujer había llegado aún a perturbar sus vidas del modo
en que lo hacen las mujeres.
Se puso bruscamente en pie.
—Me voy a la cama —dijo, y se retiró.
Una vez solo, volví a mirar las llamas. Casi inmediatamente los vi. Se hallaban en
la terraza oeste, en donde yo había estado hablando con Arturo. Ahora el palacio
permanecía en la oscuridad, exceptuando el disperso centelleo de las estrellas y el
rayo de luz de una lámpara que caía oblicuamente sobre las baldosas entre unos
recipientes con brotes de rosales.
Estaban sentados en silencio y completamente inmóviles. Las manos de ambos se
entrelazaban y se miraban uno a otro con una especie de frenesí. Ella parecía
asustada: las lágrimas corrían por sus mejillas y mostraba un rostro atormentado,
como si la sombra blanca minara su espíritu. Fuera cual fuese la clase de amor que les
tenía prisioneros, era un amor cruel, y supe que todavía ninguno de los dos había
osado permitirse el faltar a su lealtad.
Los contemplé, los compadecí y luego di una vuelta a los leños humeantes y dejé
que ambos mantuvieran su privacidad.

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Capítulo IX
Ocho semanas después el rey volvió a casa. Tras alcanzar a Heuil, le venció en
buena lid, quemó sus barcos y le hizo pagar una multa que le mantendría durante
bastante tiempo con menos agallas.
Una vez más había sacrificado sus instintos en favor de la política.
Durante su viaje al norte recibió la noticia de que Caw de Strathclyde había
muerto tranquilamente en su cama. Para Caw, tranquilamente significaba eso: había
pasado el día cazando y la mitad de la noche en un festín; luego, cuando el inevitable
castigo golpeó su cuerpo de noventa años a altas horas de la madrugada, murió
rodeado por todos aquellos de sus hijos y respectivas madres que pudieron llegar a
tiempo a su lecho de muerte. Además, había nombrado heredero: Gwarthegydd, su
segundo hijo (el mayor había quedado gravemente lisiado durante un combate unos
años atrás). El mensajero que informó a Arturo le transmitió también las garantías de
amistad de Gwarthegydd. Por ello, hasta que se reunió y habló con Gwarthegydd y
pudo ver cuál era su relación con Heuil, Arturo no quiso arriesgar dicha amistad.
No le hacía falta ser tan precavido. Según dijeron, cuando Gwarthegydd se enteró
de la derrota de Heuil se permitió soltar una risotada casi tan fuerte como los grandes
bramidos de su padre, y se bebió de un trago un cuerno lleno de hidromiel a la salud
de Arturo.
El rey viajó al norte con Urbgen y Antor, hacia el interior de Dumbarton, y se
quedó nueve días con Gwarthegydd, al cabo de los cuales asistió a su coronación.
Satisfecho, cabalgó luego otra vez hacia el sur. Fue hasta Elmet por la carretera del
este, vio que el Valle y las tierras de los sajones estaban tranquilos y a continuación
cruzó la región por el Desfiladero Penino hasta Carlión. Permaneció allí durante un
mes y en los primeros días de junio llegó a casa, a Camelot.
Ya era hora. A través del fuego había visto una y otra vez a los amantes
debatiéndose entre el deseo y la lealtad, Beduier delgado y silencioso, la reina con
grandes ojos y manos nerviosas. Nunca volvieron a estar solos: a su lado siempre
había las damas de la reina, sentadas y cosiendo, o los hombres que le asistían a él,
cabalgando. Pero ellos siempre se sentaban o cabalgaban un poco apartados del resto,
y hablaban y hablaban, como si quisieran engañarse con el consuelo de la
conversación y de algún que otro ligero y arriesgado contacto. Y día y noche
esperaban la llegada de Arturo: Beduier porque no podía abandonar su poste de
suplicios sin el permiso del rey; Ginebra con los presentimientos de una mujer joven
y solitaria que siente respeto y algo de temor por su marido, pero que depende de él
en cuanto a su protección y bienestar, además de la compañía que él tenga tiempo de
ofrecerle.
Pasó unos diez días en casa, en Camelot, antes de venir a verme. Era una suave y

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radiante mañana de junio. Yo me había levantado poco después del amanecer, tal
como tenía por costumbre, y había salido a pasear por las onduladas cumbres más
arriba de la casa.
Salí solo; normalmente Ninian no aparecía hasta que Mora le llamaba para
desayunar. Habría andado como una hora, pensando y deteniéndome de vez en
cuando para recolectar las plantas que buscaba, cuando más allá de un pliegue entre
las colinas oí un golpetear de cascos acercándose con ligereza. No me preguntéis
cómo supe que era Arturo. Un golpeteo de casco es muy parecido a otro y aquel día
no era día de visiones anticipadas; pero las alas del amor son más fuertes que las de la
clarividencia y no tuve más que volverme y esperarle al socaire de uno de los
espinares que por doquier salpicaban la pálida extensión de aquellas alturas. Los
arbustos de espino coronaban el borde de un pequeño valle por el que corría una
senda tan antigua como la misma tierra. Desde arriba ahora le estaba viendo llegar,
cómodamente montado en una hermosa yegua baya, y con su joven perro, el sucesor
de Cabal, pisándole los talones.
Levantó la mano en dirección a mí, hizo subir la pendiente a la yegua y luego
saltó de la silla y me saludó con una sonrisa.
—Bueno, de manera que estás bien. ¡Como si fuera yo quien hubiera de decírtelo!
¿Supongo que ahora tampoco tendré que contarte lo que pasó? ¿Has pensado nunca,
Merlín, qué cosa más pesada es tener un profeta que lo sabe todo antes de que
suceda? No sólo nunca puedo mentirte, sino que después ni siquiera puedo acercarme
a ti jactándome de ello.
—Lo siento. Pero te aseguro que esta vez tu profeta esperaba tus despachos tan
impaciente como cualquier otro. Gracias por enviarme tus cartas… ¿Cómo me has
encontrado? ¿Has estado en Applegarth?
—Iba de camino hacia allá, pero un individuo con una carreta de bueyes —uno de
los aserradores— me dijo que te había visto venir en esta dirección. ¿Ibas más lejos?
Iré andando contigo si me lo permites.
—Por supuesto. Estaba ya a punto de volver para casa… Tus cartas fueron muy
bien recibidas, pero aún me quedan ganas de oír cada cosa de primera mano. Es
extraño pensar que el viejo Caw al final se haya ido. Ha estado asentado en este
peñasco suyo de Dumbarton tanto tiempo como soy capaz de recordar. ¿Crees tú que
Gwarthegydd podrá retenerlo ahora por sí mismo?
—Contra irlandeses y sajones, sí. De eso no me cabe la menor duda. Cómo se las
arreglará con los otros diecisiete pretendientes al reino es otra cuestión. —Sonrió
abiertamente—. Dieciséis, supongo, ya que corté las alas de Heuil por él.
—Ponle quince. Prácticamente no puedes contar al joven Gildas, desde el
momento en que fue a servir a Blaise como su escribiente.
—Eso es verdad. Un muchacho inteligente, éste, y siempre estaba a la sombra de

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Heuil. Supongo que cuando Blaise muera irá camino de algún monasterio. Quizá sea
mejor. Al igual que su hermano, nunca me quiso bien.
—En este caso, es de esperar que haya adquirido confianza a través de los papeles
de su maestro. Deberías tener tus propios escribientes para que consignen los hechos
de tu reinado.
—¿Y esto qué es? —preguntó alzando una ceja—. ¿La advertencia de un profeta?
—Nada de eso. Tan sólo una ocurrencia pasajera. ¿Así que Gwarthegydd es
hombre de tu confianza? Hubo un tiempo en que quería deshacerse de Caw y solicitó
el apoyo de los reyes irlandeses.
—Entonces Gwarthegydd era más joven y la mano de Caw muy dura. Eso ya
pasó. Pienso que ahora funcionará bien. Lo que realmente importa en esta fase es que
se lleva bien con Urbgen…
Siguió hablando, contándome todo lo principal de aquellas semanas fuera,
mientras regresábamos andando pausadamente entre las montañas, con la yegua
siguiéndonos y el perrazo correteando con la nariz baja rondando nuestro camino en
círculos cada vez más amplios.
En esencia nada había cambiado, pensé mientras le escuchaba.
Todavía no. Cada vez necesitaba menos acudir a mí en busca de consejo pero,
como siempre sucedió desde que era muchacho, precisaba la oportunidad de hablar
—más para él que para mí mismo— sobre el curso de los acontecimientos y sobre los
problemas de la recién construida concurrencia de reinos tal como la habían
planteado. Por lo general, pasadas una o dos horas, tras una conversación en la que
unas veces yo quizás aportaba mucho pero otras nada en absoluto, podía oír y ver que
las dificultades iban bien encaminadas para ser resueltas. Entonces él se levantaba
repentinamente, se desentumecía, se despedía y se iba: para cualquiera hubiera sido
una desaparición brusca, pero entre nosotros no hacía falta más. Yo era el árbol fuerte
en el que, al pasar, el águila se posaba para descansar o pensar. Pero ahora el roble
mostraba una o dos ramas marchitas. ¿Cuánto tiempo tardaría el retoño en crecer lo
suficiente para soportar su peso?
Había llegado al final de su narración. Entonces, como si mis pensamientos se
hubieran comunicado con los suyos, me dirigió una larga mirada, no exenta de
inquietud.
—Ahora, vamos a lo tuyo. ¿Qué estuviste haciendo estas últimas semanas?
Pareces cansado. ¿Te has vuelto a poner enfermo?
—No. Mi salud no debe preocuparte.
—He pensado más de una vez en la última visita que te hice. Dijiste que fue
este… —dudó acerca de cómo nombrarlo—, tu asistente quien «vio» a Heuil y su
chusma ocupados en su hazaña.
—Ninian. Sí, así fue.

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—¿Y tú mismo no viste nada?
—Eso es —respondí—. Nada.
—Así me lo contaste. Aún lo encuentro extraño. ¿No crees?
—Supongo. Pero si te acuerdas, aquel día yo no me encontraba bien. Supongo
que no me había recuperado totalmente del resfriado que había cogido.
—Y está contigo…, ¿desde cuándo?
—Llegó en septiembre. Esto hace ¿cuánto? ¿Nueve meses?
—¿Y le has enseñado todo lo que sabes?
Sonreí.
—Difícilmente. Pero le he enseñado una buena parte. Nunca te quedarás sin
profeta, Arturo.
No hubo ninguna sonrisa por respuesta. Parecía profundamente preocupado.
Caminaba sobre la hierba endurecida, con el hocico de la yegua en el hombro y el
perro correteando delante. Recorría el terreno cubierto de aulagas, con su cargamento
de fragantes flores amarillas. Por dondequiera que pasase levantaba nubes de
minúsculas mariposas azules y dispersaba el lustroso escarlata de las mariquitas.
Aquella primavera había habido una plaga de estos insectos y las matas de aulagas las
tenían a cientos, como bayas el espino.
Arturo estuvo un buen rato callado, frunciendo el entrecejo mientras pensaba.
Luego al parecer tomó una súbita decisión:
—¿Confías en él?
—¿En Ninian? Por supuesto. ¿Por qué no?
—¿Qué sabes acerca de él?
—Todo lo que necesito —respondí, quizá con cierta rigidez—. Ya te conté cómo
llegó hasta mí. Yo estaba seguro entonces, y aún lo estoy, de que fue el dios quien nos
reunió. Y no podría tener un discípulo más apto. Todo lo que tenga que enseñarle está
más que impaciente para aprenderlo. No tengo que empujarle; tengo que frenarle. —
Le lancé una mirada rápida—. ¿Por qué? Pensé que habrías visto la prueba de su
aptitud. Su visión era verdadera.
—Oh, no dudo de su aptitud —comentó burlón. Capté el debilitamiento del
énfasis en la última palabra.
—Entonces, ¿qué? ¿Qué estás tratando de decir? —Ni siquiera yo mismo estaba
preparado para tal grado de fría sorpresa en mi voz.
—Lo siento, Merlín —respondió rápidamente—. Pero tengo que decírtelo. Dudo
de sus intenciones para contigo.
Pese a que me había anunciado el golpe, aun así me sacudió con una fuerza
paralizante. Sentí que la sangre abandonaba mi corazón.
Me detuve y le miré a la cara. A nuestro alrededor se levantó un aroma dulce y
fuerte de aulaga. Con él reconocí inconscientemente los de tomillo y acedera y el de

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cañuela estrujada cuando la yegua baya bajó la cabeza y arrancó un bocado de hierba.
Yo no me enojo a la ligera, y mucho menos con Arturo. Tardé tan sólo unos
instantes hasta poder manifestar en tono ecuánime:
—Cualquier cosa que tengas que decirme sería mejor que lo hicieras ahora.
Ninian es más que mi asistente. Promete ser mi segundo yo. Si siempre fui un báculo
para tu mano, Arturo, él será otro parecido cuando yo haya muerto. Tanto si el
muchacho te gusta como no —¿y por qué no, si apenas le conoces?—, deberías
aceptarlo así. Yo no voy a vivir siempre y él tiene poder. Lo tiene ya, e irá en
aumento.
—Ya lo sé. Eso es lo que me preocupa. —Volvió a apartar la vista de mí. Yo no
podía saber si era porque no se sentía capaz de hacerme frente—. ¿No te das cuenta,
Merlín? Tiene el poder. Él fue quien tuvo la visión. Y tú no. Dices que estabas
cansado, que habías estado enfermo. Pero ¿cuándo tu dios tuvo esto nunca en cuenta?
No era una «clarividencia» trivial; no se trataba de algo que tú normalmente hubieras
pasado por alto. Gracias a ella yo ya estaba allí, en los límites de Rheged, cuando
murió Caw, y pude dar mi apoyo a Gwarthegydd y prevenir Dios sabe cuántos
problemas entre aquellos príncipes peleones y opuestos. Así que, ¿por qué no acudió
a ti la visión?
—¿Debo repetírtelo? Yo…
—Sí, estabas enfermo. ¿Por qué?
Silencio. Una brisa llegó a través de leguas de onduladas sierras oliendo a miel.
Bajo su impulso, en la inmensa quietud del día, las hierbas se mecían ligeramente. La
yegua pacía con ganas; el perro había vuelto hasta los pies de su dueño y estaba allí
sentado, con la lengua colgando. Arturo se movió e iba a hablar otra vez, pero se lo
impedí anticipándome:
—¿Qué estás diciendo…? No, no me contestes. De sobra sé lo que estás diciendo.
Que he acogido a ese muchacho desconocido, que me ha encaprichado y le he
mostrado el conocimiento secreto de las drogas y algo de magia, y ahora él proyecta
ocupar mi lugar y usurpar mi poder. Que no puede ser exculpado de usar mis propias
drogas contra mí. ¿Es eso?
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en sus labios, aunque sin alegrar su ceñuda
mirada.
—A ti nunca te gustó andar con ambigüedades, ¿no?
—Nunca oculté la verdad, y a ti menos que a nadie.
—Pues entonces, querido, no siempre ves toda la verdad.
Por alguna razón, la misma afabilidad de la respuesta hizo que me asaltara un
presentimiento. Le miré ceñudo.
—Lo acepto y de buen grado. Así que ahora, ya que difícilmente puedo imaginar
que tus palabras procedan sólo de alguna vaga sospecha, tengo que deducir que sabes

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algo sobre Ninian que yo desconozco. Si es así, ¿por qué no me lo explicas y me
dejas juzgar su importancia?
—Muy bien. Pero…
Algo cambió en su expresión que me obligó a volverme y seguir la dirección de
su vista. Estaba mirando por delante de mí, más allá de la loma, donde una pequeña
vaguada recogía las aguas de un regato bordeado de sauces y abedules. Detrás
emergía la colina verde que resguardaba Applegarth. Entre los sauces capté un
destello azul y luego vi a Ninian —que a pesar de todo se habría levantado temprano
— inclinándose al borde del arroyo. Se enderezó y vi que tenía las manos llenas de
unas cosas verdes. Por allí crecían berros, y menta silvestre entre los botones de oro.
Se detuvo un momento, como si clasificara las plantas que llevaba en las manos, y a
continuación cruzó el regato de un salto y subió corriendo por la ladera opuesta, con
la capa azul flotando tras él como una vela.
—Pero ¿qué? —pregunté.
—Iba a decirte que bajemos por aquí. Tenemos que hablar, y tiene que haber
maneras más cómodas de hacerlo que frente a frente y de pie en la cima del mundo.
Aún me acobardas, Merlín, incluso cuando sé que tengo razón.
—No es mi intención. ¡Claro que sí, vámonos para abajo!
De un tirón hizo levantar la cabeza a la yegua desde la hierba y tomó el camino
cuesta abajo hacia el tupido bosquecillo que había al borde del arroyo. La mayor
parte de los árboles eran abedules, y de vez en cuando algún retorcido tronco de aliso
cubierto de zarzas y madreselvas. Allí tumbado había un abedul recién caído, libre de
su corteza plateada. El rey soltó una hebilla del bocado de la yegua, ató un cabo de la
rienda a un arbolito, la dejó que pastara y volvió para sentarse a mi lado en el tronco
de abedul.
Fue directo al tema:
—¿Alguna vez te ha contado Ninian algo sobre su procedencia? ¿Su casa?
—No. Nunca le he presionado. Sospeché orígenes infamantes o algún tipo de
bastardía… No tiene aspecto ni lenguaje de campesino. Pero tanto tú como yo
sabemos cuan poco gratas pueden resultar esta clase de preguntas.
—Yo no he tenido tus escrúpulos. Desde el día en que me lo encontré contigo en
Applegarth quise saber sobre él. Desde que volví a casa he estado preguntando.
—¿Y qué has descubierto?
—Lo suficiente para saber que te ha estado engañando desde el principio. —
Luego, golpeándose la rodilla con el puño, con una repentina y violenta exasperación,
exclamó—: ¡Merlín, Merlín! ¿Tan ciego eres? Juraría que ningún otro hombre se
habría dejado engañar, excepto tú, según se ve… Incluso ahora, hace unos minutos,
mirándole ahí abajo en el regato, ¿no te diste cuenta de nada?
—¿De qué tenía que darme cuenta? Imagino que estuvo recogiendo corteza de

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aliso. Sabe que la necesitamos y, como puedes ver, la de aquel árbol ha sido
arrancada. Y además llevaba berros.
—¿Lo ves? Tus ojos son lo suficientemente buenos para ver todo eso, pero no
para advertir lo que cualquier otro hombre habría visto, ¡si no inmediatamente, sí en
los días transcurridos desde vuestro encuentro! Lo sospeché desde aquellos primeros
minutos en tu patio, mientras tú me contabas el «sueño verdadero» y luego, cuando
hice mis indagaciones, comprobé que corría cuesta arriba. Tú veías un muchacho que
llevaba berros, pero lo que yo veía era una muchacha.
No puedo recordar en qué instante de su parlamento supe lo que iba a decirme;
antes de que llegara a la mitad, se me presentó como una verdad ya sabida: el calor
antes de que caiga el rayo, el silencio tras el rayo, colmado con el trueno que se
aproxima. Lo que el sabio encantador con sus visiones enviadas por el dios no había
percibido, el hombre joven, versado en cuestiones de mujeres, lo había visto
inmediatamente. Era cierto. Me quedé mudo, y no podía más que maravillarme por
haberme dejado engañar tan fácilmente. Ninian.
La figura confusamente vislumbrada entre la niebla, tan parecida a la del
muchacho perdido que yo mismo la saludé e introduje las palabras «muchacho» y
«Ninian» en su cabeza antes de que ella ni siquiera pudiese hablar. Le dije que yo era
Merlín; le ofrecí el don de mi poder y mi magia, dones que otra muchacha, la bruja
Morcadés, había intentado en vano obtener de mí, pero que yo me había apresurado
en poner ilusionadamente a los pies de aquella extraña.
No era de admirar que se hubiera tomado un tiempo para pensar, para arreglar sus
asuntos, para cortarse el cabello, cambiar su atuendo y reunir valor antes de ir a mi
encuentro en Applegarth.
Que rehusara compartir la casa, prefiriendo las habitaciones exteriores a la
columnata con su escalera aparte; que no se hubiera interesado por Mora, aunque las
dos se encontraban tan a gusto juntas. ¿Acaso Mora habría adivinado…? Deseché
bruscamente este pensamiento mientras otros se amontonaban. La velocidad con que
había aprendido de mí; el poder, con todo su sufrimiento, ya aceptado con espanto,
con resignación y por último gozosamente y de buena gana. El aspecto serio y
amable, las muestras de una veneración prudentemente brindada y con igual
prudencia reprimida. La manera en que se fue de mi lado cuando hablé tan a la ligera
sobre las mujeres que perturbaban las vidas de los hombres. Su rápida condena de
Ginebra, más que de Beduier, por dar paso a un amor pernicioso. Luego, con la
memoria cada vez más viva, la sensación de su oscuro cabello bajo mi mano, los
finos huesos de su cara y los ojos grises mirando atentamente el resplandor del fuego,
y el perturbador amor que tanto me había preocupado y que ahora ya no tenía por qué
preocuparme más. Al igual que la luz del sol abriéndose paso a través de los abedules
hasta las olvidadas campánulas azules del bosquecillo en donde mucho tiempo atrás

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una muchacha me había ofrecido amor y luego se burló de mí por impotente, se me
ocurrió que esta vez ningún dios celoso sentía la necesidad de interponerse entre
nosotros. Al fin era libre para entregar, junto con todos los restos de poder, esfuerzo y
gloria, la hombría que hasta ahora había sido sólo del dios. La abdicación que yo
había temido, y temido por resentimiento, no sería una pérdida sino antes bien una
nueva alegría conquistada.
Regresé a la luz del sol y a otro bosquecillo de abedules y a las marchitas
campánulas azules de junio para encontrarme con que Arturo me estaba mirando
fijamente.
—Ni siquiera pareces muy sorprendido. ¿Lo imaginabas?
—No. Pero debería haberlo hecho; si no por cualquiera de los indicios que eran
evidencias para ti, al menos por lo que yo sentía…, y siento ahora. —Sonreí ante su
expresión—. Oh, sí. Un viejo loco, si quieres. Pero ahora sé con seguridad que mis
dioses son misericordiosos.
—¿Por qué crees que quieres a esa muchacha?
—Porque la quiero.
—Te creía un hombre sensato —dijo.
—Y porque soy un hombre sensato, sé demasiado bien que este amor es
innegable. Es demasiado tarde, Arturo. Sean cuales fueren las consecuencias, es
demasiado tarde. Ha sucedido. No, escucha. Ahora todo está claro, como la luz del
sol en el agua. Todas las profecías que he hecho, sucesos del futuro que había
previsto con terror… Las veo que ahora se acercan hasta mí y el terror ha
desaparecido. Con bastante frecuencia había dicho que la profecía es una espada de
dos filos; los dioses son deíficos; sus amenazas, igual que sus promesas, las dejan en
manos de los hombres. —Alcé la cabeza y miré hacia arriba, a través de las hojas que
se mecían suavemente—. Te conté que había visto mi propio fin. Fue un sueño que
tuve una vez, una visión en la llama. Vi la cueva en la ladera, en Gales, y la
muchacha que fue mi madre, que se llamaba Niniana, y el joven príncipe que fue mi
padre yacían juntos. Luego, a través de esta visión y superponiéndose me vi a mí
mismo, con el cabello gris, y una muchacha joven con una mata de cabello oscuro, y
los ojos cerrados, y pensé que ella era también Niniana. Y lo era. Así que es ella. ¿Lo
ves? Si ella tiene algo que ver con mi final, mi final será feliz.
Se puso en pie tan bruscamente que el perro, allí enroscado, saltó a un lado y
reculó mientras vigilaba a su alrededor cualquier posible peligro. Arturo se alejó tres
pasos y con otros tres volvió para colocarse frente a mí. Con un puño se golpeó la
palma de la otra mano con tal violencia que la yegua, a unos doce pasos de distancia,
se asustó y, con las orejas erguidas, se puso a temblar.
—¿Cómo quieres que me quede aquí sentado escuchando mientras hablas de tu
muerte? Una vez me dijiste que acabarías en una tumba, vivo, y que creías que sería

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en Bryn Myrddin. ¡Ahora supongo que me pedirás que te deje volver allá para que
esa… esa bruja pueda dejarte sepultado en aquel lugar!
—Todavía no. No has entendido…
—¡Entiendo tan bien como tú, y pienso que recuerdo más! ¿Has olvidado la
maldición de Morcadas? ¿Que la magia de las mujeres al final te tendería una trampa
con engaños? ¿Y lo que una vez te fue prometido por la reina Ygerne, mi madre? Tú
me contaste lo que dijo: que si Gorlois de Cornualles moría, ella pasaría el resto de su
vida rogando a todos los dioses existentes que murieses traicionado por una mujer.
—¿Y qué? —respondí—. ¿No he sido engañado? ¿No he sido traicionado? Y eso
es todo lo que hay.
—¿Estás tan seguro? Perdóname si te recuerdo otra vez que no conoces a las
mujeres. Haz memoria: Morcadés intentaba persuadirte de que le enseñaras tu magia,
y cuando te negaste buscó el poder por otras vías…, las vías que ya conocemos.
Ahora esta chica ha triunfado en donde Morcadés fracasó. Dime una cosa: si se
hubiera acercado a ti tal como es, como una mujer, ¿la habrías acogido y le habrías
enseñado tu arte?
—No puedo decirlo. Probablemente no. Pero a buen seguro la cuestión es: ¿no es
eso lo que hizo? El engaño, en primer lugar, no es suyo; se lo impuso mi error, y ese
error a su vez me fue impuesto por el azar que anteriormente me llevó a conocer y
amar a Ninian, el muchacho que murió ahogado. Si no puedes ver en ello la mano del
dios, lo siento.
—Sí, sí —con impaciencia—, pero tú mismo me acabas de recordar que ése es un
dios deifico. Lo que ahora ves como algo que te produce gozo puede ser la misma
muerte que antes te espantaba.
—No —le respondí—. Debes considerarlo en el otro sentido. El de que un destino
largamente temido puede ser al final una prueba de misericordia, como esta
«traición». Mi larga pesadilla de ser sepultado vivo en la oscuridad puede probar que
es otra tal. Pero sea lo que fuere, no puedo evitarla. Lo que tenga que suceder,
sucederá. El dios elige el momento y la forma. Si después de todos estos años no
confiara en él, sería el necio que crees que soy.
—¿De manera que volverás con esta muchacha, la conservarás a tu lado y
continuarás enseñándole tu arte?
—Exactamente. Difícilmente podría detener eso ahora. He sembrado en ella las
semillas del poder, y tan seguro como si fuera un árbol creciendo o un niño que yo
hubiera engendrado, no puedo pararlo. Y la otra simiente ha sido sembrada, para bien
o para mal. La quiero con gran ternura, y aunque fuera diez veces una hechicera sólo
podría darle gracias a mi dios por ello y la tendría conmigo aún más cerca que antes.
—No soportaré que te haga sufrir.
—No me hará sufrir.

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—Si lo hace —dijo sin alterarse—, bruja o no, amante o no, le daré su merecido.
Bueno, parece que ya no hay más que decir. Mejor será que regresemos. La cesta
parece que pesa. Déjame que te la lleve.
—No, un momento. Falta una cosa más.
—¿Sí?
Estaba de pie justo frente a mí, que seguía sentado en el tronco de abedul. Contra
las delicadas ramas de los abedules y el vaivén de las hojas en la suave brisa Arturo
se dibujaba alto y poderoso, con las piedras preciosas en el hombro, el cinto y la
empuñadura de la espada resplandeciendo como si tuvieran vida propia. Más que
joven se le veía colmado por todas las riquezas, un hombre en la flor de su vida; un
caudillo entre los reyes. Mostraba contención en el rostro.
Después de que yo hablara no tuvo nada que comentar, pues nada dijo aunque
podía haberlo hecho. Empecé, lentamente:
—Ya que hemos estado hablando de cosas recientes, hay una que tengo que
explicarte. Otra visión, que es mi deber trasladarte. Se trata de algo que he visto no
una vez sino varias. Tu amigo Beduier y tu reina Ginebra se aman.
Mientras se lo decía estuve mirando hacia otra parte, pues no quería ver cómo le
hería en lo vivo el golpe de mis palabras. Supongo que yo había esperado su cólera,
un estallido de violencia, o como mínimo sorpresa y furiosa incredulidad. Por el
contrario, lo que hubo fue silencio, un silencio tan prolongado que finalmente levanté
la vista para comprobar que en su cara no había ni enojo ni siquiera sorpresa, sino una
especie de calma duramente contenida que sólo moderaba la compasión y el pesar.
—¿Lo sabías? —pregunté, incrédulo.
—Sí —respondió simplemente—. Lo sé. —Hubo una pausa; busqué algo que
decir, pero no encontré palabras. Sonrió. En su sonrisa había algo que no hablaba en
absoluto de juventud ni de poder, sino de una sabiduría quizá mayor, por ser más
puramente humana, que la que se me atribuye a mí—. Yo no tengo el don de la
videncia, Merlín, pero veo lo que está ante mis ojos. ¿Y no pensarás que otros, que
sacan conjeturas y murmuran, no se han tomado la molestia de venir a contármelo?
Me parece que los únicos que no han dado el menor indicio, ni con palabras ni con
miradas, son precisamente Beduier y la reina.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde el asunto de Melvas.
Y yo ni siquiera lo adiviné. Sus atenciones para con la reina, su alivio y su
creciente felicidad nada me habían dicho.
—Si es así, ¿por qué dejaste a Beduier con ella cuando te fuiste para el norte?
—Para que pudieran tener algo, aunque fuera poco. —El sol le daba en los ojos y
le obligaba a entrecerrarlos. Hablaba despacio—. Hace un momento tú mismo me has
estado diciendo que el amor no se puede gobernar ni detener. Si tú estás dispuesto a

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aceptar el amor sabiendo que puede conducirte a la muerte, entonces ¿cuánto más no
debo aceptarlo yo, sabiendo que no puede destruir ni la amistad ni la confianza?
—¿Eso crees?
—¿Por qué no? Todo lo demás que me has dicho era verdad. Piensa ahora en tus
antiguas profecías sobre mi boda, la «sombra blanca» que viste cuando Beduier y yo
éramos muchachos, la guenhwyvar que nos alcanzaba a ambos. Dijiste entonces que
no iba a empañar ni a destruir la confianza del uno para con el otro.
—Lo recuerdo.
—Muy bien. Cuando me casé con mi primera Ginebra me advertiste de que
aquellos esponsales podían ser dañinos para mí. ¿Aquella chiquilla, «dañina»? —Se
rió sin alegría—. Bueno, ahora ya conocemos la verdad de la profecía. Ahora hemos
visto la sombra. Y la vemos que cae atravesándose entre la vida de Beduier y la mía.
Pero si no va a destruir nuestra mutua confianza, ¿qué quieres que haga? Yo debo
darle a Beduier la confianza y la libertad a las que tiene derecho. ¿Soy acaso un
aldeano, sin otra cosa en mi vida que una mujer y una cama, y debo sentirme celoso
como un gallo en su estercolero? Soy un rey y mi vida es la de un rey; ella es una
reina, y sin hijos, de manera que forzosamente tiene menos ocupaciones que las
habituales de una mujer. ¿Debe esperar año tras año en una cama vacía? ¿Pasear,
cabalgar, comer con un puesto vacío a su lado? Es joven y tiene necesidades propias
de una muchacha, las de compañía y amor. Por tu dios o por cualquier dios, Merlín, si
durante la eternidad de días en que mi trabajo me lleva lejos de la corte ella necesita
llevarse un hombre a su lecho, ¿no debo dar gracias porque éste sea Beduier? ¿Y qué
quieres que le haga? ¿Qué voy a decir? Cualquier cosa que le dijera a Beduier iba a
consumir hasta la raíz la misma confianza que nos tenemos y de nada serviría para
evitar lo que ya ha sucedido. El amor, me decías, no se puede negar. Por tanto, guardo
silencio, y eso harás tú también, y de esta manera confianza y amistad permanecerán
intactas. Y podemos considerar su esterilidad como un regalo. —Volvió a sonreír—.
O sea que el dios actúa sobre nosotros dando muchas vueltas, ¿no?
Me puse en pie. Los álamos se movían y el sol se filtraba hasta abajo. Los
destellos del arroyuelo me daban en los ojos y me los humedecieron.
—¿Lo ves? —dije suavemente—. Éste es el final feliz. Tú ya no necesitas por
más tiempo ni mi fortaleza ni mi consejo. A partir de ahora, todo lo que precises
sobre advertencias o profecías aún puedes encontrarlo en Applegarth. En cuanto a mí,
permite que tu servidor se marche en paz, para que pueda volver a mi propia casa, a
mis montañas y a todo lo que allí me espera. —Cogí la cesta y se la di—. Pero
entretanto, ¿me acompañas de vuelta a Applegarth y la vemos?

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Capítulo X
Cuando llegamos a Applegarth parecía que no hubiera nadie. Todavía era muy
temprano. Varro aún no había venido a trabajar y desde lejos había yo visto a Mora
camino del mercado del pueblo, con su cesta colgando del brazo. La yegua conocía el
camino del establo y con una palmada en la ijada se fue trotando para allá. Entramos
en la casa. La muchacha estaba allí leyendo, sentada en su lugar acostumbrado junto
al alféizar de la ventana. No lejos de ella, en el antepecho de piedra, se había posado
un petirrojo y picoteaba unas migajas esparcidas por la muchacha.
Seguramente había oído el caballo, y supondría que aquella mañana yo había
preferido cabalgar en lugar de pasear, o bien que llegaba un mensajero de Camelot en
hora muy temprana. Obviamente no esperaba que fuera el propio rey. Cuando entré
en la habitación levantó la vista, con una sonrisa y un «Buenos días», y luego, al ver
la sombra de Arturo proyectándose a través de la puerta desde detrás de mí, se puso
en pie y enrolló el volumen entre sus manos.
—Os dejo para que habléis, ¿no? —preguntó, y se volvió sin prisa para salir.
—Ninian… —Iba a advertirla, pero entonces Arturo pasó rápido por delante de
mí al interior de la habitación y se detuvo justo en la parte de dentro de la entrada,
mirándola a la cara.
Podéis estar seguros de que yo tampoco le quitaba la vista de encima. Ahora que
estaba enterado, me admiraba de no haberlo sabido desde siempre. Para dieciocho
años, era apenas una cara de hombre; un imberbe de dieciocho años podría tener
aquellas mejillas suaves o aquella boca fresca, y su cuerpo bajo las ropas informes era
tan delgado como el de un muchacho, pero las manos no correspondían a las de un
hombre joven, ni tampoco sus pies menudos. Lo único que se me ocurría era que mi
propio recuerdo de Ninian me había impuesto ciegamente la imagen que él tuvo a los
dieciséis; mi deseo de conservarlo conmigo había sido lo bastante fuerte como para
que yo lo recreara, primero en la confusa visión fantasmal del lago, y más tarde en
esta muchacha, tan próxima a mí, tan de cerca contemplada y, con todo, no vista en el
curso de aquellos largos meses pasados. E incluso pensé que quizás había sido capaz
de utilizar algo de mi propia magia contra mí, para mantenerme ciego con el fin de
que la tuviera a mi lado hasta conseguir sus propósitos.
Permaneció más erguida que una vara, mirándonos de frente. Supongo que no le
hizo falta magia alguna para saber que estábamos enterados. Sus ojos grises se
encontraron con los míos por un breve instante y a continuación volvió la cara hacia
el rey.
Lo que sucedió entonces es difícil de describir. Había una habitación tranquila,
cotidiana, impregnada de los aromas y sonidos de una mañana de verano; fragantes
escaramujos y rosas tempranas y alhelíes plantados por ella, en la parte exterior de la

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ventana; leños quemados la noche anterior —las noches aún podían traer frío, e
insistió en encender el fuego para que yo me sentase a su vera—; como fondo, el
dulce canto del petirrojo mientras alzaba el vuelo hasta las ramas del manzano de
fuera. Una habitación veraniega en la que, para cualquiera que tuviera una capacidad
perceptiva normal, no pasaba absolutamente nada. Sólo tres personas, en una pausa
silenciosa.
Sin embargo a mí el aire me produjo un repentino estremecimiento en la piel,
como el agua cuando caen rayos. Sentía carne de gallina encima de los huesos y el
vello de los brazos se me puso de punta; la nuca se me erizó como el cuello de un
perro en una tempestad de truenos. No creo que me moviera. Ni el rey ni la muchacha
parecieron darse cuenta de nada. Ella le miraba con gravedad, sin inquietud; incluso
hubiera creído que impasible y con escaso interés si yo mismo no hubiera estado
sufriendo aquellas espantosas corrientes que se arrastraban por encima y a través de
mi carne al igual que la marea se arrastra sobre un escollo en la costa. Sus ojos grises
mantuvieron la mirada mientras eran taladrados por los oscuros ojos del rey. Pude
sentir la fuerza con que se encontraron. El aire vibró.
Entonces Arturo asintió con la cabeza y levantó una mano para soltarse la capa
del hombro. Vi que en la boca de ella se dibujaba la sombra de una sonrisa. El
mensaje había pasado. Por mí, él la aceptaría. Y por mí, ella saldría bien del juicio.
La habitación recobró la calma, y tomé la capa de manos del rey diciendo:
—¿Me permites?
Y la muchacha preguntó:
—¿Os traigo el desayuno? Mora lo dejó preparado, pero como no volvíais se fue
al mercado. Dice que las mejores cosas ya se las han llevado si no está allí a primera
hora.
Salió. Las fuentes estaban dispuestas sobre la mesa y tomamos asiento. Trajo pan
y la jarra de miel, y un cántaro de leche y otro de hidromiel. Puso este último al
alcance de la mano del rey, y luego, sin una palabra, ocupó su lugar habitual al otro
lado del mío. No me había vuelto a mirar. Cuando le serví una taza de leche me dio
las gracias, pero sin levantar los ojos. Luego esparció miel en el pan y empezó a
comer.
—Tu nombre —empezó el rey—. ¿Es Niniana?
—Sí —respondió—. Pero siempre me llamaron Nimue.
—¿Tu familia?
—Mi padre se llamaba Dionás.
—Sí. ¿Rey de las River Islands, las Islas del Río?
—El mismo. Pero ahora está muerto.
—Lo sé. Peleó a mi lado en Viroconium. ¿Por qué dejaste tu casa?
—Fui enviada al servicio de la Dama, en la Isla de Cristal. Por deseo de mi padre.

