CUERPO, Escritura Neobarroca de Severo Sarduy

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INTRODUCCIÓN

Hundida ya en ese exiguo dédalo circular que centra el vientre, firma


borrada del nacimiento, el más ligero roce de esa cicatriz me produce
náuseas. Mis propios dedos al bañarme, o los labios inadvertidos de
algún amante han intentado alguna vez, en aras de eros, esa caricia
casual que redundó en mareo. De allí mi reticencia para evocarla, la
fuerza de ese silencio que sella mi salida a la luz, mi acceso
milagroso a la respiración, al aire...

De allí que su roce me estremezca, como la amenaza de un ahogo,


como el regreso de un silencio, antes del grito y del aire; silencio que
debe ser idéntico al otro: a ése, final que sucede al nacimiento al
revés.

Severo Sarduy, El Cristo de la rue Jacob.

El siglo XIX arrojó al hombre con furia hacia la carrera de la modernización y la

mecanización; el hombre, dueño de la razón, se considera por un lapso de tiempo dueño

de sí y dueño del mundo. Pero luego, los hechos bélicos del siglo XX lo enfrentan de lleno

con la muerte. A partir de estas dolorosas experiencias el sujeto ve surgir la desconfianza

en la razón. Y junto con la razón, el lenguaje también entra en cuestión.

Durante este mismo período, la filosofía y las ciencias humanas comienzan una

afanosa carrera por desentrañar la relación entre realidad y lenguaje, llegando siempre a

la conclusión de que cualquier aproximación a la realidad pasa por reconocer la

importancia del lenguaje. La realidad se convierte en palabras. Por su parte, el lenguaje


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como poliedro que es, con sus infinitas aristas, escapa a nuestra visión estereoscópica.

El inconsciente es una de esas aristas y Sigmund Freud quien primero la avista con

claridad. Junto a Freud, Karl Marx y Friedrich Nietzsche serán los pensadores pioneros

que cuestionan al hombre moderno que arriba al siglo XX. En la literatura, una

constelación de escritores hará patente esta transformación de la relación entre sujeto y

realidad, en la que el lenguaje juega un papel cada vez más crucial; por citar algunos

narradores, mencionamos a Marcel Proust, con una visión muy subjetiva del tiempo; a

James Joyce, quien hará del lenguaje y de la palabra la materia primordial de la que los

recuerdos y la vida del hombre están hechos; a Albert Camus; a Joseph Conrad; a Franz

Kafka. En lengua española, entre los herederos de esa creciente corriente que da

importancia al lenguaje, podemos citar a Ramón María del Valle-Inclán; a Jorge Luis

Borges, que con su juego de espejos y laberintos nos ubica en una realidad deudora de

los artificios del lenguaje; a José Lezama Lima quien busca dar una universalidad a la

realidad cubana y de paso a la hispanoamericana; a Gabriel García Márquez, narrador de

una realidad renovada siempre paralela a otra más próxima originada en la imaginación.

Llegados a este punto, alrededor de los años sesenta (1960 – 1970) y detenidos en

ese momento de la historia de la literatura latinoamericana, debemos resaltar la

adquisición de una voz propia por parte de la literatura del continente americano en

lengua española, además de un inesperado interés por la misma en otros lugares del

mundo; sus autores conquistan el reconocimiento mundial, para una literatura que ya

desde el siglo XIX había iniciado un recorrido tendiente a encontrar una idiosincrasia

propia, una autonomía; es el grupo de obras conocido en su conjunto como la literatura

del “Boom”.

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No obstante, no debemos olvidar que la producción literaria latinoamericana siguió

experimentando y encontrando caminos originales y que a los autores del “Boom”

siguieron nuevos narradores que con el paso de los años se consolidarían con propuestas

totalmente renovadas, no sólo para sus literaturas locales, sino también para la literatura

mundial, entre ellos: Alfredo Bryce Echenique, Fernando Vallejo, Cristina Peri Rosi, por

citar sólo algunos ejemplos. En ellos hay que buscar nuevas voces que buscaron

trascender al Boom. Dentro de este grupo de nuevos narradores, cada vez más diferentes

entre sí, encontramos un escritor de unas características únicas: Severo Sarduy. La

peculiaridad de su obra, es probable que se vea acrecentada, en parte al menos, por

condiciones particulares, algunas de ellas aparentemente ajenas a la producción literaria:

el exilio, la homosexualidad, el interés por la astronomía, la simultaneidad con la pintura;

todas ellas, circunstancias a las cuales el mismo autor resta importancia; pero por sobre

todas, la característica esencial es su relación con el lenguaje; en sus obras las palabras

adquieren un valor autónomo, por encima de trama, personajes, lugar o espacio.

Pero antes de centrarnos en la obra de este escritor cubano conviene aclarar el

medio en el que surgió y las influencias que recibió, algunas de las cuales él reconoce de

manera explícita. En primer lugar, están su formación en lengua castellana y su primitiva

inquietud por definir lo cubano. En una entrevista con Danubio Torres Fierro, publicada en

1978 en Nueva York, Sarduy declara:

Hoy en día creo que Orígenes, a través de Lezama, tiene gran influencia en lo que hago, o
al menos en el modo de encarar la escritura y lo cubano; no tanto en el sustrato católico de
la revista, en lo teológico, como en el privilegio concedido a la forma, en la factura barroca,
y en el sentido de la fundación de lo cubano por la imagen, centro de la poética lezamiana
[...] Conocí, por supuesto, a Lezama Lima, hablé varias veces con él, recuerdo

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perfectamente su sonrisa, su entonación, el timbre de su voz. Lezama, ya entonces era un


mito, su vida, como él dice de la de Oppiano Licario, tenía la fuerza germinativa de la
muerte, por eso ahora, en la muerte, sigue irradiándonos con la fuerza germinativa de la
vida. Su texto, como el de los grandes fundadores, tenía que quedar inconcluso: como las
cartas fortuitas que Hernando de Soto iba dejando, clavadas en los árboles para su
esposa, y que ella siguió recibiendo aún después de su muerte, cuando, luego de haber
sido enterrado y desenterrado, fue finalmente enterrado en el lecho de un río para que su
imagen fluyera; como el libro de que se habla en Oppiano Licario, que también se pierde,
dispersado y mordido por un perro infernal en medio de un ciclón, y finalmente como el
propio libro Oppiano Licario que la muerte viene a interrumpir marcándolo así con el sello
de la fundación, señalando a Lezama como uno de los genitores por la imagen como él
decía de Hernando de Soto, uno de los creadores de la imagen insular (SARDUY, 1999,
tomo II, p. 1815).

