Las Elecciones Que Hacemos
Las Elecciones Que Hacemos
Las Elecciones Que Hacemos
Mi madre fue bautizada en la Iglesia Adventista del Séptimo Día cuando estaba embarazada de dos
meses esperándome a mí. A pesar de eso, no nací adventista. Nadie realmente lo hace. Nací mujer,
hondureña, pero no adventista. Convertirse en adventista es una cuestión de fe. Tenía que aceptar a
Cristo como mi único Salvador y elegir seguirlo a dondequiera que Él me guíe, y hacer lo que Él
quisiese que hiciera. Esas eran elecciones que tenía que hacer por mi cuenta.
Mi madre, por lo que me han dicho, me llevó por primera vez a la iglesia cuando tenía 40 días. Me
presentaron a la congregación y oraron por mí, haciendo un voto para enseñarme acerca de Jesús y
guiarme por el camino correcto. No recuerdo nada de esto, por supuesto, pero vi varios servicios
como éste a medida que crecía, y sé algo acerca de lo que significa.
Mi madre solía leerme historias de la Biblia y cuentos de hadas antes de dormirme, siempre
asegurándose que yo entendiera que solo uno de esos tipos de historias era real. Me enseñaba la
lección de la escuela sabática todas las semanas y me enseñaba a orar antes de acostarme. Ella
también me ayudaba a memorizar muchos versículos de la Biblia que recuerdo aún hasta el día de
hoy. Sin embargo, todo eso era ella. Tenía que tomar una decisión por mí misma.
Cuando fui un poco mayor, comencé a estudiar sola mi lección de la escuela sabática. No lo hacía
porque quisiera hacerlo, sino porque pensaba que tenía que hacerlo, como si se lo debiera a alguien:
una obligación que tenía que cumplir. Me gustaba ir a la clase de escuela sabática, pero la evitaba
siempre que podía. Me gustaban los juegos que hacíamos y ciertamente disfrutaba ganar algunos,
pero mis habilidades sociales eran casi inexistentes, y solo hablaba cuando el maestro hacía
preguntas u organizaba juegos. Fuera de esos momentos, me quedaba en silencio. Sin embargo, me
gustaba la iglesia, y me gustaba Jesús. Escuchaba acerca de Él todos los días, y también leía sobre
Él, así que sabía que era real. Sabía que Él me amaba, pero yo no lograba amarlo a Él.
MI FUERZA Y MI CANTO
La vida no se arregló mágicamente, pero ya no estaba sola. El Señor se convirtió en mi fuerza y mi
canto. Más tarde ese año, mi madre fue asaltada a punta de pistola a menos de veinte metros de la
iglesia cuando salía de un autobús. El robo llevó a mi hermana a pedir un préstamo para comprar un
automóvil, y con el dinero restante, compró pasajes para que mi madre y yo visitáramos a un tío que
vivía en otro país.
Pero antes de irnos, solicité una beca en la universidad líder del país. Sabía que Dios quería que
estudiara medicina. Había sentido ese llamado por un tiempo, pero tenía demasiado miedo para
llevarlo a cabo. No había becas completas para medicina en esa universidad, así que la solicité para
el área de ingeniería biomédica. Todavía acariciaba el sueño de estudiar en el extranjero, y sabía que
la medicina en la mayoría de los países extranjeros era un programa de posgrado que requería un
título universitario para postularse. Pensé que la ingeniería biomédica sería un buen punto de
partida para ingresar al campo de la medicina.
En la solicitud de beca, incluí cada diploma y certificado que tenía; sin embargo, el documento más
importante incluido en el archivo fue una carta que decía que era miembro activo de la Iglesia
Adventista del Séptimo Día y que guardaba el sábado desde el ocaso del viernes hasta el ocaso del
sábado. Dos semanas después, me llamaron para un test psicométrico, y eso fue todo. Mi madre y
yo salimos del país en diciembre. Aunque no habíamos ido allí buscando trabajo, surgió una
oportunidad y comenzamos a trabajar una semana antes de que terminara el mes.
Estaba limpiando un pasillo cuando mi madre me llamó. La seguí al baño, el único lugar que estaba
vacío, y ella me dio la noticia. Un representante de la universidad había llamado: La beca era mía si
aceptaba trabajar para ellos los sábados. El tono de mi madre era más autoritativo que informativo.
Ella me dijo que debería intentar ir, y tal vez se podría resolver algo. La escuché en silencio. Nunca
he sido buena para tomar decisiones; después de todo, me llevó años aceptar a Cristo. Sin embargo,
una vez que tomé esa decisión, mi vida cambió y me comprometí a elegirlo todos los días. Esperé a
que mi madre terminara y le dije que no lo haría. Ella estaba estupefacta. Esto era algo que
habíamos estado esperando, y ella pensó que estaba desperdiciando la oportunidad sin siquiera
considerarla. La verdad es que nunca había estado tan segura de nada en mi vida. Sabía que Dios
tenía algo mejor para mí.
No entré a la universidad ese año, ni al año siguiente, pero mi Padre no se olvidó de mí. Me volví
más activa en la iglesia durante esos años, tanto que el único sueño que había tenido –ir a la
universidad en otro país– fue reemplazado por uno mucho más tangible: ir al cielo.
Erika Sorto es estudiante de medicina en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH),
Tegucigalpa, Honduras. E-mail: jlzsrto2@gmail.com.
Citación Recomendada
Erika Sorto, "Las elecciones que hacemos ," Diálogo 31:3 (2019): 22-24
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