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—Un atisbo de sonrisa—. Mi madre era cristiana, y cuando estaba en el lecho de
muerte le hizo prometer a mi padre que me enviaría a la Isla. Sé que su intención era
ponerme allí al servicio de la Iglesia. Yo no tenía más que seis años, pero él se lo
prometió. Nunca había aprobado lo que él llamaba el nuevo dios; era un iniciado de
Mitra; su propio padre le instruyó allí en tiempos de Ambrosio. Así que cuando llegó
el momento de cumplir la promesa que le hizo a mi madre, efectivamente me llevó a
la Isla, pero al servicio de la Buena Diosa, en el santuario bajo el Tormo.
—Ya veo.
Yo también. Como una de las ancillae del santuario estaría allí con ocasión de la
ceremonia de acción de gracias de Arturo después de Caer Guinnion y Carlión. Quizá
por un momento me vio allí, al lado del rey. Por sí misma había de saber que tenía
muy pocas posibilidades de estar más cerca del príncipe encantador y de aprender
ninguna de las artes mayores. Después, en aquella brumosa noche, yo le había puesto
la llave en la mano. Tuvo que armarse de valor para asirla, pero Dios sabe que lo
tenía en abundancia.
El rey seguía con sus preguntas:
—¿Y tú deseabas profundizar en la magia? ¿Por qué?
—Señor, el porqué no podría decirlo. ¿Por qué un cantor quiere primero aprender
música? ¿O un pájaro quiere probar el aire? Al principio, cuando llegué a la isla me
encontré con algunos vestigios de magia y aprendí todo lo que eran capaces de
enseñarme, pero me quedé con ganas de más. Entonces un día vi… —Era la primera
vez que vacilaba—. Vi a Merlín en el santuario. Os acordaréis del día. Más tarde oí
que había venido a vivir aquí, a Applegarth. Pensé que sólo con que yo hubiera sido
un hombre habría podido ir a verle. Es un sabio, conocería qué magia hay en mi
sangre y me enseñaría.
—Ah, sí, el día en que dimos las gracias por nuestras victorias. Pero si estabas
allí, ¿cómo es que no me reconociste la primera vez que me viste aquí?
Se puso colorada. Por primera vez apartó sus ojos de los del rey.
—No os vi, señor. Ya os lo dije: estaba mirando a Merlín.
Se produjo un silencio instantáneo, como cuando se posa la mano por encima de
las cuerdas del arpa, matando el sonido. Vi a Arturo que abría y cerraba la boca, y
después la ráfaga de una risa súbita en su rostro. Ella, que miraba fijamente a la mesa,
no advirtió nada de eso. Arturo me lanzó una mirada llena de regocijo y luego apuró
la copa y volvió a tomar asiento. Su voz no había cambiado, pero el desafío había
terminado: el rey había bajado la espada.
—Pero sabías que Merlín probablemente no iba a aceptarte como discípula,
incluso aunque hubiera podido convencer a la Dama para que te dejara abandonar el
claustro.
—Sí. Lo sabía. No tenía esperanzas. Pero después de aquello todavía me adaptaba

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con mayor dificultad a la vida allí, entre las otras mujeres. Oh, ¡parecían tan contentas
con su exigua magia y sus plegarias y ensalmos, mirando siempre atrás, hacia los
tiempos de la leyenda…! Es difícil de explicar. Si existe algo dentro de ti, algo
ardiente que te impulsa a ser libre, sabes lo que es eso. —Y con una mirada directa,
de igual a igual—: Vos debéis saberlo. Yo aún no había nacido, estaba rompiendo el
huevo para salir fuera, al aire. Pero la única forma en que hubiera podido escapar de
la isla habría sido si algún hombre se hubiera interesado por mí, y por tal motivo
tampoco me habría ido, ni mi padre me habría dejado.
Arturo hizo un breve gesto de asentimiento y creo que de comprensión.
—¿Y entonces?
—No era fácil, tampoco, encontrar tiempo para estar sola. Yo quería vigilar y
aguardar mi oportunidad, y a veces salía a escondidas, únicamente para estar a solas
con mis pensamientos, el agua y el cielo… Y entonces, en la noche en que la reina
Ginebra había desaparecido y toda la isla estaba alborotada, yo… yo lo siento pero
pensé que era mi oportunidad para salir sin ser notada… Había un bote que a veces
cogía. Salí. Sabía que con la niebla nadie me iba a ver. Luego apareció Merlín por el
camino junto al Lago y me habló. —Hizo una pausa—. Creo que ya sabéis el resto.
—Sí. De manera que cuando el azar (o el dios, como dirías tú ya que eres
discípula de Merlín) hizo que Merlín te confundiera con el joven Ninian y te
preguntara si querías ir y aprender con él, tú misma te diste una segunda oportunidad.
La muchacha agachó la cabeza.
—Cuando empezó a hablar me sentí confundida. Era como un sueño.
Inmediatamente después me di cuenta de lo que sucedía, de que me había confundido
con un chico que conoció en otro tiempo.
—¿Cómo te libraste al fin del santuario? ¿Qué le contaste a la Dama?
—Que había sido llamada para un servicio más elevado. No le di más
explicaciones. La dejé que pensase que regresaba a la casa de mi padre. Creo que
imaginó que había tenido que volver a las Islas del Río, quizá para casarme con mi
primo, que ahora gobierna allí. No me hizo preguntas. Ni puso impedimento.
No, pensé para mis adentros. Aquella arrogante dama estaría encantada de
librarse de una adepta que a todas luces prometía eclipsarla. Entre todas aquellas
muchachas vestidas de blanco esta joven hechicera tenía que brillar como un
diamante sobre blanco lino.
Detrás de mí, el petirrojo regresó volando a posarse en el alféizar de la ventana e
inició un trino. Dudo que Nimue o Arturo lo oyeran. Sus preguntas habían cambiado
de rumbo:
—¿Necesitas el fuego para tus visiones, o puedes ver en las gotitas de rocío como
Merlín?
—Mediante gotas de rocío es como tuve la visión de Heuil.

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—Y era verdadera. Así es. Parece que ya posees algo del poder mayor. Bueno, no
hay fuego, pero ¿podrás volver a mirar y a decirme ahora si hay algún otro aviso en
los astros?
—No veo nada que ordenar.
Me mordí el labio. Era mi propia voz de cuando era joven, segura de sí misma,
quizás algo pomposa. Él también la reconoció. Gravemente, se disculpó:
—Lo siento. Debería haberlo sabido.
Entonces se puso en pie y se acercó a coger la capa que yo había dejado cruzada
en la silla. Mientras se apresuraba a ayudarle, era perceptible que la serenidad de la
muchacha se había quebrado.
Arturo se estaba despidiendo de mí, pero yo a duras penas le oía.
Mí propia serenidad era a todas luces un desastre. Yo, que nunca me quedaba sin
recursos, no había tenido tiempo para pensar qué debía decir.
El rey estaba en la puerta. El sol le daba de lleno y enviaba hacia atrás su sombra,
que se desplazaba entre nosotros dos. Las grandes esmeraldas de la empuñadura de
Escalibor centellearon con la luz.
—¡Rey Arturo! —gritó vivamente Nimue.
El rey se volvió. Si consideró perentorio el tono, no dio muestras de ello.
—Si vuestra hermana, doña Morgana, viene a Camelot —advirtió—, encerrad
vuestra espada y cuidaos de la traición.
Pareció que él se alarmaba, y luego preguntó con aspereza:
—¿Qué quieres decir con eso?
Nimue vaciló mientras a su vez parecía sorprendida por sus propias palabras.
Luego alzó los brazos abiertos mostrando las palmas de las manos, en ademán de
encogerse de hombros.
—Mi señor, no lo sé. Nada más que eso. Lo siento.
—Bueno… —empezó Arturo. Luego miró hacia mí, arqueó las cejas, se encogió
de hombros y salió.
Un silencio, tan prolongado que entretanto el petirrojo de un vuelo entró directo a
la habitación y se posó en la mesa en donde estaba el desayuno, apenas tocado.
—Nimue —la llamé.
Me miró, y entonces me di cuenta de que, aunque no había mostrado temor del
rey, tenía miedo de mirarme a los ojos. Le sonreí, y para mi sorpresa vi cómo los ojos
grises se anegaban en lágrimas.
Tendí hacia ella las dos manos. Me las tomó. Al final no había necesidad de
palabras. No oímos el caballo del rey marchando cuesta abajo ni, mucho más tarde, el
regreso de Mora del mercado para encontrar el desayuno todavía sin probar.

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LIBRO CUARTO

BRYN MYRDDIN

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Capítulo I
Así es como al final de mi vida encontré un nuevo comienzo. En amor era un
comienzo para los dos. Yo no tenía ninguna pericia, y ella, destinada desde la infancia
a ser una de las doncellas del Lago, apenas había pensado en el amor. Pero lo que
teníamos era suficiente y más que suficiente. Ella, con todo y ser muchos años más
joven que yo, parecía feliz y satisfecha; en cuanto a mí, aunque a solas me tildaba a
mí mismo de senil y de viejo estúpido con la sensatez arrastrada por las ruedas del
carro del ridículo, sabía que no era nada de eso: entre Nimue y yo existía un vínculo
más fuerte que ningún otro que pudiera existir entre la pareja más unida en la flor de
su edad y fortaleza. Éramos la misma persona. Cada uno formaba parte del otro al
igual que la noche y el día, el anochecer y el amanecer, el sol y la sombra. Cuando
yacíamos juntos, lo hacíamos en el filo de la vida en el que los contrarios se fusionan
y crean nuevas entidades, no de la carne sino del espíritu, más como consecuencia del
incesante intercambio de la mente que del placer del cuerpo.
No nos casamos. Recordando ahora aquella época, dudo que ni siquiera
llegáramos a pensar ninguno de los dos en cimentar nuestra relación por esta vía; no
estaba claro a qué ritos hubiéramos debido recurrir ni en qué vínculo más firme
podíamos soñar. A medida que transcurrían los días y las noches de aquel dulce
verano nos íbamos encontrando más y más unidos, como la pieza fundida y su molde:
nos despertábamos por la mañana y sabíamos que habíamos compartido el mismo
sueño; nos encontrábamos al anochecer y cada uno sabía qué había aprendido o
hecho el otro aquel día. Y durante todo aquel tiempo no tuve la menor duda de que
ambos dábamos cobijo a nuestro gozo privado y creciente: yo viéndola a ella probar
las alas del poder como un pájaro joven y fuerte que siente por vez primera su
dominio del aire; ella recibiendo aquella creciente fortaleza y sabiendo, con amor
pero sin compasión, que al mismo tiempo el poder me abandonaba a mí.
Pasó el mes de junio y nos hallamos en pleno verano. El cuco desapareció de los
sotos, la reina de los prados floreció con su denso olor a miel, las abejas zumbaban
todo el día entre las azules borrajas y el espliego. Nimue llamó a Varro para que la
ensillara el caballo castaño —Arturo se lo había regalado— y luego me dio un beso y
salió cabalgando hacia el Lago. Por supuesto, ahora ya se sabía que la antigua
servidora de la diosa vivía con Merlín en Applegarth. Con toda certeza habría habido
conjeturas y habladurías, algunas sin duda maliciosas; y todas ellas —estaba seguro
— asombradas del impulso que había llevado a una joven y hermosa muchacha hasta
el lecho de aquel mago ya entrado en años. Pero el Gran Rey había manifestado
públicamente que nuestra relación gozaba de su aprobación, y además lo subrayó con
sus obsequios y visitas; por todo ello, ni siquiera la Dama del santuario había tratado
de cerrar sus puertas a Nimue, antes bien le había preparado un buen recibimiento,

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con la esperanza —según sugirió Nimue, divertida—, de que al santuario le cayera en
herencia alguno de los secretos de Merlín. Nimue no salía de Applegarth con mucha
frecuencia ni hacia la isla ni a la corte de Camelot. Pero difícilmente se la podría
culpar por alguna pequeña salida, teniendo en cuenta el poder y la excitación de
aquellos primeros meses, y al igual que una joven recién casada disfruta presumiendo
de su nuevo estado entre sus compañeras todavía doncellas, creía yo que a Nimue le
ilusionaba volver a visitar a sus amigas entre las ancillae de la diosa. Aún no había
estado en la corte de Camelot sin mí; yo adivinaba lo que ella no decía: que incluso
con el apoyo del rey tenía dudas acerca de cómo sería recibida. Pero a la isla había
vuelto en tres ocasiones, y en ésta me dijo que iba por una promesa que le hicieron
acerca de unas plantas del jardín junto al manantial sagrado. Estaría de regreso al
anochecer. La vi salir, luego revisé mi bolsa de medicamentos, me coloqué un
sombrero de paja para protegerme del sol y me puse en camino hacia el otro lado de
la montaña para visitar la casa de una mujer que se estaba recuperando de un ataque
de fiebre. Iba muy alegre. El día era bueno aunque fresco y el canto de la alondra
fluía incesante desde un cielo claro como un riachuelo de brillantes aguas. Alcancé la
cima y seguí el sendero entre matas de aulagas cubiertas de flores. Una bandada de
jilgueros revoloteaba y se lanzaba a través del camino abierto entre unos cardos altos
y granados mientras lanzaban el dulce y lastimero reclamo que los sajones llaman
«chirm» o «hechizo». El aire olía a tomillo.
Eso es todo cuanto recuerdo. A continuación —me pareció que en un instante—
el mundo se oscureció y salieron las estrellas, con aquel claro destello que uno puede
percibir como puntitos en el interior de los ojos y el cerebro. Estaba tumbado boca
arriba, tendido sobre la hierba, con la vista fija en ellas. Las matas de aulagas me
rodeaban, curvadas y oscuras y, gradualmente, como si me volviera el sentido desde
una distancia sin límites, noté el dolor agudo de sus punzadas devorándome manos y
brazos. La luz de las estrellas hacía guiños desde las gotas de rocío. Un gran silencio
lo invadía todo, como una respiración contenida. Y entonces sobre mí, en lo alto del
negro cielo, otro punto de luz empezó a crecer. La oscuridad se iluminó. Como polvo
de metal hacia la piedra imán, como un enjambre al interior de la colmena se vieron
arrastradas las estrellas más pequeñas hacia aquel único y creciente punto luminoso,
hasta que no hubo otra luz en todo el cielo. Me quedé deslumbrado. No podía
moverme, sino que permanecí allí tumbado, como si estuviera solo en la curva del
mundo contemplando la estrella. Intolerablemente brillante, comenzó entonces a
desplazarse y, de repente, como una tea arrojada de una a otra parte del cielo, trazó un
arco desde el cenit hasta el borde de la tierra arrastrando tras ella una gran estela de
luz en forma de dragón.
—¡El Dragón! ¡El Dragón! —oí que alguien gritaba—. ¡Mirad dónde cae el
Dragón! —Y supe que aquella voz era la mía.

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Y luego luces, y manos, y la cara de Nimue, blanca a la luz del farol, y Varro tras
ella, y un joven que vagamente reconocí como el pastor que guardaba su rebaño en la
colina. Y después, voces:
—¿Está muerto?
—No. Ven, deprisa, tápalo. Está frío.
—Está muerto, ama.
—¡No! ¡Nunca! ¡Nunca podré creerlo! ¡Haz lo que te digo! —Y luego,
angustiada—: ¡Merlín, Merlín!
Y una voz masculina, llena de temor:
—¿Quién se lo va a decir al rey?
Tras esto, un intervalo y mi propia cama, y el sabor de una infusión de hierbas
hecha con vino caliente, y otro largo intervalo, esta vez de sueño.

Ahora llegamos a la parte de mi crónica más difícil de explicar. Tanto si la caída


del cometa con cola de dragón se refería al verdadero ocaso de los grandes poderes de
Merlín (según fue creencia popular) como si no, repasando los días y noches —o
mejor las semanas y meses— que siguieron sé que no puedo decir con certeza si lo
que recuerdo fue realidad o sueño. Se trata del año en que estuve viajando con
Nimue. Al evocarlo ahora, escena tras escena, lo veo como reflejos que se deslizan al
paso de una embarcación, desdibujados y repetidos, y fragmentados de la misma
manera con que los remos remueven el cristal del agua. O como aquellos instantes
inmediatamente anteriores al sueño, cuando escena tras escena los verdaderos
recuerdos emergen hasta el ojo de la mente como sueños, y los sueños son tan reales
como la memoria.
No tenía más que cerrar los ojos para ver Applegarth, serena al sol, con espesos
líquenes plateados sobre los viejos árboles, en donde las frutas verdes engrosando
lentamente brillaban como lámparas, y en el resguardado jardín el espliego, la salvia
y el dulce escaramujo exhalaban su aroma tan denso como humo. Y en la colina que
quedaba tras la torre, los espinos, aquellos extraños espinos que florecen en invierno
y tienen minúsculas flores con estambres como clavos. Y la puerta de entrada, en
donde el primer día la joven Nimue se quedó de pie, tímidamente, con la luz a sus
espaldas, como el amable fantasma del muchacho ahogado que pudo haber sido un
mago mejor que ella misma. Y el propio fantasma, el «muchacho Ninian» que aún
frecuenta mis recuerdos del jardín junto a la delicada muchacha que se sentaba a mis
pies al sol.
Después de mi caída en la cima de la colina, y por espacio quizá de una semana,
pasé la mayor parte del tiempo sentado en la silla tallada, en el jardín. No porque me
hiciera falta sino porque Nimue insistió y también porque necesitaba tiempo para
pensar.

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Así que una tarde, en el cálido crepúsculo, la llamé a mi lado. Se hizo un ovillo en
su antiguo lugar, en un almohadón a mis pies.
Apoyó la cabeza en mi rodilla, y con la mano busqué la espesa cabellera, que
ahora estaba dejando crecer y le llegaba ya a las paletillas. No había día en que no me
maravillase por mi antigua ceguera, la cual me había impedido ver las curvas de su
cuerpo y las suaves líneas de garganta, frente y muñecas.
—Has estado ocupada esta semana.
—Sí —respondió—. Trabajos de ama de casa. Cortando hierbas y atándolas en
manojos para ponerlas a secar.
—¿Lo has terminado?
—Casi. ¿Porqué?
—Durante todo este tiempo, mientras tú estabas trabajando, yo he permanecido
bien ocioso. Pero he estado pensando.
—¿En qué?
—Entre otras cosas, en Bryn Myrddin. Nunca estuviste allí. Así que antes de que
acabe el verano creo que deberíamos dejar Applegarth tú y yo…
—¿Dejar Applegarth? —Se apartó un poco de mí y alzó la vista consternada—.
¿Quieres vivir otra vez en Bryn Myrddin…, que vivamos los dos allí?
—No —dije riendo—. Sea como fuere, no he tenido ninguna visión de que eso
fuera a ocurrir. ¿Y tú?
Se recostó en mi rodilla, doblando la cabeza. Durante un rato permaneció en
silencio, y finalmente dijo, con voz apagada:
—No lo sé. Jamás he vislumbrado siquiera un sueño así. Pero tú me has contado
que morirás allí. ¿Es esto lo que quieres decir?
Volví a alargar la mano y le acaricié el cabello.
—Sé que te he explicado que esto sucederá, pero aún no he tenido ningún aviso al
respecto. Me encuentro muy bien, mejor que lo que he estado en muchos meses. Pero
míratelo de esta manera: cuando mi vida acabe, debe empezar la tuya. Y para que
esto ocurra debes hacer un día lo que yo hice y entrar en la cueva de cristal de la
visión. Ya sabes de qué se trata. Hemos hablado de ello otras veces.
—Sí, lo sé. —No parecía que se hubiera tranquilizado.
—Bueno —proseguí alegremente—, iremos a Bryn Myrddin, pero al final de
nuestro recorrido. Antes de llegar allá, tenemos que viajar extensamente y ver
muchos sitios y muchas cosas. Quiero que visites los lugares en los que he pasado mi
vida y veas las cosas que yo he visto. Te lo he explicado lo mejor que he podido;
ahora debes ver todo lo que sea capaz de mostrarte. ¿Comprendes?
—Sí. Me estás ofreciendo la suma de tu vida, para que sobre ella edifique la mía
propia.
—Exactamente. Para ti, las piedras sobre las cuales puedes construir la vida que

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quieres; para mí, la culminación y la cosecha.
—¿Y cuándo obtenga todo esto? —preguntó sumisa.
—Entonces, ya veremos. —Divertido, volví a acariciarle el cabello—. No pongas
esta cara, chiquilla, tómatelo con más alegría. Será un viaje de bodas, no una
procesión fúnebre. Nuestros recorridos pueden tener un propósito, pero los
emprenderemos por placer, tenlo por seguro. Es algo que venía pensando hace algún
tiempo, no se me ha ocurrido precisamente a causa de mi reciente indisposición.
Hemos sido felices aquí, en Applegarth, y no dudes de que volveremos a serlo aquí
mismo, pero eres demasiado joven para plegar tus alas aquí año tras año. Saldremos
de viaje. Sospecho que mi verdadero propósito es precisamente mostrarte los lugares
que he conocido y amado por la sencilla razón de que los he conocido y los he
amado.
Se levantó y parecía encontrarse más a gusto. Empezaron a brillarle los ojos. Era
joven.
—¿Una especie de peregrinación?
—Así podrías llamarlo.
—¿Quieres decir Tintagel, y Rheged, y el sitio en donde encontraste la espada, y
el lago en el que la dejaste en espera del rey?
—Más que eso. Si Dios quiere, navegaremos hasta la Pequeña Bretaña. Mi
historia y la del Gran Rey han estado estrechamente relacionadas —y la tuya también
lo estará— con aquella gran espada que él posee. Y tengo que enseñarte el lugar en
que el mismo dios vino por vez primera hasta mí, con la primera señal de la espada.
Por eso es por lo que debemos partir pronto. Los mares están en calma, pero en
cuanto pase otro mes empezarán los temporales.
Se estremeció.
—Entonces, ¡claro que sí!, vámonos ahora.
Y de pronto, un sencillo placer, una mujer joven preparándolo todo para un
excitante viaje, sin otro pensamiento en la cabeza:
—Y tienes que llevarme a Camelot. La verdad es que no tengo nada que
ponerme…
Al día siguiente hablé con el mensajero de Arturo y poco después el propio
Arturo vino para decirme que la escolta y los barcos estaban preparados, y que ya
podíamos irnos.
Nos disponíamos a zarpar de la isla a finales de julio, y Arturo y la reina bajaron
hasta el puerto para vernos antes de nuestra partida. Beduier estaba con nosotros, y en
su rostro se reflejaba una mezcla de alivio y desdicha: lo enviaba el rey para que nos
escoltara a través del mar y era como un hombre liberado del tormento de una droga
que sabía que iba a matarlo pero que noche y día ansiaba. Llevaba unos despachos de
Arturo para su primo el rey Hoel de la Pequeña Bretaña, y nos acompañaría hasta la

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corte de Hoel en Kerrec.
Cuando llegamos al muelle todavía estaban cargando el barco, pero enseguida lo
tuvieron todo preparado y Arturo se despidió de nosotros y advirtió a Nimue que
«cuidara de él», lo que indefectiblemente trajo a mi memoria el viaje que hice siendo
el propio Arturo un bebé llorón en brazos de su nodriza, y la escolta del rey Hoel
frunciendo el ceño por el ruido y tratando de hacerse oír por encima del llanto para
darme la bienvenida como era debido. A continuación besó a Beduier, y en su mirada
no parecía haber más que cálido afecto; Beduier, abrazándole, dijo algo entre dientes
antes de darse la vuelta para despedirse de la reina. Sonriente al lado del rey, Ginebra
ejercía un buen dominio de sí misma; su ligero toque de la mano de Beduier y el
sereno «Que Dios te acompañe» que le deseó apenas mostró más efusión que la
dispensada a Nimue, y algo menos que a mí. (Desde el asunto de Melvas había
manifestado por mi persona una viva gratitud y simpatía, como las que una muchacha
podría sentir por su viejo padre). Formulé mis adioses, lancé una cauta mirada a la
tersa superficie del mar de verano y subí a bordo. Nimue, que ya estaba pálida, vino
conmigo. No hacía falta ninguna visión para predecir que no percibiríamos nada el
uno del otro hasta que el barco atracara en el mar Pequeño.
No forma parte de este relato el seguir legua tras legua nuestros viajes. De hecho,
como ya he explicado, no podría hacerlo. Que yo sepa llegamos a la Pequeña Bretaña
y fuimos recibidos por el rey Hoel; pasamos el otoño y el invierno en Kerrec y mostré
a Nimue los caminos que cruzaban el Bosque Peligroso y la humilde posada en la que
mi paje Ralf guardó a Arturo niño a lo largo de los arriesgados años ocultos. Pero
aquí ya se confunden mis recuerdos; a medida que escribo puedo verlos todos, cada
uno de ellos entrecruzándose como fantasmas que se van acumulando, siglo tras
siglo, en el interior de una vieja morada. Cada uno es tan nítido como los demás:
Arturo niño, dormido en un pesebre de paja. Mi padre mirándome a la luz de una
lámpara y preguntando: «¿Qué va a pasar con la Gran Bretaña?». Los druidas y su
sanguinaria actividad en Nemet. Yo mismo, un muchacho asustado, ocultándome en
el establo de las vacas. Ralf cabalgando a toda prisa entre los árboles con mensajes
que debía entregarme para Hoel. Nimue a mi lado en las verdeantes arboledas de
abril, tumbada sobre la hierba fresca en un claro del bosque. El mismo claro, con la
liebre blanca desapareciendo mágicamente para alejar de Arturo cualquier peligro. Y
en medio de todo ello, confusamente, otros recuerdos u otros sueños: un venado
blanco con ojos de rubí; el ciervo huyendo al anochecer bajo los robles en el lugar
sagrado de Nodens; magia sobre magia. Y todo el tiempo, como una antorcha
nuevamente encendida para otra búsqueda, las estrellas, el dios sonriente, la espada.
Estuvimos ausentes hasta el verano, eso sí lo sé con certeza. Puedo recordar
incluso el día de nuestra llegada de vuelta a la Gran Bretaña. Cador, duque de
Cornualles, había muerto aquel año, y desembarcamos en una corte en profundo

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duelo por un gran soldado y un buen duque. Lo que no puedo recordar es quién de
nosotros —Nimue o yo— supo que era el momento de marchar o hacia qué puerto
debíamos navegar. Desembarcamos en una pequeña bahía a una legua
aproximadamente de Tintagel, en la costa norte de Dumnonia, dos días después de la
muerte de Cador, para encontrarnos con Arturo, que ya estaba allí con todo su
séquito.
Habiendo avistado nuestro navío, bajó hasta el muelle para recibirnos; incluso
antes de desembarcar ya vimos los escudos cubiertos, los pendones bajados, el luto
blanco carente de adornos, y supimos qué nos había traído a casa.
Escenas como ésta emergen brillantemente iluminadas sin apenas una sombra.
Pero luego aparece bajo la luz de las velas la capilla en la que Cador yace de cuerpo
presente, rodeado de monjes cantando; y la escena se despinta y una vez más me
encuentro al pie del ataúd de su padre, esperando al espectro del hombre a quien
traicioné. Ni siquiera Nimue, cuando en otro tiempo le hablé de ello, pudo servirme
de ayuda. Ahora habíamos compartido pensamientos y sueños parecidos durante
tanto tiempo que, según me dijo, no podía separar la visión de Tintagel en verano,
con el viento suave levantando el agua del mar contra las rocas, de mis tormentosas
historias del pasado. Con el luto por el duque Cador recién fallecido, Tintagel nos
parece a ambos menos real que el baluarte batido por los temporales en el que Úter,
yaciendo con Ygerne, la mujer de Gorlois, engendró a Arturo para Bretaña.
Y así es como fue el resto del tiempo. Después de Tintagel nos dirigimos al norte.
La memoria, o un sueño de esta prolongada oscuridad en la que me encuentro, me
muestra las suaves colinas de Rheged, las nubes suspendidas del bosque, los lagos
sonoros con peces y, reflejada en el espejo de su propio lago, Caer Bannog, el lugar
en que escondí la espada para que Arturo la encontrase. Luego la Capilla Verde,
donde más tarde, en aquella noche legendaria, Arturo finalmente la levantaría por su
propia mano.
De este modo, así como años atrás yo lo había hecho en serio, fuimos siguiendo
ahora la espada alegremente; pero algo —algún instinto que yo ya no podía creer que
fuera profético o ni siquiera sabio— me hizo guardar silencio sobre la otra búsqueda
que alguna vez había vislumbrado entre sombras. No sería para mí; vendría después
de mí y el momento aún no había llegado. Por tanto, nada dije de Segontium ni del
lugar en donde, a gran profundidad bajo el suelo, aún permanecían enterrados los
restantes tesoros que habían vuelto a Occidente con la espada.
Por fin llegamos a Galava. Era un final feliz para un agradable viaje. Fuimos
recibidos por el conde Antor, un Antor que había engordado con la edad y la buena
vida de los tiempos de paz, quien hizo la presentación de Nimue a doña Drusila (con
un guiño para mí) como «la esposa del príncipe Merlín, una moza al fin y al cabo». Y
a su lado estaba mi fiel Ralf, arrebolado de satisfacción, orgulloso como un pavo real

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de su linda mujer y sus cuatro robustos hijos, y ávido de noticias de Arturo y del sur.
Nimue y yo dormimos juntos en la habitación de la torre a la que una vez me
llevaron para que me recobrase del veneno de Morcadés.
Había pasado ya la medianoche y estábamos tumbados contemplando la luna que
rozaba la cima de las colinas detrás de la ventana, cuando ella se revolvió, posando la
mejilla en el hueco de mi hombro, y dijo suavemente:
—¿Y después de esto, qué? ¿Bryn Myrddin y la Cueva de Cristal?
—Eso es.
—Si tus propias montañas son tan bellas como éstas, quizá no debería
importarme, después de todo, abandonar Applegarth… —advertí una sonrisa en su
voz— al menos en verano.
—Te prometí que el viaje no lo hacíamos para esto. Dime una cosa: para la última
etapa de tu viaje de bodas, ¿prefieres ir bajando por las carreteras del oeste o tomar
un barco en Glannaventa e ir a Maridunum por mar? Me han dicho que ahora está en
calma.
Hubo una corta pausa. Luego respondió:
—Pero ¿por qué me pides que elija? Yo pensaba que…
—¿Qué pensabas?
Otra pausa.
—Pensaba que tenías todavía algo que mostrarme.
Parecía que su instinto era tan auténtico como el mío. Le pregunté:
—¿Qué cosa, querida?
—Me has contado toda la historia de la espada, y ahora me has enseñado todo lo
que sucedió con ella, esta maravillosa Escalibor que es el símbolo del poder del rey y
por la cual él mantiene su reino. Me has mostrado los lugares de las visiones que te
condujeron a encontrarla; dónde la escondiste hasta que Arturo estuviera preparado
para levantarla y dónde por fin la levantó. Pero nunca me has contado dónde la
encontraste tú. Pensaba que ésta sería la última cosa que me mostrarías antes de
llevarme a casa.
No contesté. Se incorporó en la cama y se apoyó en un codo, mirándome desde
arriba. La luz de la luna se deslizaba sobre ella, convirtiéndola en una criatura de
plata y sombra, iluminando las encantadoras líneas de sienes y mejillas, garganta y
pecho.
Sonreí, recorriendo con dedo suave la línea de su hombro.
—¿Cómo puedo pensar y responderte siendo así como eres?
—Es muy fácil. —Respondió a mi sonrisa sin moverse—. ¿Por qué nunca me lo
contaste? Es porque hay algo más, ¿no? ¿Algo que pertenece al futuro?
Era eso: instinto o visión, ella sabía. Lentamente, le respondí:
—Has hablado de una «última cosa». Sí. Todavía hay un misterio, el único. Y,

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efectivamente, es para el futuro. Yo mismo no lo he visto claramente, pero una vez,
antes de que fuera rey, le hice una profecía a Arturo. Fue entre el encuentro y el
levantamiento de la espada, cuando el futuro todavía estaba cercado por el fuego y la
visión. Recuerdo que le dije…
—¿Sí?
Se lo cité:
—«Veo una tierra en calma y resplandeciente, con grano abundantemente
cultivado en los valles, y granjeros labrando sus campos en paz como lo hacían en
tiempos de los romanos. Veo una espada que crece ociosa y descontenta, y los días de
paz que se violentan entre riñas y división, y la necesidad de una búsqueda para las
espadas ociosas y los espíritus desnutridos. Quizá fue por esto por lo que el dios
volvió a quitarme el grial y la lanza y los escondió bajo el suelo, para que un día tú
puedas salir a encontrar el resto del tesoro de Macsen. No, no tú sino Beduier… Es su
espíritu y no el tuyo el que pasará hambre y sed, y la apagará en las fuentes
equivocadas».
Un largo silencio.
No podía ver sus ojos: estaban llenos de claridad lunar. Entonces susurró:
—¿El grial y la lanza? ¿El tesoro de Macsen, nuevamente oculto bajo el suelo,
para convertirse en objeto de una búsqueda tan larga como la de la espada? ¿Dónde?
¿Me explicas dónde?
Parecía anhelante; no temerosa sino anhelante, como un corredor a la vista de la
meta. Pensé: «Cuando vea el cáliz y la lanza, inclinará la cabeza ante su magia. Pero
no es más que una chiquilla y aún ve los objetos de poder como armas en su propia
mano». Y no le dije: «Es la misma búsqueda, porque ¿de qué sirve a nadie una espada
de poder sin la satisfacción del espíritu? Todos los reyes son ahora un Rey. Ya es hora
de que los dioses se vuelvan un solo Dios, y aquí, en el grial, está la unidad por la
cual los hombres se esforzarán y morirán, y muriendo, vivirán».
No se lo dije, pero permanecí un rato silencioso mientras ella me miraba, inmóvil.
Podía sentir el poder que me llegaba desde ella, mi propio poder, más fuerte ahora en
ella que en mis propias manos. En cuanto a mí, lo único que sentía era abatimiento y
una especie de pesar.
—Dímelo, cariño mío —insistió, en un susurro, acuciante.
De manera que se lo conté. Le sonreí y le dije, con mucha ternura:
—Será mejor que te lo explique. Te llevaré allí, y todo lo que haya que ver te lo
mostraré. Lo que ha quedado del tesoro de Macsen está bajo el suelo en las ruinas del
templo de Mitra que hay en Segontium, que se llama Caer-y-n’ar Von, por debajo de
Y Wyddfa. Y ahora, eso es todo lo que puedo ofrecerte, querida mía, excepto mi
amor.
Recuerdo que ella dijo:

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—Y que habría sido suficiente, incluso sin todo lo demás —y se calló para poner
su boca sobre la mía.
Después de que se durmiera seguí tumbado viendo la luna, llena y brillante,
quieta durante horas, según me pareció, justo en el centro del marco de la ventana. Y
recordé hasta qué punto muchísimo tiempo atrás, cuando era niño, había creído que
una visión semejante me permitiría cumplir el deseo de mi corazón. Todo cuanto
había sucedido en aquellos años —poder, profecía, servicio, amor— apenas podía
recordarlo. Ahora todo eso formaba parte del pasado, y el deseo de mi corazón estaba
aquí, durmiendo en mis brazos. Y la noche, tan llena de luz, estaba vacía de futuro,
vacía de visión: pero como fantasmas alentando desde el pasado, aún llegaban las
voces.
La voz de Morcadés, la voz de la bruja escupiéndome su maldición: «¿Estáis
seguro, príncipe Merlín, de que sois impenetrable ante la magia de las mujeres? Al
final caeréis en una trampa».
Y por encima de esta voz, la de Arturo, vigorosa, colérica, llena de amor: «No
soportaré que te haga sufrir». Y también: «Bruja o no, amante o no, le daré su
merecido».
Mantuve su joven cuerpo apretado contra el mío y besé muy suavemente sus
párpados dormidos. Y dije a los fantasmas, a las voces, a la vacía luz de la luna:
—Ha llegado la hora. Dejadme ir en paz.
Después, encomendando mi espíritu al dios que durante todos esos años me había
cogido de la mano, me dispuse a dormir.
Ésta es la última cosa que sé que era real y no un sueño en la oscuridad.

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Capítulo II
Cuando era un niño pequeño en Maridunum, dormía con mi nodriza en una
habitación del ala del palacio de mi abuelo destinada a los criados. Era una cámara en
la planta baja, y al otro lado de la ventana crecía un peral en donde al anochecer
cantaría un zorzal y a continuación las estrellas irían a clavarse en el cielo detrás de
las ramas a la vista de todo el mundo como si fueran luces que se hubieran quedado
enredadas en el árbol. En el silencio de la noche solía tumbarme contemplándolas y
aguzando el oído para escuchar la música que, según me habían dicho, producían las
estrellas al desplazarse por el cielo.
Ahora por fin me parecía oírla. Estaba acostado, cálidamente arropado sobre lo
que creía ser una litera, de cuyo movimiento bamboleante deduje que debía ser
transportada a lo largo, bajo un cielo nocturno. Una gran oscuridad me envolvía y,
muy arriba, el cielo de la noche formaba una bóveda tachonada de estrellas que
giraban y que al moverse sonaban como campanillas. Yo era parte del suelo que se
movía y resonaba en mis latidos, y era parte de la enorme oscuridad que podía ver
sobre mí. Ni siquiera estaba seguro de tener los ojos abiertos. Mi última visión, pensé
débilmente, y también el deseo de mi corazón. El deseo de mi corazón fue siempre
éste: oír, antes de morir, la música de las estrellas…
En aquel momento supe dónde estaba. Tenía que haber gente cerca; podía oír
voces hablando en susurros, pero parecían llegar de muy lejos, como cuando uno está
enfermo y con fiebre. Unos criados llevaban la litera; sus brazos me rozaban
involuntariamente y el golpeteo en el suelo eran las suaves pisadas de sus sandalias.
No era una visión alumbrada por las esferas que emitían su canto; yo era tan sólo un
viejo doliente y sujeto a la tierra que estaba siendo transportado a casa en parihuelas,
en el impotente silencio de mi enfermedad. La música de las estrellas no era otra que
los cascabeles de los arneses de las mulas.
Cuánto tiempo duró es algo que no podría decir. Finalmente, al cabo de una larga
pendiente la litera recuperó el nivel y me encontré con un arco iluminado por un
cálido fuego, y más gente, voces por todas partes y alguien que lloraba, y me di
cuenta de que por alguna razón, por otra recaída de la enfermedad, me habían traído a
casa, a Bryn Myrddin.
Tras esto, más confusión. A veces pensaba que Nimue y yo aún seguíamos
viajando: estaba enseñándole las calles de Bizancio o paseando con ella por el
promontorio de Berytus. Me traía drogas preparadas por ella y me las acercaba a la
boca. Sentí su propia boca sobre la mía, con sabor a fresa, y desde arriba sus labios
murmuraron dulces ensalmos mientras la cueva se llenaba del humo exhalado por
puñados de precioso incienso. Por todas partes había cirios; con su suave movimiento
oscilante iluminaban mi esmerejón, posado en un saliente junto a la entrada de la

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cueva buscando en sus plumas el aliento del dios. Galapas estaba sentado junto al
brasero dibujando en el polvo mis primeros mapas, y a su lado se arrodillaba ahora el
joven Ninian y los estudiaba larga y detenidamente con su mirada seria y amable.
Después levantó la vista y vi que era Arturo, vivaz e impaciente a sus diez años…, y
luego fue Ralf, joven y taciturno…, y finalmente Merlín niño, subiendo hasta la
cueva de cristal por indicación de su maestro. Y así llegaron las visiones: volví a
presenciar los primeros sueños que asaltaron con furia mi cerebro infantil aquí, en
esta misma cueva. Y para entonces Nimue me cogía de la mano, y la veía conmigo,
una estrella en lugar de otra, y luego llevaba el cordial hasta mis labios, mientras
Galapas y el niño Merlín y Ralf y Arturo y el joven Ninian se apagaban y
desvanecían como fantasmas que eran. Sólo quedaba su memoria, y ésta estaba ahora
encerrada en el cerebro de Nimue como antes lo estuvo en el mío, y sería suya para
siempre.
Mientras esto sucedía, el tiempo iba pasando aunque yo no me daba cuenta, y
transcurrían los días y yo seguía aún en aquel extraño limbo de cuerpo inútil y mente
trabajando con intensidad, en tanto que de modo gradual, como la abeja que sorbe la
miel de una flor, Nimue la hechicera iba extrayéndome gota a gota la destilación de
todos mis días.
Un amanecer muy temprano, con el canto de los pájaros en el exterior y la cálida
brisa de verano trayendo el aroma de flores y de hecho al interior de la cueva,
desperté de un largo sueño y descubrí que la enfermedad había desaparecido. El
momento de los sueños había pasado, estaba vivo y completamente despierto.
Y además, solo y a oscuras, a no ser por un largo hilillo de sol que penetraba a
través de una abertura que quedó en el lugar en que hicieron caer el alud de rocas que
cubría enteramente la entrada de la cueva, antes de marcharse dejándome en mi
tumba.