Destacamos, en primer lugar, en esta cita un interés por lo cubano que Sarduy

quiere continuar a partir de la obra de Lezama Lima, primer maestro e inspirador de ese

interés; además, otra nota predominante en estas palabras es la habilidad de Lezama

Lima para transmitir una imagen, aún mejor, para crear una imagen por medio del

lenguaje, e incluso de dar significado a la ausencia de lenguaje, a los silencios, como es el

caso de la novela inconclusa Oppiano Licario. Lo que no queda dicho hace de un texto un

texto seminal, que descubre nuevas realidades en el lector. Es gracias a este primer

contacto que se entiende su posterior compromiso por rescatar el Barroco y su

formulación de la retombée (reaparición en un periodo histórico posterior de una

determinada visión del universo y que se manifiesta a través de las distintas expresiones

artísticas, científicas y culturales de dicho período). En sus ensayos, Severo Sarduy

expone que el Barroco resucita de nuevo en pleno siglo XX: las formulaciones de

Copérnico y Kepler, contemporáneas de los óleos de Rubens y de los versos de Góngora,

reaparecen en el siglo XX, y tienen su correlato en la teoría del Big Bang, acompañada

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esta vez por las pinturas de Pollock y la obra de escritores que participan de una nueva

narrativa, entre los que podemos incluir la propia obra de Sarduy, pues su empresa es

descubrir esa nueva narrativa. Lezama Lima es el puente para llegar al Barroco, más

exactamente al barroco latinoamericano. Esta retombée es también una reinterpretación

de lo que fue el Barroco, esta vez desde todas las contradicciones y la ficción que rodeo el

descubrimiento de América, pues durante un cierto período de tiempo se consideró que se

había encontrado un nuevo camino para llegar a Oriente, y a partir de este equivoco, de

esta “simulación” en términos de Sarduy, se origina la gran ficción que es América, éste

es el aspecto de la historia de la América hispánica que interesa a Sarduy, el que se ha

construido con base en el lenguaje, en el poder de la palabra y en la fuerza de la

imaginación. Ello le dará argumentos a Sarduy para hablar en su obra de ensayista de

una literatura neobarroca, y para incluir su obra como parte de ese nuevo modo de

entender la escritura, propio del siglo XX y contemporáneo de conceptos como la teoría

del Big Bang.

Luego, debemos mencionar su posterior estadía en París, la cual agrega otros

campos de interés a su indagación: las novelas de Natalie Sarraute, el estructuralismo

francés, la amistad con Roland Barthes. Así, su obra va surgiendo como enfrentamiento

entre dos mundos, dos centros de influencia (como los dos centros que tiene la elipse de

Kepler que tanto inquietó al autor cubano). Por un lado, está Hispanoamérica y la

herencia literaria, artística y cultural hispánica y por otro, la efervescencia de ideas

libertarias y destructoras de los corsés narrativos y de las fórmulas literarias seculares que

promulgan los escritores del Nouveau Roman (Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute). En

Sarduy encontramos por un lado la ilusión, el asombro del hombre americano frente al

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mundo, a su mundo, a su Cuba; por otro lado, la focalización del hombre barroco en la

forma, en la materia, que le hace enfrentar cargado de ironía, como en el caso de

Quevedo, el proceso de escritura y su relación con el mundo contemporáneo.

A ello hay que añadir el diálogo Oriente – Occidente. En su obra van surgiendo las

pinceladas de una original presentación de la doble visión que tienen entre sí Oriente y

Occidente (América, el origen, frente a Europa, lo moderno). Para esta larga travesía

entre Oriente (que también es América) y Occidente (que no sólo es Europa, sino la visión

que tiene el hombre moderno europeo de la Utopía, de América y de Oriente) cuenta con

la ayuda de otro de sus grandes maestros: Octavio Paz; quien ya había explorado esos

vasos comunicantes que unen la concepción del universo de las culturas precolombinas y

la que les es propia a las distintas culturas orientales que siempre le interesaron (India,

Japón, China) y a las que había contrapuesto el hombre moderno, el hombre de la Razón.

No obstante, Sarduy, para presentar ese encuentro en un mismo nivel, lo hace más desde

el místico o el narrador que desde el filósofo; esa confusión, esa “simulación” de América

como si fueran las Indias le abre una puerta en el tiempo para transitar del siglo XVII al

XX, y de un lugar a otro del orbe en su mundo narrativo. Ese juego Oriente – Occidente

forma parte de ese primigenio mal entendido entre el Nuevo Mundo y las Indias, y Colón

lo único que hace es inaugurar esa impostura, darle vida a una nueva fábula: la de que

Oriente y América son una misma e idéntica realidad.

En su novela Cobra vamos a ser testigos de ese constante diálogo entre lo que

somos (occidentales u orientales) y cómo nos vemos unos a otros. El Oriente, por su

parte, aporta al texto elementos de tres de sus culturas: la del Tibet, la china y la hindú.

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En primer lugar, hay que aclarar que son culturas que han vivido un largo proceso de

evolución. Para hablar de budismo tibetano, se debe recordar que entre sus orígenes se

encuentra el budismo tántrico. Era la forma primitiva como se manifestaba el budismo e

incluía la realización de rituales en cierta medida violentos y crueles. A este respecto,

afirma Rodríguez Monegal, quien es uno de los primeros en comentar la obra de Sarduy,

su importancia y las implicaciones que tendrá en su literatura:

Para el tantrismo el cuerpo es el doble real del universo que, a su vez, es una
manifestación del diamantino e incorruptible cuerpo del Buda; se trata de una anatomía
simbólica: el cuerpo humano concebido como mandala que sirve de ‘apoyo’ a la meditación
y como altar en que se consuma el sacrificio. Las dos venas nacen en el plexo sacro, lugar
del linga (pene) y del yoni (vulva); la primera asciende por el lado derecho y polariza el lado
masculino; la segunda sube por el costado izquierdo y simboliza el aspecto femenino
(BARTHES, 1976, pp. 56-57). 1

En palabras de Rodríguez Monegal la novela Cobra se convierte en un palimpsesto

del tantrismo, pues no lo sigue al pie de la letra, sino que lo glosa. Rodríguez Monegal

también menciona la relación entre cuerpo y lenguaje; el cuerpo está constituido por los

distintos sonidos de las palabras de la novela, de ahí que concluya que el lenguaje es el

verdadero personaje.