No tenía modo de saber cuánto tiempo había permanecido en aquel estado de


muerte en vigilia. Cuando fuimos a Rheged era el mes de julio, y ahora al parecer aún
nos hallábamos en pleno verano.
¿Tres semanas, o como mucho un mes…? Si hubiera pasado más tiempo,
seguramente me encontraría más desfallecido. Según estaban las cosas, hasta el
último sueño profundo, que debieron tomar por mi muerte, fui cuidado y alimentado
con mis propios cordiales y medicinas, de manera que, aunque entumecido y muy
débil, tenía auténticas probabilidades de vida. No me hacía ilusiones respecto a mi
capacidad para desplazar ninguna de las piedras que sellaban mi tumba, pero era
bastante probable que pudiera atraer la atención de alguien que pasara por allí. Aquél
había sido un lugar sagrado desde tiempos inmemoriales, y los aldeanos subían
regularmente desde el valle con ofrendas para el dios que guardaba la fuente sagrada

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junto a la cueva. Posiblemente, ahora considerarían aún más sagrado el lugar, al saber
que en él estaba enterrado Merlín, el que había llevado de la mano al Gran Rey, pero
también el que fue su propio encantador y había dedicado su tiempo y habilidades a
atender sus dolencias y las de sus animales. Mientras vivía, acudían diariamente para
obsequiarme con comida y vino. ¿No iban a venir ahora con sus ofrendas para
satisfacer al difunto?
Así que, sofocando mis temores, me incorporé y, en medio de la confusa
debilidad de mi nuevo estado de vigilia, traté de aclararme sobre qué debía hacer.
No me habían depositado en la cueva de cristal, el pequeño hueco en lo alto de la
pared de la cueva principal, sino en la misma cueva mayor y en mi propio lecho. Lo
habían cubierto con una tela que, según advertí, era rígida y suntuosa, y al volver a
examinarla a la luz me devolvió el trémulo brillo de bordados y piedras preciosas.
Palpé con los dedos el paño mortuorio que me cubría; era de un material tupido,
suave y cálido, bellamente tejido. Recorrí con los dedos el motivo dibujado: el
Dragón. Y ahora pude distinguir, en las cuatro esquinas de la cama, los altos y
profusamente labrados candelabros que emitían destellos de oro. A lo que se veía, me
habían despedido con pompa y honores reales. Entonces, ¿habría estado allí el rey?
Me hubiera gustado poder recordarlo. ¿Y Nimue? Suponía que tenía que agradecer a
mis propias profecías el hecho de que hubieran decidido este tipo de sepultura en vez
de entregarme a la tierra o al fuego. El pensamiento me produjo escalofríos pero
también me incitó a la acción. Observé los cirios. Tres de ellos habían ardido hasta
abajo, prácticamente hasta los montones de cera informe, y se habían consumido. Del
otro, apagado quizá por una corriente de aire fortuita, restaba todavía un palmo y
medio, más o menos. Puse un dedo sobre el que tenía más cerca, por la parte en que
la cera se había deslizado hacia abajo; aún estaba blanda. Calculé que podían haber
pasado unas doce horas, o como mucho quince, desde que los encendieron y me
dejaron ahí. El lugar estaba aún caldeado. Si quería mantenerme vivo, debía
conservarlo así. Me eché hacia atrás, recostándome en la dura almohada, subí el paño
mortuorio con su dragón de oro para taparme, fijé los ojos en el cirio apagado y
pensé: «Vamos a ver. La más simple de las magias, la primera de todas las que
aprendí aquí, en este mismo lugar; veamos si ésta también me ha sido arrebatada». El
esfuerzo me hizo regresar exhausto al sueño.
Desperté para ver la luz del sol, ahora débil y rosada, que daba en un rincón
alejado de la cueva, pero la propia cueva estaba llena de luz. El cirio ardía de modo
regular, con una cálida llama dorada.
Brillaba con luz trémula sobre dos monedas de oro que estaban sobre el paño
mortuorio; recordé vagamente su peso al caerse de encima de mis ojos cuando me
desperté y me moví. Esto me hizo ver algo más provechoso: los pasteles y el vino
rituales que habían dejado junto al túmulo como ofrendas para el difunto. Me dirigí

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en voz alta al dios que me protegía, y luego, sentándome en el féretro, rodeado de las
ropas funerarias, comí y bebí lo que me habían dejado.
Las tortas estaban secas pero sabían a miel, y el vino era fuerte y se deslizaba por
dentro de mí como vida nueva. La luz del cirio, despidiendo su débil calor, dispersó
los últimos vestigios del miedo. Me descubrí susurrando:
—Emrys, Emrys, hijo del fuego, amado de reyes…, te fue dicho que serías
enterrado deprisa, en la oscuridad, una vez que desapareciera tu poder; y mira, he
aquí que ha venido a suceder, y después de todo no es tan terrible; has sido enterrado,
y deprisa, pero tienes luz y aire y, a menos que hayan saqueado el lugar, no te faltan
comida ni bebida, ni calor, ni medicinas…
Saqué el cirio de su pesado candelabro y me lo llevé hasta las cuevas interiores,
donde tenía las despensas. Todo estaba exactamente como yo lo había dejado.
Estilicón había sido un mayordomo más que leal. Pensando en el vino y los pasteles
de miel que habían depositado junto al «féretro», me preguntaba si, además, habrían
limpiado y adornado las cavernas, y luego las habrían equipado cuidadosamente para
el difunto. Fuera cual fuese la razón que tuvieron para dejar las cosas como las
encontraba, hilera tras hilera y caja tras caja allí estaban los preciosos víveres, y en su
debido lugar los frascos y tarros de drogas y cordiales, todo lo que no me había
llevado a Applegarth. Había una auténtica provisión de comida de ardilla, frutos
secos y nueces, panales rezumando lentamente en sus jarras y un barril de olivas en
aceite. No había pan, por supuesto, pero en una vasija de barro encontré, dura como
un hueso, una gruesa torta de avena que mucho tiempo atrás hizo la mujer del pastor
y me la regaló; aún estaba buena, aunque seca como madera, de modo que la
desmigué y eché una parte a remojar en vino. El depósito de harina estaba medio
lleno, y con el aceite del barril de aceitunas podría prepararme una especie de
pastelillos de harina. Agua, naturalmente, tenía: poco después de fijar mi residencia
en la cueva había hecho que mi criado instalase desde la fuente exterior una
conducción de agua para llenar un tanque, que se mantenía tapado y aseguraba agua
limpia incluso cuando había heladas o tormentas. El agua sobrante, canalizada para
que corriera hacia abajo, hasta una grieta en un rincón de una remota cámara interior,
servía para usos de retrete. En la repisa donde siempre las había guardado, había
abundantes velas de reserva, y yesca con sus pedernales. Tenía también una pila
considerable de carbón, pero dudaba acerca de si debía encender el brasero, por
miedo a humos o gases. Además, el calor podría serme más necesario en los tiempos
que se avecinaban. Si mis cálculos no eran erróneos, en apenas un mes el verano se
habría acabado y comenzaría el otoño, con sus fríos vientos y su insoportable
humedad.
Por esta razón, al principio, mientras el aire cálido del verano todavía circulaba
por la cueva, sólo usaba la luz cuando necesitaba ver para prepararme la comida, o

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para animarme cuando las horas en la oscuridad transcurrían demasiado lentas. No
tenía libros, ya que me los había llevado todos a Applegarth. Pero había a mano
materiales para escribir y, a medida que transcurrían los días y yo recuperaba fuerzas
y empezaba a impacientarme en la ociosidad de mi cautiverio, concebí la idea de
intentar poner por escrito y de manera más o menos ordenada la historia de mi
infancia y de la época en la que había vivido y que había contribuido a moldear. La
música también hubiera sido algo para practicar en la oscuridad, pero el arpa de pie
se había ido con mis libros a Applegarth y, en cuanto a mi arpa pequeña, no la habían
traído junto con las otras riquezas que iban a equipar la casa del difunto.
Os aseguro que consideré detenidamente cómo escaparme de mi sepultura. Pero
aquellos que me dejaron allí y me concedieron como homenaje la propia colina
sagrada con todo lo que había dentro, usaron la misma montaña para dejarme
encerrado en su interior; al parecer, la mitad de la ladera había sido derribada
haciendo palanca para que al caer cubriera toda la entrada de la cueva. Y aunque lo
hubiera intentado no habría podido empujarla ni escarbar un camino a través de ella.
Sin duda con herramientas adecuadas y con tiempo hubiera podido hacerse, pero yo
no disponía de nada. Las palas y las hachas siempre las guardábamos en la
caballeriza, bajo el peñasco.
Cabía otra posibilidad, que consideré repetidas veces. Además de las cuevas que
yo utilizaba, había otras que eran como cámaras más pequeñas, que se comunicaban
entre sí ramificándose hacia las profundidades de la montaña. Una de estas cuevas
interiores era poco más que una chimenea, un pozo circular que ascendía a través de
capas rocosas hasta alcanzar el exterior por una pequeña caldera de la colina que
quedaba encima. Había allí un peñasco no muy alto en donde, muchos años atrás, la
acción de las raíces de los árboles y la de las tormentas había abierto una hendidura
que dejaba pasar la luz, y a veces también pedruscos pequeños o agua de lluvia, hasta
el interior del hueco de abajo. A través de esta fisura emprendían sus vuelos diarios
los murciélagos que habitaban la cueva. Andando el tiempo la pila de piedras caídas
en la cueva había levantado en su interior una especie de contrafuerte que alcanzaba
quizás un tercio de la altura de la «claraboya», tal como podríamos denominar al
agujero superior. Cuando, lleno de esperanza, fui a ver si esta tosca escalera se había
prolongado, sufrí una decepción: sobre ella quedaba todavía una escarpada pendiente
de tres veces la altura de un hombre, y más arriba otra vez lo mismo, primero cortada
a pico y luego más suave, para poder llegar hasta el resquicio de luz diurna. Es
perfectamente posible que un hombre ágil y en buen estado físico hubiera sido capaz
de salir al exterior trepando sin ayuda, aunque por algunas zonas la roca estaba
húmeda y resbaladiza y por otras era manifiestamente inestable. Pero para un hombre
de edad y que acababa de abandonar su lecho de enfermo era impracticable. El único
consuelo del descubrimiento residía en el hecho de que en aquel lugar había

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literalmente una «chimenea»; en los fríos días que estaban por venir podría encender
allí el brasero sin peligro, y disfrutar de buena temperatura y de comida y bebida
calientes.
Naturalmente, pensé en hacer algún fuego con la esperanza de que el humo
pudiera atraer la atención de los curiosos, pero tenía dos circunstancias en contra: la
primera era que los aldeanos que vivían en los alrededores de la montaña estaban
acostumbrados a ver los murciélagos que salían diariamente de la ladera y que a todo
el mundo le podían parecer como penachos de humo; la segunda, que tenía poco
combustible que gastar. Lo único que podía hacer era conservar las preciosas reservas
existentes y esperar a que alguien subiera desde el valle para visitar el manantial
sagrado.
Pero nadie acudió. Veinte días, treinta, cuarenta, fueron otras tantas muescas en el
palo en que llevaba la cuenta. A mi pesar, tuve que reconocer que los sencillos
aldeanos que antaño acudían a ofrecer sus plegarias al espíritu de la fuente y sus
dádivas al hombre que vivía allí y les proporcionaba remedios, tenían miedo del
encantador recientemente fallecido y del nuevo espíritu que rondaba por la montaña
hueca. Puesto que el valle no conducía a otra parte sino a la cueva y la fuente, los
viajeros no lo frecuentaban. Nadie se adentraba por el valle superior excepto los
pájaros —a los que oía— y suponía que también los ciervos, y en una ocasión un
lobo o un zorro que oí husmear por la noche entre las piedras apiladas que
bloqueaban la entrada de la cueva.
De esta manera se arrastraban monótonamente los días cuya cuenta llevaba, y yo
seguía vivo y —cosa más difícil— mantenía el miedo a raya de todas las maneras que
se me ocurrían. Escribía, me esforzaba en planes para escapar y también en las tareas
domésticas que los días requerían; y no me avergüenzo al recordar que por las noches
—y a veces también por el día, si me sentía apremiado— me drogaba con vino o con
opiáceos que me embotaban los sentidos y la noción del transcurso del tiempo.
Desesperación no sentía; durante toda aquella larga vida en la muerte había una cosa
a la que me agarraba como si fuera una escalera arrojada desde la luz que veía brillar
allá arriba: a lo largo de mi vida había obedecido a mi dios, de él había recibido el
poder y a él tenía que devolverlo de nuevo; ahora lo había visto pasar a la joven
amante que me lo había usurpado; pero aunque mi vida aparentemente estaba
terminada, mi cuerpo había sido preservado —no sabría decir cómo ni por qué—
tanto de la tierra como del fuego. Estaba vivo, había recuperado fuerza y voluntad y,
prisión o no, ésta era la montaña hueca del propio dios. No podía creer que ello no
significara algún designio todavía por cumplir.
Creo que este pensamiento fue el que me animó finalmente a trepar al interior de
la cueva de cristal.
Durante todo aquel tiempo, con mi fortaleza en declive y el poder que —yo sabía

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— me había abandonado, no me había sentido capaz de enfrentarme con el lugar de
la visión. Pero un atardecer en que, con mi provisión de velas disminuyendo, había
permanecido demasiado tiempo sentado en la oscuridad, cobré al fin suficiente ánimo
para trepar al saliente que estaba al fondo de la caverna principal y arrastrarme,
encorvado, al interior del globo revestido de cristal.
Creo que fui sólo para buscar consuelo en los recuerdos del pasado poder y del
amor. No me llevé conmigo ninguna luz y no buscaba ninguna visión. Simplemente
me tendí boca abajo, como hacía cuando era niño, con el vientre apoyado sobre el
cristal rugoso del fondo, dejándome envolver por el profundo silencio y llenándolo
con todos mis pensamientos.
Cuáles eran, es algo que ahora no puedo recordar: supongo que formulaba
plegarias. No creo que hablara en voz alta. Pero por un instante tuve conciencia —de
la misma manera en que de noche cerrada uno adivina más que ve el amanecer
inminente— de que algo estaba dando respuesta a mi respiración. No era un sonido;
tan sólo el remoto eco de un aliento, como si un espíritu estuviera despertando,
tomando vida de la mía.
El corazón empezó a latirme sordamente; mi respiración se agudizó. En la
oscuridad, el otro ritmo se aceleró. El aire de la cueva zumbaba. En torno a las
paredes de cristal se difundía, lleno de resonancias, un murmullo que reconocí.
Sentí cómo se me formaban en los ojos las lágrimas que mi debilidad propiciaba.
Interpelé en voz alta:
—¿Así que, después de todo, te devolvieron a tu sitio?
Y, desde la oscuridad, el arpa me respondió.
Avancé a tientas hacia el sonido. Mis dedos se encontraron con el vivo y sedoso
tacto de la madera. La tallada columna delantera se alojó en mi mano de la misma
manera en que tiempo atrás vi que la empuñadura de la gran espada se acoplaba al
hueco de la mano del rey. Me retiré de la cueva, acallé contra mi pecho el débil
lamento del arpa y volví a bajar, abriéndome camino con todo cuidado hasta mi
prisión.

Ésta es la canción que compuse. La llamé Canción de Merlín desde la tumba.

¿Adonde se han ido los seres animados?


Recuerdo la luz del sol
y un fuerte viento soplando;
un dios que me respondía,
asomándose desde las altas estrellas;
una estrella, que brillaba para mí

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una voz que me hablaba,
un halcón que me guiaba,
un escudo que me protegía;
y un camino claro hasta la puerta
en donde ellos me aguardan,
en donde ¿será posible que no me aguarden?

El día declina,
el viento amaina.
Los seres animados se fueron.
Sólo quedo yo.

¿De qué sirve invocarme


a mí, que no tengo escudo ni estrella?
¿De qué sirve arrodillarse ante mí
que soy sólo la sombra
de su sombra,
sólo la sombra
de una estrella que cayó
largo tiempo ha?

A ninguna canción se le puede estampar un sello de flamante y acabada desde la


primera vez que se canta, así que no puedo recordar exactamente en qué ocasión,
mientras la estaba cantando, advertí que había habido un sonido inusual, como si
hubieran estado llamando suavemente a la puerta de mi cerebro durante varias
estrofas. Apagué la vibración de los acordes cruzando una mano sobre las cuerdas y
escuché.
El latido de mi corazón sonaba fuerte en el aire silencioso y mortecino de la
cueva. Por debajo de él había otra vibración, un palpitar distante que parecía llegar
desde el corazón de la montaña. Apartado como había estado durante tantísimo
tiempo del tráfico común del mundo, difícilmente se me podría culpar de que los
primeros pensamientos que me acudieron atropelladamente lo hicieran en alas de un
instinto nacido de antiguas creencias: Llud del Otro Mundo, los caballos del Cazador
Salvaje, todas las sombras que moran en las colinas huecas… ¿La Muerte venía al fin
por mí, en aquel tranquilo anochecer de final de verano? Luego, en menos tiempo del
que se tarda en un breve suspiro, llegué a darme cuenta de la verdad, y ya era
demasiado tarde.
Se trataba del viajero que yo había estado esperando y del que finalmente había
desesperado; cabalgando por encima de la caverna, se había detenido junto al
precipicio por donde la «claraboya» se abría al aire libre y había oído la música.

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Hubo una pausa, rota solamente por el agudo golpe de cascos nerviosos sobre la
piedra con que mostraba su impaciencia el caballo, al que mantenían sujeto y con
cautela. Luego se oyó una voz de hombre que gritaba:
—¿Hay alguien aquí?
Había ya dejado a un lado el arpa y, con toda la rapidez que me fue posible,
estaba abriéndome paso a duras penas en la semioscuridad hacia la cueva que
quedaba debajo de él. Mientras iba para allá intenté gritar, pero pasaron unos
momentos antes de que mi estallante corazón y mi reseca garganta me permitieran
responder. Luego grité:
—¡Soy yo, Merlín! No te asustes, no soy un fantasma. Estoy vivo, y atrapado ahí
dentro. ¡Abre un camino hasta mí, en nombre del rey!
Mi voz quedó ahogada por la súbita confusión ruidosa procedente de arriba. Podía
adivinar lo sucedido. Cuando el caballo percibió, al modo que suelen los animales,
alguna cosa extraña —un hombre bajo tierra, sonidos anormales que parecían
proceder de una fisura en un peñasco, e incluso mi ansiedad—, dio un largo y
estridente relincho y corcoveó, desparramando piedras y gravilla pequeña y
provocando inmediatamente nuevos ecos. Volví a gritar, pero el jinete tampoco me
oyó, o bien tomó el miedo del caballo por un instinto más fiable que el propio. Hubo
un nuevo y agudo golpeteo de cascos y más piedras cayendo; luego, el batir del
galope en retirada, más rápido que cuando llegó. No podía culpar de nada al jinete,
quienquiera que fuese; aun en el caso de que desconociera quién yacía sepultado bajo
sus pies, debía de saber que la colina era un lugar sagrado, y oír música procedente
del suelo, al anochecer y en la cresta de semejante montaña…
Regresé para recoger el arpa. No había resultado dañada. La coloqué a un lado, y
con este gesto apartaba igualmente la esperanza de un rescate; luego me dispuse
inexorablemente a preparar lo que a falta de mejor denominación podríamos llamar
mi cena.

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Capítulo III
Quizá dos días después de esto, o tal vez tres, sucedió que algo me despertó
durante la noche. Abrí los ojos en medio de una total oscuridad, preguntándome qué
sería lo que me había perturbado. Entonces oí el ruido. Cautelosas raspaduras,
traqueteo de piedras, ruido sordo de tierra cayendo. Procedía de la «claraboya», en lo
alto de la cueva interior. Pensé que algún animal, un tejón o un zorro, o incluso un
lobo, hurgaban para abrirse paso hacia el olor a comida. Me arrebujé entre las ropas
de cama, me di la vuelta y cerré nuevamente los ojos.
Pero los ruidos continuaron, sigilosos, persistentes, y luego impacientes; aquel
furioso modo de escarbar entre las piedras ponía de manifiesto un propósito distinto
al de un animal. Me levanté, con una repentina esperanza que me dejó tenso. ¿Quizás
el jinete había vuelto? ¿O había contado el hecho, y otra persona, de ánimo valeroso,
habría acudido para investigar? Tomé aliento para gritar, pero luego me detuve. No
quería que éste también se marchara asustado, como el primero. Esperaría a que él se
dirigiera a mí.
No lo hizo; simplemente estaba intentando abrirse paso a través de la abertura en
el peñasco. Cayó más material y oí el sonido metálico de una palanca, inconfundible,
una maldición en voz baja. Una voz de hombre, de habla inculta. Hubo una pausa,
como si estuviera escuchando, y una vez más empezaron los ruidos; ahora estaba
cavando hacia dentro con una herramienta pesada, un azadón o quizá una pala.
Ahora sí que por nada del mundo hubiera gritado. Nadie que decidiera
simplemente investigar acerca de un suceso extraño actuaría con un secreto y uña
cautela semejantes; es obvio que lo que correspondía era lo que hizo el jinete: lo
primero, llamar; o bien esperar en silencio y escuchar, antes que intentar abrir un
camino por la fuerza a través de la claraboya. Y lo que es más: ningún hombre sin
malicia habría venido voluntariamente solo y de noche.
Unos instantes de reflexión me hicieron dar con la explicación más probable: se
trataba de un saqueador de tumbas; tal vez algún forajido que hubiera oído rumores
acerca de una sepultura real en la Colina de Merlín y que después de echar una ojeada
a la boca de la cueva decidiera que estaba excesivamente bloqueada y considerase
que el pozo era la vía de entrada más fácil y la que menos llamaba la atención. O
quizás un lugareño que hubiera visto el paso de la rica procesión y que conociera de
antiguo el pozo como entrada de emergencia a la colina. O incluso un soldado, uno de
los que ayudaron a cerrar la boca de la cueva después de la ceremonia y que desde
entonces permaneciera obsesionado por el recuerdo de las riquezas allí sepultadas.
Fuera quien fuese, debía tratarse de un hombre poco excitable. Estaría totalmente
preparado para encontrarse allí con un cadáver; para enfrentarse con el hedor y la
visión de un cuerpo muerto desde hacía algunas semanas; incluso para ponerle las

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manos encima y arrebatarle las joyas antes de hacerlo caer rodando para llevarse el
paño mortuorio incrustado de piedras preciosas y la almohada ribeteada de oro. ¿Y si
en vez de un cadáver se encontraba con un hombre vivo? ¿Un hombre viejo,
debilitado por aquellos largos días bajo tierra? ¿Un hombre, además, al que todo el
mundo creía muerto? La respuesta era simple. Me mataría, y encima saquearía mi
tumba. Y yo, despojado de mi poder, estaba indefenso.
Me levanté de la cama sin hacer ruido y caminé hasta el pozo. La excavación
continuaba, ahora de manera uniforme, y a través de la abertura ensanchada en la
parte superior del pozo pude ver luz. Tenía allí una especie de farol para
proporcionarse suficiente claridad. Esto por otra parte evitaría que pudiera percibir el
débil destello de una vela de junco encendida abajo. Regresé a la cámara principal,
prendí cuidadosamente la luz tras una pantalla y comencé los únicos preparativos que
me era dado hacer.
Si me acostaba y le esperaba con un cuchillo (carecía de daga, pero había
cuchillos para cocinar) o con alguna herramienta pesada, no tenía la menor seguridad
de ser lo suficientemente rápido o fuerte como para dejarle sin sentido, y semejante
ataque me llevaría con certeza a mi propio fin. Tenía que encontrar otra vía. Lo
consideré fríamente. La única arma de que disponía era una que en el pasado ya había
descubierto que era más poderosa que cualquier puñal o garrote: el propio miedo
humano.
Saqué las mantas de la cama y las guardé dobladas, fuera de la vista. Extendí por
encima el enjoyado paño mortuorio, lo estiré bien y coloqué en su sitio la almohada
de terciopelo. Los candelabros de oro estaban aún en donde habían sido instalados, en
cada una de las cuatro esquinas de la cama. Junto al lecho puse la copa de oro que
había contenido el vino y la fuente de plata tachonada de granates. Cogí las monedas
de oro, el pago del barquero, de donde las había depositado, me envolví en el manto
real que me dejaron, soplé la vela y me tendí sobre el paño mortuorio.
Un ruido de algo que se hendía en el pozo, unos cascotes que se desparramaban
por el suelo de la caverna y una ráfaga de aire fresco nocturno me anunciaron que el
intruso había conseguido pasar. Cerré los ojos, me coloqué las monedas de oro sobre
los párpados, alisé los largos pliegues del manto, crucé los brazos sobre el pecho,
controlé la respiración lo mejor que pude y me mantuve a la espera.
Quizás era la cosa más difícil que jamás había hecho. Anteriormente, con
frecuencia había tenido que encararme a situaciones peligrosas, pero nunca sin saber,
de un modo u otro, cuáles eran los riesgos. Antes, en momentos difíciles o terribles
—el combate con Bretel, la emboscada en el Bosque Salvaje— siempre supe que
había que afrontar unos daños, pero al final estaban la victoria, la salvación y una
causa ganada; ahora nada sabía. Este criminal que llegaba a escondidas en la
oscuridad en busca de unas pocas joyas podía significar efectivamente el ignominioso

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final que los dioses, con sus oblicuas sonrisas, me habían mostrado en las estrellas
como «mi entierro rápido en la tumba». Sucedía según su voluntad. «Pero, ya que
siempre te he servido —pensé (y no del todo fríamente)—, dios, dios mío, déjame
oler una vez más el aire fresco antes de morir».
Al saltar por el pozo cayó con un ruido sordo. Debía de bajar con una cuerda,
atada a alguno de los árboles que crecían junto al precipicio. No me había
equivocado: iba solo. Bajo el peso del oro sobre mis párpados pude ver vagamente
que la oscuridad se aclaraba, lo que significaba que traía el farol consigo. Ahora iba
tanteando cuidadosamente el camino a través del suelo desigual y hacia la cámara en
la que yo me encontraba. Podía oler su sudor y el hedor de su farol ordinario; con
satisfacción pensé que esto significaba que no iba a advertir los olores persistentes de
la comida y el vino ni el de la vela de junco recién apagada. Y su respiración le
traicionaba: con aún mayor satisfacción descubrí que, osado o no, tenía miedo.
Me vio y detuvo su rastreo. Oí que su respiración se volvía tan áspera como el
estertor de un moribundo. Uno podía adivinar que se había preparado para enfrentarse
con un cadáver en descomposición, pero el cuerpo que allí había parecía el de un
hombre vivo o muy recientemente fallecido. Durante unos segundos permaneció
vacilante y respirando con dificultad; después, recordando quizá lo que habría oído
sobre el arte del embalsamamiento, volvió a maldecir en voz baja y para sí, y se
acercó de puntillas en dirección a mí. La luz que sostenía en la mano temblaba y
oscilaba.
Al olor y sonido de su miedo mi propia tranquilidad aumentaba. Yo respiraba de
manera suave y poco profunda, confiando en que el vaivén del farol y su luz
humeante no le dejaran ver que el cuerpo se movía. Durante lo que me pareció una
eternidad permaneció allí de pie, pero al fin, con otro fuerte jadeo y un movimiento
brusco como el de un caballo bajo la espuela, hizo un esfuerzo por llegarse hasta mi
lado. Una mano trémula y empapada de frío sudor cogió de un tirón las monedas de
oro de mis párpados.
Abrí los ojos.
En aquel breve instante, antes de cualquier movimiento, parpadeo o resuello, lo
abarqué todo: el oscuro rostro celta iluminado por el farol de asta, las ropas toscas de
recluta campesino, la piel picada de viruelas y resbaladiza por el sudor, los labios
codiciosos y colgantes y la mirada estúpida, el cuchillo en el cinto, afilado como una
navaja. Con toda tranquilidad, le dije:
—Bienvenido a las estancias de la muerte, soldado.
Y al son de mi voz el arpa susurró algo desde su rincón oscuro, con una nota
dulce que se fue apagando lentamente.
Las monedas de oro cayeron tintineando y se alejaron rodando en la oscuridad. El
farol siguió el mismo camino, para estrellarse en el suelo en medio de su aceite

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humeante. El hombre dejó escapar un alarido de miedo como muy pocos he oído en
mi larga vida y desde la oscuridad llegó una vez más la parodia del arpa. Chillando de
nuevo, huyó como alma que lleva el diablo dando traspiés mientras corría ciegamente
en dirección al pozo para salir de la cueva.
Seguramente falló el primer intento de escalar con ayuda de la cuerda: volvió a
gritar mientras caía pesadamente sobre los fragmentos de rocas del suelo. Luego el
miedo le devolvió las fuerzas; oía su respiración jadeante por el esfuerzo alejándose
hacia arriba mientras trepaba hasta la cima. Sus pasos se escabulleron corriendo a
toda velocidad ladera abajo. Luego los ruidos cesaron y yo me encontré nuevamente
solo, y a salvo.
A salvo, pero en mi tumba. Se había llevado la cuerda. Por temor, quizás, a que el
fantasma del mago pudiera trepar tras él y seguirle, la había arrastrado hacia arriba al
salir. El agujero practicado dejaba ver una ventana irregular de cielo, en el que
brillaba una estrella remota, pura e indiferente. Por ella entró aire fresco, y el frío e
inconfundible olor del amanecer inminente. Oí un zorzal en la cima del peñasco.
Dios me había respondido. Acababa de oler una vez más el aire fresco, y de oír el
dulce canto del pájaro. Y la vida seguía tan lejos de mí como antes.
Regresé a la cámara interior y, como si nada hubiera sucedido, empecé mis
preparativos para un nuevo día.

Y otro más. Y un tercero. Al tercer día, después de comer, descansar, escribir y


tranquilizar mi mente tanto como pude, examiné una vez más el pozo-chimenea. El
desgraciado ladrón de tumbas me había encendido la chispa de una nueva esperanza:
el montón de piedras caídas era ahora casi cinco palmos más alto, y aunque se llevó
la cuerda tras él, me había dejado otra que me encontré tirada, enrollada a medias, en
la base del pozo. Pero pronto se vio que las esperanzas que me había hecho alimentar
eran falsas; la cuerda era de mala calidad y su longitud no mayor de siete u ocho
palmos. Lo único que se me ocurría es que, como nunca hubiera conseguido ascender
por la cuerda, aunque fuera con uno solo de los candelabros encima, se proponía atar
juntas todas las piezas de su botín y sujetarlas al final de la cuerda más fuerte para
sacarlas tirando de ella después de salir. Calculé que, incluso para llevarse los cuatro
candelabros, el ladrón tendría que haber hecho cuatro viajes arriba y abajo del pozo.
Aun en el caso de que la soga hubiera sido suficientemente larga para poder arrojarla
y fijarla con un lazo en algún saliente rocoso, no era lo bastante recia como para
soportar mi peso. Examinando una vez más la húmeda y desmoronadiza pared de la
chimenea, tampoco veía un saliente suficientemente seguro, ni un apoyo para los
pies. Posiblemente un hombre joven o un mozalbete ágil se las habría ingeniado para
trepar, pero aunque toda mi vida había sido un hombre recio, con una fuerte
resistencia viril, nunca fui un atleta y ahora, con la edad, la enfermedad y las

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privaciones, la escalada estaba bastante por encima de mis posibilidades.
El ladrón había hecho otra cosa más: donde antes habría tenido yo que llegar
hasta la claraboya, a gran altura, y después empezar a trabajar cavando y escarbando
para abrirme camino —una tarea imposible sin herramientas ni escalera—, ahora al
menos había un camino abierto. Todo lo que tenía que hacer era llegar hasta él. Y
tenía un trozo de cuerda útil. Difícil sería que no pudiese armar una especie de
andamiaje, pensé, que me permitiera llegar más allá de la pared inclinada de la
chimenea, y desde allí tal vez sería capaz de improvisar algo que hiciera las veces de
escalera. Buena parte del mobiliario de la cueva se había sacado de allí, pero aún
quedaba la cama, uno o dos taburetes y una mesa, los toneles, y un sólido banco
olvidado en un rincón. Si encontraba algún modo de romperlos a trozos, sujetas entre
sí las piezas con cuerda o con tiras rasgadas de las mantas y calzarlas con fragmentos
de loza de los tarros de conservas…
Todo el resto de aquel día y el siguiente, trabajando directamente bajo la luz que
entraba desde arriba, me afané en mi improvisado andamio mientras dedicaba un
irónico pensamiento a Tremorino, el maestro de obras e ingenios de mi padre, que fue
quien me inició en el oficio. Se habría reído al ver al gran Merlín, el ingeniero y
artífice que había dejado atrás a su maestro y había erigido las Piedras Colgantes de
la Danza de los Gigantes, componiendo con remiendo una estructura de la que se
habría avergonzado el aprendiz más lamentable. Me bastaría con coger mi arpa como
Orfeo —me habría dicho—, tocar para los fragmentos del mobiliario roto y
contemplar como todo se construía solo, como los muros de Troya. Ésta era su teoría,
firmemente sostenida en público, acerca de la manera en que me las había arreglado
para levantar los grandes trilitos de la Danza.
A la caída de la tarde del segundo día había armado ya una especie de burdo
andamiaje techado con la sólida tabla del asiento del banco, que me serviría de base
para una escalera. Tenía cerca de catorce palmos de altura, y estaba fijado bastante
firmemente gracias a un montón de piedras que lo mantenían en su sitio. Según
calculé, me faltaba por construir otra altura casi tres veces mayor.
Trabajé hasta el crepúsculo; luego encendí una lámpara y preparé mi miserable
cena. A continuación, como aquel que va en busca del consuelo de un amante, tomé
el arpa entre mis manos y, sin pensar en Orfeo ni en Troya, toqué hasta que los
párpados se me empezaron a caer y un acorde falso me advirtió de que ya era hora de
ir a dormir. Mañana sería otro día.