Si el cuerpo es tierra, y tierra santa, también es lenguaje –y lenguaje simbólico. En cada


fonema en cada sílaba late una semilla (bija) que al actualizarse en sonido emite una
vibración sagrada y un sentido oculto. Rasanâ representa a las consonantes y lalanâ a las

1
Este volumen fue editado por Roland Barthes con artículos de varios autores y de él mismo, también contiene
las primeras páginas de la novela Maytreya que aún no había sido publicada: FOSSEY, Jean-Michel, “Severo Sarduy:
máquina barroca revolucionaria”; AGUILAR Mora, Jorge, “Cobra, cobra la boca obra, recobra barroco”; RODRÍGUEZ
Monegal, Emir, “La metamorfosis del texto”; GONZÁLEZ Echevarría, Roberto, “Memoria de apariencias y ensayo de
Cobra”; LEVINE, Suzanne Jill, “Borges a Cobra es barroco exégesis”; BARTHES, Roland y SOLLERS, Philippe,
“Severo Sarduy”; LEVINE, Suzanne Jill, “Cobra: el discurso como bricolaje”. Además, hay artículos de prensa sobre la
recepción que tuvo la novela Cobra por parte de algunos críticos de diferentes medios, especialmente de Estados
Unidos.

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vocales. Las dos venas o canales del cuerpo son ahora el lado masculino y femenino del
habla (BARTHES, 1976, p. 57).

Los dos fragmentos hacen explícita la concepción del cuerpo como espejo del

universo, y más importante aún, el lenguaje como presencia irrefutable en el cuerpo a

través de los sonidos, ya sean estos vocales o consonantes. Es innegable el diálogo que

se establece en su obra con Oriente. También es innegable la importancia que adquieren

las alusiones al budismo y otros aspectos de India para poder construir el sentido de

Cobra. Pero no es un Oriente reverenciado, sino que lo presenta incluso de una forma

irónica, ya que en la boca de un monje escuchamos frases que constituyen tópicos,

lugares comunes, expresiones hechas en la lengua española y típicas de la publicidad.

Pero esto sucede porque considera que el budismo que hemos importado a Occidente

elimina la solemnidad y coloca todo en el mismo plano, que además es uno de los logros

de su narrativa, eliminar jerarquías de toda índole.

ESCORPIÓN: ¿Qué debo hacer para librarme del ciclo de las reencarnaciones?
EL GURÚ: Aprender a respirar.
[…]
Distraemos a la barajera.
ESCORPIÓN: ¿Qué tengo que hacer para tener el pecho como el de Superman?
ROSA: Aprender a respirar (SARDUY, 1972b, pp. 179 – 207).

En el ensayo de Jacobo Machover, quien trabaja en su libro las circunstancias

personales de tres escritores y las implicaciones políticas que dichas circusntancias

tendrán en la Cuba después de la Revolución, podemos leer una declaración de Sarduy

sobre la única forma posible como desde Occidente podemos ver el Oriente, es decir, no

hay forma de desprendernos de nuestro ser occidentales para hablar del Oriente.

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Nadie te aconseja en el budismo. Tienes tú que hallar un tipo de conducta. De modo que
viene de ahí el hecho de que en mis libros esté tanto, por ejemplo, un discurso de
Sakiamuni, el Buda histórico, como la pacotilla búdica y oriental del drusgstore de Saint-
Germain-des-Prés. Todo está al mismo nivel (MACHOVER, 2001, p. 239).

En otros ensayos, Sarduy vuelve sobre el tema y describe el deseo como ilusión.

Según esta concepción religiosa, y aún filosófica, que Sarduy plasma en la obra, el deseo

por puro y espiritual que sea no es sino un recorrido en el sentido opuesto de la liberación,

es una trampa, maya, la ilusión. Durante el viaje que Sarduy realiza a India y durante el

que escribe parte de la novela Cobra, el escritor descubre que existe una enorme similitud

entre India y América y que Cristóbal Colón no se equivocó cuando dijo haber llegado a la

India. Afirma Sarduy: “La India del sur sobre todo es idéntica a Cuba” (MACHOVER, 2001,

p. 239).

Para resumir lo expuesto hasta el momento, podemos decir que el escritor toma

todas las influencias recibidas, tanto de su vertiente hispánica como de sus colegas

franceses, y las plasma en su obra novelística: Gestos, De donde son los cantantes,

Cobra, especialmente en esta última. Ahora, debemos aclarar en pocas palabras cuál

puede ser el proyecto creador de Sarduy; en primer lugar, podemos afirmar que está

orientado a representar la simulación y hacer del lenguaje un despliegue gratuito como

estrategia neobarroca de la nueva narrativa. A partir de la simulación construye entes

semióticos, esto es, los personajes, como es el caso de Cobra, Pup, Cadillac, que son

travestidos, es decir, ejecutantes de una simulación, no son lo que parecen, la identidad

queda burlada, escondida. En oposición a esto, la novela tradicional hace al personaje

hombre o mujer, con una identidad clara, pero esto reprime las posibilidades de juego que

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busca Sarduy, así que sus personajes no tendrán esa misma claridad de identidad, ni de

género, ni como seres humanos. El travestismo forma parte de un fenómeno mayor que

es la simulación. En Machover se lee a este respecto:

Si tuviera una especie de enfatuación filosófica que nunca he tenido –nunca me he tomado
por un mulato greco-latino–, pero si la tuviera, diría que, en lugar de hablar de un ser para
la muerte o de un ser para el compromiso, yo hablaría de un ser para la simulación
(MACHOVER, 2001, p. 241).

La simulación se vuelve una de las estrategias a través de las cuales el cuerpo, la

piel, se esconde; todo el afeite y vestuario que acompaña la representación del otro que

realiza el travestí son idénticos a aquello que esconde el lenguaje que encubre su

significado, lo escamotea, y crea cadenas de significantes que no dicen nada, que se

quedan vacíos. Agrega Machover que el relato en las novelas de Sarduy estalla en mil

pedazos y se lleva un pedazo de Cuba a todas partes del mundo a través de su discurso.

Cuando me siento en esta mesa, o más bien en el campo, a escribir, no tengo ni la menor
idea de lo que va a pasar. [...] El libro se va haciendo solo. [...] Voy a hacer una tesis sobre
las estructuras narrativas en la obra de Severo Sarduy. Quiero decir, hay estructuras y hay
narración, evidentemente. Pero no todo está programado. El plot general está programado.
Pero nunca sé realmente lo que va a pasar” (MACHOVER, 2001, p. 248).

En distintas declaraciones y a través de su producción el escritor cubano va

dejando caer elementos útiles a la hora de interpretar su obra y descubrir cuál es su

proyecto creador. Primero, su objetivo como escritor es producir una imagen; el soporte,

ya sea una hoja en blanco, ya sea un lienzo, ya sea el sonido radiofónico, es secundario.

Segundo, su cuerpo está hecho de palabras, vive para las palabras y éstas son la

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manifestación suprema de dicho cuerpo, son un gesto de ese cuerpo, son las cicatrices

de ese cuerpo. Tercero, la escritura es ambigua, es lo opuesto a cualquier proceso

definitorio, es un disfraz, una impostura, es barroca por naturaleza, es simulación. Todas

estas “certezas” son elementos constitutivos de un análisis que pretenda explicar la obra o

un aspecto de la obra de Severo Sarduy. Y es sobre los que ha de partir el investigador

de su obra y sobre los que hay elaborados estudios con distintos enfoques; sin embargo,

para el presente trabajo, buscamos explicar qué importancia y qué significado tienen

dentro de su obra los conceptos de texto, palabra, cuerpo, pintura, tatuaje, máscara,

escritura, y como están interconectados. Para ello, haremos uso de la bibliografía

existente que relaciona su “escritura” con su trabajo como pintor y como crítico de arte;

también aquella que aborda la relación cuerpo y texto, siempre a la luz de su particular

idea de la labor de escritor.

En opinión de Gustavo Guerrero, otro comentarista temprano de la obra de Sarduy,

Cobra presenta en forma de novela el subconsciente de la narrativa latinoamericana, es la

literatura puesta al diván, pues están reflejados en esas novelas los deseos más íntimos

de los personajes; los personajes se convierten en otros, el que quieren ser, las

situaciones no se concretan y van de un ambiente a otro como si se observaran los

cuadros de una exposición; el discurso fluye libremente, pero no es fluir de conciencia

sino de la narración. Afirma Guerrero:

La novela del Boom funciona, en tanto que discurso, a base de esas represiones tácitas.
Cobra intenta hacerlas explícitas. Cobra intenta encarnar nada menos que el
subconsciente de la narrativa hispanoamericana.” (GONZÁLEZ Echevarría, 1987, p. 155).

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También podemos extraer del extenso ensayo de Guerrero una lúcida y temprana

asociación que extrae de Cobra entre la escritura y el rito de la mutilación física. Cobra, el

personaje central, es sometido a una castración al final de la primera parte, hecho que

confirma la ilustración que aparece en la portada del libro. El paratexto gráfico muestra un

Yogin con seis de los siete Chakras con los que habitualmente se presenta. El chakra

inferior, el más primario y el fundamental, el que comunica lo femenino y lo masculino,

aparece recortado; es el que corresponde a los órganos genitales; es decir, el paratexto

representa la misma castración que sufre el personaje.

A este respecto explica Enrique Márquez, en su ensayo “Cobra: de aquel oscuro

objeto del deseo”, que la castración que padece el personaje Cobra da origen a su

permanente búsqueda, la búsqueda del objeto del deseo, objeto perdido en términos de

Lacan; también de la búsqueda del Otro; pues el personaje, a través de la intervención

quirúrgica, quiere encontrar lo Otro, ser Otro. El lenguaje construye ese otro que no se

encuentra.

De modo similar, la castración ejerce un campo de influencia en las mutaciones de los


personajes. De forma inversa a cómo lo proclama la mitología burguesa capitalista, la
castración en el tema asume dos funciones. Una es la de llegar a lo Otro, a lo inefable que
queda siempre más allá del deseo...También en la castración la oposición muerte-deseo se
armoniza, se junta y se elimina (MÁRQUEZ, 1991, pp. 303-304).

En la segunda parte el juego placer/dolor se desvanece, pues se acerca hacia la

muerte, que es el final que le espera a Cobra después de los rituales realizados por la

pandilla de motoristas/monjes en un café de una plaza de Ámsterdam o en algún lugar del

Tibet. En esta segunda parte la búsqueda quiere ser mística, purificadora, liberadora, está

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claro, a través de la muerte. A lo largo del discurso, el falo parece constituir el objeto

perdido, en la primera parte gracias a la castración y en la segunda porque es el objeto de

culto de un grupo de budistas. Hasta el momento hemos pasado revista a las

explicaciones de algunos críticos sobre el significado de la novela Cobra, a manera de

preámbulo a los capítulos posteriores. Rodríguez Monegal es el primero en establecer con

claridad la analogía que se lee en el trasfondo de la novela Cobra entre el cuerpo humano

y el cosmos; Jacobo Machover nos ha permitido dejar en claro que es importante para

Sarduy la eliminación de jerarquías y de moldes a la hora de afrontar la función de

novelar; poniendo en un mismo espacio América y el Oriente, y a un mismo nivel dos

tradiciones de culturas muy distintas, la tradiciones judeocristiana y el budismo tántrico.