¿Quién iba a adivinar qué clase de día? Cansado por el trabajo, dormí
profundamente y me desperté más tarde de lo habitual, a la luz de una brillante hebra
de sol y el sonido de alguien que voceaba mi nombre.
Durante un momento permanecí inmóvil, pensando que aún me encontraba entre

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las nieblas del sueño que tan a menudo se había burlado anteriormente de mí, pero
luego me encontré completamente despierto en la incomodidad del suelo de la
caverna (había hecho pedazos mi cama para utilizar los trozos), y se repitieron las
llamadas. Venían de la claraboya, una voz de hombre, de tono forzado por el
nerviosismo, pero con algo en su extraño acento latino que me resultaba familiar.
—¿Mi señor? ¿Príncipe Merlín? ¿Estáis aquí, mi amo?
—¡Aquí! ¡Ven!
A pesar de mis articulaciones doloridas, me puse en pie más ligero que un
chiquillo y corrí a la parte inferior del pozo.
El sol caía a raudales. Tropezando, me abrí camino hasta el pie de la ruda
estructura que ocupaba casi toda la base del pozo. Levanté la cabeza hacia arriba,
estirando el cuello.
Enmarcados en el boquete de cielo brillante aparecían la cabeza y los hombros de
un hombre. Al principio apenas pude distinguir nada, deslumbrado por la claridad. Él
podía verme a mí claramente, despeinado, barbudo y sin duda pálido como el
fantasma que había temido encontrar. Oí que sofocaba un grito estremecido; la cabeza
se retiró. Grité:
—¡No te vayas, por el amor de Dios! ¡No soy un fantasma! ¡Espera! ¡Ayúdame a
salir de aquí! ¡Estilicen, espera!
Casi sin pensarlo había identificado el acento, y a través de él, a mi antiguo
criado, el siciliano Estilicón, que se había casado con Mai, la hija del molinero, y se
cuidaba del molino junto al Tywy, al pie del valle. Yo conocía el carácter de ambos,
bondadoso, crédulo, supersticioso y fácilmente temeroso de las cosas que no
comprendían. Me apoyé en el lateral del andamiaje, me agarré a él con manos
temblorosas e hice un esfuerzo por mantener una serenidad que le tranquilizara. La
cabeza volvió a aparecer con cautela. Vi sus ojos negros mirándome de hito en hito,
la cetrina palidez del rostro, la boca abierta. Con un esfuerzo para dominarme que me
sacudió con otra oleada de debilidad, le hablé en su propia lengua, despacio y con
aparente calma:
—No tengas miedo, Estilicón. No estaba muerto cuando me dejaron aquí por
error, y todas estas semanas las he pasado ahí dentro, atrapado en la montaña. No soy
un fantasma, muchacho; soy el verdadero Merlín, vivo y extraordinariamente
necesitado de tu ayuda.
Se acercó más.
—¿Entonces, el rey…, todos aquellos otros que estuvieron aquí… —Se detuvo,
tragando saliva con dificultad.
—¿Crees que un fantasma habría podido armar todo este andamiaje? —le
pregunté—. No perdía las esperanzas de escapar. He vivido todas estas semanas con
esta confianza, pero, por el Dios de todos los dioses, Estilicón, si ahora me dejas aquí

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sin auxilio te juro que antes de que el día acabe me habré muerto. —Me callé,
avergonzado.
Se aclaró la garganta. Su voz sonó temblorosa, y con razón, pero ya no de miedo:
—Entonces, ¿sois realmente vos, señor? Dijeron que estabais muerto y enterrado,
y yo he sentido duelo por vos…, pero tendríamos que haber caído en que vuestra
magia os preservaría de la muerte.
Negué con la cabeza. Me esforcé por seguir hablando, pues sabía que con cada
palabra lo iba acercando más a la aceptación de mi supervivencia como algo real, y le
infundía ánimos para que se aproximara a la tumba y a su fantasma vivo.
—No se trata de magia —le expliqué—. Lo que os engañó a todos fue la
enfermedad. Ya no soy un mago, Estilicón, pero tengo que dar gracias a Dios por ser
todavía un hombre fuerte. De otro modo, estas semanas bajo tierra con toda seguridad
me habrían matado. Ahora, querido, ¿me sacas fuera? Más tarde ya hablaremos y
decidiremos lo que haya que hacer, pero ahora, por Dios, ayúdame a salir de aquí, al
aire libre…
Costó un gran trabajo y llevó largo tiempo, sobre todo debido a que cuando quiso
irse en busca de ayuda le rogué, en unos términos de los que ahora me avergüenzo,
que no me dejara. No lo discutió, sino que se puso a anudar la larga y recia cuerda
que encontró sujeta aún al retoño de un fresno, en la roca de encima de la claraboya.
En el extremo anudó un lazo para que me lo sujetara al pie, y luego la hizo bajar con
mucho cuidado. Llegaba hasta la plataforma y todavía sobraba un trozo. Después él
mismo bajó por el interior del pozo y en breves momentos estuvo a mi lado, al pie del
andamio. Creo que se habría arrodillado, tal como solía, para besarme las manos,
pero me agarré a él tan fuertemente que en lugar de ello me sujetó, sosteniéndome
con la fuerza de su juventud, y me ayudó a regresar a la caverna principal.
Me alcanzó la única banqueta que quedaba; después encendió el farol, me sirvió
vino, y al poco rato ya fui capaz de decirle, con una sonrisa:
—¿Así que ahora ya estás convencido de que soy un cuerpo sólido y no un
fantasma? Con todo, fue valiente por tu parte venir, y más valiente aún quedarte.
¿Qué diablos te trajo hasta este lugar? Eres la última persona que hubiera imaginado
yendo a visitar una tumba.
—Yo no habría venido para nada —respondió con franqueza—, pero algo que oí
hizo que me preguntara: «¿Y si después de todo no murió y está viviendo allí solo?».
Sabía que erais un gran mago y pensé que tal vez vuestra magia no os dejaría morir
como un hombre corriente.
—¿Algo que oíste? ¿Y qué fue?
—¿Sabéis el hombre que me ayuda en el molino, que se llama Eran? Bueno, pues
ayer fue a la ciudad, y a la vuelta me vino con la historia de un individuo que se había
emborrachado de mala manera en una taberna, y que contaba que había subido hasta

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Bryn Myrddin, y que el encantador había salido de la tumba y le había hablado. La
gente iba invitándole a beber y preguntándole más detalles, y por supuesto que el
relato de aquel hombre estaba lleno de mentiras, pero bastó para que me
preguntase… —vaciló—. ¿Qué sucedió, señor? Sé que alguien estuvo aquí, por la
cuerda en el árbol.
—Sucedió dos veces —le conté—. La primera fue un jinete que cabalgaba por la
montaña… puedes ver cuánto tiempo hace, lo marqué en aquella tarja; tuvo que
oírme tocando el arpa, el sonido subiría por el hueco del peñasco. La segunda vez fue
cuatro días después —¿o quizá cinco?—, cuando un rufián vino para saquear la
tumba; agrandó la abertura del peñasco, tal como has podido ver, y bajó con ayuda de
la cuerda. —Le conté lo que pasó, y añadí—: Debía de estar demasiado asustado para
entretenerse en desatar la cuerda. Es una suerte que te llegara su relato y vinieras
antes de que él recobrase el valor y volviera para hacerlo…, y quizá se atreviera a
bajar nuevamente a la tumba.
Me miró de soslayo y con expresión avergonzada.
—No voy a fingir ante vos, señor. No es justo que ponderéis mi valor. Ayer tarde
me acerqué por aquí. No quería venir solo, pero me daba vergüenza pedírselo a Bran,
y Mai no habría seguido adelante a menos de una legua del lugar… Bueno, vi que la
entrada de la cueva estaba tal como se había dejado, y entonces oí el arpa. Yo…, me
di la vuelta y salí corriendo hacia casa. ¡Lo siento!
—Pero has vuelto —dije suavemente.
—Sí, no pude dormir en toda la noche. ¿Recordáis la ocasión en que me
encargasteis guardar la cueva y me enseñasteis el arpa, y que a veces tocaba sola,
únicamente por el movimiento del aire? ¿Y cómo me infundíais valor y me
mostrasteis la cueva de cristal y me dijisteis que allí estaría a salvo? Bueno, iba
acordándome de todo esto, y en las veces en que os habíais mostrado bondadoso
conmigo, y en cómo me sacasteis de la esclavitud y me disteis la libertad y la vida
que ahora tengo. Y pensaba: incluso aunque fuera el fantasma de mi señor, o el arpa
tocando por arte de magia, sola en la montaña hueco, él nunca me haría daño… Así
que volví, pero esta vez de día. Pensé: «Si es un fantasma, mientras luzca el sol tiene
que estar durmiendo».
—Y eso es lo que hacía.
Como la fría punta de una daga me alcanzó el pensamiento de que, si la noche
anterior me hubiera drogado como tan a menudo había hecho, probablemente no
habría oído nada. Estilicón proseguía:
—Esta vez anduve por encima de la montaña y vi las piedras recién rotas
blanqueando la caldera, el hueco circular al que va a dar ese pozo de aire. Me acerqué
a mirar, y entonces descubrí la cuerda atada al fresno, y el gran boquete en el
peñasco; cuando miré abajo por el pozo vi el… —dudó un momento—, la cosa esa

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que habéis armado aquí.
No tenía intención de volver a entretenerme más con aquello.
—Eso es un andamio de constructor, Estilicón.
—Sí, claro. Bueno, pensé, eso no lo hace ningún fantasma. De modo que grité.
Eso es todo.
—Estilicón —le dije—, si alguna vez hice algo por ti, ten por seguro que me lo
has pagado mil veces por encima. De hecho, me has salvado doblemente, y no sólo
hoy. Si no hubieras dejado el lugar como lo encontré, hace semanas que habría
muerto de hambre y frío. No lo olvidaré.
—Ahora tenemos que conseguir sacaros de aquí. ¿Pero cómo? —Miró en torno,
hacia la desmantelada cueva y el mobiliario roto—. Ahora que hemos hablado y os
encontráis más fuerte, señor, ¿no debería ir yo en busca de hombres y herramientas
para abriros la entrada? Sería la mejor manera, de verdad que lo sería.
—Ya lo sé, pero pienso que no. He tenido tiempo ahora para considerarlo. Hasta
que sepa cómo van las cosas por el reino, no puedo «regresar a la vida» de repente.
Así es como lo vería el común de la gente si el príncipe Merlín saliera de la tumba.
No hay que contar absolutamente nada de lo sucedido hasta que lo sepa el rey. Es
decir, hasta que podamos hacerle llegar un mensaje privado…
—Se ha ido a la Pequeña Bretaña, según dicen.
—¿Sí? —Me quedé unos instantes pensativo—. ¿Quién ha quedado como
regente?
—La reina, con Beduier.
Hubo una pausa; entretanto, bajé la vista y me miré las manos. Estilicón estaba
sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. A la luz del farol era aún muy parecido
al muchacho que yo conocí. Los oscuros ojos bizantinos me contemplaban. Me
humedecí los labios.
—¿Y doña Nimue? ¿Sabéis quién quiero decir? La…
—Oh, sí, todo el mundo la conoce. Tiene magia, como la teníais vos…, como la
tenéis vos, señor. Siempre está cerca del rey. Vive cerca de Camelot.
—Claro —dije—. Bueno, lo siento, querido, pero esto mío no debe saberse antes
de que el rey regrese de la Pequeña Bretaña. Entre los dos tenemos que conseguir que
de una manera u otra yo pueda salir por el pozo. Si me traes las herramientas que
están fuera, en el establo, no hay duda de que algo se podrá hacer.
Y así lo hizo. Estuvo de vuelta en algo menos de media hora, con clavos,
herramientas y unos cuantos postes de madera que habían quedado almacenados en el
establo. Fue una media hora mala para mí: no dudaba de su regreso, pero la impresión
había sido tan intensa que al quedarme nuevamente solo permanecí allá sentado, en el
taburete, sudando y temblando como un imbécil. Pero antes de que hiciera caer los
materiales al fondo del pozo y bajara él mismo detrás ya me había dominado; nos

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pusimos manos a la obra, yo ociosamente sentado en mi banquete mirando y
dirigiendo, mientras él confeccionaba una especie de escalera que fijó a la plataforma
que yo había preparado. Con ella se alcanzaba la sección inclinada de la chimenea.
Con el fin de superar este tramo, y como accesorios para la cuerda de nudos, cortó
unas piezas de madera que, con ayuda de las grietas y salientes de la roca, fue
encajando a intervalos en el lateral de la chimenea para que actuasen, si no de
peldaños, sí de puntos de descanso en los que apoyar una rodilla.
Cuando lo hubo terminado lo probó y, mientras tal hacía, envolví el arpa en el
resto de manta, junto con mis manuscritos y unos cuantos medicamentos que
pudieran hacerme falta para acabar de recuperar totalmente mis fuerzas. Trepó hacia
fuera con todo ello. Por último, cogí un cuchillo, corté las mejores joyas del paño
mortuorio y, junto con las monedas de oro, las recogí en una bolsa de cuero en la que
llevaba hierbas. Me pasé la correa de la bolsa en torno a la muñeca y permanecí
esperando al pie del andamiaje, hasta que por fin Estilicón reapareció por arriba, dejó
caer la cuerda que sostenía por el otro cabo y me llamó para que iniciara mi escalada.

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Capítulo IV
Me quedé un mes con Estilicón, en el molino. Mai, que anteriormente había
observado con respecto a mí un temor reverencial, una vez que comprobó que yo no
era un terrorífico brujo sino un hombre enfermo y necesitado de cuidados me atendió
con gran dedicación. Excepto a ellos, no vi a nadie más. Me quedé en la habitación de
arriba, la que me proporcionaron; era la suya propia, la mejor, pero no quisieron ni oír
hablar de cualquier otra propuesta. El hombre que trabajaba para ellos dormía fuera,
en el granero, y sólo sabía que un pariente anciano del molinero estaba pasando una
temporada allí. A los chiquillos les dijeron lo mismo y me aceptaron sin más
preguntas, como hacen los niños.
Al principio guardé cama. La impresión de las últimas semanas había sido fuerte;
me encontré con que tenía que acostumbrarme a la luz del día y a soportar los ruidos
cotidianos: las voces de los hombres en el patio cuando las gabarras del grano
atracaban en el muelle, pisadas de cascos en la carretera, gritos de los niños jugando.
Al principio, el simple hecho de hablar con Mai o Estilicón me resultaba difícil, pero
mostraban toda la amabilidad y comprensión de la gente sencilla, de manera que todo
fue resultando cada vez más sencillo y volvía a sentirme otra vez yo mismo. Pronto
dejé la cama y empecé a dedicar el tiempo a la escritura y, llamando a mi lado al
mayor de los chiquillos, comencé a enseñarle las letras. Con el paso de los días
incluso llegué a acoger muy gustoso la exuberante animación de Estilicón y a
preguntarle con impaciencia sobre lo que había sucedido desde que me dejaron
encerrado.
De Nimue apenas sabía más de lo que ya me había contado. Deduje que su
reputación por lo que se refería a la magia había crecido tan rápidamente desde mi
ausencia que el manto del mago del rey había descendido con toda naturalidad sobre
sus hombros. Pasaba la mayor parte del tiempo en Applegarth, pero desde la muerte
de la Dama había vuelto al santuario de la isla y la habían aceptado de modo
incuestionable como la nueva Dama del lugar. Un rumor parecía indicar que la
condición de la Dama iba a cambiar con ella: no se quedaría en la isla, como una
doncella entre doncellas. Hacía frecuentes visitas a Camelot y se hablaba de un
probable matrimonio. Estilicón no podía explicarme con qué hombre se decía. «Pero,
por supuesto, será un rey», aseguraba.
Tenía que contentarme con esto. Había otras pequeñas novedades. La mayoría de
los hombres que iban río arriba hasta el molino eran simples trabajadores o patrones
de las barcazas, conocedores sólo de los temas locales y preocupados por poco más
que por obtener un buen precio por los productos que transportaban. Todo lo que
pude averiguar es que los tiempos todavía eran prósperos; el reino estaba en paz y los
sajones mantenían sus tratados. Y por consiguiente el Gran Rey se había sentido libre

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para viajar al extranjero.
El motivo del viaje Estilicón no lo sabía. Y por el momento, tampoco me
importaba, a no ser porque esto significaba prolongar mi propio secreto. Volvía a
pensar sobre ello una vez más, tras mi retorno a la vida, y las conclusiones a las que
llegué fueron las mismas. Mi vuelta a la actividad pública no resultaría de provecho
para nadie. Ni siquiera el «milagro» de un regreso desde la tumba haría más por el
reino y su Gran Rey que mi «muerte» y la transferencia de poder ya realizada. Yo no
tenía ni poder ni visión que brindarle; sería erróneo por mi parte permitirme un
retorno que conllevaría el descrédito de Nimue como mi sucesora, sin aportar a
cambio nada nuevo o siquiera válido al servicio de Arturo. Se había celebrado la
ceremonia de mi despedida, y la leyenda sobre cómo fue ya había empezado a
difundirse. Así pude deducirlo de los relatos a los que, según Estilicón, ya se había
agregado el del ladrón de la tumba del fantasma del mago.
Por lo que respecta a Nimue, podía aplicar los mismos argumentos. Con todo el
saber de que disponía sobre el asunto, me daba cuenta de que el amor que nos
habíamos profesado era algo que ya pertenecía al pasado. No podía volver atrás
contando con reclamar de nuevo el puesto que ocupé en su vida, ni atar correas a las
patas de un halcón que había emprendido ya el vuelo. Y todavía algo más me retuvo,
algo que no quería reconocer a la luz del día, pero que me mortificaba en sueños con
viejas profecías que revoloteaban en torno a mí como moscas aguijoneantes. ¿Qué
sabía yo de las mujeres, incluso ahora? Cuando recordaba el continuo drenaje de mi
poder, el último y extremo desfallecimiento, el estado de trance en que quedé sumido
antes de la deserción final en la oscuridad, me preguntaba: ¿qué había sido este amor,
sino las cadenas que me mantuvieron sujeto a ella y me forzaron a entregarle todo
cuanto poseía? E incluso cuando evocaba su dulzura, su generosa adoración, sus
palabras de amor, sabía (y para ello no necesitaba ninguna visión) que ella no
aceptaría ahora un grado inferior de poder, ni siquiera para tenerme otra vez a su
lado.
Era difícil hacerle comprender a Estilicón mi renuencia a reaparecer, pero aceptó
mi deseo de esperar el regreso de Arturo antes de planear nada. Por sus referencias a
Nimue era obvio que no estaba enterado de que para mí había sido más que una
discípula encargada de ocupar el puesto del maestro.
Por fin, sintiéndome recuperado y no queriendo abusar por más tiempo de la
hospitalidad de Estilicón en su pequeña vivienda, me preparé para salir hacia
Northumbria y encargué a Estilicón que se ocupara de algunos preparativos. Decidí ir
al norte por mar. Un viaje por mar es algo que nunca emprendo por gusto, pero por
carretera sería un trayecto largo y duro, sin garantías de que el buen tiempo durase
demasiado, y además, difícilmente hubiera podido ir solo; Estilicón se habría
empeñado en acompañarme, pese a que en aquella época del año mal podía

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prescindirse de él en el molino. De hecho, insistió en ir conmigo en el barco, pero al
final aceptó mi rechazo, no sólo porque lo viera conveniente sino porque creía que yo
todavía era el «gran mago» a quien antaño sirvió con tanto temor y orgullo. Al final
lo tuve todo a punto y una mañana temprano salí discretamente por el río abajo en
una de las gabarras y embarqué en Maridunum, en una nave costera con rumbo al
norte.
No había mandado ningún mensaje para Blaise a Northumbria, pues no disponía
de ningún correo al que poder confiar la noticia del «retorno de Merlín desde la
muerte». Ya pensaría en alguna manera de prepararle cuando estuviera cerca del
lugar. Incluso era posible que aún no hubiera oído nada sobre mi muerte; vivía tan
retirado del mundo —conectado con la época sólo a través de mis despachos— que
cabía pensar que tan sólo acabase de desenrollar su última carta desde Applegarth.
Así había sido, en efecto, pero aún tardé un poco en averiguarlo. No fui a
Northumbria, pues no viajé más arriba de Segontium.
La nave recaló allí en una fresca y agradable mañana. La pequeña ciudad tomaba
el sol a la orilla del radiante estrecho, con sus casas apiñadas y empequeñecidas por
las enormes murallas de la fortaleza de construcción romana que había sido el cuartel
general del emperador Máximo. Al otro lado del estrecho, los campos de la isla de
Mona se veían dorados al sol. Detrás de la ciudad, un caminito más allá de los muros
de la fortaleza conducía a los restos de la que se conocía como Torre de Macsen. En
los alrededores tenía su emplazamiento el templo de Mitra, en ruinas, en el que años
atrás encontré la espada del rey de Bretaña y en donde, mucho más abajo de los
escombros del suelo y de las ruinas del altar del dios, dejé el resto del tesoro de
Macsen, la lanza y el grial. Era el lugar que había prometido mostrarle a Nimue en
nuestro camino de vuelta a casa, en Galava. Más allá de la torre, la Colina de Nieve,
Y Wyddfa, se alzaba contra el cielo. Tenía en la cresta la primera pincelada blanca del
invierno, y sus laderas, rondadas por las nubes, incluso en un día dorado como aquél,
lucían tonalidades de un púrpura oscuro, con sus cantos rodados y brezos secos.
Enfilamos por el muelle. Había mercancías para descargar, cosa que llevaría
tiempo, de manera que desembarqué con gran alivio y, tras unas palabras en la oficina
del capitán del puerto, me encaminé a la hospedería junto al puerto. Allí podría comer
mientras observaba la carga y descarga de mi navío.
Estaba hambriento y probablemente aún lo estaría más. Por calma que haya, en
cualquier viaje por mar tengo la costumbre de pasar bajo cubierta y quedarme allí, sin
comer ni beber hasta que se termine. El capitán del puerto me había dicho que el
barco no se haría a la mar hasta la marea del anochecer, por lo que disponía de tiempo
suficiente para descansar y prepararme para la siguiente espantosa parte del viaje.
Cruzó por mi mente el deseo de que me quedara tiempo para subir una vez más hasta
el templo de Mitra, pero aparté el pensamiento. Incluso en el caso de volver a visitar

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el palacio, no iba a tocar para nada el tesoro. No era para mí. Además, las privaciones
del viaje me habían fatigado, y necesitaba comida. Me dirigí a la posada.
Estaba construida en torno a tres de los lados de un patio, mientras el cuarto se
abría al muelle, supongo que por la comodidad de trasladar las mercancías
directamente desde los barcos hasta las despensas de la posada, que se utilizaban
como almacenes de abastos de la ciudad. Había bancos y mesas de madera maciza
bajo los aleros voladizos del patio descubierto pero, aunque hacía buen tiempo, no era
lo suficientemente cálido para animarme a comer al aire libre. Entré en el salón
principal, donde ardía un fuego de leña, y encargué comida y vino. (Muy
apropiadamente, había pagado mi pasaje, con una de las monedas de oro destinadas a
satisfacer los «honorarios del barquero»; además de proporcionarme dinero suelto,
ello motivó que el capitán del barco me tratara con un respeto que difícilmente mi
aspecto me habría procurado). Ahora el criado se apresuraba a servirme una apetitosa
comida a base de carne de cordero y pan fresco, acompañada de un frasco de vino
tinto fuerte, tal como gusta a los hombres de la mar; luego me dejó para que
disfrutara en paz del calorcillo del fuego y la contemplación del movimiento del
embarcadero vecino a través de la ventana abierta.
El día iba transcurriendo. Me encontraba más cansado de lo que hubiera pensado.
Dormité un poco, me desperté, me volví a amodorrar. Allá fuera en el muelle el
trabajo continuaba, con chirrido de cabrestantes, golpeteo de cadenas y tensión de
cuerdas mientras las grúas cargaban fardos y sacos al interior de los barcos con
movimiento oscilante. Por encima, las gaviotas revoloteaban y chillaban. Una carreta
de bueyes rechinaba reiteradamente sobre sus toscas ruedas.
En la posada había poco trajín. En una ocasión una mujer cruzó el patio con una
cesta de ropa para la colada sobre la cabeza, y un mozo lo atravesó apresurado con
una hornada de pan. Al parecer, en las cámaras que quedaban a la derecha del patio se
alojaba algún grupo de personas. Un tipo con indumentaria de esclavo venía
corriendo desde la ciudad; llevaba una cesta plana cubierta con una tela de lino.
Desapareció por la puerta de entrada y poco después salieron algunos chiquillos
correteando, varones todos ellos, bien vestidos pero alborotadores, y con un deje
extranjero en su acento que no acababa de situar. Dos de ellos —gemelos por su
aspecto— se instalaron sobre las losas soleadas para jugar a las tabas, mientras los
otros dos, aunque mal emparejados en edad y estatura, empezaron una especie de
lucha simulada con palos que hacían las veces de espadas y unas tapaderas viejas a
guisa de escudos. Al cabo de un momento una mujer de buen aspecto, que tomé por
su niñera, salió por la misma puerta y se sentó en un banco al sol para vigilarlos. Por
la manera en que los muchachos miraban una y otra vez hacia el muelle deduje que el
grupo estaría esperando para incorporarse a mi barco o para continuar viaje en otro
bajel que estaba amarrado un poco más allá en el muelle.

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Desde donde estaba yo sentado podía ver al patrón de mi navío, y a su lado una
especie de apuntador provisto de cera y estilo. Este último hacía rato que no escribía
nada, y a bordo la actividad parecía haber cesado. Pronto llegaría el momento de
regresar a mi incómodo lecho bajo la cubierta para esperar miserablemente a que los
vientos ligeros nos llevaran hacia el norte para la siguiente etapa del viaje.
Me puse en pie. Mientras tal hacía, vi que el patrón levantaba la cabeza con el
mismo movimiento del perro que olfatea los vientos. Luego viró en redondo mirando
hacia arriba, al tejado de la posada. Justo encima de mi cabeza oí el largo chirrido de
la veleta que giraba por completo, luego gimoteaba de acá para allá formando
pequeños e inseguros arcos en tanto la súbita cadencia de la brisa vespertina la
atrapaba. Siguió el vaivén y luego quedó silenciosa frente a un viento estabilizado.
Un viento que cruzó el puerto de lado a lado como una sombra gris por encima del
agua, y tras su paso los navíos amarrados se balancearon y las cuerdas zumbaron y se
sacudieron contra los mástiles como palillos de tambor. Junto a mí el fuego vaciló, y
luego se elevó chimenea arriba. El capitán, con un gesto de enojo impaciente, dio
unas zancadas hacia la pasarela del barco gritando unas órdenes. Mi propia irritación
se mezclaba con una sensación de alivio: con este viento, dentro de nada el mar
estaría embravecido, pero yo no lo sufriría; con la veleidosa violencia del otoño, el
viento había cambiado. El barco no podía navegar. El nuevo viento soplaba
precisamente desde el norte.
Salí para hablar con el capitán, quien, mientras prestaba atención a los marineros
que estibaban la carga y la aseguraban con sogas por el nuevo barlovento, me
confirmó taciturno que no se podía pensar en zarpar hasta que volviéramos a tener el
viento a favor. Mandé a un mozo por mis bártulos y regresé a la posada para
apalabrar una habitación. Sabía que tendrían una vacante, pues el viento contrario al
parecer resultaba favorable para los otros huéspedes de la hostería. Pude ver unos
marineros disponiendo las cosas en el otro barco y al volver a la posada me encontré
con la actividad y el ajetreo de los preparativos. Los chiquillos habían desaparecido
del patio y reaparecieron ahora, con capas y calzado bien abrigado; el menor iba de la
mano de la niñera y los demás retozaban a su alrededor alegres y bulliciosos,
obviamente excitados ante la perspectiva del viaje. Esperaban brincando con
impaciencia mientras el esclavo que ya había visto antes más otro que le ayudaba
salió cargado con el equipaje, seguido por un hombre de voz aguda y autoritaria
ataviado con librea de ayuda de cámara. A pesar de su habla extraña, debían de ser
personas de elevada condición. El mayor de los muchachos tenía algo que me
resultaba vagamente familiar. Permanecí en la penumbra, en la entrada principal de la
posada, observándoles. El posadero acababa de acudir presuroso a que el ayuda de
cámara le pagase y una mujer, quizá la suya, vino corriendo con un fardo. Oí la
expresión «ropa lavada», y luego ambos retrocedieron desde la entrada con

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inclinaciones y reverencias mientras el huésped principal salía finalmente de la
cámara.
Era una mujer, envuelta de la cabeza a los pies en una capa de color verde. Era de
talle delgado pero de porte arrogante. Advertí destellos de oro en su muñeca y joyas
en la garganta. La capa estaba forrada y orlada con piel de zorro rojo, larga y
suntuosa, y la capucha también. La llevaba echada sobre los hombros, pero no pude
verle la cara pues acababa de volverla para hablar con alguien que estaba detrás de
ella en la habitación.
Salió otra mujer, con mucho cuidado, llevando una caja. Estaba envuelta en un
lienzo y parecía pesada. La mujer vestía sencillamente, como si perteneciera al
servicio. Si la caja contenía las joyas de su señora, entonces era claro que se trataba
de personas de la nobleza.
Entonces la dama se volvió y la reconocí. Era Morcadés, la reina de Leonís y
Orcania. Imposible confundirla. Su bellísima cabellera había perdido el reflejo rosa-
dorado oscureciéndose hasta el bronce rosado, y la maternidad había dado mayor
consistencia a su cuerpo, pero la voz era la misma, y el alargado sesgo de los ojos, y
el bonito pliegue de la boca. De manera que los cuatro robustos muchachos,
coloradotes y ruidosos con su acento extranjero del norte, eran sus hijos con Lot de
Leonís, el enemigo de Arturo.
Ahora ya no la miraba. Vigilaba la entrada. Me preguntaba si al fin iba a ver a su
hijo mayor, el que tuvo de Arturo.
Apareció de pronto en el portal. Era más alto que su madre, un joven delgado al
que aunque jamás lo hubiera visto anteriormente habría reconocido en cualquier
lugar. «Cabello oscuro, ojos oscuros y el cuerpo de un bailarín». Alguien dijo una vez
esto de mí, y era como yo, era Mordred, el hijo de Arturo. Se detuvo junto a
Morcadés y le dijo algo. Tenía una voz suave y agradable, un eco de la de su madre.
Distinguí las palabras «embarcar» y «cálculo», y vi que ella afirmaba con la cabeza.
Apoyó en él la delicada mano y el grupo se puso en movimiento. Mordred echó una
ojeada al cielo y habló de nuevo, con lo que parecía una muestra de ansiedad. Pasaron
a unos pocos pasos de donde yo me encontraba.
Me retiré. El movimiento debió de atraer la atención de Morcadés, ya que lanzó
una mirada y por una mínima fracción de tiempo sus ojos se encontraron con los
míos. No vi que me reconociera. Pero cuando se volvió para apresurarse hacia el
barco advertí que se estremecía y se arrebujaba en la capa de piel como si sintiera que
el viento se hubiera vuelto repentinamente frío.
La comitiva de criados la siguió, así como los hijos de Lot: Galván, Agravaín,
Gueheriet y Guerrehet. Pisaron la plancha que subía al barco en espera de zarpar.
Todos ellos iban hacia el sur. Lo que Morcadés se proponía hacer allí era algo que
no podía adivinar, pero de nada bueno podía tratarse. Y yo me sentía impotente para

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detenerla, o incluso para enviar un mensaje que se les anticipara, porque ¿quién iba a
creérselo, procediendo de un muerto?
Entonces el posadero y su mujer se me acercaron, preguntándose en qué podían
servirme.
Después de todo, no les pedí dormir en las piezas que acababan de dejar libres la
reina de Orcania y su comitiva.

Al día siguiente continuaba soplando el viento del norte, frío, fuerte, y constante.
No cabía la menor posibilidad de que mi barco pudiera proseguir el viaje hacia el
norte. Volví a pensar en enviar algún mensaje a Camelot, pero el navío de Morcadés
adelantaría fácilmente a cualquier jinete, y, de todos modos, ¿a quién podía dirigirlo?
¿A Nimue? ¿A Beduier o a la reina? Nada podía hacer hasta que el Gran Rey
estuviera de vuelta a Bretaña. Y, por la misma razón, mientras Arturo siguiera todavía
ausente, Morcadés no podría causarle ningún daño. Iba pensando en ello mientras
salía de la ciudad y empezaba a seguir el sendero más allá de las murallas de la
fortaleza que conducía hacia la Torre de Macsen. Sería efectivamente un viento
desfavorable si después de todo no podía sacarle ningún beneficio. El descanso de la
víspera me había dado nuevas fuerzas y ahora tenía el día por delante. De manera que
lo utilizaría.
La última vez que estuve en Segontium, la gran ciudad militar levantada y
fortificada por Máximo, a quien los galeses llaman Macsen, no era sino una pura
ruina. Desde entonces, Cador de Cornualles la había reparado y vuelto a fortificar
contra asaltantes irlandeses. Eso sucedió muchos años atrás, pero más recientemente
Arturo se había preocupado de que Maelgon, su comandante en el oeste, la
mantuviera en buen estado.
Me interesaba comprobar lo que se había hecho, y cómo; y esto más que nada fue
lo que me llevó a seguir el sendero del valle. Pronto estuve muy por encima de la
ciudad. Era un día soleado y de frío viento, la población se extendía allá abajo
brillante y bañada de color junto a un brazo del mar oscuro. Junto al camino se
alzaban las sólidas y bien construidas murallas de la fortaleza y dentro se oía el
estruendo y el ajetreo de una guarnición alerta y en buen estado de mantenimiento.
Presté atención a todo cuanto veía, como si aún fuera un ingeniero de Arturo que
estuviera pensando en prepararle un informe. Luego me dirigí a la parte sur de la
plaza fuerte, en donde las ruinas y los cuatro vientos se habían abierto paso, y me
detuve para alzar los ojos por la pendiente del valle hacia la Torre de Macsen.
Ahí estaba el camino, antaño transitado por los leales legionarios pero ahora
usado probablemente sólo por ovejas y cabras y sus pastores; conducía por la
escarpada ladera hasta el oleaje de turba pedregosa que ocultaba el antiguo y
subterráneo santuario de Mitra. Durante más de cien años el lugar había permanecido

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en ruinas, pero cuando yo estuve allí tiempo atrás los peldaños que llevaban hasta la
entrada aún se conservaban medianamente bien y, aunque evidentemente dañado, el
propio templo todavía era reconocible. Empecé a bajar lentamente por la senda,
preguntándome cuál era la razón, en fin de cuentas, por la que volvía allí para verlo.
No hacía falta que me lo preguntara. Ya no estaba. No quedaba el menor rastro ni
del túmulo que había ocultado el techo ni de los peldaños que bajaban hacia el
interior. No tenía que escudriñar demasiado lejos para descubrir la causa. Desde la
parte superior del declive en el que había estado enclavado el templo, los
restauradores de Segontium, al arrancar con palancas las grandes piedras de la
muralla de la fortaleza para reconstruirla y acarrearlas aquí y allá para obtener grava
más pequeña, con el material que bajó rodando habían dejado la mitad de la ladera
cubierta de pedruscos. Medio centenar de arbolillos y arbustos —espinos, fresnos y
zarzas— habían germinado y crecido en el lugar, de manera que, perdido entre los
cantos rodados, incluso el sendero era difícil de seguir. Y las angostas trochas de las
ovejas, blancas por el polvo del verano, surcaban por doquier la ladera como la trama
de un telar.
Me parecía volver a oír, muy tenue, la voz cada vez más lejana del dios:
«Derriba mi altar. Ha llegado el momento de echarlo abajo».
Altar, santuario, todo había desaparecido bajo las cerradas profundidades de la
montaña.
En todo cambio de esta clase hay algo que casi resulta increíble. Permanecí allí
durante algún tiempo buscando antiguos puntos de referencia para orientarme. No se
trataba de la precisión de mi memoria: una línea directa desde la Torre de Macsen en
lo alto de la colina hasta la esquina suroeste de la antigua fortaleza, y otra desde la
vivienda del comandante hasta el distante pico de Y Wyddfa, se cruzarían
exactamente sobre el enclave del santuario. Ahora, la intersección de una y otra caía
justo en medio de la ladera pedregosa. Podía ver que, casi en el mismo punto, los
arbustos eran menos densos y los cantos rodados presentaban algunos claros, como
correspondiendo a un espacio que hubiera debajo.
—¿Perdisteis algo? —preguntó una voz.
Miré a mi alrededor. En lo alto de un bloque de piedra semicaído, más arriba de
donde yo me encontraba, estaba sentado un muchacho. Era muy joven, quizá de unos
diez años; iba muy sucio, despeinado y semidesnudo, y masticaba un pedazo de pan
de cebada. A su lado tenía una vara de avellano, y sus ovejas pastaban apaciblemente
un poco más allá, cuesta arriba.
—Un tesoro, a lo que parece —respondí.
—¿Qué clase de tesoro? ¿Oro?
—Tal vez. ¿Por qué?
Se tragó el último bocado de pan.

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—¿Qué daríais por él?
—Oh, la mitad de mi reino. ¿Me ayudarás a encontrarlo?
—Aquí yo encontré oro.
—¿De veras?
—Sí. Y una vez una moneda de plata. Y una vez una hebilla de cinturón. De
bronce, era.
—Parece que tu pasto es más rico de lo que aparenta —le comenté sonriendo. En
tiempos este camino entre la fortaleza y el templo fue muy transitado. El lugar debía
de estar lleno de tesoros semejantes. Observé al muchacho. En la cara sucia sus ojos
se veían claros y vivos—. Bueno —añadí—, ahora no quiero ponerme a cavar para
buscar oro, pero si puedes ayudarme con alguna información ahí tengo una moneda
de cobre para ti. Dime, ¿has vivido aquí toda la vida?
—Sí.
—¿Guardando ovejas en este valle?
—Sí. Antes venía con mi hermano. Luego lo vendieron a un comerciante y se fue
en un barco. Ahora guardo yo las ovejas. No son mías. El amo es un hombre
importante del otro lado de la montaña.
—¿Recuerdas cuándo…? —Preguntaba sin hacerme ilusiones: algunos de los
árboles jóvenes seguramente tendrían ya diez años—. ¿Recuerdas cuándo se produjo
este corrimiento de tierras? ¿Tal vez cuando reconstruyeron el fuerte?
Una negación con la despeinada cabeza.
—Siempre estuvo así.
—No, no siempre estuvo así. Cuando hace muchos años vine yo por aquí, había
un camino bueno que bajaba por la ladera, y más abajo, justo un poco más allá, una
construcción subterránea. Antes había sido un templo. En tiempos muy antiguos, los
soldados veneraban aquí a Mitra. ¿Alguna vez has oído hablar de ello?
Otro movimiento negativo.
—¿A tu padre, quizá? —proseguí.
Sonrió juguetón.
—Acierta quién fue y te diré lo que decía.
—¿Tu amo, pues?
—No. Pero si está ahí debajo —señaló con la cabeza hacia la ladera pedregosa—,
yo sé dónde. Debajo hay agua. ¿Donde está el agua será este sitio, seguramente?
—No había agua cuando yo… —Me callé. Unos alfilerazos me recorrieron el
cuerpo como una corriente de aire frío—. ¿Agua debajo de dónde?
—Debajo de las piedras. Allí. Debajo. Dos veces la altura de un hombre, es tal
como lo siento.
Abarqué con la mirada la pequeña y sucia figura, los brillantes ojos grises, la vara
de avellano a sus pies.

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—¿Puedes encontrar agua bajo tierra? ¿Con la vara de avellano?
—Es más fácil con la vara. Pero a veces lo noto exactamente igual por mí mismo.
—¿Y el metal? ¿De esta misma manera es como encontraste oro aquí?
—Una vez. Era un trozo muy bonito de estatua o algo así. Una especie de perro.
El amo me lo quitó. Si ahora encontrase algo más, no se lo diría. Pero lo que más hay
es cobre, monedas de cobre. Ahí arriba, en los edificios antiguos.
—Ya veo. —Estaba pensando que en las fechas en que descubrí el santuario era
ya una ruina abandonada desde hacía un siglo o más. Pero cuando se edificó sin duda
al lado habría habido una fuente—. Si me enseñas donde está el agua bajo las piedras
habrá plata para ti.
No se movió. Parecía cauteloso.
—¿Ahí es donde está ese tesoro que buscáis?
—Eso espero. —Le sonreí—. Pero no es cosa que tú puedas encontrar por ti
mismo, chiquillo. Serían necesarios hombres con palancas para mover esas piedras, e
incluso aunque les condujeras hasta el lugar no te harías con nada de lo que
encontraran. Si me lo enseñas ahora, te prometo que serás recompensado.
Todavía permaneció unos instantes sentado, restregando en la tierra sus pies
desnudos. Luego, buscando a tientas entre el faldón de piel que constituía su única
prenda de vestir, me mostró, plana en su sucia palma, una moneda de plata.
—Ya fui recompensado, señor. Hay otros que conocían el tesoro. ¿Cómo iba a
saber yo que era vuestro? Les indiqué dónde tenían que cavar, levantaron las piedras
y se llevaron la caja.
Silencio. Aquí, al socaire de la colina, no llegaba el viento. El mundo luminoso
pareció girar lejos, y luego estabilizarse y volver. Me senté en una de las piedras
pulidas.
—¿Señor? —El muchacho se deslizó desde su puesto en la roca elevada y bajó
cuesta abajo sin ruido. Se detuvo cerca de mí, mirándome con ojos de miope pero
sopesándome todavía con cautela, como preparándose para salir huyendo—. ¿Señor?
Si hice algo malo…
—No has hecho nada malo. ¿Cómo podías saberlo? No, quédate aquí, por favor, y
explícame cómo fue. No voy a pegarte. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Quiénes eran?
¿Cuánto hace que se llevaron la caja?
Me dirigió otra mirada cargada de dudas, pero pareció que tomaba en cuenta mi
palabra. Habló con ansia.
—Hace sólo dos días. Eran dos hombres, no les conocía, eran esclavos y vinieron
con la dama.
—¿La dama?
Algo que vio en mi rostro le hizo retirarse medio paso, pero luego se mantuvo
firme.