Un tercero, Gustavo Guerrero nos ilustra sobre el vuelco que quiere dar Sarduy con su

propuesta a la narrativa anterior que se había producido en Latinoamérica, un

desenmascaramiento del papel de los personajes y de otros elementos que hasta el

momento las autores habían empleado a su antojo; y el último mencionado ha sido

Enrique Márquez, quien explica la novela como un claro intento por salir del marco

narrativo y entrar en el mundo del lenguaje como herramienta que utiliza el individuo para

autocomprenderse; el objeto de deseo es un inalcanzable desconocido que se nos

presenta en forma de palabras, todo ello a la luz del psicoanálisis como lo entiende

Jacques Lacan.

Para los ejemplos y observaciones de la narrativa de Sarduy me he basado en

general en su obra novelística y de ensayo, pero especialmente en Cobra, pues en esta

novela se pueden apreciar ejemplos de los nuevos procedimientos utilizados por el

escritor para dar un vuelco en la forma de entender la escritura, la literatura, la función del

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escritor, la importancia del lenguaje, como constructor de nuestros recuerdos y de nuestra

vida; concepción ésta muy próxima a postulados filosóficos contemporáneos que

podemos resumir en el dictamen que el hombre está hecho de lenguaje, pues las

palabras conforman tanto su visión de la realidad, así como de su misma subjetividad; el

lenguaje está en todas sus creaciones, tanto en sus sueños como en sus puentes.

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EL TEXTO COMO CUERPO

Se trata, en realidad, de huellas, de marcas. Ante todo, las físicas, lo


que ha quedado escrito en el cuerpo. Recorriendo esas cicatrices,
desde la cabeza hasta los pies, esbozo lo que pudiera ser una
autobiografía, resumida en una arqueología de la piel. Sólo cuenta en
la historia individual lo que ha quedado cifrado en el cuerpo y que por
ello mismo sigue hablando, narrando, simulando el evento que lo
inscribió.

La totalidad es una maqueta narrativa, un modelo: cada uno podría


leyendo sus cicatrices, escribir su arqueología, descifrar sus tatuajes
en otra tinta azul.

Severo Sarduy, El Cristo de la rue Jacob

¿De qué forma Severo Sarduy logra vincular sus textos, y más precisamente su

escritura, con la idea de cuerpo? Es el interrogante que motiva el presente capítulo. La

respuesta podemos comenzar a rastrearla en sus declaraciones, en la visión que tiene de

su propia obra, de su autoimagen como escritor. La obra publicada en 1987, El Cristo de

la rue Jacob, comienza con unas palabras de presentación por parte de Sarduy que dejan

clara la equiparación entre texto y cuerpo: el cuerpo, tanto en sus huellas físicas como en

sus huellas psíquicas, es el soporte/el generador de la historia de una vida, en este caso

de su propia existencia. En otras palabras, el cuerpo se convierte en ente semiótico y

trasmite información que el posible lector (el otro) simplemente interpreta como lenguaje

verbal. En el ensayo que Bárbara Stawicka-Pirecka escribe sobre este texto, titulado “El

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lenguaje tatuado de Severo Sarduy”, la ensayista realiza varios descubrimientos con

relación a esta obra de carácter autobiográfico. El primero es destacar el significado de

“epifanía” y relacionarlo con la tradición cristiana. La investigadora saca a la luz la

identidad que hay entre ese ente semiótico que es el cuerpo del escritor y el cuerpo de

Cristo a través del análisis de varias metáforas orientadas hacia ese mensaje.

Aproximándonos a alguna de las posibles interpretaciones nos ponemos, por un

momento, en el lugar del escritor y escribimos: lo que escribo son epifanías; la epifanía es

la manifestación de Dios a los mortales en la tradición cristiana; claridad de lo absoluto en

la consciencia de los mortales; entonces, estos son fragmentos que dan cuenta de

momentos concretos de claridad repentina durante mi vida. Otra metáfora por medio de la

cual Stawicka-Pirecka explica el título es la siguiente: Cristo sufrió el martirio de una cruz

de espinas; otra vez, poniéndonos por un instante “en la piel” del escritor, escribimos: yo,

Severo Sarduy, soy por primera vez consciente y de manera dolorosa de mi ser al saber

que el dolor que me ocasiona una espina de naranjo es propio y no de mi madre;

entonces, mi cuerpo, como el de Cristo, presenta estigmas, cicatrices, marcas. La relación

entre estas dos cadenas de metáforas se hace sugerente al lector; por ejemplo, la vida es

la escritura que deja marcas en el cuerpo; la escritura es una marca dolorosa; escribo con

el cuerpo, con todo mi ser, como una pulsión, como un gesto automático; la escritura es

un acto místico, espiritual, ritual, repetitivo, obsesivo. Ya lo mencionamos en la

introducción, el trabajo del escritor es una lucha contra las jerarquías, de toda índole, y el

bajar a la divinidad a nivel de los mortales en la tradición judeo-cristiana, es una

transgresión, pues el autor se salta esta prohibición tácita al ponerse a la altura de la

divinidad, lo hace también con la tradición de las religiones orientales, pues por momentos

asociamos el cuerpo de Cobra con el del iluminado, con Siddharta Gautama. Este

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ponerse en el mismo nivel de la divinidad, además de una posible búsqueda espiritual,

forma parte del proceso de eliminación de todas las jerarquías, las literarias, las políticas e

incluso las religiosas.

La metáfora cuerpo/texto hace del primero un ente semiótico, y se hace tanto más

cuanto el escritor-lector pueda dotar de significación a ese cuerpo; la vida va dejando

huellas en el cuerpo, además, se puede escribir en ese cuerpo: el tatuaje es la pintura

somática que lo marca de nuevo con otros significados. Este es un nivel de escritura más

profundo que queda fijado a tinta y dolor, según palabras de Johan Gotera en su ensayo

sobre la obra de Sarduy2. A un nivel más superficial, ese mismo cuerpo se puede travestir,

simular ser otro, agregando a ese ente semiótico más capas de significado; en este caso,

el travestí comporta un componente transgresor de la identidad sexual. El cuerpo se

convierte en el campo de batalla de las tensiones individuales, lucha entre el deseo y las

normas sociales, el eros que tiene que negociar, y a veces luchar por realizarse como

deseo. En un mismo cuerpo están luchando el dolor y el placer, la tortura y el deseo, la

cirugía y el coito, todos estos pares opuestos han sido convocados en la novela gracias a

los intertextos que encontramos en Cobra con las obras del Marqués de Sade, de Bataille,

de Giancarlo Marmori, de Julio Cortázar, de Salvador Elizondo. Tanto en Cobra como en

El Cristo de rue Jacob el paradigma que se construye es el de que el placer y el dolor

están indisolublemente unidos: Cobra desea llegar a ser mujer a través de una cirugía del

doctor Ktazob, quien le prescribe pasar por ese trance sin anestesia, es decir, con dolor.

En cuanto al escritor en su texto autobiográfico-ficcional, El Cristo de la rue Jacob

describe la historia de un cuerpo cuyas marcas se han producido mediante el dolor: el

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GOTERA, Johan, Severo Sarduy: alcance de una novelística y otros ensayos. Caracas, Monte Ávila Editores
Latinoamericana, C. A., 2005.

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ombligo, la espina del naranjo. Y el placer está representado en el hecho de descubrir lo

que le sucede a ese cuerpo, lo que lo hace único; es la otra cara de la moneda, tras el

dolor viene la iluminación, la claridad de percibir que ese es su propio cuerpo y no otro, le

epifanía, la súbita lucidez de reconocer el propio cuerpo como tal.

En esta concepción cuerpo y escritura están unidos de una manera muy intrincada.

A este respecto escribe la ensayista Stawicka-Pirecka: “[...] la vida anticipa al arte. El

entrelazamiento entre ambos es de naturaleza circular. Es una rueda en movimiento

continuo, insertada en el esfuerzo más grande, que exige por parte de cada artista el

examen de [...] los acontecimientos que constituyen su destino,” (STAWICKA-PIRECKA,

2003, p. 27) y agrega, “entre la circunstancia histórica, cuerpo y escritura se anuda

entonces el núcleo semántico de toda la obra sarduyana. Esta tríada nos permite percibir

el pasaje que lleva a Sarduy desde la mística del cuerpo hacia la acepción del mismo en

tanto que una muy particular semántica del cuerpo concebido como cuerpo/texto”

(STAWICKA-PIRECKA, 2003, p. 28).

Leonor A. Ulloa y Justo C. Ulloa analizan este mismo texto de Sarduy en “La

obsesión del cuerpo en la obra de Severo Sarduy”, ensayo incluido en la Obra Completa,

editada por Gustavo Guerrero y François Wahl. Una primera división que destacan en el

texto de Sarduy hace referencia a las marcas por un lado físicas y, por otro, intangibles

que están presentes en el cuerpo marcado. “Las 'huellas' a que alude Sarduy se

manifiestan tanto al nivel físico como al mnemónico, y de ahí que su libro de recuerdos

esté dividido básicamente en dos partes. La primera está dedicada a las marcas visibles

que han quedado escritas en su propio cuerpo por medio de cicatrices y suturas, y la

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segunda, a las marcas mnemónicas cinceladas en la memoria y producidas por lugares

que lo han impresionado, obsesiones que se repiten a través de su vida, muertes de

amigos, encuentros furtivos en su vida homosexual, y recuerdos e imágenes grabados

tanto en la memoria como en sus obras” (SARDUY, 1999, p. 1629).

Más adelante, aluden a la metáfora del cuerpo como pergamino que contiene los

pormenores de su existencia (la de Sarduy), pero es vital destacar que en una etapa

posterior y final de su obra el cuerpo es más bien un saco de vísceras, frágil y vulnerable,

que puede ser atacado por la enfermedad. A continuación, el cuerpo se asocia a la

Tierra, es un reflejo/espejo del planeta y los autores del estudio resumen así el

simbolismo: “El cuerpo como emisor/receptor de lenguaje, el cuerpo como engranaje

esencial del cuerpo cósmico y el cosmos como cuerpo legible” (Ibid.; p. 1630). Este

aspecto ya lo habíamos citado en la introducción en palabras de Emir Rodríguez Monegal,

cuando afirma que “el cuerpo es el doble real del universo”. Como vemos, sobre esta idea

coinciden varios críticos y será crucial a la hora de ver la relación que se establece por un

lado entre el cuerpo y el universo, la vida y las marcas que deja su trascurrir en el cuerpo,

el cuerpo y los signos que en él leemos. De igual manera, sobre estas señales, el ser

humano imprime otras: los tatuajes, el disfraz, el maquillaje, que también forman parte de

la analogía que venimos manejando: el escritor es sólo un amanuense del universo, lee

en esa piel escrita. En resumen, el cuerpo es la pantalla donde reflejamos nuestros

deseos, como el personaje de la novela, Cobra, quien se maquilla, como hacen los

actores del teatro Noo y Kabuki, además se somete a tratamientos para embellecer sus

pies, se somete a una dolorosa cirugía, y se hace ofrenda, muere en su intento por ser

otro. Si nos atenemos a los autores clásicos (György Lukács, por ejemplo), quienes hallan

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Cuerpo y escritura. Cobra, de Severo Sarduy Septiembre de 2011

determinante el final del héroe de la novela para determinar su mensaje, diríamos que el

héroe muere en el intento por ser el mismo/ser otro, su cuerpo se pulveriza en el proceso,

y el mensaje radica en que es imposible llegar con éxito al final de esa búsqueda; pero

también debemos recordar que uno de los objetivos primordiales en la obra de Sarduy no

es trasmitir un mensaje, sino explorar el lenguaje. El personaje muere en la segunda parte

porque se da cuenta de que el deseo es una ilusión, y perseguirlo no tiene sentido, sería

como una renuncia, un no desear de la religión budista. Pero en verdad no hay ninguna

realidad fuera del texto mismo, ningún significado alegórico o sublime que trascienda la

novela. El verdadero protagonista es el lenguaje, el discurso es el eje principal de la obra,

un discurso que remite a sí mismo, que se mira en el espejo, como en Las meninas, de

Velázquez.

El cuerpo como ente semiótico es emisor de significación, pero también es soporte.