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—Sí. Vino hace dos días. Eso es. Creo que debía tener poderes mágicos. Se fue
directa para allá, igual que una perra se va al puchero de la comida. Señaló casi al
lugar exacto y dijo: «Probad aquí». Los dos tipos empezaron a mover las rocas. Yo
estaba sentado ahí arriba. Cuando llevaban un rato se desviaron por un sitio
equivocado y entonces bajé. Le dije a ella lo que os he dicho a vos, que yo podía
encontrar cosas. «Bueno —me contestó—, en algún lugar de por aquí hay metal
oculto. He perdido el mapa —me dijo—, pero sé que está aquí. Me envía el dueño. Si
puedes indicarnos dónde hay que cavar, habrá una moneda de plata para ti.» Y se lo
encontré. ¡Metal! Casi me arranca de golpe la vara de avellano de la mano, como un
perro que te arrebata un hueso. Aquí tiene que haber habido un tipo de oro muy
poderoso, ¿no?
—Ya lo creo —respondí—. ¿Viste lo que encontraron?
—Sí. Me había quedado esperando que me pagaran, ¿sabéis?
—Por supuesto. ¿Y cómo era?
—Una caja, así y así. —Con gestos me indicaba el tamaño—. Parecía pesada. No
la abrieron en ningún momento. La dejaron en el suelo, y después ella extendió las
manos, completamente, de un lado a otro de la caja, así. Ya os dije que tenía magia.
Miró directamente hacia allá arriba, justo a Y Wyddfa, como si le hablara al espíritu.
Ya sabéis, el que vive allí. El que una vez dicen que hizo una espada. Ahora la tiene
el rey. Merlín la consiguió para él del Rey de las Montañas.
—Sí —le dije—. ¿Y luego?
—Se la llevaron.
—¿Viste adonde iban?
—Bueno, sí. Abajo, a la ciudad. —Se restregó los dedos de los pies en la tierra,
mientras me miraba con ojos tristes—. Dijo que la enviaba el dueño. ¿Era mentira?
Tenía una manera de hablar muy dulce, y los esclavos llevaban unas insignias con
una corona encima. Pensé que era una reina.
—Y lo era —le confirmé. Erguí la espalda—. No pongas esa cara, chiquillo; no
hiciste nada malo. En realidad, has hecho más de lo que la mayoría de hombres
habrían hecho en tu lugar: me has contado la verdad. Podrías haberte ganado otra
moneda de plata manteniendo la boca cerrada, enseñándome el lugar y siguiendo
luego tu camino. Así que te pagaré, tal como te prometí. Toma.
—Pero eso es plata, mi señor. Y por nada.
—Por nada, no. Me has dado noticias que valen la mitad del reino, o incluso más.
Un rescate regio, ¿no es así como lo llaman? —Me puse en pie—. No trates de
entenderme. Quédate en paz, vigila tus ovejas, que tengas suerte y que los dioses
estén contigo.
—Y también con vos, maestro —respondió, mirándome de hito en hito.
—Puede que aún lo estén —aventuré—. Todo lo que tienen que hacer ahora es

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enviar otro barco tras el primero y llevarme al sur.
Le dejé mirándome sorprendido, con la moneda de plata fuertemente apretada en
la sucia mano.
Al día siguiente, a mediodía, atracó en el muelle un navío que iba rumbo al sur y
se haría nuevamente a la mar con la marea vespertina. Yo iba a bordo y permanecí
postrado y sufriendo hasta que, cinco días más tarde, se introdujo sin percances por el
canal del Severn.

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Capítulo V
Los vientos se mantuvieron fuertes, aunque variables. Para cuando alcanzamos el
canal el tiempo se había serenado, por lo que no pudimos entrar hasta Maridunum
sino que atracamos directamente en el estuario.
Tras algunas indagaciones averigüé que el Ore, el navío de Morcadés, había
puesto rumbo a Ynys Witrin tras al menos dos intentos. Dado que afortunadamente
mi barco era más veloz, era posible que Morcadés y su comitiva no me hubieran
tomado demasiada ventaja. Supongo que hubiera podido sobornar al capitán de mi
embarcación para que se llegara también hasta la isla, pero allí nada me habría
salvado de ser reconocido, con el consiguiente escándalo que me estaba esforzando
por evitar. Si cuando vi a Morcadés hubiera yo sabido que llevaba con ella los objetos
de poder desde el templo de Mitra, y que (dado que el juicio del muchacho me
parecía válido) aún poseía cierta magia en sus manos, pese a los riesgos me habría
sentido obligado a embarcarme con ella en el Ore, aunque tal vez no sobreviviese al
viaje.
No tenía miedo de saber para cuándo se esperaba la vuelta de Arturo a casa. Si
debía permanecer escondido hasta su regreso, Morcadés probablemente podría
llegarse hasta él antes que yo. Mientras viajaba hacia el sur siguiéndola tan de cerca,
abrigaba la esperanza de que de un modo u otro podría yo llegar hasta Nimue. Ya
había hecho mis reflexiones acerca de lo que podría derivarse de ello.
Un regreso desde la muerte raramente resulta bien. Muy posiblemente ella misma
querría evitar que volviera a encontrarme con Arturo y reclamara mi lugar en su
afecto y su servicio. Pero Nimue tenía mi poder. El grial era para el futuro y el futuro
era suyo. Debía avisarla de que había otra hechicera en el camino. El arrebatamiento
del tesoro de Macsen había hecho sonar una nota de peligro que yo no podía ignorar.
Para alivio mío la nave sobrepasó la bocana del estuario que conducía al puerto
de la isla y enfiló por el cada vez más estrecho canal del Severn. Finalmente
atracamos junto a un pequeño muelle en la desembocadura del río Frome, desde el
que partía una carretera buena que iba directamente a Aquae Sulis, en el País del
Verano. Esta vez había pagado el pasaje con una de las piedras preciosas de mis ropas
mortuorias; con la vuelta me compré un buen caballo, llené las alforjas de comida y
una muda, y de nuevo emprendí el camino hacia la ciudad.
Excepto en aquellos lugares en que me conocían muy bien, pensé que ahora
existían pocas probabilidades de que me reconocieran. Desde mi reclusión en la
tumba había adelgazado, tenía el cabello casi gris y no me había rasurado la barba.
Pese a todo ello, tenía intención de evitar en lo posible ciudades y pueblos, y de
dormir en albergues campestres. No podía hacerlo al aire libre: el tiempo se iba
volviendo cada día más frío y, sin gran sorpresa por mi parte, la cabalgada me estaba

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resultando agotadora. Al anochecer del primer día tenía ya ganas de descansar cuando
por suerte di con una pequeña posada de buen aspecto, situada aún a unas cuatro o
cinco millas de Aquae Sulis.
Antes incluso de pedir comida solicité noticias y me dijeron que Arturo estaba de
vuelta, en Camelot. Cuando mencioné a Nimue me respondieron enseguida, pero con
mayor vaguedad. «La dama de Merlín» la llamaron, y «la hechicera del rey», y
ampliaron la explicación con uno o dos relatos fantásticos, pero no estaban muy
seguros de sus movimientos. Un hombre dijo que se encontraba en Camelot con el
rey, pero otro aseguraba que había abandonado el lugar un mes atrás; dijo que había
habido algún problema en Rheged: algo que se refería a la reina Morgana y a la
famosa espada del rey.
De manera que Nimue parecía estar fuera de mi alcance y Arturo se hallaba en
casa. En cuanto a Morcadés, aun en el caso de que hubiera desembarcado en la isla,
no iba a ir corriendo a encararse directamente con el rey. Si me daba prisa podía
llegar hasta Arturo antes que ella. Me apresuré con la comida, pagué la cuenta y una
vez más ensillé mi montura y volví a la carretera. Aunque me encontraba cansado,
apenas había recorrido diez millas y el caballo todavía iba fresco. Sabía que, si no le
forzaba mucho, el animal podía continuar la marcha toda la noche.
Había luna y la carretera estaba en buen estado, por lo que mantuvimos un buen
ritmo y antes de la medianoche llegaba a Aquae Sulis. Las puertas estaban cerradas,
por lo que rodeé las murallas. Fui detenido por dos veces, una por un guardia de la
entrada que quería saber qué me traía por allí, y la otra por un escuadrón de soldados
con la insignia de Melvas. En ambas ocasiones mostré mi prendedor con la joya del
Dragón y dije brevemente «Asuntos del rey», y en ambas ocasiones el prendedor o mi
seguridad hicieron efecto y me dejaron pasar. Aproximadamente una milla después la
carretera se bifurcaba y me desvié al sur por el sureste.
Salió el sol, pequeño y rojo en un cielo glacial. Ante mí, la carretera atravesaba
directamente una tierra montuosa y desértica, donde la piedra caliza se veía blanca
como el hueso y los árboles, torturados por la acción de los vendavales, doblados
hacia el noreste. El caballo redujo su marcha al paso, y luego aún más despacio. Yo
mismo cabalgaba como en sueños, exhausto, más allá del entumecimiento o el dolor.
Apiadado por el agotamiento del caballo y empujado también por mi cansancio, me
detuve en el primer abrevadero por el que pasamos, eché al suelo un poco de heno de
la red que colgaba a un costado de la montura y yo mismo me senté al borde del agua
y saqué mi desayuno de uvas, pan negro e hidromiel.
La luz iba en aumento y destellaba en la escarcha sobre la hierba. Hacía mucho
frío. Rompí la fina capa de hielo que cubría la superficie del agua y me lavé cara y
manos. Esto me reanimó pero me hizo tiritar. Si el caballo y yo queríamos continuar
vivos, teníamos que reanudar enseguida la marcha. Volví a ponerle el bocado y lo

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conduje hacia el borde del abrevadero desde donde poder montarlo. El caballo
levantó rápidamente la cabeza y enderezó las orejas, y entonces yo también lo oí:
ruido de cascos que se acercaban procedente de la ciudad y a un veloz galope.
Alguien que había abandonado Aquae Sulis tan pronto como abrieron las puertas y
que venía a toda prisa con un caballo recién descansado.
Ya lo tenía a la vista: un hombre joven cabalgando duro en un gran ruano de
reflejos azulados. Cuando estaba a unos cien pasos reconocí la insignia del correo
real y, bajando pesadamente desde el margen del abrevadero, me fui hasta la carretera
y levanté una mano.
Por mí no se habría detenido, pero en aquel punto el camino estaba limitado a un
lado por una cresta rocosa no muy alta y al otro por una pendiente escarpada, con el
abrevadero que bloqueaba el estrecho margen. Y yo había dado la vuelta a mi caballo,
de manera que quedaba cruzado en el camino.
El jinete se detuvo, sujetando a su inquieto caballo y exclamando impaciente:
—¿Qué es eso? Si estáis deseoso de compañía, buen hombre, no os la puedo
proporcionar. ¿No veis quién soy?
—Un mensajero del rey. Sí. ¿A dónde tenéis que ir?
—A Camelot. —Era joven, pelirrojo y rubicundo, y como suele pasar con los que
son como él, mostraba una especie de arrogancia orgullosa por su profesión. Pero
hablaba con bastante educación—: El rey se encuentra allá, y allá tengo que estar yo
mañana. ¿Qué sucede, abuelo? ¿Se os ha lisiado el caballo? Lo mejor que podéis
hacer es…
—No. Puedo arreglármelas. Gracias. Por una trivialidad no os hubiera detenido,
pero esto es importante. Quiero que llevéis un mensaje mío. Tiene que llegarle al rey.
Me miró de hito en hito y luego se echó a reír. Su aliento formó una nube en el
aire helado.
—¡Para el rey, dice! Buen hombre, perdonadme, pero un mensajero del rey tiene
cosas mejores que hacer que escuchar las historias de cada transeúnte con que se
tropiece. Si se trata de una petición, entonces os sugiero que deis media vuelta y
trotéis hasta Carlión. El rey estará allá en Navidad, y si os dais prisa aún podéis llegar
a tiempo. —Movió los talones como si quisiera espolear al caballo y seguir adelante
—. Así que, con vuestro permiso, haceos a un lado y dejadme pasar.
No me moví. Le dije, tranquilamente:
—Creo que haríais mejor en escucharme.
Hizo un viraje reculando, ahora con enojo, y agitó el látigo en el aire. Pensé que
se me iba a echar encima. Luego se encontró con mi mirada. Se tragó lo que me iba a
decir. El ruano, anticipándose al látigo, saltó hacia delante y fue dominado con
severidad. Aunque seguía inquieto se calmó un poco, mientras jadeaba con un aliento
blanco como el de un dragón. El hombre se aclaró la garganta, me miró de arriba

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abajo nada convencido, y a continuación volvió a fijar los ojos en mi rostro. Vi que
sus dudas se acrecentaban. Hizo un gesto de condescendencia que al mismo tiempo
intentaba salvar las apariencias.
—Bueno, señor…, os escucho. Y podéis estar seguro de que llevaré cualquier
mensaje que parezca adecuado a mis fuerzas. Pero se supone que no actúo como un
trajinante común y que tengo un horario que cumplir.
—Lo sé. Y no os habría molestado si no fuera porque es urgente que llegue hasta
el rey y, tal como habéis señalado, vos lo conseguiréis bastante más rápidamente que
yo. El mensaje es el siguiente: que en la carretera os encontrasteis con un anciano que
os entregó un presente, y os dijo que va en dirección a Camelot para ver al rey. Pero
que no puede viajar muy de prisa, de manera que si el rey desea verle deberá salir a
su encuentro. Cuéntale qué carretera he tomado y dile que te he pagado con el
galardón del barquero. Repítelo, por favor.
Estos hombres tienen mucha práctica para recordar palabra por palabra. A
menudo los mensajes que llevan son de personas incapaces de escribir. Empezó a
obedecerme, sin pensar:
—«Me encontré con un anciano en la carretera que me entregó un presente, y me
dijo que iba en dirección a Camelot para ver al rey. Pero que no podía viajar muy
deprisa, de manera que, si el rey deseaba verle, debería…». ¡Hey!, pero ¿qué clase de
mensaje es éste? ¿Estáis en vuestros cabales? De la manera en que lo presentáis,
suena como si estuvierais mandando llamar al rey, tal cual.
—Supongo que así es —le confirmé sonriendo—. ¿Quizá debería expresar mejor
la frase, si eso os hace más cómoda la transmisión del mensaje? En cualquier caso, os
aconsejo que se lo deis en privado.
—¡Ya lo creo que será mejor en privado! Mirad, no sé quién sois, señor —y
sospecho que seréis alguna persona importante aunque…, bueno, aunque no lo
parezcáis—, pero por el dios del que va por los caminos, convendría que el presente
fuera valioso y el galardón fuera también bueno, si tengo que requerir al rey Arturo
para una demanda, aunque sea privadamente.
—Efectivamente, así es.
El prendedor del Dragón lo había envuelto en un lienzo y atado en un paquete
pequeño. Se lo di, y añadí la segunda de las monedas de oro con que sellaron mis ojos
en la tumba. Miró sorprendido la moneda, luego a mí, luego le dio vueltas en la mano
al paquete, observándolo. Me preguntó, vacilante:
—¿Qué hay aquí?
—No es más que el presente que te he mencionado. Y déjame que te lo repita: es
importante y urgente que esto se lo des al rey en privado. Si Beduier está con él, no
importa, pero nadie más. ¿Entendido?
—S-sí, pero… —Con un movimiento de rodillas y muñeca hizo dar una vuelta al

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caballo ruano distanciándolo un poco de mí, y con otro movimiento demasiado rápido
para que yo pudiera preverlo, abrió sin miramientos el paquete. Mi broche, con el
Dragón real destellando sobre un fondo de oro, fue a parar a su mano—. ¿Esto? Esto
es el emblema real.
—Sí.
—¿Quién sois? —preguntó bruscamente.
—Soy el primo del rey. Así que nada debéis temer por darle el mensaje.
—El rey no tiene otro primo que el rey Hoel de la Pequeña Bretaña. Y a Hoel no
le corresponde el Dragón. Únicamente el… —Se le debilitó la voz, hasta
desvanecerse. Su rostro empezaba a quedarse exangüe.
—El rey sabrá quién soy —le aclaré—. No creas que te culpo por dudar de mí o
por abrir el envoltorio. Arturo está muy bien servido. Se lo tengo que decir.
—Vos sois Merlín. —Las palabras le salieron en un susurro. Tuvo que pasarse la
lengua por los labios e intentarlo dos veces antes de ser capaz de articular el menor
sonido.
—Sí. Y ahora puedes comprender por qué debes ver al rey a solas. También para
él será una conmoción. No me tengas miedo.
—Pero… Merlín murió y fue enterrado…
Ahora estaba completamente blanco. Las riendas se le aflojaron entre los dedos, y
el ruano, decidiendo aprovechar las ventajas del respiro, bajó la cabeza y empezó a
mordisquear la hierba.
—No dejéis caer el broche. Mirad, caballero, no soy un fantasma. No todas las
tumbas son la puerta de la muerte.
Pensé que esto le tranquilizaría, pero palideció todavía más, si cabía, que antes.
—Mi señor, pensábamos… Todos sabíamos que…
—Se supuso que había muerto, sí. —Hablé con energía, intentando ser práctico
—. Pero lo único que sucedió es que tenía una enfermedad que me hizo parecer
muerto, y luego me recuperé. Eso es todo. Ahora estoy bien y voy a entrar de nuevo
al servicio del rey…, pero en secreto. Nadie debe saberlo hasta que el propio rey haya
recibido la noticia y hable conmigo. Yo no se lo habría contado a nadie, sino a vos,
uno de los propios correos del rey. ¿Comprendéis?
Eso tuvo el efecto, tal como yo esperaba, de devolverle la confianza. Sus mejillas
recuperaron el tono sonrosado; irguió la espalda.
—Sí, mi señor. El rey se sentirá muy feliz, mi señor. Cuando moristeis…, es
decir, cuando vos…, bueno, cuando sucedió aquello, el rey se encerró a solas durante
tres días y no quería hablar con nadie, ni siquiera con el príncipe Beduier. Al menos,
eso dijeron.
La voz iba recuperando su tono normal a medida que hablaba, alegrándose según
pude ver por el excitante deleite que le producía el pensar en la buena noticia que iba

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a llevarle al rey. De todo ello, el oro era lo que menos le importaba. Mientras acababa
de contarme cómo se había echado en falta a Merlín y había sido lamentada su
muerte «por todo lo ancho y lo largo del reino, os lo prometo, señor», refrenó al
ruano forzándole a levantar la cabeza de la hierba escarchada y a dar un brinco. El
color lucía de nuevo en su rostro, y se le veía excitado e impaciente.
—Entonces, seguiré mi camino.
—¿Cuándo esperáis llegar a Camelot?
—Con suerte y buen cambio de caballos, mañana al mediodía. Pero lo más
probable es que sea ya a la hora de encender las lámparas. No podéis darle un par de
alas a mi caballo mientras tanto, ¿verdad?
—Tengo que recuperarme un poco más antes de que pueda hacer tal cosa —
contesté riendo—. Un momento todavía, antes de que os vayáis… Hay otro mensaje
que debe ir directo al rey. ¿Quizá ya lo lleváis? ¿Tuviste alguna noticia en Aquae
Sulis de la reina de Orcania? Oí que estaba viajando hacia el sur en barco hacia Ynys
Witrin, sin duda camino de la corte.
—Sí, es cierto. Ha llegado. Tengo entendido que desembarcó y que se dirige a
Camelot. Hubo quien aventuró que la reina no obedecería al llamamiento…
—¿Llamamiento? ¿Quieres decir que fue el Gran Rey quien la mandó llamar?
—Sí, señor. Es cosa sabida por todos, de modo que no está fuera de lugar que
hable. En realidad, yo apostaba seriamente por ello: se ha estado diciendo que ella no
acudiría, ni siquiera con un salvoconducto para los niños. Yo dije que sí que lo haría.
Con Tydwal firmemente aposentado en el otro castillo de Lot y siendo un hombre
juramentado de Arturo, ¿dónde podría ella buscar refugio si el Gran Rey se
propusiera echarla fuera?
—Pues sí. ¿Dónde? —Pronuncié estas palabras medio ausente, casi sin darme
cuenta. Esto no lo había yo previsto y no lo podía entender—. Discúlpame por
entretenerte, pero he estado mucho tiempo sin noticias. ¿Puedes decirme por qué
motivo tenía que reclamar su presencia el Gran Rey, y a lo que parece bajo amenaza?
Abrió los labios, los cerró de nuevo, y luego, decidiendo obviamente que
contárselo al primo y antiguo consejero principal del rey no suponía una ruptura de su
código, asintió con la cabeza:
—Entiendo que es una cuestión relativa a los chicos, señor. A uno de ellos en
particular, el mayor de los cinco. La reina quería llevárselos a todos con ella, a
Camelot.
El mayor de los cinco. De manera que Nimue le había encontrado a Mordred…,
cosa en la que yo fracasé. Nimue, que había viajado al norte «para unos asuntos del
rey».
Le di las gracias al hombre y me retiré, apartando mi caballo de su camino.
—Ahora, vete a lo tuyo, Belerofonte, lo mejor que puedas, y ¡cuidado con los

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dragones!
—Tengo todos los dragones que necesito, gracias. —Cogió ambas riendas y
levantó la mano, saludando—: Pero ése no es mi nombre.
—¿Cuál es, pues?
—Perseo —respondió, y pareció muy confundido cuando me reí. Luego se rió
conmigo, blandió el látigo e hizo pasar al ruano por delante de mí al galope.

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Capítulo VI
La necesidad de correr se había terminado. Era probable que Morcadés alcanzara
a Arturo antes que el correo, pero en relación con esto yo nada podía hacer. Aunque
todavía me preocupaba el saber que ella tenía consigo los objetos de poder, la más
intensa de mis preocupaciones había desaparecido; Arturo estaba prevenido.
Morcadés iba hacia allá por orden suya, y llevaba con ella a sus rehenes. También era
probable que yo pudiera verle y hablar con él antes de que ultimara ningún trato con
Morcadés y Mordred. No me cabía la menor duda de que Arturo, en cuanto viera el
presente y oyese el mensaje que le envié, se pondría en camino para salir a mi
encuentro. Tropezarme con el mensajero había sido un golpe de suerte extraordinario;
ni aunque hubiera estado en excelentes condiciones hubiese podido cabalgar como lo
hacen estos hombres.
Ahora tampoco me urgía ya contactar con Nimue. Sin saber exactamente por qué,
me alegraba. Hay algunas pruebas que uno no se atreve a hacer y algunas verdades
que prefiere no oír. Creo que si hubiera podido ocultarle mi existencia lo habría
hecho.
Quería recordar sus palabras de amor y de dolor ante mi desaparición en lugar de
ver a la clara luz del día su expresión consternada cuando me viera vivo.
Por lo que se refiere al resto del día, seguí adelante despacio y, bastante antes de
la puesta del sol de aquel frío y tranquilo atardecer, llegué a un albergue junto a la
carretera y allí me detuve. No había en él ningún otro viajero, cosa que me alegró. Le
procuré establo y comida al caballo, luego me tomé la apetitosa cena que me
suministró la mujer del posadero y me fui pronto a la cama para caer en un sueño sin
sueños.
Durante todo el día siguiente me quedé en el interior de la hostería, disfrutando
del descanso. Unos pocos viandantes pasaron por el lugar: un boyero con su rebaño,
un granjero y su mujer que regresaban del mercado hacia casa, un correo que iba en
dirección al noroeste. Pero a la caída de la noche yo volvía a ser el único huésped y
disponía del fuego para mí solo. Después de cenar, cuando el hospedero y su mujer se
retiraron a su aposento, me quedé solo en la pequeña habitación con techo de vigas,
con un jergón de paja dispuesto al lado del fuego y un montón de leños cerca para
mantener el calor de la estancia.
Aquella noche no hice el menor esfuerzo por dormirme. Tan pronto como la
posada quedó sumida en el silencio, acerqué al hogar la silla y leña nueva para
alimentar las llamas. La buena mujer me había dejado un puchero de agua que hervía
lentamente al borde del fuego, por lo que mezclé agua caliente con los restos del vino
de la cena y me lo bebí, mientras a mi alrededor se instalaban los pequeños ruidos de
la noche: el asentamiento de los leños en el fuego, el chisporroteo de las llamas, el

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correteo de las ratas en el techo de paja, y a lo lejos el sonido de una lechuza cazando
en la gélida noche. Dejé el vino cerca y cerré los ojos. No tengo idea ni del tiempo en
que estuve allí ni de qué manera formulé mis plegarias para que el sudor cubriera mi
piel y los ruidos nocturnos se agitaran y se alejaran hasta entrar en un silencio
punzante e ilimitado. Y finalmente, la luz de las llamas contra el globo de mis ojos, y
a través de la luz, la oscuridad, y a través de la oscuridad, la luz…

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi el gran comedor de
Camelot. Ahora estaba iluminado, contrarrestando la oscuridad de un anochecer de
otoño. Un derroche de cirios refulgía sobre los brillantes vestidos de las mujeres y las
joyas y armas de los hombres. Justo se había acabado la cena. Ginebra estaba sentada
en su sitio, en el centro de la mesa principal, muy hermosa en su silla con respaldo de
oro. Beduier se encontraba a su izquierda. Parecían felices, pensé, con buen ánimo y
sonrientes. A la derecha de la reina, el gran sitial del rey estaba vacío.
Pero ni bien acababa de experimentar un estremecimiento por no ver a quien
deseaba, le descubrí. Bajaba desde el comedor y se detenía aquí y allá para hablar con
alguno al pasar. Iba tranquilo y sonriente, y en una o dos ocasiones le vi reír. Un paje
le precedía: seguramente, le habría hecho llegar algún mensaje hasta arriba, a la mesa
principal, y el rey iba a atenderlo personalmente. Alcanzó el portal y, dando unas
instrucciones a los centinelas, despidió al joven y caminó unos pasos hacia fuera. Dos
soldados de la caseta de guardia le esperaban allí, y con ellos un hombre al que yo ya
había visto anteriormente: el ayuda de cámara de Morcadés.
Tan pronto como apareció el rey, este último empezó a avanzar y luego se detuvo,
aparentemente desconcertado. Era obvio que no esperaba que acudiera Arturo en
persona. A continuación, dominando su sorpresa, dobló una rodilla en el suelo.
Empezó a hablar, con aquel extraño acento del norte, pero Arturo le atajó:
—¿Dónde están?
—¿Cómo? En la puerta, majestad. La dama, vuestra hermana, me envía para que
os solicite una audiencia esta noche, aquí, en el comedor.
—Mis órdenes eran que debía acudir mañana a la Sala de la Mesa Redonda. ¿No
recibió el mensaje?
—Por supuesto, mi señor. Pero ha viajado desde lejos y está fatigada, y algo
inquieta por vuestro requerimiento. Ni ella ni los niños podrán descansar hasta
conocer qué es lo que queréis. Se los ha traído a todos con ella, esta noche, y os ruega
que le concedáis la gracia, vos y la reina, de recibirles…
—Les recibiré, sí, pero no en el comedor. En la puerta. Vuelve para allá y dile que
me espere en la entrada.
—Pero, majestad…
Ante el silencio del rey, las protestas del hombre se desvanecieron. Volvió a

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ponerse en pie con una especie de dignidad, hizo una reverencia a Arturo y luego se
retiró hacia la oscuridad con los dos guardias. Arturo les siguió, más despacio.
La noche era seca y serena, y la escarcha revestía los arbolillos podados que se
alineaban en las terrazas. Las vestiduras del rey los rozaron al pasar. Iba andando
lentamente, con la cabeza bajada y frunciendo el ceño como no se lo habría permitido
en el comedor lleno de hombres y mujeres. No había nadie, excepto los guardias. Un
sargento le saludó y le preguntó algo. Él denegó con la cabeza. Y así, sin escolta ni
compañía, caminó solo a través de los jardines del palacio, pasó el muro de la capilla
y bajó los peldaños junto a la fuente silenciosa. Luego cruzó otra puerta con sus
centinelas, que le saludaron, y fue a dar al camino que bajaba cruzando la fortaleza
hasta la puerta suroeste.
Entonces, sentado junto a las llamaradas en la remota posada, con la visión
hincando sus uñas de dolor en mis ojos, le grité una advertencia tan clara como pude:
«Arturo. Arturo. Éste es el destino fatídico que engendraste aquella noche en
Luguvallium. Ésta es la mujer que tomó tu semilla para dar vida a tu enemigo.
Destrúyelos. Destrúyelos ahora. Son tu fatalidad. Ella tiene en sus manos los objetos
de poder, y tengo miedo. Destrúyelos ahora. Están en tus manos».
Se detuvo en medio del camino. Levantó la cabeza como si pudiera oír algo en el
cielo nocturno. Un farol que pendía de un poste arrojó luz sobre su rostro. Apenas lo
reconocí. Era sombrío, duro, frío, el rostro de un juez o de un verdugo. Permaneció
allí unos minutos, casi inmóvil, y luego rompió a andar tan bruscamente como un
caballo bajo la acción de la espuela y descendió a grandes zancadas hacia la puerta
principal de la fortaleza.
Estaban allí, el grupo entero. Se habían cambiado y vestido para la ocasión, y los
caballos estaban descansados y ricamente enjaezados. La luz de la antorcha mostraba
el destello de las borlas de oro y el verde y escarlata de los arneses. Morcadés vestía
de blanco, una túnica guarnecida con plata y perlas pequeñas y una larga capa
escarlata orlada de piel blanca. Los cuatro muchachos más jóvenes estaban un poco
más atrás, con un par de criados, pero Mordred permanecía al lado de su madre,
montado en un espléndido caballo negro que campanilleaba con sus bridas de plata.
Miraba en torno a sí con curiosidad. Pensé que no lo sabía: ella no se lo había
contado. Las cejas negras, inclinadas como alas, eran suaves. La boca, una boca
silenciosa y con el mismo pliegue que la de Morcadés, guardaba sus secretos. Sus
ojos eran de Arturo, y también míos.
Morcadés esperaba sentada sobre su yegua, inmóvil y erguida. Llevaba la
capucha echada hacia atrás y la luz bañaba su rostro. Se veía inexpresivo y más bien
pálido; pero los ojos verdes relucían bajo los rasgados párpados y vi que con sus
dientes de gatita se mordía el labio inferior. Y supe que bajo su fría apariencia
exterior estaba desconcertada e incluso asustada. Había ignorado lo que le indicara el

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mensajero de Arturo y deliberadamente se había traído a su pequeña comitiva hasta
Camelot a aquella hora tardía, cuando todos iban a estar reunidos en el gran comedor.
Habría contado con traer a su prole real hasta las gradas del elevado trono, y quizá
también con presentar en público al hijo de Arturo, forzando así al rey en contra de su
voluntad ante su reina y todos los nobles y damas reunidos. Podía estar segura de que
todos ellos se habrían convertido en aliados de una reina solitaria con toda una
progenie de inocentes. Pero se había visto detenida en la entrada, y ahora, contra todo
precedente, el rey había salido a verla solo, sin más testigos que sus soldados.
El rey descendía ahora, bajo la luz de la antorcha. Se detuvo a unos pasos de
distancia, a plena luz, y dijo a los guardias:
—Que vengan.
Mordred se deslizó de los lomos de su corcel y le tendió una mano a su madre
para ayudarla a bajar. Los criados tomaron los caballos y se retiraron a la caseta de
guardia. Entonces Morcadés, con un muchacho a cada lado y los tres menores detrás,
fue al encuentro del rey.
Era la primera vez que se veían desde aquella noche en Luguvallium, cuando ella
envió a su doncella para que condujera a Arturo hasta su lecho. Entonces él era un
joven imberbe, un príncipe después de su primera batalla, alegre, joven y lleno de
ardor; la mujer tenía ya veinte años y era sutil y experta, con su doble red de sexo y
magia para hechizar al muchacho. Ahora, pese a los años de alumbramiento y
crianzas, todavía le quedaba algo de lo que había atraído los ojos de los hombres y les
había hecho enloquecer por ella. Pero en estos momentos Morcadés no tenía enfrente
a un muchacho tierno y vehemente, sino a un hombre en la flor de su energía, con el
entendimiento propio de un rey y el poder para hacerse respetar y, junto a todo ello,
algo formidable y peligroso, como un fuego dormido que necesita tan sólo un soplo
de aire para alzarse en llamaradas.
Morcadés bajó ante él hasta el suelo cubierto de escarcha, no con la profunda
reverencia que cabría esperar de una suplicante, necesitada de su perdón y gracia,
sino de rodillas. Alargó la mano derecha para obligar al joven Mordred a que
igualmente se arrodillara. Galván, a su otro lado, permanecía de pie junto al resto de
los niños, mirando sorprendido ora a su madre ora al rey. Ella les dejó como estaban:
eran de Lot, quedaba patente nada más verles, de gran osamenta y saludable color,
aunque con la piel clara y el cabello rubio heredados de su madre. Por nada de lo que
Lot hubiera hecho en el pasado iba Arturo a castigar a sus hijos. Pero al otro, al niño
cambiado dé cara delgada y ojos oscuros que a través de la casa real descendía del
propio Macsen…, Morcadés lo obligaba a ponerse de rodillas, cosa que él hizo,
aunque con la cabeza erguida y aquellos ojos oscuros lanzando miradas alrededor,
parecía que hacia todas partes al mismo tiempo…
Morcadés estaba hablando, con su liviana y bonita voz, que no había cambiado.

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Yo no podía llegar a oír lo que decía. Arturo parecía como una piedra. Dudo que
oyera una sola palabra. Apenas la había mirado: sólo tenía ojos para su hijo. La voz
de la mujer adquirió ribetes de apremio. Capté la palabra «hermano», y luego «hijo».
Arturo escuchaba, con rostro inexpresivo, pero yo podía notar que las palabras se
disparaban entre ellos como dardos. Después el rey avanzó un paso y alargó una
mano. Morcadés la tomó y Arturo la hizo ponerse en pie. Tanto entre los chiquillos
como en los hombres que esperaban a la entrada advertí una tenue distensión. Las
manos de los servidores no soltaron las empuñaduras —deliberadamente se habían
mantenido algo apartados—, pero el efecto fue el mismo. Los dos chicos mayores,
Galván y Mordred, intercambiaron una mirada mientras su madre se levantaba, y vi
que Mordred sonreía. Ahora esperaban que el rey le diera a Morcadés el beso de paz
y amistad.
No se lo dio. La hizo ponerse en pie, dijo algo y luego, volviéndose, se la llevó un
poco más allá, a un lado. Vi que Mordred giraba la cabeza como un perro de caza.
Entonces el rey dijo unas palabras a los muchachos:
—Bienvenidos aquí. Ahora volved a la caseta de guardia y esperad.
Se fueron; Mordred iba mirando hacia atrás, a su madre. Por unos instantes vi el
terror pintado en su rostro, pero enseguida volvió la máscara de la calma. Tuvieron
que pasarse algún mensaje, pues ahora llegaba apresurado el ayuda de cámara, desde
la caseta de guardia, portando en sus manos la caja que se habían llevado de
Segontium. Los objetos de poder… Aunque fuera increíble, ella lo había cogido para
el rey. Aunque fuera increíble, esperaba comprar su acceso al favor de Arturo con el
tesoro de Macsen…
El hombre cayó de rodillas a los pies del rey. Abrió la caja. La luz resplandeció
abajo, sobre el tesoro que había dentro. Yo lo veía todo tan claramente como si lo
tuviera a mis pies. Plata, todo plata: copas y brazaletes, y una gargantilla hecha de
placas de plata, diseñada con las flexibles y entrelazadas hileras con que los plateros
del norte invocan su magia. No había el menor signo de los emblemas de poder de
Macsen: ni el grial tachonado de esmeraldas, ni la punta de lanza, ni la fuente
incrustada de zafiros y amatistas. Arturo apenas si le echó una ojeada. Mientras el
ayuda de cámara se retiraba precipitadamente para regresar a refugiarse en la caseta
de guardia, el rey se volvió de nuevo a Morcadas dejando el obsequio abandonado
sobre la escarcha del suelo. E igual que ignoraba el regalo, hasta ese momento había
ignorado también todo lo que ella le había estado diciendo. Pude oír su voz con toda
claridad:
—Te hice llamar, Morcadés, por razones que tal vez no tengas claras. Has obrado
con prudencia al obedecerme. Una de mis razones tiene que ver con tus hijos.
Deberías haberlo adivinado; pero no debes temer por ellos. Te prometí que no
sufrirían ningún daño y cumpliré mi promesa. Pero por lo que a ti se refiere, nada

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semejante te he prometido. Haces bien en arrodillarte y pedir clemencia. Y ¿qué
clemencia puedes esperar? Mataste a Merlín. Fuiste tú quien le hizo tomar el veneno
que al final le condujo a la muerte.
Esto no se lo esperaba. Pude advertir su grito sofocado. Agitó sus blancas manos,
como si quisiera llevarlas hasta la garganta, pero finalmente consiguió mantenerlas
quietas.
—¿Quién te ha contado esta mentira?
—No es una mentira. Cuando se estaba muriendo, él mismo te acusó.
—¡Siempre fue enemigo mío! —gritó.
—Y ¿quién puede decir que se equivocaba? Tu sabrás lo que has hecho. ¿Lo
niegas?
—¡Pues claro que lo niego! ¡Siempre me odió! Y tú sabes por qué. No quería que
nadie tuviera poder sobre ti excepto él. Nosotros dos pecamos, sí, tú y yo, pero
pecamos sin malicia…
—Si fueras prudente, no hablarías de eso. —La voz sonó seca y glacial—. Tú
sabías igual que yo qué pecado cometíamos y por qué. Si esperas algún tipo de
clemencia, ahora o más adelante, no volverás a mencionarlo.
Morcadés inclinó la cabeza. Se retorcía los dedos. Adoptó una actitud humilde.
Cuando habló, lo hizo sosegadamente.
—Tienes razón, mi señor. No tenía que haber sacado este asunto. No quiero
molestarte con recuerdos. Te he obedecido, y te he traído a tu hijo, para ti, y dejo a tu
corazón y a tu conciencia el que te comportes con él como es debido. No me negarás
que él es inocente.
Arturo no dijo nada. Ella volvió a probar, con la insinuación de sus antiguas
miradas sesgadas y chispeantes.
—Por mí, admito que puedo ser tildada de loca. He venido hasta ti, Arturo, como
una hermana que…
—Tengo dos hermanas —respondió fríamente—. La otra ahora mismo ha
intentado traicionarme. No me hables de hermanas.
La mujer alzó la cabeza. Se había despojado del tenue disfraz de suplicante. Le
hacía frente, como una reina a su rey.
—Entonces, ¿qué puedo decirte, sino que he venido hasta ti como la madre de tu
hijo?
—Tú has venido ante mi presencia como la asesina del hombre que representaba
para mí más que mi propio padre. Y como nada más. Por esto es por lo que te mandé
llamar y por lo que serás juzgada.
—Él me habría matado. Habría hecho que tú mataras a tu propio hijo.
—Eso no es verdad —exclamó el rey—. Precisamente impidió que yo os matara a
los dos. Sí, veo que esto te sorprende. Cuando me enteré del nacimiento del chiquillo