No obstante, las partes del cuerpo también significan, incluso la ausencia de alguna o de

varias de ellas. En Cobra, la Divina se va a someter a la castración, la ausencia del

miembro viril da nueva significación a ese cuerpo, cambio doloroso que figura en la

carátula, en la que se ve a un yogin en posición de loto con seis de sus siete chacras,

pero el inferior no aparece, el chacra que corresponde a los órganos genitales está

excluido de la ilustración, la castración simbólica ya está dada en esa imagen. En

palabras de los Ulloa: “la obsesión por el cuerpo es una manifestación de su rebeldía y de

su deseo de instaurar un discurso corporal abierto que transgreda el canon o la

interdicción. Hablar abiertamente de temas censurados es en sí un acto transgresor que

Sarduy efectúa en toda su producción literaria” (Ibid.; p. 1627).

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Más adelante, los ensayistas se detienen en las diferentes obsesiones del autor,

convertidas en repeticiones compulsivas en su actividad como pintor y como escritor, y

que permiten explicar el perfil barroco de su obra, pues su obra es una saturación de

palabras, de imágenes, de puntos. En el siglo XVII el Barroco se instaura como un arte

construido sobre el vacío, una espiral que asciende en exuberancia de formas, como en

Bernini, en Churriguera, en Rubens; la repetición compulsiva es una respuesta a ese

vacío.

En Cobra el placer está asociado al dolor, el personaje desea y sufre a la vez por

alcanzar ese deseo. Cobra sufre al querer alcanzar la belleza en sus deformes pies, la

Divina sufre durante la cirugía que busca convertir su cuerpo en el de una mujer, el

travestí del Teatro Lírico de Muñecas sufre cuando desea convertirse en ofrenda del

grupo de los cuatro motoristas/monjes. Si el cuerpo es un texto se lo puede romper para

analizarlo o por puro placer; entonces, el interés que el escritor manifiesta por las palabras

se hace análogo al de la ciencia que práctica el taxidermista, el embalsamador, el cirujano

o al placer que busca el sádico al trucidar el cuerpo de otro. La novela de Salvador

Elizondo, Farabeuf o la crónica de un instante presenta evidentes similitudes con la

concepción del cuerpo en Sarduy que hemos venido discutiendo. Escribe Eduardo

Becerra en el estudio introductorio: “Ya se ha destacado como la historia central de

Farabeuf se articula sobre la incesante búsqueda de un sentido definitivo [...] y cómo el

cuerpo aparece definitivamente como el lugar de la revelación; actuar sobre él, sobre su

piel y su carne, supondrá entonces poner en marcha los mecanismos que podrían

descifrar el enigma. Las intervenciones sobre su piel y su carne, llámense tortura, cirugía

o coito, adquieren rango epistemológico” (ELIZONDO, 2000, p. 50). Más adelante leemos:

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“Si el cuerpo es el guardián del sentido final y la cirugía, la tortura y el coito aparecen

como aquellas operaciones capaces de descifrar ese significado oculto, un nuevo haz de

analogías aparece para subrayar las constantes temáticas que se viene repasando. La

'extensión corporal', la epidermis, constituye la superficie, página en blanco, por donde ha

de circular la escritura a la hora de explorar el enigma que el cuerpo encarna;

consecuentemente la cirugía, la tortura y el coito se erigen en metáforas de una escritura

que imprime sus marcas en la piel en la tentativa por descifrar ese enigma” (Ibid.; p. 55).

La novela de Elizondo se instala en el terreno del par binario cuerpo/texto, la

cirugía es la escritura del instante sobre la piel y la carne del cuerpo, y el dolor uno de sus

componentes. Todo ello hermana esta novela con la producción de Sarduy y su concepto

de cuerpo como lugar de escritura, siempre mediado por el dolor, como en el caso del

personaje central de Cobra y sus pies. Ello lleva a concluir que hay en Sarduy una

escritura semejante a un tejido donde se cruzan hilos que van del cuerpo al texto y del

placer al dolor. Las palabras tejen esa “escritura”. Al respecto agrega Becerra en su

introducción a Elizondo:

No estamos frente a una narración que construye una imagen acabada de la realidad,
interpretándola en uno u otro sentido; la realidad extratextual sólo existe en la novela en la
medida en que sus elementos se transforman en lenguaje cuyos movimientos van
ejecutando una escritura. Sólo la materialidad de los signos está presente, signos que
generan nuevas señales, que trenzan una red simbólica que sólo a ella misma remite. Por
ello, en Farabeuf todo opera en la superficie, creando un mundo intransitivo detectado en
el momento preciso de su ocurrencia. En esta planicie textual, donde todo sucede en el
tiempo presente de la enunciación –de la escritura–, lo que se busca es convocar la
presencia de un cuerpo, volverlo presente en el texto trayéndolo al presente del relato, al
instante en el que la materialidad de su carne se impone a cualquier tipo de saber de rango

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abstracto. La propia escritura evoca en su despliegue la materialidad de ese cuerpo al


hacer circular el argumento por la epidermis de su discurso, por ese nivel donde el
lenguaje discurre sin profundidad, sustentado solamente en la materialidad de sus signos”
(ELIZONDO, 2000, pp. 67-68).

En conclusión, Sarduy, tanto en su obra narrativa como en su obra autobiográfica,

que también es ficcional, crea una simbiosis entre texto y cuerpo; en el caso de Cobra, el

cuerpo del personaje será objeto de tatuaje, escritura, maquillaje, estrechamiento de los

pies, cirugía, amputación, cortes en una sucesión sin fin. En el caso de El Cristo de la rue

Jacob, el propio cuerpo del narrador es testigo del devenir de la existencia, es el libro

abierto de su vida. Tanto en una obra como en otra, el cuerpo es el centro sobre el cual

van girando las metáforas, las frases, las elaboraciones metonímicas del lenguaje, lo van

vistiendo, cubriendo, desnudando y desgarrando a cada línea. El lenguaje y el cuerpo se

necesitan mutuamente y la obra de Sarduy lo ilustra.