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mi primer pensamiento fue enviar a alguien allá arriba para que lo eliminara. Pero, si
lo recuerdas, Lot se me adelantó… Y de todos los hombres, Merlín es el que habría
salvado al niño, por ser mío. —Por primera vez la pasión se evidenciaba a través de
aquel estallido de su serenidad—. Pero ahora no está aquí, Morcadés. No volverá a
protegerte. ¿Por qué piensas que he rehusado recibirte esta noche abiertamente en el
comedor, en presencia de la reina y de los caballeros? Eso es lo que tú pensabas, ¿no?
Tú, con tu linda cara y tu voz, tus cuatro guapos mozos de Lot y este joven de aquí,
con esos ojos oscuros y la mirada de su real parentesco…
—¡Él no te ha hecho ningún daño! —gritó.
—No, no me ha hecho ningún daño. Y ahora, escúchame. Tus cuatro hijos
habidos con Lot me los dejarás y los formaré aquí, en Camelot. No permitiré que se
queden a tu cuidado para que los críes como traidores, en el odio a su rey. En cuanto
a Mordred, no me ha hecho nada malo, aunque yo sí se lo he hecho, y grave, lo
mismo que tú. No añadiré un pecado a otro pecado. He recibido advertencias respecto
a él, pero un hombre debe obrar con rectitud, aunque vaya en su propio perjuicio. Y
¿quién puede interpretar certeramente a los dioses? También lo dejarás conmigo.
—¿Y vas a matarle tan pronto me vaya?
—Y si lo hiciera, ¿qué otra posibilidad tendrías, sino permitírmelo?
—Has cambiado, hermano —le espetó, cargada de rencor.
—Ya puedes decirlo. —Por vez primera rozó su boca la pincelada de algo
parecido a una sonrisa—. Y ahora, por si acaso te sirve de consuelo, debes saber que
no le mataré. Pero tú, Morcadés, puesto que mataste a Merlín, que era el mejor de los
hombres de todo este reino…
Fue interrumpido. Desde la caseta de guardia llegó un trapalear de cascos, el
inmediato «quién vive» de los centinelas, unas palabras dichas casi sin aliento y a
continuación el chirrido y el estrépito de las puertas al abrirse. Un caballo con
pingajos de espuma se acercaba ruidosamente; vino a detenerse junto al rey y allí se
quedó. Bajó la cabeza hasta las rodillas. Las extremidades le temblaban. El mensajero
se deslizó desde la silla hacia abajo, se agarró a la cincha para evitar que sus propias
piernas se le doblaran y luego, con todo el cuidado, hincó una rodilla y saludó al rey.
La interrupción difícilmente podía ser bien recibida. Arturo miró alrededor, con el
ceño fruncido y la irritación pintada en el rostro.
—¿Y eso qué es? —preguntó. Tenía la voz serena. Sabía que a ningún correo le
habrían dejado pasar en semejante momento y en tal estado a menos que el asunto lo
requiriese—. Espera, yo a ti te recuerdo, ¿no? Eres Perseo, ¿verdad? ¿Qué noticias
puedes traerme desde Glevum por las que merezca la pena reventar un buen caballo e
irrumpir en mis consejos privados?
—Majestad… —El hombre se aclaró la garganta mientras lanzaba una mirada
hacia Morcadés—. Majestad, se trata de noticias urgentes; la más urgente os la debo

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dar en privado. Disculpadme. —Esta última parte iba dirigida a Morcadés, que
permanecía allí de pie como una estatua, con las manos en la garganta. Algún
vestigio de la magia olvidada, serpenteante como una estela, podía haberla advertido
sobre la naturaleza de la noticia.
El rey le miró un momento en silencio y luego asintió con la cabeza. Gritó una
orden, a la que acudieron un par de guardias, quienes se detuvieron uno a cada lado
de Morcadés. Entonces Arturo se giró y, haciendo una señal al correo, volvió
andando hacia arriba por el camino, seguido por el hombre.
Al pie de la escalinata del palacio se detuvo y dio media vuelta.
—¿Tu mensaje?
Perseo le tendió el paquete que yo le había entregado.
—Me encontré con un anciano en la carretera que me entregó un presente y me
dijo que iba en dirección a Camelot para ver al rey. Pero que no podía viajar muy
deprisa, de manera que, si el rey deseaba verle, debería salir a su encuentro. Está
viajando por la carretera que va por las montañas entre Aquae Sulis y Camelot. Me
dijo…
—¿Y te dio esto? —El rey tenía ahora el broche en la mano. El Dragón titilaba y
destellaba. Arturo levantó la vista; su rostro había perdido el color.
—Sí, majestad. —Se apresuró a continuar su recitación interrumpida—: Iba a
deciros que pagó mis servicios con el galardón del barquero.
Extendió la mano con la moneda de oro en la palma. El rey la cogió como en un
sueño, la miró y se la devolvió. En la otra mano le daba vueltas al prendedor por uno
y otro lado, de modo que el Dragón emitía destellos a la luz de la antorcha.
—¿Sabes qué es esto?
—Naturalmente, mi señor. Es el Dragón. Cuando lo vi, al principio pregunté con
qué derecho lo tenía, pero luego le reconocí. Sí, majestad… —El rey, ahora con el
rostro casi exangüe, le miraba de hito en hito. El hombre se pasó la lengua por los
labios y como pudo terminó de darle el mensaje—: Ayer cuando me detuvo estaba
cerca del mojón a treinta millas. No… no parecía encontrarse demasiado bien, mi
señor. Si salís a su encuentro, supongo que no habrá pasado mucho más allá de la
posada siguiente. Está un poco retirada de la carretera, por el lado sur, y el letrero
tiene un arbusto de acebo.
—Un arbusto de acebo. —Arturo repitió estas últimas palabras de modo
totalmente inexpresivo, como si hablara dormido. Luego, súbitamente el trance en
que se encontraba saltó hecho pedazos. El color afluyó a su rostro. Arrojó al aire el
broche, que brillaba mientras daba vueltas, y lo recogió de nuevo. Se rió fuerte—.
¡Tenía que haberlo sabido! ¡Tenía que haberlo sabido…! ¡Esto es real, de todas
formas!
—Me dijo —aseguró Perseo—, me dijo que no era ningún fantasma. Y que no

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todas las tumbas eran la puerta de la muerte.
—Incluso su fantasma —empezó Arturo—. Incluso su fantasma… —Se giró y
dio unas voces. Acudieron unos hombres corriendo. Les lanzó una serie de órdenes
—. Mi semental rucio. Mi capa y mi espada. Os doy cuatro minutos. —Tendió una
mano al correo—: Te quedarás aquí, en Camelot, hasta mi regreso. Has actuado
mejor que bien, Perseo. Lo recordaré. Ahora, vete y descansa… Ah, Ulfino. Dile a
Beduier que tome a veinte caballeros y me siga. Este hombre les dará indicaciones.
Dale de comer, cuida a su caballo y atiéndele a él hasta que yo vuelva.
—¿Y la dama? —preguntó alguien.
—¿Quién? —Estaba claro que el rey se había olvidado por completo de
Morcadés. Respondió con indiferencia—: Retenedla hasta que tenga tiempo para ella
y no permitáis que hable con nadie. Con nadie, ¿entendido?
Dos mozos le habían traído el semental, al que sostenían aún por el bocado.
Alguien más llegó corriendo con la capa y la espada. Se oyó el estrépito de las
puertas al abrirse. Arturo ya se había montado. El semental gris soltó un relincho que
escaló el aire iluminado por la antorcha, y luego brincó hacia delante bajo la acción
de las espuelas y salió por la puerta con la velocidad con que sale disparada una
lanza. Bajó por la pendiente siguiendo la serpenteante calzada como si fuera una
llanura lisa a plena luz del día. Era el camino que años atrás, siendo muchacho, había
recorrido Arturo a través del Bosque Salvaje, y para una cita parecida…
Morcadés, con su blanco virginal manchado por la turba y el césped que salieron
despedidos, permaneció rígida entre sus guardianes cuando los hombres de armas
pasaron ruidosamente por delante de ella. Los niños estaban entre medio, y Mordred
con ellos. Desaparecieron hacia el palacio sin lanzar una sola mirada atrás.
Por primera vez desde que la conocí la vi, como cualquier mujer asustada haría,
trazando el signo contra un poderoso hechizo.

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Capítulo VII
A la mañana siguiente, para su alarma y disgusto, el posadero y su mujer me
encontraron tendido, y por lo visto desmayado, al pie de un hogar ya frío. Me
metieron en la cama, me pusieron unas piedras calientes envueltas en tela para
reanimarme, apilaron mantas a mi alrededor y volvieron a encender el fuego. Cuando
en su momento me desperté, aquella buena gente cuidó de mí con la misma ansiosa
atención que habría dedicado a su propio padre. Yo no estaba demasiado grave.
Siempre hay que pagar por los momentos de videncia, primero por el dolor de la
propia visión y más tarde por el largo trance de sueño y postración.
Sin calcular distancias, me permití descansar tranquilamente el resto del día, pero
a la mañana siguiente, prescindiendo de las protestas de los posaderos, les pedí que
me ensillaran el caballo. Se tranquilizaron cuando les aseguré que no me alejaría
mucho, tan sólo una milla o así carretera abajo, donde esperaba encontrarme con un
amigo. Y aún aquieté más sus temores al pedirles que preparasen una comida «para
mi amigo y para mí».
—Pues le encanta la buena mesa —les confesé— y los guisos de la dueña de esta
casa son dignos de la corte del rey en Camelot, lo juro.
A esto la mujer del posadero se echó a reír; luego se contuvo y empezó a hablar
de capones, de manera que le dejé dinero para pagar la comida y me fui.
Tras un período de duras heladas el tiempo había amainado. El sol estaba alto y
calentaba un poco. El aire era bastante templado, aunque por todas partes se
insinuaba la llegada del invierno: en los árboles desnudos de las alturas, en los
zorzales reales afanándose con las bayas de acebo y los zorzales alirrojos
congregándose sobre los arbustos, en la fruta ya madura de los bosquecillos de
avellanos. El helecho se desteñía para adquirir tonalidades de oro, y aún quedaban
flores en los tojos.
Mi caballo iba fresco y vehemente después de su prolongado descanso y
cubrimos el primer trecho del camino en un rápido medio galope. No nos
encontramos con nadie. La carretera abandonaba enseguida la elevada cresta de las
montañas de piedra calcárea y descendía oblicuamente por una vertiente. A lo largo
de los tramos inferiores del valle, las laderas estaban atestadas de árboles con los
llameantes colores del otoño: hayas, robles y castaños, abedules de un amarillo
dorado, y por todas partes las oscuras agujas de los pinos y el verde lustroso del
acebo. A través de los árboles vislumbré destellos de agua en movimiento. El
posadero me había dicho que abajo, junto al río, el camino se bifurcaba. La misma
carretera cruzaba directamente el río; por aquel lugar estaba empedrada, en un vado
poco profundo, y justo al otro lado del agua otro camino salía hacia la derecha, a
través del bosque. Era un trayecto poco frecuentado y de firme muy desigual que

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atajaba un recodo para volver a juntarse con la carretera de grava unas millas más
adelante, en dirección este.
Ése era el lugar que buscaba. Había recorrido una millar larga sin ver ningún tipo
de vivienda; el vado resultaba tan íntimo para nuestro encuentro como una alcoba a
medianoche. No me atrevía a seguir más allá para recibirle. Siempre que cabalgaba,
Arturo lo hacía a gran velocidad y cortaba todos los recodos. Como desconocía el
sendero del bosque no podía yo contar con que él lo fuera a usar, de modo que al
tomar uno u otro camino podía equivocarme en la elección.
Era un buen lugar para la espera. Abajo, en la hondonada, el sol brillaba
cálidamente, y el aire era suave aunque fresco. Olía a pino. Dos arrendajos se
peleaban y regañaban en una rama de acebo, y luego cruzaron la carretera en un
vuelo rasante, con una ráfaga azul celeste en sus alas. A lo lejos, en los bosques hacia
el sureste, oía el áspero golpeteo que delataba la presencia de un pájaro carpintero
dedicado a su labor. El río susurraba de un lado al otro de la carretera, traspasándola
suavemente con una profundidad no mayor de un palmo y medio a través de los
bosques de granito con que los romanos enlosaron el vado.
Desensillé el caballo y le aflojé el bocado; luego solté la hebilla de un extremo de
la rienda, la até al tronco de un avellano y dejé al animal que pastara. A pocos pasos
de la orilla del río había un pino caído al que el sol daba de lleno. Puse la silla en el
suelo junto al tronco de árbol y me senté al lado a esperar.
Había calculado bien el tiempo. Apenas llevaba una hora esperando cuando oí
ruido de cascos en la carretera de grava. Por lo visto, había seguido por la carretera de
arriba, sin atajar a través del bosque. No iba con prisas sino que cabalgaba tranquilo,
sin duda para no agotar al caballo. Tampoco iba solo. Beduier, pisándole
insistentemente los talones, quizás habría obtenido permiso para acompañarle.
Salí hacia la carretera y me quedé aguardándole allí.
Tres jinetes venían trotando por el bosque y bajaron la suave pendiente que
conducía al lado opuesto del vado. Todos eran forasteros; además, eran de una clase
de hombres que en esos días era muy poco frecuente. En otros tiempos las carreteras,
en especial las de las tierras selváticas del norte y el oeste, estaban llenas de peligros
para los viajeros solitarios, pero Ambrosio, y después Arturo, habían limpiado de
proscritos y forajidos los principales itinerarios seguidos por los correos. Pero, a lo
que parecía, no del todo. Estos tres habían sido soldados: aún vestían la armadura de
cuero de su profesión, y dos de ellos ostentaban cascos de metal batido. El más joven,
que era también el de mejor aspecto, se había colgado de la oreja una ramita de bayas
escarlatas. Los tres iban sin afeitar y armados con cuchillos y espadas cortas. El más
viejo, con mechas grises en su espesa barba castaña, llevaba una porra de aspecto
inquietante sujeta con una correa a la silla. Sus monturas eran robustas jacas
montañeras, baya, castaña y negra, de pelaje viscoso por la mugre y la humedad pero

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bien alimentadas y fornidas. No hacía falta ningún instinto de profeta para saber que
eran tres hombres peligrosos.
Detuvieron los caballos al borde mismo del río y me lanzaron una mirada. Me
mantuve imperturbable y se la devolví. Llevaba el cuchillo en el cinto, pero la espada
la tenía con las alforjas, junto a la silla de montar. Alejarme a toda prisa, con el
caballo sin arneses y trabado, quedaba fuera de toda posibilidad. A decir verdad, sólo
hasta cierto punto me sentía aprensivo: hubo un tiempo en que nadie, por insensato
que fuera o por desesperado que se encontrase, se hubiera atrevido a poner un dedo
sobre Merlín; supongo que aún conservaba la confianza en este poder.
Se miraron entre sí y se entendieron rápidamente. De modo que había peligro. El
jefe, el de barba canosa y caballo negro, hizo avanzar un paso a la bestia, hasta que el
agua se le arremolinó en torno a los espolones. Luego se volvió a mirar hacia sus
compinches con una sonrisa burlona.
—¡Cómo! ¡Mirad! Aquí hay un valiente que quiere disputarnos el paso por el
vado. ¿O eres el mismo Hermes, que acude a desearnos buen viaje? Debo decirte que
no eres lo que uno esperaría encontrar en un pilar de Hermes[2]. —Estas últimas
palabras fueron acompañadas de una risotada, que sus compinches corearon.
Abandonando el centro de la carretera, me aparté a un lado.
—Lo siento, caballeros, pero no puedo reclamar ninguno de estos méritos. Ni
tampoco pienso disputarme el camino con vuestras mercedes. Cuando os oí llegar, os
tomé por la escolta de la tropa que muy pronto tiene que pasar por aquí. ¿No visteis
ninguna señal de que hubieran pasado soldados de caballería por la carretera?
Se cruzaron otra mirada. El más joven —el de la jaca baya y la ramita de
madreselva silvestre— llevó su caballo al agua y se llegó chapoteando hasta mi lado.
—No había nadie en la carretera —recalcó—. ¿Soldados de caballería? ¿A qué
tropas estarías esperando? ¿No sería al Gran Rey en persona? —Guiñó el ojo a sus
compañeros.
—El Gran Rey, por lo que me han dicho, llegará enseguida cabalgando por esta
carretera —les aclaré tranquilamente—, y le gusta velar por el cumplimiento de la ley
en los caminos. Así que id a lo vuestro en paz, caballeros, y dejadme que yo vaya a lo
mío.
Ahora habían cruzado todos el vado y me rodeaban. Se les veía relajados y
bastante divertidos, incluso de buen humor. El de barba castaña se guaseó:
—Oh, te dejaremos marchar, ¿no es verdad, Red? Marcharás libre como el aire,
así será, buen hombre, libre como el aire y viajando ligero.
—Ligero como una pluma —añadió Red, riéndose. Era el del caballo castaño.
Hizo girar el cinto en torno a sus gruesos muslos de manera que el mango del puñal le
quedaba cerca de la mano. El más joven de los tres se dirigía ya al pino caído, donde
se encontraban las alforjas.

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Empecé a hablar, pero el jefe dio un golpe al caballo para que se me acercara,
soltó las riendas sobre la cruz del animal y luego súbitamente se agachó y me agarró,
sujetándome por el cuello del traje. Mantenía cogida la ropa con una manaza que casi
me estrangulaba y poco faltó para que me levantara hacia él. Era tremendamente
vigoroso.
—Veamos, ¿a quién estabas esperando, eh? ¿A una tropa de caballería, decías?
¿Era verdad o mentías para asustarnos?
El segundo hombre, Red, se acercó empujando su caballo por el otro lado. No
había la menor posibilidad de escapar. El tercero había desmontado y, sin molestarse
en deshacer la alforja, había sacado un largo cuchillo y estaba rajando el cuero. Ni
siquiera echó una ojeada por encima del hombro para ver qué hacían sus compadres.
Red empuñaba un cuchillo.
—¡Pues claro que mentía! —afirmó con rudeza—. No había soldados en la
carretera. Ni sombra de ellos. Y no irán a venir por el atajo del bosque, Erec, puedes
estar bien seguro.
Con la mano libre, Erec alcanzó por detrás la porra nudosa y la soltó de su correa.
—Bueno, así que era mentira. Lo mejor que puedes hacer, viejo, es decirnos
quién eres y a dónde te diriges. Esta tropa de la que hablabas, ¿de dónde viene?
—Si me soltáis os lo explicaré —le aseguré con dificultad, pues casi me
estrangulaba—. Y dile a tu compadre que no toque más mis cosas.
—¡Vaya! ¡Menudo quiquiriquí agudo el de ese viejo gallo! —No obstante, aflojó
la presión y me dejó recuperar el equilibrio—. Dinos la verdad, pues, y quizá te vaya
algo mejor. ¿De dónde venías y dónde están esos soldados de que hablabas? ¿Quién
eres y a dónde vas?
Empecé por alisarme la ropa. Me temblaban las manos, pero traté de dar a mi voz
la suficiente firmeza. Insistí:
—Haréis mejor en soltarme y poneros a salvo. Yo soy Merlinus Ambrosius,
llamado Merlín, el primo del rey, y me dirijo a Camelot. Me ha precedido un
mensajero, y un grupo de caballeros cabalga en estos momentos hacia aquí para salir
a mi encuentro. Debéis tenerlos ya muy cerca de vuestras espaldas. Si os marcháis
ahora rápidos hacia el oeste…
Un coro de risotadas me cortó. Erec se sacudía en su silla.
—¿Lo has oído, Red? Balin, ¿lo captas? ¡Éste es Merlín, Merlín en persona, y se
dirige a la corte de Camelot!
—Bueno, en fin de cuentas, podría ser —opinó Red, sacudiéndose de risa—.
Parece un verdadero esqueleto, ¿no? Directamente desde la tumba viene, eso
podemos tenerlo por seguro.
—Y directamente de vuelta. —Con actitud repentinamente salvaje, Erec me
agarró de nuevo y me zarandeó con violencia.

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Un grito de Balin le detuvo.
—¡Eh! ¡Mirad aquí!
Los otros dos se volvieron.
—¿Qué has encontrado?
—Suficiente oro como para que tengamos comida y buena cama durante un mes,
y algo que meter en ella, además —exclamó Balin lleno de contento. Tiró al suelo la
bolsa de la alforja y levantó la mano sosteniendo algo. Dos de las gemas refulgieron.
Erec contuvo la respiración.
—¡Bueno, seas quien fueres, parece que estamos de suerte! Registra la otra,
Balin. Ven, Red, veamos lo que lleva encima.
—Si me hacéis algún daño —empecé—, tened por seguro que el rey…
Me callé, como si una mano me hubiera tapado la boca. Había permanecido aquí
a la fuerza, cercado entre los dos caballos, con la vista levantada hacia el barbudo
rostro que se inclinaba sobre mí, y más arriba, tras él lucía la claridad del cielo.
Ahora, cruzando este firmamento y con el sol arrancando reflejos broncíneos de su
negro lustre, pasó un cuervo. Volando bajo, por una vez silencioso, en vuelo oblicuo
y aproximándose con cautela iba el pájaro de Hermes el mensajero, el pájaro de la
muerte.
Su presencia me advirtió de cómo debía actuar. Hasta ahora había estado ganando
tiempo instintivamente, como hubiera hecho cualquiera para evitar la muerte. Pero si
lo conseguía, si hacía que los asesinos se entretuvieran y refrenaran el ataque,
entonces Arturo, que llegaría solo y con el caballo cansado, sin otro cuidado que el
pensamiento de que iba a mi encuentro, se los encontraría aquí, tres contra uno en
este lugar solitario. En una lucha yo no podría ayudarle. Pero aún estaba en mis
manos hacerle un servicio. Yo le debía a Dios una muerte y podía darle otra vida a
Arturo.
Tenía que conseguir que esos brutos siguieran su camino, y pronto. Si él se
encontraba aquí con mi cuerpo asesinado les perseguiría, no me cabía la menor duda;
pero sabría a lo que iba y esto jugaría a su favor.
Por esta razón no dije nada más. Balin empezó a hurgar en la otra alforja. Erec
volvió a asirme, arrastrándome a su lado. Red se puso detrás de mí tirando
violentamente del cinturón que sujetaba una bolsa en cuyo forro llevaba cosido el
resto del oro. Por encima de mí, arriba, se balanceaba la porra nudosa.
Si trataba de alcanzar mi propia arma tal vez me matarían antes. Tanteé con la
mano hacia atrás para sacar la daga del cinto. A mis espaldas, la pesada mano de Red
me atrapó y sujetó la muñeca, y el cuchillo cayó dando vueltas hasta el suelo. Me
crujieron todos los dedos de la mano. Red apoyó su sudorosa cara en mi hombro. Se
reía burlonamente.
—Conque Merlín, ¿eh? Un gran encantador como tú seguro que podría

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ofrecernos algunas demostraciones. Vamos pues, sálvate. ¿Por qué no lo haces?
Sométenos a un hechizo y haz que caigamos muertos.
Los caballos se separaron bruscamente. Algo relampagueó y golpeó con fuerza
como un rayo cruzando el cielo. La porra voló lejos y cayó. La mano de Erec me
soltó tan bruscamente que perdí el equilibrio y salí despedido hacia delante, contra su
caballo. Inclinado aún sobre mí, el rostro de barba castaña mostraba una expresión de
sorpresa. La mirada clavada, fija. La cabeza, limpiamente cercenada por aquel golpe
terrible y fulminante, rebotó en el cuello del caballo rociándolo de sangre y luego
cayó al suelo con un ruido sordo. El cuerpo se desplomó lentamente, casi con
delicadeza, sobre la cruz de la jaca. Un chorro brillante de sangre que humeaba fluía
abundante hacia abajo por la espalda de la bestia y se escurría sobre mí que,
tambaleante, me había agarrado a la correa del arnés que cruzaba el pecho del animal.
Éste lanzó un relincho de terror, levantó las manos y las agitó en el aire, se sacudió
violentamente para liberarse y se disparó a correr, desbocado. El cuerpo descabezado
se agitó y balanceó en un par de saltos antes de ser arrojado, todavía chorreando
sangre, desde la montura hasta el camino.
Por lo que a mí respecta, fui pesadamente derribado sobre la hierba. La fría
humedad que me llegó a través de las manos me serenó. El corazón me latía
fuertemente. Me sentí amenazado por una oscuridad traicionera, que luego se retiró.
El suelo retumbaba y se estremecía con golpes de cascos. Levanté la mirada.
Arturo estaba luchando contra los dos. Había venido solo, con su enorme rucio.
Habría dejado atrás a Beduier y a los caballeros, pero ni él ni el semental mostraban
la menor huella de fatiga. Era sorprendente que aquellos tres criminales no se
hubieran dispersado y escapado a todo correr nada más verle. Iba armado muy
ligeramente, sin escudo pero con una coraza de cuero con phalerae[3] de metal
cosidas y un capote grueso enrollado en el brazo izquierdo.
Llevaba la cabeza descubierta. Había soltado las riendas sobre el cuello del
semental y lo gobernaba con las rodillas y la voz.
El enorme caballo alzaba las patas delanteras, giraba sobre las traseras y asestaba
golpes como si fuera un arma de combate más. Y alrededor de caballo y rey,
formando como un escudo de impenetrable luz, giraba vertiginosamente la
resplandeciente hoja de la gran espada que a la vez era mía y suya: Escalibor, la
espada del rey de la Gran Bretaña.

Balin se aplastó sobre su caballo y picó espuelas, al tiempo que soltaba un alarido
y acudía en ayuda de su compinche. Una tira de cuero semidesprendida de la coraza
de Arturo dejaba ver el sitio en donde uno de ellos le había acuchillado por la espalda
—probablemente mientras estaba matando a Barba Castaña—, pero ahora, por más

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que lo intentaran, no podían traspasar aquel mortífero círculo de metal refulgente ni
acercarse por delante de los agresivos cascos del semental.
—Apártate del camino —me ordenó el rey, brevemente.
Los caballos corcovearon y le cercaron. Despacio, empecé a levantarme. Parecía
que no acababa nunca de conseguirlo. Tenía las manos pegajosas de sangre y estaba
temblando. Noté que no me tenía en pie, por lo que en vez de ello me arrastré hasta el
pino caído y allí me senté. El aire se estremecía con el fragor de la lucha, y yo
permanecía allí, impotente, tembloroso, viejo, mientras mi muchacho peleaba por su
vida y por la mía, y yo no podía apelar ni siquiera a la fuerza de un simple mortal
para acudir en su ayuda.
Algo brillaba a mis pies. Era mi cuchillo, caído en donde Red me lo había hecho
soltar de la mano. Lo cogí. Aún no me sostenía de pie, pero lo arrojé tan fuerte como
pude a la espalda de Red. El lanzamiento fue débil y no le alcancé. Pero el destello
del arma al pasar hizo que el caballo castaño se asustara, se desviase bruscamente y le
produjera un fuerte golpe al jinete. Deslizándose y silbando, el metal de Escalibor
alcanzó la hoja y la arrojó más lejos; después Arturo se acercó con el gran semental y
mató a Red atravesándole el corazón.
Por unos instantes la espada se trabó y no se podía retirar, por lo que el cuerpo al
caer ejercía un peso muerto sobre el brazo con que el rey manejaba la espada. Pero el
semental rucio también era ducho en estas lides. Al intentar Balin que la jaca baya
rodeara a Arturo para atacarle por detrás, se encontró de frente con los cascos
herrados. Un tajo ascendente abrió la espalda del bayo, que hurtó el cuerpo
relinchando y se revolvió contra riendas y espuelas, para salir huyendo. Pero Balin,
rufián valentón como era, dio un violento tirón para forzarlo a volver, justo en el
momento en que el rey barría limpiamente con su espada el cuerpo de Red y con la
mano derecha lo enviaba rodando de espaldas al terreno de combate.
Creo que en aquel último instante Balin reconoció al rey. Pero ya no disponía de
tiempo para hablar, y mucho menos para implorar clemencia. Hubo todavía un
perverso y breve frenesí, y la punta de Escalibor alcanzó la garganta de Balin, quien
cayó sobre la hierba pisoteada y ensangrentada. Se retorció, boqueó jadeante y se
ahogó con un borbotón de sangre. La jaca, ahora que ya no se veía obligada, en vez
de correr simplemente se quedó allí, con la cabeza gacha y las patas temblorosas
mientras la sangre le bajaba por la espalda. Los otros caballos se habían ido.
Arturo desmontó de un salto, limpió la espada sobre el cadáver de Balin, se libró
del capote que le envolvía el brazo izquierdo y vino hacia mí llevando de las riendas
al rucio. Me tocó el hombro manchado de sangre.
—Esta sangre, ¿es de alguna herida recibida?
—No. ¿Y la tuya?
—¡Ni un rasguño! —exclamó alegremente. Tan sólo respiraba algo más rápido de

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lo normal—. Con todo y con que pudo haber sido una carnicería. Eran hombres
ejercitados, o al menos eso me pareció cuando aún era posible apreciarlo… Ahora
conviene sentarse un rato, tranquilamente; traeré un poco de agua.
Dejó en mis manos las riendas del semental, buscó junto al arzón el cuerno
montado en plata que allí llevaba y anduvo hacia el río con pasos ligeros. Oí que el
pie le chocaba con algo. Detuvo súbitamente las rápidas zancadas y profirió una
exclamación. Volví la cabeza. Miraba asombrado al suelo, hacia los restos de una de
mis alforjas, donde, entre el desbarajuste de comida desparramada y cuero
acuchillado, había un trozo de terciopelo desgarrado con tupidos bordados de oro.
Una de las alhajas que Balin había arrancado de la tela estaba caída al lado, titilando
sobre la hierba.
Arturo giró en redondo. Se había puesto pálido.
—¡Por la Luz! ¡Eres tú!
—¿Y quién, si no? ¡Pensaba que lo sabías!
—¡Merlín! —Ahora sí que le costaba respirar. Regresó a mi lado—. Apenas tuve
tiempo de mirar. Creía tan sólo que esos picaros criminales iban a dar muerte a un
anciano, pensé que desarmado, y pobre, a juzgar por el caballo y los arreos… —Cayó
de rodillas a mi lado—. Ah, Merlín, Merlín…
Y el Gran Rey de toda la Gran Bretaña dejó caer la cabeza sobre mi rodilla y
guardó silencio.
Un rato después agitó la cabeza y la levantó.
—Recibí tu prenda y el mensaje del correo. Pero creo que no acabé de creérmelo
del todo. Cuando empezó a hablar y me mostró el Dragón, parecía decir la verdad…
Supongo que nunca pensé que pudieras realmente morir como los demás mortales…
Pero de camino hacia aquí, mientras cabalgaba solo, sin nada más que hacer excepto
pensar… Bueno, dejó de ser real. No sé ni las escenas que llegué a imaginar: a mí
mismo yendo a parar otra vez quizás ante la entrada bloqueada de aquella cueva en la
que te enterramos vivo. —Noté que un escalofrío le recorría el cuerpo—. Merlín,
¿qué ha sucedido? Cuando creyéndote muerto te dejamos allí, encerrado en la
caverna, fue sin duda por causa de la enfermedad que te daba la apariencia de un
difunto. Me doy cuenta ahora. Pero ¿y después, cuando despertaste y te viste solo y
bajo el peso de tu propia mortaja? ¡Esto habría bastado para causarte otra muerte,
bien lo sabe Dios! ¿Qué hiciste? ¿Cómo sobreviviste, encerrado solo en la montaña?
¿Cómo escapaste? ¿Cuándo? Tienen que haberte dicho cuan doloridamente te he
echado de menos. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—No ha sido tanto. Cuando escapé tú estabas fuera. Me contaron que habías ido a
la Pequeña Bretaña. Así que no hablé con nadie; me alojé en casa de Estilicón, mi
antiguo criado, que cuida del molino que está cerca de Maridunum, y me mantuve a
la espera de tu regreso. Te lo explicaré todo enseguida…, si me traes ese trago de

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agua que decías.
—¡Qué estúpido soy, me había olvidado! —Se levantó de un salto y corrió hacia
el río. Llenó el cuerno y lo trajo; luego se agachó, doblando una rodilla, mientras me
lo ofrecía.
Sacudí a un lado y otro la cabeza y lo tomé de sus manos.
—Gracias, pero ahora ya me encuentro casi bien del todo. No es nada. No me han
herido. Me siento avergonzado por la escasa ayuda que he sido capaz de prestarte.
—Me diste todo cuanto necesitaba.
—Que no era mucho —respondí, riendo a medias—. Casi podría sentir lástima
por estos desgraciados al pensar que han tenido una muerte fácil y que han hecho caer
sobre ellos como un rayo al propio Arturo. Y eso que se lo advertí, pero ¿quién podría
culparles por no haberme creído?
—¿Quieres decir que sabían quién eras? ¿Ya pesar de ello se portaron así
contigo?
—Ya te lo he dicho, no me creyeron. ¿Por qué iban a hacerlo? Merlín había
muerto. El único poder que me resta ahora es apelar a tu nombre…, y eso tampoco se
lo creyeron. —Cité sus palabras, sonriendo—: «Un anciano, desarmado y pobre».
¿Cómo no me reconociste? ¿Tanto he cambiado?
Me observó con detenimiento.
—Por una parte está la barba, y, sí, ahora tienes bastantes canas. Pero sólo con
que te hubiera mirado a los ojos una sola vez… —Tomó el cuerno que tenía yo entre
las manos y se puso en pie— Oh, sí, eres tú. En todo lo que realmente importa, no has
cambiado. ¿Viejo? Si todos tenemos que volvernos viejos. La edad no es otra cosa
que el resultado de sumar vida. Y tú estás vivo y has regresado a mi lado. ¿Qué tengo
que temer ahora?
Apuró el agua del cuerno, lo volvió a guardar en su sitio y miró a su alrededor.
—Supongo que lo mejor sería que arreglase un poco todo ese desorden. ¿De veras
te encuentras ahora completamente bien? ¿Puedes ocuparte de mi caballo? Pienso que
ahora se le podría abrevar.
Me llevé al semental abajo, al agua, y también al bayo, que estaba pastando
tranquilamente y no hizo el menor intento de escapar.
Después de que bebieran los até con una cuerda, saqué un ungüento del fardo
donde llevaba mis cosas y apliqué una cura al corte de la espalda de la jaca. Volvió un
ojo hacia atrás para mirarme y encogió y aflojó rápidamente la piel de la espalda,
como un parpadeo, pero no dio la menor muestra de dolor. El tajo aún sangraba,
aunque muy lentamente, y el animal andaba sin cojear. Aflojé las cinchas de ambos
caballos y les dejé pastando mientras recuperaba el contenido diseminado de mis
alforjas.
El modo con que Arturo arregló aquel «desorden» —tres hombres muertos de

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forma violenta— consistió en arrastrar los cadáveres por los talones hasta un lugar
decentemente oculto al borde del bosque.
En cuanto a la cabeza cercenada, la levantó agarrándola por la barba y la lanzó
tras ellos. Mientras lo hacía iba silbando una alegre tonada, que reconocí como una
canción de marcha de los soldados que aludía francamente, por no decir de manera
más que explícita, a las proezas sexuales de un caudillo. Luego miró a su alrededor.
—La próxima lluvia se llevará parte de esta sangre. Pero aunque tuviera un
azadón o una pala, maldito si iba a perder tiempo o a molestarme en cavar para
enterrar esa carroña. Dejémosela a los cuervos. Mientras tanto, más bien podríamos
confiscar sus caballos. Veo que se han ido a pastar allá arriba, en la carretera. Primero
tendré que lavarlos para quitarles la sangre, o nunca más podré estar cerca de ellos. Y
tú harías mejor en quitarte esa capa y dejarla aquí. Jamás volverá a ser la misma.
Toma, puedes ponerte la mía. No, insisto. Es una orden. Toma.
La dejó caer sobre el tronco de pino y después bajó hasta el río y se lavó.
Mientras volvía a montar y subía a medio galope hasta la carretera en pos de los
demás caballos, me despojé de la capa, que la sangre ya empezaba a poner rígida, y
me lavé; luego desplegué la capa de Arturo, de púrpura real, y me la puse. Después
hice un ovillo con la mía y la arrojé en dirección a los cadáveres, entre la maleza.
Arturo volvió al trote, trayendo los caballos de los ladrones.
—Y ahora, ¿dónde está la posada del arbusto de acebo?

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Capítulo VIII
El chico del posadero estaba esperándome fuera, en la carretera. Supongo que le
habrían apostado allí para avisar a la dueña de cuándo querrían «la comida digna de
la corte del rey». Cuando nos vio llegar, dos hombres y cinco caballos, se quedó
algún tiempo mirando sorprendido, luego se volvió brincando y saltando hasta la
posada. Cuando nos faltaban todavía unos setenta pasos para el lugar, el propio
posadero salió a ver.
Reconoció a Arturo casi inmediatamente. Lo primero que reclamó su atención fue
la estampa del caballo del rey. Luego el hombre dirigió una larga y apreciativa mirada
al jinete y cayó de rodillas en la carretera.
—Levántate, buen hombre —dijo jovialmente el rey—. He estado oyendo cosas
muy buenas sobre la casa que diriges, y tengo muchas ganas de disfrutar de tu
hospitalidad. Hemos tenido una pequeña escaramuza ahí abajo en el vado, nada
grave, justo lo suficiente para despertarnos un poco el apetito. Pero eso tendrá que
esperar un poco. Atiende primero a mi amigo, ¿quieres?, y si tu mujer puede
limpiarle la ropa y alguien se ocupa de los caballos, podemos esperar de buen grado
para la comida. —Luego, cuando el hombre empezó a balbucir algo sobre la pobreza
de su casa y la falta de comodidades, le cortó—: En cuanto a eso, buen hombre, soy
un soldado y ha habido veces en que cualquier refugio contra las inclemencias del
tiempo podía considerarse un lujo. Por lo que he oído de tu mesón, es desde luego un
refugio. Y ahora, ¿podemos entrar? Para el vino no podemos esperar, ni para el
fuego…
Tuvimos ambas cosas en un tiempo realmente breve. Una vez que se hubo
recobrado, el posadero se familiarizó rápidamente con la invasión real y muy
sensatamente se desentendió de todo lo que no fuera el inmediato servicio que se
requería de él. El mozo acudió corriendo a recoger los caballos y el propio hospedero
amontonó leños para el fuego y trajo vino; luego me ayudó a quitarme la vestimenta
sucia y salpicada de sangre y trajo, agua caliente y ropa limpia de la que tenía
enrollada en mi equipaje. Después, a indicación de Arturo cerró la puerta del albergue
para evitar a los transeúntes fortuitos, y terminó en la cocina, imagino que para
instilarle un delirio de pánico a su excelente mujer.
Después de haberme cambiado, Arturo terminó de lavarse, extendió su capa junto
al fuego, me escanció vino y fue a tomar asiento al otro lado de la chimenea. Aunque
había viajado rápidamente y desde lejos —y con un combate al final de todo—
parecía tan fresco como si acabara de levantarse de la cama. Los ojos le brillaban
como los de un mozo y las mejillas se le iban coloreando. Entre la alegría de volver a
verme y el estímulo del reciente peligro, parecía nuevamente un joven. Cuando
finalmente la buena mujer y su marido entraron con la comida, metiendo algún

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alboroto al disponer la mesa y trinchar los capones, los recibió con alegre afabilidad,
con tal sencillez que antes de que nos sentáramos a comer y ellos se retirasen la mujer
había llegado ya a olvidar su rango, y a una de las chanzas de Arturo respondió con
fuertes risas y la completó ella misma. Entonces su marido le tiró de la túnica y ella
salió corriendo, pero riéndose todavía.
Por fin estábamos solos. El breve atardecer tocaba a su fin. Pronto se encenderían
las lámparas. Regresamos a nuestro sitio, uno a cada lado del fuego. Creo que ambos
nos sentíamos fatigados y soñolientos, pero ninguno de los dos hubiera podido
descansar hasta haber intercambiado todas las noticias de las que no podíamos hablar
en presencia de nuestros hospederos. Según me dijo, el rey había hecho todo el
camino sin concederse más que unas horas de respiro para dormir y dar descanso al
caballo.
—Ya que si el mensaje del correo y el presente que me trajo eran verdaderos —
me dijo—, eso significaba que tú estabas sano y salvo y me esperarías. Beduier y los
demás salieron conmigo, pero también ellos se detuvieron a descansar. Les dije que
se quedaran atrás y me dieran unas pocas horas de ventaja.
—Lo cual pudo haberte costado caro, amigo mío.
—¿Por aquella carroña? —Hablaba desdeñosamente—. Si no fuera porque te
pillaron desarmado y desprevenido, tú mismo te las hubieras arreglado
perfectamente.
«Y hubo un tiempo —pensé— en que incluso sin tener una daga en la mano
hubiera podido arreglármelas yo solo». Si Arturo estaba pensando lo mismo, no dio la
menor muestra de ello. Corroboré:
—A decir verdad, apenas si eran dignos de tu espada. Y a propósito, ¿qué es lo
que he oído sobre el robo de Escalibor, un asunto relacionado con tu hermana
Morgana?
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Eso es agua pasada, puede esperar. Lo que más me importa ahora es saber qué
sucedió contigo. Cuéntame. Cuéntame todo. No te dejes nada.
Así que le referí mi historia. El día se hizo corto y, más allá de las pequeñas y
hundidas ventanas, el cielo se fue oscureciendo hasta volverse añil, y luego pizarroso.
Excepto por el chasquido y aleteo de las llamas, la habitación permanecía en silencio.
Un gato se deslizó cautelosamente desde un rincón y se ovilló ronroneando en el
hogar. Era un extraño escenario para la narración que iba a contarle: de muerte y
entierro suntuoso, de miedo, soledad y desesperada supervivencia, de crimen
frustrado y rescate por fin consumado. Me escuchaba como tantas veces lo hizo
antaño, absorto, perdido en el relato, frunciendo el ceño en según qué partes del
mismo, pero relajado, envuelto en la calidez y el contentamiento de la velada. Son
otros tiempos los que me vuelven vividamente a la memoria cuando pienso en ello: la

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habitación silenciosa, el rey escuchando, el fuego agitando la roja tonalidad en sus
mejillas e iluminando la espesa cascada de cabellos oscuros y los oscuros ojos
indagadores, atento a la narración que le estaba desgranando. Pero ahora había una
diferencia: era un hombre que escuchaba con un claro propósito, evaluando cuando le
explicaba, juzgando, dispuesto a actuar.
—A ese tipo, el ladrón de tumbas…, tenemos que encontrarlo —intervino al fin,
enardecido—. No debería ser difícil, si ha estado gorroneando bebidas a costa de todo
eso que iba contando sobre Maridunum… Me pregunto quién sería el que te oyó la
primera vez. ¿Y Estilicón, el molinero? No dudo de que querrás que todo eso lo deje
en tus manos…
—Sí, pero si pudieras pasar por allí en alguna ocasión, quizás la próxima vez que
vayas a Carlión… Mai se morirá de terror y éxtasis, pero Estilicón lo tomará como
algo normal para quien sirvió al gran encantador… y luego se enorgullecerá de ello
para el resto de sus días.
—Por supuesto, iba pensando en ello mientras venía de camino hacia aquí —
manifestó—: ahora iremos desde aquí directamente a Carlión. Imagino que no estás
aún en condiciones de regresar a la corte…
—Ni ahora, ni nunca. Ni tampoco a Applegarth. Dejé todo aquello para siempre.
—No añadí «a Nimue»; ninguno de los dos había mencionado su nombre. Lo
habíamos evitado con tanto cuidado que parecía resonar en cada frase que
formulábamos. Proseguí—: Sin duda vas a luchar a muerte conmigo al respecto, pero
yo quiero volver a Bryn Myrddin. Estaré más que satisfecho por quedarme contigo en
Carlión hasta que el lugar pueda volver a estar a punto.
Naturalmente, se opuso y lo discutimos un rato, pero al final aceptó que yo
hiciera lo que más me conviniera, sólo con la (muy razonable) condición de no vivir
allí solo, sino al cuidado de unos criados.
—Y si quieres disfrutar de tu preciosa soledad, la disfrutarás. Haré construir un
acomodo para tus sirvientes, fuera de tu vista y por debajo del peñasco; pero tienen
que estar allí.
—Y ¿«es una orden»? —le cité, sonriendo.
—Ciertamente… Tiempo tendremos para organizarlo: pasaré la Navidad en
Carlión, y tú conmigo. Y no irás a insistir en marcharte para allá antes de que acabe el
invierno, ¿verdad?
—No.
—Bueno. Ahora, hay algo en tu relato que no concuerda con los hechos… Ese
asunto que me contaste de Segontium. —Levantó rápidamente la vista, sonriendo—.
¿Así que fue allí donde encontraste Escalibor? ¿En el santuario militar de la Luz?
Bien, eso encaja. Recuerdo que años atrás, justo antes de que dejáramos el Bosque,
me contaste que allí había aún otros tesoros. Me hablaste de un grial. Todavía

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recuerdo lo que dijiste. Pero el regalo que me trajo Morcadés no era el tesoro de
Macsen. Eran objetos de plata: copas, broches y collares, el tipo de cosas que se
estilan en el norte. De gran belleza, pero que nada tienen que ver con el tesoro que me
describiste.
—No. Pude verlo un momento durante la visión. No era el tesoro de Macsen.
Pero el pastorcillo estaba seguro de que se lo habían llevado, y le creo.
—¿No lo sabes?
—No. ¿Cómo iba a saberlo, si carezco de poder?
—Pero en cambio tuviste esa visión, la de Morcadés y sus hijos acercándose a mí
en Camelot. Viste el tesoro de plata que me ofreció. Sabías que el correo había
llegado y que yo estaba en camino, en tu busca.
Negué con la cabeza.
—Eso no es poder, no un poder como el que tú y yo hemos conocido. No es más
que videncia, y ese don creo que lo tendré hasta que me muera. Toda sibila de aldea
lo posee, en mayor o menor grado. El poder es algo más que todo eso: consiste en
actuar y hablar con conocimiento; en mandar sin pararse a pensar y sabiendo que
serás obedecido. Esto se ha acabado. Ahora ya no me aflige. —Vacilé un momento—.
Y a ti espero que tampoco, ¿verdad? He oído cosas sobre Nimue, como que ahora es
ella la nueva Dama del Lago, la dueña del santuario de la isla. Me han contado que la
llaman la maga del rey, y que ya te ha hecho algún servicio…
—Efectivamente, así es. —Apartó la vista de mí y se inclinó para mover un
tronco del montón que ardía—. Fue precisamente ella la que se ocupó de lo del robo
de Escalibor.
Me quedé esperando, pero llegado a este punto no dijo más. Al final le pregunté:
—Entendí que se encontraba todavía en el norte. ¿Está bien?
—Muy bien. —Ahora el tronco ardía a su satisfacción. Apoyó la mejilla sobre el
puño y se quedó mirando fijamente el fuego—. Eso es. Si Morcadés llevaba consigo
el tesoro cuando embarcó, ahora debe de tenerlo en algún lugar de la isla. Mi gente
no la vio desembarcar en ninguna parte entre Segontium y el momento en que tomó
tierra allí. Se alojó con Melvas, de manera que no debería quedar fuera de mi alcance
el dar con su paradero. Morcadés está bajo custodia hasta mi regreso. Si se niega a
hablar, los niños difícilmente estarán aleccionados en contra de un interrogatorio. Los
más jóvenes son demasiado inocentes para ver nada malo en contar la verdad. Los
chiquillos se fijan en todo; ellos sabrán dónde dejó su madre el tesoro.
—¿Creo que quieres quedarte con ellos?
—¿Lo viste? Sí. Verías también que tu correo llegó justo a tiempo para salvar a
Morcadés.
Recordé mi propio esfuerzo por alcanzar a sugestionarle durante mi visión,
cuando pensé que ella iba a utilizar el grial robado en contra de él.

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—¿Pensabas matarla?
—Naturalmente, por haberte matado a ti.
—¿Sin pruebas?
—No me hacen falta pruebas para condenar a muerte a una bruja.
Levanté una ceja y le cité textualmente lo que se dijo al inaugurarse la Sala de la
Mesa Redonda: «Ningún hombre ni mujer será injustamente dañado, ni castigado sin
juicio ni prueba manifiesta de su infracción».
—Bien, de acuerdo —respondió sonriendo—. Tenía pruebas. Tenía tu propia
palabra de que ella intentó matarte.
—Eso afirmaste. Creí que lo hacías para asustarla. Yo nunca te dije tal cosa.
—Ya lo sé. ¿Y por qué no? ¿Por qué mantuviste en secreto que su veneno fue lo
que casi te llevó a la muerte en el Bosque Salvaje, y luego te causó una enfermedad
que casi te vuelve a costar la vida?
—Tú mismo acabas de darte la respuesta. Después de lo del Bosque Salvaje, la
habrías matado. Pero ella era la madre de ese joven hijo y estaba esperando otro; yo
sabía que un día llegarían hasta ti, y andando el tiempo se convertirían en tus leales
servidores. De modo que no te lo dije. ¿Quién lo hizo?
—Nimue.
—Entiendo. Y ¿cómo lo sabía ella? ¿Por adivinación?
—No, por ti mismo. Por algo que mencionaste en tu delirio.
Me lo había arrebatado absolutamente todo, incluso el más recóndito secreto.
—Ah, sí… —manifesté escuetamente—. ¿E imagino que también ella te encontró
a Mordred? ¿O se cuidó la propia Morcadés de que fuera cosa de dominio público
una vez muertos Lot y yo?
—No; seguía oculto. Deduzco que vivía en algún lugar de las Islas de Orcania.
Nimue nada tuvo que ver en todo esto. Me enteré por pura casualidad. Recibí una
carta. Un orfebre de York, que tiempo atrás había hecho alguna joya para Morcadés,
viajó hacia allá con la esperanza de venderle algunas piezas. Ya sabes, esa clase de
gente se mueve por todas partes y lo ve todo.
—No es el caso de Beltane.
—¿Lo conoces? —preguntó, levantando sorprendido la cabeza.
—Sí. Es tan bueno como cegato. Tiene que viajar con un criado…
—Casso —confirmó el rey y, al ver que le miraba fijamente, prosiguió—: Como
te decía, me llegó una carta.
—¿De Casso?
—Sí. Al parecer, estaba en Dunpeldyr cuando…, ah, ya veo, ¿fue cuando os
conocisteis? Entonces ya debes saber que ambos estaban allí la noche de la matanza.
Según parece, Casso vio y oyó buena parte de lo que estaba sucediendo. La gente
habla delante de un esclavo como si nada y por lo visto entendió más de lo que nadie

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se pensaba. Su dueño nunca pudo llegar a convencerse de que Morcadés tuviera nada
que ver con un hecho tan espantoso, por lo que subió hasta Orcania para volver a
probar suerte. Casso, que era menos confiado, observó y escuchó, y al final consiguió
localizar al chiquillo que hicieron desaparecer la noche de la matanza. Me mandó un
mensaje directamente. Mientras esto sucedía, yo acababa de enterarme por Nimue de
que la causante de tu muerte había sido Morcadés. La mandé llamar, y me aseguré de
que se trajera a Mordred con ella. ¿Por qué me miras con esa cara de asombro?
—Por un par de cosas. ¿Cuál puede ser el motivo por el que un esclavo —pues
cuando le conocí, Casso era peón en una cantera— se decida a escribir
«directamente» al Gran Rey?
—Olvidé decírtelo: tiempo atrás me había servido en una ocasión. ¿Te acuerdas
de cuando fui al norte, a Leonís, para atacar a Aguisel? ¿Y lo difícil que resultaba
encontrar una manera de acabar con aquel sucio chacal sin que Tydwal y Urién se
arrojaran sobre mi cabeza clamando venganza? Algo de esto debió de saberse, porque
recibí un mensaje de este mismo esclavo, testimonio —con hechos comprobables—
de algo que había visto estando al servicio de Aguisel: Aguisel había abusado de un
paje, uno de los hijos menores de Tydwal, y luego le había matado. Casso nos dijo
dónde encontraríamos el cadáver. Lo encontramos; éste y otro más. El chiquillo había
sido asesinado exactamente como Casso nos había contado.
—Y después —añadí sarcástico—, Aguisel cortó la lengua a los esclavos que
habían sido testigos de su crimen.
—¿Quieres decir que ese hombre es mudo? Bueno, eso explicaría la manera
despreocupada con que según parece los hombres hablan delante de él. Aguisel pagó
caro por no asegurarse de que no supiera leer ni escribir.
—No era capaz de una cosa ni de la otra. Cuando le conocí en Dunpeldyr era
mudo y analfabeto. Precisamente fui yo quien, por un servicio que me hizo —o por
alguna razón que ya no recuerdo, tal vez por dictado del dios—, arreglé las cosas para
que recibiera enseñanza.
Arturo, sonriendo, levantó la copa hacia mí.
—¿Puedo llamar a eso «pura casualidad»? Debería haber recordado con quién
estaba hablando. Tras el asunto de Aguisel recompensé a Casso, por supuesto, y le
indiqué dónde podía enviarme cualquier otra información. Creo que me fue útil en
una o dos ocasiones más. Por esto en relación con este último asunto me mandó el
aviso directamente.
Seguimos hablando de ello un rato más, y luego volvimos a los temas actuales:
—¿Qué harás ahora con Morcadés?
—Tendré que decidirlo con tu ayuda cuando regrese. Entretanto cursaré órdenes
para que la mantengan bajo vigilancia en el convento de religiosas de Amesbury. Los
chicos se quedarán conmigo y les haré bajar a Carlión para la Navidad. Los hijos de

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Lot no causarán problemas: son lo suficientemente jóvenes como para encontrar
excitante la vida en la corte, y lo bastante mayores como para poder manejarse sin
Morcadas. En cuanto a Mordred, tendrá su oportunidad. Con él haré lo mismo.
No respondí. En la pausa, el gato de repente ronroneó fuerte, luego se paró en
seco, pasó a una respiración susurrante y se durmió.
—Bueno —prosiguió Arturo—, ¿qué querías que hiciera? Ahora está bajo mi
protección, por tanto, aunque incluso podría causarle algún daño, no voy a matarle.
No he tenido ocasión de pensar sobre ello, y bastante tiempo habrá más tarde para
discutir contigo sobre este asunto. Pero siempre me pareció que, toda vez que el
muchacho había sobrevivido a la purga criminal de Lot, era preferible tenerlo cerca y
vigilado antes que escondido en cualquier parte del reino, con la amenaza que eso
podría suponer. Di que sí.
—Sí, de acuerdo.
—De esta manera, si lo mantengo a mi lado y le garantizo el derecho de
nacimiento que seguramente habría pensado que nunca iba a ver…
—Dudo que este pensamiento le haya pasado jamás por la mente —le interrumpí
—. No creo que su madre le haya contado quién es.
—¿De veras? Entonces se lo explicaré yo mismo. Todavía mejor. Sabrá que yo no
tenía ninguna necesidad de aceptarle. Merlín, eso podría resultar bien. Tanto tú como
yo recordamos cómo fue el vivir nuestra juventud aislados por nuestra situación de
bastardos sin padre, y que luego nos dijeran que llevábamos la sangre de Ambrosio.
¿Y quién soy yo para volver a cargar otra vez con el deseo de que mi hijo muera?
Con una vez ya basta y sobra. Dios sabe lo que pagué por ello. —Apartó de nuevo la
mirada hacia las llamas. Un trazo amargo se dibujaba en sus labios. Al cabo de un
rato alzó un hombro—: Me preguntabas sobre Escalibor. A lo que parece, mi
hermana Morgana tomó un amante; era uno de mis caballeros, un hombre llamado
Accalón, buen luchador y excelente persona, pero también uno de aquellos que nunca
saben decir no a una mujer. Cuando el rey Urbgen estuvo por aquí con Morgana, ella
se fijó en Accalón y al poco tiempo lo tenía atrapado como un lebrel buscando
caricias. Antes de venir al sur había encargado a un herrero del norte que le hiciera
una copia de Escalibor, y mientras estaba aquí, en Camelot, se las ingenió para que
Accalón cambiara esta espada por la verdadera. Seguramente calculó que en tiempo
de paz podría salir libremente de la corte y estar de regreso al norte antes de que se
descubriera la pérdida. Ignoro qué favores le prometió a Accalón, pero lo cierto es
que cuando Morgana volvió a marchar al norte con el rey Urbgen, Accalón solicitó
permiso y se fue con ellos.
—Pero ¿por qué haría eso tu hermana?
Su inmediata y sorprendida mirada me evidenció cuan rara le parecía mi
pregunta.

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—Ah, por la razón de siempre: ambición. Se habría hecho a la idea de colocar a
su marido en el trono superior de Bretaña, con ella como reina. En cuanto a Accalón,
no estoy seguro de lo que le prometería, pero fuera lo que fuese, le ha costado la vida.
También hubiera debido costársela a ella, pero no había pruebas, y además es la
mujer de Urbgen. El que fuera mi hermana no la habría salvado, pero él no estaba al
tanto de la conspiración y yo no puedo permitirme el convertirlo en enemigo.
—¿Cómo esperaba ella salir adelante con todo eso?
—Tú habías desaparecido —respondió simplemente—. Debió de enterarse por
Morcadés que estabas enfermo y se dispuso a preparar su época de grandeza. Imaginó
que cualquier hombre que blandiese la espada podría mandar a sus secuaces, y si el
rey de Rheged era el que la alzaba… Antes de que esto sucediera tenían que haberme
matado, por supuesto. Accalón lo intentó. Armó una pelea y se batió conmigo. Con la
espada falsa, claro. El metal era frágil como el vidrio. En cuanto la empecé a usar me
di cuenta de que algo iba mal, pero era demasiado tarde. Al primer choque se partió,
justo por debajo de la empuñadura.
—¿Y?
—Beduier y los demás estaban gritando «¡Traición!», pero realmente no hacía
falta. Podía ver en el rostro de Accalón que la traición estaba allí. A pesar de que su
espada seguía entera y la mía estaba rota, creo que tenía miedo. Le hinqué la
empuñadura en la cara y le maté con la daga. No me pareció que opusiera ninguna
resistencia. Después de todo, quizá fuera un hombre leal. Prefiero pensarlo así.
—¿Y la espada verdadera? ¿Cómo supiste dónde estaba?
—Nimue fue quien me explicó lo que había sucedido —me aclaró— ¿Te
acuerdas de aquel día en Applegarth, cuando ella me advirtió de que me guardara de
Morgana y la espada?
—Sí. Pensé que se refería a Morcadés.
—También yo. Pero tenía razón. Durante todo el tiempo que pasó en la corte,
Nimue apenas se apartó de su lado. Me preguntaba el porqué, pues era obvio que
entre ellas existía una fuerte antipatía, en fin, que no se amaban con locura. —Soltó
una risita más bien triste—. Lamento que lo tomé por una pendencia de mujeres…
Tampoco es demasiado afectuosa con Ginebra…, pero tenía razón respecto a
Morgana. La hechicera la corrompió cuando no era más que una niña. Cómo
consiguió Nimue recuperar la espada, es cosa que ignoro. La hizo bajar desde Rheged
con una escolta armada. Todavía no he visto a Nimue desde que se fue al norte.
Empezaba a preguntarle algo más cuando súbitamente levantó la cabeza,
escuchando.
—Aquí llega Beduier, si no me equivoco. No hemos dispuesto de mucho tiempo
para estar juntos, Merlín, pero si Dios quiere habrá otros momentos. —Se puso en pie
y me ayudó a levantarme tendiéndome las manos—. Por ahora ya hemos hablado

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bastante. Pareces agotado. ¿Quieres ir a descansar enseguida y me dejas que atienda a
Beduier y a los demás y les cuente las novedades? Te lo advierto: no es un grupo
poco ruidoso. Probablemente van a limpiarle a nuestro buen anfitrión todo lo que
tenga en su bodega susceptible de ser bebido, y dedicarán la noche a esa tarea…
Pero me quedé con él para recibir a los caballeros, y después para beber con ellos.
Durante la larga y clamorosa celebración nadie me mencionó a Nimue, ni yo volví a
preguntar.

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Capítulo IX
Dedicamos otro día entero a descansar en El Arbusto de Acebo. Un grupo regresó
al vado para enterrar a los hombres muertos, y desde allí continuó hasta Camelot con
mensajes del rey. Otro grupo fue enviado a Carlión para avisar de que el rey se
acercaba.
Después, mientras yo descansaba, los jóvenes salieron de caza. Su día de asueto
nos proveyó de una excelente cena, y sus criados y pajes, que vinieron a reunirse con
nosotros aquel día, ayudaron al posadero y a su mujer a cocinarla y a servirla. No
tengo ni idea de dónde durmieron todos aquella noche; sospecho que sacaron fuera
los caballos y que el establo estaba casi tan repleto como la posada. Al día siguiente,
ante el visible pesar de nuestros anfitriones, la comitiva real partió hacia Carlión.
Incluso después de haberse edificado Camelot, Carlión seguía manteniendo su
condición de baluarte occidental de Arturo. Cabalgamos hacia allá en un día de sol y
viento, con los estandartes del Dragón restallando y ondeando en los tejados, y las
calles que subían hasta las puertas de la fortaleza atestadas de gente. Insistí en que
prefería cabalgar embozado en la capa y la capucha, y entre los últimos de la
comitiva en lugar de hacerlo junto al rey. Finalmente Arturo se había resignado a
aceptar mi decisión de no volver a ocupar mi puesto a su lado: nadie puede desdecirse
de una abdicación, y la mía había sido completa. Arturo aún no había aludido a cuál
era la contribución de Nimue en todo aquello, aunque (lo mismo que otros que
también evitaban pronunciar su nombre ante mí) seguramente se habría estado
preguntando hasta qué punto habría conseguido apropiarse de mi poder. Ella más que
nadie tenía que haber «visto» que yo ya no estaba bajo tierra y sí en cambio con el
rey; en realidad, tenía que saber que me había depositado en la tumba estando todavía
vivo…
Pero nadie preguntaba nada y yo no estaba preparado para proporcionar lo que a
mi entender eran las respuestas.
En Carlión me asignaron cámaras reales, próximas a las de Arturo. Dos jóvenes
pajes, mirándome con la más viva curiosidad, me condujeron hasta los aposentos a lo
largo de corredores repletos de sirvientes atareados. Muchos me conocían, y
obviamente todos habían oído alguna versión de la extraña historia; algunos
simplemente apretaban el paso mientras hacían el signo para conjurar algún poderoso
encantamiento, pero otros venían hacia mí con saludos y ofreciéndome su servicio.
Por fin llegamos a mis habitaciones, suntuosos aposentos en los que me esperaba un
chambelán que se mostró un espléndido y completo vestuario enviado por el rey para
que escogiera, así como joyas de los cofres reales. Le decepcioné un poco cuando
dejé de lado los ropajes de oro y plata, el pavonado, el escarlata y el azul celeste y
elegí un cálido traje de lana de color rojo oscuro con un cinto de cuero dorado y unas

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sandalias a juego. Luego se retiró, anunciando:
—Ahora os traigo luz, mi señor, y agua para que podáis lavaros.
Con alguna sorpresa por mi parte, hizo señas a los dos muchachos para que
salieran de la habitación con él y me dejó desatendido.
Ya casi se estaba pasando el momento de encender las luces. Me asomé a la
ventana, donde el cielo se intensificaba lentamente del rojo al púrpura, y me senté a
esperar que los pajes vinieran a prender la lámpara.
No me volví a mirar cuando la puerta se abrió. La claridad mortecina de un candil
se deslizó sigilosamente por la cámara obligando al cielo nocturno a replegarse, a
oscurecerse más allá de las débiles y recién salidas estrellas. El paje rondaba
suavemente por la habitación mientras arrimaba la llama a una lámpara tras otra hasta
que la cámara brilló con luz difusa.
Me sentía cansado tras la cabalgada y, a resultas de ello, algo amodorrado. Ya era
hora de que me animara y me preparase para los festejos de aquella noche. El
muchacho había salido a colocar de nuevo el candil en el soporte de hierro que pendía
de la pared del corredor. La puerta de la cámara estaba entornada.
Me puse en pie.
—Gracias —empecé a decir—. Ahora, si tu diosa…
Me detuve. No era un paje. Era Nimue, que entró velozmente y luego se quedó
con la espalda apoyada en la puerta, observándome. Iba ataviada con una larga túnica
gris bordada de plata; también lucía plata en el cabello, que llevaba suelto y se le
derramaba suavemente sobre los hombres. Tenía la cara pálida y los ojos muy
abiertos y oscuros, y mientras cruzábamos nuestras miradas súbitamente se le
desbordaron las lágrimas.
Entonces cruzó la habitación y al momento me rodeó con sus brazos, y reía y
lloraba y me besaba y las palabras le salían atropelladamente y absolutamente sin
sentido, excepto en una cosa: que estaba vivo y que durante todo aquel tiempo había
estado penando por mí, creyéndome muerto.
—Magia —iba repitiendo con voz maravillada y medio asustada—; esto es
magia, más fuerte que ninguna otra que jamás haya conocido. Y decías que me la
habías entregado toda a mí. Tenía que haberlo imaginado. Ah, Merlín, Merlín…
Todo lo que hubiera pasado, lo que Nimue me hubiese ocultado o lo que la
hubiera cegado ante la realidad, nada de aquello importaba. Me encontré
estrechándola contra mí, con su cabeza apoyada sobre mi pecho y mis mejillas en su
cabello, mientras ella iba repitiendo una y otra vez, como una chiquilla:
—Eres tú. Eres realmente tú. Has vuelto. Es magia. Debes ser aún el mayor
encantador del mundo entero.
—No fue más que la enfermedad, Nimue. Te engañó por completo. No era magia.
Te la regalé toda a ti.

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Levantó la cabeza. Su rostro mostraba una expresión trágica.
—¡Sí, y cómo me la diste! ¡Lo único que deseo por encima de todo es que no
puedas recordarlo! Me dijiste que me enseñarías todo lo que te quedaba por
contarme. Que yo debía edificar mi vida sobre cada detalle de la tuya; que después de
tu muerte yo tenía que ser Merlín… Y tú me estabas abandonando, deslizándote de
mi lado en un sueño… Y yo tenía que hacerlo, ¿no? ¿Forzar a salir de ti lo que
quedara de tu poder, aunque con ello tuviera que llevarme lo que quedara de tu
fortaleza? Lo hice por todos los medios que sabía: te halagué, te lancé improperios, te
amenacé, te suministré cordiales y apelé a tus recuerdos para que me respondieras
una y otra vez, cuando lo que tendría que haber hecho, si hubieras sido otro hombre,
era dejarte morir y marcharte en paz. Y porque eras Merlín, y no otro hombre, te
despertabas en medio de tu sufrimiento y me respondías, y me entregabas todo cuanto
tenías. Y así, minuto a minuto yo te iba debilitando, cuando ahora me parece que
podía haberte salvado. —Deslizó las manos sobre mi pecho y alzó los grises ojos
anegados—. ¿Me dirás la verdad? ¿Lo juras por Dios?
—¿Qué quieres saber?
—¿Te acuerdas de cuando me inclinaba sobre ti y te atormentaba hasta la muerte,
como una araña sorbiendo la vida de una abeja?
Cubrí sus manos con las mías. Miré directamente sus hermosos ojos y mentí:
—Mi querida niña, de todo este tiempo no recuerdo más que palabras de amor, y
que Dios me acogía apaciblemente bajo su protección. Si quieres te lo juraré.
El alivio se pintó en su rostro. Pero todavía negaba con la cabeza, rehusando ser
consolada.
—Pero entonces, ni siquiera todo el poder y conocimiento que me diste pudo
darme a entender que te habíamos enterrado vivo, ni hacerme regresar para sacarte de
allí. Merlín, yo debería haberlo sabido, ¡yo tenía que haberlo sabido! Soñaba una y
otra vez, pero los sueños eran completamente confusos. En una ocasión volví a Bryn
Myrddin, ¿te enteraste? Fui hasta la cueva, pero la puerta seguía aún bloqueada, y
llamé una y otra vez, pero no se oía absolutamente nada…
—¡Calla, calla! —Nimue estaba temblando. La atraje más cerca, incliné la cabeza
y le besé el cabello—. Ya ha pasado. Estoy aquí. Cuando volviste por mí,
seguramente aún estaba en trance. Nimue, todo cuanto sucedió era voluntad del dios.
Si él hubiera querido salvarme de la tumba, te habría hablado. Ahora él ha elegido el
momento de traerme aquí de nuevo, y para ello me libró de ser depositado bajo tierra
o entregado a las llamas. Debes aceptarlo así y darle gracias, lo mismo que yo.
De nuevo se estremeció.
—Eso es lo que quería el Gran Rey. Dijo que deseaba ofrecerte una pira tan alta
como la de un emperador, con el fin de que tu muerte fuera un faro para todos los
seres vivos a lo ancho y a lo largo de la Tierra. Estaba loco de dolor, Merlín. A duras

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penas pude conseguir que me escuchara. Pero le dije que había tenido un sueño, y que
tú mismo habías dicho que deseabas ser depositado en tu propia montaña hueca y que
te dejaran en paz para pasar a formar parte de la tierra que amabas. —Alzó una mano
para limpiar las lágrimas de su rostro—. Y era verdad. Había tenido este sueño, uno
entre muchos. Pero aun así te fallé. ¿Quién hizo lo que debía haber hecho yo y te
ayudó a escapar? ¿Qué sucedió?
—Ven para acá junto al fuego, y te lo contaré. Tienes las manos frías. Ven. Creo
que nos queda algún tiempo antes de que tengamos que ir al comedor.
—El rey nos esperará —aseguró Nimue—. Sabe que estoy aquí. Él mismo me
envió.
—¿De veras? —Pero de momento dejé de lado esta cuestión.
En una esquina de la habitación ardía un brasero frente a un sofá bajo, cubierto de
mantas y pieles. Nos sentamos uno al lado del otro junto al cálido resplandor y, ante
sus apremiantes preguntas, volví a contar mi historia.
Para cuando acabé su aflicción ya se había desvanecido y por sus mejillas se iba
deslizando lentamente un poco de color. Sentada a mi lado, la rodeaba con el brazo
mientras ella estrechaba fuertemente una de mis manos entre las suyas. Mago o
simple mortal, no había en mi mente la menor sombra de duda de que la alegría que
mostraba era tan real como el resplandor del brasero que nos daba calor. El tiempo
había retrocedido. Pero no del todo: mago o simple mortal, podía sentir que aún
quedaba algún secreto.
Entretanto, Nimue escuchaba y profería exclamaciones y me estrechaba,
fuertemente la mano, y después, cuando hube terminado, tomó el relevo en la
narración:
—Te hablé del sueño que tuve. Me dejó intranquila. Incluso empecé a
preguntarme si estabas verdaderamente muerto cuando te dejamos en la cueva. Pero
sobre eso no parecía haber ninguna duda: habías estado tanto tiempo yacente, inmóvil
y, a lo que se veía, sin respirar…, y encima, todos los doctores te declararon muerto.
De manera que al final te dejamos allí. Luego, cuando los sueños me hicieron volver
a la cueva, todo parecía normal. Y después vinieron otros sueños y otras visiones, que
echaron fuera aquel primero y lo hicieron más confuso…
Mientras iba hablando se había apartado de mí, aunque seguía guardando mi
mano entre las suyas. Se echó hacia atrás recostándose en los cojines en el extremo
del sofá y desvió la mirada para fijarla en medio del carboncillo incandescente.
—¿Morgana y el robo de la espada? —insinué.
Me dirigió una rápida mirada.
—¿El rey te lo contó, supongo? Sí. Ya oíste cómo la robaron. Tuve que irme de
Camelot, seguir a Morgana y ocuparme de la devolución de la espada. Incluso en eso
el dios estuvo conmigo. Mientras me encontraba en Rheged llegó hasta allí un

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caballero que venía del sur; había acudido para visitar a la reina y por la noche, en el
comedor de Urbgen, refirió un extraño relato. Era Bandemagus, un pariente de
Morgana y de Arturo. ¿Lo recuerdas?
—Sí. Dos veranos atrás su hijo estuvo enfermo y yo lo traté. Sobrevivió, pero le
quedó una inflamación en los ojos.
—Le diste un ungüento —acompañaba sus palabras de gestos afirmativos con la
cabeza—, y le dijiste que volviera a usarlo si se repetían los problemas en los ojos. Le
dijiste que estaba preparado con una hierba que tenías en Bryn Myrddin.
—Sí. Era una variedad de salvia silvestre que me traje de Italia. Tenía unas
reservas en Bryn Myrddin. Pero ¿cómo pensaba conseguirla?
—Pensó que querías decir que crecía allí. Tal vez creyó que habías plantado un
jardín como el que teníamos en Applegarth. Por supuesto, él sabía que estabas
enterrado allí, en la colina. Ante nosotros no quiso admitir que tuviera miedo, pero
creo que lo tuvo. Bueno, nos describió lo que le había pasado, cómo cabalgó por la
cima de la colina y oyó música que parecía salir de la tierra. Pero entonces el caballo
se le desbocó espantado y él no se atrevió a regresar. Confesó que no se lo había
contado a nadie porque le avergonzaba su huida a escape y temía que se rieran de él;
pero dijo que luego, justo antes de marchar para el norte, oyó algo que contaban en
Maridunum sobre un sujeto que te había visto y había hablado con tu fantasma…
Bueno, ya sabes quién era, el ladrón de tumbas. Tomando ambas narraciones y
juntándolas con mis persistentes sueños, los datos hablaban por sí solos: estabas vivo
y en la cueva. Aquella misma noche me habría ido a Luguvallium, pero sucedió algo
más que me obligó a quedarme.
Me lanzó una rápida mirada, como si esperase verme asentir, sabiendo ya lo que
venía a continuación. Pero le dije, simplemente:
—¿Sí?
Advertí el mismo destello de sorpresa que se había hecho patente en Arturo; se
mordió el labio y aclaró:
—Llegó Morcadés, con los chiquillos. Los cinco. Como puedes adivinar, yo no
era una huésped demasiado grata, pero Urbgen era la cortesía personificada y
Morgana estaba asustada por lo que había hecho y casi no se separaba de mí. Creo
que pensaba que mientras yo estuviera allí Urbgen no descargaría su cólera sobre
ella. Y, claro está, supongo que esperaba que intercediera en su favor ante Arturo.
Pero Morcadés… —Alzó los hombros como si tuviera frío.
—¿La viste?
—Sólo un momento. Yo no podía quedarme allí estando ella. Me despedí,
dejándoles con la idea de que me iba al sur, pero me quedé en Luguvallium. Envié
secretamente a mi paje a hablar con Bandemagus, y éste acudió a verme adonde yo
me alojaba. Es un buen hombre y te debe la vida de su hijo. No le conté que creía que

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aún estabas vivo. No le dije más que Morcadés había sido tu enemiga y la causa de tu
ruina con su ponzoña, y que Morgana había mostrado también ser una bruja, y
enemiga del rey. Le rogué que si podía las espiara en sus conciliábulos y me
mantuviera informada. Puedes estar seguro de que yo ya había intentado penetrar en
la mente de Morcadés, pero había fracasado. La única esperanza que me quedaba es
que tal vez las dos hermanas hablaran entre ellas y a partir de aquí yo pudiera
averiguar algo sobre la droga que se te había suministrado. Si mi sueño era veraz y tú
aún vivías, este conocimiento podría ayudarme todavía a salvarte. Si no, tendría más
evidencias para ofrecer al rey y procurar la muerte de Morcadés. —Llevó mi mano
hasta su mejilla. Tenía la mirada sombría—. Estaba allí sentada en mis habitaciones
esperando que él regresara y sabiendo todo el tiempo que tú podías estar muriendo,
solo en la tumba. Intentaba llegar hasta ti, o al menos verte, pero cada vez que trataba
de acercarme a ti, a la colina o a la tumba, aparecía una luz que cruzaba por medio de
la visión y la arrojaba a un lado, y en su lugar, descendiendo por la luz, flotaba un
grial, difuso como la luna semioculta entre las nubes de tormenta o la niebla.
Entonces desaparecía, y el dolor y el sentimiento de pérdida se abrían camino a través
del sueño hasta que me despertaba, aturdida y llorando por el dolor de ausencia y la
tristeza, para volver a soñar otra vez.
—¿Así que recibiste un aviso sobre esto? Pobre criatura mía, abandonada para
preservar semejante tesoro… ¿Te advirtió Bandemagus de que Morcadés estaba
enterada y se propuso robarlo?
—¿Qué? —Me miró sin comprender—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué tenía que ver
Morcadés con el grial? Nada más con que lo mirase, el propio dios se habría
ensuciado. ¿Cómo iba ella a saber dónde encontrarlo?
—No lo sé. Pero se lo llevó. Me lo dijo alguien que la vio.
—Entonces te mintieron —afirmó rotundamente Nimue—. Me lo llevé yo.
—¿Fuiste tú quien se llevó el tesoro de Macsen?
—Efectivamente. —Se levantó, radiante de entusiasmo. En sus ojos se reflejaron
dos pequeñas brasas, brillantes y resplandecientes. Los abiertos ojos grises, con los
puntitos rojos de luz, parecían de gato, o de bruja—. Tú mismo me dijiste dónde
estaba enterrado, ¿te acuerdas? ¿O estabas ya perdido entre tus propias brumas,
querido?
—Me acuerdo.
—Me habías dicho que el poder era un amo muy duro. Y ésta ha sido una de las
cosas más duras que he tenido que hacer: ir a Segontium en lugar de viajar al sur para
volver a Bryn Myrddin. Pero en definitiva yo sabía que estaba obligada a hacerlo, de
modo que fui allá. Me llevé a dos de mis criados, dos hombres de confianza, y
encontré el lugar. Había cambiado. El santuario había desaparecido bajo un
deslizamiento de tierras, pero seguí las indicaciones que me habías dado y cavamos

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allí. Podía habernos llevado mucho tiempo, pero tuvimos una ayuda.
—De un sucio pastorcillo que sosteniendo una vara de avellano sobre la tierra
pudo indicarte dónde estaba oculto el tesoro.
Los ojos le bailaban.
—¿Y por qué me tomo la molestia de explicarte lo que pasó? Sí. Vino, nos lo
mostró, cavamos allá abajo y sacamos la caja. Subí entonces a la fortaleza y hablé
con el comandante. Aquella noche dormí allí, con una guardia junto a mi habitación.
Y durante la noche, mientras estaba acostada en la cama con aquella caja al lado, las
visiones acudieron en tropel. Supe que estabas vivo y libre, y que pronto estarías
junto al rey. De manera que por la mañana pedí una escolta para llevar el tesoro al sur
y nos pusimos de camino hacia Carlión.
—Y no me encontraste por el margen de dos días.
—¿No te encontré? ¿Dónde?
—¿Imaginas que al chiquillo que cuidaba ovejas lo «vi» a través del fuego? No.
Estuve allí. —Le conté a grandes rasgos mi estancia en Segontium y mi visita al
santuario desaparecido—. Así que cuando el muchacho me habló de ti y de tus dos
criados, como un necio di por supuesto que se trataba de Morcadas. No me describió
a la mujer; tan sólo me dijo que ella… —Me detuve y la miré, levantando las cejas—.
Dijo que era una reina y que los criados llevaban emblemas reales. Ésta es la razón
que me hizo pensar que…
Me callé. De pronto ella había apretado la mano con que sostenía la mía. La risa
se había extinguido en sus ojos: me miraba fijamente, con una extraña mezcla de
súplica y terror. No me hacía falta la Visión para adivinar qué parte de la historia no
me había contado, ni por qué Arturo y los demás habían evitado hablarme de ella.
Niniana no había usurpado mi poder ni había intentado nada para destruirme; todo lo
que había hecho, una vez desaparecido el viejo encantador, era llevar a un hombre
joven a su lecho.
Parecía como si yo hubiera estado esperando este momento desde hacía mucho
tiempo. Sonreí y le pregunté con suavidad:
—¿Quién es, ese rey tuyo?
Sus mejillas enrojecieron inmediatamente. Vi las lágrimas que volvían a punzarle
los ojos.
—Tenía que habértelo explicado enseguida. Me dijeron que no te lo habían
contado. Merlín, no me atrevía.
—No te pongas así, querida. Lo hecho, hecho está, y no podemos beber dos veces
el mismo trago de elixir. Si yo hubiera sido aún la mitad de mago, debiera haberlo
sabido hace tiempo. ¿Quién es?
—Pellehan.
Le conocía. Era un joven príncipe, apuesto y amable, al que rondaba una especie

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de alegría que ayudaría a contrarrestar el pesimismo obsesivo que a veces envolvía a
Nimue. Le hablé de él ponderativamente y al cabo de un momento ya estaba más
tranquila, y con creciente naturalidad empezó a explicarme cosas sobre su
matrimonio.
La escuchaba, la observaba y tuve ahora ocasión de notar los cambios que se
habían producido en ella; cambios que juzgué debidos al poder que había tenido que
asumir tan drásticamente. Mi delicada Niniana había desaparecido entre las brumas
conmigo. Quedaba un rastro de ella en esta Nimue que antes no existía, algo
calladamente formidable, una especie de afiliada brillantez, como el filo de un arma.
Y en su voz a veces sonaba el sutil eco de los tonos más profundos que usa el dios
cuando, con autoridad y poder, desciende al habla de los mortales.
Estos atributos antaño fueron míos. Pero, aceptándolos, nunca tomé amantes. De
pronto me di cuenta de que, por consideración a Pellehan, estaba deseando que fuera
un joven de carácter.
—Sí —dijo Nimue—; lo es.
Dejé de lado mis pensamientos. Ella me estaba mirando, con la cabeza ladeada y
los ojos nuevamente iluminados por la risa.
Me reí con ella y le tendí los brazos. Se metió entre ellos y me ofreció los labios.
Los besé, primero con pasión, luego con amor y luego la dejé marchar.