Los escritores románticos llaman la atención sobre lo descuidado que había

permanecido durante el período anterior (el Neoclasicismo) el sentimiento del poeta, y

formulan la oposición corazón frente a razón, sentimiento frente a pensamiento, quieren

rescatar para la literatura y las artes la expresión de los más íntimos, bajos o sublimes,

deseos del poeta. Hacen descender el eje de gravedad, cambian de órgano, cambian el

cerebro por el corazón. En el caso de Sarduy, su obra ya no redunda claramente en la

expresión de los sentimientos y deseos del escritor; la expresión de un algo íntimo al

poeta ya no es lo más crucial, su obra no busca comunicarnos nada concreto. Ni la razón,

ni el sentimiento son el eje de su obra, más bien las palabras por sí mismas, al ser una

especie de pulsión automática del cuerpo del escritor, son el centro de interés. Sin

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embargo, a diferencia de los postulados del Surrealismo que invita a escribir liberándose

del censor racional y permitir que afloren nuestros más profundos sentimientos y deseos,

en una palabra, el inconsciente, en Sarduy, la expresión libre del cuerpo en sus novelas,

como en una especie de pulsión automática, no importa tanto por el contenido de esa

expresión como por las palabras mismas que han sido escogidas. Es como si se buscara

liberar a las palabras de todas sus cargas semánticas previas y dotarlas de nueva luz y

dejarlas vagar como símbolos sueltos en la obra. Se llega así a una liberación de la carga

de deseo y dolor reprimidos en las palabras mismas, es el lenguaje narrativo puesto al

diván. La diferencia con lo que postulaban los surrealistas es que a ellos sólo les

interesaba el interior, lo más íntimo del escritor, mientras que en la obra de Sarduy la piel

es lo importante, la superficie, las palabras, no su significado. Lo trascendental no es lo

que le sucede al personaje sino las palabras que lo cuentan. Los románticos aún

privilegiaban el significado, era todavía una concepción del arte en la que el sustento

extratextual todavía está presente, aunque presa en el interior del poeta. En la obra de

Sarduy ya no se busca esa correspondencia. De allí la palabra que acuña el propio

escritor para definir el nuevo estilo; el neobarroco, el Barroco del siglo XX, que busca dar

un vuelco a la producción artística, con un uso revolucionario del lenguaje.

[…] la España torquemadesca –si puede inventarse el adjetivo en memoria del gran
inquisidor–, represiva, fascinada por la imagen de un crucificado exigente: por la
humillación y la muerte. Por supuesto, ese torquemadismo ya había tenido sus
resurgencias: pensemos en Batista, que era –máxima blasfemia o parodia inocente– EL
HOMBRE, y en los ejecutantes de la represión al uso que lo rodeaban (SARDUY, 2000, p.
64).

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En este comentario, en tono irónico, expresa Sarduy su rechazo a esa visión del

líder masculino, que en una especie de hilo temporal une al inquisidor Tomás

Torquemada (1420 – 1498) con el militar que gobernaba Cuba en el momento de la

Revolución Cubana, Fulgencio Batista Zaldívar (1901 – 1973). Deja claro que el dolor y la

violencia imputables a estos personajes, su uso abusivo del poder le es extremamente

odiosos y en contestación a ello sus personajes desvalorizan todos los fundamentos

sobre los que se asienta ese ejercicio de la violencia. La diferencia de géneros es crucial

a la hora de ejercer el poder con esa violencia y esa crueldad, los roles masculinos y

femeninos están definidos con claridad en ese escenario de violencia. Tanto en la época

de la Inquisición del siglo XV, como en las dictaduras latinoamericanas, la mujer está

excluida como agente, aparece sólo como víctima. Sobre esos roles sus personajes

transitan de un lado a otro, pues al diluir la diferencia de género pierden su vigencia. Sus

personajes le permiten dar una contestación a ese canon establecido que se basa en la

claridad los roles masculinos y femeninos. Es una forma de transgresión del orden por

medio del lenguaje.

Siguiendo con la forma como Sarduy crea sus personajes, hay que recordar que

Cobra se duplica en la forma de una diminuta “estrella”; se refleja en el espejo; se

transforma de manera inexplicable, por ejemplo, en la segunda parte de la novela forma

parte de una banda de moteros de chaqueta negra de cuero o de monjes budistas que se

reúnen en una plaza de Ámsterdam. Sarduy plantea la inexistencia de personajes

convencionales en su narrativa, más que personajes, crea voces. Todo ello está

relacionado entre sí; su distancia irónica respecto al poder ejercido con violencia, a un rol

de macho cruel y violento; su rechazo a la imposición de normas, propias de un discurso

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oficialista, impuesto, como es el caso del dogma judeo-cristiano o del discurso de carácter

político: siempre violento, pero además corrupto en el caso de Batista y represivo en el

caso de Castro. Gracias a ello, podemos explicar que Sarduy con su narrativa quiera salir

de los cánones, del discurso del “macho”, del “HOMBRE”, del dictador de normas tanto en

su propia vida personal como en el mundo de la estética. Sus personajes se definen por la

parodia y la ironía, alejados de la seriedad monótona y monolingüe de todos los discursos

autoritarios del inquisidor, del dictador, del militar corrupto. A través de la “carnavalización”

llega el lector a ese otro mundo que se abre en su ficción: el de los travestidos, cuyo juego

de simulación los lleva a ser uno/una distinta/distinto unas cuantas líneas más adelante.

En su obra buscará la libertad de los discursos: frente al discurso único del ”macho

seminal”, del “héroe reproductor”, del “fecundador mítico”, del “gran inquisidor”, del

“crucificado exigente”, del “HOMBRE”, opone la imagen del travestido que además pierde

su función reproductora pues es castrado, es “inútil” para la reproducción, característica

que comparte con el lenguaje artístico, es decir, ajeno a la cadena productiva. En su

novela no hay jerarquías, no hay héroes, los travestís son la voz desde la que otros

hablan. En su condición de homosexual quiso oponer su obra al discurso único e

impuesto, a la interpretación canónica. En ese uso del lenguaje es que rescata el período

Barroco, como el derroche de la forma verbal, sin un fin utilitario.

A lo largo del capítulo hemos visto cómo el cuerpo sirve de sustento a la imagen

que quiere trasmitir el autor. El cuerpo es el espejo del cosmos, pero también es la página

escrita, es el instante de la escritura que no busca referente en el exterior.

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