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Capítulo X
Navidad en Carlión. Las escenas se agolpan en mi recuerdo: sol, nieve y
antorchas, abundancia de juventud y risas, de valor y contento, y tiempo rescatado del
olvido. No tengo más que cerrar los ojos; no, ni siquiera eso. Sólo con mirar al fuego
están aquí, conmigo, absolutamente todos ellos.
Nimue, trayendo con ella a Pellehan, que a mí me trataba con deferencia y a ella
con amor, pero que era rey y hombre.
—Nimue pertenece al rey, y en segundo lugar a mí —me decía—. Y yo…, bueno,
pues lo mismo, ¿no? Era de él antes que de ella. ¿Quién de nosotros, a la vista de
Dios y del Rey, se pertenece nunca a sí mismo?
Beduier encontróse conmigo un atardecer junto al río que, con caudal crecido y
tono gris pizarroso, se deslizaba entre sus riberas invernales. Una bandada de cisnes
estaba picoteando en el limo al borde del agua entre los carrizos. La nieve empezaba
a caer, en copos pequeños y ligeros que flotaban como plumón de cisne en el aire
inmóvil.
—Me han dicho que habías salido hacia aquí. Vengo a buscarte. El rey te espera.
¿Quieres que vayamos ahora? Hace frío y aún hará más. —Luego, mientras
andábamos juntos de regreso, prosiguió—: Hay noticias de Morcadés. La han
mandado al norte, al convento de Caer Eidyn, en Leonís. Tydwal se ocupará de
mantenerla allí bien sujeta. Y se comenta que a la reina Morgana la enviarán a
reunirse con ella. Dicen que al rey Urbgen se le hace difícil perdonarla por su intento
de embrollarlo en una traición, y que teme que si la mantiene a su lado la mancha
penderá sobre él y sus hijos. Además, Accalón y ella eran amantes. Por esto se
rumorea que Urbgen la mandará lejos. Ha remitido un despacho a Arturo solicitando
su permiso. Que obtendrá, por otra parte. Creo que Arturo se sentirá más a gusto con
sus dos amantísimas hermanas encerradas en lugar seguro y a buena distancia. Fue
una sugerencia de Nimue. —Se rió, mirándome de reojo—. Perdona, Merlín, pero
ahora que los enemigos del rey son mujeres, quizás es mejor que disponga
precisamente de una mujer para que se ocupe de ellas. Y si quieres saber más, te diré
que estarás mejor lejos de todo esto…
Ginebra, sentada junto al telar una mañana luminosa, con el sol en la nieve al
exterior y un pájaro enjaulado en el alféizar cantando a su lado. Sus manos
permanecían ociosas entre las hebras de colores mientras había vuelto la adorable
cabeza para contemplar a los niños que jugaban abajo, junto al foso.
—Podrían ser mis propios hijos —comentó. Pero yo veía que su mirada no seguía
las brillantes cabezas de los chiquillos de Lot sino sólo al muchacho moreno,
Mordred, que se mantenía algo apartado de los demás, observándolos no como un
bastardo miraría a sus hermanos más favorecidos sino como un príncipe podría

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hacerlo con sus súbditos.
El mismo Mordred. Nunca hablé con él. La mayor parte de los muchachos
permanecía en el ala del palacio destinada a los niños o al cuidado del maestro de
armas o de quienes se encargaran de su formación. Pero una tarde, en un día oscuro
que parecía adelantar el crepúsculo me encontré con él que permanecía junto al arco
de un pórtico del jardín como si estuviera esperando a alguien. Me detuve,
preguntándome cómo saludarle y qué recibimiento iba a darle él a un enemigo de su
madre, cuando vi que volvía la cabeza y empezaba a andar en aquella dirección.
Arturo y Ginebra venían juntos por entre las rosas marchitas del jardín y salieron por
la arcada. Estaba demasiado lejos de mí para poder oír lo que decían, pero vi que la
reina sonreía y tendía una mano, y el rey hablaba con una expresión amable. Mordred
les respondió y luego, obediente a un gesto de Arturo, siguió con ellos, andando entre
los dos.
Y por último, Arturo, una tarde en la cámara privada del rey, cuando Nimue trajo
la caja para mostrarle el tesoro de Segontium.
Estaba depositada sobre la gran mesa de mármol que había sido de mi padre. Era
de metal y pesada, y la tapa presentaba marcas y abolladuras por el peso de todo lo
que le fue cayendo encima a medida que el santuario se desmoronaba hasta
convertirse en ruinas. El rey intentaba abrirla. De momento se le resistía, pero de
pronto se levantó, ligera como la hoja de un árbol.
Dentro estaban todos los objetos justo tal como yo los recordaba. Envolturas de
lienzo medio descompuesto y, lanzando destellos a través de él, la punta de una lanza.
Al sacarla, Arturo probó el filo con el pulgar, un gesto tan natural como el respirar.
—Para adorno, supongo —dijo, frotando con la mano los rubíes que la rodeaban
y dejándola luego a un lado. Luego sacó un plato llano, de oro y con el borde
incrustado de piedras preciosas. Y por fin, entre un revoltijo de lino grisáceo
convertido casi en polvo, apareció el tazón.
Era el tipo de cuenco que a veces llaman caldera —o grial, al estilo de los griegos
—, ancho y profundo. Era de oro y, por la manera como lo manejaban, muy pesado.
Había unos grabados especiales en torno a la parte exterior de la copa y en el pie. Las
dos asas figuraban unas alas de pájaro. Fuera de la zona en que se posarían los labios
para beber, rodeaba la copa una franja con esmeraldas y zafiros. Arturo se volvió y
me la tendió, sosteniéndola con ambas manos.
—Tómala y fíjate. Es la cosa más preciosa que he visto jamás.
Negué con la cabeza.
—No me corresponde tocarla.
—Ni a mí —dijo Nimue.
Miró todavía un momento el grial y luego lo devolvió a la caja con la lanza y el
plato, envolviendo cuidadosamente los objetos por separado en el lienzo que, de tan

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desgastado, era fino como un velo.
—¿Y ni siquiera me vas a decir dónde guardar tan esplendoroso tesoro, o qué
debo hacer con él?
Nimue me dirigió una mirada y permaneció silenciosa. Cuando hablé no fue más
que un leve eco de lo que había dicho ya mucho tiempo atrás:
—Tampoco te corresponde a ti, Arturo. No te hace falta. Tú mismo serás el grial
para tu pueblo, que beberá de ti y se sentirá saciado. Nunca debes fallarles, ni dejarles
nunca del todo. Tú no necesitas el grial. Déjalo para los que vengan después.
—Pues si no es ni para mí ni para vosotros —decidió Arturo—, Nimue tiene que
tomarlo y ocultarlo con sus encantamientos, de manera que no pueda ser encontrado
por nadie más que por quien sea digno de ello.
—Así será —respondió Nimue, y cerró la tapa del tesoro.

Después amaneció otro frío año, que lentamente nos fue llevando hasta la
primavera. Volví a casa a finales de abril, con el viento cada vez más cálido, las crías
de los corderos balando en las montañas y los amentos vibrando amarillos en los
sotos.
La cueva volvía a estar barrida y caldeada, un lugar para vivir, y había comida,
con pan fresco, una jarra de leche y un tarro de miel. Fuera, junto a la fuente, había
ofrendas dejadas por gentes que yo conocía, y todas mis pertenencias, con mis libros
y medicinas, los instrumentos y el arpa grande de pie, me las habían traído desde
Applegarth.
Mi regreso a la vida había resultado más fácil de lo que imaginara. Al parecer,
para los sencillos aldeanos —y desde luego para los habitantes de las partes más
remotas de Bretaña— el relato de mi regreso desde la muerte se aceptó no como la
pura verdad sino como una leyenda. El Merlín que ellos conocieron y temieron había
muerto; había un Merlín que vivía en la «cueva sagrada» ocupado en la magia menor,
pero sólo un fantasma, aunque así fuera, del encantador que habían conocido. Tal vez
pensaran que yo, como tantos falsarios del pasado, era algún oscuro mago que
meramente pretendía la reputación de Merlín y su puesto. En la corte, las ciudades y
las grandes poblaciones de la Tierra, las gentes se dirigían ahora a Nimue cuando
buscaban poder y ayuda. Los aldeanos locales acudían a mí para que pusiera remedio
a sus heridas y a sus dolencias; Ban, el pastor, me traía los corderos enfermos, y los
niños del pueblo sus cachorros domésticos.
Así iba transcurriendo el año, pero tan sin sentir que parecía sólo como el
atardecer de un día tranquilo. Los días eran excelentes, reposados y agradables. No
había reclamos de poder ni fuertes vendavales de los que todo lo arrasan, ni pena en
el corazón ni aguijonazos de la carne. Los grandes acontecimientos del reino parecían
no inquietarme ya. Ni ansiaba noticias ni las pedía, pues si tal ocasión llegaba me las

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traía el propio rey. Al igual que Arturo cuando muchacho subía corriendo a verme al
santuario del Bosque Salvaje y echaba a mis pies todo lo que hacía diariamente, lo
mismo hizo el Gran Rey de Bretaña: me traía todas sus hazañas, sus problemas e
inquietudes, y los desplegaba allí, en el suelo de la cueva y al amor de la lumbre, y
hablaba de ellos conmigo. Lo que yo hacía por él, lo ignoro; pero siempre, después
que se marchara, me descubría a mí mismo sentado, sin fuerzas y silencioso, en la
inmovilidad de la satisfacción consumada.
El dios, que era Dios, había licenciado a su siervo y le estaba dejando irse en paz.

Un día saqué el arpa pequeña y me dispuse a componer unos versos nuevos para
una canción cantada muchos años atrás.

Descansa aquí, encantador, mientras el fuego se apaga.


En un suspiro, en un parpadeo,
verás los sueños;
la espada y el joven rey,
el caballo blanco y el agua que corre,
la lámpara encendida y el muchacho que sonríe.

¡Sueños, sueños, encantador!


Se van con el eco del arpa cuando las cuerdas
enmudecen; con la sombra de las llamas cuando el fuego
se apaga. Guarda silencio, y escucha.

A lo lejos en el aire tenebroso


sopla el vendaval, sube
rápida la marea, desborda el río de orillas despejadas.
Escucha, encantador, oye
a través del aire tenebroso y el aire que susurra
la música…

Tuve que dejar la canción en ese punto porque se rompió una cuerda. Él me
prometió traerme otras nuevas la próxima vez que venga.

Volvió ayer. Me dijo que algo le había reclamado abajo, en Carlión, y que lo
aprovechaba para subir hasta aquí cabalgando, sólo para una hora. Cuando le
pregunté qué era lo que le traía a Carlión desvió el tema, y hasta me pregunté si no
habría hecho el viaje simplemente para verme —luego lo descarté por absurdo—. Me

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trajo regalos —nunca venía con las manos vacías—: vino, una cesta de manjares
preparados en su cocina, las cuerdas para el arpa prometidas y una manta de suave
lana nueva, tejida según me dijo por las propias doncellas de la reina. Lo transportaba
todo él, como si fuera un criado, y él mismo lo guardó todo en su lugar. Parecía estar
de buen ánimo. Me contó acerca de un hombre joven que acababa de llegar a la corte,
un noble guerrero que era primo de Marco de Cornualles. Luego me habló de una
reunión que estaba planeando con el «rey» sajón Cerdic, sucesor de Eosa. Hablamos
hasta que oscureció y su escolta subió en su busca, cascabeleando por el sendero del
valle.
Entonces se levantó, ágilmente, y se detuvo un momento a darme un beso, como
ahora solía hacer siempre cuando se iba. Habitualmente cuando él salía me hacía
quedar dentro, junto al fuego, pero esta vez me levanté, le seguí hasta la entrada de la
cueva y me quedé allí esperando para verle marchar. Tenía la luz a mi espalda, y mi
sombra larga y delgada se estiraba como la alta sombra de antaño, a través del
pequeño prado y casi hasta el bosquecillo de espinos bajo el peñasco donde la escolta
aguardaba.
Era casi de noche, pero más allá de Maridunum, al oeste, una persistente banda de
luz mostraba los residuos del ocaso. Arrojó un destello sobre el río que rodeaba los
muros del palacio donde yo nací y rozó con una chispa de rubí el distante mar. Al
alcance de la mano, los árboles estaban desnudos con el invierno y el suelo crujía con
las primeras heladas. Arturo se alejaba a grandes pasos sobre la hierba dejando
huellas de fantasma en la escarcha. Alcanzó el punto desde donde el sendero
descendía hasta el bosquecillo y se volvió a medias. Le vi levantar una mano.
—Espérame. —Siempre era la misma despedida—. Espérame. Volveré.
Y, como siempre, le di la misma contestación:
—¿Y qué otra cosa tengo que hacer, si no esperarte? Aquí estaré cuando vuelvas.
El ruido de los caballos disminuyó, se apagó gradualmente, desapareció. El
silencio del invierno regresó al valle. La oscuridad iba bajando.
Un soplo de la noche se deslizó como un suspiro a través de los árboles colmados
de carámbanos. A su paso, débilmente, no como un sonido sino como el fantasma de
un sonido, llegó un tenue y dulce canto del aire. Alcé la cabeza recordando una vez
más al niño que de noche había estado escuchando para oír la música de las estrellas
pero nunca la había oído. Ahora la tenía aquí, envolviéndome, una dulce e incorpórea
música, como si la propia montaña fuera un arpa para el aire de las alturas.
Había caído la noche. El fuego a mi espalda se consumía, y mi sombra se
desvanecía. Yo aún permanecía escuchando, bajo el sosiego de un enorme contento.
El cielo, que con la noche aumentaba su peso, estaba más cerca de la tierra. El tenue
brillo del mar lejano se movía, luz seguida de sombra, como el lento arco de una
espada que se desliza enfundándose en su vaina, o una embarcación que va

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disminuyendo bajo la vela al otro lado del agua distante.
La oscuridad era completa. La quietud también. Un estremecimiento me recorrió
la piel, como el frío contacto de un cristal.
Dejé la noche, con sus remotas y cantarinas estrellas, y entré junto al vivo calor
del fuego, la silla en la que me sentaba y el arpa desencordada.

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La leyenda
Cuando el rey Úter Pandragón yacía en su lecho de muerte, Merlín se le acercó en
presencia de todos los nobles y le hizo reconocer a su hijo Arturo como el nuevo rey.
Así lo hizo, y después murió y fue enterrado junto a su hermano Aurelio Ambrosio en
la Danza de los Gigantes.
Después Merlín había forjado una gran espada, y mediante su arte de magia la
clavó en una gran piedra que tenía forma de altar. Sobre la espada había unas letras de
oro que decían: «Aquel que saque esta espada de esta piedra es rey de toda Inglaterra
por derecho de nacimiento». Cuando finalmente todos los hombres hubieron visto
que sólo Arturo era capaz de extraer la espada de la piedra, el pueblo pregonó:
«Arturo tiene que ser nuestro rey, no vamos a impedirlo porque todos vemos que la
voluntad de Dios es que sea nuestro rey, y al que se oponga le mataremos». De este
modo Arturo fue aceptado por el pueblo, nobles y plebeyos, y elevado a la dignidad
real. Cuando fue coronado, nombró a sir Keu senescal de Inglaterra y sir Ulfino fue
convertido en su chambelán.
Tras esto hubo muchos años de guerras y batallas, pero entonces llegó Merlín en
un gran caballo negro y le dijo a Arturo: «¿De veras has hecho todo esto? ¿No has
hecho bastante? Ha llegado el momento de decir ¡Alto! Y por lo tanto, retírate a tus
aposentos y descansa lo antes que puedas, y recompensa a tus excelentes caballeros
con oro y con plata, porque te han servido convenientemente». «Bien has hablado —
dijo Arturo—, y así como has aconsejado, así será hecho». Entonces Merlín se
despidió de Arturo y viajó para ver a su maestro Blaise, que tenía su morada en
Northumberland. Y de esta manera Blaise puso por escrito las batallas palabra por
palabra tal como Merlín se las refirió.
Más tarde el rey Arturo le dijo un día a Merlín: «Mis barones no me dan reposo,
sino que yo necesito tomar esposa». «Bien está que tomes esposa —respondió Merlín
—. Ahora bien ¿hay alguna dama que ames más que a otras?». «Sí —dijo el rey
Arturo—. Amo a Ginebra, la hija del rey Leodagán, del país de Carmelida, que tiene
en su casa la Mesa Redonda que me contaste que le había dado mi padre Úter».
Entonces Merlín advirtió a Arturo que no era saludable para él tomar a Ginebra por
esposa, y le advirtió que Lanzarote la amaría, y otro tanto ella a él. Pese a todo el rey
decidió desposar a Ginebra, y envió a sir Lanzarote, el jefe de sus caballeros y su
amigo de confianza, que fuera a buscarla para traerla a casa.
Durante aquel viaje la profecía de Merlín vino a realizarse, y Lanzarote y Ginebra
se enamoraron el uno del otro. Pero se sintieron impotentes para dar cumplimiento a
su amor, y a su debido tiempo Ginebra se casó con el rey. Su padre, el rey Leodagán,
entregó la Mesa Redonda a Arturo como regalo de bodas.
Entretanto Morcadés, media hermana de Arturo, dio a luz a su hijo bastardo

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habido con el rey. Su nombre era Mordred. Merlín había profetizado que un gran
peligro le acaecería a Arturo y a su reino a través de este niño, así que cuando el rey
supo de su nacimiento mandó que buscaran a todos los niños nacidos el primero de
mayo y los pusieran en un barco y lo dejaran a la deriva. Algunos tenían cuatro
semanas, algunos menos. Fortuitamente el barco se golpeó contra una roca donde
había un castillo. La nave quedó destruida, y todos los que iban en ella murieron
excepto Mordred, que fue encontrado por un buen hombre y criado hasta que cumplió
catorce años, momento en que fue entregado al rey.
Inmediatamente después de la boda de Arturo y Ginebra el rey tuvo que dejar la
corte, y en su ausencia el rey Meleagant (Melvas) se llevó a la reina hasta su reino,
del cual, según decían, ningún viajero regresaba jamás. El único medio para entrar en
la prisión rodeada de fosos era por dos peligrosas sendas. La una se llama «el puente
de agua», porque el puente estaba sumergido bajo el agua, invisible y muy estrecho.
El otro puente era mucho más peligroso y nunca había sido cruzado por hombre
alguno, formado como estaba por una afilada espada. Nadie osó llegar hasta ella
excepto Lanzarote, que emprendió su camino a través de un país desconocido hasta
que llegó cerca del refugio que Meleagant había hecho edificar para la reina.
Entonces cruzó el puente de la espada y sufrió por ello graves heridas, pero rescató a
la reina y más tarde, en presencia del rey Arturo y de la corte, luchó con Meleagant y
le mató.
Entonces aconteció que Merlín empezó a chochear con una de las jóvenes damas
del lago llamada Nimue y nunca le daba reposo pues siempre quería estar con ella.
Merlín advirtió al rey Arturo que ya no iba a permanecer mucho más tiempo en el
mundo, pero en consideración a todo su arte quería que lo depositaran vivo en el
interior de la tierra; también le advirtió que mantuviera su espada con la vaina a buen
recaudo, pues le sería robada por una mujer que gozaba de toda su confianza. «Vaya
—dijo el rey—, si sabes lo que va a sucederte, ¿por qué no lo cambias mediante tus
artes de magia y lo evitas?». «No puede ser —dijo Merlín—. Está ordenado que tú
tendrás una muerte honorable y yo una muerte vergonzosa». Poco después de que
esto sucediera, partió Nimue, la doncella del Lago, y adondequiera que fuese Merlín
la seguía. Cruzaron el mar hasta el país de Benoic, en la Pequeña Bretaña, en donde
Ban era el rey y Elena su mujer, con quien había tenido al joven hijo llamado Galaad
(Lanzarote del Lago). Merlín profetizó que un día Galaad sería el hombre de mayor
excelencia en el mundo. Tras esto Nimue y Merlín abandonaron Benoic y se fueron a
Cornualles. Y la dama tenía miedo de él porque era hijo del diablo y no sabía cómo
apartarlo de su lado. Sucedió entonces que Merlín le mostró una cueva en un
peñasco, que podía cerrarse completamente con una enorme piedra. En aquel
momento, con artes sutiles ella hizo que Merlín entrara bajo la piedra para que le
mostrara la magia que había allí dentro, pero a continuación obró un encantamiento

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sobre él para que nunca más pudiera volver a salir. Y Nimue se marchó y le dejó allí,
en la cueva.
Y más tarde un caballero llamado Bandemagus, primo del rey, salió de la corte
buscando una rama de una hierba sagrada que tenía virtudes curativas. Sucedió que
pasó cabalgando junto a la roca en la que la Dama del Lago había dejado a Merlín
bajo la piedra, y allí le oyó lamentarse. Sir Bandemagus hubiera querido ayudarle,
pero cuando llegó hasta la piedra para quitarla era tan pesada que cien hombres no
habrían podido moverla. Cuando Merlín supo que estaba allí le explicó cómo ahorrar
esfuerzos, pero todo fue en vano. De manera que Bandemagus se fue y le dejó allí.
Entretanto acaeció lo que Merlín había predicho y el hada Morgana, hermana de
Arturo, había robado la espada Escalibor y su vaina. Las entregó a sir Accalón para
que con ellas peleara contra el propio rey. Y cuando el rey estaba armado para el
combate fue allá una doncella del hada Morgana y le trajo a Arturo una espada como
Escalibor, envainada, y él le dio las gracias. Pero fue desleal porque la espada con su
vaina era una copia y era frágil. Entonces hubo una lucha entre el rey Arturo y
Accalón. La Dama del Lago acudió a la lucha pues sabía que el hada Morgana quería
mal al rey y ella deseaba protegerlo. Al rey Arturo la espada se le quebró en la mano,
y tuvo que pelear muy duramente antes de que pudiera quitarle su propia espada
Escalibor a sir Accalón y derrotarle. Entonces Accalón confesó la traición del hada
Morgana, la mujer del rey Urién, y el rey otorgó su clemencia a Accalón.
Y después de todo esto la Dama del Lago se convirtió en amiga y guardiana del
rey Arturo en sustitución de Merlín el encantador.

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Notas de la autora
Según la leyenda, cuya fuente más importante es Morte d’Arthur de Malory[4],
Merlín permaneció sólo poco tiempo sobre la Tierra después de que Arturo fuera
coronado. El período de batallas y torneos que sigue a la coronación seguramente
puede interpretarse como una representación de las verdaderas batallas libradas por el
Arturo histórico. Todo lo que sabemos de Arturo el Soldado, el verdadero caudillo
guerrero (dux bellorum), es que capitaneó doce importantes batallas antes de poder
considerar que Gran Bretaña estaba libre del enemigo sajón, y que finalmente murió,
y Mordred con él, en la batalla de Camlann. En relato de las doce batallas que más se
cita es el que aparece en la Historia Brittonum escrita por el monje galés Nennius en
el siglo IX.
A la sazón Arturo luchó contra ellos junto con los reyes de los britanos, aunque el
caudillo era él. La primera batalla tuvo lugar en la desembocadura del río llamado
Glein. Las segunda, tercera, cuarta y quinta en otro río llamado Dubglas y que está en
la región de Linnuis. La sexta batalla tuvo lugar en el río llamado Bassas. La séptima
fue una batalla en el bosque de Celidon, esto es, Cat Coit Celidon. La octava fue la
batalla del castillo de Guinnion, en la que Arturo llevaba sobre los hombros la imagen
de Santa María siempre Virgen, y los paganos aquel día fueron puestos en fuga y
hubo una gran matanza de ellos por el poder de Nuestro Señor Jesucristo y por el de
la Virgen Santa María, su madre. La novena batalla se libró en la Ciudad de las
Legiones. La décima batalla se libró en el río llamado Tribuit. La undécima ocurrió
en la montaña llamada Agnet. La duodécima fue la batalla del Monte Badón, en la
que en un día a una arremetida de Arturo cayeron juntos novecientos sesenta
hombres, y ni uno solo de los que derribó pudo salvarse. Y en todas las batallas
resultó vencedor.
Solamente dos de estas batallas pueden situarse con bastante seguridad: la del
Bosque Caledoniano —el Viejo Bosque Caledoniano que se extendía hacia el sur
desde Strathclyde hasta el moderno Lake District— y la de la Ciudad de las Legiones,
que tanto puede ser Chester como Carlión. Yo me he contentado con partir de los
propios emplazamientos que da Nennius y con identificar sólo otro más, la batalla del
río Tribuit. Se ha sugerido que éste pueda ser el nombre primitivo del río Ribble. Hay
un punto en que la antigua calzada romana cruza el Ribble y sube hacia el Aire Gap
(el Desfiladero Penino). Se llama Nappa o Nappay Ford (Vado de Nappa), y la
tradición local recuerda que en ese lugar hubo una batalla. El campamento en sus
proximidades, que yo he llamado «Tribuit», estaba en Long Preston; los otros dos
destacamentos en el Desfiladero eran por supuesto Elslack e Ilkley. También he
aprovechado una tradición que dice que Arturo guerreó en High Rochester
(Bremenium), en los Cheviot. Aparte de estos dos «emplazamientos de batallas», no

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he insertado en el mapa ninguno más.

ALGUNAS NOTAS BREVES MÁS

Blaise. Según Malory, Blaise «puso por escrito las batallas de Arturo palabras por
palabra», una crónica que si existió ha desaparecido totalmente. Me he tomado la
libertad de suponer un agente destructor en la persona de Gildas, el hijo menor de
Caw de Strathclyde y hermano de Heuil. Éstos fueron personajes históricos. Se ha
dicho que Arturo y Heuil se odiaban. El monje Gildas, al escribir en torno al 540
después de Cristo, se refiere a la victoria del «Monte Badón» (Mons Badonius) pero
sin mencionar a Arturo por su nombre. Esto ha sido interpretado como un signo
cuando menos de desaprobación de un caudillo que no se había mostrado amistoso
para con la Iglesia.

La enfermedad de Merlín. El episodio en el Bosque Salvaje está tomado del


relato de la locura de Merlín que se cuenta en la Vita Merlini, un poema latino del
siglo XII comúnmente atribuido a Geoffrey de Monmouth. En parte es una nueva
versión de «Lailoken», un cuento céltico anterior, sobre un loco que vagaba por el
Bosque Caledoniano. Merlín-Lailoken asiste a la batalla de Arfderydd (la moderna
Arthuret, cerca de Carlisle), en la que cae muerto su amigo, el rey. Enloquecido de
dolor, huye al interior del bosque, donde sobrevive a duras penas llevando una mísera
existencia.

En The Black Book of Carmarthem[5] hay dos poemas que se le atribuyen. En


uno describe el manzano que le resguarda y le alimenta en el bosque; en el otro se
dirige el lechoncillo que es su único compañero.

Las dos Ginebras (Genever y Guinevere). La tradición afirma que Arturo tuvo
dos mujeres con el mismo nombre, o incluso tres —aunque esto último quizás sea
una conveniencia poética en torno al número—. El rapto de Ginebra por Meleagant
(o Melvas) aparece en la novela medieval Lancelot de Chrétien de Troyes. En la
narración de Chrétien, Lancelot tiene que cruzar el Puente de la Espada que conduce
a la montaña hueca del País de las Hadas. Se trata de una versión de la antigua
invención fantástica que encontramos en los relatos de Dis y Perséfone o de Orfeo y
Eurídice.
En las leyendas medievales es habitual que de vez en cuando Ginebra sea víctima
de raptos, de la misma manera que es habitual que sea Lanzarote quien la rescate. Un
lector moderno puede advertir cómo proliferan los relatos en torno al tema de «la
reina reiteradamente raptada». Los cantores medievales encontraron en «el rey Arturo

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y su corte» una rica fuente de inspiración, y andando el tiempo vinieron a enlazar una
larga serie de narraciones en torno a las figuras centrales, de la misma manera que
hoy enlazan sus series los guionistas de televisión. En las leyendas, Arturo se
desdibuja gradualmente y pasa a un segundo plano mientras varios «héroes» nuevos
adquieren protagonismo: Lanzarote, Tristán, Galván, Gereint… Lanzarote, que es un
personaje de pura ficción (e inventado varios siglos después de los «hechos
artúricos»), pasa a ocupar el papel de amante de la reina, tan esencial para los
novelistas medievales y su convención del amor cortés.
Pero resulta tentador creer que la primera de las «historias de rapto», el secuestro
de la reina por parte de Meleagant, se basara en un hecho real. Melvas existió, y se
han encontrado restos concordantes con su época que señalan la presencia de
fortalezas en y cerca de Glastonbury Tor[6]. En mi relato, Beduier, cuyo nombre viene
ligado al de Arturo mucho antes que aparezca el de Lanzarote, toma el papel de este
último. En el personaje de Ginebra tal como se traza aquí creo que puede haber una
influencia del tratamiento que da Chaucer a la «falsa» Criseida.

Nimue (Niniana, Viviana). No hay ninguna necesidad de atribuir la misma clase


de «falsedad» a Nimue, la amante de Merlín. El tema de la «traición» de esta leyenda
surge de la necesidad de explicar la muerte o desaparición de un encantador tan
todopoderoso. Mi versión del final de Merlín se basa en una tradición que aún está
viva en algunas partes del «Summer Country», el País del Verano. Me la transmitió
muchos años atrás un corresponsal mío del Wiltshire.
Esta versión cuenta que Merlín, a medida que fue aumentando en edad, deseó
traspasar sus poderes mágicos a alguien que tras su muerte pudiera convertirse en
consejero de Arturo. Para ello escogió a su discípula Nimue, que se había mostrado
dotada. Este relato no sólo permite mantener la dignidad y una dosis de sentido
común al «gran encantador» sino que explica además la posterior influencia de
Nimue sobre Arturo. De otro modo no hubiera sido fácil que el rey la tuviera cerca de
él o aceptara su ayuda en contra de sus enemigos.

Ninian. El episodio del «muchacho Ninian» me lo sugirió otro incidente hallado


en la Vita Merlini. Aquí Merlín ve a un joven que compra zapatos y unos trozos de
cuero para repararlos, para que le duren más. Merlín sabe que al mozo no le harán
falta los zapatos nuevos, ya que morirá ahogado aquel mismo día.

Cerdic Elesing. Los anales anglosajones consignan que Cerdic y su hijo Cynric
desembarcaron en Cerdices-ora con cinco naves. El nombre de Elesing que se le
aplicó a Cerdic significa «el hijo de Elesa», o «de Eosa». La fecha que se da para el
desembarco es el 494 después de Cristo.
Aunque pueda haber dudas sobre las fechas de las batallas de Cerdic o las

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localizaciones de sus primeras conquistas (se cree que Cerdices-ora pueda ser Netley,
cerca de Southampton), todos los cronistas parecen coincidir en que fue el fundador
de la primera monarquía sajona occidental de la que pretendidamente descendía el
rey Alfred.
Para más información sobre Cerdic y los cambios en las costumbres funerarias
que sugiere Gereint en la página 14, véase History of the Anglo-Saxons de Hodgkin,
Vol. I, sección IV.

Llud-Nuatha, o Nodens. El santuario de Nodens aún puede verse en Lydney,


Gloucestershire.

La canción de Merlín. «He who is companionless» (El que carece de compañía),


se basa en el poema sajón «The wanderer» (El vagabundo).

Finalmente, por lo que se refiere a las muchas lagunas de mi conocimiento sobre


este vastísimo tema, no puedo mas que pedir perdón y parafrasear lo que H. M. y N.
K. Chadwick escribieron en el prefacio a su Growth of English Literature: «Si
hubiera leído más extensamente, nunca habría completado este libro». Es más: Si yo
hubiera sabido lo mucho que iba a tener que leer, jamás me hubiese atrevido a
empezar a escribir. Por el mismo motivo, no puedo hacer una relación completa de
las autoridades que he seguido. Todo cuanto puedo desear, con total humildad, es que
mi trilogía de Merlín pueda significar un punto de partida para algún nuevo
entusiasta.
Mary Stewart
Edimburgo, 1975-1979

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MARY FLORENCE ELINOR RAINBOW. Nació el 17 de septiembre de 1916 en
Sunderland, Durham, Inglaterra. Su padre, un joven aventurero, había navegado
alrededor del Cabo de Hornos a Nueva Zelanda, donde conoció y se casó con su
madre. La pareja regresó a Inglaterra, y él comenzó su carrera como clérigo
anglicano. María fue su primera hija, seguida por un hijo y otra hija.
La escritura y la narración siempre le resultaron fáciles, y Mary comenzó a
escribir e ilustrar a la edad de cinco años. Comenzó la Universidad de Durham en
1935, recibiendo un certificado de enseñanza en 1939. Su meta era convertirse en
profesora de Inglés en Oxford, pero en el momento de su graduación se conformó con
enseñar en la escuela elemental. En 1941 se le ofreció un puesto en la Universidad de
Durham y enseñó allí hasta 1945.
Conoció a su marido, Frederick Henry Stewart, en una fiesta de disfraces durante
la celebración del Día de la Victoria en la universidad, en 1945. Se casaron tres
meses después. Después de su matrimonio, Mary continuó enseñando a tiempo
parcial y comenzó a concentrarse en su escritura. Ante la insistencia de su marido, en
1953 finalmente envió el manuscrito de «Madam, Will You Talk?» a un editor, y se le
ofreció un contrato por Hodder and Stoughton. El libro fue un éxito inmediato.
Continuó publicando aproximadamente un libro al año desde 1955 hasta 1980,
convirtiendo cada uno en best-seller.
Mary y su esposo se mudaron a Edimburgo en 1956, cuando Frederick fue
nombrado profesor de Geología en su Universidad. Viajaron extensamente, y estos

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viajes sirvieron de inspiración para los espectaculares y exóticos emplazamientos que
caracterizan a sus novelas. Frederick Stewart murió en 2001, y Mary en agosto de
2012, a la edad de 95 años.
El legado de Mary Stewart como autora es enorme. Es considerada por muchos
como la madre de la novela de suspense romántico moderno. Fue una de las primeras
en integrar historia de misterio y amor, la perfección la mezcla de los dos elementos,
de tal manera que cada uno refuerza al otro. Autores famosos tienen sus libros entre
sus favoritos y los citan como su influencia para su propio trabajo. E incluso décadas
después de su publicación, sus libros siguen siendo reimprimidos una y otra vez. Sus
aficiones eran la jardinería y el estudio de la historia natural, especialmente la fauna,
las plantas y las flores. También tenía un ávido interés en las antiguas Roma y Grecia,
así como en la pintura y el teatro. Todos estos intereses aparecen ampliamente como
temas a lo largo de su obra.
Sus novelas artúricas han convertido en clásicos, no solo por la calidad de la
escritura, sino también por su originalidad. Su revisión de la historia fue innovadora
porque era muy diferente de las versiones estándar: Merlin es el narrador, no el rey
Arturo; se establecen en el siglo quinto, en lugar del XII; y los valores y las
costumbres de este período de tiempo se investigaron a fondo y son meticulosamente
descritos. Sus historias toman una conocida, aunque sobre-explotada leyenda, y la
vuelven tan fresca como cuando fue narrada por primera vez.
Mary Stewart siempre ha sido reacia a categorizar sus novelas, diciendo:
«Prefiero decir que escribo novelas rápidas y entretenidas. A mi entender, sólo hay
dos tipos de novelas, mal escrita y bien escrita. Más allá de eso, no se puede
clasificar… ¿Puedo afirmar que escribo cuentos? “Cuentacuentos” es un título
antiguo y honorable, y me gustaría presumir de ello».

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Notas

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[1]Dis Pater, rey de los muertos, gales en su denominación latina, que significa «padre

rico». Es equivalente al Hades griego, dios de los infiernos, y del mundo subterráneo,
llamado también Plutón (que significa «rico»), porque se consideraba que el interior
de la Tierra encerraba todas las riquezas. (N. de la T.)<<

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[2]Hermes, el mensajero de los dioses, era el protector de los caminantes y de los

bandidos. Se le erigieron monumentos en los cruces de caminos. Al principio estaban


formados por un montón de piedras, o bien una sola en posición vertical y con claro
significado fálico; posteriormente la piedra se sustituyó por un pilar cuadrado,
rematado con la cabeza de Hermes, y con un falo en la parte central del mismo. (N.
de la T.)<<

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[3]Voz latina: placas circulares de metal, con una especie de botón o relieve en el

centro, que en su origen usaron los romanos como ornato en las guarniciones de los
caballos y más tarde como condecoración militar, y como adorno que los soldados
cosían a sus corazas de cuero. (N. de la T.)<<

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[4]Sir
Thomas Malory: La muerte de Arturo, 3 vol., Madrid, Siruela, 1985.
Traducción de Francisco Torres Oliver.<<

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[5]El Libro Negro de Carmarthen es una obra del s. XII —con algunos fragmentos tal

vez del s. VI—, en gaélico, que contiene poemas relacionados con el mundo artúrico.
(N. de la T.)<<

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[6]Glastonbury es otra denominación de Ynys Witrin o la Isla de Cristal. Tor: en el

suroeste de Inglaterra, colina abrupta y rocosa; su equivalente en español puede ser


«tormo». (N. de la T.)<<

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